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TRES CONCEPTOS DE

IGUALDAD
Álvaro García Linera [1]

La igualdad como abstracción fantasmagórica

¿Qué sucede cuando las personas concurren al mercado, al voto electoral, a la


justicia o al sistema educativo? A diferencia de lo que sucedía siglos o, en algunos
casos, décadas atrás, cuando el color de la piel, las diferencias de género, la posesión
de propiedad y el tipo de vestimenta habría puertas para unos y levantaban murallas
silenciosas para otros; hoy todos tienen el mismo derecho de elegir autoridades,
vender productos, acudir a los tribunales o acumular títulos educativos. A esto es lo
que comúnmente se llama igualdad de derechos independientemente del origen y de
la condición social.
El esclavismo decimonónico, el régimen de servidumbre hacendal, el voto censitario
o el patriarcalismo legal eran regímenes gubernamentales que impedían el acceso al
voto a mujeres e indios y a la justicia para los pobres. Pese a los continuos
recordatorios, como el de las actuales revueltas en Estados Unidos, de que la piel
aún cuenta a la hora del reconocimiento o trato estatal; la modernidad tardía se ufana
de haber trasladado el sistema de igualdad del mercado -en el que no importa quién
eres, sino qué vendes y a cuánto- a la vida política, legal y educativa. Igualdad
jurídica, igualdad política e igualdad de oportunidades proclaman leyes y
constituciones de las democracias representativas.
Pero, vayamos a ver la “igualdad” primaria del mercado que es la que da lugar a las
otras “igualdades” institucionales. ¿Qué es lo que iguala a personas, cada una tan
diferente de la otra en su historia personal, en sus necesidades y capacidades? No es
la cultura porque el mercado junta a todos los idiomas sin distinción y crea su propio
“idioma” y gramática fundada en montos de dinero. Lo único igual entre las
personas es que portan necesidades de mercancías y capacidades en mercancías, ya
sea bajo la forma de cosas o fuerza de trabajo. Pero la necesidad como igualdad
abstracta ha existido siempre, hoy como hace miles de años atrás, con esclavitud y
servidumbre o sin ellas. Y entonces esa no es la “igualdad” que destaca el
virtuosísimo del mercado.
Las personas que convergen en el mercado tampoco son partícipes de algún tipo de
comunidad productiva, e incluso, muchas veces, ni de sociedad o nación. Convergen
personas con necesidades y capacidades en tanto propietarios privados de
mercancías, en tanto productores privados separados y distintos unos de otros. La
igualdad que moviliza el mercado no es, por tanto, de personas, sino referida a las
“cosas” que tienen esas personas: sus mercancías. Y para que acontezca el
intercambio tiene que haber algún tipo de equivalencia para que pueda
intercambiarse X cantidad de productos A por Z cantidad de productos B. Sin algún
tipo de igualdad entre los productos la compraventa no acontece y el mercado se
derrumba como institución.
Con Marx sabemos que esa “igualdad” de mercado que pone en movimiento los
intercambios planetarios es el valor de cambio de cada uno de los productos del
trabajo. Ya sea un objeto, dinero o fuerza de trabajo expresan un valor lo que
permite “igualar” un televisor con una tonelada de papas, un celular con diez pares
de zapatos, los medios de vida de un trabajador con dinero y el dinero con zapatos,
celulares o papas.
El valor es el principio de igualdad del mercado y hace que este se energice, al igual
que la sociedad moderna que se estructura en torno al incesante mundo de los
objetos mercantiles y de las relaciones entre personas por medio de esos objetos.
Pero este “valor”, en tanto cualidad objetiva de las mercancías que las iguala, no
posee materialidad, “ni un solo átomo de sustancia natural forma parte de su
objetividad”[2]nos recuerda Marx. Es una abstracción, una cosa propia del intelecto,
una fantasmagoría. Claro, el valor expresa el “trabajo humano general” de las
mercancías, pero no existe materialmente “trabajo humano general”, lo que hay es
trabajo concreto: del albañil para hacer el edificio; del agricultor para sembrar
verduras, del ingeniero de sistemas para diseñar un software y demás; cada trabajo
concreto da lugar a una mercancía específica y el intercambio de mercancías iguales
no es la lógica del mercado.
El mercado funciona precisamente logrando el intercambio de mercancías
diferentes, de valores de uso distinto. Fuerza de trabajo por dinero, dinero por pan,
pan por dinero para comprar carne, entre otros. Pero, ¿cómo equiparar una tonelada
de maíz, vía el dinero, con una computadora? Por medio de una abstracción,
mediante un acto de la imaginación que iguala el maíz con la computadora por el
tiempo de trabajo abstracto necesario para cada uno de esos productos. Es una
abstracción objetiva que mueve el mercado mundial, pero eso no le quita su cualidad
de representación social, de “objetividad espectral”. Se trata de una lógica social del
mundo, de naturaleza impalpable, pero que produce efectos palpables, duros,
materiales como la riqueza de unos y la pobreza de otros; la opulencia y la miseria,
incluso la muerte.
La “igualdad de mercado” esconde las desigualdades desgarradoras entre las
personas y las suplanta por una abstracción, por una idea que se desempeña como
“prejuicio popular” que funciona a diario en todas partes, como una evidencia
indiscutible del mundo, como parte de su lógica inmanente. La relación espectral se
yergue como un sentido común del mundo: la usamos todos a diario y sabemos
cómo funciona, aunque no sabemos ni de dónde viene ni por qué funciona.
Los derechos a los que T. S. Marshall[3]llama derechos de ciudadanía moderna
como la igualdad jurídica y la igualdad electoral se desenvuelven de la misma
manera. Todas las personas que acuden a un tribunal o a elegir autoridades son
personas aisladas unas de otras como los propietarios-productores que van al
mercado. Tienen trayectorias singulares, recursos diferentes, conocimientos y
expectativas distintas y, lo peor, por lo general, no son partícipes de una comunidad
real que permita algún tipo de igualdad real entre ellos.
Entonces, como con las mercancías, una abstracción de las desigualdades objetivas
las equipara ilusoriamente. Si en el mercado fue el “trabajo humano general”, en la
política es la cuantificación numérica de la representación. Veamos:
Todos sabemos que las personas reales no son números, pero solo esta suplantación
permite construir la agregación electoral para legitimar la formación del poder
político como resultado de “una persona un voto”, muchos votos, una mayoría
electoral personalizada con autoridad para decidir por todos. Y esta
transustanciación de la compleja y gigantesca diversidad de voluntades de muchos
en voluntad y poder de una persona funciona por la reducción imaginada de las
personas a un número, independientemente de su experiencia de vida, identidad,
color de piel, riqueza acumulada y demás.
Se trata de una abstracción de la realidad que funciona materialmente al producir la
“voluntad general” como una sumatoria de votos. Es una ficción, pero realizada a
nombre de la igualdad que suma indistintamente la preferencia de un blanco, un
negro, un indígena, un rico, un pobre, entre otros. Se trata de una doble ilusión con
efectos materiales perdurables. Por un lado, porque sustituye el todo por una parte y
transmuta la temporal preferencia representativa en poder delegativo clausurando la
recuperación del poder cedido hasta una nueva elección. Y por otro, porque equipara
la preferencia de una persona adinerada, o de un candidato adinerado, llamémosle
Ricardo, que es capaz de aparecer cien veces en los programas de televisión, de
pagar millones de seguidores en redes sociales, de financiar encuestas para uso
performativo, de solventar la obsecuencia de decenas de comentaristas y formadores
de opinión pública y más; con la opinión de una trabajadora del hogar, llamada Elsa,
que aparte de trabajar para el adinerado, trabaja en el cuidado de sus hijos, vive
angustiada porque no le alcanza el salario para pagar el alquiler, solo puede hablar
con dos familiares y tres vecinos para obtener un préstamo para pagar las verduras
del fin de semana y demás. Es evidente que la fuerza de opinión de Ricardo se
impone e irradia sobre miles de otras personas gracias a su dinero que desempeña el
papel de un poder social, sobre la opinión y la influencia desplegada por Elsa. Esta
diferencia en las condiciones prácticas de producción de opinión no es tomada en
cuenta por la fórmula “una persona un voto”, que funciona ante todo como un
placebo legitimador de una abstracción que oculta las brutales desigualdades entre
las personas, entre el peso de sus influencias en la sociedad y, por tanto, del efecto
real de su voto.
Se trata, por tanto, de una igualdad ilusoria, fruto de una abstracción de la realidad
que produce una igualdad fantasmagórica que suprime las desigualdades reales solo
en la imaginación y las mantiene, las refrenda y las institucionaliza en la vida real.
De ahí que se puede afirmar que no existe igualdad política; lo que existe es la
igualdad imaginada con efectos objetivos de mayor desigualdad real en la sociedad.
El resultado al final será que, en condiciones normales de estabilidad política,
personas portadoras del poder económico del dinero impongan su opinión, sus
criterios de verdad y su voto sobre el resto de una sociedad desagregada que solo
existe ilusoriamente como asociatividad mediante la sumatoria inerte de números
que representan a individualidades.
Solo en momentos excepcionales de la historia de las sociedades, el peso del dinero
en la política tiende a difuminarse temporalmente; son los momentos en que las
personas dejan de ser números y se asocian, devienen en alguna forma de pueblo, en
movimiento capaz de convocarse por sí mismas en la concreticidad de sus cuerpos,
de sus trayectorias, de sus capacidades y crean una o múltiples comunidades reales
de afectos y luchas. Esa forma de pueblo ya no puede ser sustituida o nombrada por
una abstracción numérica; de hecho, es la negación de la abstracción con la
reaparición política de las personas reales. En estos casos, la representación político
electoral ya no agrega individuos aislados unos de otros, sino conglomerados de
comunidades de lucha y, entonces, los resultados electorales pueden romper el
monopolio político del poder económico. Son los momentos plebeyos de la política
que quiebran temporalmente la lógica del mercado aplicada a la política e instituyen
la política como representación de múltiples voluntades colectivas en movimiento.
En algunos casos, la radicalización e irradiación nacional de estas formas de
producción del destino común surgen los procesos revolucionarios.

La igualdad como democratización política

Una política de la igualdad real no puede ser una abstracción, una imaginación; al
contrario, tiene que ser una construcción real del mundo.
¿Pero cómo igualar políticamente a personas provenientes de condiciones sociales
tan diversas, de trayectorias unas tan distintas de otras? Cada persona es siempre un
universo singular.
La condición de clase, étnica, regional y de género, en cuanto relaciones de
dominación soportadas de manera similar, crea plataformas que pueden ayudar a la
producción de espacios comunes del impulso a políticas de igualdad. De hecho,
habilita cursos de acción más probables, más visibles para la producción de una
comunidad de iguales.
Pero no son suficientes para hacer emerger por sí mismas, de manera automática,
movimiento común por la igualdad real. Y decimos que no son suficientes porque
para las clases subalternas la similitud de condiciones de existencia entre individuos
pertenecientes a una misma clase social explotada o a una misma identidad étnica
sojuzgada, siempre es una asociatividad inerte, inducida externamente, esto es un
producto de relaciones de dominio y, por ello, siempre es, de inicio, una agregación
pasiva resultante de la subalternidad.
Esta similitud de condiciones padecidas por una clase o un colectivo social puede
devenir en una comunidad activa solo en la medida en que quienes soportan la
subalternidad aislados unos de otros, en competencia entre sí por una mejor tajada
dentro de la subalternidad, se sobrepongan a esa unidad delegada mediante la acción
práctica, mediante la voluntad política dando lugar a una nueva unidad acordada por
sí mismos como comunidad en lucha autoproducida. Entonces, la clase de
condiciones de existencia similar deviene en comunidad política o, lo que es lo
mismo, en una clase social movilizada. A esto es a lo que Marx se refiere cuando
afirma que en el caso de la clase obrera ella es revolucionaria o no es nada[4].
Y es que las clases subalternas siempre están en condiciones de dominación y
explotación; es su modo de constitución objetiva de clase. Esto hace que, por lo
general, actúen bajo el ímpetu de la dominación, incluso en sus expectativas y
esperanzas llegándose a ubicar frente a sus iguales de infortunio en una relación de
cálculo personal o de competencia silenciosa para salir adelante. La igualdad de las
injusticias y agravios soportados no es una igualdad política: es simplemente
dominación. De ahí que no hay ningún tránsito inevitable hacia la posición de clase
autoconvocada contra los agravios. Ello supone una ruptura con lo que es, muchas
veces dolorosa porque se trata de romper con una larga trayectoria de hábitos,
horizonte de expectativas personales y pequeñas satisfacciones que forjaron su
subalternidad.
La igualdad política de las clases subalternas es automovimiento emancipativo, es
hacer por sí mismo un nuevo sujeto social a partir de las sujeciones que la
dominación ha hecho en uno. La igualdad política solo se construye en lucha contra
las injusticias porque la lucha iguala de manera real; hace participar a las personas
de una comunidad real construida por ellos mismos en tanto sujetos sensibles. Sin
embargo, muchas veces esto puede tomar la forma de una igualdad corporativa que
busca en la fuerza colectiva la renegociación, en mejores circunstancias, de sus
condiciones de subalternización frente al gobierno o a las clases adineradas
(aumentos salariales, derechos sectoriales, entre otros).
La igualdad política para producirse ha de requerir, en primer lugar, que la
comunidad de lucha se involucre en la organización de la vida en común de una
sociedad, en los aspectos que atañen y afectan a todos, que viene a ser el espacio
natural del hecho político o dirección de la vida en común. La ruptura con la
subalternidad política es simultáneamente la producción de vínculos propios entre
los subalternos por encima, por fuera, por arriba o por debajo de la condición de
subalternidad y, en ello, el redescubrimiento o la producción cognitiva, lógica,
práctica, corporal de otra manera de organizar la vida en común de una sociedad, de
un país, hasta entonces monopolizada por las clases dominantes y sus saberes
patrimonializados.
Pero, además, la igualdad política supone, en segundo lugar, la capacidad de suturar
las fisuras, las segmentaciones, las distancias entre subalternos, fruto precisamente
de la subalternidad, para dar lugar a una nueva manera de experimentar, nombrar y
presentar el cuerpo del pueblo, o al menos a la mayor parte de él, con atributos para
ejercer una manera distinta de dirección de la vida en común. A esto es a lo que se
llama la capacidad de articular una cadena de demandas movilizadoras cuya virtud
no radica en su extensión o amplitud agregadora, sino en su capacidad de diseñar en
los hechos una manera distinta de dirigir los asuntos que atañen a todos con la
participación y el involucramiento de todos.
La igualdad política es el momento plebeyo de la política pues deja de ser un
privilegio del dinero, de los títulos o la estirpe para mostrarse como una
responsabilidad moral universalmente al alcance de cualquiera, de la obrera, del
ingeniero, del campesino, del cocinero, de la académica, del barrendero, del
comerciante, entre otros.
La igualdad política real o sustantiva no se abstrae de las diferencias entre las
personas, al contrario, las convierte en la pluralidad de voces y sentidos que fluyen
en los debates y las texturas de la gestión de las cosas que afectan y pertenecen a
todos: comenzando por el espacio público, la opinión pública, los recursos públicos,
la propiedad pública y demás.
De cierta manera, “la parte de los que no tienen parte” que a decir de
Ranciere[5]inaugura el acto democrático es uno de los momentos iniciales de la
construcción de la igualdad política, pero cuya radicalidad ha de suceder si es que se
amplía cada vez a más “partes”, tanto de los que se involucran en la dirección de los
asuntos comunes, como de los asuntos, o de la parte que se asumen como de
responsabilidad de todos.
La igualdad política no es, pues, equiparar la importancia numérica del voto de uno
con respecto al voto de otro. La equivalencia social no puede ser una tautología
numérica de 1=1 o el voto de Ricardo es igual al voto de Elsa. Igualdad política es
igualdad de condiciones para intervenir en el espacio público; es igualdad de
condiciones para influir en la conducción de los asuntos comunes y esta solo puede
ser verídica si la política no depende del poder del dinero desigualmente distribuido,
ni de los conocimientos ni las influencias jerárquicamente organizadas. Y eso sucede
precisamente si los momentos decisionales del Estado son resultado, cada vez de
manera creciente, de la democracia de las decisiones fruto de comunidades políticas
movilizadas en lucha.
Por ello es que no existe igualdad política real sin democratización continua de
decisiones sobre los asuntos comunes que afectan a una sociedad.

La igualdad como democratización de la riqueza

Si la igualdad política es una meta a alcanzar o, si se prefiere, un re-descubrimiento


de una realidad; no es por tanto un punto de partida como supone el liberalismo
político que, por medio de este artificio, consagra las verdaderas desigualdades
políticas de la sociedad. Y en la medida que esa igualdad política real se construye al
paso de las personas que se involucran en la dirección de los asuntos comunes de
una sociedad, inevitablemente eso lleva a la comunidad de iguales a poner en mesa
el uso de los bienes comunes, de las riquezas públicas que posee una sociedad bajo
la forma de monopolios de Estado, a saber: recursos naturales, impuestos, derechos,
historia, identidad, salud y educación pública, empresas estatales, bienes públicos
incluida la potestad de definir qué es público, de necesidad pública y qué es privado.
Por lo que toda igualdad política como democratización de los asuntos comunes de
una sociedad desemboca inmediatamente en una democratización de la riqueza
pública rompiendo la patrimonialización privada que de ella hacen los distintos
Estados neoliberales.
No hay democratización política sin democratización económica y es por eso que se
presenta la tendencia natural del neoliberalismo a aborrecer cualquier proceso de
democratización que vaya más allá del voto y la igualdad de mercado aplicada a la
política. Los procesos de fascistización del neoliberalismo tardío son la respuesta
exacerbada a esta disociación de la lógica del mercado en la política con la
ampliación de la democracia. Es la manera histórica que han hallado para facilitar
que los procesos de acumulación privada por expropiación de lo públicocontinúen.
Pero más allá de este antagonismo creciente entre democratización y neoliberalismo,
la igualdad política requiere de la igualdad económica o democratización de la
riqueza pues ello reduce las diferencias objetivas de poder e influencia dominante de
unas personas sobre otras y crea las bases materiales propias de la misma igualdad
política. Es como la lógica de la subsunción formal y real explicada por Marx en El
capital para comprender el modo de sometimiento de las condiciones históricas
heredadas a la lógica de la acumulación capitalista; solo que ahora invertida, esto es,
aplicada por la sociedad movilizada, inicialmente a la política y luego al capital.
La igualdad económica que resulta de la democratización de la riqueza dependerá de
las características de la sociedad en lucha capaz de involucrarse en la dirección de
las múltiples técnicas de aplicación efectiva, como las nacionalizaciones, la
progresividad de los impuestos, los impuestos a las grandes riquezas, las
expropiaciones por necesidad social, la creación de empresas públicas y sociales, la
protección social, la ampliación de la inversión pública y demás. Con todo, de lo que
se trata es que la igualdad económica se construya no solo mediante la distribución
social de los recursos públicos, sino que, además, sea la propia sociedad movilizada
la que vaya redefiniendo, según las circunstancias, la nueva extensión de esos bienes
públicos a ser distribuidos. Esto necesariamente lleva a una redefinición de las
relaciones de propiedad sobre bienes fundamentales de un país, comenzando por los
medios de producción que requieren una fuerza de trabajo más allá de la unidad
doméstica-familiar, que deberían tender a ser cada vez más sociales.
Al final y en perspectiva histórica de largo plazo, la conversión de bienes públicos
en bienes directamente sociales que no dependan de la intermediación del Estado no
es un tema de voluntad individual ni siquiera gubernamental: es un hecho de
capacidad social de instituir en la práctica formas de unificación de lo común que no
dependan de los monopolios estatales.
En los actuales tiempos de catástrofes económicas y pandemia, la única manera de
ampliar la democracia y de contener los sufrimientos de las clases menesterosas que
serán afectadas por la recesión económica mundial ha de depender, sin duda alguna,
de la capacidad de ampliar la igualdad, esto es la democratización política y la
democratización económica.
[1] Conferencia brindada en el seminario Políticas Públicas para la igualdad en
América Latina, organizado por Clacso y Flacso-Brasil, el 7 de julio de 2020.
[2] Marx, K., El capital, Tomo 1, Vol. 1, Pág. 58, Editorial Siglo XXI, México,
2008.
[3] Marshall, T. H. y Bottomore, T., Ciudadanía y clase social, Editorial Alianza,
Madrid, 1998.
[4] Marx, K., Carta a Engels, 18 de febrero de 1865, en Marx/Engels Collected
Works, Tomo 42, Pág. 97, International Publishers, London, 1986.
[5] Ranciere, J., El desacuerdo. Política y filosofía, Ediciones Nueva Visión, Buenos
Aires, 1996.
 

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