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El portazo del coche cruzó calle abajo entre las hileras desiertas de adosados que

parecían tomar un profundo y último aliento antes de la salida del sol. Ella bloqueó el
móvil, le miro un segundo a los ojos y le preguntó, mientras empezaba a acelerar, qué
tal había salido el fin de semana. Siento lo del portazo, es que sigo aún algo adormilado,
contestó él, y bueno, ya sabes, el finde…más de lo mismo de siempre.

Para ambos, en aquel momento, hubiera sido poco verosímil saber que no llegarían al
trabajo, que tres horas más tarde estarían batiendo algún record macabro en una
guardería. Pero a un par de kilómetros un caballo marrón que parecía recién despertado
de un ataque nervioso apareció sin más, sin que ninguno se enterara, como un pequeño
milagro que rompía todo un engranaje rutinario con 12 años de antigüedad. El coche
murió en el acto.

A su alrededor la carretera recta dividía un páramo enorme, raso no, mucho menos
espeso, ni árido ni fértil, inhóspito en algún sentido: una especie de cementerio
semidesierto de lavadoras antiguas, teles de tuvo con la pantalla rota, botellas de
plástico y zapatos desemparejados. Salieron del coche a esperar a la grúa, perfectamente
trajeados, a un sofá roído que quedaba de frente a los trazos amarillentos del sol que ya
empezaba a clarear, que adormilaba al golpes de cierta calidez en la cara pero que no
llegaba a arrancarle la palidez a las cosas.

Ella preguntó por el caballo, que había desaparecido sin más de aquella llanura
desparramada de porquería. Él la preguntó por el finde.

Así empiezan a hablar sin casí parar no porque se importasen del todo si por que el
silencio en esa situación era algo difícil de llevar…entre la conversación ella se da
cuenta de que no le había contestad a la mañana y le pregunta que ha hece el para
divertirse, porque siempre es bueno estar abierto a nuevas formas de deviersion
habiendo tantas, el le dice que es un experto horticultor de jardín de terraza y ella hace
punto de dibujos animados que cuelga en istagram, se ven tan solos, juntos pero
terriblemente solos, ven el autoubs de una guardería y cómo tiran una mochila que
recogen, y donde guarda sus agujas de punto que le estaba enseñando. Despues, cuando
la gua les devoviese y viesen aquella guardería para niós de padres de camino al curro, y
le dicen al de la grua que pare que van a darle la mochila, ve de nuevo al caballo
pastando entre los juguetes se miran a los ojos y empieza el cuento

Agujas de punto

El gris del cielo que ya empezaba a clarear hacía más verde el verde de la hierba recién
salida por el único nogal que había ahí se colaban trazos amarillentos de sol que no
llegaban a arrancarle la palidez a las cosas pero que sentaban bien en la cara.
El portazo del coche cruzó calle abajo entre las hileras desiertas de adosados que
parecían tomar un profundo y último aliento antes de la salida del sol. Ella bloqueó el
móvil, le miro un segundo a los ojos y le preguntó, mientras empezaba a acelerar, qué
tal había salido el fin de semana. Bueno, contestó él, ya sabes, el finde…más de lo
mismo de siempre. Ella, que recordaba haberle oído hablar del cariño que le tenía sus
plantas (y del placer que le daba a él este cuidado) se lo imaginó regando las decenas
macetas que se repartían a lo largo de las ventanas de su casa. Horticultor de terraza le
llamaba algunos días especiales en los que a él no se le quitaba la sonrisa de la cara por
haber tenido tomates, o haberle florecido alguno de sus cactus. Él, que seguía algo
adormilado por haberse quedado hasta las tantas viendo la tele y comiendo regalices
rojos, se preguntaba si a ella le habría molestado el portazo en su coche nuevo. A
ninguno se le podría haber pasado por la cabeza entonces que no iban a legar al trabajo
y que tres horas más tarde estarían batiendo algún record macabro en una guardería.
Pero a un par de kilómetros un caballo marrón que parecía recién despertado de un
ataque nervioso apareció sin más, sin que ninguno se enterara, como un pequeño
milagro que rompía todo un engranaje rutinario con 12 años de antigüedad. El coche
murió en el acto.

A su alrededor la carretera dividía un páramo enorme, ni raso ni espeso, ni árido ni


fértil, inhóspito en algún sentido: una especie de cementerio semidesierto de lavadoras
antiguas, televisores de tubo con la pantalla rota, botellas de plástico y zapatos
desemparejados. Salieron del coche a esperar a la grúa, perfectamente trajeados, a un
sofá roído que quedaba de frente a los trazos amarillentos del sol que empezaba a
clarear, que adormilaba al dar con cierta calidez en la cara pero que no llegaba a
arrancarle del todo la palidez a las cosas.

Ella preguntó por el caballo, que había desaparecido sin más de aquella llanura
desparramada de porquería. Fue entonces cuando él preguntó por el fin de semana.
Ella empezó a contar que había ido con unos amigos a comer al campo, que alguien
trajo un frisbee e inventaron un juego de puntos y pases entre los árboles.

Parece divertido.

Bueno, lo divertido realmente fue el ir sumando, inventando, revisando las reglas.


Cuando nos quedamos sin más que decir y empezamos a jugar de verdad el juego se
hizo aburrido. Al poco tiempo nos cansamos.

Es que cansa mucho estar aburrido, ¿no?

Ella sonrió como asintiendo y los dos se quedaron un rato callados. Empezaron a
apercibirse del sonido contante y sin tono, como una exhalación de las ciudades que
quedaban a lo lejos que no llegaba a terminar y que empezaban a hacer pesada la
presencia de esa quietud. Ya hacia un par de años que el silencio entre ambos –al menos
en el coche– había dejado de ser incómodo para hacerse el gesto de cierta complicidad.
Pero ambos empezaban a sentir insostenible este silencio por el cambio de aires, y ese
ruido constante.

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