Introducción ……………………. 5 …….. El crimen de Aravaca 9 …………………. Dos cadáveres en Beizama 51 ………...…. La calle del Bruch 89 ………………..…… La resurrección de Grimaldos ….. 123 …….
Introducción
En este volumen se examinan cuatro casos criminales que tuvieron cierta repercusión en los diarios nacionales a lo largo de 1926. En ese tiempo la dictadura de Primo de Rivera llevaba tres años ejerciéndose desde el poder cercano a Alfonso XIII. Todavía muchos sectores sociales tenían la sensación de que la mano dura pero amable del general jerezano iba a enderezar un rumbo político que hasta ese momento, con las revueltas organizadas desde la izquierda y los republicanos, con un separatismo creciente en Cataluña y unas malhadadas experiencias militares en Marruecos, había sido convulso. El general deseaba dar una imagen de eficacia en el orden público pero, indudablemente, los crímenes no iban a dejar de existir. Sí es cierto que podían tratarse con sordina, relegándolos generalmente (salvo casos excepcionales) a las páginas interiores de los diarios. De todos modos, no dejaban de ser utilizados por algunos de tendencias liberales (como el Sol, el País o el Imparcial) para esgrimir argumentos en contra de la política del ministerio de Gobernación o el de Gracia y Justicia, que era una forma de presentar una velada crítica al gobierno sin que la censura previa actuase. Sin embargo, era difícil pretender la eficacia policial y judicial sobre los crímenes que tenían lugar, en el estado, a veces lamentable, de los procedimientos utilizados por la policía y la guardia civil en la recolección de pruebas, en el simple registro de un domicilio escenario de un crimen, en el interrogatorio de los sospechosos. Por otro lado, la actuación de los jueces, vista anacrónicamente desde hoy, puede calificarse en muchas ocasiones de falta de rigor y ligereza a la hora de atender a las pruebas presentadas. Los cuatro casos aquí presentados son muy distintos. El de Aravaca es un crimen rural, aunque sucediese en el extrarradio de la capital, fruto de la avaricia. El misterioso caso de Beizama ha quedado para la historia del País Vasco. Se trata de otro crimen rural ocurrido en un caserío de esta localidad. Dada la oscuridad que se extendería sobre el caso, donde intereses nunca conocidos actuaron repetidamente hasta desvirtuarlo y dejarlo sin solución, el autor no puede más que exponer las pruebas encontradas, las confesiones luego negadas, y hacer las hipótesis sobre lo sucedido que puedan dar una imagen lo más completa posible del caso. El misterio de la calle del Bruch también fue un caso sin resolver. En esta ocasión, debemos prestar atención al discurrir de la instrucción, que se torna errática y sin rigor en cada uno de los pasos que dio el juez. Al tiempo, es el único suceso de los presentados que sucede en un ambiente urbano. No fue un caso único. El autor ha tratado otros similares, como fue el asesinato de Vicenta Verdier en la calle Tudescos de Madrid. Se trata de una mujer de mediana edad, viuda o soltera, pero con ciertos ahorros, que es objeto de un crimen con el probable móvil del robo. La víctima aparece degollada en su propia casa y el juez debe encontrar al culpable entre varios sospechosos de sus amistades o conocidos. El cuarto y último de los casos tratados es más conocido por haber sido el tema de la película “El Crimen de Cuenca”. Es uno de los errores judiciales más conocidos de la historia judicial española, con el agravante de recaer cargos muy graves por tortura sobre la guardia civil del pueblo conquense de Belmonte. Un pastor que desaparece un día inesperadamente, dos compañeros que son acusados de haberlo matado y que confiesan después de sufrir violencias sin cuento. Una condena que cumplen en sus respectivos penales para volver luego como hombres marcados frente a sus vecinos. Y de repente, varios años después, una carta desde un pueblo lejano viene a alterar todo lo sucedido: aquel pastor vive, tiene pareja, hijos y ahora se quiere casar por la iglesia. El caso tuvo gran repercusión mediática y, en este caso, la mano del dictador no tembló a la hora de descubrir y castigar a los responsables de aquel desaguisado cometido en otra época. Con todo ello, creemos que, a través de estos crímenes, del examen de su entorno y las condiciones en que se desarrollaron investigaciones, sumarios y condenas, podemos ofrecer una panorámica variada y útil para conocer cómo llevaban a cabo su labor guardias y jueces, además de mostrar ejemplos significativos de la sociedad de la época.
El crimen de Aravaca
Humildes y trabajadores
El diario “Heraldo de Madrid” del 29 de diciembre de 1926 lo denomina “el pintoresco pueblo de Aravaca”. En realidad era un caserío levantado a solo nueve kilómetros de la Puerta del Sol madrileña. Hoy en día es un barrio residencial, sus viviendas se cotizan entre las de precio más alto de la capital, pero entonces no pasaba de ser un sencillo caserío del extrarradio, a la altura de otros como el de Vallecas, Fuencarral, por citar algunos. Éste, en concreto, se encontraba sobre una loma en la ribera derecha del Manzanares, junto al arroyo llamado Pozuelo. Enclavado entre dos cotos reales de caza (El Pardo y la Casa de Campo) sus escasos habitantes se dedicaban sobre todo a la agricultura y ganadería, repartiéndose por las tierras de labranza que rodeaban el pequeño núcleo de población. En las fechas que comentamos, España estaba regida desde hacía tres años por el general Primo de Rivera. Los periódicos aún se hacían eco del valeroso vuelo de unos militares españoles hasta Argentina en el Plus Ultra, las mujeres lamentaban la muerte de Rodolfo Valentino, pero la vida en la capital se desarrollaba como de costumbre. Madrid seguía creciendo con la llegada de inmigrantes venidos de toda España: Galicia, Aragón, Andalucía o la más cercana Castilla. Había zonas del extrarradio donde los provenientes de los mismos lugares se agrupaban dándose cobijo y protección mutua. Aravaca, en ese sentido, también recibió a algunos nuevos madrileños, pero no en gran cantidad porque, hacia el año de 1926, la población seguía siendo escasa y estaba repartida por el campo. Un tal Rafael Ávila era propietario de algunos terrenos en la zona. Aunque desconocemos quién era exactamente, lo más probable es que fuera un burgués emprendedor que, habiendo adquirido esas fincas como una inversión de futuro, vivía en la capital dedicado a sus negocios. En concreto, uno de estos terrenos se conocía como “Huerta de Ávila” en referencia a su propietario. Naturalmente, éste no la cultivaba directamente sino que la daba en arriendo a una familia que le entregaba una renta determinada. Allí, aproximadamente a un kilómetro del caserío de Aravaca, en un lugar algo aislado, sucedió una espantosa tragedia a finales de diciembre de 1926 que atrajo la atención de todos los periódicos de la capital. Aunque lo peor fue el crimen cometido en la persona de Asunción Delgado, la historia de aquel diciembre no podía ser más desgarradora y cruel. A fin de cuentas, a principios de mes la familia constaba de cuatro miembros, quedando finalmente reducida a tan solo uno. Retrocedamos veinte años. Aproximadamente hacia 1905 la citada Asunción Delgado se casaba en Cantalpino (Salamanca) con un humilde labrador llamado Salustiano García. La familia de ella, en principio, no vio con buenos ojos ese matrimonio, pero a él lo consideraron trabajador, de manera que terminaron por aceptarlo. Ciertamente, cuando sabemos de la familia de ella nos encontramos con un hermano conserje en el Magisterio salmantino y otra hermana maestra nacional. Aunque evidentemente no eran ricos, parece haber cierto gusto por alcanzar un nivel cultural que estaba muy lejos de la familia de Salustiano, poco recomendable por lo general. La pareja era humilde pero muy trabajadora. El marido sólo entendía del campo pero, al no poseer propiedad alguna, debía buscar una finca en la que trabajar para otro. Nada de particular en aquellos tiempos. Ambos eran emprendedores, decididos. No se quedarían en los pequeños pueblos castellanos donde uno malvivía, sino que habrían de buscar su futuro muy lejos de su lugar de origen: América. En esa época era muy importante la corriente migratoria hacia los países sudamericanos, donde no existía problema de lenguaje y, al tiempo, se disponía de extensos terrenos que no eran productivos por falta de mano de obra. De ese modo, nada más casarse, Salustiano y Asunción, cargados con Félix, su primer hijo (tal vez llegado demasiado pronto como consecuencia y hasta causa de su matrimonio), se embarcaron para Argentina. Allí estuvieron unos tres o cuatro años. Habiendo ahorrado un buen capital, les pudo la nostalgia (seguramente más a ella) y volvieron para instalarse en otro pueblo salmantino, cerca de la capital: Aldealengua. Regresaban con siete mil pesetas que depositaron en el Banco de España y otra cantidad que les permitió arrendar un predio con el que ganarse la vida. Desconocemos el porqué de su elección. Salvo por la cercanía a Salamanca, el pueblo era pequeño por entonces, con unos 350 habitantes (hoy en día apenas tiene doscientos más), bien comunicado pero con unas posibilidades más reducidas que las del pueblo natal de Asunción, Cantalpino, alejado pero con una población más numerosa (unos dos mil vecinos). La combinación no tenía por qué salir mal, dada la proximidad de la capital donde vender los productos del campo, pero tal vez el terreno arrendado no fuera muy productivo o hubiera sequías o padecieran cualquier otro revés. El caso es que permanecieron seis años allí sin que las cosas salieran demasiado bien, a lo que había que unir el descenso en los ahorros tan costosamente obtenidos en Argentina. De manera que antes de 1920 llegaron a la conclusión de que debían volver a la aventura americana, que había dado mejores resultados que la tierra salmantina. Esta vez se instalaron en San Francisco de California, de nuevo para trabajar las tierras del nuevo país. Hacía unos quince años que la ciudad había sido devastada por un terrible terremoto, pero la reconstrucción discurrió muy rápidamente, de forma que para 1915 la población podía celebrar ese nuevo nacimiento celebrando una exposición universal. Era, pues, una tierra de promesas. De nuevo volvieron a rentar un terreno y sacar unos miles de pesetas ahorrando duramente. Para entonces ya tenían otro hijo, Luis, nacido en tierras salmantinas en 1916. Sin embargo, tras cuatro años de trabajo, de nuevo les pudo la nostalgia de su país natal y decidieron volver. Con dos hijos, se les ocurrió cambiar el rumbo de sus vidas y asentarse en la misma Salamanca, donde vivían algunos de los hermanos de Asunción. Se dedicaron esta vez al comercio, de manera que en vez de trabajar el campo rentarían una pequeña tienda en la que abrirse paso. Personas inquietas como eran, incapaces hasta entonces de quedarse en un mismo ambiente desarrollando una actividad permanente, las cosas no les fueron demasiado bien. Es posible imaginar que Asunción sería la que más echaría de menos su tierra y su familia, que tendría más sueños en los que emulara el nivel económico y social de sus hermanos, modesto pero suficiente. Salustiano era un trabajador incansable pero con menos imaginación, incapaz de entender su vida sin los aperos de labranza, la azada y los surcos donde sembrar y cosechar. Al cabo del tiempo se convencieron de que el pequeño comercio tampoco era lo suyo, que habrían de volver al campo donde, a fin de cuentas, conocían qué hacer y cómo hacerlo, tan solo les faltaba la suerte suficiente para prosperar. Marcharon a Tordesillas, pero por poco tiempo. Alguien les habló de que había mejores oportunidades cerca de Madrid. Ya que estaban cansados de marchar a las Américas, emigrar cerca de la Corte era una opción bastante apetecible. Por ello se instalaron en aquel caserío de Aravaca, y allí les fue bien. Salustiano y su hijo Félix trabajaban duramente las tierras arrendadas, mientras que Asunción llevaba los productos hasta el mercado de Aravaca y otras localidades cercanas, donde encontraban una buena aceptación. Con más de cuarenta años, quizá ése era el lugar definitivo donde asentarse y hacer que su vida prosperase. De su viaje a tierras norteamericanas habían vuelto con algunos ahorros que no disminuían en el nuevo destino, de manera que podían considerarse satisfechos y esperanzados con un futuro sin demasiados apuros económicos. El destino no quiso que esa estabilidad durase mucho tiempo. En noviembre de ese año 1926 Félix, el hijo mayor de la pareja, enfermó. Por entonces las enfermedades infecciosas eran frecuentes, máxime en el extrarradio madrileño, donde la higiene estaba en gran medida ausente. Si no eran dolencias digestivas por beber agua en mal estado, eran enfermedades del aparato respiratorio (pulmonías, tuberculosis, etc.). Los periódicos de la época no entran en detalles. Sólo sabemos que el chico murió el 4 de diciembre de una dolencia del pecho. A esa desgracia, inesperadamente, habría de unirse otra días después. El propio Salustiano, cuando asistía impotente a la agonía de su hijo, se había hecho un corte en una mano durante las labores del campo, que ahora tenía que hacer solo. No le dio ninguna importancia pero al día siguiente empezaron las fiebres. A los pocos días de fallecer su hijo él mismo moría de tétanos en el hospital madrileño de la Princesa. De repente, en apenas una semana, Asunción se veía sola al frente de aquella familia disminuida, con un hijo de diez años (Luisito) que poca ayuda le podía prestar. Durante esas semanas asistimos a la lucha de aquella mujer por seguir manteniendo el ritmo de trabajo. No cabían muchas lamentaciones ni llantos estériles. Debía continuar en la brecha trabajando la tierra, llevando los productos hasta el pueblo cercano, ganándose el sustento. Buscaría a un muchacho trabajador y joven que la ayudara a hacer la tarea agrícola, saldría adelante, aún era joven y debía mantener a su hijo, no cabía la vuelta atrás. El día 29 de diciembre los periódicos madrileños no aportaban noticias de gran interés: aquella noche se inauguraba el servicio telefónico automático, un gran progreso frente al empleo de operadoras; se había registrado una serie de enormes tormentas en la zona de Murcia, causando numerosos daños en las huertas de aquel lugar. Junto a todo ello, el Heraldo de Madrid, en su edición nocturna, presentaba un titular llamativo: “Espantoso asesinato en Aravaca. Unos forajidos asaltaron la casa de un hortelano y mataron a una indefensa mujer. El móvil del crimen fue el robo”. En la misma página se mostraba una foto de la casa donde se había cometido el asesinato: era blanca, de un solo piso, apenas seis por cuatro metros en su planta y tres metros de altura. Al lado de la puerta orientada al sur se veía un banco redondo junto al cual se había encontrado el cadáver de Asunción horriblemente golpeado. Hasta diez días después no se sabría la verdad de lo sucedido. El primer titular contenía hechos ciertos, pero también otros cuya falsedad saldría a la luz al cabo del tiempo, no sin que la investigación tomara varios rumbos equivocados.
El crimen
Eran las siete de la tarde cuando Asunción dio por terminada la jornada de trabajo en la huerta y pasó a la cocina para preparar la cena. Según se pudo concluir al día siguiente, había estado recogiendo una gran cantidad de berzas que pensaba llevar hasta Aravaca para su venta. En la tarea la había ayudado el muchacho contratado dos semanas antes, Simeón Casado, veinte años, parecía que bien dispuesto a la faena. Además, había hecho buenas migas con Luisito, su hijo, y por eso los mandó a ambos hasta el establo donde estaban las caballerías imprescindibles para el arado del campo y el traslado de los productos hasta el mercado. Debían cepillarlas y darles de comer antes de terminar el día de trabajo. Siguiendo la información dada al día siguiente, el 29 de diciembre, por el Heraldo, unos desconocidos acechaban aquel momento en que el único hombre se alejase por el camino hasta el lejano establo alumbrándose con el farol y llevándose al crío, para entrar en la casa. El móvil parecía obvio. Una vecina de confianza afirmaría poco después que Asunción le había enseñado días antes cuatro billetes de mil pesetas y algunos más pequeños que constituían sus ahorros. Tras un registro de la casa por la guardia civil, tal cantidad no se encontraría. El hecho de que esta vecina no fuera identificada y nadie supiera dar cuenta de quién podía ser no desmentía el hecho que se daba por cierto que la mujer disponía de ciertos ahorros escondidos. La primera información contaba que Simeón y Luis estaban dando de comer a los animales cuando escucharon gritos de la mujer pidiendo auxilio. Los distintos diarios difieren sobre lo sucedido a continuación. Según el Heraldo, que sería el mejor informado durante aquellos días de investigación, tanto el criado como el niño sufrieron un acceso de pánico, de resultas de lo cual Simeón cayó desmayado al suelo. Luisito quiso despertarlo zarandeándolo hasta que consiguió reanimarlo y ambos, aterrorizados, se escondieron bajo los pesebres durante un tiempo indeterminado, diez, quince minutos, no sabrían decir. Según la Voz y el diario Época, la reacción del criado y el niño no fue la mencionada sino que, por el contrario, corrieron hasta la casa al escuchar las voces que daba Asunción. Allí sorprendieron a cuatro desconocidos en sangrienta lucha con ella, dándose entonces a la fuga mientras alguno de los agresores les disparaba dos tiros en la distancia. Siguiendo al Heraldo, se habían asomado a la puerta de los establos, pasados esos minutos escondidos, a tiempo de ver a los cuatro desconocidos que, al observar su presencia lejana, dispararon unos tiros en su dirección para proteger su huida. Sea como sea, Simeón y Luisito corrieron hasta la casa más próxima, distante doscientos metros, donde habitaba el labrador Florencio Mateo. Éste, alertado por las confusas explicaciones y las lágrimas de los dos, llamó a otro labrador (José Solera) añadiéndose al grupo el criado de otra casa cercana, de nombre Julio. Los periódicos no explican si estos hombres, algunos habitando relativamente cerca, escucharon los disparos o no. De hecho parece que no fue así. Quizá fuera el temor ante la posible presencia de los bandidos pero, en vez de acudir al lugar de la agresión para ver qué había pasado con Asunción, optaron por dirigirse al cuartel de la guardia civil de Aravaca donde el comandante, Laureano Lozano, se hizo cargo de la denuncia. Para ello, mandó llamar a Justo Sánchez, el juez municipal, al secretario y alguacil, además del médico titular Manuel Astola, para acercarse hasta el lugar seguido por algunos números de la Benemérita. El cuadro que encontraron era terrible. Asunción yacía en la puerta de la casa, en medio de un gran charco de sangre y con la cara desfigurada. Como revelaría la autopsia al día siguiente, los asesinos habían degollado a su víctima con lo que parecía ser la hoz que la infortunada había dejado junto a las berzas depositadas muy cerca. La herida llegaba de oreja a oreja seccionando la cara por debajo de la nariz y dejando la boca en el colgajo inferior. La lengua aparecía cortada hasta la faringe, había dientes repartidos por el suelo. Los médicos concluyeron que la víctima, probablemente cuando yacía en el suelo desangrándose, fue rematada con el azadón que también estaba depositado a la puerta de la casa. Por ello, el maxilar superior, la nariz y los pómulos aparecían destrozados. El espectáculo debía ser dantesco. Cuando entraron en la vivienda, los guardias civiles comprobaron la existencia de salpicaduras de sangre en las paredes. Si Asunción había salido a la puerta gritando era muy posible entonces que la mujer, de fuerte envergadura, se hubiera resistido fuertemente a los atacantes. Dado que también presentaba una herida incisa en la muñeca derecha, probablemente de carácter defensivo, se consideró que los bandidos habían irrumpido en la cocina para sorprenderla mientras preparaba la cena. Forcejearon con ella, momento en que trataron de vencer su resistencia haciéndole un corte en la muñeca. Pese a todo, Asunción consiguió alcanzar el exterior, dando gritos que los asaltantes temieron que alertaran a los vecinos y el criado. Consiguientemente, la alcanzaron en la puerta y, sujetándola por la espalda, asieron la hoz degollándola con ella. Derribada, el furor de la pelea los llevó a rematarla con el azadón hasta dejarla casi irreconocible. Era posible que el robo se hubiera consumado, puesto que un primer registro detallado de la casa no permitió encontrar el dinero que se suponía debía tener guardado. Quizá esos diez o quince minutos en que criado e hijo habían permanecido escondidos en el establo les había sido suficiente para perpetrar el delito y huir con el dinero. Ésa era la situación y así se interpretó en principio. Simeón afirmaba que habían sido cuatro los atacantes:
“De la declaración que han prestado el hijo y el criado de la víctima apenas se han podido deducir detalles de interés. Los dos muchachos coinciden en fijar en cuatro el número de agresores; pero no tienen mucha seguridad, porque el pánico por un lado y la oscuridad por otro les impidieron en fijarse en más señas. Dicen que dos de los agresores eran altos y fornidos y que vestían pellizas o gabanes” (La Voz, 29.12.1926, p. 8).
Los días siguientes darían lugar a varias sorpresas y contradicciones en las declaraciones de ambos testigos. La historia, así, tomaría otros rumbos cambiantes a medida que la investigación y los interrogatorios progresaban.
La familia de Salustiano
El crimen era atroz y tuvo repercusión en los principales periódicos madrileños, además de causar sensación y alarma en el pueblo de Aravaca, al que empezaron a acudir curiosos y reporteros. La guardia civil, de inmediato, mandó acordonar la zona en torno a la casa para mantenerles apartados. No obstante, sus diligencias y la reconstrucción del asesinato en el que participó el criado Simeón en un momento determinado, fueron presenciados por todos. A falta de otros testigos importantes difícilmente accesibles, los periodistas encontraron en Luisito un verdadero filón de novedades, al igual que le había sucedido desde el primer momento al teniente de la guardia civil que llevaba la investigación. Cuando se leen las informaciones de los distintos diarios, cómo narran las declaraciones del niño, es posible darnos cuenta de que el testigo se encontraba algo confuso respecto a lo sucedido aquella noche. Primero dijo que el criado se había desmayado al escuchar los gritos de la señora, luego dijo que no era así, que Simeón había acudido alertado por dichos gritos, dejándolo encerrado en el establo tras conminarle a que se ocultara bajo un pesebre. Lo que definitivamente alertó a la Benemérita fue que el niño mencionara la visita de unos parientes de Salustiano, algo que el criado había ocultado. Estos eran dos: un cuñado del fallecido llamado Delfín González, propietario de una tienda de cacharros en Cantalapiedra (Salamanca), y un sobrino carnal de Salustiano, Félix García, antiguo legionario en África, que se había personado en la casa tras la muerte de su tío. Se empezó a interrogar a algunos parientes de Asunción que vivían en Madrid y eran, al parecer, de toda solvencia. Estos mencionaron hechos y conversaciones que permitieron dirigir los focos de la investigación hacia estos dos personajes.
“Se sabe ciertamente que Salustiano… el día antes de morir habló con su cuñado Delfín González y le dijo: - Di a Ascensión que venga a verme inmediatamente, que tengo que decirle dónde guardo el dinero… Delfín le requirió: - Dime lo que quieras. Yo se lo diré a ella. Pero Salustiano se negó terminantemente: - Tiene que ser a ella en persona. Delfín expuso a Ascensión el deseo de su marido, y la pobre mujer se trasladó a Madrid al día siguiente; pero Salustiano había fallecido ya. Mientras Ascensión estaba en Madrid quedó en la casa Delfín y cuando regresó aquella halló un gran desorden en los muebles, como si alguien los hubiera registrado. Parece que esto lo refirió días después Ascensión en casa de sus parientes en Madrid” (Heraldo de Madrid, 30.12.1926, p. 3).
Por otra parte se supo que el sobrino Félix García había acudido a la casa al enterarse de la muerte de su tío, ofreciéndose para trabajar la tierra en su lugar. Cuando le preguntó a Asunción qué le pagaría, ella le respondió que solo podía mantenerlo, lo que no interesó al joven. En todo caso, según los familiares madrileños, a ella no le gustaba ninguno de los dos, algo que el propio Luisito mencionó a los periodistas que le preguntaban. Sin embargo, el hecho llamativo ocurrió unos días antes del asesinato. Asunción había ido hasta Aravaca para vender las verduras recogidas el día anterior, algo que aprovechó su hijo pequeño para irse a jugar con otros a un campo en las inmediaciones. Simeón, por otro lado, se quedó en el huerto haciendo alguna tarea. Parece que la mujer, al volver, encontró la casa algo revuelta y preguntó si alguien había estado allí. Simeón, delante del niño, afirmó que habían sido Delfín y Félix, que la habían esperado un rato en el interior de la casa y luego se habían ido. El detalle era muy revelador y se supo gracias a que el niño lo recordó ante la guardia civil. El teniente Garrigó, que llevaba la investigación, se preguntó por qué el criado no había dicho ni palabra de aquella visita tan significativa. ¿No estaría ocultando algo? Los reporteros y vecinos vieron en un momento determinado cómo acudía a la casa Simeón, acompañado de algunos guardias. Tras entrar en ella y permanecer un tiempo salieron todos y se dirigieron al huerto cercano. Les vieron revolviendo en un montón de estiércol durante diez minutos, tras de lo cual cesaron la búsqueda de lo que fuese y se llevaron al criado esposado. Entonces ¿Simeón era finalmente culpable de complicidad en el crimen? Los detalles del interrogatorio al que se le sometió aquel día se conocieron al siguiente y fueron muy reveladores. Se le empezó preguntando los detalles de lo sucedido aquella noche para que los repitiera una y otra vez. En un momento determinado se le enfrentó a un hecho irrebatible: su camisa estaba manchada de sangre tras el asesinato cometido en la persona de Asunción. ¿Cuándo se la había manchado y en qué circunstancias? Según lo que había declarado hasta ese momento (la marcha al establo, los gritos de auxilio, su temor, el coger al niño para buscar socorro entre los vecinos) no se había acercado al cadáver en ningún momento. Primero empezó diciendo que se había caído de un árbol el día anterior. Luego, que el rastro era producto de una hemorragia nasal. A todo esto, la guardia civil ya había interrogado al primer vecino al que acudieron. Éste manifestó que su mujer les había cuidado al verlos tan nerviosos y en un estado de nervios deplorable. Incluso le había entregado una bolsa de agua caliente a Simeón para que se calentara. Sin embargo, un detalle era revelador: el criado había tropezado con el hogar golpeándose la nariz, efectivamente, pero las manchas de sangre ya las tenía en la blusa cuando llegó a pedir auxilio a la casa. Parecía, pues, que había intentado ocultar su presencia mediante una oportuna hemorragia autoinfligida en aquel mismo momento. Cuando Simeón vacilaba en su declaración, el teniente sacó a relucir la visita de los familiares de Salustiano que, al parecer, Simeón había ocultado en sus primeras declaraciones. En ese momento, enfrentado a estas contradicciones, el interrogado se tambaleó visiblemente y empezó a decir la verdad de lo sucedido y el grado de su complicidad. Ciertamente, los dos sospechosos se habían presentado en la vivienda unos días antes. No habían estado esperando a Asunción, sino que venían directamente a hablar con él a espaldas de ella. Lo llevaron por el camino de Pozuelo para charlar con tranquilidad. Allí le dijeron que querían llevarse el dinero porque no era de Asunción sino de Salustiano y, por tanto, pertenecía a la familia directa del fallecido. Él debía ayudarles a conseguirlo. En principio se negó a tal cosa, pero lo agarraron entre los dos y, poniéndole una navaja al cuello, lo amenazaron con degollarlo ahí mismo si no colaboraba. Ante su actitud cedió, admitiendo que les ayudaría y suponiendo que aquello sería un robo y nada más. El día antes del crimen se habían vuelto a presentar en los alrededores. Le dijeron que actuarían a la tarde siguiente y que su labor era la de llevarse al niño a los establos y encerrarlo allí para que no estuviera presente. Entonces declararon que no sólo pensaban robar, sino también asesinar a Asunción, probablemente para no dejar testigos de su fechoría. Él, que ya estaba comprometido con los hechos, tuvo que admitirlo ante el temor de ser también asesinado. De manera que, sobre las seis y media de la tarde, Delfín y Félix acudieron ocultándose en la parte trasera de la casa. A las siete, Simeón dejó una hoz junto a la puerta, tal como le habían dicho, y pidió a Luisito que le acompañara hasta la cuadra, alumbrándole con un candil. Al llegar allí le dijo que había visto unos hombres y escuchado unos ruidos, que se escondiera bajo un pesebre que él iba a ver. Apagó el candil saliendo del lugar y cerró la puerta tras de sí para que el niño no interviniera. Entonces se acercó a la casa, quedándose junto a la puerta al observar que los dos hombres estaban forcejeando con Asunción en el interior. En un momento determinado, la mujer salió envuelta en sangre y le gritó: “¡Simeón, que me matan!”. Luisito había escuchado los gritos en medio de la oscuridad sin que pudiera afirmar si decía eso o bien “¡Simeón, que me matas!”, además de no estar seguro de si el criado estaba con él oculto entre los pesebres o no. Según la confesión del criado, él no había hecho nada más que apartarse de la escena. Mientras la herida de la hoz la había causado Félix, fue Delfín el que alcanzó a la mujer en la puerta, derribándola y golpeándola sin misericordia con el azadón. A continuación, entraron en la casa revolviendo todo el interior hasta encontrar, según decía, una caja de hojalata que se habían llevado. Cuando salían, le entregaron a Simeón una bolsita de cuero con dinero dentro que él, apurado, escondió debajo de un montón de estiércol en la huerta antes de volver a la cuadra y liberar al niño. Todo parecía cuadrar confirmando esta versión. Los familiares de la víctima habían comentado el deseo de Delfín de saber más sobre ese dinero, el escondite de los ahorros de su cuñado que moría en el hospital. No se había recatado, al parecer, en revolver la casa mientras ella acudía corriendo hasta Madrid para encontrar a su marido muerto. Incluso afirmaron que, a la vuelta del sepelio, le había reclamado parte de la herencia, a lo que ella se había negado en redondo. Luego, le pidió cien pesetas para pagarse el viaje de vuelta a Salamanca y Asunción volvió a negarse. Si el móvil era el robo, no cabía duda de que Delfín, ayudado por su sobrino Félix, era un claro candidato a haber cometido el delito. La participación del criado Simeón parecía bastante lógica y de acuerdo con los hechos, máxime cuando había revelado el paradero de la bolsita que finalmente contenía cincuenta pesetas y ésta se había encontrado allá donde había dicho. Los periódicos consideraron el caso terminado, a falta de la detención de los dos acusados del crimen, mientras Simeón Casado, el cómplice pero también víctima de los asesinos, era conducido a la cárcel de El Escorial. Parecía cuestión de días que el crimen pasara al olvido, pero aún habrían de suceder algunas sorpresas que cambiarían el rumbo de la investigación.
Nuevos sospechosos
Tras emitir las órdenes oportunas de detención para ambos, las pesquisas dieron un fruto inmediato en la persona de Delfín González, apodado “El Cachito”. Residente en Cantalapiedra (Salamanca) permanecía allí al frente de una posada que había abierto sin que aparentemente se sintiera preocupado por la detención inminente, aunque la esperaba. Registrada su vivienda por la guardia civil, se encontró una importante suma de dinero que se supuso fruto del crimen cometido en Aravaca. Sólo habían pasado tres días desde aquel suceso y el principal sospechoso se encontraba detenido y parte del dinero al menos, recuperado. Las protestas de inocencia de Delfín eran las usuales en esos casos y sólo restaba, pues, detener al segundo sospechoso, Félix García “el Legionario”. La búsqueda por Madrid, donde se pensaba que había encontrado algún refugio, no dio resultado. La guardia civil visitó diversos lugares donde acudían los legionarios de África a reunirse o pernoctar pero nadie le había visto, incluso afirmaban no conocer a aquel antiguo militar. Disponiendo solo de su nombre (no de una foto) resultaba sumamente complicada su localización. El primer día del nuevo año de 1927 llegaron a Madrid tres hermanos de la víctima: Andrés Delgado, conserje en Magisterio, así como Sofía y Manuela, esta última maestra nacional. Por entonces sólo se sabía que Félix había sido detenido en Cantalapiedra pero tardaría en llegar hasta el Escorial para ser interrogado. Ante la falta de noticias, los reporteros quisieron saber la impresión que tenían los hermanos sobre el posible asesino de Asunción.
“Sobre todo en lo que se refiere a Delfín González, los antecedentes no pueden ser peores. Hombre egoísta, que odiaba a la pobre víctima. Hombre capaz de ‘todo’, según todas las referencias que se tienen. Los hermanos de Asunción han dicho: … Las noticias que podemos darles de Delfín González son muy pocas, porque apenas nos relacionábamos con la familia de Salustiano. Delfín, desde luego, es un hombre de malos antecedentes. Tiene unos cincuenta años y es de baja estatura y grueso. Está calvo. Es natural de El Carpio. Fue alguacil del Juzgado de Cantalapiedra e hizo allí alguna fechoría. No quisimos enterarnos de ello ¿para qué? De resultas de esta fechoría estuvo tres años en la cárcel de Valladolid” (La Libertad, 1.1.1927, p. 3).
Desde luego, todo parecía coincidente con su culpabilidad: malos antecedentes, incluida la cárcel, relaciones de odio con su cuñada, conocedor del dinero acumulado por ella a la muerte de Salustiano, deseoso de llevarse una parte… La guardia civil seguía investigando. En la casa de Delfín no habían encontrado únicamente el supuesto dinero del robo, sino una carta remitida por una pariente de Madrid adjuntando la noticia del asesinato de Aravaca y el hecho de que estuvieran buscándolo tanto a él como a su sobrino Félix. En vista de ello las averiguaciones se trasladaron a la calle Conde Duque nº 16 donde vivía Sofía Nieto con su marido, regentando una tienda de cacharrería, jabonería y comestibles. Esta mujer, pariente de Delfín y Félix y lejanamente emparentada con la propia Asunción, contó en detalle su relación con ellos y las últimas ocasiones en que los había visto. El mayor interés de los guardias era averiguar el paradero del “Legionario”. Resultó así que Félix García era un joven que se había independizado de su familia hacía tres años. Por entonces, junto a dos hermanos, había buscado trabajo en Francia sin que lo encontrado les permitiera tener un futuro. Por ello había vuelto a la Corte en diciembre, alojándose en casa de Sofía Nieto. Nunca había sido legionario, afirmó ésta sorprendentemente. La confusión venía de que formó parte del reemplazo de 1922 pero, en el momento de presentarse, se le declaró no apto para el servicio debido a una hernia. Ya que por entonces deseaba, como recientemente, probar fortuna trabajando en el norte de África, algunos entendieron que había sido legionario allí, pero no era cierto. Sofía tenía un pariente en el Gobierno civil madrileño y era por ello que Félix se había trasladado el 16 de diciembre para hablar con ella y que aquel pariente le consiguiera un pasaje gratuito para Melilla. Cuando fue a hablar con este último la gestión fue infructuosa porque el último viaje de trabajadores a la ciudad norteafricana había sido el día 14 y no habría otro hasta el 3 de enero. Frustrada esa gestión, intentó otra para viajar a Fernando Poo. con el mismo propósito de encontrar trabajo allí. Como tampoco tuvo éxito, Sofía le comentó que acababa de fallecer su tío Salustiano y que podría dirigirse a Aravaca, hablar con la viuda, y además de darle el pésame ofrecerse a trabajar el campo ayudándola. El muchacho lo hizo así, pero volvió diciendo que su tía ya tenía a un muchacho trabajando para ella y no le necesitaba. De todos modos, aseguró que marcharía hasta África, aunque fuera tirando de los ahorros conseguidos en Francia, a fin de encontrar trabajo allí. Conforme a ello, al día siguiente se despidió de la familia y no habían vuelto a verlo. ¿Se puso en contacto entonces con Delfín para dar el golpe que les enriqueciese? Los investigadores empezaron a tener algunas dudas sobre el verdadero paradero de Félix. ¿Se había dirigido finalmente a Ceuta o Melilla diez días antes del asesinato de Asunción? ¿O permanecía escondido en la Corte ocultándose de la guardia civil? El caso podría no estar tan cerrado como se pensó en un principio. Cuando Delfín González llegó finalmente al Escorial y fue interrogado por el juez, se reafirmó en su inocencia manifestando que el día del crimen él estaba al frente de su posada en Cantalapiedra. Desde aquel pueblo salmantino empezaron a llegar numerosos testimonios de diversos testigos ratificando su coartada. Parecía indudable que Delfín no podía estar en dos sitios tan alejados el mismo día, de manera que empezaba a quedar clara su inocencia, a pesar de todos los indicios en su contra y las manifestaciones incriminatorias del criado Simeón Casado. ¿Pero éste era fiable? Ya había mentido al principio y, aunque todo concordara, empezaban a escucharse voces entre los vecinos sobre el cinismo que había manifestado el mismo día del crimen, cuando pidió ayuda a los más cercanos entre lágrimas y desmayos. Varios días después se supo que un hermano de Félix García había recibido una carta desde Ceuta fechada el día 22 de diciembre. Para entonces las sospechas se dirigían en otra dirección. Efectivamente, el llamado “Legionario” que no lo era, estaba trabajando en aquella ciudad de jardinero y, aunque decía aspirar a otra cosa, de momento se encontraba estable y ganando el dinero suficiente para mantenerse. Esto no hacía sino corroborar la mentira de Simeón Casado. Pero ¿era el principal culpable del asesinato o estaba encubriendo a otros que le importaban más? El día en que la investigación conoció un cambio radical fue el tres de enero, menos de una semana después del crimen. Tras cinco días pensando que Delfín y Félix habían sido los asesinos, las declaraciones del primero, los testimonios llegados desde su pueblo y el posible paradero del segundo en una ciudad norteafricana, que se confirmaría días después, planteaban la necesidad de un cambio en la investigación. El teniente Garrigó se fijó ese mismo día en los tíos de Simeón. Los periodistas vieron desfilar a cuatro de ellos hasta quedar retenidos en la Casa Consistorial de Aravaca. Repasando periódicos anteriores comprobamos que los reporteros ya habían hablado con ellos, en concreto con Hipólito, rentero de una finca distante un kilómetro de la estación de Pozuelo y donde vivía habitualmente Simeón. Según aquel había manifestado, su sobrino era natural de un pueblo de Valladolid. Respondiendo a la llamada de un amigo que vivía en la localidad madrileña de Villaverde, se había trasladado a la capital para encontrar que el trabajo se había esfumado y no tenía dónde ir. Como era habitual en esos casos, se dirigió a casa de un familiar, en este caso su tío Hipólito y su mujer Juliana. El primero hizo que le acompañara a dar el pésame a la viuda de Salustiano, hablando con ella sobre la posibilidad, luego aceptada, de que Simeón se quedara trabajando su huerta. Fue Juliana, la tía, quien contó a los guardias que Asunción hacía mucha ostentación de tener bastante dinero, incluso mostrándole cuatro billetes de mil pesetas que tenía guardados después de la muerte de su marido. Al parecer, ambas mujeres tenían cierta confianza, pero a los investigadores no les pasó desapercibido que la familia de Simeón conocía los ahorros de Asunción. Por ello, decidieron estrechar el cerco cuando surgieron las primeras dudas sobre la culpabilidad de Delfín y Félix. Sometidos a interrogatorio el mismo día tres de enero, empezaron las contradicciones. Mientras Hipólito y Juliana insistían en que Simeón había ido a pedir alojamiento tras frustrarse su intento de trabajar en Villaverde, su sobrino manifestaba que había ido a Aravaca directamente desde su pueblo porque Hipólito le había reclamado al objeto de colocarle en casa de la viuda. A todo esto, forzados a responder de lo que hicieron aquella noche, los tíos de Simeón manifestaron haber estado en una cena celebrando la llegada de otros dos tíos del criado: Eduardo y Julián. Habían venido, según decían, a visitar a unos parientes de Madrid y de paso fueron hasta Aravaca. La cena, sospechosamente, se había celebrado en una casa familiar a mitad de camino entre la de Hipólito y el lugar del crimen. En vista de ello, los guardias detuvieron en Madrid a los otros dos tíos que vivían ajenos a lo sucedido para llevarlos, junto a sus familiares, para ser interrogados. Las contradicciones aumentaron, puesto que dijeron saber de buena tinta que Simeón Casado no había acudido a Madrid porque le llamara su tío ni por un trabajo frustrado en Villaverde, como les había dicho a Hipólito y Juliana, sino siguiendo a una muchacha de servir que trabajaba en Madrid y con la que tenía amores en el pueblo. ¿Simeón estaba mintiendo para implicar a su tío Hipólito y exculparse él? ¿Qué había sucedido en aquella supuesta cena celebrada el día del crimen a poca distancia del lugar donde cayó Asunción? Los interrogatorios continuaron, se pidieron referencias de aquellos familiares. Todos eran trabajadores de acreditada solvencia, los dos últimos habían ido exclusivamente de visita a los parientes madrileños e ignoraban la situación de la viuda, conociendo solo de referencia que su sobrino Simeón trabajaba en las cercanías. Los investigadores empezaron a descartarlos como sospechosos. No tenían antecedentes ni motivos para tal crimen, ni pasaban apuros económicos que justificaran un robo tan sangriento. Sólo iba quedando una opción: Simeón Casado parecía ser el único culpable y su capacidad de mentir y dirigir la investigación hacia otros rumbos se manifestaba notable.
La noche del crimen
El día tres de enero los investigadores tuvieron que concluir en la inocencia de los tíos de Simeón. Sus declaraciones eran seguras y coincidentes, sus referencias no podían ser mejores en cuanto a honradez y honestidad. La cena con la que habían especulado no dejaba de ser una celebración familiar con la que recibir a los dos miembros venidos de fuera de Madrid. De manera que el juez decidió su puesta en libertad, volviendo la mirada nuevamente hacia Simeón. Se supo entonces que éste había declarado contra sus tíos culpándolos del asesinato, en particular a los dos venidos de fuera pero también a Hipólito, con el que vivía. De ahí que declarara que éste le había llamado directamente al pueblo para que se colocara junto a la viuda y allí poder robarle sus ahorros, tal como los había visto su mujer Juliana. Pero nada resultaba finalmente verdad. Simeón había llegado a Aravaca siguiendo a su novia del pueblo y por iniciativa propia. Sus tíos tan solo lo habían acogido como harían con cualquier otro familiar, incluso encontrándole una ocupación junto a la reciente viuda con la que ganarse un dinero. El juez y el comisario que volvieron a interrogar a Simeón en el Escorial, le pusieron delante la inocencia de sus tíos ante lo cual, según luego se supo, el criado quedó desconcertado. Los interrogadores establecieron con claridad que él era el sospechoso del crimen, que había encerrado a Luisito en la cuadra para tener vía libre en el cometido de su crimen, que tras llevarlo a cabo había vuelto para liberar al chiquillo diciéndole que habían sido cuatro hombres y que habían disparado dos tiros pero ninguno de los dos extremos terminó por corroborarlos el niño, que ni vio ni oyó nada. A esas alturas Simeón Casado debió sentirse acorralado, pero ni aún así dejó de mentir buscando una salida a su situación. Su actitud fue muy comentada en los periódicos cuando finalmente admitió haber cometido el crimen.
“Simeón no es hombre de entendimiento cultivado, capaz de concebir invenciones y adornarlas con detalles que las pudieran hacer verosímiles. Tampoco pertenece a esa clase de criminales que por haber estado muchas veces en contacto con los encargados de administrar justicia conocen ya la manera de burlar las investigaciones y alargar los sumarios. Menos aún es un espíritu agudo que acertará a aprovecharse en beneficio propio de ciertas coincidencias. Y, sin embargo, este muchacho, inconsciente, torpe y sin habilidad ninguna, ha conseguido despistar a las autoridades y hasta reducir su participación en el hecho al papel de un mero ‘cómplice a la fuerza’” (El Imparcial, 6.1.1927, p. 8).
El diario repasa qué no es Simeón para poder justificar a continuación el hecho evidente de que ha acumulado mentira tras mentira orientando la investigación hacia callejones sin salida. Indudablemente, el caso recuerda a otro habido noventa años después y que ha conmovido a la población española:
“Todo imputado en un proceso judicial tiene derecho a mentir. Así, Miguel Carcaño, imputado por un delito de asesinato y dos de violación en el caso de Marta del Castillo, y que está siendo juzgado estos días por ese hecho, tiene derecho a no declarar, a no declararse culpable y también el derecho a mentir durante todo el proceso judicial” (Blog ‘Te interesa’, 3.11.2011).
Sin embargo, la intencionalidad de la mentira es diferente en uno y otro caso. Probablemente, en el más reciente subyace el objetivo de desorientar la investigación sobre el lugar donde se encuentra el cadáver de la víctima, para que la acusación no pueda ir más allá de la condena por homicidio, antes que por asesinato. En suma, es una estrategia para borrar las huellas del delito. En el caso de Simeón Casado el acusado era analfabeto, no disponía de abogado defensor y sólo podía oponer su instinto defensivo con el objetivo de exculparse primero, de acusar a otros después y finalmente argumentar motivos inverosímiles que paliaran la condena que habría de sufrir.
“Planea y comete el crimen por el deseo de robar a su ama. Sin embargo, el robo lo consuma a medias, por no haber calculado el tiempo que debía invertir en la operación. Asesinada su ama, no piensa más que en disimular para que no sospechen de él. Más que el dinero, que sabe dónde está, le interesa buscar al niño y marchar a dar parte. Cuando se ve cogido, alguien, con el propósito de descubrir la verdad, le pregunta quiénes frecuentaban la casa, qué parientes tenía la víctima, en qué relaciones estaba con ellos; quizás lanza dos nombres. Y Simeón, el instinto defensivo de Simeón, adivina que las sospechas se apartan de él o por lo menos que no recaen sobre él únicamente, y se agarra a esos nombres inconsciente y torpemente, pensando que en ellos está su salvación” (El Imparcial, 6.1.1927, p. 8).
De manera que son los propios interrogadores, tal vez sugiriendo que si confiesa la verdad él verá disminuida su culpa, los que le van ofreciendo una salida a la que aquel iletrado pero no estúpido, se va agarrando en cuanto puede. Finalmente, los primeros sospechosos quedan exculpados por disponer de coartada, sus propios tíos resultan también inocentes ante los ojos del juez. Sólo queda él, de manera que admite su culpabilidad pero trata de escurrir el bulto una vez más. En efecto, afirma de manera inverosímil que no fue el robo el motivo del crimen, ya que entiende que estaría más penado. Según explica, trataba de ocultar el hecho de que aquella tarde, cortando leña, había roto el mango del hacha. Temeroso de que Asunción le riñese, decidió cometer el crimen. A esas alturas, la credulidad de los investigadores ya no admitía más mentiras. Cercado a preguntas, finalmente confesó que sí buscaba el dinero porque no tenía ropa con que cambiarse, le hacían falta mudas nuevas y no disponía de dinero para ellas. No se aclaró este extremo, que quizá tuviera relación con la fantasía de ofrecer a su novia, la sirvienta en Madrid, un tipo de vida que por sí mismo era incapaz de conseguir. El siguiente paso para la justicia era reconstruir el crimen. Algunas dudas subyacían en la confesión del criado, máxime con sus antecedentes de mentir una y otra vez. Por ejemplo, si el móvil había sido el dinero ¿por qué se había contentado con poco más de cincuenta pesetas de un bolsito de cuero cuando afirmaba saber dónde estaba el resto? De manera que el día cinco de enero, a las nueve de la mañana, una fila de coches lo llevó hasta Aravaca, donde llegaron a las doce y media. La noticia corrió como la pólvora por el pueblo y el lugar se llenó de vecinos que increpaban al acusado insultándolo sin medida y amenazando con llegar hasta él para golpearlo. En vista del panorama, los coches enfilaron inmediatamente hacia el lugar del crimen, adonde fueron seguidos por la multitud, que fue controlada a amplia distancia. Se permitió a los periodistas acercarse más para tomar algunas instantáneas del momento en que uno de los oficiales se tendió en el suelo simulando ser la víctima. En la reconstrucción las cosas quedaron completamente aclaradas. Simeón llevó efectivamente a Luisito hasta la cuadra, donde apagó el candil intencionadamente, asustó al chico y lo hizo esconderse, saliendo a continuación y cerrando la puerta tras de sí. Llegado a la casa, cogió la hoz que permanecía junto a las berzas depositadas en la puerta y entró decididamente hasta la cocina. Asunción estaba de espaldas a él, preparando la cena. Lo primero que hizo su asesino fue lanzarle un tajo con la hoz que la hirió en el mentón. La víctima de la agresión se revolvió, ya que era una mujer fuerte, y forcejearon, momento en que Simeón le infligió otras heridas en la cara y la mano derecha. Entonces el criado huyó, quedando apostado junto a la casa. Cuando Asunción salió dando voces de auxilio le tiró un nuevo tajo con la hoz, de tal manera que prácticamente la degolló. Caída al suelo en medio de un charco de sangre, su asesino cogió el azadón que estaba cerca y procedió a golpearla dos veces con gran violencia, deshaciéndole parte de la cara. La cuestión es por qué no tomo el dinero, cuyo paradero confesó allí mismo que sabía.
“Se practicó entonces un detenido registro en la casa. - ¿Tú sabes –se interrogó a Simeón- dónde guardaba tu ama el dinero? - Creo que lo guardaba –respondió- en ese baúl que estaba en la cocina. Por disposición del juez el baúl fue abierto. En él, según nuestras noticias, había numerosas cartas y documentos, que fueron examinados cuidadosamente. En fin, fue hallada una cartera de cuero. El momento fue de una gran expectación. Todos se reunieron en torno al capitán, que abrió la cartera. Allí estaba el dinero, efectivamente. Dos mil pesetas, en junto, en tres billetes de 500 pesetas, uno de 100 y dos restantes de 50” (Heraldo de Madrid, 5.1.1927, p. 3).
La pregunta, entonces, subsistía: ¿por qué Simeón no había robado ese dinero la noche del crimen? Cabían dos posibilidades que no terminaron de aclararse. A fin de cuentas, el móvil estaba establecido con firmeza y la culpabilidad del criado no admitía réplica. Pero los diarios sí especularon brevemente con los motivos de no haber tomado esas dos mil pesetas. La primera posibilidad es que el autor del crimen, convulso, excitado, ante la atrocidad cometida, se viera asaltado por la enormidad de lo cometido, se le nublaran sus objetivos y sólo pretendiera a esas alturas escapar con bien de las consecuencias de sus actos. Ya había transcurrido un tiempo y el chiquillo, su coartada, llevaba demasiado encerrado en la cuadra, tal vez preguntándose qué estaba pasando. La segunda posibilidad, que no es incompatible con la anterior sino que más bien la complementa, es que Simeón supiera que las llaves para abrir ese baúl las tenía la víctima en un bolsillito de cuero. En vez de entretenerse en sacar la llave, abrir el baúl y registrar su contenido, acuciado por el tiempo, nervioso por la terrible violencia cometida, decidió esconder el bolsillito en un montón de estiércol para más tarde recuperarlo y hacerse con el dinero. Su objetivo no serían pues las cincuenta pesetas que contenía sino las llaves que, según afirmó en la reconstrucción, sabía que se escondían en el interior de la bolsa. El caso estaba finalmente cerrado, las circunstancias del crimen, explicadas a efectos judiciales. Un año después se celebraría el juicio oral. En él la fiscalía pidió la pena de muerte. El defensor, siendo imposible declararlo inocente, argumentó como atenuante la “imbecilidad” de su defendido. Éste, cuando fue llamado a declarar, dijo sistemáticamente no recordar nada de lo sucedido, con lo cual el juicio se transformó en una contienda verbal entre ambos letrados sin que ninguna circunstancia novedosa se hiciese pública. Finalmente, Simeón Casado fue declarado culpable y sentenciado a cadena perpetua. Sus mentiras no le habían conducido más que a una condena firme. Aún así, tuvo suerte en su reclusión. En 1930 le encontramos en una Escuela industrial para jóvenes delincuentes, un tipo de Reformatorio. Ya sabía leer y escribir y además participaba en la banda de música del establecimiento. Sin embargo, su poderosa imaginación continuaba buscando justificaciones a su crimen que lo exculparan, siquiera en parte:
“Asegura que él no mató a la huertana para robarla. Fue un crimen pasional. - ¡Se desnudaba delante de mí!... y un día me abalancé sobre ella para besarla; comenzó a gritar, tuve miedo de que se descubrieran mis propósitos; me cegué, y yo no sé lo que pasó allí. ¡Era la primera mujer que veía desnuda!” (El Imparcial, 2.9.1930, p. 3).
Dos años después, ya al amparo de la República, se encontraba en la Escuela de Reforma de Alcalá de Henares, dirigida por Leopoldo Calleja. Allí había encontrado un oficio, el de barbero, con el que situarse en el centro y ser útil a sus compañeros reclusos. No es imposible que en los años siguientes, con la convulsión de la guerra civil, se le abrieran las puertas de la reclusión dándole un arma para defender a Madrid del acoso a que la sometían las fuerzas de Franco. ¿Hubo motivos sexuales, pretendía ocultar su culpa por la rotura del mango de un hacha? Realmente, su imaginación no dejaba de dar vueltas al delito cometido. Para los diarios y la justicia de la época, el móvil fue el robo, simplemente. Incluso se podía describir mejor del siguiente modo:
“Es un crimen más de los que engendra la codicia y perpetra la cobardía. Una estadística certera podría ponderar cómo son más frecuentes y terribles los crímenes que la codicia origina en los ambientes campesinos que en las grandes ciudades” (Nuevo Mundo, 7.1.1927, p. 20). Ciertamente, en la ciudad era más fácil el anonimato en un robo, puesto que se recurría a la astucia del timador, la habilidad del carterista, o del que fuerza una cerradura, a la agilidad del que escala una ventana abierta. Además, los delincuentes de ciudad, más próximos a la impartición de justicia, sabían distinguir en las condenas la distancia que había entre un robo y un asesinato. En el campo y en una pequeña localidad como Aravaca la situación era distinta, además de que los ladrones eran más incultos y desconocedores de los mecanismos de la Justicia.
“Se observa también que en los ambientes rurales los robos en despoblado van seguidos del asesinato… La codicia, por otra parte, … está más desarrollada, es más intensa en los pueblos que en las ciudades. El campesino apenas toca el dinero… Para un rústico que vive sórdidamente, la vista del dinero, por lo inacostumbrado, por lo difícil que para él es ganarlo, es algo turbador. Cuando ese hombre del campo siente la tentación de apoderarse del bien ajeno, la idea del robo nace ya en su cerebro acompañada por la idea de la destrucción… Sabe que para tener impunidad en el robo ha de llegar al asesinato; porque en las aldeas y en los campos todos se conocen sobradamente unos a otros… Únicamente la muerte, que sella los labios de la víctima, se le ofrece como garantía de quedar impune” (Idem).
Dos cadáveres en Beizama
El caserío de Korosagasti
Nos situamos ahora casi en el centro geográfico de la provincia vasca de Guipúzcoa. A 39 km de la capital Donostia (San Sebastián) se encuentra el pueblecito de Beizama. En el momento de los hechos que vamos a narrar debía contar con una población cercana a 600 habitantes. Están registradas algunas decenas más a principios de siglo, pero desde entonces no ha hecho sino declinar, llegándose actualmente a los 180. Las razones pueden ser múltiples, pero coincidentes todas con el modo de vida tradicional que se vive en la zona. Hace casi un siglo no había apenas carreteras, el caserío donde transcurrieron los hechos distaba 6 km de cualquiera de ellas. Hoy está mejor comunicado, tanto con la capital como si nos referimos a localidades más cercanas: Azkoitia (Azpeitia) está a solo 11 km y tiene catorce mil habitantes, mientras que Tolosako (Tolosa), a 15 km, dispone de dieciocho mil. En esas condiciones, es preferible para muchos jóvenes vivir en estas ciudades más concurridas y con mejores medios culturales y sociales yendo, en el mejor de los casos, hasta el caserío cuando sea necesario. Así las cosas, los 180 habitantes de Beizama se distribuyen en apenas unos veinticinco que se agrupan en torno a la iglesia de San Pedro (siglo XVI), el Ayuntamiento (XVII) y el frontón, mientras el resto vive diseminada en barrios que apenas son otra cosa que agrupaciones de caseríos dispersos. En uno de ellos sucedió la tragedia que aún se recuerda en la zona, tanto por su excepcionalidad como por su conclusión (o más bien, la falta de ella). Beizama, como cualquier zona rural del País Vasco, es un lugar tranquilo. Los caseríos están distantes, como decimos, los vecinos no se rozan continuamente, pueden vivir en paz dedicados a sus cultivos y animales. Naturalmente, todos se conocen entre sí, saben lo que pasa en casa de unos y otros, salvo cuestiones de la intimidad de cada cual. Un crimen a la altura de 1926 resultaba un suceso impensable. En todo caso, como afirmaban los periódicos de la época:
“Afortunadamente en Guipúzcoa se cometen muy pocos crímenes… Aún más repugnantes estos crímenes por los móviles que inducen a cometerlos. No se trata nunca del crimen pasional a causa del amor o a impulso de los celos; no se trata tampoco del crimen cometido por venganza de reales o supuestos agravios; no es el robo el inductor de los asesinatos. Es el interés, el dinero, la herencia que se espera y que retarda la longevidad del padre…” (La Voz, 27.11.1926, p. 4).
Pues bien, en este ambiente que para el habitante de ciudad puede resultar idílico, con bosques y praderas extendiéndose por la falda del monte Illaun, dentro del macizo de Murumendi, con solo el grito de un pastor o la voz de los animales rompiendo el silencio de cualquier tarde, se cometió un terrible crimen en la noche del 13 de noviembre de 1926. Al día siguiente de haberse cometido, cuando aún reinaba el silencio y la tranquilidad sobre el lugar, salvo por el mugido de las vacas, que necesitaban ser ordeñadas sin que nadie apareciera, llegó Jacinta Odriozola desde Tolosa, donde trabajaba. El panorama que encontró fue desolador: su hermana María, de 27 años, se encontraba a pocos metros de la puerta, hacia el interior, atravesada por una certera puñalada. La madre, Bibiana Azcadia, de 66 años, había sido alcanzada a unos veinte metros del caserío, tal vez huyendo del criminal. Dos puñaladas acabaron con su vida. En el interior, los muebles y ropas estaban revueltos, como si el objeto del crimen hubiera sido el robo, algo inusual en la zona, pero también lo era un doble asesinato como aquel. Jacinta marchó hasta un caserío, no el más cercano curiosamente, sino otro donde quizá tuviera más confianza para denunciar la muerte violenta de su madre y su hermana. Una vez hecho esto, con una tranquilidad pasmosa y sin que los cuerpos hubieran sido movidos ni hubiese llegado el juez de Azpeitia, dio de comer a los animales y ordeñó las vacas, que no entendían de pasiones humanas. Cuando llegó el juez apresuradamente, pudo hacerse cargo de la terrible escena que encontró. Antes, sin embargo, hubo que inmovilizar al perro de la familia, un animal fiero que hizo imposible que nadie se acercara hasta María, la víctima que permanecía en el interior. De manera que la primera pregunta que se hicieron los reporteros de la época es ¿por qué el animal no había ladrado ni atacado al asesino o asesinos? No parecía que un extraño, gitano, viajero o tratante de ganado, como se comentó en algún momento, hubiera podido acercarse, que le abriesen la puerta y conseguido apuñalar a ambas mujeres sin que aquel fiero animal interviniese. Luego ese asesino o asesinos eran conocidos de la familia. Ése fue el primer dato relevante que se manejó en la investigación, que habría de extenderse bastantes días y ramificarse en distintas posibilidades de difícil comprobación. En estas páginas trataremos de seguir esas distintas ramas. El juez, tras enfrentarse a aquel animal iracundo, quedó convencido de que había que buscar en el entorno familiar y vecinal de las víctimas. En primer lugar: ¿quién se beneficiaría de estas muertes? Evidentemente, la hija superviviente, la que había descubierto los cadáveres. Jacinta era, al decir de los periódicos, una mujer fea y de poco atractivo. El dato podría ser un resabio machista, pero es que realmente llegó a ser una consideración importante. El juez que protagonizaría los siguientes meses de investigación, Pedro María Marroquín, se enteró pronto de que Jacinta no iba por el caserío desde que había reñido con su madre y hermana y encontrado trabajo en la cercana Tolosa. ¿Por qué había ido precisamente aquella mañana para descubrir los cadáveres? ¿Había sido, como afirmaba aquel periódico, el deseo de heredar dicho caserío el que había propiciado el crimen? Jacinta Odriozola quedó detenida, pero la cosa no estaba clara, eran necesarias algunas pruebas concluyentes. En primer lugar, se supo que había sido vista el día anterior por la noche hablando con un muchacho de blusa negra en la puerta de su trabajo. Se pensó en principio que sería un conocido suyo, vecino de Vergara, llamado Antonio Iraustabarrena, pero éste lo negó tajantemente, afirmando que vestía muchas veces una blusa negra, pero que no se encontraba en Tolosa aquella noche. Tras comprobar su coartada, el juez lo dejó libre, requiriendo un nuevo ingreso en prisión de Jacinta. A ella se le uniría pronto Francisco Aramburu, pastor de aquella zona que además parecía mantener alguna relación amorosa con la chica muerta. Pero ¿qué interés podía tener este muchacho en matar a ambas mujeres? Se requirieron informes de su conducta, que resultó intachable, y se le dejó libre al cabo de pocos días. Oportunidad podía haber tenido, pero motivo ninguno. El juez seguía dándole vueltas a la idea de que, con ese perro tan fiero cuidando del lugar y sus dueñas, el crimen debía haber sido cometido por alguien del entorno vecinal o familiar de las víctimas. Sin embargo, el señor Marroquín se encontraría con un problema que lastraría su investigación continuamente. Pese a sus esfuerzos, los posibles sospechosos eran miembros de una comunidad cerrada e incluso hostil a la intromisión de extraños en su vida. Los vecinos, incluso los más honrados, temían a cualquier investigación judicial, de manera que se encerraban en el mutismo, en el yo no vi nada, yo no sé nada, al tiempo que alertaban a otros de qué les preguntaban. Una de sus armas principales para defenderse del acoso del juez en los interrogatorios era el idioma. Algunos de los supuestos testigos hablaban el castellano con gran dificultad, cuando no eran incapaces de expresarse en ese idioma.
“Entre un testigo y un acusado ladinos, que sepan el vascuence, y un juez por muy avezado que esté, si no lo sabe, el juez va a la lucha en condiciones de inferioridad. Porque mientras él no tiene más arma que su pericia y su habilidad, el que podríamos llamar su contrincante tiene su habilidad, su desconfianza y el idioma. Con lo primero que tropezará el juez cuando haga la primera pregunta es con un ‘yo no entender castellano; pregúnteme vascuence y te diré’. No hay más remedio que apelar al intérprete… Pero es que el cashero no ha dicho la verdad al decir que no entiende el castellano. Lo entiende tan perfectamente como el mismo juez; pero se vale de esa argucia para ganar tiempo y preparar sus respuestas” (Idem).
Sea por esa astucia del campesino, sea porque realmente no se expresara más que en su lengua vernácula, lo cierto es que el juez era visto como una autoridad de fuera que venía a inmiscuirse en la vida del lugar. Cualquier forma de evitar verse implicado, de dar pistas e incluso de ayudar, como veremos, al preso sospechoso de ser un criminal, sería bien recibida. El periódico reclamaba que los jueces hablaran la lengua del pueblo al objeto de poder realizar un interrogatorio donde pudiera presionar adecuadamente a los testigos. Eso no era norma por entonces, llegándose al punto, que será una constante en la investigación, de que los testigos rehuyeran las preguntas, cambiaran de opinión aduciendo no haber entendido bien y, en suma, no colaborando con la justicia, que era para ellos una imposición externa. La tarea del juez no iba a ser fácil.
El caserío Lizardi
Hay que aclarar desde el principio que no quedan fuentes fiables de lo investigado en aquellos meses. El sumario entregado por el juez a la Audiencia provincial en marzo del año siguiente constaba de tres tomos de mil páginas cada uno. Las averiguaciones fueron arduas y todo ello estaba consignado en aquel sumario que, con el tiempo, se perdería en las inundaciones que tuvieron lugar en 1953. Éstas, quizá las más importantes que han tenido lugar en Guipúzcoa en el último siglo, se llevaron el 13 de octubre de aquel año vidas, casas… y sumarios, entre otras cosas.
“La tromba fue épica. Se llegaron a registrar 313 litros por metro cuadrado en 24 horas en Arditurri, 237 en Legazpi, 221 en Villabona o 204 en Errenteria, rondando los 200 en Eibar o Irún. Un dato ilustrador de lo caído fue la precipitación acumulada entre las 23.05 y 23.10 en Igeldo: ¡11,2 litros! La altura que alcanzaron las aguas de los principales ríos guipuzcoanos llegaron a los tres metros en poblaciones como Tolosa, donde ningún comercio se salvó -piezas de una joyería aparecieron en Andoain-. En Errenteria, el nivel de contención del río Oiartzun se vio superado en metro y medio. Lasarte-Oria era un lago de varios kilómetros de extensión, según las crónicas de la época” (Gara, 14.10.2008, edición digital). Debe haber en la zona una larga tradición oral que se remonta a casi un siglo de recuerdos, pero con la documentación oficial perdida solo podemos recurrir a las crónicas de los diarios de la época. El problema es que el señor juez declaró el secreto de sumario durante todo el tiempo de instrucción y los intentos de sacarle información (incluso entrevistándolo en un restaurante donde el hombre comía tranquilamente) fueron inútiles. Así que durante algunos días los reporteros tuvieron que reducir su papel a registrar quién entraba y salía de los juzgados de Azpeitia, quién quedaba confinado y quién iba de vuelta a su domicilio. Otro dato es revelador de cómo fue la instrucción del sumario, particularmente en sus dos primeras semanas: se llegó a contar con hasta treinta detenidos simultáneamente. Algo de tal calibre refleja las múltiples sospechas del juez sobre la connivencia entre los vecinos, el deseo de exculparse unos a otros y la falta de colaboración con la justicia representada por aquel señor Marroquín que ignoraba el idioma de los habitantes de los caseríos. Cuando un juez tropezaba con la falta de colaboración, el silencio de casi todos, su único recurso legal consistía en “ablandar” a los testigos mediante el silencio y la espera en el calabozo. Por otra parte, no cabe duda de que, ante la falta de una confesión y de cualquier forma de colaboración, quiso mostrarse enérgico en el ejercicio de su labor. Así, mandó que se detuviese al mismo secretario del Ayuntamiento de Izarzondo, un tal Isusquiza. Este señor estaba recibiendo anónimos que intentaban exculpar a los principales sospechosos de aquel momento, vecinos de esta población. Cuando se los pasó al juez éste consideró que, por su contenido, bien podían ser obra del mismo secretario al objeto de desviar la atención judicial hacia múltiples posibilidades que habrían de convertirse en callejones sin salida. Vino en esta sospecha al saber que Isusquiza había visitado a uno de los principales procesados, amigo suyo, dándole información de que su mujer había sido convocada a declarar, por si creía conveniente enviarle alguna instrucción a su través. Aún en esas condiciones, cuando hasta algunas autoridades municipales enredaban para confundir su tarea, el juez no perdió el rumbo de la investigación. La primera persona a la que había que apretar las tuercas era, indudablemente, Jacinta Odriozola, la heredera del caserío tras la muerte de sus familiares. Dada la carestía de otros datos, me voy a permitir construir algunas hipótesis imposibles de confirmar pero que se ajustan a los datos disponibles y las acciones llevadas a cabo por el señor Marroquín. Al principio, el juez buscó en el entorno familiar y vecinal más próximo. El pastor con el que al parecer la víctima más joven mantenía relaciones, Francisco Aramburu, demostró ser una pista que no llevaba a ninguna parte. Pero los testimonios contrarios a Jacinta se acumulaban. Algunos vecinos, que apreciaban a las víctimas, comenzaron a hablar de sospechas que estaban en boca del vecindario desde hacía tiempo. Por algún motivo, Jacinta se llevaba muy mal con su madre y hermana. La relación llegó hasta el punto de ruptura una noche. La primera había preparado unas manzanas asadas para la cena, pero adujo que a ella no le sentaban bien. Su hermana empezó a comerlas, al igual que su madre. Ésta se dio cuenta de que sabían de un modo extraño, así que hizo que María no comiera más y, siguiendo su instinto, fue a comprobar cómo estaba el frasco de arsénico que utilizaban contra las plagas. Al encontrarlo vacío, la escena debió ser dantesca. Jacinta discutiendo con su madre a voz en cuello, soltando todo el odio que sentía, la hermana vomitando la cena en medio de grandes dolores. A la mañana siguiente, Jacinta cogió los bártulos y se fue a Tolosa, tal vez a casa de algún familiar lejano. Probablemente ya trabajara en una casa de comidas “Zoru Txiki” y en ella permaneció desde aquel día sin visitar a sus familiares. Por eso mismo, resultaba más llamativo aún que hubiera decidido hacerlo justo a la mañana siguiente de su muerte violenta, como si fuera a comprobar el resultado del crimen. Se le había visto la noche anterior a la puerta de su trabajo hablando con un muchacho de blusa negra. ¿Había sido él quien se encargó de llevar a cabo la sucia tarea de deshacerse de ambas mujeres, la estaba informando de lo sucedido? ¿Quién era y qué ganaba con ello? Jacinta negó tajantemente la escena de las manzanas que algunas vecinas habían escuchado de labios de su propia madre. En todo caso, ya no estaba entre los vivos para confirmarlo. No pudo por menos de reconocer que la relación con su familia era muy mala y que apenas los visitaba. ¿Por qué fue justamente aquella mañana? ¿Por qué esa frialdad de dar de comer a los animales con los cadáveres de su madre y hermana a pocos metros? Y sobre todo: ¿quién era el muchacho de la blusa negra y por qué hablaba con ella a las once de la noche, aproximadamente dos horas después de que se hubiera cometido el crimen a escasos kilómetros de Tolosa? Presionada por tales sospechas, viéndose como principal procesada, Jacinta se vio obligada a hablar: aquel joven era José Joaquín Arcenegui, conocido tanto de su hermana como de ella misma. No debió saber explicar qué extraños negocios nocturnos se traían entre manos el día del crimen, por lo que el juez optó por dirigirse al caserío Lizardi donde habitaba José Joaquín.
“Después de procesada Jacinta Odriozola, hija y hermana de las víctimas, fueron detenidos los colonos del caserío de Lissardi de Izarzondo Miguel Arcenegui y sus hijos José Joaquín, Florencio, José Antonio y Fermina. Otro llamado Martín quedó detenido ayer. Todos están incomunicados. El juez ha dictado auto de procesamiento contra José Joaquín, sin fianza. También están detenidos Ramón Múgica y su esposa María Josefa, y la madre de ésta… Según el juez, la opinión quedará horrorizada. Dice que el móvil del hecho no es el robo ni pasional” (El Sol, 30.11.1926, p. 3).
Como dijimos, detrás de una actividad de detención tan generalizada podía haber una o dos posibilidades: estaban todos implicados de algún modo en lo sucedido o el juez no encontraba colaboración alguna por parte de todos ellos para aclarar lo sucedido. Esto se comprende en el caso de la familia Arcenegui, por cuanto se protegerían unos a otros. La razón de detener a los habitantes del caserío cercano (la familia Múgica) se entiende menos, sobre todo porque estuvieron confinados bastante tiempo. ¿Qué grado de culpabilidad podrían tener? ¿Colaboradores, testigos mudos de lo sucedido aquella noche? Nunca se aclaró. En todo caso, los Arcenegui parecían estar bien aleccionados por el padre, que ejercía como cabeza de familia un completo control de lo sucedido. Si además era ayudado en su estrategia por su amigo el secretario municipal, miel sobre hojuelas. Así, de entrada todos afirmaron sin dudar que José Joaquín había permanecido toda aquella noche en el caserío familiar, sin que se hubiera ausentado en ningún momento. Lo mismo afirmaba con énfasis el principal sospechoso. Cuando se le enfrentó a la declaración de Jacinta, su seguridad se tambaleó. Finalmente se vio obligado a reconocer que era cierta su visita a Tolosa aquella noche. Constituía la primera grieta en una defensa que pareció durante días impenetrable. Mientras tanto, el juez seguía recibiendo presiones por todos lados. Es de sospechar que la familia Arcenegui resultaba más importante de lo que parecía en un principio. No sólo tenía buenos contactos con alguna autoridad municipal, sino que llegaron desde Tolosa un abogado y un procurador. Al día siguiente de la detención de la familia se presentaron ante el juez pidiendo personarse en la causa en defensa de los detenidos. El señor Marroquín, irritado, les confirmó que estaban incomunicados y, mientras esas circunstancias se dieran, no podían acceder a ellos. No solo las autoridades municipales y los letrados ponían palos en las ruedas del juez. Comentaremos en la conclusión del caso las palabras del escritor Pío Baroja, que mencionó el crimen de Beizama en una de sus novelas históricas, afirmando la existencia decisiva de “presiones clericales” a favor de la familia Arcenegui. Dado el enfrentamiento de Baroja, furibundo anticlerical, con la Iglesia oficial de la época, no podemos afirmar con certeza que mostrara otra cosa que una sospecha. En todo caso, los curas tenían un gran predicamento en el mundo rural vasco, como es bien sabido, y tampoco sería de extrañar su intromisión en defensa de una buena familia cristiana de la localidad. Llegados a este punto, con actitudes sospechosas por parte de Jacinta y José Joaquín, el juez habría de preguntarse qué extraña relación mantenían ambos. Él era un joven apuesto, heredero del importante caserío Lizardi, mucho más grande e importante que el de Korosagasti. Además, se hablaba de que mantenía relaciones formales con una muchacha bien situada en la localidad. ¿Qué podía ver en Jacinta, una mujer de 34 años, nada agraciada? ¿Un amor loco? Era difícil imaginarlo. Quizá por ello dijera el juez que no había sido el robo el móvil del doble crimen, pero tampoco la pasión. ¿Entonces cuál podía ser la causa del asesinato de aquellas dos mujeres por ese chico de tan buen futuro y con medios económicos más que suficientes para llevar una vida confortable?
Un móvil insospechado
A esas alturas los periódicos de Madrid se atrevían a hacer una reconstrucción del doble crimen. El mutismo del juez les obligaba a hacer hipótesis cuyos detalles debían corregir con el transcurso de los días. El “Imparcial”, por ejemplo, presentaba el cuatro de diciembre su interpretación de los hechos. José Joaquín Arcenegui se había presentado en el caserío Korosagasti sobre las nueve de la noche. Allí le abrió la puerta María. Es cierto que, según afirma el diario, el muchacho no era bien visto por la familia por su relación con Jacinta, pero a nadie se le iba a cerrar la puerta en las narices. Ese argumento periodístico se forzaba para justificar que el móvil del crimen en José Joaquín era la pasión que sentía por la hermana desterrada del hogar familiar. Esto se pondría en serias dudas más adelante, como ya hemos comentado, y como las escuetas palabras del juez parecían indicar. Sea como sea, María había abierto la puerta del caserío recibiendo una mortal puñalada. Curiosamente, ningún diario comenta un hecho elemental, si fue inferida de frente o por la espalda. Esa sería la diferencia entre recibirla por sorpresa y sin casi mediar palabra tal vez o bien ser herida al correr hacia el interior de la vivienda. En todo caso, la madre había conseguido huir, perseguida por el asesino que la apuñaló dos veces hasta dejarla muerta a veinte metros del caserío. Eso tampoco cuadra con los primeros testimonios, que comentaban que su cadáver estaba caído junto a un farol con el que se había alumbrado en la noche oscura. De manera que puede que la madre estuviera en el interior y escapara en un primer momento o, más bien, que se encontrara fuera atendiendo a los animales, por ejemplo, y el asesino la sorprendiera allí. Quiere decir todo esto que la reconstrucción del Imparcial se realizaba sin datos suficientes o sin atender a los existentes, de manera que su fiabilidad es cuestionable y solo puede entenderse como un mero acercamiento a lo sucedido. Los lectores demandaban la verdad de lo ocurrido y había que ofrecérsela, aún siendo una mera hipótesis. Según el relato de los hechos, José Joaquín habría ido hasta Tolosa para contárselo a la inductora del crimen: Jacinta Odriozola. El motivo de todo esto sería de nuevo la pasión que sentía por ella, algo puesto repetidamente en duda. Después volvió al caserío Lizardi y allí contó lo que había hecho. Su padre, horrorizado, quiso ocultar la implicación de su hijo. Para ello, fue con él de nuevo hasta Korosagasti sobre la una y media de la madrugada y, tras asegurarse de la muerte de ambas mujeres, revolvieron toda la casa, se llevaron varios objetos y mil quinientas pesetas que había en el interior. Con ello pretendían simular que el móvil había sido el robo. Al volver a casa, el padre reunió a todos sus hijos para darles instrucciones precisas de que, en caso de que los llamaran a declarar, José Joaquín había estado toda la noche en la vivienda sin salir en ningún momento. Además, le dio a Fermina, la pequeña, una camisa ensangrentada de su hermano para que la lavara. Jacinta, por su lado, marchó muy pronto por la mañana hasta el caserío para asegurarse de los hechos que le había contado su cómplice y ejecutor, de forma que, haciéndose la sorprendida, denunciara lo sucedido. Hasta aquí una narración con varios puntos débiles que el magistrado debía corregir. Para ello necesitaba el testimonio de algún miembro de la familia Arcenegui, un eslabón que fuera más débil en esa cadena férrea que se agarraba a la versión del padre. En primer lugar, pensó que el camino más fácil residía en debilitar al supuesto autor del crimen, José Joaquín, al enfrentarse al hecho de que estuviera aquella noche en Tolosa, según manifestaba Jacinta. Es cierto que el interesado se vio obligado a admitir la mentira familiar, pero en ningún caso reconocía el crimen cometido. Le iba demasiado en ello. Mentir podía ser, matar no. De manera que el juez se volvió hacia los hijos uno a uno, poniéndoles delante lo manifestado por su hermano, que dejaba a las claras que todos ellos mentían. Los muchachos no se movieron un ápice de la primera versión, aún a sabiendas de que no eran creíbles, pero la intervención de Fermina había sido otra. Su poca edad y su condición de mujer con un carácter posiblemente menos firme, hizo que el juez la presionara más si cabe. Entre grandes dudas y vacilaciones, la hermana de José Joaquín fue abriendo una rendija a la verdad. Fue ella quien reveló el pacto de silencio dictado por el padre. Fue ella quien admitió haber lavado la camisa ensangrentada de su hermano. Lo que no se comprende es que José Joaquín fuera con tal camisa a comunicarle en Tolosa a Jacinta su crimen. Debió pasar antes por el caserío Lizardi o bien ¿se la había ensangrentado al reconocer los cadáveres de madrugada? Esta inconsistencia en la sucesión de hechos no fue aclarada en ningún momento. Volvamos al móvil del crimen. El juez había declarado que no era el robo ni la pasión. Ciertamente, los diarios hablaban de un odio ciego de Jacinta hacia su familia, algo que ella misma ya había admitido ante el juez. Negó tajantemente el episodio de las manzanas asadas, pero hubo de reconocer que ponía velas a la Virgen para que ambas murieran. Así pues, los llantos y lamentos de los primeros días eran todos fingidos. ¿Había codicia también al objeto de quedarse en exclusiva con el caserío? No es que fuera de gran riqueza, pero si era una consecuencia de la desaparición de su madre y hermana, resultaría un premio apetecible. Sin embargo, ¿por qué un rico heredero como José Joaquín iba a cometer tan brutales asesinatos? El móvil de Jacinta parecía indiscutible, el odio y la codicia, pero ¿cuál era el de él? Los periódicos le daban vueltas y, aunque incomprensiblemente, sólo sostenían la existencia de un amor ciego del asesino por Jacinta, una muchacha más pobre, de mayor edad, poco agraciada y con un carácter que no debía ser muy dulce precisamente.
“Pero, aceptado el impulso ciego de una pasión ¿qué pasión es ésta que le permite simultanear el trato con dos hermanas, mutuamente odiadas, y servir el rencor y la codicia de una asesinando a la otra en sus brazos? Si José Joaquín estaba cegado por Jacinta… ¿por qué no ofreció a la codicia de Jacinta la satisfacción de darle con el matrimonio la próxima propiedad de un rico caserío, en vez de darle por el asesinato el arriendo de un caserío miserable? Si Jacinta ejercía tanta fascinación sobre su amigo, resulta también extraño que ella entendiese tan mal sus propios intereses o que prefiriera utilizar su sugestión para satisfacer un rencor antes que una codicia, logrando el exterminio de su familia antes que el matrimonio apacible con el mayorazgo de Lizardi” (La Voz, 4.12.1926, p. 8).
Desde luego, la pasión puede ser ciega, el carácter de Jacinta podía ser muy imperioso y el de José Joaquín sumiso, el rencor podía ser prioritario en la primera frente a sus familiares antes que el cálculo de las ganancias. Pero hay aspectos de esta versión que no se conforman con la realidad. Por ejemplo, el juez hizo varios careos entre ellos. Durante su transcurso el muchacho no se vio acorralado en ningún momento, sino que hizo protestas de inocencia continuamente mientras Jacinta no dejaba de mirar el suelo reafirmándose también en la culpabilidad de José Joaquín. Ambos mantenían su versión. De tener una relación basada en la pasión ¿no deberían haber surgido en él los reproches, la indignación, la sensación de haber sido traicionado? Mientras tanto, Fermina seguía cediendo en sus declaraciones. De repente se deslizó la idea de que José Miguel Arcenegui, el padre, no se había limitado a preparar el escenario posteriormente para simular un robo. Por el contrario, había ido con su hijo a cometer el doble crimen. A continuación revolvieron el lugar y se llevaron algunas pertenencias de las asesinadas hasta un molino de su propiedad, cercano a su caserío, y al monte, donde los enterraron junto al arma del crimen. De hecho, Fermina se ofreció a llevar al juez hasta dichos escondites, salieron del Juzgado para ello y durante el camino se arrepintió, negándose a seguir adelante. Es obvio que el poder de su padre era importante sobre ella y que se arrepentía de su debilidad frente a los funcionarios de justicia. Era necesario retomar los interrogatorios, buscar pruebas, exigir una confesión que los acusados no parecían dispuestos a dar de ninguna manera. Al día siguiente de que los periódicos repitieran la hipótesis dudosa de la pasión para justificar el crimen, admitiendo la complicidad del padre en el ocultamiento de las pruebas del delito, el juez Marroquín recibió a los periodistas. Sus declaraciones fueron impactantes para quienes consideraban que el padre había intentado simplemente salvar a su hijo de las consecuencias de su monstruoso delito.
“Jacinta está procesada como inductora; José Joaquín como autor material; el padre, José Miguel Arcenegui, como coautor, y el hermano de Joaquín, llamado Martín, como cómplice y encubridor antes y después del hecho” (El Sol, 6.12.1926, p. 3).
La información debió causar la sorpresa de los periodistas presentes. ¿El padre como coautor? ¿El hermano encubriendo los hechos antes de ser cometidos? Pero ¿por qué José Miguel Arcenegui iba a ayudar a su hijo a eliminar a las dos mujeres? Eso suponía un giro completo en las sospechas del juez. Era necesario buscar el posible móvil del padre para cometer los crímenes. Indudablemente, eso descartaba la pasión como la relación predominante entre Jacinta y José Joaquín. La codicia no estaba justificada en el caserío Lizardi, ya que eran mucho más ricos que las víctimas y el modesto Korosagasti. Los diarios se preguntaban: ¿cuál era el poder que ejercía Jacinta sobre los miembros de la familia Arcenegui? El juez siguió comentando sus impresiones:
“Manifestó que, aun cuando algunas personas han querido presentar a esta familia como honorable y prototipo de las virtudes de la raza, lo cierto es que José Miguel es un sujeto peligroso y libre de todo escrúpulo” (Idem).
El instructor reconocía así las presiones a que estaba sometido al acusar a toda esta familia, desviándose del procesamiento de uno solo de sus hijos. ¿Los poderes políticos locales? ¿las parroquias del entorno del caserío? Bien podía ser. De todos modos, los diarios empezaron a preguntarse por los móviles familiares. Se supo entonces que José Joaquín, el principal acusado al que Jacinta no se cansaba de poner en el centro de la diana, mantenía relaciones formales con una muchacha de un caserío cercano con vistas a casarse. Eso podría haber justificado una explosión de ira en Jacinta si fuera la pasión lo que les relacionaba, pero a esas alturas eso se había descartado. Volvía a plantearse una pregunta fundamental: ¿cuál era el poder de Jacinta sobre esta familia?
“El móvil del crimen es el siguiente: José Joaquín tuvo dos hijos con María Odriozola, la cual mató a las dos criaturas. Jacinta, que tenía un odio a muerte a su hermana y a su madre, amenazó a José Joaquín con denunciarlo al Juzgado como infanticida si no mataba a las dos citadas mujeres. José Joaquín, que iba a casarse en fecha próxima, habló a su padre del asunto y entre los dos resolvieron cometer el crimen” (Idem).
La tesis de los dos infanticidios se extendió entre la población sin que se sepa cuál fue la fuente para tal certeza. ¿Fue Jacinta quien ofreció ese motivo al juez?
“A pesar de los abrumadores cargos acumulados contra José Joaquín, éste no ha confesado su delito. En cambio, Jacinta ha confesado con tal claridad, que el juez dice que es una de las personas a quienes ha oído hablar con más claridad” (Idem).
Efectivamente, las pruebas empezaban a ser abrumadoras contra la familia Arcenegui: Jacinta acusaba a José Joaquín sin reservas, admitiendo que había sido ella la inductora del crimen por odio hacia su familia; Fermina reconocía el pacto de silencio, que aquella noche padre e hijo habían marchado hasta el caserío Korosagasti, habían vuelto con la camisa ensangrentada y ella misma la había lavado durante una hora para no dejar rastro. Incluso sostenía que se había intentado simular un robo, tal como les explicó su padre, escondiendo lo robado y el arma del crimen en el monte y en un molino cercano al caserío. Los diarios daban por resuelto el caso, a falta del trámite necesario de las confesiones de los implicados. Pero éstas no se producían y las pruebas, a fin de cuentas, no se encontraban. La acusación se basaba en las declaraciones de dos mujeres cuyos motivos podrían ser otros como para considerarlos válidos en un juicio. En todo caso, parecía cuestión de tiempo, simplemente, que las confesiones se produjesen, pero el caso habría de tomar con el tiempo un giro completamente inesperado.
La desautorización
Aunque numerosas incógnitas se acumulaban y los acusados seguían protestando su inocencia, excepto Jacinta Odriozola, el sumario seguía su curso en manos del magistrado juez señor Marroquín. El día 24 de diciembre el caso se consideraba resuelto. Pese a las dificultades habidas, la falta de colaboración de los encausados, las corrientes de opinión que estaban en contra de su procesamiento, se consideraba que el juez había llevado a cabo una investigación rigurosa y completa. Sólo así se entiende que el propio pleno del Ayuntamiento de Azpeitia, donde tenía lugar la instrucción, acordara ese día elevar al Ministerio de Gracia y Justicia un escrito ponderando “la laudatoria actuación del juez instructor del sumario”. No contentos con eso, se acordaba entregarle un bastón de mando, así como dirigir un escrito a los ancianos padres del juez notificándoles el acuerdo y la distinción obtenida por el señor Marroquín. Pasado el tiempo desde este clímax en el proceso, cuando las fuerzas políticas adornaban de piropos y reconocimiento la instrucción del caso, uno da en pensar que una actuación de tal tipo podía tener dos motivos: realmente había una gran preocupación en el entorno vecinal sobre la resolución de un crimen tan inusual o el Ayuntamiento se adelantaba a las críticas que pudiera haber desde el Ministerio hacia la falta de colaboración y los obstáculos encontrados por el magistrado a lo largo de dicha instrucción. Al día siguiente de tener lugar este acto de agradecimiento, cuando las fuerzas políticas locales mostraban su apoyo a la instrucción seguida, hubo un cambio significativo:
“Se hallan procesados… dos caseros, a los cuales considera el juez coautores del hecho. La hija de una de las dos mujeres asesinadas había acusado a los dos procesados como autores materiales del asesinato; pero a última hora parece que todos los que habían declarado contra aquellos se desdicen de sus anteriores manifestaciones. El sumario se presenta cada vez más oscuro y, según nuestros informes, el teniente fiscal de la Audiencia parece que tiene la impresión de que no existen bastantes pruebas contra los procesados” (El Sol, 25.12.1926, p. 2).
En Teoría de Juegos existe un problema clásico conocido como “el dilema del prisionero” que vendría formulado así:
“La policía arresta a dos sospechosos. No hay pruebas suficientes para condenarlos y, tras haberlos separado, los visita a cada uno y les ofrece el mismo trato. Si uno confiesa y su cómplice no, el cómplice será condenado a la pena total, diez años, y el primero será liberado. Si uno calla y el cómplice confiesa, el primero recibirá esa pena y será el cómplice quien salga libre. Si ambos confiesan, ambos serán condenados a seis años. Si ambos lo niegan, todo lo que podrán hacer será encerrarlos durante seis meses por un cargo menor” (Wikipedia).
Indudablemente, no estaba en la mente de Jacinta, José Joaquín y su padre José Miguel, además de Fermina, un juego como éste, pero estaban utilizando razonamientos similares. Jacinta acusaba a los dos hombres como autores del crimen, pero estos lo negaban. Por otro lado, no podían acusar a Jacinta de inductora sin culparse a sí mismos, de manera que su actitud estaba clara. Fermina, por su parte, admitiendo su complicidad bajo la autoridad del padre, se condenaba a sí misma. Ahora bien, si todos negaban podían salvarse. Jacinta podía aducir que había acusado a los hombres por rencillas pasadas, por creerlos culpables sin saberlo a ciencia cierta, por una convicción propia. Pero si ellos no eran culpables, realmente ella tampoco sería inductora. Sólo si los Arcenegui reconocían su culpabilidad, Jacinta saldría con una condena no muy grave. Pero si no lo hacían, la condena grave, como en el dilema del prisionero, se podía volver contra Jacinta. De repente observan que el Ayuntamiento y las fuerzas vivas de Azpeitia les son contrarias y no los van a defender. Alguien, alguno de esos abogados que los visitaban u otros familiares o amigos, les transmiten las dudas que provienen de la Audiencia respecto a la falta de pruebas. En vista de ello, inmediatamente se cierran en banda y ya no reconocen nada ni de lo dicho ni de lo que podrían decir. Las fuentes de la investigación, las dos mujeres, se desdicen de sus acusaciones y confesiones. La clave del proceso estuvo, a mi juicio, en este punto. Sin las confesiones de Jacinta y Fermina no había caso. Ahora se entendía mejor que la segunda fuera hacia el monte para mostrar el arma homicida y los bienes robados en el caserío Korosagasti, y de repente se negara a proseguir. ¿Quién le aconsejó tal actitud, poco coherente con la que había tenido hasta ese momento, reluctante pero colaboradora? Encontrar el arma y lo robado eran pruebas incriminatorias contra los miembros de su familia. Había respondido a la presión del juez y a su propia debilidad, pero finalmente se arrepintió de dar ese paso, tal vez siguiendo el consejo de alguien cercano. Ahora volvía a suceder lo mismo. ¿Qué hacía el teniente fiscal de la Audiencia de San Sebastián opinando de un sumario que aún no había llegado a sus manos? Él habría de ser el encargado de la acusación en el juicio y ya ponía objeciones a la tramitación de un sumario que desconocía. ¿Qué intereses había en la Audiencia y en concreto en el ministerio fiscal para que el caso no siguiera adelante con tales acusados? Sería una pregunta nunca respondida. El dos de marzo de 1927 el juez Marroquín concluía el sumario de tres mil folios y lo enviaba a esta Audiencia. Planteaba el procesamiento de los ya conocidos de la familia Arcenegui, de Jacinta y de los Múgica, como colaboradores o encubridores. Quince días después, la Audiencia decretaba la libertad de todos menos de Jacinta como inductora y de José Miguel y José Joaquín Arcenegui como coautores del crimen. Un mes después, el 19 de abril de 1927 devolvía el sumario al juez Marroquín al objeto de que practicase nuevas diligencias. A partir de ese punto los acontecimientos se precipitan: solo cuatro días después de la devolución del sumario, cuando no había dado tiempo a practicar dichas diligencias o bien el señor Marroquín se había negado a ello (sería dudoso), la Audiencia, de un plumazo, acordó sobreseer la causa y poner en libertad a todos los detenidos. Al tiempo, se anunciaba que se iba a llevar a cabo la reordenación judicial de la provincia, incluyendo la desaparición del Juzgado de Azpeitia, del que Marroquín era titular. Eso obligará a su traslado forzoso, terminando en el pueblo de Dolores (Alicante) cuatro años después. La cuestión clave, nuevamente, viene a ser la justificación de esta actitud en la Audiencia. Es cierto que no había pruebas concluyentes, pero otros juicios de la época se llevaban a cabo a partir de las confesiones de otros o de indicios consistentes con la culpabilidad de los acusados. ¿Consideró la Audiencia que el juez Marroquín había llevado mal la instrucción del sumario? ¿Estaban molestos el presidente y el ministerio fiscal con el protagonismo alcanzado por su colega, con sus métodos personales de llegar a conclusiones no bien fundamentadas, con el apoyo explícito de las autoridades municipales de Azpeitia? ¿Es por eso que optaron por castigar a todos, juez y Ayuntamiento? A uno sobreseyendo el caso, al otro suprimiendo el Juzgado, algo importante en la vida de la localidad. ¿Fue todo esto o, como afirmaba Baroja, las presiones del sector clerical? Se comentó duramente la situación de las dos víctimas, se llegó a decir que aquel caserío era en realidad una casa de lenocinio donde se tenían hijos con cualquiera y se los mataba a continuación. Frente a ello, los Arcenegui eran propietarios de uno de los caseríos más ricos del lugar, el padre era una persona de reconocida importancia en la comunidad. ¿Hay base para creer que la iglesia local o incluso provincial tomase cartas en el asunto para condenar implícitamente a esas mujeres inmorales o, al menos, para defender la probidad del dueño del caserío Lizardi? Entre los rumores que luego han circulado existe uno que ha quedado en la memoria popular.
“Un día, el párroco dijo desde el púlpito que un tratante de ganado había confesado en el lecho de muerte ser el asesino, pero luego se desdijo. Se habló de que el caserío había sido un lugar donde se ejercía la prostitución, pero el crimen quedó sin resolver” (Diario Vasco, 25.2.2014, edición digital).
¿Por qué la iglesia local aprovechaba el púlpito para pregonar una autoría diferente e indemostrable? Sin duda, deseaba orientar los rumores populares hacia otra vía lejos de la familia Arcenegui, apelando a un tratante de ganado (por tanto, un intruso ocasional). Este recurso de culpar a alguien venido de fuera para cualquier crimen rural es bien conocido, de difícil demostración y en este caso imposible. Además, para evitar que el comentario público condujera a una nueva investigación, siempre podría aducir el secreto de confesión (pero no lo suficiente como para callarlo). En suma, parece evidente que es una patraña con la que aquel cura aprovechaba su lugar privilegiado para desviar la atención de los presuntos culpables. Las consecuencias de la decisión de la Audiencia no se hicieron esperar. Por una parte se quiso acusar a Jacinta, que a fin de cuentas había fomentado todo el lío con sus acusaciones iniciales, de intento de asesinato por el episodio de las supuestas manzanas envenenadas. Esta iniciativa de la propia Audiencia resulta risible por cuanto las testigos de aquel hecho estaban muertas. Si no había pruebas sobre la culpabilidad de los Arcenegui, como bien decía el teniente fiscal, menos había para sostener una acusación tan peregrina sobre Jacinta. ¿O fue un castigo judicial por su actitud colaboradora con el juez Marroquín? Apenas una semana después de haber sido liberados, los Arcenegui, nuevamente reunidos y sintiéndose apoyados, presentaron una querella por injurias contra varios periódicos locales, que les habían dado como culpables de aquel doble crimen. Se puede plantear todo tipo de posibilidades sobre el caso, porque estos crímenes resultaron tener una explicación inicial que se fue haciendo progresivamente más compleja hasta enlazarse unos motivos con otros, unas circunstancias con otras diferentes, hasta formar un sumario presidido por la confusión y la falta de pruebas de peso. ¿Quién investigó los posibles infanticidios? ¿Qué pruebas había de ellos? Porque sin una confesión, que resultaba difícil, sin los cuerpos de los recién nacidos ¿quién podría afirmar que no había sido un recurso inventado por Jacinta para culpar a José Joaquín? Del mismo modo pasaba con otros extremos del sumario que quizá los tratase pero que se han perdido: ¿qué sucedió con la camisa ensangrentada? Si José Joaquín mató a ambas mujeres sobre las nueve de la noche y luego marchó a Tolosa, lógicamente allí no llegó con la camisa ensangrentada, sino con una blusa negra. ¿Pasó antes por su casa para cambiarse de ropa? Si es así, tras hablar con Jacinta y acordar que ella iría al día siguiente, debió marchar al caserío Lizardi. ¿Había contado con la colaboración del padre de familia para suprimir a las mujeres y ocultar aquel supuesto infanticidio? ¿O bien llegó a aquella hora de la noche y contó a José Miguel todo lo sucedido, aquel monstruoso lío en que andaba metido, y su padre quiso encubrirle simulando el robo? Uno da en pensar que si el juez Marroquín, a instancias de Jacinta probablemente, no hubiese culpado de la autoría del crimen al señor del caserío Lizardi, otro gallo hubiera cantado en este sumario. Sin embargo, el juez creyó por completo a Jacinta Odriozola, que a fin de cuentas es la protagonista del caso. De ella provienen todas las acusaciones. Si la creía en una cosa debía creerla en todo, incluyendo la coautoría de José Miguel Arcenegui en el asesinato. Pero si el caso se hubiera ceñido a una familiar que odiaba a ambas mujeres, que deseaba apropiarse del caserío Korosagasti y para librarse de ellas inducía a un enamorado José Joaquín, arrebatado por la pasión y la locura, a que ejecutase su odio, el sumario tal vez hubiera seguido adelante. Incluso si el padre encubría a su hijo activamente, la condena sería menor y la situación social podría haberse contenido en sus consecuencias. Pero la autoría del padre daba al traste con todos los límites que la sociedad clerical y política de la época estaba dispuesta a admitir. A partir de este punto, el crimen de Beizama se va hundiendo en el recuerdo y empiezan a aparecer esporádicamente supuestos culpables que se quedan en nada. Uno de ellos ya lo hemos visto en la persona nunca identificada de un tratante de ganado que confiesa en el supuesto lecho de muerte para desdecirse cuando ha superado la crisis de la enfermedad. Más creíble es lo reflejado por un diario madrileño solo cinco meses después del sobreseimiento:
“En la cárcel de Tolosa hay dos presos, uno de ellos de un pueblo cerca de Beizama, procesado por alteración del orden público, y otro llamado Francisco Basterrica, natural de Azcoitia, de cuarenta y dos años de edad. Parece que en las conversaciones mantenidas por estos dos presos…, Basterrica ha dicho a su compañero que él fue el autor del crimen de Beizama” (El Sol, 9.11.1927, p. 8). Naturalmente, fanfarrones hay en todos los ámbitos pero en el carcelario una autoría así propiciaba que a uno lo respetasen, además de fomentar en el oyente el deseo de obtener ventajas por servir la confidencia a las autoridades. El juez intervino para interrogarlos y todo quedó en nada, lo mismo que la detención en marzo de 1928 de un tal Elías Aldama Echevarría. Intentaba pasar la frontera por Behovia cuando los guardias lo identificaron por estar reclamado por el Juzgado de Vitoria. También de él se decía que había sido el autor del crimen de Beizama. Finalmente, una inundación que tuvo lugar veintisiete años después del crimen ha borrado cualquier rastro de aquellas confesiones, de la búsqueda de un juez que terminó muy lejos de Guipúzcoa, de la posibilidad de aclarar algunos de los extremos de su investigación o de la supuesta culpabilidad de los acusados entonces. El caso permanecerá cerrado y sin resolver para siempre.
La calle del Bruch
Un cadáver ensangrentado
El lunes 18 de enero de 1926 Justa Ríos, portera del número 79 de la calle barcelonesa del Bruch (actual Carrer del Bruc), estaba extrañada. Desde el viernes en que le ayudó a bajar la basura no veía a Isabel Alda, la vecina del primer piso, puerta primera. Se lo debió comentar a su marido, Manuel López, antes de subir los pocos escalones que daban al piso citado. Allí no respondía nadie. Acostumbrada como estaba a saber quién entraba y quién salía, le parecía muy raro que doña Isabel no hubiese ido a misa ese domingo como acostumbraba. Su marido, tal vez, le dijo que no se preocupara tanto, que habría salido con alguna amiga o estaría de viaje como aquella vez que se fue a Zaragoza. La mujer no estaba de acuerdo ¿iba a salir de viaje sin decirle nada habiéndola visto el viernes? ¿y cuándo habría salido con las maletas? Ambos se asomaron a la calle y observaron, sorprendidos, que algunas luces de la casa estaban encendidas. Justa se asustó. “Aquí ha pasado algo” debió decirle a su marido, “voy a llamar a ese pariente que viene algunas veces, a ver si sabe algo o tiene la llave del piso”. De manera que llamó a Juan José Sáez, un sobrino lejano de la señora, para transmitirle su preocupación. Sobre las cinco de la tarde las luces seguían encendidas, pero sobrino y portera no obtuvieron contestación a sus llamadas. En el primer piso no respondían. “Le ha debido pasar algo” concluyó ella. “Avisaré al cuartelillo” respondería el sobrino. “Otra cosa no podemos hacer”. Marchó entonces al cuartel de la guardia urbana. Cuando volvió con el alcalde de barrio, varios guardias y un cerrajero, eran las seis y media de la tarde. Tras las llamadas preceptivas, el cerrajero intervino pero con poco éxito. “Quizá esté la llave metida por dentro” dijo después de sus intentos, “esto es imposible de abrir con facilidad”. El alcalde dudó sobre si echar la puerta abajo a golpes. A la portera entonces se le ocurrió que un guardia joven y fuerte podía descolgarse por el patio, que allí no tenía mucha altura, y entrar en la casa rompiendo la ventana del comedor. Dicho y hecho. Se oyó el ruido de los cristales quebrándose y al poco un guardia con el semblante pálido les abrió la puerta. En el mismo recibidor, sobre un gran charco de sangre, se encontraba el cadáver de la infeliz Isabel Alda Entrena. Tenía cincuenta y cuatro años en el momento de su muerte violenta. Se encontraba boca arriba, como comprobaría el juez que vino al cabo de un rato tras la llamada del alcalde de barrio.
“En el recibimiento se encontró el cadáver de doña Isabel, tendido boca arriba sobre un charco de sangre coagulada, con los brazos en cruz y las manos engarfiadas. Tenía la cabeza cubierta por un abrigo ligero de seda, los vestidos desgarrados y a los pies una gabardina de hombre. Junto a la mano aparecía un velo, el que ordinariamente usaba la víctima. Por el suelo, mezclados con la sangre, halláronse más papeles, una cajita y dos trozos de navaja de afeitar” (El Imparcial, 20.1.1926, p. 2).
Cuando se hicieran públicos los resultados de la autopsia varios días después, se sabría que la herida mortal era, desde luego, la del cuello. Propinada de izquierda a derecha, seccionaba la tráquea, interesaba el esófago y cortaba la vena yugular. La señora había sido degollada. En caso de que el asesino fuera diestro, la dirección de la herida parecía indicar que la víctima fue asaltada por detrás, sea porque fuera tomada por sorpresa o porque pretendiera huir de su agresor. Además, había algunas señales de lucha, puesto que mostraba dos heridas en la mano derecha de siete y tres centímetros, de tipo defensivo, al tiempo que presentaba una importante luxación del hombro izquierdo. La agresión debía haber sido violenta, la luxación quizá se causara al inmovilizarla antes de emplear el cuchillo o navaja bien afilada que el asesino había traído consigo. Lo que se detectaron inmediatamente fueron unos pasos ensangrentados que iban desde el recibidor hasta las habitaciones interiores.
“Todos los muebles del comedor aparecían en desorden. Las sillas revueltas, los cajones del aparador, abiertos, y los utensilios, por el suelo. Sobre la mesa, cubierta, a guisa de mantel, por una servilleta, se veían restos de comida… Las demás dependencias de la casa estaban igualmente desordenadas. Ropas por encima de las sillas, los armarios vacíos y por el suelo papeles, cajas con señales de haber sido forzadas, floreros rotos y trozos de telas. Sin duda, el registro había sido minucioso y detenido, porque no había quedado un solo mueble sin explorar” (Idem).
La información manejada por este periódico madrileño, aunque extensa, no era completa, como se sabría poco después. En primer lugar, no todos los cajones estaban abiertos y forzados; en segundo, no se había tocado el dormitorio de la víctima. Desde el primer momento de la investigación estos hechos fueron determinantes. El juez habría de constatar que nadie había oído ruidos extraños ni gritos ahogados. La tragedia se había desarrollado en silencio, lo que revelaba que el asesino o asesinos (se detectaban dos juegos de huellas ensangrentadas) eran personas de la confianza de Isabel. Por otro lado, la puerta no estaba forzada, lo que redundaba en la misma hipótesis: de las tres llaves con que la desconfiada señora protegía su puerta, ninguna de ellas estaba echada. Habría que tener en cuenta el móvil del crimen. Todos los vecinos decían que la señora era una mujer adinerada desde la muerte de su marido años atrás. De hecho, entre los papeles que se encontraron junto al cadáver había unos cupones de títulos de Deuda con vencimiento de uno de enero. Teniendo en cuenta que el traje de la víctima aparecía rasgado, los asesinos debían saber que ella llevaba dinero encima y habían tratado de despojarla de él. Al comprobar que eran papeles de la Deuda y no billetes, los habían tirado tras el crimen. El escenario que se ofreció a la vista de los guardias aquella noche parecía revelar que el móvil del crimen había sido el robo y los asesinos sabían dónde debía guardar su dinero la víctima. Sólo así se entendía que hubiesen revuelto todo menos el dormitorio y determinados armarios con prendas de ropa. ¿Cómo habían sucedido los hechos? Desde el principio se supuso que los asesinos eran dos: un hombre y una mujer. Se deducía por el tipo de huellas sangrientas que recorrían la casa: unas eran grandes y anchas mientras otras eran muy pequeñas, pareciendo corresponder a unos zapatos femeninos. ¿Disponían de un juego de llaves propio? Se pensó que hubieran entrado a robar esperando a la dueña de la casa para que ésta les revelara el escondite del dinero, pero la hipótesis no cuadraba con distintos hechos observados. Lo más creíble es que la pareja fueran conocidos de Isabel, que les hubiera franqueado la entrada. La víctima estaba haciendo una cena parca o la había consumido no mucho tiempo antes. Desde luego, la escena se situaría en el mismo viernes por la noche. Tras entrar, los dos ocuparon las banquetas del recibidor o bien el sofá que allí se encontraba también. En algún momento, se habían abalanzado sobre ella y, mientras uno le sujetaba los brazos con fuerza hasta causarle la luxación referida, el otro terminaba con su vida mediante un tajo profundo al que apenas pudo ofrecer resistencia la víctima. Como luego se sabría, la gabardina masculina que rodeaba su cabeza no era del asesino, sino del marido fallecido de Isabel. El velo también era suyo. Debía tenerlos quizá en el perchero que allí se encontraba y que se halló caído, siendo utilizados por los asesinos para envolver el cadáver, que debía sangrar con profusión. De todos modos, rasgaron con violencia la blusa para acceder a una carterilla que se encontró encima de una mesa, donde en vez de dinero encontraron títulos de la Deuda que desecharon. Hecho esto, los dos se dirigieron hacia las habitaciones interiores para registrarlas. Que sabían lo que querían y dónde encontrarlo pareció evidente a los investigadores. No solamente habían seleccionado los armarios y cajones que abrir, sino que se encontró en uno de ellos un grueso sobre cerrado que los asesinos habían despreciado, a pesar de su apariencia. Efectivamente, no contenía dinero como se creyó inicialmente, sino cartas personales sin ningún valor. En cambio, sobre una de las camas aparecía un antiguo frac del marido, con los bolsillos vacíos a pesar de que en uno de ellos se marcaban los contornos de algo parecido a una cartera, que había desaparecido. Después de este registro hecho con prisa pero sistemáticamente ¿por qué desenroscar la bombilla del recibidor? Tal vez para no revelar la ocupación de la casa a algún vecino que, eventualmente, pudiera llamar a la puerta mientras registraban la vivienda. No parecía cierto, en cambio, que los asesinos permanecieran varias horas dentro del piso esperando a que se hiciera de noche para marchar sin ser vistos. Contra esta hipótesis, que se barajó en algún momento, estaba el hecho de que, en tal caso, los asesinos podrían haber apagado todas las luces restantes, que deberían constituir una señal de ocupación desde el exterior del edificio. Si no lo hicieron es porque, una vez consumado el robo, se fueron con prisas y al amparo de la noche de aquel viernes.
La vida de Isabel Alda
En 1926 seguía siendo cierto que un buen crimen fomentaba la venta de periódicos y no era algo que desdeñar. Sin embargo, ya habían surgido críticas en el propio periodismo hacia esos recursos que, en vez de mostrar la verdad de la noticia y mejorar los conocimientos de los lectores, procuraban exacerbar el morbo y la curiosidad por la vida ajena. Por entonces no existía una prensa específicamente “amarilla”, todos los diarios eran de información general. Si comparamos el tratamiento que se hacía de un crimen tortuoso como éste a principios de siglo y veinte años después, la labor periodística había cambiado y era más contenida. Por ello era raro el caso en que los reporteros iban directamente a entrevistar a los implicados en cualquier suceso, como sucedía tiempo atrás. Naturalmente, siempre había excepciones dependiendo de la importancia del caso, como sucedió con la desaparición de las niñas de Hilarión Eslava en 1924, donde se dieron una serie de factores que hicieron de aquello un hecho periodístico de primera importancia. Pero además de que los periodistas se contuvieran más en buscar el sensacionalismo (era raro que un crimen alcanzara la primera plana), la actitud de los jueces que investigaban el caso había cambiado radicalmente. A principios de siglo podíamos verlos departiendo con los reporteros, dejándolos que caminasen a sus anchas por los juzgados, que atraparan en los pasillos a los acusados o testigos. Los propios jueces eran interrogados por la prensa sin mantener distancia alguna, en los lugares donde comían, cuando marchaban en el tranvía a su casa. Al tiempo, esos mismos jueces eran dicharacheros, mostraban sus sospechas y dudas sin ningún rebozo, ante la atenta mirada de los reporteros que tenían una edición matinal al día siguiente u otra vespertina que satisfacer. Todo eso se había acabado y empezaba a predominar el secreto del sumario, la distancia que el juez ponía respecto de la prensa, a la que convocaba deliberadamente y respondía de forma escueta. Eso conduce a que el interesado que acudía a la prensa de esta época tuviese menos elementos de juicio en 1926 que veinte años antes, de manera que la información que entonces se consideraba irrelevante quedaba sin saberse, a pesar de que hoy en día pudiéramos considerarla de otra forma. Pues bien, expurgando los periódicos de entonces ¿qué podemos decir de Isabel Alda? No demasiado. Debió nacer en 1872 en Zaragoza. Ignoramos en qué familia, si tuvo algún tipo de estudios, cuál fue su vida antes de casarse con Ginés Marín en fecha indeterminada también. El hecho de que la madre de su marido tuviese tierras en Zaragoza, que ella heredará a su muerte, nos inclina a pensar que conoció a Ginés en la ciudad aragonesa, a pesar de que se afirma de él que provino de Cartagena. Tal vez la familia del marido tuviera algún dinero cuando vivía en Andalucía y se trasladaran a Zaragoza, comprando tierras allí. Sí es probable que Ginés fuera hijo único por un par de datos que se encuentran en las breves reseñas. Así, cuando el matrimonio adquirió el piso de la calle del Bruch y lo habitó en 1901 (ella contaba 29 años), traían consigo a la madre de Ginés, casi con seguridad viuda por entonces. El marido de Isabel era un empleado mercantil modesto, en concreto ocupaba el puesto de contable en una fábrica de bordados. Sin embargo, tuvieron la fortuna de que les tocase dos veces el gordo de la lotería, adquiriendo así un buen capital. Ginés moriría en 1916, cuando Isabel tenía solo 44 años y era una mujer de mediana edad con unos recursos suficientes y teniendo a su cargo a la suegra, que continuaría viviendo con ella hasta 1922, fecha de su fallecimiento. Fue por entonces que Isabel, en la cincuentena, acudió a Zaragoza para vender los terrenos familiares de su familia política, de los que era heredera. Eso, además de señalar que no había otros herederos legítimos, incrementó su capital. Como buena burguesa venida probablemente de una posición social relativamente humilde, se preocupaba de su dinero. Si a eso le unía su proverbial desconfianza, en la que insisten los que la conocieron, la conclusión a la que llegó era inmediata: al no desear tener mucho dinero en metálico dentro del domicilio, lo invertía generalmente en cupones de la Deuda, que además rentaban por entonces una cantidad aceptable. Es curioso constatar que, en las declaraciones de vecinos e incluso amigas con cierta intimidad, sobresalen rasgos por lo general poco simpáticos. Desde luego, tenía fama de acaudalada en el barrio, por lo que podría ser un objetivo evidente para cualquier robo. Al mismo tiempo, llevaba una vida modesta, alejada de gustos caros y ostentación. La cena que sus asesinos debieron interrumpir mostraba unos alimentos modestos y sencillos. Todo el mundo coincidía en su devoción, su asistencia regular a la iglesia de la Concepción, donde era capaz de dar limosnas con cierta generosidad. Sin embargo, también se menciona de vez en cuando su carácter agrio, poco dado a cualquier intimidad y ajeno a un trato cordial con sus vecinos, respecto a los cuales mostraba gran reserva y desconfianza, como hemos mencionado. Con cincuenta años, cuatro antes de su violenta muerte, se quedó sola, algo que por entonces no estaba bien visto. Es por ello que buscó una muchacha que la acompañara para hacerle las tareas del hogar y durmiera en el propio piso, haciéndole compañía y sirviéndole de protección. La señora que vino a vivir a la calle del Bruch se llamaba Leandra Blanco. Se habla de su mal carácter y su afición desmedida al comadreo, por lo que era conocida como “la Bruja”. Seguramente debía tener un carácter que, además de malo, era impositivo, por lo que marcaba a su ama lo que era necesario hacer, qué debía comprar, etc. No contenta con esta situación consiguió de Isabel que admitiera en casa a su hija, al menos hasta que se casara. De manera que las tres convivieron en el domicilio de Isabel hasta que el novio de la hija, un tal Felipe Martínez, terminó de hacer el servicio militar y se colocó de carretero en una empresa municipal de transportes. En ese momento tuvo lugar la boda e Isabel aprovechó la circunstancia, aconsejada por algunas amistades y la propia portera, para despedir a Leandra y quedar de nuevo sola. Con ocasión de asistir a la iglesia de la Concepción trabó allí amistad con un señor llamado Eladio Díaz, agente de arbitrios del Ayuntamiento, que acompañaba a misa a su hija Carmen. El hecho de ser ella aragonesa y Eladio navarro hizo que compartieran recuerdos agradables de la infancia y el relato de su llegada a la capital catalana.
“En una ocasión, lamentándose doña Isabel de que estaba muy sola, pidió a Eladio que dejara a su hija pasar las noches con ella, a lo cual accedió éste, después de consultar con su esposa y obtener su consentimiento. Ocurrió esto hace tres meses. Desde aquella fecha, casi todas las tardes doña Isabel iba a la portería de la casa número 344 de la calle Consejo del Ciento, donde habitaba el matrimonio, a recoger a la pequeña Carmen Díaz. Faltó alguna vez, excusándose por haber tenido que ir a cenar con unos parientes de la calle Salmerón y haberse quedado allí a dormir. Por esta circunstancia, no extrañó a los porteros de la calle del Consejo de Ciento que el viernes último no fuera doña Isabel a recoger a su hija” (El Imparcial, 20.1.1926, p. 2).
Se supo en los primeros días de investigación que la víctima se llevaba bien con la muchacha e incluso había prometido dejarla como heredera de su dinero. De manera que el juez debió interrogarse: Aquella Carmen Díaz y su padre ¿tal vez estuvieran impacientes por heredar los dineros que se decía tenía la señora de la calle del Bruch? Claro que también podía dirigir su vista hacia aquella Leandra llamada “la Bruja” o hacia su hija y el flamante marido carretero, bien conocedoras las dos primeras de la disposición de la casa, y deseosas de hacerse con la fortuna de la señora, además de saldar con ella algunas viejas cuentas por su despido. Al cabo de unos días se supo que Isabel Alda había tenido realquilados en su piso, si bien no en el momento del crimen. ¿Serían estas aves de paso, que también sabían todo lo necesario de la vida de la dueña del piso, las que la habían asesinado? Durante las siguientes semanas, al juez le esperaba una ardua tarea interrogando a todos los que podían entenderse como sospechosos, además de las amistades de la víctima, por si pudieran aportar nuevos datos a la investigación.
Interrogatorios
Los crímenes se solían resolver en dos o tres días a lo sumo, en la mayoría de los casos incluso al día siguiente de cometidos, si estos eran pasionales, por ejemplo. Cuando mediaba el robo, la cuestión se podía extender un poco más, dado que los criminales trataban de ocultar pistas y la situación aparecía más enredada por intereses de personas diversas. El juez de instrucción, señor Caplin, tenía un buen caso entre manos. Los diarios, tanto de Barcelona como de Madrid, se habían hecho eco del terrible crimen cometido sobre Isabel Alda. No todos los días se encontraba a una señora respetable y adinerada tendida en el recibidor de su casa y degollada. Aunque no llegara a alcanzar la primera plana de estos diarios, era indudable que se prestaba atención a un caso tan llamativo y existía una presión sobre el juez para que diera con la pista adecuada en poco tiempo. Entrando en los pormenores del caso, ya que el móvil parecía ser el robo y los criminales mostraban un buen conocimiento de la casa, era indudable que había que tomar declaración a todos sus conocidos, escuchando datos, estableciendo sospechas y atisbando la posibilidad de unos culpables. Uno de los primeros en declarar fue Juan José Sáez, el que se había presentado el lunes por la tarde en el piso a instancias de la portera. Era primo del marido fallecido. Dijo que su relación con Isabel era distante por “el carácter avaro y poco comunicativo” de ella. Cuando siguió declarando se pudo explicar la mala opinión que tenía. Cuando murió el marido hacía diez años, él mismo había convocado un consejo de familia ofreciéndose a ejercer de tutor de Isabel, administrando así las sesenta mil pesetas que calculaba le había dejado su primo al morir. Isabel se opuso tajantemente a que nadie ejerciera ese papel, lo cual le ofendió bastante, además de no dar cuentas del dinero que ahora quería ella administrar personalmente. La “avaricia” pues, era fruto de no dejarle disponer de su capital. En todo caso, seguían manteniendo una relación, aunque distante, fruto de la cual había pasado la Navidad en casa con su mujer e hijos. Desde entonces no la había visto. Realmente, la relación con familiares parecía bastante débil. Un sobrino carnal, Ricardo Alda, dijo vivir en Sarriá, lejos de su tía, con la que prácticamente no mantenía relación alguna. De manera que, dejando a un lado los lazos de este tipo, el juez quiso concentrarse en las amistades que pudiera tener la víctima. En primer lugar declaró la señora Emilia de la Vega, viuda de Chacón, con la que Isabel mantenía una cierta relación de suficiente confianza como para pedirle que durmiera en su casa para hacerle compañía hasta que contactó con Carmen Díaz. Esta viuda calificaba a su amiga de “neurasténica”. Tuvieron un roce cuando en cierta ocasión ella le buscó a esa señora para hacerle la casa y darle compañía, aquella llamada Leandra y que recibía el mote de “la Bruja”. Es cierto que prácticamente la contrató en nombre de Isabel sin que supiera nada, lo que esta última le reprochó, sobre todo cuando empezaron a surgir quejas del vecindario sobre el carácter de aquella señora tan mal hablada. Cuando su hija se casó, Isabel aprovechó para quedarse sola de nuevo, atendiendo a las quejas del vecindario y a su propio malestar. Quedó tan escarmentada de aquella mala experiencia, dijo la viuda de Chacón, que prometió no volver a tener a nadie permanente para hacerle compañía. Fue entonces cuando volvió a pedir a su amiga que se quedara por las noches con ella hasta que hacía unos meses fue aquella muchacha, Carmen Díaz, la que había tomado el relevo. Luego surgió el tema de los papelitos. Resulta que había una señora que le pasaba a Isabel papeles por debajo de la puerta. Una vez ésta le dijo a su acompañante Carmen que era de alguien que vivía en la calle Aragón y que eran amenazas de muerte. Es de imaginar que la atención del juez Caplin aumentó al escuchar estos términos. ¿Quién podía ser la autora de esos papelitos amenazantes? Carmen no sabía decir, pero sí que había una monja en un convento llamada Isabel que podía ser la que escribía los papeles. Realmente, en una foto de la época se observa a Carmen Díaz en el mismo recibidor de la casa donde se cometió el crimen, junto a los miembros del Juzgado que examinan el lugar. La muchacha no parece precisamente muy espabilada. En este caso confundió las cosas. El juez empezó a preguntar por esa monja que de un convento, averiguando que se llamaba Isabel Máiquez. Vivía en el convento de las Siervas de María sito en la calle Consejo del Ciento. Llamada a declarar dijo que, efectivamente, era amiga de la víctima. Se habían acercado por la devoción de Isabel Alda, que las había hecho intimar hasta el punto de charlar a menudo y pasear juntas hasta la calle del Bruch cuando ésta se retiraba. Dijo vivir desde hacía diez años en Barcelona, siendo original del pueblo de Alumbres, y no saber nada más que pudiera ser útil a la investigación, ya que sus conversaciones eran generalmente sobre religión y valores cristianos. Desde luego, ella no había escrito papel alguno. Así que el juez siguió preguntando hasta dar con Trinidad Fernández de la Calzada, domiciliada en la calle Aragón. Ella sí reconoció ser la autora de esos papeles. De hecho, el sábado y domingo había hecho pasar a una muchacha por la casa de su amiga Isabel dejándole en cada caso, al no encontrarla, un papel en blanco por debajo de la puerta. Era una señal convenida para que la propietaria del piso supiera que había estado allí de visita sin poderla encontrar. Trinidad estaba libre de toda sospecha. De hecho, era una mujer muy acaudalada con un capital que se acercaba a los dos millones de pesetas. Manifestó que en varias ocasiones había ayudado a Isabel con un préstamo cuando ésta “le hacía creer” que pasaba dificultades económicas. Ese término textual revela que la relación podía no ser tan amistosa como en principio se presentó. Si Trinidad le había prestado dinero y luego supo que tanta falta no le hacía, no hubiera sido extraño que alguno de esos papelitos contuviera una exigencia de que le devolviese la cantidad prestada. Una exageración de Isabel Alda frente a la criada pudo originar el malentendido. En todo caso, la relación amistosa entre ambas no se había roto. De hecho, dijo Trinidad Fernández, la víctima había estado en su casa la tarde del mismo viernes en que supuestamente fue asesinada. Con ello el juez pudo cerrar más la reconstrucción del momento del crimen. La portera había manifestado que la había visto entregar la basura a las cuatro y media de ese viernes. Luego su amiga Trinidad decía que había estado con ella aquella tarde. Ya el día anterior Isabel le había dicho a Carmen Díaz que tenía esa cita con una familia amiga el viernes. Al no aparecer esa noche, Carmen pensó que se había quedado a dormir con aquella familia, de ahí que no la llamara como tantas otras tardes. Por eso no se inquietó. Si el sábado la criada de Trinidad había vuelto a estar allí sin obtener respuesta del piso de Isabel, si nadie la había visto desde aquel viernes, solo podía concluirse que el crimen había tenido lugar en la noche del viernes. Pues bien, al juez le iba faltando un par de datos sobre las amistades de Isabel para completar el círculo de ellas. La madre de Carmen Díaz, que parece bastante locuaz en las páginas de los diarios, señaló que doña Isabel le había mostrado en cierta ocasión un buen fajo de billetes, fruto, según dijo, de la liquidación de unas tierras. Le comentó que los iba a canjear por títulos de Deuda pública perpetua porque el mundo de los negocios le iba mal. Había intentado, manifestó, montar un taller de modista siete u ocho meses antes de morir. Estaba situado en la calle Valencia esquina la de Gerona. Aquel negocio, en el que había secundado a una amiga, le había ido mal, tuvieron que cerrar y ella perdió diez mil pesetas invertidas. Para aclarar la cuestión, el juez mandó llamar a Teresa Cid, la socia en aquel frustrado negocio. Confirmó los datos dados por la declarante anterior, añadiendo que en el taller se quedaban a dormir algunas muchachas sin albergue que trabajaban en el negocio. Dijo finalmente que ella e Isabel terminaron mal porque “tenía un carácter muy extraño y brusco, lo que le originaba frecuentes disputas con todo el mundo”. Realmente, salvo su amiga la monja que destacaba su devoción y el número de limosnas que daba, las impresiones de los demás no eran demasiado buenas. Faltaba un dato más para que el juez tuviera una perspectiva más amplia de las amistades de Isabel Alda. Carmen Díaz había comentado que había otra señora que tenía llave de la caja del banco propiedad de la víctima. En una señora tan desconfiada como la dibujaban en general, resultaba llamativo que confiara tanto en alguien como para que le prestara tal servicio. Tras indagar, el juez supo que Isabel tenía una caja de valores en el Banco de Préstamos y Descuentos desde la muerte de su marido en 1916. Durante unos años no autorizó a nadie la apertura de esa caja, algo poco usual en aquellos tiempos. Sin embargo, con ocasión de estar en Zaragoza tuvo necesidad de un dinero que le prestó gustosamente Francisca Cardona, una amiga en posición económica desahogada. Fruto de esa confianza fue la autorización que le concedió para el acceso a esa caja en ausencia suya. Cuando el juez dictaminó que se abriese, se encontraron dentro títulos por valor de doce mil seiscientas pesetas, así como alhajas y otros valores por unas mil pesetas más. Si a eso se unían las doce mil quinientas pesetas encontradas en el piso en pólizas de la Deuda, así como dos libretas de ahorro con cantidades modestas, la fortuna de Isabel Alda llegaba aproximadamente a veintiséis mil pesetas, bastante lejos de las sesenta mil que le adjudicaba el primo de su marido. Todas estas averiguaciones estaban muy bien para completar el cuadro sobre la vida y las amistades de la víctima, todas ellas bastante respetables por lo que se ve, y poco sospechosas de cometer la atrocidad sufrida por la señora Alda. De manera que era necesario volver los ojos hacia los que sí pudieran haber cometido el delito, particularmente si eran una pareja de hombre y mujer.
Leandra y Felipe
De Leandra Blanco los reporteros dijeron bien poco, lo cual es una lástima porque el personaje se antoja interesante. Como partidaria del comadreo, tal como la describen, resulta extraña su discreción y el comedimiento mostrado ante el juez. Fue, desde luego, la primera detenida por la guardia urbana junto a su yerno Felipe Martínez, después de su primera comparecencia al día siguiente de descubrirse el crimen. A través de sus breves declaraciones podemos conocer mejor qué lazos la unieron a Isabel Alda. En efecto, se descubre así que el entonces novio de su hija, Felipe, era ordenanza del marido de Emilia de la Vega, la mujer de Chacón, que era militar. Como tenía las mejores referencias de él por su trabajo junto al militar, al morir éste Felipe planteó a la viuda que su futura suegra, Leandra Blanco, estaba buscando una casa donde servir. Entonces la señora de Chacón se acordó de su amiga Isabel Alda, que había quedado sola a la muerte de su suegra tiempo atrás, y con la que dormía numerosas noches para hacerle compañía. Le pareció perfecta la combinación de atender la necesidad de Leandra de colocarse y la de Isabel de tener compañía y se comprometió con la primera sin que la segunda llegara a saberlo hasta después. En todo caso, la referencia no era mala si la recomendaba su amiga e Isabel la aceptó en casa tanto a ella como, poco después, a su hija en vísperas de casarse con Felipe Martínez. “Manifestó [Leandra Blanco] que durante el tiempo en que vivió con su hija en la casa de la víctima no había notado nada anormal, y sólo advirtió que doña Isabel tenía un carácter muy reservado y era muy desconfiada… Al contraer matrimonio la hija de Leandra con Felipe Martínez, dormían todos en casa de doña Isabel; pero el matrimonio joven se fue a dormir a un cuarto que alquilaron en la calle de Marina, hasta que encontraron casa en el pasaje de Vilaret, donde vivía actualmente en compañía de Leandra” (La Voz, 21.1.1926, p. 3).
El juez se centró entonces en la figura de Felipe Martínez, del que había hablado mal Juan José Sáez, el pariente político de Isabel Alda. En efecto, había dicho al juez que el muchacho le había pedido a la señora un préstamo nada menos que de dos mil duros. Por consejo de Sáez, ella lo denegó y poco después el joven matrimonio se fue de la calle del Bruch a vivir por su cuenta. Sin embargo, Felipe no sólo negaba la petición de dicho préstamo sino que manifestaba su inocencia con energía. Los informes de sus amistades no podían ser mejores. Se supo también que Isabel debía confiar en él puesto que, a instancias de su amiga la viuda de Chacón, le pasaba al chico quince pesetas al mes para ayudarle a pasar el servicio militar. En su interrogatorio, afirmó que el viernes había estado trabajando en las vías de la barriada de San Andrés desde las diez de la mañana hasta las cinco de la tarde, momento en que se trasladó a su casa, de la que distaba una hora. Cuando ahora se examinan sus declaraciones, uno puede observar que no tenía en realidad coartada alguna para el momento del crimen, si es que éste sucedió en la noche del viernes. Sin embargo, el juez se dejó llevar por todos los informes de amigos y compañeros de trabajo en el sentido de que era un muchacho fiel cumplidor de sus obligaciones, de buen carácter y, en suma, trabajador y responsable. Eso no es óbice para ambicionar el dinero ajeno, máxime cuando te lo han negado previamente y cuentas con la complicidad de tu suegra, mujer poco recomendable, que se conoce la casa al dedillo. Inexplicablemente, el juez los dejó marchar sin interrogar siquiera a la hija de Leandra, comprobar con mayor detalle las coartadas de ambos. Es cierto que mandó registrar la casa donde vivían sin encontrar ninguna prueba incriminatoria, pero ello no quiere decir nada. El hecho de que la mujer de Felipe estuviera en avanzado estado de gestación permitía suponer que no había intervenido en el crimen, pero no resulta justificable que ni siquiera fuera llamada a declarar “en atención a su embarazo”. El mismo día que, tras el traslado a los calabozos del Juzgado, los sometía a interrogatorio y se conformaba con ponerlos en libertad sin apretarles más las clavijas, se celebraba el entierro de Isabel Alda. El cortejo fúnebre salió del hospital Clínico a las tres de la tarde y era modesto. Estaba presidido por dos parientes del marido fallecido, uno de ellos Juan José Sáez, y algunos amigos. Lo que sí había es una amplia multitud de curiosos observando el paso del cortejo hasta su llegada al cementerio Nuevo. Allí, en el nicho 1.132 de la vía de San Jaime, fue enterrada. Algunas amistades comentaron a los reporteros presentes una extraña anécdota habida en ese mismo lugar hacía seis años, con ocasión del entierro de su marido. En efecto, entonces los caballos se desbocaron dando con el ataúd en el suelo y provocando que los cristales de la tapa se clavaran en el rostro del cadáver. En esta ocasión no sucedió así, y la víctima de aquel brutal asesinato encontró el reposo junto al nicho donde yacía su marido. Mientras tanto, el juez, cuya labor se nos irá antojando algo errática y sin profundidad a lo largo de la instrucción, ya iba sobre otra pista que se había superpuesto al arresto de Leandra y Felipe.
María Deu, la planchadora
El día 21 de enero se desvanecían las dudas sobre Felipe Martínez y su suegra Leandra. Una nueva sospecha del juez, decían los diarios, permitía suponer que el caso se cerraría en breve plazo con la detención de un matrimonio residente en los bajos del edificio. Se trataba de María Deu, que regentaba un taller de planchado en el piso inferior al de Isabel Alda, y su marido Domingo Martí, zapatero de profesión. La primera declaró el mismo día 21 que había visto a la víctima ese viernes tendiendo la ropa. Desde entonces no había vuelto a saber de ella hasta que se descubrió el crimen. En cambio, sí había escuchado como un mover de muebles el sábado por la mañana, al que no dio importancia. Al juez le extrañó este último dato. Acababa de declarar Pilar Poderoso, la criada de la amiga de Isabel, Trinidad Fernández, que había estado llamando en el piso a las diez y media de la mañana y a las tres y seis de la tarde, por encargo de su señora. En vista de que nadie respondía y, siguiendo las indicaciones de ésta, había pasado papeles en blanco por debajo de la puerta. Así pues, todo hacía indicar que Isabel Alda resultó asesinada el viernes por la noche. De hecho, tras los diversos interrogatorios que habían tenido lugar, era posible detallar cuáles habían sido los movimientos de la víctima en ese último viernes de su vida.
“Confesó por la mañana en la iglesia de los Carmelitas y comulgó en la Concepción. Después estuvo en su casa lavando ropa y la tendió en el terrado. Bajó el cubo de basura a la calle, y luego fue al domicilio de doña Trinidad Fernández, quien le dio una carta para que la echase al correo. Luego fue a ver a la señora Cardona y, según declaración del vigilante, regresó a las once de la noche a su casa” (ABC, 24.1.1926, p. 29).
Por todo ello el juez Caplin entró en sospechas: ¿qué es eso de oír arrastrar muebles el sábado por la mañana? Se percibe su impaciencia por encontrar a los culpables. Por algo tan nimio mandó hacer un nuevo registro, tanto de la casa donde se cometió el crimen como del bajo donde vivían María Deu y Domingo Martí. Resulta una constante en las investigaciones criminales de la época el escaso rigor con que se llevaban a cabo los registros domiciliarios. No es extraño, como en este caso, que el juez practicase tal diligencia al comienzo de los hechos y volviese a repetirla una y otra vez, encontrándose en cada ocasión nuevas evidencias que se habían pasado por alto en registros anteriores. Ahora fue el hallazgo de un cristal roto en la puerta del terrado, justo en el lugar donde era posible pasar la mano para abrir la falleba e introducirse en el piso. El cristal había sido cortado aparentemente con un diamante, según pudo juzgar in situ el juez y vuelto a colocar de nuevo en su sitio con el vano intento de que la investigación pasara por alto ese detalle. Creyendo haber descubierto el punto de entrada de los criminales, el juez se trasladó al piso de la planchadora y el zapatero, encontrándose allí un pañuelo ensangrentado donde venía marcada la inicial I de Isabel. Con todo esto, mandó enviar al matrimonio sospechoso desde los calabozos de la policía a los de los Juzgados, a fin de continuar el interrogatorio al día siguiente. En su opinión, todo parecía encajar: la profunda incisión en la garganta de la víctima podría haber sido hecha con una navaja de afeitar, pero era más probable que se efectuara con una cuchilla de zapatero como las que tenía Domingo Martí. Por otro lado, supo por las declaraciones de este último que el matrimonio pasaba por ciertos apuros económicos que le habían llevado aquel mismo sábado a liquidar un negocio de zapatería que tenía en común con un socio, entregándole 25 pesetas. ¿Había sido el apuro de tener que hacer esa entrega y la ausencia de fondos el que les había llevado al crimen? ¿Y si en vez de veinticinco pesetas la deuda era mayor? Al día siguiente, las sospechas se fueron lentamente desvaneciendo. Se llamó a peritos para que examinaran el cristal. Afirmaron con certeza que el corte no se había hecho con un diamante sino de otro modo, seguramente accidental al golpear con fuerza la puerta. Por otro lado, la rotura era antigua, como se apreciaba por los bordes, de manera que su existencia solo se justificaba por la desidia en arreglarlo por parte de la propietaria del piso. Bien, pero el pañuelo ensangrentado con la I era una prueba de peso, pensaría el juez. Se tomó una muestra de sangre a la planchadora y se envió pañuelo y muestra a un laboratorio para que se examinase su coincidencia. El encargado del laboratorio médico-legal, respondiendo a preguntas de los reporteros, afirmó que el proceso de comparación era lento y se podía tardar alrededor de quince días en dar el informe final. De hecho, cuando éste se conoció, el 17 de febrero, no pudo ser más impreciso, por cuanto se afirmaba que las muestras estaban tan deterioradas que resultaba imposible la comprobación.
“Hemos tenido ocasión de hablar con un hermano de la planchadora detenida. Se hallaba muy tranquilo pues, según dice, todo lo que ocurre a su familia obedece a una equivocación… Ha dicho también que el hecho de que hayan encontrado en el piso de su hermana algunos paños y pañuelos con la inicial I no tiene nada de extraño, pues su hermana tuvo bastante tiempo recogida en su casa a una señora llamada Isabel Carcalda, la que al morir la dejó la poca ropa que tenía, entre las cuales estaban estas pequeñas prendas” (Idem).
La prueba de cargo de mayor peso se venía abajo de esta manera. Además, resultaba que el zapatero Domingo Martí tenía una coartada para la noche del viernes. Había estado hasta horas avanzadas en el orfeón Nuria con algunos amigos, lo que podían testificar todos ellos. El juez, ya perplejo al ver desaparecer una sospecha bien construida de la culpabilidad del matrimonio, mandó llamar a Julián Galindo, el socio al que liquidó las cuentas Martí el sábado por la noche. Si existía alguna posibilidad de que éste hubiera mentido sobre la deuda, ésta quedó truncada cuando Galindo confirmó, no sólo que la cantidad adeudada era la dicha, sino que Domingo Martí resultaba una persona cumplidora en su oficio y de la que daba las mejores referencias personales. El día 25 de enero se ponía en libertad al matrimonio.
“Siguen la desorientación y el misterio en torno del crimen de la calle del Bruch. Parece ahora que van fijando su atención las autoridades judicial y gubernativa en lo que se refiere a la vida extraña que observaba la víctima” (El Siglo Futuro, 25.1.1926, p. 2).
Nuevas sospechas
Se confiaba mucho inicialmente en las declaraciones de Miguel Palomar, vigilante nocturno de la calle del Bruch, algo parecido al oficio de sereno en Madrid. En principio manifestó que la víctima a veces volvía a altas horas de la madrugada. Interrogado sobre si la acompañaban hombres, afirmó que hacía poco le había abierto la puerta cuando iba con uno muy elegante. Le pidió entonces al vigilante que le franqueara el portal cuando quisiera, porque era una persona alquilada en su piso. Eso hizo que algunos periódicos señalaran la pista de los hombres (ya había más de uno, a su entender) que debían conocer bien el piso y la riqueza de la propietaria del mismo. ¿Llevaba una vida disipada Isabel Alda? Con su carácter, su devoción y maneras no parecía muy probable, pero cosas más raras se habían visto. ¿Algunos de esos hombres podían ser los autores del crimen? Como tantas otras pistas, ésta se desinfló muy pronto. El día 25 de enero declaraba ante el Juzgado el guardia civil Romualdo García. Manifestó que había pensado en alquilar un cuarto en diciembre porque pensaba casarse. Para ello se dirigió a la señora Alda porque había conocido a su difunto marido, del que era paisano, y tenía alguna confianza para preguntar. No obstante, le disgustó el poco confort de la vivienda y además no llegaron a un acuerdo económico por el alquiler, lo que hizo que declinara en su propuesta. El juez Caplin seguía indagando por esta vía. Interrogadas las amistades de la víctima supo entonces (algo confirmado por el vigilante) que ésta se retiraba cada noche de diez a diez y media acompañada por Carmen Díaz y tras realizar algunas visitas a sus amistades por la tarde. No obstante, en ocasiones volvía tarde porque se quedaba en casa de una de ellas para escuchar la sesión del Liceo a través de la radio. Eso era todo. El dueño de un bar de la calle Gerona manifestó asimismo que la señora Alda comía en alguna ocasión allí, pero que lo hacía sola o acompañada por alguna amiga. No había hombres ni relaciones conocidas, no existía vida disipada ni oculta. Era una mujer de vida modesta, recatada, típica de una viuda en la Barcelona de la época. El día en que el guardia civil aclaraba su relación con la víctima, fueron llamadas a declarar nuevamente Carmen Díaz y su madre. El juez les dijo que se había enterado de la existencia de un primo de la joven, un tal Justo Arteaga, con antecedentes por robo. Ambas negaron rotundamente que aquel primo conociera a Isabel Alda. Sin embargo, Justo, que permanecía esperando y no pudo contactar con sus familiares, declaró exactamente lo contrario: tanto le habían hablado madre e hija de la señora que un día se la presentaron. Ni que decir tiene que, encontrada una contradicción, los testigos pasaban a los calabozos para ser sometidos a nuevos interrogatorios. Resultó así que Justo Arteaga era un joven con un pasado algo turbulento, puesto que habiendo robado veintiuna mil pesetas fue condenado a seis años de cárcel que había cumplido no hacía mucho tiempo. Desde entonces había ejercido el oficio de barbero. Al registrar su casa se encontraron dos navajas que pasaron a examen por si contenían rastros de sangre. Interrogado el dueño de la barbería donde trabajaba, éste confirmó que su empleado había estado trabajando hasta las ocho de la noche del viernes y el sábado por la mañana hasta las once. Añadió además que era un joven rehabilitado y formal en el ejercicio de su trabajo y que estaba convencido de su inocencia de aquello de que lo acusaban. Indudablemente, la contradicción se originó cuando madre e hija quisieron desviar la atención del juez hacia su pariente, conocedoras de sus antecedentes. En todo caso, al encontrar un testimonio favorecedor sobre el carácter y la formalidad del muchacho y sabiendo el horario que había tenido aquel fin de semana, el juez mandó ponerlo en libertad. De nuevo, una actuación a la ligera, porque el crimen sucedió probablemente en la noche del viernes después de las once, hora de vuelta de Isabel, y para entonces Justo Arteaga no parecía tener una coartada. Leyendo las crónicas de la época uno tiene la impresión de que el juez Caplin daba palos a diestro y siniestro con muy poco rigor judicial y policial, confiando tal vez en alguna confesión inesperada que encauzara la investigación y condujera a un sospechoso. Tal es lo que le sucedió a un pobre muchacho de una farmacia el mismo día 25 de enero:
“También ha sido detenido Arturo Buque Carmona, regente de una farmacia e hijo de la señora Carmona, íntima amiga de doña Isabel, domiciliada en la calle de Salmerón. Dicho joven ha sido conducido a la presencia judicial por haberse tenido noticia de que hace tiempo había propuesto a doña Isabel que le buscara una novia. Parece que este hecho no tiene nada de particular, pues por el espíritu apocado del mencionado joven había hecho el mismo encargo a todas las familias conocidas” (La Época, 25.1.1926, p. 3).
Debido a esta petición de búsqueda de una novia, al pobre Arturo Buque le cayó un día de encierro en los calabozos del Juzgado. Seguro que, si antes era apocado, ahora se volvería un tímido sin remedio. Todo esto indica, como decíamos, que el juez no sabía hacia dónde dirigir sus sospechas, haciéndolo de forma indiscriminada, sin rigor alguno en la acumulación de pruebas o la comprobación de las coartadas. No es de extrañar por tanto que diera síntomas de malestar. Así, el día 26 de enero un titular periodístico afirmaba: “Cuantas personas son detenidas por el crimen de la calle del Bruch recobran la libertad”. Bajo el mismo, el juez declaraba:
“Nada, absolutamente nada; no sabemos nada. Los autores siguen en el misterio, y lo que es peor, no se vislumbra la posibilidad de que las cosas cambien por ahora. Hemos hecho cuanto pudimos. Veremos si en adelante somos más afortunados” (El Heraldo de Madrid, 26.1.1926, p. 5).
Palos de ciego
Después de la liberación de los sospechosos iniciales, tras quedar vacíos los calabozos del Juzgado, la presencia de la noticia en los periódicos tanto locales como nacionales disminuyó considerablemente. No parecía haber nuevas indagatorias, caminos diferentes de afrontar la resolución del caso. Se ponía de nuevo en evidencia una acertada creencia, máxime en aquellos tiempos: si un crimen no se resolvía en los primeros días era muy difícil que se encontrase a los culpables. Por entonces otros crímenes, algunos especialmente terribles por interesar a niños, tomaron el relevo de la atención periodística y las breves noticias sobre la calle del Bruch quedaron relegadas, cuando existían, a las últimas páginas de los periódicos. Así se supo que el juez Caplin había recibido un importante anónimo que cambiaba la forma de ver el crimen. En efecto, se había creído hasta ese momento a pies juntillas en que había tenido lugar el viernes por la noche, sin hacer caso a la planchadora María Deu, que afirmaba haber oído ruidos el sábado por la mañana en el piso de Isabel. Por otro lado, no se dudaba de que el móvil del delito había sido el robo, llevado a cabo por alguna persona conocedora del domicilio de la víctima. Ese anónimo indicaba algo bien diferente. Los datos que incluía hacían evidente que lo había escrito una vecina del inmueble que no quería verse implicada personalmente en la denuncia. De todos modos, el juez terminaría sabiendo que su autora se llamaba Rosa Saladaga, a la que hizo finalmente testificar sobre los extremos recogidos en el escrito. Esta vecina afirmaba hechos que, de ser ciertos, podían resolver el caso. Había bajado de su domicilio por la escalera el domingo, entre las ocho y cuarto a y media. Fue en ese momento cuando vio entreabierta la puerta del piso donde vivía Isabel Alda y una figura de mujer que parecía querer salir cuando, al verla, volvió a cerrar la puerta tras de sí. Ella afirmaba primero que no pudo distinguir la cara de aquella mujer, pero luego admitió que la conocía. Su testimonio cambiaba por completo la perspectiva del juez. Parecía indudable que la muerte se había debido producir el viernes por la noche. Pero entonces ¿qué sentido tenía quedarse en el domicilio junto al cadáver hasta el domingo? Según los rumores que empezaron a circular por el Juzgado, tal vez el asesinato, que fue especialmente sangriento, había manchado las ropas de los asesinos, algo bien probable. En esas condiciones, habían esperado para cambiarse a que alguien les trajese ropa de repuesto a fin de salir a una hora en que la portera no estuviera y no fueran vistos. Según esta testigo, la mujer a la que había visto tenía un amante que debía quince mil pesetas a Isabel Alda. Ya se había recogido el rumor, sin confirmar, de que la víctima hacía préstamos con intereses usurarios a determinadas personas. Entonces el crimen podría no haber tenido como móvil el robo, sino la imposibilidad de devolver esa cantidad junto a sus intereses. La activa búsqueda de los asesinos estaría entonces motivada por el deseo de encontrar el recibo de aquel préstamo, para hacerlo desaparecer. Visto desde el día de hoy, resulta difícil de imaginar que tanto el juez como los reporteros dieran crédito a esta testigo hasta el extremo de considerar el caso prácticamente resuelto. En toda esta reconstrucción de lo sucedido tras el crimen hay una serie de acciones poco coherentes y contradictorias. Así, resulta improbable que los asesinos permaneciesen junto al cadáver sin apenas moverse (de lo contrario habría profusión de huellas ensangrentadas y no las había) durante día y medio mientras llamaban repetidamente a la puerta y pasaban papelitos por debajo de ella. Tampoco encaja el hecho de dejar todas las luces encendidas y desenroscar la bombilla del recibidor, algo que parece mostrar una huida precipitada. Es cierto que los asesinos tuvieron que ver manchadas sus ropas. De hecho, el empleo de la gabardina con la que envolver la cabeza del cadáver indica el deseo de contener el flujo de sangre. Ahora bien, ¿cómo iban a avisar a un tercero para que les trajese ropas limpias si doña Isabel no disponía de teléfono? Resulta absurdo salir a la calle para recoger ropa que llevar al escenario del crimen. Lo más lógico en este crimen es que los asesinos utilizaran ropa de su víctima o del marido fallecido (un gabán, un abrigo) para ocultar las manchas y salir cuanto antes del escenario. Siguiendo las indicaciones de la testigo, cuatro días después (el ocho de febrero) se localizó al amante de aquella mujer supuestamente vista saliendo del piso. Para decepción del juez, el sospechoso reconoció deber esa cantidad a Isabel Alda pero pudo justificar perfectamente dónde se hallaba ese fin de semana. En el diario no se dice en qué consistió su coartada, un dato interesante teniendo en cuenta la ligereza con que se aceptaban, ni si se interrogó a su amante, la mujer que supuestamente salía del piso. De manera que nuevamente todo quedaba en nada. El caso parecía destinado a no ser resuelto, máxime cuando se alcanzó el mes de marzo y ni una sola noticia aparecía ya en los periódicos. Fue entonces cuando surge una situación un tanto esperpéntica por parte del juez, pero comprensible dentro de aquella época. El 18 de marzo llegó la noticia de que la portera del inmueble, Justa Río, había sido interrogada de nuevo, a resultas de lo cual había ingresado en prisión incomunicada hasta nueva orden. ¿Qué graves cargos pesaban sobre ella? ¿Qué pruebas contundentes merecían una prisión tan rigurosa? La respuesta estaba en otra portera de la misma calle, pero del número cuatro: Salvadora Alloqui. Según su testimonio, llegado al juez dos meses después de lo sucedido, la declarante pasaba por la mañana frente al portal del número 79 cuando observó a la portera recogiendo unas llaves de un matrimonio que salía en ese momento de la casa. Interrogada la portera, en vez de justificar qué matrimonio era y por qué le entregaban unas llaves, negó rotundamente que tal entrega hubiera tenido lugar. La decisión del juez fue la de su ingreso en prisión, intentando forzar una confesión. Organizó, eso sí, un careo entre ambas sin que ninguna de las dos se moviera de su versión: una había visto la entrega de llaves y la otra negaba tajantemente que hubiera tenido lugar. Al cabo de 72 horas de tira y afloja entre ambas, el juez Caplin dictó el 23 de marzo auto de procesamiento y prisión sin fianza contra Justa Río. Los periódicos, escarmentados por tantos patinazos anteriores, mostraban un abierto escepticismo sobre la acusación, a la par que cierta esperanza de que esto resolviera el crimen. De todos modos, se preguntaban, dado que era la palabra de una contra la de la otra, qué motivos tenía el juez para creer a una de ellas más que a su oponente. ¿Podría ser un error de la denunciante, una venganza por alguna fricción pasada? ¿Es que al juez no le extrañaba que hubiera tardado dos meses en declarar? Al día siguiente del procesamiento se presentó en el Juzgado el abogado que había contratado el marido de la acusada. El señor Caplin no le permitió hablar con la detenida, por cuanto la consideraba incomunicada. Tal vez pensaba, como entonces era habitual, que unos días en el calabozo sin hablar con nadie “ablandarían” a la portera hasta provocar su confesión. Justa, sin embargo, seguía insistiendo en que todo era una patraña de aquella mujer por lo que, sin más motivos para proseguir la incomunicación, el juez permitió el día 27 que el abogado hablara con ella y planificara una defensa. Ésta habría de consistir, obviamente, en desacreditar de alguna forma a la testigo. Convocada a un nuevo careo se supo entonces que Salvadora Alloqui había sido despedida de la portería que regentaba porque los propietarios la habían considerado “perturbada”. Se dictó orden de búsqueda. Mientras se la encontraba, Justa Río permanecía en prisión. A principios de abril se localizó a Salvadora residiendo en el pueblo de Vilasar del Mar por lo que se envió una, dos y hasta tres citaciones a esa dirección sin encontrar respuesta alguna. La situación con la detenida era insostenible, por lo que el diez de abril el juez reformó el auto de procesamiento y permitió su libertad condicional bajo fianza de dos mil pesetas, que fueron pagadas. Justa Río estaba en libertad, pero con cargos. Mientras tanto, en este sainete con el que terminaría la investigación, Salvadora no recibía las citaciones o hacía caso omiso de ellas. El defensor presionaba para que fuera encontrada y no se extendiera más el procesamiento de su defendida. El 23 de abril, finalmente, la declarante fue detenida en Vilasar del Mar y conducida a Barcelona para su ingreso en prisión a la espera de ser examinada por médicos adecuados. Para entonces los periódicos ya hablaban de su cese como portera por actuaciones anormales y monomanías que había mostrado ante los vecinos. De hecho se supo también que estaba en búsqueda y captura por no responder anteriormente a una condena debida a una actuación violenta contra un hombre, sin que se conociera la causa. Es cierto que, por cuestiones políticas, esta antigua causa estaba afectada por una amnistía, pero de todos modos apelar a ella sirvió para mantenerla en el calabozo mientras los médicos dictaminaban sobre su estado mental. Este proceso, que fue lento, concluyó el doce de mayo con un informe desfavorable a la salud mental de la examinada.
“En el dictamen el doctor Bravo estudia extensamente y recopila con gran minuciosidad todas las observaciones hechas, y lo más interesante es la afirmación de que Salvadora es una anormal con tendencia a la alegría extemporánea” (La Correspondencia militar, 12.5.1926, p. 5).
La consideración psicológica de las personas incursas en un procedimiento judicial era relativamente reciente y sus diagnósticos bastante toscos, pero en todo caso el emitido sólo podía tener un final. Para concluir el caso sólo era necesario al parecer que sus herederos renunciaran a la herencia. Tanto la hermana de su marido fallecido como el cura párroco de la Concepción así lo hicieron, permitiendo que el 16 de mayo, dos meses después de haberlo abierto, se anulara el auto de procesamiento contra Justa Río. Como al tiempo, la denunciante Salvadora Alloqui se veía afectada por la amnistía decretada tiempo atrás, también salió en libertad, volviendo a Vilasar del Mar. El día veinte se entregaba el sumario concluido en la Audiencia provincial para que ésta, dos meses después y sin que hubiera nuevas pruebas aportadas, lo sobreseyera hasta el día de hoy. El crimen de Isabel Alda no fue resuelto, como algunos otros en aquel tiempo. La instrucción del sumario fue cuestionable, poco detallada y rigurosa. No es de extrañar que, en esas condiciones, no se atrapara a los asesinos. Desde el punto de vista actual hay innumerables deficiencias en la investigación pero éstas, aparte de las actuaciones concretas del juez Caplin, responden a las propias de una época determinada en la criminalística española. No se era riguroso en el examen del lugar del crimen, nadie mencionaba aún el procedimiento por entonces conocido pero no practicado del hallazgo de huellas dactilares. Las pruebas periciales, como la comparativa sanguínea entre la víctima y trapos ensangrentados encontrados en casa de la planchadora mostraban unas deficiencias notables, hasta el punto de invalidar la prueba. Pero además, aún se estaba en el tiempo en que, ante la ausencia de otras pruebas, la mejor era una confesión. Para ello, abandonados los métodos violentos del pasado reciente, más en una ciudad como Barcelona, lo único que quedaba era encontrar contradicciones en los testimonios del acusado y “ablandarlo” con una larga estancia en prisión. Si en estas condiciones la confesión no surgía, era difícil que el juez acusara a nadie. Por otra parte, las coartadas se admitían con marcada ligereza, sobre todo porque no había métodos científicos como los actuales para calcular la hora aproximada de la muerte. Al tiempo, se tenía el prejuicio social de que los crímenes eran cometidos por gente de baja extracción social y de moral cuestionable, por lo que los informes de compañeros y amigos que resultaran favorables al acusado parecían ser suficientes para exculparlo. Con todo esto, sin que nadie mostrara abiertas contradicciones ni confesara, con unos procedimientos de investigación insuficientes, no es extraño que un caso como el de la calle del Bruch llevara a la frustración de la justicia.
La resurrección de Grimaldos
Una carta inesperada
En el mes de febrero de 1926 comenzó uno de los casos más famosos de su tiempo en lo que se refiere a errores judiciales. Como se puede comprobar leyendo periódicos recientes, los nietos de los protagonistas aún andan enredados en recelos, resentimientos y cierta sensación de injusticia sobre el tratamiento dado a sus antepasados. La conocida película “El crimen de Cuenca”, rodada en 1979 por Pilar Miró bajo guión de Lola Salvador, fue secuestrada por el gobierno democrático de entonces debido a sus duras imágenes respecto a la acción de la guardia civil. Tras año y medio fue contemplada por los pueblos implicados en aquel caso, dando lugar a una reactivación de las informaciones, casi cien años después de que los primeros hechos relatados en la película tuvieran lugar. Pese a todo, vamos a reescribir la historia desde el punto de vista de la prensa madrileña, donde figuraban los diarios de más venta en España, junto a la Vanguardia barcelonesa. El caso del asesinato en 1910 de José María Grimaldos López, un pastor de 28 años natural del pequeño pueblo de Tresjuncos (Cuenca), volvió a salir a la luz, como decimos, en febrero de 1926. Por entonces, el cura párroco de esta localidad recibió una carta del también cura del pueblo conquense de Mira en la que le reclamaba la partida de bautismo de Grimaldos, dado que éste pensaba casarse. Ambos pueblos son, hoy en día, relativamente pequeños, contando Tresjuncos con poco más de cuatrocientos habitantes y habiendo el doble en Mira, aunque en la época de que hablamos este último contaba con 2560 vecinos, una cantidad respetable que ha disminuido con el tiempo. La distancia entre ellos es de unos 140 km, no existiendo por entonces un camino que los uniera. De hecho, actualmente aún se tarda más de dos horas en coche para ir de uno a otro dando vueltas por carreteras comarcales. En principio, el párroco de Tresjuncos no se tomó en serio la carta recibida, a pesar de ser de otro cura que, en principio, no era conocido por ser un bromista. Pero aquello no tenía sentido, dado que Grimaldos había sido muerto por dos compañeros de trabajo dieciséis años antes. Fruto de ello hubo un tenso juicio, se agudizó el enfrentamiento entre dos pueblos de la zona (el asesinado era de Tresjuncos y los asesinos del cercano Osa de la Vega), y aquellos dos, que terminaron por confesar su crimen, habían sido condenados a varios años de prisión que habían cumplido no hacía mucho. De modo que el cura no quiso airear demasiado el tema, limitándose a dejar pasar el tiempo sin hacer otra cosa que comentar aquel hecho extraño con algunos vecinos. Pero entonces las palabras iban de un lado a otro y llegaron hasta otros vecinos de Osa de la Vega, un pueblo a poco menos de ocho kilómetros. De repente aquel caso, que fue siempre un motivo de discusiones y resentimientos entre ambas localidades surgió de nuevo. Los vecinos de Osa que habían visto como una ofensa los insultos y gritos durante el juicio de los de Tresjuncos hacia sus vecinos acusados, presentaron ese rumor al juez municipal de Osa: Vicente Belinchón. Éste se limitó a llamar a Gregorio Valero y León Sánchez, los dos condenados por aquel crimen. Cuando los tuvo delante les preguntó: “¿Pueden tener algún fundamento estos rumores? ¿Es posible que viva el pastor Grimaldos?”. Ellos respondieron de forma escueta: “Es posible”. El juez Belinchón escribió entonces al de Mira pidiéndole que le concretase datos sobre la existencia de aquel pastor que supuestamente había sido asesinado dieciséis años antes. La respuesta sorprendida no se hizo esperar:
“Señor Juez municipal de Osa de la Vega. Muy señor mío: Recibo su grata, y consecuente a lo que en ella me interesa he de manifestarle que José María Grimaldos reside en esta población hace varios años, dedicándose a su oficio de pastor, viviendo maritalmente con una muchacha, sin estar casado. Como que con lo expuesto queda contestada la suya, si algún otro dato necesita del citado individuo, tendré mucho gusto en comunicárselo. Suyo affmo. Amigo y compañero, Juan Desamayor Martínez” (El Heraldo de Madrid, 17.3.1926, p. 2).
La carta estaba fechada el 19 de febrero. Comenzaba así un caso que habría de implicar al ministerio de Gracia y Justicia, que levantaría comentarios de todo tipo en las localidades pero también a nivel nacional, y que incluso desembocaría en el suicidio de un magistrado. El juez de Osa de la Vega se movió rápido. A la vista de esta contestación mandó parte a Belmonte, el pueblo del que dependía judicialmente, para que se encontrase a José María Grimaldos. Dos días después, el mismo juez de Mira le vuelve a escribir una segunda carta:
“Señor Juez municipal de Osa de la Vega. Muy señor mío: Ya contesté su carta sin fecha, y en este día ha salido conducido por la Guardia civil para el Juzgado de instrucción de Belmonte el individuo que usted me preguntaba, o sea José María Grimaldos López, que es natural de Tresjuncos, pues lo reclama dicho Juzgado. Y creyendo pasa algo con dicho individuo desearía de usted se tomase la molestia de participarme cuál ha sido el motivo de la detención de dicho individuo, pues la familia de la mujer con quien vive desea tener noticias, y yo, por mi parte, tengo también interés, debido a que durante el tiempo que lleva por aquí nada malo se ha dicho de él. En espera de su contestación se reitera de usted su affmo. s.s.q.b.s.m. Juan Casamayor Martínez” (Idem).
Se han transcrito estas dos cartas, no sólo porque fueron el origen de la revisión de este caso, sino porque el juez de Osa de la Vega, ante la inquietud que el suceso estaba provocando en el vecindario, las leyó a todo el pueblo reunido en la plaza frente al balcón consistorial. Dicen las crónicas que todos, unánimemente, “prorrumpieron en vítores y Valero y Sánchez recibieron abrazos a porfía de todos sus convecinos”.
El crimen del palomar
Debemos retroceder a la noche del 25 de agosto de 1910, dieciséis años antes de lo narrado en el capítulo anterior. En la finca de la Veguilla, propiedad de un ex alcalde de Osa de la Vega, Francisco Antonio Ruiz, trabajaban varios hombres, entre ellos nuestros tres protagonistas: el pastor José Mª Grimaldos, León Sánchez, guarda del monte y Gregorio Valero, mayoral. Según la declaración posterior de una hermana del primero, los dos últimos solían abusar de su hermano, encargándole las tareas más ingratas y burlándose de sus pocas luces. Ese día Grimaldos, al que llamaban “Cepa”, estaba decidido a marchar del pueblo en busca de nuevos horizontes, para lo cual había vendido algunas ovejas que tenía en propiedad y, bien asentado el dinero en su faja, se disponía a marchar.
“En el camino se encontró a dos mujeres, que le preguntaron: ‘¿Adónde vas, Cepa?’. José María contestó: ‘A Tresjuncos, a casa de mis padres’. Y las mujeres, muy contentas, decidieron: ‘Allá vamos también nosotras, iremos juntos’. Aceptó de buen grado José María. Pero al llegar al Palomar de la Virgen, el hombre dijo: ‘Voy a entrar un momento para despedirme de Valero’. Y entró en la finca. Las dos mujeres acortaron el paso. Esperaban a José María; pero como éste no acabara de salir, prosiguieron hacia Tresjuncos. Durante los cuatro kilómetros que separan a este pueblo de la finca volvieron muchas veces la cabeza, por si veían llegar a Grimaldos. Inútil. En el Palomar desaparece definitivamente el pastor” (El Heraldo de Madrid, 11.3.1926, p. 4).
En efecto, Grimaldos no llegó nunca a casa de sus padres, no apareció por el pueblo, no se supo más de él. Al cabo de unos días su familia se alarmó y fueron preguntando hasta que aquellas mujeres les dijeron lo que había sucedido la última vez que lo vieron. De manera que el padre acudió al palomar, donde vivía Valero habitualmente, y éste contestó: “Marchó ya. Me dijo que iba a tomar los baños de Celadilla”. Empiezan los rumores. Se dice en Tresjuncos que aquellos dos vecinos de Osa de la Vega lo han matado para apoderarse del dinero de la venta. En este último pueblo las sospechas vienen a incrementar los viejos rencores que separan a estas localidades desde hacía largo tiempo. ¿Quiénes son los de ese pueblo para acusar a los del nuestro? Hay discusiones, los niños de Tresjuncos y de Osa se apedrean cuando se ven algunas tardes, las madres de unos se indignan con las de los otros, los hombres se acusan de ofensas reales o imaginarias. Cuando han pasado tres meses desde la desaparición del pastor, su familia acude al juez de Belmonte para que, con su autoridad, averigüe qué ha pasado con su pariente. Éste manda requisitorias, interroga a Valero y Sánchez, pregunta en los baños de Celadilla sin que nadie pueda asegurar nada con certeza, no encuentra pista alguna que confirme ninguna de las sospechas, de manera que se siente obligado a cerrar el caso en la creencia de que la desaparición ha sido voluntaria, como tantas otras que se registran entonces y ahora. Grimaldos había decidido cambiar de vida. Tras verse con algún dinero se había ido o no a los baños (allí no estaban seguros de haberlo visto) y luego marchó buscando otro futuro. Caso cerrado. El caso se detiene, no los recelos ni las sospechas, que siguen envenenando unas relaciones entre ambos pueblos que toman la desaparición de Grimaldos como un motivo más de discordia. Pero si el juez ha decidido que no hay nada, nada se puede hacer. Pasan tres años cuando llega a Belmonte un nuevo juez llamado Emilio Isasa Echenique. Es un hombre de buena familia. Aunque su abuelo fue escribiente, su padre Santos de Isasa consiguió hacer la carrera de Leyes y ascender en su posición hasta el extremo de ser ministro de Fomento en un gobierno Cánovas, además de presidente del Tribunal Supremo desde 1895 a 1901. Cuando llega a su nuevo destino de Belmonte, un escalón más en su ascenso a las mejores cotas del aparato legislativo, el caso que preocupa en la región es el asesinato de un ex alcalde de Carrascosa de Haro. El crimen, que se temía quedara impune, termina resolviéndose al detenerse al asesino en Tomelloso, pero antes de eso el juez Isasa quería dar señales de eficacia. En ningún caso deseaba que un asesinato irresuelto manchara su historial. Por entonces, la familia del pastor vuelve a la carga. Marcha a Belmonte y propone nuevamente la conveniencia de una investigación. Todo el mundo sabe en el pueblo que Valero y Sánchez son los asesinos de Grimaldos. El juez escucha sus argumentos. Tal vez hablase con su buen amigo Rivero, el cacique de la zona, que le recomendaría mano dura con esos campesinos. El caso es que Isasa se pone en contacto con la guardia civil y les da un encargo preciso: “Es necesario trabajar mucho para esclarecer debidamente ambos hechos” (el asesinato de aquel alcalde y el de Grimaldos).
“Belmonte es un pueblo vetusto. En la cárcel existe una celda cuya antigüedad, ignoro con qué fundamento, se hace remontar por algunos a los tiempos inquisitoriales. El pueblo, con ese instinto sorprendente que le caracteriza, llama a esa celda ‘el Lorito’. ¿Por qué? Sin duda porque allí, hasta los hombres más avezados al crimen cantan… En ‘el Lorito’ diz que estuvieron también Valero y Sánchez” (Idem).
La confesión
Si uno lee simplemente los diarios de la época no puede encontrar apenas datos sobre lo que sucedió en los calabozos de Belmonte. Desde que se supo del desarrollo del caso en 1926, con un muerto que resucitaba y dos compañeros de trabajo que habían confesado su crimen años antes, la sensación que se permiten expresar los periódicos es la extrañeza y la incomprensión hacia lo allí sucedido. Vayamos a lo confesado por ambos hombres. Inicialmente se mostraron tan inocentes de la desaparición de Grimaldos como lo habían hecho años atrás, con ocasión de la primera investigación. Pero en algún momento, uno empieza a acusar al otro y el segundo al primero. ¿Por qué lo hicieron cuando ambos eran inocentes del crimen? Las explicaciones que dieron al aparecer el pastor con vida tantos años después seguían siendo de todo punto indescifrables. Por desconfianza, por recelo hacia el otro, ambos eran condenados, deducía un periodista. En otras palabras, según declaraban al ser entrevistados: Creía cada uno que el otro le estaba culpando y por eso admitía la culpa en el otro, no así en sí mismo. ¿Una doble culpabilidad por desconfianza mutua? De hecho, en un careo organizado por el juez instructor, León Sánchez se tiró hacia Gregorio Valero y lo hubiera matado de no separarlos. Entonces, siendo ambos inocentes, afirmando como decían después la culpabilidad del otro y no la suya propia ¿por qué construyeron al unísono todo un desarrollo del crimen? En efecto, según la declaración que fue entresacando el juez, Gregorio Valero, habitante habitual del Palomar de la Virgen de la Vega, estaba sentado junto al hogar cuando llegó Grimaldos. Éste, desconfiado tal vez, se sentó junto al umbral de la puerta en el interior, quizá a la espera de León Sánchez, para despedirse de él después de vender sus ovejas e ir camino del balneario de Celadilla. Cuando entró, León iba con un garrote en las manos que descargó de forma contundente sobre la espalda del pastor, momento aprovechado por Gregorio para abalanzarse también sobre él, cuchillo en mano, y terminar con su vida. A continuación esperaron a la noche limpiando todo rastro de sangre. Fue entonces cuando envolvieron el cadáver y lo llevaron al cementerio.
“Yo salté la tapia –continúa diciendo Valero- y desde arriba eché mi faja. Él, desde fuera, empujaba el cuerpo del muerto. Cuando éste hubo llegado a la parte alta de la tapia, saltó León. Bajamos el cadáver entre los dos y procedimos a enterrarle” (El Imparcial, 9.3.1926, p. 3).
En ese punto el juez Isasa requirió la presencia del médico forense Juan Jáuregui, que mucho después relataría pormenorizadamente lo sucedido. Fue un día en que llovía abundantemente cuando marcharon al cementerio el juez y su equipo, el sargento del puesto Juan Taboada y el guardia Telesforo Ortega, junto al médico y los dos acusados. El que llevaba la voz cantante era Valero que, cuando estuvieron en el camposanto, no dudó en señalar un punto de entierro: “Fue aquí”. De manera que los encargados de aquel lugar empezaron a cavar hasta llegar a unos huesos. Al observar el poco cuidado con que empleaban las palas, el mismo Jáuregui bajó al hoyo y fue descubriendo los restos de un cadáver. Allí mismo los examinó y, a pesar de los muchos inconvenientes sufridos con aquella lluvia y la falta del equipo adecuado, pudo concluir que correspondían a una mujer de unos treinta años y que llevaba enterrada de dieciocho a veinte años. Valero se declaró confundido y señaló otros puntos del cementerio, donde se procedió a excavar hasta que el juez llegó a la conclusión de que estaba siendo objeto de un engaño. Entonces Valero confesó que habían inventado esa historia para “despistar a la justicia por si con ello atenuaba su responsabilidad”.
“Fue entonces cuando León y yo –dice- pensamos que la mejor manera de ocultar el delito era hacer desaparecer al muerto. Lo escondimos en un cañaveral y allí lo tuvimos tres días. Al cabo yo propuse la solución: echarlo a los cerdos. Lo descuartizamos, faena en la que estábamos prácticos, por haber sacrificado muchos cerdos, y lo llevamos a la zahúrda. Solo un cerdo quiso comer de aquella carne, y para eso únicamente un pie. Como por allí pasaba bastante gente, era comprometido dejar más días los restos del cadáver. Entonces decidimos quemarlo” (Idem).
A partir de ese momento, sigue relatando que robaron leña de una finca y organizaron una hoguera donde echaron, para disimular, carne de cerdo. Eso terminó con las partes blandas del cadáver dejando los huesos, pero muy quebradizos. A continuación, seguía afirmando, machacaron esos huesos mediante una piedra hasta pulverizarlos y echarlos al río próximo. Naturalmente, eso justificaba que no hubiera restos del cuerpo. Pese a las observaciones hechas por el médico forense, en el sentido de que una simple hoguera no permitiría pulverizar los huesos de esa manera, el juez Isasa consideró que era una confesión completa y coherente que explicaba todo lo sucedido. A ello se unían las manifestaciones de la propia mujer de Valero, también presa en el calabozo de Belmonte, al admitir que su marido le había confesado entonces el crimen realizado por él y León. La aparición, dieciséis años más tarde, del asesinado, desbarataba todo lo confesado en aquel entonces. Preguntados, insistían en la afirmación de que culparon al otro al pensar que él estaba acusando a su vez. Pero eso no podía justificar que ambos se hubieran puesto de acuerdo para hacer una confesión conjunta posteriormente. Todos los periódicos nacionales manifestaban su completa extrañeza ante los hechos, apuntándose hacia algo más:
“Aquí se plantea el conflicto. Estas declaraciones pueden haberse engendrado de dos maneras distintas. Una de ellas consiste en la inculpación mutua de los acusados, que intentaban librarse así de las molestias materiales de la prisión preventiva, y que al final es una confesión, para librarse ya de la tortura moral de los interrogatorios, careos, etc. Y la segunda consiste en que esa declaración haya sido arrancada, acaso con violencia, por el instructor del proceso” (Gaceta Jurídica de Guerra y Marina, 1.3.1926, p. 7).
Se hablaba repetidamente de la incultura de los entonces detenidos, de una mentalidad cerrada, desconfiada. Pero los periodistas que les entrevistaban empezaban a darse cuenta de que no era así. En ese sentido, las crónicas de un joven Ramón J. Sender como redactor para el diario “El Sol”, además de mostrar un alto contenido literario, presentaban a unos hombres normales, apegados a su tierra, de pocas palabras al modo castellano pero nada tontos, particularmente León Sánchez. Aquel era el tiempo en que el dictador Primo de Rivera llevaba tres años en el poder, pero aún no había llegado el momento de ocultar los efectos de ese poder. Aún podía ser considerado el salvador de una situación política difícil, el vencedor en una dura batalla en Marruecos, la mano derecha del monarca. Mientras su Unión Patriótica iba ganando posiciones en toda España, él defendía la claridad y la justicia. Quizá fuera por ello o, como también se ha insinuado, para arrinconar a unos jueces cuyo estamento se oponía a algunas de sus decisiones, que favoreció la transparencia en la investigación posterior. Sólo así se explica el informe dado por el Tribunal Supremo meses después, donde se añadían dos palabras demoledoras:
“Resultan… fundamentos bastantes para estimar que la confesión de los reos Valero y Sánchez, base esencial de su condena, fue arrancada en el sumario mediante violencias inusitadas, por lo cual procede ordenar…” (La Voz, 21.3.1926, p. 4).
Que esta resolución del alto tribunal admita oficialmente el empleo de “violencias inusitadas” es particularmente significativo. Esta constatación era indudablemente efecto de la investigación llevada a cabo con la mayor rigurosidad por parte de un miembro del mismo tribunal desplazado a Belmonte tras la aparición de Grimaldos y el revuelo que se alzó en la prensa respecto a tan clamoroso error judicial. Aún se recordaba el caso de los reos de Masarete, ocurrido pocos años antes de este supuesto crimen de Tresjuncos, en que un médico forense había llegado finalmente a la conclusión de la muerte por suicidio de un hombre cuando sus supuestos asesinos habían sido condenados a la pena capital. De manera que todo quedaba suficientemente explicado, no sólo las confesiones de ambos sino también la de la mujer de Valero, presa también en aquellos días, junto al padre del mismo, de salud delicada y al que soltaron por no estar seguros de que resistiese un “interrogatorio” del tipo de los que hacían el sargento Taboada y el guardia Ortega. Como se supo por una indiscreción periodística, el primero había llegado a afirmar que: “Si éste no ha sido el muerto, algún otro habría”. Con el tiempo, León comentaría que Telesforo Ortega le había clavado estaquillas debajo de las uñas, así como le había atado los testículos con un bramante haciéndolo caminar a tirones por la habitación. Del mismo modo, Taboada no se quedaría atrás con Valero, arrancándole el bigote pelo a pelo, así como dándoles a comer bacalao sin desalar para luego negarles el agua. El alto tribunal era consciente, como en los pueblos se sabía sobradamente, de que los interrogatorios, particularmente en el mundo rural, estaban plagados de bofetadas y violencias físicas. De todos modos, lo sucedido en Belmonte pasaría ese rango para justificar las inesperadas palabras oficiales (“violencias inusitadas”) admitiendo que la presión sobre los presos había sobrepasado cualquier límite admisible en la época.
Juicio y condena
El juicio por estos hechos se celebró en Belmonte bajo una presión popular considerable. Enrique Álvarez Neira era entonces letrado en la localidad y se vio casi en la obligación de defender a León Sánchez porque el abogado titular se echó atrás en el último momento y él se ofreció a cumplir esa entonces ingrata tarea. Pidió un aplazamiento para poder estudiar el sumario pero el juez, proclive a ello, tuvo que denegárselo debido a que a las puertas de la Audiencia había una multitud reclamando la celebración del juicio.
“Recuerda el Sr. Álvarez Neira que el público se aglomeró en las inmediaciones de la Audiencia y pidió a voces un castigo ejemplar para los procesados. ¡Al patíbulo, al patíbulo! decían… La Magistratura procedió entonces influenciada por la creencia, que era general en los pueblos de la comarca, de que Valero y Sánchez eran los asesinos del pastor Grimaldos, a pesar de que en el sumario no había sino indicios que no llegaban, ni remotamente, a constituir una abrumadora prueba” (El Heraldo de Madrid, 20.3.1926, p. 4).
El día anterior a la celebración del juicio visitó a su defendido en los calabozos, declarando éste su completa inocencia de los hechos, lo mismo que sucedía con Gregorio Valero. Sin embargo, durante el juicio tuvo un efecto decisivo la confesión de ambos, la búsqueda del cadáver hasta manifestar el engaño con el que habían querido sortear su responsabilidad ante la justicia. El mismo abogado defensor leyó algunos párrafos sobre una obra legislativa en torno al error jurídico, previendo que esto es lo que podía suceder con el caso que allí se trataba. El fiscal Sánchez Vera, a la vista de su alegato y la falta de pruebas contundentes, modificó sus conclusiones calificando el hecho juzgado como homicidio con agravantes. De esa manera, eludía la condena a muerte para transformarla en una pena de prisión.
“La modificación de conclusiones hecha por el fiscal produjo en el público un pésimo efecto y hubo nuevas voces y protestas. Si la Audiencia hubiera absuelto a León y a Valero –ha agregado-, el gentío hubiera asaltado la Audiencia. Bajo esta presión fue fallada la causa” (Idem).
La situación debió ser muy tensa y lamentable. León Sánchez no cesó de llorar durante todo el juicio y también cuando se anunció la condena a dieciocho años de cárcel para cada uno, al tiempo que hacía protestas de inocencia. La decisión de culpabilidad fue de un jurado popular, otro hecho que fue criticado a posteriori por ser una institución discutida por los conservadores frente a los liberales, más proclives a su empleo. Indudablemente, la presión de los que pedían el patíbulo para los acusados debió intimidar, sino convencer, a los miembros de este jurado. Manuel Rodríguez Vera, secretario del juzgado de Belmonte que, a las órdenes del señor Isasa, instruyó el sumario, fue a declarar posteriormente con la reticencia de saberse culpado en parte por el error cometido. En todo caso,
“Aludió a un estado de pasión en el pueblo, que creyó que el sobreseimiento acordado por el primer juez era debido a presiones políticas, y que hizo de tal asunto una cuestión electoral. El Secretario del Juzgado de Belmonte debió de ir determinando en su declaración cómo se instruyeron, a partir de aquellos momentos de recelo, de odios, las sucesivas diligencias, hasta ofrecer a las gentes los nombres de los supuestos culpables” (La Voz, 23.3.1926, p. 8).
Quizá ni los mismos habitantes de estos pueblos podían saber ya cuál era el origen de esos odios y rencillas entre ellos. Muchas veces, la rivalidad política entre dos candidaturas contrarias con apoyos en pueblos diferentes coadyuva a la aparición de enfrentamientos populares, bien vistos por esos mismos políticos que pretenden el poder. Tal vez sea un proceso dialéctico por el cual odios antiguos fomentan apoyos diferentes entre candidaturas distintas, que a su vez alimentan los enfrentamientos. El caso es que en varios periódicos, cuando se estaba en plena revisión de los hechos juzgados, se proclamaba que este error jurídico no era cuestión de derechas e izquierdas. La disputa entre liberales y conservadores, con unas emergentes fuerzas de izquierda de fondo, podía teñir la disputa entre los pueblos de Tresjuncos y Osa de la Vega, apenas separados entre sí por ocho kilómetros, con negocios probablemente conjuntos en algún caso, con vecinos que se conocían sobradamente e incluso podían tener familiares en ambos lugares. Alguno de los culpados por aquellos hechos, sobre todo en su fase sumarial, decía con resentimiento que ahora les culpaban los mismos que tantos años atrás habían reclamado con insistencia y una presión insoportable sobre el tribunal la condena a muerte de los acusados. Por eso, entre las ambiciones de un juez joven que deseaba labrarse una reputación de cara a logros más elevados con los que emular a su padre, la actuación de unos guardias civiles inmisericordes que no dudaban en emplear la tortura más cruel para obtener los resultados deseados, unos caciques que deseaban mano dura con el pueblo, unos vecinos de Tresjuncos que querían poner en su sitio a los odiados habitantes de Osa de la Vega, la conclusión es la que daba un experto jurídico por entonces: “Fue un crimen de todos”. León Sánchez fue recluido en el penal de Cartagena mientras Gregorio Valero lo era en el de San Miguel de los Reyes (Valencia). Ingresaron el 21 de noviembre de 1918, ocho años después del supuesto crimen. Afectados por una amnistía que supuso la reducción de su condena en una cuarta parte, fueron puestos en libertad, gracias a su buen comportamiento, antes de ello, el 18 de febrero de 1924. Habían pasado cinco años y medio en prisión. La confesión de ambos, inicialmente, sólo encontraba explicación en la desconfianza mutua:
“Separados los dos hombres y llevados a los respectivos penales, después de haber sostenido en el juicio que habían cometido el crimen por seguir creyendo que uno y el otro eran el autor del asesinato, observaron en el presidio una vida de apartamiento y de mutismo absoluto. ‘Yo soy inocente –se decían- pero el otro no lo es’. Y de esta forma, creyéndose ellos mismos que el crimen existía realmente, dejaron pasar estos años que han estado en presidio. Los condenó el mutuo recelo, la desconfianza que uno y otro se tenían, y ambos fueron víctimas del analfabetismo y de la anormalidad del pastor Grimaldos” (El Heraldo de Madrid, 8.3.1926, p. 4).
Sin embargo, la extrañeza de los diarios más liberales (como el Imparcial) fue dando paso a otras sospechas sobre lo sucedido. Es cierto que ambos se agredieron durante un careo, pero la situación en que se encontraban debía ser desesperada y, puestos por el juez ante la evidencia de que cada uno acusaba al otro, tuvieron el impulso de agredir a su compañero por las torturas que estaban padeciendo. Aquel día de febrero en que fueron liberados, Gregorio Valero viajó hasta Socuéllamos, donde debía coger un autobús de línea que lo llevaría hasta Belmonte. Para ello, acudió a casa del contratista de la línea para obtener el billete. Al llegar estaba la puerta cerrada, por lo que dio varios golpes con la aldaba. Finalmente le abrió la puerta el propio León Sánchez, que estaba haciendo la misma gestión que él. Cuando terminaron de comprar el billete fueron hasta una taberna cercana a beber un vaso de vino.
“Bebimos en silencio, mirándonos a la cara. Yo estaba ya convencido de que Valero era tan inocente como yo. Ta vez debiéramos haber hablado; pero nos repugnaba tanto el pasado que no quisimos resucitar la cuestión. Todo se ha pasado ya –le dije-. Aquí, antes de llegar al pueblo, quiero decirte que no te odio, que si estás necesitado y yo tengo un duro será para ti. Nos ha juntado la desgracia. Pero cuando vayamos llegando al pueblo, tú por un lado y yo por otro. Como si no nos conociéramos” (El Heraldo de Madrid, 12.3.1926, p. 2).
Efectivamente, juntos llegaron a Belmonte. Desde allí, León partió hacia Villaescusa de Haro, donde su mujer explotaba un horno de pan, mientras Gregorio marchaba a Osa de la Vega. Gregorio intentó retomar su antiguo empleo en la finca de La Veguilla, pero no fue aceptado por sus antecedentes. Tal como le pasaba a León, estuvo marcado como asesino por los vecinos entre los que vivía. La mujer de este último incluso le decía en la intimidad, según manifestó a Ramón Sender:
“Dímelo, León. Yo comprendo que un hombre mate a otro. Pero ¿qué resentimientos pudo haber entre vosotros? Aunque para mí siempre has de tener razón, porque te conozco y no eres un malvado, no estaré tranquila hasta saber qué motivos tuviste para aquello. Y Valero, al lado de su madre… oyó también palabras parecidas: Hijo, voy para la ‘fuesa’ y no querría acabar de marcharme sin saber si has matado o no. Y el hijo protestaba indignado, vencido por la falta de pruebas, abrumado por la acusación patente de la ley y por el estigma del presidio” (El Sol, 8.3.1926, p. 8).
Fue en esa situación, vistos por todos como asesinos, malviviendo uno en el horno de pan, otro haciendo trabajos de jornalero temporal, cuando supieron que Grimaldos seguía vivo y con él la oportunidad de reivindicar su inocencia.
¿Qué supo Grimaldos?
Mientras sucedían todos estos hechos, la detención, los interrogatorios, el juicio y la condena subsiguiente ¿qué hacía José María Grimaldos? El juez Isasa Echenique fue a declarar finalmente el 23 de marzo ante el Tribunal Supremo. Siendo ya muy contestada y criticada su instrucción se defendió aduciendo, en primer lugar, que encontró un ambiente enrarecido y que la conciencia pública los acusaba. En todo caso, él no consideraba haber omitido ninguna diligencia al hacer la instrucción. Sobre el punto clave del asunto, manifestó que encarceló a los dos acusados después de que hubiese tenido lugar la confesión, “creo que de forma espontánea” añadió, haciendo constar las múltiples contradicciones en que incurrían los procesados. Sin embargo, uno de los que declararon ante la comisión del Supremo que fue enviada a Belmonte fue Toribio Heras, por entonces juez de El Pedernoso. Manifestó que había recibido en 1910 una orden del entonces juez de Belmonte para que hiciera la diligencia de comprobar si José María Grimaldos había estado, como manifestaba Valero, en los baños de Celadilla a partir del día en que se le perdía el rastro. Ahora, Toribio aclaraba que se había trasladado hasta dichos baños y hablado con Petra Algaba, dueña del establecimiento, y Bienvenido García, encargado del mismo. Ambos le comunicaron que un pastor llamado José María del que ignoraban su apellido había estado, efectivamente, en los baños desde el día de la desaparición de Grimaldos, el 21 hasta que se fue el 23 de agosto. Dijo entonces que marchaba a pedir trabajo a una finca de José María Perona. Informó de estas respuestas al juez de Belmonte que llamó a declarar allí a los dos, sin que se supiera más de una actuación que, como sabemos, se terminó poco después sin acusación alguna. Sin embargo, tres años después el juez Isasa, que manifestaba haber hecho todas las diligencias debidas, no repitió ésta. De hecho, la anciana madre de León se había dirigido por su cuenta a los baños de Celadilla para obtener las mismas respuestas que el otro juez varios años antes. Personada en Belmonte pidió ver a Isasa para comunicarle el resultado de su gestión, pero no se le permitió. Tampoco dejaron que hiciera una declaración porque, tal como se le dijo: “Se habían terminado las declaraciones”. Desde que se localizó nuevamente a Grimaldos viviendo en Mira, surgió un fuerte rumor en estos pueblos de que el pastor, e incluso su familia, habían conocido hacía años lo sucedido. Se le interrogó al volver a Tresjuncos sobre el particular, pero él se limitó a negar tajantemente cualquier conocimiento del juicio y la condena de sus antiguos compañeros, no sin incurrir en contradicciones flagrantes.
“Grimaldos correteó buen tiempo en busca de trabajo por los pueblos cercanos a Osa de la Vega. En esa peregrinación frecuentó ventas, posadas, tierras de labor, ferias, sitios en fin donde se reunía mucha gente trashumante y charlatana. El ‘suceso’ produjo gran sensación en todas partes y singularmente en los pueblecillos más relacionados con Osa de la Vega. Se sacaron coplas alusivas, se habló del crimen y de la detención de los autores con la prodigalidad con que en esos pueblos se habla de un acontecimiento no frecuente… Y Grimaldos nunca supo nada, nunca oyó a nadie hablar de su muerte, nunca vio al ‘explicador’ que paseaba por aquellos contornos las escenas del asesinato pintadas en un gran cartelón” (El Imparcial, 9.3.1926, p. 3).
Después de la sospecha de considerar improbable que no lo supiera, es cuando el reportero anota una de las más serias contradicciones del personaje:
“Es más: el pastor Grimaldos ha dicho que tres o cuatro veces estuvo para ir a su pueblo. Una de ellas suspendió el viaje porque se enteró de que había fallecido su madre [en 1918]. Se enteró porque se lo dijeron. Y eso se lo dijo alguien que lo conocía. A pesar de todo, Grimaldos seguía muerto para todos, incluso para ese alguien que le conocía y le dijo que había muerto su madre” (Idem).
Quién era ese alguien parece bastante fácil de adivinar teniendo en cuenta testimonios posteriores. Su hermana María, habitando en Tresjuncos, tuvo que reconocer que en 1920, cuando los procesados en el juicio llevaban solo dos años de condena, recibió una carta que decía: “Mira. Quiero que saques una partida de nacimiento. Tengo dos hijos ¿y tú cuántos tienes?”. Quizá fue una sorpresa o tal vez no. Fue al cura con la carta (el que tan poca prisa se dio para aclarar la que le enviaba su compañero el párroco de Mira) y éste le dijo que no le diera importancia porque era un anónimo y “a los anónimos no hay que hacerles caso”. Todo ello porque la carta no venía firmada, a fin de cuentas Grimaldos no sabía escribir y alguien (tal vez la mujer con quien vivía) se la había escrito. Teniendo en cuenta que en ese año el pastor, que vivía sin casarse con Cristina Ferrer, tenía dos hijos (un niño que moriría más tarde y María, recién nacida por entonces) a los que habría de añadirse Alejandra en 1924, los datos concuerdan para afirmar que Grimaldos estaba pensando en casarse con su pareja y tenía los hijos que decía tener. A pesar de la evidencia, a su vuelta al mundo de los vivos el pastor afirmaba una y otra vez que él no había escrito tal carta. Pero es que, con ocasión de enterarse de la muerte de su madre en 1918, visitó a su hermana Paz en el pueblo de Hontanaya. Estuvo con ella, tal vez dando explicaciones sobre su vida y enterándose de todo lo que había pasado, no sólo con su madre, que había fallecido con 76 años de debilidad senil, sino también en el caso de su supuesto asesinato. Esta visita la negaron de nuevo no sólo en 1926 sino cuando se produjo. Tal fue el empeño en negar lo evidente que Paz, alarmada por si alguien le había visto visitarla, manifestó a unas vecinas que su hermano se le había aparecido como un fantasma. La nota cómica de toda esta sarta de mentiras la dio uno de los hijos de Paz, sobrino del pastor, que le había visto comer unas habas con buen apetito en la mesa de su madre. Al parecer comentó a las mismas vecinas, de forma inocente: “¿Pero también comen las ánimas?”. Parece pues evidente, que la familia no debía saber todas estas circunstancias cuando llevaron su denuncia al nuevo juez de Belmonte. Sin embargo, sí supieron que José María vivía hacia 1918, cuando hubiesen tenido tiempo, si lo diesen a conocer o después el cura párroco hubiera puesto el empeño necesario, de evitar casi todos los años de cárcel a León Sánchez y Gregorio Valero. ¿Por qué no lo hicieron? Pensarían, al igual que Grimaldos, que alguna responsabilidad les cabría en todo el desaguisado, en el juicio y la condena de los presuntos culpables. Había sido la familia quien había denunciado la desaparición, fue Grimaldos el que desapareció y de resultas de todo ello hubo unas consecuencias penales sobre los dos encausados. Si manifestaban a destiempo la verdad del asunto podía ser, a su juicio, que el que terminara en la cárcel fuera él y alguno de su familia. Así que era mejor callar y luego negarlo todo, aunque se incurriese en contradicciones. Resulta llamativo en este error judicial tan clamoroso que sus protagonistas acepten siempre lo inevitable de que exista un poder superior capaz de juzgar injustamente, de torturar para obtener una confesión forzada. En cambio, León y Gregorio piensan que todo lo que están sufriendo se debe a lo que dice el otro, que acusa sin justificación. Del mismo modo, Grimaldos no se indigna ante un proceso equivocado, ante unos órganos judiciales tan injustos, sino que piensa que al final las consecuencias serán para él y su familia. Así que opta por callar y dejar que las cosas se olviden. Quizá confiado en ello y que será solo un asunto entre curas, solicita al de Mira que inicie los trámites necesarios para regularizar su vida marital con su pareja, sin pensar que todo finalmente saldrá a la luz.
La vuelta de Grimaldos
Desde el primer día de marzo el Tribunal Supremo, a instancias del ministro de Gracia y Justicia Galo Ponte y Escartín, constituyó una comisión que revisase el proceso efectuado en 1913 y dirimiese las responsabilidades a que hubiere lugar. Para comprobar el caso sobre el terreno envió a Belmonte a uno de sus magistrados más jóvenes, Manuel Moreno, junto al magistrado inspector Domingo Cortón. Cuando llegaron a su destino pudieron comprobar con satisfacción que el entonces juez municipal de la localidad, Teófilo Escribano, llevaba muy adelantadas las gestiones para la identificación de Grimaldos. El tema no terminaba de estar claro porque se sabía que el pastor tenía un hermano muy parecido físicamente y por ello los rumores crecían en el sentido de que seguía siendo cierto su asesinato, pero el hermano había suplantado su personalidad por motivos tan incomprensibles como el “barrunto” que, según decía el interesado, le había dado para abandonarlo todo en 1910. En los dos pueblos más interesados (Tresjuncos, donde permanecía el supuesto José María, y Osa de la Vega, donde estaba Gregorio Valero), así como en Villaescusa de Haro, donde se encontraba León Sánchez, corrían los rumores de un lado a otro: era su hermano y, si no era así, el aparecido era uno de un lazareto que se le parecía. Nadie terminaba por aceptar lo contrario de lo que habían creído durante largos años. En vista de lo difícil que resultaba que la vecindad tomara conciencia de lo sucedido, un joven de veinticinco años por entonces, redactor de “El Sol”, llamado Ramón Sender, cogió en su coche a José María Grimaldos y lo paseó por los dos pueblos implicados. Los descendientes de los acusados de aquel supuesto crimen han defendido que el pastor les pidió perdón de rodillas. Es posible que fuera así, pero no en su primer encuentro, delante de la prensa. La calidad literaria de la narración de Sender es tal que resulta inexcusable transcribir en este libro parte de la crónica efectuada el ocho de marzo, cuando lleva a Grimaldos hasta el pueblo donde reside León Sánchez, al objeto de que se encuentren por primera vez.
“Hasta Villaescusa hay, quizá, 40 kilómetros, que recorremos en una hora. La casa de León está en las afueras. Una puerta minúscula, alineada con otras muchas, en un largo y uniforme muro gris. - ¿Y León? –preguntamos después de los saludos de ritual. - Ha salido con el macho, pero debe estar ahí cerca. ¡Antonio! Un chiquillo va a avisarle. Parece que tarda y optamos por recorrer el pueblo, llevando a Grimaldos entre nosotros dos –don Pedro Martínez corresponsal de ‘El Sol’ en Tarancón y yo-. El grupo de curiosos que se había formado a nuestra llegada quedó sorprendido cuando Grimaldos se encaró con los más próximos y dijo espontáneamente: - Aquí tenéis al muerto, al que León asesinó y echó a los cerdos. ¿Os convencéis de su inocencia? Después nos dirigimos hacia la plaza. La mecha había quedado prendida, y circulaba la sorprendente nueva por los corrillos de los portales. Cuando llegamos al Casino ya tenían allí conocimiento de nuestra llegada, y los curiosos se aglomeraban en torno del reaparecido con expresión de estupor, de curiosidad, de sana satisfacción. Se comentaba por las calles, en grupos animados, el suceso. Había exclamaciones de regocijo y de sorpresa. Alguna mujer lloraba, mascullando su conmiseración por la familia de León Sánchez, por las desventuras de éste. Más de una anciana se nos acercó y habló con Grimaldos, cogiéndole de las solapas de la chaqueta, palpando sus manos para poner la fe a buen recaudo del tacto, la vista y el oído, que no se le escapara la certeza ante posibles dudas llegadas, quizá, nuevamente de Cuenca. - ¿En qué pensabas, José María? ¡Dios mío, qué calvario les han hecho pasar! Otros le llamaban por uno de los dos apodos que el reaparecido tiene: - ¡Infeliz ‘Cepa’! Caros han ‘costao’ tus baños de Celadilla. - ¿Qué idea te fue a dar? ¡En mala hora lo pensaste! Mientras tomábamos café en el Casino y las gentes saciaban su curiosidad hablando a sus anchas con Grimaldos, completando nosotros las referencias imprecisas del infeliz, que aturdido no acertaba a contestar a todos, el vecindario se aglomeraba en la plaza, junto a la puerta del Casino. La esposa de León, que estaba trabajando en su horno de pan, llegó a nosotros, atropellándose en sus labios las palabras de gratitud. - Falta hacía que alguno trajera aquí a este hombre. Aún no lo creían. De Cuenca vino la noticia de que no era José María Grimaldos, sino un hermano suyo, y cuando se supo que no los tenía dijeron que era uno de la Inclusa que se parecía al muerto. Falta hacía, señores periodistas. Dios se lo pagará. La alegría del instante, que definitivamente consagraba la inocencia de León, le hacía bromear, feliz, hablando a voces: - Miradlo qué sano y qué satisfecho –decía dirigiéndose a Grimaldos-. ¿Tú eres el muerto? ¿Has ‘resucitao’? ¡Pobrecito, que me lo descuartizaron y lo echaron a los cerdos! Mi marido no tiene corazón ¿verdad? Es una hiena. ¿Y Valero? ¿Has visto a Valero? Contestaba José María afirmativamente. La esposa de León, ya entrada en años, nerviosa y vivaz, añadió poniéndole una mano en el hombro y sacudiéndole vivamente sin dejar su tonillo de satisfacción: - Dios te dé tanta felicidad como amarguras nos has ‘dao’ tú a nosotros. Salimos, sustrayéndonos a duras penas de la multitud. Repitiéronse las muestras de asombro. Una moza le dijo al reaparecido: - ¿Has visto la cruz que pusieron en el lugar donde te mataron? Grimaldos iba confundido y turbado. La esposa de León lo mostraba a todo el mundo anhelando la rehabilitación, tan deseada, de su marido. Recordaba la gente el sufrimiento de León y Grimaldos repetía sin cesar: - Yo también he sufrido mucho; yo también. Y no por mí, sino por vosotros. Nadie, en aquel momento de júbilo, se percataba de aquellas palabras… Nosotros recogimos esa extraña afirmación: - ¿Qué has sufrido por ellos en estos quince años? Contestó afirmativamente y volvimos a preguntar: - ¿Conocías, entonces, su suerte? Detúvose de pronto y dijo: - ¡Que no ande un paso más si yo sabía nada! Poco después estábamos con León. Cuando lo vimos, Grimaldos comenzó a balbucear: - Yo no quería verlo, yo no puedo ponerme frente a él. - ¿Cómo estuviste, entonces, ayer con Valero tan sereno? - A Valero no lo conocía tan ‘sisquiera’. León no habló de pesares ni de sufrimientos. Al decirle nosotros que se va a revisar la causa para rehabilitarlos, dijo: - Después de haber venido aquí Grimaldos y de verlo el pueblo, ya ¿para qué? José María, taciturno, apenas osaba alzar la vista ante León. Se daba el caso de que éste lo tenía que consolar con palabras cariñosas llenas de ejemplar hidalguía. Una viejecita intervino: - Mírale a la cara, ‘Cepa’, que va bien ‘señalao’. Y en la cara de León Sánchez, llena de bondad y de fortaleza viril, se acentuaba más el tinte pálido y enfermo sobre los recios músculos. Se veía mejor la gran cicatriz que le parte una ceja, el labio superior depilado a trechos por un capricho inexplicable y las rayas blancas de viejas cicatrices en la cabeza. Sin embargo, una ancha sonrisa de bondad iluminaba su rostro, lleno de vivacidad e inteligencia, mientras pasaba un brazo sobre los hombros del reaparecido y el vecindario prorrumpía en vítores” (El Sol, 9.3.1926, p. 8).
En esta espléndida narración se puede apreciar, con breves pinceladas, el ambiente que recibió a Grimaldos, el asombro y la sorpresa, el creciente reproche que se torna amargo en boca de la mujer de León y resignado en él mismo, cuando comprueba la veracidad de lo que se cuenta. Con una breve frase (“ya ¿para qué?”) se resume toda la amargura de una tortura inmerecida que le ha dejado profundas secuelas bien visibles (como señala en detalle Sender), así como una condena concluida. Aquello pertenece al pasado, viene a decir, todo lo que tenía que perder ya está perdido. Una vez que el vecindario sabe que dije la verdad, que no asesiné a nadie ¿para qué la rehabilitación judicial? A mí ya no me pueden devolver los árboles que no planté, los surcos que no sembré, todos esos años junto a mi familia, la fama que arrastré de asesino. A su lado, la figura de José María Grimaldos es la de un pobre hombre (¿idiota? ¿filósofo? se pregunta en otro párrafo el periodista) superado por los acontecimientos, incapaz de ver todas las consecuencias de aquella escapada, de su inhibición, poblando de mentiras el presente para hacerse perdonar, al tiempo que siente toda la culpa que puede padecer ante el hombre al que quebró la vida primero por ignorancia, luego, al saberlo, por temor y cobardía.
“El ‘Cepa’, que es el protagonista, llena a todos de asombro con su aparición; pero ‘el Cepa’ aún después de todas las garantías de la identificación judicial de su persona es un hombre de mentalidad tan escasa, es un hombre de aspecto tan marcadamente de idiota, de tan tardo desarrollo mental, que deja en el ánimo la sensación de un cretinismo en ciernes” (La Correspondencia militar, 13.3.1926, p. 6).
Este juicio subyace en numerosos comentarios sobre lo sucedido, quizá no de forma tan cruda. Nadie se explica su comportamiento escapando y, sobre todo, sabiendo de lo sucedido para esconderse en Mira con su pareja y sus hijos. Aquellos pobladores de la Mancha no tenían una gran educación ni medios de vida, pero sabían distinguir quién afrontaba como un hombre su desgracia (León Sánchez) y quien se escondía cobardemente de las consecuencias de sus actos (José María Grimaldos). Pues bien, al poco tiempo, la identificación se confirmó legalmente. El juez de Belmonte Teófilo Escribano consultó las fichas antropométricas del pastor cuando de joven había prestado el servicio militar. Además, comprobó en el Registro que Grimaldos había tenido, en efecto, dos hermanos. Uno de ellos, Andrés, murió en 1882 con apenas dos meses pero el otro, Urbano, el que se parecía a él, había fallecido con 34 años el 18 de mayo de 1918 (unos meses antes que su madre Juana López) de una úlcera de estómago. Todos los testimonios coincidían en identificarlo, de manera que el trámite se resolvió con relativa celeridad. A partir de ese momento la Comisión, tanto en Madrid como coordinadamente en Belmonte, fue llamando a declarar a todos los implicados en aquel sumario malhadado realizado trece años antes. El objetivo era claro y constituía el mandato ministerial por el que se realizaba la investigación:
“Comprobar la existencia de José María Grimaldos, a quien se supuso muerto violentamente en causa seguida por el Juzgado de Belmonte, como asimismo la anormalidad o anormalidades que se adviertan en el proceso expresado, la conducta, con relación al mismo, de cuantos funcionarios y agentes intervinieron en él y los motivos por los cuales los reos Gregorio Valero y León Sánchez, que fueron condenados como responsables de la muerte de José María Grimaldos, confesaron tanto en el sumario como en el juicio oral haber ejecutado aquélla” (El Sol, 17.3.1926, p. 1).
Resolución del caso
Desde muy pronto, cuando solo había pasado una semana tras la noticia de la aparición de Grimaldos, las fuerzas vivas de los dos pueblos implicados se movilizaron. Era necesario restaurar los lazos rotos durante tantos años en torno a este caso. El error judicial resultaba tan evidente que ni siquiera los comentarios sobre las presiones políticas de unos o de otros podían empañar el hecho de que se había cometido una injusticia flagrante respecto de los acusados. Por ello, se nombró a una comisión integrada por hombres influyentes tanto de Tresjuncos como de Osa de la Vega para demandar del ministerio cuatro puntos fundamentales: En primer lugar, que se hicieran todas las gestiones pertinentes para la vindicación del honor de Gregorio Valero y León Sánchez; segundo, que se nombrara un juez especial que investigase el caso; tercero, que se diera garantías por parte del ministro de que un error así no podría repetirse; y cuarto, que se dotase con cargo al Estado de una indemnización para ambos condenados en base al daño infligido. El ministro Galo Ponte se movió con rapidez. El caso adquiría unos ecos de escándalo judicial muy dañinos para la imagen que Primo de Rivera quería transmitir. Por el contrario, habiéndose llevado a cabo el error en otros tiempos, el general quería dar un testimonio de limpieza y eficacia que, de paso, pusiera al estamento judicial “en su sitio”. Conforme a ello, el mismo día que se hacía pública la tabla reivindicativa que la comisión de ambos pueblos trasladaría a la Corte, marchaba para Belmonte el magistrado Manuel Moreno del Tribunal Supremo. Hubo cierta controversia respecto al primer punto: la rehabilitación a todos los efectos de los condenados por aquel supuesto crimen. La Ley de Enjuiciamiento en vigor entonces decía en su artículo 954 que se habría de revisar el caso judicial sobre un crimen cuando se demostrase que la víctima seguía con vida y “cuando esté sufriendo condena” algún individuo como responsable de aquella muerte. Por los rumores que, al respecto, corrían por Madrid, el día 11 de marzo el ministro salió al paso con unas declaraciones propias, en el sentido de que era cierto que la formulación de la ley era ésa y que en el caso de Grimaldos los condenados no estaban cumpliendo condena, sino que ya la habían cumplido. De todos modos, tal como exigía enérgicamente el día anterior, Juan de la Cierva, decano de los abogados madrileños, no se podía interpretar la ley tan al pie de la letra, sino de una forma flexible y amplia que englobara este caso. Afirmó:
“Ignoro si lo estimarán así el fiscal del Tribunal Supremo y la Sala Segunda, a la cual compete la revisión; pero si fuera preciso propondré al Gobierno la modificación de los preceptos vigentes para que no pueda negarse la revisión” (El Heraldo de Madrid, 11.3.1926, p. 4).
Allanado el camino en ese sentido, con un completo consenso sobre la necesidad de revisar el caso, el Tribunal Supremo comenzó a trabajar intensamente para aclarar lo sucedido en todas sus responsabilidades. Al día siguiente de que el ministro hiciera esas declaraciones llegó la comisión popular a Madrid, incluyendo en su viaje a un sorprendido León Sánchez, al que maravillaba su visita a la capital. Era la primera vez que veía un tranvía, que asistía a esa profusión de tráfico, comercios y bullicio de una urbe como aquella. La que aún no sabía que iba a ser su ciudad durante cierto tiempo, le sorprendía aumentando su prudencia a la hora de afrontar aquellas novedades. Un día después de su llegada fueron recibidos por el ministro de Gracia y Justicia, al que entregaron la tabla de reivindicaciones. A esas alturas, la mitad de lo solicitado ya estaba atendido.
“Los comisionados oyeron de labios del ministro la afirmación de que su acto era completamente estéril, puesto que el Gobierno se había adelantado a sus deseos y la acción de investigación y depuración de los hechos estaba iniciada” (La Correspondencia militar, 13.3.1926, p. 6).
Además hizo referencia a un compromiso de importancia respecto al tercer punto: “Añadió que el expediente tiene por objeto, no sólo comprobar la existencia del individuo que se supuso asesinado, sino depurar la conducta de cuantos intervinieron en el proceso, con cuyo proceder el Gobierno, no sólo ha evidenciado su propósito revisionista, sino el de sancionar las responsabilidades que pudieran derivarse del expediente” (Idem).
La única discrepancia residía en la indemnización, ya que el ministro defendía la necesidad de esperar a la decisión de los tribunales al respecto, para ver si el Estado era responsable subsidiario del error cometido o no. El día 23 de marzo declaraba en Madrid, como ya comentamos, el juez instructor, Emilio Isasa Echenique. La situación debía caer como una bomba en las aspiraciones de emular a su padre alcanzando quizás un puesto en el Tribunal Supremo. Aquel sumario llevado a cabo dieciséis años antes no sólo hundía su carrera legislativa, sino que podría incluso cubrirle de oprobio en su profesión y llevarle a cumplir alguna condena o pagar una indemnización a los entonces procesados. Tal vez fuera por ello que, tras una declaración en la que defendía el rigor de su actuación y su ignorancia de cómo habían sido obtenidas las confesiones, se dirigió al presidente del Supremo y solicitó una entrevista con el ministro, de la que no queda constancia que fuera concedida (y es muy posible que no fuera así). Cuando pocos días después el juez municipal de El Pedernoso revelara al magistrado inspector en Belmonte las gestiones efectuadas anteriormente para hacer constar la presencia de Grimaldos en los baños de Celadilla, así como la actitud del señor Isasa en el nuevo sumario de no considerar esta posibilidad, su defensa se vino abajo. Se comprobaba que no había actuado con el rigor requerido e incluso había eludido ciertas comprobaciones que podrían haber derribado el caso construido contra los dos acusados. El día 26 de marzo se anunciaba que los abogados defensores de Gregorio Valero y León Sánchez iban a presentar una querella contra el juez Isasa Echenique. Cinco días después vino el mazazo definitivo: tras recibir los resultados de la investigación efectuada por el Supremo, el ministro formulaba una real orden por la que se instaba al fiscal general a interponer la revisión contra la sentencia. Entre otros extremos (revisión de la causa, nulidad del certificado de defunción, etc.) se dictaminaba una instrucción muy precisa contra los autores de aquellas “violencias inusitadas” que mencionaba en el preámbulo:
“Que en su día se ejerciten por el ministerio fiscal las acciones procedentes contra quienes resulten responsables de las violencias que produjeron las falsas confesiones sumariales de los reos nombrados” (La Voz, 31.3.1926, p. 4).
Pero también el instructor del sumario, el señor Isasa, se llevaba su parte, mencionada de un modo más general:
“Que por el ministerio fiscal se ejerciten también las acciones procedentes para imponer las correcciones disciplinarias a que haya lugar por las infracciones y descuidos en la sustanciación de la causa que el magistrado instructor del expediente ordenado por Real orden de 6 de marzo corriente señala en su informe y cualquier otra falta análoga que se advierta en dicha causa” (Idem).
El juez Isasa había conseguido hablar con el presidente del Supremo pero no con el ministro, que se había mostrado claro y expeditivo con respecto a sus posibles responsabilidades. Conforme a estas relaciones, el más alto tribunal de la nación, en resolución emitida cuatro meses después, aplazó la decisión respecto a su actuación, dejando a un proceso posterior planteado por los defensores, la resolución de la responsabilidad del juez. No así en el caso de los guardias civiles implicados en las torturas:
“Considerando: Que instándose por el fiscal la deducción de los testimonios necesarios para ejercitar las acciones que estime justas contra quienes resulten responsables de los malos tratos de que se dice fueron objeto León Sánchez y Gregorio Valero, es procedente acordar lo prometido, sin que lo sea admitir la querella de antejuicio contra el que, en la ocasión de autos, desempeñaba el Juzgado de Belmonte, Sr. Isasa, toda vez que en el proceso que promueva el ministerio público podrán intervenir con perfecto derecho las representaciones legales de los reos” (Gaceta Jurídica de Guerra y Marina, julio.1926, p. 122,123).
Las posibles indemnizaciones dependían de este proceso a llevar a cabo, por cuanto la ley marcaba que el Estado era subsidiario “en el caso en que el juez que dictare el fallo injusto haya incurrido en responsabilidad y no pueda hacerse efectiva”. Señalaba el Supremo que, en este caso, había dudas sobre la responsabilidad final del fallo, por cuanto éste había sido emitido por un jurado popular. De todos modos, no solo la carrera judicial del magistrado Isasa estaba acabada, sino que se exponía a un largo proceso en el que, finalmente, podría ser condenado a pagar una alta indemnización a los acusados. El 22 de julio aparecía una escueta noticia fechada el día anterior en Sevilla:
“Ha fallecido el magistrado de esta Audiencia D. Emilio Isasa Echenique, juez que fue de Belmonte cuando se instruyó el sumario por la supuesta muerte del pastor Grimaldos, asunto que tanto ha apasionado a la opinión. El Sr. Isasa sufría una gran depresión moral, y la muerte la ha motivado una angina de pecho” (El Imparcial, 22.7.1926, p. 4). Evidentemente, la “angina de pecho” era un conmiserativo eufemismo que salvaguardaba la imagen pública de un ilustre magistrado hasta ese momento, muerto por su propia mano. El caso quedaba entonces circunscrito a los guardias civiles del puesto de Belmonte, al secretario judicial en la instrucción de aquel sumario y a otros implicados, como los médicos forenses. Encontramos la noticia en 1928 de que se han dictado varios autos de procesamiento pero otros, cerrados previamente, contra dichos médicos, se reabren para practicar nuevas diligencias. Con esto la resolución final se fue prolongando más allá de lo que la situación y la paciencia de los antiguos condenados permitían. A falta de una indemnización estatal, se habilitó para ellos unos puestos de guardas en el Retiro madrileño, donde permanecieron algunos años cumpliendo su misión. Con el paso de los años y la vejez, León Sánchez se retiró a vivir a Villaescusa de Haro, donde tenía la casa familiar y donde moriría a los 83 años. Por su parte, Gregorio Valero murió en Madrid, donde ya se había asentado, siendo enterrado en el cementerio de la Almudena. José María Grimaldos, el muerto resucitado, se trasladó algo lejos de su pueblo natal, a una localidad valenciana donde pasaría sus últimos años vendiendo lotería y donde sería enterrado finalmente.
“Cien años después del suceso, los municipios todavía tienen muy presente la rivalidad que les enfrentó durante largos años. En Osa de la Vega, los nietos de Gregorio y León relatan que tras la desaparición del Cepa, los vecinos de Tresjuncos iban al pueblo vecino para atemorizar a sus habitantes con varas. Por el contrario, los descendientes de José María Grimaldos explican que los tresjunqueños bordeaban Osa de la Vega para evitar cruzar el municipio de camino a Belmonte. Años más tarde, en la década de los setenta, la película de Pilar Miró ayudó a las familias de Gregorio y León a proclamar al mundo lo que sentían, a cerrar heridas y abrir otras. En la actualidad, Daniel Sánchez Arenas y Francisco Guijarro Valero expresan todavía su rabia contenida, pero aseguran que la profunda herida que se abrió entre los pueblos ya ha cicatrizado” (El Día, 21.8.2010, p. 22).
Del mismo modo que Valero y Sánchez se agredieron en los careos, culpándose el uno al otro de las torturas recibidas; al igual que ambos debieron sentir un profundo resentimiento hacia Grimaldos por desaparecer y ante la sospecha de su inhibición, se puede tener la tentación de que las víctimas se vuelvan una contra la otra vertiendo entre ellos odios antiguos y rencores profundos. Pero los culpables de aquella situación siempre fueron otros: estaban en el cuartel de la guardia civil de Belmonte y regían la instrucción de aquel sumario que nunca debió llevar a procesamiento alguno.