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Los crímenes de
La Guindalera
y Archidona
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Carlos Maza Gómez
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
© Carlos Maza Gómez, 2012
Todos los derechos reservados
 
 
 
Índice
 

Introducción
5
………………………………………..
El caso de La Guindalera
7
………………………...
Testigo de la ejecución
8
………………………….....
Sucedió en La Guindalera
13
………………………….
El crimen
18
…………………………………………...
Atenuantes de Camarasa
24
…………………………...
Nadie tuvo la culpa
30
………………………………...
Intervención del fiscal
35
……………………………...
Los días anteriores
43
…………………………………
La ejecución
49
………………………………………..
El caso de Archidona
57
……………………………..
La explosión
57
………………………………………..
Cajas explosivas
62
……………………………………
Ricardo Peris, sospechoso 67
………………………….
Vidas que se cruzan
75
………………………………..
El paquete de Málaga
82
………………………………
El paquete de Sevilla
89
……………………………….
Ricardo Peris explica
94
………………………………
Las dudas del defensor
103
…………………………….
Recurso de casación
113
………………………………..
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Introducción
 
En diciembre de 1886 tuvieron lugar dos crímenes en lugares
alejados del territorio español. Uno sucedió en La Guindalera, un barrio
que empezaba a constituirse como tal en el extrarradio madrileño,
recogiendo la inmigración aragonesa que llegaba a la capital. El otro
ocurrió en Archidona, un importante pueblo de Málaga.
Mientras el primero es un crimen sórdido cuyos protagonistas se
movían casi en la marginalidad y la pobreza, el acusado del segundo fue
un registrador de la propiedad y su víctima un conocido médico de la
localidad andaluza.
Sin embargo, expresados de forma diferente, cometidos de maneras
bien distintas: a puñaladas y con ensañamiento el primero, con pulcritud y
una acción a distancia el otro, ambos crímenes tuvieron algo en común. En
la base de los dos estaba el amor, la posesión, el despecho y el
resentimiento. En suma, se trató en ambos casos de crímenes pasionales.
Resultan de interés ambas historias, que fueron muy comentadas al
unísono en los periódicos nacionales. Su final es muy diferente y permitirá
documentar en cierto detalle cómo se llevaba a cabo en aquel final de
siglo un ajusticiamiento a garrote. Algo que, desde comienzos del siglo XX,
se eludirá en las crónicas periodísticas.
Por otro lado, el desarrollo judicial de ambos casos, la acumulación
de agravantes, las tácticas de la defensa para explicar la actuación de los
acusados, las argucias legales que buscaban anular testimonios
inculpatorios, la presión popular y mediática en torno a los juicios
efectuados, se explican a lo largo de la narración.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
El crimen de la Guindalera
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Testigo de la ejecución
 
Muchos años después, cuando Pío Baroja era un hombre maduro con
una obra consagrada, recordaría aquella mañana del 11 de abril de 1888.
Se encontraba en un momento emocionante; ingresaba en la Real
Academia de la Lengua y echaba la vista atrás a toda una vida dedicada a
la literatura.
Nacido en 1872, llegado poco tiempo antes de Pamplona, para
residir con su familia en Madrid y estudiar en el conocido instituto de San
Isidro, aquel muchacho de quince años marchó con varios compañeros
hasta los desmontes que se elevaban en torno a la Cárcel Modelo, en la
zona de Moncloa.
El hombre maduro, el escritor conocido, el nuevo académico, autor
de tantas obras sobre los barrios bajos, los aventureros y pícaros con que
llenó numerosas páginas, recordaba en ese momento cuando presenció
allí, sobre una elevación irregular del terreno, junto a varios miles de
personas más, la ejecución de Vicente Camarasa, Pedro Cantalejo y
Francisca Pozuelo, los autores del crimen de la Guindalera.
Aunque era habitual solicitar el indulto en los casos de pena capital,
apenas nadie se interesó en ese sentido. Fue un asesinato propio de la
clase baja madrileña: sórdido, ruin, alevoso, con un ensañamiento que hoy,
cuando se conocen los detalles, sigue causando el mismo rechazo y
repugnancia de entonces. Fue, sin embargo, un crimen cometido por
amor, pero ello no fue suficiente para que nadie se movilizara intentando
evitar la muerte de los inculpados.
La pena capital empezaba a aplicarse de manera algo vergonzante,
sobre todo desde que los liberales habían hecho una bandera de su
abolición. Sin embargo, no era el partido conservador de Cánovas quien
gobernaba España, sino precisamente el liberal de Sagasta, quien había
relevado al primero tres años antes de la ejecución y a quien volvería a
dar paso dos años después.
La única petición de indulto provino de los mismos trabajadores de
la Cárcel Modelo, los que se veían obligados a organizar la muerte de los
tres reos, los que asumieron aquellos días todas las labores que
habitualmente hacían los internos, encerrados en sus celdas sin
posibilidad de salida más que para comer, sin recibir visitas de familiares
ni paquetes. Un espeso y terrible silencio se había apoderado de la cárcel
inaugurada no hacía mucho tiempo.
Ningún preso protestó, nadie levantó su voz, la muerte estaba presente
para todos en aquellos días en que tres personas purgaban su culpa en la
capilla, uno indignado por su situación, otro derrumbado por la inminencia
de su ajusticiamiento, y el tercero pensando en sus tres hijos que
quedaban huérfanos. Aún serían visitados por el verdugo, Francisco Ruiz,
alojado en la habitación junto a la misma capilla donde pasaban sus
últimas horas. Éste, en un terrible momento que no se le ahorraba al
ejecutor según la tradición, iría uno por uno pidiendo perdón: “No soy yo
quien te mata. Es la justicia” diría sin recibir otra respuesta que una muda
aquiescencia.
Sagasta se reunió brevemente con su ministro de Justicia para
valorar la posibilidad del indulto. No era impensable, dado que el gobierno
era liberal. En ello confiaban los presos, los trabajadores de la Cárcel
Modelo. No hubo lugar. El juicio no había contemplado ni un solo
atenuante a la terrible acción cometida. En cambio, el fiscal había
acumulado, uno tras otro, todos los agravantes posibles. Ni la Iglesia
había intercedido por ellos, ningún gremio de comerciantes, funcionarios,
artesanos, había movido sus recursos financieros y públicos para solicitar
el indulto. La clase baja, de la que procedían todos los implicados,
aceptaba el terrible hecho que presidía sus vidas, no pocas rozando el
delito, todas envueltas en la miseria: El que la hace, la paga.
En el siglo XX habrá algunas ejecuciones, todas ellas por garrote vil,
como en el caso de los tres reos que aquí trataremos. Sin embargo, las
ejecuciones se hurtarían al público de forma unánime en los diarios. Tan
sólo la referencia a la fecha y hora en que se llevó a cabo, alguna mención
a la serenidad del ajusticiado o, más frecuentemente, al penoso
espectáculo ofrecido en el patio de la prisión. La consideración de
espectáculo ejemplarizante, que tuvo hasta el siglo XIX, había terminado.
Pero en 1888 no era así. Ciertamente, la pena capital ya no se
aplicaba en el Campo de los Guardias, una explanada que permitía a todo
el público asistir y contemplar la ejecución. Para ello bastaba un cadalso
que se elevaba sobre el suelo apenas dos metros. Cuando se quiso
trasladar a la Cárcel Modelo las autoridades se dieron cuenta de que los
altos muros de la prisión, de cuatro metros de altura, dificultaba la visión
por parte de los espectadores.
Por ello, se mandó construir otro cadalso que tuviera la elevación
suficiente para que sobrepasara la altura de los muros y pudiera ser visto
por la población. La aplicación de la pena capital seguía siendo un
espectáculo para la gente que, durante días, desfiló por aquellos
desmontes para atisbar lo que sucedía en el interior. Es cierto que se
impuso una solemnidad al acto, de manera que se prohibió que algunos
vendedores pasearan su mercancía entre los espectadores, como había
sido habitual hasta entonces.
De modo que, a finales del siglo XIX, los periódicos trajeron una
descripción detallada de las últimas horas de los presos y de su
ajusticiamiento. Podemos escuchar sus palabras de rabia, de angustia, de
desesperación. Podemos imaginar cómo llevaron a rastras a Francisca
hasta el cadalso, el abrazo que dio a Vicente minutos antes mientras
lloraba y le pedía perdón. Sin embargo, poco sabremos de sus
antecedentes, de la vida que habían llevado en aquel arrabal madrileño de
La Guindalera.
Conocer al criminal no era algo importante para los diarios como lo sería
veinte años después. La atención se centraba en el hecho en sí, en el
espectáculo del juicio, el colofón de su muerte, descrita con todo detalle.
Una pena capital garantizaba lectores, sensación, ventas. No se pretendía
ahondar en el hecho, plantear ningún tipo de justicia social, comprensión
de ese mundo turbio y miserable que se desarrollaba a poca distancia del
centro de la Corte madrileña, el lugar de los negocios, donde crecía un
mundo financiero cada vez de mayor importancia, un mundo político que
gestionaba y dirigía los destinos del país. También un mundo ilustrado que
iba al teatro, que asistía a conciertos, que paseaba por el Prado y
empezaba a hacerlo por la Castellana, donde empezaban a proliferar casas
y palacios de aquella aristocracia cercana a la reina regente Mª Cristina.
A poca distancia, pero casi incomunicado por transportes públicos, se
encontraba La Guindalera, el escenario del crimen cometido sobre el
desgraciado Felipe Iglesias, el marido de Francisca.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Sucedió en La Guindalera
 
El suceso que aquí narramos tuvo lugar en un barrio que sólo en
aquellos años se llamaba como tal, recibiendo el nombre de La
Guindalera. Parece que, a mediados del siglo XIX, esta zona del este de
Madrid era básicamente un terreno formado por huertas y cruzado
diametralmente por el arroyo Abroñigal, que seguía el curso de lo que hoy
es la M-30.
Dice la tradición oral que había una huerta conocida por su
plantación de guindos, producto que se vendía para su conservación en
aguardiente. La tierra se conocía incluso con el nombre de “Huerto de
Don Guindo”. Nada de esto parece documentado, pero es una hipótesis
factible para explicar el nombre que recibiera el futuro barrio. En todo
caso, estas tierras eran propiedad de los condes de Sevilla y de
Villapadierna, sobre todo.
La situación cambió hacia 1864, cuando estos propietarios
empezaron a vender sus huertas al objeto de que se edificase, aunque el
ensanche este y futuro barrio de Salamanca, cercano, no abarcaba la
tierra vendida de esta forma. Aún así, empezó a construirse de un modo
algo desordenado al principio, sin respetar calles ni rasantes en las alturas
de las casas.
En el tiempo en que se sitúa la muerte de Felipe Iglesias, la víctima
del crimen de la Guindalera, el barrio ya empezaba a cobrar una entidad
sustentada en una masiva inmigración aragonesa. Se da el caso de que
por esta zona discurría la carretera de Aragón, de manera que al reclamo
del trabajo existente en la Corte, las primeras olas de inmigrantes
empezaron a asentarse en terrenos como estos, de escasa demanda. Era el
momento en que avispados constructores levantaran casas de poco coste
donde alojar a estos recién llegados en régimen de alquiler.
Las autoridades madrileñas no quisieron responsabilizarse en
principio de los servicios que hacían falta para transformar esta zona en
habitable. Por ello, la pobreza se arrastró mucho tiempo, lo mismo que la
ausencia de agua potable, a pesar de que por allí discurría uno de los
canalillos de Lozoya que surtía a Madrid. Calles polvorientas en verano,
desmontes infestados de ratas, basuras que se acumulaban, riadas
sufridas durante el invierno, hicieron que esta zona presentase en los
últimos años del siglo XIX una mortalidad anual de 24 por mil habitantes,
particularmente en el caso infantil. El propio Pío Baroja, que describió
estos ambientes, decía en “La Busca”:
 
"El madrileño que alguna vez, por casualidad, se encuentra en
los barrios pobres próximos al Manzanares, hállase sorprendido
ante el espectáculo de miseria y sordidez, de tristeza e incultura
que ofrecen las afueras de Madrid con sus rondas miserables,
llenas de polvo en verano y de lodo en invierno. La Corte es
ciudad de contrastes; presenta luz fuerte al lado de sombra
oscura; vida refinada, casi europea, en el centro; vida africana,
de aduar, en los suburbios".
 
Todo ello se fue subsanando lentamente en esos años y en los
primeros del siglo XX, cuando la Guindalera siguió acogiendo inmigrantes
que consiguieron vivir en un entorno más civilizado. Mi propia abuela,
natural de un pueblo cercano a Calatayud, fue una de las que llegaron en
aquel tiempo para instalarse en la Guindalera. La inmigración aragonesa
fue tan mayoritaria que la primera iglesia que se levantó, en 1883, fue
construida por suscripción popular bajo la advocación de la Virgen del
Pilar.
En esas condiciones de trabajo duro, donde cualquier accidente
laboral o una desgracia conducían de la pobreza a la miseria, vivía un
matrimonio. Francisca Pozuelo estaba casada con Felipe Iglesias, según
ella manifestó, desde 1881. Teniendo en cuenta su edad en el momento del
crimen, 29 años, quiere decir que se casó con 24. Al año siguiente
tuvieron el primer hijo y, dos más tarde, el segundo.
Según descripción de los reporteros, Francisca era “baja de
estatura, nada simpática, no se muestra muy apesadumbrada y responde
con serenidad”. Nadie adivinaría en aquel tiempo lo que encerraba dentro
de sí.
Pues bien, las economías no eran muy saneadas en el matrimonio,
máxime cuando habían llegado dos chiquillos que debían mantenerse con
el pobre sueldo de Felipe, revisor de alcantarillas. De ahí que acordasen
una de las soluciones más habituales en estos casos: realquilar una de sus
habitaciones a otro de esos emigrantes. Éste se llamaba Pedro Cantalejo,
de 36 años. Había sido soldado durante seis, pero en el momento del
crimen tenía distintos oficios puntuales donde cumplía con sus
obligaciones sin rechistar. Era “de estatura regular, figura repulsiva”,
aunque los calificativos no hay que tomárselos completamente en serio,
por cuanto en el periodismo de aquel tiempo estaban teñidos de juicios
morales. A fin de cuentas, cuando se presenta con su pantalón y chaqueta
de paño ante la Audiencia, está acusado de un crimen horrendo.
En las clases bajas a las que pertenecían los implicados las pasiones
existen como para cualquier ser humano: hay amor y odio, deseos de
venganza y generosidad. Todo ello se puede contemplar en cualquiera de
los sucesos que se describen entonces: las reyertas de dos borrachos por
un agravio, la venganza consumada al cabo de un tiempo, el afán de
propiedad junto al deseo de apoderarse de lo ajeno, la locura por un deseo
insatisfecho, la trampa, el engaño, el timo y todo lo que signifique
aprovecharse de alguien más débil para, a fin de cuentas, sobrevivir y
medrar.
En las clases medias existen los mismos sentimientos, pero
probablemente se sea más consciente de las consecuencias penales y se
deseen eludir. De ahí que el asesinato, la estafa, el robo, se disimulen más,
se busquen ocultamientos y engaños más refinados. Entre la clase baja, en
cambio, se asume que la vida es dura y que, para salir adelante, no basta
en muchos casos el trabajo, normalmente en condiciones lamentables.
Siempre está presente la tentación del atajo, del robo ante aquello que se
desea, el apoderarse de lo ajeno sin importar las consecuencias o, más
bien, admitiéndolas sin más.
Se sabe que hay una policía, un castigo cuando se delinque, incluso
una pena de muerte cuando se comete un crimen. Se admiten estas
consecuencias como inevitables. Es una parte de la sociedad, la más
enriquecida, la que se defiende llevándote a la cárcel o el garrote, pero tú
deseas apoderarte de algo, vengar una afrenta, ganar en el envite, y no
pararás ante nada para conseguirlo.
Entre Pedro Cantalejo y Francisca nace una pasión inesperada. A los
ojos del periodista ella es antipática, él tiene una figura repulsiva, pero en
su ambiente fueron deseables el uno para el otro. La relación llegó a
mayores, puesto que ella tendrá una hija en la cárcel cuyo padre, según
manifestó, era Cantalejo, no su marido.
¿Era éste consciente de la relación tumultuosa que se vivía en su
propia casa? Unos datos nos inclinan a decir que sí, otros que no. Parece
que Felipe Iglesias no llegó a saber con certeza lo que estaba pasando
pero entonces ¿por qué Cantalejo dejó en los últimos meses antes del
crimen la casa del matrimonio para realquilar otra habitación frente a
ella? Al mismo tiempo, ya se sabe que el marido es el último que se entera
de que su mujer sea adúltera, pero lo cierto es que, según se averiguó,
todo el barrio estaba al tanto de la relación de Pedro y Francisca. Aunque
si fuera así y el marido lo supiera, ¿habría salido tan tranquilo de la casa
con Cantalejo y aquel otro amigo de este último que le pedía que les
acompañara?
A través de estos diarios de la época no es demasiado lo que se
indaga y, aunque los reporteros se plantearon la pregunta de qué había
llegado a saber la víctima, el juez y el fiscal no ahondaron en demasía,
ciñéndose a los hechos confesados, que bastaban para condenar a los
inculpados.
 
 
El crimen
 
El 1 de diciembre de 1886 Cantalejo se encontró en una taberna de
las Ventas del Espíritu Santo con un amigo suyo. Por entonces esta zona,
situada al sur de La Guindalera, formaba parte del nuevo barrio y su
nombre daría lugar a otro años después, bien conocido por su plaza de
toros.
Vicente Camarasa era “alto de estatura, tiene bigote crecido”, poco
más se dice de él. Antiguo soldado en Cuba, donde quizá conociera a su
amigo, pasaba una racha peor que mala. Sin un céntimo, incapaz de
encontrar un trabajo decente, estaba pensando en presentarse voluntario,
enrolándose de nuevo en las fuerzas que combatían en Cuba. A partir de
aquí contaremos los hechos tal como resultaron probados ante el tribunal.
Cantalejo tenía una propuesta que hacerle. Le contó de las
relaciones que mantenía con Francisca, de la posibilidad de que su marido
lo supiese, según ella, aunque no había constancia de ese hecho. Lo que sí
estaba claro es que las cosas no podían seguir así, viéndose a escondidas,
cuando el otro estaba en el trabajo. Todo el mundo sabía lo que estaba
pasando y la mujer se impacientaba.
Lamentablemente, no existe ninguna entrevista con Francisca
Pozuelo, ningún reportero avispado entraría en la Cárcel Modelo, como
era habitual años después, para reflejar en el periódico la historia y
opiniones de los acusados. La historia se puede ver, de todos modos, con
la simplicidad que seguramente tuvo.
Fue ella que la que se mostraba disconforme con la situación.
Aunque Cantalejo creía que Felipe no sabía nada, ella insistía en que debía
sospechar lo que estaba pasando. Desde el día de Todos los Santos, según
confesó el primero, ella le estaba proponiendo que asesinara al marido, a
fin de estar juntos para siempre. Él se resistía. Debía estar en cierta forma
cómodo con la situación, asesinar era un riesgo que podía llevarles cuanto
menos a la cárcel para el resto de sus vidas.
En suma, no se decidía a emprender esa acción él solo. Pese a sus
años de soldado enfrentado probablemente a la acción y la muerte, una
cosa era matar en la selva caribeña a unos rebeldes siguiendo la orden de
un superior y otra era coser a navajazos a un hombre en Madrid. Por ello
recordó a Camarasa, del que sabía que andaba muy necesitado de dinero.
En un momento determinado, a la reunión de los dos amigos se
sumó la propia Francisca. Ante las dudas de Cantalejo ella era más
resolutiva: “Si no le matas tú, lo haré yo misma” le dijo. Aquello era más
de lo que podía soportar la hombría de su amante frente a su amigo. Dijo
que estaba dispuesto a hacerlo junto a Camarasa. Quedaron en pagarle
por su acción mercenaria siete pesetas, de las cuales dos irían por delante
y el resto, al completar el crimen. Para alguien que no tenía prácticamente
nada, ni siquiera para pagar los vinos que estaban tomando, la cosa no
tuvo dudas.
“Pues bien” vino a decir, “las cosas hay que hacerlas cuanto antes”.
Le urgía terminar el encargo y hacerse con el dinero, por miserable que
éste fuera para pagar una vida humana. Luego, ya se quitaría de en medio
alistándose en el ejército para Cuba de manera que, al cabo de un par de
años, pudiese volver sin problemas. No era algo inusual. A fin de cuentas,
la comandancia militar en aquella isla llevaba muy mal cualquier
requerimiento civil para que uno de sus soldados fuera trasladado a la
Península al objeto de ser juzgado por algún crimen. Muchos de los
soldados tenían un pasado que era mejor no remover.
De manera que, animados por los vinos tomados, Cantalejo
apoyándose en un decidido Camarasa, volvieron los tres a casa de
Francisca. Allí se encontraba Felipe Iglesias, que había vuelto del trabajo.
Eran las siete de la tarde. Los tres hombres hablaron relajada y
amigablemente, según las crónicas, algo difícil de imaginar si hubiera
sospechas del engaño que perpetraba Cantalejo con su mujer.
Camarasa comentó que deseaba visitar el tejar del tío Quico,
probablemente para hacer algún negocio con él o presentarse a encontrar
trabajo. Sea cualquiera la excusa que le dio, los tres hombres salieron
juntos, algo que era habitual terminara en la taberna.
Aquel tejar estaba fuera del límite habitable de La Guindalera por
aquel entonces, en despoblado. En un momento determinado,
seguramente sin mediar palabra ni provocación, ya que no hubo signos de
lucha, Camarasa sacó una faca que mantenía oculta en su faja y empezó a
asestarle puñaladas a Felipe.
 
“Después del juramento de rigor, dice el primero [de los médicos
forenses] que el cadáver tenía dos heridas mortales de necesidad
en el cuello, una de ellas incisiva, y que debió producir muerte
instantánea; otra en el vientre y otra, de mucha extensión,
determinada por la mutilación de los órganos sexuales; la cabeza
acribillada de heridas angulosas y el cuerpo lleno de heridas
contusas.
El señor fiscal.- ¿Fueron hechas las heridas con una misma
arma?
- No, señor.
- Luego hubo dos armas.
- Sí, señor.
- ¿Pudo haber una sierra?
- Sí, señor.
El señor acusador privado.- ¿Puede determinar el testigo la
posición de los autores?
- El que hizo las heridas inciso-cortantes debía estar de frente, y
el que hizo las contundentes a la izquierda y un poco detrás” (La
Iberia, 16.5.1887, p. 2).
 
En un momento determinado se barajó la existencia de hasta
cincuenta heridas, en otro el fiscal explicó las “incontables” heridas que
presentaba el cadáver. Evidentemente, había dos asesinos, algo que
negaría Cantalejo posteriormente. Camarasa explicaría que el asesinado
no cayó inmediatamente, luego la herida del cuello, mortal de necesidad,
no se la dio en un primer momento. Así, él le apuñalaba el vientre
mientras su cómplice le tundía a palos empleando posteriormente un
serrucho para infligirle más heridas. Aquello debió ser un frenesí de
violencia entre ambos mientras la víctima, sin oponer resistencia tras la
primera puñalada, caía derrumbada.
Los hechos aún continuaron, aumentando si cabe la sordidez del
crimen. Nada se mencionó sobre la causa de la mutilación posterior, pero
todo hace indicar que Francisca había exigido a Camarasa, para pagarle
las cinco pesetas restantes, una prueba fehaciente de la muerte del
marido. Ni siquiera la presencia de Cantalejo en la escena le era suficiente
para tener la seguridad de su nuevo papel de viuda.
Ninguno de los dos asesinos confesó quién había realizado la
mutilación de los órganos genitales del cadáver. Los forenses manifestaron
que un serrucho no podía haber sido y sí más bien un cuchillo o la faca en
poder de Camarasa. De modo que lo más probable es que fuera él quien
cortara a Felipe sus “partes blandas”, como se describieron en el juicio y,
envolviéndolas en un pañuelo, se las diera a Cantalejo para que las
llevara.
Ambos se dirigieron entonces a casa del asesinado donde esperaba
Francisca. La entrevista fue breve. Pedro abrazó a su amante, aliviado por
haber terminado el macabro encargo, diciéndole: “Eres mía para siempre,
si la justicia nos deja en paz”. Entonces le entregó el pañuelo con su
contenido. Ninguno asegura que ella lo examinara pero es muy probable,
porque le dio a Camarasa las cinco pesetas acordadas y éste marchó con
el propósito de no volver a verles.
Ella tiró el despojo en un cubo junto a su puerta, donde
habitualmente dejaba la basura. Al día siguiente iría a enterrarlo a
bastante distancia de su casa, intentando ocultar la prueba exigida a los
asesinos. Pero aquella noche había que celebrar su recién ganada libertad.
La pareja marchó entonces por distintas tabernas bebiendo hasta concluir
de vuelta en casa. Apenas les quedaban algo más de veinticuatro horas de
libertad.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Atenuantes de Camarasa
 
Al día siguiente, mientras Francisca y Cantalejo se recuperaban de
una noche de celebración por las tabernas de La Guindalera y la primera,
finalmente, llevaba el terrible despojo de su marido a enterrar más lejos,
un guarda del canal de Lozoya hacía un macabro descubrimiento.
Observó, sobre un pequeño montículo de piedras, unos trapos
ensangrentados. Escarbando halló debajo el cadáver de Felipe, golpeado y
emasculado, cubierto enteramente de sangre. Consternado, se fue
inmediatamente a la guardia civil.
Ángel Gabino, cabo de este cuerpo, se hizo cargo del caso en un
principio. Conocía el barrio y también a los implicados en el crimen, por lo
que no tuvo problema en identificar el cadáver. Consultó con el alcalde de
barrio, que le habló de lo que era conocimiento común en el mismo: las
relaciones ilícitas de la mujer del muerto con Pedro Cantalejo.
El cabo fue a ver a Francisca. Para entonces, ésta se había
precipitado en ir hasta el trabajo de su marido para comunicar que éste no
aparecería porque había sido muerto la noche anterior. Cuando le
preguntaron cómo había sabido la noticia ella, llorando abundantemente,
contestó que se lo había dicho una vecina. Esta imprudencia fue una
importante prueba de cargo, además de la confesión de sus dos cómplices,
para probar que era conocedora de todo lo que había pasado.
De manera que, cuando la guardia civil fue a comunicarle el hallazgo
del cadáver de su marido, ella lo sabía y lo había divulgado. La
impaciencia de atar cabos la condujo a una torpeza considerable y
claramente inculpatoria.
Gabino le preguntó si su marido había salido la noche anterior y con
quién. Ella respondió que efectivamente, se había ido con un tal Aguado.
Sin embargo, una vecina afirmó poco después que vio a Felipe Iglesias
acompañado por un tal Vicente Camarasa. Eso significa que Cantalejo no
quiso salir con ellos y debió unirse a la pareja poco después.
El alcalde de barrio recordaba a Camarasa. Hacía tres años que no
se le veía por el barrio, seguramente por haber estado enrolado como
soldado en Cuba, pero lo recordaba perfectamente. Una tabernera
comentó enseguida que había visto a Camarasa con Cantalejo en su
establecimiento la tarde anterior. De hecho, se habían ido sin pagar, por lo
que no podía olvidársele ese encuentro del que fue testigo.
El guardia civil no perdió el tiempo y prendió aquella misma tarde a
Pedro Cantalejo y Francisca Pozuelo. Del tercer implicado no se sabía
nada, excepto el hecho confesado de inmediato por el primero, de que
pensaba alistarse en la calle Encomienda número 21, donde residía una
empresa encargada de admitir sustitutos para viajar a Ultramar.
La policía estuvo rondando el lugar durante tres días hasta que, al
cabo de ese tiempo, vieron entrar a Camarasa. Cuando lo prendieron
pudieron intervenirle una faca de regular tamaño que traía en la faja que
cubría su cintura. La misma, además, mostraba rastros de sangre, dado
que el asesino había limpiado la hoja en la propia faja, antes de guardarla
de nuevo.
Llevado a la delegación de distrito, los guardias observaron que el
preso llevaba dos pantalones, por lo que le mandaron que se despojara de
los más externos. Debajo, tenía su propio pantalón cubierto de sangre
seca. Con tales elementos, las pruebas eran abrumadoras en su contra. De
hecho, sus cómplices hacía días que habían confesado todo lo sucedido,
incluido el hecho de que le habían proporcionado a Vicente unos
pantalones para cubrir con ellos el suyo, cubierto de sangre.
Por entonces, ausentes las pruebas científicas, incluyendo huellas
dactilares o análisis del tipo de sangre que aún no se empleaban, las
acusaciones se basaban en dos elementos fundamentales: la confesión y
las pruebas directas del delito. En este caso, el fiscal habría de disponer
de ambos elementos, gracias a la torpeza de los acusados, incapaces de
borrar rastro alguno del asesinato. Incluso Francisca, que luego
defendería inútilmente su ignorancia de todo lo sucedido, llevó enseguida
a la policía hasta el lugar donde había enterrado el despojo de su marido.
La vista judicial tuvo lugar en la Audiencia madrileña a partir del 16
de mayo de 1887. El tumulto en la entrada fue considerable, hasta el
punto de que la policía tuvo serias dificultades para que los acusados
entraran en la sala. Gritos, improperios, empujones e intentos de agresión
salpicaron su paso por los pasillos de la Audiencia. Era uno de aquellos
casos que, por la frialdad con que se había cometido, el ensañamiento
mostrado por los asesinos y la mutilación posterior, habían causado esa
mezcla de indignación, horror y morbosidad que hacen de un crimen un
suceso popular. Al decir de los reporteros, todo el barrio de La Guindalera
estaba allí, insultando a los acusados cuando estos trataban de llegar a la
sala donde serían juzgados.
A partir de ahí, con una confesión realizada y pruebas abundantes
de su participación, a Vicente Camarasa, el primero en declarar, sólo le
quedaba mentir. En ello le seguirían fielmente los dos acusados restantes
hasta el extremo de que el asesinato, tal como describían su participación,
parecía fruto de la casualidad.
En efecto, Camarasa declaró ser ciertos los hechos relatados por el
fiscal. Se había reunido con Cantalejo en una taberna de las Ventas y
ambos con Francisca en la del Fraile. Allí supo que los dos mantenían
relaciones y que ella proponía a Cantalejo que matara a su marido.
Recordaba la frase aquella de “Si no le matas tú, lo haré yo misma” en
estos o parecidos términos. Asistió pues al acuerdo entre Francisca y su
amante para matar a Felipe, pero él no había intervenido en el mismo.
Acompañado por Cantalejo marcharon a casa de Francisca, donde
encontraron la puerta abierta. Allí, como se ha comentado, propuso a
Felipe que le acompañara a visitar el tejar del tío Quico. Hasta ahí, salvo
su inhibición en el acuerdo y su nula referencia a dinero entregado para la
comisión del delito, todo estaba conforme con las declaraciones de sus
cómplices. Pero, en el momento del asesinato, difiere:
 
“La noche aquella salió el procesado con el Iglesias hacia el tejar,
encontrándose con Cantalejo; el procesado se retiró del camino
para hacer una necesidad, y cuando volvió se encontró con que el
Cantalejo y Felipe luchaban brazo a brazo, y viendo que se
venían sobre él, sacó una faca y con ella dio algunos golpes a la
víctima. Declara además el procesado que el Cantalejo le obligó a
llevar a Francisca un pañuelo que contenía algunas partes del
cadáver y una petaca” (El Día, 16.5.1887, p. 1).
 
Le era imposible sustraerse al hecho de que se habían hallado tales
rastros sangrientos en su propia ropa. Así pues, era obligado admitir su
participación pero ni había motivado la discusión ni había hecho otra cosa,
tal como se explicaba, que actuar en defensa propia.
Resultaba de todo punto inverosímil. Admitía haber asistido a la
concertación de un acuerdo entre los amantes para asesinar al marido.
Luego acudía al mismo para llevarlo a un paraje alejado de las últimas
viviendas del barrio. Finalmente, encuentra a los dos hombres peleando y
se vienen hacia él. ¿Por qué iban a hacerlo si estaban forcejeando entre sí?
Posteriormente, asiste a la mutilación del cadáver, lleva el despojo del
cadáver a la mujer y todo ello obligado por Cantalejo.
No había quien creyera una versión semejante de los hechos. El
informe de los forenses era abrumador en ese sentido. El cadáver no
mostraba signo alguno de lucha, sino que parecía haber sido sorprendido
por la primera puñalada sin hacer gesto alguno de defensa. Por otro lado,
dos hombres habían actuado en ese momento: uno, Cantalejo, por detrás,
golpeándole repetidamente con un palo y atacándole con un serrucho:
otro, Camarasa, asestándole una herida en el vientre culminada con otras
al cuello hasta que Felipe se derrumbó, ya exánime. No existía
improvisación alguna. Había sido una ejecución al unísono de los dos
verdugos.
El abogado defensor tenía un difícil papel. Era imposible argumentar
que su defendido no hubiera tenido participación en los hechos. Su
explicación no convenció a nadie de que el crimen hubiera sido cometido
en las circunstancias que explicó. De modo que presentó ante el tribunal
un argumento novedoso: Camarasa había actuado, ciertamente, tal como
las confesiones describían, pero no era responsable del crimen. No por
retraso mental o cualquier otra alteración que era evidente que no tenía,
sino por sugestión psíquico-fisiológica ante Cantalejo.
Aquello levantó cierta expectativa. Como adujo el fiscal, era la
primera vez que tal eximente se planteaba en un tribunal de justicia en
España. De todos modos, era inaplicable a este caso, explicó con cierta
ironía el fiscal. Que aquel recio soldado de Ultramar, curtido en muchas
batallas, cuya relación con Cantalejo no era demasiado estrecha, se
hubiera visto “sugestionado” por el otro acusado para cometer un crimen
tan horrendo, no se lo podía creer nadie.
El argumento quedó en el aire como una curiosidad jurídica y nada
más. En todo caso, faltaba por escuchar la versión de los otros dos
acusados.
 
 
 
 
 
 
Nadie tuvo la culpa
 
Camarasa tenía el gran problema de que fue visto saliendo de casa
de Felipe acompañándolo, que tenía en su ropa rastros evidentes de haber
participado en el asesinato, que los forenses habían determinado los
golpes mortales inferidos con un objeto punzante como la faca que le fue
intervenida. Las evidencias se acumulaban de tal manera que su relato
resultaba imposible de creer.
Contradicciones semejantes se manifestaron también en la
declaración de su compinche Pedro Cantalejo. En este hurtar el cuerpo a
la responsabilidad del crimen cometido, que les llevaba a culpar al otro, él
hizo una aportación en el mismo sentido.
Tenía a favor que no había sido visto saliendo con la víctima de su
casa. Por ello negó su participación en el acto criminal. Admitió ante el
juez que mantenía relaciones con Francisca, de la cual, según decía ella,
había tenido una hija en la propia cárcel. Siguió culpando a la mujer de
instigarle al asesinato desde un mes antes sin que él tuviera intención
alguna de cometerlo.
Se había reunido con su amigo Vicente Camarasa, ciertamente, e
incluso le había dado dinero en calidad de préstamo, nunca para cometer
el crimen del que se le acusaba. De hecho, sí había comentado con él
sobre la relación mantenida con Francisca y cómo ella le inducía al
asesinato, pero en ningún caso había encargado al amigo ninguna acción
en ese sentido.
Simplemente, él se encontraba junto a la iglesia por la noche cuando
le vino Vicente con un paquete en las manos.
 
“- ¿Pues qué has hecho? le preguntó.
- Nada, ya está hecho. Yo lo que hablo lo hago...
Y el Cantalejo dice que se fue a ver a la Francisca y, dándole
aquellos objetos, la dijo:
- Toma el pañuelo y la petaca, que según dice Vicente, tu marido
ya está muerto.
- ¿Y dónde?
- Junto al canalillo.
- Luego ¿habían hablado usted y Camarasa sobre el particular?
- No, señor; habíamos hablado de mis relaciones con Francisca”
(La Iberia, 16.5.1887, p. 3).
 
La contradicción era tan burda que el fiscal pidió un careo entre los
dos implicados. Cada uno se aferró simplemente a su versión y el
procedimiento no llegó a ninguna parte. Entre otras cosas, era imposible
que ambas versiones tuvieran lógica. Cantalejo afirmaba que su amigo, al
enterarse de la relación que mantenía con Francisca, había decidido por
su cuenta cargarse el obstáculo que suponía Felipe en la vida de ambos. Si
no habían acordado previamente nada, ¿por qué iba a afirmar que “Yo lo
que hablo lo hago”? Y además, ¿qué casualidad podía explicar que en ese
momento Cantalejo decidiera hacerle un préstamo? El juez señor De la
Peña le hizo observar entonces que, en los interrogatorios iniciales, había
manifestado el acuerdo al que llegaron previamente para que Camarasa
diera muerte a la víctima. Cantalejo no supo explicar por qué había dicho
eso unos meses antes.
De nuevo, las evidencias forenses sostenían la presencia de ambos
junto al asesinado en el momento de darle muerte. Las contradicciones no
eran sino patéticas maneras de tratar de eludir la justicia a base de
mentiras torpes que no cuadraban con el resto de la propia narración.
La declaración de Francisca fue aún más penosa, pero al menos
resultaba coherente. Manifestó que no sabía absolutamente nada de todo
el caso.
 
“A preguntas del señor fiscal contesta que no ha tenido
relaciones ni acceso alguno carnal con Cantalejo y, por
consiguiente, que no estimuló ni provocó la muerte de su marido,
que es un mal querer de Cantalejo.
- ¿Es cierto que en la noche del hecho le entregó Cantalejo una
petaca y un pañuelo dentro del cual había una cosa blanda?
- No lo sé; lo tiré a la espuerta de la basura.
- Pues si lo tiró usted a la espuerta, ¿cómo el día de la
Concepción llevó usted al Juzgado de Buenavista a buscar el sitio
en donde decía haber enterrado aquella cosa blanda?
- Porque había llevado allí la espuerta a verter.
- ¿Y cómo tan lejos?
- Porque venía de regreso a Madrid” (Idem).
 
Pese a sus negativas, de nuevo la acusada entraba en graves
contradicciones. Ya había manifestado en los interrogatorios iniciales que
esperaba un hijo de Cantalejo. ¿De repente ya no tenía relaciones con él?
¿Todo era fruto de un mal querer? Si es así, admitió que Cantalejo llegó
aquella noche con esa “cosa blanda” en un pañuelo y la petaca de su
marido y que lo tiró a la espuerta sin saber qué era. Al mismo tiempo, ese
amante que no lo era le dice: “Ya eres mía para siempre, si la justicia nos
deja en paz” ¿y ella se queda tan tranquila hasta el día siguiente en que es
detenida?
Nada cuadraba en su versión, como le sucedía a sus compañeros. Su
rotunda negativa a estar implicada en el suceso no casaba con admitir
otros hechos, como la recepción del despojo de su marido, el enterrarlo
tan lejos, escuchar la declaración de Cantalejo y callar hasta ser
interrogada.
No había locura de ningún tipo, era casi imposible encontrar
atenuante alguno a la acción cometida por los tres ni testigo que
defendiera su postura de algún modo. Los que acudieron al juicio iban
colocando piedra sobre piedra un edificio de culpabilidad sobre los tres
acusados.
Una de las más convincentes resultó ser Úrsula Gómez, de 72 años,
una tía de Francisca que vivía con ellos. Dijo que, efectivamente, por la
noche había llegado ese tal Vicente para invitar a salir a Felipe, no sabía
para qué. Sobre las once su sobrina le había preguntado por Felipe sin
que ella pudiera dar respuesta. En todo caso, Úrsula se fue a dormir y no
supo más porque a las cinco de la mañana se levantaba para ir a lavar la
ropa. Preguntada por dónde dejaba la basura su sobrina afirmó que en la
puerta de la casa.
Otros testigos no fueron tan coherentes, por su edad o el grado de
emoción que les embargaba. Así, fue llamado a declarar Victoriano
Cantalejo, de diez años. Por ello sabemos que el acusado era viudo desde
hacía años y que tenía un hijo de esta edad. El niño dice no saber nada ni
recordarlo, de manera que el fiscal no insiste y el juez le permite marchar,
no sin que medie una emocionante escena entre el padre, que pide
abrazar a su hijo, y el propio chico, con el que finalmente se funde en un
abrazo lleno de lágrimas.
Manuela Díaz, esposa de Camarasa, llega también hasta la sala, pero
allí se desmaya casi de inmediato y es retirada en volandas. Luego
vendrían el alcalde de barrio, que corroboró la historia de los guardias
civiles, y los vigilantes que detuvieron a Camarasa, ante los cuales dijo
que había terminado con Felipe de catorce puñaladas.
Todo incidía en lo mismo. Las versiones contradictorias de los
acusados se derrumbaban ante sus declaraciones anteriores y las pruebas
y testimonios que se acumulaban en su contra. Era el turno para que el
fiscal, Sr. Cavareda, resumiera la acusación y tanto él como el acusador
privado (representando a los dos hijos menores de Francisca y Felipe)
pidieran las penas a que hubiera lugar.
 
 
 
 
 
 
 
Intervención del fiscal
 
El señor Cavareda, fiscal en esta causa, comenzó haciendo una
relación de los hechos probados. Fue delimitando las contradicciones de
los acusados hasta dar la versión que, en líneas generales, hemos
presentado al principio de esta narración. Su interés se centró en dos
puntos: la culpabilidad de Francisca y, por extensión, de sus cómplices en
el asesinato y las circunstancias agravantes.
Hay que tener en cuenta que el acusador privado, el joven abogado
señor Conrotte, representaba a los hijos del matrimonio, de cuatro y dos
años los primeros y el recién nacido en la cárcel. Por tanto, su mayor
interés era el de desligar a Francisca del crimen o, al menos, aducir su no
presencia como autora del mismo, a fin de que la pena fuera menor que la
de los otros dos.
Cavareda fijó su discurso precisamente en este punto: ¿era
parricidio o simplemente asesinato? En el primer caso la pena era mayor
por referirse a un crimen sobre miembro de la propia familia, donde se
presuponía una confianza que era así traicionada. En primer lugar, pues,
sostenía que Francisca era culpable y, además, que la calificación de
parricidio se extendía a los autores materiales del hecho juzgado.
Comenzó acumulando pruebas en contra de Francisca, básicamente
las que hemos referido en el capítulo anterior. Ella era inductora del
crimen y lo era con bastante antelación, puesto que Cantalejo reconocía
que desde hacía un mes estaba empujándole hacia el asesinato de su
marido. Quedaba además esa tremenda frase pronunciada en la taberna
del Fraile: “Si no le matas tú, lo mato yo” que, además de apelar a la
cobardía física de Cantalejo para inducirle al crimen, mostraba su
disposición a perpetrarlo ella misma.
 
“La participación moral de Francisca es evidente, porque ¿qué
hacía ésta en su casa esperando que la llevaran con el miembro
que faltaba del cuerpo de Felipe la fe de que éste había dejado de
existir?
¿A qué obedece que al día siguiente del crimen fuera la
procesada a llevar a gran distancia la espuerta de la basura, que
todos los días según ha dicho esa anciana que ha declarado hoy,
vertía en las inmediaciones de la casa?
¿Qué significa aquello que, según ha declarado Pedro Cantalejo,
dijo a su querida, abrazándola, después de cometido el crimen:
Ya eres mía si la justicia nos deja en paz?
Pues significa lo mismo que: Ya podemos vivir como matrimonio
para siempre unidos; ya no hay obstáculos entre nosotros; ya
somos uno” (La Iberia, 17.5.1887, p. 2).
 
Aclarada la culpa de Francisca, todo su empeño fue el de mostrar
que el acto criminal era único e indivisible. Ello acarreaba dos
consecuencias nefastas para los acusados: en primer lugar, Francisca era
tan culpable del asesinato como sus cómplices y, por otra parte, la
calificación de parricidio que se le aplicaba a ella, por ser mujer de la
víctima, era extensible a los otros dos, aunque no tuvieran relación
familiar con Felipe.
Para llegar a esa conclusión el fiscal no se recató de apelar al
Derecho romano, el Fuero Juzgo y citar incluso el Código de Justiniano:
“Si quis parentis aut filii… vere conscius criminis existip… parricidio
puniatur”. Apelando a precedentes más contemporáneos, citó diversas
sentencias de la Audiencia de Zaragoza, que sostenían que no se podía
dividir entre la inducción y el asesinato, del mismo modo que tampoco se
podía hacer entre el parricidio y el asesinato posterior en este caso. A fin
de cuentas, la muerte de Felipe Iglesias era una y para procurarla todas
las partes fueron necesarias: la inducción de Francisca y la autoría
material de Cantalejo, como coautor y Camarasa, como autor en primer
término. Si una de ellas, las otras dos intervenciones no hubieran tenido
lugar.
Aclarado esto, el fiscal empezaba a enumerar la lista interminable de
agravantes que hacían de este caso uno modélico desde el punto de vista
jurídico:
 
1)      Premeditación, puesto que fue planeado en la tarde del uno de
diciembre entre los tres implicados.
2)      Crimen mediante precio, algo que implica tanto al que da como al
que recibe. El fiscal no insistió en este punto, quizá el único endeble de su
argumentación.
3)      Alevosía, por cuanto los criminales pusieron los medios para
asegurar la ejecución de su delito sin apenas peligro para ellos.
4)      Superioridad, en relación con lo anterior, dado que actuaron dos
personas contra una (lo que jurídicamente se denominaba en cuadrilla),
sin que la víctima dispusiera de arma alguna para defenderse.
5)      Empleo de astucia, como se demostró por el engaño relacionado con
el tejar del tío Quico.
6)      Despoblado, ya que, como quedó probado, el hecho había sucedido a
170 metros de las últimas casas habitadas de la Guindalera, donde a la
víctima le era imposible obtener socorro.
7)      Nocturnidad, lo que era evidente por la hora en que fue cometido el
crimen.
8)      Ensañamiento, que consiste en inferir más heridas de las necesarias
para dar muerte a la víctima. En este caso era elocuentemente evidente,
dada la mutilación sufrida por la misma tras su muerte.
 
Con todo ello, sin una posibilidad atenuante, sólo se podía concluir
en la petición de pena de muerte para los tres encausados.
 
“Este es un crimen de lesa familia, y en él se han pisoteado los
principios del derecho natural y del decálogo. Por eso he pedido
la pena de muerte y su ejecución en la forma que determinan las
leyes” (Idem).
 
A continuación intervino el joven señor Conrotte como acusación
privada. Con la discrepancia debida a sus intereses sobre la calificación de
parricidio y la culpabilidad de Francisca, cargó las tintas en los otros dos
reos, a los que acusaba de asesinato con todos los agravantes antes
referidos.
Evidentemente, este juicio tenía repercusión en los medios
periodísticos y podía reportarle una fama que aquel joven abogado
deseaba. Por ello, prestó especial atención a las teorías modernas de la
criminalidad, llegando a conclusiones que le granjearían inmediatamente
la simpatía del pueblo que le escuchaba y de otras autoridades judiciales,
mayoritariamente opuestas a dichas teorías.
 
“Con gran elocuencia … toma a su cargo el orador el examen de
las teorías que en sus conclusiones aduce el letrado defensor de
Camarasa, para presentar a su defendido como ejemplar de los
fenómenos de sugestión psíquico-fisiológica, que son la última
expresión de los estudios antropológicos y el desvelo constante
de la medicina legal.
En el caso presente el sr. Conrotte encuentra inadmisible la
aplicación de la teoría de sugestión y ni aún la de un hipnotismo
que podría llamarse atenuado… En su opinión, Camarasa es un
criminal nato e incorregible” (Idem).
 
Su intervención continúa aumentando la erudición que todo abogado
que se preciase debía exhibir ante el tribunal. Al contrario que su
predecesor, en vez de apelar al pasado, él se fijaba en las teorías más
modernas, algunas ciertamente confusas, para finalmente descartarlas
con un argumento contundente.
 
“Las variaciones constantes que se están operando en la ciencia
penal, aconsejan al sr. Conrotte no encariñarse con modo
definitivo con las teorías recientes sobre los motivos generadores
de la criminalidad, pero conviene en que hay que creer en la
existencia de estados morbosos del espíritu…
La teoría de la fatalidad es demasiado absoluta para que pueda
ser considerada como racional; lo más que se puede reconocer es
la existencia de una fuerza supra-sensible; pero así y todo, hay
una sociedad que tiene que defenderse y que tiene derecho a
decir al reo: ‘Ya que viniste al mundo por equivocación, sal de él
por nuestra voluntad” (Idem).
 
La sociedad, pues, tiene derecho a defenderse y, ante la conciencia
social herida y maltrecha por lo horroroso de este crimen, sólo cabe pedir
la pena capital para los dos asesinos. El abogado se detuvo y, tras una
pausa, recordó también él a Cicerón, el elocuente orador romano. Decía
éste que era preferible arrojar al mar a los criminales envueltos en un
saco que darlos de comida a los leones, porque estos podían contagiarse
con la fiereza de esos crímenes. Un fuerte rumor de aprobación corrió por
la sala al escuchar estas palabras con que terminó su discurso.
Levantada la sesión por el presidente del tribunal éste volvió a
constituirse una semana después para dictar su fallo:
 
“Ayer se falló la causa de la Guindalera, siendo los procesados
Vicente Camarasa, Francisca Pozuelo y Pedro Cantalejo,
condenados a la pena de muerte con las accesorias de
inhabilitación absoluta perpetua, por si fueran indultados; a que
Cantalejo y Camarasa indemnicen a los herederos del interfecto
por mitad y solidariamente en su casa con la cantidad de 5.000
pesetas y al pago cada uno de los dichos tres procesados de una
tercera parte de las costas comunes del juicio” (La República,
25.5.1887, pp. 2,3).
 
El recurso de casación presentado por la defensa tuvo lugar varios
meses después, en noviembre, y volvió a repetir idénticos argumentos en
torno a la calificación jurídica de parricidio. Fue un último intento de
cambiar el destino de Francisca Pozuelo, habida cuenta de que dejaba una
nutrida prole, en ese momento en el Hospicio. Varias personas, incluida la
camarera de S.A.R. la infanta Isabel (popularmente conocida como “La
Chata”), habían mostrado su disposición de costear la educación de esos
niños.
La situación de ellos conmovía, pero la actuación de su madre
causaba horror e indignación. El recurso fue rechazado, no sin que los
acusados repitieran sus argumentos solicitando clemencia al tribunal. Este
se ratificó en la condena a la pena capital. Sólo un indulto real podría
evitarlo, pero ello debía venir precedido por su solicitud por personas o
instituciones interesadas en conseguirlo. Habida cuenta de que el
gobierno liberal de Sagasta era proclive a otorgarlos, no hubiera sido
imposible, pero nadie lo hizo hasta los últimos días, cuando ya era
demasiado tarde y los agravantes se levantaban como un muro ante la
consideración de los políticos implicados.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Los días anteriores
 
Durante el siglo XX desaparecerá la noción de espectáculo edificante
que las ejecuciones sumarias tuvieron en otro tiempo. Desde 1850 en
Madrid se daba el garrote vil en el llamado Campo de los Guardias, una
explanada entre las actuales calles de Bravo Murillo y Santa Engracia, en
los terrenos que hoy ocupa el Canal de Isabel II.
El acceso público era libre y para ello bastaba disponer de un
cadalso de dos metros de altura sobre el cual se instalaba el garrote.
Desde 1832 y por decreto de Fernando VII se instauró la obligatoriedad de
que las ejecuciones no se hicieran con la horca, sino con este instrumento
sencillo, que cualquier herrero podía construir. Como es conocido,
consistía en un brazalete de hierro que rodeaba el cuello del condenado
mientras detrás, mediante un tornillo y una rueda adecuada, el verdugo
apretaba el brazalete hasta que el cuello chocaba con una bola que, en
teoría, rompía la cervical del condenado de forma casi instantánea. La
realidad es que eso dependía de la resistencia del reo y de la fuerza que
pudiera imprimir al instrumento el verdugo. No pocos casos terminaban
en un simple estrangulamiento prolongándose la agonía quince o incluso
más minutos.
Cuando se utilizaba el Campo de los Guardias para tal menester, la
cárcel era la del Saladero, inaugurada en 1831 aprovechando un antiguo
edificio construido por Ventura Rodríguez en 1768 para la matanza y el
saladero de cerdos. Sin embargo, Vicente Camarasa y Pedro Cantalejo
fueron llevados a la nueva Cárcel Modelo, situada en la Plaza de la
Moncloa. Era un edificio inaugurado en 1884, sólo cuatro años antes, y no
había conocido ejecución sumaria alguna.
Por ello, el director de la cárcel, Millán Astray, mandó traer el
antiguo pedestal que había servido hasta ese momento para situar el
garrote. Comprobaron entonces que medía tan sólo dos metros de altura
cuando las paredes de la prisión llegaban a los cuatro. Como la ejecución
debía ser pública, mandó levantar un pedestal de la altura de los muros,
cuatro metros, para situar en su cima el instrumento de ejecución.
El garrote seguiría siendo empleado hasta tiempos no tan lejanos del
actual. Las últimas muertes por este medio fueron las de Puig Antich y el
vagabundo alemán llamado Heinz Chez en 1974. Al año siguiente los
miembros de ETA condenados en el juicio de Burgos serían ejecutados por
fusilamiento.
De todos modos, en el siglo XX los reporteros pasarán
cuidadosamente de puntillas sobre las ejecuciones, sin mencionar detalle
alguno, simplemente haciendo constar que las condenas se habían
cumplido. En general, el hecho se ve como inevitable pero se lamenta, el
carácter público desaparece y las ejecuciones tienen lugar en lugares de
la cárcel cerrados y sin acceso más que de un público escogido.
Cuando el 11 de abril de 1888 fueron ejecutados los reos de la
Guindalera, el suceso seguía siendo un espectáculo público, pero se había
retirado al interior de la cárcel y se rodeó de cierta consideración y
respeto hacia los reos. Ello se nota en el simple detalle de que en la
construcción del cadalso se emplearon tornillos y no clavos, a fin de que
los golpes no alertaran a los reos de la inminencia de su fin.
Durante los días precedentes, los desmontes alrededor de la cárcel
conocieron un enorme trasiego de gentes curiosas, que deseaban atisbar
lo que sucedía en el interior de aquellos muros. Los diarios hablaban de
hasta diez mil personas que iban y venían. Millán Astray prohibió la
aparición y comercio de los vendedores que aprovechaban la multitud
para hacer sus negocios. Varios fueron detenidos. Del mismo modo, un
regimiento de caballería, otro de cazadores y parejas de la guardia civil,
rodeaban el perímetro de la prisión y patrullaban incluso en el interior
para evitar todo tipo de desórdenes y una excesiva curiosidad por parte
del público que iba y venía de continuo.
Mientras veinte años después ningún periódico comentará las
últimas horas de los condenados, en este tiempo aún se detallaban con
gran lujo de detalles esos días de angustia y desesperación que hoy
podemos seguir, siquiera someramente, leyendo las páginas de los diarios
de entonces. En ese sentido y desde un punto de vista personal, no se
narrarán estos detalles por morbosidad alguna, sino para comprender
mejor la inhumanidad de estas ejecuciones y el dolor de esas víctimas que,
aún responsables de un crimen abyecto, recibían un sufrimiento por parte
del Estado que estaba a la misma altura que el producido sobre su
víctima.
Pues bien, Francisca Pozuelo se encontraba en la Cárcel de Mujeres,
un edificio situado en la actual calle de Quiñones, una transversal de San
Bernardo. Allí convivía con otras reclusas, muchas de las cuales estaban
conmovidas por su condena, teniendo en cuenta que Francisca era madre
de tres hijos. La menor incluso, una niña, había nacido entre aquellas
paredes. La compasión fue lo que llevó también a la condesa de
Superunda, camarera de la infanta Isabel, a hacerse cargo del cuidado y
escolarización de la pequeña.
La inminencia de la condena, la simpatía que toda madre despertaba
en las restantes presas, madres igualmente la mayoría de ellas y alejadas
de sus hijos en ocasiones, fue lo que hizo que la única petición de indulto
que se elevó a la reina regente proviniera precisamente de esta prisión.
 
“Señora:
Si siempre la clemencia es hermosa para el que la pide y para
quien la otorga, lo es mucho, inmensamente más, en los actuales
críticos momentos.
Se trata de tres padres de familia, entre ellos una madre, que
dejaría en la orfandad más espantosa a su tierna hija, y la que si
desgraciadamente cometió un crimen, fue en gran parte debido
al escaso desarrollo de su inteligencia, habiendo dado después
de la comisión de aquél, pruebas inequívocas de su
arrepentimiento, como he tenido ocasión de observar durante el
tiempo que lleva en el establecimiento de mi cargo.
Siendo proverbial los magnánimos, nobles y compasivos
sentimientos del corazón de V.M.
Los empleados todos de esta cárcel y las reclusas se postran de
rodillas ante V.M. implorando el indulto para los tres
desgraciados reos de la Guindalera, con lo cual se evitará la
orfandad más espantosa a varias familias y un día de luto y
aflicción al heroico pueblo de Madrid.
Señora, a los R.P. de V.M.” (La Iberia, 9.4.1888, p. 1).
 
Obsérvese que esta petición se cursó apenas tres días antes de la
ejecución, cuando ninguna otra institución ni organismo había intercedido
por la vida de los condenados. Como decía un periodista, el pueblo de
Madrid lamentaba la ejecución, pero creía a los reos merecedores de la
misma.
Algo parecido debió pensar el presidente del Consejo de ministros,
el sr. Sagasta, quien junto a su ministro de Justicia estuvo deliberando
sobre la petición. Según se manifestó en un escueto comunicado, a la vista
de los muchos agravantes contemplados durante el juicio, ante la ausencia
de atenuante alguno a la terrible acción cometida, sólo cabía negar la
petición. “La ley debe cumplirse” termina de forma lapidaria el
comunicado.
El siguiente paso era que los condenados entrasen en la capilla
habilitada al efecto en la Cárcel Modelo. Francisca Pozuelo aún
continuaba en la Cárcel de Mujeres dos días antes de su ejecución.
Confiaba en que la petición de indulto tuviera un efecto positivo para ella.
La tarde anterior, el director de la cárcel permitió que pasara unas
horas con las presas de pago, a fin de que estuviera más distraída. La
pequeña historia conserva el nombre de la que fue amiga suya en prisión y
que estuvo a su lado en aquel tiempo, Pepa la Vaquerina. Tan a gusto se
encontraba que pidió permanecer allí durante la noche pero no le estuvo
permitido para que descansara.
El traslado a la Cárcel Modelo tuvo lugar a la mañana siguiente. Se
le había dicho que era un procedimiento rutinario porque tenían que hacer
un careo con sus dos cómplices, por lo que ella iba despreocupada. Sin
embargo, cuando iba a salir de la prisión para entrar en el coche celular
una de las presas más cercanas a ella, se arrojó en sus brazos llorando y
despidiéndose. Fue entonces cuando Francisca comprendió el porqué del
traslado. Su entereza se derrumbó. Hubo que trasladarla en volandas
hasta el coche que esperaba, donde permaneció todo el rato sollozando
amargamente.
El día 10 de abril entraron en capilla.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
La ejecución
 
Cuando Francisca llegó fue conducida de inmediato a una pequeña
habitación de la Cárcel Modelo. En otra al lado habían situado a los otros
dos reos: Vicente Camarasa, con grilletes, y Pedro Cantalejo, atado por los
codos, ambos no obstante con la posibilidad de pasear.
La actitud de los dos era diametralmente opuesta. El procedimiento
consistía en que el relator de la Audiencia comunicara a cada preso, en
presencia de las autoridades de la prisión, la condena a muerte. Frente a
ella, Vicente Camarasa pareció quedar desconcertado para luego
prorrumpir en un llanto silencioso y continuado. Su actitud fue de
completa docilidad, sentándose cuando así se le indicó, para que se le
pusieran los grilletes antes de llevarle a la capilla. Allí se mantendría muy
abatido pero confesándose, haciendo testamento de sus pobres
pertenencias y pidiendo, si fuera posible, despedirse de su hijo pequeño.
La actitud de Pedro Cantalejo fue muy distinta. El aviso del vigilante
de la galería, que le despertó para indicarle la inminencia de la llegada de
los que habrían de leer su sentencia, desató en él todo tipo de improperios
contra los jueces y todo aquel que se presentara ante su vista. El relator
tuvo que leerla a voz en grito porque Cantalejo no dejaba los insultos y
gritos mientras era sujetado hasta por cuatro hombres. Se negó a firmar
gritando: “¿Qué he querer firmar, hombre? ¡No sea usted tonto ¿Qué falta
me hace?” y dirigiéndose a Millán Astray: “¡Bien me ha engañado! ¡Ya
estarán contentos!”.
Indudablemente, Cantalejo había dado por supuesto el perdón
judicial ante su acción. Cualquier intento de tranquilizarle resultó vano.
Su amargura era completa. Al visitador religioso le espetó: “¿Es éste el
consuelo y la esperanza que me daba usted ayer mismo?”. Envuelto en la
desesperación ante su inminente final, ya en la capilla recibió la visita del
alcalde madrileño, el duque de Frías. La única respuesta que recibió por
parte del condenado fue: “¡Procure arreglar mejor la justicia!”. Las
invectivas contra los jueces y el gobierno fueron constantes, dentro de un
estado de nervios descontrolado a lo largo de todo el día. Ni siquiera quiso
vestirse y tuvieron que hacerlo a la fuerza.
Los tres permanecerían en la capilla hasta la mañana siguiente,
cuando iba a tener lugar la ejecución. El lugar era austero.
 
“[La capilla] se compone de tres departamentos, uno para cada
reo. Cada capilla tiene un altar alumbrado por doce velas. Detrás
de la efigie de Cristo, hay un paño negro con galón dorado,
ofreciendo el conjunto severo e imponente aspecto.
Hay en cada capilla tres sillas y una cama para el reo. Los
hermanos de la Paz y Caridad, a quienes corresponde por turno,
visitan indistintamente las capillas” (La Correspondencia de
España, 11.4.1888, p. 2).
 
Mientras Francisca y Vicente se deshacían en lágrimas, comían
frugalmente, se confesaban y hacían testamento, Pedro Cantalejo seguía
irascible. Cuando se le ofreció de comer se negó a hacerlo, pidiendo de
beber. Al preguntarle qué bebería respondió: “¡Deseo beber una lata de
petróleo”. Tanto los hermanos de la Paz y la Caridad como las autoridades
de la prisión intentaron tranquilizarle, sin apenas éxito. Tan sólo pareció
remitir algo su irritabilidad tras una prolongada charla con el subdirector
interino de la cárcel, algo que permitió al director mandarle quitar sus
ataduras dejándole libertad de movimientos. El conocido orador sagrado,
el sr. Aledo y Sevilla, aprovechó el momento para intentar que confesara
pero fue inútil. “¡Que se confiesen las monjas!” decía, “¡Que se confiese el
que necesite confesarse!¡Yo lo que necesito es que se me haga justicia!”.
Mientras tanto, pared con pared, se encontraba el cuarto donde
Francisco Ruiz, el verdugo, permanecía desde dos días antes. No era la
disposición que se refleja en la famosa película de Berlanga, donde el
ejecutor disfruta de una vida casi turística antes de su trabajo, sino que en
este caso el verdugo prácticamente convivía con los reos, pudiendo
escuchar los gritos de Cantalejo y los sollozos de los otros dos
condenados. No era un plato de gusto y, desde luego, no se le ahorraba
esa interminable espera hasta el momento final.
Natural de Purchena (Almería), de 34 años, contaba por entonces
con una treintena de ejecuciones en su haber. Había sido antes soldado en
la guerra de Cuba, como Camarasa, ascendiendo al grado de sargento
antes de licenciarse. Fue entonces cuando se casó y, aunque en ese
momento, estaba separado de su mujer, contaba con un hijo de cinco años
que estaba escolarizado lejos del padre, para que nadie en su entorno
supiera de su oficio.
Fue él mismo quien al día siguiente, muy temprano, accedió a las
capillas donde permanecían los reos. Acompañado por cuatro soldados
con la bayoneta calada, se acercó uno a uno para decirles solemnemente:
“No soy yo quien os mato, es la ley”.
Poco después se inició la marcha de los condenados hacia el
patíbulo. El primero en salir fue Camarasa. Al sentir su partida, Francisca
pidió permiso para darle un abrazo, cosa que le fue concedida. Llorando
ambos, le dijo:
- ¡Vicente, es el abrazo de despedida! Perdóname el que yo sea la causa de
tu muerte. ¿Me guardas rencor?
- ¡No, Paca! –exclamó el preso, ambos fundidos en el abrazo y el llanto.
Dando traspiés marchó hacia el patio ascendiendo penosamente los
escalones hasta el cadalso acompañado por varios señores que le
sostenían. A ambos lados del patíbulo el batallón de cazadores de Arapiles.
Detrás de ellos, numerosos periodistas. Todos los presos que pudieron
permanecían asomados a sus celdas. Cuando llegó a la parte superior,
enfrente estaba el garrote, en el que se sentó. Luego dijo al verdugo:
- ¡Al fin me ponen en tus manos, Paco! Lo único que te ruego es que no me
hagas sufrir.
Eran las ocho y diez de la mañana. Se le puso un paño negro
velándole la cara. Mientras un cura rezaba el Credo en voz alta, Vicente
Camarasa dejó de existir.
El siguiente en llegar fue Pedro Cantalejo, con la misma actitud
levantisca e irascible, negándose a la confesión hasta el último momento y
a rezar como el sacerdote le encarecía. A continuación llegó hasta el
patíbulo Francisca Pozuelo, desmadejada y envuelta en lágrimas. Los
hermanos de la Paz y la Caridad y el capellán de la Cárcel de Mujeres, que
la conocía y la había confesado, tuvieron que subirla en brazos los cuatro
metros que conducían hasta el garrote. Sus lágrimas se confundían con el
redoble de tambores que acompañó cada ejecución.
A instancias del capellán, con la cara ya cubierta por el paño negro,
la mujer fue recitando el Credo hasta que se hizo el silencio sobre ella y en
todo el patio. El verdugo, nada más terminar su tarea, bajó
precipitadamente del cadalso para ingresar en la enfermería, asaltado por
los vómitos. Mientras tanto, se depositaban los cadáveres en el patio, ya
despojados del paño negro, esperando que el mismo ejecutor ordenara el
levantamiento de los mismos, como era preceptivo.
La vida de los protagonistas del crimen de la Guindalera era ya parte
de la historia de Madrid.
El conocido periodista Isidoro Fernández Flórez, conocido bajo el
seudónimo de Fernanflor, hizo unos agudos comentarios diez días después
en la prensa.
 
“No había en este crimen, por la clase de los reos y por los
detalles trágicos pero soeces con que tuvo término, ningún grano
de poesía que pudiese excitar nuestra imaginación. La Pozuelo
no podía ser heroína de una novela, ni Cantalejo un
temperamento o un carácter: estaban fuera del mundo de
Schakespeare y hasta del de Zola. Así pues, la opinión del Madrid
que tiene opinión no pudo interesarse por criminales de un
mundo inferior, que le repugna y no le conmueve: Madrid solo
disculpa los crímenes espirituales.
Acaso en ese pueblo bajo, donde se vive una existencia
puramente material, donde el cerebro está lleno de la sombra de
la ignorancia y donde los sentimientos son los pura y
simplemente primitivos, donde dos pesetas representan un
capital considerable; se haya comprendido y disculpado ese
crimen, y se haya deseado el indulto. Pero ese pueblo no tiene
teorías para justificar los crímenes y, difícilmente hubiese podido
redactar una petición a favor de los reos. Para el pueblo el
castigo no se razona; es una fatalidad: quien asesina debe ir al
palo. Es la tradición, es la rutina; hasta es una fiesta que al
pueblo se le debe. El pueblo pues, se indigna o llora, pero no
discute” (La Ilustración Ibérica, 21.4.1888, p. 2).
 
No se puede expresar mejor cómo encaraba el pueblo llano, esas
oleadas de inmigrantes de la Guindalera, esta causa criminal, como
cualquier otra. Había sus leyes propias, ajenas al mundo más civilizado de
la Corte, pero todos acataban la máxima de que el que lo hace, lo paga
frente a la autoridad policial y judicial. La patética indignación de
Cantalejo frente a su ejecución señala más su propia desesperación por
salvar su vida que una realidad ante la que se derrumban Francisca y
Vicente.
Fernanflor concluía diciendo:
 
“Yo tengo para mí, como se deduce de lo escrito, que la Pozuelo,
Cantalejo y Camarasa, han subido al patíbulo por ser individuos
de la clase más ínfima de la sociedad; y Madrid, en el cual se
nota cada día el mayor deseo de disculpar piadosamente a los
criminales, se hubiese enternecido una vez más si los reos de la
Guindalera hubiesen llevado, como lo lleva Peris, ese uniforme de
secta que se llama levita” (Idem).
 
Precisamente, de un crimen de levita en la persona de un tal Ricardo
Peris, mencionado en la crónica, trata la siguiente historia.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
El crimen de Archidona
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
La explosión
 
En diciembre de 1886, el mismo mes en que se perpetró el crimen
de la Guindalera, Archidona era un pueblo malagueño de regular tamaño,
casi ocho mil habitantes. Disfrutaba de una estación de tren, lo que
suponía una ventaja comercial evidente. Localidad eminentemente
agrícola, a no demasiada distancia de Granada (80 km), de quien dependía
en lo judicial, y mucho menos de Antequera (20 km), tenía en el olivo su
principal cultivo. Las fincas y cortijos, los cultivos y la crecida población
para la época implicaban la existencia de una clase social favorecida y
unos servicios administrativos con un número importante de funcionarios.
Manuel Palomero, un médico joven de 27 años, era hijo de otro
médico que se había significado en el municipio durante el verano de
1884, cuando había tenido lugar una epidemia de cólera que amenazó con
diezmar la población. En esas ocasiones, los médicos venían a ser los más
criticados o bendecidos por la opinión vecinal. En este caso, la fama de su
padre no podía ser mejor para que Manuel desarrollara a su amparo su
propia labor de médico.
Si a eso le unimos el hecho de haberse casado hacía algo más de un
año y ver su matrimonio bendecido por el nacimiento de una hija cinco
meses antes de aquel diciembre, podríamos concluir que el joven
profesional tenía por delante una espléndida carrera.
Sin embargo, otros aspectos hacían sospechar que no sería así. Su
vida matrimonial no era apacible. Antonia Germán, su criada, hablaría
ante el tribunal sobre su relación mencionando la palabra “disgustillos”.
Parece que fue muy comedida. Un amigo de Palomero, un tal Torres,
declaró en cambio que las desavenencias eran frecuentes, hasta el punto
de que su mujer, Dolores González, y él, se habían separado
temporalmente en varias ocasiones. A ello colaboraba el hecho de que
Manuel era adicto al alcohol. No resultaba extraño que, tras una tarde en
el casino jugando y bebiendo con los amigos, volviera borracho a casa. “Su
conducta era buena cuando no bebía” afirmó el testigo, “pero esto lo hacía
con frecuencia”. Los rumores en la vecindad apuntaban que en cierta
ocasión, cuando caminaba bebido junto a la fuente de los Caños, disparó
contra unas bestias que bebían en ella para conseguir que se apartaran de
su camino.
El 30 de diciembre, víspera de fin de año, el médico estaba en casa
sobre las doce y media de la mañana. Su despacho profesional se
encontraba en la planta baja, la vivienda se extendía a lo largo de ella y de
la superior. Se dijo después que había llegado a su domicilio borracho. La
criada no afirmaría tal cosa; tampoco Francisco Luque, labrador de
Archidona, que estuvo almorzando con el matrimonio, viéndolos en buena
relación.
Poco después, una violenta explosión sacudió la casa hasta sus
cimientos. Jornaleros que trabajaban en la Vega, a una legua de allí,
detuvieron sus tareas intentando averiguar qué había sucedido. El barrio
se revolucionó, las criadas salieron a la calle despavoridas, los vecinos
acudieron en masa hasta el hogar de los Palomero y con ellos fue
presuroso el juez municipal suplente, el que habría de encargarse de
investigar los hechos dado que el puesto estaba vacante. Con él iba un
íntimo amigo del médico.
En el interior todo era humo y un conato de incendio. El juez y sus
acompañantes abrieron la puerta del despacho, casi arrancada de sus
goznes, para encontrarse un cuadro dantesco. En el mismo quicio de la
puerta yacía el cuerpo de Dolores González, medio carbonizado, cubierto
de sangre. Frente a ella, al otro lado de la mesa del despacho, envuelto en
una espesa humareda, parecía estar sentado su marido.
El amigo, instintivamente, se acercó a él: “Pero ¿qué es esto,
Manuel? ¿Qué es esto?” le dijo. Cuando intentó tocarle hubo de dar un
salto hacia atrás. De Manuel Palomero sólo quedaban intactas las dos
piernas. La parte frontal del abdomen y el tórax habían desaparecido, así
como parte de la cara y la tapa del cráneo. La masa encefálica fue
encontrada sobre una silla cercana.
Todo era devastación. Fotos rotas, muebles desgajados, partes del
cuerpo del desgraciado médico se encontraban en muebles y techo. En
una habitación contigua, que se comunicaba con el despacho a través de
una ventana, se encontraron varios dedos mutilados del cadáver.
Baste con esto para suponer el espanto que debía presidir el ánimo
de todos los que se acercaron. La consternación era tremenda, la
confusión solo paliada por la presencia del juez municipal, que observó la
imposibilidad de recuperar a los ya fallecidos y mandó que todos los
testigos se alejaran del lugar.
La noticia se extendió por Archidona inmediatamente. Acudieron
familiares, amigos. Todo eran comentarios sobre qué había podido pasar,
cuál era el origen de una explosión tan potente. Los periódicos de Málaga
recogieron las primeras noticias poco después. Los reporteros fueron por
el pueblo preguntando y oyendo las primeras hipótesis.
Se hablaba de suicidio. Alguien entendido comentó, sin identificarse
ante la prensa, que el matrimonio estaba teniendo fuertes discusiones en
los últimos días por cuestión de dinero. Palomero deseaba hacerse con un
capital vendiendo algunas fincas que estaban a nombre de su mujer pero
ésta, incluso aconsejada por la familia de su marido, se negaba a firmar.
Las deudas que deseaba enjugar su marido provenían de la muerte de su
padre, así como del hecho de haber perdido la plaza de médico titular de
Archidona.
Se dijo que las discusiones habían sido numerosas. Alguno concluyó
que Palomero, desesperado, había llamado al despacho a su mujer,
conminándola a que firmara. Como ella se negara él, cegado por la
situación, tal vez borracho, prendió un cartucho de dinamita muriendo él y
llevándose por delante a su mujer. Ése fue el primer rumor que
transmitirían los periódicos poco después en Málaga, publicándose el día
5 de enero en los diarios de Madrid.
Pero ¿esta suposición era cierta? Ante el juez, la criada afirmó, por
el contrario, que su señor no había llamado a la señora al despacho, sino
que ésta había acudido por su cuenta, al objeto de mostrarle en un
catálogo una cama y un cochecito de niño que deseaba adquirir. No
parecía entonces que él hubiera planeado la explosión en ese momento. Si
hubiera deseado plantear un ultimátum a su mujer y darle muerte si no
accedía a la firma, sería él quien la hubiese llamado.
Por otra parte, todo el escenario de la explosión estaba cubierto de
restos de alambre y trozos metálicos. De hecho, la autopsia realizada
sobre Dolores González revelaba que su muerte fue ocasionada por un
pedazo de lata que le había herido profundamente en el pecho, casi a la
altura del cuello, provocando su muerte casi instantánea.
Esto se fue descubriendo poco a poco, a medida que se examinaban
los restos de la habitación y se limpiaba el escenario. Se encontró también
lo que parecían ser trazas de un envoltorio donde figuraba escrito el
nombre del médico y su dirección. Incluso se apreciaba el matasellos de
Sevilla. ¿Fue un paquete explosivo el que mató a ambos? se preguntaría el
juez.
La situación era desconcertante. Podría ser el primer caso de la
historia criminal en España donde se asesinara con tal procedimiento. De
hecho, las únicas explosiones conducentes a la muerte de la víctima,
además de la guerra, claro está, habían tenido lugar en ataques
anarquistas y por motivos políticos. Esto no parecía tener nada que ver.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Cajas explosivas
 
Cuando los informes fueron cada vez más firmes en el sentido de
que el supuesto suicidio era, en realidad, un doble crimen, la Audiencia
Territorial de Granada decidió intervenir. Mandó entonces que, en
ausencia de un juez con adecuada experiencia en Archidona, se trasladara
hasta allí el de Antequera Eusebio Martín, como así hizo el 19 de enero.
Su actuación fue rápida y eficaz, puesto que en 35 días tenía
concluido el sumario correspondiente para que, poco después, pudiera
comenzar el juicio contra el sospechoso. Pero no adelantemos
acontecimientos. Su primera labor fue examinar con detenimiento el
instrumento empleado para realizar el crimen, si lo había.
Con lo único que se contaba inicialmente era con el hecho de que,
repartidos por toda la habitación, se encontraron restos metálicos que
parecían provenir de un artefacto explosivo. Entre todo lo que se hallaba
repartido por los rincones del despacho de Palomero, el primer juez
instructor apartó los restos quemados de una etiqueta. Correspondían a
un envío por ferrocarril desde Sevilla que podían ser los de una caja
explosiva, a la vista de las circunstancias.
El nuevo juez interrogó a todo el servicio. A través de Antonia
Germán, la criada, pudo enterarse de algunos hechos reveladores.
Efectivamente, el doctor Palomero había recibido nueve días atrás un
paquete cuadrangular, regular de tamaño (20 x 9 x 9 cm.) pero algo
pesado. Lo dejó en su despacho y se olvidó de él por causas que no
pudieron llegar a saberse.
Algún día después recibió una carta donde el remitente le
preguntaba si el envío había sido de su gusto. Según la criada, su mujer
Dolores le preguntó: “¿Pero aún no has abierto esa caja?”. Eso fue el día
anterior a la explosión. La casualidad hizo que, cuando iba hasta el
despacho de Manuel para preguntarle por la compra de aquellos muebles
infantiles, fuera el momento escogido por éste para abrir el trágico envío.
La posición del cuerpo de la mujer junto a la puerta indicaba, no que
estuviera huyendo de un marido enfurecido, como se pensó al principio,
sino que entraba en el despacho justo en el momento en que tuvo lugar la
deflagración.
Sin embargo, salvo por ese trozo de etiqueta parcialmente quemado,
no se contaba con ninguna pista más sobre el origen del envío. Fue en ese
momento cuando la criada se acordó de un hecho que sería decisivo: hubo
otra caja que se recibió varios meses atrás, en el mes de agosto. Incluso
recordaba que se había depositado en una alacena sin saber qué hacer
con ella, seguramente.
El juez tuvo así en sus manos otro instrumento criminal exactamente
igual que el segundo recibido en diciembre y que causó la muerte de las
dos víctimas. De esta forma, con ayuda de expertos en explosivos, se pudo
examinar tanto el interior para ver cómo estaba conformado, como el
exterior, al objeto de saber quién lo había remitido.
La caja era de una simplicidad considerable, sobre todo porque hoy
en día este procedimiento criminal se ha perfeccionado, incorporado otro
tipo de explosivos, un detonador eléctrico, un temporizador, etc. La caja
de Archidona, una pionera en este tipo de crímenes a distancia, bordeaba
lo rústico hasta el punto de que falló en el primer envío, aunque no en el
segundo.
Bajo la etiqueta y sobre la tapa corría un alambre apenas visible. Por
ambos extremos penetraba en el interior de la caja donde se encontraba
un cartucho de pólvora de 800 gramos de peso. Pasando por unos
agujeritos que tenía dicho cartucho, cada extremo del alambre estaba
unido fuertemente a unas limas. Éstas, a su vez, permanecían casi
pegadas a un conjunto de fósforos.
Cuando Palomero levantara la tapa, se supone que las limas se
frotarían con los fósforos, encendiéndolos y haciendo detonar el cartucho.
Así debió suceder en diciembre. ¿Por qué en agosto no había funcionado?
Al parecer, en vez de tirar de la tapa, Palomero debió cortarla escindiendo
de paso el alambre, que no alcanzaría así la tensión adecuada para que las
limas se rozaran con los fósforos.
Ahora había que detenerse en el exterior de la caja, donde aparecía
un letrero: “Electro-magnetisme perfectioné. R. Parnell. París”. El remite
adjunto era de un farmacéutico granadino, lugar desde el que se había
expedido la caja. Se llamaba Molinero y vivía en la calle Mesones. Entre
las declaraciones de la criada y del propio farmacéutico, el juez pudo
reconstruir lo sucedido en el mes de agosto.
Palomero abrió la caja pensando que era un aparato de aplicación a
la medicina que le remitían desde aquella farmacia de Granada. Cuando lo
hizo vio aquella masa cilíndrica, cables que iban y venían. Se debió quedar
algo perplejo, porque escribió poco después a Molinero agradeciéndole el
envío pero reclamándole en todo caso las piezas que le faltaban a la
máquina enviada.
El farmacéutico, igualmente confuso, le respondió de inmediato que
él no había enviado nada. Aquello era sorprendente pero, en todo caso, el
médico no prestó demasiada atención y colocó la caja en la papelera. La
criada, algo extrañada, la conservó en una alacena por si servía para algo.
¿Pensó Palomero que aquel envío era una broma, como sugerían los
periódicos? ¿Que habría otros envíos para completar la máquina electro
magnética? No se puede saber. En todo caso, el descuido le costaría la
vida.
Lo que ya estaba claro y comprobado es que la muerte no era un
suicidio ni resultaba accidental. Al médico se le habían enviado dos cajas
explosivas con la intención de matarle. Eusebio Martín, el juez instructor,
pidió al gobernador un funcionario hábil en la labor de investigación que
le ayudara. El interpelado no aceptó esta propuesta pero sí la siguiente: el
envío de dos guardias civiles que permitieran al juez indagar en Granada y
Sevilla sobre el origen de estos envíos y quién era la persona que estaba
detrás de ellos. De inmediato, marcharon para Sevilla y Granada. Su
destino eran las estaciones de ferrocarril que habían aceptado los envíos.
Se trataba de localizar a los factores que hubieran gestionado los mismos,
a fin de que pudieran identificar al remitente o remitentes.
Para entonces, todo el mundo, empezando por el padre de la
fallecida Dolores González, señalaban a la misma persona, aquella con la
que Palomero había tenido serios altercados en el pasado, un aficionado
además a las ciencias físicas y sus instrumentos. Ese interés por la ciencia
fue, curiosamente, un elemento importante para hacerle sospechoso: sería
perfectamente capaz de construir una caja tan simple pero ingeniosa para
matar a su rival. Su nombre era Ricardo Peris Mercier, registrador de la
propiedad en Archidona.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Ricardo Peris, sospechoso
 
A través de las declaraciones efectuadas durante el juicio, se puede
seguir al detalle el nacimiento y desarrollo de una enemistad profunda, de
unas rencillas que devienen en resentimiento y odio, entre el médico
Manuel Palomero y Ricardo Peris. Al mismo tiempo, cuando ya fue
evidente que el supuesto suicidio no era tal, sino crimen, se fue
levantando un rumor popular y continuado sobre quién podía ser el
culpable del mismo. Cuando hable el padre de Dolores Gómez en el juicio
señalará directamente a Peris. Del mismo modo, el hermano del
asesinado, José Palomero, acumulará evidencias sobre las diferencias
entre ambos.
Ricardo Peris Mercier tenía 42 años en ese momento. Era natural de
Alcira (Valencia), estudiando Derecho en la capital para, a partir de su
juventud, ir escalando posiciones dentro de la Administración local o
provincial. En junio de 1870 fue nombrado promotor fiscal en Sueca, luego
pasó a Gandía y Torrent, siempre cerca de su pueblo natal.
Así transcurrieron once años, hasta que en 1881 obtuvo una plaza de
registrador de la propiedad porque, al decir de él mismo, le repugnaba
pedir la pena de muerte en determinadas ocasiones. Fue destinado a la
población pacense de Herrera del Duque pero, estando muy lejos de
Valencia, pidió el traslado inmediatamente siéndole concedida una plaza
en Archidona, donde llegó a finales de 1881.
 
“De elevada estatura, delgado, de temperamento nervioso, de
color bilioso [cetrino], aspecto simpático, cara larga, ojos negros
y vista penetrante, obstinado e inflexible en sus resoluciones, frío
e impasible al parecer, de carácter retraído y huraño, sin
demostrar jamás expansiones de afecto; aficionado a la soledad y
el retraimiento, de vastos conocimientos científicos y mecánicos,
con los que distrae su soledad, ya manipulando en las artes de
carpintería, ebanistería y otras, o distrayéndose con
entretenimientos agrícolas” (La Época, 7.4.1887, p. 2).
 
El cuadro que se traza es, probablemente, el más opuesto a Manuel
Palomero que se puede encontrar. Éste era extrovertido, jaranero, gustoso
de pisar los cafés y el casino, amante del juego y la bebida. Ricardo Peris,
por el contrario, resultaba un hombre de exterior frío, eficaz en su trabajo
con el papeleo y los expedientes, poco dado a las relaciones personales y
mucho menos a la bebida o el juego.
Todos los que describen al acusado mencionan su afición a las
cuestiones científicas. En “La Ilustración Española y Americana”
publicada en noviembre de 1882, se comenta la noticia de que en París se
celebra un aniversario de la primera ascensión en globo aerostático que
registra la historia, sucedida en Avignon en 1772. Pues bien, el artículo
continúa comentando la incapacidad en ese momento de dirigir el rumbo
del globo, algo que nadie había conseguido aún por aquellas fechas. Se
menciona entonces el nombre de Ricardo Peris como una de las escasas
aportaciones españolas con ideas sobre la resolución de tal problema.
Poco antes, en “El Liberal”, se recibía una carta del interesado
manifestando tener un proyecto para conseguir tal direccionamiento sin
que sus escasos medios económicos le permitieran pasar del proyecto a la
realización de las primeras pruebas.
Este hecho le debió reportar alguna fama en Archidona, puesto que
el propio José Palomero, hermano del fallecido, menciona el artículo de la
Ilustración. Sin embargo, Peris no era precisamente un indigente, ya que
resultaba propietario de un cortijo que le había costado doce mil duros. De
manera que era muy aficionado en su soledad a idear experimentos
científicos pero sin querer arriesgar su dinero en pasar a una fase de
industrialización de sus ideas.
Sobre sus posiciones políticas y religiosas se habló, causando
precisamente la mayor alarma en el acusado por razones que habrán de
verse más adelante en esta narración.
 
“De sus opiniones políticas se sabe muy poco o nada. Para unos
es republicano furibundo; hay quien le tiene por carlista
convencido y ferviente; la generalidad cree que está tan alejado
de los carlistas como de los republicanos, y no falta quien diga
haberle oído en el seno de las expansiones íntimas, tronar contra
Sagasta y el partido gobernante. La verdad es que nunca se le ha
visto afiliado a partido político alguno.
En punto a creencias religiosas, las opiniones ya están más
conformes: es ateo y materialista” (El Imparcial, 16.5.1887, p. 1).
 
Cuando Peris llegó a Archidona se alojó en una casa frente a la que
vivía una de esas muchachas jóvenes y casaderas, de buena familia, que
había en Archidona: Dolores González, de 22 años. El registrador tenía por
entonces 37 pero en aquellos tiempos eso no era óbice para que
mantuvieran relaciones. Ella había tenido más de un pretendiente de
jovencita, particularmente un chico alocado, aficionado a la diversión y a
beber algo de más, llamado Manuel Palomero. Cuando se habían conocido
ambos tenían 17 años, él ni siquiera había terminado carrera alguna y, con
la fama de juerguista que le precedía, encontró un prudente rechazo por
parte de Manuel González, el padre de la chica.
Así, cuando Peris empezó a verse con Dolores en casa de una tía de
ésta, Gracia González, la relación tomó forma hasta el punto de que el
padre autorizó al supuesto enamorado a hablar con su hija a través de la
reja. Hasta ahí, todo normal en una relación propia de aquellos tiempos
entre la clase media adinerada.
Parecía sin embargo existir un problema. Pese a su edad, Ricardo
Peris no se decidía a oficializar su relación con Dolores, dando largas y
más largas al asunto, sin que en ningún momento quedase claro si era por
su carácter poco decidido en esas cuestiones o porque no congeniaban lo
suficiente.
El caso es que una noche, en un baile celebrado en Archidona,
Dolores estaba con sus amigas cuando se acercó aquel novio que tuvo,
Manuel Palomero, para sacarla a bailar. Así lo hicieron y las relaciones que
andaban congeladas, quizá incluso por la presencia de Peris como rival, se
aceleraron sobremanera. Para entonces, el chico ya era médico y, aunque
no había obtenido un nombramiento oficial en el pueblo, representaba un
futuro estable y prometedor. Es cierto que Dolores llevaba casi tres años
de relaciones con el registrador, pero éste no se decidía a dar el paso
definitivo.
Por eso, cuando Palomero se presentó en casa de Dolores y pidió
permiso para hablar con ella a través de la reja, el padre se lo concedió.
Así departían una noche cuando acertó a pasar Peris que, a fin de cuentas,
vivía enfrente. El joven médico, sin cortarse un pelo, llamó a su rival y, con
los dos frente a ella, preguntó a Dolores por cuál se decidía. Ella debió
bajar los ojos y decir: “¿A quién voy a preferir? ¿No es contigo con quien
hablo en la reja?”. El registrador, dicen los testimonios, se retiró en
silencio.
¿Qué pensaba Peris en aquellos momentos? Es imposible saberlo,
pero sí conocemos su actuación posterior. Palomero, después de aquel
encuentro, no tardó más de diez días en pedir oficialmente la mano de
Dolores, estableciendo el compromiso matrimonial. Su rival parecía ser un
elemento catalizador en aquella relación que ella deseaba aunque no tenía
claro con quién.
Dos días antes de celebrarse el matrimonio de Dolores y Manuel, el
propio Peris se casaba por poderes con una muchacha de Torrent, en
Valencia, apenas a 40 km. de su pueblo natal de Alcira. Al parecer habían
sido también novios en su juventud. Muchacha muy enamorada de Peris,
emocionalmente frágil, habría de llevar muy mal el encarcelamiento de su
marido y su condena posterior, hasta el extremo de no declarar en el juicio
y alejarse de él para refugiarse en su familia.
Durante el desarrollo de la vista salió a la luz una carta extraña y a
destiempo. La había escrito Dolores el día anterior a su propia boda y en
ella se despedía de un modo muy sentimental de Ricardo Peris.
 
“Querido Ricardo: No puedes figurarte con cuánto sentimiento y
pena cojo la pluma, por ser la última carta que de soltera te
escribo, cosa que, por más que tú me digas, Ricardo, nunca creí
que entre nosotros pudiera haber sucedido así, sino por el
contrario, habernos unido para siempre con una persona tan
querida para mí, y que por mucho tiempo que pueda pasar, que
será poco, pues me parece que Dios dispondrá pronto de mí.
Jamás te olvidaré, Ricardo de mi vida; no creo que a ti, por más
que me quieras, te suceda eso, y más con lo que hoy me has
dicho; pero no creas que soy rencorosa con nadie, y mucho
menos contigo, aún cuando haya pasado esto entre nosotros,
bien por las gentes, o por mí, o por ti, que todo se ha reunido”
(La Iberia, 18.5.1887, p. 2).
 
Desde luego, no parece que sea la mejor forma de encarar el
matrimonio con Manuel, y esos sentimientos sin duda estuvieron
presentes entre ellos en los primeros tiempos, cuando diversos testigos
mencionan desavenencias matrimoniales, agudizadas por el alcoholismo
del marido. Tras su muerte, esta carta fue encontrada entre los papeles de
Palomero, que debió conocer su contenido muy pronto.
El texto sigue con algunos reproches a la indecisión de Ricardo:
 
“En la tuya dices si quería verte más ‘solo’ todavía; y me extraña
que me digas eso, pues sabes muy bien cuántas veces te he dicho
lo mal que estás así; pero hasta ahora no has encontrado ocasión
de conocerlo, ni mucho menos de poder decidirte a casarte
conmigo. Mucho habrá sido y será tu cariño, pero nunca para
unirte conmigo” (Idem).
 
Indudablemente, late en estas líneas el despecho por la rápida boda
de aquel con el que parece que hubiera preferido casarse, pero que no
luchó por ella ni se decidió a dar el paso de comprometerse. Sin embargo,
la remitente retoma poco después el mismo tono enamorado para su
despedida:
 
“Adiós, Ricardo de mi vida, no puedes figurarte con cuánto
sentimiento estoy escribiendo ésta, pues con las lágrimas en los
ojos, por muchas razones, veo separarme de ti para siempre, por
más que nos veamos en la calle; pero eso para mí no es nada,
pues lo único que deseaba en este mundo no lo he tenido. Hasta
ahí llega toda mi desgracia. Adiós por última vez, Ricardo de mi
alma; dispénsame si te molesto con tanto que te digo, pero a mí
todo me parece poco, pues es como si me hubiera llegado el
último día de mi vida. Yo seré para otro hombre, pero mi corazón
será siempre para ti; siquiera por gratitud no me olvides, y no
harás más que pagarle a tu – Dolores” (Idem).
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Vidas que se cruzan
 
Al escribir esta historia, uno no puede dejar de pensar que es un
modesto documento sociológico sobre la criminalidad española en
aquellos tiempos y sus contrastes, según la clase social donde tuviera
lugar. Es también una breve crónica legislativa sobre los métodos
judiciales de la época. En este caso, además, resalta la historia de una
rivalidad entre dos personas que no pueden ser más disímiles y que, sin
embargo y tal vez por ese mismo hecho, no puede ninguna dominar a la
otra.
Es cierto que Palomero se llevó a la mujer que quisieron ambos pero
es probable, dado el tono de la carta que acabamos de leer y las
desavenencias conyugales de los primeros tiempos, que al marido le
quedara constancia de que su mujer no le quería del modo que él deseaba.
Tal vez le cruzara por la cabeza la certeza de que ella pensaba en aquel
otro al que había retado frente a la reja de la casa de Dolores.
¿Era un hombre tan frío Ricardo como se decía? ¿Fue indeciso en
comprometerse con Dolores o hubo algo ante lo que retrocedió? ¿En ella o
en su entorno, como es el caso de su padre, claramente disconforme con
el carácter díscolo de Ricardo, como dijo en el juicio? Si fuera tan frío
¿cómo consiguió enamorar profundamente a dos mujeres que aparentan
ser igualmente apasionadas? Son incógnitas que es imposible revelar a
partir de las declaraciones judiciales. Entre ellas se deslizan afirmaciones
sorprendentes, dentro de este planteamiento.
Éste es el caso de la declaración prestada por Indalecio Villaverde,
antiguo juez de Archidona, al que Peris encontró en Málaga invitándole a
tomar un café. Según este juez, el registrador estaba inusualmente
expansivo, de un modo como nunca fue su costumbre cuando se
conocieron en Archidona. Por ello, sigue afirmando, le contó de los amores
que había mantenido con Dolores González y algo más.
 
“El testigo advirtió a Peris que Palomero era temible, a lo que
replicó el registrador:
- Soy valenciano, y los de mi tierra no temen a nadie.
El Sr. Villaverde afirma que Peris le dijo que la esposa de
Palomero le vendía sus favores; pero que no estaba contento con
esto solo, pues quería que la deshonra fuera pública en
Archidona para vengarse de que el médico le hubiera quitado la
novia” (La República, 19.5.1887, p. 3).
 
Si esto fuera cierto, señalaría por un momento el resentimiento que
anidaba en el interior de Ricardo Peris, a pesar de estar felizmente casado
con una mujer que le quería y le había dado recientemente un hijo (casi al
mismo tiempo que Manuel y Dolores tenían el suyo). ¿El hombre frío
revelaba de repente todo lo que bullía por dentro? Incapaz de expresar
ese resentimiento a la cara del interesado, ¿iba maquinando su venganza?
Tal vez el imprudente comentario vertido a los oídos de ese juez, con el
que no había tenido especiales confianzas en Archidona, mostrara una
campaña vengativa para que creciera el rumor de las infidelidades en casa
de Palomero.
Ante una acusación tan grave al honor de las personas, el juez de
Antequera mandó que se llevara a cabo un careo entre ambos. Peris
desmintió rotundamente lo dicho por su oponente: “¿Cómo puedo hablar
yo mal de una mujer a quien he querido tanto, y cuya muerte he sentido
tan profundamente?”. Con expresiones de este tipo, no es de extrañar que
la esposa de Peris no acudiera al juicio, circunstancia excusada por él
mismo atendiendo a su estado de salud.
Sin embargo, ¿qué interés podía tener ese juez en mentir? No
mostraba aparentemente relación con ninguno de los implicados en el
crimen. No obstante, se constituía como testigo de la acusación,
pretendiendo el fiscal que resaltara el resentimiento de Peris como motor
para su crimen.
Otros testimonios son muy parciales, dejando la sospecha continua
de que había, entre los familiares de los fallecidos, una alianza decidida en
el intento de culpar al acusado. La tía de Dolores, Gracia González,
manifestó muy segura de sí que el matrimonio con Manuel se llevaba a las
mil maravillas. Cuando el abogado le señaló que durante el sumario había
declarado exactamente lo contrario, la mujer se calló y sólo a instancias
del defensor tuvo que reconocer que no recordaba lo que había dicho.
Eso podría ser un póstumo intento de recomponer la imagen
familiar, a fin de cuentas. La declaración de Manuel González, padre de
Dolores, fue más contundente, hablando del mal carácter de Peris y
acusándole sin mayor prueba del asesinato de su hija y su yerno. Como
luego veremos, José Palomero, hermano del fallecido, iría más allá.
La rivalidad entre ambos hombres y, más ampliamente, entre
Ricardo Peris y la familia Palomero, no se redujo a un simple despecho
amoroso. Hubo también una cuestión de dineros y eso podía llegar a ser
francamente grave en un pueblo.
Se menciona al padre de Palomero como un médico eminente, de
grande y merecida fama en Archidona por haber combatido la epidemia de
cólera que se registró en el verano de 1884. Para entonces, su hijo ya
estaba casado y dos años después habría de morir en la explosión.
También durante el juicio se menciona la muerte del padre. Siendo tan
breve el tiempo entre aquella epidemia de 1884 y los hechos que vamos a
describir, sucedidos en 1885, es posible imaginar que aquel doctor
muriese combatiendo denodadamente la epidemia que asolaba el pueblo.
Pues bien, al fallecer, sus dos herederos (Manuel y José) se
encontraron que las deudas eran mayores que el capital disponible. Había
que vender los derechos que tenía el médico sobre diversas fincas. En
efecto, el dominio era del duque de Osuna (como sobre todo Archidona) y,
aunque el señorío había concluido como tal, la propiedad de las tierras
seguía siendo suya, aunque aquel médico disfrutaba de un censo
enfitéutico. Ello le confería el derecho de trabajar esas tierras y obtener
los beneficios oportunos, siempre que pagara el canon anual al propietario
real.
Pues bien, esos censos son los que la familia Palomero quiso
revender a otros para obtener liquidez con la que satisfacer las deudas.
Sin embargo, la valoración en ese momento del censo estaba en manos del
registrador de la propiedad: Ricardo Peris.
La gestión realizada por éste se antoja impecable, lo que estaría de
acuerdo con la eficacia que casi todo el mundo le reconocía como
profesional. Evaluó esos censos en el 3 % del valor de las tierras. La
familia se opuso argumentando que tradicionalmente fue del 5 %, aunque
no tenía ninguna prueba documental de su afirmación. Peris hizo una
gestión ante la Administración de Rentas malagueña donde se le confirmó
oficialmente que su valoración era correcta.
A la familia Palomero se la llevaban los demonios. La diferencia
entre ambas valoraciones podía alcanzar las cinco mil pesetas de la época,
cantidad nada despreciable. Pasadas unas semanas, José Palomero fue al
despacho de Peris para entregarle un oficio que había conseguido en
Málaga donde se afirmaba que debía abonarse por el censo el 5 %. Siendo
del mismo origen administrativo que el organismo que le había afirmado
lo contrario semanas antes, Peris se olió que aquello era una falsificación y
denunció el hecho.
Se reclamó el testimonio de José Palomero que afirmó que, estando
en una pensión malagueña donde pernoctaba mientras hacía las gestiones
ante la Administración, se le había acercado uno que dijo ser oficial de
Rentas para entregarle ese oficio, como fruto de sus gestiones. Aquello
era una patraña, pero al menos no salió mal librado el acusado de la
falsificación, aunque quedándose definitivamente con el 3 % como
valoración del censo de aquellas fincas.
Entonces intervino Manuel Palomero, denunciando a su vez a Peris
por algún delito administrativo que no se explicitó durante el juicio. En
todo caso, se resolvió a favor del registrador, no sin que Manuel le
amenazara con cobrarle la diferencia entre las valoraciones “de cualquier
otra manera”. Este hecho fue negado por su hermano José Palomero
durante el juicio, intentando cargar las culpas sobre Peris. Sin embargo,
cuando el abogado le señaló que había declarado en el sumario que sí
hubo amenazas de su hermano, quedó desconcertado y dijo sentirse
mareado por el calor reinante en la sala.
Es después de aquellas amenazas cuando sucedió el incidente entre
ambos que probablemente fuera la causa directa del crimen. Se produjo el
1 de noviembre de 1885 en el lugar más concurrido de Archidona: su
paseo. Como era tradicional, por allí caminaban los miembros de la clase
media del lugar, se cruzaban y saludaban, se intercambiaban comentarios,
chismes y negocios, había una intensa y cotidiana vida social.
Pues bien, esa tarde se cruzaron Ricardo Peris y Manuel Palomero.
No se sabe de qué hablaron y qué justificó la discusión de la que algunos
fueron testigos lejanos. Sin embargo, sí hubo coincidencia en cómo
terminó: Manuel asestó una bofetada a Ricardo, derribándole.
José Palomero, que no estaba allí, dijo haber oído comentarios de lo
que murmuró Peris al levantarse: “¡No te irás de este mundo sin
pagármela!”. Otro afirmaría que lo que dijo fue: “Los valencianos sabemos
tomarnos nuestra venganza”, afirmación que se asemeja curiosamente a la
que sostenía aquel juez que Peris le había dicho en el bar de Málaga.
El único testigo del hecho y bien cercano porque era Luis Iscar,
pariente de Dolores, que paseaba con el propio Manuel, afirmó durante el
juicio que Ricardo Peris no dijo absolutamente nada cuando él mismo le
ayudó a levantarse. Lo único que hizo fue continuar su camino.
De este suceso se pueden extraer dos conclusiones. La primera es
que el enfrentamiento debía haber sido contemplado por muchos, pero
pocos eran testigos fiables. El rumor se extendería por todo el pueblo,
especulando sobre lo que había sucedido, qué dijo cada cuál, qué
venganza adelantó Peris a su rival. Estos rumores coincidían
sospechosamente con el intento de la familia de acusarle durante el juicio.
Por otro lado y aunque, como parece, el registrador no dijera nada
tras la bofetada, uno no puede dejar de pensar que con ella Manuel
Palomero estaba sellando su propia muerte. Incluso el silencio de Peris
sólo podía engendrar resentimiento y odio en una persona cobarde
físicamente, incapaz de enfrentarse a golpes con aquel médico, rival por
tantos motivos.
 
 
 
 
 
 
 
 
El paquete de Málaga
 
Pese a la tendenciosidad de algunos testigos del fiscal, siempre
proclives a culpar al acusado por la muerte de su amigo o familiar, era
indudable que existía un antiguo resentimiento de éste con el fallecido. La
actuación del magistrado Eusebio Martín estuvo destinada desde el
principio a encontrar pruebas concretas contra Peris a través de las dos
cajas explosivas enviadas. Alguien había tenido que facturarlas y, a partir
de ese hilo, se podía encontrar al culpable del doble crimen.
Para ello, como se ha dicho, pidió ayuda al gobernador de la
provincia. Para entonces, la policía judicial sólo existía sobre el papel, de
manera que dicha autoridad proveía para la investigación los medios que
entendiera necesarios a su arbitrio. En esta ocasión el juez instructor
habría de disponer de una pareja de guardias civiles: los señores Tenorio y
Gay.
Ambos fueron, en primer lugar, a Granada, el lugar desde el que se
había expedido la primera caja explosiva en agosto, la que permanecía
intacta en manos del juez. Allí no encontraron ningún rastro ni nadie pudo
decirles nada. Sin embargo, como se sabía que el principal sospechoso
viajaba con regularidad a la capital malagueña para despachar asuntos
administrativos con las instituciones de las que dependía, se encargó a
Francisco Medel, jefe de la guardia civil en la capital, que indagara sobre
sus actividades allí.
Éste mandó hacer preguntas y de ese modo fue informado de que
Ricardo Peris, cuando viajaba a Málaga, se hospedaba en una fonda
llamada La Perla. Ése era el hilo que habría de conducir a revelar los
entresijos de aquel envío criminal. En efecto, la dueña del establecimiento,
Juana Pastoril, confirmó que el señor Peris había estado en la fonda a
primeros de agosto.
El señor Medel pudo consultar los libros de registro, como luego se
haría minuciosamente durante el juicio. Allí figuraba el ingreso el 4 de
agosto de un tal Sr. Pérez. Eso fue motivo en el estrado para que el
defensor sostuviera que, al no registrarse el nombre de Peris, eso no
demostraba la estancia de su cliente en la capital. La señora Pastoril hizo
notar que el escribiente de la fonda debía haberse equivocado porque, a
continuación de la referencia al Sr. Pérez, había escrito “De Archidona.
Registrador”, lo que para el fiscal era inequívoco.
De todos modos, el testimonio de esta señora se reduciría a este
detalle y poco más. Ella no podía recordar esa estancia, pero sí dos
testigos de cargo que serían decisivos para establecer la autoría de aquel
envío. El primero se llamaba Salvador Martín y tenía 42 años, camarero en
la fonda. Era la primera pieza en el puzle del intrincado camino que había
seguido Peris para enviar la primera caja explosiva.
 
“Conozco –dice- a D. Ricardo Peris, porque a mí me llamó un día
que llegó en el tren, y se puso a almorzar y me dijo: Cuando
termine Vd. de almorzar suba Vd. a mi cuarto, que tengo que
darle un encargo. Subí y me dijo: ¿Quiere Vd. ir a Granada a
facturar una cajita? No puedo ir –le contesté- hasta que se lo
diga a mi señora. Mi señora no quiso que yo fuera porque me
dijo: ¡No sea que sean papeles políticos!
Esto fue mucho antes de Pascua; por el verano. El Sr. Peris me
ofreció trescientos reales por facturar la caja. Como la señora me
mandó que no fuera y yo le dije que no iba, él me dijo que
buscara a uno que hiciera el encargo. Entonces yo le dije a José
Peña que si quería facturar una cajita” (El Imparcial, 21.5.1887,
p. 4).
 
Peña era mozo de la estación de Málaga y se prestó encantado a
hacer el encargo por la cantidad estipulada. Se acercó a la fonda, pero no
entró. Peris aguardaba al camarero en el patio y le dio el dinero para Peña
en tres papelitos, diciéndole que se bajara en la estación de Salinas (entre
Loja y Archidona) porque allí habría un hombre esperando bajo un árbol.
Él le daría la caja que tenía que facturar. El camarero, obediente y aliviado
de librarse de esa responsabilidad que podría complicarle la vida, salió de
la fonda y transmitió el encargo al mozo que esperaba, al tiempo que le
daba el dinero.
El registrador salió de Málaga aquel mismo día y José Peña, con el
dinero en el bolsillo, cogió el tren que salía para Granada a las siete de la
mañana siguiente. Al llegar a la estación de Salinas, como estaba
convenido, se bajó fijándose en un hombre alto vestido de cazador, con
patillas y gafas, que aguardaba debajo de un árbol.
 
“Me fui a la estación de Salinas, vi al cazador y le dije: Servidor
de Vd., aquí está el recomendado de Salvador Martín. El cazador
estaba debajo de un árbol y me llevó a debajo de otro árbol. Y me
dijo: ¿Qué cantidad ha recibido Vd. de Peña? –Quince duros en
tres papeles. –Pues conforme.
Le pregunté que a nombre de quién había que facturar la caja, y
me dijo: Ahí va en un papel para hacer la declaración. Y tal como
me lo dijo, tal como lo hice.
Llegué a la estación de Granada y facturé la caja, que iba
envuelta en un pañuelo de malvas, y un papelito suelto…
La persona que estaba en Salinas es esa misma que está sentada
ahí (señalando al banquillo de los acusados). No me cabe
ninguna duda. Ese es el que me entregó a mí la caja” (Idem).
 
La cuestión no acaba ahí, porque había un encargado de llevar los
paquetes desde la estación de ferrocarril de Archidona hasta sus
destinatarios. Éste era un chico de doce años, Juan Bautista Roda,
conocido como “Pavón”. Si se acordaba del envío de aquella cajita para el
Sr. Palomero fue por un detalle sucedido cinco o seis días después y que
narró con gran aplomo ante el tribunal. Luego sería corroborado por el
conductor del coche que transportaba a pasajeros y bultos desde la
estación hasta Archidona: Francisco Ramón Luque, así como por su hijo
Manuel que le acompañaba.
Según el relato del muchacho Pavón, Peris le detuvo junto a la
estación. Sin embargo, antes de que dijera nada llegó el coche de
transporte dentro del cual se encontraba un capitán de la guardia civil.
Entonces el registrador le dijo al muchacho: “Tengo algo que decirte pero
no me acuerdo”. Subieron todos al coche y partieron para Archidona.
Allí, cuando el chico caminaba por la calle de Peris, éste volvió a
salir a su reja y le llamó, como acordándose de lo que le iba a decir. El
breve diálogo era tan incriminatorio para Peris, su versión de los hechos
tan distinta, que el juez determinó algo que se acostumbraba entonces en
los tribunales: un careo entre los dos, frente a frente ante el juez y el
público. Pese a lo intimidante que podía ser su situación, el muchacho
mantuvo firmemente toda su declaración.
 
“El acusado: Me afirmo y ratifico en cuanto tengo manifestado
respecto a la pregunta que hice en Archidona al testigo.
El zagal: Lo que es verdad es lo que yo he dicho. Vd. me dijo a
mí, yendo por la puerta de doña Clementina Checa, si había
venido una caja para D. Manuel Palomero. En esto que venía
Palomero detrás y Vd. me dijo: ¡Calla, calla, que viene ahí! Así
que pasó, yo le dije que la caja no era grande ni chica, que yo se
lo preguntaría a D. Manuel y Vd. me dijo: ¡No, no se lo digas a
nadie!
El acusado: La pregunta mía fue que si se había recibido una caja
para mí y tú me dijiste que no se había recibido más que una caja
para Palomero y que tú la habías llevado a casa de él. Al decir
esto, venía Palomero y como se trataba de una persona con quien
yo no estaba en buenas relaciones, yo te dije que te callaras para
que no oyera que hablábamos de él.
El zagal: Vd. por la cajita que me preguntó a mí fue por la cajita
de Palomero” (El Imparcial, 21.5.1887, p. 3).
 
Todos los testimonios iban alumbrando el camino seguido por la
dichosa caja desde que Peris hiciera el encargo en Málaga de buscar a
alguien que la remitiera desde Granada, hasta llegar al hogar de los
Palomero. Es de imaginar la inquietud del autor del envío cuando pasaran
los días de agosto y viera a su rival paseando tranquilamente por
Archidona, como si la caja no hubiera sido enviada nunca.
En todo caso, las circunstancias que rodearon a estos testigos fueron
objeto de debate en el tribunal, a partir de su testimonio. Tanto el
camarero como el mozo José Peña fueron abordados en Málaga, después
de la explosión, por el mismo Ricardo Peris, que les conminó a no hablar
dándoles unos cuantos duros para que así lo hicieran. Entre ambos incluso
lo comentaron y Salvador Martín le dijo al muchacho que él sabría lo que
hacía porque el registrador podía ser peligroso y mandar pegarles un tiro.
Les era evidente la secuencia de los hechos y su responsabilidad en
ello, pero cuando vieron a la guardia civil en la fonda y el Sr. Medel
interrogó al camarero, éste lo contó todo, en vista de lo cual José Peña
hizo lo propio. Ambos fueron encarcelados en Archidona para estar a
disposición del juez. Allí incluso Peris, que también estaba preso, se volvió
a acercar a Salvador Martín para ofrecerle dinero y protección en forma
de un abogado que le garantizara una adecuada defensa. El camarero lo
rechazó, según dijo al tribunal, con indignación al haber sido implicado en
un hecho criminal por el mismo que ahora le ofrecía protección.
El camino de la primera caja explosiva parecía quedar claro
entonces, a través del testimonio de todas las personas implicadas en su
traslado. Quedaba por saber algo más fundamental, si cabía: ¿cómo había
tenido lugar el envío desde Sevilla?
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
El paquete de Sevilla
 
Lo que parecía más sencillo de resolver, el envío desde la capital
hispalense, terminaría siendo el mayor objeto de controversia y confusión.
La gestión del guardia civil Sr. Tenorio se desarrolló con más normalidad
que la efectuada en Málaga.
Se trasladó pronto a Sevilla y allí fue hasta la Central de Expedición
del Correo. Tenía la ventaja de la proximidad en el tiempo, puesto que no
habían pasado ni tres semanas desde que se efectuara el envío. En dicho
local habló con el factor, un tal Manuel Pablo, que recordaba bastante bien
a quien había facturado aquel paquete para Archidona. Probablemente,
para entonces ya sabía del suceso habido y la presencia del guardia le
hacía atar cabos. Se ofreció a acompañarle hasta la fonda El Cisne, puesto
que había sido el mozo de la misma quien había facturado el paquete el
día 19 o 20 de diciembre.
Cuando llegaron a la fonda preguntaron hasta dar con un gallego de
Tuy, de 43 años, que servía de mozo. Éste afirmó que era verdad que había
facturado el paquete para hacer el servicio a un caballero que así se lo
había pedido. Tras dar algunas explicaciones sobre el mismo y, para su
sorpresa, el guardia le dijo que tenía que acompañarle a Archidona en
calidad de detenido.
Al llegar a la localidad fue enfrentado en una rueda de presos con
varios individuos, entre los que reconoció inmediatamente a quien le había
hecho el encargo que le obligaba a estar entre rejas. Era Ricardo Peris.
Tras el reconocimiento, el juez mandó efectuar un careo entre
ambos en el cual Francisco Ignacio Álvarez, que así se llamaba ese mozo,
estuvo particularmente agresivo.
 
“Advirtióse entonces en el Sr. Peris un ligero y apenas
perceptible movimiento de sorpresa, del que se repuso bien
pronto.
- Por Vd. –decía el mozo, que es un gallego de Tuy, muy
templado- me veo yo en manos de la justicia y traído y llevado
por la Guardia Civil como un criminal. ¿Para qué me
comprometió usted con el encargo de la caja? ¡Tonto de mí, no sé
por qué le hice caso! ¿Para qué me ha metido usted en estos líos?
Vd. es el que ha matado a esos pobrecitos y por culpa de Vd.
estoy yo aquí.
- Ni yo conozco a Vd. –dijo el Sr. Peris- ni en mi vida le he visto, ni
he matado a nadie” (El Imparcial, 16.5.1887, p. 2).
 
Según la declaración ampliada del mozo, los hechos empezaron con
la llegada de Peris a la fonda el 15 de diciembre. No fue hasta el 19
cuando, en el pasillo que daba a su cuarto número 7 en la fonda, el
registrador le hizo el encargo mencionado, que él aceptó sin rechistar por
una propina.
El envío de la caja la efectuó el día 20 temprano, justo antes de
acompañar al propio Peris llevándole la maleta hasta la estación de
Córdoba donde debía tomar un tren aquella misma mañana. Su
declaración fue simplemente ésta, pero implicaba directamente al acusado
en la facturación de la caja que habría de matar a Manuel Palomero y su
mujer.
Era necesario buscar una coartada para negar validez a la
contundente declaración del mozo gallego, que repitió sus invectivas en el
tribunal, durante el careo al que fue obligado con Peris.
Si los testimonios en contra del acusado se habían acumulado al
declarar los familiares y amigos de las víctimas, todo cambió cuando se
llamó a declarar a diversos miembros de la familia política de Peris.
José Belmont, su suegro, poseía fincas en Torrent, así como un piso
en Valencia. Afirmaba que su yerno había llegado hasta la población
valenciana el 15 de diciembre. Continuaba diciendo que uno de sus hijos
permanecía enfermo en el piso de Valencia, por lo que encargó a su yerno
que acudiera allí, velara por él y lo condujera hasta el pueblo en cuanto
pudiera.
 
“Mi hija y su marido anduvieron juntos aquellos días visitando al
enfermo y con varios amigos. El 23 fue cuando acordamos
trasladar al enfermo al pueblo en un carruaje. A mi yerno le tocó
ir en el pescante al lado del cochero. Quizá por esa circunstancia
sería por lo que el guardia civil que lo vio entrar así creyó que
acababa de llegar de Andalucía” (La Época, 20.5.1887, p. 2).
 
El motivo y las fechas eran ingeniosas puesto que, además del
guardia civil de Torrent ya mencionado, el oficial de registro del mismo
pueblo afirmó ante el tribunal que nadie vio en la localidad a Ricardo Peris
hasta el 23 de diciembre. De esta forma, la justificación de su ausencia
desde el 15 hasta el 23 quedaba en manos de su suegro y familiares. Un
juez que fue de Torrent declaraba en el juicio algo que había oído en
Gandía de este mismo José Belmont: “Dijo: Yo lo arreglaré todo en Madrid
llevando un carro de onzas”. El golpe de efecto vino de la mano de Casta
Palomero, prima del fallecido, que declaró haber recibido una carta de
Peris desde Torrent fechada el día 17 ó 18 de diciembre, garantizando
que, después de los últimos roces habidos, había cumplido su promesa de
alejarse de Archidona. ¿Quién envió realmente esa carta?
Si Peris era culpable y no estuvo aquellos días en tierras
valencianas, las “onzas” debieron quizá repartirse con cierta profusión.
José Casado, oficial de registro de Archidona y subordinado de Peris,
afirmó con rotundidad que éste no había podido estar en Málaga en
agosto porque se encontraba en la oficina cada día de aquel mes. Tan sólo
marchaba a caballo por las tardes hasta su cortijo.
Los cortijeros Juan Berrocal y sus dos hijos, Vicente y Deogracias,
confirmaron las diarias visitas de Peris a sus tierras. ¿Realmente había
estado en Málaga en agosto o era un infundio como él proclamaba?
¿Había permanecido en tierras valencianas en el mes de diciembre, tal
como afirmaba su suegro, o escapó en una breve incursión a Sevilla? El
abogado defensor intentaba acumular testimonios favorables a la coartada
de Peris del mismo modo que el fiscal cargaba la prueba en el testimonio
de aquellos mozos y camareros que supuestamente le habían ayudado en
los envíos de las cajas explosivas.
La estrategia de la defensa, de todos modos, debía descansar en el
testimonio del propio acusado, si éste llegaba a ser coherente y conseguía
justificar todas las pruebas que se iban acumulando contra él.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Ricardo Peris explica
 
El 16 de mayo de 1887 se abrió la vista pública del juicio. Dada la
expectación reinante se habilitó para celebrarlo el Salón de Plenos del
Ayuntamiento. A pesar de ello, aquella mañana estaba repleto, quedando
numerosas personas en la calle sin poder acceder al interior, donde hacía
un calor sofocante.
A las 11.30 el presidente de la Audiencia, Sr. Pérez y Torres, declaró
abierta la sesión. Se leyó un extracto de los hechos que constaban en el
sumario durante tres cuartos de hora y luego tuvo lugar el interrogatorio
del acusado. Lo llevó a cabo el fiscal, Sr. Castro Almendro, siendo seguido
por el acusador privado, Sr. Guerrero Delgado, representando al huérfano
del matrimonio asesinado.
Nos enteramos así de que Ricardo Peris llegó a Archidona el 5 de
diciembre de 1881 para ocupar la plaza destinada de registrador.
Enseguida y ante la expectación del público (donde había numerosas
damas), se pasó a describir las relaciones que mantuvo con Dolores
Gómez y las oscuras circunstancias de su ruptura.
Así, manifestó que tuvieron relaciones “para casarse” desde 1882
hasta septiembre de 1885. En esa fecha le llamó Manuel González para
hacerle una extraña proposición. Le dijo, sin mayores explicaciones, que
se había presentado a verle el médico Manuel Palomero para pedirle la
mano de su hija, aclarando que negársela sería un gran desaire puesto
que tenía comprados incluso los muebles de la futura casa del matrimonio.
Llegado a ese punto y, ante la consternación de Peris, le hizo la propuesta
de que “dejara” que Dolores y Palomero tuvieran relaciones durante
quince días, de manera que luego se llevaría a su hija a Málaga y, pasado
el escándalo, volvería con ella para que pudiera casarse con Peris.
El registrador no quiso pasar por un cambalache semejante y rompió
relaciones con Dolores aquel mismo día. De hecho le envió una carta
anunciándolo y recomendando que se casara con Palomero.
 
“Presidente: Ha dicho que recibió una carta de doña Dolores
González el mismo día en que ésta se casaba con Palomero. ¿Qué
objeto tenía esa carta?
P: Lo ignoro; pero cuando escribió el mismo día en que se
casaba, no debía tener nada de particular.
Presidente: ¿Y no procuró usted averiguar qué se proponía, cuál
era el objeto para que le llamaba a usted doña Dolores González?
P: No, señor.
Presidente: ¿Recibió usted la carta de doña Dolores?
P: Recibí primero la carta, y luego un recado para que nos
viésemos.
Presidente: ¿Cómo explica que se haya encontrado la carta entre
los papeles del Sr. Palomero?
P: Porque yo se la devolví aquel mismo día a doña Dolores.
Presidente: Su matrimonio de usted ¿lo contrajo por poderes el
día antes del en que se celebró el de doña Dolores y Palomero?
P: Dos días antes.
Presidente: ¿Y cómo así, o por qué lo hizo usted tan de repente y
de esa manera?
P: Porque en el momento en que rompí las relaciones con doña
Dolores González me propuse que mi decisión fuese irrevocable
y, para eso, nada mejor que casarme antes que ella.
Presidente: Es decir ¿Qué usted abrigaba temores de que
ocurriese algo entre usted y ella si usted permanecía soltero?
Después del matrimonio ¿qué relaciones mantuvieron ustedes?
P: Yo no he dejado de apreciarla, pues ninguna ofensa me había
hecho” (La Iberia, 18.5.1887, p. 2).
 
El exterior del acusado, al decir de las crónicas, era calmado y frío,
tal como por otra parte es descrito anteriormente. Es evidente que da una
interpretación de sus relaciones con Dolores de acuerdo con su objetivo
fundamental: mostrar que, por su parte al menos, no había enemistad con
Palomero.
Sin embargo, los hechos objetivos que él mismo describe presentan
un cuadro contradictorio con esa frialdad sentimental de que hace gala.
Puede ser cierto que la carta que posteriormente sería leída, aquella tan
apasionada de la novia en vísperas de casarse, fuera rechazada sin abrir
por Peris y terminara devuelta al futuro hogar de la pareja y por ello en
manos de su marido. Es de imaginar la furia del mismo al comprobar los
arrebatos amorosos de quien iba a ser su mujer. Es probable que parte de
las desavenencias iniciales en el matrimonio partieran de esa carta.
La actitud de Peris es la de un hombre ofendido por el padre de
Dolores, al que culpa varias veces durante su declaración de abrigar
malos sentimientos hacia él, y por el hecho de haber sido preterido frente
a un rival más decidido y mejor visto que él en la familia de Dolores.
Su encono se revela en la extraña propuesta que dice haber
escuchado de Manuel González y que éste, durante el juicio, rechazará
con toda energía. Tal vez le dijera que cediera el paso a Palomero pero, si
la propuesta de éste de casarse no terminaba de concretarse, siempre
podría volver con él. Es una actitud despreciativa pero que no supone el
cambalache de causar un escándalo, llevarla a Málaga y luego volver
como soltera de dudosa fama para casarse con él.
En todo caso, el resentimiento y el despecho debían ser dominantes
en esta situación. Podría entenderse una frialdad interior que justificara,
después de tres años de relaciones, que le dejaran a un lado y él no
quisiera saber nada más del tema. Pero ¿por qué es despreciado en
septiembre y se casa dos meses después? Con una muchacha a la que
había conocido en 1877, según manifestó, cuando era promotor fiscal en
Torrent. Al parecer, el futuro suegro tenía interés en esa relación que
debía mantenerse a distancia durante cuatro años al menos, hasta que él
iniciara la suya con Dolores. Luego, es rechazado y manda recado
inmediatamente a esa muchacha que aguardaba no sabía qué para casarse
con toda urgencia, haciéndolo por poderes porque en ese momento no
podía dejar el trabajo en Archidona. ¿Cuál era el motivo de la prisa sino
demostrar a Dolores que la relación también había terminado por su parte
y que era irrevocable? Además, ¿qué mayor triunfo que decirle, en justa
venganza: si tú te casas yo me caso antes que tú?
En fin, la frialdad de maneras de Ricardo Peris no está de acuerdo
con los sentimientos que debían obrar en su interior. En todo caso, revela
el propósito suyo y del abogado defensor, de presentar un cuadro
coherente y favorable, incluso por encima de presunciones y testigos,
respecto a una actuación impecable por parte del acusado. Se trataba de
negar el motivo, la oportunidad y los medios, a través de su declaración.
Incluso en el tema de la bofetada, sucedido poco después. Niega por
completo que tuviera relación con sus amoríos anteriores con Dolores o
cualquier situación de este tipo, y sí con la controversia legal sobre los
censos que detalla con gran minuciosidad. Afirma que no respondió a la
ofensa por comprobar que Palomero estaba borracho y no aumentar la
pendencia, incluso cuando le aconsejaron por la tarde que interpusiera
una querella.
Tras negar reiteradamente el motivo, había de pasar a hacer lo
mismo con la oportunidad. Tal como luego acumularía testigos la defensa
(todos subordinados o familiares de Peris), éste no faltó en agosto a su
trabajo haciendo visitas periódicas al cortijo. Es cierto, según se ve
obligado a admitir ante el fiscal, que dichas tierras están muy cerca de la
estación de Salinas. También accede al hecho de que en su cortijo se
hubieran empleado barrenos aunque defiende que el material era el
proporcionado y utilizado por el barrenero, sin que él tuviera nada que
ver.
Luego defiende con la mayor precisión posible la secuencia
cronológica en Torrent y Valencia, que justificara los testimonios que
luego habrían de venir. Así, dice que salió de Archidona el día 14 de
diciembre llegando a Torrent al día siguiente. Por entonces, como
manifestaría su suegro, uno de sus cuñados estaba en el piso familiar de
Valencia junto a otro que se encontraba enfermo.
Por ello él se movió entre ambas poblaciones aunque su estancia
principal fue en la capital hasta el día 20 en que volvió a Torrent en el
coche. Fue entonces cuando envió a Casta Palomero la carta que luego
habría de citarse como prueba de que estaba allí aunque todo da una
sensación de estar preparado como coartada. Se niega a dar detalles de lo
que hizo en Valencia durante esos días en que otros testigos le situarán en
Sevilla, afirmando que sólo vio a la familia.
Las declaraciones son minuciosas y tratan de recoger todos los
hechos que luego habrían de verse y que constaban en el sumario, de
conocimiento del abogado defensor. Les da una explicación y ofrece una
coartada sobre aquellos días decisivos pero deja el peso de la prueba
siempre en manos de familiares y subordinados, no hay testigos objetivos
de los hechos que afirma.
Naturalmente, eso implicaba negar todo contacto con los testigos
que afirman reconocerle. Ni el camarero y el mozo de Málaga, ni mucho
menos el de la fonda sevillana, ciudad que admite no haber visitado nunca,
le habían visto. Todos se equivocaban al reconocerle. Deja insinuaciones
de que el clima de pasión sobre el caso les ha influido o incluso, como
luego será argumento de la defensa, sus testimonios están teñidos de
parcialidad por el hecho de que los guardias civiles dieran sus señas
aproximadas al preguntar por él.
Finalmente, los medios. Sus declaraciones suenan a mentiras.
Afirma desconocer por completo las ciencias físicas. ¿El que defendía años
antes ser uno de los pocos españoles en direccionar un globo aerostático,
no sabía nada de física? Por otro lado, apenas entendía nada de
carpintería. El estuche para trabajar la madera que obraba en su poder
era un recuerdo de su padre. Cuando le hacen notar que se ha encontrado
en su casa un barquito hecho en tal material, afirma que intentó
construirlo sin éxito alguno dejándolo en la mitad.
Pese a todos sus intentos, los hechos más verosímiles empiezan a
acumularse en su contra. Los testigos no se amilanan al enfrentarse a él
en un careo, siguen afirmando que fue la persona que mandó facturar las
cajas. Sus intentos de confundirlos, como será el caso de aquel muchacho
Pavón, se pierden sin conseguir su objetivo. Mientras tanto, se agarra a su
primera versión de los hechos: no hubo resentimiento alguno hacia
Palomero, sus relaciones con Dolores se acabaron antes de la boda de
ésta, no estuvo en Málaga ni Sevilla en esas fechas, no facturó caja alguna
porque, entre otras cosas, ni siquiera sabría hacerlas.
Cuatro días después de comenzado el juicio, dos periodistas de “El
Resumen” le visitaron en la cárcel. Allí entretenía el tiempo enseñando a
un pequeño delincuente, el “Maestrillo”, a leer y escribir mientras éste le
facilitaba la vida en prisión a través de algunos favores y recados.
 
“Los redactores… visitaron en la cárcel anteanoche al procesado
señor Peris, el cual les manifestó que empezaba a desalentarse
porque advierte en la opinión y en el tribunal señales inequívocas
de un juicio desfavorable a su persona; pero insistió en
proclamarse inocente, suponiéndose víctima de multitud de
rencores y pasiones mezquinas de las que tantos estragos
producen en las pequeñas localidades, a la vez que de
circunstancias fortuitas que parecen haberse concertado en daño
suyo.
Negó ser ateo ni materialista, como se había dicho, y se lamentó
vivamente de haber abandonado la carrera fiscal. Parecía
preocupado, le tiemblan las manos y su cara está demacradísima,
y dijo que el primer día asistió confiado al juicio; que el segundo
no pudo librarse de una gran excitación nerviosa, y que anteayer
temió no poder asistir, porque después del almuerzo le acometió
una especie de desvanecimiento” (La Época, 20.5.1887, p. 2).
 
¿El acusado a punto de derrumbarse? La prueba, desde luego,
estaba siendo fuerte para cualquier espíritu templado, pero habría que
matizar alguna cosa. Por ejemplo, el empeño periodístico en presentar a
los criminales como víctimas de lo sucedido, como personas que sufren y
se tambalean. Es algo bastante habitual para excitar compasión y algún
sentimiento morboso en el lector de la época.
No hay que descartar tampoco que sea una táctica de la defensa.
Después del juicio, Ricardo Peris empezará una campaña periodística para
volver a la opinión pública a su favor de cara al recurso de casación, que
se celebraría en Madrid. En un momento le dejan incomunicado y, pocos
días después, los periódicos traen la noticia de que está gravemente
enfermo y se le han dado los últimos sacramentos. Sin embargo, al poco
tiempo está listo para presenciar dicho recurso en el tribunal.
De manera que en este juicio todo son tácticas exculpatorias por
parte de la defensa, aún siendo algunas explicaciones poco verosímiles, e
intereses concertados por ambas partes, sea para culparle o para lo
contrario. Es difícil entrever cuál era la verdad del asunto, salvo por la
piedra angular de la acusación: los testimonios de unos muchachos medio
incultos (la mayoría afirma no saber ni leer ni escribir o hacerlo a duras
penas) que han identificado a Ricardo Peris como el hombre que les pidió
que facturaran una caja con destino a Archidona.
 
 
 
 
 
 
 
Las dudas del defensor
 
En el sumario instruido previamente existía una prueba de cargo por
parte de peritos objetivos. Según afirmaban varios calígrafos consultados
por el juez, la letra recogida en las cajas y la existente en los libros de
registro de Archidona, de manos de Ricardo Peris, mostraban analogías y
semejanzas suficientes para poder afirmarse que estaban hechas por la
misma mano.
Por ello llamó el fiscal, durante la segunda jornada del juicio, a los
peritos Antonio Goyanes y José García, ambos sacerdotes del colegio de
escolapios de Málaga. Sus declaraciones no pudieron ser más
decepcionantes para la acusación. En primer lugar, se presentaron como
peritos caligráficos pero admitiendo que no poseían título alguno para
ostentar tal calificación. El fiscal no se inmutó ante esto, ya que no
existían títulos oficiales de caligrafía y, en todo caso, su condición de
sacerdotes garantizaba la objetividad y seriedad de sus actuaciones.
Al preguntarles por el informe previo, sin embargo, el fiscal se llevó
una mala sorpresa:
 
“Decíamos que al examinar las letras de los rótulos que tenían
dos cajas que se nos presentaron, notamos y podemos asegurar
que están hechas por la misma mano.
Después examinamos y comparamos la letra que tenían algunos
rótulos de libros que se nos presentaron y encontramos algunas
de ellas que parecían se asemejaban, sin que esto sea decir que
fueron hechas ambas letras, o sean las de los rótulos de las cajas
y las de los libros, por una misma mano” (La Correspondencia de
España, 20.5.1887, p. 1).
 
Al escuchar esta respuesta el fiscal, evidentemente nervioso, pide al
tribunal que se lea el informe que figura en el sumario, lo que apoya la
acusación privada pero a lo que se opone el abogado defensor, pues no
estaba prevista dicha lectura. Tras una deliberación se termina por leer
dicho informe donde se entiende la completa semejanza y analogía de las
letras de cajas y lomos de libros.
El testigo no se inmuta y empieza una elucubración sobre posibles
similitudes entre personas diferentes, amén del hecho de que algunas
imitan perfectamente los rasgos de otras. En suma, que sí hay analogías y
semejanzas pero que no es una prueba concluyente de que ambos rótulos
estén hechos por la misma mano. El fiscal eludiría en sus conclusiones
toda referencia a esta prueba a partir de ese momento.
Pero las sorpresas no habían acabado. El último día del juicio
declaraba José Casado, subordinado de Ricardo Peris en el Registro de
Archidona. Después de afirmar que su jefe había estado en el pueblo
durante todo el mes de agosto, como mencionamos anteriormente, se
detuvo y soltó una declaración sorprendente e inesperada.
Le constaba que el fallecido Manuel Palomero buscaba dinamita
para hacer una “máquina infernal”. No sólo eso, podía presumir que el
destinatario de tal instrumento criminal era su suegro: Manuel González.
Ante la mirada atónita que debía tener el fiscal e incluso los miembros del
tribunal, insistió en que se encontraba entre el público un íntimo amigo de
Palomero, José Quirós, que lo sabía de primera mano.
El abogado defensor, que tenía previsto el incidente, pidió
inmediatamente que Quirós prestase declaración en el estrado. La
acusación privada se opuso en base a que su testimonio no figuraba en el
sumario y al hecho de que el mencionado testigo no permanecía aislado
hasta su declaración posible, sino que había escuchado como público todo
lo que allí se había dicho. El fiscal, hay que decir que con apenas tres
meses de experiencia en el puesto, dudaba.
Los abogados empezaron a porfiar ante el presidente que, a la vista
de la inesperada situación, interrumpió la sesión para que el tribunal
deliberara. Tras unos minutos y a la vista de que el ministerio fiscal no se
oponía, el tribunal aceptó la declaración de Quirós.
Ante la expectación de toda la sala subió al estrado el interpelado.
Se identificó, en efecto, como un íntimo amigo de Manuel Palomero.
Explicó que no había declarado en el sumario porque era poseedor de un
grave secreto que se había resistido a revelar para no perjudicar la
imagen de su amigo.
En todo caso, dijo que lo había comunicado solamente a Juan
Franquelo, registrador de la propiedad en Antequera. Se entiende que
éste le había ido con el comentario al escribiente de Archidona, a raíz de
los sucesos infaustos habidos en casa de Palomero. Pues bien, él podía
afirmar de primera mano que el fallecido, habiéndole visitado en
Antequera, fue a dar un paseo con él una tarde.
En ese momento le reveló confidencialmente su propósito de atentar
contra la vida de su suegro, Manuel González, porque éste acababa de
casarse con una muchacha joven y ello ponía en un riesgo evidente la
herencia e intereses tanto de su hija como suyos propios. La cuestión es
que necesitaba dinamita para preparar un artefacto que le permitiera
cumplir sus propósitos.
Estupefacto y alarmado, José Quirós quiso disuadirle de ello, según
su versión en el juicio, sin que el otro renunciase. “Estoy decidido” le dijo.
Esto había sucedido el 2 de septiembre del año anterior, es decir, cuatro
meses antes de la explosión que acabaría con su vida.
De repente, al abogado defensor se le abría una vía de explicación
alternativa del crimen. Tal vez, como dijo en su alegato final, no hubo
crimen sino un mero accidente con una caja explosiva preparada por el
propio fallecido o incluso una explosión voluntaria de la misma, al objeto
de suicidarse.
Al día siguiente tuvieron lugar estos alegatos por parte de los tres
abogados. El del fiscal causó cierta desilusión y la constancia de que,
debido a su bisoñez, su discurso no estuvo a la altura de la importancia de
aquel juicio. Se limitó a reafirmar el odio y resentimiento de Peris como
motivo principal de su crimen, a descartar las posibles coartadas por
provenir todas de familiares y personas interesadas en su exculpación y
reafirmarse en la acusación, sostenida por los testigos de Málaga y
Sevilla, de que Peris era el autor de aquellas cajas explosivas.
El acusador privado tocó primero la vena emotiva, recordando que
representaba a un niño huérfano de padre y madre, arrebatada su vida
por aquella explosión criminal.
 
“Dice… que no viene con el solo fin de acusar y ensañarse contra
el reo, sino a representar a un padre infortunado, a una madre
desdichada y a un inocente y tierno huérfano que, el día de
mañana, cuando sepa la causa de su orfandad, tenga el consuelo
de decir que estuvo representado en el proceso contra el autor
de la muerte de sus padres” (La Iberia, 20.5.1887, p. 3).
 
A continuación, puso el peso de la prueba en la positiva
identificación realizada por los camareros y mozos que facturaron las
cajas explosivas. En ese sentido, afirmó que el procesado no había podido
presentar una coartada que no estuviera avalada por familiares y personas
interesadas en su causa. Por ello, no había podido demostrar que su
testimonio fuera más fiable que el de personas ajenas a él que le habían
identificado de manera unánime y sin duda alguna como la persona que
les pidió facturar las cajas.
Luego, tuvo un gesto de compañerismo con el acusado. A fin de
cuentas, como antiguo promotor fiscal, también él se había encargado de
recoger y administrar las pruebas de cargo contra otros culpables,
mientras que ahora le tocaba sentarse en el banquillo de los acusados.
 
“Como últimas palabras de su discurso, dirige al procesado una
súplica de perdón, puesto que su deber de letrado le ha obligado
a acusarle, y le ofrece que si el tribunal le condenase, y él
solicitara el concurso del orador para pedir clemencia, no le
habría de faltar su firma en la demanda de gracia” (Idem).
 
Después de este final algo condescendiente y que en términos
actuales se traduciría como “Esto son negocios, no es nada personal”, tuvo
la palabra el defensor Sr. Luna. Su intervención fue larga y brillante, como
correspondía al decano de los abogados de Antequera. Estos alegatos eran
muy seguidos tanto por el público como por la prensa y en ellos era
habitual mostrar erudición, claridad de ideas, emotividad, buenos recursos
retóricos y, sobre todo, defender o desmontar las pruebas de cargo contra
el acusado.
A estas alturas, el defensor disponía de algunos elementos que había
resaltado durante el juicio y a los que se había atenido la intervención del
acusado. En primer lugar, negó cualquier forma de ateísmo de Peris,
recordando emotivamente que había una imagen de la Virgen de los
Desamparados encima de su cama.
 
“Desde que un deudo del difunto Palomero lanzó en el sumario,
de una manera artera, la sospecha de que Peris fuera autor del
delito, haciendo referencia a un rumor público que no se ha
averiguado de dónde nació, todos los que han intervenido en el
proceso han venido, no a perseguir fría y desapasionadamente la
verdad, llevando la indagación por todos los derroteros
racionalmente posibles, sino a buscar circunstancias, indicios,
cargos contra el hoy acusado, sin dar a los descargos valor
alguno.
Esto ha contribuido a que se forme contra el reo la atmósfera
que hoy le rodea: atmósfera que ha influido a muchos de los que
han venido a declarar en el juicio” (Idem).
 
Tras un breve receso, el Sr. Luna presentó la posibilidad de que, a la
luz de las últimas declaraciones, Palomero fuera el autor de su propia
muerte, sea premeditadamente o por accidente, al manipular una caja
hecha por él mismo con productos explosivos, de los que quería proveerse
meses atrás. Esa posibilidad, confirmada por José Quirós, presentaba lo
que en términos judiciales actuales se conoce como “una duda razonable”:
los hechos pudieron tener lugar de un modo distinto al que creía la
opinión pública. De ahí la presentación previa del acusado como una
víctima de los rumores y la maledicencia, que tanto habían influido en las
declaraciones de los testigos.
El alegato estaba muy bien encarrilado y, de hecho, terminaría
sembrando dudas entre el público presente, según las crónicas de los
reporteros. Sin embargo, el defensor no podía obviar el gran obstáculo:
había declaraciones de algunas personas de fondas y estaciones que
culpaban e identificaban de manera inequívoca a Ricardo Peris como el
autor de las cajas explosivas.
El intento del acusado de dar la vuelta a las declaraciones no había
tenido éxito ni siquiera con un humilde zagal de doce años, enfrentado a él
en una sala repleta de público. El mozo de Sevilla mostraba una completa
indignación hacia Peris por haberle complicado en este asunto criminal.
Por su parte, el camarero y el mozo de estación malagueños eran
perfectamente coherentes en sus explicaciones y no mostraban duda
alguna sobre la identificación del acusado.
Así pues, ante ese obstáculo casi insalvable, el Sr. Luna intentó una
maniobra que hoy se antoja desesperada: descartar la validez de esos
testimonios.
 
“Las declaraciones de los testigos Martín y Peña, mozos de la
fonda de la Perla de Málaga, las estima el defensor indignas de
crédito, tanto por la condición y moral de los mismos, como por
ser interesados en la causa; pues habiendo confesado ellos su
participación en el envío de las cajas, veíanse en la necesidad de
inculpar a otra persona para librarse ellos” (Idem).
 
Para cargar las tintas sobre estos argumentos, defendió la existencia
de “gravísimas contradicciones” entre los declarantes: uno afirmaba que
Peris llegó a finales de julio a la fonda, otro dice que en agosto. Peña
afirmaba que salió el día 5 para Granada pero la caja se facturó el día 9,
como constaba oficialmente. Del mismo modo ¿cómo entender que Peris
estuviese tres días en la fonda sevillana para facturar una simple caja que
podía hacerse en cuestión de horas? Por el contrario, defendió la coartada
del acusado, su estancia en Torrent y Valencia en los términos que se han
explicado.
Un brillante alegato como éste requería un final retórico y emotivo,
que dejara al público con el ánimo suspendido y al tribunal con la duda
sobre la sentencia a la que llegar. En ese sentido, no estaba de más
recordar la condición profesional de Ricardo Peris.
 
“Al tribunal encomiendo la vida de un compañero que ha vestido
la toga, que ha tomado parte en la administración de la justicia.
Esta es una de las causas en que algún día puede surgir la luz y
resplandecer la verdad; y entonces ¡ay de todos los que han
intervenido en el proceso si se dictase una condena de muerte, y
el mal se hubiese hecho irremediable!” (Idem).
 
Varios días después fue leída la sentencia. Admitía todos los
términos defendidos por el fiscal y la acusación privada: Peris había
actuado con ánimo de venganza, era el autor de las cajas explosivas, había
sido identificado plenamente como la persona que promovió su envío.
Además, no había reconocido su crimen sino que se había defendido con
una supuesta coartada.
El tribunal consideraba la existencia de diversos agravantes:
alevosía, premeditación, empleo de artificio y grandes estragos en la
propia morada de los fallecidos. En base a ello, se fallaba que el acusado
Ricardo Peris era culpable de un asesinato frustrado en agosto, por el que
se le condenaba a 16 años de cárcel, y de un doble asesinato en diciembre,
recayendo sobre él una pena de muerte. Además, estaba obligado a pagar
de sus bienes al huérfano la cantidad de diez mil pesetas.
El juicio había concluido el 24 de mayo, tan sólo cinco meses
después de la explosión que acabara con la vida de Manuel Palomero y
Dolores González. Pero la causa, para el abogado defensor y el acusado,
aún continuaba. Un recurso de casación, es decir, la denuncia de que el
fallo fuera desestimado por quebrantamiento de forma, comenzaba en ese
momento. Además, habría de dilucidarse en el Tribunal Supremo en
Madrid, lejos de Archidona y Antequera. En la capital, ausente el
apasionamiento vivido y presente quizá un “carro de onzas”, el
aminoramiento de la pena de Ricardo Peris no era descartable.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Recurso de casación
 
Desde el mismo momento en que la sentencia fue hecha pública, el
preso se dispuso a luchar. Los principales argumentos de su defensa ya se
habían hecho públicos, pero convenía tomar tres acciones: en primer
lugar, fijar los elementos que justificaran un recurso de casación, es decir,
acusar al tribunal antequerano de algún quebrantamiento de forma. En
segundo lugar, afilar los argumentos disponibles e incluso encontrar otros
nuevos gracias al apoyo de algunos expertos jurídicos que, fuera por
amistad o por un deseo legítimo de ahondar en los pormenores jurídicos
de una causa tan famosa, deseaban aportarlos. Finalmente, era necesario
anular la “atmósfera” de culpabilidad que se había cernido sobre el
acusado durante el juicio. Teniendo en cuenta que la casación había de
dirimirse en Madrid, se trataba de cambiar la opinión pública aumentando
su simpatía por el reo.
Lo primero fue relativamente sencillo, como se explicó durante el
recurso de casación que tuvo lugar finalmente el 27 de septiembre ante la
Sala Segunda del Tribunal Supremo. En Antequera se habían dejado
algunas pruebas por tratar, casi todas referentes a la coartada de Peris en
Valencia y Torrent durante el mes de diciembre. Por ejemplo, no se
examinaron los matasellos de las cartas que el acusado dirigió a su esposa
en aquellos días desde Valencia. Tampoco se había pospuesto la vista para
que varios testigos pudieran subir al estrado, y eso lo consideraba más
grave el defensor. Se refería a algunas personas que debían manifestar
haber visto a Ricardo Peris en Valencia entre el 15 y el 20 de diciembre.
Curiosa y sospechosamente, los tres reclamados para que dieran
testimonio habían aducido enfermedad para no desplazarse. El caso es
que el tribunal antequerano no había arbitrado las debidas diligencias
para asegurarse de que esto fuera verdad o reclamar el testimonio de
aquellas personas. Al parecer, venía a insinuar el defensor, había mucha
prisa para dictar sentencia debido al clima de presión que la opinión
pública ejerció sobre el tribunal.
Aunque el Tribunal Supremo admitió el recurso de casación, algo
que era completamente habitual, no se presentaron otras pruebas ni
nuevos testigos durante el mismo, haciendo que estos argumentos fueran
estrictamente vacíos y destinados simplemente a cumplir el trámite. Los
testigos siguieron sin declarar sin que nadie pareciera acordarse de ellos.
Respecto a nuevos argumentos, existían pocos que aportar. La
defensa del Sr. Luna en Antequera había sido bastante completa en ese
sentido, dejando pocos cabos sueltos. Francisco Melero, antiguo
compañero de Peris en la carrera judicial, intercambió una serie de cartas
con él ofreciendo su aportación, que fue aceptada de inmediato.
Por ello, publicó en una revista, en su número de junio, un largo
artículo en el que trataba los considerandos de la sentencia de un modo
crítico. Repasaba la versión del acusado para mostrar su coherencia con el
hecho de ser inocente. Si su versión se podía mantener es que era posible
y, en ese caso, suponía juzgar con mucha dureza adjudicar una pena de
muerte.
Se daba cuenta, como todos, de que la versión del registrador podía
ser muy coherente pero no era verosímil porque no cuadraba con los
testimonios de los testigos en Málaga y Sevilla. El defensor había
pretendido descartarlos apelando a la baja extracción de los mismos, su
ignorancia puesto que apenas sabían leer ni escribir y, en suma, su falta
de fiabilidad como testigos en un juicio donde se decidía la vida de un
hombre.
El argumento de la defensa no tuvo peso. Si algo destacó durante el
juicio era la poca fiabilidad de los demás testigos frente a estos, seguros
de sí mismos, incluido un simple muchacho de doce años. A nadie parecía
extrañarle que el acusado hubiese querido que callaran e incluso les
ofreciera en algún caso protección y dinero. Debía ser práctica usual. Sin
embargo, los testigos se limitaron a denunciar el intento de compra de su
silencio, mostrando una honradez y fiabilidad en su testimonio.
Francisco Melero ofrecía otro argumento para invalidar su
testimonio, aunque resultaba harto delicado. Se trataba de quién lo había
obtenido: los dos guardias civiles comandados por el juez de instrucción
para ello.
 
“Por más que nos duela disminuir el crédito que nos merecen los
individuos de este benemérito instituto que han intervenido…, al
más profano le salta a la vista que sus intervenciones en este
asunto, por comisión o encargo del juez… no son viables en
derecho; porque aún considerados como agentes de la policía
judicial, las diligencias, también judiciales, de comprobación,
está terminantemente dispuesto ‘que se hagan y lleven por los
mismos jueces, para lo cual tienen la facultad de exhortar a sus
compañeros, sin que puedan absolutamente delegar en nadie
estas funciones en quien no tenga atribuciones judiciales,
considerándose abuso, no sólo comisionar a la Guardia Civil para
ello (cosa para la que no están facultados en el Reglamento), sino
que practiquen estas diligencias con tal carácter dentro de
poblado y donde hay otras autoridades’ porque su misión como
fuerza pública independiente es únicamente garantir y proteger
la libre acción de los tribunales, no servirles de agentes
judiciales investigadores… por cuya razón las gestiones de estos,
verificadas por encargo judicial, no pueden ser admitidas como
medio de prueba por ningún tribunal civil” (Revista de España,
nº de mayo y junio, 1887, p. 571).
 
Algo de razón tenía este abogado en sus argumentos. El guardia
Hernández Tenorio, cuando fue a entrevistarse con el mozo gallego que
había facturado la caja en Sevilla, le preguntó si el encargo se lo había
hecho un hombre alto, de color cetrino y educado. Indudablemente, no era
aconsejable que diera unas señas inequívocas al mozo que le condujeran a
fijarse, en la rueda de presos de Archidona, en el que respondía a tales
características. Actualmente, una actuación tan imprudente hubiera
invalidado cualquier identificación.
Por otro lado, argüía Melero, aquellos camareros y mozos habían
participado en el envío de las cajas suponiendo que podían ser papeles
políticos o algo constitutivo de delito. Sin embargo, fueron declarados
inocentes, tal como pretendían desde el principio. Porque algo estaba
claro y la propia actuación del mozo de Tuy lo demostraba: todos estaban
indignados por haber sido complicados en aquellos envíos, todos deseaban
culpar a otro y allí delante tenían a un acusado a través del cual librarse
de culpas consiguiendo la libertad que, efectivamente, disfrutaron al final
del juicio.
Pero este argumento de peso, sorprendentemente, no fue aducido
durante el recurso de casación. El motivo puede ser que se valorara como
una actuación poco adecuada las críticas al cuerpo de la Guardia Civil. De
hecho, Melero se deshace en alabanzas al mismo en su artículo, antes de
plantear su argumento de invalidez de la prueba conseguida.
El caso es que poco más se quiso hacer en ese recurso en cuanto a
argumentos, sino repetir e insistir en los ya vistos, confiando en que la
atmósfera en Madrid y a esas alturas, fuera favorable al reo, al menos
para plantear las dudas suficientes cambiando la pena de muerte por
reclusión perpetua, que es finalmente lo que se pretendía.
Para conseguirlo, pues, era importante haber creado un clima en pro
de Ricardo Peris. Como éste fue consciente de que había perdido en
Antequera la batalla de la opinión pública, se aprestó desde el principio a
cambiarla a su favor.
En carta que envió a “La Revista de Gandía”, afirmaba:
 
“Creo que el actual sistema de enjuiciar no ofrece todas las
garantías necesarias en materia penal, pues si se dice que un
juez instructor no debe fallar por la dificultad de sustraerse a la
atmósfera que en torno suyo se ha formado, y que el mismo
respira, en igualdad de circunstancias se encuentra un pequeño
tribunal que interviene también en la articulación y práctica de
pruebas y que se constituye casi en el teatro de los sucesos y
está respirando la misma atmósfera de la instrucción” (El Día,
4.6.1887, p. 1).
 
Dos semanas después volvía a enviar otra carta quejándose de que
esa presión de la opinión pública de la zona, desfavorable a sus intereses,
le proclamaba ateo y contrario a Sagasta, cuando no era así. El motivo de
esta insistencia de Peris se vería muy pronto. En todo caso, el primer paso
consistía en conseguir que el Tribunal Supremo admitiera a trámite el
recurso de casación, y eso sí lo consiguió.
El caso era tan notorio que justificó la publicación, el 18 de junio, de
un libro legislativo sobre el caso de Archidona. A todo esto, las
autoridades empezaban a estar molestas con la notoriedad del Sr. Peris,
que seguía enviando a la prensa cartas exculpatorias, recordando el
testimonio de José Quirós, afirmando tener noticias desde la cárcel de
Valencia de que un delincuente conocía los planes explosivos de Palomero,
que la primera caja no la había enviado él sino que era un primer intento
fallido del propio médico para asesinar a su suegro, etc.
El 19 de junio se le hizo saber en la cárcel que quedaba
incomunicado, sin más contacto admisible que el de su esposa. Se le privó
de papel y pluma, autorizándole solamente a enviar cartas de nuevo a su
cónyuge, pero nada más. A todo esto, su mujer había ido a refugiarse con
su familia a Torrent y nadie más podía visitar al preso.
Dos meses después surgieron en la prensa los rumores sobre una
enfermedad gravísima que padecía Peris, por la que había recibido los
últimos sacramentos. Al cabo de un mes estaba tan recuperado que asistía
sin problemas al recurso de casación.
Las tres actuaciones de la defensa en torno a este recurso volvieron
a fracasar. El Tribunal Supremo ratificó la sentencia de muerte contra
Ricardo Peris por los delitos cometidos, sin cambiar una coma. Ya sólo
quedaba como única vía la de obtener la gracia de un indulto por parte de
la reina regente y, previamente, la aceptación de esta iniciativa por el
gobierno Sagasta.
Pero alguien tenía que pedirlo y, si fuera posible, alguna institución
de peso. El 8 de octubre los registradores de la propiedad valencianos se
reunieron con el prelado de la diócesis, así como con el gobernador
provincial y el capitán general del distrito, rogándoles que se interesasen
en la concesión del indulto. Las gestiones de los familiares y los
compañeros del gremio culminaron el 27 del mismo mes, cuando el
arzobispo de Granada eleva al presidente del Consejo de Ministros la
petición de indulto para Ricardo Peris. Ahora empieza a comprenderse su
insistencia en negar su ateísmo.
Solicitado legalmente el parecer del Consejo de Estado sobre el
posible indulto al reo, éste hizo público el 6 de enero de 1888 su informe
negativo respecto al indulto. Tal parecía que se le cerraban todas las
puertas a Peris y habría de verse ante el garrote más pronto que tarde.
Sin embargo, el gobierno de Sagasta tenía la penúltima palabra en
todo este asunto. Era conocido que, como gobierno liberal, abogaba por
suprimir la pena de muerte, de manera que ésta fue la última esperanza a
la que se agarró Peris para no ser ajusticiado. Ahora también se
comprenden sus vehementes protestas ante la acusación de que era
contrario al gobierno de Sagasta.
El 31 de marzo se hizo pública la relación de presos indultados
frente a la pena de muerte: había un marinero que había matado a otro en
Cuba, tres culpables de un robo y homicidio en cuadrilla dentro de un
cortijo, un esquilador, también asesino durante un robo, un labrador por
matar a su mujer. Entre tanto asesino de clase humilde, aparecía un caso
diferente:
 
“Ricardo Peris Mercier, ex registrador, por asesinato frustrado y
doble asesinato cometido en la persona del médico de Archidona
D. Manuel Palomero y su esposa Doña Dolores González, en 4 de
agosto y 30 de diciembre de 1886” (La República, 31.3.1888, p.
1).
 
El mismo día, la mujer del indultado acudió a palacio para, postrada
a los pies de la reina, como era tradicional, agradecerle su intervención
con la firma que avalaba el indulto de su marido a la pena capital.
A partir de ese momento la vida de Peris se perdería entre las
paredes del penal de Ceuta, ya que era tradicional que los presos
indultados de la pena capital pasaran su condena perpetua lejos de la
Península. Más de diez años después, en el año 1898, el Congreso
norteamericano se aprestaba a discutir el informe que le enviaba el
presidente MacKinley sobre la voladura del Maine en el puerto de la
Habana, un mes antes. Los periódicos españoles, indignados, hablaban de
una “provocación soez e indigna”, de las pruebas existentes de una
deflagración interior del buque.
En la tensión prebélica, una breve noticia se deslizaba para informar
del final definitivo de aquella historia de amor y resentimiento de
Archidona:
 
“En el Hospital de Ceuta ha fallecido el señor Peris Mercier,
registrador que fue de Archidona, y cuyo crimen pasional
impresionó vivamente a la opinión hace años” (El País,
25.3.1898, p. 2).
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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