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EL PARAÍSO TERRENAL ¿PASADO O FUTURO?

Un proyecto social en clave de nostalgia

El relato del Paraíso (Gén 2 y 3) tiene una gran importancia dentro de la Biblia, puesto
que trae la respuesta a uno de los interrogantes más angustiosos que el hombre se hace:
de dónde viene el mal en el mundo. Pero sólo interpretándolo correctamente podremos
descubrir en él la inmensa riqueza del mensaje que encierra

¿A qué se refiere la Biblia cuando cuenta lo que sucedió en el Paraíso terrenal? Hoy en
día todos los estudiosos enseñan que la Biblia no pretende describir aquí un lugar
geográfico determinado, llamado Paraíso terrenal.

El autor de esa página fue un catequista judío, a quien los estudiosos llaman “el
yahvista”, y que alrededor del año 950 a.C. tomó conciencia de unos hechos gravísimos
que sucedían en la sociedad de su tiempo. Había descubierto que las cosas funcionaban
mal y que se había arribado ya a una situación muy peligrosa. Se estaba viviendo un
estado tan desastroso y desolador que si no se hacía algo pronto, él, su familia y todo el
resto de la sociedad terminarían mal.

Frente a esto, el yahvista, iluminado por Dios, decide escribir el relato de Génesis 2-3,
no para dar detalles sobre los orígenes del hombre, sino con el fin de alertar a los
lectores de su época sobre tales problemas y aportar alguna solución.

Amor y embarazo

¿Qué es lo que había descubierto el autor y que tanto le preocupaba? Había constatado
que ciertas realidades de la vida, que deberían ser motivo de alegría para todos, eran
más bien causa de sufrimiento y dolor. Tal vez muchos ni se daban cuenta, o las
consideraban como algo natural e inevitable. El, sin embargo, ya no las soportaba, y se
rebelaba ante esta situación.

Empezó a hacer una lista de estos males que iba descubriendo. En primer lugar tenía
una esposa, igual que sus vecinos y amigos. Y vio que algo tan bueno y hermoso como
el matrimonio, en la práctica era un instrumento de dominación. La mujer se sentía
atraída por el marido, pero él la consideraba un ser inferior, la privaba de ciertos
derechos, la trataba como a un objeto. ¿Por qué esa ambigüedad del amor? Y escribió:
“Hacia su marido va la apetencia de ella, pero él la domina” (Gén 3, 16).

En segundo lugar, había visto cómo los embarazos de su mujer la esclavizaban y


aumentaban sus sufrimientos. Más aún, había presenciado el parto de sus numerosos
hijos, y en cada uno había visto gemir y padecer a su mujer inexplicablemente. ¿Por qué
la llegada de una nueva vida, motivo de alegría para el hogar, se hacía en medio de
tantos dolores? Y escribió: “Tantas son sus fatigas cuantos son sus embarazos. Con
dolor debe parir los hijos” (Gén 3, 16).

El trabajo y los animales

También había descubierto cómo cada mañana, al salir a trabajar para proveer su
sustento y el de su familia, el trabajo era causa de grandes sufrimientos. Muchas veces
llegaba a su casa al caer la tarde, cansado y dolorido, sin haber obtenido mayores frutos
de la tierra árida, pobre y estéril de Palestina. ¿Por qué tanto sudor y fatiga? Y continuó
con su lista: “Con fatiga hay que sacar del suelo el alimento todos los días de la vida. Se
come el pan con el sudor de la frente’ (Gén 3, 17.19).

¿Y la tierra? Parecía maldita. Debía producir alimentos para el hombre, y en cambio sólo
daba abrojos y espinas. Por más que el hombre la labraba, ella se resistía. ¡Cuánto le
costaba sacar de allí un poco de comida para sus hijos! Y anotó: “El suelo está maldito...
Espinas y abrojos produce, y hay que comer la hierba del campo” (Gén 3, 17-17).
Creación (detalle, Capilla Sixtina), Miguel Ángel

Hasta los animales le resultaban hostiles. Cuántas veces él mismo, al salir de cacería o
paseando por el campo, se había visto atacado imprevistamente por una serpiente, o un
león. Quizás algún conocido suyo había muerto embestido por una fiera. ¿A estos seres
inferiores no los había puesto Dios al servicio del hombre? Parecían, en cambio, tener
una enemistad a muerte con él. No podía confiarse en ellos. Eran una amenaza para la
vida humana. Entonces siguió escribiendo: “Hay enemistad entre la serpiente y el
hombre, entre su raza y la de él’ (Gén 3, 15).

Un Dios que daba miedo

Y su misma vida le resultaba ambigua. Todo su ser gritaba: ¡quiero vivir!, pero la muerte
lo acechaba, inevitablemente, en cada esquina. Nadie podía escapar de ella. Tal vez
había visto morir ya a sus padres, a algún íntimo amigo, a un hijo. ¿Por qué el final de la
existencia era tan trágico y doloroso? ¿Por qué había un germen de muerte encerrado
en cada vida, proyectando un velo de luto sobre todas las alegrías? y anotó: “El hombre
vuelve al polvo del que ha sido formado. Porque es polvo y al polvo vuelve’ (Gén 3.19).

Finalmente, su propio Dios amigo era ambiguo. Pensar en Él, estar con Él, hablar con Él,
debería ser motivo de gozo y alegría. Sin embargo, muchas veces Dios le daba miedo. Su
presencia lo asustaba. Temía sus castigos y, por eso, en ocasiones, se escondía y huía de
Él. ¿Por qué tenerle miedo a Dios?, se preguntaba, mientras escribía su relato: “Oigo sus
pasos en el jardín y tengo miedo. Por eso me escondo’ (Gén 3, 10).
de esta manera, el autor del relato concluyó la lista de males que encontraba en la
experiencia cotidiana de su vida. Una vida familiar, hecha de amor y fatiga, de
casamiento y de dolores de parto, de tierra seca que debe ser sembrada y sudor en los
ojos, de animales que amenazan, de vida y de muerte, de presencia de Dios y de
religiosidad basada en el miedo.

Nace el Paraíso

el autor sagrado al llegar a este punto se preguntó. ¿por qué sufrimos todos estos males?
¿De dónde han salido? Está convencido de que de este Dios no pueden venir. Su fe le
enseña que Él es bueno y justo, que quiere el bien de los hombres, y que nunca habría
puesto como parte de la creación estas desgracias.

Quizás oyó muchas veces a amigos y vecinos decir. “Paciencia, hay que soportar. La vida
es así. ¡Es la voluntad de Dios!”. Pero él se rebelaba. Sería el último en buscar en Dios y
en su religión un justificativo para una falsa paciencia, que pacte con esta situación de
dolor. En esto él discrepaba incluso con las otras religiones, que atribuían todos los
males a la acción directa de Dios. Para él no. Lo que estaban sufriendo todos no podía
tener la aprobación de Dios.

entonces, aunque con una mentalidad aún primitiva, llega a un gran descubrimiento: la
situación en la que el pueblo de Israel y toda la humanidad se encuentran, es en realidad
una situación pasajera de “castigo”, es decir, una consecuencia de nuestros pecados. Y
por lo tanto somos los únicos responsables de lo que nos pasa.

Esta tesis, revolucionaria, tenía una doble ventaja. Por un lado, significaba una visión
optimista y esperanzadora de la vida. En efecto, al no ser nada de esto querido
directamente por Dios sino “situación de castigo”, no se trata de algo definitivo sino
provisorio y pasajero, de lo que se podía salir en cualquier momento. Y, por otro, llevaba
a reflexionar sobre la parte de responsabilidad de cada uno en los males que aquejaban
a la sociedad.

Esta lista de males le sirvió, pues, al escritor sagrado para elaborar un elenco de lo que
serían los “castigos de Dios” a los primeros hombres (Gén 3, 14-19). Ella reflejaría la
situación en la que toda la humanidad vive actualmente.

Pero aún le falta resolver otro problema. Si el mundo, tal como estaba, no era querido
por Dios, entonces él no podía seguir consintiendo un mundo así. No era el plan
originario de Dios. ¿Y cuál era la voluntad de Dios para el mundo? Quería saberlo
exactamente, pues de lo contrario, no sabría cómo actuar.

ahí estaba el problema: el autor no lo sabía. Ignoraba cómo debía ser un mundo
funcionando según la voluntad de Dios. El sólo conocía este mundo equivocado, y
ningún otro.

Entonces, ¿qué hizo, para responder a semejante interrogante? Inspirado por Dios,
tomó la lista de males que había compuesto (Gén 3, 14-19) e imaginó una situación
inversa, de bienestar, en la que no se daba ninguno de ellos. Ese sería el mundo ideal,
querido por Dios, y que nos estábamos perdiendo por culpa de nuestros pecados. El
resultado de esta elaboración imaginaria fue: el Paraíso.

En efecto, el Paraíso del Génesis no es sino la descripción de un estado de vida


exactamente opuesto a lo que el autor conocía y experimentaba todos los días de su
vida.

El mundo como Dios manda

Si ahora analizamos, parte por parte, ese Paraíso descrito en Génesis 2, 4-25, veremos
que corresponde exactamente a lo contrario del mundo que apareció luego del pecado
original, y que está contado en Génesis 3, 4-24.

En primer lugar, en el Paraíso la mujer ya no es dominada por el marido, sino que es su


compañera, su ayuda adecuada (2, 18), en igualdad con el varón. El mismo hombre lo
reconoce, y por eso exclama: “Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne”
(2, 23). Y es el hombre el que aquí se siente atraído por ella, y forma con la mujer una
sola carne (2, 24), sin que haya dominio de uno sobre el otro.

No existe la muerte. El hombre podía continuar viviendo para siempre porque Dios,
respondiendo al profundo deseo del hombre, había hecho brotar, en medio del jardín,
el árbol de la Vida (2, 9). Y le bastaba con extender su mano y comer de su fruto, para
vivir para siempre (3, 22). La muerte, allí, ya no entristecía la vida.

Tampoco en el Paraíso hay dolores de parto, pues ni siquiera existe el parto. Como el
hombre ya no muere, tampoco tiene necesidad de engendrar hijos para prolongar la
vida más allá de la muerte. No es que el autor piense que existiera una sola pareja. En
Adán y Eva estaban simbolizados y representados, en realidad, todos los hombres y las
mujeres que nuestro autor conocía, y a los que no quería ver morir.

Esperanza futura

La tierra ya no está maldita. Es fértil y produce toda clase de árboles frutales, exquisitos
y llamativos (2, 9). Ya no hay sequía, pues el riego está garantizado por un inmenso río
que baña el jardín, y que se divide en cuatro grandes brazos (2, 10). ¡Nunca un israelita
había imaginado tanta agua junta!

El trabajo ya no es más motivo de fatigas y frustración. En el Paraíso la tarea es liviana:


cultivar el jardín y cuidarlo (2, 15). Teniendo en cuenta la abundancia de agua que había
a mano, resulta un trabajo placentero.

Ya no hay enemistad entre el hombre y los animales. Al contrario, éstos existen para
acompañar al hombre, y son aquello que el hombre quiere que sean. Por eso se dice que
él “puso nombres a todos los animales creados por Dios”.

Por último, en el Paraíso Dios ya no infunde miedo. Es amigo de los hombres, “se pasea
por el jardín a la hora de la tarde” (3, 8), y convive con ellos en la mayor intimidad, sin
que su presencia sea motivo de espanto ni los haga esconderse.

El Paraíso terrenal de la Biblia no es, pues, más que una construcción imaginaria del
autor sagrado que, inspirado por Dios, y con su lenguaje popular y campestre, pero de
gran profundidad, ofreció a los hombres de su época, para decirles: “es así como le
gustaría a Dios que fuese el mundo. Él no quiere la dominación del marido. No quiere
los dolores de parto. No quiere la muerte ni la sequía, ni el trabajo opresor que esclaviza,
ni la amenaza de los animales ni la religión del miedo. Él quiso el Paraíso. Esto es lo que
nos estamos perdiendo”.

Pero Dios no cambió de idea ni cambiará. Para el autor, el Paraíso no es algo que
pertenece al pasado, sino al futuro. No es una situación perdida que hay que recordar
con nostalgia, sino un proyecto al que hay que mirar con esperanza. Es como el modelo
terminado, la maqueta del mundo, que debe construir el hombre con su esfuerzo y su
sacrificio. Está colocado precisamente al comienzo de la Biblia, no porque haya
sucedido al principio sino porque antes de proponer nada la Biblia, el hombre debe
conocer hacia dónde se encamina.

Hacia un nuevo paraíso

El Paraíso de la Biblia, con sus árboles frutales, aguas abundantes, trabajos livianos y
sin dolores de parto, resultaba atrapante para los lectores rurales de entonces, que
debían fatigarse para obtener todo esto. Era un eficaz llamado a tomar conciencia sobre
lo que el hombre estaba haciendo con el mundo.

Hoy aquel Paraíso ya no llama la atención. Debemos actualizarlo. Para ello, primero hay
que elaborar la lista de los males que aquejan a nuestra familia, a nuestra sociedad y al
mundo: gente viviendo en condiciones infrahumanas, barrios enteros sin agua, obreros
con sueldos miserables, falta de empleos dignos, alimentos contaminados,
enfermedades que podrían fácilmente erradicarse, divisiones y peleas familiares por
razones económicas, depresión generalizada, muertes injustas.

Luego, hay que tomar conciencia de que se trata de una “situación de castigo”, de la cual
somos los únicos responsables. Por lo tanto, debemos eliminar el fatalismo, la pasividad
y la resignación, y erradicar nuestro famoso: “Paciencia, hay que soportar. La vida es
así. ¡Es la voluntad de Dios!”.

Finalmente, mirando de revés todos estos males, reconstruir nuestro propio Paraíso,
ver cómo deberíamos estar, descubrir lo que nos estamos perdiendo por culpa de los
pecados a los que estamos cediendo.

El Paraíso es una profecía futura, pero proyectada hacia el pasado. No es un cuento


inocente ni un lugar geográfico localizable, sino el genial recurso que encontró el
escritor sagrado para sacudir la conciencia de sus contemporáneos. Y todavía hoy es un
proyecto que se yergue, desafiante, a la fe y al coraje de los hombres que deben
concretarlo.

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