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1. DARSE UN FUTURO
I.
El extenso periodo durante el que ese animal en vías de “hominización” que éramos
actuaba sobre la Tierra, fue un periodo sin memoria por ser un periodo vivido en la
inmediatez por ese animal. Es decir: un periodo vivido sin consciencia del tiempo y, por
tanto, sin hacer consideración de éste. Así, el estado natural de aquel animal del que
venimos era el olvido, no entendiendo éste como no-recuerdo, sino como ausencia de
consideración consciente del recuerdo. Como una permanente irreflexividad de los
recuerdos.
Seguramente estallaban en la mente recuerdos a modo de impresiones que
determinaban una u otra reacción mecánica a esa impresión presidida, bien por el
principio del placer, bien por el del dolor. Tal como un pájaro posado por primera vez
sobre la rama de un árbol de fruto borde, picotea uno de los frutos, pero no picoteará
por segunda vez.
Ese periodo remoto de fusión integral con el instante presente nos ha dejado regalos
a sus herederos. Uno de ellos, esa facultad de descartar, de desechar lo que nos
resulta indeseable. Se trata de un verdadero arma de nuestra voluntad de vida alegre,
que esta voluntad ejerce contra lo pesado, lo amargo, la obligación forzada, el recuerdo
gris, irrelevante o doloroso cuando el dolor no ha merecido la pena.
Cada vez que borramos estas experiencias antes siquiera de que se hallan
transformado por una sola vez en recuerdos, es el inconsciente el que está ejerciendo
su dominio, su imperio, sobre la consciencia, operando como guardián selectivo que
cierra su puerta a intrusos dañinos. Y la cierra al servicio de un organismo sano que,
administrando la consciencia sin pasividades, está afirmando su voluntad de seguir
siendo sano y fuerte en su existencia. Para ello, se quita las sombras de encima como
a vampiros que le drenaran sangre reemplazándola por veneno.
II.
¿Con qué medios se produjo un sujeto social de mentalidad y de vida en cierto grado
previsibles, dotadas de constancias? Tal certidumbre fue el requisito previo al acto de
desarrollar en aquel sujeto una consciencia de compromiso con la continuidad de la
comunidad y, por tanto, una voluntad de no quebrantar el orden de comportamientos
que esa continuidad exigía. En otras palabras: no es ninguna aparición espontánea un
sujeto concernido de que lo más importante es la reproducción de la sociedad, es decir,
que la sociedad no perezca por sus excesos ni por sus hábitos inoportunos. Hay que
conseguir ese sujeto. ¿Porqué se supone que debería importarle, a un animal que toma
su deseo como patrón de comportamiento, que la permanencia social tiemble a costa
de lo que hace, o de lo que no hace, o de lo que deshace?
Los seres contemporáneos están bien instalados en la idea de que la persecución de
la conservación social es una tendencia natural de toda sociedad. El pensamiento
utilitarista inglés, la tradición antropológica inglesa y la sociología funcionalista nacen
de ese prejuicio. Se explica, la actividad social instituida, por su funcionalidad, es decir,
como recursos adaptativos de que la sociedad se sirve en su fin supremo de
continuidad. Ante estas descripciones sobre el sentido de la vida social y de la
participación de sus sujetos, sentido identificado con la protección de una porción
humana lo más acercada que sea posible a la totalidad humana que compone la
sociedad, cabe preguntarse al menos dos cuestiones:
¿Cómo llegó, desde las primeras sociedades, a ser una constante del
pensarse de cada sujeto, ese “ceda el paso” a la conservación de la
comunidad y ese plegarse a una identidad propia constante, como
naciendo continuamente de sí misma, que los utilitaristas toman como
propiedad de “El Hombre” y los funcionalistas como “propiedad social”?
¿Qué lo puso bajo el influjo de ese afán de conservarse arrancándolo de una
fuerza irreplanteable –no escogida- que está determinada a expresarse por la
fuerza, en tanto que existe como fuerza?
III.
Producir este hombre atado a su memoria de “los compromisos con la comunidad
de pertenencia” fue una tarea sangrienta, que se sirvió del castigo, el sufrimiento y el
dolor. Eso prueba que el miedo a un futuro penoso por carencia de medios, y a la
muerte que podía comportar, no eran coacciones suficientes para un ser dividido
entre estos temores, por un lado, y, por el otro, la persistencia en él de aquella
animalidad que se agotaba en un presente infinito para ella.
Estas obligaciones eran fijadas, también, mediante la imposición religiosa de una
práctica ascética, al apartar al sujeto de la actividad y, por tanto, privarle de ideas
“des-concentradoras”, centrándole de ese modo en la meditación, y, por tanto, en la
repetición, de aquello que se pretendía grabar en su espíritu.
De este modo, el sujeto llegó a desarrollar un modo de razonar que ha pasado a ser
considerado como “la razón” en sí, es decir, un modo de reflexionar presidido por la
sobriedad, la aplicación a “lo que es debido”, la sensibilidad por los peligros que
acompañan a todo desafío a las responsabilidades contraídas. Una razón
conservadora, que tasa los pros y los contras de cada acción. Que tasa, asimismo,
los pros y los contras de cada abstención de la actividad sobre el bienestar del sujeto,
presionado no ya por un futuro vago y distante de extinción comunitaria y de sí
mismo, sino por la amenaza de castigo en un futuro inmediato.
Es, a fin de cuentas, una razón que ha aceptado que aquello que le conviene es la
paz. Y una razón que hace, de esa conveniencia de comportarse, la identidad
supuesta al pensamiento, en tanto que ejercicio “racional” opuesto a “lo irracional”.
Esto es: opuesto a todo lo que de sí mismo no tiene cabida en una sociedad cuya
voluntad de persistencia le ha ganado, por el momento, la partida.
IV.
V.
El sujeto deudor que ha roto el pacto con la sociedad acreedora, le entrega algo de
sí mismo, en substitución de aquello escatimado. De este modo, le entrega dolor, su
cuerpo, la salvación de su alma, su libertad, su esposa, su vida e incluso la paz en la
tumba. La sociedad se cobra la deuda y la relación antecedente a la afrenta es
reestablecida. Por ese quid pro quo era saldada la deuda o, lo que fue exactamente
lo mismo, el deudor limpiaba su culpa.
Al placer de hacer sufrir se añade un placer suplementario: el ejercicio de un poder
sobre el castigado ofrece el espejismo de ostentar un rango superior al del objeto de
castigo. No es ello otra cosa que una impresión de soberanía sobre la vida de otro. El
gobernado se identifica de ese modo con el gobernante, y disfruta en sociedad de su
parcela de poder.
VI.
VII.
Juzgando malos sus instintos, el hombre intenta por todos los medios “purificarse”.
El hombre trata de vaciarse de sí mismo para acercarse a un modelo ideal de
identidad y de existencia caracterizado por la perfecta auto-negación hasta la
indiferencia; hasta haber dejado de necesitar ejercer fuerza alguna contra la
animalidad –Nietzsche, sarcástico, llama a este referente nihilista, “el ángel”.
Uno de los efectos inmediatos de este via crucis es el adquirir una percepción de la
vida fundamentada en el más hondo desprecio. No podía ser de otra forma:
absteniéndose de sí mismo, este tipo de hombre se ha ido creando una vida insípida
y, en efecto, despreciable, lo que ni siquiera a él se le escapa del todo.
Otra fuente para el desprecio de la vida es la conversión de la condena moral a la
crueldad, en identificación del dolor con la vileza de la existencia. Se interpreta el
dolor que la vida contiene como una prueba de que la existencia es culpable y tiene
su castigo correspondiente. En este último caso, se trata de una mirada moral hacia
el dolor derivada de una mirada moral que repudia todo ejercicio de provocación de
dolor. No hay más que un paso de ahí al sofisma gratuito de cifrar en una supuesta
“finalidad compartida de dar dolor”, el sentido de prácticas sociales y socioculturales
que de modo circunstancial desprenden cierto output de dolor. Se define así,
abusivamente, un efecto de la práctica por la finalidad de la práctica e incluso por el
sentido subyacente a su acontecer. Piénsese por ejemplo en las pseudo-
explicaciones anti-taurinas construidas alrededor del gran hecho antropológico de la
tauromaquia.
VIII.
Este egoísta cuyo comportamiento ha indicado que no pensaba los demás como
iguales a él, ya que se ha pensado a sí mismo y a sus intereses como realidades
separadas y que primaban con respecto a la ofensa y, más allá de la ofensa, con
respecto al perjuicio causado, pasa a ser comprendido por los destinatarios de su
agravio tal y como él mismo se ha definido. Pasa a ser comprendido como alguien
externo, escindido. Por sus actos, la mirada de los demás lo descubre recién ubicado
en una exterioridad. Es una mirada que detecta su destierro, y ella misma lo destierra,
al menos transitoriamente, de la consideración previa que recibía.
No es casualidad, por tanto, que una de las formas más antiguas de castigo sea el
destierro: es el reflejo punitivo de ese destierro valorativo que se ha sucedido antes.
Por obra de una fácil asociación de ideas, el destierro se convierte así en una de las
formas preferenciales de suministrar dolor: se encuentra en el destierro una forma de
hacer sufrir a la que se considera adecuada por su cercanía significativa con el
motivo del castigo.
La idea de desterrar nace así a partir de una visión del destierro como una
respuesta equitativa en tanto que modo de procurar sufrimiento, por la cantidad y el
cariz del sufrimiento. El destierro está, por tanto, lejos de ser practicado con la
motivación de apartar el peligro, de llevar al sujeto a la soledad regenerativa o de
ofrecer ejemplo disuasivo, contra lo que dicen los tópicos.
Así mismo, el destierro es una devolución del sujeto a un estado asocial, carente de
los bienes para la vida que provee la comunidad. Quien no ha pensado en común es
desposeído de toda protección.
X.
Cuanto más rica, poderosa y fuerte era una de esas comunidades que generan la
actividad de castigar –o cuanto más llega a serlo una sociedad en el desarrollo de su
potencial- menos necesita la dureza en la impartición de dolor. Pues esa comunidad o
esa sociedad encaja los golpes de quienes atentan contra sus normas sin grandes
trastornos. Llegada a este punto, la sociedad incluso protege a esos sujetos del
enfurecimiento y el resentimiento de los agraviados particulares, más débiles o más
emotivamente afectados que ella misma. En algunas comunidades, la indulgencia
fomentada por el poder que la comunidad ha alcanzado, llega a tales cotas que se
vuelve pensable la desaparición de toda forma de castigo. La propia sociedad se ha
vuelto más poderosa de lo que pueda llegar a serlo la justicia y, por tanto, soberana
con respecto de la justicia e independiente de ésta. No la necesita en lo más mínimo.
XI.
XII.
No pueden ser confundidas las causas del derecho con las funciones que esta
realidad cumple. Al otorgar un sentido nuevo a una realidad por el acto de
apropiársela, una fuerza (unos valores, unos intereses, una sensibilidad, unos
instintos, un poder, una racionalidad, una perspectiva, un Modo de Producción, etc.)
pone, a esa realidad, a funcionar de un modo distinto dentro de la realidad general
englobadora que esa fuerza ordena y estructura. Un relevo de fuerzas es un relevo
de realidades –en su sentido y en su valor, si se trata de fuerzas antagónicas.
La historia de una realidad no es la historia de su progreso hacia su autorrealización
plena, de modo que cada vez estaría más reconciliada consigo misma, en el caminar
del fenómeno hacia la esencia, o hacia la Idea. El ser en el tiempo no tiende
inercialmente a un presunto “sí mismo”; no va por sus propias fuerzas “a mejor” o a la
liberación.
Una realidad es la resultante de un juego violento de fuerzas, entre las que siempre
hay que contar con la huella que ha marcado en ella la fuerza poseedora, aunque
esté en decadencia y condenada a abandonar la realidad. De modo que la forma de
determinar esa realidad por las fuerzas definitorias está a su vez determinada por su
necesaria interacción con esas propiedades asentadas. Las realizaciones cada vez
más plenas lo son siempre dentro de una misma realidad, esto es, son el desarrollo
de una misma conjunción de fuerzas, en el sentido de un despliegue de su acción y
sus consecuencias reales. En este proceso, esa fuerza –resultante de un conjunto-
ahoga a otras hasta su extinción.
Hemos visto el porqué de esa concepción que la democracia tiene de los valores:
como respuestas ajustativas de los sujetos. Efectivamente, esta tesis explica unos
valores; los de los esclavos y de la propia democracia. El esclavo no puede reconocer
la posibilidad de los valores como efecto de la intervención de una interioridad
humana soberana en relación a su exterioridad. A lo que la fuente contraria –una
Voluntad de poder vigilante y en guardia en la prevención del escarnio, el maltrato, el
castigo y la ejecución- pare en el terreno de los valores, a este engendro servil, lo
llama nada menos que Virtud. Derechos y migajas es todo aquello que la democracia
se propondrá y que puede llegar a proponerse; “un trato justo”, y, al tiempo,
participación activa y compromiso.
XIII.
XIV.
XV.
El efecto del castigo no era, de este modo, culpabilizar al hombre, sino volverlo
obediente al darle percepción de lo difícil que lo tenía para burlar las imposiciones y
proscripciones sociales. El castigo fomentaba en él una impresión de ser limitado en
fuerzas y de hallarse impotente frente al aparato punitivo. Le cogía por el cuello y lo
precipitaba desde las alturas de su ensoñación de libertad para ponerlo frente a un
espejo deformado de auto-devaluación. Le arrancaba las alas.
XVI.
XVII.
Los dispositivos a través de los que el hombre fue sometido a una vida regularizada
eran violentos. Y eran orquestados de acuerdo a un propósito racional y organizado
de administración de la violencia. Eran dispositivos de Estado. Aunque a primera vista
pudiera parecer que los fines de ese poder estatal eran represivos –impedir la
manifestación de los instintos en conductas e incluso disolverlos; apagar su vida en
lechos corporales-, la represión constituía un episodio intermedio necesario a la
realización de la identidad esencial de ese poder: crear un tipo de sujeto aplicado y
competente en la tarea de reproducir la sociedad, y de mejorar su funcionamiento en
cuanto fuera posible. Era un poder que se ejercía para formar.
El origen del Estado reposa en el acto de apropiación de unos hombres por otros.
Por este adueñamiento, los fijan a un espacio y los someten a unas funciones; los
atan a una realidad. Frente a esta afirmación, se halla el mito del origen del Estado
como el efecto de un contrato entre seres que persiguen garantías contra una
constante amenaza violenta que les impide conservarse. Estas teorías
contractualistas presuponen un “Hombre” abstracto que ordenaría lo que quiere y lo
que hace con arreglo a un leit motiv de conservación más fuerte que cualquier otro.
Conciben así un “Hombre” a imagen y semejanza de lo que ha llegado a ser el tipo
humano dominante, del que ellos participan.
Por otro lado, ligarse a un contrato no entraba en las perspectivas de los
poderosos, pues no tenían ninguna necesidad de ello. En realidad, estas teorías son
propaganda del Estado –la manera en que éste se entiende a sí mismo a través del
pensamiento de sus ideólogos. Lo que vienen a decir las teorías contractualistas, es
que el Estado presupone la igualdad y que nace de ésta; cuando el Estado no es otra
cosa que la traducción organizativa de determinadas relaciones de poder.
XVIII.
XIX.
XX.
XXIII.
Este razonamiento con que los mortales acusan a los dioses no deja de tener su
respuesta olímpica en el imaginario de los griegos. Así lo demuestra su mitología: los
dioses ríen de esa explicación y niegan con la cabeza, mientras ven el fondo del
hombre con curiosidad y sin ánimo de censura.
Mientras, los hombres a quienes estremecían y horrorizaban esas actuaciones
nefastas, persistían en esa explicación suya que giraba en torno a los dioses. Se
valoraban de tal modo que no podían dejar de ser extraños a cualquier idea de que
pudieran llegar a cometerlas por sí mismos.
El pensamiento no es aquí: “Qué ser tan espantoso es el hombre”, como en el
judeocristianismo, sino: “Sin duda, tiene que haberlo cegado un dios”. De este modo
exculpaba un griego aquello que eran cuando determinado modo de poner aquello en
juego por parte de otros tenía consecuencias espantosas para él.
Pero, dejando aparte estas excepciones catastróficas, la vida plena de agitaciones,
guerras, intrigas, reacciones impulsivas, aceptación del peligro y el reto, desafíos al
pensamiento establecido, juegos crueles y fiestas donde se disolvían los rasgos
identitarios de quienes las celebraban, era la vida normal de los griegos.
Evidentemente, parte de esta misma vida eran las consecuencias incómodas y nada
plácidas –cuando no espantosas- a que las actividades de los griegos daban lugar en
ocasiones. No tenían pensamiento alguno de reprocharse nada a este respecto, pues
la locura –se decían- tenía presencia en ellos como uno de los rasgos fundamentales
de aquello que eran. De aquello mismo de lo que se enorgullecían en su totalidad.
Los griegos eran, mirados por los griegos, unos locos -entre otras cosas, sin que
despreciaran su condición o se culpabilizaran por ella, sino que la valoraban y se
complacían. Actuaban como lo que eran; no había más misterio. Subjetividades así
estaban inmunizadas a priori contra toda posibilidad de segregar un concepto similar
al de “pecado”.
XXIV.
“Por fuerza llegará alguna vez ese hombre del futuro, que nos librará del ideal
existente hasta hoy, así como de lo que hubo de surgir de él, del gran asco, de la
voluntad de la nada, del nihilismo; ese hombre será la campanada del mediodía, de la
gran decisión, que nuevamente liberará la voluntad, que devolverá su objetivo a la
Tierra y su esperanza al hombre; ese hombre será el anticristo, el antinihilista, el
vencedor de Dios (del dios judeocristiano: nota del redactor) y de la nada…” –
Friedrich Nietzsche, Genealogía de la moral, Segundo Tratado.
XXV.