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Historia de la Liturgia.

Tomo I
Por Mario Righetti.
 

Para usos internos y didácticos solamente

(Corrección y adaptación por Carlos Etchevarne)

Contenido:

1. Del Culto en General.

2. Nocion de la Liturgia.

Definición de la Liturgia. Actos Litúrgicos y Paralitúrgicos. Notas


de la Liturgia. Rito, Ceremonia, Rúbrica.

2.  Liturgia y Dogma.

La Liturgia, Expresión de la Fe. La Liturgia, Prueba del


Dogma. "Lex Orandi, Lex Credendi." La Liturgia y la Enseñanza
del Dogma.

3.  El derecho litúrgico en su desenvolvimiento histórico.

La Obra de Jesucristo. La Obra de los Apóstoles. La Obra de los


Obispos y de los Concilios. La Obra de los Papas. Las Costumbres.

4. La Ciencia Litúrgica. El Simbolismo.

Fines, Métodos, Criterios. Los Alegoristas Medievales. El


Simbolismo Sacramental. Los Principales Símbolos Litúrgicos. Del
uso del Simbolismo Místico.
5. La Literatura Litúrgica.

El Período Patrístico.

Parte II.

Las Grandes Familias Litúrgicas.

1. La Formación de los Tipos Litúrgicos.

La Unidad Litúrgica Primitiva. La Ruptura de la Unidad


Litúrgica. La Circunscripción Eclesiástica. Los Tipos Litúrgicos.

2. Las Liturgias Orientales.

El Tipo Siríaco. 1. El Rito Antioqueno-Jerosolimitano. La Misa


Siro-Antioqueña de las "Constituciones Apostólicas." El Rito Siro-
Caldeo o Persa. El Rito Bizantino. La Divina Liturgia de San Juan
Crisóstomo. El Rito Armeno. El tipo alejandrino. El Tipo Copto-
Egipcio y Etíope.

3. Las Liturgias Occidentales.

El Tipo Galicano. Los Orígenes. El Rito Galicano. La Misa


Galicana del Siglo VI. El Rito Celta. El tipo romano. El Rito
Ambrosiano. El Rito Romano.

Parte III.

La Liturgia Romana.

1. Las Fórmulas Litúrgicas.

La Lengua Litúrgica. El Texto Litúrgico. Los monumentos de la


tradición eclesiástica. La Oración Dominical. La Salutación
Angélica. Los Simbolos de la Fe. Las Doxologías. Las Fórmulas de
la Plegaria.

2. Los Antiguos Libros Litúrgicos Latinos.

La Génesis de los Libros Litúrgicos. Los Libros de Lectura. Los


Libros del Oficio Divino. Los Calendarios y Martirologios. Los
Libros de Canto.
4. Los Gestos Litúrgicos.

Preliminares. Los Gestos Sacramentales. Los Gestos de la


Plegaria. El Gesto de la Ofrenda: La Elevación. Los Gestos de la
Penitencia. El Gesto del Saludo y de la Fraternidad: El Beso
Litúrgico. Los Gestos de Reverencia. Los Gestos de
Conveniencia. Las Procesiones.

5. Los edificios del culto y sus accesorios.

Las "Domus Ecclesiae" Primitivas. La Basílica Latina. Los


Orígenes de la Basílica Latina. Las Iglesias Bizantinas. Las Iglesias
Románicas. Los Oratorios. El Equipo Litúrgico de la
Iglesia. Campanas y Campanario.

6. El Altar Cristiano.

El Altar Primitivo. El Altar Fijo, de Piedra, Asociado a las Reliquias


de los Mártires. El Altar Portátil. La Decoración del Altar. Los
Accesorios del Altar. El Tabernáculo o Sagrario.

7. Los Vasos Sagrados.

El Cáliz. La Patena. Los Relicarios.

8. Las Vestiduras Litúrgicas.

Origen y Desarrollo del Traje Litúrgico. Las Antiguas Vestiduras


Romanas. Las Vestiduras Litúrgicas Interiores. Las Vestiduras
Litúrgicas Exteriores. Los Colores Litúrgicos.

9. Las Insignias Litúrgicas.

Las Insignias Pontificales Menores.

10. El Canto Litúrgico.

Canto y Música en la Liturgia. Los Orígenes del Canto


Litúrgico. Las Formas Originales del Canto Litúrgico.

El Año Litúrgico.

1. Preliminares.
El Ciclo del Tiempo y el Ciclo de los Santos. El año litúrgico en la
Iglesia Oriental. Finalidad Sobrenatural del Año Litúrgico. La
escatología litúrgica.

2. El Ciclo Semanal.

El Domingo. Los dos Días Estacionales, Miércoles y Viernes. El


Sábado.

3. El Ciclo Litúrgico de Navidad.

Origen y Desarrollo del Adviento. La Liturgia del Adviento. Los


Orígenes de la Fiesta de Navidad. La Circuncisión y el Año
Nuevo. La Epifanía. La Presentación de Jesús y la Purificación de
María.

4. La Cuaresma.

Las Tres Semanas Precuaresmales. La Despedida del


"Aleluya." Origen y Desenvolvimiento de la Cuaresma. Las
Vicisitudes del Ayuno Cuaresmal. La Semana Mediana. La Semana
de Pasión.

5. La Semana Santa.

Los Preliminares. El Domingo de Ramos. Jueves Santo. Viernes


Santo. Sábado Santo. La misa de Pascua.

6. El Tiempo Pascual.

La Fecha de la Fiesta de Pascua. El Día de Pascua. La Semana de


Pascua. El tiempo Pascual. Las Rogativas. La Ascensión. La Fiesta
de Pentecostés. Los Domingos Después de Pentecostes.

7. Las Fiestas del Tiempo Después de Pentecostes.

Las Fiestas en Honor de la Santa Cruz.

8.  Las Fiestas de María Santísima.

La Devoción de María en la Iglesia Antigua. Los Comienzos del


Culto Litúrgico. La Asunción. La Natividad. La Anunciación.
9. Las Fiestas de los Santos.

El Culto de los Mártires. El Culto de los Santos. El Culto de las


Reliquias. El Culto de las Imágenes. El Culto de los Ángeles: San
Miguel. San Juan Bautista. San José. La Fiesta de Todos los Santos.

Excurso II. El Año Litúrgico Ambrosiano.

Las Fuentes.

El Breviario.

Parte 1. La Historia.

1. Preliminares.

La Oración Pública en los Tres Primeros Siglos. Las Vigilias. Las


Oraciones "Legítimas" y "Apostólicas."

2. Génesis de las Horas Canónicas.

Las Primeras Delineaciones del Oficio. Ascetas y Vírgenes. El


Oficio Divino en Jerusalen (A.385-390). El Canto Antifónico.

Los "Cursus Officii" Monásticos

y Seculares de los Siglos V y VI.

La Oración Pública en los Monasterios. Los "Cursus" Monásticos


Orientales. Oficio Nocturno Ferial. Oficio Nocturno Dominical y
Festivo.

Parte II.

Los Elementos Constitutivos del Oficio.

1. Salmos y Salmodia.

El Salterio y Su Uso Litúrgico. El Texto Litúrgico del Salterio. Los


Varios Géneros de Salmodia. Las Antífonas.

2. Los Himnos.
Los Precursores de la Himnodia Cristiana. La Nueva Métrica
Cristiana. La Himnodia Siríaca y Griega.

3. Las Lecturas y los Responsorios.

Las Lecturas Escr1turísticas. Las Lecturas Hagiográficas.

4. Las Oraciones.

Las Oraciones Iniciales. Las Oraciones Conclusivas de los


Nocturnos. Las Oraciones Conclusivas del Oficio.

Parte III.

Cada Una de las Horas del Oficio.

1. Los Nocturnos.

2. Las Laudes.

Índole y Esquema de las Laudes.

4. El Oficio Vespertino.

El Lucernario. Las Vísperas. La Organización Salmódica.

1. Del Culto en General.

De la total y absoluta dependencia en que se encuentra el ser humano respecto


de Dios, su supremo principio y último fin, nace un complejo de deberes que le
unen estrechamente a El y constituyen el objeto material de la virtud de la
religión.

La persona, en efecto, criatura de Dios y elevado al estado sobrenatural, debe al


Creador el homenaje de la adoración, es decir, el reconocimiento humilde y
sincero de la propia dependencia de él; enriquecido gratuitamente con dones
maravillosos, le debe el tributo del reconocimiento; pecador por la fragilidad de
su naturaleza y malicia de la voluntad, tiene la obligación de satisfacer a la
Majestad divina ultrajada; débil e impotente, debe implorar con súplicas los
auxilios naturales y sobrenaturales que le son indispensables para conseguir el
propio fin. Los actos con que el ser humano cumple este cuádruplo deber
de adoración-agradecimiento-satisfacción-petición, constituyen el culto
religioso privado. El cual, uno en sí mismo, puede considerarse bajo un doble
aspecto: interior, que dimana radicalmente de las facultades espirituales
características del ser humano, la inteligencia y la voluntad; exterior, cuando los
sentimientos internos del alma se manifiestan visiblemente mediante los actos
materiales del cuerpo.

No es nuestro propósito demostrar la necesidad y la conveniencia del culto


externo. El ser humano es una naturaleza mixta, porque al alma espiritual va
unido un cuerpo, creado por Dios, que participa de los beneficios divinos y que,
por desgracia, se pone frecuentemente al servicio de la voluntad para cometer el
pecado. Todo esto lleva consigo, también para el cuerpo, el deber de asociarse al
alma en los actos de la religión, no olvidando que si por ley natural todo
movimiento del alma repercute en el cuerpo, el sentimiento religioso, que es
ciertamente de los más fuertes y profundos, tiene necesidad de manifestarse al
exterior. La historia religiosa de todos los pueblos nos ofrece una demostración
ineludible.

Pero la persona no fue hecha para vivir solo. Dios lo ha creado para vivir en
sociedad; es un ser social. Por consiguiente, la sociedad humana, por las mismas
razones (data proporcione) que valen para el individuo, tiene a su vez la
obligación de dar a Dios, su autor, un culto público y social.

Este culto, cuya organización Dios podía dejar a la libre voluntad de los jefes de
la sociedad, quiso organizarlo El mismo en el mundo por divina revelación:
primero, mediante el culto mosaico, y más tarde, mediante el culto cristiano, que,
establecido por Cristo y sus apóstoles en líneas esenciales, se desarrolló
admirablemente a través de los siglos por la obra asidua y clara de la Iglesia
católica.

El término culto, por lo tanto, que en sentido genérico significa toda expresión de


sentimiento religioso, designa, en sentido objetivo, aquel conjunto fijo y
ordenado de normas por el cual se halla organizada la religión exterior
correspondiente a una determinada sociedad. Tendremos así un culto pagano, un
culto hebreo, un culto cristiano. En éste segundo caso, culto viene a ser, como
veremos, sinónimo de liturgia, y a este término nos atendremos preferentemente
según el uso más común de los escritores modernos.
Muy agudamente observa San Agustín: Orantes de membris sui corporis faciunt
quod supplicantibus congruit, cum genua figunt, cum extendunt manus, vel etiam
prosternuntur solo, et si quid aliud visioiiiter faciunt, quamvis eorum invisibilis
voluntas et cordis intentio Deo nota sit, nec Ule indigeat his indiciis, ut humanus
ei pandatur animus; sed hiñe magis seipsum excitat homo ad orandum
gemendumque humilius ac ferventius. Et nescio quomodo, cum hi motus corporis
fien nisi motu animi praecednte non possint, eisdem rursus exterius visibviter
foctis Ule interior invisibilis, qui eos fecit, augetur; ac per hoc cordis affectus, qui
ut fierent ista praecessit, quia facta sunt crescit (De cura gerenda pro mortuis: PL
40,597).

2. Nocion de la Liturgia.
Liturgia, según el sentido etimológico ληιτον έργον (publicum opus, munus,
ministerium), en el uso corriente de los clásicos griegos entraña el concepto de
una obra pública llevada a cabo en bien del interés de todos los ciudadanos.

En las ciudades griegas, y especialmente en Atenas, los que poseían un censo


superior a tres talentos estaban encargados por turno, lo mismo en la paz que en
la guerra, de un conjunto de diversas prestaciones (λειτουργίαι), los cuales,
mientras se hallaban investidos de honores y de cargas, redundaban en beneficio
de todos los ciudadanos. Así eran, por ejemplo, la organización de una fiesta
pública (χορηγία), la representaciσn oficial de la ciudad en los grandes juegos
nacionales (γυμνασιαρχία), las consultas oficiales en el orαculo· de Belfos, etc.

En seguida, el término λειτουργία, del concepto de un servicio llevado a cabo


para la colectividad y en favor de ella, pasó a designar el conjunto de servicios
que constituían el culto de los dioses. Pero en esta última significación la obra del
interés común no queda a cargo del individuo privado, sino de todos los
ciudadanos. Aristóteles escribía a este respecto: "Los gastos destinados al culto
de los dioses son comunes a todas las ciudades. Es necesario, pues, que una parte
de los fondos públicos sirva para pagar los gastos del culto de los dioses" (εις τας
προς τους θεούς λειτουργίας).

En este sentido esencialmente religioso introdujeron los LXX en la versión de la


Biblia los términos λειτουργείν y λειτουργία, para indicar el ministerio sagrado
que los sacerdotes y los levitas debían desempeñar en el tabernáculo en nombre y
en favor del pueblo: Et ipsi ministrabunt (λειτουργέαουαιν) ίη eo. En el Nuevo
Testamento, el término λειτουργία no sσlo se sigue usando para indicar el
servicio de los sacerdotes en el templo, sino que designa también los actos del
eterno sacerdocio de Cristo, mucho más excelente que el sacerdocio levítico, así
como el servicio eucarístico de la Nueva Ley. Los Hechos de los Apóstoles,
acudiendo indudablemente al sacrificio de la misa que ofrecían los apóstoles,
dice: Minístrantibus (λειτουργούντων) autem ifcsis Domino. Expresiones
análogas se encuentran en la Didaché y en San Clemente. El
término liturgia viene a ser así sinónimo de sacrificio, la acción sagrada por
excelencia del culto cristiano. En el siglo IV, los concilios de Ancira (314, c. 2),
de Antioquía (341, c. 4), de Laodicea (c. 475), los Padres griegos y
las Constituciones Apostólicas la emplean corrientemente con este significado.
Por lo demás, la misa en la Iglesia antigua no era solamente la principal de las
acciones sagradas, sino el centro en el que convergían todas ellas y con las cuales
iban más o menos unidas.

En Occidente, al cesar la lengua griega, también el término liturgia decayó del


uso común. San Agustín apenas lo recordó en su significado sagrado. Hablando
del ministerium en el servitium religionis, añade: Quod graece liturgia oel latría
dicitur. Los escritores eclesiásticos medievales decían en su lugar ojficia divina,
mínisteríum divinum o ecclesiasticum. Fueron los humanistas primero, y después
los eruditos del 600, los que sacaron a la luz el antiguo vocablo para designar el
conjunto de las formas históricas de un determinado rito.

Esto supuesto, es necesario precisar la noción de liturgia y definirla exactamente.


A este respecto, hasta hace poco tiempo no existía entre los escritores toda la
uniformidad apetecida.

Alguno ha llamado liturgia al elemento exterior sensible del culto, es decir, el


conjunto de los ritos y de las prescripciones que forman el ceremonial del culto
cristiano. Es ésta una noción unilateral incompleta de la liturgia, que desconoce
el elemento íntimo y vital de la misma. Ya que los ritos y las formalidades
litúrgicas no son más que un brillante vestido bajo el cual se esconde la fuerza y
la vida misma de la Iglesia, comunicada a ella por Cristo como fruto y
continuación a la vez de su virtud redentora y sacerdotal. "Tomar los ritos sin la
fuerza, sin la vida que entrañan, es tomar un cuerpo sin alma; como querer hacer
aquella fuerza y aquella vida sin los ritos exteriores es querer tomar un alma
fuera del cuerpo que anima, por medio del cual obra y a través del cual ejercita su
virtud. En abstracto se podrá distinguir un elemento del otro; pero en la realidad
no se puede separar sin desnaturalizar y destruir la liturgia. Ni cuerpo sin alma ni
alma sin cuerpo."

Esta concepción de la liturgia, que no ve sino la estructura exterior, llega a


degenerar en un ritualismo vacío, fin en sí mismo que evoca y se asemeja al
formulismo mágico de las religiones paganas.
La religión romana, en efecto, se identificaba con el rito. Esta coincidencia había
transformado el rito de medio en fin, vaciándolo de su contenido expresivo o
simbólico, y lo había reducido a una mera acción externa, a magia y superstición.
El rito, por tanto, lo era todo. A los romanos importaba esencialmente esto solo,
que la ceremonia fuese realizada rite, según las normas de rigor: bastaba que el
músico interrumpiese el canto por un solo momento para que todo el sacrificio
fuese nulo; un brevísimo error en la recitación en las fórmulas sagradas
invalidaba la ceremonia entera. En esta esencia ritualística se apoya la reforma
religiosa de Augusto, la cual pone en vigor todo el conjunto de los ritos antiguos
que habían caído en completo desuso. Él renovó la religión romana simplemente
poniendo en vigor la liturgia; En la base de su reforma no fue necesario ningún
cambio dogmático, teológico o moral, sino únicamente un conjunto de ritos.

Después de esto es fácil comprender la enorme diferencia existente entre la


religión cristiana y la pagana, aun por el solo punto de vista litúrgico. La Iglesia,
en el Decretum de observandis et evitandis in celebratione missarum, que
encabeza el misal, quiere que todo el cuidado del sacerdote sea puesto en que la
misa sea dicha con la máxima posible coráis munditia et puritate atque extenoris
devotionis ac pietatis specie. He aquí lo esencial. Al romano bastaba, con
perfecta lógica, la externa deootio, es decir, la precisión del rito. Porqué mientras
la liturgia cristiana conserve el propio significado y el propio carácter, debe estar
separada del ritualismo, que es su peor enemigo.

Otros liturgistas, con el fin de hacer exaltar con más precisión lo constitutivo de
la liturgia como ciencia en sí, la han definido coordenación eclesiástica del culto
público: o como el culto público en cuanto está regulada por la autoridad de la
Iglesia, o también la organización de las relaciones oficiales entre Dios y el
hombre.

Esta noción de la liturgia, dicen sus autores, se hace necesaria por el hecho de
que si se incluyen también en ella los elementos divinos del culto, como, por
ejemplo, la misa y los sacramentos, la ciencia litúrgica vendría a tener un ámbito
tan amplio que se puede decir que comprendería todo lo scibile
theologicum; esto es imposible.

Pero este otro inconveniente no existe. La liturgia comprende, sin duda, también
los elementos divinos del culto; por tanto, también la misa y los sacramentos;
pero los estudia solamente en función de su propia competencia, esto es, bajo el
aspecto del culto, en cuanto son medios para procurar a Dios el honor a El
debido. Y después, querer distinguir en el culto las instituciones de derecho
envino de aquellas que son de derecho eclesiástico, es, históricamente hablando,
muy difícil. Si quitamos la substantia sacramentorum, que, como definió el
Tridentino, es de divina institución, ¿Qué no ha hecho la Iglesia en el campo
sacramental?

Definición de la Liturgia.

La definición que, según nuestro parecer, es la más exacta. Con la encarnación,


Cristo ha inaugurado en el mundo, por medio de su sacerdocio, el culto perfecto
al Padre, culminado en el sacrificio del Calvario. Cristo ha dispuesto que su vida
sacerdotal fuese continuada a través de los siglos en su Cuerpo místico, la Iglesia,
la cual, en efecto, la ejercita ininterrumpidamente mediante la liturgia.

Se sigue de aquí que la definición exacta de la liturgia no puede, en su esencia,


ser otra que ésta: el ejercicio del sacerdocio de Cristo por medio de la Iglesia; o
bien, en términos distintos, pero equivalentes, el culto integral del Cuerpo místico
de Jesucristo, Cabeza y miembros, a Dios.

En esta definición debemos distinguir tres elementos:

1. ° Un elemento invisible, espiritual, que constituye como el alma de ella, fijado


por el mismo Jesucristo, primero y verdadero autor de la liturgia. Este elemento
es la gracia, es decir, la misma vida divina, merecida y comunicada a los seres
humanos a través de su sacrificio. Así, pues, se puede decir que la liturgia
actualiza en todo instante y en todo punto del globo el sacrificio, porque su
centro es la misa, acto misterioso que, por encima del tiempo y del espacio,
renueva para nosotros la ofrenda suprema hecha por El en el Calvario. Y de la
misa, como por una mística irradiación, reciben los sacramentos su virtud propia,
conductora de la gracia a los corazones de los fieles. He aquí por qué los
sacramentos, especialmente en la antiguedad, se presentaban estrechamente
unidos a la misa. El bautismo, el sacramento del orden, la comunión, la bendición
nupcial, manifiestan esta última relación con la liturgia.

2. ° Un elemento integrante o accesorio, material, sensible, sea unido a los otros


del culto, de institución divina, sea fuera de los mismos, pero determinado por la
Iglesia, a cuya autoridad solamente pertenece regularlo, fijarlo, cuidar de su
desarrollo. Tal elemento se halla constituido esencialmente por el conjunto de los
objetos, ceremonias, fórmulas, gestos, etc., que sirven para formar los varios ritos
litúrgicos.

De manera que la liturgia de la Iglesia no es otra cosa que el conjunto de la misa,


de los sacramentos, de la plegaria pública canónica, de los sacramentales y de
todos aquellos otros actos del culto que se refieren a estos principales o dependen
de ellos: bendiciones, exorcismos, consagraciones, prácticas y ritos varios, con
los cuales la Iglesia no sólo celebra los misterios de Cristo y solemniza sus
fiestas, sino que aplica y extiende su virtud santificante, de la que es depositaría y
dispensadora, en nombre de Cristo, a las personas, tiempos, lugares, objetos,
elementos; a todo aquello, en suma, que pertenece a la vida humana,
santificándola en todo, consagrándola y elevándola hacia el cielo. Pero estos
actos, desde el más pequeño hasta el mayor, no son simples formalidades o
ceremonias exteriores. Poseen un sentido y un valor, encierran un alma y una
fuerza. Son cosas vivas, y en la liturgia están con toda su realidad de fuerza y de
vida interna, unida u oculta dentro del envoltorio de los elementos externos:
oraciones, fórmulas, lecturas cantos, ceremonias, con que la Iglesia los realiza.

Ninguno de estos dos elementos debe ser rescindido o separado. No sólo porque
de hecho existan y se encuentren unidos en el ejercicio actual de la Iglesia, sino
porque cada uno tiene su valor, su fin, su función en orden al efecto supremo del
culto, que es honrar a Dios y santificar las almas, y esta función no puede
realizarse debidamente ni puede conseguirse el fin plenamente sino en unión
íntima y acción recíproca.

3. ° El término último del culto, que es Dios en las tres divinas personas. Como el
misterio de la Santísima Trinidad es el dogma fundamental de la ley nueva, por
eso constituye él el fundamento del culto litúrgico.

Puede observarse a este propósito cómo la Iglesia en sus formas litúrgicas:

1) Profesa la unidad de la naturaleza divina, porque dirige globalmente sus


adoraciones al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Los salmos, himnos,
bendiciones, colectas, las señales de la cruz, toda clase de plegarias, van
constantemente encauzados a la gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo. La doxología trinitaria es la primera y la última palabra de todo acto
litúrgico. Según este esquema trinitario están compuestas las grandes fórmulas
eucarísticas, los himnos antiguos, las profesiones de fe conciliares, el Te
Deum, el Gloria, el Credo, los prefacios, las fórmulas sacramentales, etc., y en él
se inspira la repetición del Kyrie, Sanctus y A gnus Dei.

2) No confunde las personas cuando se dirige a la Santísima Trinidad. La Iglesia


en sus fórmulas sacerdotales, como regla general, se limita a nombrar al Padre,
porque Cristo en la liturgia, como diremos pronto, es, ante todo, liturgo. Es su
oficio humano de mediador el que se quiere poner de relieve. Por otra parte,
como Dios, El es también el término del culto, junto con el Padre y con el
Espíritu Santo. Por lo tanto, si en una misma fórmula litúrgica se indicase a
Cristo no sólo como sujeto, sino también como objeto de culto, habría peligro (el
de la época de la herejía nestoriana) de considerar dos personas en Cristo, Y por
eso la Iglesia, mientras se dirige en su culto a las tres personas, se limita a
nombrar al Padre. Por otra parte, lo que justifica los homenajes a esta o aquella
persona divina, los títulos que establece el culto, se refieren siempre a la
naturaleza divina. Por este motivo, a pesar de la distinción real de las tres
personas divinas, la misma y única oración que se dirige a una de ellas, al Padre
por ejemplo, se refiere también a las otras dos, porque es idéntico el título, la
unidad de la naturaleza divina: tribus honor unus.

La Iglesia romana no quiere jamás establecer una fiesta separada en honor de una
persona divina. Si se celebran con particular solemnidad las del Hijo y del
Espíritu Santo, esto se hace en consideración a su misión exterior.

Se celebra el misterio de la encarnación del Verbo, pero no existe una


solemnidad únicamente en honor de la naturaleza divina del Verbo, y las fiestas
de Pentecostés fueron instituidas, desde su origen, no para honrar
exclusivamente al Espíritu Santo en sí mismo, sino para recordar su venida,
es decir, su misión externa.

Por último, también la Santísima Virgen, los ángeles y los santos son término
próximo del culto; pero la liturgia, celebrándolos e invocándolos, encauza
constantemente todas las alabanzas y toda la virtud a la gloria suprema de la
Santísima Trinidad. Nulli martyrum constituimus altaría, y quod offertur, Deo
offertur qui martyres coronavit. Este converger del culto de los santos al
supremo culto de Dios encuentra una magnífica expresión en la visión del
Apocalipsis, cuando San Juan ve a los ángeles y a los santos postrados delante
del trono de Dios y alrededor del altar del Cordero, cantando
incesantemente: Santo,.Santo, Santo...

Actos Litúrgicos y Paralitúrgicos.

De todo cuanto se ha dicho se sigue que no todos los actos del culto pueden
llamarse litúrgicos en el sentido propio de la palabra, sino solamente aquellos que
se realizan por la Iglesia en nombre de Cristo, como la misa, los sacramentos, el
oficio, etc.; todos aquellos actos, en suma, que la Iglesia ha hecho propios,
porque constituyen su piedad, su culto. La Iglesia ha impreso a estos actos su
carácter oficial, y como tales los ha insertado en sus libros litúrgicos: pontifical,
misal, breviario, ritual, etc. Esta distinción es de máxima importancia, porque nos
da el criterio con el cual va exactamente limitado el campo de la liturgia católica
propiamente dicha.

Quedan, por lo tanto, excluidas todas las devociones privadas, que la religiosidad
de los fieles se ha creado en todo tiempo para alimento espiritual de sus almas a
tono con las mudables condiciones históricas, nacionales, sociales del ambiente.
Es conocido, en efecto, cómo, por lo menos desde el siglo IV, han sido
introducidas aquí y allá un número de diversas prácticas de piedad a título de
culto, sea hacia Dios o hacia la Santísima Virgen y los santos. La vida religiosa
anacorética y cenobítica de las comunidades, tanto orientales como occidentales,
fue especialmente fecunda, secundada en esto por la índole particular de los
diversos pueblos, más o menos inclinados al brillo de la religión exterior. La
Iglesia jamás ha reprobado en principio la variedad de las prácticas religiosas
individuales. En el campo de la piedad, el espíritu y el corazón tienen exigencias
que no se pueden ahogar, y el hombre, por pertenecer a la sociedad cristiana, no
deja de tener una naturaleza individual que debe ser respetada. Nada habría más
equivocado que querer suprimir, a título de uniformidad litúrgica, formas de vida
religiosa popular, sanas y preciosas. Pero tales formas, muchas de las cuales
están todavía en uso y gozan merecidamente de una aprobación de la Iglesia (por
ejemplo, el rosario, el vía crucis, el escapulario, etc.), no revisten un carácter
oficial, y por esto no pueden llamarse litúrgicas. Ellas, aunque son útiles y
buenas, en comparación de los actos del verdadero culto litúrgico, no pueden
pretender preeminencia alguna ni mucho menos intentar sustituirlo.

Solamente a la liturgia, expresión de los sentimientos de la Esposa de Cristo,


pertenece el primado de honor, de eficacia y de universalidad en la vida religiosa
de la Iglesia.

Con todo esto, la superioridad de los actos litúrgicos propiamente dichos no


significa contraste u oposición con las prácticas no oficiales de la ascética
cristiana; aquellas, sobre todo, que son expresión inmediata de las características
especiales de una comunidad y las totalmente privadas, que pueden crearse los
particulares para sus necesidades personales.

Ellas estimulan las energías de los fieles y les disponen a participar con mejores
disposiciones en el augusto sacrificio del altar; a recibir los sacramentos con
mayor fruto y a celebrar los sagrados ritos de forma que resulten más animados y
conformes a la plegaria y a la abnegación cristiana, a cooperar activamente a las
inspiraciones y a las invitaciones de la gracia... Por esto, en la vida espiritual no
puede existir ninguna oposición o repugnancia entre la acción divina, que infunde
la gracia en el alma para continuar nuestra redención, y la colaboración del ser
humano, que no debe hacer vano el don de Dios; entre la eficacia del rito externo
de los sacramentos, que proviene del valor intrínseco de los mismos (ex opere
opéralo), y el mérito del que los administra o el que los recibe (opus operantis);
entre las oraciones privadas y las plegarias públicas; entre la ética y la
contemplación; entre la vida ascética y la piedad litúrgica; entre el poder de
jurisdicción y el legítimo magisterio y la potestad eminentemente sacerdotal que
se ejercita en el mismo ministerio sagrado.

Por graves motivos la Iglesia prescribe a los ministros del altar y a los religiosos
que, en los tiempos establecidos, atiendan a la meditación, al examen y enmienda
de la conciencia y a otros ejercicios espirituales, porque están destinados de un
modo particular a completar las funciones litúrgicas del sacrificio o de la
alabanza divina.

Puede observarse cómo muchas prácticas, introducidas primero en la vida


religiosa monástica o secular como ejercicio privado de devoción, fueron más
tarde aceptadas por la generalidad de los fieles y después insertadas por la Iglesia
en sus libros litúrgicos. Las diversas apologías de la misa son un ejemplo clásico.
La aceptación de tales prácticas por parte de la Iglesia constituye por sí misma no
sólo su aprobación oficial, sino también la alabanza de su bondad. No se puede
negar que en el pasado hayan venido a formar parte del patrimonio litúrgico
fórmulas y ritos de origen sospechoso o de una discutible oportunidad; pero
frente a algún ejemplo raro de esta clase es preciso reconocer que los papas se
mostraron, por norma general, opuestos a la novedad, rigurosos en la selección y
en la corrección, severos en la conservación y en la tutela de las buenas
tradiciones litúrgicas.

La plegaria litúrgica, así como no está en contra de las prácticas extralitúrgicas de


la ascesis cristiana, así tampoco suprime la plegaria individual. Todo lo que
aquélla dice genérica o implícitamente, puede decirse que se ha dicho en ésta de
una manera explícita y más íntima para el alma. Las ondas del sentimiento
pueden elevarse libremente; el dolor puede ser sentido hasta las lágrimas; el
gozo, cumplido hasta la saciedad.

La liturgia es la marcha del ejército del Señor, y su canto es el himno de una


inmensa fila de soldados que camina en orden perfecto, mientras la plegaria
individual es un girar, o pararse, o un correr perdidamente, sin dirección,
murmurando, gritando, callando, todo en plena libertad. Las resonancias
interiores suscitadas por la plegaria litúrgica son la reproducción en el individuo
de los sentimientos de la Iglesia y tienen una tonalidad social común a todos los
fieles presentes. Las resonancias interiores de la plegaria individual son
incomunicables, personales, aun cuando su nacimiento lo haya producido la
industria del día.

El espíritu litúrgico se empobrece y muere si prescinde de la oración consistente


en la meditación privada; sólo el encuentro con Dios en la soledad puede hacer al
alma capaz de darse a la comunidad, concurriendo activamente a la glorificación
de Dios en la obra, litúrgica. Esto, sin embargo, no significa que la oración
individual 110 se apoye a su vez en la liturgia: muchas veces el alma encuentra el
sentimiento perdido de la presencia y de la majestad de Dios precisamente en la
liturgia.

En la práctica, muchas veces la plegaria individual y la litúrgica se entrelazan y


completan a su vez. En ciertos momentos en que el texto no sugiere determinados
pensamientos, como durante una larga comunión general, sostenida sólo durante
algunos instantes por el canto de la Comunión, nada más natural sino que el que
participa en la misa entable una conversación particular con Dios. En la tendencia
que se manifiesta en algunos monasterios, desde el siglo V, a prolongar las
pausas entre los hemistiquios del canto o en la recitación de los salmos, se ve
claramente la intención de mezclar la plegaria individual con la liturgia, aun a
costa de violentar ligeramente la naturaleza.

Podernos decir, concluyendo, que el desarrollo completo de la personalidad


cristiana en relación con la plegaria se da de la liturgia y de la oración individual,
no contraponiéndolas entre sí, sino desarrollándose cada una en su propia línea,
siendo así capaz de ofrecer a Dios la más grande posibilidad de revelarse y de
obrar.

Nótese finalmente cómo alguna vez una ceremonia, una fórmula, un texto,
estando contenido en los libros oficiales, puede no estar conforme a aquellos
principios y a aquellas reglas que la Iglesia ha consagrado en sus usos litúrgicos;
en tal caso suele decirse que año es litúrgico." El examen de los oficios
compuestos después del siglo XV nos brinda algunos ejemplos. La fiesta de la
Dolorosa, por citar uno, tiene como antífona en el introito: Stabant iuxta
crucem... etc., y por salmo: Mulier, ecce filius tuus, díxit lesus; ad discipulum
autem: Ecce mater tua. Gloria Paíri... etc. Si se considera, pues, que el introito
en las reglas tradicionales es el canto de un salmo durante la entrada del
celebrante y que en el ejemplo adoptado el salmo es un texto del Evangelio, no se
puede negar que en este caso el introito está en desacuerdo completo con las
normas de la composición litúrgica. La Iglesia, siempre en libertad para
introducir en este campo nuevas leyes, se ha mostrado siempre muy tenaz en sus
tradiciones clásicas. La última reforma del breviario es una prueba elocuente de
esto.

Notas de la Liturgia.

Si para que un acto de culto tenga derecho a llamarse litúrgico es preciso que esté
realizado en nombre de la Iglesia y que ésta lo haya hecho suyo imprimiéndole el
propio carácter oficial, la liturgia deberá modelarse con arreglo a la naturaleza de
la Iglesia y revestir las notas distintivas fundamentales de la misma. Se pueden,
por tanto, reducir a cinco las características esenciales de la liturgia.

Toda la liturgia se halla apoyada esencialmente en Cristo, el Cristo resucitado y


glorioso a la diestra del Padre, Mediador nuestro ante El. Ya que, como Dios,
pudiera ser el término del culto, y junto con el Padre, el objeto de nuestras
adoraciones, por eso en la economía litúrgica mantiene El aquella función de
sacerdote y mediador que fue el motivo y el fin de su encarnación, El, por tanto,
en la liturgia católica aparece sobre todo como el liturgo por excelencia, el gran
Pontífice de la nueva ley, verdadero των αγίων λειτουργός, el sanctorum
Minister, que a la cabeza del pueblo, por El redimido, ofrece a Dios Padre el
culto perfecto. La Iglesia adora, da gracias, suplica, alaba al Padre siempre por
Cristo y en Cristo: per Ipsum, cum Ipso et in Ipso, como se expresa en el canon,
conforme al consejo de San Pablo: Omne quodcumque facitis in verbo aut in
opere, omnia in nomine Domini nostri, lesu Christi jadié, gratias agentes Deo et
Patri per Ipsum. Esta es la razón por la que terminamos todas las plegarias con
una profesión de fe en esta mediación sacerdotal de Cristo: Per Dorn. N. lesum
Christum. Esta ley de la plegaria litúrgica aparece ya puesta en práctica con
particular insistencia en las cartas apostólicas y los escritos apostólicos; hace
mención de ella Tertuliano a modo de un axioma: Deum colimus per Christum;
per eum et in eo se cognosci vult Deus et colisí y a finales del siglo IV, un
concilio de Cartago (397) la sanciona solemnemente: Ut nemo in precibus vel
Patrem pro Filio, vel Filium pro Patre nominet, et cum altari assistitur, semper
ad Patrem dirigatur oratio."

Más tarde, en Oriente, la controversia arriana sobre la consubstancialidad del


Hijo con, el Padre provocó una modificación de las antiguas fórmulas litúrgicas.
La tradicional doxología: Sea gloria al Padre por el Hijo en el Espíritu
Santo, adulterada por los arríanos en el sentido de concebir al Hijo menor que el
Padre, se sustituyó por la actual: Gloria al Padre, al Hijo (o con el Hijo) y al
Espíritu Santo Esta variación litúrgica y otras semejantes tuvieron, sin embargo,
el efecto de oscurecer el significado salvador de la humanidad de Cristo, que es el
aspecto preeminente en su figura redentora; más aún: en las iglesias monofisistas,
que admitían en Jesucristo nada más que la naturaleza divina, desapareció por
completo.

Cristo fue sustraído del contacto directo de los fieles, y su sacrificio, inefable
misterio de amor, aparece esencialmente como un misterio de pavoroso temor.

En Occidente no fue así. La Iglesia romana se mantuvo constantemente fiel al


espíritu de la plegaria primitiva; la idea de Cristo mediador nuestro, supremo
sacerdote en su sacrosanta humanidad, quedó como base de todas sus formas
litúrgicas, comenzando por la del canon. Es más bien en el campo de la oración
privada donde se produjo una desviación de este criterio eminentemente católico
y tradicional. El Padre se halla muchas veces como olvidado, mientras la figura
de Cristo ha absorbido, por así decirlo, en sí todas las expresiones religiosas, con
menoscabo del genuino sentimiento litúrgico y unitario en la Iglesia. Escribe un
moderno teólogo:

"Cuanto más exclusivamente se considera al Cristo solo, tanto más la piadosa


devoción se siente impulsada a considerar y a adorar con preferencia al Dios en
la figura de Cristo. Lo humano pasa a segunda línea en la conciencia del
creyente, y. con esto, también la sublime verdad de que Cristo, precisamente en
la vestidura de víctima de su humanidad, es nuestro Sumo Sacerdote, y que es
precisamente en virtud de su santísima humanidad como nosotros los redimidos
permanecemos unidos de la manera más íntima a su divinidad, siendo El nuestra
cabeza y nosotros su cuerpo.

Como consecuencia de esto, se destaca el sentido vivo del vínculo de la gracia,


de la comunión sobrenatural de vida, del conjunto santo de relaciones que existe
entre los cristianos en Cristo. El creyente no posee ya el entero conocimiento de
su unión con la cabeza de Cristo y con los demás miembros del cuerpo. El se
siente de cara a Cristo y a los demás miembros de este último como un yo y no
como un nosotros, más bien como una individualidad aislada que como un
organismo social."

En la liturgia se halla admirablemente expresado el misterio, desarrollado por


San Pablo y San Ireneo, de la recapitulación de todas las cosas en Cristo, en la
luz del Padre. La liturgia llama a la unión a todos los seres, terrestres y celestes,
animados e inanimados, para disponerlos en bello orden alrededor de Cristo y,
por medio de El, en tomo a Dios. Las piedras, bajo la inspiración litúrgica, se
colocan según las grandiosas formas arquitectónicas; las más preciosas telas se
emplean para revestir el altar de su sacrificio; el oro, la plata, el fuego, el agua, la
luz, el incienso, la sal, la ceniza, las flores, la cera y, sobre todo, el pan y el
vino, están hechos para servir de instrumento a la acción santificadora de
Cristo. Todo el pasado con su historia y el presente con sus realidades, humanas
y divinas, visibles e invisibles, son evocados por la liturgia. Es una maravillosa
síntesis, en cuyo centro está Cristo, cabeza del pueblo redimido y ofrecido al
Padre por El; de manera que podemos contemplar el mundo recapitulado en El,
contenido a la vez en su ser, en su ordenación y desenvolvimiento por la fuerza
creadora de El y santificado por su gracia.
Fue, sin duda alguna, este eminente concepto de Cristo, alma de la liturgia, el
que sugirió a los antiguos el poner la imagen majestuosa y
soberana, el Pantocrator, sobre el arco triunfal en los ábsides de las iglesias.

Con relación a lo dicho, la liturgia puede también llamarse mistérica o


sacramental, porque en sus ritos, y especialmente en la misa, expresa y actualiza
el sacramento o misterio de Cristo, esto es, como dice el Apóstol, el hecho a la
vez histórico y místico, divino y humano, de la encarnación, pasión, muerte y
resurrección de Jesucristo, mediante el cual ha dado El a Dios Padre un culto
perfecto.

Así, pues, Cristo, Cabeza del Cuerpo místico, del mismo modo que quiere que
los fieles participen de su santidad y de su gloria, así también los quiere unidos
a sí en las ceremonias de su culto, bien sean las instituidas directamente por El o
bien las instituidas por su Iglesia, en todas las cuales El está presente moralmente
(Ubi sunt dúo vel tres congregan...); o sacramentalmente, porque sacramenta
Ecclesiae specialiter habent virtutem ex passione Christi, cuius virtus
quodammodo nobis copulatur per eo rum susceptionem; o personalmente, en la
Eucaristía, sacramentum perfectum dominicae passionís, tanquam continens
ipsum Christum passum.

Podremos, pues, afirmar en general que un rito litúrgico encierra en sí la razón de


verdadero acto de culto cuando es sacramental o mistérico, es decir, vivificado
por los méritos de la pasión y muerte de Cristo.

Cristo es, finalmente, el centro del año litúrgico. Todo el ciclo eclesiástico se


desenvuelve alrededor de su divina figura, reproduciendo, como en una amplia
acción dramática, los principales misterios de su vida, para mantenerse
constantemente en contacto con El y hacernos asimilar mejor el tesoro de
gracia que ellos poseen y que nos ha merecido del Padre.

Como Cristo ha recibido del Padre el propio sacerdocio y la misión en el tiempo,


así ha formado El sobre la tierra, en la persona de sus doce apóstoles y obispos, la
Iglesia, de la que El es Cabeza, a la que El ha dado todo y la cual todo lo recibe
de El. Es a ellos y, en su persona, a los obispos, sus sucesores, a quienes El
comunica toda su misión, encomienda toda la verdad que ha recibido del Padre,
transmite la plenitud de su poder santificador, da la autoridad de gobernar; y
mientras, como Cabeza suprema de su Cuerpo místico, se sienta invisiblemente
en la gloria a la diestra del Padre.

La liturgia, pues, está organizada, presidida y celebrada por estas autoridades,


colocadas por Cristo para el gobierno de la Iglesia, y por los sacerdotes, que los
obispos engendran espiritualmente para Cristo. Es un hecho indiscutible que
desde los tiempos apostólicos en las comunidades cristianas la vida religiosa, y
en particular el ejercicio del culto público, se desenvuelve enteramente bajo la
dependencia del obispo y de los miembros subalternos de la jerarquía, su
venerando presbyterium, "su corona espiritual"; esta doctrina de la constitución
jerárquico-litúrgica de la Iglesia está puesta de relieve de un modo especial en las
cartas de San Ignacio Mártir (+ 107):

"Seguid todos al obispo, como Jesucristo [seguía] a su Padre y el presbyterium a


los apóstoles; en cuanto a los diáconos, veneradlos como a la ley de Dios. No
hagáis nada sin el obispo en lo que respecta a la Iglesia. No consideréis válida la
Eucaristía si no es celebrada por el obispo o su delegado. No está permitido
bautizar ni celebrar el ágape (la Eucaristía) sin el obispo; todo lo que él aprueba,
es asimismo agradable a Dios. De esta manera, todo lo que se haga [en la Iglesia]
será seguro y válido."

Más generales si se quiere, pero substancialmente idénticas, son las declaraciones


de San Clemente Romano (año de 96) en su Carta a los Corintios: "No tienen
todos la facultad de ejercer las funciones del culto, sino solamente los que fueron
designados por la voluntad soberana de Cristo." Y refiriéndose al sacerdocio
judío añade que, del mismo modo que en Jerusalén las ofrendas las hacía el sumo
sacerdote, los sacerdotes y los levitas, así el servicio litúrgico en la Iglesia
cristiana debe hacerlo no cualquier intermediario, sino la persona debidamente
autorizada para ello.

Al antiguo simbolismo del arte cristiano no se le ocultó la importancia de este


carácter jerárquico de la liturgia, y lo representó con gusto especialmente en los
mosaicos absidales. Encima y detrás del altar sale de las nubes una mano
misteriosa: es el Padre, que da todo a Cristo, símbolo de la jerarquía primera, de
la cual proceden todas las demás. Debajo de |a mano está Cristo glorificado y
bendiciendo, con un rollo de la ley en la izquierda, a la cabeza de sus doce
obispos, representados en otros tantos corderos, todos vueltos hacia El.
Finalmente, debajo de Cristo se encuentra colocada la cathedra
marmórea, símbolo del obispo, sentado, como doctor, pastor y gran sacerdote, a
la cabeza de su iglesia particular, delante del único altar donde él preside las
ceremonias de los santos misterios.

Van asociadas al ministerio litúrgico y propio de los ministros sagrados la


"participación de los fieles," su regale sacerdotium. Esta participación puede
considerarse bajo un doble aspecto:
a) pasivo, en cuanto percibe de las acciones litúrgicas aquellos frutos de
edificación y de santificación a los cuales están ordenados;

b) activo, que consiste en una cierta cooperación al, ejercicio de un determinado


acto de culto con el fin de alcanzar frutos más abundantes, según aquel principio
teológico: Quo quisque propius concurrit ad offerendum, eo.eízam, ceteris
paribus, meliorem titulum habet ad participandum, de sacrificii fructu."

Esto debe decirse especialmente de la misa, pero con las oportunas reservas. En
ella los fieles son ciertamente concelebrantes de la Víctima augusta en cuanto
miembros del Cuerpo místico, sea habitualiter et implicite, sea
también actualiter, si concurren a ella de un modo particular; pero no pueden ser
concelebrantes en el sentido estricto de la palabra, porque el acto de la ofrenda es
propio solamente del sacerdote. En el Calvario la oblación de Cristo — Víctima
fue hecha conjuntamente por El y por nosotros; pero la ofrenda, la presentación a
Dios, la hizo solamente El, Sumo Sacerdote, mediator Dei et hominum, por
medio de sus santísimas manos. En esto consiste propiamente su sacerdocio, del
que los sacerdotes reciben una participación ministerial, pero que es
absolutamente incomunicable a los fieles.

c) La liturgia es social.

La liturgia es social; es decir, reviste una índole eminentemente colectiva, porque


actúa en función de la Iglesia, cuerpo social por excelencia. El culto cristiano en
todos sus ritos y en sus fórmulas muestra constantemente la impronta de la
colectividad, de la cual es expresión y por la que está creada. El acto litúrgico
fundamental, el sacrificio eucarístico, que es ya de por sí un magnífico símbolo
de la unidad del gran cuerpo de los fieles en sus ceremonias (lecturas, cantos,
ofrendas, comunión) y en sus fórmulas, verdaderamente antiguas, no mira jamás
a lo singular como tal, sino siempre mira a los fieles, y a todos los fieles, vivos y
difuntos, fuera del tiempo y del espacio. Publica est nobis et communis
oratio, decía San Cipriano. La liturgia es la gran epopeya de la Iglesia militante,
purgante y triunfante. Este carácter superpersonal y objetivo de la Iglesia católica
está en perfecto contraste con la concepción protestante, primordialmente
individualista, del culto, y se presenta como uno de los motivos más altos y
eficaces para estimular al fiel el aprecio y el amor a la plegaria litúrgica.

"El que ora, si — escribe Mohlberg — se ve y se considera metido en la inmensa


multitud de aquellos que al mismo tiempo, sobre toda la faz de la tierra, levantan
los brazos para alabar, agradecer, orar; y ofrecen el sacrificio eucarístico o
participan de él, y al mismo tiempo se ve asimismo como un átomo en las
generaciones que, desde los primeros albores del cristianismo, han orado y
sacrificado antes que él, y entre aquellas que orarán y sacrificarán después de sí,
cuando él mismo haga ya mucho tiempo que es polvo en el sepulcro. El, mientras
ora y ofrece su sacrificio, vive la vida más profunda y más intensa, como de
generaciones y épocas enteras.

Es natural que el sentimiento de una tan sublime comunión de plegarias sea tanto
más elevado cuanto sea mayor en el que ora la comprensión histórica de las
ceremonias y de las palabras del culto en el que toma parte y cuanto más
profundo sea el concepto teológico del culto de la Iglesia."

Todo en la Iglesia está hecho para despertar en los fieles el sentido social de
la fraternidad cristiana, la idea de que ninguno de ellos está solo, sino que es
miembro de la gran familia de Cristo; el culto, sin embargo, se presta, más que
ningún otro medio, a insinuarlo eficazmente. Por esto, la Iglesia exige de todos
un mínimo de participación en los actos litúrgicos y hace de ellos una
condición esencial para que se mantenga el espíritu cristiano. Siendo nuestro
más vivo deseo que el verdadero espíritu cristiano reflorezca por todos los
medios en todos los fieles, es necesario proveer, antes que ninguna otra cosa, a la
santidad y dignidad del templo, donde precisamente los fieles se reúnen para
beber ese espíritu de su primera e indispensable fuente que es la participación
activa en los sacrosantos misterios y en la plegaria pública y solemne de la
Iglesia.

El carácter público y social está inherente a los actos litúrgicos en todo lugar y en
toda circunstancia.

La liturgia es universal.

La liturgia es universal, porque es: a) una a través de las formas rituales más
diversas, por la unidad de la fe que expresa, del sacrificio que ofrece, de los
sacramentos que administra; b) viva, en cuanto por todas partes, bajo la
apariencia de los ritos exteriores de que se halla revestida, palpita el alma de la
Iglesia, que es la vida misma y la fuerza indefectible de Cristo, y vibran los
sentimientos de todo el pueblo cristiano con los cuales El se asocia a la plegaria
litúrgica; c) tradicional en cuanto que se remonta en sus líneas fundamentales a
la misma liturgia de los apóstoles, y, por medio de éstos, hasta Cristo. El
estudio que haremos en esta obra nos dará una clara demostración de ello.

La liturgia es santificante.

La vida de Dios está en Cristo; la vida de Cristo está en la jerarquía de la


Iglesia; la jerarquía la realiza en las almas, transmitiéndola por medio de los
actos litúrgicos sacramentales, invocándola asiduamente con la fuerza intercesora
de sus plegarias, disponiendo las almas a recibirla y aumentarla mediante los
sentimientos de fe, de caridad, de contrición que sugiere la liturgia.

Todos los esfuerzos de la liturgia tienden a establecer y desarrollar en las


almas el misterio sacerdotal de Cristo. El ciclo del año litúrgico es, sobre todo,
la organización por parte de la Iglesia de la vida espiritual de los fieles en función
del sacerdocio de Cristo. A través de cada uno de los sucesos de la vida de la
Cabeza, los miembros de su Cuerpo místico están llamados a vivirlos como si
estuvieran presentes y a realizar en sí los sentimientos de Cristo, asimilándose
sus frutos de santidad y de gracia. Para esto ayuda particularmente la
participación activa de los fieles en las horas del oficio divino. En el pasado, la
Iglesia tuvo cuidado de invitar al pueblo en los domingos y en las fiestas del año,
aun durante la noche; y esta piadosa costumbre se practicó universalmente hasta
el siglo XVI. Con justicia los teólogos sostienen que todo tiempo litúrgico y toda
celebración litúrgica es un sacraméntale que obra ex opere oper antis
Ecclesiae; en virtud, pues, de la eficacia moral y de la santidad entrañada en los
actos oficiales de la Iglesia.

Rito, Ceremonia, Rúbrica.

Es conveniente precisar el valor de los términos rito, ceremonia, rúbrica, usados


frecuentemente en el lenguaje litúrgico.

Se llama rito al conjunto de fórmulas y de normas prácticas que deben


observarse para el cumplimiento de una determinada función litúrgica; por
ejemplo, el rito del bautismo, de la consagración de una iglesia, etc. Alguna vez,
sin embargo, la palabra rito tiene un significado más amplio y designa una de las
grandes familias de la liturgia cristiana. Así se dice el rito romano, el rito griego,
el rito ambrosiano, etc.

Cada una de las partes, por el contrario, que componen un rito, como las
actitudes del cuerpo, los movimientos que acompañan la pronunciación de las
palabras, etc., se llaman ceremonias. Finalmente, las normas que indican tales
ceremonias o la manera como deben realizarse se llaman rúbricas. Rúbrica era
una especie de tierra rosácea que, diluida en el agua, daba un color de minio (un
colorete), del que desde la más remota antiguedad se servían los carpinteros para
señalar la parte por donde debían cortar las tablas, y los amanuenses para escribir
los títulos en las compilaciones legislativas; así como las notas en un
determinado texto. Este uso lo mantuvieron en la Edad Media los copistas de los
libros litúrgicos para indicar las normas a observar en la recitación del oficio, en
la celebración de la misa, etc., de donde proviene el conocido aforismo Lege
rubrum, si vis intelligere nigrum.

Las primeras rúbricas se transmitieron oralmente, y, dada la simplicidad del


primitivo ceremonial, no debían ser muchas ni muy complicadas. Pero la
inevitable incertidumbre de la tradición oral, unida al progresivo
desenvolvimiento del culto litúrgico, dio muy pronto origen, como se dirá más
adelante, a diferentes y complejos usos ceremoniales. San Cipriano ya aludió a
particularidades propias de la iglesia de Cartago, y más tarde los Padres del siglo
IV y V dan frecuentes testimonios de la existencia de ceremonias diversas en las
distintas comunidades de alguna importancia. San Agustín amonestaba a su
amigo Jenaro: Ad quam forte Ecclesian veneris, eius morem serva, si cuipiam
non vis esse scandalo nec quemquam tibí. Esta diversidad de observancia de un
lugar a otro en la celebración de los mismos ritos litúrgicos se mantiene en la
iglesia Occidente hasta 1572, cuando poco a poco fue introducida en el
Occidente la absoluta uniformidad de rúbricas por casi todas partes.

Las primeras colecciones sistemáticas de rúbricas se encuentran en los ordines el


más antiguo de los cuales no es anterior al siglo VII. En verdad, debieron existir
mucho tiempo antes rúbricas escritas. Agustín lo insinúa en una carta dirigida a
una comunidad de vírgenes, donde recomienda que en la recitación del oficio
canten solamente lo que se halle prescrito expresamente en el códice: Nolite
cantare nisi quod legitis esse cantandum; quod autem non ita scriptum est ut
cantetur, non cantatur. Los antiguos libros litúrgicos no contenían generalmente
más que simples fórmulas de plegarias sin instrucciones de ningún género sobre
los actos o gestos que debían acompañar al celebrante. Lo suplían la enseñanza
oral y la práctica. Aun en el texto del canon de la misa fueron muy escasas las
rúbricas hasta la invención de la prensa.

2. Liturgia y Dogma.
La Liturgia, Expresión de la Fe.

Para profundizar mejor en el concepto de liturgia, darle el relieve que se merece y


valorar su importancia real en el campo de las disciplinas eclesiásticas, es preciso
examinar las principales relaciones que existen entre la liturgia y el dogma
católico.

Hablando del culto en general, en el capítulo anterior hemos hecho notar que el
culto en todas sus manifestaciones se funda esencialmente en las relaciones
objetivas de dependencia del hombre respecto de Dios. Análogamente se basa
también toda la liturgia cristiana en aquel conjunto de verdades sobrenaturales
que, fundadas sobre motivos de la religión natural, forman el credo del
cristianismo. Dios, en su inmensa realidad, uno y trino; la creación, la
Providencia, la omnipresencia divina; el pecado, la justicia, la necesidad de la
redención; la redención, el Redentor y su reino; los novísimos. La liturgia es la
expresión pública, solemne, oficial del culto: "Es nuestra fe confesada, sentida,
suplicada, cantada, puesta en contacto con la fe de nuestros hermanos y de toda la
Iglesia." El dogma es para la liturgia lo que el alma al cuerpo, el pensamiento a la
palabra; de donde decía el salmista: Credidi irropter quod locutus sum. Y San
Pablo: Hab entes eumdem spiritum fidei credimus, propter quod et loquimur.

Evidentemente, de ordinario no propone la Iglesia el dogma en los textos


litúrgicos, como lo hace en los cánones conciliares o en las tesis teológicas. Para
este fin se sirve ella de medios más directos y eficaces, como la predicación, la
catequesis. La liturgia, empero, asimila el dogma, lo despoja de su austeridad, y
hace que repercuta en sus fórmulas, ritos y símbolos.

La historia del desarrollo litúrgico nos demuestra que ha seguido.paralelamente


las alternativas del desenvolvimiento dogmático. Cuando se precisa el dogma en
la especulación científica y en la enseñanza doctrinal, o bien sale victorioso
después de una gran controversia teológica, inmediatamente se hace eco de él una
fórmula o una ceremonia lo traduce o lo fija en el ritual.

El arrianismo negó en el siglo IV la divinidad de Jesucristo, y en el texto de la


antiquísima gran doxología se insertó la cláusula Deum verum de Deo
vero, mientras se unió a la fórmula primitiva per Christum Dominum nostrum la
terminación qui tecum vivit et regnat... Deus per omnia saecula
saeculorum. Niegan los pelagianos la necesidad de la ayuda de la gracia, y he
aquí que se multiplica el uso del versículo: Deus, in adiutorium meum intende;
Domine, ad adiuvandum me festina. Sostienen algunos católicos que el bautismo
no borra todos los pecados, e inmediatamente la liturgia visigoda inserta como
protesta en la fórmula del símbolo apostólico: Credo... remissionem omnium.
peccatorum. Rechazan los predestinacianos la universalidad de la redención de
Cristo, y se añaden al canon romano las palabras pro nostra omniumque salute.
Impugnan los maniqueos la legitimidad del uso del vino en la Eucaristía, y León
I añade en el canon a la mención del sacrificio de Melquisedec: Sanctum
sacrificium, immaculatam hostiam. Apenas se condena en Efeso a Nestorio,
impugnador de la divina maternidad de María Santísima (431), cuando aparece
en los dípticos romanos la cláusula de Dei genitrix e introduce San Cirilo
Alejandrino en la liturgia copta las más amplias expresiones de fe hacia María,
Madre de Dios. No pocas oraciones de los antiguos sacraméntanos reflejan el eco
de las luchas cristológicas del siglo V. Esta, por ejemplo, del Leoniano: Praesta
quaesumus, Domine Deus noster, sacramentum hoc in ecclesiis indiffidenter
intelligi, ut unus Christus in Dei atque hominis vertíate, nec a nostra divisus
natura, nec a tua discreta adoretur essentia. Se introdujo el Credo en la misa
galicana como reacción y antídoto contra la herejía adopcionista, condenada por
el concilio de Aixla-Chapelle el 798.

Por el contrario, basta que el dogma se corrompa de cualquier manera, para que
consiguientemente se modifique también la liturgia. He aquí por qué los herejes
de todos los tiempos, al separarse de la Iglesia, se separaron también del culto e
inauguraron nuevas fórmulas litúrgicas. Así lo hicieron los docetas, los gnósticos,
los novacianos, los arríanos, los nestorianos, los protestantes, los galicanos.
Leoncio Bizantino escribía de Nestorio: Audet et aliud malum non secundum ad
superiora; aliam enim missam effutivit, praeter illam quae a Paíribus tradita est
ecclesiis; ñeque reveritus illam apostolorum, nec illammagni Basilii non
precationibus, Eucharistiae mysterium opplevit.

La Liturgia, Prueba del Dogma.

Precisamente por ser la liturgia la expresión viva de las verdades cristianas,


puede, a su vez, ser para el dogma un autorizado testimonio y un locus
theologicus de primer orden para la teología y la apologética, una verae fidei
protestativo, como afirmaba Sixto V.

Los lugares teológicos se reducen en último análisis a dos, la Escritura y la


tradición. La liturgia es una de las formas con que se expresa la tradición; más
aún, es la principal, la más auténtica y la más digna, aún más que los Santos
Padres. Las fórmulas y los ritos litúrgicos hablan implícitamente en favor de las
verdades creídas por la Iglesia en aquel determinado período de tiempo en el que
fueron compuestas o bien tal como eran propuestas entonces a los fieles. El
dogma no siempre se anunció en seguida claramente y como admitido por la
Iglesia antes de ser definido; las diversas fases de su desarrollo progresivo
encuentran una exacta correspondencia en los textos litúrgicos, que nos dan el
concepto genuino contra !as desviaciones de la herejía.

Encontrarnos así que, en la lucha contra el arrianismo, Eusebio, San Hilario y


San Ambrosio defienden la divinidad de Cristo recurriendo al testimonio de los
antiguos himnos, que cantan a Cristo como a Dios. Apenas Nestóreo de
Constantinopla se manifestó contra la maternidad divina, se vio contradicho por
su mismo pueblo, que aclamó a María Theotocos, porque así se acostumbraba a
llamarla en las fórmulas litúrgicas. Se combatió victoriosamente al pelagianismo
con argumentos sacados en primer lugar de la liturgia. Agustín, en efecto, para
demostrar que los niños tienen antes del bautismo el pecado original, apeló al rito
bautismal, durante el cual son exorcizados, insuflados y renuncian a Satanás por
boca de sus padrinos. Cuando quiere refutar a Vital, que negaba la necesidad de
la gracia para la perseverancia final, le obieta con el texto de las plegarias
litúrgicas: Exere contra oraliones ecclesiae disputationes tuas... subsanna pías
voces…; y en otro lugar apremia todavía más: Ptforsus in kac re non operosas
disputationes expectet Ecclesia, sed atendat quoiidianas orationes suas. Orat ut
increduli credant; Deus ergo convertit ad fidem. Orat ut credentes perseverent;
Deus ergo donat perseverantiam usque ad finem. Las plegarias a las que alude el
santo obispo son las que formaban en sus tiempos la oratio fídelium de la misa, y
que ahora se recitan el Viernes Santo con el nombre de oraciones solemnes.

Asimismo se refutó la controversia adopcionista con argumentos litúrgicos. Los


herejes apelaban a fórmulas de la liturgia mozárabe; Alcuino y después el
concilio de Francfort le refutaron con textos del misal romano. Del mismo modo
se combatió a la iglesia iconoclasta, no tanto con la Sagrada Escritura como con
los ritos y las plegarias litúrgicas.

El concilio Tridentino aduce, para probar el aumento en el alma de la gracia


santificante, entre otros, el texto de la colecta de la dominica decimotercera de
Pentecostés: Hoc iustitiae incrementum petit S. Ecclesia cum orat: Da nobis,
Domine, fidei, spei et charitatis augmentum.

La misma teología sacramental, en sus difíciles cuestiones sobre la materia y la


forma de los sacramentos, es deudora en sumo grado a la liturgia, la cual ha
arrojado, con los ritos y con las fórmulas de sus antiguos libros rituales, una
maravillosa luz sobre muchos puntos obscuros hasta la fecha de su historia.
Resumiendo: el alcance del argumento litúrgico es, sin duda alguna, muy grande;
los mejores teólogos modernos lo han comprendido y han echado mano de él con
mucha frecuencia. Evidentemente, todos los argumentos sacados de la liturgia no
pueden tener el mismo peso, porque de las múltiples liturgias orientales y
occidentales, cuyas fórmulas son casi infinitas, unas tienen un valor mayor, otras
menor. Es cierto que, entre todas, las de la liturgia romana son, con mucho, las
más importantes y las más dignas de aprecio.

"Lex Orandi, Lex Credendi."

Es ésta una frase citada frecuentemente como axioma a propósito del valor
dogmático de la liturgia; pero es preciso comprenderla e interpretarla bien. Este
axioma está tomado de una colección de diez decisiones sobre la gracia,
llamadas Capitula Celestini porque se ponían de ordinario al margen de la carta
que el papa Celestino I escribió en el año 431 a los obispos de las Calías con
ocasión de las controversias pelagianas. Los últimos estudios, sin embargo,
parecen dar con certeza que aquellos Capitula no son de Celestino I, sino de un
autor desconocido, quizá Próspero de Aquitana (+ 463), coleccionados en Roma
alrededor del 435-40 y transmitidos desde el siglo V como doctrina oficial de la
Iglesia romana.

Del contexto se deducen dos cosas:

a) Que el autor de los Capitula, después de haber aducido las condenaciones


infligidas a¡os pelagianos por algunos papas anteriores, quiere sacar un
argumento, como lo hizo Agustín, del tenor de las oraciones solemnes recitadas
en la liturgia, de un modo uniforme en todas las iglesias: obsecrationum quoque
sacerdotalium sacramenta respiciamus, quae... in omni ecclesia catholica
uniformiter celebrantur.

b) Que el autor no pretende de ninguna manera establecer el principio general


que de la norma de orar se deduzca la norma de la fe; solamente pretende
demostrar cómo en este caso concreto la plegaria colectiva litúrgica, hecha en
favor de tan diversas clases de personas, demuestra la fe de la Iglesia en la
eficacia de los socorros de la gracia de Dios. Este es el sentido genuino de estas
palabras. El aforismo, por tanto, lex orandi, lex credendi, interpretado en este
supuesto sentido, tiene un justo valor reconocido por todos; no tiene, sin
embargo, valor alguno en el sentido de que toda plegaria y todo rito equivalgan
sin más a la enunciación de un dogma y vengan a ser de esta forma una regla de
fe.

La liturgia no determina ni constituye absolutamente ni por sí misma la fe


católica, sino que más bien... puede aducir argumentos y testimonios de no poco
valor para esclarecer un punto particular de la doctrina cristiana. Si queremos
distinguir y determinar de un modo general y absoluto las relaciones que existen
entre fe y liturgia, se puede afirmar con razón que "la ley de la fe establece la ley
de la plegaria."

"No toda ley que manda la plegaria — escribe el P. Polidon — es ley de fe, sino
solamente la que posee las cualidades reconocidas por los teólogos; es decir,
cuando equivale a una enseñanza dogmática. Esta enseñanza no mira nunca a
simples hechos particulares, corno son, por ejemplo, la traslación del cuerpo de
Santa Catalina al Sinaí, del que se habla en la colecta de su fiesta, sino a
doctrinas y hechos que se hallan en conexión con la doctrina ortodoxa cerrada ya
con los apóstoles.
Por lo tanto, si existen en el misal o en otro libro litúrgico partes a las cuales se
reconoce dicha cualidad después de un maduro estudio, entonces tendrán
ciertamente el valor de una enseñanza infalible. Pero esto no depende del hecho
de que se encuentren en el misal o en otro libro litúrgico (según el argumento ya
citado), sino de razones tomadas de otras fuentes teológicas. Más aún, este
mismo valor infalible no ejerce en las mentes su eficacia definitiva por la
declaración doctrinal de los teólogos, sino por la auténtica de la Iglesia.

La Liturgia y la Enseñanza del Dogma.

La liturgia no sirve solamente para probar la divina tradición de las verdades


reveladas, sino que es también la escuela práctica de la más fecunda y eficaz
enseñanza dogmática.

El dogma, en efecto, que es como el alma invisible e informa toda la vida


interior, queda vulgarizado, hecho más sencillo, fácil, intuitivo, mediante los
ritos, las ceremonias y las fórmulas litúrgicas; hace revivir, a través del esplendor
de la celebración de los divinos misterios y en el desarrollo anual progresivo de
las fiestas eclesiásticas, el drama divino de nuestra redención con todas las
circunstancias de lugares y de personas. Si, como está comprobado, la enseñanza
resulta mucho más fácil y eficaz por medio de ejemplos, debemos convenir
que la liturgia, en toda su múltiple variedad, es el primer catecismo del
pueblo, que a través de los sentidos se dirige a sus mentes y a sus corazones.

Desde les primeros siglos, los Padres de la Iglesia apelaban a ella sirviéndose de
las ceremonias de los sacramentos y de las misas para vulgarizar las
abstracciones del dogma e inculcarlo en las mentes de los fieles. Más tarde, en
los siglos VII y VIII, cuando los pueblos no civilizados, terminadas sus grandes
inmigraciones, se unieron en nuevas formas políticas sobre los territorios de la
antigua civilización romana, vino a ser para ellos la Iglesia una potencia
civilizadora y cristiana de primer orden, gracias sobre todo a la eficacia de su
culto litúrgico. La majestad grandiosa de la liturgia, su rico simbolismo, la
exquisita dulzura del canto sagrado, llenaban a aquellos rudos pueblos de una
veneración sagrada por lo divino, que les abría la mente a las verdades de la fe
y preparaba sus ánimos a los influjos benéficos de la civilización.

Por lo demás, este fenómeno se verifica todos los días. Qué enseñanza más
sublime y, a la vez, más intuitiva del misterio de la encarnación que la fiesta
litúrgica de Navidad? ¿Cómo se podría enseñar mejor la presencia real de Cristo
en la Eucaristía sino con las múltiples señales de adoración y de respeto con las
que la Iglesia rodea al Santísimo Sacramento? Todo el culto cristiano desde sus
más pequeños detalles, bien comprendido, es una escuela práctica de las más
altas verdades dogmáticas; es doloroso constatar cómo muchísimas veces el
mismo clero no sabe captar lo suficiente estas grandes lecciones que da la Iglesia
en la liturgia de la misa, los sacramentos, sacramentales, para hacerla comprender
adecuadamente al pueblo.

Entre todas las formas de las que se puede servir la enseñanza de la religión, la
más eficaz es la de la liturgia, por ser la más interesante, la más dramática y la
más conforme con las aspiraciones del corazón y las necesidades de la
inteligencia. Devolverle a la liturgia su primitiva belleza, desembarazándola de
las alteraciones que muchas veces le han hecho sufrir la negligencia o la
ignorancia de los tiempos pasados; iniciar a los fieles en la inteligencia y. por
tanto, en el amor de los misterios que se celebran en el altar, poner en sus manos
el misal, sustituido, desgraciadamente, por tantos libros de devoción vulgar o
mediocre; invitarle, a tomar la modesta parte de colaboradores con los ministros
sagrados, especialmente mediante el canto colectivo; hacer, en suma, que
vivan todo cuanto sea posible de la vida litúrgica de la misma Iglesia, he aquí
el verdadero método de enseñar la religión, de mantener unidos a la Iglesia a
todos los que la frecuentan, de hacer volver pronto o tarde a aquellos que la han
abandonado. Es sobre todo por medio de la belleza de la liturgia como el alma
humana es llevada a comprender las verdades de la religión.

3. El derecho litúrgico en su desenvolvimiento


histórico.
La Obra de Jesucristo.

Se ha afirmado recientemente que "Jesús, durante su ministerio, no prescribió a


sus apóstoles, ni siquiera practicó El mismo, ninguna de las reglas del culto
exterior que han caracterizado al Evangelio como religión. Jesús no pensó en
regular el culto cristiano más allá de lo que reguló formalmente la constitución y
los dogmas de la Iglesia..." Prescindiendo de esta última afirmación, que no nos
afecta directamente, creemos poder demostrar, por el contrario, que las grandes
líneas del sistema litúrgico, las que se refieren a la sustancia misma del culto
cristiano — la misa, los sacramentos, fueron fijadas implícita o explícitamente
por Jesucristo.

Los detalles de esta demostración se facilitarán a su tiempo; pero, entre tanto, se


puede observar a primera vista que fue Cristo el que inauguró el culto cristiano
en el Calvario.
Del Bautismo especificó la materia y la forma: Euntes docete omnes gentes,
baptizantes eos in nomine Patris, et Filii, et Spiritus sancfí... De la Eucaristía fijó
la materia — el pan y el vino —, y la forma en las palabras consagratorias que
pronunció durante la última cena: Hoc est corpus meum...; hic est sanguis meus.
Con relación a la Penitencia, está admitido aun por los acatólicos que el mandato
dado a los apóstoles sobre la remisión de los pecados lleva consigo
necesariamente una confesión por parte de los fieles y una consiguiente sentencia
judicial al confrontarlas. Además, como la Eucaristía debía ser el sacrificio de
la nueva ley y, por consiguiente, el acto litúrgico más importante, quiere
también establecer algunas de las modalidades con las cuales debía celebrarse.
El, en efecto como refieren los sinópticos:

a) Instituyó la Eucaristía gratias agens (ευχάριστησασ), es decir, pronunciando


una fσrmula eucarística o de acción de gracias, sea que la hubiera improvisado El
mismo, sea también, como parece mis natural, se hubiera servido de las
acostumbradas eulogias judaicas propias del ritual de la Pascua, y prescribió que
se reprodujese lo que El hizo. Es, pues, fácil constatar cómo todas las liturgias
conocidas desde comienzos del siglo II han dado a la solemne plegaria
consagratorias un marcado y casi exclusivo carácter de acción de gracias.

b) Mandó a los apóstoles que lo conmemorasen, renovando todo cuanto Él había


hecho: Hoc facite in meam commemorationem, o bien, como precisa mejor San
Pablo, recordando su muerte: Mortem Domini annuntiabitis doñee veniat. Un
segundo punto en el que también convienen unánimes todas las liturgias es
la anamnesis, es decir, el recuerdo de la pasión y muerte de Nuestro Señor,
puesto inmediatamente después de la descripción de la institución.

Además de éstas, ¿dio Jesucristo otras normas litúrgicas? Podemos responder


afirmativamente, si bien nos resulta imposible precisar cuáles de ellas se
remontan efectivamente hasta El. En efecto:

a) Los Hechos hacen notar que Jesús, en el tiempo que transcurrió entre la
resurrección y la ascensión, se dejó ver muchas veces por los apóstoles, loquens
de regno Dei. Así, una de las tradiciones más antiguas de la Iglesia cree que, en
aquellas frecuentes reuniones. El, entre otras cosas, fijó también muchas
particularidades del culto. ¿No había dicho El antes de morir: "Tengo muchas
cosas que deciros, pero ahora no las podéis comprender"? Refiere Eusebio que
Santa Elena edificó sobre el monte de los Olivos una iglesia, una especie de
caverna, donde, según una antigua tradición, discipuli et apostoli... arcanis
mijsteriis initiati fuerunt. El Testamentum Domini (s.V), en el mismo día de la
resurrección, presenta a los apóstoles pidiendo al
Señor quonam canone, Ule (scil. qui Ecclesiae praest) debeat constituere et
ordinare Ecclesiaím... quomodo sint mrijsteria Ecclesiae tractanda y Jesús
responde explicándoles solamente al detalle las diversas partes de la liturgia. Esta
tradición la recogió también San León.

b) San Clemente Papa, discípulo de los apóstoles (f+ 99), escribiendo a la


comunidad de Corinto, alude a positivas prescripciones del Señor sobre el orden
que debe seguirse en lías ofrendas:

"Cuneta ordine debemus faceré, quae nos Dominus statutis temporibus peragere
iussit, oblationes scilicet et officia sacra perficci, ñeque temeré et inordinate fieri
praecepit, sed statutis temporibus et horis. Ubi etiam et a quibus celebrari vult,
ipse excelsísima suia volúntate definivit, ut religiose omnia secundum eius
beiieplaciitum adimpleta, accepta essent voluntati eius."

c) San Justino, después de describir todo el orden de la sunaxis eucarística,


asegura que ésta fue celebrada el domingo, porque en ese día Nuestro
Señor, apostolis et discvpulis vistis, ea docuit, quae vobis quoque considerando,
tradtdirnus. Quiere decir que las partes principales de la misai se consideraban
como obra de Cristo en el día de la resurrección. Concedemos gustosos que la
afirmación es genérica; pero tanto Justino como el anónimo del Testamentum
Dornini reflejan evidentemente una tradición muy extendida, antigua y de ningún
modo inverosímil.

La Obra de los Apóstoles.

Pero si Nuestro Señor trazó ciertamente las líneas fundamentales del culto
litúrgico cristiano, podemos creer racionalmente que respecto a muchos detalles
particulares dejó gran libertad a la iniciativa de los apóstoles, a quienes había
investido de su misma misión divina y les había dado las facultades necesarias.
Estos, en efecto, del mismo modo que dieron normas de disciplina para los
primeros fieles en el concilio de Jerusalén, así debieron también, en Jerusalén y
en las iglesias que fundaban poco a poco, determinar las oportunas normas
litúrgicas en lo que la sencillez del culto primitivo lo requería.

San Pablo, por ejemplo, escribiendo a los de Corinto, después de haberles


expuesto todo cuanto había recibido del Señor en torno a la celebración de
la Coena dominica, añade por sí mismo algunas advertencias, y termina diciendo
que se reserva para lo sucesivo el darles él mismo, cuando esté presente, las
oportunas disposiciones: caetera autem cum venero, disponam. Más tarde, en la
misma carta, después de haber hablado de los carismas de profecía y de lenguas,
y dado al mismo tiempo algunas normas para que no resultasen inútiles,
concluye: Omnia autem honeste et secundum ordinem (κατά ταξιν), fiant; es
decir, según un orden determinado y establecido; deja suponer que existan ya
reglas según las cuales se debía proceder en el servicio litúrgico. En otro lugar, el
mismo apóstol da normas precisas sobre el orden y los fines de la plegaria en las
reuniones litúrgicas, sobre la postura que deben adoptar en ellas los hombres y
las mujeres, sobre las colectas que deben hacerse por los pobres en las sinaxis
dominicales, sobre el mutuo beso de paz.

De la obra litúrgica de los demás apóstoles podemos decir poco. No obstante, de


las narraciones de los Hechos se constata la existencia de un ritual simple, pero
fijo y substancialmente completo, seguido uniformemente por los apóstoles y sus
colaboradores en la colación del bautismo, la confirmación, los órdenes sagrados.
¿Quién podrá dudar que no sea ello fruto de un acuerdo anterior?

No se deben pasar por alto ciertas antiguas y tenaces tradiciones que existían en
algunas iglesias fundadas por los apóstoles, según las cuales la liturgia allá
vigente era un patrimonio recibido de los mismos apóstoles. Así, por ejemplo,
la liturgia de San Marcos para la iglesia de Alejandría, la de Santiago para la de
Antioquía, la de San Pedro para la de Roma. San Ireneo, quien, por medio de San
Policarpo, se une con la tradición efesina de San Juan Evangelista, aludiendo a la
institución de la santísima Eucaristía, declara que la forma de la oblación del
santo sacrificio la ha recibido la Iglesia de los apóstoles: Et calicem simiiiter...
suum sanguinem confessus est, et novi Testamenti novam docuit
oblationem; quam Ecclesia ab Apostolis accipiens, in universo mundo offert Deo.

Es un hecho muy frecuente que los Padres del siglo III y del IV, hablando de
algún rito o ceremonia en particular, afirman que es de origen o tradición
apostólica, Tertuliano, por ejemplo, enumera entre las tradiciones apostólicas:

1.° Las renuncias hechas por los catecúmenos.

2.° La triple inmersión con las respuestas a las interrogaciones sobre la fe.

3.° La ceremonia de la leche y la miel.

4.° La abstinencia del baño durante toda la octava del bautismo.

5.° El recibir la comunión no sólo por la tarde y de manos de todos los


sacerdotes, sino también en las reuniones que se tenían antes de la aurora y
solamente de manos del presidente.

6.° Las oblaciones anuales por los difuntos en el día aniversario de la muerte.
7.° La prohibición de ayunar y rezar de rodillas el domingo y durante el tiempo
de Pascua de Pentecostés.

8.° El cuidado solícito para que no caiga en tierra ninguna partícula del pan y
ninguna gota del vino eucarísticos.

El hacer la señal de la cruz al principio de toda acción. Nos faltan, naturalmente,


datos para controlar estas afirmaciones, muy posteriores, y quizá los Padres
querían con esta expresión remontarse de un modo genérico al período más
antiguo de la Iglesia; pero todo esto demuestra evidentemente cómo se
conservaban aún vivas en las diversas iglesias las memorias de la actividad
litúrgica de los apóstoles.

Notemos además cómo en toda la antiguedad cristiana no se encuentra indicio


alguno que haga referencia, como quieren los protestantes, a la intromisión de la
comunidad en las cosas del culto. La fijación y la progresiva reglamentación de
la liturgia se muestra siempre como una tarea exclusiva de los apóstoles y de sus
sucesores los obispos.

La Obra de los Obispos y de los Concilios.

Los obispos, sucesores de los apóstoles en el gobierno de las iglesias, aparecen


como moderadores del culto, cuyas disposiciones son veneradas y tenidas en
máxima estima. Desde San Clemente Romano (+ 99), si bien en forma menos
clara, aparece el obispo con una supremacía no sólo en cuestiones de autoridad,
sino también en materia litúrgica. En las cartas de San Ignacio (+ 107), el obispo
representa a Cristo; preside todos los actos del culto: Separatim ab episcopo
nemo quidquam faciat eorum quae ad ecclesiam spectant...; toda función, para
que sea válida, debe hacerse con su beneplácito: quodcumque Ule probaverit,
hoc et Deo est beneplacitum, ut firmum et validum sit ornne quod peragitm; el
altar del obispo es el centro de la unidad religiosa de la diócesis: unum altare
sicut unus episcopus. Todas las antiguas liturgias han llegado hasta nosotros con
el nombre de ilustres obispos que las han instituido o reorganizado: Clemente,
Santiago, Marcos, Addeo y Maris, Basilio, Crisóstomo, Ambrosio, Gelasio,
Gregorio...

No vaya a creerse, sin embargo, que el poder de los obispos fuese del todo
ilimitado. Era una tradición litúrgica que se transmitía fielmente y se custodiaba
y veneraba por el clero y por el pueblo aun en los mínimos detalles; a ella debían
atenerse estrechamente. He aquí cómo un canon del siglo IV reclama el respeto
hacia las instituciones litúrgico-disciplinarias: Fratres nostri episcopi in suis
urbibus singula quaeque secundum mandata apostolorum patrum nostrorum
disposuerunt... Posten nostri caveant ne illa im mutent. Si alguna vez se
descolgaba alguno con alguna novedad, aunque fuera sabia y oportuna,
protestaban calurosamente los fieles.

Bastó que San Basilio, para quitar un pretexto a los semiarrianos, cambiase la
doxología acostumbrada a cantar en las iglesias, Gloria Patri per Filium in
Spiritum Sanctum, por aquella otra, más clara y explícita, Gloria Patri cum Filio
una cum Sancto Spiritu, para que, como él mismo cuenta, quidam ex ne, qui
aderant, crimen intenderunt, diceníes nos, non modo peregrinis ac novis uti
vocibus, verum etiam ínter se pugnantibus. Trifilo, obispo de Zedra (Chipre), en
una predicación sobre el milagro del paralítico, habiendo usado el
término σκίμπιος en lugar del vocablo evangélico κραββατον, Espiridiσn, obispo
de Thrimitus, le gritó indignado: "Te crees quizá mejor que Aquel que dijo
κραββατον, pues te averguenzas de usar sus mismas palabras.” Y es conocido el
incidente de San Agustνn, que quiso hacer leer por turno el relato de la pasión
según los cuatro Evangelios, mientras la costumbre litúrgica tradicional leía
solamente el de San Mateo: Factum est; non audierunt homines quod
consueverant, et perturbati sunt tuvo que ceder.

Por lo demás, otra limitación a las posibles arbitrariedades de los obispos en las
cosas del culto provenía de su dependencia con respecto a la iglesia
metropolitana patriarcal. La propagación del cristianismo en los pequeños centros
de provincia había partido de las grandes metrópolis, Antioquía, Roma,
Alejandría, Cesárea. Los misioneros que habían fundado en aquellas aldeas
nuevas iglesias filiales implantaron también en ellas la liturgia de la Iglesia
madre con todos sus ritos particulares, los cuales, con una mayor difusión,
venían a consolidarse cada vez más y se mantenían vigorosos por las frecuentes
relaciones que, a su vez, cada una de las diócesis de una provincia tenía con la
metropolitana para la elección de los obispos o para los sínodos y concilios.

Fue precisamente en los sínodos y en los concilios donde los obispos usaron de
una manera particular de su derecho para las reformas oportunas en el campo
litúrgico, con el fin no sólo de mantenerlo libre de toda infiltración heterodoxa,
sino, sobre todo, para reducir a la mayor uniformidad posible los usos litúrgicos
de una provincia o de una nación, que quizá en el progreso de los tiempos se
fueron alejando demasiado de la liturgia tipo de la Iglesia principal.

Recordaremos en los primeros siglos, entre los más importantes desde el punto
de vista litúrgico, los sínodos asiáticos (finales del siglo II), sobre la cuestión de
la Pascua; los concilios de Hipona (393), Cartago (407), Mileto (416), en los
cuales se impuso una aprobación preventiva de los formularios litúrgicos y se
eliminaron los sospechosos de error contra fidem o por otros motivos menos
dignos; los sínodos de Vaison (442), Vannes (461), Agde (601), Gerona (563).
Braga (563), Toledo (633), en los cuales se insiste fuertemente sobre la
obligación de la unidad litúrgica en las Calías y en España, siguiendo las antiguas
tradiciones ut unaquaeque provincia et psallendi et ministrandi parem
consuetudinem teneat; y tratando de las iglesias menores Con la metropolitana, ad
celebrando divina officia, ordinem quem metropolitani tenent, provinciales
eorum observare debeant.

Es preciso añadir, además, que aun algunas veces el poder civil, en la persona de
los emperadores y del rey, no sólo intervino para apoyar la obra de los obispos y
de los concilios, sino que hasta se creyó autorizado para dar leyes y disposiciones
en materia litúrgica. Los emperadores Constantino, Teodosio, Justiniano, por
citar algunos, y, sobre todo, los reyes carolingios se distinguieron en este
particular. Fueron generalmente movidos de una recta intención, persuadidos
como estaban de la anticua máxima romana, que el fus sacrum pertenecía al
fus publicum, y que, por tanto, era un derecho del rey. Y llegaron a un
convencimiento mayor después que la Iglesia, con un rito sagrado considerado
como un sacramento, los coronara como reyes; por lo cual se consideraron como
representantes de Dios, el cual reinaba sobre los pueblos a través de su persona
consagrada. Por esto usurparon conscientemente más de una vez un poder que no
tenían, introduciendo y sancionando costumbres o abusos litúrgicos. Como
cuando el emperador Zenón concedió a Unnerico que los vándalos pudieran
celebrar la liturgia en su propia lengua.

La Obra de los Papas.

A los obispos de Roma, como pastores de toda la Iglesia, se les reconoció desde
el principio, junto con el primado de honor y de jurisdicción, un derecho
particular a intervenir autoritativamente en las cuestiones litúrgicas.

El papa San Clemente (+ 99), a finales del siglo I escribió espontánea y


autoritativamente a la comunidad cristiana de Corinto, insistiendo, en contra de
las pretensiones de algunos fieles presuntuosos, en el orden y la sumisión de vida
a los superiores jerárquicos aun en las cosas del culto. El papa Víctor (196-198),
ante las discordias ocasionadas por la diversidad de los usos romanos y asiáticos
en torno a la celebración de la Pascua y al ayuno que le precedía, insiste en que
se celebren sínodos y se acepte el rito romano, amenazando con la excomunión a
Polícrates de Efeso y a sus sufragáneos, que se oponían. Más tarde, en la gran
lucha dogmática-litúrgica sobre el valor del bautismo conferido a los herejes, el
papa Esteban sentenció, contra los actos del concilio de Cartago, convocado por
San Cipriano, con la adhesión de Firmiliano, obispo de Cesárea, que se impusiera
a los herejes solamente las manos: Sí quis ergo a quacumque haeresi venerit ad
vos nihil innovetur, nisi quod traditum, est, ut manas illi imponatur ad
poenitentiam.

Debe reconocerse, sin embargo, que el ejercicio regular del supremo y universal
derecho litúrgico que les compete como papas se fue desenvolviendo y
consolidándose poco a poco solamente en los siglos posteriores, y no sirvió
jamás para suprimir justas y veneradas tradiciones, sino solamente para
establecer la unidad de la fe mediante la unidad de la liturgia entre las diversas
iglesias.

Con las iglesias de Occidente, sin embargo, los papas, si bien con suma
discreción y prudencia, insistieron constantemente sobre la necesidad de
conformarse en la práctica litúrgica a la Iglesia de Roma. Nótese que, sin
embargo, en esto los papas se hacían fuertes, precisamente aludiendo al
derecho de metropolitano y de patriarca que les competía sobre todas las
iglesias occidentales.

He aquí por qué el papa Siricio (a.385), a una consulta de Himerio, obispo de
Tarragona, sobre la oportunidad de algunos ritos litúrgicos en torno del bautismo
que venían apareciendo en su diócesis, respondía insistiendo sobre el deber de
conformarse estrechamente a la práctica de la Iglesia romana: Hactenus erratum
in hac parte sufficiat; nunc praefatam regulam omnes teneant sacerdotes, qui
nolunt ab Apostolicae petrae, super quam Christus universalem construxit
Ecclesiam, soliditate divelli. Esto mismo, y con parecida energía, inculcaba San
León Magno (a. 447) a los obispos de Sicilia, también en la cuestión litúrgica del
bautismo: Quam in culpam nullo modo potuissetis incidere, si unde
consecrationem honoris accipitis, inde, legem totius observantiae sumeretis; et
beati Petri Apostoli sedes quae vobis sacerdotales mater est dignitatis, esset
ecclesiasticae magistra rafionfs.

En el año 564, el papa Vigilio, requerido, mandó a Profuturo, obispo de Braga y


metropolitano de Galicia, el ordinario de la misa romana, que se impuso años
después (571) en un concilio nacional a todas las provincias lusitanas. En el 597
introdujo San Gregorio Magno en Inglaterra su reforma litúrgica, que después,
especialmente por el papa Vitaliano y el obispo de Cantorbery (668), quería
suplantar a la antigua liturgia celta, no sin algún choque y oposición. El mismo
pontífice escribió a San Leandro, obispo de Sevilla, aprobando el rito de la única
inmersión en el bautismo usada allí, para contraponerle a la herejía nestoriana;
confirma las costumbres introducidas en las diócesis de Rávena; prescribió al
obispo de Calahorra hacer a los neófitos en la frente dos señales de la cruz con el
crisma; impugnó a Juan de Siracusa la oportunidad de sus innovaciones
litúrgicas. A principios del siglo VIII, el papa Gregorio II (716) insistió a sus
legados en Baviera, Martiniano y Jorge, para que la iglesia de Alemania del Sur
adoptase los ritos romanos; y hacia la mitad de este mismo siglo, los
carolingios, reverendissimi Papae Adriani salutaribus ex hortationibus parere
nitentes, abolieron casi de un golpe la liturgia galicana. Quedaba el rito litúrgico
de España (mozárabe), y también éste, si bien con alguna dificultad, cedió
finalmente (1078) a las insistencias de Gregorio VII. Así, en el transcurso del
siglo XI, todo el Occidente, a excepción de la provincia milanesa, fue
conquistado por la liturgia romana.

Las Costumbres.

El derecho litúrgico está también formado por las costumbres; en este campo
encontraron ellas un medio de implantarse con particular amplitud y eficacia. La
Iglesia reconoce todas las costumbres legítimas y amonesta al obispo que vigile
sobre la aparición y desarrollo de las costumbres para que no degeneren en
abusos.

Las costumbres pueden formarse al margen de las leyes litúrgicas para


ampliarlas, esclarecerlas o afincarías más eficazmente (praeter o iuxta ius), y es
común sentencia de los liturgistas que pueden introducirse y mantenerse cuando
están legítimamente prescritas. No hay razón alguna para negar a las costumbres
en materia litúrgica la misma fuerza que se les atribuye en otras materias
eclesiásticas.

Muy distinto es el caso cuando se trata de costumbres Contra legem; aquí los


pareceres son distintos. Sin pretender entrar en discusiones jurídicas, que aquí
estarían fuera de lugar, se puede sostener en la práctica que a dichas costumbres
deben aplicarse las reglas que el Código de Derecho Canónico ha establecido
para las costumbres en general, ya que no se puede pensar que las leyes litúrgicas
tengan mayor valor que las imposiciones del mismo Código. Por eso, cuando las
costumbres contrarias al derecho litúrgico han sido reprobadas con la autoridad
legítima, no pueden ya sostenerse más, aunque sean inmemoriales (canon 5 y
canon 27, 22); cuando, por el contrario, han sido aprobadas o, al menos, toleradas
por la Santa Sede, deben sostenerse; cuando ni han sido reprobadas ni aprobadas
o toleradas expresamente, entonces deben conservarse si son centenarias o
inmemoriales. Estas, sin embargo, serán muy raras.

4. La Ciencia Litúrgica. El Simbolismo.


Fines, Métodos, Criterios.
La ciencia litúrgica es en su esencia una parte de la historia eclesiástica. Su esfera
de competencia la constituyen todos los elementos que se hallan relacionados con
el culto no sólo como actualmente se presentan en el cuadro ritual cristiano, sino
principalmente como fueron ya en su origen, en su desarrollo histórico, sea en sí
mismo, sea con relación a los demás y al ambiente en el que se formaron. El
campo, por lo tanto, de la ciencia litúrgica es amplio y complicado. Para mayor
claridad, diremos que abarca:

1.° La liturgia sistemática fundamental, que se ocupa de estudiar la noción del


culto, su valor sobrenatural, sus relaciones con el dogma, el derecho que compete
a la Iglesia de fijar y determinar las formas y de imponer su observancia. Desde
este punto de vista, la ciencia litúrgica toca los campos más determinados de la
filosofía de la religión, de la teología dogmática y pastoral, de la ascética, del
Derecho canónico.

2.° El estudio de los hechos litúrgicos, es decir, de los ritos que constituyen el
patrimonio litúrgico, lo mismo el presente como el pasado, transmitido a nosotros
por toda clase de medios, lo mismo en los documentos oficiales de la Iglesia que
en los escritos de otro género, como son los Hechos apócrifos de los apóstoles,
las actas de los mártires, las vidas de los santos, las crónicas medievales, los
monumentos arqueológicos y artísticos. A ella le compete indagar el origen de
tales ritos, su autenticidad, su conexión recíproca; examinar las eventuales
derivaciones o afinidades con otras liturgias, analizar su contenido, aclarar su
significado primitivo y el posterior.

3.° El inventario y la edición de los antiguos libros y formularios


litúrgicos. Es éste uno de los menesteres más delicados y complejos de la ciencia
litúrgica, porque requiere un conjunto de cualidades no comunes, tomando parte
la arqueología, la paleografía, la historia, la filología, la linguística comparada.
De muchos textos litúrgicos se conocen de una manera cierta el autor, la fecha, el
lugar de origen, y son los más preciosos, porque proporcionan un material seguro
para la elaboración científica. Otros, sin embargo, y son los más numerosos,
adolecen de estado civil, y es preciso buscar su paternidad, su origen, la época de
su composición, las posibles interdependencias. A este propósito es preciso
reconocer los méritos de una pléyade de liturgistas de todas las nacionalidades,
los cuales, revisando el inmenso material manuscrito existente en las principales
bibliotecas de Europa, han descubierto y publicado con impecable crítica muchos
antiguos códices litúrgicos, y otras veces han mejorado las ediciones ya hechas.

4.° La clasificación de los textos. El texto litúrgico, y en general cualquier hecho


ritual, es tanto más utilizable como elemento de síntesis cuanto con más exactitud
se halla clasificado. La liturgia, como veremos, abarca grandes unidades, con
tipos y subtipos, con caracteres comunes y particulares, que se reflejan en los
textos, en las perícopas, en las formas, en los ritos. Determinar si pertenecen a
uno o a otro tipo, precisar sus derivaciones desde el punto de vista cronológico o
sus influencias, indagar su común origen de un tipo primordial, es labor, muchas
veces difícil de la ciencia litúrgica.

5.° El examen comparativo de las diversas liturgias orientales y


occidentales para ver lo que tienen de común y lo que los diferencia; examinar
las relaciones eventuales entre ellas o con otras liturgias de confesiones separadas
y también de cultos no cristianos; deducir, en cuanto sea posible, las leyes que
regulan la evolución litúrgica.

6.° El estudio de las leyes de la evolución litúrgica.

Es ciertamente prematuro pretender hablar de leyes mientras permanecen todavía


en la historia litúrgica, hasta en la latina, tantos puntos oscuros: se puede, sin
embargo, enunciar algunos principios generales, como los siguientes:

a) Los ritos sufren el influjo del ambiente en el cual han nacido. El judaísmo y
el mundo greco-romano, en los orígenes, y más tarde la civilización bizantina y
las corrientes de los bárbaros han dejado rasgos auténticos en la liturgia de los
primeros siglos y en la de los siglos sucesivos. Basta aludir a los numerosos
elementos venidos de la liturgia de la sinagoga y a la distinta impronta estilística
de los formularios, que son una expresión de la austera concisión del
pensamiento romano o de la sonora prolijidad de los teólogos orientales.

b) La analogía externa entre dos ritos de diversas religiones no significa por sí
misma, salvo pruebas ulteriores, una relación histórica del uno y del otro. Es
éste un principio de frecuente aplicación en el estudio de los orígenes eucarísticos
y bautismales.

c) La liturgia es conservadora. Ciertos ritos, ciertas fórmulas, persisten a través


de los tiempos, a pesar de que, por haber cesado el motivo que las ha creado, se
hayan convertido en restos de un pasado lejano. La disciplina del catecumenado,
por ejemplo, ha desaparecido desde hace siglos, pero llena, sin embargo, gran
parte de la liturgia de Cuaresma y de Pascua.

d) La liturgia es un organismo vivo de la vida misma de la Iglesia. Por esto,


quedando firme la integridad de su enseñanza y el beneplácito de la Santa Sede,
crece y se desarrolla, adaptándose y conformándose a las exigencias y
circunstancias que tienen lugar en el curso de los siglos.
e) En los ritos, por regla general, se va del sencillo al complicado, del
esencial al accesorio. El ritual del bautismo, como era en la época apostólica y
como fue después, es una prueba perentoria de esto. Pero todo desarrollo tiene un
límite. Cuando ha llegado a un grado excesivo, exuberante, la Iglesia, por un
motivo o por otro, reacciona y vuelve en lo posible a la sencillez primitiva. He
aquí el principio de las grandes reformas litúrgicas y, bajo cierto aspecto, del
actual "movimiento litúrgico": revertimini ad fontes.

f) Los tiempos litúrgicos más solemnes han conservado generalmente más


que los otros los ritos y las fórmulas primitivas, poniéndose así en guardia
contra las adiciones o modificaciones posteriores. La liturgia de la Semana Santa
y, en parte, el tiempo de Pascua, todavía rezuman substancialmente un antiguo
estado litúrgico que la Iglesia siempre ha respetado.

g) Un texto es tanto más antiguo cuanto se presenta con menos simetría y
despojado de elementos doctrinales. Las fórmulas primitivas, en general, son
demasiado simples y sin ningún carácter retórico teológico. Véanse, por ejemplo,
las plegarias de la Didaché y la Anáfora de San Hipólito.

h) Los elementos litúrgicos más recientes, y por lo mismo más vivos, tienden a
suplantar o abreviar a los más antiguos. Así, por ejemplo, sucede en las lecturas
de la misa, en las fórmulas de los prefacios, en el rito del ofertorio, que eliminó la
antigua gran plegaria intercesoria.

i) La liturgia es, por su naturaleza, eminentemente latréutica; por esto el culto de
latría, dirigido a Dios, Creador y Señor del universo, debe prevalecer sobre el
culto de dulía. *** En otros términos, el ciclo litúrgico santoral ya subordinado al
de tiempo y al ferial.

k) Los numerosos y diferentes ritos litúrgicos, si bien expresados en diversas


formas, constituyen un conjunto unitario y orgánico, cuyas partes, coordinadas
entre sí, convergen hacia el sacrificio, del que toman toda la razón de su vida y su
eficacia.

1) La salmodia davídica y la lectura de los libros santos como están


dispuestas, en estructuras y sistemas diversos, constituyen un elemento
fundamental de la plegaria litúrgica.

m) En el campo litúrgico-musical, cuando las partes del canto que pertenecen al


género simple (silábico) se hallan revestidas de una melodía sobria y fácil, deben
considerarse en general como antiguas. Sin embargo, las que pertenecen al
género adornado (melismático), cuanto más ricas sean, tanto menos antiguas
deben considerarse. Este principio tiene una aplicación clara en los
repertorios,ambrosiano y gregoriano.

De cuanto se ha dicho puede deducirse fácilmente qué estudio tan amplio y


profundo se necesita para conseguir la suprema finalidad de la ciencia litúrgica,
para poder trazar un cuadro, completo y seguro en lo posible, del desarrollo de la
liturgia cristiana a través de los siglos.

Los Alegoristas Medievales.

Los criterios científicos en los que hoy día quiere inspirarse el tratado de la
liturgia no se han seguido siempre en los siglos pasados. La Edad Media, que
había conseguido el conocimiento histórico del origen de muchos ritos utilizando
un método que encontró sus precedentes en los primeros tiempos de la Iglesia, no
se contentó con interpretar alegóricamente los libros santos, sino que estudió
también la liturgia a la luz del simbolismo y de la interpretación místico-
alegórica. Quizá en esto los occidentales fueron influidos por el Oriente, donde
los sistemas de mística litúrgica se habían difundido desde principios del siglo VI
con los escritos del Pseudo-Dionisio, y después, del patriarca Sofronio de
Jerusalén (+ 638) y de San Máximo Confesor (+ 662).

Entendemos por "misticismo litúrgico" una interpretación simbólica o alegórica,


extraña a la institución, que se da arbitrariamente a un objeto o a un rito en orden
a la edificación de los fieles.

La búsqueda de estos significados místicos, no muy raros en las obras de los


Santos Padres, fue objeto de un estudio sistemático por la mayor parte de los
liturgistas medievales, que lo extremaron muchas veces de modo inverosímil,
atribuyendo a las cosas aun más insignificantes un simbolismo que a nosotros los
modernos nos parece absurdo y extravagante, pero que era algo muy natural a los
hombres del Medievo, los cuales en cualquier cosa entreveían un pensamiento
divino y para quienes la ciencia consistía no tanto en el estudio de las cosas por sí
mismas cuanto en la penetración de las enseñanzas que para nosotros había
puesto Dios en ellas.

Fue Amalarlo de Tréveris (+ 850) quien inauguró en Occidente el sistema


simbólico-alegórico. Para él, toda acción de la misa recuerda un hecho del
pasado, simboliza una esperanza del porvenir, encierra misteriosas relaciones con
la vida y la pasión de Cristo. A pesar de las oposiciones de Floro, su método hizo
escuela.
Partiendo después del hecho de que la misa es la renovación del sacrificio de la
cruz, los místicos medievales han visto otras tantas alusiones a los episodios de la
pasión y muerte de Nuestro Señor. Así, para Ruperto de Deutz los cantos graves
del ofertorio son los gemidos que dio Jesús en el huerto; el Sanctus significa el
canto triunfal con que fue acogido en Jerusalén; el silencio cuando se comienza el
canon recuerda el comienzo de la agonía dolorosa en la cruz. El sacerdote,
observa el Micrólogo, tiene durante esta parte de la misa los brazos extendidos
para rememorar al Redentor crucificado; las cinco plegarias del canon con la
terminación per Christum. Dominum significan las cinco llagas del Señor. Las
palabras Nobis queque, pronunciadas en alta voz, recuerdan la confesión del
buen ladrón. Las tres partes del Pater noster (introducción, oración, simbolismo),
los tres días pasados en el sepulcro, y las sardas mujeres que fueron con
Jesucristo se hallan figuradas por los ministros que llevan la patena. El Pax
Domini es el saludo de Jesucristo resucitado a los apóstoles, y el Agnus
Dei recuerda su ascensión al cielo. Las colectas finales son símbolos de la
intercesión que Jesús presenta por nosotros al Padre celestial.

Hemos notado, sin embargo, cómo el método alegórico, aun cuando estaba en su
máximo esplendor, encontró hombres positivos que se opusieron abiertamente o
se esforzaron para contenerlo en unos límites discretos. El primero de ellos fue el
diácono Floro de Lyón, que denunció en el año 835, en el sínodo de Thionville,
los abusos de] simbolismo de Amalario.

Tampoco debe olvidarse, por otra parte, que los alegoristas medievales supieron
escribir bellas páginas, en las que recogieron felizmente el significado místico de
las cosas litúrgicas, significado propio y desarrollado con sobriedad, eficacia y
profundo sentido cristiano. La Iglesia ha rendido homenaje a su piedad,
resaltando muchos de sus sentimientos y poniéndolos por medio de fórmulas
litúrgicas en boca de sus sacerdotes. Bajo este aspecto son muy interesantes las
amonestaciones que dirige el obispo a los ordenados al entregarles las insignias
propias de su grado y las breves fórmulas de plegaria que sugieren el misal y el
pontifical a los sacerdotes y a los obispos en el momento de vestir los ornamentos
litúrgicos.

El Simbolismo Sacramental.

Los primeros y más importantes ritos simbólicos, los de los sacramentos,


provienen de Jesús y de los apóstoles. Jesús, siguiendo las tradiciones litúrgicas
de la ley mosaica y las necesidades instintivas de la naturaleza humana, quiso
vincular la comunicación interior de su gracia humana a signos sensibles, que
vinieron a ser, a la vez, sus símbolos reales y eficaces.
El agua, que en el bautismo lava totalmente el cuerpo del neófito, debía designar
en la mente de Jesús la limpieza completa del alma, de la culpa y su renacimiento
espiritual. El símbolo no era ciertamente nuevo. Es conocido cómo las abluciones
paganas y judías tenían un significado análogo y un fin semejante. Con todo esto,
Jesús quiso retener aquel símbolo tan expresivo imprimiéndole la impronta de un
carácter netamente cristiano. Más tarde hará resaltar San Pablo esta íntima
originalidad del bautismo cristiano señalando en el rito litúrgico de la inmersión
y de la emersión el símbolo de la muerte y de la resurrección de Jesús, en
correspondencia con la renovación interior del hombre, regenerado del pecado a
la gracia.

En la Eucaristía se puede decir que existe un simbolismo todavía más profundo.


El pan y el vino fueron designados por Cristo no solamente como símbolo eficaz
de un ejemplo espiritual interior, como en el bautismo; son además un símbolo
que contiene realmente lo que simbolizan, es decir, el cuerpo y su sangre,
sacrificados sobre la cruz. Ego sum pañis vivus qui de cáelo descendit... Caro
enzm mea oere est cibus, et sanguis meus veré est potus. También aquí
profundizó San Pablo admirablemente en el simbolismo de la Eucaristía,
mostrando en el pan, que es el cuerpo del Señor, el símbolo de la unidad de la
Iglesia, Cuerpo místico de Cristo: Quoniam unus pañis, unum corpus
multimus, omnes qui de uno pane participamus. La Eucaristía por lo tanto, el
símbolo de la unión entre los fieles y de los fieles con Jesucristo. En este
mismo símbolo se inspiraba más tarde la Iglesia romana cuando el papa mandaba
el sagrado fermentum, es decir, el pan eucarístico por él consagrado, a los
sacerdotes de los títulos y de Roma ausentes eventúalmente de su misa, como
expresión del vínculo de unión que los unía a él.

Otro rito simbólico, común en la Iglesia primitiva a tres sacramentos, la


confirmación, el orden y la penitencia, es la imposición de las manos. No es un
símbolo específicamente cristiano, porque se encuentra no sólo en el Antiguo
Testamento, sino también en el ritual pagano, para expresar la transmisión de una
virtud superior. Los apóstoles, que muchas veces habían visto a Nuestro Señor
imponer las manos para bendecir y curar a los enfermos, lo adoptaron como
signo esencial de la comunicación de los poderes sacerdotales y de la transmisión
del Espíritu Santo y el perdón de los pecados.

Además, sobre el concepto de la Iglesia Cuerpo místico de Cristo, San Pablo


fundó el simbolismo del matrimonio cristiano, viva imagen de la unión
misteriosa entre Cristo y su Iglesia. Como en el matrimonio el hombre caput est
mulieres, así Cristo caput est Ecclesíae. La mujer debe estar sujeta al marido,
como la Iglesia lo está a Cristo. A su vez, el marido debe amar y nutrir a su
esposa, como Cristo ha amado a su Iglesia y se ha sacrificado por ella. La unión
de los dos esposos debe ser tan estrecha, que forme un solo cuerpo: erunt dúo in
carne una; ésta es, concluye el Apóstol, la unión entre Cristo y la
Iglesia: sacramentum hoc magnum est, ego autem dico in Christo et in Ecclesia.

Los Principales Símbolos Litúrgicos.

Ateniéndose a este espíritu del Salvador y a la tradición apostólica, la Iglesia, al


disponer y precisar las formas del culto cristiano, no pierde jamás de vista las
preocupaciones simbólicas, por medio de las cuales, como se expresa en una
sublime frase litúrgica, el pueblo es conducido fácilmente al conocimiento y al
amor de las cosas celestiales: Ut dum visibiliter Deum cognoscimus, per hunc in
invisibvium amorem rapiamur. Con esta intención, la Iglesia ha establecido para
los fieles determinados gestos corporales que deben ejecutarse en los actos del
culto (gesti symbolici), ha escogido elementos particulares como materia en el
uso litúrgico y ha querido poner en muchos de sus ritos ceremonias que están
evidentemente inspiradas en un claro simbolismo.

a) Los gestos simbólicos.

Entre los gestos litúrgicos mencionaremos los más importantes por su original
simbolismo:

a)  La plegaria con las manos extendidas, propia especialmente de las asambleas


litúrgicas primitivas y todavía en vigor en los pueblos septentrionales, viva
expresión de la tendencia del alma hacia Dios.

b) La plegaria de pie, impuesta por la Iglesia antigua durante el tiempo


pascual. La posición erguida de todo el cuerpo simboliza claramente el misterio
de la pasión y resurrección de Jesucristo.

c) La plegaria con dirección hacia el oriente, para significar que así como del
oriente nos viene la luz del día, así también viene y vendrá Cristo, el Sol de
justicia.

d) Los golpes de pecho, símbolo de la contrición del corazón.

e)  La señal de la cruz, símbolo de la redención conseguida por la sangre de


Jesucristo. Es un gesto netamente cristiano. Hecho por el fiel sobre sí mismo,
tiene el valor de un homenaje de adoración a la virtud divina de la cruz; hecho
por el sacerdote sobre las personas y las cosas, es símbolo de la virtud
sobrenatural que se transmite sobre ellos en virtud de los méritos del sacrificio
del hombre-Dios.
f) Las insuflaciones usadas en el bautismo y la inhalación que se lleva a cabo
durante la consagración de los óleos y en la bendición de las fuentes. El soplo en
el bautismo simboliza la huida del demonio del alma, y el alentar sobre el agua y
sobre el crisma significa la comunicación de la virtud santificadora a estos
elementos hecha por el ministro sagrado.

g)  La palmada que da el obispo en la confirmación es símbolo de la libertad


concedida por Cristo al confirmado, o bien, según otros, de aquella vigilancia
espiritual por la cual el buen soldado de Cristo debe estar en guardia contra sus
enemigos.

h)  La insalivación que se hacía a los catecúmenos en el escrutinio.Un sacerdote,


mojando el dedo con saliva, tocaba sus labios y sus oídos para significar que
debían estar abiertos en adelante a las alabanzas y a la voz de Cristo.

b) Los elementos simbólicos.

Un simbolismo no menos expresivo encierran los elementos que la Iglesia


emplea más comúnmente en su liturgia. He aquí los principales:

a) Las luces. En toda religión y en todo tiempo se consideró la luz como un


distintivo de honor hacia la divinidad o el personaje al que se le encendía. La luz,
en efecto, observa Desloge, es como una representación de la gloria celestial y el
reflejo del esplendor de Dios, mientras que las tinieblas oscurecen la habitación
de los espíritus malvados. La Iglesia, por lo tanto, utilizó la luz desde los tiempos
apostólicos para iluminar esplendorosamente el lugar de la sinaxis, y aun hoy día
exige que esté delante del Santísimo Sacramento: lampados coram eo piares vel
saltem una, die noctuque Colluceant, y que se enciendan algunas luces más en
diversos Jugares de la iglesia. En señal de honor, el papa viene precedido de siete
ceroferarios en la celebración pontifical de la misa. Por el mismo motivo, el
obispo y el celebrante en las funciones solemnes van acompañados de dos
acólitos con candelas encendidas. Las luces son símbolo de alegría. San Jerónimo
defiende, contra el hereje Vigilando, la costumbre de las iglesias, del Oriente de
cantar el evangelio en medio de luces: Non utique ad fugandas tenebras, sed ad
signum laetitiae demonstrandum. Por el contrario, la Iglesia no sabe expresar
mejor su propia tristeza que con la extinción de la luz. Se apagan las luces en el
triduo de la Semana Santa en la muerte del Salvador, en la reconciliación de los
penitentes, el Jueves Santo, se presentan éstos al obispo con los pies desnudos y
con una candela apagada; en el acto solemne de fulminar la excomunión mayor,
el obispo y los doce sacerdotes que lo rodean lanzan a tierra las candelas
encendidas que tienen en la mano.
b) El agua. La naturaleza de este elemento indica en seguida su significado
simbólico. Como el agua sirve para lavar el cuerpo, así, debidamente santificada,
es apta para purificar las almas. La Iglesia lo atestigua en la bendición del agua
bautismal el Sábado Santo: Tu has simplices aquas tuo ore benedicito: ut praeter
naturalem emundationem, quam lavandis possunt adhibere c&rporibus, sint
etiam purificaríais mentibus efficaces. Este simbolismo se encuentra también en
las más importantes bendiciones del ritual y del pontifical, en los cuales la
ceremonia de la aspersión del agua bendita, que abre o cierra el rito, se halla casi
siempre acompañada del versículo Asperges me hyssopo et mundabor; lavabis
me et super nivem dealbabor.

c) El incienso. Todas las religiones lo han usado en las ceremonias del culto
como símbolo de honores divinos dirigidos a sus dioses. La Iglesia también,
aunque mucho más tarde, admitió el uso del incienso en la liturgia como
testimonio de homenaje a la majestad suprema de Dios. Se dice, en efecto, en la
fórmula de bendición: Ab tilo benedicaris in cuius honorem cremaberis. En el
perfumado humo del incienso que se eleva al cielo, la Iglesia ve con el salmista
un símbolo de la plegaria Dirigatur, Domine, oratio mea sicut incensum in
conspectu tuo, y San Juan describe en el Apocalipsis la escena de los veinticuatro
ancianos que tenían en la mano una cítara y phialas áureas plenas
odoramentorum, quae sunt orationes sanctorum. El incienso es todavía en el uso
litúrgico una señal de honor hacia las cosas y personas sagradas. Se inciensa la
mesa de altar,, que es símbolo de Cristo y contiene las reliquias de los mártires,
sobre las cuales se ofrecerá el sacrificio; se inciensa la oblata, que pronto se
convertirá en el cuerpo y sangre de Jesucristo, así como a los ministros sagrados,
sus representantes, en el ejercicio de sus funciones. Por un motivo semejante de
honor hacia el cortejo sagrado, está prescrito que en las procesiones vaya un
turiferario delante de todos con el incensario que humea.

d) El aceite. Las diversas prerrogativas que posee en el orden natural este


precioso producto de la creación han sugerido a la Iglesia su uso litúrgico, con
múltiples significados simbólicos. Puede decirse en general que las funciones del
aceite consagrado se hallan comúnmente expresadas en los textos litúrgicos como
símbolo de fortaleza espiritual y, sobre todo, de efusión abundante de los dones
de Dios. A un efecto de vigorizacíón espiritual se alude en el exorcismo recitado
por el obispo antes de consagrarlo: Ut possit effici unctio spiritualis ad
corroborandum templum Dei viví, ut in eo possit Spiritus Sanctus habitare. A la
efusión de la gracia celestial, simbolizada por el aceite, se alude repetidas veces
en las fórmulas de consagración del crisma, en los diversos ritos consagratorios
que contiene el pontifical y especialmente en el de la consagración de los
obispos. La plegaria que acompaña a la unción del crisma hecha sobre la cabeza
del elegido muestra claramente que la unción de la cabeza es figura de la unción
de todo el cuerpo, y es símbolo de la efusión copiosa de los dones de Dios en el
alma del nuevo consagrado.

Debemos también añadir que algunas veces la unción litúrgica equivale a un


exorcismo. La unguentatio (aceite mezclado con bálsamo = crisma) la usaban los
romanos en las imágenes y las cosas para liberarlas de influencias nocivas. Este
es precisamente el significado de las unciones en el bautismo, en la dedicación de
las iglesias y en la unción a que se sometían ciertas imágenes; por ejemplo,
la Acheropita, conservada en el sancta sanctorum lateranense.

Resumiendo, podemos decir que en el lenguaje litúrgico las luces son símbolo de


alegría, el agua, de purificación; el incienso, de adoración; el óleo, de efusión
espiritual; la ceniza, de penitencia.

c) Las ceremonias simbólicas.

Tampoco faltan en el patrimonio litúrgico cristiano las ceremonias que


encuentran su razón de ser solamente en una significación simbólica original.
Recordemos algunas de las más características:

a) La bebida de la leche y de la miel, que desde el siglo II hasta todo el siglo VI


se acostumbró a dar a los neófitos inmediatamente después del bautismo. Así
como en la infancia natural la miel y la leche son los primeros alimentos que se
dan al niño, del mismo modo la Iglesia daba a sus nuevos hijos en la infancia
espiritual miel, símbolo de la suavidad del Evangelio, y leche, símbolo de la
inocencia de la vida.

b) El vestido blanco del bautismo que vestían los neófitos durante toda la octava
de la Pascua. Era un elocuente símbolo de la renovación interior del hombre, el
hombre nuevo de San Pablo, y también de un modo especial de la gracia, que
borra el pecado del alma y le da el niveo esplendor de la inocencia. "Estos niños
que veis revestidos con esta vestidura blanca — decía San Agustín — están
purificados interiormente, porque el resplandor de su vestidura no es otra cosa
que la imagen del resplandor de su alma."

c)  La cruz decusada alfabética en el rito de la consagración de una iglesia. Según


una genial hipótesis de De Rossi, esta singular ceremonia es una simbólica
derivación de las costumbres de los agrimensores romanos, los cuales, para medir
una determinada superficie, trazaban sobre ella dos líneas en forma de cruz en la
dirección de los puntos cardinales, señalando sus extremidades con las letras del
alfabeto. Una cosa semejante hace también el obispo en la consagración de las
iglesias. Con la punta del báculo traza las letras del alfabeto griego y latino sobre
un ligero estrato de ceniza dispuesto en forma de cruz en dos amplias líneas
diagonales (crux decussata), que van de una extremidad a otra de la iglesia. Este
rito quiere, por lo tanto, significar una simbólica toma de posesión que hace la
Iglesia del lugar santo, y, como observa Duchesne, el alfabeto trazado en forma
de cruz sobre el pavimento de la iglesia equivale a la impresión de un
gran signum Christi (X) sobre el terreno que va a ser consagrado para el culto
cristiano.

d) La mística de los números. Por ejemplo: el tres, símbolo de la Trinidad, que se


emplea frecuentemente en el esquema ternario de muchas fórmulas y ceremonias;
el ocho, símbolo de la resurrección de Cristo, que tuvo lugar el día octavo, y que
explica la forma octogonal de los baptisterios, en los cuales el ser humano
resucita para la vida divina.

Concluyendo: el simbolismo tiene una función real e importante en la liturgia, y


es preciso tenerlo en cuenta para explicar no pocos ritos y para dar razón de
ciertos textos litúrgicos y de algunos elementos aparentemente extraños. Sin
embargo, no se deberán pasar por alto las fantásticas construcciones alegóricas de
los místicos medievales si se quiere comprender una gran parte de las ficciones
artísticas de aquella época, que bajo muchos aspectos se hallan expresadas a
través de un complicado y refinado simbolismo.

Del uso del Simbolismo Místico.

Como fin práctico, creemos útil añadir algunas reglas sencillas para reconocer el
sentido simbólico de las acciones y cosas litúrgicas y utilizarlas rectamente.

1.° La investigación del simbolismo de regla ordinaria debe estar subordinada a


la del sentido histórico y literal, es decir, a la razón histórica que ha dado origen a
una determinada ceremonia, haciéndola objeto de un detallado estudio científico.
Sobre la base de una seria investigación positiva, será tanto más fácil, sobre todo
en la enseñanza al pueblo, encontrar aquellos oportunos significados místicos que
sirven para nutrir y fomentar su piedad.

2.° Al contrario, cuando un rito muestra claramente, ya desde su institución, una


exclusiva razón simbólica, no se debe buscar a toda costa una causa natural. Esto,
sin embargo, sucede más raramente, y se puede deducir con facilidad del mismo
rito o de las fórmulas y ceremonias que la acompañan.

3.° La Iglesia no prohíbe que en las instrucciones al pueblo se fomente la piedad


de los fieles con aplicaciones simbólico-alegóricas de los ritos litúrgicos.
Adviértase, sin embargo, que el símbolo ha de ser proporcionado a la cosa
simbolizada y tener una fundada analogía con ella que no sea demasiado lejana, o
ridícula, o contraria de alguna manera el sentido histórico de la ceremonia.
"¿Quién no ve, por ejemplo — observa Veneroni —, qué despropósito cometería
quien, queriendo exponer en sentido alegórico el lavatorio de las manos que hace
el sacerdote antes y durante la misa, dijera que tiene relación con el hecho de
Pilatos cuando se lavó las manos antes de condenar a Jesucristo?" El sacerdote,
entonces, representaría en la misa a Pilatos en vez de a Cristo. Este sentido, por
lo tanto, que puede servir quizá para piadosa meditación a los fieles, debe
exponerse con parsimonia y con criterio. El uso, por tanto, de los sentidos
místicos en la explicación de la liturgia al pueblo, aun en aquellos ritos que no
fueron propiamente instituidos por razones simbólicas, no es inútil o reprobable,
como quieren los protestantes, sino muy ventajoso a los fieles, quienes de
ordinario no entienden los textos litúrgicos. Hágase, sin embargo, un uso discreto
y sabio, relacionado en los casos ordinarios con el sentido histórico y literal.

5. La Literatura Litúrgica.

Tiene la liturgia, como todas las ciencias, una literatura propia, que es preciso
conocer, al menos sumariamente, antes de emprender su estudio.

Dedicamos por eso el presente capítulo a dar una rápida reseña de los principales
escritores que desde el siglo I hasta nuestros días han tratado con alguna amplitud
las disciplinas litúrgicas, sea indirectamente, data occasione, sea ex profeso y en
una forma más o menos científica. Dividimos este tratado en seis períodos
distintos:

1. Período patrístico. 2.° Renacimiento carolingio. 3.° Alegorismo medieval. 4.°


El despertar de los estudios litúrgicos. 5.° Los grandes liturgistas. 6.° Los
tiempos modernos.

El Período Patrístico.

Observaremos inmediatamente cómo la liturgia no sistemáticamente con rigor


alguno de método antes del siglo IX, en tiempo de la famosa escuela carolingia.
No obstante, los Padres y los escritores eclesiásticos de los primeros siglos, si
exceptuamos algún tratado sobre la cuestión de la Pascua, que fue objeto, en el
siglo II, de fuertes controversias, aluden frecuentemente a ritos y particularidades
litúrgicas, pero de ordinario en términos poco precisos, sin hacer un examen
metódico y razonado de los mismos.
Ocupa un primado de honor y de origen la Doctrina de los doce apóstoles una
pequeña obra didascálica de finales del siglo I, que contiene (c. 7-9-14) preciosos
informes sobre el bautismo, la Eucaristía y la sinaxis dominical. Sobre el orden y
el ritual de esta última en Roma a mediados del siglo II tenemos una sucinta
descripción, pero completa, en la primera apología dirigida a los emperadores
Antonino Pío y Lucio Vero por San Justino Mártir (+ 165). Encuéntranse otros
importantísimos elementos acerca de la misa romana con fórmulas preciosas,
entre ellas la anáfora más antigua, en uso al principio del siglo III, en
la Afiosiolicae traditio, del sacerdote y antipapa romano San Hipólito, muerto
mártir en el 235. Abundantes y diversas referencias litúrgicas, especialmente
acerca del bautismo, de la penitencia y de la oración, contienen los escritos de
Tertuliano (+ 245) y de San Cipriano (+ 258).

Sobre los usos litúrgicos en vigor en el siglo IV, en Milán encontramos preciosas
noticias en las obras de San Ambrosio (+ 397); son dignas de mención las
conferencias que él daba a los neófitos, recogidas en el opúsculo De musteriis,
del cual poseemos una amplificación en los seis libros De
sacramentis importantes para la historia del canon romano, atribuidos antes a
Nicetas de Remesiana (+ 414), pero ya hoy reivindicados definitivamente al gran
obispo de Milán. San Agustín (+ 430), aparte de las numerosas e interesantes
noticias litúrgicas esparcidas en sus obras, trató expresamente algunas cuestiones
sobre la misa, el bautismo, el culto a los mártires, sobre las fiestas cristianas, en
los escritos Sermones ad catechumenos," De catechizandis rudibus, De cura
mortuorum, De symbolo ad catechumenos, Epistulae ad lanuarium. El De
institutis coenobiorum y las Collationes, de Juan Casiano (+ 435), son fuentes de
primer orden para la historia del oficio monástico en Oriente y en Occidente.

Para el conocimiento de los ritos litúrgicos orientales en el siglo IV nos


proporcionan abundantes materiales: Eusebio, obispo de Cesárea (+ 340), el
"Herodoto cristiano," en los diez libros de su Historia eclesiástica. San Efrén
Siró (+ 373), el primer gran himno grafo cristiano; San Basilio Magno (+ 379),
San Juan Crisóstomo (+ 407) y las primeras reglas monásticas; San Cirilo de
Jerusalén (+ 386), en sus cinco Catequesis mistagógicas, dadas a los neófitos en
la octava de la Pascua, desarrolló en forma concisa y eficaz la forma del
bautismo, confirmación, Eucaristía (misa y comunión). Importantísima para la
historia del oficio del año litúrgico en Jerusalén es la Peregrinatio ad loca
sancta, escrita por la monja esencia Eteria hacia el año 416-18. Son también de
gran interés litúrgico algunas colecciones canónicas seudo apostólicas, escritas
entre los siglos III y V, pero con materiales en gran parte más antiguos.
Recordaremos entre las más principales: a) la Didascalia de los
apóstoles, colección anónima de preceptos morales, disciplinares y litúrgicos,
compuesta por un obispo en Siria en la primera mitad del siglo
III; b) la Constitución apostólica, reminiscencia, en parte, de la obra anterior y
de la Didaché, pero más rica (libro octavo) en elementos litúrgicos (ritos y
fórmulas, compilados en la región de Antioquía alrededor del año 380 bajo el
seudónimo del Papa Clemente, de donde nace el apelativo que se les ha dado
muchas veces a estos escritos de clementinas; c) el llamado Testamentum
Domini Nostri lesu Christi, descubierto en siríaco en el año 1899 por monseñor
Rahmani, es una ampliación de los anteriores; d) los Canones Hippolyti, que
contienen los ritos y las fórmulas para las ordenaciones e importantes normas
sobre los catecúmenos, el bautismo, la Pascua, etc. Con relación a la misa, no
podemos olvidar el Eucologio, de Serapión de Thmuis (+ 362), con su
importantísima anáfora y la otra anáfora eucarística fragmentaria del papiro de
Crum. De una época algo posterior son las homilías de Narsai sobre la liturgia de
las iglesias siro — caldaicas, y de finales del siglo V las llamadas De
ecclesiastica Hierarchia, una especie de tratado de liturgia mística y simbólica,
cuyo autor se hace pasar por Dionisio, el convertido por San Pablo en el
areópago de Atenas.

En el siglo V comienzan a despuntar las primeras tentativas de codificación


litúrgica. Musaeus, sacerdote de Marsella (c. 458), compiló, según nos refiere
Genadio una colección de diversas fórmulas para la misa. También un cierto
Voconio parece que hizo algo semejante en África. Una serie de oraciones latinas
sobre el misterio de la encarnación, conocidas con el nombre de Rotoldo de
Rávena, se atribuyeron a San Pedro Crisólogo (c. 450). En esta época la
diferenciación litúrgica, que venía elaborándose desde hace algún tiempo en
Occidente y que la encontramos antes comenzada, si bien en confuso, en la
famosa carta del papa Inocencio I (+ 417) a Decencio, obispo de Gubbio, se
desarrolla netamente con rito y fórmulas cada vez más precisas y definitivas.

La Iglesia romana se halla representada por los tres sacramentarios leoniano,


gelasiano y gregoriano, llamados así por los nombres de los papas a quienes son
atribuidos, aunque sea difícil, en el estado en que nos han llegado, distinguir las
partes auténticas de las adiciones posteriores. También la Regula
monasteriorum compuesta por San Benito en el año 526, se puede considerar
como un eco de las tradiciones litúrgicas de Roma en los capítulos que se refieren
a la ordenación del oficio divino. El rito seguido por las iglesias de la alta Italia y
de las Galias, llamado por esto galicano, se encuentra minuciosamente descrito e
ilustrado en dos cartas atribuidas falsamente a San Germán de París (+ 576), pero
que son del último cuarto del siglo VII.

De la liturgia propia de las iglesias españolas (mozárabe) tenemos noticias por


los libros De ecclesiasticis officiis, de San Isidoro de Sevilla (+ 636), el primer
sabio de la enciclopedia litúrgica, y en un leccionario que estaba en uso en la
iglesia de Toledo, editado por Morin. El Libellus orationum, publicado por
Tomas-Bianchini, así como él Líber ordinum (Pontif. y Rit.) y el Líber
sacramentorum, mozárabe, editado por Ferotin, pertenecen a una época algo
posterior. Un documental de las particularidades litúrgicas existentes en las
iglesias de Irlanda (celtas) y el llamado antifonario de Bangor, compuesto el 680-
691, actualmente en la Biblioteca Ambrosiana. Otro libro no menos importante
para la liturgia celta, el Misal de Stove, contiene partes muy antiguas, pero su
redacción no puede remontarse a un tiempo anterior al siglo IX.

No debemos terminar este período sin recordar el llamado Líber pontificalis, un


libro de capital importancia bajo muchos aspectos, pero sobre todo por el de la
historia litúrgica. Es una colección de noticias bibliográficas de los papas hasta
después del siglo IX. Las de los más antiguos hasta el papa Silvestre I son muy
breves; se indica el nombre, la duración del pontificado, las ordenaciones y algún
hecho saliente de su vida. La de los papas de después, de la paz de la Iglesia, oon
más abundantes, y para los papas de los siglos VII y VIII se hacen unas largas
biografías. El libro contiene diversos escritos de varios autores. Duchesne, que lo
ha publicado y comentado, ha demostrado que la primera parte de esta obra y la
más importante, que comprende las biografías de los papas hasta el papa Símaco
(+ 514), es obra de un autor romano desconocido, que la recopiló durante el
pontificado de Hormisdas (514-523). En cuanto al valor histórico de sus
referencias es preciso distinguir entre aquellas que él pudo tomar de fuentes
probables en el archivo de Roma, estimables, por lo tanto, especialmente si se
trata de los papas de después de la paz. Sin embargo, las más antiguas, dando
algún valor a las eventuales tradiciones por él recogidas, se hallan tomadas
ampliamente a beneficio de inventario, cuando no resultan del todo infundadas.

Parte II.
Las Grandes Familias Litúrgicas.
1. La Formación de los Tipos Litúrgicos.
La Unidad Litúrgica Primitiva.

La liturgia cristiana nació esencialmente de la última cena del Señor, renovada


por mandato suyo y enriquecida por un servicio eucológico de origen judío.
La Coena Dominica o Fractio pañis, desde los primeros días de la Iglesia, se
mostró como el rito característico del nuevo culto, el sacrificio de la nueva Ley,
que no tenía nada de común con los antiguos ritos sacrifícales del templo.
Precisamente por ser original, presenta una línea de admirable simplicidad. Si le
precedía algunas veces un convite en común (ágape), se colocaban sobre la mesa
del convite el pan y el vino; el presidente de la asamblea recitaba sobre ellos una
eulogia o fórmula eucarística del tipo de la pronunciada por Jesús, se partía el
pan y se distribuía a los presentes. Este es el cuadro litúrgico que trazan los
Hechos y San Pablo de la misa primitiva. No existen todavía determinados
formularios; sólo importan el pensamiento y las palabras expresadas por Jesús,
que recogieron y transmitieron los apóstoles, que se tradujeron en fórmulas
análogas, libres, improvisadas, seguidas por los asistentes y subrayadas por su
adhesión con la aclamación amén.

Los sacramentos se presentan inmediatamente como elementos


litúrgicos coordinados generalmente con la misa, con igual sencillez de líneas y
de ritos. Una infusión de agua en el bautismo, una imposición de las manos en la
confirmación y en el orden, una comida de sólo pan y vino en la eucaristía, una
unción de óleo en la extremaunción. Un juicio sin ningún aparato en la
penitencia, una expresión contractual en el matrimonio, una sola fórmula o
plegaria que acompañaba a estas acciones, alguna fórmula brevísima, como en el
bautismo. El ceremonial se hallaba reducido a los elementos más esenciales.

Al rito central del sacrificio va unido un servicio eucológico-didascálico,


derivado de la liturgia de la sinagoga y cristianizado con la inserción de nuevos
elementos.

En las reuniones matinales del sábado en las sinagogas de Judea y de la Diáspora


se oraba con un largo formulario semejante a una letanía, se leían las Escrituras,
se comentaban las lecturas y se terminaba con la bendición mosaica al pueblo, si
estaba presente un sacerdote, y si no, con una plegaria por la paz. En estas
reuniones había estado muchas veces Jesús con los apóstoles; más aún, había
tomado parte activa en ellas leyendo y comentando las Escrituras. Desde el
principio, los apóstoles y los primeros cristianos continuaron frecuentándolas;
pero bien pronto las fuertes discusiones a las que daba ocasión la nueva fe, y los
manifiestos tumultos que se produjeron, sugirieron la idea de tener las reuniones
por separado. A las plegarias judías se unieron otras específicamente cristianas,
como advierte San Pablo, y a los libros sagrados legados por la sinagoga se
unieron poco a poco los escritos apostólicos y los santos Evangelios. El esquema
de estas reuniones, no obstante los nuevos elementos, se mantuvo en sus líneas
tradicionales. Tenían lugar por la tarde del sábado, seguidas después, por la
noche, del servicio eucarístico propiamente dicho. Aquí estaba toda la liturgia
primitiva.

La más antigua descripción de la misa, hecha en el 155 en Roma por el mártir


San Justino, nos presenta las mismas líneas fundamentales de la liturgia
primitiva, salvo una notable variante, la celebración de la eucaristía
completamente separada del ágape, y unidas, sin embargo, al servicio eucológico
de la sinagoga.

Juzgamos oportuno transcribir el texto clásico de San Justino, advirtiendo que


damos en una sola las dos descripciones de la misa que él nos dejó: una relativa a
la función dominical ordinaria, y la otra, a la administración del bautismo en la
noche de la Pascua.

"En el día que llamamos del sol, todos los que viven en la ciudad y en los campos
se reúnen en un mismo lugar: se leen, cuanto el tiempo lo permite, las memorias
de los apóstoles (es decir, los Evangelios) o los escritos de los profetas. Después,
el lector se detiene, y el presidente (obispo) toma la palabra para hacer una
exhortación e invitar a seguir los hermosos ejemplos que han sido citados. Todos
nos levantamos en seguida y recitamos las oraciones por nosotros... por todos los
hombres del mundo entero, para que seamos considerados también nosotros
miembros activos de la comunidad y así alcancemos la salud eterna. Al terminar
el rezo nos saludamos mutuamente con el ósculo de paz. Entonces se lleva, al
presidente de los hermanos, pan y un cáliz con agua y vino; él lo toma y,
elevando al Padre del universo la expresión de su loor y alabanza en el nombre
del Hijo y del Espíritu Santo, pronuncia un largo y sentido discurso de acción de
gracias (eucaristía), porque hemos sido juzgados y dignos de semejantes dones.
Al terminar las oraciones y la eucaristía, todo el pueblo presta su asentimiento
con la palabra amén... La palabra amén, en lengua hebrea, significa así sea.

Después del discurso de acción de gracias del presidente y la aclamación de todo


el pueblo, los que entre nosotros se llaman diáconos reparten a los asistentes el
pan eucarístico, el vino y el agua, y llévanlo también a los ausentes.

Nos reunimos todos en el día del sol, porque es el primer día en el cual Dios,
separando las tinieblas y la materia, plasmó el universo; además, Jesucristo,
nuestro Salvador, resucitó de entre los muertos el mismo día, porque lo
crucificaron la víspera del día de Saturno, y al día siguiente del día de Saturno, es
decir, en el día del sol, apareció a sus apóstoles y discípulos y les enseñó estas
cosas que hemos propuesto a vuestra consideración."
La organización litúrgica, tal como aparece en San Justino, puede considerarse
sustancialmente uniforme en todas las principales comunidades cristianas. San
Justino, en efecto, alude a un rito general cuando dice que el domingo "todos los
que viven en las ciudades y en las campiñas se reúnen en un lugar." Su
testimonio vale no sólo para Roma, donde vivió largo tiempo, sino también para
Palestina, donde nació y creció; para el Asia Menor (Efeso), donde se convirtió, y
para tantas otras provincias que, como él mismo confiesa, había recorrido con la
toga de filósofo. Por lo demás, cuando San Policarpo viene de Esmirna a Roma
para tratar con el papa Aniceto (+ 166) sobre la cuestión de la Pascua, pudo él,
por invitación del Papa, celebrar en su lugar; señal de que en Asia, lo mismo que
en Roma, el ritual eucarístico era más o menos uniforme.

Setenta años después, San Hipólito, sacerdote y antipapa romano (+ 235),


describe a su vez la celebración de la misa en la narración que hace sobre la
consagración de un obispo en la Traditio Apostólica. El pasó en silencio la parte
introductoria de la misma, porque probablemente se omitía en tal ocasión; mas el
esquema ritual de la misa propiamente dicha es idéntico al de San Justino. En
particular, Hipólito nos transcribe diversas fórmulas, entre las que se
encuentra la de la gran plegaria consecratoria, la más antigua anáfora que
se conoce. Además, el ritual del bautismo y de la confirmación evidencia ya un
notable desarrollo, en correspondencia con los ritos orientales análogos.

La Ruptura de la Unidad Litúrgica.

El cuadro de la liturgia primitiva esbozado en el párrafo anterior pretendía darnos


una idea de cómo se desenvolvía, más o menos, la vida litúrgica en las
principales iglesias occidentales y orientales, hasta una época ciertamente ulterior
al siglo II. Hemos dicho más o menos, ya que consideramos la uniformidad
litúrgica primitiva en sentido muy amplio, siendo imposible admitir, como
observa muy bien Duchesne, una identidad completa en todos los detalles aun en
las iglesias fundadas por los apóstoles. Sin duda alguna, todas ellas estaban de
acuerdo sobre ciertas partes esenciales, como la ofrenda de los dones para el
sacrificio, la consagración, la fracción, la comunión y sobre algunas otras pocas
más de alguna importancia, como la lectura de los Libros sagrados, el canto de
los Salmos, la plegaria litanica, el beso de paz; pero en cuanto a los detalles o al
orden de cada uno de los ritos, debían existir necesariamente notables
divergencias. Eran muchas las circunstancias que llevaban indefectiblemente a
una diferenciación cada vez más acentuada de los ritos. Podemos recordar entre
éstos:

a) La incertidumbre de las fórmulas litúrgicas, debida a la libertad concedida


al obispo que presidía la sinaxis. Es verdad que la tradición le imponía un
determinado orden de ideas a desenvolver en las plegarias más esenciales,
especialmente en la anáfora, repitiendo una fraseología convencional o, si no,
fórmulas protocolarias, pero se dejaba a su piedad, a su gusto y a su particular
inspiración interpretarlas rectamente y traducirlas en concretas y felices
expresiones.

Advierte la Traditio: "El obispo dé gracias según el texto dado por nosotros


arriba. No es, sin embargo, necesario que pronuncie las mismas palabras; basta
que dé de corazón las gracias a Dios. Cada uno ore según su propia capacidad. Si
alguno está en condición de proferir una plegaria grande y elevada, que lo haga;
pero aun cuando ore en forma más modesta no se le impida, con tal de que sus
palabras sean correctas y ortodoxas." Más tarde se fijaron las fórmulas, se
seleccionaron, se recogieron, pero no en todas partes por la misma época y la
misma forma. Mientras Roma y Alejandría poseían a fines del siglo III
formularios canónicos y comunes, África se encontraba todavía, a finales del
siglo IV, en una especie de anarquía eucológica, a la que los concilios buscaban
ansiosamente poner un remedio. Bajo este aspecto debe decirse que las iglesias
orientales precedieron a las occidentales, excepto a la iglesia de Roma. Según
refiere San Basilio, en Neocesarea la liturgia estaba ya fijada desde el siglo III
por su gran obispo y apóstol Gregorio el Taumaturgo."

b) La diversidad de las condiciones del ambiente en la cual se desarrolló el


cristianismo en tiempos, lugares y pueblos diversos. Es evidente que debía ser
distinta la forma con que se podía celebrar la sinaxis en el tablinum de una casa
patricia que en el de una celia cimiterial, y otra cuando se celebraban los santos
misterios en locales construidos para ello, y mucho más en las grandes basílicas
de la época constantiniana. Eusebio recuerda expresamente el desarrollo de la
liturgia como consecuencia de la paz dada a la Iglesia. Por lo demás, mientras
en algunas provincias, como Roma, Antioquía y Bitinia, estaba el cristianismo,
ya en tiempo de Trajano, en su pleno desarrollo, en otras o no había penetrado
todavía o comenzaba apenas y tímidamente a insinuarse. Por último, la índole de
los diversos pueblos no podía menos de imprimir su propia fisonomía aun en las
formas del culto.

c) La dificultad de mantener estable y nórmales relaciones entre las diversas


iglesias, dada su distancia y las convulsiones que frecuentemente eran
ocasionadas por las persecuciones. Hasta debe dudarse de si las mismas iglesias
filiales, con relación a su iglesia madre, pudieron todas, al menos, reproducir
integralmente las costumbres litúrgicas de ella; cuando se piensa que la
evangelización de una provincia, aunque iniciada en un solo grande templo,
debía, al mismo tiempo que avanzaba poco a poco, subdividirse y separarse en
muchos templos menores, los cuales no podrían conservar de la iglesia madre
más que un ritual restringido y rudimentario.

Estas y otras parecidas circunstancias hacían que en el campo litúrgico


prevaleciera poco a poco sobre la tendencia centrípeta, que arrastraba a las
iglesias a sus primitivos templos de irradiación, la centrífuga, que, a través de las
iniciativas particulares de los obispos, los incitaba insensiblemente a alejarse de
la primitiva uniformidad y a desarrollarse con ritos y fórmulas muy diferentes.
Ireneo ya, para la cuestión de la Pascua, y Firmiliano de Cesárea, hacia la mitad
del siglo III, constataban este hecho en el concilio de Iconio:

"Eos autem qui Romae sunt non ea in ómnibus observare quae sint ab origine
tradita; et frustra apostolorum auctoritatem praetendere scire quis etiam inde
potest, quod circa celebrandos dies Paschae et circa multa alia divinae reí
sacramenta videat esse apud illos aliquas diversitates, nec observari illic omnia
aequaliter quae Hierosolymis observantur, secundum quod in ceteris quoque
plurimis provinciis multa pro locorum et hominum diversitate variantur, nec
tamen propter hoc ab ecclesiae catholicae pace ataque unitate aliquando
discessum est."

Cincuenta años después, Agustín hacía constatar algo semejante sobre la


disciplina en las diversas iglesias acerca de la celebración de la misa: "Alii
cotidie communicant corpori et sanguini Domini; alii certis diebus accipiunt.
Alibi nullus dies praetermittitur quo non offeratur; alibi sabbato tantum et
dominico; alibi tantum dominico."

La Circunscripción Eclesiástica.

No debemos considerar la diferenciación litúrgica que venía lentamente


madurando en la Iglesia, solamente como el resultado de las diversas condiciones
de ambiente que hemos descrito antes, sino también como la expresión de
aquellas agrupaciones particulares políticoreligiosas que constituían entonces las
grandes circunscripciones en que estaba dividido el mundo cristiano.

En la época del concilio de Nicea (325), estas circunscripciones se hallaban


repartidas de hecho así:

En Oriente, tres grandes provincias metropolitanas: Antioquía, Cesárea,


Alejandría. Antioquía, la más antigua y la más célebre de todas, era un
centro activísimo de vida religiosa, del que se extendía el cristianismo
ampliamente por los países circunvecinos. De ella partieron los misioneros que
llevaron la fe a Siria del Norte, Chipre, Asia Menor, Mesopotamia y Persia.
Jerusalén entraba también por estetiempo en su esfera de influencia. Es verdad
que el obispo de la antigua capital judía gozaba de honor especial; pero no tuvo
una verdadera autonomía hasta después del concilio de Efeso (431). Cesárea de
Capadocia, la metrópoli de la provincia central del Asia Menor, extendía su radio
de acción sobre el exarcado independiente del Ponto y sobre Armenia, más allá
de las fronteras del Imperio. Alejandría, finalmente, era después de Antioquía, su
rival, otro de los puntos religiosos del Oriente. El concilio Niceno confirmó a su
obispo la supremacía sobre las provincias de Egipto, de la Tebaida, de Libia, de
Cirenaica y de la Pentápolis líbica. La nueva sede de Constantinopla no comenzó
a ejercer, junto con la acción política, una eficaz influencia litúrgica antes de la
mitad del siglo V, influencia que poco a poco fue haciéndose cada vez más
preponderante, y en los siglos sucesivos llegó a imponerse sobre las antiguas
sedes metropolitanas. Las particularidades litúrgicas propias de estas últimas,
superadas por el rito bizantino, se mantuvieron, sin embargo, en las iglesias
disidentes fuera del dominio de la ortodoxia, de la lengua griega y también de la
sumisión política de Bizancio, como veremos pronto.

En Occidente, Roma, cabeza del Imperio y metrópoli del mundo cristiano,


además de gozar de una indiscutible preeminencia jerárquica sobre todas las
iglesias, actuaba como centro de una provincia eclesiástica que comprendía las
sedes de la península y especialmente las ya numerosas de la Italia central y
meridional, incluida Sicilia. Las iglesias de la Italia superior, es decir, de la
Liguria (Liguria y Traspadana), de la Emilia y de la Flaminia, comenzaban a
girar alrededor de Milán. Ésta ciudad, convertida desde tiempo de Maximiniano
en morada habitual del emperador y cuartel general de la defensa del Imperio
contra los bárbaros del Norte, venía adquiriendo cada vez mayor
importancia y prestigio con relación a las sedes circunvecinas, a las más lejanas
de España y de las Calías. Venecia e Istria (llírico occidental) entraban también
en la órbita eclesiástica de Milán; pero a finales del siglo IV llegaron a
constituirse en una organización metropolitana autónoma que comprendía
también, al norte, el Nórico y Rezia, y tenía por capital a Aquileya. La Dalmacia
formaba una provincia aparte, bajo el metropolitano de Salona.

Un grupo netamente distinto, más que cualquier otro, aun por su posición
geográfica, era el de las iglesias de África. Manteniéndose siempre en estrecha
relación con Roma, tenía generalmente como cabeza a Cartago, cuyos obispos
reunían en torno de sí a los de todas las provincias africanas.

Los Tipos Litúrgicos.

Las circunscripciones eclesiásticas, de las que hemos trazado, al menos de un


modo general, los confines, formaban a finales del siglo IV o a principios del V
otras tantas provincias litúrgicas distintas. En esta época, en efecto, que es la de
los primeros y más importantes documentos de nuestra historia, la diferenciación
litúrgica había tomado formas precisas y definitivas y llegado en algunos sitios a
un estado de desarrollo muy avanzado. Si queremos indicar los tipos
fundamentales, nos encontramos con los cuatro siguientes:

1.° Tipo siríaco (Antioquía).

2.° Tipo alejandrino (Alejandría).

3.° Tipo galicano (Arlés).

4.° Tipo romano (Roma).

A los tres primeros de estos cuatro principales pueden reducirse algunos subtipos,
muy semejantes en su substancia, pero algo distintos en sus particularidades
secundarias. He aquí el cuadro sinóptico:

1.° Tipo siríaco..........

a) Rito antioqueno-jerosolimitano.

b) Rito siro-caldaico o persa.

c) Rito bizantino.

d) Rito armeno.

2.° Tipo alejandrino....

a) Rito copto.

b) Rito abisinio.

Por todo lo dicho hasta el presente, parece cuerdo afirmar que ésta es la división
de las liturgias que aparece como más racional y es la que ordinariamente aceptan
los mejores liturgistas.

A pesar de las múltiples variedades locales, las iglesias metropolitanas más


importantes en Oriente supieron ejercer tal control sobre las iglesias menores
dependientes que mantuvieron entre sí la unidad del tipo ritual propio de ellas.
Debiera decirse otro tanto de Roma para el Occidente si nos limitamos a nuestra
península; pero la enorme extensión de su provincia eclesiástica, que comprendía
media Europa, permitió que en algunas regiones, como la Galia y España, se
entremezclasen en el antiguo rito romano, recibido por ellas, costumbres
litúrgicas que estaban en abierta contradicción con las de la iglesia madre. Poco
más tarde, como veremos, Roma obligó a volver a todas las iglesias de Occidente
a la unidad litúrgica de origen.

Proponiendo, pues, la cuestión sobre el origen de los diversos ritos, debemos


decir que en los primeros tiempos se pasó de la unidad primitiva a la
multiplicidad local: pero después (siglos IV-V) fueron éstas reducidas, si no a
una forma única, que hubiera sido imposible, sí al menos a formas principales
adoptadas por unas pocas grandes iglesias; formas que, fijadas establemente,
constituyeron las grandes familias litúrgicas existentes hasta ahora.

La clasificación de los tipos litúrgicos que hemos propuesto sigue el criterio del


origen histórico de los mismos, que nos parece el más racional e importante. Es
preciso, sin embargo, notar en ellos algunas características que podrían, desde
otro punto de vista, servir como criterio de clasificación, distinguiendo
específicamente algunos sábados de Cuaresma y en la fiesta de San Basilio; en
los demás días, la de San Juan Crisóstomo. Los abisinios usan cuatro liturgias, y
los coptos, tres. Pero todas estas liturgias permanecen constantemente invariables
en su tenor, de manera que no se puede jamás, en determinadas circunstancias o
solemnidades, cambiarlas o intercalar fórmula alguna que interprete directamente
el misterio del día, si bien esto determina la selección de una mejor que otra.
Podemos decir en general que la característica de los ritos occidentales es la
fijeza, mientras en los orientales es la volubilidad.

El orden general del servicio, es decir, el sistema con el que una determinada
liturgia ha organizado los diversos elementos que concurren a formar un
determinado rito: la misa, por ejemplo. Asimismo la preparación de los dones, las
lecturas, los cantos, la plegaria de los fieles, el beso de paz, el sistema del
ofertorio, la forma del canon, el Pater nosier, la comunión, la eulogia, etc.

Cierto esquema tradicional. Toda liturgia posee generalmente en su patrimonio


fórmulas, ceremonias, modos de orar, de responder, suyos, propios,
característicos. Por ejemplo, en la liturgia africana, la fórmula del saludo decía
así: Pax vobiscum; en la romana, Dominus vobiscum; en la mozárabe, Dominus
sit semper vobiscum; en la bizantina, Pax cum ómnibus vobis. En Milán, como
en las liturgias galicanas, el nombre de Jesús se hacía preceder en la lectura del
evangelio por el calificativo dominus: Dominus lesus. La Oratio fidelium, en
Roma, comenzaba así: Oremus... pro Ecclesia... ut Deus; en África se decía: In
orationibus in mente habeamus... ut Dominus; en España, De precemur
Dominum Deum nostrum ut... Otro importante punto diferencial constituye la
frase con que se comienza la relación de la institución en la plegaria
consecratoria. Las anáforas orientales la comenzaban invariablemente con esta
expresión:... in qua nocte tradebatur, mientras todas las occidentales, a
excepción de la mozárabe, dicen: Qui pridie quam pateretur, con las dos
notables diferencias de pridie en lugar de nocte, y pati por trad.

Los diversos ciclos, es decir, el sistema de las lecturas, lo mismo apostólicas


como evangélicas, de los cantos salmodíeos, adoptado para la misa en los
diversos tiempos y en las fiestas del año litúrgico, como también el calendario, la
selección y distribución de los salmos, de los cantos, de los himnos en el oficio.

El carácter literario de las fórmulas. Las liturgias orientales, nacidas bajo el


influjo directo de la cultura helenística, y el gusto totalmente oriental del fasto
tienen, por regla general, un contenido eminentemente especulativo y teológico,
que, unido a un imponente ceremonial, da una impresión particular de
grandiosidad y magnificencia. También las liturgias galicanas y mozárabes,
derivadas en parte del Oriente, se presentan prolijas, exuberantes, ampulosas. La
antigua liturgia romana, por el contrario, lo mismo en el formulario como en el
ritual, lleva la impronta del "genio romano" con su caracteres de simplicidad,
sobriedad, dignidad, fuerza, y con sus tendencias eminentemente prácticas y
realísticas, muy lejanas de toda forma gramática o sentimental.

2. Las Liturgias Orientales.


El Tipo Siríaco.

1. El Rito Antioqueno-Jerosolimitano.

Las Fuentes.

Las fuentes más antiguas de este rito se remontan hasta los siglos IV-V. Ponemos
junto con las que provienen de Antioquía las de Jerusalén, porque se puede
sostener que estos dos ritos litúrgicos fueron uniformes.

a) Las catequesis mistagógicas de San Cirilo de Jerusalén (+ 386). Son cinco


instrucciones catequísticas dadas por él en el 347 a los neobautizandos durante la
semana de Pascua, con el fin de iniciarlos en los misterios de los sacramentos.
Tratan del bautismo (1-2), de la confirmación (3) y de la eucaristía (4-5). Esta
última es muy importante, porque el santo Doctor explica en ella las ceremonias
de la misa, comenzando por el lavatorio de las manos hasta el fin.

b) La Peregrinatio ad loca sancta. Contiene la relación de un viaje a Palestina


realizado hacia el 417-419 por una monja española, Eteria, y descrito
ingenuamente por ella misma a sus compañeras religiosas. Es un interesantísimo
cuadro de toda la liturgia entonces en uso en Jerusalén para los oficios de los días
feriales, de las misas dominicales y de las grandes fiestas del año (Navidad,
Epifanía, Purificación, Samana Santa, Pascua, Pentecostés, Dedicación). Por
desgracia, la autora no da más que unos cuantos trazos sobre la misa propiamente
dicha.

c) Las homilías de San Juan Crisóstomo (+ 407), que pronunció, cuando todavía
era un simple sacerdote, en Antioquía el año 386, por orden de su obispo
Flaviano, y especialmente las dos Catecheses ad illuminandos, la de Ad
neophitos y las relativas a algunas fiestas cristianas.

d) Las homilías de Severiano, obispo de Cabala (f. d. después del 480), en la


odisea de Siria.

e) Los sermones catequísticos de Teodoro de Antioquía, obispo de Mopsuestia (+


428), muy afines a las catequesis de San Cirilo.

i) Los himnos y las homilías de los monofisitas Isaac el Grande (+ 459) y


Severeno de Antioquía (+ 518).

f) Y así como la carta de Santiago, obispo de Edesa (+ 708), a Tomás el


Presbítero sobre la liturgia siríaca de San Santiago, en uso entre los jacobitas.

g) El Testamentum Domini N. I. C., compilación de variados elementos sobre la


disciplina, el dogma y el culto, hecha de documentos más antiguos por un autor
anónimo perteneciente a la esfera monofisita de la Siria, hacia finales del siglo V.

h) Un Ordo Missae, anterior al siglo VI, incompleto, limitado a la misa didáctica


y editado por Rahmani.

Los Textos Litúrgicos.

Los textos litúrgicos pertenecientes a este rito son: a) Las Constituciones


Apostólicas. Se designa con este nombre una compilación de Derecho
eclesiástico en ocho libros que se presenta como obra de los apóstoles, redactada
por el papa Clemente Romano (+ 99) y enviada por él a los obispos y a los
sacerdotes en nombre de los apóstoles. Pueden distinguirse en ella tres partes. La
primera (1.1-6) es un retoque amplificado de la Didascalia de los Apóstoles, de
la que el compilador extrae una sucinta descripción de los ritos de la misa sin
fórmulas (2, c.57). La segunda parte es una perífrasis de la Doctrina de los doce
apóstoles, a la que va unida una colección de fórmulas eucológicas y normas
catequísticas. La tercera parte (1.8), la más importante de todas, contiene un
ritual para las ordenaciones y, como apéndice a la del obispo, una pequeña
exposición de los ritos de la misa con todas las fórmulas relativas. El autor que la
ha recopilado, con unánime juicio de los críticos, vivía en Siria en la segunda
mitad del siglo IV (alrededor del 380), era de tendencias semiarrianas, y la
escribió sirviéndose en parte de materiales más antiguos, entre los cuales estaba
la Apostólica Traditio, de San Hipólito Romano, pero sobre todo inspirándose,
en el orden de las ideas y de la distribución de las fórmulas y de los ritos, en la
liturgia entonces en uso en la provincia eclesiástica de Antioquía. Es cierto, sin
embargo, que la liturgia de las Constituciones, de origen totalmente privado y de
sencilla composición literaria, no se introdujo jamás en el uso oficial de iglesia
alguna, si bien ejerció una amplia influencia sobre las demás liturgias del
Oriente.

b) La liturgia griega de Santiago. Es un completo Ordinarium Missae con los


ritos y las fórmulas con ella relacionados, que representa probablemente el
antiguo rito litúrgico de Antioquía y Jerusalén. El orden general es el mismo de
las Constituciones Apostólicas, salvo algunas admisiones posteriores (como el
incienso, la procesión de la oblata, el Credo, etc.) debidas a la influencia
bizantina. El testimonio más antiguo de ella se encuentra en un canon (32) del
concilio Trullano (692); pero debe ser ciertamente anterior, porque los jacobitas,
que todavía la usan en siríaco, debían poseerla ya en la época del cisma
monofisita (siglo V). Parece que San Jerónimo la conoció. Sin querer
considerarla como auténtica, es indiscutible que ciertas alusiones a la Iglesia
primitiva y perseguida son de una respetable antigvedad, al menos para alguna de
sus partes.

c) La liturgia siríaca de Santiago. Llevado el cisma monofisita al concilio de


Calcedonia (451), por algún tiempo, tanto los ortodoxos (imperiales y melquitas)
como los disidentes, llamados jacobitas por su corifeo Jacobo Baradai,
conservaron en sus respectivas iglesias la misma liturgia griega. Pero bien pronto
el movimiento cismático, aun acusando un marcado carácter de reacción contra el
Imperio, quiso traducir la liturgia griega al siríaco, lengua nacional. La liturgia
siria, por eso, no obstante algunas pequeñas diferencias, está en correspondencia
con la griega original. Los jacobitas, además, poseen setenta anáforas, atribuidas
por ellos a diversos santos y obispos monofisitas, las cuales fueron insertas en
el Ordocommunis de la misa, que quedó invariable. De todas ellas parece ser la
más antigua la titulada de los doce apóstoles; más aún, según los estudios de
Engberding, sería la de tipo del cual se derivó la liturgia del libro octavo de
las Constituciones Apostólicas y la bizantina de San Juan Crisóstomo.

d) Algunos importantes fragmentos de Ordines anuocheni, editados por


Rahmani, que tratan especialmente sobre la disciplina de la misa y de las
ordenaciones en el siglo V.

La liturgia griega de Santiago cayó casi en desuso desde el siglo XII. La usan los
griegos ortodoxos una sola vez al año (23 de octubre) en Jerusalén, Chipre y
alguna otra iglesia. La siríaca, sin embargo, con casi todas las anáforas de
recambio, está siempre en vigor entre los monofisitas. Entre los católicos la
siguen:

a) Los siró-unionistas, quienes, sin embargo, usan solamente siete de las muchas
anáforas jacobitas, y aun estas mismas algún tanto recortadas y depuradas de los
errores monofisitas. La de San Juan es la más común. Las lecturas y algunas
oraciones se hacen, además de en sirio, en árabe.

b) Los siro-maronitas. Estos tienen su origen del monasterio de Beit-Marum, en


el Líbano, que existía ya en el siglo V y que más tarde (siglo VII), pasado al
monotelismo junto con aquellas fieras poblaciones montañosas, se mantuvo allí
con diversas oscilaciones hasta el siglo XVI. La liturgia de Santiago, usada por
ellos, ha sufrido profundas modificaciones en sentido romano, La lengua litúrgica
es la siríaca; pero, para comodidad del pueblo, se halla traducida al árabe alguna
de las partes de los textos.

La Misa Siro-Antioquena de las "Constituciones Apostólicas."

Sirviéndonos de los datos contenidos en las fuentes y en los textos antes descritos
concernientes a la liturgia siro-antioquena, y particularmente de los de
las Constituciones Apostólicas, es interesante dar una descripción sucinta de la
liturgia de la misa, tal como debía desarrollarse, con pequeñas diferencias,
alrededor del 400 en las iglesias de Siria y en las que estaban sujetas a la
influencia litúrgica de Antioquía: Jerusalén, Chipre, Constantinopla, Cesárea.

Misa didáctica. Los fieles se sientan en la iglesia bajo la presidencia del obispo y
del clero. Los hombres, en una parte; las mujeres, en otra. Los diáconos, succinti
et expediti, sine multa veste, desempeñan el servicio de turno.

Comienzan en seguida las lecturas. Las dos primeras están tomadas del Antiguo
Testamento; después, un lector sube al ambón y entona el canto de un salmo. Es
el psalmus responsorius, al que contesta el pueblo con un versículo o parte de él,
repetido a modo de estribillo. Sigue una tercera lectura de los Hechos o de las
epístolas apostólicas, y finalmente la del evangelio. Esta se hace con gran
solemnidad por un diácono o un sacerdote y es escuchada por todos de
pie, magno cum silentio. Terminadas las lecturas, algunos de los sacerdotes
pronuncian por turno una breve exhortación sobre lo que se ha leído. Por último
predica el obispo.

Llegados a este punto, tienen lugar las diversas misas, es decir, la despedida de
aquellas clases de personas a las que está prohibido el asistir al santo sacrificio; a
la invitación del diácono, salen sucesivamente los catecúmenos, los
energúmenos, los catequizados y los penitentes, después que la asamblea ha
respondido para cada grupo Kyrie eleison a una breve plegaria litánica formulada
por el diácono. Cuando éste ha intimidado a los penitentes: Exite qui in
poenitentia estis; et adiíciat: Nerrbo eorum quibus non licet, exeat! todos los
fieles, los únicos que han quedado en la iglesia, se ponen de rodillas para rezar. Y
el diácono comienza la letanía:

"Oremus... Pro pace et tranquilízate mundi. Pro catholica et apostólica cuncti


orbis Ecclesia. Pro episcopo nostro... pro presbyteris nostris. Pro lectoribus,
cantoribus. virginibus, viduis. Pro iis qui sunt propter nomen Domini in metallis
et exilio et custodiis et vinculis."

A toda petición, los fieles responden con la invocación: Kyrie eleison. Y se


termina la letanía con una plegaria del obispo, que implora sobre ellos las
bendiciones de Dios. Aquí termina la primera parte de la liturgia, la llamada misa
didáctica de los catecúmenos.

La misa sacrifical comienza con el saludo del obispo: Pax cum ómnibus vobis, al
que responde el pueblo: Et cum spiritu tuo. Después, a la invitación del diácono,
reciben los clérigos el beso de paz del obispo, y los fieles se lo dan mutuamente
entre sí. Entre tanto, mientras vigilan los diáconos las puertas, a fin de que
ningún profano entre en el templo, y otros se reparten aquí y allá, ne quis fíat
strepitus, ne quis nutus faciat, aut mussitet, aut dormitet, el obispo y los
sacerdotes se lavan las manos para recibir los dones del sacrificio. Los diáconos
los presentan al obispo y después los ponen sobre el altar, agitando a los lados
dos abanicos para ahuyentar los insectos. Preparadas las ofrendas, el obispo, de
pie delante del altar, con la cara hacia el pueblo, rodeado de los sacerdotes, se
prepara para la solemne plegaria consecratoria.

La anáfora comienza con el conocido preámbulo dialogado, no obstante el saludo


inicial, que es aquel más amplio y solemne de San Pablo: Gratia omnipotentis
Dei et caritas D. N. lesu Christi et communicatio S. Spiritus sit cura ómnibus
oobis35. Después se extienda largamente, comenzando por los infinitos atributos
de Dios y llegando a las maravillas obradas por El en la creación de los ángeles,
de los astros, denlas cosas y del hombre. Y después de haber recordado la caída y
la condenación, evoca las grandes figuras de los patriarcas: Noé, Lot, Abraham,
Isaac, Jacob, José, Moisés, Josué. En este punto se interrumpe bruscamente el
pensamiento para volver al concepto de Dios, adorado por innumerables legiones
de ángeles, los cuales cantan incesantemente (et omnis populus simul dicat):

"Sanctus, sanctus, sanctus Dominus Sabaot; Pleni sunt caeli et térra gloria eius;
Benedictus in saecula. Amen. Et pontifex deinceps dicat: Sanctus enim veré est et
sanctissimus, altissimus et superexaltatus in saecula. Sanctus etiam unigenitus
F’ilius tuus Dominus noster et Deus Iesus Christus..."

Y continua, conmemorando la encarnación en el seno virginal de María, la vida,


la pasión, la muerte, la resurrección, la ascensión. Después, aludiendo al precepto
del Señor: Hoc facite in meara commemorationem. reproduce la escena de la
institución de la santísima Eucaristía, junto con las palabras consecratorias;
recuerda de nuevo la pasión, la muerte, la resurrección, la venida gloriosa del
Señor, y decide que ut mittas Spiritum sanctum tuum super hoc sacrijicium... et
efficiat hunc panera corpus Christi tui et hunc calicem sanguinem Christi tai, ut
qui, eius participes fiunt, ad pietatem confirmentur. Es la epiclesis oriental. La
plegaria eucarística se termina con una larga oración a Dios en favor de toda
clase de personas y con la doxología final: Quoniam tibí omnis gloria, veneratio
et gratiarum actio, honor et adoratio Patri et Filio et Sancto Spiritui, et nunc et
seraper et infinita et sempiterna saecula saeculorum. Amen, seguida de una
bendición del obispo. Las Constituciones no traen la recitación del Pater noster,
que la recuerda San Cirilo y San Crisóstomo, recitada con voz unánime por todos
los presentes y concluida con una breve doxología.

Llegados a este punto, un diácono hace la conmemoración de¡os vivos y de los


difuntos (dípticos). Después, el diácono exclama: Attendamus! y el obispo, en
alta voz: Sancta, sanctis! a quien responde el pueblo: Unus sanctus, unus
dominus, lesu Christus, in gloriara Dei Patris, benedictus in saecula.
Amen. Sigue la fracción del pan, que las Constituciones 110 la mencionan
expresamente, y después la comunión. El obispo participa de ella el
primero, deinde presbyteri, diaconi, subdiaconi, lectores, cantores, ascetae, et in
mulieribus diaconisae, virgines, viduaeque, tura pueri, deinde omnis populus,
composite, cura pudore et reverentia, absque strepitu. Durante la distribución de
la eucaristía, un cantor entona el salmo 33: Benedicam Dominum in omni
tempore, en el cual hay alusiones claras al convite celestial. Terminada la
comunión, diaconi reliquias accipiunt et inpastophoria inferunt; después un
diácono hace la señal para comenzar la plegaria de acción de gracias, que el
obispo pronuncia en nombre de todos; por último, imparte la bendición a los
fieles, y el diácono jntima a la asamblea: lie in pace!

El Rito Siro-Caldaico o Persa.

Es cierto que la evangelización de las provincias del este de Siria (Mesopotamia,


Asiría, Persia) fue llevada a cabo por misioneros de Antioquía. Pero la diversidad
de lengua y de sumisión política dio origen muy pronto a una liturgia particular
muy importante, que se mantuvo ortodoxa hasta el concilio de Efeso (431),
cuando, después de la condenación de Nestorio, se separaron de la unidad
católica las grandes iglesias de Edesa, Nisibi y Seleucia-Ctesifonte, erigiéndose
en iglesias nacionales independientes.

Las fuentes de este rito antes del cisma son principalmente dos:

a) Las homilías de Afraates (+345), obispo de Mar Mattei, en Mossoul (Persia),


muy interesantes para la historia de la eucaristía y de la penitencia.

b) Las obras del diácono San Efrén Benisibi (+373), y especialmente los
sermones y los himnos, algunos de los cuales pasaron a las liturgias siríacas
ortodoxas y cismáticas.

Después del cisma, es preciso distinguir entre los escritores monofisitas y


nestorianos.

c) Pertenecen a los monofisitas Jacobo de Saruj (+ 521), que dejó una anáfora,
un Ordo baptismi, seis homilías festivas y una gran cantidad de homilías
métricas, y Filosenne, obispo de Mabbouj (+ 523), que escribió también diversas
anáforas y un Ordo baptismi.

d) Entre los nestorianos es de primera importancia Narsai (+ 502) per sus


homilías, algunas de las cuales (especialmente la decimoséptima) están
relacionadas con la liturgia de la misa y del bautismo, y por sus himnos, gran
parte de los cuales formaron parte del Breviario nestoriano. Debe también
recordarse a Hannana de Adiabene (siglo VI), autor de unos comentarios sobre la
liturgia y sobre las rogativas.

Los textos litúrgicos hasta ahora conocidos son:

a) Un Ordo baptismi, atribuido a los santos Addeo y Maris, del siglo IV-VI.


b) Un fragmento de anáfora del siglo VI, editado por Bickell, y las dos anáforas
de Teodoro de Mopsuestia y de Nestorio, que los nestorianos usan todavía en
ciertos tiempos del año.

c) La liturgia de los santos Addeo y Maris, los dos discípulos de Santo Tomás
Apóstol, que, según una antigua tradición, fundaron las iglesias de Edesa,
Seleucia, Ctesifonte y evangelizaron las comarcas cercanas. Esta liturgia debe de
ser muy antigua, si bien su redacción en su estado actual se remonta al patriarca
Iesuyab 111, que vivió a principios del siglo VII; y de ésta se sirven los
nestorianos habitualmente. Tiene la extraña particularidad de no contener las
palabras de la institución. El hecho, único en su género, se compagina con la
reverencia casi pavorosa de los orientales hacia la fórmula consecratoria, "el
momento terrible," dice Narsai. Ellas, sin embargo, existían y se recitaban; pero
algunos no querían ponerlas por escrito. Esto se halla confirmado por el
descubrimiento de las homilías de Narsai de Nisive (+ 502), cuya homilía 17, que
comenta el texto de la anáfora nestoriana, trae las palabras de la consagración.

Actualmente, entre los católicos el rito siro-caldaico (en la liturgia de los santos
Addeo y Maris y en alguna otra) lo siguen: 1.° los caldeo-unitarios; 2.° la iglesia
de Malabar, en la costa occidental de la India. El origen de este rito es obscuro.
Muchos ponen como fundador al apóstol Santo Tomás; otros lo atribuyen a una
dispersión de los fieles de Persia en tiempos de la persecución de Sapor. La
liturgia malabárica, con alguna ligera diferencia, es la misma de los santos Addeo
y Maris.

El Rito Bizantino.

Loe Orígenes.

Los primeros orígenes del rito bizantino se encuentran en los ritos litúrgicos de
Cesárea de Capadocia y de Antioquía. No hay ninguna duda de que Cesárea,
que, como las demás iglesias asiáticas del Ponto y de Bitinia, había recibido de
Antioquía el Evangelio, concordase substancial-mente con ésta en el rito; pero,
bajo un común fondo siríaco, asimilaron muy pronto particularidades litúrgicas
muy importantes. Esto se ve claramente desde el siglo III por Firmiliano de
Cesárea (257), San Gregorio Taumaturgo (270), y en el siglo siguiente, por los
sínodos de Ancira (314), Neo-cesárea (315), Laodicea (315), Gangra (358) y,
sobre todo, por los escritos de San Basilio, quien, a juicio de algunos
contemporáneos suyos, habría llevado a cabo en Cesárea reformas litúrgicas de
gran importancia.
Precisamente en esta época, la sede de Constantinopla estaba en vías de
organización; pero, desprovista de tradiciones litúrgicas propias, tuvo que
hacerse necesariamente tributaria de dos ritos con los cuales estaba mayormente
en contacto: Cesárea y Antioquía. Porque no debe olvidarse cómo en esta última
ciudad y también en Bizancio recibieron a los sucesores de Constantino hasta
Teodosio (379-395) y que buena parte de los primeros obispos de
Constantinopla, como Eudosio, Gregorio Nacianceno, Nettario, Juan Crisóstomo
y Nestorio eran originarios de Antioquía o de Cesárea. Hacia el 450, la iglesia de
Constantinopla había adquirido una decisiva preponderancia en la situación
religiosa del Oriente, y su liturgia, conservando los grandes trazos de la siríaca,
había tomado ya aquella fisonomía específica, que en adelante fue acentuándose
cada vez más y sobreponiéndose por fuerza del destino a los ritos de las demás
iglesias.

Fuentes y Textos.

a) Las fuentes del rito bizantino, en su período más antiguo, son


principalmente las homilías de San Gregorio Nacianceno y de San Juan
Crisóstomo pronunciadas en Constantinopla, el Tractatus de traditione
Missae, atribuido a Proclo (+ 446), y las otras, ricas en referencias litúrgicas en
los historiadores griegos del siglo V, Sozomeno, Sócrates, Filostorgio. Sobre el
desarrollo ulterior del rito nos dan interesantes datos la Mystagogia, de Máximo
el Confesor, y sus Schola de Ecclesiastica Hierarchia, del Pseudo Dionisio; los
historiadores Eutiquio y Evagrio, las obras poéticas del himnógrafo Romanos y
los Comentarios de San Germán I de Constantinopla (+ 740) y de San Teodoro
Estudita (+ 726).

b) Los Textos Litúrgicos más Importantes son:

a) La liturgia de San Basilio (+ 379), que probabilísimamente, al menos en la


parte anaforal, se le atribuye a él. Contiene la antigua liturgia de Cesárea,
reformada por el santo obispo y adoptada con alguna variante en Constantinopla,
donde estuvo generalmente en uso hasta más allá del siglo VII. Pedro Diácono,
en el año 512, da testimonio de su gran difusión en casi todo el Oriente. Hoy día
no existe la liturgia normal sino reducida a pocos días del año, es decir, a las
dominicas de Cuaresma (excepto la de las palmas), al Jueves y Sábado Santo, a
las vigilias de Navidad y de Epifanía, al primer día del año y a la fiesta de San
Basilio.

b) La liturgia de San Juan Crisóstomo (+ 407). Es semejante en todo a la


anterior de San Basilio, a excepción de las plegarias del celebrante, que se hallan
sustituidas por un texto muy breve. Es difícil precisar si tuvo alguna parte en este
trabajo San Juan Crisóstomo. Nos faltan casi por completo los testimonios
antiguos. El Pseudo Proclo solamente alude a la tradición de que el Crisóstomo,
para hacer más fácil al pueblo la observancia religiosa, abrevió
considerablemente las plegarias litúrgicas. De todos modos, el texto primitivo ha
sufrido no pocos retoques y notables adiciones, como el canto
de Monogenes durante la entrada del celebrante (pequeño introito) y del trisagio
antes de las lecturas, la larga y compleja ceremonia de
la proscomide (preparación de las oblatas), la procesión con las ofrendas (grande
introito), el Credo, etc. La liturgia de San Juan Crisóstomo goza actualmente de
un uso cotidiano.

c) La liturgia de los presantificados, que se usa en los días de ayuno,en


Cuaresma (exceptuando sábado y domingo), para suplir con la comunión a la
celebración de la misa, que en tales días está prohibida, conforme a la antigua
disciplina. Consta de lecturas y plegarias litánicas, seguidas inmediatamente de la
comunión con las sagradas especies consagradas el domingo anterior. Esta
liturgia aparece ya en el Chronicon Pascual del 645 y del II concilio Trullano
(692), y se atribuye a San Gregorio Magno, pero sin ningún fundamento.

c) El desarrollo histórico.

Organizado sobre sólidas bases, el rito bizantino, con la supremacía religiosa y


civil de Constantinopla, comenzó insensiblemente a ejercer una vigorosa presión
sobre los demás ritos de Antioquía, Jerusalén y Alejandría, a los que hizo al
principio entrar en su órbita y después terminó por suplantarlos del todo. Estos,
sin embargo, sobrevivieron, al menos en parte, en las iglesias cismáticas,
monofisitas (jacobitas, coptas) y monoteletas (persa), formadas en su mayor parte
con elemento popular indígena, al paso que las iglesias ortodoxas (imperiales,
melquitas, constituidas en su mayor parte por elemento griego y helenizante) se
unían las dos estrechamente al rito de la metrópoli imperial hasta por razones
políticas.

En Antioquía, en las iglesias melquitas, la adopción del rito bizantino,


comenzada en el siglo VI con la escisión de los jacobitas y después de los
maronitas, se consumó alma 1908); id., Les origines et le dévéloppement du texte
grec de la Liturgie de St. Jean Chrysostome; Chrysostomiká (Rome 1908).
Alrededor del año 1000 en lo que concierne al calendario y el oficio. La liturgia
de Santiago, con ribetes bizantinos desde mucho tiempo, cesó completamente en
el siglo XIII. En Jerusalén, los antiguos ritos locales, apoyados en las tradiciones
de los lugares santos, neutralizaron más a la larga la influencia de
Constantinopla; la liturgia de Santiago se celebraba allí todavía en el siglo XII.
No se sabe cuándo fue sustituida por la bizantina. En Alejandría, después de la
separación definitiva de la iglesia monofisita copta de la ortodoxa legítima
(melquita), que tuvo lugar a principios del siglo VII, la liturgia local de San
Marcos, adulterada ya por numerosos elementos bizantinos, perduró hasta el fin
del siglo XII. Decayó poco después del 1203, cuando Marcos, patriarca melquita
de Alejandría, llegado a Constantinopla, y habiendo celebrado en el propio rito,
fue inducido a abandonarlo por Teodoro IV Balsamone de Antioquia,
uniformándose completamente con los ritos bizantinos.

El dominio de esta liturgia es hoy día el más vasto después de la liturgia romana.
Se extiende a casi todo el Oriente cristiano, alcanzando la iglesia cismática
(ortodoxa), separada de Roma (s.XI), así como las iglesias que quedaron en
comunión con la Sede Apostólica. Debe, sin embargo, tenerse en cuenta que en
las diversas provincias de rito bizantino (a excepción, naturalmente, de Grecia y
de las comunidades griegas de Italia y Turquía) el texto litúrgico original griego
ha sido traducido a las respectivas lenguas nacionales. Rusia y las provincias de
Servia, Bulgaria, Montenegro, Hungría (ruteno) usan el paleoslávico. Los griegos
melquitas y los ortodoxos de Palestina y de Siria, el árabe; el exarcado de Tiflis
(Georgia), el georgiano; Rumania y la Transilvania, el rumano; las provincias
bálticas de Rusia, como también sus colonias de las islas Aleutinas y Alaska, sus
propios dialectos. En conjunto, los fieles que siguen el rito bizantino ascienden a
cerca de 150 millones, de los cuales nueve millones y medio son católicos.

La Italia meridional y Sicilia fueron también en un tiempo tributarias de esta


liturgia. Es cierto que antes del siglo VIII existían algunos monasterios griegos,
los cuales, habiendo crecido notablemente en la época de la persecución
iconoclasta y de la invasión árabe en Palestina, se convirtieron en otros tantos
focos de influencia bizantina. Este lento proceso de helenización se acentuó
todavía más cuando, en el 726, León Isáurico arrebató a Roma la Italia
meridional para unirla a Constantinopla. Y cuando, dos siglos después, el
emperador Nicéforo Foca y el patriarca Polyeuctos obligaron a los obispos a
adoptar el rito griego. La orden, sin embargo, no se cumplió en todas partes ni
con prontitud ni con fidelidad. El retorno de aquellas diócesis a la liturgia latina
comenzó con los normandos en el siglo XI y prosiguió con varias alternativas
hasta el siglo XVI, época en la que se podía decir que estaba completamente
consumado. Sujetas al rito bizantino quedan todavía algunas iglesias,
pertenecientes antes a las antiguas colonias griegas (Livorno, Venecia, Ancona,
Barí, Lecce, Palermo), y cierto número de parroquias, especialmente en
Basilicata y en Calabria, constituidas en su mayor parte por emigrantes
albaneses.

La Divina Liturgia de San Juan Crisóstomo.


Dada la importancia de la liturgia bizantina, creemos oportuno describir, al
menos sumariamente, las partes principales del ritual de la misa; daremos antes
algunos datos sobre la disposición material y los objetos sagrados de las iglesias
griegas.

Consta, por regla general, de tres partes:

a) El nártex, (ο ναρθηξ) que es un vestíbulo rectangular donde antiguamente se


encerraban los catecúmenos y los penitentes durante los divinos misterios. Allí,
aun hoy día los monjes en espíritu de penitencia recitan las horas canónicas, a
excepción del oficio de la aurora (ορθος), y de las vísperas (εσπερινος). En el
nártex está la pila bautismal.

b) La nave, (ο ναος) donde se reúnen los fieles, semejante en todo a la de


nuestras iglesias.

c) El santo bema (το ιερον βημα) o santuario, en cuyo centro se levanta el altar.
El santuario se halla separado de la nave por medio del iconostasio, una especie
de verja alta decorada con preciosas imágenes (Crucifijo, la Santísima Virgen,
San Juan Bautista), que de ordinario oculta completamente el santo bema a la
vista de los fieles. El coro, es decir, los sitiales para el clero y los cantores, está
en la nave, inmediatamente delante del iconostasio. En el iconostasio se abren
tres puertas. La del medio, llamada porta speciosa, conduce delante del altar; de
las otras dos, la de la derecha, la puerta septentrional, da a un pequeño altar
lateral en el santuario, donde se visten los ministros con los ornamentos sagrados;
la otra, la puerta meridional, da a la prótesis (προσπομιδη) o sea a la mesa donde
se preparan las oblatas para el sacrificio.

El altar, sin gradas, se halla cubierto con dos manteles; lleva siempre el crucifijo
y los libros de los Evangelios. En cuanto al tabernáculo, algunas iglesias lo tienen
sobre el altar, según el uso latino; otras, en una custodia abierta en el muro del
ábside; otras, en una caja de madera dorada o de plata en forma de paloma
suspendida con una cadena sobre el altar. Los vasos sagrados, durante la misa,
están colocados sobre el iletón (ειλητον), un pedazo de tela cuadrado que
corresponde a nuestro corporal. Cuando el altar está consagrado, el iletón se pone
sobre un paño del mismo tamaño, llamado antimensio, que lleva cosidas en un
saquito reliquias de santos. El cáliz usado por los griegos es semejante al nuestro:
solamente la patena (disco) es mayor y sin fondo. Los griegos usan también el
asterisco (αστερισπος), constituido por dos semicírculos, que se coloca sobre la
patena con el fin de que el velo no toque las santas especies; la santa
lanza (λογχη), pequeño cuchillo con el que el sacerdote corta el pan para el
sacrificio; la santa lábida (λαβις), cucharita con la cual se da a los fieles el
pequeño trozo de pan consagrado.

Para cubrir las oblatas, los griegos usan tres dedos: los dos menores protegen,
respectivamente, el cáliz y la patena; el tercero, más amplio, llamado aria (το
αερ), sirve para cubrir el uno y el otro. Además de las conocidas vinajeras para el
agua y el vino, poseen una tercera de metal (zeon), que contiene agua caliente
para infundirla en el cáliz antes de la comunión, reminiscencia quizá de lo que se
hacía en los países fríos para evitar que se helase el vino. Antiguamente, durante
la misa, los diáconos debían agitar en torno del altar los llamados ripidia, especie
de abanico que llevaba por ambas partes un busto de serafín con seis alas; hoy
día se lleva solamente en la procesión. En las funciones pontificales el obispo
acostumbra a bendecir al pueblo con dos pequeños candelabros simbólicos, uno
de los cuales lleva dos candelas (dicerio) y otros tres (fricerio).

Esto supuesto, he aquí el orden de la misa según la liturgia de San Juan


Crisóstomo. Comprende tres fases bien distintas:

a) La preparación de los dones (η προσπομιδη). El sacerdote y el diácono,


vestidos con los ornamentos sagrados, van al altar de la prótesis para preparar las
oblatas (prosfora) del sacrificio. La operación es muy prolija y complicada. El
sacerdote toma la hostia y señala tres veces sobre ella con la sagrada lanza una
cruz, diciendo: "En memoria del Señor Dios y nuestro salvador Jesucristo";
después, recitando en cada fragmento plegarias acomodadas, la corta por cada
parte, de forma que aisla el cuadro del medio, que lleva la impronta ICXC NIKA
= Jesus Cristo es vencedor. El sacerdote parte de nuevo este pedazo y lo coloca
sobre la pantena. Este trozo es considerado como la hostia grande y se llama el
santo Cordero. El sacerdote la señala después con la santa lanza, mientras el
diácono pone el vino y el agua en el cáliz. Corta después una partícula menor en
honor de la Madre de Dios y la pone sobre la patena, a la derecha del santo
Cordero; después corta otras nueve, en honor de nueve órdenes de santos;
después todavía una más, rogando al Señor que se acuerde de todos los obispos
ortodoxos, del propio obispo y de todo el clero que sirve; otra más por la feliz
memoria del que ha construido la iglesia, y una última por todos los hermanos
ortodoxos. También el diácono corta una partícula para conmemorar a los que él
quiere. El sacerdote inciensa después el asterisco y lo pone sobre la patena;
luego, incensados sucesivamente los tres dedos, cubre las oblatas, que inciensa a
su vez. El diácono inciensa también el altar de la prótesis, los cuatro lados de la
mesa, el santuario y toda la iglesia. Volviendo a la prótesis, se repite la
incensación y después comienza la misa.
b) Misa didáctica (εναρξις). Estando delante del iconostasio, el diácono dice:
"Bendice, Señor." Y el sacerdote: "Ahora y siempre por los siglos de los siglos."
Después el diácono comienza la gran colecta, es decir, las plegarias para toda
clase de personas; a tal invocación, el pueblo responde: Kyrie eleison.

Terminada la letanía, los cantores entonan los salmos típicos, con las tres
correspondientes antífonas. El sacerdote recita en voz baja la oración
correspondiente a cada una, mientras el diácono dice algunas invocaciones entre
una y otra, al que el coro responde: Kyrie eleison. Durante el canto de la tercera
antífona, precedidos por luces y abanicos, el celebrante y el diácono, que lleva el
libro de los Evangelios, salen de la puerta septentrional y vienen a colocarse
enfrente de la gran puerta del centro, donde el sacerdote, con la cabeza baja,
recita la oración del introito (pequeño introito). Después, el diácono, dando a
besar el evangeliario al sacerdote, lo muestra al pueblo, diciendo: La sabiduría;
¡de pie! Después entra en el santo bema ν lo coloca sobre la mesa. A este punto
es cantado por el coro el trisagio.

Siguen las lecciones. Un lector, vuelto hacia el pueblo, lee la epístola, que se
halla precedida por dos versículos tomados por regla general de los salmos,
escogidos en relación de la fiesta con la epístola que debe leerse. Después, el
coro canta tres veces el Aleluya, la vida misma de la Iglesia. Entre tanto, el
diácono toma el incensario; y bendecido el incienso por el celebrante, inciensa el
altar, el santuario y al sacerdote; después, tomado el libro de los Evangelios y
pedida la bendición, precedido de luces, se dirige al ambón y canta allá el
evangelio. Sigue después la echtenés, la larga y antigua plegaria litúrgica; el
sacerdote extiende después el iletión sobre el altar y se despide de los
catecúmenos. Aquí se termina la segunda fase de la misa.

c) La misa de los fieles. Recitadas las oraciones sobre¡os fieles, el celebrante y


el diácono dicen juntos el himno de los querubines (Monogenes, primera parte);
inciensa de nuevo el altar, el santuario, los iconos; de allí va a la mesa de la
prótesis. El sacerdote quita el gran velo y lo coloca sobre la espalda izquierda del
diácono. Coloca sobre su cabeza el disco, y llevando él mismo el cáliz, precedido
de luces y abanicos, hace el gran introito, saliendo por la puerta izquierda y
entrando por la porta speciosa. El coro, entre tanto, canta el himno querúbico
(segunda parte); llegados con las oblatas al altar, el sacerdote coloca el cáliz y el
disco sobre la mesa y lo cubre con el gran velo; el diácono continúa la plegaria
litánica (echtenés), terminada la cual se cierran las cortinas del santuario. Se
recita el credo niceno-constantinopolitano e inmediatamente después comienza la
gran plegaria consecratoria (anáfora).
La anáfora, fuera de algunos puntos más solemnes por ejemplo, la consagración,
es dicha por el sacerdote en secreto. La lectura de los dípticos, sea de vivos o de
muertos o sea la gran plegaria íntercesoria, tiene lugar después de la consagración
inmediatamente después de la epiclesis. Terminada la anáfora, todo el pueblo
recita el Pater noster con la doxología final. Después, a la reconvención del
diácono: "¡Estemos atentos!" el sacerdote levanta la sagrada Hostia diciendo:
"Las cosas santas, para los santos"; la divide después en cuatro partes, dejando
caer una en el cáliz, mientras el diácono, junto al zeon, infunde un poco de agua
fría con la señal de la cruz. Durante esta ceremonia se canta el n del día,
versículo que corresponde a nuestra comunión.

Sigue la comunión. El sacerdote deposita en la mano del diácono la parte de la


Hostia; parte otra para sí, y entre ambos comulgan. Toma después el cáliz y bebe
tres sorbos; después, secados los labios y la orla del cáliz con la sagrada esponja,
se lo da al diácono, que bebe de él a su vez. Se abren entonces las cortinas de
la porta speciosa. El diácono, con el cáliz en la mano, desde la puerta lo muestra
al pueblo diciendo: "Acercaos con temor de Dios, con fe y caridad." Comulgan
entonces los fieles, estando de pie y recibiendo en su lengua, y por medio de la
santa lábida, un pedacito de pan consagrado, mojado en la preciosísima sangre.
Durante este tiempo, el coro canta un himno (tropario).

Distribuida la comunión, el celebrante y el diácono vuelven a la prótesis, y,


colocados allá el cáliz y el vino, recitan, alternándose con el coro, las plegarias en
acción de gracias Se reparte, por último, el antídorón (eulogía), y con la
bendición del sacerdote, la liturgia ha terminado. Toda la función no dura menos
de dos horas.

Las iglesias orientales tienen, por regla general, un solo altar, y una ley
disciplinar muy antigua prescribe que no se puede celebrar diariamente sobre
cada altar más de una liturgia. Para facilitar, pues, a los sacerdotes el poder
celebrar en un mismo día, se introdujo desde la antigüedad el uso de la
concelebración. Se practica así: los diversos sacerdotes, revestidos con
ornamentos sagrados, van juntos al altar. Uno de ellos, el de mayor dignidad,
hace de primer celebrante, y los otros ejercen una parte secundaria. El realiza los
diversos actos litúrgicos; los otros, sin embargo, recitan con él todas las plegarías
en voz baja. La conclusión de estas oraciones es dicha por turno por cada uno de
los celebrantes. Todos juntos pronuncian en alta voz las palabras de la
consagración. En la fracción del pan, el celebrante principal hace tantas partes
cuantos son los co-celebrantes, y todos comulgan del mismo cáliz. La
concelebración está permitida en todos los días del año aun para las simples
liturgias privadas.
En cuanto al ritual de los sacramentos en rito bizantino, el bautismo se administra
siempre por inmersión, después de una unción general del cuerpo del bautizante
con la fórmula: "El siervo de Dios N. es bautizado en el nombre del Padre, amén;
del Hijo, amén, y del Espíritu Santo, amén." La confirmación se administra
inmediatamente después del bautismo y la confiere el sacerdote con el crisma.
diciendo: "El sello del don del Espíritu Santo." La comunión se recibe de
ordinario cuatro veces al año: en Navidad, Pascua, Pentecostés y en la fiesta de la
Asunción (15 de agosto); sin embargo, la santísima eucaristía, que se conserva
para utilidad de los enfermos en el artoforion, no es objeto de especial
veneración, como en Occidente. El uso de la confesión es también raro durante el
año. No existiendo confesionarios, el penitente se pone de rodillas delante del
sacerdote, que está ante el iconostasio. Las ordenaciones se confieren mediante la
imposición de las manos. La unción de los enfermos exige, cuando es posible, la
intervención de siete sacerdotes, los cuales ungen sucesivamente al enferme con
el óleo bendecido, mezclado con vino.

El Rito Armeno.

El Evangelio fue traído a Armenia de la Capadocia; baste recordar cómo San


Gregorio el Iluminador (+ 250), que fue su apóstol, vino de Cesárea. La primitiva
liturgia armenia debía de tener por esto una fisonomía capadocia. Pero bien
pronto, desde los primeros años del siglo V, sufrió importantes modificaciones en
sentido bizantino, especialmente por obra de Isaac el Grande y de San Mesrop, el
inventor del alfabeto armenio. La separación cíe la iglesia armenia de
Constantinopla y de Roma comenzó con la condenación del monofisismo en el
concilio de Calcedonia (451), que los ármenos, acérrimos antinestoríanos,
creyeron que se había hecho en favor de Nestorio. Todavía dura esta separación;
pero en el siglo XVII, un fuerte grupo tornó a la comunión católica. Hoy día lo
forman los armeinos unidos, esparcidos principalmente en Turquía y en Galitzia.

Las fuentes de la liturgia armena son:

a) La Disciplina eclesiástica, de Isaac el Grande (+ cerca del 439), cuyos


cánones, sin embargo, contienen interpolaciones posteriores

b) Las homilías de Mesrop (+ 441), falsamente atribuidas a San Gregorio


Iluminador.

c) Los cánones de Vagharsapat (425), de Juan Mandakuni (+ 487), del sínodo de


Dwin (524), de Isaac III (+ 702) y otros.

d) Un comentario sobre la Misa de Cosroe, un escritor armenio del siglo X.


En cuanto a los textos, los ármenos, lo mismo católicos que cismáticos, usan
invariablemente una sola liturgia, atribuida a San Atanasio. En los códices, sin
embargo, se contienen otras diez, hoy día caídas en desuso, y traducciones, por lo
demás, del griego y del siríaco. El Ritual armenio fue publicado hace poco por
Conybeare-MacLean y una de Ter Mikaélian.

El rito armenio adoptó hacia el siglo XIV algunos elementos romanos; por
ejemplo, el Evangelio de San Juan al final de la misa. Esto se debió a la
influencia de los misioneros occidentales; además, él solo, entre todas las
liturgias, no admitió el uso del agua en el cáliz.

El tipo alejandrino.

El Tipo Copto-Egipcio y Etíope.

Los comienzos de la Iglesia en Egipto se remontan con toda certeza a San


Marcos, por lo cual no tenemos referencias sobre la liturgia primitiva de
Alejandría. Solamente puede decirse esto: que si San Marcos, según una
antiquísima tradición, no sólo fue discípulo, sino también, como advierte Ireneo,
intérprete de San Pedro, y en su Evangelio, quae a Petra nuntiata erant, per
scripta nobis tradidit, los ritos de la iglesia alejandrina debieron de tener una
singular afinidad con los de Roma.

Las primeras noticias ciertas sobre las particularidades litúrgicas de Egipto


aparecen en los escritores del siglo IV, San Atanasio, Macario, Dídimo, Timoteo,
y, mejor todavía, en los del siglo V, Teófilo, Sinesio de Cirene, Isidoro Pelusiota,
San Cirilo Alejandrino, Dionisio el Pseudo Areopagita, Sócrates, Sozomeno, en
la llamada Ordenanza eclesiástica egipcia. Por ello puede verse cómo Egipto,
antes del cisma monofisita, poseía una liturgia común en griego, la lengua de las
clases más cultas del país. Pero después de la condenación del patriarca
Dióscoro, en el concilio de Calcedonia (451) y el decreto del mismo concilio
(can.28) que quitaba a Alejandría la preponderancia, después de Roma, para darla
a Constantinopla, las iglesias disidentes constituidas principalmente por la masa
del pueblo indígena (coptos), explotando la diferencia de fe con fines de
independencia política, tradujeron gradualmente la antigua liturgia griega a su
idioma nacional copio, mientras la iglesia ortodoxa melquita, sostenida por el
mundo oficial bizantino, la conservaba en el idioma original. De aquí la
coexistencia de dos liturgias, en griego y en copto.

Los textos litúrgicos griegos son:


a) El papiro de Deir-Belizeh, descubierto el año 1907 junto a Asint (Alto
Egipto). Contiene una plegaria litánica, fórmula de símbolo muy semejante a la
romana, y un fragmento de anáfora, notable porque pone la epiclesis antes de las
palabras de la institución. El papiro es del siglo VII, pero el texto puede
remontarse a los siglos III-IV.

b) El papiro de Estrasburgo. Son seis fragmentos de la gran intercesión según el


texto de la anáfora alejandrina llamada de San Marcos. El papiro, a juicio de los
editores M. Andrieu y P. Collomp, pertenece a Jos siglos III-IV.

c) El Eucologio, de Serapión, descubierto en el monasterio del monte Athos por


Dmitrijewsky en el año 1894. Es una colección de treinta oraciones relacionadas
con la liturgia eucarística (1-6), el bautismo (7-11), el orden (12-14), la bendición
de los óleos (15-17), los funerales (18) y el oficio dominical (19-30). El texto
más importante es una anáfora titulada Plegaria de la oblación de Serapión
obispo, donde se invoca el Verbo de Dios, en lugar del Espíritu Santo, en la
epiclesis que sigue a las palabras de la institución. No está muy claro que todas
las oraciones del Eucologio sean obra de Serapión, que fue obispo de Thmuis
(Egipto) y amigo de San Atanasio; de todos modos, no parece sean posteriores a
la mital del siglo IV.

d) La liturgia de San Marcos. El texto actual ha sufrido importantes


modificaciones bizantinas; pero en cuanto a la substancia, puede remontarse a los
siglos III-IV. Quizá el mismo San Cirilo Alejandrino fue no sólo su ordenador,
sino también su autor. Como dijimos, estuvo en desuso en el siglo XIII,
suplantada por la liturgia de Constantinopla.

e) Algunos breves fragmentos de plegarias escritas sobre papiros o cortezas


(ostrala) descubiertos en estos últimos tiempos.

Los textos litúrgicos coptos:

Son tres liturgias atribuidas a San Cirilo, San Gregorio Nacianceno y San
Basilio. Están traducidas del griego y no se diferencian entre sí más que por la
anáfora. La más antigua es la de San Cirilo, calcada sobre la anáfora griega de
San Marcos; más ordinariamente, los coptos, tanto cismáticos como ortodoxos,
usan la de San Basilio. Estas liturgias coptas, salvo algunas adiciones,
representan, mucho mejor que el texto griego de San Marcos, el antiguo rito
egipcio. El antifonario (Difnar) lo publicó en copto (sin traducción) De Lacy
O’Leary.
Características de este rito son: cuatro lecturas en la misa; el trisagio, cantado
inmediatamente antes del evangelio; la gran intercesión con los dípticos de vivos
y de muertos, inserta en el prefacio y, por esto, bastante antes de la consagración,
y la falta del Benedictas y del Sanctus.

La iglesia de Etiopía, fundada y organizada entre el siglo IV y el V, siguió


siempre la suerte de la iglesia monofisita de Egipto. La liturgia normal de los
abisinios es titulada de los doce apóstoles, pero en realidad es una recensión en
lengua etíope de la liturgia copta de San Cirilo. Existen además unas quince
anáforas de recambio y algunos fragmentos editados por Hyvernat y por Mercer.

3. Las Liturgias Occidentales.


El Tipo Galicano.

Los Orígenes.

La existencia en el Occidente latino de un rito litúrgico distinto del de Roma


encuentra las primeras alusiones hacia el fin del siglo IV y aparece claramente
por vez primera en una carta escrita el 19 de marzo del 416 por el papa Inocencio
I a Decencio, obispo de Gubbio, en Umbría. Este había pedido parecer al Papa,
su metropolitano, sobre algunas particularidades litúrgicas y disciplinares —
como el beso de paz y la recitación de los nombres puestos antes del canon, la
prohibición del ayuno en el sábado, etc. — introducidas recientemente en su
diócesis; particularidades propias del rito que más tarde se llamaría galicano y
que ejerció durante varios siglos un vastísimo dominio, desde Irlanda hasta la
Galia, España e Italia del Norte, llegando casi a las mismas puertas de Roma.

Dónde y cómo nació este rito? Esta cuestión es de las más arduas de la historia
litúrgica y no se le ha dado todavía una solución definitiva. De todos modos, tres
son las hipótesis insinuadas por los historiadores, que llamaremos,
respectivamente, efesina, milanesa y romana.

a) La hipótesis efesina, la más antigua de todas, propuesta antes por Lebrun y
más recientemente por un grupo de escritores ingleses, ve en la liturgia galicana
una filiación directa de la liturgia que estaba en uso en el Asia Menor, y
especialmente en Efeso, importada a las Galias después de la mitad del siglo II
por los fundadores de la iglesia de Lyón.
En dicha época existieron, ciertamente, estrechas y frecuentes relaciones entre las
comunidades asiáticas y las Galias, Lyón sobre todo; prueba de esto es el origen
efesino de San Fotino y San Ireneo, obispos de esta ciudad, y la famosa carta de
las iglesias de Viena y Lyón a las de Asia y Frigia que nos ha conservado
Eusebio. Pero, como ha observado muy bien Duchesne, el rito galicano está muy
elaborado y, al mismo tiempo, demasiado bien definido para considerarlo como
una creación del siglo II. Además, en esta época, Lyón era más bien un foco de
romanismo que de orientalismo; baste recordar la gran cuestión de la Pascua, en
la cual se encontró de acuerdo con Roma y en completo desacuerdo con Efeso.

b) Descartada Lyón, propuso Duchesne como punto de concentración y de


irradiación de los ritos galicanos la ciudad de Milán Es sabido cómo hacia fines
del siglo IV y a forma que prevaleció en la Italia meridional y en África, pero que
no llegó a penetrar en Italia del Norte y mucho menos en las iglesias transalpinas,
en virtud de la cual modificó no pocos de sus ritos más antiguos. Además, las
investigaciones históricas confirman cada vez más lo que afirmaba ya el papa
Inocencio al obispo de Gubbio: que la evangelización de las iglesias de
Occidente partió de Roma; era, pues, natural que de la iglesia madre recibieran
también la liturgia. Si, por lo demás, los ritos galicanos poseen indudablemente
puntos de contacto con los de Oriente, es preciso, sin embargo, advertir que en
muchos otros puntos se diferencian muchísimo, como, por ejemplo, en la gran
variedad de formas eucológicas de la misa y en el comienzo de la importantísima
plegaria que contiene las palabras de la consagración.

El punto débil de esta tercera hipótesis está en la supuesta reforma que


transformó radicalmente la antigua liturgia romana. Si la reforma se verificó en
realidad, es muy extraño que un hecho tan importante no haya dejado ningún
rastro en la historia, porque se trata del cambio no de un rito cualquiera, sino de
todo un complejo de ritos litúrgicos relativos a la misa, al bautismo, a las
ordenaciones, y de observancias disciplinares relacionadas con el ayuno, la
penitencia y el ciclo festivo; en suma, se trata de una verdadera y
propia consuctudo ecclesiae. No es cuestión, por lo tanto, de insistir sobre una
hipotética reforma litúrgica en Roma.

Los liturgistas modernos, por el contrario, y nosotros con ellos, al adoptar esta
tercera sentencia proponen de un modo diverso sus pruebas. Es cierto que la
liturgia originaria de los países transalpinos y cisalpinos fue importada de Roma
junto con el Evangelio. En la base, por lo tanto, de las llamadas liturgias
galicanas existe un substracto fundamental común con la liturgia romana,
derivado de ella y resto lejano del núcleo litúrgico primitivo. Desde este punto de
vista podían muy bien pertenecer al tipo romano y llamarse, como hace Dix,
otros tantos dialectos de la liturgia de Roma. Pero no puede a la vez negarse que
en, en determinadas épocas, España, las Calías y Milán brindan un complejo de
observacionecs rituales, concordes del todo con las iglesias orientales — sobre
todo con la de Antioquía — y totalmente distintas de la de Roma.

Así, pues, queriendo dar razón de tal fenómeno — y éste decimos nosotros que se
presenta corno un hecho tan complejo, que no puede darse una explicación única
para todos íos cambios. Estos no pudieron venir ni todos de un golpe ni todos de
un mismo autor o de un mismo centro de irradiación.

Diversas son, en efecto, las causas que pudieron haber conducido a una lenta y
gradual infiltración de ritos greco-orientales en las liturgias galicanas, que
vinieron a alterar su fisonomía original romana. Esto fue obra de varios obispos
de nacionalidad griega que gobernaron importantes iglesias de Italia, como Milán
y Rávena, antes de la mitad del siglo IV, y de no pocos obispos arríanos
orientales, que se infiltraron en Occidente con su clero, especialmente durante el
dominio bizantino; las peregrinaciones a Tierra Santa, muy frecuentes en los
siglos VI y VII; el influjo de la larga estancia en Oriente de obispos católicos
occidentales; la dominación de los bárbaros ostrogodos, convertidos en Oriente
en su mayor parte al arrianismo, hecho que se dejó sentir en Occidente en la
época en que surgieron las diferencias litúrgicas llamadas galicanas; la influencia
de los monasterios fundados por Casiano (+ 435), discípulo de San Juan
Crisóstomo, que llegó a Marsella el año 415 con todo el bagaje de los ritos
monásticos y litúrgicos orientales, rites que pasaron fácilmente de Marsella y
Lerins a Arles con San Honorato (+ 429) y a Lyón con San Euquerio (+ 455)
monjes los dos de los monasterios de Lerins.

Especialmente en Milán, es cierto que en el tiempo de San Ambrosio su iglesia


seguía substancialmente el rito de Roma. El mismo la afirma expresamente, y es
prueba de ello el hecho, de una importancia capital, pasado por alto por
Duchesne, de que el santo obispo, en su obra De Sacramentis, cita como anáfora
de uso milanés gran parte del arcaico canon romano. Solamente más tarde,
durante los siglos VI y VII, la iglesia de Milán debió de importar no pocos
elementos bizantinos; sobre todo cuando, ausentes sus obispos n durante casi
ochenta años, sacerdotes y monjes, huidos del Oriente por las persecuciones
persas e islámicas, se refugiaron en la tierra lombarda y se encontraron de hecho
constituidos en jefes de la iglesia de Milán y ordenadores de su vida litúrgica.
Con todo esto, Milán, a diferencia de las liturgias del otro lado de los Alpes, se
mantuvo siempre fiel al sistema anaforal de Roma.

Si además se tiene en cuenta la situación Histórica de los siglos V-VIII, se


comprende fácilmente cómo en la convulsión universal de Europa provocada por
las invasiones de los bárbaros es de todo punto improbable derivar de una sola
sede, por importante que fuera, la irradiación de un complejo tan amplio de ritos
litúrgicos como son los galicanos. Milán había perdido entonces gran parte de la
supremacía política y eclesiástica de otros tiempos, mientras Aquileya, puerta del
Ilírico; Rávena, sede de los exarcas; Pavía, capital de les lombardos; Arles, Lyón,
Toledo, habían acrecentado su poderío y eran capaces de transmitir este o aquel
rito, transplantado después a otras regiones, donde pudo desenvolverse con gran
variedad según el genio de los diferentes pueblos. En las Galias, por ejemplo, y
en España, el amor a la novedad y a la pompa literaria era sentido mucho más
que en Milán y en Roma.

Finalmente, no debemos creer que todos los ritos galicanos hayan nacido o hayan
sido importados al mismo tiempo. Faltando manuscritos litúrgicos
verdaderamente antiguos, c quién puede decir con seguridad qué fórmula o qué
ceremonia pertenezca más bien al siglo V que al VI o al VII? Una exposición
bastante ordenada de los ritos galicanos merovingios se encuentra por vez
primera en las cartas atribuidas a San Germán (+ 576); pero éstas, como dijimos,
fueron escritas hacia finales del siglo VII.

Por último, no debe insistirse demasiado en la tenacidad romana. En el siglo


II, como atestigua San Justino, el beso de paz se daba antes del ofertorio; después
desapareció de tal forma, que Inocencio I, dos siglos después, no dudó en llamar
"tradición apostólica" al uso sostenido de cambiarlo antes de la comunión.
Dígase lo mismo de otros muchos ritos, algunos de los cuales provinieron del
Oriente.

Concluyendo: las liturgias galicanas son un producto del intercambio sociológico


de los valores, ceremonias y ritos regionales influenciado por la cultura litúrgica
del Asia menor.La Galia, España, los países del Norte y, en parte, también la
Italia superior, abandonadas las auténticas tradiciones litúrgicas latinas por haber
estado prácticamente sin un contacto regular con Roma y expuestas a los influjos
de la civilización bizantina, predominante en Occidente, elaboraron
distintamente, según la índole de los respectivos pueblos, un complejo de
elementos romanos, indígenas y greco-orientales, que condujeron poco a poco a
la formación de las llamadas liturgias galicanas.

Este trabajo de consolidación y difusión, comenzado desde el siglo V, puede


decirse que quedó completado a finales del siglo VII.

El Rito Galicano.

Fuentes y textos. Las fuentes principales son:


a) La carta de Inocencio I a Decencio, obispo de Gubbio, escrita en el año 416.

b) Las tres homilías de Fausto, obispo de Rietz, en Provenza (+ 485), sobre el


símbolo.

c) Las obras de San Cesáreo, obispo de Arles (+ 543), muy ricas en datos


litúrgicos.

d) La Regula ad monachos et ad virgines, de Aureliano de Arles (+ 553).

e) La Expositio brevis antiquae liturgiae gallicanae, en dos cartas falsamente


atribuidas a San Germán de París (+ 576). Se ha probado, sin embargo, que son
un pequeño tratado anónimo de finales del siglo VII, en el cual se halla descrita
no la verdadera misa galicana, sino la misa local de una iglesia de la Borgoña,
quizá de Autun. Tienen, por lo tanto, un valor relativo.

f) La obra De cursibus ecclesiasticis, de San Gregorio de Tours (+ 594). Es un


manual litúrgico que contiene una instrucción para determinar el orden de
sucesión de los oficios o lecciones eclesiásticos (cursus ecclesiastici), de la
situación y, especialmente, de la aparición de las constelaciones más importantes.

g) La Expositio symboli, de Venancio Fortunato, y muchas de sus obras poéticas.

Los textos litúrgicos principales conocidos son:

a) El Missale gothicum, de principios del siglo VIII, escrito, como opina


Duchesne, para uso de la iglesia de Autun. Junto con las fórmulas galicanas
contiene algún elemento romano, como una Missa quotidiana romana, mutilada
al final.

b) El Missale gallicanum vetus, escrito para la iglesia de Auxerre. Como el


anterior, contiene este sacramentarlo diversas fórmulas romanas. Puede
remontarse a finales del siglo VII y es muy fragmentario.

c) Las Misas, de Mone. F. J. Mone publicó en 1850 una colección de once misas
galicanas, sacadas de un palimpsesto de Reichenau de la primera mitad del siglo
VII. El manuscrito, por una nota puesta al margen, pertenece a Juan II, obispo de
Constanza (760-781). Se trata, según Wilmart, de un libellus missarum que
contiene solamente siete misas, de carácter escuetamente galicano, sin mezcla
alguna de elementos romanos; cada misa tiene dos contestaciones (prefacios), a
elección del celebrante. Es notable también una misa compuesta toda ella en
exámetros.
d) Los fragmentos de Peyron, Mai y Bunsen, los dos primeros de los cuales
fueron hallados en la Ambrosiana de Milán y el tercero en San Galo, y algunos
otros recientemente descubiertos.

e) El Leccionario de Luxeuil, del siglo VII, que contiene las tres lecciones
(profética, epístola, evangelio) de cada misa del año litúrgico, comenzando por la
Navidad. Es completamente galicano y, según Morin, debía pertenecer a la
iglesia de París. Va unido a este otro vetusto leccionario galicano de los siglos V-
VI, que A. Dold lo ha descifrado pacientemente de un palimpsesto de
Wolfenbvttler. Como el de Luxeuil, contiene una triple lectura para cada
circunstancia litúrgica; más todavía: pone también la indicación del salmo
(gradual) que corresponde cantar.

f) El Benediccionario de Autún-Freising (siglos VIII-IX), conservado en


Monaco, que contiene las fórmulas con las que el obispo, y alguna vez el
sacerdote, daba la bendición antes de la comunión a los fieles según el rito
galicano.

g) El Ordo de Angilberto, abad de San Riquier (+ 614), que contiene


especialmente la Semana Santa y las rogativas; fue editado por E. Bishop.

h) El Misal de Bobbio. Pongamos por último este texto en la serie de los textos
galicanos, aunque no todos lo consideren como tal, dado su carácter singular de
ser una fusión muy mal hecha de elementos galicanos y romanos. Comienza, por
ejemplo, con una missa romensis cotidiana, cuyo orden es completamente
galicano hasta el prefacio (colecta, oratio post nomina, ad pacem, etc.); al
prefacio, sin embargo, sucede el canon romano con las partes, se entiende,
relativas a los dípticos, que vienen así a aparecer dos veces en la misa. El misal,
que no es, como los anteriores, un simple sacramentario, sino que recoge textos
de diversas clases, proviene de Bobbio y se remonta, según la opinión más
común, al siglo VII.

La Misa Galicana del Siglo VI.

Para dar una idea clara de la misa, como debía celebrarse en las iglesias filiales
del rito galicano durante el período que va del siglo VI al VIII, damos a
continuación una detallada descripción de ella, sirviéndonos de los libros
litúrgicos antes mencionados e insertando debidamente ejemplos de algunos
textos para conocer mejor el estilo prolijo, oratorio, de los formularios galicanos,
en neto contraste con la sobria concisión romana.

La misa comenzaba con un preámbulo imponente de cánticos.


Mientras el obispo con su clero hacía la entrada en el altar, se ejecutaba una
antífona salmódica, seguida del Gloria Patri, análoga al introito del rito romano.
En Milán se llamaba ingressa, y en Toledo, en el rito mozárabe, officlum. He
aquí el offídum de la noche de Navidad: Allelluia! Benedictus qui venit, allelluia,
in nomine Domini. Allelluia! Allelluia! Y Deus Dominus et ílluxit nobis." In
nomine Domini. y Gloria et honor Patri et Filio et Spiritui Sancto in saecula
saeculorum. Amen. Y In nomine Domini.

Después del saludo del obispo, Dominus sit semper vobiscum, al que respondía el
pueblo Et cum spiritu tuo, seguía el trisagio en griego y en latín. Esta práctica no
debía de ser muy antigua, porque el concilio de Vaison (529) recomendó que se
introdujese en todas las misas. Después, tres niños cantaban al unísono el Kyrie
eleison, seguido del cántico Benedictus a dos coros. Una collectio post
prophetiam terminaba esta parte introductoria. Pongamos, por ejemplo, la de la
fiesta de la Circuncisión, advirtiendo que, según el rito galicano, la colecta era
precedida por una alocución a los fieles, llamada en aquellos libros
litúrgicos praefatio.

Praefatio Missae. — Christo Domino nostro, qui pro nobis dignatus est.carne
nasci, lege circumcidi, flumine baptizari, in hac octava nativitatis eius die, qua in
se circumcisionis sacramentum secundum praecepti veteris formara agí
voluit,.fratres carissimi, humiliter depraece.mur ut intra Ecclesiae uterum nos
vivantes quotidie recreatione parturiat. quosque in nobis sua forma, in qua
perfecte aetatis plenitudinem teneamus, appareat. Cordis nostri preputia, quae
gentilibus vitiis excreberunt} non ferro sed spiritu circumcidat; doñee carnali
incremento, facinoribus amputatis, hoc solum in natura nostra faciat vivere; quod
sibi et serviré yaleat et placeré. Quod ipse praestare dignetur qui fum Patre et
Spiritu Sancto vivit et regnat.

Collectio Sequitur. — Sánete, omnipotens, aeterne Deus, tu nos convertens


vivifica; quos error gentilitatis involvit, agnitionis tuae munus absolvat; ut acúleo
mortis extincto, aeternis vivificemur oraculis; ut sicut per mfirmitatem carnis
servivimus iniustitiae et iniquitati ita mine, liberati a peccatis, serviamus iustitiae
in sanctificatione. Per Dominum nostrum lesum Christum Filium tuum.

Venían después las lecturas en número de tres: la primera, del Antiguo


Testamento; la segunda, de las epístolas de los apóstoles, reemplazadas en las
fiestas de los santos por la narración de su vida y seguida per el canto intercalado
del Benedicite omnia opera Domini, el cántico de los tres jóvenes en el horno y
el responsorio gradual; la tercera lectura, la del evangelio, era mucho más
solemne: una procesión con siete cirios llevaba el libro santo hasta el ambón,
mientras repetía el coro otra vez el trisagio. Leído el evangelio, volvía la
procesión al altar. En este momento el obispo predicaba la homilía; a falta de él
podían predicar los sacerdotes, y si llegaban a faltar éstos, se autorizaba a un
diácono para leer algún sermón de los Santos Padres. Después del sermón venía
la plegaria litánica, entonada por el diácono y contestada por el pueblo.

Los libros merovingios no nos han conservauo el texto; pero conocemos la del
misa en irlandés de Stowe (siglos VII-VIII), colocada, sin embargo, entre la
epístola y el evangelio, clara traducción de una antigua letanía diaconal. He aquí
una prueba:

Dicamus omnes: "Domine, exaudí et miserere, Domine, miserere" ex toto corde


et ex tota mente. Qui respicis super terram et facis eam tremeré. — Oramus te,
Domine, exaudí et miserere. Pro altissima pace et tranquillitate temporum
nostrorum. pro sancta Ecclesia catholica quae a finibus usque ad términos orbis
terrae. — Oramus... Pro pastore nostro episcopo, et ómnibus episcopis, et
presbyteris, et diaconis, et omni clero. — Oramus... Pro hoc loco et ómnibus
inhabitantibus in eo, pro piissimis imperatoribus et omni romano exercitu. —
Oramus... Christianum et pacificum nobis finem concedí a Domino precemur. —
Praesta, Domine; praésta...

La letanía diaconal se terminaba con una oración que en el misal gótico lleva el
nombre de collectio post precem. He aquí la de la fiesta de Navidad: Exaudí,
Domine, familiam tibí dicatam et in tuae Ecclesiae gremio in hac hodierna
solemnitate nativitatis tuae congregatam, ut laudes tuas exponat. Tribue captivis
redemptionem, caecis visum, peccantibus remissionem, quia tu venisti ut salvos
facías nos. Aspice de cáelo sancto tuo; et illumina populum tuum quorum animus
in te plena devotione confidit, Salvator mundi. Qui vivís... En este momento se
reunían los paganos, los catecúmenos y los penitentes. La presencia de estos
últimos, según la costumbre bizantina, era tolerada hasta después de la letanía,
mientras en el rito latino los despedía antes.

La misa de los fieles no comenzaba con la ofrenda de los dones, hecha por el
pueblo como en el rito romano. Las oblatas se preparaban con antelación y el
diácono las llevaba solemnemente al altar, teniendo el pan encerrado en una caja
turriforme, el vino en un cáliz y todo cubierto por un precioso velo. Mientras lo
transportaba, se cantaba el Sonus, un canto análogo al Cherubicon bizantino.
Colocadas las oblatas sobre el altar y depositada un poco de agua en el vino, se
volvía a cubrir todo con un gran velo al canto de las laudes, que consistía en un
triple Alleluia. El sacerdote rezaba al mismo tiempo una plegaria análoga
llamada praefatio.
Terminado el ofertorio, se leían los dípticos, los de vivos y los de difuntos. Una
prueba de ello nos da la siguiente fórmula de la liturgia mozárabe: Offerunt Deo
oblationem sacerdotes nostri (es decir, los obispos de España), papa Romensis et
reliqui, pro se et omni clero ac plebibus ecclesiae sibimet consignatis vel pro
universa fraternitate. Item offerunt universi presbyteri, diaconi, clerici ac populi
circumstantes, in honorem sanctorum, pro se et pro suis. Offerunt pro se et pro
universa fraternitate. Pacientes commemorationem beatissimorum apostolorum et
martyrum, gloriosae sanctae Mariae Virginis, Zachariae, loannis, Infantum, PetrL
Pauli, loannis, lacobi, Andreae, Philippi, Thomae, Bartholomaei, Matthaei,
lacobi, Simonis et ludae, Matthiae, Marci et Lucae. Et omnium martyrum. ítem
pro spiritibus pausantium. Hilarii, Athanasii, Martini, Ambrosii, Augustini,
Fulgentii, Leandri, Isidori, etc. R Et omnium pausantium.

Terminada la lectura de los dípticos, el sacerdote añadía una oración, llamada


exactamente collectio frost nomina. Como ejemplo podemos traer la de Navidad:
Suscipe, quaesumus, Domine lesu omnipotens Deus sacrificium laudis oblatum
quod pro tua hodierna incarnatione a nobis offertur; et per eum sic propitiatus
adesto; ut superstitibus vitam, defunctis réquiem tribuas sempiternam. Nomina
quorum sunt recitatione complexa, scribi iubeas in aeternitate, pro quibus
apparuisti in carne, Salvator mundi, qui cum coaeterno Patre vivís et regnas.

Todos después se daban el beso de paz, mientras el sacerdote recitaba una


plegaria análoga, la collectio post pacem. Omnipotens aeterne Deus, qui hunc
diem incarnationis tuae et partum B. M. Virginis consecrasti; quique discordiam
vetustam per transgresionem ligni veteris cum Angelis et hominibus per
incarnationis mysterium, lapis angularis, iunxisti, da familiae tuae in hac
celebritate laetitiae; ut qui, te consortem in carnis propin quítate laetantur, ad
summorum civium unitatem. super quos corpus evexisti, perducantur; et
semetipsos per externa complexa iungantur, ut iurgii non pateat interruptio; qui,
auctore, gaudent in sua natura per carnis venisse contubernium, quod ipse
praestare digneris, qui cum Patre...

La plegaria consecratoria comenzaba con el diálogo tradicional Sursum corda... y


continuaba con una larga fórmula equivalente a nuestro prefacio; en los libros
galicanos se llamaba immolatio o contestatio, y en España, Ulano. He aquí
la imrriolatio del misal gótico para la fiesta de la Circuncisión: Veré aequum et
iustum est; nos tibí gratias agere, teque benedicere, in omni tempore, omnipotens
aeterne Deus, quia in te vivimus, movemur et sumus; nullumque momentum est
quo a beneficiis pietatis tuae vacuum transagamus. His autem diebus. quos variis
solemnitatum causis, salutarium nobis operum tuorum et munerum memoriam
signavit, vel innovante laetitia praeteriti gaudii, vel permanentis boni tempus
agnoscimus. Et propterea exultamus uberius, quia in recens gaudium de
venerabilis gratiae recordatione revivimus.... Per quem maiestatem tuam laudant
Angelí, etc.

Seguía a la immolatio el canto del Sanctus, como en todas las liturgias. Después


del Sanctus, el sacerdote recitaba una breve fórmula de transición, que servía
para unirlo con el relato de la consagración, llamada por esto post Sanctus. He
aquí el de la Circuncisión: Veré sanctus, veré benedictus Dominus noster lesus
Christus Filius tuus, qui venit quaerere et salvum faceré quod perierat. Ipse enim,
pridie quam pateretur...

Los libros merovingios no traen el texto de las fórmulas consecratorias, que el


sacerdote debía saberlo de memoria; los ambrosianos, sin embargo, y los
mozárabes lo concluyen con una alusión a la segunda venida de Cristo, según el
conocido pasaje de San Pablo (1 Cor. 11:26), que es característico por su
analogía con las liturgias orientales.

A la doble consagración y a la anamnesis sigue otra fórmula, siempre variable,


llamada post pridie, post secreta, en la cual se desarrolla la idea de la
conmemoración del Señor y la de la transformación eucarística en virtud del
Espíritu Santo (epiclesis). La de la Circuncisión nos ofrece un interesante
modelo: Haec nos Domine, instituta et praecepta retinentes, suppliciter oramus;
uti hoc sacrificium suscipere et benedicere et sanctificare digneris; ut fíat nobis
Eucharistia legitima in tuo Filioque tui nomine et Spiritus Sancti, in
transformatione corporis ac sanguinis Domini Dei nostri lesu Christi unigeniti
tui. Per quem omnia creas, creata benedicis, benedicta benedicas et sanctificata
largiris, Deus, qui in Trinitate perfecta vivís et regnas in saecula saeculorum.
Amen.

La fracción del pan, que venía inmediatamente, revistió para algunos una
complejidad que resultaba supersticiosa. Ciertos sacerdotes, en efecto, disponían
las partículas en la patena de forma que venían a formar casi una figura humana.
Desde el 558, Pelagio I, en una carta a San Pablo, obispo de Arles, había ya
canonizado esta práctica; pero en el 567, el concilio de Tours la condenó
formalmente y ordenó disponer las partículas en forma de cruz, a excepción de la
que se depositaba en e1 cáliz. Durante esta ceremonia, que requería cierto
tiempo, cantaba el coro un canto antifonal. Terminado el canto se decía la oración
dominical, encuadrada, como en todas las liturgias, por un breve preámbulo y un
embolismo sobre el Libera nos a malo, uno y otro variables en cada misa. He
aquí dos textos de la fiesta de la Circuncisión: Ante orationem Domini.
Omnipotentem sempiternum Dominum deprecemur, ut qui in Domini nostri lesu
Christi circumcisione tribuit totius religionis initium perfectionemque constare,
det nobis in eius portione censeri in quo íotius salutis humanae summa consistit;
et orationem quam nos Dominus noster edocuit, cum fiducia dicere permittat.
Pater noster...

Post orationem Dominicam. Libera nos a malo, omnipotens Deus et praesta; ut


incisa mole facinorum, sola in nos propitiam incrementa virtutum. Per Dominum
nostrum.

El Pater lo recitaba no sólo el celebrante, sino también todo el pueblo, según el


rito griego.

Seguía después el rito de la commixtio, con el que se depositaban en el cáliz una


o más partículas consagradas.

En este momento, como preparación a la comunión, a fin de que el misterio de


bendición sea recibido en un cáliz bendecido, el obispo impartía a los presentes la
bendición, después que el diácono los había invitado a inclinarse: Humíllate vos
benedictioni. Las fórmulas usadas por el obispo eran muy prolijas y divididas en
diversos incisos, a cada uno de los cuales contestaban los fieles: Amen. He aquí
la de la fiesta de la Circuncisión: Deus, rerum omnium Rector et Conditor, qui
omnia qrie a te facta sunt maiestate imples, scientia ordinas, pietatei Amen.
Respicere dignare hos popules tuos, qui per nostri benedictionum tuarum dona
desiderant. Amen. Reple eos tuae scientia voluntatis, ut in omnii imperio piae
venerationis famulantur officio. Averte ab his inhonesta et turpia libidundis
cundas et noxias corporum voluptates; averte invidiam tuis beneficiis et bonis
ómnibus inimicam. Amen. Ut in omni patientia et longanimitate crescentes, a te
vocati ad Patrem aeterni luminis transeant in regnum hereditariae charitatis.
Amen. Quos ipse praestare digneris, qui cuín Patre et Spiritu Sancto vivís et
regnas in saecula saeculorum. Amen. Como regla, estaban estas bendiciones
reservadas al obispo; más tarde se concedió también a los sacerdotes, quienes, sin
embargo, debían usar una breve fórmula, que nos ha sido conservada en los
libros irlandeses y ambrosianos: Pax et communicatio Domini nostri lesu Christi
sit semper úobiscum. El rito de la bendición gozaba de una gran simpatía entre el
pueblo, y aun después de la abolición de la liturgia galicana se mantuvo largo
tiempo en el rito de las iglesias francesas y en otros lugares.

La comunión, lo mismo en las Galias como en Milán, se recibía en el altar: los


hombres, sobre la mano desnuda; las mujeres, cubierta por un pañuelo
llamado dominicale; un diácono presentaba después a cada uno el cáliz con la
preciosísima sangre. Durante la comunión se cantaba antifonalmente un salmo,
quizá el tercero. El Pseudo Germano lo llama tricanon. La oración de acción de
gracias post communionem se hallaba precedida de un breve prefacio dirigido a
los fieles, del que traemos como ejemplo el de la Circuncisión:
Refectispiritalicibo et caelesti póculo reparati, omnipotentem Deum, fratres
carissimi. deprecemur; ut, qui nos corporis sui participatione et sanguinis
effusione redemit, in réquiem sempiternam iubeat conlocare. Per Dominum
nostrum lesum Christum Filium suum. Collectio sequitur! Misericordiam tuam,
Domine, supplices exoramus, ut hoc tuum sacramentum non sit nobis reatus ad
poenam, sed fiat intercessio salutaris ad veniam. Quod ipse praestare digneris...

La misa terminaba con una fórmula de gozo. El Misal de Stowe trae ésta: Missa
acta est. In pace! Sabemos por San Cesáreo que la misa se celebraba
generalmente después de tercia y duraba lo máximo un par de horas.

El Rito Celta.

Con el nombre de rito celta se designa un complejo diverso de ritos litúrgicos que
durante los siglos VI al IX practicaron las iglesias de los celtas o bretones en
Irlanda, Gran Bretaña, Escocia y la península occidental de Francia (Bretaña
armoricana), adonde había emigrado una parte de los celtas, así como en las
colonias monásticas irlandesas, fundadas por San Colombano en Francia
(Luxeuil). Germania (Ratisbona), Suiza (San Galo) e Italia (Bobbio). Es muy
probable, si bien no tenemos positivos documentos de ello, que la fe y la liturgia
fueran llevadas a los bretones desde las Galias. Las relaciones entre las dos
iglesias fueron, sin duda alguna, siempre cordiales, y muchas veces los obispos
del continente se dirigían allá; sabemos además que San Patricio, apóstol de
Irlanda, vivió mucho tiempo en las Galias.

Cuando San Agustín llegó en el 597 a Kent, en Inglaterra, encontró allá una
liturgia muy distinta de la romana. Un texto del siglo VII atribuido a Gilda
dice: Britones toti mundo contrarii, moribus romanis inimici, non solum in missa
sed in tonsura etiam. Podemos creer, por lo tanto, que los ritos litúrgicos de los
bretones fueron poderosamente influidos por los galicanos; sus mismos rituales
nos dan una prueba clara de esto.

No poseemos muchos elementos para reconstruir exactamente el orden de la misa


celta; puede decirse en general que sigue el esquema de la misa galicana con
alguna ligera diferencia. Se alude a una acusación, elevada en el año 623 al
sínodo de Macón, contra ciertos monjes misioneros irlandeses quod a
coeterorum ritu ac norma desciscerent, et sacra mysteria sollemnía orationum e
collectarum multiplici varietate celebrarent. En el siglo VII, cuando adoptó
Irlanda el cómputo pascual de Roma, comenzó también su liturgia a admitir
elementos romanos, entre ellos el canon latino en el siglo IX.
Los libros litúrgicos más importantes de este rito son dos: el Antifonario de
Bangor y el Misal de Stowe, uno y otro de origen monástico.

El Antifonario de Bangor, que se conserva actualmente en la Biblioteca


Ambrosiana de Milán, editado primero por Muratori, es una colección de
cánticos, himnos, colectas y antífonas relativas al oficio, recopiladas para uso del
monasterio de Bangor, en Irlanda, donde recibió San Colombano su formación
religiosa. El libro fue escrito entre el 680 y el 691.

El Misal de Stowe es un misal de finales del siglo VIII o principios del IX, con
adiciones de mano posterior, llamado de Stowe por el castillo del duque de
Buckingham, que es quien lo poseía (actualmente está en poder de la R. I.
Academia de Dublín). Contiene el ordinario, el canon romano-gregoriano de la
misa, tres formularios de misas, el ordo del bautismo y de la visita y unción de
los enfermos y un pequeño tratado sobre la misa en irlandés. Fue publicado por
F. Warren.

El tipo romano.

El Rito Ambrosiano.

Después de cuanto hemos dicho sobre el origen de las liturgias galicanas,


creemos más adecuado a las necesidades de la moderna ciencia litúrgica
comparativa incluir el rito ambrosiano no tanto entre la familia de las llamadas
liturgias galicanas, sino más bien como subtipo en la liturgia de Roma.

Datos Históricos.

El apelativo de "ambrosiano" no se le da al rito milanés porque fuera San


Ambrosio su fundador, sino por el hecho de que él, el obispo más ilustre de
aquella sede metropolitana, personificó todas las grandes tradiciones religiosas y
litúrgicas. La nomenclatura "rito ambrosiano" aparece por vez primera en
el Ordo de Juan, cantor de San Pedro, escrito hacia el 680; y casi dos siglos
después, Wilfrido Estrabón (+ 846) fue el primero en lanzar la idea de que San
Ambrosio fue, sin duda alguna, quien recopiló todo el corpas litúrgico
milanés; tam missam quam ceterorum dispositionem officiorum suae ecclesiae et
alus laboribus ordinavit.

Desde luego, no puede dudarse que cuando San Ambrosio fue elegido obispo, la
lista episcopal de la sede milanesa contaba ya más de diez obispos entre sus
antecesores. Existía, pues, en Milán desde algún tiempo una floreciente
comunidad con su liturgia. Qué liturgia? Ciertamente la romana, original en el
fondo; con todo esto, si examinamos los escritos de San Ambrosio (374-397), es
fácil deducir que ya en la segunda mitad del siglo IV existían allí diferencias que
en muchos casos concordaban con análogos ritos orientales.

Citaremos algunas: el no ayunar en los sábados del año, ni aun en la Cuaresma; la


impronta festiva que se daba en todo el oficio al sábado; la lectura de los libros
de Job, Jonás y Tobías en la Semana Santa; el cómputo pascual; el criterio en el
disponer de las reliquias de los mártires; los días exequiales; el beso de paz dado
antes de la anáfora; el lavatorio de los pies en el bautismo; la adición invisibilem
et impassibilem al primer artículo del Credo y algunos otros pormenores.

Algunas de estas características eran en su origen propias del rito de Roma; pero
después las modificó, no sabemos precisamente cuándo, probablemente poco
después de la paz de Constantino. Han afirmado algunos que antes de San
Ambrosio usó la iglesia de Milán una anáfora variable de tipo galicano, y lo
demuestran con textos del Posf sanctus y Posf pridie, que todavía se recitan en
Milán el Jueves y el Sábado Santo. Mas qué prueba se tiene de que una anáfora
de esta clase existiese antes de San Ambrosio, y no sólo en Milán, sino también
en las Galias? Ninguna. Más aún: la fórmula del Post sanctus "Veré sanctus,
veré benedictus... " que presupone el canto del epinicio en el canon, hace más
bien pensar en una época muy posterior. San Ambrosio y San Agustín no
recuerdan jamás el Sanctus, y en Italia se encuentra la primera noticia segura del
mismo en Rávena, en los sermones de San Pedro Crisolólo (+ 450).

En Milán y en el ámbito de su provincia eclesiástica es mucho más verosímil que


antes de San Ambrosio se siguiese un texto de anáfora redactado según la trama
tradicional de las que conocemos estaban en uso a finales del siglo III-IV o hacia
la mitad del IV, pero de tipo y tenor fijo, uniforme, salvo ligeras diferencias de
forma que podían verificarse entonces en cualquier iglesia filial.

Cuando después, en el 374, sucedió al obispo Ausencio, arriano, Ambrosio,


romano, debió ciertamente dejar sentir su romanidad de espíritu y de educación
no sólo en las formas directivas de su gobierno, sino también en las grandes
líneas de la práctica litúrgica. El mismo lo dice repetidas veces: In ómnibus cupio
sequi ecclesiam romanam; sed tamen et nos nomines sensum habemus ideo
fcroalibi servatus et nos rectíus custodimus. Esta tendencia "romanista" de
Ambrosio se manifestó ya en el 386, cuando dedicó la basílica romana con
los pignora de los santos Pedro y Pablo traídos de Roma, y más aún por la
adopción del nuevo canon de la misa, introducido recientemente en Roma, una
parte considerable del cual se ha conservado en el De sacramentís. Las dos
fórmulas galicanas anaforales del Jueves y Sábado Santo deben por ello
considerarse como una infeliz inserción de origen transalpino, llevada a cabo
durante el largo y borrascoso período de la invasión lombarda (569-643), cuando
los obispos milaneses con su clero tuvieron que abandonar su propia sede y
refugiarse en Genova, donde, a través del mar, se dejaba notar más la influencia
galicana.

Fue precisamente en este lapso de tiempo y en el inmediatamente posterior


cuando debieron introducirse en la liturgia ambrosiana otras importantes
infiltraciones orientales; sea, como decíamos, por parte de los monjes greco-
sirios establecidos en Milán, sea por parte de aquel numeroso y multiforme
elemento bizantino que constituía el cuerpo de ocupación militar de la alta Italia
y daba a las ciudades los magistrados y grandes funcionarios de la vida civil.

He aquí cómo en Milán, sobre el primitivo tronco substancial de la liturgia


romana y en unión de las pequeñas variedades locales, comunes en la antiguedad
a todas las grandes iglesias, se pudo introducir un conjunto de elementos
orientales que alteraron notablemente su fisonomía litúrgica. Introducidos en el
uso cotidiano, se consolidaron establemente, defendidos por aquella tenaz
firmeza que valió a los milaneses el poder conservar su liturgia secular.

Con todo esto, no faltaron por diversas partes tentativas de suprimirla para
uniformarla plenamente con la liturgia romana. Parece que Carlomagno, en el
intento de conseguir una absoluta unidad litúrgica en su imperio, pensó en
suprimir también el rito milanés. Había dado ya orden de destruir los libros
litúrgicos, cuando por intercesión de un cierto San Eusebio, obispo de allende los
Alpes, se sometió la decisión imperial a una prueba ordálica. Los sacramentarios
romanos y ambrosiano fueron colocados sobre el altar de San Pedro, en Roma,
para que Dios manifestase su voluntad, haciendo que se abriese el sacramentarlo
de aquel rito que había de ser elegido. Se abrieron ambos milagrosamente, y el
rito de Milán quedó salvado.

Hoy día, fuera de la archidiócesís de Milán, el rito ambrosiano está en vigor en


parte en las diócesis de Bérgamo, Lúea y Novara. Bérgamo cuenta con
veintinueve parroquias ambrosianas, situadas en el valle de San Martín y en el
valle Taleggio, y la vicaria de Santa Brígida. Novara tiene los vicariatos de
Arona, antes del rito romano, y los de Canobbio; Lúea, los tres valles
ambrosianos del cantón Ticino (Riviera, Leventina, Bienio), con el valle
Capriana y Brisago Lombardo; en total, cincuenta y cinco parroquias
aferradísimas a su rito, del que han sabido conservar antiguos documentos.

Las fuentes principales del rito ambrosiano son:


a) Las obras de San Ambrosio, y en particular De fide, Líber de mysteriis, que
contiene las conferencias dadas por él a los neófitos sobre el bautismo, la
confirmación y la eucaristía; los seis libros o predicaciones De sacrameniis, muy
afines por su contenido al De mysteriis, más bien la misma obra, pero, según
parece, publicada en una forma menos perfecta por la indiscreción de un oyente
que transcribió todo lo que había oído; la Explanatio srjmboli ad initiandos,
el De froenitentia y los Himnos. Va asociada a estas obras arnbrosianas la Vida
de San Ambrosio escrita por el clérico Paulino secretario en un tiempo del santo
obispo.

b) San Gaudencio de Brescia (+ 427), en las homilías atribuidas a él y en


el Sermo 83 de traditione symboli.

c) San Pedro Crisólogo de Rávena (+ 450), en sus sermones festivos.

d) San Máximo de Turín (+ 465), en sus sermones festivos, en los tres Tractatus


de baptismo, etcétera, falsamente atribuidos a él, y en el Sermo 83 de traditione
stimboli.

A propósito de estas tres últimas fuentes, pertenecientes a lugares diversos de la


alta Italia, conviene recordar lo que escribe Morin: "Es preciso deshacerse del
concepto, simplista en exceso, de creer que no existiera más que una única
liturgia ambrosiana que servía de norma absoluta para todas las iglesias de la
diócesis metropolitana de Milán. Era, sin duda, la misma liturgia en líneas
generales, pero con muchas divergencias secundarias. El rito litúrgico de Verona
tenía particularidades propias, que lo distinguían del de Milán; lo mismo puede
decirse de Genova, Turín, Vercelli, Novara y Pavía, en los alrededores de Milán."

e) Expositio míssae canonicae. Es un comentario literal de la misa ambrosiana,


editada por Wilmart, del siglo VIII o de principios del IX, anterior, por lo tanto,
casi un siglo al más antiguo sacramentarlo milanés que se conoce.

f) Expositio matutinalis officii, que la tradición manuscrita atribuye al arzobispo


Teodoro (735-740), pero que algunos pasajes de Amalario insertos en él
demuestran que es posterior.

g) Beroldus sive Ecclesiae Ambrosianae Mediolanensis Kalendarium et Ordines.


Beroldo es el nombre de un docto custodio de la metropolitana de Milán que
vivió en el siglo XII, quien transcribió con particular fidelidad el orden del año
litúrgico ambrosiano con todas las usanzas relativas al oficio, a la misa y a los
sacramentos.
2.° Los textos. Damos solamente el elenco de los publicados. Para el de los
misales, véase el artículo Ambrosien (RU), de Lejai, en DAL, c.1375.

a) Codex sacramentorum bergomensis, del siglo X, actualmente en la biblioteca


de San Alejandro in Colonna, en Bérgamo, editado por Cagin. Es una especie de
misal, porque, además de las plegarias del sacerdote, contiene también la epístola
y el evangelio del día. Un fragmento relativo a la misa ambrosiana de los
catecúmenos (Gloria, Kyrie, tres oraciones) está sacado por A. Dold de un códice
palimpsesto de San Galo, del siglo VII; otros fragmentos de un sacramentarlo
ambrosiano del siglo IX-X fueron publicados por A. y W. Anderson.

b) Missale ambrosianum dúplex cum critico commentario continuo ex


manuscriptis schedis; A. M. Ceriani, eciderunt A. Ratti. M. Magistretti, en Milán
el año 1913. Es la edición típica del Misal ambrosiano, pero limitada al Proprium
de tempore, importantísima por las notas críticas de Ceriani.

c) Pontificóle ín usum ecclesiae mediolanensis, necnon Ordines ambrosiani, ex


codic. saec. IX-XV. El Pontifical (actualmente en la Biblioteca Capitular de la
metropolitana) es del siglo IX. Fue editado por Magistretti.

d) Manuale ambrosianum, sacado de un códice de Val Trabaglia, del siglo XI,


que comprende el calendario, el Psalterium ambrosiano, los oficios para todo el
año y algunos or’diñes. La edición típica del Breviario ambrosiano, según la
lección de los códices, está preparándose en los benedictinos del monasterio de
María Laach.

e) Ordo ambrosianus ad consecrandam ecclesiam et altaría, sacado de un códice


del siglo X y editado por Mercati.

f) Un comes o leccionario editado por el cardenal Tommasi. Es incompleto y


parte de un códice de la Vaticana del siglo VII. A esta lista de perícopas paulinas
se puede unir una serie de indicaciones existentes al margen en el misal M de la
Vulgata de los Evangelios (siglo VI, en la Biblioteca Ambrosiana), que permite
reconstruir el sistema de lecturas usado en los siglos VI-VII en una iglesia que
Morin cree se encontraba en la esfera litúrgica de Milán, y otro leccionario
editado por Cagin como apéndice al Sacramentario de Bérgamo.

g) Capitulare evangeliorum, del siglo X-XI, editado por P. Borella, de un códice


de la iglesia de San Juan Bautista in Busto Arsizio.
h) Antiphonarium ambrosianum, sacado de un códice del British Museum de
Londres, del siglo XII, publicado por Cagin en fototipia en la "Paléographie
Musicale," de Sclesmes, t.5 (1896).

i) Antiphonale missarum, luxta ritum S. ÍLccl. Mediólanensis (Roma 1935). Es la


edición típica de los cantos de la misa, editada a cargo del P. G. Suñol.

j) Los rituales para algunos sacramentos y bendiciones editados por


Magistretti, Man. Ambros., t.l p.77-172.

En general, el estilo de los textos ambrosianos (oraciones, prefacios), aparte de


no pocos sacados de los libros romanos, se resiente de la sonoridad, movimiento
y superabundancia de las fórmulas galicanas; es variable, lleno de imágenes,
oratorio, muy lejos de la simplicidad y de la concisión de las fórmulas romanas.
Son también muy numerosos en el rito ambrosiano los textos derivados
directamente de troparios y cánones bizantinos, algunas veces con su misma
melodía griega original.

Notas características del rito.

Nos limitamos a dar solamente los principales, agrupándolas según las cuatro
partes principales de la liturgia:

1.a La misa. — Se desarrolla según las grandes líneas del sistema romano arcaico.
He aquí los particulares: lectura regular de tres lecciones; Antiguo Testamento,
epístola, evangelio; a la lección del Antiguo Testamento, en las fiestas de los
santos titulares o patronos sustituye la de su depositio o la passio, si se trata de
un santo mártir; no se conocen secuencias en la misa; la expresión Dominus
lesus en el canto del texto evangélico; las preces litánicas o irénicas sugeridas por
el diácono, y a las que el pueblo responde con un texto antiquísimo, en las que se
pide por los condenados in metallis; la invitación del diácono: Pacem habete; A
dte, Domine, recuerdo del primitivo beso de paz; la ofrenda del pan y del vino
hecha por el pueblo, al menos en la metropolitana; el Credo niceno-
constantinopolitano, recitado después del ofertorio; el prefacio, variable en cada
dominica y fiesta, el lavatorio de las manos inmediatamente antes de la
consagración; el Veré sanctus del Sábado Santo y la conclusión Haec
facimus del Jueves Santo, restos de una misa sin canon fijo; la doxología más
amplia al final del canon; la fracción antes del Pater noster, conforme al uso
romano pregregoriano; el embolismo del Pater, "Libera nos..." dicho en alta voz;
el canto durante la fracción de una antífona especial llamada confractorium; la
omisión del canto del A gnus Dei en todas las misas, salvo en la de difuntos; la
frecuente repetición de un triple Kyrie, que responde al saludo del sacerdote.
2.a El oficio. — El texto de los Salmos no sigue la Vulgata, sino la ítala; el
Salterio se recita en su mayor parte (sal. 1-108) en el único de los maitines,
distribuido en diez decurias, que corresponden a los primeros cinco días de dos
semanas, excluidos los sábados, que tienen siempre oficio festivo; los salmos de
las vísperas se hallan precedidos del Lucernare; en los salmos de vísperas se
hallan intercaladas oraciones; a las cuatro grandes antífonas marianas de
costumbre se añade una quinta, la Inviolata, integra... de la primera dominica
después de Pentecostés hasta la Natividad de M. V.

3.a Los sacramentos. — El bautismo se administra por inmersión, tocando


ligeramente la cabeza del niño con el agua bautismal; al bautismo sigue una
fórmula litánica de los santos, recitada por el sacerdote junto con el padrino; en la
comunión, a la fórmula Corpus D. N. I. C., el que comulga responde: Amen; en
la extremaunción, salvo en caso de urgencia, se anteponen las letanías de los
santos según una forma ambrosiana muy complicada; en el matrimonio, el
sacerdote, una vez que ha recibido el consentimiento de los esposos, coloca sobre
sus manos entrelazadas el extremo de la estola diciendo: Ego.,.; la bendición de
la esposa no se da después del Pater noster, sino terminada la misa.

4.a El año litúrgico. — El domingo está siempre consagrado a Dios, excluyendo


como norma todas las fiestas de la Virgen o de los santos; el sábado tiene un
carácter festivo; el Adviento comienza el domingo después de la fiesta de San
Martín (11 de noviembre) y comprende habitualmente seis domingos; las ferias
de la última semana de Adviento se llaman de exceptato y son todas
privilegiadas; la Circuncisión tiene un sello arcaico de fiesta en honor del nombre
de Dios, en contraposición a los dioses falsos y mentirosos; la Cuaresma
comienza con el domingo in capíte quadragesimae: por eso no se incluyen los
cuatro días desde el Miércoles de Ceniza; la Cuaresma excluve todo oficio de
santos,todos los viernes de Cuaresma son alitúrgicos: en ellos está prohibida la
celebración de la misa; al comienzo de la Cuaresma se cubren los altares, pero
jamás el crucifijo; la Semana Santa recibe el nombre de authentica y se utiliza en
ella el color rojo; en el día de Pascua y en toda la octava, el misal trae dos misas,
una para los fieles otra para los neófitos; durante toda la misma octava, en as
vísperas, se hace una procesión al baptisterio; las letanías menores tienen cada
día una impronta especial en las antífonas y en la letanía; se invoca en el primer
día a los apóstoles y mártires; en el segundo, a los santos del calendario festivo
milanés, y en el tercero, a las santas. Los domingos después de Pentecostés están
divididos en cuatro grupos: post Pentecosten (15); post Decollationem (5); desde
octubre hasta la Dedicación, 20 de octubre (3); post Dedicationem (3).

El Rito Romano.
Podíamos muy bien en este punto traer la historia, sumaria y conjetural en
muchos aspectos, del origen y del desarrollo del rito de Roma, historia que
substancialmente, por lo que respecta a los primeros siglos, se apoya en los ritos
de la misa y especialmente en la oración eucarística o canon.

Mas por útil que sea un resumen histórico de esta clase lo creemos superfluo, ya
que toda la obra que, gracias a Dios, publicaremos, está dirigida a ilustrar la
historia del rito romano en sus diferentes aspectos de eortología, del oficio, la
misa, los sacramentos y sacramentales. De las demás liturgias era preciso decir
siquiera una palabra, porque todas fundamentalmente están emparentadas con la
romana, con la que tuvieron un origen común y con la que a través de los siglos
tuvieron frecuentes y recíprocos influjos.

No sería posible estudiar el rito romano en su cuadro histórico si no hubiésemos


antes delineado los demás ritos litúrgicos de Oriente y Occidente, sobre los
cuales ha dominado y domina él totalmente. Hecho esto, nuestro trabajo será en
adelante consagrado exclusivamente a la liturgia romana; desde el comienzo de la
parte tercera, que sigue inmediatamente y que estudiará los elementos de índole
general que entran — unos más, otros menos — en sus múltiples expresiones
rituales. Sin embargo, antes de comenzar a tratar de este punto es preciso dar un
esquema.

Así tenemos:

1.° Las fórmulas litúrgicas (lengua litúrgica, texto, aclamaciones, símbolo de fe,


doxologías, oraciones, letanías, prefacios, anáforas).

2.° Los antiguos libros litúrgicos (sacramentarlos, leccionarios, evangeliarios,


libros del oficio, dípticos, calendarios, martirologios, antifonarios, ordines).

3.° Los libros litúrgicos modernos (misal, pontifical, ritual, breviario).

4.° Los gestos litúrgicos (!os gestos sacramentales, de la plegaria, del ofertorio,


de la penitencia, de la fraternidad, de la reverencia, de la conveniencia, de las
procesiones).

5.° Los edificios del culto y sus accesorios (basílica latina, iglesias bizantinas,


románicas, góticas, de los tiempos más modernos, adornos, campanas y
campaniles, cementerios).

6.° El altar cristiano (historia del altar, su decoración, sus accesorios, el


tabernáculo).
7.° Los vasos sagrados (cáliz, patena, copón, ostensorio, relicario).

8.° Los ornamentos litúrgicos (origen, desarrollo, vestidos interiores, planeta,


dalmática y tunicela, pluvial, accesorios, colores litúrgicos).

9.° Las insignias litúrgicas (manipulo, estola, palio, racional, mitra, báculo,


anillo, cruz).

10. El canto litúrgico (origen, formas primitivas, reforma del gregoriano,


difusión de la cantilena romana, formas medievales, notación, órgano e
instrumentos musicales).

Parte III.
La Liturgia Romana.
 

1. Las Fórmulas Litúrgicas.


La Lengua Litúrgica.

No nos consta que Jesús hubiera impuesto a los apóstoles usar una lengua con
preferencia a otras en la celebración de la eucaristía. Por el contrario, es cierto
que la práctica de la Iglesia primitiva fue la de celebrar la Fractio panis en la
lengua propia de los fieles que asistían. Una prueba de ello la tenemos, entre
otras, en la insistencia de San Pablo a los corintios para eliminar de sus
reuniones el uso de idiomas desconocidos. Se puede creer que en Jerusalén y
en los países limítrofes el servicio litúrgico se celebraba en arameo o en siro-
caldaico; en Antioquía, Colosas, Efeso, Corinto, Tesalónica y Alejandría, en
griego.

En cuanto a Roma, es preciso observar que a la terminación de la república y en


los primeros siglos del Imperio, junto con el latín, idioma nacional, vino a
predominar ampliamente el griego. Los griegos, perdida su independencia
política, habían impuesto a los romanos, sus vencedores, el primado de su cultura
filosófica y literaria. Bajo Augusto, las escuelas con retóricos griegos, lo mismo
en África como en otras partes, eran las más acreditadas y frecuentadas por la
juventud romana; griegas eran las institutrices en las familias patricias. Por las
manos de griegos y judíos helenizados pasaba todo o casi todo el comercio de
entonces. Por lo cual no debe causar extrañeza que el griego, convertido en una
especie de lenguaje internacional, fuese tan común en Roma, en las Galias, en
África y de que hubiera sido aceptado por la primitiva comunidad cristiana
de la urbe como idioma oficial y litúrgico, tanto más cuanto que estaba ella
constituida preferentemente de griegos y de orientales. Todo esto se confirma no
sólo por el hecho de que escribiera San Pablo en griego su carta dirigida a los
romanos, San Marcos el Evangelio de San Pedro y todos los escritores romanos
de los primeros dos siglos, desde San Clemente Papa a San Hipólito (+ v.235),
sino también por el uso constante de la lengua griega en la redacción del
antiquísimo símbolo bautismal, en la mayor parte de la nomenclatura eclesiástica
primitiva y, sobre todo, en los más antiguos epitafios de las catacumbas.

El predominio litúrgico del griego duró hasta la mitad del siglo III y más tarde
quizá, sea en virtud de la costumbre, sea también por el hecho de que él, mejor
que el latín, se prestaba a servir como lengua de comunicación interprovincial
entre las diversas comunidades cristianas del Imperio. Ciertamente, en tiempo del
papa Fabiano (240-251) la iglesia romana era preferentemente latina; la
inscripción sepulcral del papa Cornelio (+ 253), la primera de los papas en latín;
los escritos de Novaciano (251) son una prueba clara de esto. Klauser sostiene,
sin embargo, que el paso oficial del idioma griego al latino no tuvo lugar antes
del pontificado del papa Dámaso (376-384). El Ambrosiáster, que escribió en
Roma alrededor del 370, es decir, bajo el papa Dámaso (376-384), pone de
relieve la necesidad de usar una lengua en la plegaria litúrgica que sea
comprendida por todos: Imperitus enim audiens quod non intelligit, nescit finem
orationis et non respondet amen. ¿ Quería aludir a alguna fórmula griega que se
había hecho ininteligible, todavía en uso? Puede ser. Mario Victorino, en la
obra Adversus Arium, compuesta en el 357-358, cita de la Oratio oblatíbnis una
frase griega.

En África, el cambio debió operarse aún antes. San Cipriano, ciertamente,


celebraba en latín.

Se mantuvo, sin embargo, por largo tiempo la línea de la antigua lengua litúrgica.
Hasta el siglo XIII, en Roma las profecías de las noches de Pascua se leían
primero en griego y después en latín, la redditio symboli se hacía igualmente en
griego y en latín; en los antiguos sacramentarlos, comenzando por el gelasiano, el
texto del Gloria in excelsis y del Credo se encuentra escrito casi siempre en
griego con letras latinas. Aun actualmente en la misa pontifical del papa, la
epístola y el evangelio se cantan en latín y en griego.
No debemos creer, sin embargo, que el latín en los comienzos estuviera
completamente descartado del servicio litúrgico. El bajo pueblo de las ciudades y
de las provincias, del que procedían en su mayor parte los fieles, no podía
contentarse con un oficio exclusivamente en griego, lengua para él muy poco
conocida. Es muy verosímil que bien pronto se introdujera en la misa, al menos
en la parte didáctica, algún elemento en latín (lectura, canto de salmos, sermón,
plegaria litánica) que sirviese mejor para la instrucción del pueblo. Esto resulta
del término latino statio, dado al ayuno semanal del miércoles y viernes, por
frecuentes latinismos que se encuentran en el Evangelio de San Marcos y en
el Pastor, de Hermas, así como de la existencia a principios del siglo II, si no
antes, de una versión latina de los libros sagrados, versión que difícilmente puede
explicarse sin un objetivo litúrgico.

He aquí por qué, dirigido al servicio del pueblo, el latín eclesiástico no podía
tener aquel carácter literario (urbanías) en uso entre las clases más cultas, sino
que debía acomodarse a las formas más humildes de la lingua
vulgaris (rusticitas) que hablaba el pueblo. San Agustín declarará más tarde que
para hacerse entender del pueblo no es preciso decir: Non est absconditum a te os
meum, sino: Ossum meum; y él mismo quiere hablar más bien así porque se trata
no tanto de ser un buen latinista como de ser comprendido. No de otra forma
pensaba en Rávena San Pedro Crisólogo. Populis populariter est loquendum,
decía, si bien sus sermones han llegado hasta nosotros escritos en forma
impecable. A pesar de todo, el latín vulgar, con ir consolidándose poco a poco en
el campo litúrgico y disciplinar y, sobre todo, mediante la obra literaria de los
Padres latínos, en particular de los dos africanos Tertuliano y San Cipriano,
completada más tarde por la grandiosa versión de San Jerónimo de la Biblia
(Vulgata), fue elevado, ennoblecido y acomodado admirablemente a formas
nuevas a las nuevas ideas cristianas; viene a ser así la lengua de la Iglesia y de la
liturgia expresión fiel y fuerza de la antigua raza romana, regenerada en Cristo.
Prueba de la perfección a que llegó en cuatro siglos de desarrollo son en el
campo litúrgico las fórmulas del leoniano y del gelasiano, en las cuales la nitidez
y profundidad del pensamiento teológico sabe siempre expresarse noblemente en
una forma linguística elegida y apropiada.

Para comprender cómo el latín llegó a imponerse y a quedar como único idioma
litúrgico de todo el Occidente, a pesar de la gran variedad de dialectos y culturas
regionales, mientras en Oriente las diversas razas (sirios, coptos, ármenos,
godos) se habían forjado toda la liturgia en su propia lengua nacional, es
preciso notar, como observa bien Cumont, que la Iglesia cuando se impuso al
paganismo en las provincias occidentales del Imperio (las Galias, España, África)
lo encontró no ya en las formas de los antiguos cultos locales, sino latinizado en
el culto de Roma. El credo católico no tenía ninguna razón para usar un idioma
diverso del universalmente adoptado, y así, insensiblemente, en virtud de la
costumbre y de la tradición, se estableció el principio de que el latín fuese la
única lengua de la Iglesia romana. Con los pueblos convertidos más tarde
(francos, anglosajones, germanos de la alta y baja Germania), los papas y los
obispos no hicieron otra cosa que seguir un método consagrado ya desde largo
trempo. "No se debe, por lo tanto, a codicia de imperio o a prepotencia clerical la
universal romanización de los pueblos de Occidente en el terreno religioso, sino
más bien a una causa elemental: al poco o ningún valor de los cultos locales y a
la victoria que ya antes de la misión cristiana había alcanzado sobre ellos la
religión de la Roma pagana." No se puede negar, sin embargo, que durante los
siglos VII-VIII y después, en la decadencia general de la cultura antigua, también
el latín perdió casi todo el contacto con el pueblo. No lo conocía la mayor parte
del clero y bien pocos lo sabían pronunciar y escribir correctamente, motivo por
el cual tantas magníficas fórmulas, poco tiempo después de su composición,
dejaron de ser una cosa viva para los fieles.

Mas, pasado aquel oscuro período de anarquía y de confusión intelectual, el latín


vuelve a recobrar vigor, y en las escuelas episcopales y en
los scriptoria monásticos florece con una nueva vida; nueva en el sentido de que
los antiguos vocablos se acomodan mejor para expresar las ideas, los
sentimientos, las tendencias, la cultura de los nuevos pueblos, salidos de la fusión
de las razas bárbaras con las naciones romanas o romanizadas. El estudio de esta
evolución del latín litúrgico a través de las fórmulas de los libros actuales,
principalmente las del pontifical, compuestas en gran parte entre los siglos IX y
XIII, nos revela un vocabulario totalmente especial, cuyos términos, bien por sí
solos, bien en agrupaciones de frases, han adquirido un sentido muy diverso del
antiguo, interesante no menos para el teólogo y el liturgista como para el
historiador o el filólogo.

El latín se conservó como lengua litúrgica de la Iglesia romana. Después del año
1000 nacieron de él las lenguas romances (español, francés, italiano). Estas, sin
embargo, no obtuvieron un digno aprecio sino mucho después.

Ordinariamente, la Iglesia autoriza las traducciones del Misal, del Vesperal y de


los demás libros litúrgicos, y recomienda que en todos los domingos, al menos en
la misa parroquial, se traduzca el texto del evangelio o de la epístola y se la
comente a los fieles. Más en muchísimos casos, como en las iglesias un poco
amplias, la recitación en lengua vulgar de las formas litúrgicas y el texto mismo
de las perícopas espirituales cantado en las misas solemnes, ¿cómo podía ser
entendido prácticamente sin la ayuda de un libro?
La historia enseña que la introducción de la lengua vulgar en el culto ha
favorecido siempre el alejamiento del centro de la unidad y el resurgir de
sectas e iglesias nacionales.

Estas razones que militan a favor de una única lengua litúrgica, prueban, sin
embargo, algunas concesiones que en circunstancias especiales la Iglesia puede
autorizar en vista del mayor bien de las almas. Está muy reciente el indulto
concedido al Episcopado francés, con fecha del 28 de noviembre de 1947, de
poder usar la lengua vulgar en la los actos litúrgicos. El altar es un sacrificio, sí;
pero en el que nunca falta el elemento didascálico. (N. del T.) Administración de
los sacramentos, excepto las palabras de la forma, las fórmulas de los exorcismos
y de las unciones, la bendición de la esposa en la misa y el texto de los Salmos.

El Texto Litúrgico.

Antes de estudiar detalladamente las más importantes fórmulas o grupos de


fórmulas de uso más común, es preciso recurrir brevemente a las fuentes de las
cuales fueron sacados los textos de nuestros libros litúrgicos. Tales fuentes
pueden reducirse a cuatro:

1. ° La Sagrada Escritura.

2. ° Los monumentos de la tradición eclesiástica.

3. ° La inspiración privada.

4. ° Los textos preexistentes.

1. ° La Sagrada Escritura

Patrimonio indefectible de la verdad revelada y lazo de unión entre la sinagoga y


la Iglesia, la Sagrada Escritura se introdujo en el ritual de las vigilias y de la misa
desde la época apostólica y constituyó en todo tiempo la fuente principal de
inspiración y de composición litúrgica. No faltaron, sin embargo — desde Pablo
de Samosata, en el siglo III, hasta los neogalicanos del siglo XVIII —, los
rigoristas que pretendieron excluir de les libros rituales todo texto que no fuese
tomado de la Escritura; sin embargo, la Iglesia se opuso a todos estos
intransigentes, y, para contener dentro de ciertos límites las composiciones
privadas, las admitió como parte de su patrimonio litúrgico.

La Escritura ha enriquecido el texto de las lecturas de la misa y del primer


nocturno del Breviario, distribuido según los diversos tiempos del año
eclesiástico; los capitula de las Horas menores y también, en su mayor parte, los
textos menores del Antifonario y del Gradual (antífonas, versículos, responsorios,
introitos, etc.). El número de estos últimos, según Marbach, asciende a 4.216, de
los cuales 1.565 han sido tomados del Salterio, 350 del Evangelio de San Lucas,
315 de San Mateo, 257 de Isaías, 255 del Evangelio de San Juan, 180 de las
lecturas de San Pablo, 127 del Eclesiástico, 124 de los Cánticos, etc. De los 72
libros de la Biblia, ocho no han contribuido a la liturgia con texto alguno.

Por este cómputo se pone de manifiesto fácilmente cómo el Salterio, entre todos
los libros de la Escritura, ha tenido una parte excepcional en la composición
litúrgica, de modo que ha merecido justamente el título de "código de la plegaria
cristiana." En efecto, en los ritos más importantes — en la misa (todas las partes
del canto, al menos en la buena traducción) y sacramentos (el bautismo solemne
en Pascua, bautismo para los adultos, órdenes, extremaunción), en las
bendiciones y exequias y en las procesiones — los Salmos ocupan un puesto de
honor, y después el Breviario, la plegaria canónica, está constituido
esencialmente en la recitación semanal de todo el Salterio.

Se nota todavía cómo en la disposición primitiva de las lecturas pericopales


escriturales, lo mismo en la misa que en el oficio, los libros sagrados se leyeron
en el orden en que fueron colocados en el canon bíblico tradicional (lectio
continua). Las raras excepciones afectan algunos tiempos litúrgicos especiales,
para los cuales parece más adaptado un libro determinado; por ejemplo, Jeremías
para el tiempo de Pasión; en el recorrer de las principales fiestas litúrgicas, para
las cuales, si no propiamente en su origen, al menos más tarde, se dejaron
aquellos textos de la Escritura más conformes con el misterio conmemorado. En
cuanto al libro de los Salmos, es interesante comprobar cómo la organización de
las misas cuaresmales ha dispuesto los textos sal-módicos de las antífonas ad
communionem siguiendo exactamente el orden numérico de los salmos 1, 2, 3...
hasta el 26. Otro tanto, con intervalos, se verificó en la mayor parte de las misas
dominicales después de Pentecostés con relación al texto salmódico de sus
cantos, sin excepción alguna. En el oficio es muy antigua la división semanal de
los salmos 1-108 para los nocturnos, 109-144 para las vísperas.

Si, por regla general, los textos litúrgicos están sacados solamente de los libros
canónicos, en algún caso raro, y en época muy remota, fueron sacados también
de los apócrifos.

Al salmo 151 pertenece el texto del responsorio: Deus omnium exauditor est...


unxit me unctione misericordiae suae, que se dice el lunes de la semana después
de Pentecostés.
También toda una serie de antífonas y de responsorios, especialmente del común
de los apóstoles (Vidi conuncios Oíros... vidi angelum Dei fortem...), parecen
extraídos de un Apocalipsis perdido. El apócrifo Descensus ad inferos ha
proporcionado la frase Libera me, Domine, de viis inferni, qui portas aereas
confregisti et visitasti infernum, del noveno responsorio del matutino de difuntos.

Es preciso también advertir que alguna vez el recopilador litúrgico, al sacar un


texto de la Escritura, produjo alguna ligera variante, sea por razones musicales,
sea por adaptarlo mejor al sentido por él pensado o bien para darle una forma más
concisa y eficaz.

Cuando, alrededor del siglo VII, se introdujo en la práctica litúrgica la Vulgata de


San Jerónimo, no se quiso, por atención a la melodía, tocar aquellos textos que se
cantaban según las lecciones más antiguas y generalmente según la llamada ítala.

El respeto que la Iglesia ha tenido hasta ahora hacia los textos litúrgicos
compuestos sobre el antiquísimo Salterio romano, guardándolos inalterados, será
probablemente mantenido de ahora en adelante hacia aquellos textos salmodíeos
que no corresponden al original, expresado en la recentísima versión piaña del
Salterio. Serán considerados no como citas estrictamente escritúrales, sino como
textos litúrgicos, es decir, como textos que expresan los sentimientos de la
Iglesia en su plegaria oficial y que generalmente encierran un sentido
particular adaptado a las circunstancias en las cuales se hallan usadas.

Los monumentos de la tradición eclesiástica.

Pertenecen a esta segunda serie:

a) La lección del segundo y tercer nocturno del Breviario, tomados de las vidas
de santos y de los escritos de las Padres y Doctores de la Iglesia. Su uso en el
oficio canónico lo atestigua ya desde principios del siglo VI la Regla de San
Benito, San Ambrosio, San Agustín, San León, San Gregorio, San Juan
Crisóstomo y San Bernardo fueron preferidos en la selección de autores.

b) Muchas antiguas fórmulas y entre las más importantes, como las profecías.
Estas son algunas veces una clara acumulación de homilías y tratados de los
Padres latinos del siglo IV y del V, que muestran con tales escritos una
marcadísima afinidad de pensamientos, de vocabulario, de fraseología. A tal
respecto, un extenso estudio comparativo podrá dar resultados muy interesantes
para la historia de la composición litúrgica.
Otros ejemplos de esta clase se muestran en otras fórmulas litúrgicas. Por
ejemplo, las tres breves homilías cate quísticas que el Sacramentario gelasiano
pone en boca del obispo del gran escrutinio, del Aperitio aurium, relativo a los
cuatro Evangelios, al Símbolo y al Pater noster, son una composición de frases
sacadas de Tertuliano, San Cipriano, San León y San Cromacio de Aquileya.

c) Otras breves fórmulas derivadas de los Santos Padres, como la


antífona Sancta María, succurre miseris... etc. (ant. ad Magn. in I Vesp. in
festis Β. Μ. V. per annum), sacada de la homilía De sanctis, atribuida
forzosamente a San Agustín; las antífonas Si, veré, fratres, divites esse cupitis,
veras divitias amate (ad Nonam, in Dom. Sexag.) y Si culmen veri honoris
quaeritis, ad illam caelestem patriam quantocius properate (ad Magn. fer. 2 post
Dom. Sexag.), sacadas de la homilía 15 de San Gregorio sobre el Evangelio; en el
comunicantes propio de la Epifanía con la expresión de San León Die quo
intemerata virginitas humano generi edidit Salvatorem (Serm. 1 de Epiph.), si
bien en este último caso sea difícil establecer si la prioridad del tiempo pertenece
a la homilía leoniana o a la fórmula litúrgica.

d) Los textos de las antífonas o de los responsorios, seguidos del acta de los
santos mártires Lorenzo, Juan y Pablo, Clemente, Inés, Cecilia, Agueda, Lucía,
etc., o de las Vitae sanctorum insertas en los oficios respectivos del Breviario, así
como diversos textos métricos sacados o de poetas cristianos o de antiguas
inscripciones, como la antífona ad introit. Salve, sancta Parens... en la misa
votiva de Santa María, y la segunda antífona ad laudes de Navidad Genuit
puérpera regem... una y otra tomadas del Carmen Paschale, de Cecilio Sedulio
(+ 430): Salve, sancta parens, enixa puérpera Regem, Qui coelum terramque
tenet per saecula, cuius Numen et aeterna complectens omnia gyro Imperium sine
fine manet; quae ventre beato Gaudia matris habens cum virginitatis honore, Nec
primam similem visa est, nec habere sequentem, etc. (Lib. II, v.63-68).

Y las dos siguientes inscripciones, esculpidas una en la antigua basílica de San


Pedro, la otra en el oratorio de la Santa Cruz, contiguo al baptisterio de la misma
basílica, que pasaron, respectivamente, a la misa en honor de San Pedro ad
Vincula (Y ad Alleluia), al oficio de la Cruz (I ant. ad laudes):Solve, iuvante
(iubente) Deo, terrarum, Petre catenas, Qui facis ut pateant coelestia regna beatis.
O magnum pietatis opus! mors mortua tune est Quando hoc in ligno mortua vita
fuit.

La inspiración privada.

La Iglesia recoge en todo tiempo los frutos más preciosos, consagrándolos con su
autoridad e incorporándolos a su patrimonio litúrgico. Mas ya que tal inspiración,
según las diversas épocas, fue más o menos viva y fecunda, es preciso distinguir
a este respecto cinco períodos.

El primer período, que podemos llamar primitivo, llega hasta la mitad del siglo
IV. Y el texto de la plegaria litúrgica — la eucarística sobre todo —,
desenvolviéndose en torno de un tema bien conocido y definido, se mantiene
oscilante, dependiendo en gran parte de la improvisación del celebrante. Pero
muy pronto, a fin de suplir las eventuales deficiencias de la inspiración personal,
surgen y se multiplican aquí y allá las composiciones litúrgicas escritas. Son
tentativas todavía imperfectas, no siempre ortodoxas, como se manifiesta por los
concilios del tiempo, los cuales, después de haber recomendado la propiedad de
los términos de los formularios, exigen eme se haga un preventivo examen cum
instructioribus fratribus

2.° A las deficientes producciones de la época anterior sucede el período clásico


de la composición litúrgica, que llega casi hasta el siglo VII. Pertenecen a él los
textos más bellos, desde el punto de vista lo mismo literario que teológico, del
repertorio litúrgico.: el Quicumpe, el Te Deum, el canon, el Exultet, así como
aquella amplia y riquísima colección de oraciones y prefacios contenidos en los
tres sacraméntanos leoniano, gelasiano y gregoriano. Esta floración maravillosa,
sumamente fecunda, tuvo por centro a Roma, y del genio latino llevó, en efecto,
toda la impronta de precisión, majestad, eficacia. Al mismo tiempo, en Milán,
San Ambrosio, con sus himnos, ofrece modelos definitivos del himnario litúrgico
de Occidente.

El tercer periodo, el más fecundo y brillante de todos, puede llamarse carolingio,


de los reyes carolingios que le dieron el primer impulso. Su desarrollo se produjo
hasta todo el siglo XIII. Afecta la refundición de los libros litúrgicos romanos,
obra de la escuela de los liturgistas franceses Alcuino, Helissachar y Amalario.
Se consolidan en esta época, en que se difunden, en las formas más diversas, las
misas votivas, cuyos textos forman una parte tan grande de los sacramentarlos
medievales. Fueron asimismo creados y elevados a una gran perfección nuevos
tipos de composición litúrgica, las secuencias, los tropos, los oficios rimados, los
versos, multiplicándose después con grandes medidas, merced a la obra
ininterrumpida de las grandes escuelas, de los claustros y de las catedrales de
Roma, Milán, Toledo, Metz, San Galo, San Víctor, Limoges, Jumiéges,
Montecasino. Se multiplicaron también las fórmulas de bendición, los oficios
propios de los santos, los himnos, los responsorios. Ciertamente, a tan gran
abundancia de producción no corresponde siempre la perfección del contenido;
sin embargo, es preciso rendir un homenaje, si no a la dignidad literaria de los
compositores medievales, al menos a su ingenua simplicidad, que es obra
maestra de arte, y a la viveza de su sentimiento religioso y litúrgico.
Los textos litúrgicos preexistentes.

En esta categoría van enumerados:

a) Los textos derivados o traducidos directamente de la liturgia griega, como la


serie ds las antífonas O admirabile commercium, Quando natus es, etc., de las
primeras vísp. de la Purificación, con otras dos: Ave gratia plena43 y Adorna
thalamum, cantadas en la procesión de la misma fiesta, así como las
antífonas Mirabile mysterium (ad Bened. de la Circuncisión), Nativitas
tua (Vesp. Nativ. B. M. V.), Crucem tuam (Viernes Santo, Adoración de la
Cruz), todas introducidas por los papas griegos de los siglos VII y VIII; los
introitos Gaudeamus omnes in Domino (originariamente dé Santa Águeda), Ecce
advenit (Epifanía), el Sub tuum praesidium, el verso aleluyático Dies
sanctificatus (Epifanía), así como el tipo antifónico muy frecuente en las
solemnidades del tiempo: odie... hodie...

b) Los textos que, habiendo sido en su origen creados para una determinada
fiesta, vinieron después a emplearse para la composición de nuevos oficios, para
los cuales se creyó oportuno celebrar textos originales. Esto sucede
especialmente con los textos en el canto del antifonario, en las épocas en que, por
la decadencia o menor producción del arte musical, se encontraba dificultad para
componer nuevas melodías. Véanse, por ejemplo, los textos para la fiesta de la
Santa Cruz, instituida por el papa Sergio (687-701), y los de las misas de los
jueves de Cuaresma, introducidos por Gregorio II (715-731).

El actual Commune Sanctorum, formado alrededor del año 1000, está


completamente constituido por textos provenientes de unas cuantas misas más
antiguas. La misa de la vigilia de los apóstoles es la antigua misa nocturna de San
Juan Evangelista; la del día fue compuesta con trozos tomados de la misa de San
Simón y San Judas y de los Santos Pedro y Pablo. La misa de los evangelistas,
excepto el gradual, es la de San Mateo. El commune unius martyris se compone
en gran parte de los trozos tomados de la misa nocturna de San Juan Bautista y de
las misas de San Vicente, San Valentín, San Vital, San Jorge y San Gregorio.
El commune plurim martyrum está formado con las misas de los Santos
Inocentes, de los Santos Félix y Adaucto, Fabián y Sebastián, Hipólito, Ciríaco,
Juan y Pablo, Gervasio y Protasio, Nereo y Aquileyo y quizá también con la de
San Cirilo, de los Santos Proceso y Martiniano, Pedro y Marcelino, Timoteo y
Sinforiano. El commune confess. pontificum proviene de la misa de San
Silvestre, Marcelo y Sixto. El común de un confesor abad, de la misa de San
Eusebio; el commune virginum, de la misa de Santa María y de las Santas
Potencia, Sabina, Inés y Cecilia; finalmente, el commune dedicationis
ecclesiae proviene de la misa de la dedicación de Santa María ad Mártires,
compuesta bajo Bonifacio II (607).

Débese, sin embargo, observar que no siempre estas transposiciones de textos


tuvieron un éxito feliz. Así, por ejemplo, la colecta Proficiat, que hoy día se lee
en el sábado antes de la dominica del Domingo de Ramos, día sin especial
importancia litúrgica, era mucho más expresiva en el sábado de las témporas de
Pentecostés, su lugar de origen, donde la pone el Gelasiano cuando se celebraban
en Roma las solemnes ordenaciones. En la secreta Muneribus... de la misa de la
Circuncisión, compuesta en su origen para la fiesta de Pascua, la frase caelestia
mysteria tenía un profundo significado, que, transportada a un día de escasa
importancia litúrgica, la ha perdido casi totalmente.

El término adclamatio, en el período clásico, designa una breve fórmula de


alabanza, de felicitación o de augurio, gritado en alta voz por la multitud en
determinadas circunstancias. Se aclamaba con la voz haciendo el gesto de
levantar hacia lo alto la derecha en los esponsalicios (io hymen!), en los triunfos
(io triumphe!), en el foro durante un elocuente discurso (belle et festive! belle et
praeclare!), en los teatros, en el circo. La Passio S. Sabini nos da también un
ejemplo interesante: "Maximiano Augusto, quintodecimo kalendas Maii, in Circo
Máximo... pars maior populi clamabant, dicentes: Chrístiani tollantur! dictum est
duodecies. Per caput Augusti, Christiani non sint! Spectantes vero
Hermogenianum, praefectum urbis, ítem clamaverunt decies: Sic, Augusto,
vincas! voces nostras a praefecto inquire!... Et statim díscesserunt omnes una
voce dicentes: Auguste. tu vincas et cum diis floreas!"

Se aclamaba generalmente en el pretorio y en el senado para la elección de un


nuevo emperador. Conocemos las aclamaciones dirigidas en tales circunstancias
a Alejandro Severo y a Trajano, y es verosímil que desde entonces cons tituyeran
un formulario adecuado y estereotipado, llamado ya entonces con el título
de Laudes. Más tarde, en efecto, Ammiano Marcelino nos cuenta las laudes
aclamadas por los soldados al nuevo emperador Constancio.

Con arreglo a estas costumbres de la vida social, tienen las aclamaciones un


carácter más o menos litúrgico que la Iglesia antigua venía usando en muchas
ocasiones.

Sobre todo en los concilios. Las actas de los concilios de Calcedonia (451), de
Constantinopla, III (680), de Nicea, II (787), de Toledo (633) y de muchos otros
hasta el de Trento, contenían ejemplos clásicos. La costumbre, por lo demás, ha
quedado todavía hoy en el Pontifical romano, el cual manda que en la ultima
sesión del sínodo, después de la invitación y el requerimiento del archidiácono,
todos los presentes aclamen a Dios, al papa, al obispo y al clero del sínodo,
concluyendo con el grito Fiat I Amenl Amenl Se aclamaba durante la elección de
los obispos. El más antiguo ejemplo conocido es el del papa Fabián, que tuvo
lugar hacia la mitad del siglo III. El pueblo, escribe Eusebio, gritó a una voz: "¡Es
digno!" y por la fuerza colocaron a Fabián en la cátedra episcopal. San Agustín
nos da particularidades muy detalladas sobre las aclamaciones hechas en Hipona,
en la basílica de la Paz, para la erección de Heraclio, que él lo había propuesto
como sucesor: "A populo adclamatum est; Deo gratias, Christo laudes! dio tum
est vicies terties. Exaudí Christe, Augustino vita! dictum est sexies decies, te
patrem, te episcopum! dictum est quinquies. Dignus et iustus est! dictum est
sexies... ludicio tuo gratias agimus! dictum est sexdecies. Fiat, fiat! dictum est
duodecies. Te patrem, Eraclium episcopum! dictum est sexies..."

Aclamaciones semejantes, si bien en una forma más reducida, se encuentran en


diversas antiguas liturgias, en la colación del bautismo y de la confirmación, en
el ceremonial de la.ordenación de los obispos y de la coronación, lo mismo de los
emperadores griegos como de los reyes occidentales. En Roma, según las
noticias del Líber Pontificalís, la elección del papa, al menos desde la mitad del
siglo VII, era confirmada y aplaudida por el pueblo cum vocibus adelamatíonum
laudibus. Eran quizá las antiguas laudes senatoriales, cristianizadas por la Iglesia.

Del uso de las aclamaciones, y en particular de los que tenían lugar en Roma en
la elección de papa, derivó un formulario propiamente litúrgico de alabanzas,
llamado por eso laudes, que en la época de los carolingios vemos ya extendido no
sólo en Italia, sino en Dalmacia, en Alemania y en Francia. Este, en su forma más
común, tiene dos partes: solista y coro, y entrelaza bellamente, con las
aclamaciones augúrales hacia el papa y el emperador, invocaciones litánicas a
Cristo y a los santos. Las laudes se cantaban en las principales solemnidades del
año in festis diebus, dice una rubrica del siglo XI, en la misa, inmediatamente
antes de la epístola.

Junto con las formas más complicadas de aclamaciones que hemos recordado
hasta ahora, existen en el uso litúrgico una serie de breves y simples fórmulas
aclamatorias, que expresaron, por lo demás, un augurio o una afirmación de fe o
un sentimiento de alabanza o de invocación a Dios. En su mayor parte se
remontan hasta la liturgia hebrea o hasta los tiempos apostólicos, y su
conceptuosa simplicidad los ha hecho populares en todas las liturgias y una de las
expresiones más bellas y conmovedoras del sentimiento unánime de los fieles.
He aquí las principales:

1.° Amen. — Es palabra hebrea; estaba va en uso en el ritual del tiempo y


significa consentimiento, aprobación, augurio, juramento. En este último
significado la vemos usada más veces por Cristo en sus discursos: Amen, amen,
dico vobis. San Juan en el Apocalipsis, San Pedro en sus epístolas y los antiguos
escritores cristianos la presentan como una conclusión afirmativa de fórmulas
doxológicas y deprecatorias: Ipsi gloria et imperium in saecula saeculorum.
Amen. Gratia D. N. I. C. sit cum ómnibus vobis. Amen. Mientras cantamos aj
Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, todo ser creado contesta con este canto: Amen!
Amen! "Poder, alabanza al único dispensador de todo bien. Amen! Amen!" así
dice un fragmento griego de papiro con notas musicales del sigjo III. Con
análogo significado, el amen era aclamado en el servicio litúrgico primitivo en
respuesta a fórmulas de bendición y de plegaria; esto mismo viene haciendo la
Iglesia al final de las oraciones dichas por el sacerdote y, en general, después de
todas las fórmulas de alguna importancia.

Particularmente interesante, de alto significado dogmático, es el amen que, desde


la época subapostólica, como lo vemos por San Justino, se responde al final de la
plegaria eucarística, tomando el valor de un verdadero y propio acto de fe en la
eficacia de las palabras sacramentales y, por lo tanto, en la presencia real de
Cristo en el altar. San Agustín lo considera equivalente a un firme
consentimiento del fiel: Ad hoc (la plegaria consecratoria) dicitis amen; Amen
dicere, subscribere est J°. Otro tanto debe decirse del amen que responden los
fieles en el acto de recibir la comunión: Audis enim: Corpus Christi; et
respondes: amen, escribe San Agustín. Todavía está en vigor en el ritual de las
ordenaciones. No puede, finalmente, olvidarse el sentido augural
del amen repetido cuatro veces después de las invocaciones hechas por el obispo
al conferir el sacramento de la confirmación.

2.° Alleluia. — Es otra fórmula litúrgica hebrea que ha pasado a la Iglesia y que


puede traducirse: "Alabado sea Dios." Como para los hebreos, así también para
los cristianos el alleluia fue considerado siempre como una aclamación de
triunfo, un grito de santo gozo. San Juan, en una de sus visiones, lo sintió cantar
en los cielos, sonoro como el rugido del trueno. Las Odas, de Salomón, a
principios del siglo II, lo hacían como contestación del pueblo al canto del
solista, hasta que después vino a hacerse común en la Iglesia para los llamados
salmos aleluyáticos ν particularmente para los cantos del tiempo pascual.

En los siglos IV y V, el alleluia era considerado como la expresión más bella de


la íntima serenidad de un alma cristiana. Lo enseñaban los padres a sus hijos, lo
transmitían a lo lejos los marineros por la noche, lo repetían los segadores en el
canto durante la siega, lo cantaban los ejércitos animándose a entrar en batalla, no
se lo olvidaban ni siquiera en los funerales para elevar el espíritu hacia las puras
alegrías de la patria celestial.
La melodía del alleluia en el uso litúrgico era de las más ricas y más artísticas.
En la Edad Media existían compilaciones especiales
llamadas alleluiaria. Derívase de ellas en el siglo IX la sequentia. Actualmente
el alleluia permanece, como en su origen, como el canto característico de la
alegría pascual en el tiempo que va de la misa de Pascua a la octava de
Pentecostés. Fuera de este período se canta también en la misa, por disposición,
parece, de Gregorio Magno, excluido, sin embargo, el tiempo que va de
Septuagésima a la Pascua y el rito exequial.

3.° Deo grafías. — Es una expresión muy usada en el Evangelio y en San Pablo y


merecidamente pasada a la práctica litúrgica y extralitúrgica como una fórmula
de reconocimiento y de agradecimiento a Dios. Los mártires escilitanos en
Numidia (a. 180) antes de morir gritaron a una voz: Deo gracias! Cuando, en el
258, San Cipriano oyó leer la sentencia de su condenación, respondió
sencillamente: Deo gratias!

En los tiempos de San Agustín, el Deo gratias venía a convertirse para los


católicos como un grito de guerra. Los herejes donatistas y circuncelionos, que
alguna vez atacaban a los fieles con un furor salvaje, lo sustituyeron por el Deo
laudes. Pero San Agustín protestaba y recomendaba a su pueblo el mantenerse
fiel al Deo gratias: Quid melius — decía — et animo geramus et ore probemus,
et cálamo scrlbamus quam Deo gratias? Hoc nec dici brevius, nec audiri laetius,
nec intelligi grandius, nec agi fructuosius potest. Deo gratias era, pues, una
antiquísima fórmula de saludo entre los fieles y los monjes en casa. San Benito lo
recoge en su Regla.

En la liturgia, Deo gratias se emplea con mucha frecuencia. Se dice después de


la lectura de la epístola en la misa, después del capitula en las Horas, después de
las nueve lecciones del nocturno, y, en general, sirve como cláusula a los oficios
en respuesta del Benedicamus Domino. La misa terminaba de esta forma hasta el
siglo X.

4.° Kyrie eleison (= Señor, ten piedad). — Esta suplicante invocación del alma a


Dios la encontramos frecuentemente lo mismo en el Antiguo como en el Nuevo
Testamento y hasta en el uso pagano. "Nosotros suplicamos a Dios
diciéndole Kyrie eleison," escribe Arriano en la biografía de Epicteto. La fórmula
litúrgica invadió primero el Oriente, y la encontramos, sobre todo, en
las Constituciones Apostólicas. En Occidente no se conocía todavía en el tiempo
de la Peregrinatio (395), porque ésta hizo notar expresamente que mientras en
Jerusalén a las diversas invitaciones del diácono se respondía Kyrie eleison, en
sus países se dice Domine, miserere. El concilio de Vaison (Arles), en el 529,
recomendando el adoptar el Kyrie en la misa y en el oficio, a ejemplo de Roma,
deja suponer que su introducción en Italia era reciente. Fue, pues, en la segunda
mitad del siglo V cuando el Kyrie pasó del Oriente a Roma y de ésta a las Galias.

El Christe eleison lo añadió al Kyrie San Gregorio Magno (+ 604). Actualmente


las dos fórmulas, además de en la misa, se dicen también en el oficio, exequias de
los difuntos y en muchas bendiciones, seguidas casi siempre del Pater noster. En
esta forma, el Kyrie se encuentra prescrito por la Regla benedictina (526).

En la Edad Media, el canto del Kyrie fue siempre popular. Los Statuta


Salisburgensia del 799 inculcan una asidua instrucción a los fieles sobre él. Un
ritual romano del siglo XI, disponiendo el orden de la solemne procesión en el
día de la Asunción, prescribe que, saliendo de Santa María la Mayor, el coro de
hombres y de mujeres, desde las gradas de la basílica, aclamen cien veces Kyrie
elelson, cien veces Christe eleison y otras tantas todavía Kyrie eleison. Después
del siglo XII, el uso de la costumbre de cantarlo terminada la predicación se
extendió por todas partes. El orador concluía diciendo: Eia, nunc preces vestras
alta voce ferte ad caelum et cántate in laudem Dei Kyrie eleison. Algún tiempo
después, en Alemania y en otras partes se unieron al Kyrie unas breves estrofas
en lengua vernácula, y así tuvieron origen aquellos cantos religiosos populares
que por el estribillo eleison se llamaron leisen y también Kyrieleisen.

5.° Dominus vobiscum. Pax vobis. — Son las fórmulas de saludo litúrgico,


procedentes ambas de la Sagrada Escritura. Con la primera, Booz saludó a los
segadores; el profeta Azarías, al rey Asá y a su ejército; el arcángel San Gabriel,
a María Santísima. Con la segunda, Cristo saludó a los apóstoles después de la
resurrección; podía decirse también que la expresaron ellos como saludo
oficial al entrar en alguna casa: In quamcumque domum intraveritis, primum
dicite: Pax huic domui. Ya que la cortesía exige que se devuelva el saludo, los
fieles responden: Et cum spiritu iuo, procedente probablemente de San
Pablo: Dominus Jesús Christus cum spiritu tuo.

El Dominus vobiscum es el saludo de la Iglesia primitiva. Las anáforas más


antiguas, comenzando por la de San Hipólito, la emplean como fórmula de
introducción. El Pax vobis, sin embargo, parece posterior; por lo menos, no
tenemos pruebas concretas antes del 370, con Octavio de Mileto, en África, y
podemos creer que en Roma era desconocido.

Con el saludo litúrgico comenzaba antes la misa "y comienza todavía," así como
cada una de las partes principales de ella, como la anáfora y las lecturas. Para
estas últimas, ya San Cipriano alude al saludo ofrecido al lector antes de
comenzarlas: Auspicatus est pacem, dum dedicat lectionem. El diácono la dice
todavía hoy antes de leer el evangelio. También la terminación de la sinaxis.
Estaba precedida por el saludo de alegría de la asamblea. Debió de influir
también en esta práctica la antigua estructura de los altares, En las iglesias de la
época, el celebrante, estando de pie y en el fondo del ábside, detrás del altar,
quedaba casi escondido al público o, al menos, distanciado notablemente.
Siempre que se dirigía al altar, a la vista del pueblo, los saludaba, y cumplida su
misión hacía otro tanto antes de retirarse. A propósito de esto tiene San Agustín
un pasaje muy expresivo: Quod autem audistis ad mensam
Domini (anáfora) Dominus vobiscum, hoc et quando de ábside salutamus dicere
solemus, et quotiescumque oramus hoc dicimus; quia hoc nobis expedit, ut
semper sit Dominus nobiscum, quia sine illo nihil sumas.

Actualmente, el Pax vobis en la misa está reservado a los obispos.


Desconocemos el tiempo en que fue adoptado como salutatio episcopalis en
lugar del Dominus vobiscum; la distinción estaba ya en el uso corriente del siglo
IX. Sin embargo, como nota el Caeremoniale de los obispos, elPajc oobis se
halla en estrecha relación con el Gloria in excelsis Deo, que, como es sabido,
estaba antes reservado a todos los obispos. Así se comprende fácilmente cómo la
frase inicial del Gloria: pax hominibus, alusiva a la paz, ya sugería la pequeña
modificación al saludo litúrgico que inmediatamente la sigue. En efecto, en los
días en que no se dice el Gloria, el obispo debe saludar con el Dominus
vobiscum.

El saludo litúrgico va acompañado de un gesto. El sacerdote besa primero el


altar, que representa a Cristo, y después, vuelto a los fieles, abre y extiende los
brazos hacia ellos como para confirmar con un abrazo fraternal su augurio de
bien, que solamente recibe de Cristo toda eficacia.

No estará de más, finalmente, mencionar en este lugar algunas breves fórmulas


que, aunque son verdaderas aclamaciones, son más bien expresiones ritualizadas
de advertencias generales. Su constante repetirse las hizo entrar poco a poco en el
formulario litúrgico. La Didascalia, por ejemplo, advierte que los niños deben
estar aparte, o si no, junto a sus respectivos padres; tal aviso en
las Constituciones Apostólicas se había convertido ya en una fórmula ritual dicha
por el diácono: "¡Madres, recoged a vuestros niños!"

De este tipo son las fórmulas State cum silentio! Silenlium habete! Audientes,
atiente! Sapientia, erectil, Aliendamus! Respiciamus ad orientem! Sancta sanctis,
etc., comunes en las antiguas liturgias, y las siguientes: Flectamus genual,
Lévate! Procedamus in pace! Humiliate capita "vestra Deo! Ite, missa est!
todavía en uso en la liturgia romana.

La Oración Dominical.
La fórmula del Pater noster, llamada oratio dominica por ser compuesta y
aplicada por el mismo Jesucristo a los apóstoles, nos fue transmitida por San
Mateo (6:9-13) y por San Lucas (11:2-5) en dos relaciones algo diversas, una
más desarrollada, la otra más concisa, como puede verse por los textos que
confrontamos:

Mt 6:9-13:

Pater noster qui es in caelis, sanctiíicetur nomen tuum, adveniat regnum tuum,
fiat voluntas tua sicut in cáelo et in térra; panem nostrum quotidianum da nobis
hodie, et dimitte nobis debita nostra:. sicut et nos dimittimus debito ribus nostris;
et ne nos inducas in tentationem sed libera nos a malo.

Lúc. 11:2-5:

Pater, sanctificetur nomen tuum, pnncm nostrum quotidianum da nobis quotidie,


et dimitte nobis peccata nostra, siquidem et ipsi dimittimus omni debenti nobis et
ne nos inducas in tentationem.

El hecho de existir estos dos tipos diversos en los Evangelios y el uso universal
que siempre, desde la época apostólica, hicieron los fieles de ellos, nos explica
algunas ligeras vanantes del texto, testimoniado por la tradición litúrgica y que
es muy interesante conocer.

En la segunda petición, adveniat regnum tuum, un manuscrito de los Evangelios


la sustituye por la variante veniat Spiritus sanctus tuus super nos et purifícet nos.
Sabemos también que una fórmula idéntica se usaba en el siglo VII en
Constantinopla, en el siglo IV en Nissa y quizá en el tiempo de Tertuliano
también en África." La petición panem nostrum quoiidianum, que San Mateo
dice se haga para el día (σήμερον) y San Lucas para todos los dνas (παθ’ήμέραν),
tenνa en la lengua copta una curiosa variante, derivada, como atestigua San
Jerónimo, del evangelio de los hebreos usado por los nazarenos. En ella, el
adjetivo quotidianum (έπιούσιον) se encuentra cambiado por un crastinum, es
decir, "danos hoy el pan de mañana." El De Sacramentis refiere otra ligera
variante en la sexta petición: Ne patiaris nos inducí in tentationem; así debía
decirse también en Roma y en África. Algunas liturgias griegas, a la misma
petición, et ne nos inducas in tentationem, unen las palabras quam ferré non
possumus. Esta glosa, derivada probablemente de San Pablo, fue conocida por
muchos padres latinos y parece que estaba en uso muy común en la liturgia. San
Gregorio lo deja suponer: Quotidie in oratione dicentes: Ne inducas nos in
tentationem, quam ferré non possumus. La cláusula final, sed libera nos a
malo, se interpreta de un modo diverso, según que el término από του
πονηρού se tome en sentido personal (ó πονερός = el tentador), o en sentido
impersonal (το πονηρόν = el mal). Tertuliano, San Cipriano, todos los Padres
griegos y las liturgias sirνacas están por la forma personal, que parece la más
probable.

Es digna también de mención la doxología, de carácter escuetamente litúrgico,


que se encuentra añadida al final del texto del Pater en la Didaché: Quoniam tua
est virtus et gloria in saecula. Estuvo muy en uso en la Iglesia antigua, lo mismo
en la de Occidente que en la de Oriente. Hoy día se conserva en la liturgia
anglicana.

El amen no es tan antiguo; en el siglo IV todavía era muy poco conocido. La


liturgia romana, generalmente, le omitía.

Por su origen, su contenido y su áurea simplicidad, que le merecieron el elogio


de breviarium totius evangelii, la fórmula del Pater estaba destinada a ser
popular en medio de los fieles, como expresión de los sentimientos de la
comunidad cristiana. La Didaché, en efecto, mandó recitarla tres veces al día.
Tertuliano la llama la oratio legitima et ordinaria fidelium; San Cipriano,
la oratio publica et commuñís. Sin embargo, como todos los bautizados habían
obtenido con la perfecta filiación de Dios el derecho de llamarle Padre, la Iglesia
acostumbró a esconder esta fórmula a los infieles y a los catecúmenos. A estos
últimos se les enseñaba solamente en el escrutinio llamado afreritio aurium, y
debían recitarla de memoria en la vigilia de Pascua, con la advertencia de tenerla
bien reservada: Cave, ne, incaute, symboli vel dominicae orationis divulges
mysteria, advierte San Ambrosio. Para el bautismo, así también como para
recibir los demás sacramentos, el conocimiento del Pater fue considerado
siempre como indispensable. Las rúbricas de los penitenciales en los rituales más
antiguos exigen que el penitente o los esposos sean interrogados expresamente
sobre esto. Todo sacerdote debía tener consigo una "exposición del Paten) para
estar capacitado para explicarlo. Del uso, muy extendido en la Edad Media, de
recitar el Pater un determinado número de veces, sirviéndose de unas pequeñas
perlas enhebradas a un cordón, se encuentra que en las reglas monásticas se daba
a este objeto el nombre de Pater noster, que después conservó también cuando se
sustituyó al Pater por el Ave María del rosario.

En la práctica litúrgica, el Pater ocupa justamente un puesto privilegiado. Sin


querer dar demasiada importancia a la extraña afirmación de San Gregorio, que
los apóstoles realizaron la consagración con sólo la plegaria del Pater, es cierto
que la recitación de la oratio dominica en la misa es antiquísima, por no decir,
con San Jerónimo, una institución del mismo Jesús. San Cipriano alude ya a ello
de una forma clara. Pero mientras, al principio, se recitaba el Pater noster entre
la fracción y la comunión, porque ordinariamente tenía relación con esta última,
San Gregorio Magno la anticipa, fijándola inmediatamente después del canon.
Además, en la Iglesia romana es sólo el sacerdote el que en alta voz recita o canta
el Pater, mientras que en la oriental y en la antigua liturgia galicana lo
recitaba también el pueblo. En el oficio divino, el Pater fue durante muchos
siglos (en San Juan de Letrán, hasta el siglo XIII la plegaria que concluía toda
hora canónica, sustituida después por la oración especial del día. Generalmente se
decía sub stientio,_resto quizá de la antigua disciplina del arcano, manifestando
apenas las dos ultimas frases Et ne nos... Sed libera... La recitación en alta voz
en el oficio es una particularidad benedictina. En otros ritos (exequias,
bendiciones, etc.), de ordinario, según una costumbre común ya en el tiempo de
San Benito, se encuentra unido a la triple letanía del Kyrie.

La Salutación Angélica.

El Ave María o salutación angélica goza de tres elementos: el saludo del ángel,
Ave, gratia plena; Dominus tecum, benedicta tu in mulieribus; el de Isabel, et
benedictas fructas ventris tui, y la petición, Sancta María, mater Dei, ora pro
nobis peccatoribus, nunc et in hora mortis nostrae. Amen.

La unión de estos dos saludos en una sola fórmula es antigua, pues ya las
liturgias griegas de Santiago y San Marcos nos ofrecen el primer ejemplo; de ésta
es fácil suponer derivasen para el uso extralitúrgico del pueblo fórmulas análogas
en honor de la Virgen. Dos ostrafya griegas de los siglos VI-VII nos ofrecen tres
tipos diversos e interesantes: en Occidente, en la época de Gregorio Magno, la
primera parte del Ave existía como texto en el ofertorio de la cuarta dominica de
Adviento; pero no parece que el pueblo la usase como fórmula de devoción.

No son claros los antecedentes del Ángelus vespertino. Algunos lo relacionan


con el ignitegium o coprifuoco, que era una señal que se daba a los ciudadanos
para cubrir con ceniza el fuego y para que no saliesen sin luz de las casas. Pero es
extraño que una institución esencialmente civil hubiera podido en breve adquirir
un carácter eminentemente religioso. El P. Thurston, sin embargo, opina que la
triple salutación angélica de la tarde se deriva de un ejercicio de piedad llamado
Las tres oraciones (compuesto de salmos, responsarios y algunas plegarias, en
las que probablemente estaba el Ave María), que se practicaba en muchas
comunidades religiosas en los maitines, prima y después de completas, previo
aviso de una campana. Insensiblemente, el uso monástico habría penetrado entre
el pueblo.

Los Simbolos de la Fe.


Después de la Escritura, los símbolos son las fórmulas más augustas y más
sagradas de la fe. En el uso litúrgico de la Iglesia romana están tres en vigor:

A) El símbolo apostólico.

B) El símbolo niceno-constantinopolitano.

C) El símbolo atanasiano.

El símbolo apostólico.

La necesidad de los candidatos al bautismo de aprender, resumidas en una


fórmula breve, fácil, precisa, las principales verdades cristianas, y la necesidad de
todos los fieles de tener un medio de discernir, frente a la tenaz propaganda de
los herejes, la verdadera doctrina de la falsa, dio origen desde la más remota
antigvedad a los símbolos de la fe. Verdaderamente, no tuvieron al principio este
nombre. Los Padres más antiguos usan las expresiones regula veritatis, regula,
doctrina fidei, tessera, sacramentum; el término symbolum aplicado al credo
bautismal se encontró por primera vez en San Cipriano, pero no entró en el uso
corriente hasta el siglo IV.

No usaron todas las iglesias de Oriente, al menos hasta el siglo VIII, una
fórmula idéntica del símbolo; así, las profesiones de fe fueron muchas y
diversas, si bien todas con un fondo substancialmente uniforme. En efecto, el
estudio comparativo de los diversos tipos conocidos (Roma, Milán, Aquiieya,
Rávena, Turín, España, Galias, África) demuestra que sus variantes afectan más
bien a la forma que a la sustancia, y todas, evidentemente, parten de un antetipo
primitivo (fórmula antiquísima), de la época apostólica. Este arquetipo, según
parece, había reunido dos fórmulas paralelas: la una, cristológica, más
desarrollada, a cuyo tenor alude San Ignacio, hecha por los convertidos del
judaísmo; la otra, trinitaria, para los paganos, de la que nos ofrece un tipo
la Epístola apostolorum: "(Credo) in (Deum) Patrem omnipotentem; et in lesum
Christum, salvatorem nostrum, et in Spiritum Sanctum paraclitum; in sanctam
Ecclesiam et in remissionem peccatorum."

De la formula antiquissima, hacia la mitad del siglo II, se deriva otra más amplia,
llamada por los críticos antiquior o romana, que estuvo en uso en Roma ya a
principios del siglo III y que gracias a la influencia romana se difundió por todo
el Occidente. La Traditio, de San Hipólito (216), nos ofrece un ejemplo
interesante: "Credo in Deum Patrem omnipotentem; Credo in Christum lesum
filium Dei, qui natus est de Spiritu Sancto ex María Virgine et crucifixus sub
Pontio Pilato et mortuus est et sepultus et resurrexit die tertia vivus a mortuis et
ascendit in caelis et sedit ad dexteram Patris, venturus iudicare vivos et mortuos.
Credo in Spiritu Sancto, et sanctam Ecclesiam, et carnis, resurrectionem."

Esta fórmula en el siglo IV era ya llamada apostólica. Se encuentra en la carta


ciertamente escrita por San Ambrosio y enviada en el año 393 por el sínodo
milanés al papa Siricio: Si doctrinis non creditur sacerdotum, credatur...
symbolo apostólico, quod Ecclesia romana intemeratum semper custodit et
servat.

¿Qué valor debe darse a este calificativo de símbolo apostólico? Puede


considerarse desde un doble punto de vista, histórico y doctrinal. Todos los
críticos están de acuerdo en admitir que la doctrina contenida en él refleja
exactamente la enseñanza apostólica; pero niegan, en su mayoría, que su
redacción literaria sea obra directa y personal de los apóstoles,

La primera afirmación de un origen estrictamente apostólico del símbolo la


encontramos, hacia el 400, en Rufino, presbítero de Aquileya, y más o menos
explícitamente, en algunos escritos contemporáneos suyos. Los apóstoles, cuenta
Rufino, antes de separarse para ir a predicar el Evangelio por el mundo, hicieron
de común acuerdo un resumen de su futura predicación, que llamaron
símbolo, y establecieron la regla de verdad que debía enseñarse a los nuevos
creyentes. Dónde a punto fijo tomó Rufino esta afirmación y estos detalles
particulares, lo ignoramos. El dice solamente que los tomó de los mayores
(fradunt maiores nostri), y Zahn, en efecto, cree encontrar sus orígenes en un
escrito del siglo III, la Didascalia apostolorum. De todos modos, la relación de
Rufino tuvo fortuna. En Occidente, durante la Edad Media, se extendió por todas
partes; mas así como también los artículos del Credo son doce, así en muchos
escritos del siglo VIII y de tiempos posteriores se asigna cada artículo a un
apóstol.

Es inútil insistir sobre el carácter legendario de la tradición de Rufino. Lo


demuestra el silencio de los Padres y escritores más antiguos, y también, en
siglos posteriores, de toda la iglesia oriental; el término símbolo, atribuido a los
apóstoles, es completamente desconocido antes del siglo III; la falta entre los
libros canónicos de un escrito de esa clase y, sobre todo, el hecho de haber sido
retocado varias veces en las iglesias de Occidente, abonan esa misma hipótesis.

El símbolo apostólico vigente en la iglesia de Roma en la mitad del siglo IV nos


es conocido por la Expositio symboli, de Rufino, en el texto latino, y por la carta
de Marcelo de Ancira al papa Julio (año 337), en el texto griego. Pongamos el
texto de Rufino, comparándolo con el textual (fextus receptus) o, según los
críticos, formula recentior:
rufino (Lietzmann, p. 10).

1. — Credo in Deumr Patrem omnipotentem;

2. — Et in Christum lesum, Filium eius unicum, dominum nostrum;

3. — Qui natus est de Spiritu sancto et María virgine;

4. — Qui sub Pontio Pilato, crucifixus est et sepultus;

5. — Tertia die resurrexit a mortuis;

6. — Ascendit in cáelos, sed ad dexteram Patris;

7. — Unde venturus est indicare vivos et mortuos;

8. — Et in Spiritum sanctum;

9. — Sanctam Ecclesiam;

10. — Remissionem peccatorum.

11. — Carnis resurrectionem.

Textus Receptus.

1. — Credo in Deum, Patrem omnipotentem creatorem coeli et


terrae;

2. — Et in lesum Christum, Filium eius unicum, dominum nostrum;

3. — Qui conceptus est de Spiritu sancto, natus est María virgine;

4. — Passus sub Pontio Pilato, crucifixus, mortuus et sepultus;

5. — Descendit ad inferos; tertia die resurrexit a mortuis;

6. — Ascendit ad cáelos, sedet ad dexteram Dei Patris


omnipotentis;

7. — Inde venturus est radicare vivos et mortuos;

8. — Credo in Spiritum sanctum;


9. — Sanctam Ecclesiam catholicam, sanctomm communionem;

10. — Remissionem peccatorum,

11. — Carnis resurrectionem,

12. — Vitam aeternam.

Como se ve, las variantes entre el antiguo símbolo romano y el actual (fextus
receptus) son notables. Antes del siglo VII se encontraban esparcidas entre los
diversos símbolos en uso en algunas grandes iglesias, hasta que, no sabemos por
obra de quién ni en qué circunstancias, a principios del siglo VII confluyeron en
nuestro textus receptus. Dónde se realizó esta elaboración es todavía un punto
muy obscuro. Vacandard cree que en la Galia; Zahn, en una iglesia de la alta
Italia; Burn, en la iglesia de Roma y quizá en un monasterio influyente, como el
de Bobbio, todos, sin embargo, están de acuerdo en afirmar que la propagación
del textus receptus en Occidente, cualquiera que sea su origen, puede
considerarse como debido a los esfuerzos y al prestigio de la iglesia romana.

El símbolo apostólico conservó siempre en el ritual del bautismo aquel puesto de


honor que tuvo siempre desde los primeros siglos. Junto con la oración dominical
se enseñaba a los catecúmenos en el gran escrutinio del A peritió aurium, y ellos
debían aprendérsela de memoria para recitarla solemnemente antes de
Pascua (redditio symboli). Como era una de las fórmulas sagradas, no se debía
consignar por escrito, al menos hasta que duró la disciplina del arcano (siglos IV
y V), sino transmitirla sólo oralmente. Amonestaba San Agustín a los
catecúmenos: Nec, ut verba symboli teneatis, ullo modo debetis scribere, sed
audiendo perdiscere, nec, cum dídiceritts, scribere, sed memoria semper tenere
atque recolere.

El conocimiento del símbolo apostólico fue siempre considerado como un


elemento fundamental de la vida cristiana. Por eso los sínodos medievales
recomendaron a los sacerdotes enseñarlo y comentarlo a los fieles y hacérselo
recitar en alta voz todos los días por la mañana y por la tarde en las iglesias
parroquiales. Por lo demás, como parte en cierto modo de la renunciatio
Satanae bautismal, el símbolo fue en todo tiempo considerado de particular
eficacia contra las tentaciones del demonio. Escribía a finales del siglo IV el
autor de la Explanado symboli ad initiandos (San Ambrosio): Nascuntur
stupores animi et corporis, tentatio adversarii, qui nunquam quiescit, tremor
aliquis corporis, infirmitas stomachi? Symbolum récense intra te. El ritual
prescribe todavía la recitación del mismo durante los exorcismos.
El símbolo no tardó en entrar también en el oficio canónico. Se le encuentra ya
en casi todos los salterios de los siglos VIII y IX.

El símbolo niceno-constantinopolitano.

El símbolo niceno-constantinopolitano es substancialmente la fórmula de fe


sancionada por los Padres del concilio de Nicea (325) contra la herejía
arriana, que negaba la divinidad del Verbo. Parece que a la compilación de
este símbolo sirvió de base el propuesto antes por Eusebio de Cesárea; entre los
dos, en efecto, existe mucha afinidad. Pero no hay duda alguna de que el símbolo
aprobado por el concilio introdujo no pocas variantes de capital importancia, el
término omoousios, por ejemplo, que era el objetivo principal de la oposición
arriana. No es muy cierto a quién pertenezca la redacción de la fórmula nicena.
San Atanasio la atribuye al obispo Osio; San Hilario le da el honor a San
Atanasio; otros sacan el nombre de Macario de Jerusalén. Su texto, sin embargo,
no habiéndonos llegado las actas conciliares, debía ser reconstruido con las
afirmaciones de los Padres que intervinieron en el concilio, confrontándolas con
las antiguas versiones latinas y las citas de los concilios del siglo V.

Condenada la herejía arriana, surgió algún tiempo después (c.360) la de los


pneumáticos, con su códice macedonio, quienes decían que el Espíritu Santo era
una simple criatura. Contra ellos se reunió en Constantinopla, en el 381, un
nuevo gran concilio, que, previa confirmación de la fe nicena, proclamó la
divinidad del Espíritu Santo. Es muy discutido por los críticos si este concilio,
sin embargo, hubo redactado un nuevo símbolo, precisamente aquel que lleva su
nombre, añadiendo a la fórmula de Nicea algunos artículos sobre el Espíritu
Santo, puesto que también las actas conciliares auténticas de este concilio se
han perdido; los historiadores griegos no nos hablan una palabra, y San
Gregorio Nacianceno, que por algún tiempo presidió el concilio, mientras
confiesa la deficiencia del símbolo niceno en lo que respecta al Espíritu Santo,
mostró no conocer la nueva forma constantinopolitana más completa. Algunos,
por lo mismo, como Hort y Kunze, sostienen que el así llamado símbolo
constantinopolitano no es otro que el viejo credo bautismal de Jerusalén,
revivido por San Cirilo en el 362, a su vuelta del destierro, con la inserción de
los términos nicenos y de les nuevos artículos en torno al Espíritu Santo. De
Jerusalén se introdujo en la iglesia de Chipre, y nosotros lo encontramos citado
en el 374 (antes, por tanto, del concilio del 381) por San Epifanio en
su Anchoratus.

Otros, sin embargo, como recientemente Schwartz y Dom Capella, considerando


que el concilio de Calcedonia (451) reconoce claramente en el credo niceno-
constantinopolitano el símbolo de fe admitido por ciento cincuenta Padres de
Constantinopla entre las actas conciliares, opinan que el texto del llamado
símbolo fue uno de otros tantos formulados, que, como aquel afín de San Cirilo
de Jerusalén, fueron puestos bajo la fórmula del credo niceno y circulaban en la
segunda mitad del siglo IV por los ambientes eclesiásticos de Antioquia. Este fue
acogido por San Epifanio en el 374, y algún año después (381) por los ciento
cincuenta Padres de Constantinopla, hasta que más tarde su texto, sacado de las
actas del concilio, fue considerado como el credo definitivo del dogma trinitario,
y como tal, introducido después en la misa.

El nuevo símbolo, a principios del siglo VI, bajo el patriarca monofisita de


Constantinopla Timoteo (51:1-517), fue introducido en la liturgia bizantina
inmediatamente después de la anáfora, antes de la oración dominical. Su
iniciativa no sólo fue muy pronto imitada por las iglesias de Oriente, sino que al
poco tiempo cruzó el mar y fue adoptada por los visigodos de España en su
liturgia el año 589.

La iglesia de España erróneamente añadió al texto primitivo del símbolo niceno-


constantinopolitano, no sabemos precisamente dónde ni por quién, la
expresión Filioque (qui ex Paire Filioque pfocedit). Bajo los carolingios pasó a
las Galias, a Alemania y a Italia, donde en el 795 insertó el sínodo de Aquileya
el Filioque en su símbolo. En el 809, como consecuencia de las vivas
oposiciones de los griegos, un concilio de Aquisgrán discutió y aprobó su uso,
confirmado después por el papa León III, el cual, sin embargo, por una diferencia
con los griegos, no quiso admitirlo en el texto romano. Entró sólo más tarde, bajo
Benedicto VIII (1012-14), cuando el emperador Enrique obtuvo que en Roma
durante la misa se cantase el símbolo niceno-constantinopolitano.

Véase el prospecto de los tres símbolos antes citados para poder compararlos:

Símbolo Niceno (325) Credo de Jerusalén (348, Revisión de San Cirilo (362).


(Lietzmann, p.36) (Credimus Lietzmann, p.19.; Credimus Conc. de Constantinopla
in) in) (381). Conc. de Calcedonia
(451) (Lietzmann, p.26;
Credimus in)

1. — Unum Deum, Patrem 1. — Unum Deum, Patrem 1. — Unum Deum, Patrem


omnipotentem factorem omnipotentem factorem caeli omnipotentem factorem caeli
omnium, visibilium et et terrae, visibilium omnium et et terrae, visibilium omnium et
invisibilium. invisibilium. invisibilium.

2. — Et in unum dominum 2. — Et in unum dominum 2. — Et in unum dominum


Iesum Christum filium Dei, Iesum Christum filium Dei Iesum Christum filium Dei
natum ex Patre unigenitum, unigenitum, ex Patre natum, unigenitum, ex Patre natum
idest ex substantia Patris, Deum verum ante omnia ante omnia saecula, lumen de
Deum de Deo vero, genitum saecula, per quem omnia facta lumine, Deum verum de Deo
non factum, consubstantialem sunt. vero, genitum non factum,
Patri, per quem omnia facta consubstantialem Patri, per
sunt et in cáelo et in térra. Qui   quem omnia facta sunt.
propter nos nomines et propter
nostram salutem descendit, Qui incarnatus et homo factus Qui propter nos homines et
incarnatus est et homo factus est. propter nostram salutem
est. descendit de coelis, et
  incarnatus est de Spiritu
passus; sancto ex Maria virgine et
passus; homo factus est. Crucifixus
Et resurrexit tertia die. Et etiam pro nob i s sub
ascendit in cáelos. Et venturus Et resurrexit (a mortuis) tertia Pontio Ρi1ato, passus et
est iudicare vivos et mortuos. die. Et ascendit in cáelos et sepultus est. Et resurrexit tertia
sedet ad dexteram Patris. Et die secundum scripturas. Et
  venturus est cum gloria ascendit in caelum, sedet ad
iudicare vivos et mortuos, dexteram Patris. Et iterum
  cuius regni non erit finís. venturus est cum gloria,
iudicare vivos et mortuos,
    cuius regni non erit finís.

    3. — Et in Spiritum sanctum,
dominum et vivificantem qui
  3. — Et in Spiritum sanctum ex Patre procedit; qui cum
paraclitum, qui locutus est in Patre et Filio simul ado ratur
3. — Et in Spiritum sanctum. prophetis; et in unum baptisma et conglorificatur; qui locutus
paenitentia in remissionem est per propheias. Et in unam,
  peccatorum, et in unam, sanctam, catholicam et
sanctam, catholicam apostolicam Ecclesiam.
  Ecclesiam, et in carnis Confíteor unum baptisma in
resurrectionem, et in vitara remissionem peccatorum. Et
aeternam. expecto resurrectionem
mortuorum. Et vitam ventura
saeculi. Amen.

En la iglesia griega, el nicenoconstantinopolitano es el único símbolo en uso; en


la latina se canta hoy día solamente durante la misa; pero en Roma, en el siglo
VII, entraba también en el rito de la iniciación de los catecúmenos.

El símbolo atanasiano.

El símbolo Quicumque o atanasiano (fides S. Athanasii, fides catholica), más


que una formal profesión de fe, quiere ser una expresión teológica popular, una
especie de catecismo de los dos grandes misterios: de la Trinidad y de la
encarnación. Comprende, en efecto, dos partes bien distintas: la primera (v.1-26),
dirigida contra los errores arríanos, expone detalladamente el dogma trinitario
(unidad substancial y distinción de las tres divinas personas); la segunda (v.27-
40), dirigida, sin duda alguna, contra la herejía nestoriana y eutiquiana, desarrolla
el dogma cristológico (doble naturaleza de Cristo en la unidad de persona). Este
contenido nos ofrece ya algún dato alrededor sobre el origen
del Quicumque. Queda inmediatamente excluido que no puede ser su autor San
Atanasio. Este vivió a principios del siglo IV (295-373), en el período clásico de
la lucha contra los arríanos, pero mucho antes de los errores de Nestorio y de
Eutiques. Y a estas herejías parece que se hace una alusión tan clara, que es
necesario poner la redacción del Quicumque después de los concilios de Efeso
(431) y Calcedonia (451).

Por otra parte, los primeros testimonios absolutamente ciertos son del concilio de
Toledo del 633, que nos cita algunos versículos del mismo; dos cartas de San
Isidoro de Sevilla (+ 636) y el concilio de Autún (670), que lo llama Fides
Athanasii. Además, un examen de las obras de algunos escritores eclesiásticos
del sudoeste de las Calías (Lerins y Arles) sobre el siglo VI, como San Honorato
(+ 429), San Vicente de Lerins (+ 450), Fausto de Rietz (+ 493), San Cesáreo de
Arles (+ 543), nos muestran frases parecidas o paralelas a las del Quicumque, por
lo que no se andaría muy desacertado fijando la redacción del mismo en España o
en las inmediaciones de Arles o Lerins alrededor de la segunda mitad del siglo VI

La composición literaria del Quicumque se presenta con una fisonomía muy


propia, que la distingue de toda otra composición de este género y demuestra en
su autor una maestría singular. Escribe a este propósito Morin: "No se encuentra
antes del Quicumque una semejante ininterrumpida sucesión de proposiciones,
una parecida alineación de fórmulas simples, claras, como troncos en su
majestuosa severidad, que excluyen toda superfluidad oratoria y, sin embargo, se
coordinan tan armónicamente, según un ritmo lleno de gracia: un conjunto
artístico y, al mismo tiempo, de autoridad, que supone un maestro
perfectamente al corriente de la tradición doctrinal, pero habituado a vivir en
contacto con los clásicos, ya que puede decirse que el Quicumque es de
composición verdaderamente clásica en su concisión noble y escultórica; una
concisión, sin embargo, unida a tal claridad, que la mayor parte de los simples
fieles debían estar en condiciones de comprenderla y de retener su texto, al
menos en la época que fue compuesto."

En cuanto al autor del Quicumque, los críticos, descartada una paternidad


atanasiana, han propuesto varios nombres: San Agustín, San Eusebio de Vercelli,
Martín de Braga, San Cesáreo de Arles y San Ambrosio; este problema queda
todavía sin solucionar, si bien en estos últimos tiempos la hipótesis que lo
atribuye al gran obispo de Milán ha encontrado muchos y fervorosos candidatos.

Este símbolo gozó en toda la Edad Media de una autoridad indiscutible no sólo
como fórmula de fe, sino, sobre todo, como uno de los elementos principales de
enseñanza catequística. Muchos concilios prescribieron el aprenderlo de
memoria, poniéndolo en la categoría del Pater o del Credo, e impusieron a los
sacerdotes la obligación de explicarlo al pueblo. Por eso, los manuales de piedad
y los libros de horas lo traían casi siempre en texto latino o en traducción. Hoy
día, el Quicumque se recita solamente en los domingos a la hora de prima, en
donde parece lo introdujo Aitón de Reichenau (+ 836); en el pasado, sin
embargo, se recitaba también en otras circunstancias; en Corbie, por ejemplo, se
cantaba también en la procesión de las rogativas.

Las Doxologías.

La doxología (de δόξα = gloria), tomada en sentido nato, es una fσrmula


amplificada de alabanza y de glorificación a Dios. Entre los hebreos era de uso
común, especialmente al final de una eulogia o de una plegaria: Tibí est gloria in
sácenla saeculorumf amen, concluye la oración de Manases; y el salmo
40: Benedictus Dominus Deus Israel a saeculis et usque in saecula; fíat!
fíat! Esta piadosa costumbre pasó muy pronto a labios de los primeros fieles y a
los escritos apostólicos. Se puede decir que en la Iglesia antigua la doxología
como glorificación del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo tomó tal importancia,
que era considerada como la gran devoción católica en aquel tiempo. Todo se
concluye con una doxología: la anáfora especialmente eucarística, la plegaria
litánica, la de los fieles, los dípticos, los himnos, las homilías, las cartas, el Pater
naster, la salmodia.

He aquí algunas cláusulas doxológicas primitivas. En algunas de ellas, la


doxología se halla dirigida solamente al Padre o al Hijo, alguna vez al Padre y al
Hijo, en otras al Padre, mediante el Hijo, y en otras a las tres divinas personas:
"Regí... saeculorum immortali, mvisibili, solí Deo honor et gloria in saecula
saeculorum. Amen" (1 Tim. 1:17). "Ipsi (lesu Christo) gloria et nunc et in diem
aeternitatis. Amen" (2 Petr. 3:18; fin de la carta). "Sedenti in throno et Agno,
benedictio et honor et gloria et potestas in saecula saeculorum" (Apoc. 5:13).
"Solí Deo Salvatori nostro, per lesum Christum Dominum nostrum, gloria et
magnificentia, imperium et potestas ante omne saeculum et nunc et in omnia
saecula saeculorum. Amen" (lud. 25; fin de la carta). "Quoniam tua est virtus et
gloria in saecula" (Didaché 8.2; tomada del Pater noster). "Per puerum tuum
lesum Christum, — per quem tibí gloria et honor — Patri et Filio cum Sancto
Spiritu — in sancta Ecclesia tua, — et nunc et in saecula saeculorum. Amen"
(san hipólito, Traditio Apost.).

"De ómnibus Te laudo, Tibí benedico. Te glorifico per sempiternum et caelestem


pontificem lesum Christum, dilectum tuum Filium, per quem Tibí cum Ipso et
Spiritu Sancto gloria et nunc et in futura saecula. Amen" (Martyr. Polycarpi,
XIV; tomada de la plegaria de San Policarpo sobre el fuego).

Esta última doxología de San Policarpo (+ 155), que asocia indistintamente en


la glorificación de Dios Padre a las otras dos personas de la Santísima Trinidad,
se convirtió después del siglo II en el tipo de la doxología cristiana propiamente
dicha. De ésta son particularmente interesantes en el uso litúrgico tres formas
más amplias: El Gloria Patri et Filio... (doxología menor). El Gloria in excelsis
Deo... (doxología mayor). El Te Deum laudamus.

El "Gloria Patri."

La introducción del Gloria Patri fue ya atribuida a San Ignacio, al concilio de


Nicea, a San Atanasio o a Flaviano, el cabecilla del partido ortodoxo de
Antioquía. En realidad, sería inútil precisar su autor si se considera que
el Gloria es un simple desarrollo doxológico de la fórmula bautismal trinitaria
añadida a la cláusula final in saecula saeculorum, muy usada entre los hebreos
en la época apostólica. Bajo esta forma, la doxología menor aparece ya poco
después de la mitad del siglo II en el Martyrium Polycarpi: Cui sit gloria cum
Paire el Filio et Spiritui Sancto in saecula saeculorum. Amen. Al final de este
mismo siglo, en el Evangelium Thomae, y mucho después en el siglo siguiente, la
fórmula citada viene integrada por aquella que entre los orientales quedará
después invariable: Gloria Patri et Filio et Spiritui Sancto, et nunc et semper et
in saecula saeculorum. Amen.

Hacia el 350, en la época de las heroicas luchas entre católicos, arríanos y


macedonianos, la doxología menor atraveso el período más brillante de su
historia, habiendo servido como contraseña de los ortodoxos para proclamar
su fe en la igualdad, de las tres divinas personas. San Basilio, en efecto, en la
famosa carta Ad Amphilochium defendió por mucho tiempo su valor dogmático y
tradicional, contra la otra doxología preferida por los arríanos: Gloria Patri, per
Filium in Spiritu Sancto, la cual, si bien no era por sí misma errónea, sin
embargo la empleaban ellos indebidamente, conforme a sus falsas doctrinas.

La cláusula sicut erat in principio es una adición posterior, propia solamente de


las iglesias occidentales, excluida España. El concilio de Vaison (529), que fue el
primero que la hizo conocer, informó que fue introducida en el Oriente como
protesta contra el arrianismo. Por el contrario, es cierto que los orientales no la
aceptaron jamás, aunque se dolieron de ello más de una vez con los
latinos. El uso romano la adoptó en la segunda mitad del siglo V, sobre la base
de una supuesta carta de San Jerónimo al papa Dámaso, entonces considerada
como auténtica, a la cual probablemente se debe la introducción de la doxología
integral al final de los salmos del oficio, que la carta recomendó
calurosamente ut fides 38 Niceni concilii et nostro ore parí consortio declaretur.

En el uso extralitúrgico, el Gloria Patri fue siempre considerado como una de las


fórmulas más populares. En la Edad Media se acostumbraba a terminar con ella
las predicaciones, y el pueblo, principalmente en Alemania, que retenía la
primera parte como una profesión de fe, no dejaba jamás, al recitarla, de signarse
con la señal de la cruz.

El "Gloria in excelsis Deo."

El Gloria in excelsis Deo (doxología mayor, Hymnus angelicus) es, sin duda


alguna, uno de los cánticos más inspirados, de creación completamente cristiana,
que tiene nuestra liturgia. Su texto se encuentra, en primer lugar, en el libro
quinto de las llamadas Constituciones Apostólicas (hacia el 380), bajo el nombre
de ύμνος ορθρινός (= himno de la mañana), y más tarde, en el apéndice al Codex
Alexandrinus de la Biblia (siglo V), pero con diferencias substanciales, como se
puede ver en el esquema siguiente:

Const. App. VII:47. Cod. Alex.

1. — Gloria in excelsis Deo et in térra pax 1. — Gloria in excelsis Deoet in térra pax,
hominibus bona voluntas?
hominibus bona voluntas?
2. — laudamus te, glorificamus te, adoramus
2. — laudamus te, himnodicimus te, te,
benedicimus te, glorificamus te, adoramus te,
3. — gratias agimus tibí
3. — per magnum Pontificem te, ens
(τον οντά) deum, in·genitum, unum, 4. — propter magnam gloriam tuam.
inaccessibi le solum,
5. — Domine, rex caelestis Deus Pater
4. — propter magnam gloriara tuam. omnipotens.

5. — Domine, rex caelestis Deus Pater 6. — Domine Fui unigenite Iesu Christe et
omnipotens. sánete Spiritus.

7. — Domine Deus Pater Domini Agni


immaculati Domine Deus, Agnus Dei, Filius Patris,

8. — Qui tollis peccatum mundi suscipe 8. — Qui tollis peccata mundi miserere nobis.
deprecationem nostram.
9. — Qui tollis peccata mundi, suscipe
10. — Qui sedes super Cherubim. deprecationem nostram.

11.—Quoniam tu solus sanctus, tu solus 10. — Qui sedes ad dexteram Patris, miserere
Dominus, nobis.

12.—Deus et Pater lesu Christi. 11.—Quoniam tu es solus sanctus, tu es solus


Dominus, lesu Christe.
13.—Dei omnis creatae naturae, regis nostri,
14.—in gloria Dei Patris,
14.—per quem tibi gloria,

honor et adoratio.

Como se ve, el texto de las Constituciones no habla nada del Espíritu Santo; y la


persona del Hijo, en cuanto que es llamado "Dios de todo lo creado," casi
desaparece en la glorificación de Dios Padre; lo que hace fundadamente
sospechar una influencia arriana y ligada, como se ve por lo demás en toda la
obra del anónimo compilador de las Constituciones. Sin embargo, el texto
alejandrino se presenta como una glorificación del Padre, unido a la plegaria del
Hijo, santo como El, Señor como El, mientras que la mención del Espíritu Santo
fue inserta en la mitad del texto en lugar del final, donde fue puesta más tarde,
diciendo esto: Domine, Fili unigenite et Sánete Spiritus. Es fácil, por lo tanto,
deducir que de los dos escritos, el primitivo y auténtico no puede ser más que el
segundo. En las Constituciones fue, sin duda alguna, interpolado, con el fin de
corregir o eliminar de la fórmula doxológica las frases más importantes
relacionadas con la divinidad de Cristo y su substancial igualdad con el Padre.

Los liturgistas modernos se inclinan a hacer remontar el origen del Gloria a la


primera época cristiana. Corrobora esta hipótesis no sólo la rítmica del himno, su
forma literaria y el concepto teológico, análogo perfectamente a la literatura
eclesiástica primitiva, sino también una serie de características y el testimonio de
los escritores del período subapostólico, como San Ignacio, Arístides, San
Policarpo y San Justino. No puede decirse con esto que el Gloria entrase
entonces en el diseño litúrgico de la misa. Es cierto también que se introdujo en
él mucho tiempo después, quizá bajo el papa Símaco (+ 514), derivándolo de la
liturgia bizantina. Los documentos más antiguos, como las Constituciones, el De
virginitate (siglo IV), el Cod. Alexandrinus, las Reglas de San Cesáreo y de San
Aureliano, lo asignan a la liturgia matinal; tal debió de ser el uso antiquísimo en
todas las iglesias. La liturgia de Milán, con un texto muy afín al de
las Constituciones, lo tuvo en el oficio de laudes hasta el final del siglo XVI; los
griegos lo conservan todavía.

En el uso extralitúrgico, la gran doxología desde el siglo X fue considerada,


como lo es en verdad, mejor que el Te Deum, el himno por excelencia de la
acción de gracias a pon las circunstancias más solemnes, públicas y privadas.
Así, en el hallazgo del cuerpo del mártir Malosus, cuenta Gregorio de Tours, el
pueblo y el clero cantaron el Gloria, como igualmente lo cantó el papa León III
en Francia cuando fue recibido allí por Carlomagno. Precisamente este aspecto
particular de fórmula de saludo litúrgico que tuvo en la antiguedad el Gloria, fue
lo que inspiró la rúbrica del IV OR, según el cual el pontífice lo entonaba,
dirigido al pueblo, como el Pax vobis y otras fórmulas semejantes.

El "Te Deum."

Afín en el tema litúrgico a las doxologías es el Te Deum (Hymnus


ambrosianus), que por esto se le llama algunas veces en los manuscritos Hymnus
S. Trinitatis. En él se alaba a Dios Padre en el cielo por medio de los ángeles y
santos; en la tierra, por boca de la Iglesia, que le adora junto con el Hijo y el
Espíritu Santo; se glorifica al Verbo encarnado y su obra de redentor; se implora
la misericordia de Dios. El himno muestra, por lo tanto, estar dividido en tres
partes, aunque no perfectamente unidas entre sí.

La primera (v.1-13) termina con una especie de doxología: Te per orbem


terrarum sancta confitetur Ecclesia. Patrem immensae maiestatis, Venerandum
tuum verum et unicum Filium, Sanctum quoque paraclitum Spiritum.

La segunda (v. 14-20) termina con la última invocación al Hijo: Te, ergo,


quaesumus...

La tercera (v.21 al fin) comprende una serie de versículos derivados de los


Salmos que en principio solían unirse a él y finalmente quedaron incorporados al
mismo. Esta división se halla confirmada por los análisis melódicos y rítmicos
del texto. La melodía, en efecto, cambia, respectivamente, en los versículos 14 y
21, y en cuanto al ritmo, solamente las cláusulas métricas de la segunda parte
muestran toda una exacta conformidad con las leyes del cursus, mientras las de
la primera se corresponden en él.
Estas particularidades tienen su peso en la cuestión hasta ahora tan debatida sobre
el origen del Te Deum. Descartados definitivamente los nombres legendarios de
San Ambrosio y San Agustín y la hipótesis de una tradición del griego, algunos
de los críticos modernos (Cagin, Agaesse, Blume, Cabrol y Wagner) lo hacen
remontar hasta más allá del 250 y encuentran trazos del mismo en San Cipriano y
en la Passio S. Perpetuae; otros, sin embargo, con Morin (Burn, Zahn,
Kattenbusch, Kirsch y Batiffol), lo sitúan en una época bien posterior,
identificando su autor con Nicetas, obispo de Remesiana o Romatiana, en la
Dacia (fe.414). La cuestión puede difícilmente aclararse con la traducción
manuscrita, porque los códices más antiguos (26 en total), como el Psalterium
vaticano (Regin. XI, siglos VII-VIII) y el Antifonario de Bangor (siglo VII), lo
traen bajo títulos anónimos; por ejemplo: Hymnus ad matutina dicendus die
dominico; los demás, de fecha posterior, lo atribuyen diversamente o a San
Hilario (dos cód.), o a San Ambrosio y San Agustín (48 cód.), o a un Nicetas o
Nicencio, obispo (12 cód.), y también a un Sisebuto, monje (siete cód.). En favor
de Nicetas de Remesiana está el testimonio de una familia importante de códices,
los Carmina, de San Paulino de Nola, que elogia el talento del obispo amigo, y
finalmente diversos trozos interesantes, si no propiamente decisivos, que se
encuentran en sus obras con la fraseología del Te Deum. No puede negarse, sin
embargo, que la escasa homogeneidad lógica del texto, la marcada diferencia de
pensamientos, de ritmo, de melodía, entre las diversas partes, hacen dudar que
el Te Deum sea, más bien que una composición original, una reunión de trozos
que pertenecen a diversas edades del siglo III al V. Cagin se inclina a ver en él
restos de una antiquísima anáfora latina.

El Te Deum en el siglo VI se usaba, junto con el Gloria in excelsis, como un


canto del oficio matutino de cada domingo del año. San Cesáreo (+ 527), San
Aureliano de Arles (+ 545) y San Benito (526) lo prescriben en este sentido en
sus Reglas monásticas. No es fácil conocer, a este respecto, la antigua práctica de
la iglesia romana. Amalario, en el siglo VIII, atestiguaba que en Roma, en San
Pedro, el Te Deum en el oficio no se decía más que en unas pocas fiestas
aniversario de los papas mientras, como norma, después de la nona lección de
maitines, se añadía un conocido responsorio. En San Juan de Letrán, sin
embargo, era de regla cantarlo siempre.

En la liturgia céltica, el Te Deum se usaba como canto eucarístico; el antifonario


de Bangor lo titula Hymnus quando communicant sacerdotes. Y también en la
Galia prevaleció este carácter y fue adoptado como la expresión de la acción de
gracias dadas en común. Encontramos el primer ejemplo de ellos en Auxerre, en
el año 740, con ocasión del traslado del cuerpo de San Germán. Con tal carácter
pasó a la liturgia romana. El Pontifical romano lo prescribe en la terminación de
la consagración de los obispos, abades, reyes y reinas. Como fórmula de
alabanzas y de reconocimiento a Dios, el Te Deum tiene, bien puede decirse, una
historia de epopeya, puesto que en los momentos más solemnes de la historia de
los pueblos cristianos fue el canto triunfal de júbilo y de victoria.

Fórmulas doxológicas menores.

Entre las fórmulas doxológicas menores debemos recordar las dos siguientes: El
"Te decet laus." — Breve aclamación trinitaria, cuyo texto según la Regla
benedictina es éste: Te decet laus, Te decet hymnus, Tibí gloria Deo Patri Et
Filio, cum sancto Spiritu in saecula saeculorum. Amen.

Este himno doxológico, en las Constituciones Apostólica estaba señalado para el


oficio vespertino; en las liturgias occidentales fue acogido solamente en
el cursus benedictino; San Benito lo prescribe como canto doxológico después de
la lectura del evangelio, y en las vigilias dominicales, antes de las laudes. El uso
litúrgico es paralelo después a la antífona post evangelium del rito milanés y a las
diversas aclamaciones que en la misa siguen a la lectura del sagrado texto en las
liturgias galicana y mozárabe. En suma, por todas partes donde los ritos
orientales tuvieron alguna influencia. En el siglo XII, el Te decet laus entró a
formar parte también de la vigilia papal, como himno de recambio, en vez del Te
Deum, con el cual se terminaba justamente el primer oficio nocturno en los días
de oficio doble. Actualmente ha desaparecido de la liturgia romana.

2.° El trisagio. — Es preciso distinguir con los griegos el epinicio (επινίκιος =


canto de victoria) que termina nuestro prefacio, del trisagio propiamente dicho,
que en Oriente da comienzo a la acción litúrgica antes de las lecturas y entre los
latinos está reservado a la adoración de la cruz en la Parasceve. Es cantado por
dos coros, alternativamente en griego y en latín, con los llamados improperio.

El trisagio aparece de un modo seguro, pero fuera del uso litúrgico, en la época


del concilio de Calcedonia (451); sin embargo, su introducción en el formulario
de la misa bizantina, atribuida falsamente a Precio (+ 447), es de finales del siglo
V o de principios del siglo VI. La adición hecha en él por Pedro Fullone,
patriarca de Antioquía, Qui crucífixus es pro nobis, produjo graves tumultos por
el sentido herético teopasquita que le daba, como si Cristo hubiese sufrido
también como Dios. Intervino en la controversia Félix III (+ 492), quien,
reprobando la fórmula y el sentido que le diera Fullone, volvió, sin embargo, a
darle al trisagio su primer significado trinitario, con que fue más tarde aceptado
por la liturgia latina del Viernes Santo, pero con intención cristológica y con
particular relación al Redentor crucificado. La adición recriminada ha
permanecido hasta ahora entre los ármenos, quienes se obstinaron en
mantenerla, a pesar de los repetidos avisos de los papas, como los de Gregorio
VII y los de Gregorio XIII. Ellos lo justifican diciendo que lo cantan en memoria
del Hijo; pero el contexto de la misa demuestra claramente que va dirigido a
toda la Santísima Trinidad.

Las Fórmulas de la Plegaria.

Las "Orationes."

Ya desde el principio, uno de los papeles más importantes reservado al obispo o


al sacerdote que presidia la sinaxis fue el de hacerse intérpretante Dios de los
sentimientos de fe, de adoración y de súplica comunes a todos los fieles,
dirigiendo a El en su nombre las fórmulas solemnes de la plegaria colectiva.

Esta, en la primera edad cristiana, entraba en la línea de un sugestivo cuadro


ritual que debía influir poderosamente para el recogimiento y en dar a la vista un
eficaz relieve, a tono con la importancia del acto. El oficiante, con una breve
alocución, invitaba a los fieles a orar, sugiriendo la intención precisa que debían
dar a su plegaria. Por ejemplo:

Oremus, dilectissimi ñolas, pro Ecclesia sancta Dei, ut eam Deus et Dominus
noster pacificare, adunare et custodire dignetur toto orbe terrarum...

Entonces, en medio del silencio más profundo, todos adoptan la postura ritual de
la plegaria: la persona, es de cir, el cuerpo en pie, los brazos levantados, las
manos abiertas, la mirada hacia el Oriente. O bien, en ciertos determinados días,
después del aviso del diácono, Flectamus genua, todos se ponen de rodillas y
oran en silencio, hasta que, después de algún tiempo, a un segundo
aviso, Lévate (levantaos), el sacerdote acepta los comunes sentimientos en una
breve fórmula, collecta, y la entona en alta voz: Omnipotens sempiterne Deus,
qui gloriam tuam ómnibus in Christo gentibus revelasti, custodi opera
misericordiae tuae; ut Ecclesia tua, toto orbe diffusa, stabili fide m confessione
tui nominis perseveret. Per eumden Dominum...

Al final, todos exclaman: Amen! De este género son las oraciones solemnes del
Viernes Santo, en uso común en las iglesias de Occidente todavía a principios del
siglo V; las oraciones de las vigilias en las misas de las cuatro témporas y de la
noche de Pascua, así como numerosas fórmulas de la liturgia mozárabe y
galicana. En su origen, todas las plegarias debían ser así. No sabemos decir
cuándo se introdujo la táctica de suprimir la plegaria en silencio después de la
intimación diaconal. Una rúbrica del sacramentarlo de Cambrai hace suponer que
en el siglo IX todavía estuvo en uso en las Galias: Oremus, Dicit diaconus:
Flectamus genua. Postquam oraverint, dicit: Lévate; postea dicit sacerdos
orationem.

Pero no siempre, como diremos, la rúbrica permitía arrodillarse; en tales casos


bastaba sólo la invitación del celebrante: Oremus. Así es fácil comprender cómo,
abreviando su pequeño exordio y los sucesivos breves momentos de intervalo,
aquel Oremus debía poco a poco convertirse en una simple fórmula introductoria
de su oración. Esta, en efecto, es la fórmula de la oratív, como la llama el misal,
que es la que ha quedado casi exclusivamente en uso, al menos desde el siglo V,
en la misa romana, en el breviario y en el ritual de los sacramentos y
sacramentales. Consiste en una simple invitación genérica a
orar: Oremus, dirigida a los fieles por el celebrante y seguida inmediatamente por
la fórmula eucológica que él pronuncia en voz alta.

Es muy difícil precisar cuándo ni dónde se comenzó a introducir en el ordinario


de la misa las fórmulas variables cantadas del misterio del día o del santo
conmemorado (collecta, secreta, postcommunio). Probst cree que en tiempo de
San Dámaso (366-384) y en la iglesia de Roma; pero otros, y con mayor
probabilidad, lo consideran como una novedad del siglo V, más bien fuera de la
ciudad de Roma, en África quizá o en las Calías, y sólo más tarde entró a formar
parte en el uso litúrgico de Roma.

Estudiando la composición de las oraciones contenidas en los antiguos


documentos y libros litúrgicos, se manifiesta que su texto fue compuesto en
rigurosa conformidad con ciertos principios litúrgico-literarios de la mayor
importancia.

Uno de éstos afecta a la Persona Divina a la que van dirigidas las oraciones. Se
puede decir que, desde los tiempos apostólicos, la Iglesia, con arreglo a la
enseñanza expresa del Divino Maestro, ha constituido como una ley el dirigir
toda plegaria al Padre, interponiendo la mediación de Cristo, su Hijo. San Pedro
escribía: In ómnibus honorificetur Deus per Dominum nostrum lesum Christum,
San Clemente: Tibí, Domine, confitemur per Pontificem et Patronum animarum
nostrarum lesum Christum,y Tertuliano: Orationem et actionem gratiarum apud
Ecclesiam per Christum lesum catholicum Patris sacerdotem. La anáfora de San
Hipólito es un bello ejemplo de ello: Gratias ubi rejerimus, Deus, per dilectum
puerum tuum lesum Christum. Esta mediación sacerdotal de Cristo en la piedad
litúrgica aparece ya clara en Orígenes de tal forma, que parece la misma plegaria
de Cristo. Parece, sin embargo, que en el siglo III hubo una corriente de piedad
popular inclinada a dirigirse directamente a Cristo. Puede ser una prueba de ello
la supresión hecha por Pablo de Samosata en su iglesia de todos los himnos
compuestos en honor de Cristo, con el pretexto de que eian muy modernos. En
realidad, la plegaria y los himnos, dirigidos directamente a Cristo, como Hijo de
Dios, se remontan a los orígenes mismos de la Iglesia. La conocida carta de
Plinio donde se habla del carmen Christo, quasi Deo, dicere secum invicem por
parte de los cristianos de Bitinia en el servicio dominical, y el texto del Gloria in
excelsis Deo, son una demostración de ello.

De todos modos, a finales del siglo IV encontramos ya consolidado en sus justos


términos el principio fundamental de la plegaria litúrgica. El concilio de Hipona,
en el sanciona que nemo in precibus, vel Patrem pro Filio, vel Filium pro Patre
nominet; et cum altari assistitur, semper ad Patrem dirigatur oratio El concilio
precisa que la oratio debió ser dirigida al Padre, especialmente quando altari
assistitur, es decir, durante la misa, porque Jesucristo tiene la mismísima función
de sacerdote y de víctima que tuvo en la cruz.

Apoyada en este principio se inspiró la composición litúrgica romana en su


período clásico. Numerosas fórmulas de los sacramentarles leoniano y gelasiano
se encuentran todas dirigidas al Padre. En el gregoriano, sin embargo, se nota ya
una cierta oscilación. Con todo esto, Lietzmann sostiene que también las
oraciones del Adviento, que en nuestro misal tienen la cláusula final Qui
vivís, fueron en su origen dirigidas al Padre.

Nótese, también, cómo en la conclusión de las oraciones per Dominum nostrum


lesum Christum, Filium tuum, qui tecum vivit et regnat in unitate Spiritus Sancti,
Deus, per omnia... las dos frases Filium tuum y Deus fueron unidas más tarde,
faltando en el leoniano y en la antigua misa ambrosiana. Se quiere,
evidentemente, poner de relieve la divinidad del Hijo contra las doctrinas
amanas.

También el esquema de las oraciones merece una particular atención. Todas,


incluidas también la secreta y la postcommunio, pueden agruparse bajo dos
grandes tipos:

a) Un tipo simple, casi primitivo, que se limita a expresar el objeto substancial de
la plegaria. Por ejemplo: Praesta, Domine, fidelibus luis, ut ieiuniorum veneranda
solemnia, et congrua pietate suscipiant et secura devotione percurrant. Per...
(Miércoles de Ceniza.)

Las oraciones de este tipo son muchas y diversas. Generalmente comienzan con
las fórmulas verbales: Da nobis... Adesto... Concede... Exaudí... Augeatur...
Conferat... Laetetur... Fíat... o con un substantivo que designa directamente la
gracia solicitada: Auxilium... Benedictionem... Gratíam... Praeces... Ecclesiam...
b) El otro tipo, más complejo, desarrolla más ampliamente la fórmula, sea la
invocación de Dios, poniendo en ella los atributos: Omnípotens, sempiterne,
Deus, o una proposición predicativa entera: Deus, quí omnipotentiam tuam
parcendo máxime et miserando manifestas... sea en el desarrollo de la petición
que la enriquece con los complementos de paralelismos y de antítesis. Por
ejemplo: Deus, qui hurnanae substantiae dignitatem et mirabiliter condidisti. et
mirabilius reformasti, da, quaesumus, nobis, eius divinitatis esse consortes qui
humanitatis nostrae fieri dignatus est particeps.

Alguno ha creído clescubrir en estos artificios influencias hebreas o helenísticas;


pero probablemente los compositores de nuestras fórmulas, a pesar de inspirarse
en modelos paganos, han expresado simplemente en forma noble y literaria la
riqueza de su gran pensamiento cristiano.

Se pone de relieve una norma que con mucha frecuencia ha guiado al compositor
litúrgico: la de comenzar la fórmula con una palabra que pone inmediatamente en
evidencia el carácter peculiar de la fórmula misma en relación con la acción
ritual a que va destinada. Por ejemplo, la secreta comienza generalmente con
términos alusivos a la ofrenda de los dones: Accepta... Accipe... Acceptum...
Hostia... Haec hostia... Oblatio... Oblationes... Oblata... Haec oblatio...
Sacrificium... Sacrificio... Haec sacrificia... Muñera... Muneribus... Réspice... Las
postcomuniones poseen su incipit, tomado de la fraseología de la comunión:
Corpus ... Divina ... Divini ... Haec communio... Quos... Satiasti (reficis)..,
Refecti... Repleti ... Sacramenta ... Sacramentum... Sacramentis... Sumat...
Sumentes... Sumpsimus... Sumpta... Sumpto...

Naturalmente, no se trata de una regla absoluta. Muchas fórmulas del ofertorio y


de la comunión prescinden de estas cláusulas; también porque en diversos casos
el compositor, haciendo abstracción del cuadro ritual, se ha inspirado en el
misterio en la fiesta del día.

Otro criterio fundamental observado rigurosamente en la composición de las


antiguas oraciones litúrgicas es el del ritmo o cursus. Esta se manifiesta, sobre
todo, en la conveniente disposición de los diversos miembros; por norma general,
de dos a cuatro, de forma que éstos resulten bien proporcionados entre sí y
expresen simultáneamente un pensamiento completo.

Mas la acción del cursus se ejercita, sobre todo, en las cadencias, ya sean


incidentales, ya finales de la oración. Se entiende por cursus, escribe Dom
Mocquereau, ciertas sucesiones armoniosas de palabras y de sílabas usadas por
los prosistas griegos y latinos al final de las frases y de los miembros de frase
para obtener diversas cadencias de efecto agradable al oído y al oyente. Si estas
sucesiones de sílabas están basadas sobre la cuantidad, el cursus es métrico; pero
si se hallan basadas en el acento o en el número de las sílabas, el cursus es
rítmico. En los siglos IV-V, presunta época de nuestras más antiguas oraciones, y
en los dos siglos siguientes, el puro cursus métrico de los tiempos clásicos
(Cicerón) había dado lugar a un cursus mixto, compuesto en parte por cláusulas
métricas y en parte rítmicas. De estas últimas, por ejemplo, el sacramentario
leoniano, (en un total de 1030 cadencias) tiene 242 (23-8 por 100), mientras 775
son métricas (76,2 por 100).

Mediante la combinación de estos cursus principales y de algunos otros pocos


secundarios, los antiguos compositores supieron dar una extraordinaria viveza y
sonoridad a las oraciones litúrgicas, las cuales, dotadas de un concepto siempre
elevado, de un estilo siempre lapidario, de una fraseología robusta, vinieron a
resultar verdaderas joyas de la literatura cristiana. Sirva como ejemplo la colecta
del domingo séptimo después de Pentecostés con sus signos métricos: Deus cuius
providentja in sui dispositi one non fallitur (c. tardus) te supplices exoramus (c.
velox) ut noxia cuneta submoveas (c. tardus) et omnia nobis pro futura concedas
(c. planus).

Afines a las oraciones de las que hemos hablado hasta aquí son algunas otras
fórmulas que o forman parte del ritual sacramentarlo o sirven para la bendición
de algunos elementos: aceite, agua, etc.; mas se presentan con un texto de
desarrollo amplio, discursivo. Mientras a las primeras (colectas) podemos
llamarlas fórmulas sintéticas por su brevedad, las otras podrían llamarse fórmulas
analíticas.

También en las fórmulas analíticas encontramos substancialmente el tipo y la


estructura de la oratio: una invocación a Dios predicativa de sus atributos, la
petición de alguna gracia y la depreciación final por los méritos de Jesucristo.

La plegaria litánica.

La letanía (λιτή — sϊplica; en latín, letanía) era una fórmula de plegaria


colectiva, pero sencilla y popular, dicha por lo general antes de la despedida de
les catecúmenos, de cuya ejecución estaba encargado normalmente el diácono o
uno de los lectores, Estos, sin recitar una verdadera y propia fórmula eucológica,
se limitaban a enumerar sucesivamente ante la asamblea una serie de demandas y
de deprecaciones, a cada una de las cuales el pueblo respondía con una palabra de
súplica: Kyrie eleison; Domine, miserere: Te rogamus, audi nos, o semejantes.
El origen de la plegaria litánica se confunde con el de la plegaria sacerdotal antes
descrita, que tiene como autor a San Pablo; si no es más bien una derivación
del Shemoneh Esreh, propia del servicio litúrgico sinagogal. También las
liturgias paganas la conocían. Lo podemos deducir por cuanto narra Lactancio en
torno a Licinio, el cual, en el 313, antes de entrar en batalla con Maximino Daza,
hizo cantar a sus tropas las siguientes invocaciones litánicas: Sánete Deus, te
rogamus. Summe Deus, te rogamus. Summe, sánete Deus, preces nostras exaudí.
Brachia nostra ad Te tendimus, exaudí sánete, summe Deus.

La plegaria litánica en la misa, separada de la oratio fidelium en época que no


puede precisarse, aparece a finales del siglo IV en las Constituciones
Apostólicas, en la Peregrinatio, de Eteria, y entra en el esquema de todas las
liturgias, sean orientales u occidentales. El texto conservado en la iglesia
milanesa se remonta probablemente hasta la época de las persecuciones. He aquí
un ejemplo: Pro Ecclesia tua sancta catholica.. quae hic et per universum
orbem Precamur Te, Domine, miserere! Pro virginibus, viduis, iter orphanis,
captivis, ac poenitentibus; Precámur Te, Domine, miserere! Pro navigantibus, iter
agentibus, in carceribus, in vinculis, in metallis, in exilio constituís; precamur Te
Domine miserere! Pro his qui diversis infirmitatibus detinentur, quique spiritibus
vexantur immundis; Precamur Te, Domine, miserere!

No puede ponerse en duda que existiese también un formulario semejante en la


liturgia romana y se recitase en diversas ocasiones. La Traditio (a.216) nos lo
dice expresamente, aunque no nos dé el formulario del mismo (258). A finales
del siglo V se recitaba también, porque el papa Félix II (+ 492), tratando de los
obispos o sacerdotes caídos en grave pecado, dispuso que in paenitentia, si
resipiscunt, lacere convenient; nec orationi, non modo fidelium, sed ne
catechumenorum quidem omnimodis interesse cierres finales de las
llamadas "letanías de los santos" debían formar el fondo de la misma.

Este último tipo característico de plegaria litánica — las letanías de los santos —,
que viene a ser tan popular en la Iglesia, hay que considerarlo separadamente,
según los diversos elementos que lo componen. Tenemos, en efecto, una serie
distinta de invocaciones de los santos (Sancta Maria, S.loannesBaptista,S.Ioseph,
S. Petre...), y de deprecaciones (Propitius esto... Ut nobis parcas... Ut
ecclesiam... Te rogamus audi nos dirigidas directamente a Dios. Estas últimas,
como se dice, constituyen ciertamente el núcleo litánico primitivo, y pueden, en
cuanto a la substancia, remontarse hasta la época gregoriana; pero las repetidas
invocaciones santorales, seguidas de una aclamación de súplica, muy comunes en
Oriente a finales del siglo V, no existían probablemente antes del siglo VIII en
Occidente. Sin duda alguna, la plegaria dirigida a los santos para que intercedan
en nuestro favor delante de Dios es antiquísima; nace, se puede decir, con el culto
de los mártires. Los antiguos epitafios cristianos nos han dejado ejemplos
numerosos e interesantes, y los Santos Padres lo atestiguan largamente; pero
un formulario tan típico y preciso como nos ha presentado la letanía en cuestión,
con los santos divididos en series, acusa un maduro desarrollo eucológico y
presupone un culto de los santos ya muy difundido, haciendo suponer un tiempo
no anterior a los siglos VI y VII. En efecto, la arcaica letanía romana contenida
en el Ordo de San Amando, y que pudiera pertenecer al siglo V-VI, trae apenas
siete nombres de santos.

Bishop cree poder demostrar que el texto más antiguo de las letanías de los
santos fue compuesto en griego en Rema, en tiempo del papa Sergio (687-701),
de donde despues pasó a Inglaterra y a Irlanda, traducido al latín, en el misal de
Stowe (siglo VIII). En las Galias, el sacramentarlo de Gellone, escrito en la
segunda mitad del siglo VIII, contiene una letanía de los santos para cantarla en
la función bautismal de la vigilia de la Pascua, y Amalarlo, a principios del siglo
siguiente (c. 830), atestigua que parecidas letanías estaban ya en uso en su
tiempo. En Roma y en otras partes, antes y después de la bendición de la fuente,
se repetía la invocación de la letanía siete, cinco, tres veces seguidas: eran las
llamadas letanías septena, quina, terna.

Como puede comprenderse fácilmente, el texto de las letanías santorales en uso


entre las diversas iglesias, aparte de un pequeño fondo común, no era en todas
partes uniforme; cada uno le añadía santos particulares, y algunas veces en
número verdaderamente exorbitante. En un fragmento de ritual escrito por
Angilberto, abad de San Riquier (c.805), que prescribe que en la procesión de las
rogativas los monjes, después de los cantos de los salmos, faciant
laetanias, primo Gallicam, secundo Italicam, npvissime vero romanam. Cuáles
fueron estas diversas letanías es difícil saberlo.

Actualmente se tienen para el uso litúrgico tres formas de letanías de los santos.
La primera, la más común de todas, está prescrita por el misal, por el ritual y por
el pontifical en multitud de circunstancias, como en las rogativas, en las
especiales procesionales de penitencia (por carestía, sequía, guerras, etc.), en el
rito de la ordenación, en las traslaciones de las reliquias durante los solemnes
exorcismos y en la función de las Cuarenta Horas; la segunda, algo más breve
que la anterior, se canta en la función bautismal del Sábado Santo; la tercera,
finalmente, que trae pocos santos particulares, se recita en la recomendación del
alma.

La oración de los fieles.

Distinta de la plegaria litánica o diaconal, confiada por regla general al diácono,


que la cantaba antes de la despedida de los catecúmenos, está la oración de los
fieles, es decir, la solemne plegaria en común que los cristianos hacían "después
de la lectura de los libros sagrados, bajo la dirección misma del obispo, porque,
como amonesta muy bien San Hipólito, solamente los bautizados podían hacerla.
Era su plegaria oficial, a la que llamaban a participar espiritualmente a todas las
clases de la gran familia cristiana. De aquí recibe también el nombre de prex
universal o gran intercesión, porque se recogían en ella todos los más
importantes objetivos de plegaria que podían interesar a la Iglesia. Y porque el
primero de ellos era la paz, todas las plegarias del grupo fueron también llamadas
"irénicas."

No hay duda alguna de que la prex, así como también la plegaria litánica con la
que va substancialmente unida, están íntimamente relacionadas con las
disposiciones litúrgicas dadas por San Pablo a Timoteo acerca de la traducción en
formularios tradicionales y practicados universal y uniformemente en las iglesias,
lo mismo occidentales que orientales. De ellas, en efecto, podía escribir San
Celestino I que ab apostolis traditae, in toto mundo atque in omni ecclesia
catholica, uniformiter celebrantur.

No todos los puntos presentan el carácter de quien posee igual antiguedad.


Excluyendo el cuarto y el noveno, se puede decir que los demás reflejan un
período anterior a la paz. Baumstark los considera de la época de San Cipriano y
San Cornelio, cuando se comenzaba a hablar el latín en la liturgia. El sexto, sin
embargo, que es distinto de los demás por su latín estilizado, tiene probablemente
en sus orígenes una forma diversa y un desarrollo mayor. La plegaria por los
judíos es una característica de la prex romana. La pro paganis reclama el tiempo
en que la Iglesia, establecida en las ciudades, se esfuerza por rendir a la fe a los
gentiles de los pueblos. Los puntos séptimo-noveno se nos han dado a conocer en
una redacción más arcaica y más amplia, porque comprendía también a los
penitentes de la citada carta de San Celestino a los obispos de las Galias, hacia la
mitad del siglo V: ... sanctarun plebium praesules... tota secum Ecclesia
congemescente. postulant et precantur: — ut infidelibus donetur fides, ut
idololatrae ab impietatis suae liberentur erroribus; — ut iudaeis, ablato cordis
velamine, lux veritatis appareat; — ut haeretici catholicae fidei perceptione
resipiscant, ut schismatici spiritum redivivae caritatis accipiant; — ut lapsis
poenitentiae remedia conferantur, ut denique catechumenis, ad regenerationis
sacramenta perductis, caelestis misericordiae aula reseratur.

La oratio fidelium en la liturgia romana, como en las demás liturgias, ha


conservado el solemne cuadro ritual de la antigua plegaria oficial. Cada una de
las intenciones es primero enunciada y explicada por el celebrante en una breve
fórmula invitatoria, y después de que cada uno ha dirigido a Dios en silencio su
plegaria, el celebrante resume la oración común en una oratio dicha en alta voz.
La prex de los fieles se mantuvo en la iglesia romana hasta finales del siglo V.
Contribuyó a suprimirla del todo el desarrollo de los ritos y de los cantos del
ofertorio, el incremento de la intercessio en el canon, las múltiples procesiones
estacionales. El papa Gelasio (+ 496) considera oportuno trasladarla a su puesto
tradicional, y con un formulario nuevo (llegado hasta nosotros bajo el nombre
de Deprecatio Gelasii Papae) la colocó al principio de la misa. San Gregorio
Magno alude a ella con su respuesta Kyrie eleison y la otra, Christe
eleison, introducida por él, las cuales bien pronto, arrancadas del invitatorio,
quedaron solas en la misa y permanecen todavía en ella.

Los prefacios.

Hagamos un grupo aparte de los prefacios, tomando las fórmulas en el sentido de


que la evolución litúrgica, después de haberlas arrancado de la anáfora, les ha
dado una composición autónoma que actualmente ha venido a ser común. Todos,
sin embargo, reconocen que en los primeros tiempos el término indicaba no sólo
la introducción dialogada a la gran plegaria eucarística, como dice San Cipriano,
residuo de análoga fórmula hebrea, sino toda la plegaria misma de la anáfora.
Esta, por lo demás, era conforme a su significado ordinario, porque praefatio
praefari, a la luz de los antiguos dialectos griegos, quería significar precisamente
"una solemne plegaria sacerdotal." Ella, como nos consta por San Justino (+
165), era toda una fervorosa acción de gracias a Dios por los dones de la
creación, especialmente por habernos dado a Jesucristo, su divino Hijo, el cual,
antes de morir, se había quedado él mismo, como sacrificio y sacramento, en el
pan y en el vino consagrados y bendecidos en su memoria. ¿Cómo entonces el
prefacio se redujo a designar solamente la introducción de la anáfora?

Las causas fueron complejas y variadas. He aquí algunas más probables: la


inclusión del epinicio (Sanctus), que comenzó a romper la unidad de la gran
plegaria (siglo v); el carácter antitético que poco a poco vinieron a tomar las dos
partes, la una estable y uniforme, la otra extraordinariamente variable; el diverso
modo de recitarlo después del siglo V: una en silencio, la otra en alta voz o en
canto. Además, en este desarrollo de las cosas el prefacio no sólo se separó del
canon, sino que cambió en gran parte su contenido, transformándose de una
fórmula esencialmente eucarística (de acción de gracias) en una elevación
dogmático-mística sobre el misterio del día o en un panegírico del santo
festejado. En esta forma se presenta ya en el más antiguo de nuestros libros
litúrgicos, el leoniano. Damos como ejemplo uno de los prefacios de San Juan
Bautista en el sacramentarlo leoniano:

Veré dignum. In die festivitatis hodiernae, quae beatus lohannes exortus est, qui
vocem matris Domini nondum editus sensit, et adhuc clausus útero, ad adventum
salutis humanae prophetica exultatione gestivit; qui et genitricis sterilitatem
conceptúe abstersit, et patris linguam natus absolvit; solusque omnium
prophetarum Redemptorem mundi,. quem praenuntiavit, ostendit: et ut sacrae
purificationis effectum aquarum natura conciperet, sanctificandis lordanis
fluentis ipsum baptismatis lavit auctorem. Unde cum Angelis, etc.

Como se ve, los prefacios son unas pequeñas composiciones de forma muy
cuidada, impecable casi siempre en sus cursas y con una fisonomía litúrgica
enteramente propia. Las del leoniano y del gelasiano, como también las de los
libros galicanos, cuando se dirigen especialmente a celebrar a un mártir o a un
obispo, hacen pensar en un tipo especial de discurso, que la antigua retórica
griega llamaba λαλιά, no sujeto a normas rνgidas y de corta extensión, que,
queriendo recrear, gustaba cantar y describir.

Wolkmann da también como probable la igualdad del λαλιά con aquella forma
particular literaria que Plinio y Quintiliano llamaban
propiamente praefatio. Jungmann pone por comparación estos datos con la
curiosa definición que del prefacio litúrgico da un anónimo del siglo VIII
explicando la misa ambrosiana: Praefatio est narratio reí causa delectationis
inducía. Haec ergo praefatio ideo a sacerdote canitur, ut populus suo Creatori
delectabiliter gratias agere provocetur. En realidad, muchos prefacios antiguos
son otros tantos esbozos literarios verdaderamente deliciosos.

Todo prefacio está, por regla general, encerrado entre un protocolo inicial
dialogado por el celebrante con los fieles, común a todas las liturgias, según el
testimonio de Roma dado por San Hipólito (s.III) en la Tradvio: Dominus
vobiscum. Et cum spiritu tuo. Sursum corda! Habemus ad Dominum! Gratias
agamus Domino Deo nostro! Dignum et iustum est! Veré dignum et iustum est
aequum et salutare, nos tibí semper et ubique gratias agere, Domine sánete, Pater
omnipotens, aeterne Deus, per Christum Dominum nostrum...

Y un protocolo final que desemboca en el Sanctus, expresado de la siguiente


forma: Per quem maiestatem tuam...; o bien, más raras veces, en forma no
deprecativa,: Et ideo cum angelis...

Entre estos dos protocolos se inserta la fórmula embolística (variable) y algunas


veces también brevísima, como la de la Cuaresma: Qui corporali ieiunio, vitia
comprimís, mentem elevas, virtutem largiris et praemia.

Con todo esto, no se quiere decir que la fórmula del prefacio común, libre de
inserciones embolísticas, sea incompleta. A pesar de ello se presenta apretada y
completa, y, aunque es parte de un tema eucarístico más desarrollado, es una
fórmula completa en su género y parte canónica de la prex eucarística.

Las fórmulas prefacionales del libro litúrgico romano más antiguo, el


sacramentarlo leoniano, son numerosísimas, 267 en total; cada formulario de
misa nos da una propia. Y aun no está el número completo: el códice está
mutilado. Este número, muy elevado en comparación con los de los otros dos
sacramentarlos típicos de la liturgia romana antigua — el gelasiano, que nos da
54, y el gregoriano, 13 —, depende en gran parte de la multiplicación de los
formularios para cada misa. El fenómeno se resiente, sin duda alguna, de la
libertad eucológica, vigente todavía en los siglos V-VI, cuando el concilio
Milevitano II (416) levantaba la voz contra ciertos praefationes que no eran
dignos de ser pronunciados en el altar. El leoniano, en efecto, nos ha recogido
algunos que parecen más bien una improvisación personal que una expresión
litúrgica.

Las fórmulas eucarísticas.

Llamamos eucarísticas a aquellas fórmulas que comienzan casi invariablemente


con el conocido preámbulo dialogado del prefacio, que invita a la acción de
gracias y desenvuelve, al menos como tema inicial, una acción de gracias a Dios.
Ellas son las más solemnes de la liturgia, reservadas por regla general a obispos o
a sacerdotes, y entran en los actos más importantes del culto.

El tipo de la plegaria eucarística es indiscutiblemente apostólico; San Pablo lo


repite muchas veces en sus cartas. Los escritos y los textos eucológicos
antiquísimos están todos suavemente invadidos de un vivo y afectuoso
reconocimiento a Dios. La Didaché, San Clemente, San Ignacio, San Justino, se
hacen frecuentemente eco de las ευχαριστία (=gratiarum actiones) dirigidas al
Padre y creador del universo, que formaban una parte tan importante en la
liturgia; más aún, que constituyen la característica más destacada del nuevo culto
cristiano.

La más importante fórmula eucarística, llamada en los sacramentarlos


romanos canon actionis, y en los griegos, anáfora, es la que se recita en la misa
sobre los elementos del pan y del vino para que se obre la
transubstanciación; ella fue siempre considerada en la liturgia como la prex por
excelencia.

La estructura de esta fórmula a principios del siglo III nos ha sido conocida a
través de la Traditio apostólica, de San Hipólito (+ 225). Es incierto si cuando la
compuso había pasado ya el cisma; no se la puede considerar como la prex
officiale de la iglesia romana; sin embargo, puede decirse fundamentalmente que
nos refiere el esquema general de la misma y quizá también la fraseología
tradicional. En ella se distinguen diversas partes, que confirmarán en lo sucesivo
los elementos constitutivos de la prex en todas las liturgias; es decir: a) El
diálogo inicial: Dominas vobiscum... Sursum corda... Gratias agamus... b) El
prefacio con la base eucarística en el tema teológico. c) Un tema cristológico que
conmemora la encarnación y la muerte redentora de Jesucristo y conduce a la
parte culminante de la prex. d) La relación de la institución con las palabras
consecratorias. e) La anamnesis, es decir, la memoria de la muerte y resurrección
de Jesucristo, y la ofrenda del sacrificio. f) La epiclesis, es decir, la invocación
del Espíritu Santo sobre los dones consagrados. g) La doxología final.

He aquí el texto de la Traditio con referencia a cada una de sus partes: a)


Dominus vobiscum. Et cum spiritu tuo. b) Gratias tibí referimus, Deus, per
dilectum puerum tuum lesum Christum, c) quem in ultimis temporibus misisti
nobis salvatorem et redemptorem et angelum voluntatis tuae, qui est verbum
tuum inseparabile, per quem omnia fecisti, et beneplacitum tibí fuit misisti de
cáelo in matricem virginis, quique in útero habitus, incarnatus est et filius tibí
ostensus est ex Spiritu Sancto et Virgine natus; qui voluntatem tuam complens et
populum sanctum tibí adquirens, extendit manus cum pateretur, ut a passione
liberaret eos qui in te crediderunt; quicumque traderetur voluntariae passioni, ut
mortem solvat et terminum figat et resurrectionem manifestet, d) accipiens
panem, gratias tibí agens, dixit: Accipite, mandúcate: hoc est corpus meum quod
pro vobis effunditur, quando hoc facitis meam commemorationem facitis. e)
Memores igitur mortis et resurrectionis eius offerimus tibí panem et calicem,
gratias tibi agentes, quia nos dignos habuisti adstare coram te et tibí ministrare. f)
Et petimus ut mittas Spiritum tuum Sanctum in oblationem sanctae ecclesiae, in
unum congregans. des ómnibus, qui percipiunt sanctis, in repletionem Spiritus
Sancti, ad confirmationem fidei in veritate, ut te laudemus et glorificemus. g) Per
puerum tuum lesum Christum, per quem tibi gloria el honor, Patri et Filio cum
Sancto Spiritu, in sancta ecclesia tua et nunc et in saecula saeculorum. Amen.

Cómo se ha llegado de esta oración primitiva al texto del canon actual y qué
vicisitudes haya atravesado, no es éste el lugar de explicarlo; se hablará
ampliamente de ello cuando tratemos de la misa.

Debemos decir, sin embargo, que apoyada en el tipo de la prex eucarística,


excluidos, se entiende, los elementos en relación directa con la consagración,
otras diversas formas de gran importancia nos han proporcionado los libros
litúrgicos. Para las ordenaciones, con el nombre de consecratio: consecratio
episcopi, consecratio presbyteri; para las bendiciones, con el nombre
de benedictio: benedictio virginum, benedictio fontis, benedictio chrysmatis, etc.;
para las dedicaciones de las iglesias, para el cirio pascual, etc. Casi todas se
remontan a la época áurea de la composición litúrgica y son admirables por la
nobleza de los conceptos, la elegancia de la forma y la impecable armonía del
ritmo literario.

Estas fórmulas solemnes poseen substancialmente la fórmula del prefacio y


adoptan el desarrollo amplio y conceptuoso del mismo. En su origen, sin
embargo, debieron de tener una forma más sencilla; fue más tarde cuando se las
retocó, tomando como modelo la prex eucarística, y precisamente el prefacio, por
su embolismo y su estilo oratorio. La refusión de las fórmulas eucarísticas debió
tener lugar, por lo tanto, no sólo cuando ya el prefacio hubo adquirido su
fisonomía particular y su autonomía, sino también cuando hubo multiplicado sus
embolismos; es decir, en el siglo V y en el siglo VI.

2. Los Antiguos Libros Litúrgicos Latinos.


La Génesis de los Libros Litúrgicos.

¿Cuándo fueron escritas las primeras fórmulas litúrgicas? La cuestión,


ciertamente de gran interés, provocó en el siglo 18 vivas discusiones entre los
liturgistas; algunos, como Renaudot y Le Brun, sostienen que las fórmulas en uso
en la antigua liturgia fueron practicadas durante diversos siglos sólo oralmente,
con motivo de la disciplina del arcano en vigor desde la época apostólica, en
fuerza de la cual se cubren de misterioso silencio los dogmas y la liturgia
sacramental.

Le Brun citaba en su epopeya a Tertuliano. Hablando de los siguientes, escribe:


Harum et aliarum eiusmodi disciplinarum, si legem expostules scriptam, nullam
ingenies; traditio tibi praetendetur autrix, consuetudo confir-matrix, et fides
observatrix. Parece, sin embargo, que en esto quiso Tertuliano quizá simplemente
afirmar que en la ley escrita, es decir, en los libros neotestamentarios, no se
contiene nada en torno a la disciplina de los sacramentos; ésta nos ha llegado
preferentemente por la tradición.

Lo mismo viene a decir un texto de San Basilio: "Invocationis verba, cum


conficitur pañis Eucharistiae et poculum benedictionis, quis sanctorum (es decir,
los escritos inspirados) in scripto nobis reliquit? Nec enim his contenti sumus,
quae memorat Apostolus aut Evangelium; verum alia quoque et ante et post
dicimus, tamquam multum habentia momenti ad mysterium, quae ex traditione
citra scriptum accepimus. Consecramus aquam baptismati et oleum unctionis.
praeterea ipsum qui baptismum accipit, ex quibus scriptis? Norme a tacita
secretaque traditione? Ipsam porro olei inunctionem, quis sermo scripto proditus
docuit? lam ter immergi hominem, unde e Scriptura haustum? Reliqua autem
quae fiunt in baptismo, veluti renunciare Satanae et angelis eius, ex qua Scriptura
habernus? Nonne ex minime publicata et arcana hac doctrina, quam Patres nostri
silentio quieto minimeque curioso servarunt?"

También aquí es fácil comprender cómo San Basilio, si bien usó términos más
bien enfáticos, intentó contraponer a las enseñanzas de los libros escriturísticos
(scriptum, scriptura) la tradición divina y apostólica de tantos ritos, la cual no
está escrita, solamente por que no se halle contenida en ellos; sin olvidar que en
su tiempo estaba en pleno vigor la disciplina del catecumenado que ocultaba a los
nuevos bautizados la doctrina sobre el bautismo y la eucaristía.

Contra las afirmaciones, evidentemente exageradas, de la escuela francesa, otros


liturgistas, como Muratori, Selvaggi y Dom Gerbert, demostraron cómo desde los
tiempos apostólicos se debía sentir la necesidad de tener los primeros esbozos de
un formulario litúrgico. Ciertamente, hubo al principio un período en que la
tradición prevaleció. Nosotros, en efecto, hemos observado en otra parte cómo en
aquella época el celebrante gozaba de una amplia libertad de expresión. Pero es
preciso también admitir que la selección y el orden de las ideas a desarrollar en la
solemne plegaria eucarística y en cualquier otra acción principal debieron ser
fijados muy pronto. De todo esto a tener un formulario escrito de uso local y
privado era fácil el paso.

Estas conjeturas, ya verosímiles a priori, dada la frecuencia, la importancia y la


regularidad del servicio litúrgico desde la época primitiva, se encuentran
confirmadas en muchos documentos antiquísimos, en les cuales se contienen
textos de fórmulas litúrgicas, muchas de ellas con una clara intención de servir
como norma. Baste recordar las preces de la Didaché, las no menos importantes
de San Clemente I, las preces alusivas a los conceptos desarrollados a la plegaria
consecratoria de San Justino, la anáfora y las otras fórmulas contenidas en
la Traditio: el fragmento de Crum, Eucologio de Serapión de Thmuis;
las Constituciones Apostólicas, cuyas fórmulas se remontan en gran parte a una
época muy anterior a la de su definitiva compilación. En Oriente, por lo demás,
Orígenes (+ 254) hace mención de un libro litúrgico cuando, refutando los
errores de Celso, trae un pasaje de este último en el que afirmaba: Vidisse se,
apud quosdam nostrae religionis, praesbyteros, libros barbaros in quibus
daemonum nomina et praestigia videbantur. Era probablemente una colección de
fórmulas de exorcismo.
Del examen de los datos históricos hasta ahora conocidos podemos deducir las
fases sucesivas de la formación de los libros litúrgicos.

1.° Período de improvisación carismática. — El celebrante no tiene delante de sí


libro alguno; solamente de su inspiración interior toma las expresiones más
adaptadas para desarrollar el tema de la gran plegaria eucarística que Cristo ha
fijado y los apóstoles la han transmitido a las iglesias. Contra Qelsum, VI.

Si se comienza a escribir alguna fórmula, como, por ejemplo, la de los capítulos


9 y 10 de la Didaché, ella no reviste carácter oficial; a los profetas se les permite
dar gracias como quieran.

2.° Período de las fórmulas primitivas. — En este período (siglos II-III), el


núcleo eucológico central, la anáfora, por la importancia capital que tiene, tiende
a precisarse en una fórmula invariable o en un resumen descriptivo de su
contenido. Las referencias de San Justino y, sobre todo, el texto de San Hipólito,
compuesto en el 218, en uso quizá en su iglesia cismática, nos reflejan, en efecto,
una situación eucológica más estable que la presente. Las demás fórmulas, sin
embargo, permanecen todavía oscilantes. La Traditio, aunque propone alguna,
deja todavía al oficiante plena libertad para servirse o no de ella; importa más que
su plegaria sea correcta y ortodoxa.

3.° Período de libre composición (siglos IV-V). — La adaptación del latín como


lengua litúrgica (siglos III-IV), el advenimiento de la paz, la afluencia de las
masas populares a la Iglesia, determinó un rápido y extraordinario desarrollo
litúrgico, al que corresponde un intenso trabajo de producción eucológica,
especialmente en África y en Italia. En torno a la anáfora, que era como la gran
plegaria central, substancialmente inmutable, se multiplican fórmulas de toda
clase, tanto para el ritual de los sacramentos como para el de los sacramentales,
pero sobre todo para el de la misa. De aquí los primeros libelli missarum, es
decir, artículos que contienen algún formulario de la misa, de los cuales tenemos
un tipo en Oriente, en el libro octavo de las Constituciones Apostólicas, y en
Occidente, en el llamado misal de Stowe y en las misas de Mone. Esta imponente
eflorescencia litúrgica no siempre, como es fácil suponer, ortodoxa y correcta, la
ha atestiguado ampliamente a finales del siglo IV un sínodo de Hipona (393), y a
principios del siglo V, los concilios de Cartago y Mileto, San Agustín y el mismo
papa Inocencio I (416).

Un canon del llamado cuarto concilio de Cartago (primera mitad del siglo V)
prescribe que cum altari assistitur, semper ad Patrem dirigatur oratio. Et
quicumque sibi preces aliunde describit, non eis utatur; nisi prius eas cum
instructioribus fratribus contulerit. También San Agustín, lamentando la falta de
corrección de muchas composiciones litúrgicas redactadas ab imperitis
loquacibus, sed etiam ab haereticis compositas, exige que sean revisadas por
personas competentes: multorum enim preces emendaniur cotídie, si doctioribus
juerint recitatae et multa in eis reperiuntur contra catholicam fidem. Los Padres
del concilio Milevitano (416) sancionaron sin más que pudieran ser usadas
solamente las composiciones aprobadas por el concilio y enumeraron una serie
variada de ellas: preces, vel orationes seu missae, sive praefationes, sive
commendationes seu manus impositiones.

El desorden eucológico que vemos en África encuentra una semejanza exacta en


Italia, porque el papa Inocencio I, en la carta escrita en el 416 al obispo de
Gubbio, deplora que unusquisque, non quod traditum est, sed quod sibi visum
fuerit, hoc aestimat esse teneñdum; inde diversa in diversas locis vel
ecclesiís, aut celebran videntur; ac fit scandalum populis...

4.° Período de las primeras colecciones: los sacraméntanos. — Para obviar los


grandes inconvenientes antes enumerados, era natural que se pensase hacer una
colección de libros de más garantía para la ortodoxia y corrección literaria,
uniendo diversas fórmulas de ellos, incluso para la misma fiesta, de modo que el
celebrante pudiese escoger a su gusto. Estas colecciones fueron precursoras
inmediatas del sacramentarlo, del cual el canon del concilio Milevitano nos
muestra ya el diseño. Esta es la fase última de la evolución eucológica, que ve
hacer los primeros libros litúrgicos verdaderos y propios. La podemos
circunscribir substancialmente al siglo V-VII, si bien fue continuada todavía
durante mucho tiempo después.

A esta época, en efecto, pertenecen las más antiguas noticias de compositores y


compiladores de fórmulas litúrgicas: papa San León 1 (440-461), papa San
Gelasio (492-496); Sidonio Apolinar, obispo de Clermont-Ferrand (470-480);
San Paulino de Ñola (+ 431); Voconio, obispo africano (+ 460); Museo, obispo
de Marsella (siglo V); el llamado sacramentarlo leoniano, el formulario más
antiguo de la liturgia ambrosiana. San Gregorio de Tours (+ 594) alude más de
una vez a los obispos editores de libelli missarum o compositores de nuevas
fórmulas litúrgicas en los ratos de ocio del exilio. En confirmación, son también
de este tiempo las primeras pruebas de un libellus missarum leido en el altar por
el celebrante. Lo encontramos en San Agustín, y a finales del siglo V, en la
bibliografía de Sidonio Apolinar, escrita por San Gregorio de Tours.

Hemos hablado preferentemente de formularios que afectan a la misa; pero es


cierto que el trabajo de recopilación debió poco a poco extenderse a todos los
elementos eucológicos de la liturgia y en relación con los diversos ministros que
tomaban parte. Porque cada clase de ministro, que tenía en la sinaxis una función
propia, tenía también su libro propio. Encontramos así el sacramentarlo para uso
del celebrante; el evangeliario y los dípticos, para el diácono; el leccionario, para
los lectores; el cantatorium y el antiphonarium, para los cantores, y más tarde
otros libros de menor importancia.

Aun antes de la paz, las iglesias, aun las de escaso relieve, se hallaban bien
provistas de códices. El verbal-inventario de secuestro de los objetos encontrados
en la iglesia de Cirta, en Numidia, redactado el 19 de mayo del 303, enumera,
entre otros, más de 29 códices sagrados, de los cuales, los consignados por los
obispos, se puede creer que no fuesen escritúrales. Otros obispos, como los de
Calama, Cartago y Tigisi, en la misma persecución de Diocleciano, en la que se
había ordenado arrojar al fuego todos los libros sagrados, llegaron a ponerlos a
salvo con algún subterfugio, sustituyéndolos con los libros profanos o heréticos o
con papeles inútiles. Pero, por desgracia, en la mayor parte de las iglesias,
incluida la de Roma, muchísimos códices fueron encontrados destruidos, y entre
éstos hubo no pocos recordados como preciosos y preciosísimos. Pasada la
tempestad, en el régimen de libertad y con mayores facilidades, las bibliotecas
sagradas debieron muy pronto recobrar su precioso patrimonio. San Jerónimo,
con cierto desdén, alude a una cuasi lucha entre las iglesias más importantes
para procurarse los códices litúrgicos, escritos por los mejores calígrafos con
todos los recursos del arte, revestidos de oro, de plata y de piedras
preciosas. Inficientur membranae colore purpureo — escribe en una carta a
Eustoauio —, aurum liquescit in Hueras, gemmis códices vestiuntur, et nudus
ante ores Christus emoritur. Más tarde vemos escrito entre los deberes de un
sacerdote el de proveerse de los libros indispensables para el servicio
litúrgico. Missale breviarium et martyrologium, unusquisque habeat, impone una
instrucción de San Cesáreo, después retocada y atribuida a León IV (+ 855). Más
detalladamente, un contemporáneo suyo, Hetto, obispo de Basilea, prescribía:
Sexto, quae ipsis sacerdotibus necessaria sunt ad discendum: id est,
sacramentarium, lectionarium, antiphonarium, baptisterium, computus, canon
poenitentialis, psalterium, homiliae per circulum anni dominicis diebus et
singulis festivitatibus aptae. Ex quibus ómnibus, si unum defuerit, sacerdotis
nomen vix in eo constabit. Los inventarios de las bibliotecas parroquiales hechos
en torno a esta época y en los siglos sucesivos confirman que tal era, más o
menos, la normal dotación libraría sagrada y litúrgica de las iglesias y de los
monasterios.

Los Sacramentarios.

Sacramentarium1 o Líber sacramentorum, en lenguaje litúrgico medieval, era


llamado el libro que contenía las plegarias dichas por el obispo o por el sacerdote
en la celebración de la misa y en la administración de los sacramentos y
sacramentales (colecta, secreta, postcomunión, prefacio, el canon con
los Communicantes y el Hanc igitur especiales, y finalmente oraciones y
fórmulas diversas). Las primeras colecciones de plegarias litúrgicas para la misa
fueron hechas, como explicamos antes, alrededor del siglo V, distintas unas de
otras según los criterios de los diversos compiladores y, sobre todo, de la
influencia de los diversos centros litúrgicos sobre ellos. Todas,
desgraciadamente, se perdieron. Los numerosos sacramentarlos de épocas
posteriores llegaron hasta nosotros, y compuestos en el ámbito litúrgico de
Roma, se pueden reducir a tres tipos principales: a) el leoniano, b) el
gelasiano, c) el gregoriano, porque son atribuidos por sus primeros editores,
respectivamente, a los papas León I (+ 461), Gelasio I (+ 496), Gregorio Magno
(+ 604), no tanto como una auténtica obra suya, porque su composición refleja
bien claramente tres distintas épocas litúrgicas.

El sacramentarlo leoniano.

El sacramentarlo leoniano, el más antiguo de todos, fue descubierto por José


Bianchini en la biblioteca capitular de Verona (Ms. LXXXV), donde se conserva
todavía en un códice, escrito en caracteres unciales, que Delisle lo atribuye al
siglo VII. Es un repertorio de formularios para la misa (colecta,
secreta, communio, oratio super populum) para muchas (no todas) fiestas del
año, junto con algunas fórmulas de bendición (consecratio episcoporum,
presbyteri, benedictio super diáconos, benedictio fontis y alguna otra), dividido
en doce secciones, según los meses del año. Pero el códice, desgraciadamente,
está mutilado al principio; comienza sólo con la misa de los Santos Tiburcio y
Valeriano y termina en diciembre con las cinco in ieiunio mensis decimi. Los
formularios de la misa para cada una de las fiestas son casi siempre más de uno,
y a veces extraordinariamente numerosos; se cuentan, por ejemplo, 14 para San
Lorenzo, 28 para los Santos Pedro y Pablo, 23 para el aniversario de la
consagración de un obispo, cada uno separado del otro con la rúbrica ítem
alia. Esta abundancia de misas parece atestiguar un estado arcaico de las cosas,
cuando en el copioso material litúrgico no se ha hecho todavía una selección para
coleccionarlo en el sacramentarlo tipo. El orden del libro deja mucho que desear.
En las misas de septiembre se encuentra una para San Pedro y otra para San
Lorenzo, así como una invitatio ieiunii mensis decimi. Un prefacio en honor de
Santa Eufemia está puesto antes que las oraciones del día de la fiesta de los
Santos Cornelio y Cipriano. Y el 3 de agosto, fiesta de San Esteban Papa, están
insertas siete misas para su homónimo protomártir, que después saltan al final de
diciembre. Se encuentran también allí, por una y otra parte, oraciones y prefacios
de un carácter polémico muy vivo, llenos de fieras invectivas contra ciertos falsos
confesores que se hallan mezclados con los verdaderos, contra adversarios de los
que es preciso guardarse como de lobos, con la astucia de serpientes, los
cuales dedecora sua notasque non cernunt, pero ut se valere contendat,
volumina divina percurrunt, quum per haec ipsi potius ímprobos mores suos et
profiteantur et damnent... subdoli operará," qui introeunt explorare Ecclesiae
libertatem quam habet in Christo, ut eam secum in turpem redigat
servituíem... qui penetrant domos et captivas ducunt mul\lerculas, oneratas
peccatis; non solum viduarum facultates sed devorantes etiam gloriantur, et
domi forisque spurcitiam contrahentes, non tam referti sunt ossibus mortuorum,
auam magis ipsi sunt mortal Todas estas particularidades indican
fundamentalmente que el leoniano no es un sacramentarlo verdadero y propio, ni
siquiera un libro oficial, sino una simple colección hecha a título privado de
algunos de los libelli missarum existentes en las diversas basílicas cementeriales
donde se celebraban las fiestas de los mártires respectivos, así como de los que
tenían las iglesias titulares de la ciudad, de la urbe y de otros, propios
del scrinium papal, compuestos para diversas circunstancias.

Fueron ellos la fuente de donde provinieron los formularios leonianos. Podemos


añadir que el compilador, al hacer la colección, miró probablemente a juntar los
materiales para un sacramentarlo que sirviera para un obispo; se insertaron, en
efecto, todas las fórmulas de las ordenaciones.

Una característica de este libro es, por lo tanto, la de ser puramente romano, sin
interpolaciones extranjeras. Lo prueban las indicaciones precisas de los lugares
en que se deben celebrar los divinos misterios, en los cementerios o en las
basílicas; preciosos indicios que sirven de pista segura a De Rossi (y a otros) para
descubrir e identificar muchos lugares monumentales. Lo prueban también
ciertas fórmulas que suponen al celebrante no sólo en Roma, sino también en la
misma iglesia dedicada a los santos mártires. En la misa quinta para la fiesta de
San Juan y San Pablo se lee: Nobis contulisti, ut non solum passionibus
Martyrum gloriosis urbis istius ambitum coronares, sed etiam ipsis visceribus
civitatis Sancti lohannis et Pauli victricia membra reconderes. En las misas
cuarta y quinta, super Jeuncios, se alude claramente a la iglesia de San Lorenzo
extramuros, donde estaba el sepulcro de muchos papas: Adiuva nos, Domine,
Deus noster, beati Laurentii martyris tui precibus exoratus, et animam famuli
tui (illius) episcopi in beatitudinis sempiternae luce constitue. Capelle ha
localizado dos misas compuestas probabilísimamente por el papa Gelasio (+
496), como se muestra por su composición.

Puede creerse que esta genuina impronta romana del sacramentarlo, conservada
afortunadamente inmune de influencias extranjeras, se debe al carácter privado
de la colección, por lo cual, al menos al principio, no salió de los estrechos
límites de la basílica o del título a que estaba destinada.
En cuanto al autor y a la fecha de compilación del sacramentario leoniano, los
críticos están muy lejos de ponerse de acuerdo. Bianchini lo atribuye al papa
León I (440-461), por la indiscutible afinidad de forma y de concepto entre las
cartas y los sermones de este Pontífice y las fórmulas del sacramentario. Muchas
de éstas, sin duda alguna, se remontan a su tiempo y a su escuela; pero también
hay otras muchas de época posterior; sin embargo, puede decirse que la mayor
parte pertenecen a la primera mitad del siglo VI.

Lietzmann y Duchesne, relacionando algunas colectas con el sitio de Roma,


realizado por Vitige en el 537-38, colocan la redacción definitiva en la mitad del
siglo VI, bajo el pontificado del papa Vigilio (+ 555). Bourque, después de un
minucioso análisis de los diversos libellt insertos en la colección para indagar la
época probable de su composición, llegó a la conclusión de que son de una época
comprendida entre el año 440, como término mínimo, hasta el año 560, como
límite extremo.

Si en algún formulario podemos fácilmente adivinar el autor, nada sabemos sobre


quién ha hecho la composición leoniana. Escribe Bourque: "Cualquiera que sea,
esto es verdad: que los materiales empleados por él son de origen claramente
romano. Aquel que los ha reunido candorosamente sentía, desde luego, una
profunda veneración por la liturgia de Roma, y de ella pudo procurarse los
preciosos textos con singular largueza. Quizá era un romano; pero no podemos
tampoco excluir que fuese un extranjero. La historia litúrgica nos enseña que
muchas veces fueron precisamente los extranjeros los que apreciaron los tesoros
rituales de Roma."

El leoniano nos ha llegado en un solo manuscrito, el de Verona, que


probablemente no fue jamás reproducido, transcrito en un manuscrito de la alta
Italia, quizá en Bobbio. Pero muchos han creído ver derivaciones del mismo en
algunos restos que en cuanto a su tipo parecen inspirados en el leoniano o
derivados de una fuente común. Son los siguientes: a) Algunas fórmulas de
probable origen arriano, del siglo IV-V, descubiertas y publicadas por el cardenal
Mai en el 1828. b) Diecisiete oraciones (secretas y postcomuniones) editadas por
Mercati según un manuscrito de la Ambrosiana (siglos VII-VIII). c) Cuarenta
oraciones relativas a la preparación de la fiesta de Navidad, originarias de
Rávena, del siglo V-VI, editadas por Ceriani. d) Doce oraciones contenidas en un
pergamino del siglo VIII, descubiertas y editadas por A. Dold. e) Una benedictio
super fideles bajo la forma de prefacio, atribuida a Prisciliano (fin del siglo
VI); f) Una serie de dieciséis prefacios para todos los formularios de la
Cuaresma, existentes en el sacramentario ge" lasiano Philipps, del siglo VIII, los
cuales, por el estilo y por las frases, pudieran ser muy bien copia de los prefacios
cuaresmales que faltan en el leoniano.
El sacramentario gelasiano.

El sacramentarlo gelasiano representa el segundo tipo de los sacramentarlos


romanos. Fue publicado por el cardenal Tommasi en el 1680, según un
manuscrito (Reg. 316) del siglo VII-VIII, que perteneció antes a la abadía de San
Dionisio en Francia y actualmente se encuentra en la Biblioteca Vaticana. El
códice es anónimo y lleva como título Líber sacramentorum romanae
ecclesiae. Está dividido en tres libros. El primero, Líber sacramentorum
romanae ecclesiae anni circuli, contiene las misas de las fiestas natalicias, de las
dominicas hasta la octava de Pentecostés y de las ferias de Cuaresma (excepto la
del jueves); cada misa tiene una doble colecta: la secreta, la postcomunión,
la oratio super populum, excepto en el tiempo pascual, según las fórmulas
relativas a las ordenaciones, al catecumenado, a las bendiciones de los óleos, a la
fuente bautismal, a la consagración de las vírgenes y a la dedicación basilicae
novae. El segundo libro, titulado Oratíones et preces de natalitia
sanctorum, contiene el prólogo propio de los santos (colecta, secreta, prefacio y
postcomunión), desde San Félix (5 de enero) hasta Santo Tomás (21 de
diciembre); el común de los santos (ocho misas para los santos mártires) y
finalmente cinco misas de Adventum Domini. El tercer libro, Oratíones et preces
cum canone pro dominicis diebus, contiene dieciséis misas, cada una de las
cuales se halla precedida por la rúbrica ítem alia missa; el canon, al que falta
el memento de los muertos y termina con el embolismo del Pater noster; un.a
colección de Benedíctiones super populum post communionem, muchas misas
votivas (pro iter ageniibus, in tribulatione, tempore mortalitatis, actío nuptialis,
pro defunctis, etc.) y plegarias para diversas ocasiones.

El sacramentarlo gelasiano, a diferencia del Leoniano, es, como dice su título, un


libro oficial y el libro litúrgico más antiguo que ha llegado a nosotros de la
iglesia romana. Este carácter romano es indiscutible. Además, puede decirse no
sólo de su título, sino también de muchos textos del libro, como cuando, por
ejemplo, se ruega a Dios ut romanorum regum sibi subditum regat
princípatum...; ut romani nominis mímicos virtute suae comprimat
maiestatis...; ut romani regni adsit principibus, etc. Se nota en él, sin embargo,
cierta interpolación galicana, debido al hecho de que el sacramentarlo fue
copiado de un autógrafo venido de la baja Italia, quizá de Capua o Cuma, pero
transcrito y retocado para el uso de la iglesia de San Dionisio en París.

En las plegarias del Viernes Santos se lee: Réspice propitius ad romanum sive


francorum benignus imperium; son mencionadas las fiestas de Santa Juliana, San
Magno, San Rufo, propias de la Galia y desconocidas en Roma; en el canon
aparecen insertados los nombres de los santos-galicanos Dionisio, Rústico,
Hilario, y Martín. Bourque encuentra también elementos galicanos en el ritual de
las ordenaciones.

Sobre el compilador y, por lo tanto, sobre la fecha de este sacramentarlo, las


opiniones son muy concordes. Puede retenerse como substancialmente auténtico
el apelativo gelasiano que le dio Tommasi. En efecto, en el De viris
illustribus, de Jenaro de Marbella, que se escribió alrededor del 480, leemos del
papa Gelasio; Scripsit volumen... sacramentorum, delimato sermone; pero la
noticia llegó evidentemente hasta nosotros por una mano posterior que quizá la
extrajese del Líber pontificalis. El cual, sin atribuir expresamente al papa Gelasio
(492-496) la composición de un sacramentarlo, dice alguna cosa
parecida: Sacramentorum orationes et praefatíones composuit. Más tarde, en las
Calías, en tiempo de Wilfredo Estrabón (+ 849), el papa Gelasio fue considerado
como compilador de estas plegarias, compuestas en parte por otros, en parte por
él mismo, las cuales estaban todavía en uso en muchas iglesias galicanas. Juan
Diácono (+ 880), en la biografía de San Gregorio Magno, habla de un gelasianus
codex de missarum solemniis que aquel santo Pontífice multa subtrahens, pauca
convertens, nonnulla vero adiiciens... in unius libri volumine coarctavít. Es del
todo probable que Estrabón y Juan Diácono intentasen hablar de nuestro actual
sacramentarlo gelasiano, porque, comparándolo con el gregoriano, el primero es
más largo (multa subtrahens), las fórmulas comunes son casi idénticas (pauca
convertens) y los tres libros son reducidos a uno solo. Todo esto, sin duda
alguna, es de gran peso a favor de la sustancial autenticidad de la colección
gelasiana, y, en efecto, Tommasi, Probst, Bavmer, Cabrol, E. Bishop, Morin y
Bourque son muy favorables a esta opinión.

Las diversas adiciones, como la dominica de Adviento, las estaciones del


miércoles, viernes y sábado antes de la primera dominica de Cuaresma, las cuatro
fiestas de la Virgen, la Exaltación de la Cruz, que no existían ni siquiera en el
tiempo de San Gregorio (+ 604), son debidas a inserciones posteriores que
tuvieron lugar en la Galia, sea durante el siglo VI, sea también alrededor del 600.
Por el contrario, el texto de los santos celebrados en el santoral se halla limitado a
sólo los mártires y algún confesor equivalente a ellos (por ejemplo, los Santos
Félix y Marcelo), que debían haber sufrido por la fe, lo que supone un estado
litúrgico poco posterior al siglo V. De todas formas, es cierto que el
sacramentarlo llamado hoy día gelasiano tiene un fondo romano, tomado, como
el leoniano, del rico repertorio de los libelli missarum para servicio de los títulos
de las principales iglesias cementeriales de la Urbe.

Del sacramentarlo gelasiano, en su genuina redacción original romana, no existe


más que algún manuscrito, o al menos no se ha descubierto todavía ninguna
copia de; él. Los códices gelasianos que poseemos nos dan, como decimos, una
redacción del gelasiano compilada en Francia y, por tanto, con sensibles toques
galicanos. Podemos creer que el gelasiano fue introducido en las Galias poco
antes de la primera mitad del siglo VI, y es cierto que, a pesar de la concurrencia
de los libros galicanos, obtuvo él muy pronto una amplísima difusión; tanta, que
a principios del siglo VÍII se vio convertido en uso común en los territorios
directamente sometidos a los carolingios, mientras el rito galicano podía todavía
existir en las provincias más lejanas del mediodía de las Galias. Una prueba de
ello es el inventario de la Biblioteca de San Riquier, compilado en el 831, que
contaba dieciocho sacramentales gelasiancs, contra sólo tres gregorianos y
ningún galicano.

El sacramentarlo gelasiano, adaptado al uso de las iglesias francesas, nos ha


llegado en diversas recensiones, que se diferencian, sobre todo, por la diversa
distribución de la materia. La más antigua se halla representada por el único
códice (Biblioteca Vaticana, cód. Regin. 316), del cual hemos descrito arriba el
contenido; su transcripción puede ser asignada a la mitad del siglo VII. Otras
recensiones dependen substancialmente de un tipo de sacramentarlo de carácter
sincretista, aparecido en las Galias alrededor del 750, formado sobre la base del
gelasiano (fipo Regin. 316), a quien fueron añadidos elementos gregorianos
derivados del sacramentarlo anónimo, que ya había penetrado en Francia, y de
otros indígenas; la división primitiva en tres libros está generalmente
abandonada; mantienen, sin embargo, siempre las dos colectas en la misa. A este
tipo compuesto, que encontró discreta aceptación aun en Italia, los liturgistas le
han dado el nombre de gelasiano del siglo VIII. He aquí las recensiones
principales en orden al tiempo: a) Sacram. de Gellone (París, Bibl. Nac., Ms. lat.
12048), compilado hacia el 770-780. Está todavía inédito, pero ha hecho un
amplio estudio comparativo de él Dom P. De Puniet, Sacramentare romain de
Gellone (Roma, Ephem. Liturg., 1938). b) Sacram. de Angulema (París, Bibl.
Nac., Ms, lat. 816), editado parcialmente por Dom Cagin en el 1920 (fin del siglo
VIIl). c) Sacram. de San Galo (Ms. 348), compilado hacia el 800-820; editado
por Mohlberg, Das frankische Sacram. Gelasianum in alamannischer
Ueberlieferung (Mvnster i. W., 1918); 2.a ed., 1939. d) Sacram. de Rheinausul
Reno (actualmente en la Bibl. Cant. de Zurich, Ms. 30), de principios del siglo
IX, utilizado por Gerbert, Monum. vet. lib. Alemann., I, 362-
399. e) Sacramentarium triplex (actualmente en la Biblioteca Municipal de
Zurich, c.43), llamado así porque contiene una combinación de tres
sacramentarlos: gelasiano, gregoriano y ambrosiano, puestos paralelamente. Fue
editado imperfectamente por Dom Gerbert, Monum. vet. lit. Alemannicae, t.l p.
1-240; análisis de historia en DAL, e.VIH 233. f); Sacram. de Berlín (n.125,
Phil.1667), inédito, de fin del siglo VIII o principios del IX. g) Sacram.
palimpsesto (Roma, Bibl. Angélica, Pal.), del siglo VIII, que perteneció a una
iglesia de la Italia central, descrito por Mohlberg: Un sacramentarlo palimpsesto
del siglo VIII dcir Italia céntrale (Roma 1925)." h) Sacram. de Esternach (París,
Bibl. Nat., Ms. lat. 9433), escrito al principio del siglo XI; inédito. i) Sacram. de
Montecasino, fragmentario, proveniente de la Galiay escrito entre el 750 y el
760ea.

Los gelasianos tipo siglo VIII no tuvieron larga vida, suplantada, sobre todo, por
la creciente difusión del gregoriano.

Afín al tipo gelasiano es el llamado Missale francorum (cód. Reg. 257 de la


Vaticana), un fragmento de sacramentario escrito en Lieja a finales del siglo VII
o poco después. Según los análisis hechos por Rule, el primer núcleo del libro era
un pontifical que conteníalas ordenaciones, redactado para uso de un obispo
romano, que cree era Sidonio Apolinar, creado en el 468 por el praefectus
urbis, obispo de Clermont. Mas tarde, a principios del siglo VI, a
este libellus original se le hicieron varias adiciones: un santoral de la missae
cotidianas, de verdadero estilo romano; las bendiciones de las vírgenes y de las
viudas y finalmente el canon actionis en su texto gregoriano con el Pater
noster. Sin embargo, en el formulario de la misa, en lugar de romanum
Imperium, se encuentra Regnum francorum, y tampoco falta alguna rúbrica
galicana.

El sacramenítario gregoriano.

El tercero y más reciente tipo de sacramentarlo llegado hasta nosotros en un


número considerable de ejemplares, evoca en su título la paternidad de San
Gregorio Magno: Incipit líber sacramentorum de circulo anni expositus, a S.
Gregorio Papa Romano editus. Ésta atribución gregoriana, que, a una con los
códices, le atribuyen los escritores del siglo VIII en adelante, fue discutida no
menos que la del antifonario, el libro de los cantos de la misa, llegado hasta
nosotros con e¡ mismo apelativo. Duchesne, fundándose especialmente en las
misas de época posterior contenidas en el sacramentarlo, observaba justamente
que el tipo de los llamados sacramentarlos gregorianos llegados hasta nosotros
debiera haberse llamado no gregoriano, sino adrianeo, porque está derivado del
antitipo enviado a la Galia por el papa Adriano en el 785-90 y, por consiguiente,
representando, en realidad, el estado de la liturgia romana a finales del siglo VIII,
doscientos años después de San Gregorio.

Por desgracia, no poseemos un manuscrito que nos represente el sacramentarlo


en la forma auténtica recibida de San Gregorio; sin embargo, por un
sacramentarlo de Padua, estudiado y publicado en el 1927 por Mohlberg,
copiado, como parece, de un gregoriano puro, alrededor del 680-85, es decir,
menos de ochenta años después de San Gregorio, podemos hacernos una idea
precisa de su contenido. Era un sacramentarlo completo, práctico, bien ordenado,
mucho más simple que su predecesor gelasiano, del que, según el testimonio de
Juan Diácono, San Gregorio intentó hacer una reforma compendiosa. Comenzaba
por la vigilia de la Navidad y traía el de tempore amalgamado con el de
sanctis; pero el temporal estaba bien separado de las dominicas después de la
Epifanía, después de Pascua, después de Pentecostés, y estas últimas, agrupadas
en post Pentecosten propiamente dichas, post ss. Apostólos (29 de junio), post s.
Laurentium (10 de agosto), post s. Angelum (29 de septiembre); cada dominica
tenía señalado su propio formulario, sin necesidad de tener que seleccionar una
en cada serie, como en el gelasiano. Mientras en éste se tenían dos oraciones, en
el gregoriano la colecta era una sola para cada misa; los prefacios y las variantes
del canon, numerosos todavía en el gelasiano, estaban reducidos poco más o
menos al mínimo actual. Las fórmulas para las ordenaciones y las bendiciones
seguían a las dominicas después de Pentecostés; venían después las missae
cotidíanae, la última de las cuales se hallaba con el canon; el común de los
santos y algunas misas según diversas intenciones o circunstancias especiales.
Por lo demás, mientras en el gelasiano las indicaciones estacionales se hallaban
desparramadas, el gregoriano las tenía en su lugar.

No conocemos las vicisitudes del gregoriano durante el siglo VII y el VIII.


Ciertamente, debía enriquecerse con las nuevas misas introducidas por los papas
en este período; pero sufrió también extrañas modificaciones: por ejemplo, la de
la serie de dominicas después de Pentecostés.

Hacia finales del siglo VIII, Carlomagno, queriendo unificar en su reino la


liturgia, reduciéndola toda al rito romano, pidió al papa Adriano (771-795) le
enviase un sacramentarlo que le sirviera de norma para la ejecución de sus
planes. El papa le mandó, en efecto, entre el 784-790, por medio del abad Juan,
un líber sacramentorum, o sacramentarlo, a sartcto dispositus praedecessore
nostro deifluo Gregorio patoa; pero, naturalmente, en el estado al que se hallaba
reducido en su tiempo. De este precioso códice, depositado en la Biblioteca
Imperial, ex authentico libro bibliothecae cubiculi, fueron hechas numerosas
copias, algunas de las cuales llegadas a nosotros, que en breve arrinconaron casi
por entero a los sacraméntanos preexistentes de tipo gelasiano y galicano.

No debe creerse, sin embargo, que esto sucedió tan sencillamente. Introducido el
sacramentarlo adriano-gregoriano en el uso litúrgico de las Galias, se constataron
inmediatamente profundas diferencias con los sacramentarlos existentes allí, lo
mismo romanos que los de tipo gelasiano y gelasiano-gregorianizado, pero
retocados en sentido galicano, como los de puro rito galicano. El uso romano
presentaba fórmulas breves, simples; el galicano, fórmulas largas y floridas;
faltaba la riqueza de los prefacios y de las misas votivas de uso popular; faltaban
las benedictiones ep_scopa les tradicionales en las Galias, como también las
misas de las dominicas después de Pentecostés, etc. Por eso, de los
sacramentarlos usados hasta entonces se extrajo una serie de formularios,
formándose un apperidice, que fue unido al nuevo sacramentarlo gregoriano
llegado de Roma. Autor de este apéndice fue el docto consejero de Carlomagno,
Al cuino, el cual oportunamente lo hizo preceder de un breve prólogo que
comenzaba con las palabras Hucusque praecedens sacramentorum libellus... en
el cual da lajrazón de los criterios que le han guiado en su obra.

El suplemento de Alcuino encontró una gran difusión, merced a su autor y a la


excelencia de su contenido (Mss. grupo C). Pero no faltaron iglesias que porque
se contentaron con menores adiciones, como en Italia, o porque no lo conocieron,
se compilaron suplementos propios menos ricos o menos homogéneos (grupo D).
Otros, en fin, en el transcurso de los tiempos, encontrando poco cómodo para el
sacerdote el buscar ciertas fórmulas de uso frecuente en el final del suplemento,
comenzaron a escribirlas en el margen del libro o a insertarlas sin más en su lugar
en el cuerpo del sacramentarlo. Este proceso de integración se nota después del
siglo IX y dio origen a una gran variedad de gregorianos, semejantes más o
menos en su substancia, pero diferentes en las particularidades (grupo E, a), hasta
que poco a poco, en el siglo X y siguientes, encontramos que en el sacramentarlo
ha desaparecido toda traza de suplemento, y hasta aparece fundido
completamente con el núcleo original del gregoriano adrianeo, formando con éste
un todo orgánico (grupo E, b).

La decoracion de los sacramentarios.

El grupo de los sacramentarlos gregorianos, a diferencia de los gelasianos, que se


presentan con una presentación más bien modesta en el aspecto artístico, tiene
una notable importancia en la historia del arte medieval, porque a partir de la
época carolingia, que los multiplicó y difundió, y a pesar de la deficiencia de su
decoración y de sus figuras, todavía ordinarias, desastradas, sin ningún relieve de
perspectiva, revelan un empeño nuevo de dar vida y movimiento a la
composición, es decir, los primeros indicios de aquel despertar del arte, que
pronto, más allá de los Aloes y en Italia, se desarrollará y crecerá vigorosamente.
Dio quizá ocasión particular para esto el hecho de que el sacramentarlo
gregoriano-adrianeo llegado a Francia no traía el canon al final del códice, como
hasta entonces se había usado, sino que lo ponía al principio. El artista tenía, por
lo tanto, una buena ooortunidad de poner en evidencia su maestría. Y es, en
efecto, en el siglo IX cuando se reformó, y después, poco a poco, se acentuó la
confección artística de los sacramentarlos. La ornamentación de estos libros, por
encima de aquella más limitada en torno de las letras iniciales y reducida en
general a trenzados geométricos, según la costumbre irlandesa, se precisó
especialmente en torno a dos puntos: el comienzo del Praefatio communis y el
del canon.

Los Libros de Lectura.

Si bien la lectura de los libros sagrados tiene una parte muy importante en las
primitivas reuniones cristianas, no parece que se haya prestado tanta atención a
las colecciones especiales hechas con ese fin. El presidente de la asamblea
indicaba al lector en los códices los trozos de la Sagrada Escritura a leer, que
generalmente se leían por orden, unos a continuación de otros (lectio
continua); alguna vez, sin embargo, eran tomados de un sitio o de otro cuando,
en ocasión de algunos domingos o fiestas, se juzgaba que una determinada
perícopa escrituraria tenía con aquellas cierta relación. Este segundo caso se hace
muy frecuente después del siglo IV, porque con el desarrollo del año litúrgico se
sintió la necesidad de crear un sistema apropiado de lecturas sagradas. Esto
estuvo ya organizado en el tiempo de San León (440-461). El elenco de estas
lecturas, que debían hacerse sobre todo durante la misa, compuestas según el
orden del año litúrgico, es lo que en la Edad Media se llamó leccionario, si su
texto se ponía extensa y detalladamente, y capitularlo (capitulare), cuando se
indicaban solamente las primeras y las últimas palabras
(capitulum). Ei capitulare se ponía normalmente en la cabeza o al margen del
códice de las lecturas paulinas; el OR I lo dice expresamente: Legitur lectio una,
sicut in capitulare continetur (n.28). Alguna vez se escribía al margen del texto
escriturístico.

Comúnmente, sin embargo, se dio al leccionario un significado más restringido,


indicando con tal nombre las lecturas tomadas del Antiguo y del Nuevo
Testamento, con exclusión de los Evangelios. En este sentido se decía con
preferencia comes o líber cómicas, y más tarde, apostolus o apostolicus, porque
las lecciones en él contenidas eran tomadas principalmente de las cartas de San
Pablo Apóstol.

El leccionario.

El comes más antiguo de que tenemos noticias circulaba en la Edad Media con el


nombre de San Jerónimo, porque llevaba al principio, como prólogo, una carta
del Santo Doctor a un tal Qonstantium constantinopolitanum epzscopum, en el
que decía haber recogido ex tanta divinorum librorum copia, quid brevius, quid
utilius, singulis festivitatbus aptum vel competens esset. La carta es apócrifa; pero
el libro fue ciertamente compilado hacia finales del siglo V o a principios del VI,
cuando en Roma existía todavía en la misa la lección profética, porque en ella se
habla de una triple lección (Antiguo Testamento, Cartas canónicas, Evangelios)
que se leía en las iglesias. El autor de la carta y del comes es desconocido; como
posibles autores se creyó a Víctor, obispo de Capua (541-554), y a Claudino
Mamerto, obispo de Viena (+ 474). Desgraciadamente, el comes original estuvo
perdido, y las copias del siglo VIII llegadas a nosotros contienen modificaciones
y adiciones posteriores. En compensación, existe al principio el Codex Fuldensis,
escrito alrededor del 540 por el ya citado Víctor de Capua, una sencilla colección
de epístolas para el año litúrgico, las cuales posiblemente formaban parte del
comes perdido.

Los leccionarios o comes (capitulan) más antiguos llegados a nosotros son:

a) El Capitulare de Wurzburgo, leccionario completo, que se remonta a los


primeros años del siglo VII y está contenido en un manuscrito de Wurzburgo
(Bibl. de la Universidad Mp. Theol., f.62, siglo VIII). Se intitula Incipiunt
capitula lectionum de circulo anni. Su carácter es puramente romano y nos
representa el sistema de lecciones vigentes en un tiempo poco posterior a San
Gregorio Magno.

b) El Comes de Alcuino (735-804). Tiene una gran importancia litúrgica, porque


fue compilado por él hacia el año 782, sobre la base del sacramentarlo
gregoriano-pre-adrianeo, por orden de Carlomagno. Comes ab Alcuino, ex Carolí
imperatoñs praecepto, emendatus, dice el título, que se encuentra en el comienzo
del códice (París, Nac. 9452; siglo IX), perteneciente a la catedral de Chartres,
donde lo publicó Tommasi. El leccionario, que está seguido de un suplemento,
entre el prólogo y un códice, redactado por Helisacar, canciller de Ludovico Pío,
cuenta en total de 307 títulos o lecturas, que nos representa al uso litúrgico
romano-galicano de finales del siglo VII o principios del siglo VIII.

c) El comes de Murbach, editado por Wilmart, con un códice perteneciente antes


a la abadía de Murbach (Alsacia) y ahora a la de Besangon (Bibl. Munic.,
Ms.184). Es un indiculus o capitulare compilado hacia finales del siglo VIII. que
presentaba, ante todo, el esquema de las lecturas trasladadas más tarde a la misa.
Fue compuesto sobre el sacramentario gelasiano-gregoriano del siglo VIII, en
uso en las Galias.

Con el renacimiento carolingio comenzaron a ser más comunes los lectionarios


plenari, los cuales no se limitaban a dar las primeras y últimas palabras de
la lectio, sino que reproducían el texto por entero. El ejemplo más antiguo de esta
clase nos lo ha dado el leccionario de Luxeuíl (siglo VII), del cual hemos
hablado a propósito de los textos de la liturgia galicana. Después del siglo XI, los
leccionarios, si bien incorporados poco a poco al misal completo, continuaron
siendo transcritos, sea aparte, sea en unión con las perícopas evangélicas.
Todavía hoy en las grandes iglesias catedrales se usa en las misas solemnes un
libro distinto, donde están recogidas exclusivamente las epístolas y los
evangelios de las principales fiestas del año.

El evangeliario.

El evangeliario designaba no sólo el libro que contenía los cuatro Evangelios,


sino también el texto de las perícopas evangélicas que debían leerse durante la
misa, capitula lectionum evangeliorum, el conjunto de las cuales, como dijimos,
se ponía al principio o al final del volumen y se llamaba con el término propio
de capitulare evangeliorum. De éstos, los más antiguos actualmente conocidos
pertenecen al siglo VII y están añadidos a dos evangeliarios, que son:

a) El evangeliario de S. Cutberto (Brit. Mus. Cotton Ñero D. IV), transcrito en


Lindisfarne (Inglaterra) hacia finales del siglo Vil de un evangeliario en uso en la
iglesia de Nápoles, llevado allí en el año 638 por Adriano, abad del monasterio
Neridanum, junto a Nápoles, o bien, según las conjeturas de Chapman, en el año
658, por Ceolfrido, monje de la abadía de Lucullanum, en Nápoles.

b) El evangeliario de Burchard, llamado así porque, según la tradición, pertenece


a S. Burchard, monje inglés, después obispo de Wurzburgo del 741 al 753. Es
afín al precedente.

Estos dos capitulares no dan una tabla precisa de las diversas perícopas
evangélicas dispuestas según el año litúrgico, sino que se limitan a poner a la
cabeza del texto de cada evangelio una lista de los días en los cuales se usaba el
mismo evangelio, seguido de una sumaria indicación de la lectio. Según Morin y
Beissel, representan muy verosímilmente el uso romano de los tiempos de San
Gregorio, si bien el escaso número de fiestas de los santos registradas por ellos
nos hace pensar en una época más antigua.

En los siglos siguientes, los capitulares y los evangeliarios propiamente dichos se


multiplican de un modo extraordinario. Sería muy largo dar aquí aunque no fuera
más que una simple reseña de los principales, que se conservan en las bibliotecas
de Europa; Tommasi, y más recientemente Godu, Frere y, sobre todo, Klauser, lo
han tratado ampliamente. Este último clasifica los capitulare
evangeliorum romanos en cuatro tipos, refrendados por él con otras tantas cartas
griegas.

1,° (A) Representa el rito romano puro alrededor del 645; es el mejor exponente
del mismo el códice de Wurzburgo antes citado, en el cual al índice de las
lecciones epistolares sigue inmediatamente el de las perícopas evangélicas;
editado por Morin, Rev. Bénéd. (1911) pp.297-317. Como el índice de estos
últimos está mutilado al final, Klauser lo completa con el cód. Pal. lat. 46 de la
Vaticana, escrito alrededor del 800.

2.° (Λ) Representa también el uso romano puro, pero en una época posterior,
alrededor del 740. Un espléndido exponeiite del mismo es el llamado Codex
aureus de los Evangelios (cód.XXII de la Bibl. Munic. de Tréveris), escrito
alrededor del 800, editado por K. Menzel, Die Trierer Ada-Handschrift (Leipzig
1889) pp. 16-27.

3.° (Σ) Es tambiιn un tipo romano puro de una época alrededor del 755. El
exponente principal del mismo es el Cocí. lat. 1588 nouv. acq., de la Nacional de
París, escrito alrededor del 800.

4.° (Δ) Es romano de fondo, pero con adiciones galicanas. Es un exponente del


mismo el cσd.8523 de la Vaticana, escrito entre los siglos IX-X.

El evangeliario fue siempre considerado en la Iglesia como el símbolo de Cristo,


y, por tanto, fue signo de honor religioso y litúrgico especial. Los códices que
contenían su texto se quería, con preferencia a los otros, que estuviesen escritos
en caracteres unciales de oro y plata sobre finísimos pergaminos de púrpura
suntuosamente encuadernados y guardados en cajas preciosas. Ya San Ambrosio
recuerda la custodia de oro que encerraba el códice de los Evangelios: Ibi arca
testamenti vindique auro tecta, ides doctrina Christi. De un tiempo poco
posterior al suyo (principios del siglo VI son las dos tablillas de marfil, antigua
cobertura del evangeliario, que se conservan en la catedral de Milán. "Pertenecen
ellas — escribe Kaufmann — a lo mejor que nos ha transmitido la antigua
orfebrería en marfil." Envuelto y espléndidamente cincelado en lámina de oro es
el evangeliario que la reina Teodolinda ofreció a la iglesia de San Juan Bautista,
en Monza (siglo VI). El Líber pontificalis recuerda el regalo hecho por el
emperador Constante a la basílica de San Pedro: Evangelia áurea cum gemmis
albis mirae magnitudinis in circuitu amata. Pero la edad de oro de los
evangeliarios comenzó con Carlomagno. En esta época, una serie de calígrafos,
especialmente en los escritorios monásticos, trabajó con infatigable actividad y
con habilidad sin par, escribiendo los libros litúrgicos, y antes que nada los
evangeliarios, que el rey y los grandes señores descaban poseer o regalar a las
iglesias. Entre los calígrafos más renombrados de aquel tiempo se recuerdan: el
gran Alcuino, que escribió el evangeliario ofrecido por Carlomagno a la abadía
de Aniano; Godescalco, a quien se debe el evangeliario llamado de Carlomagno,
actualmente en el Louvre; Luitardo y Berengario, autores del evangeliario que
Carlos el Calvo donó a San Emmerano de Ratisbona, ahora en la Biblioteca Real
de Monaco; Pedro, que escribió el magnífico evangeliario de Epernay, y otros
muchos.

No menor fue la preeminencia de honor asignada al evangeliario en el campo


litúrgico. En los concilios de Efeso (431) y de Calcedonia (451), la profesión de
fe se leyó en presencia del evangeliario; en el IV concilio de Constantinopla
(869), que tuvo lugar en la basílica de Santa Sofía, el códice de los Evangelios
estaba encima de un trono, junto con las reliquias de la cruz. También sobre un
trono, el arte antiguo en Rávena, en Roma y en Aquileya, en las iglesias y en los
baptisterios, quiso representar el libro de los Evangelios para recordar a los fieles
la majestad de Cristo legislador y la escena inolvidable de la aperitio
aurium. Desde finales del siglo V, el evangeliario fue colocado sobre el altar
junto a la Eucaristía, leído en la misa entre cirios, perfumado de incienso,
honrado poniéndose de pie toda la asamblea, besado, usado en la consagración de
los obispos y llevado en procesión como símbolo de Cristo. Sobre él, todavía
hoy, como se hacía en tiempo de Justiniano, se profieren los juramentos.

Los Libros del Oficio Divino.

El Salterio.

El libro del los Salmos, desde los comienzos de la Iglesia, fue el primero y más
importante libro de las plegarias publicas, germen fecundo del que gradualmente
se desarrolló a través de los siglos el árbol magnífico del oficio canónico.
Tratando aquí del Salterio, intentamos referirnos únicamente a aquellos códices
del libro de los Salmos que tienen alguna relación con la recitación de las horas
canónicas. A este respecto pueden distinguirse cuatro tipos:

a) El Psalterium non feriatum o salterio simple, es decir, el texto con el orden


numérico de los 150 salmos. Este, aunque no redactado directamente para el
oficio canónico, lleva en el apéndice algunos textos de uso litúrgico, como
los Cántica Bíblica acostumbrados, el Te Deum, el Gloria in excelsis, el
símbolo, las letanías de los santos, etc. Tal es, por ejemplo, uno de los más
antiguos salterios conocidos, el Codex Alexandrinus, del siglo V, y los no menos
famosos de Utrecht y de Carlos el Calvo (siglo IX). que resumía brevemente el
sentido general del salmo. Ha editado un texto del mismo el cardenal Tommasi.

c) El Psalterium feriatum completo, es decir, el texto de los salmos en orden


numérico, al que va unido el Ordinarium officii de tempore, es decir, los
invitatorios, las antífonas, los himnos, los versículos, los capítulos señalados para
cada día de la semana. Esta es la forma conocida de los salterios medievales
redactados para el uso litúrgico.
d) El Psalterium disposítum per hebdomadam. En éste, los salmos no están
dispuestos en orden bíblico, sino según su rezo semanal. Están generalmente
acoplados al proprium de tempore y al de los santos para formar el breviario en
el sentido más moderno de la palabra.

Los Calendarios y Martirologios.

La liturgia católica se desenvuelve en el ámbito del año eclesiástico; las diversas


etapas de este ciclo anual están indicadas en los calendarios y en los
martirologios, dos clases de libros litúrgicos que se completan mutuamente.

El calendario.

El calendario era el simple conjunto de las fiestas observadas en una iglesia


particular o diócesis, dispuestas en los días propios del año. Su uso se remonta
ciertamente a los primeros siglos y quizá nace de los dípticos litúrgicos que
poseía cada iglesia. Ηabes tuos fastos, decía Tertuliano al cristiano.

El más antiguo calendario eclesiástico de Roma que existía en los tiempos del
papa Milcíades (+ 314) se perdió; pero nos han llegado dos extractos que Furio
Dionisio Filocalo, el famoso calígrafo, amigo del papa Dámaso, unió a su
colección. Cronológicamente, su primera redacción puede remontarse al 336,
pero de todos modos no es posterior al 354. Uno tiene como
título Depositio episcoporum, y el otro, ítem Depositio martyrum, y son el
catálogo de los papas y de los mártires venerados en Roma a mitad del siglo IV
(feríale filocaliano); un conjunto de apenas treinta y seis nombres, los cuales,
añadiendo la solemnidad de Pascua y de Pentecostés y quizá la Epifanía,
representan todo el ciclo hagiográfico de Roma después de la paz constantiniana.

Al año 448 pertenece el calendario de Polemio Silvio, más rico que el filocaliano;
y a los comienzos del siglo VI el Calendarium africanum vetus, de Cartago,
descubierto por Mabillon, que a la lista de los santos africanos añadió algunos
otros propios de Roma y de Italia. Merece ser también recordado
el Sinassario, de Oxyrhynchos (Egipto), escrito sobre un papiro del siglo VI, que
da la lista de todas las reuniones litúrgicas hechas en Qxyrhynchos entre el 21 de
octubre de 535 y el 22 de marzo sucesivo.

El más antiguo calendario eclesiástico en el sentido moderno de la palabra se


encuentra en el famoso Codex epternacensis (manuscrito lat. 10837 de la Bibl.
Nac. de París), que fue antes propiedad de San Willibrordo, apóstol de los frisios,
y está escrito entre los años 702-706. Dignos de mención son también algunos
calendarios de Carmena (España), de la primera mitad del siglo VI, grabados en
tres columnas, y el calendario de Nápoles, esculpido todo él en mármol,
descubierto en el 1742 en la iglesia de San Juan Mayor. Se remonta al siglo IX y
tiene casi todos los días el el año ocupados por un santo. No tiene, sin embargo,
un carácter estrictamente litúrgico, si bien en la base del mismo está el calendario
de la iglesia napolitana. Después del siglo VIΙΙ los calendarios locales se
multiplican, se enriquecen con nuevos elementos, como el aniversario de la
dedicación de la iglesia catedral, el del santo titular o la traslación de sus
reliquias, la clasificación ritual de las diversas fiestas, y se generaliza la
costumbre, todavía vigente, de introducirlas en los dos más importantes libros
litúrgicos: el misal y el breviario.

Muchos calendarios medievales fueron editados e ilustrados en diversas


publicaciones. Nosotros nos limitamos a enumerar algunas colecciones más
importantes:

a) Para Italia. — A. Ebner, ítem Italicum, Quellen una Forschungen. De los


sacramentarlos y misales italianos más importantes de los que hace la crítica,
refiere generalmente los datos importantes del calendario. A Spagnolo, Tre
calendan medioevali veronesi (Verona 1915). F. Altham, De calendariis in
genere et speciatim de calendario ecclesiastico (Venecia 1743);
Borgia, Kalendarium Venetum (Roma 1773): PL 138, 1257-1259; Biblioth.
Casinensis, III, 131;

IV, 129, 237, 365.

b) Para las iglesias franco-germánicas. — Marténe et Durand, Ampliss. co., V,


66β, 679, Gerbert, Monum. vet, lit. alem., I, 469 (PL 138, 1193. 1203). H.
Grotenfend, Zeíírecinung des deutschen Mittelalters und der Neuzeit, dos
volúmenes (Hannóver 1891). Además del texto de muchos calendarios
diocesanos y monásticos alemanes, da también los calendarios de Dinamarca,
Escandinavia, Suiza. L. Delisle, Mém. sur d’anc. Sacram., 313, 324, 345, 392,
397; el conjunto de dieciséis calendarios franco-germánicos, publicados por él
aparte, se encuentra en DAL, IV, c.557; Marténe y Durand, Thes. nov.
anecd.f III, 1605.

c) Para Inglaterra. — Marténe y Durand, Ampliss. Co..V, 652 (PL 72, 619).
R.Hampson, Medii Aevi Calendarium (Londres 1841), dos volúmenes. F.
Wormald, English Kalendars before a. D. 1100 (Londres 1934), vol. I, Texts; y
del mismo, English Benedictine Kalendars after a. D. 1100; vol. I, 1939; vol. II,
1946.
d) Para las iglesias orientales en sus relaciones con el calendario latino. — N.
Nilles, Kalendarium manuale utriusque Ecclesiae orientalis et
occidentalis (Oeniponte 1896-97), dos volúmenes.

El martirologio.

Afín con el calendario es el martirologio, que de su significado etimológico


primitivo pasa a indicar un catálogo de santos, dispuestos según el orden del
calendario, o más generalmente el conjunto de las fiestas eclesiásticas celebradas
anualmente en una fecha determinada. Tal es para el Oriente el Martirologio
siríaco, arriano, compilado en el 412 en Edesa, editado en el 1866 por Wright,
una de las fuentes del jeronimiano y testimonio de las fiestas de los mártires de
Nicomedia, Antioquía y Alejandría, así como de algunos occidentales, como las
Santas Perpetua y Felicitas, San Sixto y los Santos Pedro y Pablo. En Occidente,
algún tiempo después surgió la primera redacción de un famoso martirologio,
llamado Hieronymianum porque estaba atribuido falsamente a San Jerónimo. Ha
llegado a nosotros en muy malas condiciones de lectura. Según los estudios de
Duchesne, parece ser el resultado de la combinación de un martirologio griego
redactado en Nicomedia hacia la mitad del siglo IV, de un martirologio local de
la iglesia de Roma y de otros martirologios de Italia, África y las Calías. Fue
compilado en Italia en la segunda mitad del siglo V; pero todos los manuscritos
existentes reproducen una recensión ulterior hecha en las Calías, en Autún o en
Auxerre, alrededor del 600. Nos han dado la edición crítica del mismo G. B. de
Rossi y L. Duchesne en los Acta Sanctorum Bollandiana, noviembre, volumen 2.

Debe observarse que los dos martirologios arriba citados se limitaban a


mencionar en el día señalado los mártires o los santos, añadiendo todo lo más el
nombre del lugar o del cementerio donde se veneraban; pero más tarde pareció
oportuno unir al nombre de los santos una sucinta noticia biográfica de los
mismos. Surgieron de este modo los llamados martirologi storici.

El primero de ellos se debe al Venerable San Beda (673-735), en el cual, como él


mismo afirma, quiso reunir en el día respectivo de la muerte todos los mártires de
los que tenía noticia; pero, no habiendo encontrado bastantes (114 en total), dejó
a propósito en el martirologio muchos días vacantes. Sobre la base de su obra y
con el fin de llenar sus lagunas, pero no siempre con el mismo deseo de
escrupulosa exactitud, se publicaron sucesivamente dos martirologios. un
anónimo lionense (c.800); Floro, diácono de Lyón (d.852); Vandelberto, monje
de Prvm (+ 842), que lo compuso en verso; Rábano Mauro (c.845); Adón (+
875); Vsuardo (c.875) y, por último, Notker (+ 896). La obra de Usuardo,
compilada con justo criterio y fundada en los precedentes martirologios, fue la
que encontró mayor favor en las iglesias, y más tarde, con algunas adiciones y
correcciones, se transformó en el martirologio actual de la Iglesia romana. El
martirologio, según el uso iniciado en el siglo VIII y hoy todavía vigente, se leía
todos los días a la hora de prima, in choro, en las iglesias colegiatas y catedrales,
e in capitulo, en los monasterios.

Si ha habido libros donde muchas Aveces la fantasía del escritor ha trabajado


más que la concienzuda investigación científica, éstos son los martirologios
medievales, a los cuales, por tanto, la Iglesia no ha dado jamás una sanción
oficial. "Su carácter — escribe Quentin — consiste en ser obras esencialmente
privadas." No sólo la autoridad pontificia, pero ni siquiera la autoridad episcopal
ha intervenido jamás en la obra de compilación. El concilio de Aíxla-Chapelle
del 817 ordena leer el martirologio en el oficio de prima (canon 69); los estatutos
episcopales prescriben a los sacerdotes tener un martirologio, es decir, en la
mayor parte de los casos un calendario para anunciar oportunamente a los fieles
las fiestas de los santos; pero tales prescripciones oficiales no han ido más allá, y
todo compilador queda libre de escoger los personajes a insertar en su obra.
Alguna vez el santo que se introduce en él goza ya un culto regular; pero en otros
casos, no queriendo dejar libre un día, se pone un nombre cuya verdad
hagiográfica no es lo suficientemente probada. He aquí por qué será poco
prudente apoyarse en el martirologio romano, directo heredero de los
martirologios medievales, o, lo que es peor todavía, endosar a la Iglesia la
responsabilidod de los errores que contiene.
La editio princeps del Martirologium fomanum aparece en el 1583, preparada, por orden leí papa Gregorio
XIII, por una comisión de doctos, presidida.por el cardenal Sirleto, y de la que tomaba también parte Baronio.
Pero otra edición, la de 1584, fue la promulgada e impuesta oficialmente a toda la Iglesia. En las ediciones
sucesivas se hicieron correcciones de poca importancia por Urbano VIII (1630) y Clemente X; mayores
todavía las introdujo Benedicto XIV (1748), cuya edición quedó sustancialmente inalterada hasta 1922, salvo
la introducción de nuevos santos elevados a los honores del culto. A esta nueva edición típica se hicieren
algunas adiciones y correcciones, que encontraron en los estudios de la hagiografía una crítica más bien
severa; la edición ha quedado así.

Los Libros de Canto.

El "cantatorium."

El primero de los libros de canto, por su importancia musical y por su dignidad


litúrgica, es el cantatorium (Líber gradalis, Gradúale). Contenía los cantos
del Psalmus responsorius y del Alleluia, que el solista (cantor) ejecutaba sobre la
primera plana de la escala (gradus) del ambón después de las lecturas, y a la que
respondía con una frase-estribillo el pueblo o la schola cantorum.

Un libro de esta clase debió de ser usado desde la más remota antigvedad
cristiana, porque el canto del salmo responsorial se remonta a la misma liturgia
apostólica. Naturalmente, al principio no debía existir una notación musical
propiamente dicha; pero ciertamente desde mucho tiempo atrás, además del texto
litúrgico, se tuvieron indicaciones escritas que servían de guía al cantor. El
concilio de Laodicea (c.360) prescribe que los cantores litúrgicos canten sobre el
pergamino y Víctor Uticense narra el piadoso fin de un cantor que en el día de
Pascua, mientras pulpitu sistens, alleluiaticum melos canebat... sagitta in gutture
iaculatus, cadente de manu códice, mortuus postea cecidit ipse. El I Orden
romano observa que, después de la lectura de la epístola, cantor cum cantatorio
ascendit et diicit responsorium. El cantatorium estaba de ordinario artísticamente
encuadernado con tablillas rodeadas de hueso o de marfil, de donde viene el
nombre de tabulae que le da Amalario: Tabulae, quas cantor in manu tenet,
solent fieri de os so. Un fragmento del cantatorium nos ha sido conservado en un
papiro procedente de Fajum, y se remonta hasta principios del siglo IV; contiene
cuatro versos para la fiesta de la Epifanía y de San Juan Bautista, para
intercalarse como estribillo en el canto del salmo responsorial, que debía ser el
32, Exultate iusti. Puede también recordarse el cantatorium de Monza, del siglo
VIII, sin anotaciones, donado por la reina Teodolinda a la basílica de San Juan
Bautista y publicado por Tommasi, así como el de San Galo (cód.359), del siglo
IX, con notación musical, encerrado en dos magníficas tablas de marfil.

El antifonario.

El antifonario (antiphonarium, antiphonale, antiphonale rnissarum,


antiphonarius líber) era la colección de cantos que debía ejecutar durante la misa
la schola cantorum, es decir, la antiphona ad introítum, el responsorio gradual, la
antiphona ad offertorium y ad communionem, con versículos relativos
correspondientes según el uso medieval. Como se ve, el antifonario comprendía
también el cantatorium. Esta era la práctica más común especialmente fuera de
Roma, porque también la schola participaba en el canto del responsorio gradual.
Amalario escribía a este respecto: Notandum est, volumen, Quod nos vocclomus
duale. illi in aliquibus ecclesiis in uno volumine continetur. Seauentem partem
dividunt in duobus nominibus. Pars, quae continet responsoríos, vocatur
responsoriale; et pars, Quae continet antiphonas, vocatur Antiphonarium. Ego
secutus sum nostrum usum. et posui mixtim responsoria et antiphonas secundum
ordinem temtoorum in quibus solemnitates nostrae celebrantur. Mientras Roma
procuraba distinguir cada una de las partes del canto — gradual, antífonas,
responsorios del oficio —, en Francia se prefería reunirías todas en un solo
volumen bajo el título de antifonario.

Los orígenes del antifonario no van más allá de finales del siglo IV o principios
del V. El canto de un salmo en el ofertorio y en la comunión fue introducido en
África, y probablemente también en Italia, en los tiempos de San Agustín. El
introito comenzó en Roma, bajo el papa Celestino I (422-432) o poco antes. Si
debemos creer a las anotaciones, muy lacónicas en verdad, que nos ha dejado
Juan Archicantor de San Pedro en una obra suya, la colección de los cantos de la
misa y del oficio, comenzada por el papa Dámaso (366-384) con la ayuda de San
Jerónimo, fue sucesivamente elaborada y completada por diversos papas durante
los siglos V-VII; es decir: San León I (440-461), el cual annalem cantum omnem
instituit; San Gelasio (492-496), el cual omnem annalem cantum...
conscripsit; papa Símaco (498-514), qui et ipse annalem suum cantum
edidit; papa Juan I (523-526); papa Bonifacio II (530-532); papa San Gregorio
Magno 590-604), el cual cantum anni circuli nobile edidit; papa Martín I (649-
655) y, por último, los abades Cataleno, Mauriano y Virbono, del monasterio de
San Pedro, en Roma.

Entre estas diversas compilaciones de los cantos de la misa, sobre las cuales, en
general, no tenemos otros testimonios históricos, la compilación de San Gregorio
Magno tuvo un nombre y una importancia especialísima. Las dudas aparecidas
recientemente sobre la realidad de la reforma gregoriana del antifonario,
atribuido por la tradición litúrgica medieval a él, han sido victoriosamente
discutidas por la crítica moderna gracias especialmente a las investigaciones de
Morin. San Gregorio, al compilar su Antifonario centone, como lo designa su
biógrafo Juan Diácono (+ 880? no intentó crear nuevas melodías, sino que de los
textos melódicos preexistentes quitó lo que sobraba, reduciéndolos a una forma
más ágil, siempre correcta artísticamente, y no despreciando, cuando ocurría, las
adiciones oportunas.

Ipse, Patrum monumenta sequens, renovavit et auxit, dice el famoso


prólogo Gregorius praesul, que se encuentra encabezando el cód. 339 de San
Galo y la mayor parte de los antifonarios.

Desgraciadamente no nos ha llegado ningún ejemplar de antifonario


contemporáneo a San Gregorio; pero existen numerosos manuscritos de los siglos
IX y X, los cuales, aparte de las adiciones de los siglos VII-VIII, se pueden
considerar como copias muy fieles del primitivo antifonario gregoriano. Las
principales son: Para un estudio comparativo de los textos antifónicos de la misa
según los manuscritos, tiene una gran importancia la publicación de R. J.
Herbert Antiphonale missarum sextuplex (Bruselas 1935), donde se hallan
colocados en columnas paralelas los textos del más antiguo testimonio del
antifonario romano, es decir, el gradual de Monza, y los antifonarios de Rheinau,
Mont Blandin, Compiégne, Corbie y Senlis.

Además del antiphonarium missae, la schola poseía un antiphonarium


officii, que contenía la colección de las antífonas y responsorios que debían
cantarse en la celebración del oficio nocturno (maitines, laudes). Un libro de esta
clase existía ya en el tiempo de la Regla benedictina (c.526), y de ése se sirvió
más tarde San Gregorio para compilar su antifonario en la parte que tocaba al
oficio. Falta todavía un códice que se remonta hasta la época gregoriana; los
manuscritos más antiguos presentan todos el antifonario en una forma muy
diversa del original por la fusión del rito romano con los elementos galicanos,
que tuvo lugar en la época de los carolingios. Recordaremos entre los más
importantes: a) El Líber responsorialis de Compiégne antes citado, del siglo IX,
editado por Tommasi y reproducido por PL 78, 726 ss. b) El antifonario de
Hartker (cód.390-391), de San Galo, antes citado; siglos X-XI. c) El antifonario
de San Pedro (Vatic. B.79), siglo XII; editado por Tommasi, Opera, t.4 p. 1-700;
rico en particularidades propias de la basílica de San Pedro.

El "Exultet."

Merece una mención el libro de canto, propio del diácono, llamado Rotólo dell
´Exultet. Era una tira de pergamino no muy ancha, pero muy larga, que contenía
el praeconium del cirio pascual, que acostumbraba cantar el diácono en el
Sábado Santo. En Italia, especialmente en las iglesias de Sur, se acostumbró
decorar el texto con ricas miniaturas pintadas en el reverso de la escritura, de
forma que, desenvolviendo el rollo, la parte miniada venía poco a poco a
desplegarse delante del pueblo circunstante. El más antiguo es el de Barí, hacia el
1607. Famoso por la riqueza de las composiciones, que representan escenas
evangélicas y alegóricas, es el rollo del Museo Británico (siglo XII; 0,28 m. de
ancho y 7 m. de longitud); además el que se conserva en la basílica de San
Mateo, en Salerno, escrito en tiempo del obispo Romualdo (+ 1181) (0,47 m. de
ancho y 8,20 m. de largo) y usado todavía en la bendición del cirio. Otros
ejemplares se conservan también en Pisa, Velletri, Mirabella, Gaeta, Capua,
Sorrento, Foggia y Montecasino. El praeconium paschale ha llegado a nosotros
en varias recensiones distintas e independientes entre sí, que son: a) La romana,
transmitida a nosotros en la más antigua copia del sacramentario gregoriano (Vat.
Reg. 332; siglo VIIl), pero ciertamente muy anterior, actualmente en uso general
en la Iglesia latina. b) La gelasiana, contenida en el sacramentarlo gelasiano
(MURATORI, Lit. Rom. Vet., I, 564. c) La ambrosiana, que, según Mercati,
pudiera tener por autor al mismo San Ambrosio. d) La mozárabe, en forma
métrica, del siglo VII. e) La Vetus ítala, en uso, según Bannister, en las iglesias
italianas antes de los carolingios. Suplantado en esta época por el texto romano
en la alta Italia, quedó en vigor en el Mediodía hasta el siglo XII y aún más tarde.
Todas las recensiones tienen común el prólogo festivo Exultet iam
angélica; cambian, sin embargo, el texto de la bendición propiamente dicha,
manteniendo en general un desarrollo análogo de conceptos, entre los cuales está
el característico elogio de las abejas y por último la commendatio a Dios de las
diversas autoridades.

Otros libros subsidiarios del canto eran:

a) El processionale, que contenía las antífonas que debían cantarse durante las


procesiones, que en la Edad Media eran mucho más numerosas que hoy.
Publicaron ejemplares de los mismos J. Henderson, según un códice en uso en la
catedral de Salisbury, y V. Legg, según las costumbres del monasterio femenino
de Chester, en Inglaterra. Hay también una selección de antiguos cantos
procesionales hecha por Dom Pothier y Dom Andoyer.

b) El prosarium o sequentiarum, destinado a recoger las secuencias que debían


cantarse en la misa. Notker lo llama líber hymnorum, y muchas veces tales
composiciones tomaron un puesto en el volumen de los himnos propiamente
dichos, como ya dijimos.

c) El tropario, es decir, la colección de los tropos, o sea los que se insertaban


entre los cantos propios de la misa, como los del Ordinarium. Publicaron un gran
número de ellos (fexto solamente, sin canto), Blume y Bannister, Tropi
graduales (Leipzig 1905-1916), dos volúmenes, y W. Frére, una colección del
siglo XI, en uso en la catedral de Winchester, la mejor en su clase.

A veces las colecciones de las prosas y de los tropos formaban un solo volumen.
Tal es, por ejemplo, el tropario-prosario de la abadía de San Martín de
Montauriol (en Montauban), del siglo XI, con adiciones posteriores, editado por
C. Daux.

4. Los Gestos Litúrgicos.


Preliminares.

El ser humano posee dos clases de lenguaje: la palabra y el gesto, entendido este
último en el sentido más amplio de la postura del cuerpo. El primero se dirige a
los oídos; el segundo, a los ojos. Y con la unión de uno y otro se llega a expresar
perfectamente el propio pensamiento.
Es lógico, por lo tanto, que la Iglesia haya llevado a la liturgia, junto con las
fórmulas, también el expresivo movimiento del cuerpo humano. Tenemos así la
categoría de los gestos litúrgicos.

Algunos de ellos están tan íntimamente unidos con ciertas y determinadas formas
rituales, que casi puede decirse son la expresión mímica connatural de los
mismos, como el extender las manos para pedir alguna cosa, el postrarse en
tierra para adorar. Otros, sin embargo, tienen su origen en la necesidad de
poner de relieve la importancia de un texto litúrgico preexistente. La fórmula en
este caso ha sugerido el gesto. Varios ejemplos de ellos tenemos en la misa. El
inclinarse al supplices te rogamus; al tomar el cáliz al accipíens et hunc
praeclarum calicem... in manas...; el bendecir con la señal de la cruz la oblata
al benedicas haec dona, haec muñera, haec sancta sacrificio, etc., no son, como
puede verse, gestos originales, sino un comentario mímico posterior, sugerido
por los correspondientes textos del canon.

En sentido inverso, muchas veces un gesto litúrgico, introducido al principio


solo, viene más tarde a ser subrayado con una fórmula ilustrativa. El beso, por
ejemplo, que, conforme a la rúbrica del I OR (n.8), da el celebrante al altar en el
comienzo de la misa, no iba acompañado de ninguna plegaria en los tres más
antiguos sacraméntanos. Solamente después del siglo XI comenzó a asignársele
en los libros litúrgicos la fórmula Oramus te, Domine, per merita sanctorum... El
lavatorio de las manos, que al principio era un acto de necesidad, más tarde
convertido en simbólico, recibe como complemento la fórmula del salmo 15:6-
12. En estos casos y en otros semejantes ha sido el gesto el que ha creado la
fórmula.

Con el fin de dar cierta unidad a nuestro tratado, hemos reunido los diversos
gestos litúrgicos en diversos grupos según su característica fundamental, si bien
debe reconocerse que muchos de ellos, tanto al principio como en el correr de los
tiempos, fueron adoptados para expresar sentimientos un tanto diversos, como
notaremos en su lugar. Tendremos así:

1.° Los gestos sacramentales: a) La imposición de las manos. b) La señal de la


cruz.

2.° Los gestos de la plegaria: a) La plegaria en pie con los brazos extendidos y
elevados. b) La plegaria dirigida hacia el oriente y con los ojos hacia el
cielo. c) La plegaria de rodillas, d) La plegaria con las manos juntas.

3.° El gesto del ofertorio: la elevación.


4.° Los gestos de la penitencia: a) La genuflexión y postración. b) Los golpes de
pecho. c) La inclinación.

5.° El gesto del saludo y de la fraternidad: el beso litúrgico.

6.° Los gestos de reverencia: a) La inclinación y la genuflexión. b) La


incensación. c) Las luces.

7.° Los gestos de la comodidad: a) El sentarse. b) El lavatorio de las


manos. c) El ayudar al celebrante. d) El dar y el recibir.

8.° Las procesiones.

Los Gestos Sacramentales.

Los gestos sacramentales son dos:

a) La imposición de las manos.

b) La señal de la cruz.

La imposición de las manos.

El gesto más importante, más aún, el primero entre todos los gestos litúrgicos,
por estar directamente tomado de la dignidad sacramental, es la imposición de
las manos, que entró como elemento esencial en la colación de la confirmación y
el orden. Los Hechos indican expresamente que los apóstoles invocaban al
Espíritu Santo sobre los neobautizados y consagraban los nuevos ministros del
culto imponiéndoles las manos.

Pero en la liturgia de la Iglesia antigua se empleaba también en el rito de los


demás sacramentos, sin excluir la Eucaristía. Entraba en la preparación de los
catecúmenos para el bautismo. Después de la oración, advierte
la Tradivo, cuando el que instruye ha impuesto las manos sobre los
catecúmenos... los despedirá; en la confirmación y en la absolución de los
pecadores y en la reconciliación de los penitentes, la frase imponere manum in
poenitentiam era ya antigua en tiempo de San Cipriano (+ 258); en la celebración
de la Eucaristía: imponens manum in eam (oblationem) cum omni
presbyterio, prescribe la Traditio a propósito del obispo consagrado, dicat
gratias agens...; entraba también en la unción de los enfermos, pues ya Orígenes
traduce el conocido texto de Santiago orent super eum así: imponant ei manum.
También en otros muchos ritos extrasacramentales, la imposición de las manos
tenía y tiene xtodavía una amplia aplicación. Así lo encontramos en la
consagración de las vírgenes, en la bendición de los abades y abadesas, en los
exorcismos, en el canon de la misa, en muchas bendiciones; tanto que, en no
pocos textos escriturísticos y antiguos, el término benedicere equivale a imponer
las manos. Podemos decir que desde comienzos del siglo III, a medida que los
documentos son más numerosos, la imposición de las manos se presenta en el
ceremonial litúrgico como un rito tan tradicional, que no pueda dudarse un
momento de su antigvedad.

El gesto, evidentemente, era casi igual en todos los ritos antes citados; la mano
derecha o ambas manos extendidas o levantadas sobre o hacia una persona o
cosa, o bien puestas en contacto con ella; pero el significado simbólico era
diverso en cada caso. Unas veces quería indicar la elección o designación de una
persona para un determinado oficio; otras, la transmisión de un poder o de un
carisma; otras, la consagración a Dios de una persona o cosa; bien el auspicio
de la bendición celestial sobre alguno, o el conjuro y la purificación de un influjo
demoníaco, o la invocación del perdón y de la gracia de Dios, o, como en
el Hanc igitur, la declaración tácita de poner sobre una víctima expiatoria
(Cristo) los pecados del mundo. Es corriente encontrar que la imposición de las
manos esté acompañada de una fórmula que precise el sentido de la misma y una
señal de la cruz, que indica la causa eficiente de la misma. Escribe San
Cipriano: Praepositis Ecclesiae offeruntur (los neófitos) et per nostram
orationem ac manus impositionem Spíritum Sanctum consequuntur ac signáculo
dominico consummantur.

La imposición de las manos está reservada alguna vez al obispo, como en la


confirmación; en ciertos casos, al obispo y al presbiterio colectivamente, como
en la concelebración eucarística y en las ordenaciones, o al sacerdote, como en el
bautismo, y también a los diáconos y a los exorcistas en el cumplimiento de sus
funciones. A los laicos está siempre expresamente prohibida.

El gesto de la imposición de las manos tiene precedentes antiquísimos en las


religiones paganas y en el culto hebreo. Las manos, que entre los miembros del
cuerpo son el medio principal con que el hombre desarrolla su actividad propia,
fueron muy pronto consideradas en el lenguaje religioso como sinónimo de
potencia y de fuerza. De aquí las expresiones bíblicas manus Def, dextera
Domini, y el arte cristiano antiguo, que pone "una mano entre las nubes
extendida hacia abajo" para simbolizar a Dios Padre, que bendice y transmite el
poder a los hombres.

Los libros del Antiguo Testamento hacen frecuente mención de la imposición de


las manos en el ritual de los sacrificios (Lev. 24:14; 16:21); en las bendiciones
(Gen. 48:14; Lev. 9:22); en las ordenaciones de los levitas (Num. 8:6). Nuestro
Señor la usó también con frecuencia para sanar los enfermos (Mc. 16:18; Lc.
4:10); para bendecir a los niños (Mc. 10:16) y a los discípulos, y quizá también
para consagrar en la última cena el pan y el vino. Bastan, por tanto, la tradición
hebrea y el ejemplo de Jesús para dar razón del rito litúrgico cristiano, sin
calificarlo de plagio o de una derivación de liturgias paganas o darle un sentido
mágico que obra infaliblemente, prescindiendo de toda interna disposición del
sujeto. La imposición de las manos en la liturgia, como dijimos, estuvo siempre
unida a una fórmula que determina exactamente el sentido y el fin de la misma y
sirve de invitación al fiel para que la acompañe con correspondientes actos
interiores.

La señal de la cruz.

También la señal de la cruz, si bien de un modo menos esencial, va


estrechamente unida a la colación de todos los sacramentos. Lo notaba ya San
Agustín: con la señal de la cruz se consagra el cuerpo de Señor, se santifica la
fuente bautismal, se ordenan los sacerdotes y los de más ministros; se consagra,
en suma, todo lo que con la invocación del nombre de Cristo debe hacerse santo.
Deja esto suponer una tradición litúrgica antiquísima. En efecto, los Hechos
agnósticos de San Juan, de Santo Tomás, de San Pedro, en el siglo II, aluden
claramente a esto. In tuo nomine — dicen estos últimos, dando a entender que el
gesto debía tener también su propia fórmula — mox lotus et signatus est sancto
tuo signo. Tertuliano alude a este mismo gesto, echando en cara al mitraísmo sus
adulteraciones de la liturgia cristiana. Mithra signat illis in frontibus milites saos.
Los cristianos, sin embargo, solían persignarse en la frente contra las tentaciones
del demonio, como leemos en la Tradvio: Signo frontem tuam signo crucis, ad
vincendum satanam.

Tertuliano atestigua también lo mucho que se extendió la práctica de signarse aun


en el campo no estrictamente litúrgico. Al ponernos en camino, al salir o entrar,
al vestirnos, al lavarnos, al ir a la mesa, a la cama, al sentarnos, en estas y en
todas nuestras acciones, nos signamos la frente con la señal de la cruz. Otro tanto
afirma para el Oriente, poco tiempo después, San Cirilo de Jerusalén: Ne nos
igitur teneat verecundia, quominus crucifixum confiteamur. In fronte confidenter,
idque ad omnia, digitis crux pro signando efficiatur: durn panes edimus et
sorbemus pocala; in ingressibus et egressibus; ante somnum, in dormiendo et
surgendo, cundo et quiescendo. La costumbre de hacer la señal de la cruz estaba
tan arraigada entre los cristianos, que hasta el emperador Juliano, ya apóstata, se
signaba maquinalmente en los momentos de peligro.
Los textos antes citados, así como otros de la época patrística, se refieren a la
pequeña señal de la cruz, la única entonces en uso, que se trazaba principalmente
sobre la frente, in fronte depingitur, según las visiones de San Juan en el
Apocalipsis, con el pulgar o el índice de la mano derecha. El gesto lo llamaban
los Padres latinos signum, signaculum, tropaeum, y los griegos, σφραγις
συμβολον, y tenνa su expresión más augusta en el rito prebautismal.

De origen algo posterior es la costumbre de signar junto con la frente el pecho, a


la que alude Prudencio (+ 410): Frontem locumque coráis signet.

Debió introducirse primeramente en Oriente, de donde pasó a las Galías y


después al ritual romano del bautismo, en el cual se practica todavía.

La pequeña signatio crucis, de la que hemos hablado hasta aquí, sobre la frente y


sobre el pecho, incluida más tarde la de los labios, continúa teniendo, como
puede verse, una amplísima aplicación en muchos ritos de la Iglesia latina
relativos a la misa, al oficio, a los sacramentos, a los sacramentales; su
significado simbólico aparece claro.

En Oriente, después de la herejía monofisita y en conformidad con las tendencias


alegóricas del tiempo, se introdujo en el siglo VI la costumbre de hacer la señal
de la cruz con dos (pulgar e índice) o tres dedos abiertos (pulgar, índice y medio)
y los otros dos cerrados, para simbolizar las dos naturalezas de Cristo, o la
Santísima Trinidad, o el trinomio sagrado IXΣ = Jesús Cristo Salvador). Esta
costumbre pasó después al Occidente. Y a mediados del siglo IX, la Admonitio
Synodalis manda a los sacerdotes: Calicem et oblationem recta cruce sígnate, id
est, non in circulo et variatione digitorum, ut plurimi faciunt, sed strictis duobus
digitis et pollice intus recluso, per quos Trinitas innuitur. Hoc signum recte
faceré studete, non enim alíter quidquam potestis benedicere. Podemos creer que
fuera éste el método seguido por los fieles al hacer la señal de la cruz, porque los
liturgistas del siglo XII y los monumentos de aquel tiempo nos hablan de ella
como de una práctica común. Decayó, sin embargo, muy pronto.

Los griegos, en efecto, a finales del siglo XIII ya echaban en cara a los latinos el
bendecir con la mano abierta en vez de hacerlo con tres dedos. El gesto antiguo
ha quedado en la Iglesia griega y en el rito de la bendición papal.

El signo grande de la cruz que se traza desde la frente hasta el pecho y desde el
hombro izquierdo hasta el derecho, según la costumbre moderna, parece que se
introdujo primeramente en los monasterios en el siglo X; pero quizá fuera más
antiguo. Se hacía con los tres dedos abiertos y los otros cerrados, como dijimos,
trazando, sin embargo, del hombro derecho al izquierdo. A los tres dedos del
siglo XII se fue poco a poco substituyendo la mano extendida e invirtiéndose
el movimiento de la izquierda a la derecha. Esta práctica, como devoción
privada, se conocía ya en el siglo V; definitivamente no entró en la liturgia hasta
la reforma piaña del siglo XVI.

La signatio crucis iba generalmente acompañada de una fórmula. Aquella


antiquísima que se hacía sobre la frente del catecúmeno llevaba consigo la
invocación trinitaria: In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti, y se ha
convertido actualmente en la oficial. San Agustín, a su vez, habla de un saludo al
nombre de Cristo.

Los griegos usan ésta: Sanctus Deus, Sanctus fortis, Sanctus ímmortalis,


miserere nobis. Otras fórmulas comunes en la liturgia latina son: Adiutorium
nostrum in nomine Domini... Domine labia mea apenes..., Deus in adiutorium
meum intende, y esta que se encuentra frecuentemente en los rituales de la Edad
Media, todavía conservada en el ritual romano: Ecce crucem Domini, fugite
partes adversae: vicit leo de tribu luda, Radix David, amen!

No estará de más aludir al uso, muy antiguo y todavía conservado en la Iglesia,


de bendecir no con la mano, sino con una cruz. El mosaico de San Vital en
Rávena (s.VI), que representa al arzobispo Maximiano, lo presenta en el acto de
tomar con la derecha una cruz de este género (cruces de bendición). Eran de
dimensiones muy pequeñas, como aquella de oro del emperador Justiniano I,
conservada en el Museo Vaticano, que no mide más que veintidós centímetros de
altura.

La señal de la cruz en la liturgia toma diversos significados, que podemos


esquematizar así:

a) Es el sello (signum) de Cristo, que se imprime en el cuerpo del catecúmeno e


indica que se ha convertido totalmente en suyo. Se señala, por lo tanto, no sólo en
la frente, sino también en el pecho, en las espaldas y en cada uno de los cinco
sentidos.

b) Es una profesión de fe en Cristo, de quien no se debe nunca


avergonzar. Decía San Agustín: Sí dixerimus catechumeno: Credis in Christum?
respondet: Credo, et signat se; iam crucem Christi portat in fronte et non
erubescit de cruce Domini sui.

c) Es una afirmación del soberano poder de Cristo contra los malos
espíritus: Ecce crucem Domini, fugite, partes adversae. Por esto, la fórmula
bautismal dice: Et hoc signum sanctae crucis, quod nos eius fronti damus, tu
maledicte diabole, numquam audeas violare. Por el mismo motivo, las señales de
la cruz en los exorcismos se multiplican sobre la persona poseída de demonio.

d) Es una invocación de la gracia de Dios, implorada eficazmente merced a


los méritos infinitos de la cruz de Cristo. Por este motivo van acompañados de
la señal de la cruz todos los sacramentos y sacramentales. Y ya que la triple
infusión del agua bautismal se hace en forma de cruz, en nombre de las tres
divinas personas, ha llegado a quedar constituido como práctica litúrgica que
siempre que se nombren en una fórmula vayan acompañadas por la señal de la
cruz. Esto explica la razón de muchas señales de la cruz en el ritual; por
ejemplo, la que se hace en la terminación del Gloria y del Credo (fórmulas
trinitarias).

e) Es una bendición de cosas o de personas mediante la que se les consagra a


Dios, de forma análoga a lo que sucede en el bautismo con el cristiano. Por esto,
desde la más remota época se unió a todas las fórmulas de bendición la señal
de la cruz: Quia crux Christi, omnium fons benedictionum, omnium est causa
gratiarum; hasta puede decirse que cuando un texto litúrgico lleva consigo los
vocablos bcnedicere, consecrare, sanctificare, lleva necesariamente la señal de
la cruz. Pero no siempre fue así, pues, por ejemplo, en Francia se comenzaba a
signarse al Sit et benedictio del Tantum ergo, al Benedicamus
Domino, donde benedicere significaba, sin embargo, alabar, glorificar. El obispo
se signa todavía sobre el pecho al Sit nomen Domini benedictum, y la rúbrica
prescribe una señal de la cruz al Benedictus del Sanctus y al principio del cántico
de Zacarías, de donde después ha pasado, por asimilación, a los otros dos cantos,
el Magníficat y el Nunc dimittis.

f) Es alguna vez una señal demostrativa para designar personas o


cosas. Rufino de Aquileya recuerda que en aquella iglesia los fieles hacían la
señal de la cruz sobre la frente en estas palabras del símbolo local: Huius carnis
resurrectionis. Las tres primeras cruces señaladas en el canon al haec dona, haec
muñera, haec sancta sacrtfícia illibata, y quizá también las otras después de la
consagración tienen el mismo carácter. La signatio ha sido también alguna vez
un signo convencional; así, en el Ordo romano el sub diácono regional hace una
señal de la cruz sobre la frente para indicar a la schola que interrumpa el salmo
de la comunión y termine.

Los Gestos de la Plegaria.

En todo culto, la actitud del cuerpo en la oración es de lo más noble, porque


traduce al exterior los sentimientos más elevados del alma, los que se dirigen
a la divinidad; pero en la liturgia cristiana quiere expresar especialmente aquella
eminente dignidad sobrenatural a la que ha sido elevado el fiel y aquella
universal paternidad que venera él en Dios.

Los gestos de la oración son cuatro:

a) La plegaria en pie con los brazos extendidos y elevados.

b) La plegaria hacia el oriente y con los ojos dirigidos al cielo.

c) La plegaria de rodillas.

d) La oración con las manos juntas.

La plegaria en pie con los brazos extendidos y elevados.

La posición rígida era la postura acostumbrada de los pueblos antiguos durante el


servicio religioso y en general ante una persona de autoridad. También los
hebreos oraban en el templo y en la sinagoga de pie, con la cabeza descubierta,
elevando las manos al cielo. Los primeros cristianos, en memoria de Cristo y del
Apóstol, usaron en sus costumbres rituales el mismo gesto simbólico, pero
imprimiéndole un nuevo significado: el sentimiento del ser humano, que no es ya
más esclavo del pecado, sino libre, por ser hijo de Dios, hacia el cual puede
elevar confiadamente sus ojos y manos como a su Padre. Una representación viva
de tal postura cristiana en la oración es la figura del orante, que nos han dejado
con profusión los frescos y sarcófagos antiguos. En ellos, el orante aparece en
pie, la cabeza elevada y erguida, los ojos elevados al cielo, las manos extendidas
en forma de cruz. Que los fieles oraban ordinariamente así en los primeros siglos
nos lo atestiguan ampliamente los escritores de aquel tiempo, comenzando por
Clemente Romano, Tertuliano y San Cipriano, hasta San Juan Crisóstomo, San
Ambrosio y San Máximo de Turín (+ 465). El canon 20 del concilio de Nicea lo
manda expresamente.

La práctica de orar en pie se mantuvo siempre en la Iglesia; aun hoy día muchas
antiguas basílicas están desprovistas de medios para sentarse. Pero la liturgia la
prescribe en particular los domingos, durante el tiempo pascual, en la lectura del
evangelio, de los cánticos y de los himnos. Análoga disciplina se encuentra en las
Reglas monásticas más antiguas del Oriente y del Occidente, según las cuales los
monjes, durante la salmodia, debían estar en pie: S’c stemus ad psallendum, ut
mens nostra concordet voci nostrae, dice San Benito. La postura se hacía menos
gravosa apoyándose en soportes en forma de tau, en forma de brazuelos
(cambutae), que muchas veces se unían a los bancos del coro. La disciplina se
conservó con alguna resistencia hasta el siglo XI; en esta época comenzó por vez
primera a mitigarse, aplicando a los sitiales del coro unos apéndices (llamados
"misericordia") sobre los que se apoyaba la persona sin estar propiamente
sentada, hasta que entró la costumbre de sentarse sin más. Los asistentes al coro
se levantaban, como constata el concilio de Basilea (1431, 49), Bolamente
al Gloria Paírí. Esta mayor amplitud se tomó del ceremonial de los obispos; pero
la antigua severidad se conserva todavía en diversas familias religiosas
masculinas y femeninas.

La posición erguida en la oración, si era para los fieles una práctica vivamente
inculcada, para el sacerdote fue siempre considerada una regla precisa cuando
cumplía los actos del culto, es decir, en las funciones de mediador entre Dios y
los hombres. Al ejemplo de Moisés, del cual está escrito: Stetit Moyses in
confractionem. San Juan Crisóstomo observa: Sacerdos non sedet sed stat; stare
enim signum est actionis liturgicae. La más antigua representación de la misa en
el cementerio de Calixto, del final del siglo II, nos muestra al sacerdote de pie y
con las manos dirigidas hacia el tríbadion que lleva las oblatas. Por eso en la
misa, en la administración de los sacramentos y en los sacramentales, en el oficio
divino, el sacerdote adopta la posición erguida. Sobre este particular, la Iglesia
fue siempre rígido guardián de la antigua costumbre; sólo cedió en un punto,
como antes decíamos: la salmodia.

El gesto en la plegaria con los brazos abiertos en forma de cruz fue el predilecto
de las primeras generaciones cristianas por su místico simbolismo con Cristo
crucificado. Tertuliano lo presenta, en efecto, con una postura original cristiana
frente a un gesto pagano similar: Nos vero non aitollimus tantum, sed etiam
expandimus (manus) et dominica passione modulati, orantes, confitemur
Domino Christo. La vigésimo séptima de las odas que llevan el nombre de
Salomón (siglo II) delinea poéticamente la figura: Tengo extendidas mis manos y
he alabado a mi Señor; porque el extender mis manos es la señal de El; y mi
postura erguida, el madero del medio. Alleluia!

Así, Santa Tecla (c.190) se presentó, poco antes de morir en la arena, de pie,
orando con los brazos abiertos, en espera del asalto de las fieras. San Ambrosio
exhortaba a rezar así: Debes in (oratione tua crucem Domini demonstrare; y él
mismo, según su biógrafo Paulino, extendido sobre el lecho de muerte, oró con
los brazos en cruz. San Máximo de Turín (+ d.465) insiste particularmente sobre
este gesto en la plegaria. "El hombre — dice él — no tiene más que levantar las
manos para hacer de su cuerpo la figura de la cruz; he aquí por qué se nos ha
enseñado a extender los brazos cuando oramos, para proclamar con este gesto la
pasión del Señor."
Esta expresiva actitud en la oración continuó durante toda la Edad Media,
especialmente en los monasterios de Italia e Irlanda, Los monjes usaban de ella
como de un estímulo para un fervor mayor; a veces también, prolongada, sirvió
como un duro ejercicio de penitencia, que se ejecutaba apoyando el tronco y los
brazos en una cruz. Pero es sobre todo en la liturgia donde se mantuvo unida a las
oraciones más solemnes y antiguas de la misa: las oraciones y el prefacio con el
canon. Es verdad que para ambas la rúbrica actual del misal prescribe una
idéntica modesta elevación y expansión de los brazos; pero una secular tradición
litúrgica hasta todo el siglo XV imponía al sacerdote que durante el canon, y
sobre todo después de la consagración, tuviese los brazos abiertos en forma de
cruz. Quizá en Roma la costumbre era menos conocida, que en otras partes.

La antigua práctica no ha desaparecido; sobrevive en alguna congregación


religiosa y en ciertos países de fe más viva, y es conmovedor verla de hecho
alguna vez en algún monasterio por grupos enteros de peregrinos.

La plegaria en direccióa al oriente y con los ojos hacia el cielo.

El gesto era muy común en los cultos paganos y entre los hebreos, quienes
oraban en dirección al templo de Jerusalén; pero los cristianos, adoptándolo, le
dieron un motivo enteramente propio y original. Jesús, según el salmista, subió al
cielo por la parte de oriente, donde actualmente se encuentra (el cielo), y del
oriente había dicho que debíamos esperar su retorno. Maranatha! Veni,
Domiíne lesu! oraba ya el autor de la Didaché. Las Constituciones
Apostólicas se refieren a este primordial significado cuando prescriben que
después de la homilía, estando de pie y dirigidos hacia el oriente... todos a una
sola voz oren a Dios, que subió al cielo superior por la parte del oriente. Además,
del oriente sale la luz, los cristianos son llamados hijos de la luz, y su Dios, la
verdadera luz del mundo, el oriente, el sol de justicia. En el oriente estaba situado
el paraíso terrenal, "y nosotros — escribe San Basilio —, cuando oramos,
miramos hacia el oriente, pero pqcos sabemos que buscamos la antigua patria."

Debemos tener en cuenta que la orientación en la plegaria era, sobre todo, una
costumbre oriental, mucho menos conocida en Occidente, al menos en su origen.
Solamente más tarde, hacia los siglos VII-VIII, por influencias bizantino-
galicanas, se sintió el escrúpulo de la orientación, que se manifestó en la
construcción de las iglesias, así como en la posición de los fieles y del celebrante
durante la oración. El I OR lo atestigua para Roma. Terminado el canto
del Kyrie, nota la rúbrica: Dirigens se pontifex contra populum, dicens "pax
vobis" et regirans se ad orientem, usquedum finiatur. Post hoc dirigens se iterum
ad populum, dicen "pax vobis" et regirans se ad orientem, dicit oremus." Et
sequitur oratio. Todavía algún tiempo después, un sacramentarlo gregoriano del
siglo IX prescribe que en el Jueves Santo el obispo pronuncie en la solemne
oración consecratoria del crisma respiciens ad orientem. Después, la práctica, si
bien no desconocida por la devoción privada medieval, tuvo entre nosotros una
escasa aceptación y ningún reconocimiento oficial en la liturgia.

Sin embargo, un gesto que se puede considerar equivalente, común también a los
hebreos y gentiles, prevaleció en Roma y en África: el de orar no sólo con los
brazos, sino también con los ojos dirigidos al cielo. Ya Tertuliano lo ponía de
relieve: Illud (ad caelum) suspicientes oramus. Y es cierto que el antiquísimo
prólogo de la anáfora, cuando amonestaba con el Sursum corda... invitaba a
adoptar el gesto que mejor expresaba aquel sentimiento: levantar los ojos al cielo,
como leemos en una fórmula del Testamentum Domini (Proclamatio
diaconi):Sursum oculos cordium vestrorum; Angelí inspiciunt.

En esta postura, el emperador Constantino mandó acuñar algunas monedas, de


las cuales poseemos todavía algunos ejemplares: vultu in caelum sublato, et
manibus expansis instar precantis.

Las actuales rúbricas del misal prescriben varias veces al celebrante que adopte
este gesto de filial confianza en Dios, distinguiendo una doble forma del mismo:

a) Una simple mirada al cielo (indicado por la cruz) al Munda cor meum antes
del evangelio; al Suscipe, Sánete Pater, del ofertorio; al Suscipe, sancta
Trinitas, antes de la bendición, y al Te igitur, al comienzo del canon; después de
aquella mirada, los ojos se repliegan súbitamente sobre el altar (statím demissis
oculis).

b) Una mirada fija y prolongada mientras se profieren las palabras Veni,


sanctificator omnipotens aeterne Deus, en el ofertorio, y Benedicat vos,
omnipotens et misericors Deus, en la bendición final.

La oración de rodillas.

Como veremos más adelante, esta plegaria, en la liturgia, es, sobre todo, un
gesto de carácter penitencial; sin embargo, en la devoción privada es la actitud
que mejor responde a las ordinarias elevaciones de la criatura hacia Dios. San
Pablo nos habla de ella en este sentido: Flecto genua mea ad Patrem D. N. lesu
Christi. Debía ser tal como es todavía la postura normal del cristiano en sus
oraciones privadas. Constantino, según Eusebio, in intimis palatií sui
penetralibus, quotidie, statis horis, sese includens, remotis arbitris, solus cum
solo colloquebatur Deo et in genua provoluius, ea quibus opus haberet, supplici
prece postulabat. Algunas veces, sin embargo, el ponerse de rodillas es el efecto
de una intensa emoción religiosa del alma. Cristo, posatis genibus, oró en
Getsemaní; San Esteban se arrodilló para unirse a Dios en el momento supremo;
San Ignacio, de rodillas, oró por las iglesias antes de su martirio: cum
genuflexione omnium fratrum. Por un motivo parecido es por lo que la rubrica
prescribe arrodillarse durante el solemne momento de la consagración y de la
elevación, ante el Santísimo Sacramento expuesto y en el canto de algunas
invocaciones enfáticas: Veni, Sánete Spiritus; O crux, ave; Ave, maris stella.

La oración con las manos juntas.

Es un gesto muy expresivo y edificante, pero que no encontró precedentes en


los antiguos, salvo un texto de la Passio Perpetuae, escrita alrededor del 200.
Describiendo una de sus visiones, Perpetua dice haber visto a un anciano con
traje de pastor que le daba de cáseo quod mulgebat quasi buccellam; et ego
accepi iunctis manibus, et manducavi et universi círcumstantes dixerunt: Amen.

El gesto con las manos juntas es el más común en la liturgia, lo mismo para el
sacerdote como para los ministros asistentes. Durante la misa es propio de las
oraciones que van después de las tres clásicas del núcleo más antiguo.

El Gesto de la Ofrenda: La Elevación.

La elevación es esencialmente el gesto simbólico del que ofrece alguna cosa. En


la misa son tres las elevaciones propiamente dichas:

1.a La de la hostia y el cáliz en el ofertorio, con la que el celebrante presenta a


Dios las oblatas del sacrificio. No es antigua; fue introducida en el siglo XIII, en
relación con las dos oraciones del ofertorio que la acompañan.

2.a La que sigue inmediatamente a la consagración del pan y del vino. La


primera, como es sabido, fue instituida a principios del siglo XIII en París y se
extendió rápidamente por todas las iglesias occidentales; la otra le siguió poco
tiempo después. Las dos elevaciones no tienen evidentemente un carácter
simbólico, sino que sirven solamente para mostrar a los fieles las especies
consagradas, con el fin de excitar en ellos un acto de fe y de adoración.

3.a La que se encuentra al final del canon. Es la más importante, y antiguamente


era la única. El celebrante, que entonces jamás hacía ninguna genuflexión en la
misa, tenía levantados la hostia y el cáliz durante toda la conclusión de la
solemne doxología, omnis honor et gloria per omnia saecula saeculorum;
amen. El gesto está todavía en vigor; pero ha perdido algo de la solemnidad de
un tiempo despues de que entre las dos frases et gloria... per omnia saecula... fue
inserta la genuflexión con una separación de tiempo y de palabras. De todos
modos, aquí, sobre todo, el gesto de la elevación reviste el carácter de oferta, en
armonía con el sentido expresado poco antes de la oración Supplices te
rogamus, con la cual Cristo se ofrece sobre el altar celeste víctima al Padre.

Los Gestos de la Penitencia.

Los gestos a los cuales oficialmente la liturgia reconoce un carácter de


arrepentimiento y de penitencia son principalmente tres:

a) La genuflexión.

b) Los golpes de pecho.

c) La inclinación profunda del cuerpo.

La genuflexión.

La genuflexión es la actitud natural de aquel que, sintiéndose culpable, demanda


perdón y gracia: Injlexio genuum poenitentiae et luctus indicium est. Cristo ha
trazado el retrato en el publicano del Evangelio, que de rodillas, con la cabeza
inclinada y golpeándose el pecho, implora piedad del Señor. La oración de
rodillas fue por esto, desde el siglo II, característica de los días de estación,
dedicados a la penitencia y al ayuno. "En ellos — escribe Tertuliano —, toda
oración se hace de rodillas, porque debemos expiar nuestros pecados delante de
Dios." Al contrario, en las dominicas en el tiempo de Pascua a Pentecostés,
conmemorativas de la gloria de la resurrección de Cristo, por una tradición que
San Ireneo hace remontar a los apóstoles estaba absolutamente prohibido
arrodillarse y ayunar.

Esta disciplina primitiva, que asociaba la genuflexión con la penitencia, fue


siempre observada en la Iglesia y se ha transmitido hasta nosotros en la liturgia
de la Cuaresma y en los días de penitencia (fémporas, vigilias, rogativas) y de
luto (difuntos), durante los cuales gran parte de las oraciones deben ser
recitadas de rodillas. Más aún, en los formularios de muchos de estos oficios ha
quedado la invitación a arrodillarse, que ya hacía el diácono: Flectamus
genua! Actualmente la rúbrica del misal hace añadir en seguida: Lévate!; pero no
hay duda de que no sólo antiguamente, sino que todavía en la Edad Media los
fieles a aquella advertencia se arrodillaban y rezaban durante algún minuto en
silencio. San Cesáreo (+ 542), en efecto, deplorabla ya en su tiempo que algunos,
a pesar de la invitación del diácono, quedasen erguidos como columnas. En la
Edad Media la oración de rodillas con el fin penitencial, repetida determinado
número de veces dentro de cierto tiempo tanto de día como de noche, era una
devoción totalmente propia de los celtas, que la habían empujado más allá de los
límites de lo verosímil; éstos la hacían remontar a San Patricio (+ 493), al cual, se
decía, se la había enseñado un ángel.

El ponerse de rodillas es también la actitud del cristiano cuando en el sacramento


de la penitencia confiesa los propios pecados. San Clámente Romano y Hermas
aluden ya a esta actitud del pecador en la exomologesis; más aún, Tertuliano deja
entender que en África, y quizá también en Roma, la genuflexión fuese acentuada
como una postración hasta la tierra. San Agustín para el África y Sozomeno en el
siglo V lo confirman por lo que respecta al uso de la iglesia de Roma. "Allá —
dice él — los penitentes ocupan un lugar determinado y están en una actitud de
tristeza y de compunción. Pero cuando el servicio divino está para terminar, sin
que ellos hayan participado en los santos misterios, se postran en tierra gimiendo
y llorando. El obispo se asocia a sus lágrimas, se postra a su vez sobre el
pavimento, y con él la multitud que llena el templo, y llora y gime. Después de
algún tiempo, el obispo se levanta, hace surgir la asamblea, pronuncia una
oración sobre los penitentes y los despide."

La genuflexión y postración en uso en la penitencia pública de la Iglesia antigua


pasó al ritual de la reconciliación de los penitentes el Jueves Santo, y en la de la
confesión privada, como fue generalmente practicada durante toda la Edad
Media. Actualmente, el ritual romano no prescribe más que genuflexión.

Fuera del sacramento de la penitencia, la postración, quizá por derivación del


ceremonial bizantino, está conservada en la liturgia en la apertura de la función
del Viernes Santo, resto de aquella que antes era común al principio de la misa;
en la adoración de la cruz, en el ritual de las órdenes mayores, en la vigilia de
Pascua y de Pentecostés, en la profesión monástica y en la bendición de un abad.
Esta, además, se encuentra generalmente unida con la fórmula penitencial de las
letanías de los santos.

Los golpes de pecho.

Los golpes de pecho, es decir, del corazón, son un gesto que quiere expresar el
sentimiento interno, la contritio cordis, por una culpa cometida, cuya raíz está
precisamente en el corazón. El publicano y el centurión del Evangelio suponen
un uso familiar tanto a los hebreos como a los paganos. Adoptado por la piedad
cristiana desde los primeros siglos, el gesto debió ir acompañado de alguna
fórmula análoga al actual Confíteor con la cual se hacía una confesión genérica
de las propias culpas. Esto se deduce por un curioso detalle hecho notar por San
Agustín a sus fieles, los cuales, cuando oían pronunciar por el lector la
palabra confessío, se golpeaban el pecho. Ubi hoc verbum (conjessio) lectoris
ore sonuerit, continuo strepitus pius pectora tundentium sequitur. Ahora él hace
observar a ellos cómo el término confessio, confiten, no quiere siempre decir
aacusación de los pecados," sino a veces también "alabanza, glorificación de
Dios," como en aquellas palabras: Confíteor ubi, Pater, o en el salmo
117: Confitemini Domino.

Las rúbricas actuales prescriben el golpearse el pecho en la misa tres veces


al mea culpa del Confíteor, al miserere nobis del’ A gnus Dei y al Domine, non
sum dignus, y además a las palabras del canon Nobis quoque peccatoribus, todas
ellas fórmulas que se refieren al pecado y al arrepentimiento. En tiempo de
Agustín, el sacerdote y el pueblo se golpeaban también el pecho en la petición
del Pater: Dimitte nobis debita nostra. En Alemania el uso se mantenía todavía
en el siglo XIII.

La inclinación de la cabeza.

La inclinación de la cabeza, y probablemente también de las espaldas, era el


gesto de humildad con el cual los fieles o, según otros, los penitentes, recibían al
final de la misa la bendición del sacerdote, pronunciada por él con la fórmula
llamada oratio super populum. El acto nos es atestiguado en la Iglesia antigua
por todas partes, no excluido el Oriente, y era generalmente solicitado por el
diácono con una invitación, que en Alejandría decía: Inclínate capita vestra
benedicioni "; en Roma, en cambio: Humíllate capita vestra Deo. El I Ord. Rom.
(n.24) refiere así la rúbrica: Missa finita, dicit diaconus: Humiliate capita vestra
Deo. Et inclinant se omnes ad orientem. Et dicit Pontifex orationem super
populum. San Cesáreo, hablando sobre el particular, se lamentaba del
comportamiento de su pueblo: Quoties clamatum fuerit ut vos benedictioni
humiliare debeatis non oobís sit laboriosum capita inclinare, quia non vos
homini sed Deo humiliatis. La inclinación profunda de carácter penitencial queda
todavía en vigor en la recitación del Confíteor y en la bendición del sacerdote al
final de la misa.

El Gesto del Saludo y de la Fraternidad: El Beso Litúrgico.

San Pablo es el primero que habla de este gesto, hasta entonces extraño al culto,
como gesto de saludo y de espiritual fraternidad: Salutate fratres omnes in
ósculo sancío. No podemos precisar si el Apóstol tuviese como mira un rito
litúrgico; pero esto es sumamente probable, porque San Justino, a mitad del siglo
II, lo recuerda expresamente como tal.
Nada impide el creer que en esta época el beso se diese sobre los labios, como era
costumbre en la vida civil, y sin distinción de sexo; tal promiscuidad estaba en
vigor todavía en África en tiempo de Tertuliano, el cual no disimula la dificultad
para un marido pagano de permitir a la mujer cristiana alicui fratrum ad osculum
convenire. Pero es fácil comprender que cuando la simplicidad y la pureza de
las costumbres primitivas comenzó a disminuir, un gesto tal podía dar lugar a
abusos, los cuales se trató de remediar con varios medios. El principal fue el de
limitar el beso a cada uno de los sexos, hombres con hombres, mujeres con
mujeres, como prescribe la Traditio. La carta del Pseudo-Clemente (siglos II-III)
no sólo atestigua que los hombres se cambiaban solamente entre ellos el
beso, viri viris, sino que añade el particular curioso de que las mujeres besaban la
mano derecha de los hombres, envuelta por ellos en el pliegue del vestido.

El abrazo y el beso fraterno entre los fieles fue un rito siempre admitido en
la sinaxis eucarística por todas las iglesias de Oriente y de Occidente, si bien en
momentos diversos. Para eso el diácono invitaba a los presentes con San
Ambrosio, cuenta que éste, cuando era niño, se hacía besar la mano por sus
hermanas, fingiendo ser obispo. Se besaba la mano del sacerdote en el acto de dar
la comunión; Geroncio lo atestigua al final del siglo V para Melania, la cual al
final de su vida, habiendo recibido del obispo Juvenal el santo viático, le besó la
mano y exhaló su espíritu. También después del 1000, en el norte de Francia se
mantenía todavía el uso de besar la mano al sacerdote mientras daba la
comunión. A los obispos de la Iglesia antigua se les besaba también los pies en
señal de mayor veneración, como refiere San Jerónimo, y tal práctica quedó en
vigor durante mucho tiempo en la Iglesia. Cuatro son las circunstancias en las
cuales se besan los pies al pontífice: inmediatamente después de su elevación y
coronación, en el recibimiento solemne y en la coronación de herejes 122 en la
celebración de la misa solemne, de parte del diácono, antes de cantar el
evangelio, y en la consagración de los obispos hecha por él.

Los Gestos de Reverencia.

Con los gestos de reverencia, nosotros expresamos el obsequio interior que


debemos a Dios en el sacramento eucarístico o en sus elementos rituales, o a las
personas que lo representan en el culto litúrgico. Se reducen a tres:

a) La inclinación y la genuflexión.

b) La incensación.

c) Las luces.
La inclinación y la genuflexión.

La cabeza y las espaldas, que en la inclinación se hagan delante de alguno"


indican instintivamente un sentido de respeto y de veneración hacia él; si se trata
de Dios, un sentido de adoración. La liturgia las ha usado y las usa todavía
largamente. El I Ordo romano observa que, dicho el Sanctus, todos, episcopi,
diaconi, subdiaconi et presbyteri in presbyterio permanent inclinati (n.88), y
permanecen así hasta la conclusión del canon. Este inclinarse estando de pie o
también prosternarse, como se hacía por algunos, no era una veneración de la
Eucaristía en nuestro concepto actual, sino más bien un compenetrarse de mística
reverencia por la bajada del Espíritu Santo y de los ángeles, mientras con
humildad se recogía delante del solemne misterio que se cumplía sobre el
altar. Hasta el siglo XVI, el gesto de la genuflexión, hoy tan difundido, era
desconocido para la liturgia; en su lugar se hacía una inclinación más o
menos profunda.

La incensación.

El empleo antiquísimo del incienso en el culto no se constata sólo entre


los hebreos, sino también en todas las liturgias paganas, las cuales,
especialmente en Roma, lo usaban largamente. Es quizá por esto por lo que la
Iglesia antigua, a pesar de que no le era desconocida la profecía de Malaquías, se
abstuvo por tanto tiempo de adoptarlo en el servicio litúrgico. Tertuliano lo
declara formalmente: el cristiano ofrece a Dios optimam et maiorem hostiam
quam ipse mandavit, orationem de carne púdica, de anima innocente, de Spiritu
Sancto profectam; non grana thuris unius assi arabicae arboris lacrymas. Y San
Agustín, que refleja también el uso de Roma en el siglo IV, escribe: Securi
sumus; non imus Arabiam thus quaerere, non sarcinas avari negotiatoris
excutimus. Sacrificium laudis quaerit a nobis Deus.

Con todo esto, los fieles lo usaban, pero en casa y en las reuniones festivas, para
aromatizar el ambiente. Para este fin se sirvió a veces de él la Iglesia, como
sabemos por el Liber pontificalis, el cual refiere de gruesos y preciosos
incensarios donados por Constantino a la basílica lateranense y por otros en
época muy posterior, no con fin litúrgico propiamente dicho, sino para llenar con
su perfume las naves de la basílica.

En Roma, el incensario hace su primera aparición durante los siglos VII-VIII,


como gesto de honor tributado al papa y al libro de los Evangelios. El
primer Ordo romano refiere que cuando el papa se dirige del secretarium al altar
para la misa, un subdiácono cum thymiamaterio áureo praecedit ante ipsum,
mittens incensum (n.46). Que el incensario humeante tuviese el significado
preciso de honrar al pontífice, resulta de cuanto el mismo Ordo nos dice en
relación con la salida del clero de la iglesia estacional para ir al encuentro del
papa, aue llegaba para la celebración de la misa:... similiter et presbyter tituli vel
ecclesiae ubi statio iuerit (va al encuentro) cum subdito sibi presbítero et
mansionario thymiamaterium de· ferentibus in obsequium illius (n.26). Lo
mismo sucede en el regreso a la sacristía al final de la misa: Tune sefotem
céreostata praecedunt Pontificem, et subdiaconus regionarius cum thuribulo ad
secretarium (n.125). Un rito semejante se desarrolla para el canto del evangelio:
el diácono va al ambón precedido por des ceroferarios y por dos subdiáconos, de
los cuales uno lleva el incensario y el otro le pone el incienso (n.II). La rúbrica
del gelasiano en la ceremonia del Aperitio aurium describe el corteio de los
cuatro diáconos que llevan los cuatro Evangelios, praecedentibus duobus
candelabris cum thuribulis.

Fue en el siglo IX, bajo la influencia de la liturgia galicana, dependiente a su vez


de las liturgias orientales, cuando la iglesia romana introdujo en la misa la
incensación: en primer lugar, la del altar; después, la del clero y la de las oblatas;
hasta que en la primera mitad del 300 (Ordo XIV) el ritual, por lo que respecta al
incienso en la misa, se encuentra ya substancialmente conforme con lo prescrito
por las rúbricas en vigor. Se nota sobre el particular cómo en un principio la
incensación de las personas sagradas y de los fieles se cumplía arrimando a ellos
el incensario de manera que pudiesen aspirar el perfume como un
sacramental, Thuribula per altaría portantur — dice el V Ordo — et postea ad
nares homínum feruntur et per manum fumus ad os trahitur.

Siempre en relación con el honor del incienso dado al Evangelio, encontramos en


seguida en las fiestas el uso de incensar el altar durante el canto de los dos
cánticos evangélicos del oficio, el Benedictus en laudes y el Magníficat en
vísperas. Alude por primera vez a una carta del 744 escrita desde Roma a San
Bonifacio en Alemania; en el siglo XI era practicada umversalmente.

También en la liturgia funeraria el uso del incienso fue considerado en la Iglesia


antigua como una señal de honor y de respeto hacia el difunto. En este sentido se
expresa el llamado testamento de San Efrén (+ 373), uno de los primeros
testimonios de este género en Oriente. El cadáver de San Pedro de Alejandría (+
311) fue llevado a la sepultura flammantibus cereis, fragrantibusque thimiatibus,
y el de San Honorato de Arles (+ 429), praelata sunt ante feretrum ipsius
arómala et incensum. A los difuntos muertos en la paz de Cristo era natural que
fuesen asimilados los mártires, a las reliquias de los cuales fue también tributado
el honor de los inciensos. San Gregorio de Tours narra que la traslación de las
reliquias de San Lupiscino, en el 488, se hizo cum crucibus cereisque atque odor
e fragrantis thimiamatis. Estos honores a los despoios del mártir han pasado al
ritual de la dedicación de las iglesias según el uso galicano (Ordo de San
Amando, siglos VIII-IX), según el cual el traslado de las reliquias, para
colocarlas en la nueva iglesia, tiene lugar triunfalmente entre los cirios
encendidos y los thuribula cum thymiama, que humean en honor del mártir. Este
homenaie del incienso a las reliquias ha quedado todavía en la incensación del
altar, prescrita en la misa y en el oficio de vísperas y ejecutada extendiendo el
perfume sobre la mesa, a los lados y delante, con el fin evidente de honrar a los
mártires, cuyos huesos están guardados en el sepulcro debajo del altar. En la baja
Edad Media, olvidadas las finalidades primitivas del incienso, fue dado a este
gesto litúrgico un carácter preferentemente lustral, y por eso en la incensación del
altar y de los cadáveres se vio un medio ut omnis nequitia daemonis propellatur;
fumus enim incensi valere creditur ad daemones effugandos 5. Pero en la mente
de la Iglesia la acción purificadera del incienso no emana de su valor intrínseco,
sino de la bendición que se le da y que lo vuelve un factor de santificación. Por
este motivo son incensados en la liturgia muchos elementos (cenizas, ramos,
candelas, etc.) que constituyen los más importantes sacramentales de la vida
cristiana.

El incienso, como veíamos, no recibía en un principio bendición alguna; quien


llevaba el acerra (naveta) con el aroma, ponía sin más una parte en el turíbulo,
llevado por un subdiácono o por un acólito. Y en el ceremonial del X Ordo
romano (siglo x) fue reservado al obispo el poner el incienso, pero sin decir
nada. La fórmula actual de bendición, per intercessionem beati
Michaelis... aparece después del siglo XI, notando que los libros de este tiempo
ponen Gabrielis en relación con la visión de Zacarías, mientras los misales
posteriores lo sustituyen por Michaelis, interpretando a su favor la célebre visión
del Apocalipsis (8,3).

Los primeros incensarios (thymiamaterium, incensarium) tuvieron forma variada,


como puede deducirse de lo que decíamos antes. Algunos eran fijos, apoyados
sobre el pavimiento mediante un pie; otros se colgaban establemente del ciborio
o en otro lugar; otros eran movibles, llevados en la mano mediante un mango, o
bien, más comúnmente, tomados con cadenillas, según el uso actual.

Del primer tipo tenemos una muestra en el Líber pontificalis, que entre los dones
hechos por Constantino a la basílica lateranense enumera: Thymiamateria dúo ex
auro purissimo, pensantes libras triginta; y otro: Thymiamaterium ex auro
purissimo cum gemmis prasinis et hyacintis XLII pensans libras decem. Más aún,
para el consumo del incienso está prevista una asignación anual de 150 libras de
este aroma. De este tipo nos ha llegado un interesante ejemplar del siglo IV o del
V, conservado en Mannheim. De la segunda forma, el mismo Líber
pontificalis menciona un thymiamaterium aureum maiorem cum columnis et
cooperculo, que el papa Sergio (+ 701) hizo colgar ante imágenes tres áureas B.
Petrí Apostoli. De incensarios móviles encontramos la representación en los
mosaicos de San Vital, en Rávena y en el célebre marfil de Tréveris. Puede ser
un ejemplar contemporáneo el incensario encontrado en Crikvina (Dalmacia),
entre las ruinas de una basílica cristiana. Lleva tres cadenillas y una pequeña
palomita sobre la parte superior de la cubierta. En la copa había todavía residuos
de carbón.

Las luces.

Las luces, aparte del fin primitivo de alumbrar las tinieblas, llevan consigo un
significado de gozo y un sentido de fiesta. En Tróade, con ocasión de la sinaxis
nocturna presidida por San Pablo, erant lampadae copiosae in
coenaculo. Después de la victoria de la Iglesia sobre el paganismo, cuando ésta
pudo desplegar en paz la pompa de sus ritos, la liturgia no encontró cuadro más
augusto que la multiforme y deslumbrante iluminación de las basílicas. Es
verosímil suponer, por tanto, que si las luces fueron asociadas en particular a
cosas y a personas, se tuvo con esto la idea de rodearlas de honor y de tributarles
homenaje. En efecto, en la antiquísima costumbre romana se honraban así las
estatuas de los dioses y de los emperadores, delante de los cuales los cirios
encendidos significaban el obsequio de los devotos y de los subditos. Así
también se distinguían ciertos altos funcionarios del Estado, los cuales tenían el
privilegio de hacerse preceder por portadores de antorchas o cirios, llevando
también un pequeño brasero para encender las luces si se apagaban. Si en un
primer tiempo estas costumbres de la vida pagana podían hacer a la Iglesia más
bien retraída para imitarlas — y tenemos prueba en el lenguaje de ciertos padres
—, posteriormente, con la progresiva cristianización de la sociedad civil, éstas no
corrían ya el peligro de provocar malentendidos. Vemos así que en el siglo V, en
Oriente, el canto del evangelio tiene lugar entre luces, y poco más tarde, en
Occidente, las luces entran a formar parte del cuadro litúrgico de la misa. La
primera mención está contenida en el I Ordo, de los siglos VII-VIII, pero rico de
elementos mucho más antiguos. En el cortejo con el cual se abre el solemne
pontifical de las estaciones, el pontífice está precedido por un incensario
humeante y por septem acolythi illius regionis cuius Jies fuerit, portantes sepiem
cereostata accensa (n.8). Estos siete cirios, representantes de las siete regiones
eclesiásticas de la Urbe, forman parte de su cortejo de honor; dos de ellos, poco
después, serán llevados en homenaje al libro de los Evangelios, cuando vaya a
ser leído por el diácono. Las luces del cortejo papal, reducidas más tarde a dos,
están todavía en uso en la liturgia de la misa y de las vísperas, llevadas por los
acólitos como escolta de honor del celebrante, figura de Cristo; en las
procesiones están a los lados de la cruz con el mismo significado.
Sobre este particular ha de recordarse cómo en la Iglesia antigua el honor de las
luces a la cruz procesional estaba confiado a algunos cirios fijados sobre los
brazos o sobre la parte superior de la cruz misma. El uso es ya atestiguado en
Francia por Gregorio de Tours, accensisque super crucem cereis; pero debía ser
común también en Italia, tanto en Milán, donde se mantuvo hasta el siglo XVII y
ha dejado todavía rastros, como en Roma.

Una práctica muy difundida entre los pueblos antiguos era la de llevar cirios en
los cortejos fúnebres y encender luces delante de los sepulcros. Se atribuía a ellos
la virtud mágica de alejar a los demonios, que se imaginaba fácilmente que
habitasen en lugares de muerte y de corrupción. También los cristianos, por
impulso de inveteradas costumbres, hacían así, obligando al concilio de Elvira
(303) a una expresa prohibición: Céreos per diem placuit in coemeteño non
incendi; inquietandi enim sanctorum spiritus non sunt (en.34). Pero
probablemente la prohibición tuvo poco éxito, porque por los escritores del
tiempo vemos que los honores fúnebres a laicos distinguidos y a obispos
continuaron haciéndose con hachas y luces; pero el gesto fue substancialmente
cristianizado. En efecto, en los siglos IV y V, cuando el culto de les mártires
tomó un desarrollo extraordinario, el encender luces delante de su tumba — y la
practicase había hecho general en la Iglesia — no fue ya unido a la superstición
pagana, sino considerado solamente como acto de honor tributado a sus reliquias.
El mismo Vigilancio lo reconocía, aun reprendiéndolo: Magnum hornorem
praebent huiusmodi homines (los fieles) beatissimis martyribus, quos putant de
vilissimis cereolis illustrandos.

Por tanto, el uso de encender luces delante del sepulcro de los mártires a los
piadosos iconos de la Virgen y de los santos y en los últimos honores tributados a
los difuntos, fue admitido en la liturgia y mantenido siempre como muy valorado
por los fieles. En los cementerios cristianos de Roma, Nápoles, Aquileya y
África, en los siglos V y VI, es frecuenta la representación simbólica del difunto
puesto entre dos candeleros encendidos. La Iglesia, como afirmaba San
Jerónimo, en las luces, ardiendo junto a la tumba de sus hijos difuntos, no vio
solamente un testimonio de honor a su cadáver santificado por la gracia, sino
también un expresivo símbolo de la beatífica inmortalidad de sus almas: Ad
significandum lumine fidei Vlustratos sanctos decessisse, et modo in superna
patria lumine gloriae splendescere.

Para glorificar a Cristo, "luz indefectible del mundo," la Iglesia ha elegido la


luz o el cirio (lumen Christi), haciendo un símbolo vivo y ofreciéndolo a Dios
con un rito de incomparable solemnidad: la consagración del cirio pascual. Está
esbozada en el primitivo oficio lucernario, es decir, del oficio de la tarde, el cual,
tomando el nombre de la antorcha que se encendía por los hebreos al final de la
solemnidad sabática, se celebraba por los cristianos al principio de la vigilia
dominical eucarística. Aquella luz, encendida para iluminar las tinieblas de
aquella vigilia conmemorativa de la resurrección de Jesús, y en espera de su
final parusía, sugirió en seguida la idea de que aquella lámpara
resplandeciente simbolizase el "esplendor del Padre" e inspiró el concepto
delicadísimo de presentar a Dios mismo la ofrenda de la luz que se consumía en
su honor. Posteriormente, a la luz, aunque mucho más tarde, se unió también la
oferta del incienso por gracia de un acercamiento sugerido por el salmo
140: Domine, clamad ad Te, exaudí me, destinado precisamente por los
cristianos para el oficio de la tarde, y donde el sacrificio vespertino del Gólgota
fue parangonado a los vapores del incienso que suben hasta el trono de Dios. El
rito lucernario tenía su apogeo en la noche de Pascua con la oferta del cirio que el
diácono encendía solemnemente delante de toda la iglesia, cantando la vetusta
fórmula del Praeconium, celebrativa de los grandes misterios de aquella noche
memorable.

Baste esto para aludir al hecho litúrgico; los detalles se darán al tratar de la
Semana Santa y de la antigua oración del oficio.

El otro factor de la iluminación eclesiástica es el aceite, alimento de la lámpara,


la luz más sencilla y económica, que en todos los siglos pasados hasta nuestra
época entraba indispensablemente en el ajuar litúrgico de todas las iglesias. La
cera, aunque muy difundida, fue siempre un producto costoso. Los Cañones de
Hipólito, en efecto, hablan sólo del aceite para ofrecerse, no de la cera, y el
antiguo oficio de la tarde tuvo el nombre de ad incensum lu cernae. A las
lámparas manuales, de las cuales han llegado hasta nosotros muchísimas de
forma y materias varias, adornadas con símbolos cristianos, la Iglesia, en el culto
litúrgico, prefirió desde el siglo IV la forma más noble y decorativa de la
lámpara, pendiente con cadenas, sola o agrupada con otras en forma de cerco
(corona pharalis, gabata). Las páginas del Líber poniificalis son ricas en noticias
en torno a los más variados y preciosos objetos de iluminación con aceite dados
por la piedad de los pontífices a las iglesias de Roma, y además, de grandes
olivares que debían servir para su aprovisionamiento. De todo esto, poco o nada
ha quedado. Las cien lámparas de bronce que arden hoy delante de la confesión
de San Pedro no son más que un modesto residuo de la desbordante iluminación
de un tiempo.

El Ceremonial de los obispos contiene notables disposiciones respecto al número


y a la disposición de las lámparas en la iglesia en relación con el altar del
Santísimo Sacramento y con los otros altares. Estas reflejan bastante la generosa
largueza con la cual en el pasado se disciplinaba de manera estable y ordenada la
iluminación litúrgica. ¡Así son observadas todavía hoy!
Los Gestos de Conveniencia.

Reunimos bajo este título una serie de gestos de importancia secundaria,


dictados, más que por una finalidad espiritual, por un sentido de decoro y de
buena crianza.

a) El sentarse. — Es la actitud de quien enseña y de quien escucha. El obispo,


ordinariamente, hablaba a los fieles sentado sobre la cátedra; los fieles
escuchaban la palabra también sentados o de pie. Ego sedens loquor — decía San
Agustín — vos stando laboratis. Se sentaba también mientras se hacían las
lecturas. San Justino lo supone ya y San Agustín recomienda al diácono
Deogracias que durante la predicación haga sentar a los fieles, a fin de que no se
cansen. Se sentaba también el celebrante con los sacerdotes durante el canto del
responsorio gradual. San Jerónimo escribe: In ecclesia Romae presbuteri sedent
et stant diaconi, licet... ínter presbyteros, absenté episcopo, sedere diaconum
viderim. Para el pueblo no había escaños a propósito, sino que todos se
acomodaban directamente sobre el pavimento o sobre esteras.

b) El lavatorio de las manos. — El lavarse las manos antes de ir a una persona de
respeto es acto de elemental educación, que los antiguos la sentían como
nosotros, tanto más si se trataba de acercarse a Dios en la oración y de acercarse a
su altar. Por esto, generalmente, los romanos y los griegos, antes del sacrificio o
de un rito mistérico, usaban el lavarse las manos. A este sentimiento va unida la
idea, de derivación judía, muy en boga en los primeros siglos, de que las
abluciones corporales tenían también una cierta eficacia purificativa del alma,
especialmente en materia de faltas sensuales. Como quiera que sea, nosotros
encontramos en la Iglesia antigua insistentemente recomendados el lavatorio de
las manos antes de la oración y antes de entrar en la iglesia. Christianus lavat
manus omni tempore, quando orat, dice uno de los cánones atribuidos a Hipólito.
También Tertuliano alude a esto, no sin un poco de ironía para aquellos que
ponían en tales lavatorios como una virtud mágica: Hae sunt verae munditiae,
non quas plerique superstitiose curant, ad omnem orationem etiam cum lavacro,
totius corporis aquam sumentes. San Juan Crisóstomo recomienda, es cierto, el
hacer tales abluciones; pero amonesta el que antes de entrar en la iglesia no sólo
se laven las manos, sino que se purifique también el alma.

Para la ablución ritual de las manos, en el atrio de las iglesias antiguas había en el
centro una fuente (cantharus) que daba agua continuamente. Era famoso en el
Medievo el cantharus de la basílica de San Pedro, que esparcía sus chorros de
una colosal pina de bronce puesta bajo un quiosco sostenido por ocho columnas
de porfirio.
La antigua costumbre ha quedado en vigor para el obispo y el sacerdote, los
cuales se lavan las manos antes de vestirse con los ornamentos sagrados; los
libros rituales después del año 1000 contienen varias fórmulas sobre el particular,
especialmente el versículo Asperges me, etc.

Una ablución más estrictamente litúrgica es aquella que hace el celebrante al


final del rito del ofertorio en relación con el antiguo uso de las ofertas en distinta
materia. Mientras éstas estuvieron en vigor, es decir, hacia el siglo IX, era un
acto obligatorio de decencia el lavarse las manos después de terminada la
reunión. En efecto, según el I OR (n. 14) no lo hacía solamente el papa, sino
también el archidiácono. Desaparecidas las ofertas, el lavatorio ha quedado en
una ceremonia exclusivamente simbólica de purificación espiritual.

A los lavatorios referidos puede asociarse aquí el recuerdo del lavatorio


semilitúrgico de la cabeza y de todo el cuerpo que en la Iglesia antigua se hacía a
los catecúmenos la dominica de Ramos, en preparación a su inminente bautismo.

c) El ayudar al celebrante en la ejecución de su ceremonial. — El I OR advierte


que cuando el papa hace la solemne entrada en la iglesia para la misa, dat manum
dexiram archidiácono et sinistram secundo...; et illi, osculatis manibus ipsius,
procedunt cum ipso sustentantes eum (n.45.76). El gesto de los dos ministros era
necesario; de lo contrario, la casulla le habría caído sobre los brazos al pontífice y
le habría dificultado el paso. Todavía hoy se hace lo mismo durante la misa. En
las incensaciones y en la elevación, la rúbrica prescribe al diácono el levantar
algo la extremidad de la planeta. Un motivo semejante ha dado origen al gesto,
también prescrito por la rúbrica (ibid.), de sostener el pie del cáliz y el brazo del
celebrante mientras lo levanta para el ofertorio. En el pasado, a veces, los cálices
eran muy pesados y su manejo tenía cierta dificultad.

d) El dar y recibir una cosa sagrada. — Según las reglas de la etiqueta antigua,
cuando se daba alguna cosa a una persona distinguida o se recibía de ésta, o
cuando se manejaba alguna cosa sagrada, las manos debían estar protegidas por
una mappula o servilleta.. La práctica eclesiástica sancionada por los ordines era
de usar como mappula la planeta misma. Con ésta, por ejemplo, los acólitos y el
subdiácono tienen el libro del Evangelio. Los mosaicos del siglo IV y V en Roma
y en Rávena representan frecuentemente personajes en acto de tener sobre la
planeta el objeto que dan. En el siglo IX, Amalario explica largamente cómo los
fieles presentaban las oblaciones al altar envueltas en un velo llamado fanón. El I
OR recuerda que en la misa el archidiácono levat cum offerturio (bajo un
paño) calicem per ansas (n.84). Hoy en el uso litúrgico han quedado las llamadas
estolas que visten los clérigos en los pontificales para manejar la mitra y el
báculo, como también el velum calicis y el velo humeral, con el cual el
subdiácono tiene la patena durante el canon, y el sacerdote empuña el ostensorio
en la bendición eucarística. El vejo humeral, como lo dice su nombre, no tiene,
por tanto, razón de vestido ni de ornamento, sino que es solamente una mappula
oblatitia. El I OR lo describe colgado del cuello del acólito: Venit acolithus sub
humero sundonem in eolio ligatam, tenens patenam ante pectus suum (n.91), en
razón del peso de la patena. Como velo independiente es todavía recordado en
el Ceremonial de los obispos.

En la Iglesia antigua existe el recuerdo de otro gesto de este género, usado al


recibir la sagrada comunión. Mientras los hombres conservaban el pan
eucarístico sobre la palma desnuda de la mano, las mujeres, por el contrario,
debían extender un pañito llamado dominicale. San Agustín alude a esto en un
sermón suyo: Omnes viri, quando communicare desiderant, lavent manus, et
omnes mulleres nítida exhibeant linteamina, ubi corpus Christi accipiant. Ya que
con el mismo nombre se designa a veces en los textos canónicos el velo prescrito
a las mujeres sobre la cabeza cuando comulgaban, puede darse muy bien que este
mismo velo muy amplio, haya servido para cubrir la mano en el acto de la
comunión.

Las Procesiones.

Las procesiones son un elemento litúrgico que se encuentra en todas las


religiones y que, por su simplicidad y por su mayor libertad de movimiento, fue
constantemente del agrado del pueblo. Los cultos paganos en Roma tenían
muchas y muy frecuentadas, algunas de las cuales fueron cristianizadas por la
Iglesia.

No es éste el lugar para entrar en los detalles históricos de cada una de las
procesiones que forman parte de la liturgia latina. Aludiremos solamente a las
principales, y, según el fin preferente de cada una de ellas, las dividimos en los
grupos siguientes:

1. Procesiones conmemorativas de algún acontecimiento.

2. Procesiones penitenciales y lústrales.

3. Procesiones marianas.

4. Procesiones eucarísticas.

5. Procesiones ceremoniales.
6. Procesiones fúnebres.

Procesiones conmemorativas.

a) La procesión dominical para la aspersión del pueblo con el agua bendita.
— Se originó en Francia poco antes de la época carolingia y se difundió en
seguida por Italia, como nos consta por los decretos sinodales de Raterio de
Verona (+ 974). Fue instituida para repetir semanalmente sobre los fieles aquella
efusión del agua lustral recibida cada año en la noche de Pascua en la bendición
de la fuente, la cual debía reavivar en ellos la gracia del bautismo. Durando lo
dice expresamente: Ex aqua benedicta nos et loca in signiflcationem baptismi
aspergimus. El celebrante, antes de la misa parroquial, bendecía el agua, y
procesionalmente, con la cruz y los ministros, dando la vuelta a la iglesia, rociaba
a los fieles; se dirigía después, si existía, al cementerio contiguo, donde bendecía
las tumbas; después volvía al altar. En los monasterios, la procesión que llevaba
el agua lustral a los lugares más importantes del edificio adquirió importancia
extraordinaria Hoy la antigua forma procesional ha desaparecido; pero ha
quedado el rito, que tiene lugar todos los domingos en las iglesias colegiatas y
parroquiales.

b) La procesión a la fuente en las vísperas de Pascua. — De la basílica


lateranense llegaba la blanca fila de los neófitos a visitar nuevamente el
baptisterio y el antiguo oratorio de la Cruz, donde habían sido confirmados, para
terminar la gran jornada de su regeneración cristiana con el Magníficat de acción
de gracias a Dios. La procesión se repetía cada tarde durante toda la octava. Duró
hasta el siglo XIII.

c) La procesión de Ramos, la cual, como veremos en su tiempo, quiere reproducir


en Jerusalén. la escena evangélica de la entrada de Jesús en la Ciudad Santa. La
sugestiva ceremonia agradó y fue imitada en primer lugar en Francia y después
en todas partes, y dio origen a la procesión más pintoresca de la liturgia
medieval. Partía de una iglesia fuera de la ciudad; de aquí todo el pueblo con el
clero, entre el cual se hallaba la turba de los niños con hojas, palmas y ramos
verdes, se paraba en las puertas para rendir un solemne homenaje a Cristo,
representado por el obispo o por un símbolo (evangeliario, estatua); después se
ponía en movimiento hacia la catedral, donde se celebraba la misa.

d) La traslación de las reliquias a la iglesia que iba a ser consagrada. —


El Pontifical prescribe minuciosamente el orden de la solemne procesión que,
partiendo de la capilla donde la tarde anterior habían sido expuestas las reliquias
que habían de ser sepultadas en el altar, las lleva triunfalmente, conducidas sobre
una urna sostenida por sacerdotes, a la iglesia que ha de ser consagrada, mientras
delante de ellas se esparce continuamente el perfume de los inciensos y resuenan
los cantos alegres de la schola. El cortejo, antes de entrar en la iglesia, la rodea
por todas partes, populo sequente et clamante "Kyrie eleison."

La pompa de este rito procesional refleja la que debió desarrollarse tantas veces
en la historia antigua y medieval, cuando las traslaciones de las reliquias de los
santos estaban a la orden del día. La primera que recuerdan los historiadores fue
aquella de los restos de San Babil, llevados en el 351 a Antioquía. San Juan
Crisóstomo describe la fiesta verdaderamente regia que tuvo lugar en
Constantinopla para el recibimiento de las reliquias de San Foca, traídas del
Ponto. Toda la ciudad, yendo primero el emperador, tomó parte; un cortejo naval,
resplandeciente de luces y estandartes, escoltó los preciosos despojos hasta el
lugar de su reposo. El tesoro de la catedral de Tréveris conserva un marfil del
siglo VI que puede dar idea de la pompa de aquellas procesiones. El cofrecito de
las reliquias es tenido en la mano por dos obispos, que se sientan sobre un coche
tirado por dos caballos, precedido por una fila de clérigos y de personajes,
mientras de todos los balcones de un palacio que mira hacia el camino se asoman
individuos que agitan incensarios humeantes. Strzywoski opina que el marfil
representa una traslación de reliquias que tuvo lugar en Constantinopla en el 592.

Las procesiones penitenciales y lústrales.

Las procesiones de penitencia y lústrales eran también llamadas simplemente


letanías (de λιτή = oraciσn), porque al final de la procesión se cantaba aquella
fórmula de súplica o intercesión llamada comúnmente letanía, y más tarde,
letanía de los santos. Pertenecen a este grupo:

a) La letanía mayor, llamada así por su carácter más festivo en comparación de


las otras letanías estacionales. Había sustituido, a mitades del siglo VI, a la fiesta
pagana en honor de Robigo, el dios que preservaba les cereales de los mohos. En
Roma, la procesión partía de San Lorenzo in Lucina, y por la vía Flaminia y el
puente Milvio se dirigía a San Pedro. Ya que se celebraba el 25 de abril, es decir,
en pleno tiempo pascual, la iglesia romana no le había dado aquella impronta
penitencial que retuvieron las letanías menores venidas de las Galias. Se pedía
con ella la protección de Dios sobre las mieses próximas a madurar. La letanía
mayor fue adoptada muy tardíamente fuera de Roma. En Genova no era todavía
conocida en el siglo XII.

b) Las letanías menores o rogativas nacieron, por el contrario, en Francia, por


obra de San Mamerto de Viena, en el 470, y en poco más de un siglo estaban ya
difundidas en muchas diócesis de la alta Italia. En las ciudades se hacían desde la
catedral; en las campiñas, desde las iglesias urbanas, a las cuales, por tanto,
debían acudir el clero y el pueblo de las iglesias inferiores, lo cual hacía muy
numerosas e imponentes aquellas procesiones.

El recorrido generalmente era muy largo, pero fraccionado con paradas, durante
las cuales el pueblo podía descansar. Para que todos tuviesen modo de participar,
el triduo de las rogativas era considerado, al menos en la primera mitad del día,
como festivo. Como la letanía mayor, así también las menores tuvieron por fin el
impetrar la bendición celestial sobre los frutos del campo, pero con un carácter
penitencial más acentuado, que en parte se mantuvo no obstante su inserción
en el gozoso tiempo de Pascua.

c) Las procesiones estacionales. — Tuvieron origen en Roma y se desarrollaron


probablemente de las fiestas aniversarios de los mártires, en las cuales se citaba a
los fieles junto a su tumba y participaba el papa con todo el clero de la ciudad.
Pero es preciso admitir que la procesión estacionalmente la misa. San Gregorio
Magno dio nuevo impulso a la observancia de las procesiones estacionales y
reordenó en parte la serie, de forma que, salvo pocas excepciones aun hoy la lista
de las basílicas donde se celebra la estación es precisamente aquella descrita en el
sacramentarlo gregoriano.

Las letanías estacionales romanas fueron imitadas también fuera de la ciudad.


Las encontramos en Francia, en Alemania, en Bélgica, en Milán y Rávena. San
Gregorio mismo incitaba a los obispos de Sicilia a instituirlas. Interrumpidas al
final del Medievo, parece que en nuestros días deban tomar nueva vida y florecer
de nuevo.

d) Las procesiones extraordinarias. — En los tiempos de públicas calamidades,


las procesiones de penitencia han sido siempre uno de los medios sugeridos por
la Iglesia para aplacar la justicia de Dios. Así había hecho San Mamerto con las
rogativas; así en el 591, existiendo una terrible peste, hizo San Gregorio Magno
con la famosa Litania septiforme, porque las procesiones debían partir de siete
puntos diversos de Roma y convenir para la estación de la basílica de Santa
María la Mayor; así hicieron los papas con ocasión del jubileo, organizando
procesionalmente la visita a las varias iglesias de Roma.

Con las procesiones penitenciales pueden enumerarse aquellas, muy frecuentes


en la Edad Media, dirigidas a alejar del campo el azote del granizo y en general
de las tempestades desastrosas. Tenían lugar no sólo en caso de peligro, sino
regularmente al principio de la primavera, como en el día de la Invención de la
Cruz, o en la fiesta de la Ascensión, o en el jueves sucesivo. La procesión pasaba
a través de los campos haciendo varias estaciones, en las cuales se cantaban
los initia de los cuatro Evangelios, cada uno en la dirección de los cuatro puntos
cardinales. Entre las oraciones dichas en tal ocasión estaban también los
exorcismos contra los demonios, que eran considerados como causantes del mal
tiempo.

Las procesiones marianas.

No sabemos precisamente cómo ni cuándo hayan entrado en la liturgia romana


las cuatro más antiguas fiestas de la Virgen; es decir, la Natividad, la
Anunciación, la Purificación y la Dormición. Pero éstas ya existían en tiempo del
papa griego Sergio I (687-701), el cual, inspirándose probablemente en el uso de
los bizantinos, quiso rodearlas de mayor pompa, ordenando que en estos días se
celebrase durante la noche y a la mañana una gran procesión o cortejo de
antorchas de la basílica de San Adrián, en el Foro, hasta Santa María la Mayor.
Se llevaban en triunfo los iconos, como ya se hacía con los retratos de los
augustos, representantes del Salvador y de la Madre de Dios. Según un ordo del
siglo XII, en las procesiones de la Purificación y de la Anunciación eran hasta
dieciocho los cuadros sagrados que desfilaban por las calles de Roma, sostenidos
por diáconos en medio de candeleros encendidos.

Las cuatro procesiones tenían en un principio un carácter penitencial. El papa y el


clero participaban con los pies descalzos, vistiendo los lúgubres impermeables
negros de los días de penitencia. En la procesión de la Purificación, los antiguos
documentos litúrgicos romanos no recuerdan una especial bendición de las
candelas. Estas, por otra parte, eran distribuidas en Roma en todas las otras
procesiones nocturnas, sin constituir una característica particular de la fiesta del
Ipapante, como después se hizo en el siglo XII. Pero ni siquiera entonces esta
bendición era exclusivamente propia de aquel día, ya que también en las otras
procesiones marianas se habla generalmente de cirios bendecidos.

Como la procesión más importante fue siempre considerada la que precede a la


fiesta de la Asunción. Después del siglo X, asociada a la Acheropita, la
antiquísima imagen del Salvador, venerada en el Sancta Sanctorum lateranense
se convirtió en una de las solemnidades más características de la Roma medieval.
Pero de ella hablaremos expresamente en el tratado de la fiesta de la Asunción.

Las procesiones eucarísticas.

Las procesiones teofóricas o eucarísticas hoy incluidas en los libros litúrgicos son
cuatro:

a) La procesión del Jueves Santo, que acompaña a la hostia consagrada del altar
mayor a la capilla para ella preparada en la iglesia, desde donde, al día siguiente,
es devuelta para la misa de los presantificados. De ésta hablaremos en el capítulo
dedicado a la Semana Santa.

Pero, no obstante, en relación con esta semana no pueden silenciarse aquellas que
quizá constituyen las más antiguas formas de procesión teofórica registradas en la
historia litúrgica, es decir, el traslado del Santísimo Sacramento en la procesión
del domingo de Ramos y su deposición en el "sepulcro" el Viernes Santo
sucesivo. De la primera, que probablemente es anterior cronológicamente a la
otra, encontramos nota en una disposición de Lanfranco de Cantorbery (+ 1089),
la cual ordena que en la procesión del domingo de Ramos, dos sacerdotes,
vestidos de blanco, lleven una urna in quo et corpus Christi debet esse
reconditum. El consuetudinario de Sarum, del siglo XII, precisa todavía mejor:
mientras se distribuyen los ramos bendecidos de olivo, se deberá preparar una
urna con restos de ramos, en los cuales ha de ser suspendido el cuerpo de Cristo,
cerrado en una píxide. Como se ve, es en Inglaterra, y quizá en Normandía,
donde estaba en vigor el uso aludido.

En cuanto a la otra procesión del Viernes Santo, los documentos, comenzando


desde el siglo X, son más numerosos, porque la práctica se había hecho muy
común. En dicho día, la Eucaristía era llevada y depuesta en el "sepulcro," junto
con la cruz; se encendían luces ininterrumpidamente y se hacía la vigilia hasta
más allá de la media noche de Pascua.

b) La procesión que, según la Instructio clementina, concluye las llamadas


Cuarenta Horas. Se introdujo en Italia a principios del siglo XVI, cuando se
extendió la práctica de tener expuesto el Santísimo Sacramento durante cuarenta
horas sucesivas, es decir, por un período de tiempo igual a aquel en el cual el
cuerpo de Cristo estuvo encerrado en el sepulcro. La procesión se hace en el
interior de la iglesia y va seguida de la recitación de las letanías de los santos.

c) El traslado solemne de la sagrada comunión a los enfermos en peligro de


muerte, y en tiempo de Pascua, a los enfermos imposibilitados de salir de casa.

Y finalmente no hay que olvidar tampoco, como señal del desarrollo ulterior del
culto eucarístico en nuestros tiempos, las grandiosas procesiones con las cuales
en estos últimos cincuenta años, en los varios continentes, se han concluido los
congresos eucarísticos, tanto nacionales como internacionales. Las proporciones
espectaculares tomadas por tales ritos, el fervor de piedad que generalmente los
acompaña, la afirmación solemne de la soberanía de Cristo que ellos provocan
delante del mundo, las hacen un hecho litúrgico de primera importancia y tal que
difícilmente encuentra parecido en la historia del culto.
Las procesiones ceremoniales.

Creemos poder asignar a este grupo dos procesiones:

a) La entrada del celebrante para la misa solemne, la cual, como nota
el Ceremonial de los obispos, debe hacerse processionali modo. En las pequeñas
iglesias, ésta se presenta en forma modesta, pero en las grandes iglesias
catedrales reviste todavía una solemnidad imponente. Con todo esto es siempre
una reducción del majestuoso cortejo pontifical ya en uso en Roma al menos
desde el siglo V, del cual nos han dejado la descripción los ordines romani y los
liturgistas medievales.

Tomaban parte por deber de oficio los siete subdiáconos y los siete diáconos
relacionados con las siete regiones o barrios de la ciudad, según el decreto del
papa Fabiano (+ 253), a los cuales correspondía el asistir al pontífice cuando
celebraba en las solemnidades estacionales, ut sint custodes episcopo
consecranti. Intervenían también los sacerdotes de los varios títulos o parroquias
romanas y aun los obispos presentes en Roma, todos los cuales en aquella
circunstancia celebraban con el papa. A los subdiáconos estaba asignada la
incumbencia de revestir al pontífice en el secretarium de los ornamentos
pontificales.

b) El traslado de las ánforas de los santos óleos al altar para ser consagrados.
Tiene lugar procesionalmente en el orden que hemos referido anteriormente del
Pontifical. Mientras el cortejo se dirige hacia el altar, se cantan las estrofas del
himno de Venancio Fortunato O Redemptor sume carmen. Esta forma
procesional, que será también repetida, después de terminar la consagración, para
llevar las ánforas a la sacristía, no es originariamente romana.

Los ordines primitivos hasta el siglo X no hablan para nada de procesión;


suponen que las ánfcras han sido colocadas anteriormente junto al altar. El rito
procesional comienza a despuntar en el siglo X.

5. Los edificios del culto y sus accesorios.


Las "Domus Ecclesiae" Primitivas.

Sabemos por los Hechos que, constituido después de Pentecostés el primer


núcleo de fieles, los apóstoles continuaron frecuentando el templo para la oración
oficial; pero para celebrar la Eucaristía, a falta de un lugar propio de culto,
reunían a los creyentes ya en una, ya en otra de sus casas (κατ’ οικιν). Es fácil
suponer que ellos eligiesen a tal fin aquella parte de la casa llamada por los
griegos ανώγαιον ο υπερώον, la cual estaba encima de la planta baja y es todavía
hoy en Oriente la sala reservada a las grandes fiestas familiares. Aquí, en efecto,
encontramos reunidos a los apóstoles en el momento de la venida del Espíritu
Santo; aquí también se lee que se retiraba San Pedro a orar; aquí también
San Pablo celebró en Tróade los divinos misterios. Algunas de estas domus
ecclesiae o ecclesiae domesticae son más de una vez nominalmente recordadas
en los Hechos y en las cartas paulinas: en Jerusalén, la de María, madre de
Marcos; en Efeso, la de Tiranno; en Corinto, la de Tito; en Colosas, la de
Filemón; en Laodicea, la de Ninfa; en Roma, la de Aquila y Priscila sobre el
Aventino.

Sin embargo, con el crecimiento de la comunidad cristiana, y por esto mismo de


los diversos correspondientes servicios, es preciso admitir que no una sala
cualquiera, sino la mayor parte de la casa hubiera sido habilitada para los
servicios del culto. Por otra parte, las casas antiguas — se entiende las de gente
patricia, bastante numerosas en las ciudades aun de segundo orden — se
prestaban muy bien para esto. En efecto, del examen de las casas de Pompeya,
por ejemplo, la de Pansa, y por los planos de las romanas, trazadas sobre la forma
urbis, se ve que las habitaciones patricias de la época imperial están generalmente
compuestas por dos cuerpos principales: el atrio y el peristilo.

El atrium, la corte común del servicio, que comunicaba directamente con la calle
mediante el vestibulum (ostium), era rectangular, sin columnas y cubierto sólo a
los cuatro lados, mientras en el centro un bacinete (imfiluvium) servía para
recoger el agua de lluvia. Alrededor del atrio estaban las habitaciones más
comunes; en el fondo, sobre el eje del vestíbulo, se abría el tablinum, que
comunicaba por una verja con la segunda corte el peristilo. Este, más vasto que el
atrio y rodeado por todas partes por una majestuosa columnata, constituía la
verdadera morada familiar. Aquí estaban las habitaciones reservadas, el triclinio,
el estudio, y de frente al tablinum, el oecus o esedra o salón de recibimiento. La
casa, al exterior, generalmente no tenía ventanas, pero estaba rodeada por
almacenes o sola.

Conforme a esta disposición topográfica de la casa greco-romana se ha ideado el


plano del primitivo servicio litúrgico. Cuando un patricio hecho cristiano quiere
conceder la propia habitación para uso de la Iglesia, el atrio contiguo a la calle, y
por esto expuesto a posibles sorpresas, fue reservado a los catecúmenos y a los
penitentes en el tiempo de la misa de los fieles; éstos, en cambio, divididos según
el sexo, tuvieron acceso en la doble galería del peristilo. El clero, encabezado por
el obispo y los sacerdotes, era natural que fuese a ocupar el oecus, el salón de
enfrente, que le permitía estar a la vista de todos, presidir la asamblea y
dominarla completamente. Una cortina colgada del tablinum, o una puerta,
podían en el momento oportuno impedir a los no iniciados que estaban en el atrio
el asistir a las partes más secretas de la función.

Esta reconstrucción de una domus ecclesiae la atestiguan no pocos testimonios


de los escritores eclesiásticos de los primeros siglos, los cuales, refiriéndose a los
lugares del culto, asocian de ordinario los dos conceptos de iglesia y de
casa. Tertuliano llama a la iglesia domus Den; San Hipólito, οίκος θεού; San
Cipriano, Dominicum (κυριακον = casa del Señor); Clemente
Alejandrino, domus do minica; el pagano Porfirio (siglo III), "da casa grandiosa
de Dios"; Ensebio, domus ecclesias. La Didascalía, aludiendo a la iglesia, la
designa domus in parte domus ad orientem versa. Las apócrifas Recognitiones
Clementinae (romance de final del siglo II) cuentan de un cierto Teófilo, rico
magistrado de Antioquía, que convirtió la propia casa en iglesia: Domus suae
ingentem basilicam ecclesiae nomine consecravit. El mensaje verbal auténtico de
la autoridad municipal romana que en el 303, durante la persecución de
Diocleciano, inquirió en la iglesia de Cirta, en África, no la designa como
iglesia, sino como casa: Cum ventum esset ad domum in qua christiani
conveniebant... Se registran las habitaciones del obispo y de los sacerdotes, los
objetos encontrados en la biblioteca, en el triclinio, en la despensa; prueba
evidente de que se trataba, en realidad, de una casa-iglesia con las
correspondientes dependencias. Cuando, hacia el 272, Pablo de Samosata fue
condenado como hereje, resistiéndose a ceder la iglesia de Antioquía, en la cual
habitaba, el emperador Aureliano decretó con un rescripto que la domus
ecclesiae fuese consignada a aquellos que estaban en comunión con los obispos
de Italia y de Roma.

No debemos, finalmente, olvidar los famosos títulos romanos, es decir, las


veinticinco iglesias presbiteriales de la ciudad, "cuya remota antiguedad resulta
ya de la foma de su nombre." Un gran número, al menos desde el principio, no
lleva el título de un santo, en especial de un mártir; pero, como era costumbre en
los edificios profanos, se denomina simplemente por el fundador o propietario,
cuyo nombre (titulus) aparecía grabado encima de la entrada. En un período
posterior, una tal denominación, como titulus Vestinae, Equitii, Byzanti,
Práxedis, Pammachii, hubiese sido imposible, porque con el progreso del tiempo
solamente los mártires y después los santos en general consiguieron el honor de
dar el nombre a las iglesias." El uso antiguo se explica muy bien si se piensa que
en un principio los tituli fueron otras tantas casas privadas, concedidas por
sus piadosos propietarios para las necesidades del culto, y cuyo nombre
quedó a ellas unido. Después de la paz, transformadas en basílicas, perdieron la
fisonomía original; pero las excavaciones practicadas en los subterráneos de
muchas de ellas, como Sania Cecilia, San Clemente, Santa Sabina, Santa Frisca,
San Juan y San Pablo, San Crisógono, etc., han puesto de relieve los restos de la
casa primitiva. Podemos, por tanto, sostener que las numerosas iglesias — y San
Optato, en el 370, afirma que eran más de cuarenta — poseídas por los cristianos
inmediatamente antes de la paz eran casas verdaderas y propias, ya desvinculadas
del dominio privado y pasadas a la propiedad corporativa de la comunidad
cristiana, las cuales, aparte las particularidades de las acomodaciones de los
lugares internos para el clero, el guardián, los ornamentos litúrgicos, etc., eran
exclusiva mente habilitadas para la celebración del culto, si bien en cuanto al
aspecto externo no debían distinguirse de las otras casas de los nobles ciudadanos
romanos.

Estas conclusiones han sido recientemente confirmadas por el descubrimiento


hecho en Dura Europo, sobre el Eufrates, de una "casa de la Iglesia," en gran
parte conservada en la planta baja. Se trata de una gran casa de habitación del
siglo II, transformada en el 232 en domus ecclesiae, con decoraciones de escenas
bíblicas del Antiguo y Nuevo Testamento y provista de locales accesorios, entre
ellos el baptisterio.

Por esto, una opinión absolutamente errónea, aunque largamente difundida, es


aquella de que los cristianos durante el período de las persecuciones se reuniesen
en las catacumbas para celebrar los sagrados misterios y para escaparse de los
enemigos. La falta de fundamente de esta leyenda se revela, sobre todo, por el
hecho de que los recintos de las catacumbas son totalmente insuficientes
para contener un número razonable de personas. Baste notar que uno de los más
amplios, la capilla Griega del cementerio de Priscila, verdadera iglesia
cementerial, no sobrepasa los cincuenta metros cuadrados de superficie, mientras
la comunidad de los fieles de Roma, a mitad del siglo III, debía ser muy
numerosa si mantenía 1.500 pobres. Se objeta frecuentemente por el hecho de
que Sixto II, sorprendido el 6 de agosto del 258 con sus diáconos en el
cementerio de Calixto, mientras, quebrantando el edicto de Valeriano, que
prohibía la reunión en los cementerios, explicaba al pueblo la palabra de Dios.
Pero hay que recordar que aquel cementerio tenía una parte sobre la tierra
(sursum), ahora desaparecida, por lo cual es legítimo concluir que aquí haya
tenido lugar la captura del papa. En el cementerio subterráneo no había lugar
capaz para una reunión del pueblo; la capilla de los Papas no habría contenido
más que unas quince personas.

No es además verdadero que las catacumbas fuesen desconocidas para los


paganos y mucho menos para la policía imperial. En Cartago, en efecto, como
nos atestigua Tertuliano, el populacho gritaba: Areae ipsorum (se.
Christianorum) non sint; y el emperador Valeriano prohibió expresamente a los
cristianos la entrada en los cementerios. Si se celebraron servicios religiosos en
las catacumbas, tuvieron un carácter excepcional, ya que generalmente los
aniversarios de los mártires eran celebrados en la camera fúnebre, provista de
capillita con los edificios anejos, llamada celia memoriae o celia
niartyris, erigida sobre su tumba. Aquí se reunía el clero, mientras los fieles
estaban a techo descubierto. Una de estas cellae, con tres ábsides (celia
trichora), existe todavía en el cementerio de Calixto, edificada quizá por el papa
Ceferino (203-220) en honor de los Santos Sixto y Cecilia.

Con todo esto podemos preguntarnos si antes de la paz los fieles habían
construido edificios sagrados a propósito, es decir, constituidos esencialmente
por una gran aula cubierta, dispuesta para las celebraciones litúrgicas; en suma, el
precedente de la basílica cristiana. La respuesta afirmativa es sumamente
probable.

En Oriente, San Gregorio Niseno habla de la construcción de una gran iglesia


erigida por San Gregorio Taumaturgo en Neo-Cesárea, con la ayuda de toda la
población cristiana, hacia la mitad del siglo III, y sus palabras hacen suponer que
se tratase de un edificio propio para las reuniones sagradas.

En Occidente, los descubrimientos hechos debajo de algunas basílicas de época


posterior parecen confirmar idénticas conclusiones. Los trabajos ejecutados en la
célebre basílica eufrasiana de Parenzo, construida poco después del 521, han
hecho encontrar debajo del pavimento restos de los muros de un santuario
anterior, atribuido al final del siglo III, formado por un aula rectangular con el
altar en el fondo, y a los lados una sala lateral menos ancha, y todo formando una
construcción separada.

Podrían citarse otros ejemplos de este género, de época anterior al siglo IV, los
cuales han preparado el magnífico florecimiento basilical del período
constantiniano.

El término ecclesia (del griego εκκαλέω = convoco), que ahora comϊnmente


sirve para designar el edificio del culto, significaba en el lenguaje clásico la
asamblea plenaría de todos los ciudadanos libres, de donde pasó con sentido
análogo antes a los LXX y después al Nuevo Testamento para indicar la reunión
de los fieles para la celebración del culto, y finalmente, por una fácil metonimia,
el lugar mismo donde se celebraba la reunión, la domus ecclesiae. En este
sentido, los paganos usaban el término templum; pero los cristianos, al principio
al menos, rechazaron el servirse de tal término, por evidentes razones de
oportunidad, y prefirieron adoptar el de ecclesia. De esta propiedad de los
términos se diría que estaba en conocimiento la misma autoridad romana, porque
el emperador Aureliano, en el 274, insistiendo un día ante el Senado a fin de que
se decidiese a consultar los libros sibilinos, escribía: Miror vos, paires sancti,
tam diu de aperiendis Sybillinis dubitasse libris, perinde quasi in Christianoram
ecclesia, non in templo deorum omnium tractaretis. Aquí la contraposición entre
los dos vocablos es evidente. En el siglo III, la mayor parte de los escritores
sagrados, y con éstos los padres del sínodo de Elvira (304) y la Didascalia, usan
ya el término ecclesia para indicar el lugar del culto cristiano, y la denominación
prevaleció después.

Pero el edificio material y visible del culto es símbolo de un edificio espiritual e


invisible, formado por la reunión de todos los creyentes no en acto, en un lugar
determinado, sino en espíritu, esparcidos por toda la tierra y formando la gran
familia cristiana, la Ecclesia Christi. La imagen ha sido encontrada por Jesucristo
mismo: Super hanc Petram aedijicabo Ecclesiam meam, desarrollada después
admirablemente por San Pablo: íam non estis hospites et advenae, sed estis cives
sanctorum et domestici Dei; superaedificati super fundamentum apostolorum et
prophetarum ipso sumo angular! lapide Christo lesu.!n quo omnis aedificatio
constructa crescit in templum sanctum m Domino; in quo et vos coaedificamini
in habitaculum Dei in Spiritu.

La liturgia ha insertado estos sublimes conceptos en el oficio de la dedicación y


en las ceremonias y en las formas del solemne rito consagratorio de una iglesia,
mediante el cual se toma posesión en nombre de Dios y se consagra
irrevocablemente a El el edificio del culto. Pero de esto se tratará a su tiempo.

La Basílica Latina.

Apenas, a principios del siglo IV, el edicto de Milán (313) hubo sellado el triunfo
de la Iglesia sobre el paganismo, se vieron en todas las provincias del Imperio
multiplicarse con inesperada y maravillosa rapidez los edificios a propósito
consagrados al culto cristiano. Pero cosa singular, el tipo arquitectónico escogido
fue casi idéntico en todos; aquel que en el lenguaje eclesiástico y en la historia
del arte es conocido con el nombre de basílica latina. Con tal nombre, los
romanos querían indicar una gran aula o un noble edificio público o privado;
pero en los siglos IV y V lo vemos muy frecuentemente escogido por los
escritores para designar, en general, toda clase de iglesias, y, sobre todo, los
suntuosos edificios culturales edificados en la época constantiniana. Así,
Constantino llama basílica a la iglesia en una carta a Macario de Jerusalén, y el
peregrino de Burdeos, con el mismo título, a la iglesia del Santo Sepulcro: Ibi
modo, iussu Constantini imperatoria, basílica facía est, id est dominicum mirae
pulchritudinis.
Los caracteres de la basílica latina, al menos en Occidente, se pueden fácilmente
deducir del exámen de los edificios de este género que, remontando a los siglos
IV y V, o han conservado substancialmente las líneas primitivas o, habiéndolas
modificado en parte a través de los siglos, pueden ser reconstruidos mediante la
búsqueda arqueológica y los testimonios de los antiguos escritores. Tales
edificios, para limitarnos a Roma y a los más conocidos, son los siguientes:

1) La basílica del Salvador (San Juan de Letrán), erigida por el papa Silvestre
(314-335) sobre el área del antiguo palacio de los Lateranos, ahora
profundamente modificada.

2) La basílica de San Pedro, en el Vaticano, sobre la tumba del Príncipe de los


Apóstoles, a lo largo de la vía Cornelia. Aunque reemplazada en los siglos XVI-
XVII por la obra monumental de Bramante y Miguel Ángel, la vieja basílica
pudo ser reconstruida con el auxilio de antiguos diseños y las indicaciones de los
escritores medievales; damos un diseño en las figuras 24 y 26.

3) La basílica de San Pablo, en la vía Ostiense. Constantino levantó primero un


pequeño edificio, derribado después por Valentiniano (386) para dar lugar a la
amplia y magnífica basílica que duró hasta el 1823, cuando se incendió. La actual
reproduce bastante fielmente la forma y las dimensiones de la antigua.

4) La basílica de Santa María la Mayor, sobre el Esquilino, fundada por el papa


Liberio (357-366) y restaurada por Sixto III (432-440). Es la que conserva más
que ninguna todavía inalterado, excepto el atrio, suprimido, y un arco en el doble
orden jónico interno, el plano de la construcción primitiva.

5) Las basílicas menores de Santa Inés, extramuros; de Santa Sabina, sobre el


Aventino, recientemente devuelta a su aspecto primitivo; de San Lorenzo, en
Campo Verano, y pocas otras.

Analizando estos y los numerosos monumentos parecidos, se descubre en


seguida que todos fueron construidos según un plano y modelo bastante
uniforme, el cual comprendía tres elementos principales: el atrio, las naves y el
santuario.

a) El atrio (A) era un patio cuadrangular a cielo descubierto, rodeado


generalmente de un pórtico de columnas, con una fuente en medio
(c) (cantharus), que servía para las ceremonias simbólicas. El ala del atrio
adosada a la fachada de la basílica se llamaba nártex (DD). El atrio por la parte
exterior estaba cerrado por todas partes, excepto por delante, donde una puerta
coronada por un propileo (b) daba a la calle.
b) Las naves constituían la basílica propiamente dicha, es decir, un vasto espacio
rectangular (E) cerca de dos veces más largo que ancho, dividido por una doble
fila longitudinal de columnas en tres campos o naves, pero de manera que la
central fuese más ancha que las laterales. Además, la nave del medio era más
elevada que las otras con el fin de obtener, mediante ventanas abiertas en los
muros del flanco superior, la luz necesaria para todo el ambiente. Las naves
laterales generalmente no tenían ventanas. En medio de la nave del centro,
inmediatamente delante del santuario, una ancha empalizada cerrada por cancelas
de mármol rodeaba el lugar (I), destinado alascfiola cantorum; dos pequeños
ambones (K, L) se levantaban a ambos lados de la balaustrada para servir a las
lecturas de la Sagrada Escritura y al cantor solista del salmo responsorial.

c) El santuario (F) estaba en la extremidad de la nave central, pero elevado un


poco sobre el plano de ésta. Terminaba en un ábside semicircular (concha,
exedra), al fondo del cual, cubierta por un velo, se erguía la cátedra episcopal, el
trono del pontífice (O), y alrededor había simples bancos de piedra para los
presbíteros. Delante de la cátedra y debajo del arco del ábside se levantaba el
altar (Q), el centro espiritual de todo el edificio, formado por una simple mesa de
piedra protegido por un ciborio sobre cuatro columnas (G).

Tal era, en sus líneas generales, la disposición interna de la basílica latina; sin
duda, simplicísima en los sobrios motivos arquitectónicos, pero coordinada,
orgánica, en todas sus partes y de impresión majestuosa y solemne. De ordinario,
los fieles no ocupaban la nave central, sino solamente las dos laterales: a la
derecha, los hombres; a la izquierda, las mujeres, convergiendo ambos hacia el
altar, donde el pontífice, de cara a ellos, celebraba, junto con los presbíteros, el
santo sacrificio. El atrio con sus pórticos estaba reservado a los catecúmenos y a
aquellas otras clases de personas a las cuales no era consentido el asistir a los
divinos misterios.

En cuanto al aspecto exterior, las basílicas no mostraban nada de extraordinario.


El edificio, aparte una cierta grandiosidad de mole en las más grandes, se
presentaba más bien pesado, con flancos de estructura muy común en ladrillo, de
arco plano, abiertas a la altura de la nave central.

No obstante, cuanto más la basílica revelaba al exterior su pobreza constructiva y


arquitectónica, se imponía interiormente por la suntuosidad y el esfuerzo de los
ornamentos y de la decoración. El cielo raso estaba pintado y decorado;
preciosos mármoles variados revestían las paredes inferiores; mosaicos
policromados con fondo de oro estaban incrustados en los muros de la nave del
medio y en el ábside; dos pulimentadas filas de columnas, que sostenía una
riquísima viga, se reflejaban sobre el pavimento, finamente taraceado por
artífices alejandrinos; cortinas de seda y de brocado y tapices históricos estaban
colocados entre las columnas; una gran multitud de candelabros y de lámparas,
ya suspendidos, ya apoyados, de bronce, de plata, a veces de oro, iluminados con
centenares de llamitas, esparcían por la vasta aula una luz tranquila, que el oro y
las piedras preciosas de los objetos sagrados — cruces, coronas, cálices, patenas
— colocados sobre el altar y alrededor del ciborio reflejaban vivamente.

Es interesante sobre el particular la respuesta del abad San Nilo (+ 430) a un


cierto Olimpiodoro, noble bizantino, el cual, habiendo construido una iglesia, le
pregunta sobre un proyecto suyo de decoración a base de escenas pastoriles, de
caza, de pesca, etc. "Todo esto, responde el Santo, es muy vulgar." Y sugería, por
el contrario, el poner en el santuario una majestuosa figura de la cruz y
pintar sobre las paredes las historias del Antiguo y del Nuevo Testamento, a
fin de que también los neófitos pudiesen aprender a conocer las bellas acciones
de los fieles servidores de Dios.

La antigua iconografía basilical era, en efecto, eminentemente bíblica. Esto lo


atestiguan en el 333 el peregrino de Burdeos para las basílicas de Jerusalén y San
Félix de Nola para las iglesias por él construidas; y si, desgraciadamente, no nos
queda nada de la decoración primitiva de las basílicas del siglo IV, los ciclos de
mosaicos de los siglos V-VI todavía existentes en Santa María la Mayor, de
Roma, y en San Apolinar el Nuevo, de Rávena, son una prueba de todo ello. Los
objetos preferidos eran las historias de los patriarcas y los episodios de la vida del
Salvador. Para estos últimos, el artista interpretaba no sólo las narraciones de los
Evangelios canónicos, sino que se inspiraba con gusto también en las leyendas de
la literatura apócrifa. Los mosaicos del arco triunfal de Santa María la Mayor,
que contienen escenas de la infancia de Jesús, dependen ampliamente del
Protoevangelio de Santiago.

Además, el antiguo simbolismo de las celdas cementeriales pasa a formar parte


de la decoración fastuosa de los ábsides, de los arcos triunfales, de los transeptos,
de los pavimentos, combinándose con símbolos nuevos. Vemos así repetido el
motivo ornamental de la viña, figura de la Iglesia; de los pavos reales, símbolo de
la inmortalidad, dispuestos a los dos lados del cantharus, del que mana el agua
de la vida; el cordero divino derecho sobre la roca, de la cual salen los cuatro ríos
(Evangelios), mientras a derecha e izquierda están alineadas doce ovejas. Va,
finalmente, desapareciendo el símbolo antes popularísimo del pez, substituido
por el monograma constantiniano de Cristo y de la cruz con piedras preciosas,
que comienza a campear desenvuelta, como signo de triunfo, en las concavidades
absidales.
Finalmente, se debe hacer resaltar la importante transformación sufrida por el
tipo iconográfico de Cristo. Mientras en las pinturas que estaban en los
cementerios era generalmente representado como adolescente imberbe y más
bien como figura episódica, en la iconografía basilical aparece adulto, con barba
y respirando con solemne majestad. El clásico mosaico de Santa Pudenciana (s.
IV) lo presenta como sentado sobre una silla imperial, con el libro de la ley en la
mano (la traditio legis), rodeado de los apóstoles, con el fondo verdeante de la
Jerusalén celestial. Encima campea la cruz. La idea de esta grandiosa figura de
Cristo sobre el trono en el ábside, al cual están coordinadas todas las figuras, no
era solamente un magnífico elemento decorativo, sino la expresión plástica del
triunfo de Cristo sobre sus enemigos y del concepto dogmático de que Cristo es
el centro de toda la liturgia.

La antigua costumbre de rezar con los brazos dirigidos a Oriente sugirió en


seguida el dar una orientación también a los edificios del culto. Se encuentra la
primera prescripción hacia el final del siglo III en la Didascalia: Segregetur
presbyteris locus in parte domus ad orientem versa... nam Orientem versas
oportet vos orare; a la cual hacen eco las Constituciones apostólicas:
Aedes (ecclesia) sit oblunga, ad orientem versus, navi similis. El ábside, por
tanto, debía de mirar a Oriente, de forma que, orando, el pueblo tuviese la mirada
dirigida a aquella dirección. En Oriente esta disposición de las iglesias debía de
ser general, porque el historiador Sócrates cita como una singularidad el caso de
una iglesia en Antioquía que miraba hacia el Occidente.

En Occidente es San Paulino, obispo de Nola (+ 431), que comienza a hablar de


la orientación en las iglesias como de un uso bastante común. Pero ella sólo
prevaleció más tarde especialmente en las Galias.

En Roma no parece que en un principio se haya tenido en cuenta este simbolismo


constructivo, menos concorde con el espíritu latino, porque las más antiguas
basílicas no muestran precisamente el estar orientadas hacie el este. El ábside
miraba a Occidente, de manera que el altar y el celebrante estaban vueltos hacia
los fieles, teniendo a la derecha (Mediodía) los hombres, y a la izquierda
(Septentrión), las mujeres. Cuando más tarde, por razones que no conocemos, se
introdujo la costumbre de celebrar con las espaldas hacia el pueblo, se invirtió
también consecuentemente la posición del altar, por lo cual la antigua derecha
resultó izquierda (cornu Epistulae) y la antigua izquierda resultó derecha (cornu
Evangelii). El puesto reservado a los hombres quedó a la izquierda del altar, y, en
cambio, a la derecha el de las mujeres.

Los Orígenes de la Basílica Latina.


¿De dónde deriva el tipo de basílica cristiana que hemos descrito? He aquí una
elegante cuestión que desde hace sesenta años apasiona a los arqueólogos y que
apenas hoy comienza a iluminarse con luz segura. Tejer el conjunto de todas las
varias soluciones dadas al interesante problema, nos llevaría demasiado lejos;
aludiremos solamente a las tres principales.

a) El célebre arquitecto y escritor florentino León Bautista Alberti (+ 1472), y


con él una falange no pequeña de modernos arqueólogos, encuentra el prototipo
de la basílica cristiana en las llamadas basílicas civiles forenses, muy comunes en
la época imperial. Eran grandiosos edificios cubiertos construidos ordinariamente
en las proximidades del foro, los cuales servían juntamente de tribunal, de bolsa
y de mercado. Al exterior derrochaban toda la riqueza monumental de la
arquitectura greco-romana; en el interior, las tres o cinco naves en que estaban
divididos, con las respectivas galerías superiores, formaban una vasta sala capaz
de un número considerable de personas. Por tanto, los cristianos encontraron en
seguida en estas cómodas y majestuosas basílicas civiles el tipo de sus iglesias.

Pero un examen detallado de los dos edificios deja ver numerosas y profundas
diferencias. La basílica cristiana, a diferencia de la civil, no tiene nunca las
apariencias suntuosas de los monumentos antiguos, como arcos, estatuas,
pórticos, columnas; su riqueza está toda en el interior y es simplemente
decorativa. Faltan también generalmente las galerías superiores; en cambio, se
encuentra siempre favorecida con un atrio, y muchas veces de un ala transversal
(fransepto), lo que no se verifica absolutamente en la basílica civil. Podemos
decir en suma que, aparte alguna semejanza de planta, el espíritu arquitectónico
de los dos edificios es esencialmente diverso.

b) Una segunda teoría, la más difundida entre los arqueologos modernos y por
éstos variadamente enunciada, ve en la basílica cristiana un tipo compuesto, es
decir, la combinación de varios elementos arquitectónicos tomados de varias
partes, entre los cuales principalmente las naves y el ábside de la basílica civil
pública y privada, el atrio y la de casa romana y la cella memoriae de los
edificios conmemoriales. Esta teoría, aparte las observaciones de detalle, tiene un
defecto fundamental. No tiene en cuenta suficientemente la evolución
arquitectónico-litúrgica, ya que la basílica no puede considerarse como un tipo
original de edificio creado improvisadamente por la cabeza de un arquitecto de la
época constantiniana y por él elaborado sirviéndose de múltiples y variados
elementos, sino como término del desenvolvimiento orgánico de aquellos
edificios que en los siglos anteriores a la paz habían servido para las reuniones
del culto, y sobre el plano de los cuales la liturgia cristiana había modelado su
ritual.
c) Teniendo en cuenta estos criterios, varios arqueólogos, entre ellos Dehio,
Schultze, Grisar y Lemaire, han opinado que la basílica latina sea
substancialmente una derivación de la casa romana a peristilo, la domus
ecclesiae de los tres primeros siglos, con mayores proporciones y con aquellas
variantes que habían sido sugeridas, sea por los edificios parecidos preexistentes,
sea con el fin de acoger las masas cada vez mayores del pueblo. En efecto, un
examen de los dos tipos del edificio muestra no sólo analogías sorprendentes,
sino caracteres absolutamente idénticos.

Comprende exactamente las mismas partes de la domus greco-romana que hemos


descrito: una única entrada de la calle, un atrio cuadrangular con fuente, del cual
se pasa a una vasta sala apoyada sobre dos filas paralelas de columnas; por
último, un espacio terminal más restringido, el santuario. Como se ve, al atrio
romano corresponde el atrio basilical; al peristilo, la nave; al oecus, el santuario.
En efecto, si nosotros sobre el arquitrabe del peristilo levantamos a los dos lados
un muro provisto de ventanas para dar luz al ambiente y cerrado en alto por la
armadura del techo, tenemos la clásica nave de la basílica.

Pruebas de esta transformación pueden ser varias circunstancias, que de lo


contrario no pueden explicarse. Así:

a) El desnivel existente en muchas antiguas basílicas — por ejemplo, en la


antigua de San Pedro — entre el plano de la nave lateial y el de la central, de la
misma manera que en las casas romanas la corte estaba situada más baja que las
galerías para facilitar el descenso de las aguas.

b) La posición ocupada un tiempo por los fieles en las basílicas, ya que, como es
sabido, éstos generalmente estaban en las dos naves menores, mientras la tercera
quedaba vacía o sólo en parte ocupada por la schola cantorum. Ahora esta
costumbre, a primera vista bastante extraña, resulta natural si se la hace remontar
a la época en la cual la nave del medio, es decir, el plano del peristilo, que
permanecía a techo descubierto y era generalmente un jardín, no podía ser
utilizado por los fieles.

c) La falta de techo sobre la nave central que se encuentra en algunas antiguas
basílicas, como Santa María la Antigua. En cuanto a la derivación del santuario
absidal del oecus doméstico, nótese que estas dos especies de salas tenían un fin
y una situación idéntica: ambas formaban la parte principal de los edificios
respectivos; y por ser destinadas a recibir los personajes más distinguidos estaban
provistas de bancos y asientos. Además es fácil adivinar cómo de los lugares
adyacentes al oecus se haya pasado naturalmente al transepto, al diaconicum, a la
prótesis.
d) No hay que olvidar, finalmente, el hecho muy significativo de que la basílica
cristiana de los siglos IV y V, si bien ha adquirido ya un propio organismo
constructivo, se nos presenta casi siempre unida o aun incorporada a un complejo
monumental más vasto, que comprende edificios o lugares de distinta clase,
teniendo con ella relaciones de servicio, pero que muestran palpablemente el ser
una derivación de las antiguas habitaciones que constituían la domus ecclesiae.
Ciertamente esta tercera teoría no escapa a alguna seria objeción; pero conviene
reconocer que, mejor que las otras, da una solución lógica y satisfactoria al
complejo problema del origen de la basílica.

En el lenguaje litúrgico se da el título de basílica a algunas iglesias que por su


singular importancia y dignidad gozan de especiales prerrogativas. Estas se
dividen en basílicas mayores o patriarcales y en basílicas menores. Las primeras
son cuatro: San Juan de Letrán, mater et capuz omnium ecclesiarum, sede del
patriarca de Occidente, el papa; San Pedro en el Vaticano, que se considera, por
una ficción litúrgica, sede del patriarca de Constantinopla; San Pablo, atribuida al
patriarca de Alejandría, y Santa María la Mayor, al de Antioquia. A éstas se
agrega a veces la basílica de San Lorenzo extra muros, propia del patriarca de
Jerusalén. Las basílicas menores, excluida la anterior, son ocho: Santa Cruz de
Jerusaién; San Sebastián, Santa María in Traste vere, San Lorenzo in Dámaso,
Santa María in Cosmedin, los Santos Apóstoles, San Pedro in Vínculis y Santa
María in Montesanto,

La Santa Sede suele a veces elevar al rango de basílica menor alguna iglesia
insigne extra Urbem, concediéndole el título y los privilegios propios de las
iglesias homónimas romanas. Estos comprenden el uso de la umbela, de la
campanilla, y de la capa magna en las procesiones.

La campanilla, que es llevada delante de la cruz procesional, tiene todavía como


fin el llamar la atención y la piedad de los fieles sobre el paso del cortejo. La
umbela (de συν οικέω = cohabito), llamado también papilio (por la forma y los
colores de una mariposa), es un paraguas semicerrado, derivación y
transformación de las tiendas militares antiguas, en forma cónica, y
particularmente de aquella que servía de pabellón al emperador en el campo.
Como insignia imperial, pasó más tarde entre las prerrogativas honoríficas de la
Iglesia, y como tal la vemos ya en uso en el siglo XIII. Un fresco en el oratorio
de San Silvestre, junto a la iglesia de los Cuatro Santos Coronados, en Roma,
muestra a un clérigo que tiene sobre la persona del papa, en señal de honor, la
umbela.

El significado imperial y papal de la insignia se comprende mejor puesto


especialmente en relación con la basílica lateranense, la cual, dogmate papali ac
simul imperiali, tiene la dignidad de ser madre y cabeza de todas las iglesias de
Roma y del mundo porque es catedral del papa, obispo de Roma.

La sombrilla, tejida a bandas amarillas y rojas (oro y purpura), los colores de la


Iglesia romana hasta Pío VII, llegó a ser insignia característica de aquella
basílica; más aún, en el uso común tomó el nombre de "basílica." De la basílica
madre pasó después a las otras como señal de honor y de preeminencia y como
recuerdo, aunque un poco curioso, de la antigua grandeza de Roma y de la
Iglesia.

Las Iglesias Bizantinas.

Mientras en Roma y en Occidente se afirmaba como soberana la arquitectura


constantiniana, en Oriente (Asia Menor, Siria, Egipto), al lado de ésta, surgía otra
de tipo en realidad diferente. Eran construcciones de planta concéntrica,
octogonales oredondas, a veces en forma de cruz, reforzadas frecuentemente por
cuatro o más exedras y coronadas de una cúpula. Si bien hayan sido preferidas en
Oriente, no se debe creer que nacieron allá. Los romanos fueron los creadores y
propagadores de estos edificios y supieron llevarlos a un alto grado de perfección
constructiva. Baste aludir al Panteón y a la basílica de Santa Constanza, en
Roma, y a la de San Lorenzo, en Milán.

De edificios parecidos es de donde se derivan los elementos constructivos


característicos de las iglesias llamadas bizantinas por ser expresión de aquel arte
que desde el siglo V al XV (1453) ha florecido alrededor de Bizancio, la fastuosa
capital del Imperio de Oriente y emanación directa del espíritu y de los
particulares usos litúrgicos de la Iglesia griega.

El plano arquitectónico de las iglesias bizantinas comprende esencialmente una


construcción en plano central cubierta por una o más cúpulas, cuyos muros de
escayola o ladrillo están totalmente revestidos de mármol policromado y de
mosaicos con fondo dorado. La iglesia dedicada a Santa Sofía, es decir, a la
divina Sabiduría, que Justiniano hizo levantar en Constantinopía en sólo cinco
años (532-537) por los arquitectos asiáticos Antemio de Tralles e Isidoro de
Milesia, ha quedado como el tipo más perfecto e insuperado.

Su planta presenta dos partes distintas:

a) Un vasto atrio que mediante un doble pórtico, el exonártex y el nártex, lleva a
la iglesia por nueve puertas.
b) El cuerpo de la iglesia, constituido por un rectángulo de 76 por 68 metros y
dividido en tres naves. La central, que es la más ancha, forma en medio un
cuadro, delimitado por cuatro pilones macizos, sobre los cuales se apoyan cuatro
grandes arcos, que sostienen la inmensa cúpula (31 metros de diámetro). El paso
de la circunferencia al plano cuadrado sobre el cual está descrita se efectúa
mediante cuatro triángulos esféricos o penachos, que llegarán a ser el sistema
preferido de la arquitectura bizantina. La cúpula es además mantenida en
equilibrio por dos vastísimos ábsides, abiertos uno en el gran arco que
corresponde a la entrada y otro en la parte opuesta. En cambio, los dos arcos
laterales están cerrados por un muro subdividido en tres planos: el inferior, con
pórtico de columnas; el superior, con galería de columnas (matroneo), y el
tercero, con paredes perforadas por ventanas.

A la grandiosidad de la concepción arquitectónica correspondía la magnificencia


de la decoración interna; ésta era toda a base de policromía, tanto en los mosaicos
de género decorativo, con fondo unido de oro, de plata y de azul obscuro, como
en los mármoles que recubrían las paredes y el pavimento: jaspe, alabastro,
pórfido y serpentines en sus diversas ramificaciones. El ambón estaba hecho a
base de incrustaciones de marfil, oro, plata y piedras preciosas. El iconostasio,
que separaba el santuario de la nave, se refleja apoyaba sobre una columna de
plata. El altar era una mesa maciza de oro puro incrustada de perlas. El ciborio
que lo cubría y el trono del patriarca eran de plata dorada. La luz durante el día se
filtraba de las cuarenta ventanas abiertas en torno a la base de la cúpula y de los
dos ábsides, y de noche, llamas que a centenares brillaban sobre los policandela
de plata suspendidos de la cúpula y en medio de las columnas suscitaban un tal
reverbero de colores y un centellear de reflejos, que producían una impresión
verdaderamente fantástica.

La arquitectura religiosa bizantina se difundió, sobre todo, en Oriente,


reduciendo, al correr del tiempo, el complicado tipo concéntrico a un organismo
más simple; las más de las veces, una planta de cruz griega con brazos iguales,
con una cúpula elevada sobre el cruce de los dos brazos, y otras, cúpulas menores
inscritas sobre cada uno de los cuatro ángulos.

En la Europa occidenta] ésta se mantuvo durante largo tiempo solamente en la


construcción de los baptisterios, mientras influyó poco en el plano de los
edificios sagrados propiamente dichos. De éstos, en Italia ha dejado dos
espléndidos ejemplares: la iglesia de San Vital, en Rávena, y la basílica de San
Marcos, de Venecia. La primera, edificada en el 547, presenta la forma de un
octógono con cúpula cónica central; la segunda, consagrada en el 1072, es en
forma de cruz griega, cubierta por cinco cúpulas, levantadas una sobre el crucero
y las otras sobre cada uno de los brazos. Las partes inferiores de los muros están
revestidas de mármoles policromados; el mosaico cubre las superiores y las
vueltas. La luz es escasa, pero los reflejos del oro y de los mármoles crean como
una atmósfera áurea y grave que no parece terrestre. Con sus ventanas profundas
y la selva de columnas, con sus pináculos, con las riquezas y las profusas
añadiduras durante los siglos, el edificio parece un maravilloso joyel salido como
por encanto de las aguas del mar, lleno, como éste, de luces y de reflejos
infinitos.

Muchas otras iglesias están emparentadas con el estilo bizantino por el carácter
de su deslumbrante decoración musiva; pero, desde el punto de vista
arquitectónico, pertenecen al tipo basilical latino. Tales son, por ejemplo, San
Apolinar el Nuevo (s. VI) y San Apolinar in Classe (s.VII), en Rávena; el ábside
de la catedral de Parenzo (s.VI), la Martorana y la capilla palatina de Palermo
(s.XII) y, finalmente, la magnífica catedral de Monreal (s.XII), erigida por el rey
normando Guillermo II.

En las iglesias bizantinas, el arte iconográfico mantiene los antiguos símbolos de


un carácter triunfal, como la cruz preciosa, el pavo real, el monograma
constantiniano, e introduce algún elemento nuevo. El más característico es el
Pantocrátor, figura mayestática de Cristo bendiciendo a medio busto, que, en
forma imponente y casi gigantesca, domina en los ábsides y en el arco triunfal
todo el ciclo iconográfico que le rodea. Además, en la elección de las
reproducciones bíblicas musivas se prefieren las escenas que miran a Cristo bajo
el aspecto teológico de las dos naturalezas. En el coro de San Vital, de Rávena,
en su lugar está puesto el medallón del Cordero, sostenido por cuatro ángeles; la
víctima, prefigurada en los sacrificios de Abel, Melquisedec, Abrahán,
representados a los dos lados del altar. En cambio, en el ábside, sentado sobre el
globo, que le sirve de trono, está Cristo glorioso, legislador divino, con el
volumen de la ley en la mano, mientras dos ángeles a sus lados le presentan a San
Vital y al obispo Ecclesius con el modelo de la iglesia. También María, la Madre
de Jesús, adquiere un puesto solemne en la iconografía bizantina. Es un
espléndido ejemplo el mosaico absidal de Parenzo (s.VI), que la coloca en el
puesto de honor, como Reina, con el sagrado Niño sobre las rodillas.

En general, se puede decir que el arte sagrado oriental se muestra


visiblemente influido por el espíritu teológico, tan propio de su tiempo. Este
carácter explica, aun más, la marcada tendencia de los artistas bizantinos a sacar
imágenes y figuras del mundo visible, a deshumanizar sus tipos, a elevar
preferentemente al creyente a las luminosas regiones del cielo. Para expresar
eficazmente tales ideales, ellos eligieron y perfeccionaron una técnica particular,
el mosaico, con el cual consiguieron dar a la figura humana una singular
expresión de inmaterialidad, de impersonalidad, y en los ábsides y sobre los
muros de las iglesias figuraron ángeles y santos con profusión, irradiando por
todas partes una lluvia de esplendores y de coloridas magnificencias.

La iconografía bizantina después de Justiniano (+ 565) sufrió un retraso en los


siglos VII-VIII como consecuencia de las luchas de los emperadores
iconoclastas, que combatieron el culto de las imágenes; pero bajo la dinastía
macedónica (867-1057) comenzó a florecer vigorosamente. Sin embargo, tanto
en los mosaicos y en la pintura como en las artes menores fue siempre perdiendo
el contacto con la realidad viva de la naturaleza, para reducirse a reproducir
formas convencionales y figuras de tipo fijo, rígidas, aplanadas y sin vida. Tal se
presenta no sólo en Oriente, sino también en Italia, en los siglos IX-XI, durante
los cuales el arte sagrado, en plena decadencia, no supo más que copiar de mala
manera y en forma de estucos los modelos bizantinos; hasta que con el siglo XII,
principalmente en Roma, Florencia y Siena, tuvo principio aquella lenta y
minuciosa inyección de italianidad en aquellos esquemas convencionales, que
poco a poco consiguió renovarlos, creando a las propias concepciones formas
independientes.

Las Iglesias Románicas.

Las pocas iglesias que a ambos lados de los Alpes representan el arte
constructivo cristiano en el período desde el siglo VI al XI — si se exceptúan
aquellas de tipo basílicas edificadas en Roma y en Rávena —, ofrecen demasiada
variedad, por no decir confusión, de particulares estilísticos para ser definidas;
después la mayor parte ha sufrido retoques considerables. De los elementos que
sobreviven se puede deducir la profunda desorientación artística en que se
encontraba gran parte de Italia y de Europa después de la hecatombe de las
invasiones bárbaras y el sucesivo trabajo de consolidación. No obstante esto, en
la alta Italia con Luitprando (712-744) y en Francia con los carolingios se
advierte un oscuro madurarse de nuevas formas, de las cuales surgirá un nuevo
estilo.

Este estilo nuevo, fusión de elementos bárbaros, de influjos orientales y de


reminiscencias clásicas, iniciado en los siglos VIII-IX con los maestros
Comacinos, se afirma vigoroso en Occidente después del 1000, y fue llamado
románico, porque es derivado del arte romano. En efecto, los nuevos
constructores, especialmente en el Septentrión, partieron del tipo tradicional de la
basílica latina, pero buscaron nuevos sistemas para cubrir de bóvedas las naves.
Esta ha sido la idea madre de toda la arquitectura medieval en Occidente. De la
diversa manera de construir y de equilibrar las bóvedas difieren los
procedimientos románicos de los góticos, y aquí se descubre el desarrollo y el
progreso del arte. Este en el primer período (románico) lo encontramos en vía de
formación; en el segundo, es decir, en el gótico, lo vemos llegar a su madurez
después de haber conseguido la solución del fatigoso problema.

El estilo románico presenta un fondo común, sobre el que una cantidad de


escuelas regionales italianas y extranjeras ha trabajado, aportando modificaciones
y variaciones. Podemos, sin embargo, resumir así los caracteres generales de la
iglesia románica:

a) División en tres naves, de las cuales la central es el doble de larga que las
laterales y está separada de éstas mediante columnas o, más frecuentemente,
pilares macizos de piedra, solitarios o reunidos en haz. A veces, el muro que está
encima dividiendo las naves está perforado por una serie de pequeños arcos con
dos aberturas, que forman una segunda galería.

b) La cobertura de la nave del medio en las pequeñas iglesias está hecha con una
bóveda en forma de pipa, reforzada por arcos transversales; para naves de
mayores dimensiones se adopta la bóveda en crucero, que permite la abertura de
ventanas en la parte superior de las paredes. La bóveda en crucero es construida
con la aplicación — importantísima para toda la arquitectura románica y gótica
— de un arco especial de sostén en las esquinas del crucero, llamado costilla,
costillón o arco de oliva.

c) Para neutralizar los empujes, los muros exteriores de las pequeñas naves son
gruesos, provistos de espuelas o contrafuertes; los capiteles de las columnas o
pilastras están esculpidos para poder recibir los comienzos de las bóvedas y los
arcos o costillones de refuerzo.

d) El presbiterio está mucho más elevado que el nivel de la iglesia, teniendo en
correspondencia una cripta subterránea (iglesia hiemal), a la cual se llega desde el
plano de la nave por dos series de escaleras.

e) Las ventanas son en un primer tiempo pocas, largas y estrechas, por lo cual en
el interior la luz es escasa; posteriormente se engrandecieron y se adornaron al
exterior con esguinces y columnitas con arcos concéntricos, de manera que, en
las iglesias más perfeccionadas, la luz, el aire y el espacio son más abundantes.

f) La decoración está casi enteramente confiada a la escultura, que se adhiere


sobre todo a las vigas arquitectónicas, entallando con las figuraciones
geométricas las columnas y las cornisas de los portales, los ángulos del edificio,
los capiteles de las pilastras, los rosetones y las ménsulas; escultura fuerte y
contorsionada, que prefiere animales verdaderos o fantásticos, quimeras,
centauros, monstruos, ángeles, demonios; y sólo en las iglesias del período
último adquiere una mayor perfección estilística.

Las iglesias románicas, que en los siglos XI, XII y XIII comenzaron a difundirse
con rapidez febril y con admirable entusiasmo del pueblo y de los ayuntamientos
en Italia, en Francia, en Alemania y en Inglaterra, fueron el resultado de un
gallardo renacimiento político y religioso en los pueblos y de la preponderancia
espiritual y civil de algunas grandes órdenes monásticas (cluniacenses y
cistercienses), que en sus inmensos monasterios habían formado laboratorios
artísticos completos de arquitectos, escultores, directores de obras, pintores, etc.,
los cuales reproducían con agrado aquí y allá ciertos tipos constructivos, aun
variando los elementos accesorios según las condiciones locales. Se tuvieron así
escuelas diversas: una renana (catedral de Espira, María Magdalena, de Vézelay;
San Lázaro, de Autún), una normanda (San Esteban, de Caen, en Normandía;
catedral de Peterborough, en Inglaterra), una alverniatense (Nuestra Señora del
Puerto, en Clermont; San Fermín, en Tolosa; Santiago de Compostela, en
España), la del Poitou (Notre Dame la Grande y San Sabino, de Poitiers), de
Provenza (San Trófimo, de Arles).

En Italia, el estilo románico tuvo en Lombardía y en las regiones adyacentes su


forma típica en la basílica de San Ambrosio, de Milán (s.VIII-XI), construida por
los maestros comacinos, de donde viene el nombre particular dado entre nosotros
de "estilo lombardo." Según este estilo fueron erigidas las principales iglesias de
aquel tiempo: San Miguel, de Pavía (s.XI); San Eusebio, en Vercelli (s.XII); las
catedrales de Genova (s.XI) y de Parma, con el admirable baptisterio; de
Piacenza, de Módena, de Cremona, de Ferrara (s.XII). Presentan generalmente un
aspecto simple y severo. La fachada en los tipos primitivos (San Miguel, de
Pavía) se compone de una larga muralla apenas partida per dos gruesos cordones
verticales, que sube sin interrupción hasta las dos rampas terminales y esconde el
saliente producido por la nave de en medio sobre las dos laterales; en cambio, en
los tipos posteriores se ilumina desde el centro con una gran ventana redonda
(rosetón, Módena; Piacenza) y se decora vagamente con los dos o tres orificios
acoplados o con arcadas en serie superpuestas, que crean juegos de luz y de
sombra de efecto extraordinarios (Pisa y Lúea).

Los pórticos, desde la empuñadura profunda hasta los arcos concéntricos, tienen
graciosas archivoltas (protiri) empotradas sobre columnas, cuyas bases se
apoyan, a su vez, sobre leones agazapados. Sobre los flancos, el elemento
principal de decoración es el arqueado cerrado o abierto; frecuentemente, la
cornisa formada por pequeños arcos establecidos sobre ménsulas o unidos con
columnitas. Estas fajas murales, llamadas fajas lombardas, forman la mayor parte
de las coronaciones, y en las fachadas se ven varios órdenes. En algunas iglesias,
el alternar de mármol blanco y de piedra obscura da a toda la masa un gracioso
aspecto decorativo (catedrales de Genova y Pisa).

El resto de Italia fue invadido e influido por dos grandes corrientes, lombarda y
bizantina, fundiéndose aquí y allá con las formas clásicas, jamás abandonadas
especialmente en la Italia central.

La arquitectura románica con sus edificios había dado a la Iglesia un tipo de


construcción religiosa que se mostraba adaptada a sus necesidades; y el
desarrollo hacia el cual estaba encaminada habría alcanzado mejor tal fin si los
arquitectos no hubiesen encontrado un nuevo sistema de bóveda, que trajo una
verdadera revolución en la arquitectura religiosa, dando origen a la arquitectura
gótica u ojival.

Los Oratorios.

Junto con los edificios verdaderos y propios del culto destinados al servicio
religioso de todos los fieles, encontramos memoria en la antigua Iglesia de
especiales lugares sagrados, llamados oratorios, erigidos exclusivamente para el
uso privado de una familia o de un restringido número de personas físicas o
morales. Cuando se piensa que desde la edad apostólica fue siempre numeroso en
la Iglesia el número de almas más fervorosas, las cuales, además del servicio
litúrgico oficial, se dedicaban en sus propias casas, en determinadas horas del día
y de la noche, a realizar particulares ejercicios de piedad, es natural suponer que,
al menos en las habitaciones patricias, existiese un lugar adaptado para esto, en el
cual los miembros de la familia se reunían para la oración, guardando la
sagrada Eucaristía; a veces hacían también celebrar misas privadas. Son
varios los monumentos de este género descubiertos recientemente en Roma y en
otras partes que con toda probabilidad se remontan a la
época preconstantiniana. Los mismos paganos, por lo demás, tenían sus
santuarios domésticos; y sabemos que Alejandro Severo (c.230) tenía en su
oratorio, entre otras, la imagen de Cristo.

De todos modos, de tales oratorios se tiene una cierta mención en los escritos y
en la literatura canónica de los siglos IV y V. Eusebio refiere que Constantino
después de su conversión quiso tener un oratorio en el propio palacio de la ciudad
y en el del campo. San Gregorio de Nacianzo, San Gregorio Magno y San
Gregorio de Toursaluden al oratorio que formaba parte de su residencia
episcopal. De semejantes capillas estaban también dotados los hospitales y hasta
las casas patricias. Leemos de Santa Melania, todavía niña, que, no pudiendo
dirigirse a la iglesia de San Lorenzo para la solemne vigilia nocturna, pasó la
noche rezando de rodillas en el propio oratorio doméstico. Paulino, biógrafo de
San Ambrosio, narra de él que un día trans Tiberim, apud quamdam clarissimam
invitatus, sacrificium in domo obtulit.

Esta práctica, común tanto en Oriente como en Occidente, de celebrar en


oratorios privados no estaba de suyo prohibida; pero, porque daba fácil ocasión a
desórdenes, la legislación canónica desde el siglo IV se preocupó de regularla
poniendo restricciones. Los concilios de Laodicea (320) y de Gangra (338), en
Oriente, y el de Cartago (39), en África, prohiben las misas in privatis domibus,
Inconsulto episcopo. San Agustín, hablando de los oratorios, recomienda que
sirvan sólo al fin para el cual fueron instituidos, es decir, para hacer oración: In
oratorio, praeter orandi et psallendi cultum, nihil penitus agatur, ut nomini huic
et opera iugiter irnpensa concordent. Algún tiempo después, la narración 58 de
Justiniano corrobora las mismas ideas; y, reprendiendo la excesiva frecuencia de
las reuniones litúrgicas en los oratorios, la declara lícita, solius orationis gratia.

El oratorio entendido así, como satisfacción de la piedad individual, se


mantuvo siempre en la Iglesia en todas las épocas de su historia. Lo encontramos
en las primitivas comunidades monásticas masculinas y femeninas, como en los
monasterios de Melania, en Jerusalén (s.V), y de San Benito, en Subiaco y
Montecasino; entre los muros de las capillas feudales del Medievo, en las
soledades selváticas de los montes, para servicio de los eremitas en su vida
contemplativa, y, en tiempos más recientes, al lado de los palacios nobles,
sombreado por pinos, como sagrado asilo de paz en medio de las ruidosas
pompas de la vida mundana.

Pero con el extenderse la evangelización y la civilización en las campiñas, los


oratorios asumen un marcado carácter público de iglesia sucursal para servicio de
un grupo más o menos grande de fieles que vive aislado y lejos de la ciudad y de
la iglesia episcopal. Los grandes terratenientes de los siglos VI-VII, que deseaban
atraer de los poblados y de las villas hombres a sus dominios y asegurarlos
establemente, no olvidaron nunca el levantar junto a sus casas un oratorio o
capilla y de alojar allí un sacerdote. Es de estos núcleos primordiales de vida
religiosa y civil de donde tienen origen la mayor parte de los antiguos barrios e
iglesias parroquiales.

En estos modestos oratorios de campaña, la vida litúrgica era necesariamente


muy limitada y en estrecha dependencia de la iglesia principal. El concilio de
Agde (506) prescribe sobre el particular que en los días más solemnes del año,
como Pascua, Navidad, Epifanía, Ascensión, Pentecostés y San Juan Bautista, el
pueblo debía acudir a oír la misa en la propia parroquia, y castiga con la
excomunión a los sacerdotes que en dichas fiestas, sin el permiso del obispo,
celebrasen en los oratorios rurales. Casi todos los sínodos del Medievo puede
decirse que insisten fuertemente sobre esta disciplina litúrgica, que tutelaba en
los pueblos, mediante una sabia organización jerárquica, la unidad y la pureza de
la fe.

El Equipo Litúrgico de la Iglesia.

El equipo litúrgico de la iglesia comprende principal-mente:

1) El altar.

2) La cátedra y e! coro.

3) El pulpito.

4) El confesionario.

5) El baptisterio.

6) La sacristía.

Al altar, que reviste una importancia fundamental porque es el corazón mismo de


la iglesia, le dedicaremos un capítulo aparte.

La cátedra y el coro.

Se llama cathedra (de καθεδρα, sedes) la silla eminente reservada al obispo


cuando preside la asamblea litúrgica.

En las reuniones primitivas podemos creer que la silla episcopal fuese una silla
distinguida, de madera, móvil, según el tipo de las sillas curiles senatoriales, con
respaldo más o menos alto, que se adornaba, cuando ocurría, con telas y cojines
según la costumbre del tiempo. Así nos es descrita por Poncio la silla de San
Cipriano, sedile ligneum sectum cubierto de lino. Puede servir de modelo la
cátedra en la que se sentó San Hipólito Romano, grupo en mármol, que se
remonta a la mital del siglo III. Sabemos que las cátedras usadas por los
apóstoles y por los primeros obispos eran conservadas celosamente en las
iglesias, y por una fácil deducción habían llegado a ser símbolo perenne de una
autoridad y de un magisterio superior. Percurre ecclesias apostólicas — decía
ya Tertuliano — apad quas ipsae avhuc cathedrae apostolorum sais locis
praesident. En Roma, en efecto, la cátedra de San Pedro fue en seguida objeto
de culto litúrgico dirigido a su suprema paternidad espiritual. Un objeto que
desde final del siglo II se presenta frecuentemente en el arte cristiano es el Cristo
sentado en la cátedra, como Maestro que enseña a los apóstoles, colocados
alrededor de él; más aún, más tarde la sola cátedra, vacía o coronada por una
cruz, se convierte en el símbolo de la divinidad.

Desde la cátedra, el obispo predica; a menos que, para ser mejor entendido, en
ciertas grandes basílicas subiese a un ambón, como hacía San Juan Crisóstomo, o
se colocase junto a la cancela del altar sentado sobre una silla gestatoria, como
puede haber sido la del obispo Maximiano, conservada en Rávena, o la de San
Pedro, hoy encerrada en el altar de la tribuna de la basílica. Sentado sobre lo alto
de la cátedra, notaba ya San Agustín, el obispo veía todo; allí se sentía realmente
obispo, es decir, inspector y guardián de todo su pueblo; de aquí que él lo
compare a la torreta desde la cual el viñador vigila su tierra, specula vinitoris est.
Ciertamente, esta fascinación de la cátedra podría despertar ambiciones; y, en
efecto, no faltaron desde el principio los opositores razón por la cual

San Agustín amonestaba: Oportet ut in congregatione christianorum praepositi


plebis eminentíus sedeant, ut ipsa sede distinguantur et eorum officium satis
appareat; non tamen ut inflentur de sede.

Este concepto preeminente de la dignidad episcopal aneja a la cátedra ha sido


eficazmente puesto de relieve en la liturgia mediante la ceremonia característica
de la inthronizatio, que forma parte, desde la más alta antiguedad, del ritual de la
ordenación de los obispos. Ya en las actas del concilio de Calcedonia (451) se
habla de un cierto Próculo, obispo de Cízico, sentado en las reuniones conciliares
para dirigirse a Gangra, inthronizare episcopum. Y actualmente el Pontifical
romano, siguiendo en esto a todos los más antiguos rituales medievales, prescribe
que, si el neoobispo es consagrado en su iglesia propia, después de que haya
recibido las insignias pontificales, sea llevado solemnemente por el consagrante a
sentarse sobre la cátedra episcopal, con el fin evidente no sólo de tomar por
medio de él posesión simbólica de la diócesis, sino, más aún, de designar de
manera explícita a los fieles en su persona su pastor, maestro y gran sacerdote.

La cátedra en las basílicas antiguas y después en las iglesias episcopales hasta los
siglos XI-XII era generalmente de piedra o de mármol, ricamente adornada con
mosaicos o esculturas, provista de respaldo alto, colocada en el centro del
hemiciclo absidal; tenía acceso por tres o más escalones, de manera que estuviera
un poco más elevada que los asientos que estaban a los dos lados del ábside y
servían de asiento común a los sacerdotes (presbiterio). Si éstos eran numerosos,
los bancos (subsellia) podían ser colocados en dos o tres series superpuestas,
como en la basílica de Torcello, que presenta tres órdenes sucesivos dispuestos
en forma de anfiteatro.
Esta colocación de la cátedra episcopal se ha mantenido siempre en la Iglesia y es
aún oficialmente tenida en cuenta por el Ceremonial de los obispos. Pero ya el V
OR, de la época carolingia, supone que, durante el sacrificio, el pontífice tenga su
cátedra no en el ábside, sino al lado derecho del altar (cornu evangeln). Tal es, en
efecto, el puesto litúrgico que hoy es asignado a la cátedra. La cual, según las
prescripciones del Ceremonial, debe ser praealta et sublimis, sive ex ligno, sive
ex marmore, aut alia materia jabricata in modum cathedrae et throni immobilis,
revestida con paños preciosos según el color litúrgico del día, cubierta con un
baldaquino y provista de cojines. Tampoco las cátedras antiguas carecían de tales
accesorios ornamentales, según refiere San Agustín.

La iglesia donde el obispo tiene su cátedra recibe el titulo de catedral. Es, por
tanto, la más importante ecclesia maior, senior), el centro litúrgico y espiritual de
la diócesis porque designa el lugar donde el obispo reside, donde gobierna, donde
celebra, donde enseña, donde, a través de las ordenaciones, provee y renueva las
filas del clero. Conforme a estos conceptos, las iglesias catedrales fueron siempre
construidas más eminentes y más grandiosas que ninguna, dominando la ciudad
entera, Su erección era decretada por un plebiscito universal, casi un acto de fe
colectiva. Para ella se derrochaban riquezas, se traían desde lejos mármoles y
columnas y era construida por todos con la propia fatiga. La empresa era sagrada
y merecía indulgencias; Roma las concedía de buen grado. En aquel libro de
piedra no firmaban generalmente ni arquitectos ni trabajadores; la obra colectiva
debía ser el credo y la alegría de todos; era, sobre todo, un sagrado patrimonio
común.

Las parroquias diocesanas debían anualmente contribuir a su conservación


(cathedraticum) y promover en el tiempo de Pentecostés una peregrinación que
tuviese vivo en las filiales el recuerdo de la iglesia madre y en que le llevasen sus
ofertas. He aquí por qué la devoción a la iglesia catedral tuvo por derecho un
título litúrgico especialísimo, que se expresa cada año con la conmemoración del
aniversario de su dedicación. Tal fecha es celebrada con rito más solemne,
separadamente de la colectiva de todas las otras iglesias consagradas.

En cuánto a los bancos del clero asistente, es preciso recordar que en Italia se
mantuvieron generalmente dispuestos a lo largo del muro absidal; en otras partes,
por el contrario, sufrieron una importante transposición. En los siglos XII y XIII,
como en muchas iglesias monásticas y colegiatas el gran número de religiosos no
podía encontrar puesto en el ábside, o porque estaba en uso el colocar un altar de
reliquias o porque la introducción de las capillas absidales estorbaba los oficios,
los bancos del clero fueron colocados delante del altar mayor; y, cuando el
espacio faltó aquí, también en el transepto y en la gran nave de la iglesia.
En esta época es cuando el coro, es decir, el lugar donde se reúnen los sacerdotes
y los monjes de una determinada iglesia para el canto del oficio divino, comienza
a tomar un desarrollo extraordinario, hasta el punto de obstruir prácticamente la
visibilidad del altar a los ojos de los fieles.

Abandonados los tradicionales bancos de piedra, se construyeron en madera los


asientos (del alemán stellen — asientos), más o menos elevados y adornados
según el grado jerárquico; se proveen de oportunos respaldos para comodidad de
los viejos y de los cansados y se rodean a la entrada de altas cancelas.

Ambón, pulpito, coro.

El ambón (de αναβαίνειν = subir; llamado tambiιn suggestum,


analogiurn, pulpito) es, en general, una construcción levantada en las iglesias
con el fin de dar lugar al que lee, o canta, o predica para que sea meior entendido
por los fieles. Existía ya en las sinagogas y en los coros civiles para uso de los
abogados. San Cipriano, a propósito de Roma. San Clemente. Ambón de la
epístola y del gradual Celerino, confesor de la fe, alude a esto: "Habiendo venido
a vosotros todo cubierto con los estigmas gloriosos de la victoria, he creído lo
mejor hacerlo subir al pulpito para que desde este lugar eminente, donde será
expuesto a la vista de todo el pueblo, él lea el evangelio y los preceptos de
Nuestro Señor."

En las iglesias antiguas, cuando el oficio de cantor estaba ligado íntimamente a la


liturgia, el ambón estaba constituido por una doble construcción erigida en la
nave de en medio inmediatamente delante de las cancelas del altar e incorporado
al recinto reservado a la schola cantorum. El ambón de la derecha, el más alto,
servido por una doble escalinata, era propio del obispo cuando no hablaba desde
la cátedra, y del diácono para la lectura del evangelio. Más tarde se erigió al lado
un majestuoso candelabro para el cirio pascual. El de la izquierda estaba dividido
en dos planos: en el inferior estaba el cantor del responsorio-gradual; en el
superior, el lector de la epístola. Tal era la disposición del ambón clásico de la
basílica de San Clemente, en Roma, construido en el siglo V, cuyo tipo fue
preferido en Occidente, aunque en las iglesias menores fue frecuentemente
reducido a un cuerpo solo y a líneas de mayor simplicidad.

Los fines del ambón eran bien ilustrados en los versículares. Por ejemplo, el
ambón de la iglesia de Santa María en Castillo de San Elias, junto a Nepi,
construido en el siglo VIII.

Las iglesias de Oriente, inspirándose en principios estilísticos bizantinos,


prefirieron dar al ambón una forma concéntrica según el tipo del erigido en Santa
Sofía, que nos ha descrito Pablo Silenciario, imitado más tarde (s.Xl) en San
Marcos, de Venecia.

Después del 1000, las iglesias construidas en Italia continúan dando un relieve
particular al ambón-coro, que se presenta generalmente como una amplia tribuna
cuadrangular puesta al lado del altar, levantado por cuatro o más columnas, que
se apoyan sobre el dorso de leones o de otras cariátides. Las caras están ricas de
inscripciones originalísimas, como en el ambón de Lavello, Canosa y Barí, o bien
de escenas bíblicas esculpidas en altorrelieve, como en los grandiosos pulpitos de
Pisa, Siena y Pistoya. En el centro del parapeto de la pared principal se ponía
generalmente una águila, que, con las alas extendidas, servía de sostén al libro
santo: según la visión del Apocalipsis.

La tribuna no era todavía un lugar propicio para la predicación, especialmente en


relación con las vastas iglesias medievales. De aquí la necesidad de un pulpito
especial, colocado oportunamente en la gran nave; éste comienza a difundirse
después de la mitad del siglo III con el advenimiento de las órdenes mendicantes.

El confesonario.

Del ritual de la confesión, que se encuentra minuciosamente descrito en los


antiguos ordines penitenciales, así anteriores como posteriores al 1000, se
deduce que el sacerdote administraba la penitencia privada en casa 141 o en la
iglesia estando sentado sobre una silla cualquiera, abierta, móvil, mientras el
penitente, después de haberse acusado, sentado a su vez delante de él, se ponía de
rodillas para recibir la absolución. El gesto mismo siempre usado de imponerle
las manos sobre la cabeza deja fácilmente comprender que entre el confesor y el
penitente había un contacto directo.

El baptisterio.

Dadas las especiales exigencias prácticas requeridas para la administración del


bautismo, podemos creer que la disposición de un lugar adaptado, distinto de la
iglesia propiamente dicha, debió en buena hora ser objeto de las solicitudes de
todas las comunidades. No era difícil, por lo demás, encontrar en las casas
patricias adaptadas para iglesia doméstica un ambiente oportuno, por ejemplo, la
sala del baño, el implubium del atrio o el gineceo. Un texto de Plinio el Joven
alude a ello, reclamando también el término baptísteríum, que después entrará en
el lenguaje eclesiástico: celia frigidaría in qua baptisterium amplum et opacum
est. San Justino también alude expresamente cuando, a propósito del catecúmeno,
escribe: "Después lo conducimos allí, donde hay agua." Y poco tiempo después,
Tertuliano atestigua lo mismo para África: Denique ut a baptismate ingredíar,
aquam adíturi, ibídem, sed alÍquando prius, in ecclesia, sub antistitis manu
contestamur.

En los siglos IV y V, los baptisterios surgen junto a las grandes basílicas y según
los centros episcopales en dimensiones más o menos bajas. El de Constantinopla,
por ejemplo, acogió el concilio que condenó por primera vez la herejía de
Eutiques, y San Juan Crisóstomo convocó en el 403 el grupo de cuarenta obispos
seguidores suyos. Los baptisterios tenían preferentemente forma circular u
octogonal, reminiscencia, según algunos, de los ninfeos paganos, o, mejor,
expresión de un vetusto simbolismo cristiano, y se distinguen por una rica
decoración simbólica alusiva a los misterios del bautismo; queda un espléndido
ejemplo en el baptisterio de los ortodoxos, en Rávena (s.VI). Para expresar
sensiblemente el concepto místico, que está en la base del sacramento, ya
también enunciado por San Pablo, se descendía, mediante algunas escaleras, a la
piscina sagrada, que por esto estaba excavada por debajo del plano del pavimento
y rodeada por un parapeto octógono. De éste se levantaban columnas o antenas
de arquitrabe, que sostenían las cortinas necesarias para salvaguardar la decencia
de los dos sexos en el acto del bautismo. El agua afluía a la pila por conductos o
era llevada por medio de cubos, o en casas particulares caía de lo alto por medio
de surtidores, como resulta de la descripción de la fuente de San Esteban, de
Milán, que nos ha dejado Ennodio de Pavía.

El principio de la separación del baptisterio de la iglesia perduró en Occidente


según el sistema adoptado en el bautismo. En las iglesias de más allá de los
Alpes, quizá por las condiciones más rígidas del clima, comenzado el siglo IX, el
bautismo por infusión substituyó poco a poco al de inmersión, mientras en Italia
éste se mantuvo durante mucho más tiempo. Consecuentemente, vemos que las
pequeñas concavidades bautismales en los siglos IX-X entran a formar parte del
ajuar interno de las iglesias del Septentrión; entre nosotros, por el contrario,
todavía en el siglo XII y XIII, las grandes catedrales de Genova, Pisa, Lúea,
Parma, Florencia, Piacenza, Padua, Siena, Pistoya y otras menores construyen en
edificio aparte sus grandes baptisterios, dotados de piscinas monumentales y
adornados en las paredes de maravillosos ciclos pictóricos.

Los baptisterios medievales de las iglesias urbanas todavía existentes no son


muchos y no se remontan más allá del siglo XI. Los más antiguos, que debían de
servir para el bautismo de inmersión, todavía en uso para los niños, tienen la
forma de bañera circular, más raramente octogonal; en el interior, muy ancha y
profunda; en el exterior, raramente redonda, más frecuentemente cuadrada,
rodeada en los ángulos por columnitas con base cuadrangular. En la parte externa
llevan esculpidas decoraciones geométricas o figuras simbólicas acompañadas
frecuentemente de inscripciones. Los baptisterios de fecha superior al siglo XIII
presentan generalmente una concavidad hemisférica menos ancha y profunda,
consecuencia del abandono hecho ya general del bautismo por inmersión; reposa
generalmente sobre un tronco estilizado en las formas ojivales o clásicas, que
apoya con ancha base sobre el pavimento. Pero no faltan bañeras de tipo
octogonal, como la de la catedral de Orvieto; más aún, en Italia fueron preferidas
por los artistas del Renacimiento; son magníficos ejemplares los baptisterios de
la catedral de Florencia y de Cerreto Guidí. El interior de la bañera estaba
frecuentemente dividido en dos secciones: en una se conservaba el agua
bautismal; en la otra se recogía el agua que caía de la cabeza del bautizado.

Entre los baptisterios antiguos llegados hasta nosotros, el primero, desde el punto
de vista litúrgico, es el de la iglesia de Roma anejo a la basílica lateranense. Fue
erigido por el papa Sixto III (432-440) sobre el lugar donde desde el tiempo de
Constantino Magno existía un baptisterio de planta circular; se conserva todavía
en sus construcciones primitivas, no obstante la total expoliación de los muebles
preciosos que en un tiempo lo enriquecían. Está precedido de un atrio o pórtico,
llamado de San Venancio, cerrado a derecha y a izquierda por dos ábsides, de los
cuales el primero muestra todavía el antiguo mosaico representando la viña de
Dios, sembrada de cruces de oro. Del pórtico se entra en el baptisterio octogonal,
cuyo centro está ocupado por la amplia piscina de pórfido, también octogonal, a
la cual se descendía mediante gradas. Ocho gruesas columnas de pórfido
sostienen la parte superior del edificio, que en un principio terminaba con cúpula
sobre la piscina y con bóveda circular sobre los lados. Sobre la viga marmórea se
lee todavía la inscripción en versos puesta por el papa Sixto, eco quizá de las
controversias gelasianas de su tiempo. Comienza así: Gens sacranda polis hic
semine nascitur almo, quam fecundatis Spiritus edit aquis.

Enfrente de la entrada, una puerta llevaba al oratorio de la Santa Cruz, construido


por el papa Hilario (+ 468), donde el pontífice solía administrar la confirmación a
los neófitos. A derecha e izquierda del baptisterio se abrían otros dos oratorios,
levantados también por el papa Hilario, y todavía existentes, dedicados, el uno, a
San Juan Bautista; el otro, a San Juan Evangelista: en el centro de la piscina se
levantaba un gran candelabro de pórfido, que tenía en la extremidad un vaso de
oro lleno de óleo de bálsamo, en el cual ardían mechas, dando luz y perfume.
Alrededor de la piscina había dos estatuas: de Cristo y del Bautista, teniendo en
medio un cordero de oro con la inscripción Ecce agnus Dei, ecce qui tollit
peccata mundi. A los pies del cordero salía el chorro principal de agua; siete
cabezas de ciervos dispuestas a los lados manaban al mismo tiempo sus chorros.

La consagración del baptisterio tuvo lugar el 29 de junio; la fecha es referida en


el Martirologio jeronimiano con el nombre de dedicación del antiguo baptisterio
de Roma. Otros importantes baptisterios antiguos en Italia se encuentran en
Albenga (s.V); en Nócera, junto a Salerno (s.VI); en Rávena, San Juan in Ponte,
riquísimo de mosaicos (s.VI); en Parenzo, en Istria (s.V) y en Cividale del Friuli,
en forma de ciborio (s.VIII).

El Ritual romano respecto al baptisterio sanciona: Baptisterium sit decenti


(ecclesiae) loco et (decenti) forma materiaque solida et quae aquam bene
contineat, decenter ornatum et cancellis circumseptum, sera et clave muniíum
atque ita obseratum, ut pulvis oel aliae sordes intro non pe netrent, in coque, ubi
commode fien potest, depingatur imago S. loannis Christum baptizantis.

Tales prescripciones responden a la tradición litúrgica, que prefería colocar el


baptisterio junto a la puerta de la iglesia, en una capilla de la parte del aquilón.
Para guardar el baptisterio, las concavidades bautismales tuvieron siempre una
cobertura de madera o de metal, ya plana, ya piramidal o en forma de baldaquino,
con frescos e inscripciones, y más frecuentemente la figuración del bautismo de
Cristo y del Cordero estauróforo. Antiguamente era uso común el poner sobre la
fuente el símbolo de la paloma, que recordaba al Espíritu Santo, aparecido bajo
esta forma en el bautismo de Cristo y místicamente presente para fecundar las
aguas de la sagrada fuente. Se lee en el Líber pontificalis que el papa Hilario (+
468) regaló una al baptisterio lateranense: coumbam auream, pensantem libras
duas; y en el 518, el clero de Antioquía acusó al herético Severo el haber robado
las palomas de oro y de plata, que tenían la forma del Espíritu Santo, suspendidas
sobre los sagrados lavatorios y altares. Muchos sínodos medievales recordaban
también el poner sobre la fuente un revestimiento o conopeo de seda blanca o
purpúrea. El Ritual no dice nada, pero la costumbre lo mantiene todavía en las
iglesias.

La sacristía.

La sacristía (secretarium) es aquella sala, generalmente contigua al presbiterio,


en la cual se conserva el ajuar del culto y donde los ministros sagrados se
revisten de las vestiduras litúrgicas.

En la época antigua, las iglesias más importantes poseían más de una.


Las Constituciones apostólicas hacen mención de dos pastophoria o sacristía,
una de las cuales era habilitada para la custodia de la Santísima Eucaristía según
un uso que duró en muchas iglesias occidentales hasta el siglo XVI. San Paulino
de Ñola (+ 431), describiendo la basílica de San Félix, por él reedificada, alude
claramente a dos sacristías adyacentes al ábside de la basílica. En una de ellas se
preparaban los sacerdotes para el sacrificio; en la otra se guardaban los libros
escriturísticos, especialmente el evangeliario. En las antiguas basílicas romanas,
el secretarium estaba generalmente a la izquierda del atrio, fuera de la iglesia
propiamente dicha; tal era el caso de las basílicas de San Pedro y de San Juan in
Laterano. Este debía tener medidas bastante grandes, porque el papa recibía allí,
en determinadas circunstancias, el homenaje de los aristócratas del laicado y no
raramente se celebraban sínodos. El concilio de Cartago del 419, que contaba 217
obispos presentes, fue celebrado en el secretarium de la basílica Fausti.

Durante el Medievo, las pequeñas iglesias no siempre estaban provistas de


sacristía o tenían una muy pequeña. El modesto ajuar sagrado se guardaba en
bancos o armarios puestos detrás o a los lados del altar o sobre el lectorio. El
sacerdote tomaba y dejaba los ornamentos sobre el ángulo mismo del altar o
sobre algún banco del coro. Las grandes cómodas sacristías actuales son más
bien de época reciente, sin hablar de algunas monumentales, como la de San
Sátiro, de Milán, construida por Bramante, y las dos de San Lorenzo, en
Florencia, obra de Brunelleschi y de Miguel Ángel. San Carlos Borromeo fue el
celoso promotor de estos modestos pero importantes lugares, recomendando la
erección y la oportuna ubicación para la necesaria custodia del ajuar sagrado.

En un ángulo de la sacristía, hoy se suele colocar el sacrario, formado por una


pequeña cisterna subterránea que se abre al exterior mediante una ventanita
excavada en el muro o una boca abierta sobre el pavimento, provista de cobertura
de piedra. El sacrario, que no debe confundirse con el armario en el muro, que
guardaba en el pasado el Santísimo Sacramento, sirve para recibir el agua de las
abluciones litúrgicas, como también los desperfectos y las cenizas de objetos
sagrados que se hacen inservibles, como el algodón usado para las unciones de
los santos óleos y parecidos.

En las iglesias medievales, el sacrario, destinado a recoger el agua de la ablución


de las manos del sacerdote en la misa y después de ésta, era generalmente
construido a un lado del altar. Prope altare — escribía Durando — collocatur
piscina, seu lavacrum. Tenía, además, la forma de ventanita, abierta en el espesor
del muro, y que tenía en la base un recipiente redondo o poligonal, provisto de
orificio para el libre paso del agua. Una toalla se colgaba a los lados para secarse
las manos.

Campanas y Campanario.

El arte de construir instrumentos de metal (hierro, bronce) para obtener un sonido


mediante un golpe es antiquísimo. Los chinos lo conocían muchos siglos antes de
Cristo; y los romanos, bajo el Imperio, se servían de campanillas
(fintinnabula) para dar las señales, como la apertura de los mercados y de las
termas, el levantarse de los esclavos, el pasaje de un cortejo sagrado...
También, los cristianos las debieron usar en las catacumbas, porque se han
encontrado en gran número. No hay que maravillarse, por tanto, si en seguida se
ha pensado en tales instrumentos para dar, más eficazmente que otros 163, las
señales en relación con las exigencias de la vida religiosa en común. Esto se
encuentra, en primer lugar, en los monasterios de la Campania, donde, a juzgar
por una carta del diácono Ferrando de Cartago al abad Eugipio, los monjes al
final del siglo V eran convocados ad consortium boni operis mediante una
campana sonora. Es cierto que, desde el siglo VI en adelante, el uso de la
campana, bajo nombres varios de signum, nola, clocca, campana, se encuentra
difundido un poco por todas partes: en Irlanda, en España, en Alemania, en Italia.
San Gregorio de Tours (+ 394), no sólo hace expresa mención del signum, que en
los monasterios llamaba a los ejercicios en común, y de la cuerda de quo signum
commovetur, sino que añade que también las iglesias parroquiales las tenían para
convocar a los fieles. Las campanas en Roma fueron introducidas, a mitad del
siglo VIII, bajo los papas Zacarías (+ 742) y Esteban II (+ 557), el cual regaló
tres a la basílica vaticana.

Una campana que puede remontarse al siglo VII fue excavada en Canino
(Viterbo). Tiene la forma de las actuales campanas, con un triple anillo en la
parte superior; está adornada de dos cruces y lleva abajo la inscripción (en parte,
borrosa): (In honorem) Dni. N. I(esu) Christi et Scti. (Michaeli)s
Arcangeli (offert) Viventius.

La campana de Canino es de modestas proporciones, y tales debían de ser todas


las de su tiempo. Cuando en el siglo XI el rey Roberto quiso regalar a la catedral
de Órleáns una grandiosa campana, ésta no superaba los doce quintales.
Posteriormente, con el perfeccionamiento del arte de la fundición, al cual estaban
dedicados los monjes y muchas veces compañías de fundidores laicos ambulantes
con su oficina, se fabricaron campanas mucho más grandes, como la María
gloriosa, del 1497, en la catedral de Erfurt, de trece toneladas de peso. Muchas
campanas modernas en Milán (catedral), Roma (San Pedro), Colonia (catedral),
París (Montmartre) y Londres (San Pablo) tienen dimensiones y peso muy
superiores.

Desde el principio fue costumbre grabar sobre las campanas inscripciones, o


dedicatorias, como la de Canino, o deprecatorias, como ésta, muy en uso en la
Edad Meolia:

Protege prece pía quos convoco, sancta María; o bien indicadoras de los oficios a
los cuales sirve la campana: Vox mea, vox vitae; voco vos ad sacra, venite.
Laudo Deum verum, plebem voco, congrego clerum, defunctos ploro, nimbum
fugo, festa decoro.
A las inscripciones se añadieron también adornos e improntas figuradas,
especialmente emblemas e imágenes de santos, que a veces forman exquisitas
decoraciones, como en la gran campana del Museo de San Marcos, de Florencia,
con adornos de cabezas de ángeles.

Las campanas, además del normal encargo de señalar la hora de los servicios
religiosos, tuvieron también otros oficios parecidos, todavía vivos en las iglesias,
como el de advertir la agonía y la muerte de un fiel, para que se rezase por su
alma, costumbre de proveniencia monástica; de conjurar los temporales, o, mejor,
los espíritus malignos, que, según la creencia medieval, serían los que los
suscitaban; de anunciar la tarde anterior el ayuno del día sucesivo; de señalar la
hora del cubrefuego; de imprimir una nota de alegría en las circunstancias
solemnes de la iglesia y aun otros de carácter civil (reloj), pero siempre de interés
colectivo.

Casa de las campanas es el campanario. El campanario entendido como


construcción elevada para difundir lejos el sonido de la campana y llevar a todos
los fieles la invitación de la iglesia es creación esencialmente cristiana y no
anterior al siglo VIII. Se derivó probablemente de las antiguas torres escalonadas,
erigidas desde el siglo V sobre las fachadas de las iglesias o a sus lados como
órganos de defensa y al mismo tiempo aptos, mediante pequeñas escaleras
circulares, para hacer accesibles las partes más altas del edificio.

Los más antiguos aparecen en Roma; uno, junto a la basílica del Laterano,
erigido por el papa Zacarías (+ 742); el otro, en San Pedro, construido por
Esteban II (+ 757), ambos derribados en el 1610. Ginulfo, abad de Montecasino,
erigió en el 797 uno grandioso, sostenido por ocho grandes columnas. Los
campanarios de Rávena (San Apolinar el Nuevo, San Apolinar in Classe, Santa
María la Mayor y San Juan Evangelista), hasta ahora creídos como del siglo VI,
son ahora reconocidos como pertenecientes al siglo IX, y todo lo más, al final del
siglo VIII. El tipo de estas primeras torres en forma de campanarios de Rávena,
todavía existentes, es muy simple y tosco; se adoptó un doble esquema
planimétrico, circular o cuadrado. El primero fue en seguida abandonado, salvo
raras excepciones; el segundo, en cambio, tuvo muchos seguidores y revistió,
además, las formas estilísticas lombardas, románicas o góticas de la época en la
cual surgió. Raros se presentan los campanarios de base poligonal, si bien quedan
entre nosotros ejemplos graciosos como San Donato, en Genova (s.XII); San
Gotardo, en Milán; la Badia, en Florencia, y San Andrés, en Orvieto.

Generalmente, en Italia el campanario se levantó aislado, distinto del cuerpo de la


iglesia. Hasta el 1500 prevaleció el tipo lombardorománico, así constituido:
planta cuadrada, muro de ladrillo o piedra labrada, pilastras angulares un poco
salientes, divisiones horizontales de los diversos planos, constituidas por una
serie de arquitos con centro plano; ventanas en número progresivo de abajo
arriba, techo bajo a cuatro vertientes; o también, a partir del siglo XI, agujas
piramidales de ladrillo. Este tipo, con ligeras variantes regionales, más
decorativas que constructivas, se conservó tenazmente aun en los siglos XIII y
XV, cuando el arte gótico en Europa hacía de los campanarios uno de los campos
más buscados para sus virtuosismos arquitectónicos.

Fuera de Italia, los campanarios de las iglesias románicas en los siglos XI y XII
recibieron formas diversas, con marcado carácter monumental. Generalmente
fueron dispuestos o a los dos lados de la fachada o en la extremidad del coro o
del transepto; a veces se añade también un tercero sobre el cruce del transepto
con la nave, desarrollado del tiburio.

En el período ojival, los campanarios conservan la tradicional planta cuadrada,


pero los varios planos se restringen a medida que van ascendiendo hasta la base
de la aguja terminal o flecha, que asume forma octogonal muy atrevida, rodeada
generalmente por cuatro pináculos. Junto a estos campanarios de tipo ordinario,
construidos con simplicidad de líneas, con sobriedad de ornamentación, pero
también de un singular efecto monumental, hay que señalar aquellos de mayor
importancia erigidos sobre la fachada de las catedrales, donde la fantasía de los
arquitectos y de los artistas góticos ha transformado la piedra como una blonda y
la ha plegado como si fuese metal para expresar el más complicado y además el
más delicado himno humano hacia el cielo. Citamos por ejemplo los campanarios
de Chartres, de Rúan, de Reims, de Amiéns, de Friburgo, de Ulm, de Colonia, de
Salisbury, de Norvich, de Burgos, de Toledo, etcétera, algunos de los cuales
alcanzan proporciones y alturas fantásticas.

Después del 500, la técnica de los campanarios no adquiere nada de substancial.


Al admirable organismo de las aéreas membraturas góticas se substituye el
románico predominio del lleno sobre el vacío, y, manteniendo la división del
fuste en troncos, las lesene son el motivo predominante de las paredes. Estas se
presentan simples y acopladas y se sobreponen según los órdenes clásicos de la
arquitectura. Es un tipo exacto de éstos el campanario de San Biagio, en
Montepulciano (s.XVI). El arte barroco aplicó sus métodos también a los
campanarios; curvó las líneas, cortó los frontales y superpuso los miembros para
dar el máximo movimiento al grupo arquitectónico y un sentido de mayor
ligereza. Pueden ser ejemplos los campanarios de Superga.

El campanario, como las campanas, fue siempre considerado como una cosa


sagrada. Se ponían en sus fundamentos reliquias, como hizo en el 1017 el abad
Didiero de Montecasino, y se consagraba con una fórmula especial de bendición.
En su parte superior, frecuentemente sobre la cruz terminal, el Medievo usó
colocar la figura de un gallo, por un evidente significado simbólico; es decir, el
de expresar la vigilancia y el coraje, recordar su canto matutino, que en la hora
de la resurrección de Cristo anuncia el fin de las tinieblas y el retorno de la
luz.

6. El Altar Cristiano.

La misa es el centro del culto de la Iglesia, y el altar, el eje alrededor del cual
gira toda su liturgia. Por eso, la Iglesia tributa al altar honores soberanos, como a
símbolo de Cristo e imagen de aquel altar celeste en que, según las visiones del
Apocalipsis, Jesucristo perpetuamente sigue ejerciendo por nosotros las
funciones de su eterno sacerdocio.

La historia del altar cristiano comprende varias fases, que trataremos en los
párrafos siguientes.

1. El altar primitivo.

2. El altar fijo, de piedra, asociado a las reliquias de los mártires.

3. El altar con retablo.

4. El altartabernáculo.

El Altar Primitivo.

Cuando, en la edad apostólica y postapostólica, el rito agápico no había hecho


aún la separación entre la mesa del banquete y la del sacrificio, el altar quizá no
era un objeto litúrgico; servía para tal fin una de las mesas en forma de ese griega
en torno a las cuales los fieles habían comido fraternalmente, y, más en concreto,
aquella sobre la cual el obispo con los presbíteros había consagrado el pan santo.
He ahí por qué no existió en este primer período un altar propiamente
dicho, como solían concebirlo los paganos, que acusaban efectivamente a los
cristianos de ateísmo; pero muy pronto, al afirmarse más y más el misterio
eucarístico, distinguiéndose del banquete agápico, el rito consecratorio vino a
celebrarse sobre una mesa especial (mensa, altare), la mensa dominica (frapera
kuriou), como la llama San Pablo, constituida probablemente por una de aquellas
mesas trípodes (fribadion) que contenía el mobiliario de toda casa patricia. Los
diáconos, que cuidaban de ella, la colocaban, en el momento oportuno, en el
lugar designado y disponían sobre ella el pan y el vino que había de consagrar el
celebrante. Así describen los Acta Thomae (final del s.II) la preparación del rito
eucarístico: Imperavit autem apostólas diácono suo ut "mensam iuxta
poneréis; apposuerunt autem subsellium, quod ibi invenerant, et, strato linteo,
imposuít panem benedictionis...

También San Cipriano, hablando de una reunión eucarística, alude a algo


semejante: Considentibus Dei sacer dotibas, et "altare pósito." La representación
más antigua de un altar trípode cristiano se halla en la llamada capilla de los
Sacramentos, en el cementerio de Calixto, y data de Cementerio de San Calixto.
Rito de la consagración principios del siglo III. Junto a la figura simbólica del
banquete eucarístico, un personaje vestido de capa permanece en pie delante de
una mesa de tres pies, sobre la cual han sido colocados un pan y un pez, mientras
extiende sobre estos elementos la mano derecha en ademán de consagrarlos.

Esta movilidad del altar respondía al concepto que de él tenía el cristianismo,


muy distinto del de los paganos. Para éstos, lo que contaba era el soporte material
del sacrificio (el βωμός, como lo llamaban); para los cristianos, mαs importancia
que el objeto material tenía la acción mística, el sacrificio de Cristo, que allí se
realizaba. Con todo, el fin eminentemente sagrado a que servía debió muy pronto
asegurar a la mesa eucarística una atención especial, y fue causa de que se la
considerara como "objeto litúrgico"; más aún, como res sacra, porque, como
observaba Orígenes, estaba consagrada por la sangre de Cristo.

El altarmesa de los tres primeros siglos traía, pues, su origen de la mesa


agápicoeucarística, y, consiguientemente, era de madera, de forma circular o
cuadrada, y de amplitud suficiente para poder contener los elementos eucarísticos
y algunas veces otras ofrendas que, según atestigua la Traditio, se colocaban
sobre ella para ser bendecidas. En África eran de madera todavía los altares que
en el siglo IV los donatistas, en su fobia anticatólica, devastaban, utilizando la
madera para calentar el agua que echaban en los cálices. San Agustín cuenta las
violencias por ellos perpetradas contra Maximiano, obispo de Bagai, golpeado
con los travesanos del altar junto al que se había refugiado." San Atanasio refiere
también que, cuando los arríanos invadieron su iglesia de Alejandría para poner
como obispo a un tal Jorge, hicieron saltar el trono episcopal y la mesa de madera
del altar, pegándole a éste fuego. Los altares de madera duraron largo tiempo en
la Iglesia; tanto, que en la época de los carolingios fue necesaria una orden
especial que los prohibiera; este material, que presentaba no pocos
inconvenientes, al comenzar el siglo IV fue poco a poco substituyéndose por la
piedra. Sin embargo, la primera disposición prohibitoria del altar de madera se
encuentra en el concilio de Epaón, del año 517 (en.26), en la Borgoña, Por esta
época y también en Oriente, los altares de madera que quedaban fueron
abandonados prácticamente.
En la basílica lateranense se conservan restos de un altar de madera sobre el cual
dícese que celebró San Pedro. Lo describen ad modum arcae, esto es, excavado
en su parte superior, como generalmente eran los altares antiguos y las mismas
aras paganas. También en Santa Pudenciana se cree poseer los restos de un altar
de madera análogo. Sin embargo, la autenticidad de estos altares, a juicio del P.
Braun, es, por lo menos, bastante dudosa.

Es opinión común entre los escritores que durante el período de las persecuciones
se celebró frecuentemente la misa en los cementerios cristianos, usando como
mesa de altar la lápida o piedras que cubren los sarcófagos de los mártires, sobre
todo aquellos cuya tumba se había construido en una bóveda o arcosolio. El P.
Braun cree que semejante opinión carece de fundamento serio, porque no se
funda en prueba alguna escrita o monumental. El Líber frontifícalis cita, sí, un
decreto del papa Félix (269-274): Hic constituit sufira memorias martyrum
missas celebran; pero este decreto es tenido por todos como apócrifo. De todos
modos, si la eucaristía, en casos extraordinarios, se celebró allí, como, por
ejemplo, con ocasión de la deposición de algún cadáver, se colocó delante del
sepulcro del mártir la mesa de madera que hacía de altar. Los altares hoy
existentes en los antiguos cementerios cristianos son todos posteriores al siglo
IV.

El Altar Fijo, de Piedra, Asociado a las Reliquias de los Mártires.

Con la paz de Constantino, el altar entra en una nueva fase. Esta presenta tres
características importantes:

a) Abandona la madera y se construye preferentemente con materiales sólidos


(piedra, mármol, metales preciosos).

b) Se fija de manera estable en el suelo.

c) Se asocia, por lo regular, a las reliquias de los mártires.

Esta evolución del altar se verifica contemporáneamente y, casi podríamos decir,


de improviso en la primera mitad del siglo IV tanto en Oriente como en
Occidente. Los Padres y escritores de la época nos dan el testimonio explícito;
el Líber frontificalis aduce también un pseudo-decreto análogo del papa San
Silvestre (314-335), pero este dato no parece atendible.

¿Cómo se llegó al altar fijo, de piedra, y a asociarlo a las reliquias de los


mártires? El problema no se ha resuelto todavía claramente. Podemos, sin
embargo, señalar algunas inducciones:
a) La movilidad primitiva del altar de madera se mantuvo como norma 17a en los
siglos de las persecuciones para evitar posibles profanaciones de una cosa tan
santa como era la mesa del sacrificio; pero, una vez que la Iglesia tuvo plena
libertad de culto, era natural que cesara aquella cautela.

b) En el desarrollo de la arquitectura basilical, que en esta época recibió en todas


partes extraordinario impulso, el altar de piedra respondía mucho mejor a las
nuevas exigencias constructivas y decorativas del templo. También el ejemplo de
los altares paganos, de forma y materia similares, pudo haber sugerido, no digo la
imitación, pero acaso la tendencia hacia el tipo del altar pétreo; en realidad, se
dio con frecuencia el caso de transformar en altar cristiano las aras
paganas: Commutantur in ecclesias delubra, "i’n altaría vertuntur arae," decía
más tarde San Pedro Crisólalo (452).

c) El concepto primitivo de que Cristo es el altar místico de su sacrificio y,


como él mismo dijera, la piedra angular sobre la cual debe edificarse el templo
espiritual de los fieles, debió de influir en la preferencia por el altar de piedra
para que éste se mostrase en realidad símbolo vivo de Cristo.

Por lo que hace a la práctica de asociar el altar con la tumba del mártir, pudieron
haber contribuido a ello factores históricos y, acaso más todavía, elementos
simbólicos. Citaremos aleamos:

1) El desarrollo creciente del culto litúrgico a los mártires, culto que en Rorna
comienza a afirmarse en la segunda mitad del siglo III y se expresa
concretamente en las primeras listas oficiales de la Iglesia, al comienzo del siglo
siguiente (calendario filocaliano).

2) La unión mística de los mártires con Cristo. Si el altar representa a Cristo,
Cristo no puede estar completo sin sus miembros. Los mártires son ciertamente
miembros de El, miembros gloriosos del Cristo glorioso, los cuales laverunt
stolas suas in sanguine Agni, y, por tanto, tienen su puesto sub altare Dei. Esta
frase del Apocalipsis fue escrita evidentemente en un sentido simbólico, pero fue
traducida a la realidad el día en que las reliquias de los mártires pudieron
descansar bajo el altar. San Ambrosio comenta así las palabras de San
Juan: Succedant victimae triumphales in loco ubi Christus hostia est. Sed Ule
super altare, qui pro ómnibus passus est; isti sub altan, qui illius redempti sunt
passzone.

3) La idea de asociar al sacrificio de Cristo el sacrificio de los mártires, que, en


cierto modo, completa el valor de aquél, según las palabras de San Pablo: Me
siento feliz de sufrir por vosotros y completo en mi carne lo que falta a los
sufrimientos de Cristo por su cuerpo (místico), que es la Iglesia. Precisamente
porque los sufrimientos de los miembros de la Iglesia deben, en cierto sentido,
completar el sacrificio de Cristo, las sepulturas gloriosas de sus mártires fueron
consideradas como el complemento y el soporte más a propósito de la mesa
sacrifical.

4) El deseo, tan arraigado en el sentimiento religioso de aquella época, de


permanecer en comunión con los difuntos mediante un banquete sagrado
preparado sobre su misma tumba. Por analogía, se quiso colocar la reliquia del
mártir allí donde la comunidad celebrase el místico festín de la
eucaristía. De esta manera, a través del sacrificio y de la manducación del
cuerpo de Cristo, renovaban perennemente los cristianos el vínculo de unión con
el difunto.

En el siglo IV, el altar de piedra, asociado a las reliquias de los mártires, se


presenta bajo tres formas principales:

a) En el tipo tradicional de mesa, es decir, formado por una mesa de piedra casi
cuadrada, ligeramente excavada y modelada en la superficie superior y sostenida
por una columna central o por cuatro columnitas en los ángulos. En algún
ejemplar puede apreciarse alguna ligera decoración simbólica (palomas,
corderos, monograma de Cristo) en la parte anterior de la mesa o en las
columnas. Las reliquias, si las había, se introducían en el espesor de la mesa o en
los pies de la columna que la sostenían. A este tipo pertenecen los antiquísimos
altares de Crusspl (s.VI), de Grado (s.VII), de Baccano, cerca del lago Bracciano
(s.Vl); de Auriol (s.v) y pocos más.

b) En forma de cubo vacío, dentro del cual se colocan las reliquias; en la parte
anterior, una verja de hierro o una transenna de mármol (fenestella
confessionis) permiten ver la urna, y a través de ella puede llegarse directamente
hasta las reliquias para colocar sobre ellas pañuelitos (brandea) u otras cosas. El
altar de la basílica de San Alejandro, en Roma (s.V), es el ejemplo más antiguo
de esta segunda forma; otro bastante interesante (s.VI) es el de San Apolinar in
Classe, de Rávena.

c) En forma de cubo, pero macizo, levantado sobre el sepulcro del mártir
(confessio) cuando éste yace por debajo del nivel del suelo. Para llegar a las
reliquias se desciende por una rampa bajo el pavimento y por una puerta (ianua
confessionis) se entra en la celda (celia) sepulcral del mártir. Con frecuencia,
pequeños orificios (cataractae) establecían comunicación directa entre el altar y
la cella. A este tipo pertenece el altar erigido sobre la tumba de San Pedro.
La nueva forma del altar-tumba no se impuso en la Iglesia sin dificultad.
Conocemos, en efecto, las protestas de Fausto de Milevi, uno de los corifeos del
maniqueísmo, y las de Vigilando, sacerdote de Barcelona. Contra los erroles de
Fausto escribió San Agustín, dando, entre otras cosas, la explicación teológica y
didáctica de la nueva práctica admitida por la Iglesia: Populus christianus
memorias martyrum religiosa solemnitate concelebrat, et ad excitandam
imitationem, et ut meritis eorum consocietur atque orationibus adiuvetur: ita
tamen ut nulli martyrum, sed ipsi Deo martyrum constituamus altaría. Quis enim
antistitum, in locis sanctorum corporum assistens altari, aliquando dixit:
Offerimus tibí, Petre, aut Paule, aut Cipriane? Sed quod offertur, Deo offertur qui
martyres coronavit, apud memorias eorum quos coronavit; ut ex ipsorum
looorum admonitione maior affectus exurgat ad acuendam caritatem et in illos,
quos imitari possumus, et in illum, quo adarvante possumus.

A las objeciones de Vigilancio respondió San Jerónimo reivindicando la


legitimidad del culto a los mártires y del honor que a ellos se daba en el altar.

La costumbre de asociar al altar la memoria de los mártires, que encontró


unánime simpatía en el mundo cristiano, juntamente con la erección de múltiples
iglesias, condujo a la búsqueda febril de reliquias para la dedicación de los
nuevos altares cuando, como sucedía más frecuentemente, la iglesia no se
construía junto al sepulcro de un mártir. A este respecto conviene observar que la
disciplina de la Iglesia de Roma era distinta de la de Oriente.

Roma hasta el siglo VII, a pesar de las insistentes y autorizadas peticiones, no


consintió jamás en trasladar los cuerpos de los mártires de sus sepulcros, ni
tampoco en separar de ellos una parte; la tumba de los mártires era inviolable.
Sin embargo, en lugar de enviar verdaderas reliquias, lo que hacía era mandar
como regalo reliquias equivalentes, esto es, pañuelitos (brandea, fallióla) que
habían tocado el sepulcro del mártir, o trocitos de tela empapados en su sangre, o
lamparillas de aceite encendidas ante su tumba. Por el contrario, en Oriente y
en Italia septentrional, que seguía la disciplina oriental, el traslado de los
cuerpos de los mártires y su fraccionamiento se hicieron pronto comunes. Son
conocidísimos los traslados hechos por San Ambrosio de los santos mártires
Gervasio y Protasio a la basílica por él construida, de los Santos Vital y Agrícola
desde Bolonia al altar de la basílica de Florencia, de los Santos Nazario y Celso a
la basílica de los Apóstoles. San Gaudencio, amigo suyo y obispo de Brescia,
recosió en sus viaies un verdadero tesoro de reliquias para su basílica, a la que
quiso llamar pomposamente concilium sanctorum. Originariamente, la lista de las
reliquias, algunas veces numerosas, que se colocaban en el altar venía escrita
sobre el altar mismo; más tarde, esa misma lista, escrita en pergamino
(pittacium), se encerró en la capsella que las contenía, como todavía es uso
recomendado por el Pontifical. Se conservan varias capsella metálicas
antiquísimas, como la de San Nazario, plateada, en Milán, del 382; se colocaban
en un hueco a propósito, hecho en la base del altar o bien excavado en el espesor
de la mesa, según la costumbre generalizada después. Las reliquias no eran
solamente de mártires, sino también de confesores, de vírgenes o relacionadas
con la Virgen o con Nuestro Señor. Conviene, sin embargo, observar que, por
más que la costumbre de colocar reliquias en los altares se extendiera muchísimo,
no siempre podía llevarse a la práctica por falta de reliquias. Por eso se buscaban
substitutivos. Véase por qué en el siglo IX surge una curiosa usanza, subrayada
por vez primera en un canon del concilio de Celchyth (816), en Inglaterra, el cual
sugiere colocar como reliquia sobreeminente la santísima eucaristía: Et si alias
reliquias intimare non potest, tamen hoc máxime proficere potest, quia Corpus et
Sanguis est D. N. I. C En esta época, sin embargo, vemos ya que la santísima
eucaristía (fres hostias) se colocaba igualmente aun cuando no faltasen las
reliquias. Los tres granos de incienso que hoy se usan en el rito de la dedicación
consta que estaban va en uso en aquel tiempo y que guardaban relación con las
tres hostias consagradas sepultadas en el altar. El uso se extendió a todo el
Occidente, incluso a Italia; los libros litúrgicos de la época contienen las
correspondientes rúbricas. La antigua disciplina de la Iglesia latina que asociaba
a los mártires con el altar está todavía en visror. Para emesan un altar pueda
consagrarse lícitamente debe Doseer en la mesa un sepulcro, esto es, una pequeña
hendidura con las reliquias de los santos, de las cuales dos por lo menos tienen
que ser de mártires.

Las dimensiones del altar durante este segundo período de su historia (s.IV-IX)
fueron constantemente modestas. La mesa tiene preferentemente forma cuadrada
o un poco rectangular; los lados no pasan del metro de largura y de altura. El
altar se coloca en el ábside, delante de la cátedra, o bien entre las dos pequeñas
rampas que conducen del pavimento de ]a iglesia al plano realzado del
presbiterio, o también en medio o al comienzo de la nave central, como en las
antiguas basílicas de San Pedro y San Pablo. Carece todavía de las gradas de
acceso que tendrá más tarde y se apoya directamente sobre el pavimento.
Tampoco presenta un lado anterior y otro posterior, sino que es una simple mesa
sostenida por cuatro pies. Según la orientación habitual de las iglesias, el obispo
celebraba desde la cátedra vuelto de cara al pueblo, esto es, hacia el occidente,
mientras que el pueblo asistía mirando al oriente, de cara al obispo oficiante.

Sólo que hacia los siglos VI-VII (es difícil determinar exactamente la época),
acaso por influencias de Bizancio, donde la orientación para orar se cuidaba más
que en ninguna otra parte, pretendióse, en cuanto la posición del altar lo
permitiera, imponer al oficiante que celebrase mirando al oriente. Por eso tuvo
necesariamente que volver las espaldas a los fieles. Fue éste un cambio litúrgico
de gran trascendencia para el Occidente, y que llegó a Roma a través de la
liturgia galicana, como lo atestigua el 1 Ordo en su doble versión. En la más
antigua se dice sencillamente que el pontífice stat versus ad orientem; en la
posterior, la rúbrica es más detallada: Quando vero finierint (el "Kyrien"),
Pontifex, dirigens se contra populum, incipit "Gloria in excelsis Deo." Et statim
"regirat se ad oriénteme, usque dum finiatur. Post hoc, "difigens se iierum ad
jzopulum. dicens, "Fax vobis" et "regirans se ad orientem" dicit "Oremus"; et
sequitur "Oratio." La nueva postura del sacerdote en el altar no se practicó
ciertamente en seguida en todas partes, ni siquiera en Roma; pero poco a poco se
fue generalizando, y, sin duda, fue el primer paso que había de conducir a la
costumbre tan poco natural de celebrar de espaldas al pueblo, separándolo
prácticamente de la participación en la acción litúrgica. Práctica que contribuyó
no poco a la recitación en voz baja de la oración eucarística.

En la práctica primitiva, y según estaba orientada la iglesia, el lado derecho del


altar y del celebrante daban al mediodía, siendo el puesto de honor, reservado
para el canto del evangelio, y la parte donde se colocaban los hombres en
el senatorium; el lado izquierdo, en cambio, daba al norte, y en él se leía la
epístola y se colocaban las mujeres en el matroneo. Invertida la posición del
celebrante y del altar, pudo haberse cambiado también la derecha y la izquierda
de este último; pero esto no se llevó a efecto, mejor dicho, no se aceptó, y así
quedó la derecha reservada a la epístola, la izquierda al evangelio.

Es oportuno recordar, además, el alto concepto que tenían los antiguos cristianos
de la dignidad excelsa del altar. El motivo de tan profunda veneración era el
sacrificio de Cristo que sobre aquél se celebraba. Quid est enim altare, nisi sedes
corporis et sanguinis Christi? escribía Optado de Mileto. Más claramente se
expresa el Crisóstomo: "El misterio de este altar de piedra es estupendo. Por su
naturaleza, la piedra es solamente piedra, pero se convierte en algo sagrado y
santo por la presencia del cuerpo de Cristo. Inefable misterio, sin duda, que un
altar de piedra se transforme, en cierto modo, en el cuerpo de Cristo." En
Alejandría, en el siglo IV se rendía homenaje a la santidad del altar, pero
asociando a él la obra misteriosa del Espíritu Santo, que desciendo para efectuar
la transubstanciación. Como ya dijimos, la epiclesis se consideraba en Oriente
como el punto culminante de la acción eucarística.

Consiguientemente, el altar es una mesa santa, sin mancha, que no puede tocarla
cualquiera, sino los sacerdotes y con circunspección religiosa. Por eso, según la
antigua disciplina, nada podía colocarse sobre el altar que no sirviese
directamente para el sacrificio. El célebre mosaico de San Vital, de Rávena
(s.VI), no muestra efectivamente sobre el altar más que los elementos
eucarísticos. Y cuando el emperador Constancio (337-350) propuso restablecer la
paz religiosa entre católicos y donatistas en Africa mandando allá en misión a
Pablo y Macario, corrió un día la voz de que la paz se sellaría en la misa y que el
busto del emperador, conforme a la usanza pagana del tiempo, sería
colocado sobre la mesa del altar. La noticia produjo consternación en los
cristianos, que consideraron aquello como un sacrilegio. En realidad no se llevó
a efecto.

Conforme a tales criterios, ante el altar se realizaban algunos de los actos más
solemnes de la vida: se daba libertad a los esclavos de la gleba, se hacía el
ofrecimiento de los niños para consagrarlos al estado monástico, se refrendaba el
juramento tocando la mesa del altar, se deponían sobre él ciertas importantes
misivas, así como el texto de las gracias más ardientemente deseadas, las ventas,
las donaciones, las actas públicas; en una palabra, los documentos más
trascendentales. También hoy la Iglesia manifiesta los mismos sentimientos de
antaño hacia el altar, ordenando al celebrante que lo bese varias veces durante la
misa y las vísperas y reservando a él solo, excluidos los ministros, la facultad de
poner las manos sobre la mesa durante el santo sacrificio.

La ya aludida concepción del altar símbolo de Cristo, tan común en la Iglesia


antigua, podía ser de un verismo mucho mayor por el hecho de que entonces
había un solo altar en cada iglesia. Ya San Ignacio de Antioquía, hacía hincapié
en esta unicidad del altar para deducir la unidad que debe reinar entre los
fieles: Studeatis igitur una eucharistia uti; una enim est caro D. N. I. C. et unus
calix in unitaten sanguinis ipsius, unum altare, sicut unus episcopus. Más tarde,
San Cipriano, en el mismo sentido material y moral, escribía: Deus unus est et
Christus unus et una Ecclesia et Cathedra una super petram Domini voce
ftzndatam. Aliud altare constituí aut sacerdotium, non potest. De las cuales
palabras se hace eco San Jerónimo cuando dice: Unum altare habet Ecclesia, sed
altaría haereticorum plurima: tot habent altaría quot schismata. Si algunos
Padres del siglo IV (San Ambrosio y San Paulino) hablan de altaría (pl.), no
quieren referirse a una efectiva pluralidad de altares, sino que usan el término en
plural conforme al uso clásico. Los siete altares que, según el Líber
pontificalis, hizo erigir Constantino en la basílica lateranense no servían para la
celebración de la misa, sino para poner sobre ellos las ofrendas de los fieles.

La norma del altar único, y, consiguientemente, de la mesa única, que todavía


conservan la Iglesia griega y los ritos orientales, comenzó a ser infringida en
Occidente en tiempo del papa Símaco (+ 514) o quizá antes. A ello contribuyó la
difusión del cristianismo en las poblaciones rurales, el creciente número de
sacerdotes que celebraban incluso varias veces al día, el culto a las reliquias de
los mártires, y más tarde, de los confesores, a los que se dedicaban altares; el
multiplicarse las misas privadas, especialmente las de difuntos, celebradas antes
en los cementerios y ahora en las iglesias, donde se enterraban los difuntos, y, en
fin, ciertas limitaciones impuestas al uso del altar, restos de la antigua disciplina
unitaria. A partir del siglo VI, tenemos testimonios positivos acerca de la
presencia de varios y hasta de muchos altares en una misma iglesia. A través de
una carta de Gregorio Magno al obispo de Saintes, en las Galias, a la que
acompañaba ciertas reliquias para su iglesia, sabemos que ésta tenía tres altares,
cuatro de los cuales no podían consagrarse por falta de reliquias. En el siglo IX,
la iglesia de San Galo, en Suiza, es proyectada de modo que pueda contener
diecisiete altares. Sin embargo, debía de haber abusos en esta materia, porque un
capitular carolingio del año 805 prescribe que no se construyan mas altares de los
necesarios, ut non superfina sint in ecclesiis.

El Altar Portátil.

Las exigencias prácticas de la vida misionera debieron de sugerir la idea de


pequeñas mesas de altar, portables, sobre las cuales pudiera celebrarse la misa
durante los viajes (altaría portatilta, gestatoria, itineraria). En efecto, la primera
noticia segura de tales altares la encontramos en una carta del año 511 dirigida a
dos sacerdotes ingleses que iban a misionar a Bretaña. El ejemplar más antiguo
parece debe considerarse la mesa de encina hallada en el sepulcro de San
Cutberto, en Durban (Irlanda). La mesa está.revestida de una lámina de plata con
dibujos e inscripciones fragmentarias repujadas. Dícese que un altar semejante
fue hallado sobre el pecho de San Acca,obispo de Hexham (740); y el Venerable
Beda cuenta de los dos ingleses misioneros entre los sajones que en el 692
llevaron consigo los vasos sagrados y una tabulum altaris vice dedicatum.

Los altares portátiles llegados hasta nosotros pertenecen todos al período


románico. Generalmente, tienen la forma de un paralelogramo rectangular, y se
componen de una losa de mármol o piedra, encuadrada dentro de un marco ancho
y grueso de madera, a su vez guarnecido por un amplio borde de plata, que deja
ver solamente la parte anterior de la piedra. Esta, que constituía el altar
propiamente dicho, era de pórfido o de ónix, de cristal de roca o también de
pizarra. Las reliquias se introduccían entre la piedra y el armazón.

Los altares portátiles tenían necesariamente dimensiones reducidas, apenas


suficientes para contener la materia del sacrificio. Algunos ejemplares lujosos
presentan forma de arqueta, sostenida por cuatro pedúnculos. Tal es, por ejemplo,
el precioso altar de Stavelot, que se conserva en Bruselas (s.XIIl), y el no menos
precioso de la catedral de Módena (s.Xl).

Los altares portátiles, que más tarde cayeron en desuso, en el siglo XIV, fueron
substituidos por las actuales aras o arae portátiles (C1C, en. 1197), que se
adaptan a las mesas de los altares no consagrados, y sobre las cuales, incluso
fuera de una iglesia, pueden celebrar la santa misa los que tienen privilegio.

La Decoración del Altar.

A la decoración del altar concurren, según la tradición litúrgica de la Iglesia, tres


elementos:

a) El frontal.

b) El baldaquín.

c) Las cancelas.

El frontal.

Podemos suponer con fundamento que, dada la veneración en que era tenido el
altar en la Iglesia antigua, se actuó muy luego la idea de rodearlo de una cierta
elegancia y riqueza. El Líber pontificalis habla de altares de oro y de plata
erigidos en las primitivas basílicas romanas por la solemnidad de Constantino; se
sobrentiende que debían de ser altares recubiertos con láminas de oro y plata
trabajadas a cincel. Ciertamente, no todas las iglesias podrían tener altares tan
pomposamente ricos. Empero, debía de ser bastante general la costumbre de
envolverlos con telas preciosas. Ya a principios del siglo VI vemos adornado con
ricos paños purpúreos, simbolizando la realeza de Cristo, el altar reproducido en
el famoso mosaico de San Vital, de Rávena (c.150). En el siglo siguiente,
tenemos noticia de un coopertorium orlado con rico galón de oro, regalo del papa
Benedicto II (+ 685), para el altar de las basílicas de San Valentín y de Santa
María ad Martyres, de Roma. En el siglo VIH, los ejemplos se multiplican; se
enriquece el altar con esculturas de mármol, esculpidas según el estilo
rudimentario de la época, como vemos en la iglesia de San Martín, en Cividale
del Friuli7’ (Udine, Italia); también se envuelven en lienzos pintados o
recamados, como el que recuerda el Líber pontificalis, donado por León IV (+
855) a la basílica de San Lorenzo: vestern de sérico mundo cum aquilis, habens
tabulas ex auro textas III ex utraque parte, habentes martynum praedicti
martyris depictum et imago praedicti praesulis. Una miniatura del bendicional de
Ethelwold (s.X) muestra un altar elegantemente adornado con un rico paño de
terciopelo.

Más espléndidos aún debían de ser los frontales de metal, de los que se comienza
a hablar por la misma época. Faciem altaris vestivit argento, se dice en el Líber
pontificalis de Gregorio III (+ 741). Un ejemplar insigne se conserva en el
llamado Altar de oro, de San Ambrosio; es un frontal en cuatro trozos, destinado
a revestir completamente el altar de la basílica homónima de Milán.
"Resplandeciente por sus piedras preciosas y esmaltes, sus cuatro lados son
cuatro placas de oro y plata trabajadas a cincel. En su parte anterior,
perfectamente eurítmica, el Redentor está en el trono entre los apóstoles y los
símbolos de los evangelistas, y alrededor hay recuadros con episodios
evangélicos; en los lados, ángeles y santos adornan la cruz, que brilla en sus
esmaltes, piedras preciosas y perlas; en la parte de atrás está representada, en
varios paneles, la vida de San Ambrosio, el cual aparece en medio imponiendo
una corona al arzobispo Angilberto II (824-859) y al autor del altar: Wolvinius
Magister Phaber." Fuera de éste, no existen más ejemplares de frontales de metal
anteriores al año 1000.

Hasta esta época, el revestimiento de que hablan los textos antiguos cubría el
altar en todas sus partes o por lo menos en sus dos caras principales; era como un
verdadero "vestido sagrado" del altar. A partir del siglo XI, al difundirse los
retablos y acercarse el altar hacia la pared de la iglesia, se comenzó a no revestir
todo el altar; fue suficiente cubrir la parte anterior solamente; de ahí los nombres
de ante altare, frontale, antependium, que corren en los inventarios medievales
para designar lo que llamamos frontal, y en otras partes, como en Italia, se indica
con palabras derivadas de palliare = cubrir.

El baldaquín.

Llámase baldaquín (en latín, ciborium, y en textos posteriores, tegurium,


tiburium) el pabellón de planta cuadrangular que hallamos alzado sobre el altar
ya en las antiguas basílicas del tiempo de Constantino. Entonces no debía de ser
una novedad, porque construcciones semejantes se veían sobre las sepulturas;
resulta también que las hierogamias rituales de ciertos cultos paganos, mistéricos,
se celebraban bajo una especie de dosel. Esto, sin embargo, no autoriza a suponer
que la usanza pagana influyera en el origen del baldaquín cristiano.

Podría preguntarse, pues, cuál fue el motivo que sugirió a los primeros
arquitectos sagrados la idea del baldaquín. Pueden darse diversas respuestas:

1) El baldaquín respondía a una exigencia elemental de limpieza con respecto al


altar, que estaba debajo; esto podríamos afirmarlo con mayor aplomo aún si fuese
efectivamente cierto que el altar erigido en el espacio descubierto del peristilo o
atrio de las iglesias domésticas tenía ya una cubierta que lo protegía del sol y de
la intemperie; también pudo obedecer a una razón de ornamentación artística, en
cuanto que el baldaquín servía para coordinar armoniosamente la exigua mole del
altar antiguo con la imponente masa del ábside basilical.
2) No ha faltado quien haya supuesto que el baldaquín surgió por la necesidad de
ocultar, mediante las cortinas que de él se colgaban, la celebración de los santos
misterios a la masa del pueblo que en el siglo IV abrazó la fe sin estar lo
suficientemente madura para comprenderlos. Pero la hipótesis falla, porque en
Occidente los primeros vestigios ciertos de tales cortinas alrededor del altar datan
de fines del siglo VII.

3) Otros han creído que el baldaquín se construyó con carácter de edículo o


templete funerario sobre las reliquias del mártir allí depuestas. Pero no se explica
entonces por qué el primer baldaquín de que tenemos noticia se levantara
precisamente sobre el altar de la basílica lateranense, donde no había
absolutamente ninguna reliquia de mártires. Debemos concluir, por tanto, que el
baldaquín es una creación original cristiana para expresar arquitectónicamente la
dignidad excelsa y la importancia litúrgica del altar.

El más antiguo y suntuoso baldaquín que recuerda la historia fue erigido por
Constantino sobre el altar de la basílica de Letrán. Cuatro columnas de plata lo
sostenían. En lo más alto del frontón estaba Cristo, sentado entre cuatro ángeles,
mientras que las estatuas de los doce apóstoles estaban repartidas sobre el
arquitrabe de los otros lados. Del techo del baldaquín pendía una grandiosa araña
de oro en forma circular, que sostenía en su perímetro cincuenta lámparas. Es
cierto que en el siglo IV se levantaron en otras iglesias baldaquines del tipo del
de Letrán, por ejemplo, en la basílica de San Lorenzo, del cual nos queda una
sumaria reproducción en una medalla de la época, así como también en otras
iglesias fuera de Roma y de Italia.

De los primitivos baldaquines se conservan solamente fragmentos, como el de la


primera basílica de San Clemente (columna y parte del arquitrabe), sobre el cual
se lee el nombre del clonante: Mercurius Presbyter, que fue después el papa Juan
II (+ 535). Sin la cubierta se conserva el baldaquín erigido en la iglesia de San
Apolinar in Classe (Rávena), sobre el altar de San Eleuterio, construido en
tiempo del arzobispo Valerio (807-812).

En el siglo IX el baldaquín participa del renacimiento artístico y litúrgico de la


época carolingia primero y de la románica después. El arte ojival utilizó poco
este medio decorativo del altar, sobre todo por haberse introducido entre tanto
otros elementos en la estructura del mismo. A la época carolingia pertenecen los
baldaquines de San Ambrosio, de Milán, y de San Pedro, de Civate, ambos
cubiertos a base de bóveda y con un frentón en forma de arco coronado por un
tímpano. Del período románico quedan en Italia no pocos baldaquines de formas
diferentes. Algunos tienen la cubierta completamente plana, como el de la
basílica de San Marcos, de Venecia (s.XIIl), cuyas columnas traen esculpidas
escenas del Evangelio y de los apócrifos; otros tienen a cubierta en forma de
cúpula o de pirámide, como el de San Clemente, de Casauria (s.XIIl, otros
terminan en octógono, sostenido por columnitas simples o superpuestas, de lo
cual conservamos bonitos ejemplares, como el de San Nicolás de Barí (s.XIl), en
la catedral de Ferentino y el de San Jorge in Velabro, de Roma. Al estilo ojival
pertenecen los baldaquines de las basílicas romanas de Santa Cecilia y San Pablo.

Es cierto que el baldaquín sirvió en algún tiempo para tender sobre él cortinas
(pannum, velum, tetravela, en relación con los cuatro lados del altar) que debían
de conferir mayor recogimiento y suntuosidad al altar. Sin embargo, en
Oriente — tenemos testimonios claros a partir del siglo IV —, las cortinas
tenían por objeto principalmente encubrir a los ojos de los fieles la parte del
oficio santo que corresponde al canon; en la Iglesia latina, en cambio, esto no
sucedió nunca, por lo menos en el período más antiguo, y ello se debe a que aquí
había una mayor tendencia de acercamiento al altar. Una prueba es la medalla de
Sucesa, que representa el primitivo baldaquín de la basílica de San Lorenzo, de
Roma. Los testimonios que se aducen en contra no prueban suficientemente.
Según el P. Braun, la primera noticia segura al respecto se remonta al final del
siglo VII. En Italia, el uso de las cortinas no tuvo mucha difusión, salvo en Milán
y en las Galias, donde la influencia oriental hizo que se adoptaran en todas partes
y duraran mucho tiempo, en algunas iglesias hasta después del siglo XVI.

En el interior del baldaquín se solían colgar también lámparas y coronas votivas,


como las del rey Recaredo, que se conservan hoy en Madrid; en la parte más alta
se colocaban candelabros con cirios encendidos. Más tarde se puso también la
cruz en el centro.

Las cancelas.

Eran una cerca baja que servía para separar el presbiterio de la nave central.
Dividía el lugar reservado al clero del espacio propio de los fieles. La cancela
proporcionaba además al altar una zona de respeto, a la que ningún profano tenía
acceso, sobre todo durante la celebración de los sagrados misterios. Las
descripciones más antiguas de iglesias aluden a este elemento, indispensable para
el desenvolvimiento ordenado del servicio litúrgico. El historiador Eusebio,
describiendo la basílica de Tiro, inaugurada en el 317, escribe: "En el centro de la
iglesia se destacaba el altar de los santos mártires, que para hacerlo inaccesible a
la masa del pueblo se había rodeado de una balaustrada de madera con enrejado,
artísticamente trabajada en su parte superior"

En la Iglesia antigua eran rigurosísimas las normas que prohibían a los seglares,
especialmente mujeres, el acceso al santuario. El concilio de Laodicea (s.IV)
insiste sobre ello de manera especial. El concilio Trullano, alegando una antigua
costumbre, hacía excepción solamente en favor de la persona del emperador. Este
podía llevar la propia ofrenda hasta el altar penetrando en el presbiterio, pero
debía salir inmediatamente. Al emperador Teodosio, que después de hacer la
oblación se entretenía en el recinto del santuario, San Ambrosio mandó a decirle
que saliera. En este punto parece que en Oriente no era tan rígida la
disciplina. Algunas altas personalidades se arrogaban el privilegio imperial,
razón por la cual San Gregorio Nacianceno invitaba a los obispos a ser severos en
la observancia de las leyes canónicas. En Africa, según se desprende de un
sermón de San Agustín, los neófiitos parece que tenían el privilegio de
permanecer dentro del presbiterio durante la semana de Pascua; pero, pasado el
tiempo pascual, se incorporaban a las filas del común de los fieles con una cierta
solemnidad: quod hodierna die sollemniter geritur. En las Galias, como se
deduce de un canon del concilio de Tours (657), los seglares, hombres y mujeres,
podían entrar en el presbiterio sólo para recibir la sagrada comunión. En cambio,
en Roma, según el I Ordo (n.113), ésta se distribuía fuera de las verjas.

En Oriente, en general, las cancelas eran propiamente balaustradas de madera,


con un enrejado entre uno y otro balaustre; en Italia, y sobre todo en Roma, eran
más bien de mármol, en cuyo caso se llamaban transennas, perforadas conforme
a diseños geométricos y sostenidas por balaustres de igual o mayor altura.
Particularmente dignas de mención son las transennas bizantinas de San Vital
(Rávena; s.Vl), así como las que más tarde se esculpieron, en los siglos X-XII, en
Aosta, Bobbio, Roma, Aquileya, San Marcos de Venecia, Torcello, etc., todas
ellas dotadas de riquísima ornamentación simbólica.

De este tipo de balaustradas se derivó muy pronto (ya desde el siglo V) una
forma más solemne, llamada pérgola (pérgula, iconostasio), que en algunas
iglesias más importantes adquirió proporciones monumentales. En la basílica de
San Pedro, la pérgola se componía de seis gruesas columnas retorcidas,
adornadas con ramificaciones sutiles: tales columnas descansaban sobre
pedestales intercalados en el enrejado y estaban unidas en su parte superior por
un arquitrabe. En el centro, arriba, la figura del Salvador entre ángeles y
apóstoles, y a lo largo de la cornisa, dieciocho cálices ornamentales de gran
tamaño. Pérgolas semejantes las había en San Pablo, de Roma; en San Juan, de
Rávena; en Santa Sofía, de Constantinopla, y en otras partes. De ellas se
conservan algunos ejemplares, como el de Santa María in Cosmedin, de Roma
(s.Xl); otra en Alba Fucense (s.Xll); otras en San Marcos, de Venecia, y en el
Duomo de Torcello (s.VIl).

En Italia, la pérgola servía para colocar en ella lámparas, coronas y cálices


votivos y para sostener relicarios, candelabros y otros objetos decorativos; no
obstante, nunca quitaba la visibilidad del altar a los fieles. En cambio, en Oriente
el iconostasio, a partir del siglo VII, se elevó a considerable altura,
transformándose poco a poco en un muro opaco, de suerte que ocultaba casi
enteramente al pueblo el sacrificio del altar. Esta diferencia de disciplina
provenía de la diversa concepción que griegos y latinos tuvieron del santo
sacrificio desde el siglo V.

Conviene recordar que hacia fines del siglo XII en algunas regiones nórdicas
(Francia, Alemania, Inglaterra) la pérgola recibió un desarrollo al estilo del
iconostasio griego, transformándose en una pared alta, en gran parte opaca, que
dividía el coro de la nave. Ordinariamente estaba provista de una sola puerta en el
centro, con rejilla, a través de la cual podía verse el santuario. Tenía adosados dos
altares, uno a cada lado de la puerta, y en la parte alta había una galería o
corredor, desde donde se predicaba y se hacían las lecturas sagradas; de ahí el
nombre de lectoría (al. lettner, fr. jubé). Más tarde se colocaron allí los cantores
y el órgano.

Los Accesorios del Altar.

Principalmente son cuatro:

a) Los manteles y corporales.

b) La cruz.

c) Los candeleros con las velas.

d) Las flores, las sacras y el atril, como elementos secundarios.

Los manteles y los corporales.

Es una conjetura bastante probable que los altares primitivos estuvieran cubiertos
con un mantel. Loa Acta Thomae, monumento gnóstico del fin del siglo II,
aluden a ello explícitamente; es el testimonio más antiguo que poseemos a este
propósito. Hacia el año 370, Optato de Mileto habla también del mantel como de
cosa conocida: Quis fidelium nescit in peragendis mysteriis ipsa ligua (el altar de
leño) linteamine cooperiri? Inter ipsa sacramenta velamen potuit tangí, non
lignum. Es dudosa la autenticidad de un decreto atribuido por el Líber
pontificalis al papa Silvestre I: Hic constituit, ut sacrificium altaris, non in
sericum ñeque in pannum tinctum celebraretur, nisi tantum in linum terrenum
procreatum. El célebre altar del mosaico de Rávena (s.Vl) aparece cubierto por
un amplio mantel blanco, guarnecido de un fleco y adornado con un rosetón en el
centro y con recuadros recamados en los lados. Primitivamente, pues, era uno
solo el mantel que cubría el altar. Se extendía sobre él para la celebración
eucarística, y, acabada ésta, se recogía. Lo sabemos por las rúbricas del triduo de
la Semana Mayor. Los corporales, que en su primitiva amplitud eran extendidos
por el diácono al comienzo de la sinaxis, son el substitutivo del primitivo mantel.

En el siglo VIII comienzan a multiplicarse los manteles (pallae), sin duda para


evitar que el vino consagrado, caso de derramarse, se extendiera fuera del altar.
Los cánones penitenciales de la época hablan ora de dos, ora de cuatro manteles,
y así también los liturgistas de los siglos sucesivos. Por esta época fue cuando el
mantel superior, que recibía inmediatamente el cuerpo de Cristo, comenzó a
llamarse palla corporalis, o simplemente corporal o sábana, como atestigua
Amalario: Sindon, quam solemus corporale nominare. Ese mantel, pues, cubría
el altar entero: tantae quantitatis esse debet — dice el VI OR — ut totam altaris
superficiem capiat; pero se trataba de altares mucho más reducidos que los
actuales. El I OR describe así el acto de extender el mantelcorporal al ofertorio de
la misa: Diaconus ponat eum super altare a dextris, prefecto capite altero ad
diaconum secundum, ut expandatur (n.67).

El corporal era cuadrado o rectangular y se doblaba de forma que en su parte


delantera contuviese la oblata, y la parte posterior pudiese replegarse y cubrir el
cáliz propíer custodiam immunditiae, como dice San Anselmo de Cantorbery.
Tal era el uso franco-italiano. La rúbrica de un sacramentarlo de Italia meridional
del siglo XI dice: diaconus (hecha la oferta) cooperiat calicem dimidia parte
ipsius sindonis. Los cartujos conservan todavía esta costumbre.

Por razón de su contacto inmediato con la eucaristía, el corporal fue muy


apreciado en la Edad Media, más que las mismas reliquias de los santos; se le
consideraba dotado de eficacia sobrehumana contra las enfermedades y, sobre
todo, contra los incendios. Por esta razón se solía colocar el corporal como
reliquia en la consagración de los altares; las Consuetudines cluniacenses
mandaban tenerle permanentemente sobre el altar, ut ad manum Possit esse
contra periculum ignis, y en muchas iglesias, después de la misa, el sacerdote
tocaba con él en la cara a los fieles, como antídoto contra las enfermedades de los
oíos. La práctica de la Iglesia desde el siglo V prohibió que el corporal fuese
tocado por mano de mujer, aunque fuese consagrada a Dios, a menos que un
sacerdote o un subdiácono lo hubiese antes purificado. Todavía hoy en el rito de
la ordenación se exige al subdiácono este menester.

La Iglesia exigió siempre que los manteles del altar fuesen de lino puro. La
mentalidad alegórica del Medievo vio simbolizada en los lienzos del altar la
humanidad de Cristo, y a nosotros, su cuerpo místico. De aquí las palabras que en
la ordenación dei subdiácono dirige a éste el obispo: Altare quidem sanctae
Ecclesiae ipse est Christus... cuius altaris pallae et corporalia sunt memora
Christi, scilicet, fideles Dei, quibus Dominus quasi vestimentis pretiosis
circumdatur.

Coperiatur tribus mappis seu tobaleis muñáis, ab Episcopo vel alio habente
potestatem benedictis, superiori saltem oblonga, quae usque ad terram pertingat,
duabus alus bre-vioribus, vel una duplícala.

La cruz.

Narsai de Nisibe (c.450) habla ya de una cruz puesta sobre el altar durante el
santo sacrificio. Acaso este uso de la liturgia siro-caldea tenía relación con la
antiquísima costumbre de levantar una cruz del lado del Oriente y orar mirando
en aquella dirección. No parece, sin embargo, que fuese práctica general entre
los griegos, ni mucho menos entre los latinos.

En Occidente, la cruz como insignia litúrgica aparece por vez primera en el


fastuoso ceremonial de las procesiones estacionales (letanías). En Roma, cada
región y cada instituto tenían la suya también el papa iba precedido por su cruz.
Sabemos que Carlomagno en el 800, cuando fue coronado emperador, regaló al
papa una riquísima cruz procesional, quam almificus Pontifex in letanía
praecedere constituit, secundum petitionem ipsius pussimi imperatoris. En un
fresco de la basílica de San Clemente (s.Xl) representando el traslado de las
reliquias del mismo Santo, vemos el espectáculo de una procesión, en la que
destaca la hermosa cruz estacional del papa con otras tres cruces procesionales.

La cruz procesional debía poder descomponerse, como también ahora, en dos


partes: el asta y la cruz propiamente dicha. Esta última, acoplándola a un soporte
a propósito, podía ser colocada fácilmente sobre la mesa del altar. Así es cómo la
cruz procesional pasó a ser la cruz del altar. Un claro indicio de esta evolución lo
hallamos en las rúbricas del XI OR (mitad del s.XIl) relativas a la procesión de la
Candelaria: Tune subdiaconus regionarius levat crucem stationalem de altan;
plañe portans eam in manibus usque ad ecclesiam. Cum autem venit oras levat
eam sursum; quam iert ante Pontificem in processione usque ad Sanctam
Mariam Maiorem...: ibiaue... subdíaconus regionarius. more sólito, frortat
Crucem ad altare... El dominus fcapa cantat missam (n.29).

Completamente acorde con la práctica tradicional de los postreros siglos de la


Iglesia, responde, a su vez, a aquella veneración que sentían hacia la cruz y el
crucifijo los primeros cristianos. En los siglos de las persecuciones, la cruz, salvo
poquísimas excepciones, no aparece nunca en el culto público a no ser encubierta
bajo la forma de monograma o de un símbolo, como, por ejemplo, el áncora, con
un trazo transversal en la anilla, o el tridente, en que va atravesado el pez
(Cristo). Semejante reserva debíase al temor de las profanaciones por parte de los
paganos; temor fundado, como lo demuestra la caricatura del Palatino. Mas no
por esto hemos de creer que en la devoción privada no se utilizase la imagen del
Crucificado. Prueba de esto son las dos piedras preciosas cristianas (s. II-III), que
representan a Cristo en la cruz rodeado de los apóstoles, y una gnóstica, en que se
ve al Crucificado entre María Santísima y San Juan.

Con el advenimiento de la paz, la cruz viene a ser símbolo de gloria. En el


palacio imperial de la nueva Roma y en la concavidad absidal de las basílicas
brilla la cruz con los fulgores de la pedrería y del arte, pero todavía no lleva la
figura de Cristo crucificado.

El crucifijo aparece por vez primera representado en un marfil de técnica robusta,


que se conserva en Londres, y en un tosco panel de la puerta de madera de Santa
Sabina, en Roma. Se trata de representaciones de carácter realístico, con la efigie
de Cristo desnudo, cubierto únicamente con una especie de faldilla. El modelo
debía de provenir del Oriente, en donde para oponerse a la herejía monofisita se
quería hacer resaltar la muerte del hombre, con lo cual se afirmaba la dualidad
de naturalezas unidas en la persona de Cristo. Pero pronto se advierte en
Occidente una reacción contra aquella corriente, que se consideraba poco
respetuosa hacia Cristo y como un desdoro de su resurrección. San Gregorio de
Tours (+ 593), en efecto, cuenta que, habiéndose pintado en San Genesio, de
Narbona, un crucifijo casi desnudo, se apareció Cristo a un sacerdote protestando
y pidiendo que le vistiesen. Así tenemos los crucifijos cubiertos con
el colobium o túnica, con mangas o sin ellas, que llega hasta los talones, como el
crucifijo del evangeliario de Rábula (final del s.Vi), de San Valentín (s.VIl) y de
Santa María la Antigua (s.VIIl); de la misma época es la representación de la cruz
teniendo, en lugar de Cristo, un cordero, como se ve en una columna del
baldaquín de San Marcos, de Venecia (s.VI), y en la cruz de Justino II.

A partir del siglo X, la iconografía del crucifijo sigue el tipo desnudo por razones
de exactitud histórica y acaso por un sentimiento de piedad hacia Cristo,
hecho opprobrium hominum et abiectio plebis. Esto, sin embargo, no fue
obstáculo para que se representara a veces a Cristo sobre la cruz derecho,
apoyando los pies sobre la peanilla, con la cabeza erguida, sin contracciones
dolorosas en el rostro, con la cabeza inclinada o adornada con corona real,
conforme a la frase litúrgica: Regnavit a ligno Deus. En el siglo XIII y en los dos
siguientes prevalece generalmente el elemento doloroso y realístico. Cristo
presenta toda la ruina de su humanidad: su cabeza, caída sobre un hombro; los
ojos, cerrados; el costado, rasgado; los pies, uno sobre otro; los ángeles recogen
en cálices la sangre que sale de las heridas; es el Vír dolorum del profeta. Es la
época en que la devoción a la pasión y a las cinco llagas entró con tanta fuerza en
la ascética popular.

La Iglesia, sin preferir ninguna de las dos tendencias, deseó siempre que el
crucifijo fuese digna expresión de la idea sublime que estaba llamado a
representar sobre el altar. El Ceremonial de los obispos aconseja que, en las
fiestas principales, el crucifijo sea de oro o plata, y en los días ordinarios,
siquiera de cobre dorado, Las numerosas y espléndidas cruces medievales y
modernas que se conservan en nuestras iglesias son una prueba del alto aprecio
en que se tuvo siempre a este objeto, el más importante de todos los accesorios
del altar.

En la Iglesia antigua, así en Oriente como en Italia, hubo una especie de


glorificación simbólica de la cruz, que se llamó etimasia (= preparación del
trono). Puede comprobarse en algunos marfiles, mosaicos y sarcófagos de los
siglos V-VI. Consistía en lo siguiente: sobre un trono ricamente engalanado y
provisto de almohadones se colocaba una cruz, como reina sentada en su trono
real. La escena encerraba el simbolismo de Cristo, juez supremo del universo;
pero, en realidad, era una glorificación de la cruz, con la cual El triunfó de sus
enemigos.

Más tarde, durante la Edad Media y hasta el siglo XVI, la importancia y el


significado que hoy tiene el crucifijo sobre el altar lo tenía la cruz triunfal o cruz
del coro. Existía en casi todas las iglesias sobre la pérgola (trabes), es decir,
sobre aquella estructura de madera, piedra o metal que se alzaba sobre la cancela
del altar, uniendo ambos lados y haciendo de alta línea divisoria entre el coro y la
nave. La pérgola estaba siempre adornada, a veces ricamente esculpida o pintada
o decorada con trabajos de orfebrería. En el centro de ella se levantaba un
grandioso crucifijo, que tenía en los cuatro brazos lobulados de la cruz la
representación de los cuatro evangelistas, por un lado; la de los cuatro mayores
doctores de la Iglesia occidental, en el otro, y a los lados de la cruz, las estatuas
de María Santísima y del apóstol San Juan. En aquellas iglesias donde la pérgola
se había transformado en lectoría, la cruz se colocaba en ella; y, en defecto de
una y de otra, se colgaba con cadenillas del arco triunfal del altar; muchas
iglesias la ponían en el centro de la nave mayor. Este era el lugar preferido en
tiempo de Durando, lugar que, por lo demás, contaba a su favor con una antigua
tradición que se remontaba hasta el siglo VIII.

Hacia esta grandiosa imagen de la cruz, visible a todo el mundo y que dominaba
desde lo alto a toda la asamblea cristiana, se enderezaba preferentemente la
devoción popular, aun cuando esta cruz no fuese objeto de especial culto
litúrgico. Ante ella, sin embargo, se detenían las procesiones y los fieles la
saludaban con esta aclamación: Ave, Rex noster!

La cruz triunfal desapareció con la demolición de las lectorías y pérgolas; son


raras las iglesias que la han mantenido en alto, suspendida del arco mayor del
altar.

Candelabros y velas.

Un tosco mosaico sepulcral de los siglos IV o V hallado en Thabraca (Túnez), y


que representa el interior de una basílica cristiana de tres naves, trae, entre otras
cosas, la figura del altar, sobre el cual arden tres gruesas velas. Se trata del más
antiguo documento sobre este punto; sin embargo, acerca de su valor documental
puede dudarse, ya que ningún escritor de aquella época hace alusión a candelas o
candelabros que se pusieran sobre el altar conforme a la práctica litúrgica
vigente. El primer testimonio auténtico relativo a un servicio de luces
(cereostata) directamente ordenadas a la celebración de la misa se contiene en
una rúbrica del I OR. Describiendo el rito de la misa papal en la iglesia
estacional, dice que, en el cortejo que acompaña al pontífice desde
el secretarium hasta el altar, sepiera acolyti illius regionis cuius dies fuerit,
portantes septem cereostata accensa, praecedunt ante Ponilficem usque ante
altare. Algunos liturgistas, entre ellos Batiffol, han visto en los siete cirios una
práctica inspirada en la visión apocalíptica del Hijo del hombre (1,20) entre los
siete candeleros de oro; otros, más verosímilmente, como dijimos, los relacionan
con la costumbre, propia de la etiqueta romana, de hacer que precedan a ciertos
altos magistrados, cuando entran en la sala de audiencia, cierto número de
lacayos con antorchas encendidas y un oficial con el Líber mandatorum, es decir,
el código. El libro se colocaba luego encima de una mesa delante del magistrado
y a los dos lados se dejaban los candelabros encendidos.

Sea lo que fuere de tales hipótesis, el mencionado I OR añade que los siete
acólitos, llegados al altar, dejen en tierra los candelabros, cuatro a la derecha y
tres a la izquierda, y que continúen éstos encendidos hasta el final de la misa.
Esta práctica de colocar en tierra los candeleros delante del altar se mantuvo
invariablemente durante la Edad Media; dan fe de ello expresamente las
antiguas Consuetudines de los monasterios.

Los procedimientos utilizados en la antiguedad cristiana para iluminar


convenientemente el altar fueron varios. De ordinario se colgaba del centro del
baldaquín un candelero a manera de araña (pharus), en forma de corona, sobre el
que se disponían muchas lámparas. Así era el ya mencionado que regaló
Constantino a la basílica de Letrán. También encima del baldaquín se solían
colocar algunas velas. La medalla de Successa (s.IV) contiene tres en gradación
descendente. En los intercolumnios de la nave central, así como en el arquitrabe
de la pérgola, se suspendían las llamadas gabatae, especie de platos de bronce o
plata con emblemas sagrados que llevaban en el borde tres o más lámparas.
El Líber pontificalis recuerda del papa Símaco que fecit gabatas sex cum cruce
ex argento purissimo, quae pendent ante arcum maioren. Algunas lámparas
ardían día y noche: gabatas argénteas cum lampadibus obtulit et continuatim
vigiliis arderé praecepit. Tampoco faltaban candelabros fijos alrededor del altar,
generalmente de bronce, provistos decamparas de cera o de aceite
(cicendelae) o bien rematados en una copa que se llenaba de cera y se encendía
mediante una mecha especial. El Líber pontijicalis enumera entre los regalos de
Constantino a las iglesias: Candelabra aurichalca septem ante altaría, quae sunt
in pedibus X, cum ornatu suo ex argento interclusa sigillis prophetarum, pens.
singula libras triginta. El inventario del año 303 de la iglesia de Cirta (África)
comprende dos candelabros. Es célebre el polucandelum de plata en forma de
cruz, sobre el que podían disponerse en hermosa simetría 1.570 candelas,
mandado colocar en San Pedro por el papa Adriano I (+ 795). Los escritores
antiguos, celebrando la iluminación de las iglesias en sus tiempos, sobre todo los
días de fiesta, usan términos enfáticos y a veces hiperbólicos. Baste ver lo aue
escribe Eteria sobre la iglesia de la Natividad, de Jerusalén, en el día de la
Epifanía: Numerus autem vel fconderatio ceriofalis. vel cicindelis, aut lucernis
vel diverso ministerio, numquid vel existiman aut scribi potest?

Elementos secundarios.

Los últimos accesorios del altar son: las flores, las sacras (tabella
secretarum) y el atril.

El Ceremonial de los obispos, al admitir sobre el altar las flores, vascula cum


floribus, y consentir que el baldaquín, la confesión y las puertas se adornen los
días festivos con flores y guirnaldas, no hace sino consagrar una tradición
antiquísima en la Iglesia, mencionada ya por la Traditio cuando habla de rosas y
lirios ofrendados para el altar: sed et aliquoties et flores ofjeruntur; offeratur
ergo rosa et liliumf et alia vero non. Desde el siglo IV, y probablemente también
antes, los sepulcros de los mártires se adornaban con el perfume de las flores;
conforme a la usanza universal, que así honraba todas las sepulturas, eran
adornados con el aroma de las flores, y también lo sería la mesa del altar, que
guardaba las reliquias de aquéllos.

Nos tecta fovebimus ossa violis et fronde frequenti; así cantaba Prudencio (+
410). San Jerónimo alaba a Nepociano porque adornaba diligentemente con
flores la iglesia: qui basílicas ecclesiae et martyrum concHiabula díversis
jloribus et arborum comis vitiumque pampinis adumbrabat. San Agustín
recuerda el gesto de un cristiano que, después de haber orado ante el altar de San
Esteban, abscedens, aliquid de altan florum quod occurrff, fuíf. Según Le Blant,
los agujeros existentes en el borde de la mesa de algunos altares antiguos servían
para colgar festones de flores. En el siglo VI, Venancio Fortunato describe en
magníficos versos el uso que de las flores se hacía en su tiempo:

At vos non vobis, sed Christo fertis odores, has queque primitias ad pía templa
datis. Texistis variís altaría festa coronis, pingitur, ut filis floribus ara novis.

Por lo demás, todos los siglos han tributado el gentil homenaje de las flores al
altar de Dios. La misma Iglesia las ha bendecido en el domingo de Ramos,
asociándolas al triunfo de Cristo, y en la festividad de la Pascua de Pentecostés
ha escogido las flores como símbolo de las lenguas de fuego y de los dones del
Espíritu Santo.

El almuadón se ha substituido en muchos casos por un armazón de madera o


metal llamado atril. Un ejemplar en madera con figuras simbólicas de talla se
conserva en Poitiers, y se considera perteneciente a fines del siglo VI.

El Tabernáculo o Sagrario.

El canon 13 del concilio de Nicea (325), que sancionó que los penitentes
próximos a morir no debían ser privados del viático eucarístico, pues así lo
aconsejaba una disciplina canónica antigua, nos autoriza a creer que el uso de
conservar la eucaristía en las iglesias debía remontarse a una época muy
remota, por no decir apostólica. Esto se deduce fácilmente de lo que dice San
Justino (I Afiol. 67): después de la misa dominical, los diáconos eran los
encargados de llevar el pan consagrado a los ausentes; lo mismo se infiere de
cuanto escribía San Ireneo al papa Víctor sobre que los presbíteros romanos
acostumbraban a mandar la eucaristía incluso a los hermanos cuartodecímanos.
El episodio de Serapión de Alejandría a mitad del siglo III viene a confirmar esto
mismo: Serapión, poco antes de morir, recibe de manos de un muchachito el pan
eucarístico, que por aquel conducto se lo enviaba el presbítero de la Iglesia. En
todo caso es lícito suponer que la Iglesia haría por lo menos lo que hacían los
simples fieles.

Estos tenían facultad para conservar en sus casas la eucaristía. Lo atestiguan


explícitamente Tertuliano y San Cipriano, por lo que se refiere a África; en
cuanto a Roma, San Hipólito aconseja a los fieles estar en guardia ut non in
fidelis gustet de eucharistia, aut ne sorix aut animal aliad, aut ne quid cadat et
pereat de ea. Tal recomendación no podía dirigirse más que a seglares. Por lo
demás, la costumbre de comulgar en casa era general en Occidente y en Oriente
en los siglos IV y V duró largo tiempo.

En qué parte de la iglesia se conservaba la eucaristía? Las primeras noticias al


respecto hállanse en las Constituciones apostólicas, las cuales mandan a los
diáconos que lleven lo que sobre de las sagradas especies consagradas en la misa
a un local a propósito, llamado pastoforio; éste en Oriente se hallaba al lado del
altar, hacia el sur. En Occidente recibió el nombre
de secretanum o sacrarium; se tenía cerrado bajo llave, que guardaban los
diáconos, a los cuales desde los primeros tiempos de la Iglesia estaba
encomendada la administración de la eucaristía. Del diácono San Lorenzo
cantaba, en efecto, Prudencio:

Claustras sacrorum praeerat, caelestis arcanum domus fidis gubernans clavibus,


votasque dispensans opes.

En este lugar había un armario (conditorium), del tipo del que aparece en el
mosaico del mausoleo de Gala Placidia (Rávena), y en él se encerraba la capsa o
cofrecito eucarístico, que fue el primer sagrario. Puede creerse que los fieles
harían otro tanto en sus respectivas casas. El pan consagrado, envuelto en un
paño blanco de lino o, como narra San Cipriano, colocado en un cofrecito
(árenla), se encerraba en el aludido armario para mayor seguridad. En el siglo
VI, Mosco (+ 620) habla de un joven sirviente que, secundum provinciae
consuetudinem, die sánela Coenae dominicae, sumptam communionem involvit
in línteo mundissimo et armadio reposuit.

Hasta el siglo IX aproximadamente se mantuvo en Occidente la disciplina que


acabamos de describir. Por esta época, la Admonitio synodalis, entre las cosas
que consiente tener sobre el altar, enumera también la píxide: pixis ad viaticum
pro injirmis. La terminología del decreto parece excluir que la píxide se
encerrara en el conditorium; no obstante, esto era necesario por motivos
evidentes de seguridad; tanto es así que algún tiempo más tarde, Durando hablará
de un tabernáculo real y verdadero, llamado propitiaforium, colocado super
posteriori parte altaris, y en el cual se guardaba la píxide Añadirá, sin embargo,
que no eran muchas las iglesias que lo habían adoptado; existiendo sólo in
quibusdam ecclesiis quizás en Francia y en Italia. Un ejemplar de
este propitiatorium lo tenemos en el tabernáculo lemosín, de madera, con techo
piramidal, del siglo XII, que se conserva en el Bargello, de Florencia. Tratábase
naturalmente de tabernáculos movibles y de pequeñas dimensiones. En esta
época, en Francia por lo menos, se daba el nombre de tabernaculum no a ese
sagrario que hemos descrito, sino al cortinaje que a manera de tienda cubría la
píxide o la columba eucarística suspendida delante del altar.
 
7. Los Vasos Sagrados.
El Cáliz.

334. El cáliz (calix, poterion), aquella humilde vasija que Jesús eligió en la


última cena para obrar en ella el prodigio de la primera consagración eucarística,
es el más importante de los vasos sagrados. Ya San Pablo lo identifica con la
sangre misma de Cristo, y, más tarde, Optato de Mileto lo llamará "custodio de
la sangre de Cristo."

Del cáliz o copa que utilizó el Señor no nos han llegado tradiciones atendibles.
El Breviarium de Hierosolyma o Itinerarium, del Pseudo-Antonino de Piacenza,
asegura (c. 570) que era de ónix y se conservaba en la basílica constantiniana de
Jerusalén. Más tarde, el Venerable Beda dice ser de plata y con dos asas. En la
Edad Media, varias iglesias, entre ellas la de Cluny, creían poseerlo. Una sola
cosa puede afirmarse con mucha probabilidad, y es que el cáliz de la cena sería
de vidrio, porque de esta materia eran generalmente las copas rituales usadas por
los judíos en la época de Augusto.

De vidrio también fueron los primeros cálices, conforme al uso doméstico de los
romanos. Lo dice Tertuliano, y, además, puede verse en la reproducción que se
conserva en el fresco eucarístico del cementerio de Calixto, donde, dentro de un
canasto rebosante de panes, se entrevé un vaso de vidrio que contiene un líquido
rojo. San Ireneo cuenta que el gnóstico Marcos, hacia fines del siglo II, celebraba
una pseudo-eucaristía sirviéndose de un cáliz de vidrio, cuyo contenido se volvía
rojo mientras recitaba sobre él una oración. San Atanasio, escribiendo hacia el
año 335, atestigua que el cáliz místico (esto es, eucarístico) era normalmente de
vidrio. Como ejemplares antiguos de cáliz cristiano de vidrio pueden
considerarse: el cáliz de vidrio azul hallado cerca de Amiéns, actualmente en el
Museo Británico, muy semejante al del célebre mosaico de San Vital, y el cáliz
descubierto en el cementerio Ostriano, de Roma, que se conserva hoy en el
Museo de Letrán. Además de los cálices de vidrio, que se usaron hasta el tiempo
de San Gregorio Magno (604), debió de haber otros de materia más sólida, como
hueso, madera dura, cobre, pero sobre todo de metales preciosos. El Líber
frontiftcalis — no sabemos con que rigor histórico — dice refiriéndose al papa
Urbano 1 (227-233): jecit minitenas argénteas XX. El inventario de la pequeña
iglesia de Cirta, del 303, registra dos cálices. Cáliz de wilten (s.XII) de oro y seis
de plata. San Juan Crisóstomo tiene palabras fuertes para ciertos ricos de su
tiempo que, habiéndose enriquecido con los bienes de los huérfanos, regalaban
después a la Iglesia cálices de oro. El Líber pontificalis nos ha conservado
abundantes noticias sobre la riqueza notable de las iglesias remanas de los siglos
IV y V en cálices de oro y plata, provenientes de la munificencia de emperadores
y papas, pero que fueron bien pronto objeto de la rapiña de los bárbaros. Estos
también en otras partes despojaban las iglesias de sus cálices: Gregorio de Tours
refiere que el rey Childeberto, al regresar de su expedición a España (531), trajo
consigo sexaginta cálices, quindecim patenas... omnia ex auro puro ac gemmis
pretiosis ornata.

En cuanto a la forma, podemos en general afirmar que los cálices antiguos se


asemejaban más a una taza o ánfora. Es decir, que tenían una línea poco esbelta,
con la copa muy ancha y profunda y unida al pie mediante un cortísimo cuello. A
los lados presentaban dos asas para facilitar el manejo. En los documentos
anteriores al año 1000 se distinguen dos clases de cálices: los que servían para la
consagración del vino, llamados propiamente maiores, provistos siempre de asas,
muy pesados y bastante capaces, y otros llamados ministeriales, con asas o sin
ellas, pero más ligeros y, manejables, que servían para distribuir la comunión a
los fieles bajo la especie de vino. El vino que los fieles ofrecían se recogía
primeramente en las amae, ánforas de gran cabida; de éstas se escanciaba luego
todo o parte en el cáliz maior, que estaba colocado sobre el altar delante del
celebrante; finalmente, de este cáliz se repartía, mediante un instrumento apto
(cuchara o cazo, por ejemplo), a los cálices ministeriales.

Estas exigencias litúrgicas trató de satisfacer el arte bárbaro de la alta Edad


Media, olvidada ya de la técnica clásica. Producto de este arte fueron los cálices
de la época, de forma burda, pesada y a veces de proporciones exageradas. Del
papa Adriano II (772-795) leemos, en efecto, que donó a la basílica de San
Pedro, para el servicio ordinario del altar, una patena y un cáliz de oro cuyo peso
global era de unos ocho kilogramos; León II (795-816) regala igualmente
un calicem maiorem cum gemmis et ansis duabus pensantem libras 18, o sea
unos nueve kilogramos; Carlomagno da cálices preciosos que llegan a pesar hasta
diez kilogramos. Sin embargo, no siempre se trataba de cálices para el servicio
litúrgico; muchas veces eran puramente ornamentales, que solían colgarse de la
pérgola o del baldaquín en los días festivos.

Los cálices de la primera Edad Media que se conservan en nuestros días son
bastante escasos. Entre los principales recordaremos: el llamado cáliz de
Antioquía, atribuido a los siglos V o VI9, y el del Museo Vaticano, del siglo V,
entrambos todavía de carácter clásico; el de Gourdon (s.VI); el de Kremsmvnster
(Austria septentrional), con el nombre del duaue Tasi-Ion de Baviera (c.788); el
de Zamon (Italia, Trentino), en plata, del siglo VI, con la inscripción de donis
Dei Ursus diaconus sánelo Petro et sancto Paulo obtulit: el de Pavía, en madera,
de copa muy ancha (s.VIII): el de Gozzelino, obispo de Toul (f962), en Nancy;
casi todos éstos carecen de asas y son de auténtico estilo barbárico. De piedra
dura y alabastro son los cálices de estilo bizantino (s.X y XI) del tesoro de San
Marcos, de Venecia. Por los siglos XI y XII comienza a decaer la comunión de
los fieles bajo la especie del vino, por lo cual los cálices de dos asas apenas si se
usan y ya no se fabrican.

Sobre los cálices se grababan con frecuencia inscripciones, llamadas unas


dedicatorias, como la mencionada del diácono Ursus, derivada de la fórmula
litúrgica de tuis donis ac datis... y otras deprecativas, como ésta, que se lee sobre
el cáliz de San Remigio de Reims (+ 533): Hauriat hiñe populus vitam de
sanguine sacro, iniecto aeternus quem fudit vulnere Christus.

Llegó después un tiempo en que los cálices se fundían para rescatar prisioneros
hechos por los normandos. No era novedad en la Iglesia. San Ambrosio hace
mención de las críticas de algunos observantes por el mismo motivo: Quod
confregimus vasa mystica, ut captivos redimeremus. Con idéntica finalidad. San
Cesáreo de Arles (+ 543) vendió los cálices y patenas de su iglesia, limitándose a
celebrar en cálices de vidrio; dice justificándose: Non credo contrarium esse Deo
de ministerio suo redemptionem dari, qui seipsum pro hominis redemptione
tradidit.

Con la historia de los cálices ministeriales tiene relación la


llamada cannula (fístula, calamus), que servía para que los fieles sorbieran
cómodamente del cáliz el vino consagrado. En Roma y en otras partes parece que
se usaba ya en el siglo VII. La rúbrica del X Ordo romanus describe así el
empleo que se hacía de la cánula: Diaconus, tenens calicem et fistulam, stet ante
episcopum, usque dum de sanguiñe Christi, quantum voluerit, sumat; et sic
calicem et fistulam subdiacono commendet.

También el flabellum o abanico se introdujo en función del cáliz, a fin de alejar


de él los insectos, y especialmente las moscas, durante el tiempo del calor; de ahí
que se le llamara asimismo muscatorium. De este utensilio hablan ya
las Constituciones apostólicas, que nombran a dos diáconos para que a ambos
lados del altar agiten flabelos de pepel fino o de plumas de pavo real. En la Edad
Media, en Roma y en todo el Occidente, el flabellum se utilizaba durante la misa
desde la secreta hasta el final del canon: lo atestigua así Durando en pleno siglo
XIII; pero más tarde, al cesar la comunión bajo la especie de vino, cayó en
desuso, permaneciendo todavía como señal de honor en el cortejo del romano
pontífice.
Recordaremos, finalmente, los llamados cálices bautismales, que la Iglesia
antigua utilizaba para dar a beber a los neófitos la leche y la miel. Alude a ello
el Líber pontificalis a propósito de Inocencio I (+ 417), que regaló cálices ad
baptismum III, pensantes singulos lib. El Museo Vaticano conserva un hermoso
vaso de vidrio blanco, salpicado de peces y conchas en relieve, que, según De
Rossi, es un cáliz bautismal.

La Iglesia actualmente prescribe que el cáliz sea consagrado mediante la unción


del crisma y conforme a las fórmulas del Pontifical, que se encuentran ya en el
sacramentarlo gelasiano y en los libros galicanos. En un principio, sin embargo,
el uso romano consideraba los vasos litúrgicos como res sacra por el mero hecho
de haber sido utilizados una sola vez para el santo sacrificio. San Agustín lo
advierte claramente: Sed et nos pleraque instrumenta et uasa huiusmodi
materia (argento et auro) habemus in usum celebrandorum sacramentorum,
quae. ipso ministerio consecrata, sancta dicuntur.

Algún escritor ha interpretado la cruz que muchos cálices medievales llevan


grabada en el pie como el signaculum o contraseña de haber sido consagrados. A
juicio del P. Braun, se trata de una cruz ornamental o bien de una señal que
indica la posición normal de esos mismos cálices.

Por razón del carácter sagrado del cáliz, la antigua disciplina prohibía a los
ministros inferiores, excepción hecha de los diáconos, el tocar el cáliz y la
patena. Así el concilio de Laodicea. Pero más tarde la Iglesia latina mitigó este
rigor, concediendo primero al subdiacono y luego a los acólitos y a todos los
clérigos el poder tocar los vasos sagrados. Pío IX extendió tal facultad a los
seglares y a las religiosas que en las respectivas iglesias desempeñen el cargo de
sacristán.

El velo con que se cubre el cáliz en las misas privadas es, probablemente, la
transformación del pannus offertorius que, según el I Ordo romanus (n.84),
envolvía por reverencia las asas del cáliz mientras estaba sobre el altar.

La Patena.

El plato o patena (de patere) era, juntamente con el cáliz, un utensilio esencial


del banquete que servía para poner en él el pan o las viandas. Los evangelistas,
en el relato de la última cena, mencionan, en efecto, la paropsis o catinum que
Jesús tenía delante de sí sobre la mesa. Tal fue desde un principio la función
litúrgica esencial de la patena: recibir el pan consagrado y servir de plato antes y
después de la consagración para partir las sagradas especies y distribuirlas luego
a los fieles. El Líber pontificalis refiere — no sabernos con qué fundamento —
del papa Ceferino (203-229) que dio orden para que, delante del obispo
celebrante, los ministros sostuvieran patenas de vidrio, de las cuales cada uno de
los sacerdotes asistentes debía tomar la corona consagrada para distribuirla entre
el pueblo. El mismo Líber pontificalis atestigua veinte años después que el papa
Urbano fecit ministerio, sacrata omnra argéntea, et patenas argénteas XXV
posuit, o sea que suministró para el servicio litúrgico tantas patenas de plata
cuantos eran los títulos presbiterales, ya que, como fue más tarde establecido por
los papas Melquíades, Siricio e Inocencio, cada sacerdote titular debía, en señal
de comunión con el pontífice, distribuir a los fieles las especies por éste
consagradas.

Podemos creer, por tanto, que primitivamente la patena era de vidrio, como el
cáliz, y que posteriormente fue cuando se fabricó con materiales más sólidos y
preciosos. De ordinario tuvo forma redonda, pero podía también ser
cuadrangular, como la patena de oro anexa al cáliz de Gourdon (s.VI-VII).

El ejemplar más antiguo de patena vitrea que ha llegado hasta nosotros es el de


Colonia (actualmente en el Museo Británico, de Londres), descubierto en 1864.
Es una patena redonda con el centro deteriorado y perdido; en torno a la periferia
lleva una ancha franja con escenas bíblicas de factura clásica, que se remontan a
los siglos III o IV. En el año 1935, en Canosio (Umbría) fueron hallados varios
vasos eucarísticos de los siglos V o VI, y con ellos cuatro patenas de plata; la
más interesante tiene en el centro grabada una cruz, rodeada de una corona de
palmas, y, junto al borde, la inscripción siguiente: De donis Dei sancti martyris
Agapiti mater es eííx.

En la baja Edad Media, las patenas conservaron substancialmente la simplicidad


de la forma circular antigua; en el fondo de la concavidad se grababa la cruz o la
figura del Cordero o una mano nimbada, símbolo de la divinidad, o la efigie de
Cristo bendiciendo; también, a veces, una inscripción conmemorativa, como ésta:
En pañis sacer, et fidei laudabile munub, ómnibus omnis adest, et sufficit
ómnibus unus.

Asimismo se encuentran patenas con la superficie modelada en forma de


medallones, quizá guardando relación con la costumbre mozárabe de agrupar las
oblatas sobre la patena en determinada forma simbólica.

En cuanto a las dimensiones, podemos creer que las patenas antiguas, usadas en
la época de las ofrendas en especie, serían ligeramente diversas unas, de otras.
Había una pequeña para uso del celebrante, sobre la cual éste consagraba la
oblata; los Ordines romani prescribían que esta patena debía colocarse a la
derecha del cáliz. Además se usaban otras, llamadas ministeriales, bastante más
amplias, en las que se hacía la fracción del pan consagrado, y de las cuales el
sacerdote tomaba una a una las porciones que daba en comunión a los fieles. En
efecto, el Líber pontificalis, a propósito de algunos papas de los siglos VII-VIII,
consigna regalos de patenas que pesaban veinte y más libras, y algunas incluso
provistas de asas. Una rica patena ministerial de estilo bizantino es la que se
conserva en Venecia, en el tesoro de San Marcos. Es de alabastro y tan amplia,
que en cada una de las seis cavidades que rodean la figura del Salvador en
esmalte cabe perfectamente una de nuestras más grandes hostias de celebrar. La
patena está circundada por una lujosa corona de perlas, y el esmalte central por la
inscripción en griego: Tomad y comed, éste es mi cuerpo. En los siglos X-XI, al
cesar el rito del ofertorio popular y extendiéndose el empleo de las planchas para
fabricar las hostias, éstas fueron poco a poco reduciendo su tamaño, y, por
consiguiente, también las patenas acortaron sus dimensiones.

Así como para sorber el vino consagrado se servían con frecuencia los sacerdotes
y los fieles de una cánula de oro, así también, aunque menos frecuentemente,
hallamos que el celebrante, para tomar de la patena la partícula u hostia
consagrada y darla a los fieles, usaba una pinza de oro.

Los Relicarios.

Nos referimos aquí a los vasos o receptáculos de diversos tipos en los que la
Iglesia a través de los siglos ha guardado determinados objetos de culto. Entre
éstos figuran, en primer lugar, las reliquias de los mártires y de los santos.

La memoria de éstos no se limitaba únicamente a la lectura de sus gestas, ni sólo


a la inscripción de sus nombres en los dípticos, sino que principalmente iba unida
a la veneración de sus reliquias, ya estuviesen éstas encerradas dentro de
una capsa, si se trataba del cuerpo entero, o en una capsella o cofrecito, si era
solamente una parte de los huesos o cenizas, ya fuesen, en fin, reliquias de mero
contacto (brandea, palliola).

A partir del siglo IV son frecuentes las alusiones a cajas de metal, madera y
marfil que conteniendo reliquias se colocan en los altares en el acto de su
dedicación o se entierran junto a las sepulturas de los difuntos para su sufragio, o
bien se llevan al cuello (encolpia) o se tienen en casa como objeto de devoción.

El ejemplar más antiguo y precioso que ha llegado hasta nosotros es la


Lipsanoteca, de Brescia (primera mitad del s.IV), el más bello de los marfiles
cristianos;
En un principio tenía la forma de cofrecito; más tarde fue descompuesta, y cada
una de las tapas puestas en comisa en forma de cruz su primitiva forma de
cofrecito, no ha mucho que fue transformado en cuadro. Algo posterior en el
tiempo es la capsella argéntea de la basílica de San Nazario, en Milán, donde en
382 San Ambrosio depuso algunas reliquias que consiguió en Roma. Otras
vetustas arquillas con representaciones o emblemas cristianos son la de Brivio, en
Brianza (s.V); la de Rímini (s.V), la de Grado (s.V), que lleva grabados los
nombres de los santos cuyas son las reliquias; la de Monza (s. VIII), de factura
tosca, pero toda ella incrustada de piedras preciosas. Son además interesantes,
aunque de distinto carácter, las numerosas ampollas de plata (s.V-VI) que se
conservan también en Monza; fueron llevadas de Roma para la reina Teodolinda
con aceite de los santos mártires; provenían del Oriente y reproducen escenas de
la pasión según el tipo de las medallas allí usadas.

8. Las Vestiduras Litúrgicas.


Origen y Desarrollo del Traje Litúrgico.

El origen de las vestiduras litúrgicas no hay que buscarlo, como erróneamente


afirman algunos liturgistas medievales, en los vestidos sagrados prescritos por
Moisés y usados en el templo judaico. De ellos, la Iglesia lo más que pudo tomar
es la idea de la conveniencia de un vestuario especial para el servicio del culto.

Nuestras vestiduras sagradas se derivan sencillamente del antiguo traje civil


greco-romano. El mismo tipo de vestidos que usaba entonces la población civil
en su vida social se utilizó también en la celebración de los actos
litúrgicos. Primis temporibus — escribe exactamente W. Estrabón — communi
indumento vestiti missas agebant, sicut et hactenus quídam orientalium faceré
perhibentur. No tenemos testimonios explícitos de los primeros siglos a este
propósito, pero podemos suplirlos con pruebas monumentales que nos
suministran las pinturas de las catacumbas. En ellas, los ministros son
representados durante la celebración del culto con la misma vestimenta que lleva
el común de los ciudadanos romanos.

Esta identidad del traje civil y litúrgico se mantuvo en la Iglesia por espacio de
varios siglos, incluso después de la paz constantiniana, como se desprende de
múltiples testimonios. He aquí algunos de los más importantes.

En el 428, el papa Inocencio I escribe a algunos obispos de las Galias,


censurando ciertas novedades extrañas por ellos introducidas en su modo de
vestir, y les dice que el clero debe, sí, distinguirse del pueblo, pero doctrina, non
veste; conversatione, non habitu; mentís púntate, non cultu. En África, San
Agustín (+ 430) afirma de sí mismo que vestía como uno cualquiera de los
diáconos y demás personas que convivían con él, bastándole una
túnica linea para debajo y el byrrus para encima. Un fresco del cementerio de
Calixto, del tiempo de Juan III (560-573), representa a los papas Sixto II y
Cornelio vestidos con la dalmática, la planeta y el manto. Excepto esta última
prenda, puramente eclesiástica, tal era todavía el traje civil de los honestiores en
tiempo de San Gregorio Magno (+ 606). En efecto, su biógrafo Juan Diácono
refiere haber visto en el monasterio romano ad clurn Scauri los retratos de su
padre, el senador Gordiano, y del santo pontífice, entrambos representados con el
mismo traje, con dalmática y planeta.

Se comprende, sin embargo, fácilmente que por reverencia hacia los santos
misterios usaran los ministros durante el santo sacrificio vestidos mejores,
reservados tal vez para este acto. Esta circunstancia explica algunas expresiones
un poco ambiguas que leemos en escritores antiguos a este propósito. En los
Cañones, atribuidos a Hipólito, se habla de diáconos y sacerdotes que visten
durante la sinaxis paramentos más bellos que de ordinario: induti vestímentís
albis pulchrioribus toto populo, potissimum autem splendidis...; etiam(los
lectores) habeant festiva indumenta. Y Orígenes observa que alus indumentis
sacerdos utitur dum est in sacrificiorum ministerio, et alus cum procedit ad
populum. Paladio narra en su vida de San Juan Crisóstomo que cuando éste
comulgó, la víspera de su muerte, en el oratorio de San Basilio, habiéndose
quitado los vestidos ordinarios, se puso otros blancos. Lo mismo indica San
Jerónimo respondiendo a ciertos herejes que afirmaban que la limpieza del
vestido iba contra Dios: Quae sunt ergo inimicitiae contra Deum si tunicam
habuero mundiorem? Si episcopus, presbyter, diaconus et reliquus ordo
ecclesiasticus in administratione sacrificiorum candida veste processermt?

El Líber pontificalis atribuye al papa Esteban I (257-260) una disposición sobre


los vestidos sagrados, la cual evidentemente es un anacronismo: sacerdotes et
levitas vestibus sacratis in uso quotidiano non uti, nisi in ecclesia. Esta
disposición prueba solamente después de lo que llevamos dicho que a principios
del siglo VI, cuando se compiló el Liber pontif¿calis, había ya vestiduras
exclusivamente reservadas para la celebración de la liturgia (vestimenta
officialía), no porque tuvieran una forma especial, sino solamente porque se
destinaban a un uso litúrgico. Más tarde, incluso se dieron repetidas veces
normas episcopales inculcando el mismo respeto y reverencia a los vestidos
sagrados. Todavía en 889, Ricolfo de Soissons prohibía a los sacerdotes el
celebrar con la misma túnica (alba) que traían habitualmente en la vida ordinaria.
Pero al declinar el siglo VI y al introducirse en Occidente el modo de vestir de
los bárbaros, comienza a delinearse un notable cambio en la moda profana,
cambio que conducirá a la diferenciación radical entre el traje civil y el
eclesiástico. La túnica talar (alba), que desde el siglo III era el vestido común
interior, poco a poco va siendo substituida por una túnica bastante más corta y
cómoda (sagum), mientras que la tradicional pénula, cerrada por todas partes,
cede el puesto a un largo manto abierto por delante. Era la nueva moda impuesta
por los bárbaros. De ella tenemos un ejemplo en el mosaico de San Vital
(Rávena; s.VI), que representa al emperador Justiniano con su corte y al
arzobispo Maximiano con sus diáconos. Aquí el vestido litúrgico de los
eclesiásticos presenta las formas tradicionales (dalmática, casula); en cambio, el
de los funcionarios imperiales es ya distinto.

Frente a estas innovaciones, la Iglesia conminó enérgicamente a sus clérigos para


que mantuvieran sin alteración las vestiduras antiguas: non sagis laicorum
more — recomienda un sínodo de Regensburg del 742 — sed casulis utantur,
ritu servorum Def. En la práctica se obtuvo solamente que las usaran durante el
servicio litúrgico. Un concilio de Narbona del 589 manda al diácono y al lector
que no se quiten el alba antes de acabada la misa, prueba de que esta vestidura
litúrgica se ponía encima de los vestidos ordinarios. El mismo I Ordo hace notar
que el papa, al llegar a la iglesia estacional, entra en el secretarium, donde mutat
vestimenta sua solemnia (n.29). Lo mismo hacen los demás ministros. Un
ulterior desarrollo y transformación sufrió el vestuario litúrgico en la época
carolingia, durante la cual los vestidos propios de cada una de las órdenes, a
excepción de la casulla, así como las insignias episcopales, salvo la mitra,
quedaron determinados hasta en la forma que hoy conservan. "Así vemos que los
acólitos no llevan ya ni casulla, ni estola, ni manípulo y que los subdiáconos han
dejado igualmente la casulla y la estola; además, se inventa para el sub-diácono
un vestido especial de ceremonia, consistente en una tunicela semejante a la
dalmática y en el manípulo, que es la insignia del subdiaconado; más tarde,
todavía se introducen la capa pluvial y la sobrepelliz; finalmente, de manera muy
especial se lleva a término la indumentaria del obispo. Pues no solamente las
cáligas litúrgicas se hacen privilegio episcopal, sino que su vestuario se enriquece
con varias prendas nuevas, como el cíngulo, los guantes y la mitra, a lo que se
añade en Alemania el racional o superhumeral. Puede extrañar quizá que en este
período se perfeccionase de un modo tan particular el atuendo litúrgico del
obispo. Sin embargo, esto se explica fácilmente si se tiene en cuenta que a partir
de la época carolingia crecieron en todas partes y muchísimo el prestigio y la
autoridad episcopales, siendo la mayor riqueza de la indumentaria consecuencia
natural y expresión sensible de tal crecimiento."
A este proceso de acortamiento contribuyó ciertamente la particular riqueza de
las telas empleadas para la confección de los paramentos litúrgicos: iglesias,
abadías, príncipes y pueblo emulaban por hacerse con suntuosos ornamentos
después del siglo XI, ostentando las propias riquezas en lo precioso del tejido
(ferciopelo, damasco, brocado) y en el arte del recamado en su más alta expresión
(pintura a aguja). Ahora bien: todo esto fue en menoscabo de la ligereza y
flexibilidad de las vestiduras, obligando, por razones prácticas de manejo y
economía, a suprimir todo cuanto no fuese estrictamente necesario.

Las Antiguas Vestiduras Romanas.

Después de dar una idea general acerca del origen y desarrollo de las vestiduras
sagradas, es necesario, antes de estudiarlas una por una consignar algunos datos
sobre los antiguos vestidos romanos que dieron origen a aquéllas.

En el traje usado por los romanos en tiempo del Imperio hay que distinguir el
vestido interior y el exterior. El vestido interior, prescindiendo de la faja lumbar
y calzones cortos, lo constituía esencialmente la túnica, vestido amplio en forma
de camisa, más bien corta en un principio, sin mangas y atada con dos cintas
sobre los hombros; más tarde, hacia el siglo IV, fue con mangas hasta las
muñecas y larga hasta los talones (túnica talaris et manicata). Era de hilo, blanca
o de color claro; de ahí el nombre de alba que recibió en la Edad Media; se
adornaba con dos galones purpúreos (clavi), más o menos anchos según la
dignidad de la persona, que descendían paralelos por la parte delantera. Dentro de
casa se dejaba caer suelta, pero en público se ceñía al cuerpo con un cinturón y se
levantaba un poco por delante para mayor comodidad al andar; muchos, sin
embargo, prescindían del ceñidor (túnica discincta).

El vestido externo o superior presentaba formas diversas según los tiempos y la


categoría de las personas. La más solemne era la toga, prenda eminentemente
romana, amplísima, de forma circular o elíptica, que se arrollaba artísticamente
sobre la túnica. Era, sin embargo, bastante pesada e incómoda; por eso, en la
época imperial, habiendo sufrido notables modificaciones, se reservaba para
ciertas ocasiones solemnes, substituyéndola de ordinario por la dalmática, la
pénula o el manto.

La dalmática, introducida en Roma por Cómodo (+ 192), era una especie de


túnica para llevarse sobre la talar, diversa de ésta por ser bastante más corta
(hasta las rodillas), suelta y provista de unas mangas más anchas, que no pasaban
del codo. Se usaba muchísimo como traje de paseo; llevaba como adorno dos
listas o claves purpúreas, que caían perpendiculares por delante; a veces se
adornaba con dibujos en forma de palmas (fúnica palmata) o de circulitos rojos,
a modo de estrellas, dentro de anillos.

La pénula (amphibolus) era un vestido de lana pesado, de forma redonda, cerrado


por todas partes y provisto de una capucha (cucullus); por una abertura que tenía
en el centro se introducía en él la cabeza y cubría completamente el cuerpo; para
utilizar las manos era preciso levantar de los lados los bordes y echarlos sobre los
brazos o los hombros. En un principio, la pénula se usaba en los viajes o durante
el mal tiempo para protegerse de la lluvia y del frío; después pasó a ser un traje
común y elegante. A últimos del siglo IV se confeccionaba con telas preciosas y
ricos adornos de pasamanería, siendo entonces el traje de los senadores. El
pueblo, sin embargo, la llevaba en forma más sencilla y reducida, con la parte
anterior muy corta y la posterior hasta las pantorrillas.

El palio, de proveniencia griega, era el traje de los filósofos, el que llevaron


Nuestro Señor y los apóstoles, por lo cual Tertuliano hizo un particular elogio de
esta prenda. Consistía en un paño rectangular de lana tres veces más largo que
ancho, que se ponía echando una tercera parte sobre el hombro izquierdo, de
forma que esa parte cayese por delante sobre el brazo izquierdo; los otros dos
tercios se pasaban por la espalda, recogiendo lo restante la mano derecha y
volviéndolo a echar sobre el hombro izquierdo. Resultaba más bien incómodo,
porque había que estar siempre colocándolo en su sitio; por eso, a veces se
sujetaba con una fíbula al hombro izquierdo. Por este motivo, el palio en el siglo
IV se reemplazó por la pénula, prenda mucho más cómoda. Con todo, no fue
suprimido. Lo mismo que la toga sufrió el proceso de la contabulatio, y
entonces, usado a manera de bufanda, pasó a ser un accesorio ornamental. Así lo
hallamos en la ley sobre el vestido del año 382, es decir, como distintivo de
los officiales. En África, más que en ninguna otra parte, se había introducido el
uso de la lacerna después del siglo I, que era un mantillo corto, a manera de
esclavina, abierto por delante, que se echaba sobre los hombros y las espaldas y
se sujetaba sobre el pecho por medio de la lígula, pieza de paño o de cuero con
dos botones o también con una correílla.

La usaban mucho los militares en guerra para defenderse de la intemperie, pues


era más cómoda que la pénula; pero también la llevaban las personas distinguidas
encima de la toga o de la dalmática para preservarse del polvo o la lluvia. San
Cipriano se la puso en el momento del martirio: Se lacerna byrro expoliavit... —
escribe Poncio, diácono — et cum se dalmática expoliasset et diaconibus
tradidisset, in linea stetit et coepit spiculatorem sustinere. Idéntico a la lacerna,
sólo que más pesado, era el byrrus, que estaba además provisto de capucha.
También ésta era una prenda muy corriente en África.
Podernos deducir del examen de las diversas vestiduras romanas que el traje
ordinario de una persona acomodada en el siglo IV del Imperio, se componía
esencialmente de la túnica interior talar y con mangas, la dalmática y otra prenda
exterior, que podía ser la pénula, la lacerna o la toga en las grandes ocasiones.

Las Vestiduras Litúrgicas Interiores.

A semejanza de los indumentos romanos, las vestiduras litúrgicas, que, salvo


pequeñas transformaciones, se derivan de aquéllos, pueden dividirse en interiores
y exteriores. En este punto comenzaremos a tratar de las primeras, que son las
siguientes:

a) El amito.

b) El alba con el cíngulo.

c) El roquete.

d) La sobrepelliz.

El amito.

El amito que actualmente usan los ministros sagrados de rito romano,


colocándoselo sobre los hombros y alrededor del cuello, no recibió este nombre
antes del siglo IX Los Ordines romani antiguos le llaman anagolaium,
anagolagium (de αναφσλαιου = manteleta); mαs tarde, especialmente en
Alemania después del siglo XI, se llamó también humeral. El amito no trae su
origen ni del velo con que los romanos se cubrían la cabeza durante los
sacrificios ni del palliolum que algunas veces usaban para proteger la parte del
cuello que la túnica dejaba descubierta, sino más bien de un paño de forma
rectangular que desde la nuca se extendía hacia los hombros y, pasando los dos
cabos por debajo de las axilas, sujetaba y ceñía al cuerpo los vestidos, haciendo
más fácil el movimiento de los brazos. Casiano habla de ello, y dice que tal era la
costumbre de los monjes egipcios; San Benito la adoptó para los monjes de
Occidente.

El amito es mencionado por vez primera en el primer Ordo romanas como


ornamento propio del pontífice en las grandes solemnidades y de los diáconos y
subdiáconos regionales, que se lo ponían sobre el alba. En un principio, el uso del
amito fue exclusivamente romano. En las Galias no entró hasta el tiempo de los
carolingios, y no en todas partes. Pero al extenderse fuera de Italia, prácticamente
lo adoptaron todos los clérigos, los cuales lo usaban debajo del alba. La antigua
costumbre de vestirlo sobre el alba quedó como un privilegio del sumo pontífice
y de los presbíteros asistentes al trono episcopal en las funciones pontificales.
Esta es igualmente la práctica de la iglesia ambrosiana.

Una usanza característica que todavía hoy está vigente entre los franciscanos,
dominicos y alguna familia de la orden benedictina, es la introducida después del
siglo X, y que consiste en cubrirse la cabeza con el amito en la sacristía,
dejándolo caer sobre,1ª casulla o la dalmática mpenas se ha llegado al altar. Esta
práctica, probablemente instaurada con el fin de preservar meior la limpieza y la
nitidez de los ornamentos litúrgicos, dio pie al simbolismo del amito como salea
salutis conservado aún en la oración del misal.

Una derivación del amito es el llamado fanone (del latín fano, paño), que el papa
lleva sobre la casulla en las solemnes funciones pontificales. Consiste en un paño
redondo de seda blanca, abierto en el centro para introducir la cabeza, adornado
con tiras perpendiculares de color rojo, y que, a guisa de amplio collar, le cubre
los hombros y cae hasta la mitad del pecho y espaldas.

El alba con el cíngulo.

El alba (alba — túnica), llamada en los


primeros Ordines romanos linea o camisia, no es sino la antigua túnica
romana talaris et manicata. Como vestidura litúrgica, la mencionan ya en el
siglo VI el concilio de Narbona (589) y los escritos atribuidos a San Germán de
París (+ 576), que hablan del alba como de un indumento común a todos los
clérigos, incluso menores. En la Edad Media, el alba sufrió notables
modificaciones en cuanto a su forma. Aunque fue siempre vestido talar, se
confeccionó dando mucha anchura a la parte inferior de la falda y, en cambio,
poquísima al talle y bocamangas. Alba descendens usque ad talos — dice
Sicardo de Cremona — medio angustatur, in extremitate muítis commissuris
dilatatur, stringet manus et tracna. Más tarde se volvió a las antiguas formas,
más regulares. Las primitivas albas medievales eran de lana y rara vez de lino o
de seda. Más tarde (s.LX), según se ve en Alcumo y otros escritores, se
generalizó el uso del lino.

Del mismo modo que el amito, el alba, a partir del siglo X, se adornaba
frecuentemente con recamados y telas preciosas (parurae, plagulae, aurifrisia
grammata), que primero corrían alrededor de la falda entera y de las
bocamangas, y luego, para mayor comodidad, quedaron reducidas a dos
cuadrados de tela aplicados abajo por delante y por detrás y en los dos extremos
de las mangas.
El cíngulo (cingulum, zona), como ya dijimos, era entre los romanos un
accesorio casi imprescindible de la túnica; forzosamente, pues, hubo de pasar con
ésta al vestuario litúrgico. Sin embargo, en la iglesia galicana no lo usaban los
clérigos menores: Alba autem non constringitur cingulo, sed suspensa tegit
levitae corpusculum, dice San Germán de París; a no ser que el término alba no
indique en este caso la túnica talar, sino otra túnica algo más corta. Los cíngulos
usados comúnmente en la Edad Media, según testimonio de los escritores de
aquel tiempo, eran de lino las más de las veces, teniendo la forma de una faja de
seis o siete centímetros de ancha, que se sujetaba mediante una correa o cintas.
De cíngulos en forma de cordón no se habla sino muy raras veces, y sólo después
del siglo XV vinieron a ser de uso común. También sobre la faja se recamaban
motivos ornamentales, como flores y animales, brillando también a veces piedras
preciosas y láminas de oro y plata. Los documentos medievales recuerdan una
faja especial para el obispo, además del cíngulo, llamada subcingulum,
subcinctorium perizoma, balteus.

Las Vestiduras Litúrgicas Exteriores.

Comprendemos entre ellas:

a) La casulla.

b) La dalmática y la tunicela.

c) La capa pluvial.

La casulla.

La casulla (casa pequeña, también llamada planede πλανάσθαι = quia oris


errantibus evagatur, dice San Isidoro de Sevilla) es la derivación de la antigua
pénula romana, que, como dijimos, en el siglo III era ya de uso común, y, por lo
tanto, debía formar parte del vestuario litúrgico. De ella habla Tertuliano,
motejando a aquellos que por su superstición o comodidad se quitaban la pénula
antes de orar como si Deus non audiat poenulatos Un fresco del siglo III en el
cementerio de Priscila representa a un obispo, vestido de pénula, oficiando una
función litúrgica. Afirma Sulpicio Severo que San Martín da Tours (+ 400) solía
ofrecer el santo sacrificio con túnica y amfchibulo. Los retratos en mosaico de
San Ambrosio, en la capilla de San Sátiro, de la basílica ambrosiana de Milán
(s.V). y de San Maximiano, en la de San Vital, de Rávena (s.Vl), representan a
los dos obispos vestidos con la pénula. Todo esto confirma que el mismo tipo de
pénula que obispos y sacerdotes usaban fuera de la iglesia servíales también para
el servicio litúrgico.
El primero que alude a la casulla como vestidura específicamente sagrada es el
Pseudo Germán de París: Cásala, quam amphibolum vocant, quod (sic) sacerdos
induitur (para la misa), unita intrínsecas, non scissa, non aperta, tota unita sine
manicis. En España, el concilio IV de Toledo (633) habla también de la casulla
como de paramento característico del sacerdote: Presbyter... si a grada sao
iniuste deiectus, in secunda synodo innocens reperitur, non potest esse quod
fuerat, nisi gradas amissos recipiat... si presbyter, orarium et planeta... Según el
I Ordo, en Roma el papa, al llegar en procesión, a la iglesia estacional, se despoja
en el secretarium de los vestidos comunes y se reviste de los sagrados, el último
de los cuales es la casulla.

La casulla, dado su origen, era una prenda común a todos los ministros
sagrados: pertinet generaliter ad omnes elencos, dice Amalarlo. En los Ordines
romani antiguos vemos que la llevan los acólitos, lectores, subdiáconos y
diáconos. Estos últimos tenían ya como vestidura litúrgica propia la dalmática, de
color claro, considerada como símbolo de alegría; pero por eso mismo no la
usaban en las procesiones ni en los días de luto y penitencia, substituyéndola
entonces por la planeta fusca o nigra. Lo recuerda Amalario y también el
V Ordo romanus desde el siglo IX, y todavía hoy la rúbrica del misal manda lo
mismo.

Es de notar, sin embargo, que la planeta o casulla que usaban entonces los
diáconos sufría una particular transformación. En efecto, durante el santo
sacrificio, debiendo los diáconos tener las manos libres para el servicio del altar,
apenas el papa había recitado la primera colecta, se quitaban totalmente la
casulla, la arrollaban (contabulatio) y se la ponían sobre el hombro izquierdo,
pasándola a manera de bufanda por debajo del brazo derecho y sujetando los
extremos con el cíngulo. Diaconi — nota el Ordo — si tem~ pus fuerit, levant
planetas in scapulas. Y el XIV Ordo de la colección de Mabillon explica con
más exactitud el procedimiento: Diaconus quando pergere debet ad legendum
evangelium, deponat planetam et acolithi decenter eam complicent, et imfconat
super sinisirum humerum illius, ac sub dextero bracckio ligent eam. Por el
contrario, los subdiaconos teniendo que hacer en el altar, no se quitaban la
casulla, sino que se limitaban a plegar la parte anterior del pecho, asegurándola
con broches o hebillas. Subdiaconi — dice el I Ordo — similiter
levant (planetam) sed cum sinu. Precisamente de estas costumbres proceden las
actuales planetae plicatae, que el diácono y el subdiácono llevan cuando les está
prohibido el uso de la dalmática y tunicela, así como el llamado estolón, es decir,
según la descripción del misal, la stola altior quae ponitur super humerum
diaconi... in modum planetae plicatae.
La casulla conservó durante muchos siglos la forma amplia y elegante de
la poenula nobilis antigua. La que viste el papa Teodoro en el mosaico de San
Venancio, en San Juan de Letrán (s.VII, y las que con frecuencia aparecen
representadas en los mosaicos antiguos permiten suponer que la línea que
describe la orla se parece mucho a una circunferencia perfecta, mientras que esas
casullas en la parte superior se contraen en forma de cono. Sin embargo, esta
forma tan amplia de la casulla necesariamente tenía que suponer notable molestia
para el celebrante en el movimiento de los brazos, mucho más si la tela era
pesada o rica, como sucedía frecuentemente a partir de la época carolingia. Por
eso, hacia los siglos X-XI se registra una primera modificación, consistente en
acortar de manera notable la parte anterior de la casulla, dejándole forma
semicircular y, más frecuentemente aún, puntiaguda. La célebre casulla de San
Villigiso (+ 1011). obispo de Maguncia, que se conserva en aquella catedral,
tiene por detrás 1.57 metros de altura, y por delante apenas 1,15 metros. También
la casulla que lleva San Clemente en el fresco de la basílica de su nombre, en
Roma (s.XI), por delante termina en punta y es bastante corta, mientras que la
parte posterior llega hasta los talones. Afortunadamente, esta forma, tan poco
satisfactoria desde el punto de vista estético, fue pronto abandonada.

En cuanto a la decoración de la casulla, nótese que, desde los primeros siglos, las
pénulas profanas llevaban motivos ornamentales diversos, como, por ejemplo, las
dos tiras de púrpuras verticales que se ven en la pénula del orante en el
cementerio de Calixto. Las casullas del mosaico de San Venancio, en Letrán,
presentan sencillamente unos galones alrededor de la abertura del cuello. En los
mosaicos de San Vital, en Rávena, la guarnición de la casulla de los obispos
Ecclesius y Maximiano tiene la apariencia de una cruz en forma de horca. Sin
embargo, antes del siglo XI no aparece un sistema uniforme de ornamentación de
la casulla. Hacia esa época se recamaba o bien se aplicaba en la parte posterior y
central de la casulla una cenefa o lista vertical que subía hasta la nuca, pero que a
la altura de los omoplatos se dividía en dos brazos oblicuos (Y: crux bifida,
trífida), que, pasando por encima de los hombros, se juntaban sobre el pecho
para bajar hasta la orla inferior. Esa cenefa se recamaba con adornos
representativos de objetos o figuras humanas. Motivo muy frecuente era la
representación de santos, de medio busto, dispuestos en otros tantos
compartimientos redondos, ojivales o cuadrados; en el punto de unión de los
brazos se colocaba la figura del Salvador, de la Virgen o del santo patrono.

A la preciosidad de los tejidos se añadía la riqueza de las labores ejecutadas sobre


aquéllos, labores que conferían a las vestiduras sagradas un valor artístico
incomparable. El arte del recamado, conocido ya en tiempo del Imperio, nació y
se perfeccionó sobre todo en Oriente, primeramente entre los frigios y los
griegos, después entre los árabes y bizantinos. En un principio, el recamado se
hacía de lana sobre seda, con pocos hilos de oro y seda; luego fue
perfeccionándose y adquiriendo finura y esplendor, conservando siempre en el
diseño y en las pocas tintas empleadas un no sé qué de ingenuidad y sencillez que
indicaba la infancia del arte. Pero en el siglo XI el arte de recamar alcanza un
grado altísimo de perfección en Bizancio y entre los árabes (recamar es palabra
árabe). Las Cruzadas contribuyen a despertar en Occidente el gusto por este arte,
introduciendo los procedimientos técnicos y las combinaciones de los colores. En
los siglos XIII y XIV, las vestiduras litúrgicas se ven inundadas de oro y perlas,
cubiertas de arabescos, flores, follaje y animales y enriquecidas con aquellos
famosos recamados historiados, representando escenas bíblicas, los cuales con
razón se han llamado "pinturas a aguja," en que sobresalieron principalmente
artistas ingleses y flamencos. En esta época se trabajó el llamado oro sombreado,
es decir, un fondo de oro que difuminaba la aguja con seda a colores; asimismo,
la amalgaba de tintes alcanzó efectos decorativos, que más tarde el Renacimiento
y el barroco pudieron emular, pero difícilmente superar.

La dalmática y la tunicela.

La dalmática, que a principios del siglo III habíase convertido en traje de las
personas más distinguidas se nos presenta por vez primera como vestidura
sagrada en un fresco del siglo III en las catacumbas de Priscila. El fresco
representa la consagración de una virgen, realizada por un obispo (acaso el
mismo papa) vestido de dalmática y pénula. En el siglo siguiente, el Líber
pontificalis la recuerda como un distintivo de honor concedido a los diáconos
romanos por el papa Silvestre (314-335), ut diaconi dalmaiicis in ecclesia
uterentur, para distinguirlos del clero a causa de las relaciones especiales que
tenían con el papa. La noticia la confirma el autor romano de las Quaestionum
Veteris et Novi Testamenti (c.370), el cual, no sin algo de ironía, escribe: Hodie
diaconi dalmaticis induuntur sicut episcopi (n.46). Esto prueba que la Iglesia
romana consideraba el uso de la dalmática como un privilegio exclusivo suyo y
que solamente el papa podía conferirlo. En efecto, el papa Símaco (498-514) la
concede a los diáconos de Arles, y San Gregorio Magno al obispo y al
archidiácono de Gap; Esteban II en el 757 otorga a Fulrado, abad de San
Dionisio, la facultad de ser asistido durante la misa por seis diáconos vestidos
con dalmática. En tiempo de los carolingios, empero, al imponerse en las Galias
la liturgia romana, la dalmática pasa a ser de uso bastante común, por más que
los papas continuaran concediéndola como privilegio. Afirma Wilfrido Estrabón
(+ 849) que en su tiempo la llevaban no sólo los obispos y diáconos debajo de la
casulla, sino también los simples sacerdotes.

La tunicela (subtile, stricta), actualmente vestido litúrgico del subdiácono y uno


de los indumentos pontificales del obispo, es una imitación de la dalmática.
Como vestidura pontifical es mencionada ya en los siglos VII-VIII, ya que la
dalmática maior que, según el I Ordo, se ponía el papa antes de la misa, no
puede ser más que la tunicela. En tiempo de San Gregorio, los subdiáconos
vestían ya este ornamento. El desaprueba la decisión de aquel antecesor suyo
que, al conceder la dalmática a los subdiáconos, los equiparó a los diáconos, y
por su parte dice que había derogado tal concesión. Subdiaconus autem ut
spoliatos procederé facerent, antiqua consuetudo ecclesiae fuit; sed placuit
cuidam nostri pontifici, nescio cui, qui eos vestitos procederé praecepit... Unde
habent ergo ut subdiaconi Uñéis in tunicis procedant.

Resulta, en cambio, difícil precisar la época en que los subdiáconos empezaron a


llevar la tunicela. La miniatura del subdiácono Juveniano, existente en un códice
de siglo IX en la biblioteca Vallicelliana, de Roma, lo representa ya con una
vestidura de mangas estrechas, sin clavi y distinta evidentemente del alba por
estar sin ceñir. Es natural, por otra parte, que, al crecer la importancia del
subdiaconado, se pensara en darle una vestidura diversa de la simple alba, que
llevaba como hábito ordinario de servicio mientras era considerado como orden
menor. Esto acaeció probablemente en las Galias. En cuanto a la forma, la
tunicela sufrió las mismas vicisitudes de la dalmática. Es decir, progresivamente
se fue acortando y después fue abierta por los flancos, hasta quedar reducida a la
forma de la dalmática, como actualmente se encuentra.

Tanto la dalmática como la tunicela, quizás por razón de su color blanco


primitivo, se consideraron siempre como vestiduras de fiesta y de júbilo, por lo
cual se dejaban de usar en los días de penitencia, siendo substituidas por las
planetas o casullas plegadas. Por el mismo motivo, el obispo, al revestir al
diácono con la dalmática, le dice: Induat te Dominas indumento salutis et
vestimenta laetitiae, et dalmática iustitiae cincumdet te semper; y al subdiácono
al ponerle la tunicela: Túnica iucunditatis et indumento laetitiae induat te
Dominus.

La capa pluvial.

La capa pluvial, llamada en los países meridionales de Europa, a partir del siglo
IX, pluviale, o mejor, pluvialis (se. cappa), y, en cambio, en los pueblos del
Norte simplemente cappa, trae su origen, según Wilpert, de la antigua acema,
o birrus, convenientemente alargada hasta debajo las rodillas. Según otros, la
capa pluvial no es más que una transformación de la poenula, provista de
capucho para la lluvia y luego abierta por delante para mayor comodidad. Son
evidentes las analogías de forma entre la capa medieval y la lacerna romana, pero
está fuera de duda que esta última en los siglos VIII y IX, cuando
el pluviale entró a formar parte del vestuario litúrgico, había por completo
desaparecido de la moda civil de vestir. Braun demuestra que la capa pluvial fue
en un principio una capa con su capucho (cucullus), que llevaban en los días
solemnes los miembros más conspicuos de las comunidades monásticas, y
especialmente los principales cantores. De los monasterios, sobre todo por
influencia de Cluny, el uso de la capa se difundió pronto a todas partes. Mientras
la casulla mantenía, por razones predominantemente simbólicas, la forma
tradicional, la cappa, mucho más cómoda cara el libre movimiento de los brazos,
se impuso pronto en las funciones menores, como procesiones, incensación en
laudes y vísperas (de ahí el nombre dado por los alemanes a la capa
de rauchmantel, vespermantel), las consagraciones solemnes, etc. En el siglo XI,
la capa pluvial era ya de uso general.

Los Colores Litúrgicos.

La variedad de colores en las vestiduras sagradas era cosa conocida en la liturgia
mosaica, con la diferencia de que, mientras nuestros ornamentos tienen un color
predominante, entre los judíos los cuatro colores litúrgicos — jacinto, púrpura,
azafrán y carmesí — debían ir juntos. En los primeros siglos cristianos no se
halla rastro de colores litúrgicos propiamente dichos. Los frescos y mosaicos de
las antiguas basílicas muestran que el artista ha elegido a su antojo el color de las
vestiduras sagradas. Así, San Ambrosio, en el mosaico de la basílica de su
nombre en Milán (s.v), aparece vestido de una pénula de color amarillo; amarillas
son, asimismo, las pénulas de la capilla de San Sátiro; en cambio, son de color
púrpura las de los mosaicos de San Vital, en Rávena (s.Vl).

Muchos documentos de los siglos IV y V — como las Constituciones apostólicas


y los Cañones, de Hipólito y Paladio — hablan de "vestidos espléndidos" usados
en el servicio litúrgico, lo cual hace suponer que se trataba de tejidos policromos.
Esto sería lo más natural. "Sería extraño — dice Braun — que en el siglo V,
cuando, como atestigua la carta cornutiana, del 471, se embellecían las basílicas
alrededor del ciborio y en los intercolumnios con ricos paños de oro y púrpura,
estos colores no apareciesen también en las vestiduras usadas en el altar." Por lo
tanto, hay que considerar errónea la opinión de muchos, según los cuales antes
del siglo VIII el color blanco fue el único color litúrgico. A lo más, pudo ser el
predominante, por ser el color natural del lino y el que los romanos consideraban
más indicado para los días de fiesta y las ceremonias religiosas; color albus
praecipue decoras Deo est, como símbolo de la pureza ritual.

Los primeros vestigios de la tendencia a usar un color en las vestiduras sagradas


relacionado con la festividad litúrgica se encuentran en el Ordo de San Amando
(s.IX), publicado por Duchesne. El día de las litaniae maiores, el pontífice y los
diáconos induunt se planitas fuscas, y en la fiesta de la Purificación, ingreditur
Pontifex sacrario et induit se vestimentis nigris et diaconi similiter planitas
induunt nigrasí21. Es un hecho comprobado que el tiempo de los carolingíos
coincide con una singular variedad y riqueza de colores en los ornamentos
litúrgicos. Un curioso tratadito irlandés de esta época sobre las vestiduras de la
santa misa publicado por Moran afirma que en la casulla deben hallarse estos
ocho colores: oro (amarillo), azul, blanco, verde, bruno, rojo, negro y púrpura,
porque "son misterios y figuras." El inventario de la abadía de San Riquier,
compilado en el 831, incluía: Casulae castaneae XL, sericae nigrae V,
persae (azules) ser/cae //, ex blatta (rojo vivo), ex pallio XX,
galbae (amarillas) sericae V, melnae (?) sericae III. En el mismo siglo, Ansegise
regala a la abadía de Fontanelle casulas ex cindato indici colorís ΙΙΙ, viridis
colorís ex cindato ítem III. ítem rubri sive sanguinei colorís ex cindato I.
blatteam ítem casulam I. Esta variedad de colores litúrgicos era producto de las
tendencias místico-simbólicas de aquel tiempo, que veían una relación estrecha
entre cada uno de los colores y su eficacia espiritual, y la índole de las
diversas fiestas del año eclesiástico. Así se explica que durante mucho tiempo
fuera tan diverso en unas y otras iglesias el uso de los colores de las vestiduras
sagradas en relación con los tiempos litúrgicos.

9. Las Insignias Litúrgicas.

Las insignias litúrgicas pueden dividirse en mayores y menores.


Son mayores:

a) El manípulo.

b) La estola.

c) El palio.

d) El superhumeral.

Son menores:

a) La mitra.

b) El báculo.

c) El anillo.
d) La cruz pectoral.

La estola.

La estola, insignia litúrgica común a diáconos, sacerdotes y obispos, no recibe en


los documentos más antiguos este nombre, sino que es llamada en
Occidente orarium, y en Oriente οθόνη, ωράριον.

El orarium, llamado también mappa, sudarium, era en el uso profano un paño,


normalmente fino, propio de las personas distinguidas, destinado a limpiarse la
cara o bien a echárselo alrededor del cuello como si fuera una gran
corbata. San Sátiro, hermano de San Ambrosio, escondió la eucaristía en su
oratorio cuando naufragó y se lo ató al cuello... El οθόνη (linteum) de los griegos
era igualmente un paño de hilo bastante amplio, equivalente, más o menos, a
nuestra toalla. Tal es el sentido que le da San Isidoro de Pelusio (+ 440). El
orario, con el cual los diáconos hacen su servicio en los sagrados
ministerios, recuerda la humildad del Señor cuando lavó y secó los pies de
sus discípulos. El término estola, que en el lenguaje clásico designaba el amplio
manto de las matronas, aparece con el significado litúrgico de orarium en las
Galias hacia el final del siglo VI. A este cambio de una palabra por otra
contribuyó quizás el haberse olvidado en los países del Norte el sentido primero
de orarium, palabra que creyeron provenía de orare (hablar, predicar), por lo
cual hicieron de la estola un distintivo de los predicadores. Hoc genere vestís —
escribe Rábano Mauro — solummodo eis personis uti est concessum, quibus pre-
dicandi officium habere convenit. Así entendida, era natural que se le aplicasen
las palabras del Eclesiástico: In medio ecclesiae aperiet (sapientia) os eius et
adimplebit Ulum spiritu sapientiae et intellectus, et stola gloriae vestiet illum. A
partir del siglo XII, el término oraríum fue completamente abandonado,
substituyéndolo el de estola.

En Oriente, el uso del orarium por decisión del concilio de Laodicea, estaba


prohibido a los subdiáconos y a los clérigos inferiores; según testimonio de
San Juan Crisóstomo, los diáconos los llevaban ya entonces sobre el hombro
izquierdo, sin ceñir. Otro tanto consta de la mayor parte de los países
occidentales, fuera de Roma. El concilio II de Braga (563) ordenó que los
diáconos no escondieran la estola debajo de la túnica (alba), sino que la llevaran
sobre el hombro izquierdo para distinguirse de los subdiáconos. Y en el concilio
IV de Toledo (633) se prohibió a los diáconos llevar dos estolas: Orariis duobus
nec episcopo quidem licet, nec presbytero uti, quanto magis, diácono, qui
minister eorum est. Unum igitur orarium oportet levitam gestare in sinistro
humero, propter quod orat, id est praejdicat; dexteram autem pariem oportet
habere liberam ut expeditus ad ministerium sacerdotale discurrat. Caveat igitur
amodo levita gemino uti orario, sed uno tantum, nec ullis coloribus auro
ornato. Esta concreta alusión del concilio toledano refleja la práctica de todo el
Occidente, excepción hecha de Roma, y halla confirmación en multitud de
monumentos figurados, que representan al diácono con el orarium o estola, en
forma de bufanda, de tela o de lana, colocada siempre sobre la dalmática, cuyos
extremos caen perpendicularmente del hombro izquierdo.

Los sacerdotes y los obispos, en cambio, llevaban el orario debajo de la casulla,


haciéndolo girar alrededor del cuello de modo que colgaran las dos partes
verticalmente sobre el pecho; así aparece ya la estola en el mosaico del obispo
Ecclesius, en San Vital, de Rávena (s.VI), y en los retratos de San Ambrosio y
San Martín, en la basílica ambrosiana de Milán (s.V). Pero el Concilio III de
Braga (675) mandó a los sacerdotes que cruzaran la estola sobre el pecho. Esta
forma de llevar la estola, propia de los sacerdotes, con exclusión de los obispos,
se hizo común en la Iglesia en el siglo XIV y por primera vez fue prescrita en las
rúbricas del misal de San Pío V.

En Roma no existe rastro de la estola diaconal en los monumentos figurados


anteriores al siglo XII. Los Ordines romani del siglo IX hablan, sí, de
un orarium común a todos los ministros, incluso inferiores al
diácono, orarium que se llevaba en torno al cuello, no encima, sino debajo de la
dalmática o casulla, y que, como el palio, era depositado la noche anterior a la
ordenación sobre la confesión de San Pedro; no obstante, Duchesne no cree que
se trata de la estola diaconal o presbiteral, que en Roma sólo después del siglo
XII entró en el uso litúrgico con la forma todavía vigente.

El origen de la estola es obscuro. Wilpert distingue entre la estola de los diáconos


y la de los sacerdotes y obispos. La primera se deriva, según él, de
la mappa (mantile, linteum) o lienzo que los diáconos, por razón de su oficio
de sirvientes de la mesa eucarística o agápica, debían llevar desde un
principio. Los monumentos profanos presentan a los ministros de los servicios
paganos (camilli), lo mismo que a los sirvientes a la mesa (delicati), provistos
siempre de una mappula o servilleta colgada del hombro o del antebrazo
izquierdo, como se acostumbra hoy. De manera semejante describe a los
diáconos el texto arriba citado de Isidoro Pelusiota y otros contemporáneos. Más
tarde, al cesar las exigencias del servicio material, que pasó en gran parte a los
subdiáconos, el paño de servicio de los diáconos quedó convertido en un objeto
de adorno, que poco a poco, mediante la contabulatio, acabó por transformarse
en una tira o franja de tela.
El orario sacerdotal, en cambio, fue al principio un verdadero orarium es decir,
una bufanda o pañuelo para el cuello que servía para preservar del frío en
invierno, y en verano del sudor; por eso, justamente los griegos, reservando a la
estola del diácono el nombre de oraríum, dieron a la del sacerdote el apelativo
de επιτραχήλιον. También éste, lo mismo que el orarium diaconal, pasó por una
transformación análoga, desde la forma contabulada hasta la de bufanda; una vez
convertido en una pura insignia, fue substituido por el amictus. A su vez, Braun
propugna la hipótesis de que el oraríum se introdujo desde un principio como
verdadero distintivo de las órdenes mayores mediante una disposición especial de
la autoridad eclesiástica. Es cierto que el oraríum se nos presenta muy pronto,
desde el siglo IV en Oriente y poco después en las Galias y en España, como un
elemento esencial en la ordenación de los diáconos, sacerdotes y obispos. Más
aún: en Roma era tenido en tan alto concepto, que recibía una especie de
consagración, siendo depositado durante una noche sobre el sepulcro de San
Pedro.

Hemos de confesar que, entre las dos hipótesis, nos parece preferible la de
Wilpert, ya que explica mejor, por ejemplo, el origen de la estola presbiteral,
pues es inconcebible que se creara una insignia para esconderla debajo de la
casulla.

En la disciplina actual, la estola está prescrita, además de en la misa, para la


confección y administración de los sacramentos y sacramentales y siempre que el
sacerdote deba tener contacto directo con la sagrada eucaristía. En la Edad Media
estaba todavía más extendido el uso de la estola.

El palio.

El palio como insignia litúrgica propia del papa aparece ya desde el tiempo del
papa San Marcos (+ 336), el cual, si hemos de creer al Líber pontificalis, lo
confirió al obispo suburbicario de Ostia, uno de los consagrantes del papa. A
mediados del siglo V hallamos la primera representación monumental en el
famoso marfil de Tréveris, en que aparecen dos arzobispos sobre el carro con un
relicario en las manos, los cuales llevan alrededor del cuello y colgando por
delante una faja, que no puede ser más que el palio. Más abundantes y seguros
testimonios hallamos en el siglo VI. En el 513, el papa Símaco concede el
privilegio del palio a San Cesáreo de Arles, en el 545-546, el papa Vigilio hace
otro tanto con Auxanio y Aureliano, sucesores del obispo arelatense. Por esta
época encontramos también una auténtica y segura figuración del palio romano
en un fresco de las catacumbas de San Calixto, obra del papa Juan (560-573), que
representa a San Sixto, papa, y San Optato, obispo. A partir de entonces se
multiplican las concesiones del palio por parte de los pontífices a obispos de
Italia y fuera de Italia. En las iglesias de Occidente, excepción hecha de Roma,
no parece que haya existido nunca la insignia del palio. Algunos testimonios
aparentemente contrarios deben interpretarse en otro sentido después de los
estudios hechos por Wilpert en esta materia. En Oriente, San Isidoro de Pelusio
(Egipto, f 440) menciona, antes que nadie, el palio episcopal con el nombre
de omofórion ωμοφσριον: “Aquello que el obispo lleva sobre los hombros —
dice — το δε του επισπσπου ωμοφοριον, y que es de lana, no de lino, simboliza
la piel de la oveja perdida que el Seρor buscó y, habiéndola hallado, cargó sobre
sus hombros." Una miniatura contemporánea de Alejandría muestra el omoiorion
como una especie de bufanda que gira alrededor del cuello, cuyos extremos
cuelgan el uno por delante y el otro por detrás.

Se han excogitado las más diversas hipótesis sobre el origen del palio, que
constituye uno de los problemas litúrgicos más debatidos. Unos le hicieron
derivar de un supuesto manto de San Pedro, del cual poco a poco se fueron
cortando tiras, hasta que, agotadas las auténticas, se fabricaron otras de otro paño
según el modelo de aquéllas. Es una piadosa invención de la fantasía, que no
tiene ni sombra de fundamento histórico. De Marca, Bona, Tommasin y otros,
entre ellos Duchesne, ven en el palio una concesión imperial. Se fundan en el
testimonio del autor de la Pseudo-Donatio Constantini (s.VIII), según el cual
este emperador regaló al papa Silvestre superhumerale, videlicet lorum qui
ímperíafe ofrcumdare assolet colla, así como en el hecho de que los papas del
siglo VI, para conceder el palio a obispos no subditos del Imperio griego,
acostumbraban a pedir el permiso del emperador. Sin embargo, hay que advertir
que la Donaría habla exclusivamente de vestiduras imperiales y no de litúrgicas,
y que si en varios casos, por motivos especiales de política, los papas pidieron
un placet gubernamental para otorgar el palio, en otros casos lo adjudicaron y lo
quitaron o amenazaron con quitarlo por propia iniciativa, sin contar para nada
con la autoridad imperial.

Braun defiende el origen puramente eclesiástico del palio, como lo propugnó ya


para la estola. Según él, los papas desde un principio quisieron que el palio
fuera insignia y bufanda litúrgica propia y exclusiva de ellos. Genial es la
hipótesis de Wilpert. Este pone en relación el palio sagrado con el pallium, el
antiguo manto de los filósofos y vestido exterior predilecto de los primeros fieles.
Pero ¿cómo se ha podido pasar de un amplio manto a una simple tira? Wilpert
observa que esta vestidura, tan holgada y solemne un tiempo, al final del Imperio
se presenta en los monumentos bajo la forma de ancha bufanda de pliegues. Es la
toga contabulata, es decir, replegada muchas veces en sentido longitudinal,
según la moda de la confabulatio. Un proceso semejante — agrega Wilpert —
sufrió el palio sagrado hacia la mitad del siglo IV. En esta época comenzó a
imponerse un traje exterior más cómodo, la poenula; sin embargo, no se
abandonó el palio, sino que se llevaba sobre la pénula en la forma plegada, a
manera de tapaboca, hasta que quedó reservado como insignia litúrgica a los
obispos de Roma. La hipótesis de Wilpert es bastante feliz; pero,
desgraciadamente, no se encuentra en los monumentos conocidos ejemplo
ninguno de pallium contabulatum.

A pesar de todo, hay que reconocer que el palio litúrgico, en sus representaciones
más antiguas, se nos muestra en forma de bufanda completamente abierta y
dispuesta sobre los hombros de la misma manera que el paliomanto. En la figura
del obispo Maximiano, en San Vital, de Rávena (primera mitad del s.VI), el palio
da esta vuelta: un cabo, que lleva el signo de la cruz, pende por delante, el resto
sube hasta el hombro izquierdo, da la vuelta al cuello hasta llegar al hombro
derecho, baja bastante por delante del pecho y vuelve a subir al hombro
izquierdo, cayendo el otro cabo por detrás de la espalda. Esta manera de llevar
el pallium se mantuvo hasta el siglo IX, cuando, como atestigua Juan Diácono,
mediante spinulae, se comenzó a colocar de manera que los dos cabos cayesen
exactamente hasta la mitad del pecho y de la espalda. Por substitución de los
alfileres con un cosido frio, se llega a la forma circular cerrada que encontramos
comúnmente a partir del siglo IX y que perdura todavía.

La ornamentación del palio a base de cruces, que vemos ya iniciada en el


mosaico de Rávena, con el tiempo fue aumentando en número y riqueza. Se
recamaron hasta cuatro, seis y ocho cruces, generalmente en rojo, y más tarde en
negro; en los extremos se ponían a veces franjas o flecos. Actualmente, las
puntas de los apéndices colgantes llevan pequeñas planchas de plomo cubiertas
de seda negra. El color del palio ha sido siempre blanco. Los tres broches que
actualmente adornan el palio, y que originariamente servían para tenerlo fijo en
su sitio, ya en el siglo XIII eran puramente decorativos.

El palio es una insignia de honor y jurisdicción reservada de iure al papa y a los


arzobispos. Es difícil determinar cuándo el palio pasó de simple distinción
honorífica a insignia de jurisdicción. Esto acaeció, sin duda, insensiblemente y no
antes del siglo VII. En una asamblea sinodal de Soissons el año 742, se exhorta
encarecidamente a todos los metropolitanos a que pidan el palio a la Santa Sede.
Luego esta petición no era todavía estrictamente obligatoria, sino solamente una
plausible costumbre que siempre observaban, cómo dice Nicolás 1, Galliarum
omnes et Germaniae et aliarum regionum archiepiscopi. Fue Juan VIII en el
sínodo de Rávena del 877 quien hizo de la concesión del palio y de la
correspondiente profesión de fe una condición sine qua non para el ejercicio de
la jurisdicción arzobispal: Quisquís metropolitanus intra tres menses
consecrationis suae, ad fidem suam exponendam palliumque suscipiendum, ab
Apostólica sede... non miserit, commisa sibi careat dignitate, ita ut tamdiu
episcopali illi sedi cedat, omnique consecrandi licentia careat, quamdiu in
exponenda fide et in expetendo pallio priscum morem contempserit.

De acuerdo con esta ley, incluida en el Corpus Iuris y reproducida por el Código
de Derecho Canónico, todos los arzobispos, dentro de los tres meses de su
consagración ó confirmación, por medio de un abogado consistorial, piden en
consistorio al sumo pontífice la concesión del palio, instanter, instantius,
instantissime. Apenas concedido, si el titular está presente en Roma, lo recibe de
manos del primer cardenal diácono; si está ausente, como sucede con más
frecuencia, se encarga a un obispo que haga la imposición de la insignia. Este
obispo, en el día establecido, después de celebrar la misa, sentado sobre el
faldistorio in medio altaris, recibe el juramento de fidelidad, que el arzobispo
pronuncia de rodillas, con la diestra sobre los Evangelios, y acto seguido le
impone el palio, ya preparado sobre el altar, recitando la fórmula prescrita por
el Pontijical. La ceremonia se acaba con la bendición solemne, impartida por el
nuevo arzobispo. La imposición del palio al papa tiene lugar el día de su
coronación; el papa lo recibe de manos del cardenal archidiácono.

El metropolitano, según el Coeremoniale Episcoporum y el Derecho Canónico,


puede llevar el palio in singulis ecclesiis provinciae suae, non autem extra
provinciana et dumtaxat dum Missam solemnem celebrat. praescriptis
quibusdam diebus. En el pasado, los obispos se lo ponían también en otras
circunstancias, como procesiones, sínodos, etc., pero los papas clamaron siempre
contra esto: Illud, frater carissime — escribía a este propósito San Gregorio
Magno a Giovanni, obispo de Rabean, tibí non putamus ignotum, quod pene de
nullo Metropolita in quibuslibet mundi partibus sit auditum extra Missarum
teinpus usum sibi pallii vindicasse, y le amenaza con que in plateis pallio
ulterius uti non praesumas, ne non habere nec ad Missas incip ]ias quod audacter
et in plateis usurpas.

Las Insignias Pontificales Menores.

La Mitra.

Es cosa cierta que, a diferencia de las vestales y de los sacerdotes paganos, los
cuales durante los sacrificios se tocaban la cabeza con la mitra o la ínfula, los
obispos y sacerdotes cristianos de los primeros siglos no usaron prenda
alguna de cabeza durante el servicio litúrgico. Quis apostólas, aut evangelista,
aut episcopus — escribía Tertuliano — invenitur coronatus? San Pablo, además,
había mandado que los hombres orasen descubiertos (1 Cor. 11:4). Cierto que de
la mitra se habla ya desde el siglo IV, pero como de un birrete característico que
llevaban las vírgenes consagradas a Dios. San Optato de Mileto y después San
Isidoro hablan de ella y el Líber ordinum de la liturgia mozárabe la tiene por uno
de los ornamentos de la abaciesa.

En la vida doméstica, tanto los hombres como las mujeres, llevaban


ordinariamente un gorro, de procedencia oriental, de forma semiesférica baja,
llamado pileus, porque originariamente se hacía de fieltro. Probablemente, de
uno de estos gorros nacieron la mitra episcopal y la tiara papal, para uso privado
del papa.

El autor del Líber pontificalis, describiendo la entrada del papa Constantino I


(708-715) en Constantinopla, dice: Apostolícus Pontifex cum camelauco, ut
solitus Roma procederé, a palatio egressus, in Placidias properavit. Asimismo,
la Pseudo-Donatio Constantini (s.VIII) enumera el "camelauco" con el nombre
de pileum phrigium candido nitore entre los regalos hechos por el emperador al
papa Silvestre: Eumdem phrigium omnes eius successores pontifices singulariter
uti in processionibus. Este camelaucum o calamaucum, llamado más tarde mitra
(regnum), era un gorro bajo y redondo, de color blanco; aparece como ornamento
papal en las monedas de Sergio III (904-911) y Benedicto VII (974-983).

El báculo.

La mención más antigua del báculo (baculus, pe-dum, farula, cambuta) como


insignia litúrgica de los obispos y abades es quizá la que se contiene en una
rúbrica del Líber ordinum español, que se remonta por lo menos hasta el siglo
VII, relativa a la consagración de un abad: radetur e/ baculum ab epfscopo. En
una época no muy posterior aluden a él el canon 28 del concilio IV de Toledo
(633), San Isidoro de Sevilla (636), que ve en el báculo el símbolo de la
autoridad episcopal82, y en Inglaterra el penitencial de Teodoro de Cantorbery
(690).

Sin embargo, el uso del báculo debió de ser todavía más antiguo, si
efectivamente a él se refiere una frase un poco alegórica del papa Celestino I
(423-432) escribiendo a los obispos de la Narbonense; algunos incluso, con poco
o ningún fundamento, han querido ver en el báculo la imitación de una costumbre
oriental, basándose en un discurso de San Gregorio Nacianceno.

De todos modos, lo que no puede ponerse en duda es que las primeras


representaciones del báculo no son anteriores al siglo VIII. Así, pues, los cayados
que se conservan en ¡os tesoros de no pocas viejas catedrales de Europa
atribuyéndolos a personajes apostólicos o postapostólicos, no han de tenerse
como auténticos.
La cruz pectoral.

El origen de la cruz pectoral parece relacionado con los encolpia (de ενκóλπος =


seno, o φυλακτήρια), es de es decir, una santa protección que los antiguos
cristianos llevaban sobre el pecho. El uso de cruzes nos lo atestiguan ya
documentos del siglo IV. Eran, por lo general, láminas de metal muy delgadas, o
pequeñas cápsulas en forma de cruz frecuentemente, que contenían reliquias de
mártires o cosas santas, sentencias del Evangelio, invocaciones a Dios, o también
trocitos de la verdadera cruz. Esta piadosa costumbre la vemos practicada en la
Edad Media particularmente por los obispos. Llevaban encolpia San Gregorio de
Tours, San Gregorio Magno, San Aidano (+ 651), Rothadio de Soissons (+ 868)
y Elfego de Canterbury (+ 1012).

Como ornamento litúrgico del papa, la cruz pectoral aparece mencionada la


primera vez por Inocencio III, quien hace observar que la llevaba sobre el pecho.
Pero en su tiempo era ya de uso casi general entre los obispos, aunque no
obligatoria, pues un pontifical del siglo XII, enumerando los paramentos, dice de
la cruz: Crux pectoralis, si quis ea uv velit.

Actualmente, el obispo puede llevarla cuando y dondequiera. En cambio, los


prelados inferiores que hayan obtenido este privilegio no pueden llevarla sino
durante las funciones sagradas. Algunos metropolitanos, como el patriarca de
Lisboa y el arzobispo de Armagh, usan una cruz pectoral con dos travesanos
paralelos, según el tipo de la cruz de Lorena.

10. El Canto Litúrgico.


Canto y Música en la Liturgia.

Si todas las bellas artes fueron en todo tiempo puestas por el hombre al servicio
del culto, de una manera especial ha sido siempre la música elemento
inseparable del mismo. En cualquier época y entre cualquiera clase de gentes,
hasta las menos civilizadas, toda vez que se ha organizado un culto público, la
música tuvo allí su papel, más o menos importante según el mayor o menor
desarrollo de la organización litúrgica. El canto, es decir, la palabra con atuendo
musical, lo ha considerado siempre el ser humano como la manifestación más
solemne del sentimiento religioso, la expresión más sublime de la alabanza,
de la súplica y de la acción de acción de gracias.
Entre los pueblos antiguos — asirios, babilónicos, egipcios, griegos —, la música
se presenta primeramente como algo sagrado, un don de los dioses a los hombres,
destinado exclusivamente a honrar a la divinidad; tan es así, que Platón creía ser
un abuso y casi un sacrilegio emplearla con fines profanos. Por eso se la
consideraba dotada de poderes mágicos; por ejemplo, para arrojar los espíritus
malignos (apotropia), para llamar a la divinidad al lugar del sacrificio
(epiclesi). En los cultos mistéricos se atribuyó a la música incluso una eficacia
catártica, es decir, una acción purificadera del pecado.

Entre los judíos, la música se tuvo en gran estima desde el tiempo de Moisés. Los
hijos de Israel salidos de Egipto, al llegar milagrosamente a la orilla opuesta del
mar Rojo, entonan con Moisés un cántico al Señor, mientras todas las mujeres,
dirigidas por María, la hermana de Aarón, responden cum tympanis et choris. Y
David, apenas logra establecer en Jerusalén un digno tabernáculo para el arca de
la alianza, piensa en organizar un servicio regular de música sagrada: Et dixit
David principibus Levitarum ut constituerent de fratribus suis cantores in
organis musicorum, nablis videlicet, et lyris, et cymbalis, ut resonaret in excelsis
sanctus laetitiae; constitueruntque levitas... Y en la famosa fiesta de la
dedicación del templo de Salomón, la música, tanto vocal como instrumental,
tuvo una parte principalísima: Tam levitae quam cantores vestiti byssinis,
cymbalis et psalteriis et cytharis concrepabaní, stantes ad orientalem plagam
altaris, et cum eis sacerdotes centum viginti cañentes tubis. También el pueblo
participaba con entusiasmo en el canto, respondiendo a los salmos en el templo y
durante el servicio sabático matinal de las sinagogas, en el hallel de la cena
pascual y en el hosanna de la fiesta de los tabernáculos.

No es de extrañar, por tanto, que la Iglesia, que por medio de su divina Cabeza ha
iniciado en el mundo el perfecto culto litúrgico, haya querido que el arte de la
música sea parte integrante de ese mismo culto y esté estrechamente vinculada a
la misa y al oficio, a fin de celebrar con ella los novísimos misterios de salud y de
gracia instaurados por Cristo y expresar en el lenguaje más eficaz y elevado sus
sentimientos de admiración y agradecimiento a Dios. Y esto tanto más cuanto
que la liturgia de la Iglesia militante debe reflejar la mística liturgia de la Iglesia
triunfante en los cielos, la cual, según la describen Isaías y San Juan, canta en
torno al altar de Dios y al trono del Cordero el eterno canto de la gloria y de la
bendición.

Es verdad que en los siglos IV y V se manifestó en algunas partes de la Iglesia,


sobre todo entre los monjes orientales, una corriente que, basándose en la
doctrina de mortificación profesada por el cristianismo, se mostraba hostil al
canto, al que consideraba como un halago de los sentidos, llegando a
quererlo desterrar del culto. Niceto de Remesiana, en su obra De psalmodiae
bono, alude a tales corrientes extremistas cuando escribe: Sczo nonnullos, non
solum in nobis sed etiam in orientalibus esse partibus, qui superfluam nec minus
congruentem divinae religión! aestiment psalmorum et hymnorum
decantationem. Sufficere enim putant qtiod corde dicitur, lascivum esse si hoc
lingua proferatur. Pero, afortunadamente, prevaleció contra tales extremismos la
opinión de aquellos que no veían en el canto un elemento profano y mundano,
sino un factor de gloria de Dios y edificación de los fieles. San Basilio, San
Ambrosio y San Juan Crisóstomo fueron sus mejores apologetas.

Según eso, la música y el canto no son arte pura, un accesorio de belleza en la


liturgia cristiana, sino un arte sagrado, un elemento litúrgico en sentido
propio y verdadero, con carácter no de canto privado, sino social y colectivo, y
que concurre con los demás elementos, ante todo, a la glorificación de Dios
y, subordinadamente, al provecho de las almas. Por eso, la música sagrada no se
presenta solamente con sonido melódico, sino sobre todo con las palabras del
texto sagrado, palabras que ella acentúa maravillosamente por medio de la
melodía y las funde en una única expresión.

Los Orígenes del Canto Litúrgico.

Es de todos conocido cómo, desde los tiempos apostólicos, el canto de los salmos
de David, de los himnos y cánticos inspirados, fue un elemento ordinario de las
primitivas sinaxis litúrgicas. En este punto no hay lugar a duda. La incertidumbre
empieza en cuanto se quiere determinar el modo como entonces se cantaba o, en
otras palabras, el género de música que debían modular los primeros cantores
cristianos.

Para llegar, si cabe, a algún resultado concreto en esta materia, es preciso no


olvidar que el cristianismo había nacido y crecido en un ambiente judaico y que,
al separarse de éste y salir de Palestina, entró en contacto con la civilización
greco-romana. Ahora bien: el arte helénico y el culto judío sobre todo poseían sus
propias formas musicales, a cuya influencia no podía substraerse de ninguna
manera el nuevo culto cristiano.

El canto en la sinagoga era puramente mono melódico, unísono, a ritmo libre, lo


ejecutase un solo cantor o un coro. Base del canto litúrgico eran los 150 salmos,
que ordinariamente se cantaban por un solo cantor o por un grupo de pocas
voces. El coro se limitaba a cantar en determinados salmos el Alleluia inicial y
final o a intercalar entre versículo y versículo una frase a guisa
de ritornello Filón, en un pasaje transcrito por Eusebio, hablando del canto de los
salmos entre los miembros de una secta judaica, los terapeutas, de Alejandría,
dice que cantaban con ritmos y melodías muy variados.
Además, en el patrimonio musical de los hebreos debían existir fórmulas
melódicas para las bendiciones, las oraciones, las eulogias, etc., tan frecuentes en
el ritual del templo y de las sinagogas. No faltaban, en fin, según una antigua
costumbre oriental, los iubili, es decir, grupos melismáticos cantados con las
vocales, que todavía usan los judíos modernos.

La música griega no se diferenciaba mucho de la hebrea, en la cual había influido


no poco desde tiempo atrás. Abarcaba tres géneros: el diatónico, que procede por
tonos y semitonos combinados según su natural sucesión, de modo que no haya
dos semitonos seguidos ni tampoco más de tres tonos consecutivos; el cromático,
que dividía un tono en dos semitonos; y, finalmente, el inarmónico, que, a su vez,
dividía el semitono en cuartos de tono. En tiempo de Cristo, el género
inarmónico había casi desaparecido; el cromático, por su carácter triste y
apasionado, se consideraba sensual, propio de gente afeminada; para el canto
coral se empleaba casi exclusivamente el género diatónico.

Con probabilidad, podemos suponer que la Iglesia primitiva, dando de lado al


género cromático al inarmónico, escogería el sistema diatónico griego para dar a
sus nuevos cantos una forma melódica clara, seria y bien ordenada, junto con
aquella distribución rítmica de tiempos y pies, binarios y ternarios, cuyas leyes
eran conocidísimas de los antiguos. En cambio, tomó de la sinagoga la melodía
propia del salmo responsorial y de los recitados litúrgicos (anáfora, oraciones,
lecturas, etc.) Querer precisar más, sería vano intento. En cuanto a los melismas
del canto aleluyatico, es muy verosímil que al menos algunos se cantasen en la
Iglesia primitiva. Puede deducirse no sólo de la tradición hebrea y de ciertas
expresiones de escritores antiguos, comenzando por San Pablo, sino también del
mucho uso que hicieron de los melismas los gnósticos en los siglos II y III, como
consta por los curiosos restos conservados en no pocos papiros y amuletos de
esta época. En ellos se ve que el canto melismático alterna con el recitativo, o
bien forma un grupo melódico que se desenvuelve sobre la última vocal de la
frase o versículo.

Las Formas Originales del Canto Litúrgico.

En la antigua liturgia cristiana, el libro de los Salmos fue, como lo había sido


entre los hebreos, la norma, el códice oficial y la base del canto
litúrgico. Durante los ágapes, las vigilias, las sinaxís estacionales, ciertamente
que se cantaban también composiciones de origen privado; pero el canto oficial
de la misa, el único propiamente tal que entonces existía, no conocía otro texto
fuera del Salterio.
La ejecución de la salmodia se encomendaba de ordinario a un solo cantor. Como
ya hemos indicado, esta forma, el solo salmódico, procedía directamente de la
liturgia del templo y de la sinagoga. Un cantor subía al ambón y entonaba el
salmo. A cada versículo, el pueblo le respondía con una frase a modo
de ritornello, breve y concisa, tomada las más de las veces del mismo salmo,
pero que expresaba de manera vigorosa un pensamiento dogmático, como Amen,
Alleluia, Gloria Patri et Filio... Este tipo de salmodia, llamada responsorial
(cantus, psalmus responsorius, grádale), es la más antigua en la Iglesia. Ya
Orígenes da cuenta de ella. Eusebio, refiriendo las noticias de Filón sobre el
canto responsorial de los judíos terapeutas, añade que entre los cristianos se hace
otro tanto. Y San Atanasio, narrando un episodio de su arresto frustrado, escribe:
"Ocupé mi sitial y mandé al diácono que dijese un salmo, y a la asamblea que
respondiera con Quoniam in saecula misericordia eius." En efecto, todo el
pueblo se unía con el solista en la respuesta, formando, sin distinción de edad ni
de sexo, una sola voz. "Iniciado el salmo — observa San Juan Crisóstomo —,
todas las voces se unen, formando un armonioso coro. Jóvenes y viejos, rizos y
pobres, mujeres y hombres, esclavos y libres, todos tomamos parte en la melodía.
En los palacios de los reyes, todos están en silencio... pero aquí, cuando el
profeta habla, todos respondemos, todos cantamos." El misal romano ha
conservado un hermoso ejemplo de salmodia responsorial en el cántico de los
tres niños Benedictas es Deus, de la antiquísima misa de vigilia del sábado de las
cuatro témporas; en él se repite a cada versículo: et laudabilis et gloriosus in
saecula.

Consta con certeza que hacia la mitad del siglo IV, con la paz otorgada a la
Iglesia, con el consiguiente desarrollo del culto litúrgico público, el arte de la
salmodia responsorial tuvo un incremento extraordinario. Sobre el fondo de las
antiguas melopeyas tradicionales, los solistas cristianos aprovecharon lo más
noble y puro del arte greco-romano para producir modulaciones y melismas tan
espléndidos y complicados, que suscitaron en algunos, como en San Agustín, una
especie de escrúpulo por razón del atractivo irresistible de aquel arte. De
hecho, el cantor, que por lo regular pertenecía al orden del diaconado,
siendo una personalidad litúrgica muy importante, tenía en esta época aún
muchísima libertad tanto en el modo de emplear las fórmulas tradicionales como
en la elección de los adornos que les añadían. Esta costumbre existe aún hoy día
entre los orientales y los judíos. Cada cantor alarga o abrevia las modulaciones
según su gusto personal, según la flexibilidad mayor o menor de su garganta y
según el grado de solemnidad de la fiesta.

Algunas inscripciones romanas de los siglos IV-V recuerdan y alaban el arte de


los solistas. En el epitafio autobiográfico de un cierto obispo León se
lee: Psallere et populis volui modulante propheta. Y en el de un diácono por
nombre Redentor: Dulcía nectareo promebat mella canore, prophetam celebrans
placido modulamine senem. Otro diácono romano llamado Sabino, que vivió a
fines del siglo IV, quiso que escribieran sobre su sepulcro: Ast ego qui voce
psalmos modulatos et arte diversis cecini verba sacrata sonis.

Todos los Santos Padres celebran unánimemente el encanto y la belleza


fascinadora de la salmodia eclesiástica. Son famosas las palabras de San
Agustín: Cuántas veces lloré oyendo tus himnos y tus cantos, profundamente
conmovido por la voz de tu Iglesia, voz que resonaba suavemente y penetraba en
mis oídos, mientras la verdad se iba insinuando en mi corazón; tiernos afectos
encendían mi alma y lágrimas saludables brotaban de mis ojos!"

Musicalmente afín a las melodías de la salmodia era el canto pascual


del Alleluia, que en Roma fue introducido en la misa, de Hierosolymorum
traditione, por el papa San Dámaso (366-384). San Agustín afirma que se
cantaba solemniter o, como en otro lugar dice, mediante iubilationes, o sea
fórmulas rítmicas melismáticas. Quz iubilat — escribe el santo Doctor —
non verba dicit, sed sonus quídam est laetitiae sine verbis; non est ením animi
diffusa laetifia, quantum potest exprimentis affectum, non sensum
comprehendentis. Gaudens homo in exultatione sua ex verbas qui· busdam, quae
non possunt dici et intelligi, erumpit in vocem quamdam exultationis sine verbis,
ita ut afrfrareat eum ipsa voce gaudere quidem, sed quasi repletum nimio
gaudio, non posse verbis explicare quod gaudet. Por este y otros textos
semejantes, se deduce que, en un principio, el canto del Alleluia era
independiente de todo verso salmódico. Fue más tarde, alrededor de los siglos V-
VI, cuando Roma añadió a ellos uno o más versículos para cercenar un poco la
exuberante riqueza de los "júbilos" aleluyáticos. A pesar de todo,
el Alleluia sigue siendo el canto más rico y florido del repertorio litúrgico.

El siglo IV, que inauguró el esplendor del canto litúrgico, vio asimismo
difundirse triunfalmente en la Iglesia otra importantísima forma de canto
sagrado: la salmodia antifonal. Consistía ésta en cantar los versículos de los
Salmos, alternando, entre dos coros. Este sistema, conocido ya de antiguo por los
judíos y los griegos y practicado en los siglos II y III, según parece, en las
iglesias de Siria oriental (Mesopotamia), lo introdujeron por vez primera en
Antioquía (348-58) Flaviano y Diodoro, dos jefes seglares de una hermandad de
ascetas muy floreciente en aquella ciudad. Ambos fueron después obispos. Hi
primi — escribe Teodoreto — psallentium choros duas in partes diviserunt et
davidicos hymnos alternis canere docuerunt.

Hemos de suponer, sin embargo, que la salmodia antifonal revestía dos formas
distintas, según que los dos coros cantasen cada uno un versículo diverso del
salmo (y esto probablemente es lo que hacían al principio en Antioquía, donde
los ascetas y las vírgenes estaban familiarizados con el Salterio) o que un coro de
cantores amaestrados ejecutase el salmo completo, intercalando el otro coro
después de cada versículo un verso breve (antífona) siempre igual. Este segundo
modo se hizo más general, debido a que el pueblo no podía saberse de memoria
todos los salmos ni tener siempre muchos códices a su disposición. Viene a
confirmar esto mismo el testimonio de Sozomeno, el cual, narrando el traslado de
los restos de la mártir Santa Babila a Dafne, cerca de Antioquía (362). dice
que praecinebant coeteris u qui psalmos apprime callebant; multitudo deinde
respondebat cum concentu, et huno versiculum succmebat: Confusi sunt omnes
qui adorant sculptilia, qui gloriantur in simulacris.

La introducción de la salmodia antifonal constituyó en Antioquía un éxito


clamoroso, difundiéndose en breve tiempo por todas partes, a excepción de los
monasterios del Sinaí. San Basilio da fe de la existencia del nuevo canto en
Cesárea en el 375; la Peregrinatio lo registra en Jerusalén hacia el 417;
Sozomeno acusa su presencia en Constantinopla en tiempo de San Juan
Crisóstomo. En Occidente fue el papa Dámaso (366-384) quien probablemente
lo hizo adoptar en Roma después del concilio del 382, en el que se hallaron
presentes muchos obispos griegos y sirios. Constituit -dice el Líber pontificalis-
ut psalmos die noctuque canerentur per omnes ecclesias, qui hoc praecepit
presbyteris vel episcopis vel monasterios. En Nola (Campania), hacia el 400, la
nueva salmodia florecía en las comunidades de varones y vírgenes que el obispo
San Paulino había fundado junto a la basílica de San Félix. En Milán, como narra
San Agustín, inició la antifonía San Ambrosio cuando en el 386, por la
persecución de la emperatriz Justina, estuvo encerrado dos días enteros en la
vieja iglesia orando con sus feligreses. Tune hymni et psalmi ut canerentur
secundum morem orientalium partium, ne populus moeroris taedio
contabesceret, institutum esí. Y más claramente lo dice Paulino, el biógrafo de
San Ambrosio: Hoc in tempore primum antiphonae hymnique ac vigiliae
celebran coeperunt, cuius celebritatis deootio usque in hodiernum diem, non so
lum in eadem, ecclesia, verum per omnes pene occidentis provincias manet.

Adviértase que las innovaciones litúrgico-musicales de San Ambrosio, aunque


ocasionadas por aquella circunstancia excepcional, habrían necesitado algún
tiempo para imponerse. Paulino, en efecto, dice hoc in tempore, por aquel
tiempo. Resulta imposible creer que la elaboración del antifonal y del libro de
himnos ambrosianos, así como de los oficios de vigilia, hayan sido obra de
cuarenta y ocho horas.

Otra forma de salmodia, ciertamente no tan antigua como la anterior, pero


realmente distinta de la responsorial y de la antifonal, era el cantus in
directum, o directaneus, que consistía en ejecutar el salmo entre dos coros, pero
sin intercalar responsorios ni antífonas. Hablan de ella Casiano y San Benito, el
cual la prescribe para las horas diurnas y las completas cuando el número de
monjes sea escaso. Sí maior congregatio fuerit cum antiphonis
dicantur (Psalmi); si oero minor in directum psallantur.

Parecida a la descrita era otra forma de canto, el tractus, que corría


exclusivamente a cargo de la habilidad de un solista, sin participación ninguna de
la asamblea. El solista comenzaba un salmo y lo cantaba hasta el final
(fractim), mientras todos los presentes escuchaban en silencio. Era el canto usado
en las prolongadas vigilias de los monjes egipcios, durante las cuales, como
atestigua Casiano (+ 435), los monjes meditaban y trabajaban tejiendo esteras.

El movimiento musical, que, como ya hemos dicho, recibió a finales del siglo IV
un impulso tan vigoroso en el campo litúrgico en toda la Iglesia, debía conducir
necesariamente no sólo a una evolución y mayor perfeccionamiento de la antigua
melopeya salmódica, sino, sobre todo, a la creación de nuevas fórmulas
melódicas para uso del pueblo y de las escuelas monásticas. Es posible
reconstruir con alguna probabilidad, en el repertorio gregoriano tradicional,
alguno de los textos melódicos que debieron entonces estar en uso en al servicio
litúrgico? Gastoué cree que sí. San Agustín, por ejemplo, cita con frecuencia en
sus obras versículos de salmos que el pueblo cantaba como ritornello así en el
canto responsorial como antifonal. Ahora bien: un buen número de tales textos y
otros análogos se encuentran en el canto romano y ambrosiano con melodías
silábicas bastante sencillas, y precisamente en aquellos oficios que constituyen el
fondo más antiguo de ambas liturgias.

Sabido es además cómo, recorriendo el repertorio gregoriano, se encuentran un


buen número de textos, en su mayor parte antífonas, que con ligeras variantes
reproducen algunos ternas melódicos característicos.

Tanto Gastoué como Leclercq no dudan en afirmar que en tales tipos melódicos
fundamentales se hallan restos preciosos del antiquísimo repertorio musical.

El Año Litúrgico.
1. Preliminares.
El Ciclo del Tiempo y el Ciclo de los Santos.

Dos son las principales obras con las cuales Dios ha manifestado a los hombres
su omnipotencia y su bondad: la creación y la redención. La Iglesia le alaba por
ellas, conmemorándolas incesantemente en su liturgia; la creación, con el
servicio eucológico semanal, cantado admirablemente en los himnos vespertinos
de San Gregorio; la redención, con el ciclo anual del tiempo, que se desarrolla
desde la primera dominica de Adviento hasta la última dominica después de
Pentecostés, evocando sucesivamente todos los misterios de la vida de Cristo: su
nacimiento, sus epifanías, su actividad apostólica, su pasión y muerte, su
resurrección, su vuelta al Padre, la venida del Espíritu Paráclito, mandado por El
para fecundar su Iglesia. El ciclo semanal tiene, por tanto, un carácter
eminentemente trinitario, mientras el anual es preferentemente soteriológico y
escatológico; uno y otro, sin embargo, tienen concretamente por objeto a Dios en
sus manifestaciones de poder y de amor.

Este carácter del año litúrgico, de ser memorial de las obras de Dios y de los
misterios de Cristo, se remonta a sus mismos orígenes, porque fue impuesto por
Cristo a su Iglesia. Cristo mismo mandó a los apóstoles que la celebración
eucarística fuese reproducción y recordatorio de lo que El había hecho. En efecto,
el marco de tiempo, lugar y rito en el cual fue celebrada desde la primera
generación cristiana está calcado en la cena dominical. La dominica nace como
conmemoración semanal del gran día de la resurrección de Cristo, y el primer
núcleo del año litúrgico está constituido por la reproducción de lo que Cristo
hizo en su pasión, muerte y resurrección: la Pascha crucifixíonis y la Pascha
resurrectionis. Era el misterio fundamental de la nueva fe, al cual se asoció en
seguida, en la liturgia, el de Pentecostés; eran dos puntos luminosos de historia
reciente que se unían y completaban mutuamente; recuerdo ciertamente de
antiguas fiestas hebraicas, pero ya reabsorbidas en un significado y contenido
radicalmente diverso.

La solemnidad pascual era demasiado grande para no exigir una preparación;


prolongada, después, en los cincuenta días de alegría hasta Pentecostés,
reclamaba necesariamente un contrapunto adecuado. Y he aquí que surge (s. II-
IV) un período de preparación a la Pascua de carácter penitencial, que, de pocos
días en un principio, se extendió, poco a poco, a una, tres, seis semanas
(Cuaresma), y, finalmente, a tres dominicas precuaresmales.

Entre tanto, los grandes debates cristológicos que agitaron la Iglesia en el siglo
IV contribuían a hacer resaltar mejor también en la liturgia los misterios que
afectan a la persona de Cristo. Vemos así introducirse en Roma y en Oriente, si
bien en días distintos, la fiesta de Navidad con sus tres epifanías (los Magos, el
bautismo en el Jordán, las bodas de Cana), que rápidamente adquirió difusión y
prestigio, y, a semejanza de la Pascua, se enriqueció con un período preparatorio
(Adviento, s. V-VI) y más tarde, con el Ipapante, de una cuadragésima
conclusiva. Encontramos, por tanto, ya en el siglo VI, esencialmente organizados
los dos grandes ciclos litúrgicos, pascual y natalicio, que constituirán en adelante
los dos polos en torno a los cuales gravitará el conjunto de las fiestas
universalmente celebradas en la Iglesia católica.

En tiempos más cercanos a nosotros fueron instituidas otras solemnidades,


preferentemente de carácter cristológico, como la Trinidad, el Nombre de Jesús,
el Corpus Christi, el Sagrado Corazón, la Preciosísima Sangre, Cristo Rey; pero,
aunque adquirieron rango de importancia, todos fueron engastados en los dos
ciclos dichos y subordinados a ellos.

2. En torno a ellos, y sirviéndose de ellos como de fondo, comienza a brillar ya


desde el siglo II, con las primeras conmemoraciones de los mártires, otro ciclo,
el ciclo hagiográfico o de los santos. Pero, en verdad, la esperanza de
una resurrección gloriosa, de la cual la resurrección de Cristo había sido el
prototipo, asoció en seguida el concepto de la deposítio de los difuntos, y en
especial de los mártires, a aquel de la solemnidad dominical; de suerte que San
Ignacio de Atioquía escribe a los romanos que no desea ya otra cosa sino morir y
que el anuncio de su martirio les llegue antes de la ofrenda del divino sacrificio, a
fin de que todos a una puedan dar gracias al Señor por haber ensalzado al obispo
de Siria al cielo de su ciudad.

El culto litúrgico de los mártires, que fue el primer anillo del ciclo hagiográfico
fue en un principio unido con la liturgia funeraria de las catacumbas. Lo
comprueban todos los datos contenidos en los antiguos calendarios, comenzando
por el feríale filocaliano; no hay que maravillarse, por tanto, si durante mucho
tiempo su culto conservó los caracteres de ella. La celebración de las fiestas de
los mártires y después las de los santos obispos que habían ilustrado la propia
sede era totalmente local, es decir, restringida a las memorias erigidas sobre sus
sepulcros. En Roma, por ejemplo, fuera del cementerio de Calixto o de Priscila,
cuando se celebraba el aniversario de algún mártir, la fiesta no tenía ninguna
expresión litúrgica; de forma que mientras los devotos se agrupaban fuera
del promerium para tomar parte en la solemnidad cementerial, el clero dedicado
al servicio de los títulos urbanos continuaba en ellos la celebración de los oficios
divinos según el acostumbrado ciclo hebdomadario.

Sucesivamente (s. VII-VIII), al multiplicarse los altares dedicados a los mártires


y a los santos confesores, que guardaban sus reliquias, también sus fiestas se
multiplicaron y se extendieron; la reforma litúrgica carolingia (s. IX).
La repartición de las fiestas litúrgicas según los varios ciclos arriba mencionados
es más bien de orden descriptivo o didáctico. En realidad, el ciclo litúrgico es
uno solo: la Pascua. En efecto, el ciclo de la encarnación (Navidad), así en el
plan de la Providencia como en el pensamiento de la Iglesia, está subordinado
al ciclo de la resurrección (Pascua). El Hijo de Dios se ha hecho hombre para
redimirnos: propter nos et propter nostram salutem. Las fiestas de la Virgen y de
los santos no están separadas de aquel ciclo cristológico, sino que forman parte
integrante de él, ya que el sacrificio cruento sufrido por los mártires y el
sacrificio incruento de los confesores está esbozado en torno a la pasión de
Cristo; no la pasión histórica, se entiende, sino aquella que se desarrolla y se
perpetúa en la Iglesia a través del misterio redentor de la misa.

El año litúrgico en la Iglesia Oriental.

El año litúrgico de la Iglesia oriental concuerda substancialmente con el de la


Iglesia latina; pero en los detalles se pueden observar muchas y sensibles
diferencias, debidas al largo y diverso desenvolvimiento histórico que les
imprimió el ambiente bizantino a la índole de los diversos pueblos y, sobre
todo, a la menor influencia litúrgica de la Iglesia de Roma. Es muy oportuno, por
tanto, dar una idea, al menos detallada, de él, eligiendo como tipo de
comparación el rito actual de la Iglesia griega o bizantina, que entre todos los
ritos de Oriente, es el que más vasta zona de difusión ha alcanzado y se sigue
en las parroquias ítalo-griegas da Calabria y Sicilia.

Los griegos comienzan el cómputo de su calendario eclesiástico con el 1 de


septiembre, tenido por ellos come el día en que fue creado el tiempo, y en el
cual Jesús, en la sinagoga de Cafarnaúm, dio comienzo a su actividad
apostólica. En la semana conservan los días feriales tradicionales del miércoles y
del viernes, en los cuales rige siempre la obligación de la abstinencia; en cambio,
el sábado tiene carácter festivo, con exclusión del ayuno también en Cuaresma,
excepto el Sábado Santo.

Todas las fiestas están inscritas en dos grandes ciclos anuales:

A) Ciclo del tiempo, con la Pascua en el centro.

B) Ciclo de los santos.

Ciclo del tiempo.

El ciclo temporal o dominical está dividido en tres secciones, que toman el


nombre de los libros en que se contienen los oficios:
Triodon, que comprende una serie de cuatro semanas precuaresmales y otra de
seis cuaresmales hasta el Sábado Santo. En particular, en la primera (dominica
publican et pharisaei, del evangelio del día) se anuncia la próxima Cuaresma; en
la segunda (dominica filii prodigi) se suprime el alleluia; en la tercera (dominica
carnis privii), desde el lunes está prohibido el uso de la carne y comienza el
ayuno. En efecto, desde este lunes hasta Pascua se cuentan cincuenta y seis días,
de los cuales, quitando los domingos y sábados, quedan precisamente cuarenta
días; en la cuarta (dominica casei) queda prohibido también el uso del queso. Es
ésta una característica del rito bizantino que no se encuentra en otros ritos
orientales.

De las seis dominicas de Cuaresma, la primera (dominica


orthodoxiae) conmemora el triunfo de la verdadera fe, obtenido con la
rehabilitación del culto a las sagradas imágenes, sancionado en el 842 por el
sínodo de Constantinopla; la tercera (dominica crucis adoratio) celebra
una solemne adoración de la cruz (igual a la que se hace el Viernes Santo entre
los latinos), a fin de que los fieles se estimulen a proseguir en las austeridades
cuaresmales; la cuarta se dedica al Santo Padre Juan Clímaco, el más popular de
los ascetas orientales, del cual se comienza a leer en los monasterios el famoso
tratado Κλίμαξ (scala), o Scala paradisi. Durante esta semana, que corresponde a
la mediana entre los latinos, el jueves los griegos cantan el prolijo "gran canon
penitencial," de San Andrés Cretense (+ 740), compuesto de 250 troparios e
intercalado con otras mil postraciones; después, en la noche del sábado, se canta
el célebre himno Acathisto (de α-καθνζο), porque se dice de pie), en honor de
Marνa Santísima, atribuido al patriarca Sergio, pero más probablemente obra de
San Romano, el gran himnógrafo del Oriente. La quinta conmemora a Santa
María Egipcíaca, modelo de penitentes; mientras el sábado sucesivo está
dedicado a la fiesta de Lázaro resucitado, de la cual habla ya la Peregrinatio.

Con la sexta (dominica palmarum) comienza la santa y grande semana, celebrada


por los Padres ya desde el siglo IV, durante la cual el jueves, viernes, llamado la
"gran parasceve," y sábado se conmemoran y celebran, como entre nosotros, los
misterios de la pasión y muerte del Señor, comenzando por el lavatorio de los
pies hecho en la última cena. En particular aparecen como propias de los griegos:

a) La solemne pannuchia, celebrada la noche del jueves al viernes, llamada


vigilia sacrarum passionum porque en ella se leen las narraciones de la pasión
escritas por los cuatro evangelistas, concordadas en una sola, subdividida en doce
grandes perícopas; está intercalada por largas oraciones y por el canto de
conmovedores troparios. El rito estaba ya en vigor durante el siglo VII.
b) La procesión que se hace durante la noche del viernes al sábado en honor de
Jesús muerto, cuya imagen, depositada entre flores sobre una urna, es llevada
triunfalmente por las calles de la ciudad, honrada con muchas luces y por el canto
del salmo 118, Beati immaculaÍi in via, a cada versículo del cual se introduce un
tropario.

c) La grande y luminosa vigilia de Pascua, que se prolonga por medio de


oraciones y lecturas hasta la aurora, que es cuando el sacerdote, apareciendo en la
puerta especiosa del iconostasio y teniendo el evangeliario sobre el
pecho, anuncia al pueblo la resurrección. Después de esto besan todos la cruz
esculpida en la cubierta del libro santo y se dan alegres y contentos el beso de
paz, diciendo: Christus surrexit; a lo que se contesta: Surrexit veré.

Penfecostarion (πεντεκωσταριον) que comprende los oficios de la


quincuagésima pascual, es decir, desde el día de Pascua hasta la octava de
Pentecostés. De un modo especial en la dominica de Pascua, la reina de todas las
fiestas, los griegos cantan solemnemente, período por período, el comienzo del
evangelio de San Juan, repitiendo cada período en varias lenguas. La solemnidad
de Pentecostés termina por la tarde con un oficio penitencial, destinado a expiar
los abusos cometidos durante el período de la alegría pascual. La siguiente
dominica, día de la octava, se destina para la fiesta de Todos los Santos, que
corresponde a la nuestra del 1° de noviembre.

Ochtoecos (οκτώηχος, de ήχος, tono musical). Es el libro que contiene los oficios


o cαnones del canto, los cuales se suceden desde el segundo domingo después de
Pentecostés hasta el nuevo comienzo del Tríodzon, dispuestos según los ocho
tonos melódicos eclesiásticos, de forma que, terminada la serie, se vuelve a
comenzar desde el principio se atribuyen a San Juan Damasceno (+ 749); pero
más bien que autor parece que fue el reformador. El Ochtoecos propiamente
dicho contiene solamente el oficio de la dominica; para los oficios feriales de la
semana, que se regulan y siguen el mismo tono dominical, es preciso echar mano
de un libro suplementario, el Paraclético, cuya organización definitiva se debe a
José el Himnógrafo (+ 833), monje de Constantinopla. Los oficios divinos
dominicales que se encuentran entre la octava de Pentecostés y la fiesta de la
Exaltación de la Cruz toman siempre la perícopa evangélica del evangelio de San
Mateo, y se llaman por eso oficios de San Mateo; sin embargo, las que van desde
la fiesta de la Cruz hasta el primer domingo precuaresmal (Triodion) llevan el
texto de San Lucas (dominicas de San Lucas).

El período litúrgico del Ochtoecos es el que tiene menos fiestas de tiempo, y


éstas son las que celebra la liturgia romana. Se deben, sin embargo, notar algunas
diferencias particulares.
a) La fiesta de la Universalis Exaltatio venerandae et vivifícete Crucis (14 de
septiembre), de las más solemnes entre los griegos, celebrada en Oriente desde la
mitad del siglo IV, precedida y seguida de un oficio dominical, que sirve para
encuadrar la solemnidad. En esta fiesta, lo mismo que en el oficio dominical de la
Adoración de la Cruz (III de Cuaresma), se acostumbra a llevar triunfalmente en
procesión el símbolo de la Cruz colocado sobre unas andas, cubiertas de follaje y
de flores, que se distribuyen después a los fieles, que los conservan como un
sacramental.

b) La fiesta de Navidad (25 de diciembre) no tiene un período de preparación


litúrgica al estilo de nuestro Adviento; solamente en los dos oficios dominicales
anteriores se conmemoran todos los santos profetas y padres del Antiguo
Testamento que han profetizado y esperado al Cristo futuro. En compensación se
introdujo, desde el siglo VIII en adelante, la observancia de un ayuno mitigado
de cuarenta días (llamado por esto Cuaresma, como el de Pascua), que comienza
el 15 de noviembre y termina el 24 de diciembre. La fiesta de Navidad celebra
dos misterios distintos: el nacimiento de Jesús, conmemorado en el oficio
nocturno, y la adoración de los Magos, en el oficio diurno. El 26 de diciembre se
hace una especial conmemoración de la Virgen Madre de Dios y de San José,
conforme a la costumbre griega de recordar al día siguiente de ciertas grandes
solemnidades los santos personajes que tomaron parte en ellas.

c) La fiesta de la Epifanía (6 de enero) mira exclusivamente a exaltar la divina


manifestación de Cristo en su bautismo del Jordán. Es llamada por San Gregorio
Nacianceno sancta luminum dies porque en la noche anterior tenía lugar la
solemne bendición del agua y el bautismo de los catecúmenos. La bendición del
agua, posiblemente de río, lago o estanque, tiene lugar todavía hoy la tarde de la
vigilia, como prescribió ya desde el siglo V Pedro Fullón, patriarca de Antioquía,
usando una magnífica fórmula, atribuida a San Sofronio de Jerusalén (c.650),
pero que probablemente es, en gran parte, anterior a él. Terminado el rito, todos
se proveen de ella y la usan como agua bendita. Al 7 de enero sigue una
memoria, Sancti et gloriosi prophetae et praecursoris lohannis Baptistae.

d) La fiesta del Ipapante (2 de febrero; de ιπαπαντή, occursus) no tiene el


carácter mariano de la liturgia romana, sino que está toda dedicada al encuentro
de Jesús con Simeón y Ana en el templo; la conmemoración de estos dos santos
ancianos sigue inmediatamente al 3 de febrero.

Ciclo de los santos.

La Santísima Virgen, Madre de Dios (Θεοτσκος), goza de amplνsimo culto


litúrgico entre los griegos, que festejan los acontecimientos principales de su
vida (εορται Θεομητορικαι), y de manera más solemne, la asunción al cielo (15
de agosto), que titulan Dormítio SS. gloriosae Dominae nosirae Deiparae
semper virginis Mariae, a la que precede un ayuno de dos semanas. Otra fiesta
mariana muy importante, que se celebra el 2 de julio, es la Depositio pretiosae
vestís SS. Dominae nostrae Deiparae in Blachernis, famoso santuario, construido
en el siglo V, cerca de Constantinopla.

En cuanto a las fiestas de los santos, es de notar que el calendario bizantino


señala en rada día del año la memoria de varios santos, la mayor parte de origen
oriental, entre los cuales todos los profetas y los hombres más representativos del
Antiguo Testamento; faltan, por tanto, en absoluto los días llamados de ea. En
particular: a) La festividad de los santos apóstoles Pedro y Pablo; los corifeos, 29
de junio, equiparada al rango de las fiestas mayores y precedida de un ayuno de
variable duración, que va del lunes después de la octava de Pentecostés hasta el
28 de junio, b) El 4 de enero se celebraba colectivamente la fiesta de los 72
discípulos del Señor, que en los libros litúrgicos griegos son todos llamados
apóstoles; los doce, sin embargo, forman una serie más distinguida, y sus iconos,
por regla general, son venerados encima de las puertas de los iconostasios
alrededor de los del Salvador y de la Santísima Virgen. c) La fiesta de Todos los
Santos, mártires o no, se celebra en la dominica octava de Pentecostés, d) En un
oficio dominical de julio son conmemorados los Santos Padres que tomaron parte
en los seis primeros grandes concilios ecuménicos, y en otra de octubre, los
Santos Padres del Vil concilio ecuménico, celebrado en Nicea en el 754, en el
cual fueron condenados los iconoclastas y fue restablecido el culto de las
sagradas imágenes, e) La conmemoración de Todos los Fieles Difuntos se
celebra en el sábado del oficio dominical precuaresmal, y una segunda vez el
sábado vigilia de Pentecostés, llamado por eso el "sábado de las almas." En estos
días, como asimismo con ocasión de las sepulturas, tiene lugar la bendición de
los colivi, que después se distribuyen a los fieles y a los que participan en el
funeral.

La tarde anterior a las principales solemnidades, al final de la procesión que tiene


lugar en el interior de la iglesia, después de las primeras vísperas, el celebrante
bendice cinco panes pequeños, en memoria de la multiplicación de los panes
realizada por Cristo en el desierto, junto con un poco de trigo, vino y aceite, que
recuerdan la pequeña refección que acostumbraban a tomar los fieles antes de las
velas nocturnas. En efecto, en Rusia esta bendición va seguida inmediatamente
de los maitines y laudes, que los griegos, por el contrario, recitan la mañana
misma de la fiesta. Durante el canto de maitines se expone el icono de la fiesta
que se celebra y el celebrante con un pincelillo hace sobre las frentes de cada uno
una unción con aceite bendecido anteriormente. Después todos besan el
evangeliario, la mano del sacerdote y reciben como sacramental un trozo de pan
bendito.

Finalidad Sobrenatural del Año Litúrgico.

La Iglesia compuso laboriosamente a través de los siglos y compone hoy en día


las propias fiestas, según frase de Tertuliano, con la misma finalidad que ha
presidido el surgir y el organizarse del primer núcleo festivo. Los misterios de la
vida de Cristo, junto con las gestas de los santos, que fueron sus más fieles
imitadores, son para ella como un memorial, al cual todo cristiano debe
constantemente atender para realizar con Cristo y por Cristo la propia
formación sobrenatural. El año litúrgico no quiere ser, por tanto, una simple
reevocación histórica de los hechos de la redención, ni siquiera una gloriosa
reseña de heroicas figuras de santos. Más que una página de historia, es una
página de vida; de aquella vida divina para darnos la cual Cristo vino a la
tierra: Ut vitam habeant et abundantíus habeant.

Mas para que esto se realice es necesario establecer contacto entre Cristo
santificador y sus fieles. Este contacto vivo y vivificante fue establecido desde un
principio por la Iglesia en la misa y en los sacramentos.

El Cristo que se reproduce en la santa misa y se ofrece en el altar es el Cristo de


la encarnación en el seno de la Virgen, del nacimiento en Belén, de la vida
escondida en Nazaret; el mismo Jesús que en el cenáculo instituyó la
eucaristía; que sufrió, murió y resucitó y que subió al cielo y que allá arriba
junto al Padre perpetúa su sacerdocio. He aquí por qué en las varias
solemnidades del año, excepto en el oficio y en el prefacio diriascálico propio del
día, es siempre y sobre todo la misa la que sirve para celebrar los misterios de
Cristo y los aniversarios de sus santos. De igual manera, sea que la Iglesia
celebre las múltiples fiestas marianas, sea la consagración de sus sacerdotes y las
bendiciones nupciales sobre los nuevos esposos, es siempre el sacrificio
eucarístico el que constituye el rito central de la solemnidad, ya que por los
méritos de la cruz y de la plenitud de, la gracia que hay en Cristo cabeza afluye
todo carisma al organismo todo de la Iglesia, que es precisamente su cuerpo
místico, su verdadero pleroma, como la llama el Apóstol. Esta unión de los
cristianos a Cristo está bellamente expresada en la liturgia, que de cada altar
hace una especie de tumba, donde bajo la mesa palpitan los huesos de los
mártires, a fin de que asocien la humillación de su sacrificio capital a la pasión
del Señor.

De esta forma, la liturgia de los santos no resulta una liturgia colateral, sino que
se une y se injerta toda en la divina liturgia de los misterios de Cristo. En la única
liturgia cristiana revive Cristo: Cristo-Cabeza en la celebración de sus misterios
redentores; Cristo-Cuerpo en la celebración de la liturgia santoral. En
aquéllos, Cristo comunica a la Iglesia su vida; en ésta, la Iglesia ofrece por
Cristo al Padre la santidad que ha recibido de su Esposo.

Después, nada hay tan en función de los misterios de Cristo celebrados y


revividos en el ciclo litúrgico como los sacramentos, efectiva comunicación vital
del alma al gran misterio de la gracia, dada por Cristo en la encarnación y
participada a través de las siete arterias sacramentales. La liturgia de los
sacramentos se ha derivado, incluso históricamente, del año eclesiástico, y
ninguno ignora la íntima conexión del bautismo y de la eucaristía con el
misterio pascual, de las órdenes sagradas con las témporas, de la consagración
de los óleos sacramentales con el Jueves Santo, de la penitencia con el miércoles
de Ceniza y el Jueves Santo, del catecumenado con la Cuaresma, etc. Es decir, la
Iglesia no separa los sacramentos de los misterios de Cristo revividos en el ciclo
litúrgico, sino que están vinculados esencialmente y llevan su virtud santificadora
a las almas.

La escatología litúrgica.

El estudio sistemático del año eclesiástico y de las fiestas de los santos, esto es,
por decirlo con término técnico, de la eortología cristiana (de εορτή, fiesta), en su
significado originario y en su desarrollo histórico en las varias iglesias del
Oriente y del Occidente, es, sobre todo, una contribución de la ciencia histórica
moderna, iniciada por los grandes liturgistas de los siglos XVI-XVII y más
recientemente ampliada y profundizada por las investigaciones de la liturgia
contemporánea.

2. El Ciclo Semanal.

La semana, verdadera célula del año eclesiástico, ha formado el más antiguo


ciclo litúrgico. La Iglesia primitiva, recibiéndola como una institución sagrada de
la Sinagoga, retiene en líneas generales, es cierto, determinadas observancias
(ayuno en las ferias, reposo y servicio litúrgico el día de la fiesta); pero desde el
principio transformó substancialmente el carácter y los objetivos, convirtiéndola
en una institución cristiana con la conmemoración y celebración semanal de los
misterios de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo.

El Domingo.
El término domingo (dominica dies, κυριακή ημερα = dνa del Señor) para
designar el día que sucede al sábado y el primer día de la semana se encuentra va
al final del siglo I en la Didaché: die dominica autem convenientes... y en el
Apocalipsis de San Juan: Fui in spiritu in dominica die. En los otros escritos
neotestamentarios y subapostólicos, el domingo es indicado ya con las
perífrasis prima (dies) sabbati, una sabbati, dies octava, o bien con el apelativo
pagano de dies solis.

Sobre el origen del domingo, es decir, cuándo y cómo la prima sabbati llegó a


ser el día por excelencia del culto litúrgico cristiano, no tenemos datos precisos.
Probablemente esto tuvo lugar muy pronto. La primera Carta a los Corintios,
escrita alrededor del año 56 d.C., y el episodio de Tróade, que tuvo lugar dos o
tres años después, hacen pensar que en la mitad del siglo I en Grecia, Galacia y
Bitinia, y consiguientemente en Palestina y en Siria, la sinaxis dominical fuese ya
una institución consuetudinaria regularmente establecida en las comunidades
cristianas.

No menos incertidumbre reina en torno a los motivos que hicieron elegir este día.
¿Fue una formal decisión de los apóstoles? No lo parece, porque ningún
documento apostólico nos ha dejado este testimonio. ¿Fue una derivación de los
cultos solares, y en particular del mitraísmo, como quiere Loisy? La hipótesis
está desmentida por el hecho de que las provincias de Palestina, Siria y Grecia,
donde por primera vez se manifestó la observancia del domingo, fueron las
menos infectadas del culto de Mitra. ¿Fue una yuxtaposición del servicio
litúrgico cristiano al preexistente oficio judaico del sábado? Es una sentencia
bastante común. Los apóstoles y los primeros fieles, después de haber asistido al
culto sabático de la tarde en la sinagoga, se habrían reunido al caer de la noche;
es decir, cuando, concluido el día festivo, hasta los más lejanos podían ponerse
en camino, sin temor de infringir las meticulosas prescripciones rabínicas, para
celebrar todos juntos el nuevo sacrificio cristiano. La función debía de ser muy
larga, y, como sucedió en Tróade estando presente San Pablo, alargándose
fácilmente durante toda la noche hasta casi el alba del día siguiente. Una tercera
hipótesis ve en la institución del domingo la conmemoración y celebración
semanal de la resurrección de Cristo, una especie de Pascha hebdomadaria. Las
fuentes más antiguas confirman exactamente esta sentencia. Diem octavam in
laetitia agimus — leemos en el Pseudo-Bernabé — quo et lesus resurrexit a
moríais. Y más claramente todavía en San Justino: Die autem solis omnes simul
convenimus, tune quia prima haec dies est qua Deus... mundum creavit, tum quia
lesus Christus Salvator noster eodem die ex mortuis resurrexit. El milagro de
la resurrección, que había puesto el sello a la misión divina de Cristo y
formaba el núcleo de la predicación evangélica, había tenido lugar en la noche
de la prima sabbathi; las apariciones de Jesús resucitado a los apóstoles y la
venida del Espíritu Santo, también en el mismo día. No hay que maravillarse,
por tanto, si ya desde los primeros tiempos la noche entre el sábado y el domingo
fuese particularmente santificada, pasándola casi por entero en oración, en la
fracción del pan y quizá para muchos en la espera del retorno glorioso de
Cristo.

Por otra parte, estas íntimas relaciones entre la institución del domingo y el
misterio de la resurrección explican muy bien por qué este día haya conservado
siempre en la liturgia una impronta festiva de alegría, con exclusión absoluta de
cuanto parece tener carácter de penitencia o de luto; el ayuno, por ejemplo, y la
oración de rodillas. Die solis laetitiae indulgemus, decía a los paganos
Tertuliano; y en otro lugar: Die dominica ieiunium nefas ducimus vel de
geniculis adorare. Aún más: así como la resurrección, en el pensamiento de San
Pablo, era figura de la novitas vitae comenzada por el cristiano en el bautismo,
así el domingo fue considerado como el recuerdo semanal de la iniciación
cristiana.

En este concepto se funda la costumbre todavía en vigor de asperjar todos los


domingos con agua bendita el altar, el clero y el pueblo antes de la misa solemne
o parroquial. Idcirco singulis aspergimus dominicis — escribe Ruperto de Deutz
— quia in sacrosancta primae huius dominicae (Pascua) vespera baptismum
universaliter sancta celebrat ecclesia. Este uso, derivado de lo que prescribe ya
el VII Ordo romano (s.VI-VII) con ocasión de la bendición del agua bautismal,
existía en Roma y en las Galias hacía la mitad de siglo IX.

La conocidísima Admonitio synodalis, que en el siglo IX era ley en las Galias e


Italia, dice: Singulis diebus dominicis, ante missam, aquam, qua populus
aspergatur, benedicite ad quod vas propríum habete. De manera parecida se
expresa Hincmaro de Reims (+ 882) en su Epistula synodica y algo después
Raterio de Verona (+ 974) en sus Estatutos Pero todavía antes del siglo IX estaba
vigente en algunas comunidades monásticas el uso de asperjar todos los
domingos ante missam los varios lugares del monasterio: el claustro, las celdas,
etc. Sucesivamente, la procesión hecha en esta circunstancia asumió también en
las iglesias seculares una solemnidad particular.

Aún se mantiene hoy día en las iglesias catedrales y en muchas iglesias


parroquiales. El misal y el ritual señalan las rúbricas.

Con la introducción del dies dominica, éste fue por eso mismo el día designado
para la celebración solemne y oficial del sacrificio de la ley nueva, la misa; y, sin
duda, los fieles, ya desde el principio, tuvieron como un estricto deber el tomar
parte, como lo hacían al servicio sabático de la sinagoga. Die dominica
convenientes — dice la Didaché — frangite panem et gratias agite... uí sií
mundum sacrificium vestrum. San Justino, hablando de la sinaxis litúrgica
dominical, señala el carácter obligatorio: Solis die, ut dicitur, omnium sive urbes,
sive agros íncolentium in eundem locum fit conventus. También Tertuliano hace
resaltar la importancia: Ethnicis semel annus dies quisque festus est; tibí octavus
quisque dies.

Las actas de los mártires de Abitinia (a.304, junto a Mambressa, África),


condenados por haber sido sorprendidos en casa de un sacerdote, Félix, mientras,
contrariamente al edicto de Diocleciano, asistían a la misa dominical, contienen
las respuestas unánimes de los 44 mártires: Collectam gloriosissime
celebrabimus... quoniam sine dominico esse non possumus... Non potest
intermitti Dominum. La asistencia a la misa dominical era, si no una ley, un
grave deber que los cristianos fervientes observaban aun con peligro de la vida.

No faltaban, sin embargo, los negligentes. Ya San Ignacio de Antioquía se


lamenta, y el concilio de Elvira (303) nos ha dejado las primeras sanciones
penales sobre el particular: Sí quis in civitate positus tres dominicas ad ecclesiam
non accesserit, frauco tempore abstineat, ut correptus esse videatur. Es de notar
que el concilio no declara si la función a la cual el fiel debe asistir sea la misa,
pero es probable el suponerlo, si bien el antiguo uso oriental, aún en vigor, no
hacía distinción, para los fines de la santificación de las fiestas, entre el
sacrificio eucarístico propiamente dicho y los otros oficios litúrgicos, por
ejemplo las vísperas.

De todos modos, después del siglo V la disciplina se precisa, y son numerosos los


Padres y los concilios que reclaman el deber de participar en el Dia del
Señor (domenica). El concilio de Agde, que tuvo lugar en 506 bajo la
presidencia de San Cesáreo de Arles, con una disposición que se encuentra
repetida en muchos sínodos posteriores, insiste en la obligación de oír la misa
entera, es decir, desde las lecturas hasta que el obispo, dicho el Pater
noster, impartía a los presentes la solemne bendición que, según el uso galicano,
precedía inmediatamente a la sagrada comunión: Missas die dominico a
saecularibus totas teneri speciali ordinationi praecipimus; ita ut ante
benedictionem sacerdotis egredi populus non praesumat. Qui id fecerint, ab
episcopo publice confundantur. En algunos lugares donde la publica confesio o
alguna pena parecida no impresionaba a los transgresores del precepto dominical,
se recurrió a medidas mucho más enérgicas y eficaces: el azote y una multa
pecuniaria a beneficio del fisco y de la Iglesia.

En la Edad Media, cuando ya la Iglesia había penetrado de su espíritu toda la


vida, se pedía además que los fieles asistiesen a la misa en ayunas. La
prescripción era probablemente un resto de la costumbre antigua de recibir la
comunión junto con el celebrante. San Valeriano en 622 reprendía a sus
hermanos de sangre: Admiror cur ante missarum solemnia bibere praesumpsistis;
y el penitencial de Milán castiga así a los transgresores: Sí quis prorsus missae
interfuit, paenitens erit dies tres in pane et aqua. Más tarde, el ayuno se extendió
en la forma de que las tabernas no se abriesen antes de terminada la misa, para
evitar que alguno, ya desde la mañana, se abandonase a las intemperancias.
Todavía en el siglo XV un canon del sínodo de Bressanone declara: Sicut enim
celebrans debet esse ieiunus, ita et audientes...; quare tabernaríis et coquis
inhibeatur ne, non necessitatis causa, oendant ante finem missae osculenta et
poculenta.

No hay que olvidar además que hasta todo el siglo XIII los fieles de ordinario
estaban obligados a la misa dominical no en una iglesia cualquiera, sino en la
propia parroquia. Esta en origen fue la iglesia oficiada por el obispo o por uno en
su lugar, adonde en los días de fiesta concurría todo el pueblo y el clero también
de las otras iglesias urbanas para la misa pública o estacional. Después del siglo
V, con el progresivo extenderse del cristianismo en las zonas rurales, las iglesias
adquirieron una parte de aquellas facultades litúrgicas que hasta entonces eran
privilegio exclusivo de la iglesia episcopal urbana, el bautismo sobre todo, la
confesión y la misa dominical. Respecto a esta última, los decretos sinodales son
numerosos, especialmente después del siglo XII. Un concilio de Nantes (658)
sancionaba la obligación de que los titulares de las parroquias debían despedir de
sus iglesias en los domingos y fiestas a aquellos fieles extraños que hubiesen
pretendido asistir a la misa fuera de la propia iglesia.

Parecidas prescripciones se encuentran en la carta sinodal de Teodolfo de Orleáns


(+ 821) y más tarde en los decretos del concilio de Tolosa (1129), Arles (1260),
Cognac (1260), Buda de Hungría (1279), Aviñón (1282), Tréveris (1310) y
Rávena (1311).

En cuanto a la institución del descanso dominical, algunos lo hicieron una


institución primitiva, argumentando del hecho de que la abstención de las obras
serviles era ley severa para los hebreos, la cual además encontraba eco en
análogas costumbres paganas. Ahora bien: esto por lo menos no encuentra apoyo
en los más antiguos escritores cristianos; más aún, tropieza con una seria
dificultad. Puesto que la mayor parte de los fieles podían intervenir con cierta
facilidad en las reuniones nocturnas dominicales, es difícil suponer que muchos
de ellos, obligados por su condición al trabajo, pudiesen abstenerse de él sin
peligro. El descanso1 dominical se impuso más bien poco a poco y gradualmente
con la penetración cada vez mayor del cristianismo en la sociedad.
La Didascalia, escrita alrededor de la mitad del siglo III, no lo conoce
todavía: Omni die et omni tempore, si non estis in ecclesia operibus oestris
studete. Orígenes, en cambio, que escribía a Cesárea hacia el 244, es el primero
que recuerda, entre las observaciones del sábado cristiano, la abstención de las
obras: Qualis debet esse christiana Sabbatí observatio videamus. Die sabbati
nihjl ex ómnibus mundi aciibus oportet operan. Si ergo desinas ab ómnibus
saecularibus operibus et nihil mundanum geras...  Concedida la paz a la Iglesia,
Constantino transformó en ley (321) aquello que ya era para los cristianos una
costumbre bastante difundida. El prohibió en el domingo todo proceso forense y
todo trabajo mecánico (artium officia), pero permitió el cultivo de los campos:
Omnes iudices urbanasque plebes, et cunctarum artium officia venerabili die
solis quiescant; ruri tomen potiti agrorum culturae libere libenterque inserviant.
Mucho más rigurosas se mostraron algún tiempo después la Constituciones
apostólicas: Constituimus ut servi quinqué diebus opus faciant, sabbato autem et
dominico die vacent in ecclesia propter doctrinam religionis 7. Estas
disposiciones, que miraban a prohibir en el domingo todos los trabajos pesados,
propios entonces de los esclavos, y más tarde, después de las invasiones bárbaras,
de los siervos de la gleba, se mantuvieron substancialmente hasta en tiempos
posteriores. De ordinario, los numerosos decretos, ya sean de los concilios, ya
sean de la autoridad secular, conminaban penas severas contra los transgresores
del descanso festivo: Si dominico die — dice un sínodo de Narbona del 589
— quisquam praesumpserit faceré, si ingenuus est, det comiti civitatis solidas
sex; si servus centum flagella suscipiat.

Una leyenda que tuvo larga difusión en la Edad Media, derivada quizá de la
apócrifa Apocalipsis de San Pablo (s. IV), ponía una especie de reposo dominical
también en el infierno y en el purgatorio. Tanto a los condenados como a las
almas del purgatorio, Dios en el día de fiesta concedía una pausa al cotidiano
ritmo de su castigo, que comenzaba de nuevo el lunes apenas el primer hombre
hubiese comenzado el trabajo. Ricardo de Cremona se hace eco de esta creencia
cuando advierte al sacerdote que el domingo no conviene recordar en el memento
de los muertos el nombre de los difuntos, quia creduntur animae tune
observatione dominica réquiem habere. La celebración de una misa votiva el
lunes consagrada a los difuntos, prescrita con frecuencia por los sínodos
medievales y recordada aun hoy día por las rúbricas del misal, tiene precisamente
este origen: "a fin de que observa Beleth el día en el cual los difuntos ad poenas
sólitas et ad laborem redeunt aliquo modo eorum laboribus subveniatur." Hoy
día, la Iglesia le da otro significado muy distinto.

Como día del Señor, el domingo fue, por su misma institución,


exclusivamente consagrado al culto de Dios. Cuando se introdujeron en el ciclo
litúrgico las fiestas de los santos, la celebración dominical mantuvo sobre ellos
un derecho preferente. Es conocido por lo demás que en un principio las escasas
conmemoraciones de los mártires no tenían de propio más que la lectura de su
pasión en la iglesia que conservaba las reliquias. Bastaba a los antiguos para
honrarlas que la eucaristía fuese celebrada en su sepulcro, sin necesidad de
agregar colectas u otra cosa en su memoria, excepto la conmemoración oficial en
los dípticos. El formulario de la misa quedaba por esto siempre invariable; éste
no había adquirido todavía la variedad de trazos que tuvo después en el siglo IV,
y que fueron puestos en relación con la fiesta del santo, de manera que
constituyesen un formulario verdadero y propio. La fiesta, de todos modos,
continuó manteniendo un carácter local, sin ninguna pretensión de substituir la
fiesta oficial regular del domingo. Esta fue durante siglos la regla seguida por la
Iglesia. Cuando después del siglo X, con el introducirse de las misas votivas
semanales, fue asignada al domingo la de la Santísima Trinidad, si bien esto era
en sí irreprensible, sin embargo, no faltaron escritores y concilios que justamente
reclamaron el respeto a los formularios tradicionales.

La preeminencia litúrgica del domingo y quizá un no indiscreto deseo de


variedad llevó a contrasellar los numerosos domingos del año con fórmulas
propias. Esto debió de suceder sobre todo para los dos solemnes domingos de
Pascua y de Pentecostés, y después para algunos otros, a medida que iban
perfeccionándose los ciclos litúrgicos. Los domingos de Adviento fueron
probablemente les primeros en el transcurso del siglo V, seguidos de los de
Cuaresma con los dos domingos inmediatamente precedentes, cuyo formulario
tiene relación con el tiempo especial del cual forman parte. Estas indicaciones
nos las proporciona el Capitular de Víctor de Capua, compilado alrededor del
540, y confirmadas substancialmente por el sacramentarlo gelasiano. De los otros
domingos, comprendidos los del tiempo de Pascua, el documento no dice ni una
palabra; su organización litúrgica se realizó más tarde independientemente de
todo ciclo litúrgico.

Los dos Días Estacionales, Miércoles y Viernes.

Junto con el domingo, encontramos ya desde la más remota antiguedad cristiana


señalados el miércoles y viernes de la semana como días particularmente
consagrados al ayuno y a la oración en substitución de aquellos ya en uso en los
hebreos. leiunia vestra — escribe la Didaché — ne fiant cum hypocritis; ieiunant
enim secunda post sabbatum et quinta; vos autem ieiunate quarta et sexta. El
miércoles debía de recordar a los fieles la traición de Judas y el viernes era la
conmemoración semanal de la Pascua en su concepto primitivo de muerte del
Señor.

En Roma, hacia la mitad del siglo I, eran ya una costumbre, y desde hacía poco
tiempo llevaban el nombre de "estaciones." A ellas, en efecto, se refiere Hermas
al narrar que un día, ayunando y sentado sobre la cima de un monte, vio junto a sí
al Pastor, el cual le dijo: Quid tam mane huc venisti? Quia, inquam, domine,
stationem habeo. Quid est, inquit, statio? Ieiuno, inquam, domine.

Mayores detalles nos da Tertuliano en un famoso pasaje: "Stationum diebus non


putant plerique sacrificiorum orationihus interveniendum, quod statio solvenda
sit, accepto corpore Domini. Ergo Devotum Deo obsequium Eucharistia resolvit
an magis Deo obligat? Nonne solemnior erit statio tua, si et ad aram Dei steteris?
Accepto corpore Domini et reservato, utrumque salvum est. et participatio
sacrificn et executio officii."

Por estas palabras se ve cómo la statio en Africa no fue una devoción obligatoria
y llevaba consigo la celebración de la misa con la comunión de los fieles. Sin
embargo, muchos de éstos no intervenían, persuadidos de que la comunión
rompía el ayuno; de aquí que Tertuliano, para conciliar la participatio sacrifica y
la executio ojficii (i.e. ieiunii), les exhorte a recibir el cuerpo del Señor y
guardarlo en su casa, y así poder comulgar una vez terminado el ayuno. El ayuno
estacional terminaba en nona, la hora de la cena para los romanos. Era, por tanto,
en realidad un semiayuno. Pero los cristianos fervorosos lo practicaban con rigor,
prohibiéndose cualquier clase de cosas, hasta el beber. San Fructuoso, obispo de
Tarragona, martirizado en 259, es un clásico ejemplo. Arrestado con sus
diáconos, había ya celebrado en la cárcel la estación del miércoles, stationem
solemniter celebraverat. Mientras en la mañana del viernes sucesivo era
conducido al suplicio, hubo quien le ofreció un estimulante, pero el santo obispo
lo rechazó diciendo: Ndndum est hora solvendi ieiunium. Y su biógrafo, después
de haber narrado su glorioso martirio, observa que terminó la estación con los
maitines del cielo.

En África, como veíamos en Tertuliano, la estación tenía fin con la celebración


eucarística. Lo mismo ocurría en Jerusalén hacia el fin del siglo IV; los dos días
de estación eran escrupulosamente observados también por los catecúmenos y se
concluían con la eucaristía. En Alejandría, en cambio, según refiere el historiador
Sócrates, estos días eran alitúrgicos: Quarta feria et ea quae dicitur parasceve et
leguntur scripturae et doctores eas interpretantur, omniaque quae ad synaxim
pertinent administrantur praeter mysteriorum celebratíonem. "En cuanto a Roma
— escribe Duchesne —, yo creo que sobre este punto, como en otros muchos, la
práctica era semejante a la de Alejandría." En tanto, es cierto que, a principios
del siglo V, la iglesia de Roma no acostumbraba celebrar los misterios
(sacramenta) el viernes. Inocencio I es categórico a este respecto. No sabemos si
se haría lo mismo el miércoles. De todos modos, éste perdió muy pronto su
importancia litúrgica; se conservó el recuerdo en las cuatro témporas.
El ayuno semanal del miércoles, mantenido en Oriente, no tuvo nunca mucha
aceptación en las iglesias occidentales, pero perdura, cambiado más tarde en
simple abstinencia, hasta cerca del siglo X. Más observado en cambio, si bien no
por todos, fue el ayuno del viernes y más aún, Nicolás I en la Caria a los
búlgaros habla como de una ley general: In sexta vero feria omnis
hebdomadae... ieiuniis incumbendum. También este ayuno, como el del
miércoles, se cambió después en simple abstinencia, cosa que sobrevive todavía
en nuestros días como único resto de la antigua semana penitencial.

El Sábado.

Es conocida la capital importancia litúrgica que el día del sábado tenía para los
hebreos. Una institución tan antigua y tan respetada en los tiempos de Nuestro
Señor, no sólo dentro de los confines de Palestina, sino también en muchas
ciudades de Asia y de Egipto sometidas a la influencia del proselitismo hebraico,
no podía dejar de ser una marca duradera en las numerosas e importantes
comunidades cristianas que se habían derivado en gran parte de ellas, si bien en
estas como en otras partes se hubiese difundido rápidamente la observancia del
nuevo día litúrgico, el domingo.

Es verdad que de una solemnización del sábado junto al domingo no tenemos en


las escritores antenicenos testimonios precisos, pero no faltan indicios sobre el
particular. San Ignacio de Antioquía (+ 107), por ejemplo, escribiendo a los fieles
de Magnesia, emplea palabras muy fuertes contra un partido que
intentaba introducir o mantener costumbres judías, entre las cuales estaba la
observancia del sábado. Para el santo obispo, vivir iuxta dominicam es
sinónimo de aquella vida cristiana que excluye el sabbatizare con todas sus
consecuencias; porque absurdum est lesum Christum pro et iudaízare. Orígenes,
en una homilía pronunciada en Cesárea alrededor del 244, habla mucho de un
sábado cristiano, purificado de observancias judías y santificado con el acudir a
la iglesia y con la cesación de los trabajos mundanos.

Sea lo que fuere de la disciplina primitiva respecto al sábado, es cierto que la


Iglesia a fines del siglo IV tenía en Oriente costumbres muchas veces
opuestas a las del Occidente. Para las iglesias orientales, excepción hecha de la
ciudad de Alejandría, el sábado era día de sinaxis litúrgica, pero no de la
abstención del trabajo, al menos en general; el ayuno estaba consiguientemente
prohibido; más aún, uno de los Cánones Apostolorum amenazaba con la
deposición al clérigo o de excomunión al laico que hubiese ayunado aquel día.
En cambio, en Occidente, y más particularmente en Roma y en España, el sábado
fue consagrado al ayuno. Aln — escribía San Agustín -, sicut máxime populi
Orientis, propter quietem significandam, malunt relaxare ieiunium; alii propter
humilitatem mortis Domini ieiunare, sicut romana et nonnullae occidentis
Ecclesiae. Estas iglesias debían de ser una minoría, porque en África, las Galias y
la alta Italia seguían la costumbre oriental. Es conocidísima al respecte la
respuesta de San Ambrosio a Santa Mónica, que se mostraba incierta entre tanta
variedad de usanzas: Quando hic (en Milán) sum, non ieiuno sabbato; guando
Romae sum, ieiuno sabbato; et ad quamcumque ecclesiam veneritis, eius morem
sérvate, si pati scandalum non vultis aut faceré.

Cuál sea el origen del ayuno sabático en Occidente, no lo sabemos. Duchesne


cree en una prolongación del ayuno del viernes, según un uso muy común en el
siglo III; lo que Tertuliano decía continuare ieiunia, y más tarde el concilio de
Elvira (306) superponere ieiunia; para el cual, cuando pareció demasiado pesado
el ayuno ininterrumpido de cuarenta horas, se redujo a dos distintos, el del
viernes y el del sábado.

La variedad de disciplina en torno a la observancia penitencial del sábado se


mantuvo por largo tiempo en Occidente, faltando una verdadera ley sobre el
particular. Roma y no pocas iglesias galicanas, a pesar de las vivas protestas de
los griegos, rebatidas en las obras polémicas de Eneas de París (+ 870) y Ratramo
de Corbie (+ 868), conservaron su tradicional ayuno hasta más allá del año 1000,
época en la cual, por el debilitamiento general de la disciplina, cedió
gradualmente el puesto a una simple abstención de carne.

3. El Ciclo Litúrgico de Navidad.


Origen y Desarrollo del Adviento.

En la organización actual de la liturgia romana, el tiempo llamado de Adviento


está a la cabeza de todo el ciclo festivo cristiano, que se llama "año eclesiástico o
litúrgico." De hecho, el misal y el breviario se abren con los oficios de la primera
dominica de Adviento. Esto es perfectamente lógico, porque, como observa
Cabrol, "todo comienza en la Iglesia desde la venida de Cristo."

Sin embargo, este sistema de computar el año litúrgico no estuvo siempre en uso
en la Iglesia. Ya desde el siglo III, por consideraciones astronómicas simbólicas,
estaba universalmente difundida la opinión de qus el 25 de marzo, día del
equinoccio de primavera, hubiese sido creado el mundo, María Virgen hubiese
concebido al Verbo y que éste hubiese muerto en la cruz. VIII Kalendas Aprilis
— dice un calendario mozárabe — Equinoxis verni et dies mundi primus, in qua
die Dominas et conceptas et passus est. Sentado esto, era muy natural que se
comenzase a contar el tiempo a partir de esta fecha, de capital importancia. Así lo
encontramos en Tertuliano, el cual habla de la Pascua in mense primo, y las
cuatro témporas, que en su origen vienen ordinariamente designadas con el
nombre de ieiunium mensis primi, quarti, septimi, decimi, correspondientes a los
meses de marzo, junio, septiembre y diciembre. San Ambrosio declara
expresamente: Pascha veré omni principium primi mensis exordium. Sólo quedan
rastros de este cómputo primitivo. El Génesis se comienza a leer en esta época, y
el más antiguo leccionario conocido supone un ciclo de lecturas que comienza la
noche de Pascua y acaba con el Sábado Santo.

Pero con la introducción de la fiesta de Navidad y a causa del traslado de la fiesta


de la Anunciación al período de Adviento, operado en muchas iglesias (porque la
Cuaresma antigua excluía rigurosamente toda solemnidad), se corrió
sensiblemente el principio del año litúrgico, fijándolo en el período navideño. Ya
el catálogo filocaliano lleva en el encabezamiento de la Depositio martyrum: VIII
fea en, natus Chrístus in Bethlem ludeae; y los libros litúrgicos de los siglos VI-
VII llegados hasta nosotros comienzan con la vigilia Natalis Domini, como el
sacramentarlo gelasiano, el gregoriano, el comes de Víctor de Capua, el
leccionario de Luxeuil y el Missale gothicum gallicanum; o bien con el Natale
Domini, como el leccionario y el evangeliario de Wurzburgo. Más tarde, hacia
los siglos VIII-IX, cuando el Adviento, entendido como período de preparación
para Navidad, tuvo casi en todas partes una ordenación estable y uniforme, los
libros litúrgicos anticipan el anni circulum, como se llamaba a la primera
dominica de Adviento, o con la dominica V ante Natale Domini, como hacen los
gelasianos (s.VIII), contando con un poco de retraso. Uno de los primeros
ejemplos nos lo ofrece el Cantatorium de Monza, del siglo VIII. El uso, sin
embargo, no se hizo común sino después del siglo IX.

El término latino adventus (venida) fue en un principio aplicado a significar un


período preparatorio no tanto para el nacimiento de Jesús como para su segunda
venida sobre la tierra, la parusía. Los textos de los más antiguos sacramentarios
son bastante explícitos sobre el particular; no se explican de otra manera las
perícopas evangélicas del fin del mundo, del juicio universal y de los
llamamientos a la penitencia de San Juan Bautista. Los vetustos leccionarios de
Capua y de Wurzburgo titulan sus perícopas de Adveniu Domini; el gelasiano y
el gregoriano ponen delante de sus fórmulas: Orationes de Adventu. Sólo más
tarde se comenzó a hablar de dominicas ante adventum Domini, tomando el
término adventus en el sentido de.Navidad, haciendo popular el concepto de que
el Adviento sea exclusivamente una preparación a esta solemnidad. El Ordo de
Juan Archicantor se hace eco con el título Dominica ante nótale Domini.
Los últimos estudios han comenzado a esclarecer los orígenes del Adviento. Se
encuentran las primeras señales en España y en las Galias. Un texto, sin embargo,
dudoso de San Hilario (+ 388), apoyado por un canon del concilio de Zaragoza
(381), hace mención de un período de tres semanas, como preparación a la fiesta
de Epifanía, pero con probable referencia al solemne bautismo de los neófitos,
que en las iglesias hispano-galicanas, según una costumbre oriental, se
conmemoraba en aquel día. Todavía queda un resto en las tres misas in adventum
Domini del misal de Bobbio.

Un siglo más tarde, San Gregorio de Tours señala la tendencia a conformar la


preparación natalicia con la de la Pascua, haciendo del Adviento una especie de
segunda Cuaresma. Hablando de Perpetuo, su antecesor (+ 490), dice que hic
instituit ieiunia... qnod hodieque apud nos tenetur scriptum quarum ordo hic
est... a depositione domni Martini usque átale Domini terna ín septimana ieiunia.
La observancia de este ayuno discontinuo de seis semanas está confirmada por el
concilio de Tours (567) y por el concilio I de Magon (581), el cual añade que en
este tiempo sacrificia de — beant quadragesimali ordine celebran. Lo mismo se
hacía en las iglesias de la alta Italia,

En Roma, donde el bautismo en la Epifanía no estuvo nunca en vigor, no hay


ninguna señal de un tiempo de Adviento ya después de San León Magno (+ 461),
el cual calla sobre el particular. Pero es cierto que las grandes luchas cristológicas
que habían agitado a la Iglesia en aquel siglo debían de conducir, como ocurre
siempre, a una más decisiva expresión litúrgica del misterio de la
encarnación del Verbo. Encontramos, en efecto, hacia esta época (fin del s.V)
las cuarenta oraciones de Rotoldo de Rávena, emparentadas con el Leoniano, que
se refieren todas a una preparación litúrgica a la fiesta de Navidad y suponen en
acto o a punto de serlo un tiempo de Adviento. No son, por tanto, improbables las
conjeturas de los liturgistas modernos, que asignan la organización del tiempo de
Adviento a la segunda mitad del siglo V. Callewaert hace con gusto autor al papa
Gelasio (+ 496), el probable reorganizador de las témporas de diciembre, todas
orientadas hacia la venida de Cristo. Siffrin, en cambio, ha propuesto al papa
Simplicio, al cual, entre el 471 y el 483, se debe la inauguración de la iglesia de
San Andrés ad praesepe, sobre el Esquilmo, fundada por el Magister
militum Valila en un aula que pertenecía a la ilustre familia de los Giuni Bassi. El
papa en esta ocasión habría introducido oficialmente el nuevo ciclo de las
dominicas de Adviento, fijando en aquella iglesia la estación de la primera
dominica, como nos atestigua el gregoriano de Menardo.

La iniciativa romana, que encuentra ya eco en el leccionario de Capua (s.VI) y en


las homilías de San Gregorio Magno, acabó por triunfar del antiguo uso galicano,
que se mantuvo solamente en la iglesia milanesa y mozárabe.
De lo que venimos diciendo se comprende por qué la duración del Adviento
fuese diversa en Roma y en las iglesias galicanas. En éstas comenzaba desde San
Martín (11 de noviembre); es decir, era una Cuaresma verdadera y propia,
llamada, en efecto, quadragesima S. Martini. Parecida era también la práctica en
la iglesia ambrosiana, atestiguada en el siglo IX por el sacramentarlo de
Bérgamo, y la de la iglesia de Inglaterra en el tiempo de los Santos Cutberto (+
687) y Egberto (+ 729)

En cambio, el Adviento en Roma era más breve. Buena parte de los antiguos
libros litúrgicos, como los gelasianos tipo siglo VIII, cuentan cinco dominicas a
partir de la quinta (dom. V ante átale Domini); los gregorianos, generalmente
cuatro, comenzando de la primera (dom. I Adventus). Esta doble práctica era
diversa sólo en apariencia, porque los textos de las lecturas de la dominica quinta
coincidían con los de la última después de Pentecostés. De todos modos, perduró
en alguna región hasta el siglo XI; pero en Roma y en las iglesias más
directamente sometidas a ella, ya el Adviento en el siglo VI había sido fijado en
cuatro semanas.

El ayuno, que en los países galicanos en un principio había sido más bien un uso
monástico y restringido al lunes, miércoles y viernes, adquirió más tarde la
severidad de la Cuaresma y carácter obligatorio para todos.

La Liturgia del Adviento.

El oficio de la primera dominica de Adviento, llamada en el lenguaje popular


antiguo Dominica ad te levavi, del incipit del introito de la misa, se encuentra en
seguida dominado por el pensamiento fundamental de este tiempo: la espera de
la venida de Cristo. Ecce nomen Domini venit de longinquo et dantas eius
replet orbem terrarum, dice la antífona ad Magníficat de las primeras vísperas.
La primera parte de este texto está tomada de Isaías, del cual se toman todas las
lecciones de la Escritura hasta Navidad; porque, observa Durando, de adventu
loquitur apertius quam aliquis alius propheta. De él se toma también el texto de
buena parte de las antífonas y de los responsorios de este tiempo, muy numerosos
y de los más elaborados de todo el breviario.

Entre éstos era justamente famoso en la Edad Media por su lírica expresión el
responsorio Aspiciens a longe, del primer nocturno, el cual aun hoy día con sus
tres versículos mantiene todavía aquella forma antigua que tenía ya en los
tiempos de Amalarlo. He aquí el texto en su forma técnica de ejecución: Cantor.
Aspiciens a longe, ecce video Dei potentiam venientem, et nebulam totam terram
tegentem. Ite obviam ei et dicite: Nuntía nobis si tu es ipse, qui regnaturus es in
populo Israel. Chorus. Ascipiens a longe ecce video Dei potentiam venientem et
nebulam totam terram tegentem. Cantor, y Quique terrigenae et filii hominum,
sirnul in unum dives et pauper! Chorus. Ite obviam ei et dicite. Cantor, y Qui
regís Israel, intende. Qui deducís velut ovem lo seph! Qui sedes super Cherubim!
Chorus. Nuntia nobis si tu es ipse, qui regnaturus es in populo Israel. Cantor, y
Tollite portas, principes, vestras et elevamini portae aeternales, et introibit.
Chorus. Qui regnaturus es in populo Israel. Cantor. J. Gloria Patri et Filio et
Spiritui Sancto. Chorus. Aspiciens a longe... Ite obviam ei... in populo Israel.

Este responsorio era ejecutado con gran pompa y con lujo particular de melismas.

Otra característica medieval del oficio de esta dominica la proporcionaba el canto


de un en homenaje a San Gregorio Magno, ejecutado con pompa solemne
inmediatamente antes del introito de la misa. Este prólogo, que se encuentra en
cabeza en los principales antifonarios, nos ha llegado en dos formas diversas. La
primera, más reciente, comienza con las palabras Sanctissimus namque
Gregorius; la segunda, atestiguada ya por Agobardo de Lyón (+ 840), no es más
que una adaptación de los famosos versos de Adriano I (772-785) en honor del
santo pontífice.

Las colectas de las dominicas de este tiempo se distinguen de todas las otras por
una marcada impronta bíblica, una singular hechura rítmica y por ser dirigidas al
Hijo, derogando la tradicional regla eucológica. Ellas, sin embargo, como
también las otras oraciones (secreta, poscomunión) de la misa, no son
composiciones originales, sino derivadas, con alguna oportuna variante, de textos
preexistentes. La colecta, por ejemplo, de la primera dominica es la vetusta
fórmula de la oratio super populum de la feria segunda de la tercera dominica de
Cuaresma, en la cual al protocolo inicial fue substituida la invocación del salmo
79:3: Excita, Domine, potentiam tuam et vertí... dirigiéndola al Cristo venidero.

Sobre el texto evangélico de esta primera dominica hubo hasta la reforma piana
mucha diversidad entre las iglesias. Como ya en el siglo XI observaba el autor
del Micrologus y más tarde, Durando, algunos leían la perícopa Erunt signa in
solé et luna (Lc. 21:25), que ha pasado al actual misal romano; otros, del
principio del Evangelio de San Marcos, por aquellas palabras Ecce ego mittam
Angelum meum; otros, en fin, el capítulo 21 de San Mateo: Cum
appropinquasset lerosolimis, que describe la entrada de Jesús en Jerusalén.
Quizá la lección primitiva es la del capitular napolitano de Wurzburgo y del
misal mozárabe, los cuales ponen el capítulo 3 de San Lucas: Anno quíntodecimo
imperii Tiberii Caesaris.

Notemos, finalmente, cómo es antiquísima la costumbre de tener durante el


Adviento un curso especial de predicación en la misa. Es ya recordado en un
sermón falsamente atribuido a San Cesáreo de Arles (+ 543): Hoc tempus non
immerito Domini adventus nominatur, nec sine causa SS. Patres adventum
Domini celebrare coeperunt et sermones de iis diebus ad populum habuerunt ut
se unusquisque fidelis praepararet et emundaret, quo digne Dei ac Domini sui
natí vitatem celebrare valeret.

Entre las dominicas de Adviento, la tercera, llamada Gaudete, del incipit del


introito de la misa, era la más popular por el motivo de la solemne estación que el
papa celebraba en San Pedro. La función de la vigilia comenzaba a medianoche y
era doble. Precedía un oficio con tres salmos y tres lecciones, cantadas en el
hipogeo de la confesión del apóstol (ad corptis); venían después los maitines
acostumbrados, cantados en la basílica superior (ad altare maius), y la misa. El
X Ordo observa que las lecciones del primer nocturno son leídas por
los canonici ecclesiae; la cuarta y la quinta, por los obispos; la sexta y la
séptima, por los cardenales; la última era leída por el papa, el cual dice como los
otros: lube, domne, benedicere, pero nullus benedicit eum, nisi Spiritus sanctus:
tantum omnes resfrondent: Amen. En la misa se canta el Gloria, y después de la
colecta todo el clero ejecuta las laudes en honor del papa. Estas señales de
alegría, reflejos de algunos textos litúrgicos de este día, se mantienen en parte
aun hoy día en la misa. Suena el órgano, se vuelven a poner las flores, el
celebrante viste capa rosa, los ministros usan los ornamentos de fiesta. Es
verosímil que éstos hayan sido introducidos por analogía de lo que se hace en la
dominica Laetare, cuarta de Cuaresma

En las costumbres litúrgicas medievales era además particularmente solemne el


día cuarto de esta semana, en la cual se leía el evangelio de la encarnación del
Verbo: Missus est Gabriel Ángelus. En los monasterios, todos, hasta los
enfermos, acudían solícitos a este oficio ob rever entiam Incarnationis D. N. I.
C. La lectura del evangelio era hecha sobre el pulpito, en medio de luces, por un
sacerdote vestido con ornamentos blancos, teniendo en la mano una palma,
después de lo cual seguía comúnmente la explicación homilética del Venerable
Beda: Exordium nostrae redemptionis. Nótese que el antedicho texto evangélico
en un principio, o al menos al tiempo de San León (440-46), era el de la fiesta de
Navidad, retrasado después al miércoles de las témporas por el papa Gelasio y
subrogado por la actual perícopa Exiit edictum.

Por lo demás, la misa entera de la feria cuarta de las témporas de Adviento


merece especialísimo relieve. Era llamada en la Edad Media Missa áurea Beatae
Mariae, porque se creía tenía especial eficacia en las necesidades del alma o del
cuerpo. Parece como que la Iglesia romana, en este miércoles, quisiera celebrar
una fiesta de la Señora, y precisamente la de la Anunciación, con la estación de
Santa María la Mayor y con una misa en la que sobresale la profecía de la
Virgen, Madre del Emmanuel, y el mensaje angélico enviado a ella. En España,
ya desde el concilio de Toledo (656), y más tarde en las Galias e Italia
septentrional, se celebra el 18 de diciembre una Solemnitas Dominicae Matris,
cuyo objeto era preferentemente el misterio de la encarnación del Verbo en el
seno de María, que en la Iglesia latina se celebraba en Cuaresma el 25 de
marzo. No se puede, sin embargo, negar que una conmemoración de tal misterio
entrase también en los formularios de la liturgia romana en tiempos de Juan
Archicantor (s.VII), porque él afirma expresamente que dominica ante natale
Domini incipiunt canere de conceptione Sanctae Mariae.

En cambio, los textos de la misa de esta feria son efectivamente dirigidos al


Cristo venidero. En las dos primeras lecturas, tomadas de Isaías, es trazada en
numerosas síntesis la vida de Cristo, la vocación de los gentiles y la célebre
profecía del Emmanuel; la perícopa evangélica Missus est narra la anunciación
de la Virgen y la encarnación del Verbo.

Hay que observar, sin embargo, que pertenecen a una redacción posterior, porque
la primitiva de las témporas mensis decimi, de las cuales es exponente el
leoniano, prescindía del Adviento, que todavía no existía, y se refería
enteramente al ayuno y al alimento, que con los frutos de la tierra dispensa a
todos la bondad del Señor. Es muy probable, como ya indicábamos, que esta
reordenación de las témporas de diciembre en función de la Navidad haya sido
obra del papa Gelasio (+ 496).

La cuarta dominica era llamada en los antiguos libros romanos dominica


vacat, porque la vigilia, iniciada la tarde precedente y dividida por los ritos de las
ordenaciones, se concluía al alba con la misa, que constituía el oficio litúrgico
dominical. Lo que sucedió es que, a partir del siglo VIII, cuando las ceremonias
de la vigilia fueron anticipadas a la mañana del sábado, hubo que dotar a la
dominica de estación y misa propia, tomando los textos de las ferias precedentes.
Esta, en efecto, repite el introito, el gradual, la comunión del miércoles, el
evangelio y la secreta del sábado. La epístola paulina, ya leída en la segunda
dominica de Adviento, se refiere a la parusía del Señor: Nolite ante tempus
iudicarer quoadusque veniat Dominus.

La serie de cantos ha sufrido varias vicisitudes. En un principio fueron adoptados


los del sábado (s.VIII); después, los del miércoles (s.IX), excepto el texto del
ofertorio Ave María, tomado de la misa de la Anunciación, y el versículo
aleluyático Veni, Domine, de nueva composición, que en el siglo X substituyó
al Jubílate, cantado hoy en la dominica infraoctava de la Epifanía.
Con el séptimo día antes de Navidad comienza en las vísperas al Magníficat el
canto festivo de las siete Antiphonae Maiores, llamadas antífonas O, de la vocal
con la que comienzan: O Sapnentia... O Adonaí... O Radix lesse... tan profundas
en su genial simbolismo. Fueron probablemente compuestas en Roma, de donde
pasaron en el siglo VII a Inglaterra y después a Francia; Amalario nos ha dejado
un comentario. Callewaert tiende a señalar como su autor a San Gregorio Magno.
Sus iniciales, leídas en sentido inverso, forman el acróstico ero eras. Del tiempo
de las antífonas O, que en los libros litúrgicos romanos son siempre siete, otras
iglesias compusieron antífonas análogas, cantando nueve o también doce, como
atestigua Durando.

El oficio de la vigilia de Navidad está todo iluminado con la luz de la fiesta


inminente. La buena nueva Hodie scietis quia veniet Dominus et mane videbitis
glorian eius resuena en el invitatorio de maitines, se repite con gozosa
impaciencia en los responsorios del nocturno y de las horas, en el introito y en el
gradual de la misa. El anuncio oficial, que se da en el coro a la hora de prima con
la lectura del martirologio, es hecho por el sacerdote con pluvial y previa
solemne incensación. El texto mismo del martirologio en esta circunstancia es de
indecible solemnidad:

En la misa, cuyo oficio tiene la preferencia absoluta sobre todas las fiestas, los
ministros toman la dalmática y la tunicela y se lee el evangelio Cum esset
desponsata mater lesu María loseph, para que se sepa, nota Durando, que alii
fuit desponsata scilicet loseph, et ab alio juit foecundata, scilicet a Spiritu
Sancto.

Está lleno de significado el canto del ofertorio Tollite portas, principes,


vestras... del salmo 23, va anunciado en la misa del miércoles de las témporas. El
salmo fue compuesto en un principio, para acompañar procesionalmente el
retorno triunfal del arca de la alianza al santuario del monte Sión. Los grandes
portales de las murallas de Jerusalén, que se abrían para recibirla, dieron ocasión
al lírico diálogo litúrgico que se cambia entre el coro del cortejo y el coro que
espera al otro lado de las puertas. Sión, en la aplicación de la liturgia, representa
en esta misa el mundo, que Jesucristo ha santificado con su misericordiosa
llegada, haciendo en esta noche la entrada; el arca de la alianza simboliza María
Santísima, su Madre.

Los Orígenes de la Fiesta de Navidad.

Una cuestión preliminar tratando de los orígenes de la fiesta de Navidad dice


relación a la fecha del nacimiento del Salvador. ¿En qué día nació Jesús? Los
Evangelios callan completamente y los escritores más antiguos no nos han dejado
nada de cierto. Según Clemente Alejandrino (+ 215), en Oriente algunos
fijaban el nacimiento el 20 de mayo, otros el 20 de abril, y aún otros el 17 de
noviembre; y él, no sin ironía, apunta a aquellos "que no se contentan con saber
en qué año ha nacido el Señor, sino que con curiosidad demasiado atrevida van a
buscar también el día." En Occidente, San Hipólito (+ 235), en un comentario
sobre Daniel recientemente descubierto, es el primero en tener una alusión a la
fecha del 25 de diciembre, pero es considerada como una interpolación por la
mayor parte de los críticos. En el 243, el anónimo autor de Pascha
Computus hace nacer a Jesús el 28 de marzo por el simple motivo de que en
aquel día fue creado el sol. Esta extraña variedad de opiniones demuestra que en
aquellos primeros siglos no sólo no existía una tradición en torno a la fecha de
Navidad, sino que la Iglesia no celebraba la fiesta; de lo contrario, entre tanta
diversidad de pareceres, se habría hecho una cuestión candente, como sucedió
para determinar la solemnidad de la Pascua.

Pero hacia la mitad del siglo IV encontramos un documento auténtico romano


que atestigua indiscutiblemente la existencia de la fiesta de Navidad en Roma el
25 de diciembre. Es la Depositio Martyrum filocaliana, un esbozo de calendario
litúrgico, que se remonta el año 336.

Es sumamente probable que Roma, introduciendo esta fecha, no conociese


todavía la de la Epifanía, que se celebraba en Oriente el 6 de enero. Otro
documento en apoyo del precedente se ha querido encontrar por algunos en el
discurso tenido por el papa Liberio en San Pedro en el 353 con ocasión de
la velatio de Santa Marcelina, hermana de San Ambrosio. El tenor del discurso
nos es conocido en la reevocación hecha por el santo obispo en el De
Virginibus, escrito veintitrés años después. En él se habla, es cierto, de la fiesta
que se celebraba en Roma en aquel día, el nacimiento del Salvador; pero en el
mismo día se recordaba en la liturgia el milagro de Cana y la multiplicación de
los panes y en el mismo día era cosa normal la velación de las vírgenes. Una tal
celebración natalicia no puede ser otra, por eso, que la de la Epifanía, la cual en
Roma, en el 353, debía ya coexistir con la fiesta del 25 de diciembre.

¿Cómo se ha llegado a fijar semejante fecha? Los liturgistas han propuesto dos
hipótesis. La primera, enunciada ya por un antiguo escritor desconocido tomada
últimamente por Usener y Botte, supone que la Iglesia haya querido el 25 de
diciembre substituir con el nacimiento de Cristo la fiesta pagana celebrada en
aquel día en honor del Sol invicto, Mitra, el vencedor de las tinieblas. En el 274,
Aureliano le había levantado un suntuoso templo, cuya inauguración tuvo lugar
el 25 de diciembre: N(atalis) Invicti CM. XXX, anota el calendario civil
filocaliano, con la indicación de los juegos circenses a ejecutarse. De suyo, la
cosa no tiene nada de inverosímil, habiendo mostrado la Iglesia en otros casos
saber oponer una solemnidad cristiana a otra pagana para mejor desarraigarla de
los fieles. Con todo esto, aparte la analogía de las dos fechas y de las dos fiestas,
faltan pruebas positivas de una real substitución de una por la otra.

Es muy extraño, por ejemplo, que una novedad de este género realizada al
principio del siglo IV sea callada completamente por los Padres y por los
escritores eclesiásticos. Se citan, es verdad, algunos textos de San Máximo de
Turín. San Zenón de Verona y San Agustín, los cuales se deleitan en poner en
relación a Cristo con el sol, y su nacimiento con el nacimiento de éste; pero éstos
hablan desarrollando simplemente la imagen de Malaquías: Orietur vobis sol
iustitiae, y recordando no ya el nacimiento del sol pagano Mitra, sino el
nacimiento del sol visible, el Sol novus, que nace con el solsticio de invierno (25
de diciembre), guando iam incipiunt dies crescere, como nota San Agustín. Un
pasaje de San León, que parece en apariencia decir algo más, tiene en realidad
muy otro significado. Sin embargo, no estamos en condiciones de reconocer
cómo esta hipótesis esté en consonancia con el estilo de la Iglesia romana, la cual
muy frecuentemente se complace en introducir sus fiestas no tanto para
conmemorar un misterio o para poner de relieve una razón simbólica cuanto para
conmemorar un hecho acaecido en Roma, como la depositio de un mártir, la
traslación de sus reliquias, la dedicación de una basílica, o también, como en
algún caso, para combatir una fiesta pagana, dándole un significado cristiano.

La segunda hipótesis, sugerida por Duchesne, hace derivar la fecha del


nacimiento de Cristo de aquella presunta de su muerte. En efecto, como hemos
apuntado ya, era opinión muy difundida a principios del siglo III que el Redentor
había muerto el 25 de marzo. Esta fecha, históricamente insostenible, era debida
a simples consideraciones astronómico-simbólicas; que en este día, cayendo el
equinoccio de primavera, hubiese sido creado el mundo. Sentado esto, era fácil el
paso a otra coincidencia. Cristo no podía haber pasado en esta tierra más que un
número entero de años; las fracciones son imperfecciones que no van bien con el
simbolismo de los números, y se ha tendido a eliminarlas cuanto más se pueda.
Por esto, la encarnación debió de suceder, como la pasión, el 25 de marzo; y,
coincidiendo ésta con el primer instante del embarazo de María, el nacimiento de
Cristo tenía que contarse necesariamente el 25 de diciembre.

Esta hipótesis, si bien le falta un testimonio verdaderamente antiguo, encuentra


confirmación en un uso atestiguado por el historiador Sozomeno, que explica
análogamente por qué los orientales festejasen la Navidad el 6 de enero.
"Sozomeno — observa Duchesne — habla de una secta de montañistas que
celebraban la Pascua el 6 de abril en vez del 25 de marzo porque, habiendo
acaecido la creación del mundo en el equinoccio, es decir, según ellos, el 24 de
marzo, la primera luna llena del primer mes debía de caer catorce días más tarde,
es decir, el 6 de abril. Ahora bien: entre el 6 de abril y el 6 de enero hay justos
nueve meses, como entre el 25 de marzo y el 25 de diciembre. La fecha griega de
la Natividad, el 6 de enero, se une así con un cómputo pascual basado en
consideraciones simbólicas y astronómicas, análogas a aquellas que habían dado
origen a la fiesta del 25 de diciembre." La hipótesis de Duchesne no carece de
probabilidad, como la tiene también, y mayor, la otra antes citada, la cual, en
efecto, parece acaparar las preferencias de los liturgistas modernos. Mirándolo
bien, no obstante, las dos teorías podrían completarse mutuamente. Las
autoridades eclesiásticas, deseosas de substituir una fiesta cristiana a la fiesta
solar del 25 de diciembre, encontraron en el sincronismo de las dos fiestas (25 de
marzo, 25 de diciembre) un motivo más para poner la conmemoración y
celebración del nacimiento de Cristo.

De Roma, la fecha natalicia pasó en seguida a Milán, introducida probablemente


por San Ambrosio, y de aquí a otras diócesis de la alta Italia, como Turín y
Rávena. De Roma pasó también a las iglesias orientales, separándose la memoria
que ya existía el 6 de enero unida con la Epifanía. En el 343, según una homilía
de Aíraates, la encontramos regularmente celebrada en las iglesias de la Siria del
Norte. Pero Antioquía se opuso por largo tiempo. Fue San Juan Crisóstomo el
que el 20 de diciembre del 386, pronunciando el panegírico de San Filogonio,
anunció a los fieles la próxima celebración de la fiesta de Navidad, entre todas las
fiestas la más veneranda y la más sagrada, y que podría llamarse, sin temor de
equivocarse, la metrópoli de todas las fiestas; y cinco días después alababa al
pueblo, que había acudido numeroso a la solemnidad. Hacia este tiempo,
Gregorio Nacianceno (380-381) introducía en Constantinopla la fiesta de
Navidad, que inauguraba, como él mismo afirma, la memoria en la pequeña
iglesia de la Anástasis, la única que entonces estaba en poder de los ortodoxos.
En Jerusalén, al final del siglo IV, cuando fue la peregrina Eteria, el nacimiento
del Salvador se celebraba todavía el 6 de enero, con dos estaciones, una nocturna
en Belén, en la basílica constantiniana, que custodiaba la gruta de la Natividad, y
la otra, de día, en Jerusalén. Pero durante la estancia de Santa Melania en esta
ciudad (431-439), la fiesta era ya celebrada el 25 de diciembre. En Egipto, según
el testimonio de Juan Casiano, que a principios del siglo V visitó los
monasterios, la fiesta de la Epifanía era todavía considerada como el día de la
Navidad. Algunos años después, sin embargo, el 25 de diciembre del 432, Pablo
de Emesa pronunciaba delante de Cirilo de Alejandría un discurso sobre
Navidad." Así, en poco menos de un siglo, la gran fiesta occidental había
invadido todo el mundo cristiano.

La Circuncisión y el Año Nuevo.


El primero de enero se presenta en la historia de la liturgia con una extraña
coincidencia de varias conmemoraciones: la octava de Navidad, la Circuncisión,
el Natale S. Mariae y el oficio ad prohibendum ab idolis, los cuales han
contribuido diversamente al formulario de la actual fiesta de Año Nuevo.

La memoria litúrgica más antigua es, sin duda, el oficio ad prohibendum ab


idolis. De sobra es conocido cómo el primer día de enero, dedicado a las
saturnales paganas en honor del año bifronte, daba a los menos fervientes
cristianos ocasión propicia de recomenzar las prácticas siempre vivas del
gentilismo, entregándose a una loca alegría, que degeneraba en orgías idolátricas.
Tertuliano desde su tiempo y después los Padres griegos y latinos y los concilios
atestiguan esta obstinada persistencia entre los fieles de las supersticiones
pagarías en las velas encendidas de enero y los esfuerzos continuos de la Iglesia
para tener apartados a sus fieles. San Agustín (+ 430), en un sermón recitado
aquel día, dice dirigiéndose al cristiano: Acturus es celebrationem strenarum
sicut paganas; lusurus alea et inebriaturus te? Quomodo aíiud creáis, aliud
speras, aliud amas? Dant illi sirenas, date vos eleemosinas; avocantur illi
cautionibus luxuriarum, avócate vos sermonibus scrifiturarum. Currunt illi ad
theatrum, vos ad ecclesiam, inebriantur illi, vos ieiunate.

Esta invitación al ayuno expiatorio y a la oración in ecclesia encuentra un exacto


parecido en los antiguos usos litúrgicos. El concilio II de Tours (567) hace
alusión a las letanías privadas de penitencia, establecidas de antiguo en los tres
primeros días de enero, ad calcandam gentilium consuetudinem. El concilio IV
de Toledo (633) prescribe un ayuno riguroso como el cuaresmal y prohibe cantar
el Alleluia en la misa. En efecto, la misa intitulada ad prohibendum ab
idolis, que se encuentra en el leoniano y en el gelasiano en sus dos recensiones y
en los antiguos libros galicanos y mozárabes, muestra en sus variadas fórmulas
un carácter de penitencia y de enérgica protesta contra las locuras licenciosas de
aquellos días. Esta debía celebrarse después de la nona, al terminar el
semiayuno: Vespertini huius sacrificii libatione, dice el Post pridie de la
antiquísima misa mozárabe de este día. Esta fiesta expiatoria decayó hacia los
siglos VI-VII; el sacramentarlo gregoriano no contiene ya el formulario, pero nos
ha conservado insertas en la actual misa de Año Nuevo la secreta Muneribus
nostris... y la comunión Haec nos communio, Domine, purget a crimine, propias
de la antigua misa penitencial.

A las oraciones y a la misa contra todos los residuos de la idolatría, la iglesia de


Roma, para una más eficaz táctica de lucha, adoptada también otras muchas
veces en circunstancias análogas, juzgó oportuno añadir al primero de enero una
fiesta especial conmemorativa de la virginidad de María, Madre de Dios.
Es extraño que el gelasiano calle sobre el particular, mientras los otros libros
romanos, comenzando por el leccionario de Wurzburgo, traen los textos de las
lecturas y de las oraciones bajo el título Natale S. Mariae: introito, Vultum
tuum; gradual, Diffusa est; evangelio, Mt. 13:44, Simile est...
thesauro...; comunión, Simile est regnum caelorum. Y, en fin, la misa del común
de vírgenes, con la bella oración mariana Deus qui salutis aeternae... pero sin
ninguna positiva referencia a la Navidad. Es natural el preguntarse si esta fiesta
de la Virgen, la primera, al parecer, que la Iglesia romana insertó en su ciclo
litúrgico, ha sido introducida para honrar tan genéricamente su divina maternidad
e inigualada virginidad, o bien por algún motivo específico histórico o local.
Pueden darse las dos cosas. Alguno ha hablado de influencias bizantinas, y no
sin fundamento, porque en Oriente y en la Galia el culto litúrgico mariano
tenía ya desarrollo considerable. Otros han propuesto el recuerdo de la
dedicación de Santa María la Antigua, una iglesia edificada en el siglo IV sobre
el lugar mismo donde surgía el templo de la Vesta Mater, junto a la cual, según
una famosa leyenda, todos los años un dragón devoraba una de las vestales el
primero de enero. La iglesia habría sido dedicada a la Madre de Dios para
celebrar su gloria, como debeladora de los ídolos. En la basílica, en el siglo V,
oficiaban monjes orientales, y es probable que hayan sido introducidas por ellos
en el formulario de esta solemnidad varias antífonas de sabor bizantino de las
vísperas y de laudes todavia en uso en la liturgia de Año Nuevo.

La impronta mariana en la fiesta de Año Nuevo prevaleció en la liturgia medieval


antes de que fuese elaborado el actual formulario. Bernoldo de Constanza (+
1100) escribía todavía en su tiempo: In octava Domíni iuxta romanam
auctoritatem, non officium "Puer natus est," sed "Vultum tuum" ut in graduali
libro habetur... et orationem gregorianam "Deus qui salutis aeternae," non illam
"Deus quí nativitatem dicimus. Et notandum huius octavae Oiiicium
cuidentissime de sancta María agere.

Dominadas, si no destruidas, las saturnales paganas de las velas encendidas de


enero, se podía también pensar en aquel día en una conmemoración de la octava
de Navidad. Este es el tercer elemento que en orden de tiempo se inserta en la
organización litúrgica de este día. Con el nombre de Octavas Domini aparece por
primera vez en el gelasiano; y, en efecto, el texto de las oraciones y del prefacio
tienen un marcado carácter natalicio: Deus aui nobis nati Salvatoris diem
celebrare concedis octavum...;...per Christum D. N. cuius hodie octavas nati
celebrantes... De la circuncisión, ninguna indicación sé hace fuera de aquella
necesariamente contenida en el evangelio de la octava: Postquam consummati
sunt dies ocio, ut circumdderetur puer... La nueva memoria litúrgica se celebró
en seguida más solemne que la estación instituida en el 610 por el papa Bonifacio
IV en el antiguo templo de Agripa, dedicado a todos los dioses y ahora
consagrado a la memoria de todos los héroes cristianos y de María, su reina: S.
Marta ad martyres.

Con todo esto, el hecho evangélico de la circuncisión era tan notable como para
sugerir en seguida en la liturgia una particular conmemoración. Esto sucede
primero en España, y de aquí pasó a la Galia y a otras iglesias del Occidente,
v.gr., Capua, donde el leccionario del 546 indica la fecha de Circumcisione
Domini con la perícopa Rom. 15:4-14 El concilio II de Tours (567) prescribe
que hora octava in ipsis Kalendis (ianuarii) circumcisionis missa, Deo propitio,
celebretur. Estas misas que tienen por objeto preciso la fiesta de la Circuncisión
se encuentran en todos los libros galicanos.

La Epifanía.

El nombre griego de esta fiesta (Epiphania, Theophania, τα επιφανια,


Θεοφανια), indica en seguida su procedencia oriental. Nos da la primera
noticia Clemente Alejandrino (+ 215), según el cual la secta gnóstica de los
basilidianos conmemoraba en este día el nacimiento y el bautismo de Jesús. La
gnosis herética decía que sólo en el momento del bautismo la divinidad se
había unido a la humanidad de Cristo; debía, por tanto, desde entonces
contarse el verdadero nacimiento de Jesús. No es improbable que una memoria
parecida fuese celebrada en alguna iglesia cristiana del Oriente; aunque, si acaso,
debió tratarse de una fiesta secundaria. Orígenes, en el elenco de las fiestas
cristianas inserto en sus obras contra Celso, no hace ninguna mención; por el
contrario, resulta de la Passio S. Philippi, de Heraclea, que en el 304 la Epifanía
en esta ciudad era considerada como dies sanetus. Parece, sin embargo, que fue
el misterio de la Navidad el que en Oriente fue desde el principio
considerado como objeto primario de esta solemnidad. Sólo más tarde, en el
siglo IV, cuando fue introducida la nueva fiesta occidental del 25 de diciembre,
el recuerdo del bautismo pasó a primera línea. En efecto, en los antiguos
calendarios coptos, la Epifanía es llamada Dies baptismi sanctificati, Immersia
Domini, y las Constituciones apostólicas prescriben que los siervos in
Epiphaniae festo vacent, quia in eo demónstrala est Christi dwinitas, quando
Pater testimonium ei praebuit in baptismo. En este día eran bautizados los
catecúmenos, de donde el nombre de ημερα των φώτων, τα φώτα, dado por los
Padres griegos.

Del Oriente, la fiesta de la Epifanía, como por un cambio con Navidad, se


trasladó al Occidente, hacia la mitad del siglo IV, quizá a través de las
Galias. Al menos los primeros vestigios se encuentran allí. El escritor pagano
Ammiano Marcelino, encontrándose con Juliano el Apóstata (+ 363) en Viena
(Delfinado), narra haber asistido con él al servicio religioso feriarum die quem
celebrantes mense lanuario christiani Epiphania dictitant. El concilio de
Zaragoza (380) la reconoce como fiesta, precedida de un ayuno de tres semanas.
San Agustín ha dejado seis sermones predicados en este día. Parece, sin embargo,
que la mayor parte de las iglesias occidentales (África, Roma, Rávena), al aceptar
la nueva solemnidad del 6 de enero, pretendieron principalmente celebrar no
tanto el bautismo de Cristo, como los orientales, cuanto la visita de los Magos
(primiliae gentium) al Niño Jesús, en la cual El se manifestó como Señor y Rey
a todas las naciones de la tierra. Por lo demás, los numerosísimos monumentos
que ha dejado el arte cristiano de los siglos IV-V sobre los cuales están
representados los tres Magos ofreciendo al Niño sus dones, demuestran cómo
prevalecía este misterio en la mentalidad religiosa de aquella época. Es cierto que
San Agustín y principalmente San León en sus sermones muestran no conocer
otra finalidad a la fiesta, y el gelasiano en sus textos hace referencia únicamente a
este misterio. El primero en hablar de las otras dos teofanías, el bautismo de
Jesús en el Jordán y las bodas de Cana, donde realizó el primer milagro, es San
Ambrosio (+ 397), seguido de San Paulino de Nola (+ 431), de San Máximo de
Turín (+ d.465) y del calendario de Polemio Silvio, que hace notar el 6 de
enero: Epiphania, quo die, interpositis temporibus, stella Magis Dominum natum
nuntiabat, et aqua vinum jacta, vel in amne lordanis Salvator baptizatus esí. Esta
complejidad de conmemoraciones teofánicas en Oriente se habían unido a
aquella primitiva bajo la influencia, según algunos, de costumbres populares de
origen pagano, de las cuales la Iglesia quería apartar a los fieles; y de allá
llegaron, a través de los países galicanos, hasta Roma, aunque no antes del siglo
VII, es decir, después de San Gregorio Magno; pero también entonces quedaban
al margen de la fiesta. Es de notar cómo el episodio del bautismo de Cristo, que
en Oriente tuvo siempre la preferencia en las fórmulas litúrgicas, quiso
expresar una gran idea religiosa, es decir, las bodas místicas de Cristo con la
Iglesia, por medio de las cuales ésta adquiere la espiritual fecundidad de
engendrar ex aqua et Spiritu sánelo los hijos de Dios. La idea de las bodas
sagradas ha hecho entrar las bodas de Cana en el objeto de la fiesta, y,
finalmente, como el convertir el agua en vino era considerado como un tipo de la
eucaristía, en la Galia se unió el recuerdo del otro gran milagro que fue su
símbolo, la multiplicación de los panes. La antífona romana del Benedictas, de
sabor griego o siríaco, ha expresado bellamente la idea nupcial epifánica
cantando: Hodie caelesti Sponso iuncta esí Ecclesia, quia in lordane lavit
Christus eius crimina; currunt cum mu neribus magi ad regales nuptias, et ex
aqua jacto vino laetantur convivae.

Como Navidad, la Epifanía tenía una solemne vigilia nocturna El papa la


celebraba en San Pedro con doble oficio, el segundo de los cuales, como advierte
el XI Ordo romanus, comenzaba con la antífona Ajferte, omitiendo el invitatorio,
junto con el versículo inicial del himno, que eran desconocidos para el oficio
romano primitivo. Tal es aún el uso actual; el salmo 94, Venite exultemus, se
canta en el tercer nocturno, antifonándolo, es decir, intercalando, según la
costumbre antigua, a cada uno o dos versículos la antífona del salmo. Muchas
iglesias leían en este mismo nocturno los evangelios relativos a los tres
acontecimientos conmemorados en este día. Tria sunt evangelio huius
solemnitatis — dice Durando — unum de baptismo, scaicec "Factum cst";
secandum de Magis, scil. "Cum natus essst Iesus," quod dicitur in missa...
tertium est de nuptiis. Otras añadían aún un cuarto, el Líber generationis I. C.
según San Lucas. Los textos Gel olicio y de la misa de esta solemnidad están en
gran parte dirigidos a conmemorar y celebrar la venida y las ofrendas da los
Magos. En particular, la colecta, desconocida para el gelasiano, se debe
probablemente a la pluma de San Gregorio Magno; la bella secreta es una de las
pocas íómiuuas mozaiades entradas en la liturgia romana; el texto especial
del Communicantes: diem sacratissimum celebrantes, quo Unígenitus tuus in tua
tecum gloria coaeternus in ventóte carnis nostrae visibiliter corporalis
apparuit, que parece aludir a las herejías maniqueas de los siglos IV-V, poniendo
en antítesis la preexistencia del Verbo en la gloria paterna de la eternidad y su
aparición temporal en la realidad de la humanidad asumida sobre el cuerpo
aparente de Cristo, debía originariamente haber sido para Navidad. El gelasiano
la había adaptado a la Epifanía introduciendo una alusión a los Magos, que
después fue suprimida en el gregoriano. Las otras dos teofanías encuentran
apenas una alusión en el himno abecedario de Sedulio Crudelis Herodes Deum,
cuya primera parte A solis ortus cardine es cantada en las laudes de Navidad y en
pocos responsorios y antífonas, entre las cuales la cuarta de las laudes y
vísperas, Mana et flumina, y la llamada ad Benedictus; Hodie caelesti
Sponso, que hemos citado anteriormente. El bautismo de Cristo fue
conmemorado el día de la octava, introducida durante el siglo VIII.

El Pontificóle romanum prescribe que en la misa del día de la Epifanía, cantado


el evangelio, e) archidiácono, vestido de pluvial, anuncie al pueblo desde el
ambón la fecha de la Pascua y de las otras fiestas movibles del año. Esta
costumbre se relaciona con la práctica de los primeros siglos cristianes, cuando
desde Alejandría, desde donde eran más especialmente cultivados los
estudios astronómicos, se mandaban a todas las iglesias de la cristiandad las
llamadas Lettere festali, en las cuales se indicaba la fecha precisa de la
Pascua. Fue el concilio de Nicea (325) que confirió al patriarca de la metrópoli
egipcia este encargo, entonces tan importante y que parece lo tuviesen ya sus
antecesores. La colección de las cartas festales de San Atanasio, descubiertas por
Cureton en 1848, nos trae ejemplos interesantes de las fórmulas usadas en esta
ocasión. Ya en el siglo V en las iglesias de España el anuncio de estas fiestas se
hacía en la misa del día de Navidad inmediatamente después del evangelio. He
aquí una fórmula, que, según dom Ferotin, puede remontarse hasta el 450.

En cambio, en la Galia, y en Italia, en Aquileya, Milán y Roma, se anunciaba la


Pascua en la fiesta de la Epifanía, como está todavía en uso en la Iglesia latina.

Otro rito propio de la Epifanía es la bendición del agua que, en memoria del
bautismo de Cristo, se celebra todavía hoy solemnísimamente por los griegos, y
que en el pasado era realizada en muchas iglesias latinas de la Italia meridional,
en la Magna Grecia, en el litoral véneto, en Aquileya y en la misma Roma. El rito
había tenido, como ya refiere el itinerario de Antonino de Piacenza alrededor del
570, un origen palestinense. En el día de la Epifanía, el pueblo con el clero
acostumbraba ir al Jordán, al lugar, indicado por un obelisco señalado con una
cruz, donde Jesús había recibido el bautismo. Los fieles echaban en las aguas
sagradas vasos llenos de bálsamo, y después el obispo administraba el bautismo a
los catecúmenos. El formulario adoptado para esta función, en la mayor parte de
las iglesias arriba indicadas, no tenía nada de común con el texto oficial de la
iglesia bizantina; solamente imitaban el rito griego de sumergir en el agua la
cruz. Wilmart, que ha publicado una antigua recensión (s.IX-X), en uso, según
parece; en una iglesia italiana, hace notar la característica epiclesis contenida en
ella: Tu lordanis aquas sanctificasti hodie, e cáelo mittens Spiritum tuum
sanctum... Tu ergo, idiissime Rex, adesto nunc per adventum sancti tui Spirítus et
sanctifica aquam istam. La bendición se terminaba con el Te Deum.

El agua de la Epifanía, como la de la vigilia pascual, era llevada a las casas de los
fieles y estimada, dice un ritual antiguo, tamquam thesaurus nobilissimus.

Una octava de la Epifanía se celebraba ya en el siglo IV en Jerusalén.


La Peregrinatio nos da amplios informes. El segundo o tercer día se decía la
misa en la iglesia del Gólgota; el cuarto, in Eleona, la iglesia del monte de los
Olivos; el quinto, in Lazariu, en Betania; el sexto, en la iglesia del monte Sión; el
séptimo, en la Anástasis; el octavo, ad Crucem. Ac sic ergo per ocio dies haec
omnis iaetitia et is ornatus celebratur in ómnibus locis sanctis quos superius. En
Belén se hacia lo mismo. En Occidente, la octava de la Epifanía no aparece en
los libros litúrgicos antes del siglo VIII. En Roma, en cambio, debía de existir
mucho antes un triduo estacional inmediato a la Epifanía, porque de estas tres
ferias (segunda, tercera y cuarta) el leccionario de Wurzburgo nos ha transmitido
las perícopas escritúrales, y es probable que entonces también formaban parte las
evangélicas (bautismo de Jesús, bodas de Cana), actualmente distribuidas en la
octava y en la dominica sucesiva. Según el XI Ordo (s.XII), los maitines de los
días del octavario tenían en San Pedro solamente tres salmos y tres lecciones,
mientras que, por lo que refiere el Ordo Bernhardi cara., en la basílica
lateranense se repetía el oficio de la fiesta, pero iniciándolo con el
invitatorio Christus apparuit nobis... El día de la octava, por evidentes
influencias bizantinas, se quiso celebrar la conmemoración del bautismo de
Cristo en el Jordán, que en las liturgias del Oriente tenía especial importancia. Se
le dedicaba, en particular, el oficio nocturno, ya dejado, pero que en tiempo de
Durando se recitaba en muchas iglesias. En Roma, en el siglo XII, el antifonario
de San Pedro observa que en los maitines se repetía aquello de la Epifanía, pero
todas las antífonas de las laudes son conmemorativas del misterio bautismal de
Cristo; éstas estaban ya en uso en tiempo de Carlomagno. En la misa actualmente
apenas se alude en las perícopas evangélicas, pero el leccionario de Murbach
(s.VIII) indica en origen también una lección de Isaías (12:3-5) alusiva a las
aguas milagrosas brotadas en el desierto. Las tres oraciones se encuentran en el
gelasiano, pero no como propias de la octava, que no conoce todavía, sino entre
aquellas de recambio asignadas a la fiesta de la Epifanía.

Las dominicas que siguen después de Epifanía y hasta Septuagésima son


actualmente seis; pero en los antiguos libros litúrgicos cambia mucho el número.
Algunos traen tres, cuatro; otros, seis, y otros hasta diez y once. Probablemente
este número, imposible de ser contado antes de Septuagésima, hace referencia
todavía a la época anterior al siglo VI, cuando en Roma el tiempo de
Septuagésima era desconocido y las dominicas se contaban de la Epifanía a 1ª
Cuaresma propiamente dicha. La segunda de las actuales dominicas post
Epiphaniam era llamada en el lenguaje popular medieval Festum
Architriclini, por el motivo de la perícopa evangélica de las bodas de Cana que
todavía se lee. Nótese además que, a partir de la cuarta dominica. los cantos
salmodíeos de las misas dominicales son los mismos de la tercera, cambiadas
solamente las perícopas de la epístola y del evangelio. Es una anomalía que,
como decíamos, encuentra su explicación en la inestabilidad propia de esta
última parte del ciclo después de la Epifanía, más o menos largo según el
comienzo del ayuno cuaresmal.

La Presentación de Jesús y la Purificación de María.

Transcurridos cuarenta días después del nacimiento de Jesús, María, conforme a


la ley mosaica, se presentó al templo para purificarse y para rescatar su
primogénito haciendo la oferta de los pobres, un par de tórtolas o de palomas.
Fue en esta ocasión que el santo anciano Simeón y la profetisa Ana se
encontraron con Jesús y lo reconocieron.

La primera conmemoración y celebración litúrgica de este episodio evangélico


nos es atestiguada en Jerusalén por la Peregrinado, de Eteria (395), que le da el
nombre genérico de Quadragesima de Epiphania. Era celebrada valde cum
summo honore... nam eadem die processio est in Anastase et omnes procedunt et
ordine aguniur omnia cum summa laetiiia ac si per Pascia. De Jerusalén se
esparció esta solemnidad poco a poco a todo el Oriente con el nombre
de υπαπαντή — occursus (Domini), fijada el 2 de febrero, en relación con la
fiesta recientemente introducida del 25 de diciembre. A principios del siglo VI,
sabemos por Severo, patriarca monofisita de Antioquía (512-518), que se
celebraba en toda Palestina y en la ciudad de Constantinopla, la cual la había
introducido hacía poco tiempo, modo aemulatione incitata, eiusmodi usum ab
alus apte mutuatum secuta est.

Quizá por el ejemplo de Constantinopla, también Roma la acogió en el número


de sus fiestas. El gelasiano contiene las tres oraciones de la misa, intituladas In
Purificatione S. Mariae, si bien todas se refieren a la presentación de Jesús en el
templo. Ninguna alusión a la procesión (letanía), la cual nos es atestiguada, con
el uso concomitante de los cirios encendidos, en un documento contemporáneo,
si no anterior, el arcaico Ordo de San Pedro. No es, por tanto, exacta la noticia
del Líber pontificalis que el papa Sergio I (687-701) haya instituido la procesión
de la fiesta del Ipapante; la procesión existía ya antes. Probablemente el papa
dispuso que la letanía del 2 de febrero fuese repetida en las otras tres fiestas
marianas. Es igualmente arbitrario atribuir la institución al papa Gelasio (490-
496), con el fin de contraponer una costumbre popular cristiana a las procesiones
nocturnas que hacían los paganos a la luz de antorchas en la solemnidad de las
lupercales. Varios escritores, comenzando por el Venerable Beda, la han
afirmado, pero ninguna razón histórica comprueba tal hipótesis; más aún, muchas
circunstancias la hacen improbable. El cortejo de las lupercales se realizaba en
fecha diversa, el 15 y no el 2 de febrero y seguía un itinerario diverso del de los
fieles romanos. En la época en que la procesión fue instituida, las lupercales
habían caído en desuso hacía tiempo. En las otras iglesias del Occidente, la nueva
fiesta romana entró más bien tarde. Alcuino (+ 804) atestigua que en sus tiempos
muchos la ignoraban. En España no se encuentra en los calendarios litúrgicos
antes del siglo XI.

En Roma, el Ipapante se desenvolvía con aire de solemnidad, pero teñido de


penitencia. "Aurora ascendente," escribe el Ordo de San Amando (s.IX), el clero
y el pueblo de las varias parroquias (fítulos), salmodiando y llevando velas
encendidas, se recogía en la iglesia de San Adrián, para salir de allí en procesión
hacia Santa María la Mayor, la iglesia estacional. El papa induit se vestimentas
nigris et diaconi similiter pianitos induunt nigras, la schola comienza la
antífona Exurge, Domine, con el Gloria, despues que el papa sale al altar y recita
la oración ad collectam. Comienza entonces la procesión, en la cual todos van
con los pies descalzos, mientras la schola, que sigue al pontífice, y el clero, que
le precede, se alternan cantando antífonas. Llegados a Santa María la Mayor, el
papa celebra la misa solemne, en la cual se deja el canto del Gloria in excelsis.
El Ordo de San Amando no alude a una bendición de las candelas;
probablemente en esta época no estaba todavía instituida. Puede ser una prueba el
hecho de que, según las otros Ordines románi, 110 es el papa el que bendice las
candelas, sino uno o más cardenales, en la iglesia de Santa Martina. De todos
modos, las primeras fórmulas de bendición se encuentran en el famoso
sacramentarlo de Padua, unidas al texto por una mano distinta hacia el final del
siglo IX o a principios del X.

De las cinco fórmulas prescritas actualmente por el misal, las dos


primeras: Domine sánete... qui omnia ex nihilo creasti y Omnip. aet. Deus qui
hodierna die... pertenecen al siglo X; las restantes, al siglo XI.

También es más tardío el canto Nunc dimittis, intercalado con la


antífona Lumen. En la Edad Media, a las antífonas de origen griego Adorna
thalamum tuum, Responsum acce-pit, Obtulerunt pro eo Domino, todavía en uso
durante la procesión, muchas iglesias anteponían la célebre antífona Ave, gratia
plena, Dei Genitrix virgo... que los griegos repiten al fin de todas las horas
canónicas. Es de notar también que las velas no eran encendidas con un fuego
cualquiera, sino con un cirio especial bendecido para tal fin. En efecto,
muchísimos formularios comienzan con un Benedictio novi luminis o ignis novi.
Las velas bendecidas eran llevadas a casa y justamente, tenidas como que estaban
dotadas de una sobrenatural eficacia en las infecciones epidémicas, en los partos
difíciles, en las tempestades, en la cabecera de los moribundos...

La fiesta de la Presentación de Jesús cierra dignamente el ciclo navideño. Ya


que, si bien en los libros romanos lleva casi constantemente el título
de Purificación de María, en realidad tanto en el oficio como en la misa tiene por
objeto primario la conmemoración del ofrecimiento del Niño en el templo y su
encuentro con Simeón y Ana. A estos dos textos se refieren la inmensa mayoría
de los textos litúrgicos, es decir, los responsorios de maitines (pero no los salmos,
que son de la Virgen), los cantos salmodíeos, las lecturas, las oraciones y el
prefacio de la misa.

El carácter de fiesta mariana que se le impuso, parcialmente al menos, por el


papa Sergio, se mostraba sobre todo en la procesión, que tenía por meta el mayor
santuario mariano de Roma, en el cual dieciocho diáconos de las regiones
urbanas llevaban delante del pontífice otros tantos estandartes de la Santísima
Virgen. En Milán, hacia el final del siglo XI la letanía partía de Santa María
Beltrade, para dirigirse a la catedral, y los sacerdotes llevaban sobre
un portatorium la imagen de la Madre de Dios con el Niño, llamada Idea.
 

4. La Cuaresma.

El gran misterio pascual, que forma el centro luminoso en torno al cual gravitó
todo el año eclesiástico, comprende desde hace siglos una preparación
ascético-litúrgica dividida en tres fases, cada una de las cuales señala una etapa
ulterior hacia la fiesta de Pascua.

La primera abarca las tres dominicas de Septuagésima, Sexagésima y


Quincuagésima.La segunda ya del principio de la Cuaresma a la dominica de
Ramos. La tercera comprende la Semana Santa.

Tratamos en este capítulo de las dos primeras, reservando a la tercera, por su


máxima importancia, un capítulo aparte.

Las Tres Semanas Precuaresmales.

En el uso litúrgico tanto de la Iglesia latina como de la Iglesia griega, se suele


anteponer a la Cuaresma un período de tres semanas, las cuales llevan el
nombre en orden de tiempo de Septuagésima, Sexagésima y Quincuagésima. Este
apelativo, que se remonta probablemente a la época misma de su institución,
puede parecer extraño si se piensa que no indica, como parece, setenta, sesenta,
cincuenta días, sino, respectivamente, la novena, la octava y la séptima semanas
antes de Pascua. Dada, sin embargo, la predilección medieval por los números
redondos, es fácil comprender que los copistas litúrgicos encontrasen natural
extender a las tres dominicas instituidas antes de la primera dominica in
quadragesima aquella nomenclatura que había sido adoptada por esta última,
llamando in quinquagesima a la primera, in sexagésima a la segunda, in
septuagésima a la tercera. De modo parecido, Juan Archicantor y algunos
leccionarios antiguos, como el de Alcuino y el Capitulare Evangeliorum
Rhedigeranus, llaman a la segunda dominica de Cuaresma in tricésima; la
tercera, in vicésima.

El origen de estas tres semanas suplementarias no es muy cierto; pero hay que
buscarla, sin duda, en la diversidad de disciplina vigente en la antiguedad con
respecto al ayuno cuaresmal. Un sermón antes atribuido a San Ambrosio, pero
que debe pertenecer a un obispo del siglo V, hace alusión a algunos que no se
contentaban con ayunar los cuarenta días, sino que por una miserable vanidad
anticipaban la Cuaresma una semana. Estos, observa el escritor, dicunt se
observare Quinquagesimam, qui forte Quadragesimam complere vix
possint. Una costumbre parecida existía en los países cisalpinos, según refiere
San Máximo de Turín (+ 450). Estos usos Accidentales eran una repercusión de
análogos usos orientales, donde, al decir de Casiano, el añadir una o dos semanas
al ayuno cuaresmal era cosa común en los monjes, no tanto por deseo de
singularizarse cuanto por mayor rigor de penitencia. Como en estos países, y
Milán se contaba entre éstos en Occidente el sábado no era considerado día de
ayuno, así muchos deseaban compensar los seis sábados de la Cuaresma
añadiendo una séptima semana. Después, en algunos lugares en que durante la
Cuaresma no se ayunaba ni el sábado ni el jueves, o bien se consideraba la
Semana Santa fuera de la cuarentena, eran dos o tres las semanas a compensar; de
aquí todavía una Sexagésima y una Septuagésima,

También en Occidente, a ejemplo de los bizantinos, esta más larga preparación al


ayuno cuaresmal fue introducida aquí y allá, pero naturalmente sin una disciplina
uniforme. Fue en un principio una devoción privada o de alguna comunidad
monástica, después una observancia de particulares provincias eclesiásticas,
finalmente entró en el ciclo litúrgico oficial.

De los datos oficiales que conocemos, podremos resumir así las sucesivas etapas
históricas de este tiempo: se comenzó bajo el papa Hilario (461-68) a transformar
en días de ayuno completo los semiieiunia, de los antiguos días de estación, el
miércoles y viernes antecedente al Caput Quadragesimae, y a dotarles de una
misa especial; el jueves y el sábado permanecieron alitúrgicos hasta el siglo VIII.
Sucesivamente, como nos consta por Fausto de Rietz (+ entre el 490 y el 495), el
ayuno fue extendido a toda la semana de Quincuagésima. En Roma, como
justamente opina Morin, la Quincuagésima debió introducirse a principios del
siglo VI, bajo el papa Hormisdas (514-523). La regla benedictina (526), sin
embargo, no la conoce todavía o al menos no la admite.

La Sexagésima aparece algo más tarde; en un principio, para indicar el comienzo


de un ayuno particular de los monjes, y después de un período penitencial,
también para los fieles. Como tal había ya entrado en la praxis litúrgica de Italia
meridional a mitad del siglo VI, porque el Apostolus, de Víctor de Capua (546), y
el evangeliario de Lindisfarne, proveniente de Napóles (658), comienzan
precisamente ccn Sexagésima la serie de sus perícopas. La Septuagésima fue la
última en añadirse al ciclo de las dominicas precedentes pocos años antes de San
Gregorio, para completar, si hemos de creer a Amalario, la cifra simbólica de 70,
los años de la cautividad de Babilonia. Como se ve, el desenvolvimiento litúrgico
de este tiempo precuaresmal se efectuó preferentemente en Italia, donde eran más
sensibles a las influencias del Oriente, y se realizó poco después de la mitad del
siglo VI. Es curioso, sin embargo, constatar cómo en las iglesias seculares de rito
galicano no se la quiso reconocer. Fausto de Rietz difundió la observancia, San
Máximo de Turín (+ 450) la reprueba y el concilio IV de Orleáns (511) prohibe
expresamente a los sacerdotes de introducir neaue Quinqua-gesimam aut
Sexagesimam ante Pascha. La prohibición encuentra antecedentes en los
antiguos libros galicanos, los cuales no contienen ni señal de una liturgia especial
de este tiempo.

En Roma, por el contrario, las tres semanas precuaresmales eran ya celebradas al


final del siglo VI, si no con un ayuno preliminar, al menos con particular
solemnidad; esto porque aparecen señaladas a las dominicas importantes
estaciones. En la primera (Septuagésima) se iba a la basílica de San Lorenzo
extramuros: en la segunda (Sexagésima), a San Pablo; en la tercera (Quin-
quagesima), a San Pedro. El elegir estas iglesias sucedió ciertamente en relación
con las circunstancias particulares que en Roma dieron origen a las tres
solemnidades estacionales. El P. Grisar lo ha puesto justamente de relieve.
Nótese — escribe él — cómo la bella liturgia de estas tres dominicas resuena con
gritos en demanda de auxilio de la Iglesia romana, que presupone un tiempo de
gran penuria. Ya desde el introito de la misa de la primera dominica (Sept.)
parece que se recuerdan días de público peligro: Circumdederunt me gemitus
mortis, dolores inferni circumdederunt me, et in tribulatione mea invocavi
Dominum... Si el origen de la solemnidad de estas dominicas, o al menos de las
dos primeras, va unido al siglo VI, involuntariamente el pensamiento corre a los
tiempos de Pelagio I (556-561) y Juan III (561-74), cuando durante la
restauración del culto eclesiástico, decaído en la guerra gótica, imprevistas
invasiones de bárbaros asolaron duramente Italia; en particular la de los
longobardos hizo temer por Roma. Es lícito suponer que los papas, para impetrar
la ayuda del cielo, hiciesen celebrar con una estación aquellas tres dominicas en
las indicadas iglesias cementeriales de San Lorenzo, San Pablo y San Pedro,
dedicadas a los tres más ilustres patronos de la Ciudad Eterna. La estación fue
después mantenida cuando el peligro había desaparecido.

La hipótesis de Grisar es confirmada por los antiguos libros litúrgicos romanos.


El sacramentarlo gelasiano en sus varias redacciones contiene oraciones para las
misas In Septuagésima, in Sexagésima y las Orationes et preces a
Quinquagesima usque ad Quadragesimam. El leccionario de Wurzburgo
menciona las tres dominicas con las mismas epístolas y con los mismos
evangelios que recitamos todavía hoy.

La colección de homilías de San Gregorio Magno contiene también las


pronunciadas por él en tales días en la iglesia estacional y sobre las mismas
perícopas evangélicas que se leen todavía en el misal. Por esto algunos sostienen
que el santo pontífice, ante las terribles incursiones de los longobardos,
amenazando a la misma Roma, haya instituido las tres estaciones precuaresmales.
Pero después de lo que se ha dicho, la hipótesis es absolutamente infundada. A
este respecto hay que observar que, aunque él haya sido un decisivo factor de las
solemnidades estacionales y haya apoyado su introducción en una carta a los
obispos de Sicilia, sin embargo, mientras les exhorta a introducirlas en la cuarta y
sexta feria de cada semana, no alude siquiera a las nuevas estaciones
precuaresmales, como parece habría podido hacerlo si él las hubiese instituido.
Es probable más bien que San Gregorio les haya dado un notable impulso,
acrecentando la devoción en el pueblo, que acudía solícito y numeroso.

En cuanto a las perícopas escriturísticas de las misas de este tiempo — y son


todavía las mismas que les fueron señaladas en su origen —, las de Sexagésima y
Septuagésima no muestran especial relación ni a acontecimientos históricos ni a
la Cuaresma inminente, sino que parecen más bien inspirarse en el titular de la
iglesia donde tenía lugar la estación.

En la dominica de Septuagésima, con la estación en la basílica del Verano, junto


al sepulcro del invicto mártir diácono San Lorenzo, el ecónomo de la Iglesia de
Roma, la epístola trae la semejanza del atleta, el cual ab ómnibus se abstinet ut
corruptibilem coronam accipiat, para inculcar el deber del sufrimiento y de la
lucha para ganar la corona eterna, indicada en el dinero, que, según el evangelio
del día (parábola de los obreros de la viña, Mt. 20:1-16), será dada como jornal
por el Patrón divino a los fieles trabajadores de su mística viña. En la Sexagésima
(estación en San Pablo), la epístola teje con sus mismas palabras la apología y el
elogio del gran Apóstol (2 Cor. 11:19-33), mientras en el evangelio (parábola del
sembrador, Lc. 8:4-15) se quiere hacer alusión a su prodigiosa actividad
apostólica, por lo cual es llamado praedicator veritatis in universo mundo.

Las lecturas, en cambio, de Quincuagésima (estación en San Pedro) fueron


probablemente escogidas en vista de la Cuaresma inminente, cuando las dos
dominicas precedentes no habían entrado todavía en el ciclo precuaresmal. El
evangelio, en efecto (Lc. 18:31-43), nos presenta la predicación de Jesús en torno
a su próxima pasión y la curación del ciego de Jericó, símbolo de la humanidad,
que siente la extrema necesidad de acercarse a Jesús para obtener la salud.

El prefacio de estas tres dominicas es actualmente el de la Trinidad; pero el


sacramentarlo gregoriano contiene uno propio para la segunda dominica. En
particular el de Septuagésima parece aludir al renacimiento primaveral de la
naturaleza, que trae a la mente del cristiano el pensamiento de los bienes
celestiales. Nótese también cómo en las misas de Sexagésima y de
Quincuagésima comienza la serie de las antífonas ad communionem, sacadas de
los Salmos según su orden numérico progresivo: 1, 2, 3... del cual hablaremos en
breve. El hecho de que la misa de Septuagésima haya sido excluida, resulta una
confirmación de su tardía introducción.

La Despedida del "Alléluia."

Todavía actualmente el tiempo de Septuagésima mantiene su primitiva


importancia penitencial, que, excepto el ayuno, de poco lo diferencia de la
Cuaresma. Su característica litúrgica más saliente nos es dada con la supresión
del Alleluia en la misa y en cualquier parte del oficio hasta Pascua. Por esto, en
las vísperas del sábado antes de Septuagésima, como para saludar al grito de
júbilo cristiano que se marcha, se añade tanto al Benedicamus Domino como
al Deo gratias un doble Alleluia.

En realidad, el uso primitivo romano, atestiguado por Juan Archicantor, era el de


deponer el Alleluia al comienzo de la Cuaresma, como, por lo demás, se hacía en
paralelo de la epístola puede haber sido sugerida por el largo camino necesario
que tenían que recorrer los fieles para llegar a San Lorenzo, fuera de los muros.

Milán y en la liturgia galicana. Pero con la adopción de las tres dominicas


introducidas como progresiva preparación a la Cuaresma, era lógico que la
supresión del Alleluia viniese anticipada a la primera de ésas, es decir, a la
dominica de Septuagésima. A hacer esto empujaba, además, una razón mística,
recordada ya por Amalario. El explica cómo el tiempo antecedente a la Pascua es
figura del destierro sufrido por los judíos en Babilonia lejos de Jerusalén, durante
el cual hacían callar los cantos de alegría. Septuagésima representaba
precisamente el comienzo simbólico de los setenta años de la cautividad de
Babilonia, en el cual, por tanto, debía suprimirse el canto de júbilo cristiano. Y
así fue hecho muy probablemente bajo San Gregorio Magno. Pero el
desplazamiento llevó consigo otros. El Te Deum, himno festivo como ninguno,
tuvo que ser substituido al término de los nocturnos por un noveno responsorio;
el Alleluia, que normalmente era la antífona de las horas menores, cedió el
puesto a antífonas sacadas del texto evangélico de la dominica y compuestas
ciertamente por San Gregorio mismo; además, las antífonas de los tres últimos
salmos de laudes, que por lo general son aleluyáticas durante el año, fueron
reemplazadas por antífonas salmódicas especiales.

Para compensar estas cesiones del Alleluia, Gregorio Magno dispuso — así


conjetura, con buen fundamento, Callewaert — que el oficio nocturno de
Septuagésima (vísperas, maitines y laudes) viniese enteramente consagrado a una
férvida glorificación del Alleluia. Tota intentio est in ista nocte cantorum —
observa ya Amalario — ut magnificent nomen Alleluia. El oficio se encuentra en
los antiguos antifonarios de Compiégne y de Hartker, y quedó en vigor en Roma,
según refiere el Ordo Bernhardi, hasta el tiempo de Gregorio VII (1070-1085), el
cual lo suprimió, substituyendo nuevos textos a aquellos aleluyáticos y limitando
al doble Alleluia de las vísperas de Septuagésima el saludo de despedida.

El oficio aleluyático gregoriano, sin embargo, no desaparece enteramente de la


escena litúrgica. Se mantiene todavía en el bajo Medievo en muchas iglesias, las
cuales continuaron, a veces también con ceremonias un poco teatrales,
celebrando el solemne adiós o, como se decía, su depositio. Copiamos dos trozos
interesantes:

Mane afud nos hodie, alleluia, alleluia; et crastina die proicíscens, alleluia,
alleluia, alleluia; et dum ortus juerit dies, ambulabis vias tuas, alleluia, alleluia,
alleluia! (ant. ad Magníficat).

Deus, qui nos concedis — alleluiatid cantici deducendo solemnia celebrare, da


nobis, in aeterna beatitudine cum Sanctis tuis alleluia cantantibus, perpetuum
feliciter Alleluia posse decantare. Per Dominum (colecta).

Con la dominica de Septuagésima se abre en el oficio nocturno el ciclo de las


lecturas escritúrales, comenzando con el libro del Génesis, que está en cabeza en
el canon de los libros sagrados. Tal lectura en un principio era universalmente
fijada al principio de la Cuaresma con el fin de iniciar a los catecúmenos en el
conocimiento de la persona divina de Cristo, en las profecías y en las figuras
mesiánicas de los escritos de Moisés. Jesús con los discípulos de Emaús había
seguido un método parecido: incipiens a Moyse... Cuando después se antepuso a
la Cuaresma una semana preparatoria (Quincuagésima), también la lectura del
Génesis fue anticipada; en efecto, así resulta del arcaico Ordo de San Pedro, que
no conoce todavía las otras dos semanas precuaresmales. Introducidas,
finalmente, también éstas en la praxis litúrgica, la lectura del primer libro
escriturístico fue, sin duda, trasladada a Septuagésima. Esto sucedió
probablemente bajo San Gregorio Magno.

Origen y Desenvolvimiento de la Cuaresma.

Modelada sobre el ejemplo de Moisés y Elias, los cuales después de un ayuno de


cuarenta días fueron admitidos a la visión de Dios, y más todavía a imitación del
retiro y del ayuno cuadragenario realizado por Cristo en el desierto, vemos
aparecer en la Iglesia a principios del siglo IV la observancia de un período
sagrado de cuarenta días, llamado por esto Cuaresma, como preparación a la
Pascua entendida en su concepto primitivo, es decir, no como aniversario de la
resurrección de Cristo, sino como los dos días (Viernes y Sábado Santo)
conmemorativos de su inmolación en la cruz para rescate del mundo, según la
frase del Apóstol: Pascha nostrum immolatus est Christus (Cor. 5:17).

Se había creído hasta ahora que el más antiguo testimonio de la Cuaresma estaba
contenido en el canon 5 del concilio de Nicea (325), donde, con el fin de proveer
a la suerte de los excomulgados, se recomienda a los obispos el tener dos sínodos
al año, el (primero de ellos antes de la cuarentena. Pero el P. Salaville ha
demostrado que este término no puede entenderse de la Cuaresma, sino de
cuarenta días después de la Pascua (Ascensión). De todos modos, tenemos otros
indiscutibles testimonios, de época algo anterior, acerca de la existencia de la
Cuaresma en las principales iglesias del Oriente. Eusebio (+ 340) en el De
solemnitate paschali, San Atanasio en las letras festivas enviadas a Egipto del
330 al 347, San Cirilo de Jerusalén en las catcquesis anagógicas tenidas en el
347, el concilio de Laodicea hacia el 360 y la Peregrinatio, de Eteria (387), no
sólo no dejan ninguna duda sobre la existencia en Oriente de esta institución
penitencial, sino que casi todos hacen suponer que hubiese entrado desde hacía
tiempo en la costumbre de los Heles.

Para el Occidente hacen mención, en términos explícitos, los escritos atribuidos a


Prisciliano (+ 386), San Gregorio de Elvira (380?), Eteria para España y
Aquitania, San Agustín para el África y San Ambrosio para Milán.

En cuanto al uso primitivo de Roma, reina alguna incertidumbre. La letra festiva


del 341 escrita en Roma por San Atanasio a Serapión de Thmuis, deja claramente
entender que una observancia cuadragesimal se acostumbraba ya entonces. Por el
contrario, el historiador Sócrates (aunque casi un siglo después) refiere que la
Cuaresma romana comprendía apenas tres semanas de ayuno, excluidos los
sábados. Una tal afirmación es inexacta, sin duda, en cuanto a la exclusión del
ayuno en sábado, mientras es ciertísimo que se observaba, y en cuanto al tiempo
a que se refiere, porque el papa San León, contemporáneo de Sócrates (c.440),
atestigua netamente un período cuaresmal de cuarenta días efectivos; pero puede
tener un fundamento de verdad si se refiere a una época muy anterior. Sabemos,
en efecto, por San Máximo y por San Pedro Crisólogo que una práctica parecida
era seguida por muchos en Turín y en Rávena, a pesar de ser enérgicamente
reprendida por aquellos obispos.

Duchesne, sin embargo, ha lanzado la hipótesis de que la antigua Cuaresma


romana fuese, en efecto, de cuarenta días, pero con sólo tres semanas de ayuno
riguroso, intercaladas de otras tantas de ayuno mitigado; la primera, llamada de
las cuatro témporas; la cuarta, llamada mediana  en los antiguos documentos
litúrgicos, que se cierra con el sábado Siventes, y la última, la Semana Santa. Los
descubrimientos de Callewaert (+ 1943) han confirmado por completo la
conjetura de Duchesne. Efectivamente, Roma habría adoptado su Cuaresma,
como otras muchas iglesias; pero en un principio, quizá por medida prudencial,
no debió prescribir el ayuno en todas las ferias; lo limitó a sólo tres semanas, la
primera, la cuarta y la ultima. Estas semanas, por cierto, tuvieron desde el
principio características litúrgicas propias, como la estación los miércoles,
viernes y sábados, asignadas a los más importantes santuarios de la Urbe,
mientras todas las demás estaban todavía desprovistas, y, sobre todo, el privilegio
de conferir el sábado de cada una las sagradas órdenes.

No sabemos dónde, ni por medio de quién, ni en qué particulares circunstancias


haya surgido la institución cuaresmal. Quizá no fueron extrañas las exigencias
siempre crecientes, sea del catecumenado, sea, sobre todo, de la disciplina
penitencial, a la cual, en efecto, desde el 306 alude un canon de San Pedro
Alejandrino. De todos modos, ayuda a notar que la práctica de una observancia
preparatoria a la fecha de la Pascua comienza a abrirse camino en la Iglesia al
menos desde la mitad del siglo II. Encontramos repetidas alusiones en los
escritos de los Padres antenicenos.

San Ireneo de Lyón, alrededor del 190, en la famosa carta al papa Víctor sobre la
cuestión de los cuartodecímanos, recuerda un ayuno que en las Galias, y quizá
también en Asia, se practicaba por algunos antes de Pascua desde hacía
tiempo, longe ante, apud maiores nostros. "Algunos — escribe él — creen deber
ayunar solamente un día (el Viernes Santo), otros dos (Viernes y Sábado Santos),
otros más; otros, en fin, toman cuarenta horas del día y de la noche,
computándolas como un día (es decir, las cuarenta horas que Cristo estuvo en el
sepulcro.)" Donde se revela que el ayuno pascual en su tiempo podía comenzar
para algunos desde el miércoles o jueves; ciertamente no sobrepasa la Semana
Santa. En África, por el contrario, como nos consta por Tertuliano, el ayuno para
los católicos se limitaba a los días in quibus oblatas est sponsus, es decir, el
Viernes y Sábado Santos; éstos eran los solos impuestos por la
Iglesia, hos (dies) esse iam solos legítimos ieiuniorum christianorum, si bien los
montañistas tenían escrúpulos, y por eso ayunaban dos semanas. Otro tanto nos
atestigua para Roma la Apostólica Traditio, de San Hipólito; prescribe un ayuno
de dos días, del viernes a la misa nocturna de Pascua, antequam oblatio fíat.

La disciplina de las iglesias orientales no era notablemente


diversa. La Epistula Apostolorum (Asia Menor, 130-140), que nos proporciona
la memoria más antigua, habla de un ayuno preliminar a la Pascua
(Crucifixionis), que se prolongaba por toda la gran noche, pasándola en vigilia
hasta que no despuntase el primer rayo de luz; entonces se celebraba la
eucaristía.
El uso de Alejandría nos es referido por San Dionisio (+ 264), el cual,
interpelado por un cierto Basílides sobre la duración del ayuno pascual, responde
que los fieles le consagraban la semana entera, pero de manera diversa. Algunos
estaban tres días, otros hasta cuatro, sin probar alimento alguno; todos, sin
embargo, ayunaban rigurosamente el Viernes y Sábado Santos. Una disciplina
análoga, pero más firme y rigurosa, existía en Siria hacia el final del mismo siglo.
La Dídaskalia Apostolorum prescribe: A decima (se. luna) quae est secunda
sabbati, diebus Paschae ieiunabitis atque pane et sale et aqua solum utemini
hora nona usque ad quintam sabbati (Jueves Santo). Parasceoem tamen et
sabbatum integrum ieiunate, nihil gustantes.

Como se ve, de una observancia cuaresmal propiamente dicha, callan


absolutamente las fuentes hasta principios del siglo IV. La hipótesis, por tanto,
de un origen apostólico de la Cuaresma, adelantada por algunos Padres, no
puede aceptarse si no es por lo que respecta al principio del ayuno, que,
introducido en un principio por simple devoción privada en los dos días
precedentes a la Parasceve, fue después extendido y en Oriente oficialmente
impuesto a toda la Semana Santa.

Sobre el carácter y la extensión del tiempo cuaresmal hubo en un principio


criterios esencialmente diversos ole los posteriormente adoptados. Después que,
como ha demostrado Callewaert, del examen de los testimonios patrísticos más
antiguos se ve que la sagrada cuarentena no fue considerada en su origen como
una extensión del ayuno primitivo del Viernes y Sábado Santos, y, por tanto,
como preparación inmediata a la fiesta de la Resurrección (Pascha
resurrectionis), sino más bien como una cuarentena de penitencia que precedía al
Viernes Santo (Pascha crucifi xionis), las Paschae sollemnia, como expresa una
antiquísima fórmula litúrgica, debía preparar a los fieles para él. En efecto, la
vetusta terminología eclesiástica, como puede verse en Ireneo, Tertuliano,
Eusebio y otros, designaba con el nombre de Pascua la sola conmemoración
anual de la pasión y muerte del Redentor: Pascha nostrum immolatus est
Christus (1 Cor. 5:17); fue solamente en el siglo V cuando comprendió la
sepultura y la resurrección, formando el Triduum sacratissimum crucifixi,
sepulti, suscitati, como se expresa San Agustín; o bien, según la frase sintética de
San León, el Paschale sacramentum.

El triduo pascual era, por tanto, una fiesta única que abrazaba la conmemoración
de la muerte (Viernes Santo), de la sepultura (Sábado Santo) y de la resurrección
de Cristo (domingo); fue precisamente como preparación a este paschale
mysterium por lo que fue instituida la Cuaresma, la cual, por tanto, debía de
terminar el Jueves Santo. En efecto, si desde este punto final contamos hacia
atrás cuarenta días precisos, se llega a la sexta dominica antes de Pascua, es decir,
a la actual primera dominica de Cuaresma, que de nosotros tuvo originariamente
el nombre de Caput ieiunii o Quadragesimae.

Es preciso, además, tener en cuenta otro elemento agudamente señalado por


Callewaert. La índole de la Cuaresma primitiva no admitía solamente un ejercicio
corporal de penitencia constituido por el ayuno, a pesar de que la imitación de las
cuarentenas modelos — Moisés, Elias y Cristo — llevase a hacer de él una de sus
más notables características. Ella, en el pensamiento de los Padres, debía ser,
sobre todo, un período de ascesis y de mortificación, un tiempo sagrado de vida
cristiana más intensa, durante el cual, como se expresa Crisóstomo, per preces,
per eleemosynam, per ieiunium, per vigilias, per lacr.mas, per confessionem ac
per cetera omria diligenter expurgatur, los fieles pudiesen renovarse
interiormente para resucitar después con Cristo a una nueva vida. Las dominicas,
por tanto, no eran excluidas por el tiempo cuaresmal, si bien, en homenaje a una
tradición apostólica, fuese en ellas mitigado el rigor del ayuno.

Pero estos conceptos fueron olvidados muy pronto. Se comenzó a usar el


término Pascha como sinónimo exclusivo de la dominica de Resurrección, de
manera que, quedando incorporados a la Cuaresma los días de Viernes y Sábado
Santos con su ayuno, ésta vino a contar 40 + 2 = 42 días. Además, prevaleciendo
la consideración de el ayuno fuese la característica principal, y aún más,
exclusiva, de aquel tiempo, como en las seis dominicas no se ayunaba, se siguió
de aquí que la Cuaresma quedó compuesta no de 40, sino de 6 X 6 = 36 días.

No sabemos si un cálculo hecho de esta forma, que, a pesar de su sutileza, no


llegaba a disimular la falta de lógica de una cuarentena de 36 o de 42 días, haya
prácticamente conducido a computar en números redondos el círculo cuaresmal.
El hecho es qué, desde la mitad del siglo V, vemos delinearse la práctica de una
breve preparación a la Cuaresma, que comprende primero la feria del miércoles
de Quincuagésima y después la del viernes, las cuales llegaron a ser días de
completo ayuno, fueron dotadas de misa propia y entraron regularmente en la
organización litúrgica romana de las ferias cuaresmales, si bien no fueron, por
tanto, consideradas como formando parte de la Cuaresma. Es cierto, en efecto,
que ya desde el tiempo de San Máximo de Turín (c.465) se leía el miércoles la
perícopa evangélica Cumieiunatis; y él recuerda a algunos que solían desde aquel
día comenzar una abstinencia preparatoria a la Cuaresma; como es cierto, por
otra parte, que durante el siglo VI en este mismo día tenía principio el período de
penitencia canónica, que debían cumplir los penitentes públicos hasta el Jueves
Santo.

De los otros dos días, el jueves no tuvo liturgia propia antes de Gregorio II (+
750); el sábado la recibió, por último, en el siglo VIII. Es sólo en torno a esta
época cuando encontramos completado litúrgicamente el período de cuatro días
que de la feria IV cínerum, caput ieiunii, comienza prácticamente el ciclo
cuaresmal; el gelasiano del siglo VIII es el primer testimonio.

Los cuatro días adicionales de ayuno no fueron recibidos en seguida por todas
partes. No los acogió la liturgia mozárabe ni la ambrosiana, la cual todavía hoy
eomienza el ayuno cuaresmal con el lunes después de la primera dominica. En
Montecasino fueron introducidos al final del siglo XI, bajo el abad Desiderio.

De la antigua dignidad de Caput Quadragesimae añeja a la primera dominica


quedan todavía las señales en la secreta de la misa, que celebra el sacrificium
quadragesimalis initii, y en algunas particularidades del oficio.

En relación con la Cuaresma litúrgica, no está fuera del lugar aludir a las
llamadas cuarentenas de penitencia que en la Edad Media, sobre el tipo de la
Cuaresma, pero generalmente fuera de este tiempo, se cumplían frecuentemente
por los fieles por un mayor fervor de mortificación, cuyo nombre ha quedado
todavía en uso en la terminología de las indulgencias; ellas, sin embargo, no eran
una novedad absoluta, porque, como decíamos antes, al final del siglo III las
había ya introducido en Alejandría la praxis penitencial.

La cuarentena comprendía cuarenta días de severísima penitencia, durante la cual


el fiel se consideraba excluido de las funciones de la iglesia, debía andar con los
pies descalzos, comer sobre el suelo pan condimentado con cenizas, apartarse de
todo contacto con sus semejantes y evitar en la comida y en el vestido todo
aquello que no fuese rigurosamente indispensable.

Las Vicisitudes del Ayuno Cuaresmal.

El ayuno fue siempre considerado como la práctica característica de la


Cuaresma, de tal forma que todas las fórmulas litúrgicas del tiempo se puede
decir que hacen mención para encomiarla y recomendarla. En principio, el ayuno
consistía substancialmente en la única comida tomada a la hora de vísperas
después de la celebración de la sinaxis eucológica o eucarística, según los días y
las costumbres locales. La única comida no bastaba, por tanto, para constituir el
ayuno; era preciso que la comida fuese diferida hasta la tarde; hasta tanto es esto
cierto, que, según San Jerónimo, los monjes durante la quincuagésima pascual,
para conformarse con la disciplina de la Iglesia, que prohibía el ayuno,
cambiaban la cena en comida, es decir, comían hacia el mediodía, sin que
hiciesen después otra comida: A Pentecoste coenae mutantur in prandia; quo et
traditioni ecclesiasticae satisfiat, et ventrem cibo non onerent duplicato. El uso
de retardar la comida a la tarde de los días de ayuno era antiquísimo en la Iglesia.
San Paulino, obispo de Nola, escribiendo a un amigo suyo de un eclesiástico que
le había sido enviado, narra que, llegado a su casa en día de Cuaresma, aceptó
con gusto el dividir con él la pobre comida que a la hora de vísperas había sido
preparada: Quotidiana ieiunia non refugit, et pauperum mensulam vespertinas
conviva non horruit. San Agustín dice que era regla ordinaria abstenerse de
tomar alimento hasta la puesta del sol, y el historiador Sócrates añade que se
consideraba como violadores del ayuno a aquellos que comían a la hora de nona;
él mismo, sin embargo, observa que tal rigor no era observado en todas partes;
más aún, parece que, en Oriente sobre todo, el uso de romper el ayuno cuaresmal
a la hora de nona era bastante común; es cierto, de todos modos, que había
notable diferencia entre el ayuno hebdomadario del miércoles y viernes y el de
los días de Cuaresma. El primero, llamado ya por Tertuliano semiayuno o ayuno
semipleno, llevaba consigo la comida a la hora de nona, mientras el segundo,
llamado ayuno propiamente dicho o ayuno pleno, abarcaba casi toda la jornada,
para terminar a las vísperas; es decir, respecto a los días de febrero y marzo, entre
las cuatro y media y cinco y media por sus meridianos.

La regla de prolongar a la hora de vísperas el ayuno cualesmal fue generalmente


inculcada y observada en la Iglesia latina más allá del año 1000. San Bernardo (+
1153), en un discurso dirigido a sus monjes al principio de la Cuaresma, se hacía
eco: "Hasta ahora hemos ayunado hasta nona, pero desde ahora ayunarán junto
con nosotros hasta la tarde, usque ad vesperam, todos, sean príncipes o reyes,
sacerdotes o fieles, nobles o plebeyos, ricos o pobres." Es preciso observar, sin
embargo, que en esta época y ya algo antes se nota una muy clara tendencia a
anticipar la refección a la hora de nona. La menciona abiertamente Teodoro de
Orleáns (+ 821), el cual condena acerbamente a aquellos que se ponían a comer
apenas sonaba la campana de nona, mientras habrían debido esperar a que fuese
terminada la misa, que comenzaba a aquella hora; el cronista sangallense de
Carlomagno cuenta que éstos durante la Cuaresma hacían celebrar misa y
vísperas una hora antes de nona, después de lo cual se ponían a la mesa; y esto
con el fin de no retardar notablemente la comida a sus cortesanos En Italia,
Raterio, obispo de Verona (+ 974), exhorta expresamente a sus fieles a romper el
ayuno a la hora de nona y reprende a aquellos que esperaban una hora más tarde
sólo para comer con mayor avidez.

Pero entrados en la vía de las concesiones, no se para fácilmente. Tomando al


mediodía la refección, si se quería observar estrictamente el ayuno, era preciso
esperar para comer hasta el mediodía sucesivo. La espera era demasiado larga, y
entonces fue permitido el tomar durante la tarde un poco de líquido para apagar
la sed. Este uso se introdujo sobre todo en los monasterios y fue aprobado por el
concilio de Aquisgrán en el 817. Ыу justifica a aquellos que a la bebida unían
los electuaria (pastas o pasteles a base de azúcar y miel), sin creer que por esto
faltaban al ayuno. Era en substancia una pequeña comida, que se
llamaba collatio. El vocablo provenía del uso monástico, y significaba
"conferencia," porque en los monasterios después de esta "colación" se leían las
famosas conferencias espirituales de Casiano. El alimento espiritual ha impuesto
su propio nombre al del cuerpo.

La Semana Mediana.

Después de la Semana Santa, aquella que los antiguos documentos litúrgicos


llaman mediana es la más importante de la Cuaresma. Ponemos de relieve sus
principales características.

a) La dominica "Laetare" y la rosa de oro.

En medio del laborioso camino de la penitencia, esta cuarta dominica, llamada,


del introito de la misa, dominica Laetare o Dominica in medio XL, porque señala
casi la mitad del período cuaresmal, trae una nota de santa alegría y de apacible
serenidad. El altar se viste de color de rosa y se perfuma con flores, suena el
órgano y los ministros vuelven a usar las dalmáticas iucunditatis. La estación de
este día, entre las más antiguas de la Cuaresma, era Santa Cruz, llamada
comunmente Santa Jerusalén, donde las frecuentes alusiones en los textos de la
misa a Jerusalén, imagen de la Iglesia, que se alegra con la corte de los
catecúmenos, próximos a ser hijos de Dios.

Es en este cálido ambiente donde refleja una fisonomía de gozo, sobre todo, el
oficio del día; en el pasado se manifestaba también fuera de la iglesia con
bullangueras fiestas populares, donde la liturgia papal después del siglo X ha
puesto una ceremonia singular, la bendición de la rosa de oro.

No se conocen bien sus orígenes. Parece que en Bizancio en la tercera domínica


de Cuaresma se celebraba una fiesta en honor del santo leño de la cruz, al cual se
tributaba un homenaje de flores. En Roma se quiso imitar el ejemplo, y en esta
dominica el papa se dirigía a la basílica estacional de la Santa Cruz, donde se
conservaba una insigne porción de la verdadera cruz, teniendo en su mano una
rosa de oro perfumada con musgo in signum passionis et resurrectionis D. N. L
C., con la cual se pretendía rendir a la insigne reliquia el mismo obsequio que la
Magdalena habia tributado a los pies del Salvador en la cena de Betania.

La Semana de Pasión.

Con la dominica de Pasión se abre la última fase de la Cuaresma, que precede


inmediatamente a la Semana Santa.
Los libros litúrgicos carolingios la llaman de Passione Domini porque la Iglesia
en esta y en la siguiente semana, tanto en la misa como en el breviario, pone
especialmente en escena, con rasgos a veces dramáticos, la persecución y la
conjura tramada por los enemigos de Cristo para desprenderse de El. En la
persona de David y de Jeremías perseguidos, del cual la liturgia evoca los
dolorosos acentos de amargura y, a la vez, de fuerte confianza en Dios, nosotros
vemos la persona de Cristo, el Justo, el Inocente, que el odio de los adversarios
ha apartado de todo defensor, mientras El no se cansa de dirigirse al Padre
celestial para ponerlo como testigo de la propia inocencia y para que no lo
abandone en el día de la prueba.

Pero en el concepto primitivo y en su redacción litúrgica, esta semana no


difería de las precedentes de Cuaresma; más aún, esta dominica, como dice el
título estacional del leccionario de Wurzburgo, Dominica ad S. Petrum in
mediana, se unía a la semana anterior, porque en el oficio de la vigilia habían
tenido lugar las sagradas órdenes, concluidas al despuntar el día con la misa. Por
lo demás, los documentos romanos más antiguos reservan expresamente la
dicción in passione a la dominica sucesiva, la de in ramis palmarum. Así leemos
en el gelasiano y en el arcaico Ordo de San Pedro e igualmente es fácil deducir
de los varios sermones de San León Magno predicados en esta circunstancia.

Sino que hacia el final del siglo VII, con el decaer de la disciplina del
catecumenado y con el difundirse en Occidente el culto de la santa cruz, se
delinea la tendencia de volver principalmente el pensamiento a los sufrimientos
de Jesús al declinar de la Cuaresma. De aquí una acentuación del misterio
doloroso de Cristo en los textos litúrgicos, que, insertos entre los precedentes,
dieron forma en esta semana a una liturgia compuesta o de transición, tanto en la
misa como en el breviario. Encontramos los primeros indicios en la Instructio de
Juan Archicantor, mientras Amalario atestigua expresamente un siglo después el
desarrollo realizado tanto en la misa como en el oficio, Dies Domini computantur
duabus hebdomadibus ante Pascha Domini.

En efecto, las oraciones y las lecturas de la misa de dominica y de las cuatro


primeras ferias (la del sábado es más tardía) se refieren manifiestamente al ayuno
y a la penitencia cuaresmal, sin alusión alguna a la pasión. Esta, en cambio, es
evocada en las perícopas evangélicas, en los cánticos y en el prefacio de la Cruz,
compuesto originaliamente para la misa votiva de Santa Cruz. Este doble carácter
puede constatarse igualmente en el oficio canónico. El invitatorio Hodie si vocem
eius audieritis... excita a la penitencia, mientras los himnos de Venancio
Fortunato Vexilla regís y Pange lingua y tantos otros textos son una exaltación
de la cruz y de los dolores de Cristo.
El tiempo de Pasión presenta dos interesantes particularidades:

a) La primera es aquella de omitir al principio de la misa el salmo


42, ludica me, Deus, y el Gloria Patri en los responsorios mayores y menores
del oficio. Después, durante el triduo sagrado, el Gloria se suprime también al
final e todos los salmos. Para dar razón de estas anomalías, ayuda notar que el
salmo 42 entra repetidamente en los formularios de las misas de esta semana, y
por esto sería una repetición inútil el recitarlo al pie del altar. En cuanto a la
doxología, es de notar que su adición al final de los salmos y de los responsorios
no se remonta más allá del siglo VI, es decir, posteriormente a la institución de
estos antiguos oficios. Pero alguno ha observado agudamente que la Iglesia en
este tiempo, a diferencia de cuanto sucede en otras épocas del año, aplica a Cristo
directamente los salmos, poniéndoles en cierta manera en su boca. Es El el que,
substituyendo al salmista y a nosotros pecadores, grita al Padre, en medio de los
sufrimientos y persecuciones, el propio dolor, la propia inocencia, el propio
abandono en sus manos Es, por lo tanto, natural que, reservando el salmo 42 a
Cristo, sea quitado de la boca del celebrante y que, evocando sus humillaciones,
sea suprimida la doxología festiva del Gloria, que sonaría inoportuna.

b) La otra particularidad consiste en la prescripción de la rúbrica del misal


romano de cubrir en este tiempo las cruces y las imágenes existentes en la iglesia
Es, evidentemente, un signo de tristeza muy en consonancia con el espíritu de
este ciclo; pero el motivo histórico de esta singularidad litúrgica hay que buscarlo
en otra parte.

Esta deriva probablemente de la antigua usanza, ya atestiguada en el siglo IX, de


extender al principio de la Cuaresma un gran velo delante del altar, llamado en
Alemania "paño del hambre" (Hungestuch), que lo escondía enteramente a los
ojos de los fieles y que era quitado a las palabras velum templi scissum est de la
pasión del Miércoles Santo. El fin de él, según algunos, era práctico; el pueblo,
que no tenía calendario, debía con esto ser advertido que estaba en Cuaresma.
En cambio, a juicio del P. Thurston, el velo cuaresmal quería ser un recuerdo de
la antigua expulsión de los penitentes de la iglesia. Cuando la disciplina de la
penitencia pública decayó, y todos los fieles en la Cuaresma, con la imposición
de las cenizas, fueron considerados como puestos espiritualmente en penitencia,
no fue, naturalmente, posible expulsarlos de la iglesia, como en otro tiempo, pero
se quiso esconder a su vista el sancta sanctorum para separarlos, en cierto modo,
del santuario hasta que en la Pascua no se hubiesen reconciliado con Dios.

El formulario de la misa del jueves se distingue netamente de los otros de este


tiempo; ninguna alusión a los dolores de Cristo, ni siquiera al ayuno de
Cuaresma. En cambio, se muestra como impregnado de dolor y de
arrepentimiento de los pecados. Dos figuras dominan en él: Azarías en la
lección profética (Dan. 3:25), que llora por las defecciones de Israel, imminuti
sumus... propter peccata nostra, y en la perícopa evangélica la Magdalena
arrepentida, que de la boca de Jesús escucha, asegurada, que sus pecados son
perdonados. Callewaert cree ver en este formulario el texto de una antigua misa
para la reconciliación de los penitentes celebrada en el Jueves Santo.

Encuentra una confirmación en las antífonas ad Bened. y ad Magnif. del día,


referentes a la inmediata preparación de la Pascua, mientras, por lo general, en
Cuaresma son sacadas del evangelio de la misa. Sabemos además que el
evangelio de la pecadora era el que se leía en la misa arriba indicada junto con la
lección de Daniel, la cual de hecho ha dado el texto del introito, Omnia quae
fecisti... y dos versículos del gradual, Tollite hostias et introite in rafia eius:
adórate in aula sancta eius (Ps. 95:8-9): Revelabit Dominus condensa et in
templo eius omnes dicent gloriam (Ps. 28:9); se dirigen a los penitentes para
anunciarles que desde ahora, reconciliados con la Iglesia, podrán volver a
ocupar su puesto en la casa de Dios y participar en el sacrificio eucarístico,
del cual el pecado los había excluido. El Señor les dejará ver su cara, como el
invierno despoja a los árboles del follaje, y toda la comunidad cristiana alabará al
Señor. Las cuatro oraciones actuales de la misa han sido transferidas aquí del
gelasiano primitivo, que las ponía en el sábado de la tercera dominica de
Cuaresma; pero en el gelasiano del siglo VIII se ponen otras cuatro oraciones
manifiestamente entonadas con el formulario de los cantos y de las lecturas, y
pueden fundadamente retenerse propias de una misa pro reconciliandis
peccatoribus in Coena Domini.

Los antiguos libros litúrgicos anotan en el sábado antes de la dominica de


Ramos: Sabbatum ad S. Petrum, quando eleemosyna datur. Sabbatum vacat. Este
día era, por tanto, alitúrgico; el papa no hacía estación, pero se dirigía a San
Pedro, lugar tradicional en la reunión de los pobres, para presidir una
extraordinaria distribución de limosnas, quizá distribuidas hoy porque en Pascua
el peso de los oficios litúrgicos no habría dejado el tiempo necesario. Alcuino (+
804) la pone en relación con las palabras de Cristo dichas hoy en casa de
Lázaro, ante setf dies Paschae (Lc. 12:1), a favor de los pobres, y que se leen
todavía en la misa del Lunes Santo.

También en este día el papa daba a los sacerdotes titulares de Roma una oblata
consagrada por él (fermentum), como significación de su íntima unión con la
Sede Apostólica. Así, durante la Semana Santa inminente, ellos no deberían
preocuparse cada día del acólito que les llevase de parte del papa la partícula
consagrada para depositarla después en el propio cáliz. Ellos podrían comenzar
libremente su misa a la hora que creían más oportuna, pero después de la fracción
de las sagradas especies separaban una partícula de la oblata papal para unirla en
el cáliz con la propia.

Posteriormente, las dos ceremonias decayeron, y fue, en cambio, instituida una


nueva estación en la iglesia de San Juan ante Portam Latinam, que, por primera
vez, Abdón en su martirologio había puesto en relación con el martirio de la
caldera sufrido en Roma por el apóstol bajo Domiciano. Para tal estación fue
compilada hacia el siglo IX la misa indicada hoy por el misal Miserere mihi,
Domine, usando de los mismos cantos de la misa precedente y sacando de varias
partes las oraciones relativas.

5. La Semana Santa.
Los Preliminares.

En la serie de los varios tiempos litúrgicos ocupa, sin duda, el primer puesto, por
la importancia y la venerada antiguedad de sus ritos, la semana que precede
inmediatamente a la fiesta de la Pascua, en la cual se celebran los misterios
inefables de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Ya en el siglo IV era
llamada por los latinos hebdómada paschalis, o, como nos atestigua Arnobio el
Joven (s.V), authentica y en Oriente, hebdómada maior; Non quod — decía San
Juan Crisóstomo — illius dies maiores sint alus ómnibus, sunt enim alii
longiores; ñeque quod sint numero pures, pares quippe sunt; sed quod in eis a
Domino res fraeclarae gestae sint. No menos antiguo es el apelativo "Semana
Sanfau, hoy común en los países meridionales, encontrándose ya en San Atanasio
y en San Epifanio: Hebdómada xerophagiae, quae vocatur sancta.

En un principio, sin embargo, y quizá ya desde el tiempo apostólico, se


solemnizaba solamente el viernes y el sábado, los días, como nota Tertuliano, in
quibus ablatus est sponsus, durante los cuales era universalmente observado un
estrechísimo ayuno y se omitía, en señal de luto, el beso de paz. Pero a los dos
días se añadió en seguida un tercero, el miércoles, la tradicional fiesta
estacional propter initum a ludaeis consilium de proditione Domini, y después
todos los otros, tanto que, hacia el 247, Dionisio de Alejandría decía que algunos
llegaban a estar los seis días de esta semana sin probar alimento. Quizá a la
introducción de una tal observancia, la más antigua que nosotros conocemos, no
fue extraño el pensamiento alegórico que vemos aparecer en la primera lectura de
la fiesta (329) de San Atanasio, cuando insiste sobre el severo ayuno que debe
observarse en aquellos seis grandes y santos días, que son el símbolo de la
creación del mundo. No hay que creer con esto que ya en el siglo IV todas las
ferias de la Semana Santa tuviesen, desde el punto de vista litúrgico, la
importancia que adquirieron después y tienen todavía. Quizás en Oriente eran
frecuentadas por el pueblo y tenidas en más honor que en otras partes.
Las Constituciones apostólicas mandan dar en estos días a los siervos reposo
absoluto; San Epifanio habla de iglesias en las cuales se celebraba cada noche la
vigilia y por la tarde una sinaxis, peroigilias sex obeunt ac tot ídem synaxes; y la
piadosa peregrina de Aquitanía nos ha dejado una minuciosa descripción de la
actividad verdaderamente extraordinaria que del Lunes Santo a la dominica de
Pascua se desarrollaba en las iglesias de Jerusalén.

En efecto, las iniciativas litúrgicas de la ciudad santa, que en aquel ambiente


sugestivo, lleno de inefables recuerdos, suscitaban un fervor y una conmoción
indescriptibles, fueron el punto de partida de muchos de los actuales ritos de esta
semana. Estos no vinieron a Roma directamente; pero después de haber
influenciado la liturgia bizantina pasaron a las liturgias galicanas, y de éstas
durante el período postcarolingio llegaron a Roma. En Roma, dos sólo eran
los días litúrgicos en tiempo de San León (440-461): el miércoles y el jueves,
recuerdo de la institución de la santísima eucaristía, al cual en la Urbe se asoció
en seguida el rito de la reconciliación de los penitentes y de la consagración de
los óleos santos. El lunes y el martes tuvieron un servicio litúrgico al organizarse
la Cuaresma en tiempo del papa Hilario (+ 468); los dos últimos, viernes y
sábado, la primitiva Pascua cristiana, no admitieron jamás, ni en Roma ni en
otras partes, la celebración de la eucaristía.

Esto es confirmado por lo que narra Uranio en torno a la muerte de San Paulino
(+ 431): quinta feria... dominicam Coenam celebravit, sexta vero feria orationi
vacavit, sabbato autem secunda hora diei ad ecclesiam laetus processit et, ascenso
tribunali, ex more populum, salutavit, resalutatus que a populo orationem dedit et
collecta oratione spiritum exhalavit. Esta reunión, a la cual alude el biógrafo del
Santo, no era estacional, sino aquella de los catecúmenos en la cual hacían la
redditio symboli. Los ritos que hoy se celebran el Viernes Santo — adoración de
la cruz, misa de los presantificados — entraron en la liturgia romana no antes del
siglo VIII; los del Sábado Santo, todavía más tarde, habiendo sido anticipados a
la vigilia sólo en el siglo IX.

Para facilitar la observancia del ayuno y la intervención en las vigilias litúrgicas


de esta semana, los emperadores cristianos ya desde el siglo IV impusieron por
ley el conceder a los siervos el reposo y suspender en el foro el curso de los
juicios civiles y criminales. San Juan Crisóstomo alude a esto en la homilía antes
citada: Non nos solum hanc hebdomadam veneramur, sed imperatores orbis
nostri, nec perfunctorie, ipsam honorant, silentium indícenles ómnibus publica
urbium negotia tractantibus, ut curis vacuí, nos om nes dies spirituali cultu
prosequantur. Ideoque fori ianuas clauserunt. Cessenf, inquiunt, lites, iurgia,
omnisque concertationis ac supplicii genus; quiescant tantisper carnificum
manus. Esta ley, confirmada después por Justiniano, fue durante varios siglos
generalmente observada en Oriente y Occidente. En las Galias, los capitulares
de los reyes carolingios permiten en el siglo IX el trabajo, exceptuando
solamente la semana después de Pascua, pero imponen la asistencia al oficio
divino.

El Domingo de Ramos.

El apelativo Dominica palmarum que esta dominica recibió en el uso litúrgico ya


desde el tiempo de San Isidoro de Sevilla (+ 636), ha hecho olvidar aquel más
antiguo y originario De passione Domini, recordado en los sermones de los
Padres latinos de los siglos IV y V, y otros no menos antiguos,
como Capitulavium, Pascha competentium, dominica indulgentia, que se
encuentran en los más vetustos libros litúrgicos.

La liturgia actual está constituida por la reunión de dos ritos de origen y carácter
muy diversos: a) la bendición y procesión de las palmas; y b) la celebración
solemne de la pasión de Cristo, ritos que en el curso de los siglos se han
desarrollado muy variadamente a pesar de quedar siempre netamente distintos.

El origen de la procesión de los ramos, tan discutido hasta hace pocos años, hay
que buscarlo en las costumbres de la iglesia de Jerusalén en el siglo IV. La
entrada triunfal de Cristo en la ciudad santa, que se cumplió según la profecía de
Zacarías (9:9), había sido considerada ya desde el siglo II como una de las más
grandes afirmaciones de su mesianidad; motivo por el cual el conmemorar en
Jerusalén su recuerdo no tenía solamente una razón histórica, sino un
carácter apologético singular. Refiere Eteria que en la dominica anterior a la
Pascua, a la hora séptima (alrededor de las trece), el pueblo con el obispo se
reunía en el monte de los Olivos, entre las basílica Eleona y la del Imbomon o de
la Ascensión. Comenzaban a cantar himnos y antífonas, intercalados con lecturas
escriturísticas y oraciones; después, a la hora undécima (alrededor de las
diecisiete), leído el evangelio que describe la entrada de Jesús en Jerusalén, se
levantaban todos y, teniendo en sus manos ramas de olivo y de palmas, entre el
canto de himnos y salmos alternados con el estribillo Benedictus qui venit in
nomine Dominí, descendían procesionalmente con el obispo a la ciudad, in eo
typo, quo tune Dominus deductus est. Se iba así hasta la iglesia de la Anástasis,
donde se terminaba la función con el canto del oficio lucernario. Ninguna alusión
a una bendición de los ramos. Con el tiempo, el pintoresco rito hierosolimitano
creció en importancia y en solemnidad, porque en el siglo VI eran cinco las
estaciones en las cuales se paraban durante el recorrido, y otras iglesias
orientales, entre ellas Edesa y Constantinopla, la habían introducido en su
ritual.

Nos es desconocido cómo y cuándo precisamente el uso litúrgico hierosolimitano


haya pasado a Occidente. Las primeras señales ciertas se encuentran para España
en San Isidoro de Sevilla (+ 636), en el Líber ordinum mozárabe y en el misal de
Bobbio, cuyas fórmulas muestran evidentes puntos de contacto con el antiguo
rito español y con la liturgia bizantina.

El Venerable Beda (+ 735), en la homilía ín Dominica Palmarum, parece


conocer no sólo la fiesta, sino también una ceremonia litúrgica de las palmas
El Versas de Teodolfo, obispo de Orleáns (760-821), Gloria, laus et honor, que
gozó de tanta popularidad en la Edad Media, y del cual sólo una pequeña parte
está contenida en el misal, atestigua ya un desenvolvimiento sorprendente en
Angers por parte del ritual de la función de las palmas. En tiempo de Amalario (+
853), la procesión era ya en Jas Calías una costumbre tradicional: In memoriam
Ulitis reí — escribe él — solemus per ecclesias nostras portare ramos et
clamare hosanna.

En Roma, los sacramentarlos gelasiano y gregoriano conocen solamente el


título Dominica in palmis. pero es casi cierto que existía la bendición relativa,
haciendo mención de ella una carta del papa Zacarías a San Bonifacio en el año
es de esta dominica una bendición para los portadores de palmas. Es preciso
descender al siglo X para encontrar en el Pontifical romano-germánico el más
antiguo ritual de la procesión de las palmas y numerosas fórmulas de bendición.

El deseo de reproducir en el campo litúrgico las circunstancias de la entrada


triunfal de Jesús en Jerusalén dio a la procesión de las palmas en el Medievo un
movimiento dramático tan vivo y profundo, que quizá no encuentra igual en otras
solemnidades del año. De ordinario, todo el pueblo, encabezado por el obispo y
el clero, se reunía en una iglesia fuera de la ciudad o en un lugar elevado, como
para representar el monte de los Olivos. Aquí, después de la lectura del
Éxodo: Venerunt filii Israel in Elim, donde son recordadas las 70 palmas del
desierto, se bendicen los ramos de palma, de olivo o de otros árboles con una
larga serie de oraciones y se distribuyen. Entonces se pone en marcha la gran
procesión, en la cual la persona del Señor está representada por el libro de los
santos Evangelios, envuelto en un tapiz purpúreo, puesto sobre
un portatorium, una especie de féretro ricamente adornado y llevado por cuatro
diáconos, o bien por un gran crucifijo descubierto y rodeado de guirnaldas de
fresco verde. Durante la procesión se alternaban las antífonas Cum
afrpropinquasset, Cum audisset, Turba multa, Occurrunt turbae cum floribus,
mientras los niños arrojaban flores al paso de los diáconos.
Llegados a las puertas de la ciudad, junto a la torre de guardia tenía lugar el
solemne homenaje al Redentor. El Ordo de Besangon lo describe así:
"Comienzan los niños de la schola, los cuales, extendidas por tierra las capas y
las casullas y depuestos los ramos benditos delante de la cruz, la adoran de
rodillas, mientras el clero canta el Kurie eleison y la antífona Pueri Hebraeorum
vestimenta frrosternebant. En este punto es ejecutado en coros alternados 40 el
himno de Teodolfo Gloria laus et honor. Sigue después el homenaje del pueblo,
que en pequeños grupos va delante de la cruz, depone sus flores y la adora,
mientras se canta la antífona Omnes collaudent nomen tuum con el salmo Lauda
lerusalem Dominum. Finalmente viene a postrarse el obispo con el clero, y el
coro canta la antífona Percuízam foastorem. A estas palabras, un clérigo con la
mano o con la palma le golpeaba levi ictu en las espaldas. Concluida la adoración
de la cruz, el cortejo entra en la ciudad al canto de la antífona Ingrediente
Domino in sanctam cwitatem y después del himno Magnus salutis gaudium. Y,
llegados a la catedral, se entona el Benedictas, y el obispo concluye la procesión
con una oración. En Roma, la procesión se formaba en Santa María la Mayor,
para después dirigirse a San Juan de Letrán, la basílica estacional del día. Para
representar a Cristo, en un principio fue llevado el libro de los Evangelios,
cubierto generalmente de un paño purpúreo; pero más tarde fue suprimido este
uso.

En Inglaterra y en Normandía era común la costumbre, introducida, según


parece, por Lanfranco, arzobispo de Canterbury (+ 1089), de llevar en procesión
la santísima eucaristía; en las pequeñas aldeas de estos países la procesión iba
precedida de la cruz, que generalmente estaba erigida en el cementerio, y por esto
era llamada "cruz de la palma" (Palm cross) En Alemania, desde tiempos de San
Ulrico, obispo de Augusta (+ 973), se solía llevar en procesión el llamado "asno
de la palma" (Palmesel), un asno de madera provisto de un carrito, sobre el cual
estaba la estatua del Salvador, que después era expuesta en la iglesia a la
veneración del pueblo retro altare usque ad completorium quartae feriae. En
Milán, la bendición de las palmas tenía lugar en la basílica laurenciana; desde
aquí, el arzobispo, montado sobre un caballo ricamente.enjaezado" se dirigía con
la procesión hacia la basílica ambrosiana, donde se cantaba la misa.

La misa de la presente dominica, que mantiene todavía su impronta primitiva,


está exclusivamente consagrada a la memoria de la pasión de Nuestro Señor, que
la Iglesia antigua celebraba precisamente en este día. El salmo 21, Deus, Deus
meus, réspice in me, quare me dereliquisti, el himno profético de los dolores de
Cristo, ha proporcionado el texto para el introito y el tracto, el cual nos da los
versículos más expresivos. La epístola recuerda la humillación heroica de
Jesús usque ad mortem, mortem autem crucis. De las tres oraciones, la primera,
que es la original, refleja exactamente el misterio del día; menos, en cambio, las
otras dos, las cuales no se comprende por qué substituyeron a aquellas mucho
más adaptadas contenidas en el gelasiano. En el evangelio se lee por entero la
pasión escrita por San Mateo, el único que, según la antiquísima costumbre
romana, se leía en esta semana. San León Magno atestigua que él solía hacer la
explicación en esta dominica y en el miércoles sucesivo. En África, según escribe
San Agustín, se leía el Viernes Santo; Passio autem, quia uno die legitur, non
solet legi nisi secundum Matthaeum. En realidad, él había intentado hacer leer
una armonía de los cuatro evangelistas, como parece se usaba en España; pero el
pueblo no quiso saber nada: Volueram aliquando ut per singulos annos
secundum omnes evangelistas etiam passio legeretur; factum est; non audierunt
nomines quod consueverant et perturbati sunt.

La importancia de la lectura de la Passio era ya puesta de relieve en la liturgia


antigua. San Agustín lo da a entender cuando escribe: Solemniter legitur Passio,
solemniter celebratur. Los más antiguos evangeliarios, comenzando por el de
Vercelli (s.V), hacen preceder a las palabras de Cristo en la historia de la pasión
de San Mateo de alguna señal especial, las más de las veces una T. Más tarde se
introdujeron otras dos: C al comenzar de nuevo la narración, S cuando entran en
escena los interlocutores. Tales señales y otras muy variadas no son más que
indicaciones musicales para servir de guía al cantor, según que la melodía se
mueva para el canto del Christus en el tetracordo inferior del diapasón (tacite,
trahe), o sobre la dominante (C = cito, celenter), para el texto narrativo, o bien
en el tetracordo agudo (S = sursum), para las frases interlocutorias. La melodía
actualmente prescrita por la rúbrica ha adoptado los signos dichos, excepto la T,
en cuyo lugar ha puesto, como desde hacía tiempo lo hacían los copista
medievales.

El uso de ejecutar la Passio con tres cantores, de los cuales uno representa la


parte de cronista (evangelista), el otro la de Nuestro Señor, y el tercero, la de las
varias personas que entran en la narración, fue introducido hacia el 1000 en las
iglesias del Norte, y después imitado por todas partes por exigencias prácticas y
quizá también por el deseo, conforme con el gusto de la época, de hacer más
dramática y expresiva la narración.

De las tres primeras ferias de la Semana Santa, la del miércoles es la más antigua
y la más importante. En Jerusalén, según cuenta Eteria, reunido el pueblo en la
basílica de la Anástasis, se leía la perícopa evangélica en la cual Judas se ofrece a
los ancianos para traicionar al Maestro. La gente escucha en silencio; pero
cuando oye la vil petición Quid vultis míhi daré...? se vuelve toda un rugido y un
bramido, y Eteria, como otros muchos, no puede contener las lágrimas. También
en Roma la "feria cuarta" era bastante importante, como puede deducirse por la
estación asignada a Santa María la Mayor y por las dos lecturas proféticas, que
pertenecen todavía a la misa. Más aun: en un principio, la sinaxis de este
miércoles debió probablemente ser alitúrgica, es decir, sin celebración de misa,
como el Viernes Santo, ya que por muchos siglos los Ordines romani han
conservado señales de esta primitiva disciplina. En efecto, prescriben que la feria
cuarta de la semana grande, en la reunión general del clero de la ciudad y
suburbano, que tenía lugar en la laterana por la mañana, no se recitase otra cosa
que las Orationes solemnes, hoy en uso exclusivamente el Viernes Santo. La
consagración eucarística estaba reservada a la estación vespertina en la basílica
liberiana. La lectura de la Passio según el Evangelio de San Lucas comienza a
sernos atestiguada en los Capitulare romanos al final del siglo VII; la de San
Mateo fue introducida no antes del siglo IX en lugar de la lección evangélica
primitiva del lavatorio de los pies (Lc. 13:1-15), reservada después al Jueves
Santo.

Jueves Santo.

Los libros litúrgicos titulan este día, consagrado principalmente a celebrar la


institución de la santísima eucaristía, feria quinta in Coena Domini; tal nombre
era ya común en África y en Italia a principios del siglo V. Por el contrario, el
calendario de Polemio Silvio señala el Jueves Santo al 24 de marzo con la
rúbrica Natalis calicis. Esta fecha y esta expresión, que se encuentran también en
Avito de Viena (+ 518), Eligió de Noyon (+ 656) y parece que fueron corrientes
en las Galias meridionales durante los siglos VI y VII, se explican con la idea,
entonces muy común, de considerar el 25 de marzo como la fecha histórica de la
muerte de Nuestro Señor, y el 27 como el de la resurrección.

La liturgia del Jueves Santo, expresada en el oficio y en el formulario de la misa,


une al recuerdo de la institución eucarística los luctuosos episodios que poco
después dieron principio a la pasión de Cristo, es decir, la oración y mortal
agonía en el huerto de los Olivos y la traición de Judas; muchas iglesias llamaban
a este día dies traditionis. En este mismo día, desde la más remota antiguedad
cristiana se hacían dos ritos expeciales: a) la reconciliación de los penitentes,
y b) la consagración de los óleos santos, con vistas a la bendición de la fuente
bautismal y a ]a confirmación de los neófitos en la noche de Pascua.

Las tres misas antiguas.

El sacramentarlo geíasiano contiene tres misas para el Jueves Santo. La primera,


propia de la iglesia romana, era celebrada para la reconciliación de los penitentes,
cuyo rito en este jueves desde el 416 servía como misa de los catecúmenos, y por
eso era inmediatamente seguida de la ofrenda y de la misa de los fieles; la
segunda, llamada missa chrismalis, por la consagración de los óleos; la tercera,
titulada ad vesperum, en memoria de la institución de la santísima eucaristía y de
la traición de Judas. Esta última tiene relación con el uso, testimoniado en África,
por San Agustín y en Oriente por San Epifanio y por Eteria, de celebrar,
además de la misa de la mañana, una segunda por la tarde, post nonam, a
imitación de la última cena de Nuestro Señor, durante la cual se solía recibir la
comunión sin estar en ayunas. El gregoriano y los antiguos Ordines románino
conocen más que una misa, la de la consagración de los óleos santos, la cual se
celebraba a hora más bien tardía, hora quasi séptima, dice el Ordo de Einsiedeln;
revestía marcado carácter festivo. El papa y los diáconos induuntur dalmaticis
vel omni ornamento se canta el Gloria in excelsis Deo, y en todo se procede con
el ceremonial de las grandes solemnidades, sicut mos est in dies
solemní. También hoy día, a pesar de que el formulario de la misa haya
modificado el carácter antiguo, los ministros llevan vestidos blancos de fiesta;
blanco es el velo que cubre la cruz del altar, y el Gloria es entonado entre el
sonido prolongado de las campanas, después de lo cual callan hasta la misa de
Pascua.

Este silencio de los bronces sagrados, simbólico sin duda, al cual ya alude
Amalario, comenzaba en algunos lugares aun antes de la misa. A completorio —
dice Durando — sive a vespera qua Dominus traditus fuit, campanarum
silentium inchoatur; alii ad primam huius quintae feriae et non ulterius pulsant
campanas, fit tamen signum cum tabula. La tabula (crepitaculum, crótalo), de la
cual habla Durando, era un instrumento de madera muy difundido en los
claustros hasta los tiempos de Casiano, donde suplía al servicio de las campanas,
entonces no muy generalizado. En particular, según las costumbres cluniacenses,
se usaba sonar la tabula cuando un monje entraba en agonía (Tabula
morientium) y cuando tenía lugar el lavatorio de los pies (ad rnandatum). Es
quizá de estos usos monásticos medievales de donde nace la costumbre de
suspender en los días del triduo sagrado de la muerte del Redentor el sonido de
las campanas y de substituirlo con el de los instrumentos de madera.

La misa actual ha modificado notablemente su ordenación primitiva, no siendo


ya solamente en función de la consagración de los óleos, sino de la eucaristía y
de la traición de Judas. Según una hipótesis de Morin, apoyada por los libros
litúrgicos más antiguos, en la misa original de la elenco de los días de precepto el
Jueves in Coena Domini. Quater in anno — escribía Raterio de Verona (+ 978)
en una instrucción a sus sacerdotes, id est átale Domini et Coena Domini, Pascha
et Pentecostés, omnes fideles ad communionem Corporis et Sanguinis Domini
accederé admonete. La práctica había arraigado tanto entre los fieles, que durante
los siglos XII-XIII la multitud de los que comulgaban impedía prácticamente al
clero el comulgar. Un Ordo monástico de la época lleva esta advertencia: Feria
Quinta maioris hebdomadae propter multitudinem pauperum et hospitum non
communicant canonici, ñeque fratres.

La bendición de los óleos.

La consagración de los óleos, que está encuadrada en la misa pontifical de este


día, se remonta ciertamente a una alta antiguedad, aunque no sea posible
hacerla ascender hasta una verdadera tradición apostólica, como quisiera
San Basilio. Tertuliano es el primero en hablar cuando escribe: Esressi de
lavacro perungitur benedicta uncfzone, y ya la Traditio, de Hipólito, la reserva
expresamente al ministerio del obispo. Estos en Roma, según
la Traditio, consagraban inmediatamente antes de conferir el bautismo, sea el
crisma, llamado por Hipólito oleum euchanstiae, sea el aceite de los
catecúmenos, llamado oleum exorcistatum. El aceite para los enfermos era
bendecido por el sacerdote en las misas ordinarias todas las veces que fuese
pedido por los fieles.

Es difícil precisar cuándo se comenzó a bendecir conjuntamente los tres óleos


litúrgicos y a fijar el rito en el Jueves Santo. El primer testimonio de tal disciplina
es el gelasiano y el I OR. Fuera de Roma, en la época de su composición imitad
del s.VI) existían usos diversos.

La más antigua fórmula de la bendición del óleo de los enfermos se encuentra en


la Traditio, de San Hipólito, una frase de la cual ha pasado textualmente en la
oración epiclética: Emitte, quaesumus, Domine, Spiritum Sanctum, contenida en
el gelasiano y todavía en uso hoy. El obispo la recita en voz baja sobre la ampolla
del óleo, llegado a aquellas palabras del canon Per quem haec omnia, Domi
ne... cuando, según la disciplina primitiva, el sacerdote solía bendecir los frutos
estacionales, el aceite, las flores y, en general, todo aquello que los fieles
llevaban a la iglesia. Un recuerdo de esta antigua popularidad del óleo bendecido
para los enfermos era el uso medieval romano de que, mientras el papa el Jueves
Santo bendecía el oleum infirmorum del altar, los presbíteros al mismo tiempo se
asomaban a los lados del presbiterio para bendecir también ellos las varias
ampollas del aceite que presentaban sus fieles.

La consagración del crisma hoy se realiza inmediatamente después de la


comunión, pero antiguamente, según la rúbrica del gelasiano, tenía lugar la
fracción de las oblatas y la mezcla. Esta se inicia con la bendición del bálsamo y
con su mezcla con el óleo crismal mediante dos fórmulas de origen galicano,
desconocidas hasta el siglo XV en los libros romanos. Según el vetusto uso de
Roma, el papa mezclaba el bálsamo con el crisma, estando en
el secretarium, inmediatamente antes de la misa. Hecho esto, el obispo en primer
lugar y después cada uno de los doce sacerdotes asistentes, soplan tres veces en
forma de cruz sobre la ampolla. Es ciertamente un gesto de exorcismo, que se
encuentra mencionado por primera vez en el Ordo de San Amando, cuyo
significado se declara en la fórmula Exorcizo, añadida después del siglo XI.

Sigue después la solemne oración eucarística consecratoria del crisma, referida


ya por el gelasiano, en la cual se hace como la historia del simbolismo
escriturístico añejo a la unción del aceite; del ramo de la paloma del arca de Noé,
a la unción de Aarón por mano de Moisés y a la aparición de la paloma después
del bautismo de Cristo; y termina con una epiclesis al Padre a fin de que, por los
méritos de Jesús Salvador, envíe al Espíritu Santo, infundiendo su potencia
divina en el perfumado líquido para que resulte para los bautizados crisma de
salud. Hecho esto, los sacerdotes asistentes se acercan por turno a la ampolla del
crisma y la saludan tres veces: Ave, sanctum Chrisma, haciendo la genuflexión y
besándola reverentemente. El saludo es de origen romano, atestiguado ya en el I
OR; pero el beso es una tardía novedad galicana.

Análogas ceremonias se hacen con el óleo de los catecúmenos después que el


obispo, previo exorcismo, lo ha consagrado con una simple oración.

Lo que tiene de característico la bendición de los óleos es la procesión solemne


que se hace para el traslado de las ampollas del crisma y del óleo de los
catecúmenos de la sacristía al altar, y viceversa. Participan en ella los sacerdotes,
los diáconos y los subdiáconos asistentes a la misa; se llevan las luces y el
incienso y durante el trayecto se cantan los versus, atribuidos a Venancio
Fortunato, Audi íudex mortuorum, con el estribillo O Redemptor, sume
carmen. Este rito no es de origen romano. Los textos romanos anteriores al siglo
IX dicen expresamente que un ministro inferior (subadíuva) o dos acólitos
presentan al obispo las ampollas del óleo que se ha de consagrar; pero no alude a
un traslado solemne: Continuo dúo acolythi involutas ampullas cum sindone... e
medio tenent in brachio. La procesión aparece por primera vez en el X OR
(s.XIII), es, según De Puniet, una explícita interpolación galicana. Es conocido
como la liturgia galicana, de acuerdo con la bizantina, usa el acompañar las
ofertas al altar con una procesión solemne y con el canto de especiales antífonas.
Fue precisamente uno de estos ritos la procesión de los óleos, que, habiendo
pasado al pontifical romano-germánico (s.IX-X), entró por medio de él en el
dominio de la liturgia romana.

El "sepulcro" y los ritos conclusivos.

El celebrante en este día, según la rúbrica del misal, debe consagrar dos hostias,
una de las cuales consume él mismo, y la otra reservat pro die sequenti, in quo
non conficitur sacramentum. Ya que el Viernes Santo ha sido siempre
alitúrgico, el uso de reservar la eucaristía para el día siguiente es
antiquísimo. El IOR, después de haber dicho que el papa distribuye la comunión
a todo el pueblo, añade: Et serval de Sancta usque in crastinum (n.31).

El Sancta que se debía guardar para el día siguiente eran los elementos


eucarísticos bajo las dos especies. El gelasiano lo declara expresamente en las
rúbricas del Viernes: Proce-dunt (los diáconos) cum corpore et sanguino
Domini, quod ante diem remansit. Pero después del siglo XI, los libros rituales
romanos, mientras prescriben siempre el poner en reserva una parte de las oblatas
consagradas, tiene cuidado en especificar que debe excluirse el vino: Sanguis
Domim penitus absumatur; en efecto, la comunión baio las especies del vino
había cesado para los fieles.

La eucaristía se guardaba en el sagrario, como de costumbre. Pero durante el


siglo XI, y más tarde bajo el impulso de la creciente devoción al Santísimo
Sacramento, la disciplina comienza a sufrir radical innovación. La eucaristía no
se conserva ya en la sacristía, sino que queda depositada en la iglesia sobre un
altar o en un lugar convenientemente preparado, y su traslado se realiza
procesionalmente y con cierta pompa.

El simbolismo fundamental de esta deposición eucarística, resaltado ya desde el


siglo IX por Amalario y después fácilmente repetido por los liturgistas
medievales, fue el de simbolizar la muerte de Cristo en el sepulcro, para
completar con el jueves los tres días pasados por El en la tumba; por lo demás,
todo el aparato litúrgico que lleva consigo la evolución del rito sugería fácilmente
la idea y el nombre de "sepulcro," llamado todavía impropiamente así por el
pueblo a pesar de que la Iglesia haya siempre prohibido el acumular elementos
tales (como guardias, tumba, imágenes de María y de San Juan, emblemas
fúnebres, etc.) que pudiesen hacer alusión a esta idea.

A aumentar el equívoco contribuyó quizá, más que nada, la costumbre,


introducida casi umversalmente después del siglo XI, de erigir en el Viernes
Santo detrás o a un lado del altar o en una capilla lateral una representación del
sepulcro de Cristo, donde, en un tabernáculo preparado, era solemnemente
depositada o. como se decía, sepultada la cruz del altar y la santísima eucaristía.
Los fieles la adornaban copiosamente con flores y luces y de día y de noche
hacían la guardia rezando hasta el alba de Pascua; la eucaristía era entonces
llevada procesionalmente al altar. Indudablemente, esta función con su sepulcro
simbólico, aunque posterior en cuanto a la fecha, ha prevalecido sobre la otra y le
ha dado el propio nombre.
Depositado el Santísimo Sacramento, se recitan vísperas por el coro. En la
liturgia romana de los siglos VII-VIII, hoy, como en los días sucesivos, no había
lugar para el oficio vesperal, ya que las funciones del día tenían lugar en
las horas de la tarde. En efecto, los más antiguos Ordines romani hablan más
bien de las vigilias y de las laudes, pero callan absolutamente de las vísperas. Las
vísperas actuales, que se encuentran ya por entero, excepto pequeñas diferencias,
en el antifonario de San Pedro, han sido introducidas en el siglo XI después de
que la misa del día había sido trasladada a las horas antes del mediodía.

Recitadas las vísperas, el celebrante con los ministros procedía a desnudar los
altares. El rito es, sin duda, muy antiguo, mencionándolo ya el I OR: A véspero
autem huíus diei nuda sint altaría usque in mane Sabbati. No es, sin embargo,
improbable que esta ceremonia, aparentemente tan expresiva, sea un resto del
uso primitivo de quitar los manteles del altar apenas terminada la
sinaxis. Un canon del concilio XVII de Toledo parece confirmarlo.

Además de desnudarlo, se practicaba en la Edad Media, generalmente después


del mediodía, el lavado de los altares con agua y vino. También este rito, si bien
de ordinario interpretado místicamente como un fúnebre obsequio a Cristo,
representado por el altar, tuvo probablemente un origen sencillamente natural. Se
lavaban los altares uara prepararlos para la gran solemnidad de la Pascua. En este
sentido escribía San Isidoro de Sevilla: Eodem die Jueves Santo altaría templi
parietes et pavimenta lavantur, vasaque purificantur quae sunt Domino
consecrata. En el uso de Roma, esta ceremonia debió entrar muy tarde, porque
no se hace alusión a ella en los sacramentarios gelasiano y gregoriano. Pero,
mientras desde hace mucho tiempo ha perdido por todas partes todo carácter
litúrgico, en la Urbe se practica todavía con respecto al altar papal en la basílica
de San Pedro. Terminado el oficio de tinieblas, el clero de la basílica se dirige
procesionalmente al altar de la Confesión, que primeramente ha sido despojado,
y sobre el cual están preparadas siete ampollas llenas de vino blanco mezclado
con agua. Entonada la antífona Diviserunt sibi, que es proseguida por los
capellanes con los versículos del salmo 21, veus, Deus meus, el canónigo
oficiante y otros seis ascienden las gradas del altar, y todos derraman
simultáneamente sobre la mesa el contenido de las ampollas. Después se retiran
para dejar el puesto al cardenal arcipreste, que sube al altar y con un ramo de tejo
esparce el líquido; lo mismo hacen después de él todos los canónigos. Terminado
esto, vuelven al altar el canónigo oficiante y los seis asistentes, que con esponjas
o con paños secan la mesa. Por último, estando todos de rodillas, el oficiante
recita el verso Chrlstus factus est, después en secreto Pater noster, y se termina
con la oración Réspice.

Viernes Santo.
La adoración de la cruz.

A las lecturas sigue actualmente la adoración de la cruz. Este rito, introducido


en Jerusalén después de la invención de la cruz hecha por Constantino, nos es
descrita por San Cirilo de Jerusalén y más largamente en la relación de la
peregrina Eteria. Era muy simple y sin preciso carácter litúrgico. A la hora octava
se reunía el pueblo en la iglesia de la Cruz, sobre el Gólgota; el obispo está
sentado en su cátedra rodeado de los diáconos, y delante de él, sobre una mesa
cubierta con un mantel, se deposita el leño de la cruz y el título, despojándolos de
la cubierta de plata dorada donde solían conservarse. El obispo extiende sobre
ellas la mano y los diáconos vigilan para que ninguno por atrevida devoción se
atreva a levantar alguna pequeña parte. Entre tanto, todos, del clero y del pueblo,
uno por uno, pasan delante a venerar las reliquias, besándolas y aplicándolas a la
frente y a los ojos. Ningún canto u oración durante la ceremonia; todo se
desenvuelve en silencio.

El rito, que atraía enorme concurso de pueblo, fue imitado, como lo atestigua ya
San Paulino, en muchas iglesias del Oriente y del Occidente, y, sobre todo, en
aquellas que tenían la fortuna de poseer una reliquia de la verdadera cruz. Entre
éstas estaba Roma, que en el siglo V poseía varias, entre las cuales una en la
basílica de Santa Cruz de Jerusalén, transportada después por el papa Hilario
(461-468) al nuevo oratorio de la Cruz, en el laterano, que se perdió después, y
otra "depositada por el papa Símaco (498-514) en el Oratorium crucis, añejo a
San Pedro. Cuando hubiera comenzado en Roma la ceremonia de la adoración,
resulta difícil precisarlo. Sin embargo, considerando que ésta muestra
evidentes caracteres de origen bizantino, es lícito conjeturar que haya sido
introducida en la primera mitad del siglo VII y quizá anteriormente a la misma
fiesta de la Exaltación de la Cruz (14 de septiembre).

La más antigua descripción de la ceremonia romana se encuentra en el Ordo de


Einsiedeln (s.VIII), que reproduce en su austera simplicidad la de
Jerusalén. El papa, hacia la hora octava, desciende del patriarcado lateranense y,
con los pies descalzos, junto con los ministros, va procesionalmente a Santa Cruz
de Jerusalén llevando en la mano un incensario humeante, mientras, detrás de
él, post dorsum Domini apostolici, un diácono lleva lignum pretiosae crucis in
capsa...intus cavam habens confectionem ex balsamo satis bene olente. Era
probablemente la reliquia de la cruz del papa Símaco, más tarde desaparecida y
después encontrada por el papa Sergio. Entrados en la iglesia y depositado el
relicario sobre el altar, el pontífice descubre la cruz, se postra a adorarla y
después se levanta y la besa. Así hacen todos los miembros del clero, el pueblo y
hasta las mujeres, a las cuales, sin embargo, es llevada la cruz por los
subdiáconos al lugar designado para ellas. Siguen después las lecciones, los
responsorios, el canto de la Passio, las lecciones.

Entonces, el pontífice saluda al pueblo y vuelve procesionalmente al laterano


cantando el salmo Beati immaculati. En cuanto a la comunión, el Ordo nota
expresamente que Apostolicus ibi non communicat nec diaconi. Pero, continua el
Ordo, si alguno desea recibir la comunión, debe dirigirse a las otras iglesias o
títulos de Roma y comulgar allí. Esto prueba que, después de la función papal, en
los títulos se celebraba una ceremonia análoga, concluida con la comunión. Es
ésta, en efecto, la función la encontramos descrita por el gelasiano, la cual se
celebraba hacia la hora de nona, la hora de la muerte de Cristo. Se comienza
poniendo la santa cruz sobre el altar; hechas las lecturas y dichas las lecciones,
los diáconos llevan del sagrario las especies consagradas en el día anterior,
depositándolas sobre la mesa. Entonces, el sacerdote se dirige al altar, adora la
cruz y |a besa. Recita después el Pater noster con su embolismo y comulga; lo
mismo hacen los fieles después de que a su vez han adorado y besado la santa
cruz.

Como se ve, el primitivo rito romano era muy simple. El único elemento
decorativo consistía en el canto del Ecce lignum crucis, intercalado como
antífona entre los larguísimos versículos del salmo 118, Beati immaculati in
vía, durante el recorrido del laterano y mientras el pueblo desfila para besar la
cruz.

Pero en España y en las Galias, bajo el influjo de la liturgia de Jerusalén, la


ceremonia fue en seguida dramatizada con el descubrimiento y ostentación de la
cruz, con la triple postración y oraciones delante del santo leño y, sobre todo, con
el canto dialogado del Popule meus, de los improperios y del trisagio
bizantino, y terminada por fin. como grito de triunfo, con la antífona
griega Crucera tuam, cantada sobre el tema del Te Deum, y que ensalzaba las
glorias de la cruz, junto con las líricas expresiones de los dos himnos Pange
lingua y V exilia regís, de Venancio Fortunato. Todos estos elementos de origen
extranjero, importados en la liturgia romana entre los siglos IX y XI, forman hoy
el cuadro altamente sugestivo de la adoración de la cruz, que ha terminado por
centrar en sí la más grande atención del pueblo.

Hay que observar, sin embargo, que el rito antiguo estaba ordenado a la


adoración de una reliquia de la verdadera cruz. Pasado a las iglesias donde no
se tienen reliquias de tal género, y celebrado por esto con un crucifijo, ha perdido
su primitivo significado.

La misa de los presantificados.


La llamada misa de los presantificados (de los términos griegos ή των
προηγιασμένων λειτουργία) con que termina la funciσn del Viernes Santo,
aunque acompañada de algunas oraciones y ceremonias propias de la verdadera
misa, no es en realidad más que un simple rito de comunión hecho con las
sagradas especies precedentemente consagradas. Duchesne la pone en
relación con las antiguas sinaxis alitúrgicas, las cuales muchas veces, como
observa Tertuliano, se concluían con la comunión: Similiter de stationum diebus
non putant plerique sacrificioruní orationibus interveniendum, quod statio
solvencia sit accepto corpore Domini. Todavía hoy los griegos, apoyándose en
un canon del concilio de Laodicea (365) y de Constantinopla (en Trullo,
a.692), se abstienen de celebrar el santo sacrificio en los días de Cuaresma,
excepto el sábado y la dominica, supliéndolo con la misa de los
presantificados. El Viernes Santo, sin embargo, toda la Iglesia antigua, por un
justo motivo de luto, suprimía no sólo la celebración de la misa propiamente
dicha, sino también el uso de los presantificados, es decir, de la
comunión. La Peregrinatio, en efecto, calla completamente; aun hoy día es
desconocido al rito griego y ambrosiano. Todavía en el siglo VIII no parece que
la iglesia romana lo hubiese reconocido oficialmente, porque, como apuntábamos
arriba, Amalario y el Ordo de Einsiedeln concuerdan en afirmar que ninguno del
clero recibe la comunión en el lugar donde oficia el papa. El Ordo citado, sin
embargo, se apresura a añadir que el pueblo la hacía en los títulos: Qui noluerit
ibi communicare vadit per alias ecclesias Romae seu per títulos et communicat.

Sábado Santo.

El Sábado Santo ha sido siempre también en Oriente un día alitúrgico. Traditio


Ecclesiae habet — escribía Inocencio I (402-417) — isto biduo (el viernes y el
sábado) sacramenta penitus non celebran. En él la Iglesia continúa el luto por la
muerte del Redentor, conmemorando la sepultura: In pace in idipsum dormiam et
requiescam...; Re quiescet in monte sancto tuo...; Caro mea requiescet in
spe (antífonas del primer nocturno), y el descenso a los subterráneos del
limbo: Elevamini portae aeternales et introibit rex gloriae...; Domine, abstraxisti
ab inferís animam meam (primera y tercera antífonas segundo nocturno); Non
derelinques animam meam in inferno... (Ps. 15, primer nocturno).

Es superfino notar cómo todas las funciones que actualmente se desenvuelven en


este día eran en un principio celebradas exclusivamente en la noche sucesiva, la
solemne vigilia de Pascua (nox sancta), madre de todas las vigilias cristianas,
que terminaba al alba de la dominica. Esta es ya comentada en la Epistula
Apostolorum, de la primera mitad del siglo II, y por la Didascalia, a principios
del III, que traza todo el programa eucológico. Una tradición que San Jerónimo
hace remontar a los apóstoles, quienes mandaban estar vigilantes hasta más allá
de la media noche en espera de Cristo, porque El, a semejanza del ángel
exterminador, habría vuelto en la noche de Pascua, est enim Phase id est
transitas Domini. La vigilia, portante, se prolongaba durante casi toda la noche,
de donde viene el nombre de pannuchia que se le dio en Oriente. Tertuliano
hacía de esto motivo para apartar a la mujer cristiana de casarse con un
infiel: Quis... solemnibus Paschae abnoctantem securus sustinebit? El pueblo se
reunía en la iglesia hacia la puesta del sol; a vespera, dicen las Constituciones
apostólicas; Eteria indica la hora de nona. Más tarde, para favorecer mayormente
el concurso del pueblo, o quizá, mejor, para eliminar los inconvenientes a los
cuales daba lugar una reunión nocturna tan prolongada, la Iglesia
progresivamente anticipó las funciones a la tarde del Sábado Santo. Los más
antiguos Ordines rornani (s.VIII-IX) indican la hora séptima u octava;
las Consuetudines farfenses (s.XI), la hora de nona. Comenzando por el X OR
(s.XIII), los libros romanos señalan la hora de sexta, que fue después conservada
en el vigente Coeremoniale Episcoporum; pero prácticamente, desde hace al
menos dos siglos, trasladada hasta la hora de tercia, es ahora reconocida
oficialmente por el Código Canónico, que señala al mediodía el término de la
Cuaresma. No se puede negar que estas sucesivas anticipaciones hayan creado un
desconcierto, más aún, cierta contradicción, entre el misterio del día y las
fórmulas litúrgicas que le han sido sobrepuestas. A pesar de esto, la Iglesia
mantiene sus ritos, los cuales conservan siempre su razón histórica
conmemorativa y todo su valor simbólico.

Antiguamente, la mañana del sábado era consagrada a preparar el grupo de


los elegidos al inminente bautismo. Estos eran sometidos a un nuevo y solemne
exorcismo, al rito del epheta y a la triple renuncia a Satanás. Debían,
además, expresar públicamente su adhesión a la fe con la redditio
Symboli, esto es, con la recitación del Credo, que se les había enseñado en el
escrutinio del sábado in mediana, después de lo cual eran despedidos; Filii
charissimi, revertimini in loéis vestris, expectantes horam qua possit circo
vos Dei gratia baptismum operan.

La preparación al bautismo.

Con las doce lecciones o profecías que siguen a la consagración del cirio,
comienza propiamente el tradicional oficio de la vigilia romana de
Pascua. Sabbato sancto — escribe el Ordo de Einsiedeln — hora quasi VII
ingreditur clerus in ecclesiam... et accendunt dúo regionarii per unum quemque
fáculas... et veniunt ad altare; et ascendit lector in ambonem et legit lectionem
graecam. Sequitur in principium et oraliones et "Flectamus genuan et tractus."
El número primitivo de lecciones fue de doce, no sólo en Roma, sino en toda la
Iglesia; sobre este punto se constata una rara uniformidad tanto en Oriente
como en Occidente. San Benito, que en la ordenación de las horas canónicas se
inspiró en la práctica de la iglesia romana, fijó en doce el número de las lecciones
del oficio de la vigilia de la dominica. Por lo cual no está lejos de la verdad
Batiffol conjeturando que estas lecciones pronunciadas sin título, sin bendición,
sin fórmula de terminación y en las dos lenguas griega y latina representan el tipo
arcaico de la vigilia de Pascua tal como debía celebrarse alrededor del siglo IV y
aun antes. Más tarde, en Roma, el número sufrió oscilaciones. El gelasiano las
reduce a diez; el gregoriano en sus varias recensiones, unas veces a cuatro y otras
a ocho; en las Galias, en tiempo de Amalario (s.IV) eran cuatro; pero la tradición
duodenaria, vigente en muchas iglesias del Norte, terminó por prevalecer e
imponerse también en Roma.

El Líber pontificalis recuerda a propósito de Benedicto III (855-858) que dignum


volumen praeparare studuit, in quo graecas et latinas lectiones, quas die sabbato
sancto Paschae, simulque et sabbato Pentecostés subdiaconi legere soliti sunt,
scriptas adiungi praecepit.

Las doce lecciones, que están tomadas de diferentes libros escriturísticos, forman
como una serie de cuadros, los cuales no sólo debían servir de preparación a los
catecúmenos para el bautismo inminente, sino también para todos los fieles un
reclamo eficaz para recordar la gracia del bautismo recibido; no hay, en efecto,
ninguna o sólo muy lejanas referencias al misterio de la resurrección. Se cuentan
la narración de la creación (Gen. 1 y 2), la historia del diluvio (id., 5-8), la
tentación de Abrahán (id., 22), el paso del mar Rojo (Ez. 14-15), seguido del
cántico de Moisés Cantemus Domino, el canto propio de los neófitos, que en el
milagroso suceso veían prefigurado su propio paso a la fe. Vienen después las
profecías propiamente dichas, representadas por Isaías (54 y 55), Baruc (3),
Ezequiel (37), con su trágica visión de los huesos que reviven, y de nuevo Isaías
(4), que hace de introducción a su célebre canto Vinea acia est dilecto. La viña
era figura de la Iglesia en el simbolismo antiguo. Las últimas cuatro lecciones
tienen carácter histórico: Éxodo (12), que describe el rito de la inmolación del
cordero pascual; Jonas (3), mandado a predicar a Nínive la penitencia; Moisés
(Dt. 31), que reprende al pueblo su infidelidad a Dios, con el cántico Atiende
caelum et loquar, y, finalmente, Daniel (3), con la narración de los tres jóvenes
arrojados al horno. Cada lección va seguida de la oración colectiva, hecha de
rodillas, Flectamus genua, después resumida en la oración del celebrante.

Hoy, los tres cantos están intercalados entre las lecturas El misal romano los
llama tractus, pero en los códices (gelasiano, gradual de Monza) llevan el
nombre de Canticum. Estos, en efecto, no están sacados del Salterio, como los
comunes cantos responsoriales, sino de la antigua colección de odas proféticas
escriturísticas, transmitidas a nosotros por la Sinagoga, que una antiquísima
tradición hacía cantar en torno al oficio matinal. Su texto, que se diferencia
notablemente del de la Vulgata, representa una versión latina anterior a la
jerosolimitana. Actualmente, a la duodécima lectura de Daniel no sucede ningún
cántico; pero es probable que en un principio existiesen las así
llamadas Benedicciones, es decir, el cántico de los tres jóvenes, como se
encuentra siempre en la ordenación del antiguo oficio de la vigilia de las
témporas. San Agustín lo atestigua expresamente, y nos ha quedado una señal en
algún libro litúrgico posterior.

Este conjunto de prolijas lecturas, de cánticos y de oraciones debía confiarse, sin


duda, a los fieles; pero el ambiente fuertemente iluminado que presentaba la
Iglesia en aquella solemne vigilia y más todavía la palabra viva del obispo y de
los presbíteros, que comentaban los puntos más salientes de las lecciones, tenían
despiertos y ocupados a los fieles durante toda la noche. San Agustín lo declara
abiertamente: Multas divinas lectiones audivimus, quarum prolixitate
parem sermón em nec nos valemus. nec vos capíiis, si valeamus.

El rito de la vigilia verdadero y propio terminaba en este momento. Terminadas


las lecturas, mientras el cortejo del pontífice y del clero, con el grupo de los
catecúmenos y de sus padrinos, se dirigía hacia el baptisterio, se alternaban los
versículos del salmo 41, Quemadmodum desiderat cervus ad fontes
aquarum... El agua mística en la cual deseaban saciarse los elegidos era la gracia
del bautismo inminente. La oración que concluye el salmo y resume el
pensamiento es todavía dicha por el celebrante antes de comenzar la bendición de
la fuente, y lo expresa muy bien: Ornn. aei. Deus, réspice propitius ad
devotianem populi renascentis, qui sicut cervus, aquarum tuarum expetit fontem;
et concede propitius, ut fideí ipsius sitis, baptismatis mys terio animam
corpusque sanctificet.

Nosotros no describimos los ritos de la consagración de la fuente y la


administración del bautismo porque pertenecen a la historia litúrgica del
bautismo, que formará la materia del segundo volumen de esta obra.

Durante la larga ceremonia bautismal, la gran masa del pueblo, sin dirigirse toda
al baptisterio, donde no habría cabido, permanecía en la iglesia con el clero
inferior y con el grupo de los cantores. Para emplear santamente aquel tiempo se
cantaban tres veces las letanías, pero de forma que, en un principio, cada
invocación era repetida siete veces, después cinco y, finalmente, tres. Es ésta la
razón por la que todavía hoy, a la vuelta de la procesión del baptisterio, se repiten
dos veces cada una de las invocaciones de la letanía.
Cuando la función bautismal está terminada, el majestuoso cortejo del clero y de
los neófitos, vestidos de blanco, teniendo en la mano un cirio encendido, entra de
nuevo en la iglesia, toda resplandeciente de luz, mientras la schola ejecuta las
últimas invocaciones de la letanía. Llegados al altar, el papa, stat inclinato capite
usque dum repetunt "Kyric eleison," y comienza la misa de Pascua. Acaba de
pasar la media noche.

En contraste con las rúbricas expuestas, atestiguadas por todos los Ordines


romani, y con el carácter procesional de la letanía, hoy el celebrante y los
ministros durante el rezo de la letanía están postrados boca abajo sobre el
pavimento hasta el Peccatores, después de lo cual se levantan para dirigirse a la
sacristía y revestirse de los ornamentos blancos para el sacrificio. En
compensación se ha mantenido la antigua y característica fusión de la litania
terna con la misa; los últimos Kyrie y Christe de una, repetidos tres veces, sirven
todavía como de introducción para la otra.

La misa de Pascua.

La misa de la gran noche de Pascua fue siempre considerada por encima de


todas las demás festivas y solemnes. Hasta el siglo XI, los simples sacerdotes,
sólo en esta ocasión, podían cantar el Gloria in excelsis Deo, que ya, al tiempo
de San Ethelwold (+ 984), en Inglaterra se entonaba en medio del sonido de las
campanas. El Alleluia, el grito del júbilo cristiano, que estaba suprimido desde
hacía nueve semanas, surge con Cristo y suena gozoso en la boca de la iglesia.
En el uso romano medieval, el papa mismo lo anunciaba, y todavía hoy es el
celebrante el que, terminada la epístola, lo repite tres veces con voz siempre más
alta, después de que, si se trata de un obispo, el subdiáeono le
dice: Reverendissime Pater, annuntio vobis gaudium magnum, quod est Alleluia.
Es ]a alegría, que con aquel grito conmovía ya a San Agustín: Quando autem
intervenit certo anni tempore, cum qua iucunditate redit, cum quo desiderio
abscedit!

Algunos liturgistas antiguos han interpretado ciertas particularidades propias de


la misa de esta noche, como el no llevar luces al evangelio, la ausencia
del Credo, la antífona ad introitum, ad offerendum y ad
communionem, del Agnus Dei, del beso de paz, como señales de una alegría
todavía no plena y total; porque observa, por ejemplo, Durando, resurrectio
Christi nondum est manifestó. En realidad, estas aparentes anomalías tienen otro
motivo. No se llevan luces al evangelio, pero sí incienso, porque Roma las perdió
más tarde que el Oriente, mientras había adoptado ya el incienso; faltan todos los
cantos de género antifonal (introito, ofertorio, comunión), como también
el Credo y el Agnus Dei, porque no pertenecen a la ordenación primitiva de la
misa, sino que son adicicnes relativamente posteriores; no se da el beso de paz, y
esto sólo desde que ha cesado la comunión para el pueblo, por la anticipación
hecha en la tarde del sábado de la función nocturna. Anteriormente se daba como
de costumbre; el beso de paz y la comunión estaban en el pasado en estrecha
relación entre sí.

El bautismo de los neófitos es el pensamiento que, después de la memoria de la


resurrección, ha inspirado principalmente los textos de esta misa: la colecta,
Conserva in nova familiae tuae progenie...; la epístola, Sí consurrexistis cum
Christo...; la secreta, el Hanc igitur del canon. Para los neófitos se bendecía
también la porción de leche y miel que, hasta el tiempo de San Gregorio Magno,
se usó darles después de la comunión.

Actualmente, después de comulgar el celebrante, se canta pro vesperis, dice la


rúbrica del misal, el salmo 114, Laúdate Dominum omnes
gentes; el Magníficat con las relativas antífonas y la colecta Spiritum nobis
Domine. El primer testimonio de esta clase de vísperas, que de manera bien
extraña se insertan en.la misa, aparece en Inglaterra y Francia en el siglo IX, y en
el XII también en Roma.

6. El Tiempo Pascual.
La Fecha de la Fiesta de Pascua.

La primera gran cuestión que ha agitado al mundo cristiano ha sido una cuestión
litúrgica: la fecha de la celebración de la Pascua. Desde el siglo I, toda la Iglesia
estaba de acuerdo en celebrar el aniversario de la muerte y resurrección de Cristo,
la Pascua cristiana, Pascha nostrum, que sucedió a la Pascua de los judíos; pero
en cuanto a la fecha no había completa uniformidad.

Dos eran principalmente los usos en vigor, el asiático y el romano. Las


comunidades del Asia Menor, así encontramos en Eusebio, remontándose a la
tradición de los apóstoles Felipe y Juan, celebraban la pasión del
Señor (Pascha crucifixionis) el 14 de la luna (Nisán), exactamente como
la Pascua de los hebreos, cayese en el día de la semana que cayese, y en el
mismo día ponían fin al ayuno. No sabemos cuándo festejaron la resurrección
(Pascha resurrectionis). Las iglesias occidentales, por el contrario, apoyadas en
la costumbre romana, que se hacía remontar hasta San Pedro, tenían en cuenta el
14 de Nisán para conmemorar la pasión, pero celebraban la resurrección
siempre en la dominica sucesiva, y antes de este día no terminaban jamás el
ayuno. De las dos fases del misterio pascual, Roma daba mayor importancia a la
resurrección, las iglesias asiáticas a la pasión. Se comprende muy bien cómo de
esta diversidad de usos naciesen disensiones. Aparecieron los primeros síntomas
en tiempo del papa Aniceto (150). Entonces San Policarpo de Esmirna vino a
Roma y trató de persuadir al papa de que el uso quartodecímano era el
único admisible; pero no lo consiguió. Sin embargo, se separaron en buenas
relaciones. Más tarde, hacia el 190, el papa Víctor, para cortar una polémica
siempre viva y que amenazaba provocar, como la de Laodicea, serios disgustos,
quiso definir la controversia. Los sínodos que por orden suya se reunieron para
tal fin en las varias provincias del Imperio decidieron todos a su favor, excepto,
naturalmente, el de los obispos de Asia, apoyado por la inmensa mayoría del
episcopado; Víctor ya se disponía a tomar medidas enérgicas contra los
asiáticos, dispuesto a separarlos de la comunión eclesiástica, cuando intervino
San Ireneo de Lyón 3 muchos otros obispos, pidiendo que renunciase a una pena
tan grave, la cual alcanzaba a numerosas iglesias venerables fundadas por los
apóstoles; el papa Víctor probablemente consintió en no seguir adelante, pero es
cierto que también los asiáticos terminaron por adoptar el uso romano.

Eliminado el uso judaizante de los cuartodecímanos la controversia pascual entró


en una segunda fase. Admitido que la Pascua de Resurrección se debía celebrar
en domingo, quedaba por determinar en cuál. Ahora sobre este punto surgían
otras no pequeñas diferencias.

Las iglesias de la provincia de Siria, que tenían por cabeza la


antioquena, aceptando el cómputo hebraico, escogían generalmente para la
Pascua la dominica que seguía inmediatamente al 14 de Nisán; por lo cual
sucedía muchas veces que la Pascua caía antes del equinoccio de primavera (21
de marzo). Este inconveniente se verificaba también en algunos occidentales
(protopascuales). En cambio, en Alejandría y Roma, donde una tal dependencia
de los hebreos debía parecer humillante, se había comenzado desde el siglo III a
calcular la fecha de la Pascua con cómputos propios, independientemente del
sistema judío, pero de forma que la fiesta no cayese nunca antes del
equinoccio.

Pero aquí, sin embargo, surgían nuevos contrastes; porque mientras los


alejandrinos, según el ciclo de diecinueve años, atribuido a Anatolio, fijaban el
equinoccio el 21 de marzo, los romanos, siguiendo el ciclo de Hipólito, lo
anticipaban al 18 de marzo, de donde surgían disputas y disensiones infinitas, que
trascendían hasta los paganos, los cuales las hacían tema de irónicos
comentarios.
A allanar estas divergencias vino en buena hora el concilio de Nicea (325). De la
discusión habida y de las decisiones tomadas nos quedan en dos cartas: una de
los Padres del concilio a la iglesia de Alejandría; la otra, del emperador
Constantino a todos los obispos, en la cual, después de haber deplorado las
disensiones acerca de una fiesta tan insigne, les exhorta a abrazar el uso seguido
en Roma y Alejandría y en la gran mayoría de las iglesias, tanto orientales como
occidentales. De estas cartas y de cuanto narra San Atanasio, testimonio ocular.
se deduce bastante claramente cuál fue el pensamiento del concilio, es decir:

a) que la Pascua debía caer siempre en domingo;

b) que no sea celebrada nunca en el mismo día que la Pascua


judía;

c) que debe fijarse la fecha en la primera dominica después del 14


de Nisán, computado no con el sistema judío, sino de forma que no
pueda nunca anticiparse al equinoccio.

No se dice si el concilio aprobó el cómputo romano o el alejandrino. Cierto


que éste debió tener la preferencia, porque, como atestiguan Cirilo de Alejandría
y San León los Padres comisionaron al obispo de la metrópoli de Egipto el
anunciar cada año la fiesta de la Pascua.

Por desgracia, los esfuerzos de los Padres nicenos no dieron


prácticamente aquellos resultados que se esperaban. Las divergencias en gran
parte continuaron, y ya en el 326, un año apenas después del concilio, los
romanos celebraban la Pascua en día diverso de los alejandrinos. Unos y
otros habían mantenido su cómputo, que, partiendo de fechas diversas, no podía
llevar más que a resultados diversos.

Este estado de cosas duró poco más o menos hasta principios del siglo VI, si bien
ya San León había en muchos casos corregido la supputatio romana sobre
aquella más exacta de Alejandría, y Victorio de Aquitania, en torno al 457, había
largamente difundido un sistema suyo, con el cual intentaba, el combinar el tipo
griego con el tipo latino. Fue Dionisio el Exiguo el que en el 526 consiguió
componer para uso de los latinos un cuadro pascual con el cual, teniendo como
base el ciclo de diecinueve años, exactamente correspondiente al alejandrino,
consiguió eliminar hasta las pequeñas diferencias que existían con el canon de
Victorio.

El cómputo dionisíaco fue en seguida aceptado en Roma y en Italia, y poco


después en Inglaterra y en las iglesias de la Heptarquía evangelizadas por los
enviados romanos. En cambio, las de los bretones y de los irlandeses, las cuales,
a pesar de celebrar la Pascua en domingo, se atenían al antiguo ciclo de ochenta
años, no adoptaron el nuevo cómputo hasta el final del siglo VIH. Esta época se
puede considerar, finalmente, por la que se hubiese alcanzado la unanimidad
sobre la celebración de la Pascua en toda la Iglesia.

Ya que, según las reglas tradicionales expuestas, la Pascua era fijada en la


dominica que sigue al plenilunio posterior al equinoccio de primavera (21 de
marzo), la fecha puede oscilar entre los términos extremos del 22 de marzo,
cuando el plenilunio cae en sábado, y del 25 de abril, cuando cae el 18 de abril.

En estos últimos tiempos ha hecho algo de ruido un movimiento en pro de la


fijación de un día determinado para la fiesta de Pascua. La propuesta tuvo ya un
principio de actuación en los siglos V-VII cuando varias iglesias especialmente
de las Galias, para evitar las dificultades del cómputo, habían escogido a tal fin
las fechas del 25 y del 27 de marzo, que en varios escritores antiguos (fertuliano,
Hipólito, Epifanio) eran aceptadas, respectivamente, como el aniversario de la
muerte y de la resurrección del Señor. El Martirologio jerosolimitano las anota,
en efecto, regularmente. Sabemos por San Gregorio de Tours que en aquella
ciudad se festejaba la Pascua el 27 de marzo, como fecha fija, y más tarde, en la
fecha que ocurría, movible. Pero tal práctica no tuvo mucha aceptación por las
protestas de los obispos. No se puede negar que un proyecto de fijar la Pascua
presenta aspectos dignos de consideración aun para los efectos de la vida
comercial; pero es preciso reconocer también que su realización, mientras haría
desaparecer uno de los más venerados monumentos del pasado, llevaría a tales y
tan grandes consecuencias en el campo litúrgico, que es de creer con fundamento
que la Iglesia no debe ceder a tales innovaciones.

El Día de Pascua.

La vivacidad y el interés con los cuales la controversia pascual fue tan


largamente agitada en la Iglesia, demuestra qué importancia tan capital se
atribuyó a la fiesta de Pascua desde los albores del cristianismo. Su
preeminencia absoluta, en comparación con otras fechas cristianas, que había
sido ya para San Pablo argumento de especulaciones místicas nobilísimas, es
reconocida y proclamada en todos los tiempos por los Padres con las
expresiones más entusiastas: dies magnas, festivitatum festivitas, dies dierum
regina, dies verus Dei, dies felicissimus. Pascua, en verdad, no es solamente la
gran fecha del triunfo de Cristo, sino la de nuestro mismo triunfo, que en El,
nuestra Cabeza divina, hemos alcanzado todos: Convivificavit nos in
Christo... conresuscitavit et consedere fecit. Pascua, por tanto, debe justamente
formar el punto culminante del ciclo eclesiástico entero, porque, entre todas,
es la fiesta eminentemente de Cristo, principio y fundamento de toda nuestra
vida cristiana. La antiquísima disciplina eclesiástica, en efecto, desenvolviendo
un magnífico concepto simbólico del Apóstol, había hecho de Pascua el gran día
del bautismo para toda la Iglesia. Mientras los catecúmenos, sumergidos en las
aguas vivas de la fuente bautismal, salían limpios del pecado y renacidos a la
nueva vida de la gracia, los fieles, en la periódica participación de aquel rito
solemne, debían renovar incesantemente su espíritu, volviendo místicamente
a la gracia de su primera infancia cristiana. La fiesta de la Pascua estaba, por
tanto, íntimamente unida con la liturgia bautismal, y ni olvidando este concepto
sería ya imposible entender una gran parte, y por cierto la mayor, de los ritos y de
los textos de este tiempo.

La función bautismal de la noche de Pascua, al final del siglo IV, terminaba


generalmente al alba, hora antelucana, dice Paulino, el biógrafo de San
Ambrosio. Más tarde, disminuido el número de los bautizandos y anticipados los
ritos de la vigilia nocturna a la tarde del Sábado Santo, se terminaba poco
después de la media noche. In vigilia resurrectionis Domini — dice el Ordo
romanas valgatus — ante mediam noctem populas non est dimivendus de
ecclesia, iuxta canonum sanctiones. El resto de la noche no se concedía, sin
embargo, todo al reposo. Una piadosa costumbre, que encontramos atestiguada
ya desde el siglo VIII, hacía volver a la iglesia al despuntar el día, matutina
irrumpente luce tenebras, para cantar con gran pompa el oficio de la vigilia de
Pascua y celebrar la función de Jesús resucitado.

Los maitines de Pascua, según una costumbre antiquísima común a todas las
iglesias tanto orientales como occidentales, se abría con el abrazo y beso de
paz: Surgentes — dice el I OR — in ecclesiam veniunt et mutua chántate se
invicern osculantes, dicant: "Deus, in adiutorium..." El oficio nocturno, que
seguía inmediatamente, con motivo de la vela, muy prolongada, y del alba
inminente era brevísimo: los primeros tres salmos del Salterio sin himnos de
ninguna clase, según la antigua disciplina de la iglesia romana.

Pero en las iglesias fuera de Roma, antes de comenzar el oficio, tenía lugar una
solemne procesión al sepulcro para recoger la cruz y la santísima eucaristía, que
habían sido depositadas en él el Viernes Santo. El sacerdote, después de haber
mostrado la sagrada hostia al pueblo, la llevaba con gran pompa al altar mayor,
mientras el coro, en memoria de la triunfal bajada de Cristo al limbo, cantaba la
antífona Cum Rex gloriae, Christus, infernum debellaturus iniraret...

Los maitines de Pascua de tres salmos eran ya en el siglo VIII el uso romano;
sino que, mientras nosotros hoy repetimos constantemente en los días de la
octava los tres salmos indicados, entonces, y hasta la reforma franciscana del
breviario (s.XIII), eran recitados, de tres en tres, los primeros dieciocho salmos
de los maitines de domingo.

Entre las lecciones eran cantados tres responsorios, que recordaban la visita de
las tres piadosas mujeres al sepulcro, la búsqueda del cuerpo del Señor y el
anuncio de la resurrección dado por los ángeles (Super lapidem monumenti
sedebant Angelí). Estos tres episodios característicos, el primero y el último
sobre todo, dieron por mucho tiempo (s.IX-X) motivo a un simple pero eficaz
melodrama sacro, llamado visitatio sepulchri, ojficium sepulchri, que se
desarrollaba junto al sepulcro del Jueves Santo, y que, con alguna variante de
diálogo y de personajes, se hizo común en muchísimos lugares, permaneciendo
en uso hasta el final del siglo XV. Después de este intermedio dramático seguían
las laudes. También ésas en un principio tenían por única antífona
el Allelnia; fueron provistas de las actuales antífonas históricas entre finales del
siglo VII y principios del VIII.

La Semana de Pascua.

La Iglesia, inspirándose ciertamente en la antiquísima costumbre hebrea, ha


prolongado la máxima fiesta cristiana durante siete días continuos: In Pascha
Domini — dice una antífona del misal mozárabe — erit vobis solemnitas septem
diebus, quorum dies prima venerabilis est, Alleluia! Alleluia! De esta semana
pascual (hebdómada alba o in albis, *** διαχανέσφμος έδδομάς = hebd.
renovationis) encontramos los primeros testimonios en la segunda mitad del
siglo IV; pero es ciertamente muy anterior, porque San Agustín la llama
una Ecclesiae consuetudo, tan antigua como la Cuaresma. Siendo considerada
festiva como el día mismo de Pascua, el pueblo debía observar el reposo y asistir
a los servicios litúrgicos que se celebraban cada día. Las leyes civiles y
eclesiásticas hacían expresa mención. Valentiniano II, en efecto, en el 389 pone
la quincena de Pascua al igual de los días natalicios de Roma y Bizancio: His
adiicimus natalitios díes Urbium maximarum Romae et Constantinopolis...
sacros quoque Paschae dies, qui septeno vel praecedunt numero vel sequuntur,
in eadem observatione numeramus. Hacia el mismo tiempo, en Oriente, el canon
de la Lex canónica SS. Apostolorum sancionaba: Si quis hebdomadem
Resurrectionis vestem splendidam gerentis vel renovationis uno die diminuit,
ñeque íotam hebdomadem colit sicut unum diem, eam celebrans simpliciter et
non festive, vel laborem suscipit, partern habeat cum luda proditor e et
constituatur cum ludaeis Dei ínterfectoribus. En un sentido análogo se expresaba
un poco más tarde el concilio de Magon (585) en Occidente: Pascha itaque
nostrum... debemus omnes festivissime, colere, et sedulae observationis
sinceriiate in ómnibus veneran; ut illis sanctissimis sex diebus nullus servile
opus audeat faceré, sed omnes simul coadunati hymnis paschalibus indulgentes
perseverationis nostrae praesentiam quotidianis sacrificiis ostendamus,
laudantes Creatorem et Regenératerem nostrum vespere mane et meridie.

En la Iglesia antigua este septenario pascual era de modo particular dirigido al


perfeccionamiento de los neófitos, sea completando la instrucción religiosa con
catcquesis a propósito, sea reforzando la voluntad en el bien obrar con la
recepción cotidiana de la santísima eucaristía. Idcirco — decía a ellos el
Crisóstomo — septem dierum spatio collectam agimus, ac spiritalem mensam
vobis apponimus, divinis eloquiis instruimus et adversus diabolum armamus. Son
célebres sobre este particular las catequesis mistagógicas de San Cirilo de
Jerusalén dadas a los neófitos en la semana pascual del 347, y las de San
Ambrosio, que nos han llegado en el De Mysteriis y De Sacramentis. Eran
celebradas durante la misa verificada expresamente para ellos, pero en la cual no
eran admitidos a hacer la ofrenda, como nos consta por San Ambrosio, no
conociendo hasta ahora suficientemente el significado.

Si también en Roma existía en un primer tiempo una misa especial pro


baptizatis, como consta que existía en Milán, en las Galias y en España, es esto
muy probable. Magani conjetura que el formulario de las misas para la octava
pascua! como se encuentra en el gelasiano representa para cada día la fusión de
las dos antiguas misas cotidianas, una para los neófitos, la otra para los fieles.
Con todo esto, el gregoriano después la ha modificado profundamente,
dirigiéndola principalmente a celebrar el misterio de la Pascua.

La observancia de la semana entera pascual comenzó a decaer hacia el siglo IX,


si bien muchos obispos y concilios se esforzaron por conservar la antigua
disciplina. Hubo por esto diversas usanzas en los varios países. Mientras, por
ejemplo, los Statuta, atribuidos a San Bonifacio (+ 754), conceden que al cuarto
día los hombres puedan de nuevo comenzar a trabajar, el Decreto de Graciano
(s.XII) enumera todavía en el elenco de las fiestas los siete días de Pascua. Sin
embargo, de ordinario, después del siglo X, se consideraron como propiamente
festivos solamente los dos primeros días de la semana después del domingo, y
éstos se mantuvieron hasta el siglo XIX, cuando las exigencias de la vida
moderna y el relajamiento general obligaron a suprimir también esto. Pero
quedaron siempre festivos en el oficio litúrgico.

En Roma durante la semana de Pascua, desde el siglo VI, se tenía para cada día
un formulario litúrgico propio, y el actual misal ha conservado hasta el presente
el título de las varias estaciones, en las cuales, como en los días más solemnes,
eran convocados los fieles, y particularmente los neófitos.

 
El tiempo Pascual. Las Rogativas.

En el uso litúrgico moderno se designa con el nombre de tiempo pascual aquel


espacio de cincuenta y seis días que discurre desde la fiesta de Pascua al sábado
(post nonam) de la octava de Pentecostés. En cambio, en la disciplina antigua,
cuando Pentecostés no tenía todavía una octava (s.VIII), y por eso los días eran
cincuenta y seis precisos, llamados Quinquagesima, Quinquag. paschalis o
laetitiae, o también simplemente Pentecostés (del griego πεντεκοστή= cincuenta
dνas), como en aquella célebre frase de Tertuliano: Excerpe (¡oh
cristiano!) singulas solemnitatis navonum et in ordínem texe, pentecosten
implere non poterunt. Un período parecido formaba va parte del año litúrgico
judío, y, aunque en la tradición cristiana el tiempo pascual haya asumido un
significado substancialmente diverso del antiguo, es probable que la Iglesia
primitiva, si no los mismos apóstoles, como quería San Ambrosio, se hayan
inspirado para instituirlo en la costumbre judía. Es cierto de todos modos que las
primeras constataciones positivas son antiquísimas. La apócrifa Epistula
Apostolorum (130-140) nos da la época durante la cual era esperada la parusía
del Señor. Las Acta Pauli, San Ireneo, Tertuliano y Orígenes nos dicen
claramente que aquel período desde su tiempo se consideraba como
particularmente solemne, más aun, una fiesta continua, transcurrida en medio de
la alegría más viva. Cada día se celebraba la sinaxis, resonaba el canto triunfal
del Alleluia, se rezaba de pie y estaba absolutamente prohibido el ayuno. San
Máximo de Turín (+ 450) resumía así los caracteres del tiempo pascual: Per tíos
quinquaginta dies nobis est iugis et continuata festívitas, Ha ut hoc omni
tempore ñeque ad observandum indicemus ieiunia, ñeque ad exorandum Deum
genibus succedamus... Instar Dominicae, tota Quinquaginta dierum curricula
celebrantur, et omnes isti dies veluti dominici deputantur... Sic enim disposuit
Dominus, ut sicut eius passione in quadragesimae ieiuniis contristar emur, ita
eius resurrecíione in quinquagesima laetaremur.

En efecto, el oficio del tiempo pascual está todo impregnado de un sentimiento


de alegría clara y viva. La aclamación Alleluia, que es la expresión litúrgica
más característica, es añadida a todos los responsorios, versículos y antífonas
tanto del oficio como de la misa, y algunas veces repetida más de una vez.

En las misas del tiempo pascual, por una antigua tradición litúrgica, todas las
lecturas evangélicas son sacadas del Evangelio de San Juan. Se comienza la
lectura el viernes de la tercera semana de Cuaresma y se prosigue hasta toda la
octava de Pentecostés, hechas muy pocas excepciones.

A asociarse de una manera particular a la alegría de la Pascua son llamados los


mártires, para los cuales la Iglesia ha instituido expresamente un oficio y misa
propios durante este tiempo. El motivo de esta singularidad hay que buscarlo, sin
duda, en el sacrificio cruento de la vida soportado por ellos, que los ha hecho
especiales imitadores de la muerte de Cristo; por lo cual es justo que, en la
gloria de la resurrección, los mártires le estén más cerca que nadie. Qui
toleraverunt mala propter Christum — escribe el Pseudo-Ambrosio — debent
gloriam habere cum Christo... Eadem enim raizo martyres suscitat, quae et
Dominum suscitavit; y lo mismo que el misterio de la muerte de Cristo es
celebrado en la liturgia de distinta manera que el de la resurrección, así para los
mártires, en el oficio ordinario ínfra annum, se evoca especialmente la dolorosa
pasión: suffert tentationem... probatus fuerit·.. certavii usque ad
mortem...; mientras durante el tiempo pascual se canta, sobre todo, su triunfo y
su gloria en los cielos: lux perpetua... laetitia sempiterna... gaudium et
exultationem... coronavit eos in die solemnitatis et laetitiae.

En los ordinarios medievales, las dominicas de este período reciben su


denominación o del incipit del introito o bien de la perícopa evangélica que se
lee en la misa. Encontramos así que la primera es llamada Quasi modo (introito);
la segunda, Misericordia (introito); la tercera, De modicum (evangelio); la
cuarta, Cántate (introito); la sexta (en la octava de la Ascensión), De
rosa, porque, como nota el XI OR, desde lo alto de la cúpula del Panteón, donde
en este día se celebraba la estación, se dejaba caer sobre el pueblo.

Es decir, las del pasaje de los evangelistas Mateo, Marcos y Lucas de los jueves
de Cuaresma y del jueves de la octava de Pentecostés, que, como es conocido,
fueron introducidas en el ciclo tardíamente. En estas misas se ve
sistemáticamente adoptado el Evangelio de San Lucas.

Dios Forma parte de la lección atribuida en el Breviario (segunda nota T. P.) a


San Ambrosio (Serm. XXII); en cambio, probablemente no es suya, sino de San
Máximo de Turín.

La alegría de la Quincuagésima pascual está interrumpida por las solemnes


procesiones de penitencia (rogativas), prescritas oficialmente por la Iglesia
durante este tiempo; es decir, la litania maior, que tiene lugar el 25 de abril,
fiesta de San Marcos, y las litaniae minores, que se celebran en los tres días
precedentes a la Ascensión.

La Litania maior, así llamada desde el tiempo de San Gregorio Magno, en


contraste quizá con otras menos antiguas o menos importantes, es de origen
estrictamente romano, y se asemeja a las antiquísimas procesiones
paganas, las ambarvalia, que se hacían a través de las zonas rurales durante la
primavera para impetrar de los dioses la buena cosecha. Las ambarvalias más
importantes eran las del 25 de abril. La procesión recorría la vía Flaminia — el
Corso actual — y llegaba hasta la quinta milla, es decir, al puente Milyio, en un
bosquecillo sagrado, donde el Flamen Quirinalis sacrificaba al dios Robigus los
intestinos de un perro o de una oveja. El papa Liberio (352-366), así al menos
refiere Juan Beleth, para suplantar la ceremonia pagana, tenazmente enraizada en
el pueblo, pensó transformarla en rito cristiano, manteniendo durante la procesión
el antiguo itinerario, pero substituyendo el sacrificio pagano por una solemne
estación en San Pedro.

Puede observarse, sin embargo, que el carácter original de esta letanía no era tan
penitencial como más tarde lo han hecho las rúbricas medievales y todavía lo es;
admitía el Gloria in excelsis y el Alleluia en la misa y excluía el ayuno.

La Ascensión.

132. San Agustín (+ 430), afirmando que la fiesta de la Ascensio Domini in


caelum es observada toto terrarum orbe, pretende hacer remontar la
institución hasta los apóstoles mismos o a un decreto de sínodo general. Pero
ninguna de las dos cosas parecen probables, porque ninguno de los concilios y
de los escritores eclesiásticos anteriores al siglo IV muestra conocer su
existencia. Los primeros testimonios seguros se encuentran en el fragmento de
Eusebio sobre la fiesta de Pascua, escrito alrededor del 325, donde es llamada
"día solemne," y en las Constituciones apostólicas, que le dan el nombre, común
después entre los griegos, de "Ascensión del Señor." En el siglo V estaba
difundida universalmente San Juan Crisóstomo, San Agustín, San Avito de Viena
y San Máximo de Turín han pronunciado homilías en este día. El canon romano
la conmemora en la anamnesis con el apelativo de "gloriosa." Los antiguos
sacraméntanos contienen también varias misas denominadas in ascensu
Domini; seis el leoniano, dos el gelasiano y una sola el gregoriano, que es la que
está todavía en uso.

Quizá la sentencia de San Agustín tiene un fundamento de verdad si admitimos la


hipótesis de que, en origen, la fiesta de la Ascensión estuvo combinada con la de
Pentecostés, la cual había sido para los apóstoles la confirmación del
cumplimiento. Esta fusión era un hecho ciertamente en Jerusalén hacia el 395,
en la época del viaje de la pía peregrina Eteria. Cuenta ella que, a los cuarenta
días después de la Pascua, los fieles se reúnen en la iglesia de la Natividad, en
Belén, para la vigilia y la misa, durante la cual presbyteri et episcopus praedicent
¿ceníes apte diei et loco, después de lo cual cada uno vuelve a su casa. Como se
ve, nada en esta sinaxis en Belén parece aludir a la Ascensión. En cambio, diez
días después, quinquagesimarum autem die, id est dominica, fiesta de
Pentecostés, el pueblo durante la mañana se reunía para la misa y para el oficio
en la Anástasis, y después en la iglesia del Eleona y más tarde en la del
Imbomon, erigida sobre el lugar donde Nuestro Señor subió al cielo. Aquí se
sentaban todos, se leían lecciones intercaladas con himnos y antífonas aptae diei
ipsi et loco; orationes autem quae interponuntur, semper tales pronuntiationes
habent ut et diei et loco conveniunt: legitur etiam Ule locus de evangelio, ubi
dicit de ascensu Domini; legitur et denuo de actibus Apostolorum, ubi dicit de
ascensu Domini in caelis post resurrectionem. Se va después al Eleona, y ya de
noche, con la claridad de las luces, se vuelve procesionalmente a la ciudad. No
hay duda que esta narración de Eteria se refiere a la conmemoración litúrgica de
la Ascensión, la cual en Jerusalén era considerada todavía en su tiempo como
apéndice de la fiesta de Pentecostés.

La misa de esta solemnidad está llena de textos escriturísticos referentes al


misterio; se han inserto, sin embargo, en los varios cantos, exceptuando el
introito, algunos versículos de los salmos 46 y 47, que expresan el júbilo de los
cielos en el triunfo de Cristo de vuelta al Padre. La frase Psallite... ad
orientem en el texto de la Commumo, sacada del versículo 33 del salmo 67 según
la Vulgata, no responde exactamente al original hebreo; pero quiere ser una
invitación a cantar himnos al Señor, el cual cruza los cielos eternos, fúlgido como
un sol, en el esplendor de su majestad. El prefacio en la forma actual es la fusión
de dos prefacios del leoniano; el texto especial del Communicantes es también
del leoniano, pero ligeramente corregido. La fórmula primitiva, que
decía Communicantes... qua Dominus noster Unigenitus Filius tuus, unitum sibi
hominem nostrae substantiae in gloriae tuae dextera colocavit, fue felizmente
cambiada así: Communicantes... unitam sibi fragilitatis nostrae substantiam in
gloriae tuae... Capelle ve la mano reformadora de San Gregorio.

Una antigua costumbre romana propia de la fiesta de la Ascensión era la


bendición de las habas, uno de los alimentos más usados por el pueblo, y que,
como observa Magani, representaba, en cierta manera, las primicias de los
nuevos frutos. El sacramentarlo gelasiano contiene la fórmula que debía recitarse,
como nota en una rúbrica, ante expletum canonem, es decir, aquellas
palabras Per quem hace omnia... Esta bendición desaparece en el gregoriano y
sólo se conservó con ligeras variaciones en algunos libros litúrgicos posteriores.

En el Medievo estaba generalmente en uso una procesión, introducida para


representar no tanto la marcha de Cristo y de los discípulos al monte de los
Olivos, cuanto, como observa Ruperto de Deutz, su entrada triunfal en el cielo.
Se salía de la iglesia antes de la misa cantando los Versas, de Teodolfo de
Orleáns, Gloria, laus, que se adaptan mejor a la Ascensión que al domingo de
Ramos. Esto era ya recordado por San Gregorio de Tours, pero desconocido para
los Ordines román. La rúbrica de apagar el cirio pascual en este día después del
canto del evangelio fue establecida por Pío V; en un principio se quitaba éste en
la dominica in albis, y a veces antes. En la catedral ambrosiana se levanta
lentamente en alto para simbolizar la ascensión de Cristo. En algunos iglesias de
Alemania, por el contrario, se levantaba un crucifijo.

Si bien la Iglesia latina, a diferencia de la griega, alarga hasta Pentecostés el


tiempo pascual, los textos del oficio y de la misa de la Ascensión, que se repiten
en los ocho días consecutivos, sólo miran a glorificar el triunfo de Cristo, el cual,
colocando a la diestra del Padre su divina humanidad, ha hecho partícipe a todo
el género humano de la visión beatífica y ha preparado el corazón de los fieles a
la venida del Espíritu Paráclito.

La Fiesta de Pentecostés.

Para los hebreos, desde el tiempo de Moisés, la fiesta de Pentecostés o de las


Semanas, como la llama el Pentateuco, porque se celebra precisamente siete
semanas después de Pascua, tenía como fin el dar gracias a Dios por la cosecha
de cereales, cuya recolección estaba a punto de terminarse; más tarde, la
tradición rabínica añadió una conmemoración de la promulgación de la ley
sobre el Sinaí, que tuvo lugar cincuenta días después de la salida de los hebreos
de Egipto. Pero en la historia evangélica, los cincuenta o pascual debiese
acentuarse particularmente en el último día, tanto más que esto tenía, como se
dijo, especialísimas razones históricas para ser solemnemente conmemorado. Y
es en verdad lo que constatamos en los escritores de los siglos IV y V. En
Jerusalén, según cuenta la Peirégriniitio, las funciones se sucedían casi
ininterrumpidamente desde la aurora hasta la media noche. San Juan Crisóstomo,
en un sermón pronunciado en este día, exclamaba: odie ad ipsum culmen
bonorum provecti sumus, ad ipsam metropolim festorum evasimus, ad fructum
ipsum dominicae promissionis pervenimus; y en otro pone de relieve la
participación del pueblo, que no cabía en la iglesia: Dum enim sanctam
Pentecostés celebritatem agimus, tanta concurrit multitudo ut magna hic
locorum angustia laboretur. No de otra manera se expresan en Occidente San
Ambrosio, San León, San Máximo de Turín y, sobre todo, San
Agustín: Adventum Spiritus Sancti — comienza este santo Doctor
— anniversaria festivitate celebramus. Huic solemnis congregatio, solemnis
lectio, solemnis sermo debetur. Illa dúo persoluta sunt, quia et frequentissími
convenistis, et cum legeretur audistis. Reddamus et tertiam...

A este largo desenvolvimiento de la fiesta de Pentecostés contribuyó, en primer


lugar, el uso, que al principio del siglo IV comienza a imponerse casi como ley,
de reservar a la vigilia nocturna de esta solemnidad la administración del
bautismo a aquellos que por algún motivo no habían podido recibirlo en la noche
de Pascua. La Peregrinatio calla sobre esta función bautismal supletiva de
Pentecostés, pero San Agustín y San León en sus sermones de este día se dirigen
varias veces a los neófitos bautizados en la noche precedente.

El servicio litúrgico era casi el de la vigilia pascual; una serie de lecturas,


solamente cuatro: Tentavit Deus Abraham...; Et scripsit Moyses canticum hoc...;
Apprehendent septem mulleres...; Audi, Israel, mandato vitae, intercaladas con
cánticos y oraciones; la bendición de la fuente, seguida del bautismo y de la
confirmación de los catecúmenos, y, por último, la misa. La bendición del fuego
y del cirio fue en todas partes, excepción hecha de alguna iglesia galicana,
excluida por el ritual. Después, hacia los siglos VIII-IX, encontramos que la
función nocturna se anticipaba a la tarde del sábado, en algunas partes a la hora
sexta, como en Italia, en otras a la hora nona, según nos atestigua Amalario.
Además, el XI OR (s.XII) prescribe no sólo cuatro, sino seis lecturas, número
que ha quedado todavía en el misal.

El ayuno hoy prescrito en el sábado de Pentecostés, a pesar de la antigua


disciplina, que lo excluía rigurosamente del tiempo pascual, es de origen incierto.
Algunos creen que es una importación galicana. En Roma, en el siglo V, San
León (+ 461) no lo conoce todavía. El más antiguo documento que alude a él es
el sacramentarlo leoniano, el cual, en una serie de orationes pridie
Pentecostés, habla dos veces del ayuno. También el gelasiano presenta una
misa In vigilia Pentecosten, cuya segunda colecta es todavía más explícita: Da
nobis, quaesumus, Domine, per gratiam S. Spiritus, novam tui Paracliti spiritalis
observantiae disciplinam, ut mentes nostrae, sacro purificatae ieunio, cunctis
reddantur eius numeribus aptiores. El ayuno no aparece más en los textos del
gregoriano. Pero su observancia en este día fue siempre tenazmente mantenida en
toda la Iglesia latina.

Los Domingos Después de Pentecostés.

El período que de la octava de Pentecostés se prolonga durante casi seis meses


hasta el Adviento, ha sido el último y el más lento en recibir una organización
litúrgica. El leoniano no conoce todavía ningún sistema para este período;
propone solamente una copiosa colección (cuarenta y cinco sólo para el mes de
julio) de formularios genéricos para la misa, entre los cuales el celebrante podía
elegir a su gusto. Trece de éstos se encuentran todavía en nuestro misal.

El gelasiano indica ya una primera fase de arreglo. Contiene una serie de


dieciséis misas dominicales (orationes et preces... per dominicis
diebus), verdadero tesoro eucológico, que, a una venerable antiguedad de
redacción, une una profundidad de doctrina y un vigor de expresión
verdaderamente admirable. Las dieciséis misas corresponden a las actuales post
Pentecosten de la quinta a la vigésima.

Una regular organización de este ciclo se encuentra por primera vez en el


evangeliario de Murbach (segunda mitad del siglo VIII). La serie de las misas
postpentecostales (todavía mezcladas con santorales) está dividida en semanas,
agrupadas alrededor de la fiesta de algunos santos más sobresalientes. Las
encontramos así: dominicas ante nat. apostolorum (SS. Pedro y Pablo), posf nat.
apostolorum posf nat. S. Laurentii, posf naf. S. Cipriani. O bien post nat. S.
Angelí (S. Miguel), como indica el Comes Alcuini.

Con los gelasianos del siglo VIII, seguidos del gregoriano de la época carolingia,
se abandona este sistema de secciones semanales para adoptar el que desde
entonces quedará como único, "dominicas después de Pentecostés." Pero aquí se
nota una divergencia, aunque más bien aparente que real. Algunos cuentan
veintiséis domingos post octavam Pentecostés, computándolos desde la octava;
otros, en cambio, veintisiete, computándolos desde la fiesta,
posf Pentecosten, según la denominación que prevaleció después.

En este ciclo, la serie de las dieciséis misas del antiguo fondo gelasiano comienza
después de los Santos Apóstoles (29 de junio), como punto fijo de partida con la
dominica sexta, Deus, qui díligentibus, mientras para el período precedente, que
era siempre fluctuante (dominicas de la primera a la quinta) en relación a la fecha
movible de Pascua, se elegían algunos formularios sacados de las misas
pascuales y de otras partes.

Sino que después de la supresión de la misa gelasiana Timentium, después del


siglo X, atribuida en un principio a la octava de Pentecostés, y de
la Deprecationem, que los gelasianos del siglo VIII ponían en la dominica sexta,
toda la serie de las dominicas quedó desplazada hacia adelante en una unidad, de
manera que la misa Deus qui díligentibus se encuentra hoy en la quinta dominica
en vez de la sexta, y así sucesivamente todas las demás.

En cuanto a los textos epistolares de estas dominicas, conviene advertir que en


las cinco primeras continúa la lectura de las cartas católicas, iniciada el viernes
después de Pascua (San Pedro, Santiago, San Juan); con la sexta, es decir,
después de la fiesta de los Santos Apóstoles, comienza la lectura de las cartas de
San Pablo en el orden de la Vulgata: Rom., 2 Cor., Gal., Eph., Phil., Col. Es un
claro vestigio de la antigua lectio continua. Una cosa parecida sucede con las
perícopas evangélicas. Después de San Juan, cuya lectura termina con la octava
de Pentecostés, viene la serie de los Evangelios sinópticos, comenzando por San
Mateo, y más especialmente los capítulos que forman la segunda parte de estos
tres Evangelios, porque los primeros capítulos habían sido leídos ya en las
dominicas después de la Epifanía.

El comes de Murbach (s.VIII) nos presenta ya el cuadro casi completo de las


lecturas según el actual misal romano. Consta de veinticinco dominicas desde
Pentecostés. La serie de las epístolas concuerda plenamente con la que está
todavía en uso; en cambio, la serie de los evangelios ha sufrido una
transposición; el evangelio de la sexta dominica pasó, como se ha dicho, a la
quinta; el de la séptima, a la sexta, y así sucesivamente

En cuanto a las partes cantadas, se puede apreciar una substancial uniformidad


entre el antifonario gregoriano y nuestro misal, pero también aquí hubo
desplazamientos. Por lo que respecta a los graduales en particular, hay que
señalar el hecho de que en el antifonario de Senlis (s.IX) se encuentra indicada en
las dominicas después de Pentecostes.

7. Las Fiestas del Tiempo Después de Pentecostes.


Las Fiestas en Honor de la Santa Cruz.

Son dos, llamadas en los libres litúrgicos romanos Invención de la Santa Cruz y
Exaltación de la Santa Cruz, fijadas, respectivamente, el 3 de mayo y el 14 de
septiembre. Pero el título de la primera es totalmente equivocado, porque el
hecho de la invención, según nos parece, sucedió el 14 de septiembre. En cuanto
a precisar el año y las circunstancias, nos encontramos en gran incertidumbre.

La crónica alejandrina, cuyos datos son generalmente dignos de crédito, señala


a la Invención el 14 de septiembre del 320. Otras fuentes indican fechas diversas;
el autor del Líber pontijicalis, el 310; la Doctrina de Addai la remonta nada
menos que al tiempo de Tiberio, durante el episcopado de Santiago; Eteria
supone que se ha encontrado antes del 335, cuando fueron dedicadas las dos
basílicas constantinianas de la Anastasis y del Martyrium: El ideo propter hoc
ita ordinatum est, ut quando primum sanctae Ecclesiae suprascriptae
consecrabantur, ea dies esset qua Crux Domini fuerat inventa,, ut simul omni
laetitia eadem die celebrarentur. Al contrario, Eusebio, que estuvo presente en la
consagración de aquellas iglesias y nos habla en su Vita Constantini, escrita en el
337, no alude para nada al hecho de la Invención. El primer dato seguro nos lo
ofrece San Cirilo de Jerusalén, que en la 13 catequesis anagógica, acaecida en el
347, hace constar la larga difusión de las reliquias de la santa cruz: Sí nunc
negavero (que Jesús haya sido crucificado), arguet me iste Golgothas, cui nunc
omnes proxime adsistimus, arguet me Crucis lignum, quod per partículas ex hoc
loco per unioersum iam orbem distributum est.

También sobre las circunstancias del encuentro estamos faltos de noticias


precisas. Las lecciones del breviario lo atribuyen a Santa Elena, madre de
Constantino el Grande. Ella durante su peregrinación a Tierra Santa, realizada en
el 327, había hecho derribar un templo de Venus construido sobre el Calvario y
erigir en su lugar una suntuosa basílica; en aquella circunstancia, después de
ordenadas minuciosas excavaciones, habían sido encontradas tres cruces, una de
las cuales mostró ser la cruz de Jesús porque, aplicada a una enferma, la curó
instantáneamente. Pero este relato no tiene testimonios contemporáneos. Eusebio,
a pesar de recordar el viaje de Elena a los lugares santos y los ricos regalos
hechos a las iglesias erigidas por su hijo, calla absolutamente sobre la invención
de la cruz, emprendida por ella de alguna manera. Constantino, en una carta del
326, encarga a Macario de Jerusalén cuidar de que la basílica que se estaba
levantando sobre el sepulcro resultase de magnificencia real, pero no habla nada
de la santa cruz. A San Cirilo, sucesor de Macario, se atribuye una carta, escrita
en el 351 al emperador Constancio, en la cual se atestigua la invención de la cruz
bajo Constantino, sin una alusión a Santa Elena. Sin embargo, la carta, al menos
en su actual redacción, no puede ser auténtica, porque contiene una doctrina
sobre el homousios repugnante para San Cirilo. Eteria, en fin, refiere,
ciertamente, el hecho escueto de la invención, pero sin aludir a Santa Elena, a la
cual alude solamente a propósito de las basílicas del Martyrium y de
la Anastasis, que Constantino había mandado erigir sub praesentia matris suae.

En cambio, la narración de nuestro breviario, que se apoya sobre Santa Elena,


está tomada de escritores tardíos, los cuales la repiten con notables variantes.
Entre los primeros, encontramos a San Ambrosio en la oración fúnebre de
Teodosio (a.395), seguido de San Paulino de Nola y Sulpicio Severo, y después a
los historiadores Rufino, Sócrates, Sozomeno y Teófanes. Queda el hecho de que
en los siglos IV-V circulaban fabulosas leyendas sobre la invención de la cruz,
como la Doctrina de Addai, la siríaca de Judas Ciríaco y otra anónima,
expresamente repudiada por el Decreto pseudo-gelasiano. Es, por tanto, muy
probable que éstas hayan influido con particularidades legendarias sobre el hecho
histórico.

De lo que hemos dicho hasta ahora, se comprende cómo la fiesta del 14 de


septiembre en un principio fue propia solamente de Jerusalén, donde
adquirió en seguida importancia extraordinaria. La piadosa Eteria (c.394) ha
dejado una interesante descripción, de la cual resulta que era equiparada a la
Pascua y a la Epifanía y atraía inmensa turba de fieles y gran número de obispos.
He aquí el texto:

"La dedicación de estas santas iglesias (el Martyrium y la Anastasis) se celebra


con sumo honor, porque la cruz del Señor fue encontrada en el mismo día... Por
tanto, cuando llegan los días de las recordación, éstas duran ocho días; y ya
muchos días antes comienzan a llegar turbas de monjes de diversas provincias, es
decir, de Mesopotamia, Siria, Egipto y Tebaida, donde viven muchísimos
monjes; en efecto, no hay ninguno que en aquel día no vaya a Jerusalén para
gozar de tanta alegría y de tan espléndidas jornadas; también los seglares, sean
hombres o mujeres, vienen de todas las provincias a Jerusalén. Los obispos,
cuando son pocos, son por lo menos más de 40 ó 50, y con ellos vienen muchos
de sus clérigos. Y qué más? Cree que ha cometido un grave pecado el que no ha
participado en tan grande fiesta sin estar impedido por una verdadera necesidad.
En estos días, el adorno de las iglesias es el mismo de Pascua y de Epifanía, y así,
en cada uno de los días, para los diversos lugares santos, se hace como en Pascua
y Epifanía."

El Chronicon Paschale, redactado a principios del siglo VII, añade una


particularidad importante, es a saber, que en esta circunstancia se mostraba al
pueblo el leño de la santa cruz. Debemos creer, por tanto, que la fiesta en un
principio tuvo por objeto el aniversario de la dedicación de las dos basílicas,
mientras que el mostrar la cruz debía ser una ceremonia secundaria. Pero en
seguida llegó ésta a ser lo principal de la solemnidad, hasta que poco a poco,
creciendo en importancia, hizo casi olvidar la dedicación, para transformarse en
una conmovida exaltación del santo leño de la redención. Alejandro de Chipre
(s.VI), en su gran discurso sobre la Invención de la Cruz, designa ya la fiesta con
este título: Exaltatio praeclarae Crucis.

De Jerusalén la solemnidad se difundió fácilmente en muchas iglesias orientales,


sobre todo a aquellas que habían tenido la gracia de obtener reliquias de la cruz,
como Constantinopla, Apamea y Alejandría. En Roma debió introducirse hacia la
mitad del siglo VII, con la afirmación de la dominación bizantina. El Líber
pontificalis, en efecto, deja entender que la fiesta preexistía en la época del papa
Sergio (687-701), el cual, según parece, añadió el mostrar y adorar la cruz, es
decir, el insigne fragmento de la cruz llevado a Roma bajo Constantino y
conservado después en la capilla del Sancta Sanctorum, en el Laterano: Qui
etiam ex die illo, oro salute humani generis ab ornni populo christiano die
Exaltatlonis S. Crucis in basilicam Salvatoris, quae oppellatur Constantiniana,
osculatur, et adoratur.
Mientras Rema en el siglo VII copiaba de Jerusalén la solemne conmemoración
de la cruz, las iglesias galicanas adoptaban una fiesta análoga, titulada De
Inventione S. Crucis, fijándola generalmente el 3 de mayo.

Baste observar que la primera antífona de laudes, O magnum pietatis opus... está


sacada ad litteram del epígrafe métrico puesto por el papa Símaco (498-514)
sobre el oratorio de la Cruz, erigido junto al baptisterio de San Pedro, y la
segunda antífona, Salva nos, Christe... qui salvasti Petrum in mari... mientras
parece a primera vista poco ligada con el oficio de la Cruz, está, al contrario,
estrechamente unida con la basílica de San Pedro, que ha formado su escudo de
aquel episodio.

Cuando en el 635 sucedió el hecho del rescate del santo leño de la cruz de manos
de los persas como consecuencia de la victoria ganada por Heraclio Augusto,
cuyas particularidades forman después materia de las lecciones históricas del
breviario el 14 de septiembre, hubo en todo el mundo cristiano, pero
especialmente entre los latinos, un despertar de la devoción hacia la santa cruz.
Es probable que esto haya influido para una más precisa sistematización de su
fiesta en Roma.

8. Las Fiestas de María Santísima.


La Devoción de María en la Iglesia Antigua.

No debe maravillar si el altísimo puesto ocupado por María en la vida y en la


obra de Jesús le obtuvo, desde los primerísimos tiempos de la Iglesia, un
particular sentimiento de amor y de veneración por parte de los fieles. Los Actos
la presentan en medio de los discípulos esperando el Espíritu Santo los Padres
apostólicos recuerdan y exaltan la prodigiosa y divina maternidad y la
antiquísima fórmula romana del símbolo natum ex María Virgine consagraba
continuamente su memoria en la mente de los fieles. Los más antiguos e
importantes apócrifos, como la Ascensión de Isaías, los oráculos sibilinos y
especialmente el Protoevangelio de Santiago, dedican a ella las páginas más
bellas sobre sus maravillosas leyendas.

No se quiere decir con esto que María, desde los siglos I y II, recibiese honores
litúrgicos propiamente dichos; la Iglesia primitiva no conoció en primer lugar
más que el culto de Cristo y de sus mártires.
Por tanto, las imágenes de la Virgen, ya sea con el Niño entre los brazos, ya sea
en la simple figura de orante, que se encuentran en las catacumbas y se remontan
a los siglos II y III, no pueden ser interpretadas como prueba de un
verdadero y propio culto mariano, sino más bien como índice de aquella
profunda veneración que gozaba la Virgen en la Iglesia antigua.

Estas, por otra parte, a través del vago simbolismo de aquellos toscos frescos
cementeriales, son un testimonio importantísimo — dramático y litúrgico al
mismo tiempo — de la piedad mariana de nuestros primitivos hermanos; la cual,
ya desde entonces substancialmente semejante a la nuestra, miraba a María no
como una simple criatura, sino como Madre de Jesús e intercesora junto a El.

Fue la elaboración del pensamiento teológico en torno a la obra del Verbo


encarnado la que, madurando una comprensión cada vez más clara de la
grandeza de la maternidad de María y de su sublime virtud, preparó los
comienzos del culto litúrgico hacia ella. Añádase que al terminar el siglo III,
cuando los ideales del ascetismo cristiano comenzaban a difundirse en la Iglesia,
atrayendo tantas almas generosas a una vida más perfecta y consiguiéndoles la
admiración del mundo, María aparece como el tipo y él ejemplar del asceta
cristiano, que, consagrando toda su vida a la práctica asidua y heroica de la
virtud, merece, a semejanza del mártir, el honor y la veneración de sus
hermanos. Todo esto da razón del bello fresco en el cementerio de Priscila (s.III)
representando una velatio virginis, en la cual el obispo confía la candidata a la
divina Madre, sentada en una cátedra con el Niño Jesús en brazos, como un
modelo de pureza virginal. De la misma época son algunos vidrios dorados y
varios sarcófagos de Roma y de las Galias, en los cuales la Virgen está
representada en medio de dos santos, a veces también entre los mismos apóstoles
Pedro y Pablo.

Las primeras señales de un culto público tributado a María se encuentran en


Oriente. Al final del siglo IV, en Tracia y en Arabia; éste, al decir de San
Epifanio (+ 403), había alcanzado tal popularidad, que asumía formas de culto
muy variadas. Recuerda la costumbre paganizante de ciertas mujeres de aquellas
provincias llamadas por él coliridianas, que, para honrar a la Madre de Dios, se
reunían en fechas fijas y en un lugar determinado. En Siria, las Precationes ad
Deiparam, escritas por San Efrén (+ 373) probablemente para el servicio
litúrgico de sus monjes, atestiguan un desarrollo de la piedad mariana tal, que
quizá no se haya alcanzado otro en los siglos posteriores. El Santo invoca a la
Virgen con los títulos más honoríficos y afectuosos: esperanza de todos los
cristianos; pacificadora de la cólera divina; después de Dios, único refugio, luz,
fuerza, riqueza, gloria de quien recurre a ella; que asiste aquí abajo a sus devotos
en todas las contingencias, tanto del alma como del cuerpo, y después de la
muerte, delante del tribunal supremo, salvándoles de la condenación eterna; cuya
intercesión ante Dios es omnipotente y es puesta por El a total disposición de los
hombres pecadores.

Por lo demás, los Padres y los escritores eclesiásticos, tanto latinos como


griegos y siríacos, de esta época — San Ambrosio, San Jerónimo, San Agustín,
San Atanasio, San Juan Crisóstomo, San Epifanio, Afraates, Cirillonas,- Balai,
Rábulas y Santiago de Sarug — van a porfía en glorificar a María, elevada a la
inefable dignidad de Madre de Dios, y en exaltar la perfección de sus
virtudes, que la hicieron digna de ser elegida por Dios.

Los Comienzos del Culto Litúrgico.

Esta unánime porfía de admiración y de piedad hacia María por parte de los
hombres más representativos que tenía la Iglesia en los siglos IV y V, al mismo
tiempo que fue el más sólido baluarte contra la herejía de Nestorio, que
impugnaba su divina maternidad, dio nuevo y vigoroso impulso al desarrollo del
culto mariano.

Su primera consecuencia fue el multiplicarse las iglesias dedicadas a la Virgen.


En Roma, probablemente el más antiguo santuario en honor de María debió de
surgir en la zona del Traste veré, en Santa María in Traste veré, donde se reunía
preferentemente el elemento oriental. En Oriente es digna de memoria la iglesia
que recuerda los actos del concilio de Efeso (431), en la cual los Padres
definieron, contra Nestorio, la divina maternidad de María." El glorioso suceso
fue eternizado en Roma por el papa Sixto III (432-440), que dedicó a María la
basílica liberiana, suntuosamente reconstruida sobre el Esquilino,

Virgo María Tibí Xistus nova templa dicavi digna salutífero muñera venir e Tuo,
ilustrando los mosaicos del arco triunfal las principales escenas de la infancia de
Jesús, pero en relación con María. En Palestina, bajo el obispo Juvenal (425-
458), la esposa de un alto funcionario romano levantó a la Virgen Madre una
magnífica iglesia en el camino de Jerusalén a Belén. Otras fueron igualmente
erigidas por la emperatriz Pulquería (+ 453) en Constantinopla, por Juan
Silenciario en Nicópolis, por Sabas en Palestina, por el emperador Zenón en el
monte Garicim y en Cícico y por Justiniano, que se distinguió entre todos por el
celo de levantar muchos y suntuosos edificios en honor de la Madre de Dios, a
fin de que, dice Procopio, mejor aún que las fortalezas, defendiesen el Imperio de
la irrumpente furia de los bárbaros. Después del siglo V, las iglesias marianas
fueron comunes también en el Occidente latino. Las Galias y la baja Alemania
cuentan entre éstas varias de las más antiguas e insignes catedrales. En España,
Jerez y Toledo conservan todavía las lápidas conmemorativas a la dedicación de
una ecclesia S. Mariae, realizadas, respectivamente, en los años 556 y 587. En
cuanto a Italia, tales iglesias debían de ser bastante numerosas, si San Gregorio
Magno señala su existencia también en ciudades poco importantes, como
Ferentino y Valeria."

Con la erección de las iglesias entró también en el uso litúrgico el culto de las


imágenes de María. La más antigua de las que se tiene noticia es la que la
emperatriz Eudoxia mandó de Jerusalén a Constantinopla a su prima Pulquería
(451). Era atribuida a San Lucas y representaba la Virgen con el Niño entre los
brazos. En el siglo VI, en Oriente no eran pocas las iglesias que se preciaban de
poseer imágenes famosas de María; aquella, por ejemplo, del monasterio de
Hogeeazwan, en Armenia, que se hacía remontar a San Bartolomé; de Diospolis,
en Siria, y en Constantinopla, la de Blachernes, venerada como palio de la
ciudad, destruida después por Constantino Coprónimo, y la otra de la Fuente (la
Nicopoia), hoy en el tesoro de San Marcos, de Venecia. En esta época, en pleno
esplendor del arte bizantino, los iconos marianos habían llegado a ser uno de
los objetos preferidos por los artistas y casi un elemento común del ajuar
doméstico. Los tenían todos los fieles en sus casas, los monjes en sus celdas; los
anacoretas encendían lámparas delante de ellos; y existían hasta en las prisiones
para consuelo de aquellos infelices. Una bandera con la efigie de María ondeaba
sobre los mástiles de las naves que Heraclio en el 610 condujo delante de
Constantinopla para combatir a Foca.

En Occidente la difusión de las imágenes de María no alcanzó, ciertamente, tanta


popularidad, pero también aquí tuvieron en seguida éstas, si no un culto
litúrgico verdadero y propio, que entonces, dada también la disposición de
las iglesias, es imposible concebir, sí una veneración indiscutible. Pertenecen
a los siglos IV-V dos importantes frescos que representan la Virgen en la figura
de orante. Uno fue descubierto por el P. Marchi en un arcosolio del cementerio
de Santa Inés, en Roma. El otro se encuentra en San Maximino, de Provenza. Es
también de este período la real figura de María que el papa Sixto hizo trazar
sobre el arco efesino de la basílica liberiana. La Virgen viste una rica vestidura
recamada y el manto tiene una lámina de joyas a guisa de corona alrededor de los
cabellos, y sobre la frente y las orejas, una gema. Está sentada sobre una silla con
cojín y grada; una paloma aletea al lado derecho, mientras los ángeles la
circundan respetuosamente. Es probablemente del siglo VI la Theotokos todavía
venerada en la misma basílica. El sagrado icono pertenece a las Vírgenes así
llamadas de San Lucas, con las características del arte greco-romano: "Es el tipo
de Giunone — escribe Ventura -, con la regularidad y la dignidad de las pinturas
y esculturas paganas, de grandes ojos, de nariz recta, de barba ateniense; porque
al mismo tiempo que nacía la idea de la mujer elegida por Dios, nacía
también la idea de su belleza, que se intentó conformar, cuanto era posible en
aquella época, con el tipo clásico de la belleza femenina."

De la misma época es también la imagen, magníficamente trabajada en mosaico,


en la concavidad absidal de la catedral de Parenzo y la no menos real de la capilla
arzobispal de Rávena.

Qué sentimientos de verdadero culto y de filial piedad inspiraban estas imágenes


en el corazón de los fieles, podemos deducirlo de cuanto se lee en una carta
falsamente atribuida al papa Gregorio II (715-731): "Delante de una imagen del
Señor, nosotros decimos: Señor Jesús, apresúrate a ayudarnos y sálvanos;
mientras, delante de la imagen de su santa Madre, rezamos: Santa Madre de Dios,
intercede por nosotros junto a tu Hijo para que lleves nuestras almas a la
salvación."

Otra consecuencia del movimiento ascético-teológico que en los siglos IV y V


contribuyó a poner en mayor realce la figura de la Virgen fue la inscripción
de su nombre en los dípticos y en los formularios litúrgicos y la introducción
de un ciclo de fiestas en su honor.

Cuándo precisamente se comenzó en la misa a recitar el nombre de la Madre de


Dios, no lo sabemos. Un eminente liturgista conjetura que en aquellas palabras
del canon: Communicantes... gloriosae semper Virginia Mariae, Genitricis Dei
et D. N. lesu Christi, la expresión semper Vír ginis es una inserción hecha
alrededor,, del 383 como protesta contra Helvidio, que negaba la perpetua
virginidad de María, y las otras: Genitricis Dei et D. N. lesu Christi, han sido
añadidas poco después del concilio de Efeso (431) o del pontificado de San León
(+ 461). Es cierto de todcs modos que a principios del siglo VI la
conmemoración litúrgica de la Madre de Dios era un hecho consumado en Roma.
Sin embargo, hay quien cree que se trata de la imagen original, y en las
Galias. Podemos creer que en Oriente sucedió esto aún antes, porque las
liturgias de Santiago y de San Marcos, cuyo origen se remonta por lo menos
al siglo V, hacen amplia y solemne mención.

Debemos constatar igualmente cómo el genio eminentemente intelectual e


imaginativo de los orientales comenzó muy pronto, precediendo con mucho al
Occidente a embellecer sus libros litúrgicos con formularios propios en honor de
María. Baste recordar, entre muchos ejemplos, la antífona Sub tuum
praesidium, la más antigua oración a la Virgen, que se encuentra ya en un papiro
copto del siglo III, tomada después por la liturgia romana y ambrosiana, y el
famoso himno Acatisto, compuesto en Bizancio en el 626 con ocasión de la
liberación de la ciudad en tiempo de Heraclio. Es un verdadero poema litúrgico,
de 24 apartados, sobre el tema de la anunciación, que se resuelve en un
espléndido coro en honor a la Virgen, cantadas con un ardor de afecto y un
entusiasmo de fe incomparables.

En cuanto a las fiestas marianas, las primeras alusiones se encuentran en Siria


al final del siglo IV. Parece cierto que la más antigua de ellas surgió en
Antioquía hacia el 370, teniendo por objetivo no tanto algún episodio especial de
la vida de María, cuanto una conmemoración genérica de sus virtudes,
especialmente de su integridad virginal. Tenemos directos testimonios en los
himnos de Balai, escritor siríaco del 400, y en el célebre discurso de Proclo,
pronunciado en Constantinopla y dedicado a la glorificación le la Madre de Dios
y de su virginidad incontaminada. Parece que esta fiesta en algunas iglesias caía
inmediatamente después de Navidad, el 26 ó 27 de diciembre; en otras, algún día
después. En Occidente, la Dormitio., el Natalis Mariae del Año Nuevo, la
Anunciación y la Navidad fueron las fiestas más antiguas, introducidas
primeramente en Roma por la Iglesia bizantina; el gelasiano contiene ya las
fórmulas de la misa. En los países de rito galicano no fueron conocidas antes deja
adopción de la liturgia romana, excepto quizá hispana. La Purificación no
adquirió carácter preferentemente mañana sino después del papa Sergio (+ 701).

La Asunción.

Es la fiesta más antigua y solemne que la Iglesia celebra en honor de la Virgen,


destinada a conmemorar su santa muerte (de donde el nombre griego de
kοίμησις, lat. pausatio, dormitio, depositio, naiala, transitas V.) y su gloriosa
asunción en cuerpo y alma al cielo.

Nos es desconocido cuándo exhaló la Virgen el último suspiro. Algunos


escritores antiguos, fundados en un pasaje interpolado de la Crónica de Eusebio,
creen que murió en el 48 después de Cristo; otros le asignan unos sesenta y tres
años; otros, sesenta y nueve; todavía otros, si bien sin serio fundamento, han
pensado que sufrió el martirio. De cierto, sabemos solamente que, después del
sacrificio del Gólgota, el apóstol San Juan, en obsequio a las recomendaciones
del divino Maestro, tuvo consigo a la Virgen mientras vivió: ex illa hora accepit
eam discipulus in sua. En cuanto al lugar de la muerte, Efeso y Jerusalén se
disputan el honor de su tumba. La discusión que sobre este argumento se
encendió vivísimamente al final del siglo pasado, si no ha llevado a resultados
ciertos, ha acrecentado la probabilidad para Jerusalén, en favor de la cual
están los testimonios de todos los antiguos itinerarios y la narración del
apócrifo De iransitu Mariae o Evangelium lohannis, llegado a nosotros bajo el
nombre de Juan el Apóstol, y que contiene amplia información sobre la muerte
de María. Fue redactado hacia el final del siglo IV o a principios del V; y, no
obstante la explícita prohibición del decreto pseudo-gelasiano (494), gozó de
gran favor y difusión en la Iglesia, como lo prueban las numerosas versiones e
inspiró la elocuencia de muchos Padres orientales, como Modesto, obispo de
Jerusalén; Andrés de Creta, San Juan Damasceno y quizá también el
escritor que se oculta bajo el nombre de Dionisio Areopagita.

Es precisamente en el De transitu Mariae donde se encuentran las primeras


memorias de una fiesta mariana el 15 de agosto, si bien sin ninguna relación con
la dormición. El texto siríaco del Transitus narra que los apóstoles establecieron
durante el año tres días conmemorativos de la Virgen: el 25 de enero (de
seminibus), por el buen éxito de la sementera; el 15 de mayo (ad aristas), por la
cosecha inminente, y el 15 de agosto (pro vitibus), para una vendimia próspera.

Sin duda que el escritor del Transitus atribuyó a una ordenación apostólica la


triple memoria de la Virgen, que debía existir en su tiempo en muchos países
de Oriente. Cómo se llegó a la elección de aquellas tres fechas, es difícil decirlo.
Últimamente, Pestolozza, por el hecho de ver invocada a María para la
protección de las viñas, lanzó la opinión de que la fiesta del 15 de agosto habría
substituido a una antigua fiesta pagana en honor de la diosa Atergatis. la cual
tenía entre sus atributos la protección de la naturaleza. Pero se trata de una
hipótesis que, si tiene algún elemento de probabilidad, está muy lejos de estar
históricamente probada.

Fue a principios del siglo VI cuando, en Palestina y en Siria, la tradicional fiesta


mariana del 15 de agosto se transforma en la conmemoración de su muerte. Un
himno de Santiago, obispo de Sarug (+ 523), deja entender que en aquel día la
muerte de María era ya celebrada en algunas iglesias de Siria; además, en la vida
de San Teodoro de Jerusalén (+ 529) se habla de una fiesta de la Virgen, con
ocasión de la cual en esta ciudad se reunía un gran concurso de gente. Ahora,
Tillemont y Báumer  creen que se trata de la solemnidad de la Dormzíro, que
debía celebrarse en la basílica del valle de Getsemaní, donde, como cuenta
Antonino de Piacenza (año 570), se guardaba el sepulcro de quo dicunt sanctam
Mariarn ad cáelos fuisse sublatam. Al final de este mismo siglo, sabemos por
Nicéforo Calixto que un decreto del emperador Mauricio (582-602) prescribía la
celebración de la fiesta Κοίμησις (dormivo) en todas las iglesias del Imperio el
15 de agosto; de manera que en esta época la antigua solemnidad mariana había
llegado a ser el dies natalis Mariae.

¿Cómo evolucionó este cambio? Esto está totalmente obscuro, y sólo podemos
formular dos hipótesis. Quizá con el difundirse la narración maravillosa
del Transitus Mariae, que coincide con los primeros años del siglo VI, y con la
afluencia de peregrinaciones a la tumba de la Virgen, en Jerusalén, se creyó
oportuno recordar el suceso en la liturgia, dedicando particularmente a este
misterio la fiesta genérica más solemne que ya se celebraba en su
honor. Ciertamente es una conjetura excesivamente ingeniosa la de De Fleury  de
que la entrada del sol como signo de la Virgen haya sugerido el 15 de agosto
como el día natalicio de María para la gloria del cielo.

Hacia el 550, la fiesta siríaca del 25 de enero, que era celebrada por los coptos
(Egipto) el 21, pasa a Occidente a través quizá de los monasterios egipcios-galos,
fundados por Casiano precisamente en Tours, anticipada por razones
cronológicas al 18 del mismo mes de enero. Huius festivitas sancta — escribe
Gregorio de Tours (+ 594), que es el primero que nos da noticia — mediante
mense undécimo celebratur. El objeto de esta solemnidad no era, como observa
Morin, un misterio particular de la fiesta de María, sino la conmemoración de su
divina maternidad (Maria Teotokos). Pero la fiesta se transforma pronto. El
sacramentario de Bobbio (s.VII) contiene en enero dos misas en honor de la
Virgen. La primera con el título in S. Mariae solemnitate, y en su formulario
alude exclusivamente a la divina maternidad; en cambio, la segunda, titulada in
adsumpiione S. Mariae (con la perícopa evangélica de María y Marta, es todo un
himno a la asunción corporal de María según la narración de los apócrifos: Cuz
Apostoli sacrum reddunt obsequium, Angelí cantum, Christum amplexum, nubis
vehiculum, adsumptio paradisum... En el misal gótico-galicano, la primera misa
ha desaparecido ya, mientras que la segunda encuentra abonadísimo el campo
litúrgico. Algo parecido sucede también en la iglesia romana. La fiesta primitiva
del 15 de agosto, introducida quizá en el siglo VII, y cuyos textos están
contenidos en el gelasiano, no contienen, fuera del título: In adsumptione sanctae
Mariae, de indudable procedencia galicana, ninguna alusión a la asunción; más
aún, hacia esta época, el escritor romano anónimo de una carta ad
Paulum, atribuida falsamente a San Jerónimo, hablando de la asunción de
María, utrum assumpta fuerit, simul cum corpore, an abierit relicto
corpore, contesta a las aserciones del Transitus Mariae contra las cuales pone en
guardia a su lectora, ne forte si venerit in manus Oestras illud apocryphum de
transita eiusdem Virginis, dubia pro certa recipiaiis.

La Natividad.

También esta fiesta, como la de la Concepción, nació en Oriente, y


probablemente en Jerusalén, hacia la mitad del siglo V, donde estaba siempre
viva la tradición de la casa nativa de María. Por qué haya sido elegido el día 8 de
septiembre, nos es desconocido. Quizá, considerando el nacimiento de María
como el comienzo histórico de la obra de la redención, se la colocó a principios
de septiembre, época en la cual, según el Menologium Basilianum, comenzaba el
año eclesiástico. Como primer documento de esta fiesta, tenemos un himno de
San Romano, el famoso himnógrafo griego, compuesto por él entre el 536-556, y
en el cual es puesta en bellos versos la narración del Proto-evangelio de Santiago.
En Occidente, la Natividad de María no fue probablemente introducida antes del
siglo Vil, si bien ya fuese solemnizada la de San Juan Bautista. Se la encuentra
mencionada en las Galias en el calendario de Sonnatio, obispo de Reims (614-
631), y en casi todos los leccionarios y calendarios carolingios. En Roma, el
sacramentario gelasiano contiene las tres oraciones de la misa. El Líber
pontíficalis atestigua indudablemente su existencia en la segunda mitad del siglo
VII, habiendo sido prescrita por Sergio IV (687-710) una procesión (litania) que
en este día y en los de la Anunciación y de la Dormitio iba de San Adrián a Santa
María la Mayor.

La Anunciación.

La narración de la anunciación de María, que forma la página más bella de su


vida y el documento evangélico de su grandeza, aunque desde el siglo II encontró
precisa expresión en las antiguas fórmulas del Credo y en las representaciones
del primitivo arte cristiano en Santa Priscila, tuvo que esperar por lo menos hasta
el siglo VI antes de entrar en el calendario litúrgico y ser objeto de una particular
solemnidad, Cabrol, apoyado en un paso obscuro de la Peregrinatio y en el
hecho cierto de la existencia en Nazaret en el siglo IV de una basílica erigida
sobre la casa misma de la Virgen, ha conjeturado ingeniosamente que, ya al final
de este siglo, la fiesta de la Anunciación se celebrase en la iglesia jerosolimitana.
Pero la hipótesis, aunque no del todo inverosímil, no está respaldada por ningún
texto positivo. Muy probablemente, el misterio de la anunciación no dio lugar por
mucho tiempo a una fiesta especial, porque en la Iglesia antigua era
indisolublemente asociada al de la Natividad de Cristo. Fue solamente después
del siglo V cuando, aumentada la importancia de la Navidad y formado un
pequeño ciclo natalicio, la Anunciación fue separada de su núcleo primitivo,
transformada en fiesta autónoma de María y trasladada a su puesto natural.

Los primeros indicios ciertos de la fiesta se encuentran en el siglo VII: en


Oriente, en el Chronicon Paschale, de Alejandría, en el año 624, y en un decreto
(25) del concilio de Trullo (692); en Occidente, en el sacramentarlo gelasiano,
que tiene oraciones para la misa y las vísperas; en los cánones del concilio de
Toledo (656), de los cuales se deduce que era celebrada in multís ecclesiis a
nobis et spatio remotis et terris, y, un poco más tarde, en la decretal antes citada
del papa Sergio (687-90), que instituía una Utanía en ocasión de esta
solemnidad.

De los testimonios indicados se deduce que la Anunciación fue asignada desde su


origen al 25 de marzo. Esta fecha, por lo demás, era ya conocida en la mitad del
siglo III; y, como hemos señalado hablando del origen de la Navidad, se apoyaba
en el opinión de que Nuestro Señor se hubiese encarnado en el equinoccio de
primavera, es decir, cuando había sido creado el mundo y el primer hombre.

Introduciendo, sin embargo, la Anunciación el 25 de marzo, surgía el


inconveniente de tener que celebrar una fiesta en Cuaresmales decir, en un
tiempo en el cual, según la austera costumbre de la Iglesia antigua, estaba
rigurosamente prohibida toda solemnidad. La dificultad fue resuelta de diversas
maneras. En Oriente, el concilio de Trullo creyó hacer una excepción a la regla y
declaró que el día de la Anunciación, en cualquier tiempo que cayese, debía ser
celebrado con el sacrificio eucarístico, como el sábado y el domingo.

9. Las Fiestas de los Santos.


El Culto de los Mártires.

El culto de los santos comenzó en la Iglesia con el culto de los mártires. El


sentimiento de profunda simpatía que tenían los antiguos cristianos hacia
aquellos héroes de la fe que habían sellado con su sangre la fidelidad a Cristo,
fue el móvil que empujó a las comunidades cristianas a rendir a sus restos
mortales y a su memoria una veneración particular, la cual insensiblemente debía
tomar formas litúrgicas verdaderas y propias. Esto no sucedió en todas partes
al mismo tiempo. El Oriente se adelantó al Occidente.

Mientras en Esmirna a mitad del siglo II, junto a la tumba de San Policarpo (+
155), ya se celebraba regularmente el aniversario de su martirio con una reunión
eucarística (y fue en esta ocasión cuando en el 250 fue arrestado San Pionio), en
Cartago, como consta por Tertuliano el culto litúrgico de los mártires no debió de
comenzar hasta final del siglo II.

En cuanto a Roma, las fuentes monumentales nos aseguran que antes del 250 no
existía un culto de los mártires unido a su tumba. Estos reposaban en sus nichos
ordinarios sin ninguna decoración, ni inscripción honorífica, ni lugar
distinguido; o en modestos sepulcros, mezclados con todos los demás
y escalonados a lo largo de las grandes vías romanas; ni encontramos memoria de
que la comunidad se preocupase de tributarles honores especiales o que usara
criptas especiales para recibirlos. Los mismos apóstoles Pedro y Pablo, si bien
su sepulcro fue en seguida particularmente señalado y se convirtió en centro de
un ilustre cementerio cristiano, muy probablemente no tuvieron en la ciudad
durante los dos primeros siglos una conmemoración litúrgica. Con esto se explica
el hecho muy extraño de que en el primitivo catálogo festivo no se encuentren
registrados los nombres de algunos ilustres mártires romanos, como Flavio
Clemente, las dos Domitilas, el papa Telesforo, el filósofo Justino y el senador
Apolonio. Evidentemente, cuando se comenzó a organizar el culto de los
mártires, el recuerdo de aquellos héroes de la fe se había perdido casi totalmente,
o quizá se quiso reservar a sólo los obispos romanos mártires, entre los cuales fue
incluido San Hipólito, doctor y mártir.

A pesar de esto, se puede afirmar con certeza que, generalmente, las grandes
comunidades cristianas desde su fundación, así como guardaban las memorias de
los propios obispos y conservaban sus fastos para demostrar la propia
apostolicidad, igualmente componían los propios fastos hagiográficos, que
constituían la gloria de las Iglesias, teniendo cuidado de dar noticia de los
confesores de la fe y del día de su martirio, el dies natalis, para poder celebrar a
su tiempo el aniversario. Dies eorum quibus excedunt, adnotate — recomendaba
San Cipriano (+ 258) — ut commemorationes eorum ínter memorias martyrum
celebrare possimus Y el mismo santo obispo recuerda ya varios celebrados en
Cartago desde hacía tiempo: Sacrificia pro eis, semper, ut meministis, offerimus,
quoties Martyrum passiones et dies anniversaria commemoratione celebramus.

Cuando un fiel había confesado a Cristo con el martirio cruento de la propia


vida, era adornado con la calificación de martyr escrita sobre su sepulcro, el
glorioso título, tan ambicionado, que hacía inscribir su nombre en los fastos
religiosos y en los dípticos litúrgicos de su iglesia, e instituía en ella la
conmemoración de su aniversario, no temporal y privada, como la de un difunto
cualquiera, sino pública y perpetua. Todo esto era en aquel tiempo, en cierta
manera, un equivalente del actual proceso de canonización de los santos. Hay
quien ha preguntado si la asignación del título oficial de martyr era precedida de
un proceso informativo. Es posible que, en algún caso excepcional y en alguna
provincia, esto tuviera lugar. En África, por ejemplo, parece que existía, con el
nombre de Martyrum vindicatio. San Optato (+ 370) narra de una tal Lucila,
matrona cartaginesa, que durante la persecución de Diocleciano fue severamente
reprendida por haber besado las reliquias de un mártir cuyo título no había sido
todavía jurídicamente reconocido, nescio cafas hominis mortui, ei si martyris,
sed nondum vindicafi. Sin embargo, en otras partes no tenemos pruebas de un
procedimiento de este género, porque en la mayor parte de los casos no había
necesidad. La confesión del mártir, su constancia en los tormentos hasta la
muerte, eran hechos públicos, desarrollados casi siempre ante los ojos de los
fieles, sobre lo cual no podía existir motivo de duda o materia de una encuesta.

La tumba del mártir, cuyo nombre era regularmente inscrito en el catálogo


festivo, la Depositio martyrum de su iglesia, adquirió en seguida categoría de
santuario, objeto de la amorosa piedad de los fieles. Generalmente se colocaba
fuera de la ciudad, al margen de las grandes vías. En Roma la vía Cornelia, la vía
Ostiense, la vía Apia y la vía Tiburtina estaban llenas de tumbas de mártires. En
Antioquía, San Ignacio reposaba extra portam Daphniticam, in cemeterio. San
Juan Crisóstomo, en sus homilías en honor de algún mártir, supone siempre a
su auditorio fuera de la ciudad, en medio de las tumbas comunes. Es junto a estos
modestos sepulcros de los mártires, o, más frecuentemente, en una celda
funeraria adyacente (memoria, martyrum), donde en los días aniversarios se
reunían los fieles para celebrar la solemne vigilia en su honor. El diácono Poncio
la recuerda narrando la pasión de San Cipriano (258). Se cantaban salmos; se
evocaba, con la lectura de las actas, la pasión gloriosa del mártir y, finalmente, se
celebraba el santo sacrificio. Por tanto, en un principio el culto de los mártires fue
estrictamente local y cincunscrito a la ciudad que poseía la tumba.

Pero con la paz y libertad dada a la Iglesia, éste recibió un impulso


inesperado."No solamente sobre aquellas humildes tumbas se alzaban los
oratorios y las espléndidas basílicas, convirtiéndose en meta de peregrinaciones,
sino que su fiesta aniversaria, pasando más allá de los confines de la iglesia local,
se extendió poco a poco a las iglesias limítrofes y a las de la provincia entera.
La Depositio martyrum romana del 336 señala ya el 7 de marzo la
fiesta Perpetuae et Felicitatis Africae; el 14 de septiembre, la de Cypriani
Africae. San Gregorio Nacianceno (+ 389) tiene un panegírico pronunciado en
Constantinopla el día de la fiesta de San Cipriano. La iglesia de Nola, según San
Paulino, celebraba el natalis de San Prisco de Nócera.

Muchos y diversos factores contribuyeron a este extraordinario desarrollo


litúrgico, que comienza en el siglo IV y se acentúa en los siglos sucesivos. El
primer factor es el traslado de las reliquias de los mártires, no obstante las
rigurosas disposiciones de las leyes antiguas, que salvaguardaban la
inviolabilidad de los sepulcros. Esto sucedió primeramente en
Oriente. Fundada Bizancio, la nueva Roma, se la quiso enriquecer, a
semejanza de la antigua, de reliquias de mártires. Y así Constancio en el 356
transportó los restos de San Timoteo; en el 357, los de San Andrés y San
Lucas, y más tarde, de San Foca y de algunos mártires egipcios. Bajo Teodoro
(379-395) se hizo lo mismo con las reliquias de San Pablo de Cucuso, de los
mártires Terencio y Africano y de la cabeza de San Juan Bautista. A Antioquía
se transportaron también los cuerpos de San Ignacio, de San Melecio, de San
Babila; a Cesárea, el de San Sabas; a Alejandría, los restos del Precursor. Los
despojos de los mártires eran llevados en triunfo por las ciudades y depositados
en templos erigidos a propósito, donde daban origen a un nuevo centro de culto.
Además, en esta misma época no sólo fueron exhumados fácilmente de los
lugares primitivos los despojos de los mártires, sino que, para satisfacer el deseo
de obispos, iglesias y particulares, se dividieron con la misma facilidad las
reliquias. En Roma, donde sobre este punto eran muy severos, a duras penas se
concedían reliquias tocadas; pero en otras iglesias, y especialmente en Oriente,
eran mucho más amplios. De las reliquias de San Esteban, encontradas en el
415 en Caphargamala, se enriqueció todo el mundo, y las de los Santos Gervasio
y Protasio, dice Gregorio de Tours, per universam Italiam vel Galliam délatac
sunt. Es cierto que la fecha de la deposición de las reliquias era cuidadosamente
anotada, y muchas veces venía a ser como el equivalente del dies natalis del
mártir cuando por ventura se ignoraba éste. Muchas inscripciones africanas lo
recuerdan: Positae sunt reliquiae S. luliani et Laurentii cum sociis suis, per
manus Colombi episcopt sanctae ecclesiae universis... sub pridie nonas octobris.
Memoriae sanctorum martyrum Laurentv, Hippolyti, Eufemiae, Mimnae et de
Cruce Domini, depositae die III nonas Februarias. De este modo, los mártires
más ilustres, rotas las barreras del reducido culto local, pudieron en poco tiempo
difundirse en las principales iglesias de la cristiandad, entrar en sus martirologios
y en sus dípticos y tener casi un culto universal. San Agustín podía decir ya de
San Vicente: Quae hodie regio, quaeve provincia ulla, quousque vel romanum
imperium vel christianum nomen extenditur, natalem non gaudet celebrare
Vincentii?

El Culto de los Santos.

El culto de los santos confesores, asociado al culto de los mártires, es el otro


elemento que abrió en la Iglesia nuevas vías al desarrollo litúrgico. El
término sanctus (= sancitus, de sanere, encerrar), en su noción primitiva denota
un lugar cerrado, reservado, donde la divinidad se ha manifestado de alguna
manera. En el campo religioso, el término sanctus fue aplicado por derivación a
aquellas personas, ya vivas, ya difuntas, tenidas en tan alta estima moral, que se
creían como res sacra, porque en ellas Dios se había manifestado de modo
particular. Sin embargo, el apelativo sanctus, en el sentido más moderno y
litúrgico de la palabra, es decir, dado a una persona canónicamente inscrita en el
catálogo de los santos, no se encuentra en los primeros siglos de la Iglesia. Hasta
la mitad del siglo IV solamente los mártires fueron considerados sancti y
tuvieron los honores del culto. Eran los cristianos perfectos, los verdaderos
imitadores de Cristo, porque eran partícipes efectivos de su pasión, quienes,
lavando en la sangre toda mancha, habían merecido ser admitidos en seguida a la
visión de Dios, y en el último día serán, como los apóstoles, jueces, al lado de
Cristo, de sus hermanos.

Pero, cerrado el período de las persecuciones, se entendió que la vida piadosa y


mortificada de las vírgenes, de los obispos y de los ascetas era, en realidad, un
eauivalente del martirio. La idea no era nueva. Clemente Alejandrino (+ 215)
había ya llamado mártir al gnóstico que, por amor de Dios, observa los preceptos
del Evangelio y renuncia a los placeres del mundo. Pero en el siglo IV esta idea
se hizo común. Devotae mentís serviius immaculata quotidianum martyrium
est, escribía San Jerónimo respecto a Paula. San Gregorio de Nacianzo vio a San
Atanasio en compañía de los patriarcas, de los profetas, de los apóstoles y de los
mártires, que han combatido por la verdad; y llama a San Basilio mártir, reunido
con los mártires, sus hermanos. Sulpicio Severo observa a propósito de San
Martín de Tours: Nam, licet ei ratio temporis non potuerit praestarc martyrium,
gloria tamen martyris non carebit, quia, voto et virtute, et potuit esse martyr et
voluit. Más aún, todo el mundo estaba entonces lleno de la fama y de los
prodigios de los primeros solitarios San Antonio, San Hilario y San Afraates.
Una muchedumbre continua venía no sólo de Egipto, sino de Palestina, de
Constantinopla y de las tierras más lejanas, para conocerlos, preguntarles,
admirarlos, El mismo emperador se encomendaba a las oraciones de San
Antonio. El aceite y el pan que Hilario había bendecido eran buscados
ávidamente como un remedio seguro contra todo mal.

Esta valoración nueva de algunos estados de vida religiosa, tan floreciente en


aquel tiempo — vírgenes, obispos, ascetas — que venía justamente a hacerse
popular en medio de la iglesia, debía necesariamente ejercer su influencia
también en el campo litúrgico. Si los obispos y los ascetas eran también mártires
de la paz, mártires no sin sangre, sino de voluntad y de penitencia, por qué su
tumba, al igual que la de los mártires antiguos, no debía ser venerada y su
nombre inscrito en el álbum festivo de las iglesias. Ha quedado testimonio de
esto en Orígenes hacia la mitad del siglo IV. San Jerónimo narra que San
Antonio (+ 358), morti próximas, sepulturam suam ignoto loco paran iussit, ne
Pergamius, qui in iis locis ditissimus erat, martyrium, idest, aediculam sacram,
super tumulum sumum fabricarel; prueba de que, para honor de ciertos
personajes muertos con fama dé gran santidad, se habían comenzado a erigir
capillas (martyria, memoriae), como hasta entonces se había hecho con los
mártires. Sozomeno refiere eme el cuerpo de San Hilarión (+ 371), poco después
de su muerte, fue trasladado de Chipre a su monasterio de Palestina, donde el
aniversario de este traslado llegó a ser fiesta popular, celebrada con máxima
pompa y con concurso enorme de pueblo a su sepulcro. Teodoreto recuerda a un
famoso anacoreta de Siria, Marcieno, al cual, todavía vivo, le fueron levantados
un gran número de oratorios. El asceta Teodosio fue transportado solemnemente
a la iglesia de Antioquía, dedicada a San Juliano, donde ya había sido sepultado
otro célebre solitario, Afraates. A la muerte de Marón, los países vecinos se
disputaron con las armas el cadáver, los vencedores lo depositaron en una
espléndida iglesia expresamente erigida, instituyendo una fiesta anual en su
honor.
Con los ascetas, también los obispos entraron en el culto litúrgico. En
Occidente, el papa San Silvestre (+ 337), San Martín de Tours (+ 398), San
Ambrosio de Milán (+ 397), San Eusebio de Vercelli (+ 371) y San Severo de
Rávena (+ 352) fueron ciertamente los primeros hallados en la recensión más
antigua del Martirologio jeronimiano, compilado, según Duchesne, en la
segunda mitad del siglo V. En África, parece ser que a San Agustín (+ 430),
inmediatamente después de su muerte, se le dio culto público, encontrándose
señalado en el calendario de Cartago. En Oriente, ya San Gregorio de Nisa (+
386) celebraba delante de su pueblo la memoria de San Efrén (+ 373), y San
Gregorio Nacianceno (+ 389), la de San Atanasio y de San Basilio. Se puede
afirmar que, a principios de siglo V, el culto de los mártires, integrado por el
culto de los santos confesores, era practicado, de manera más o menos amplia, en
todas las iglesias de la cristiandad.

Un desarrollo más firme y orgánico del culto de los santos comenzó en la Iglesia
al introducirse una fórmula de canonización de los santos por parte de la
Sede Apostólica. Como hemos dicho antes, no hay noticias, salvo en casos
excepcionales, de que en los primeros siglos los obispos hiciesen un exámen
previo para admitir un mártir al culto público. Pero después (s. X-Xl), o
porque se sintieron incapaces de resistir a ciertos impulsos poco iluminados de su
pueblo o porque quisiesen con el sello de la Santa Sede dar mayor brillo y
notoriedad a un santo más favorito, entró el uso de pedir al papa el
reconocimiento y la autorización de cada nuevo culto. Juan XV dio el primer
ejemplo de este procedimiento cuando en el sínodo de Roma del 993 canonizó
solemnemente al obispo Ulrico de Augsburgo.

El Culto de las Reliquias.

Entre las manifestaciones del culto de los santos tiene particular importancia en
la historia de la liturgia el culto de las reliquias. Este, aunque encuentra
analogías sorprendentes con modos y formas usadas en la antigvedad pagana,
tuvo exclusivamente origen en la idea de la gran dignidad del mártir y de la
profunda veneración en que era tenido por los fieles. El antes referido Martyrium
Polycarpí (156) nos trae el primer ejemplo y una prueba luminosa: Nos postea
ossa illius (Polycarpí) gemmis praetiosíssimis exquísitiora et super aurum
probatiora tollentes, ubi decebat, deposuímus. Quo etiam locí nobis, ut fieri
poterít, in exultatíone et gandió congregatis, Dominas praebebít natalem
martyrii eius diem celebrare... La veneración a las reliquias de los mártires
juzgaba como una gran fortuna el ser sepultado junto a sus tumbas. Los primeros
papas reposaron en el Vaticano junto al sepulcro de San Pedro. Son numerosos
los epitafios romanos que hablan de difuntos inhumados ad martyres, ínter
limina martyrum, ad sonetos, o bien junto a un mártir determinado. Paraoerunt
sibi locum ad Hipolytum, ad sanctum Cornelium, ad sanctum Petrum Apostolum.
Si muchos, sin embargo, ambicionaban este privilegio, muy pocos podían
obtenerlo: Merita accepit sepulchrum intra limina sanctorum — dice una
inscripción del 382 — quod multi cupiunt et vari accipiunt.

Los restos mortales de los mártires formaban la gloria más ambicionada de las
iglesias que los poseían, y aquellas que se veían privadas se tenían por
afortunadas al obtener una mínima parte. Como hemos indicado antes, esta febril
búsqueda de reliquias comienza en Oriente hacia la mitad del siglo IV. Las
grandes metrópolis — Antioquía, Alejandría, Constantinopla, Cesárea — y
las ciudades menores participaban con igual ardor. San Gaudencio de Brescia
(+ 410) visitó con este fin las principales iglesias de Oriente, volviendo con un
rico tesoro de reliquias, que distribuyó en parte entre obispos amigos, como
San Ambrosio, San Vitricio de Rúan, y en parte depositó en la iglesia de Brescia,
llamada precisamente Concilium Sanctorum.

La veneración por los cuerpos santos, agudizada particularmente con el


descubrimiento de los Santos Gervasio y Protasio, hecha per visum por San
Ambrosio en Milán (386), y más tarde de San Nazario y de los Santos Vital y
Agrícola, en Bolonia, hizo que nacieran también falsas revelaciones y
deplorables abusos. Un concilio africano del 401 reprueba enérgicamente
las memorias martyrum, levantadas aquí y allí en las zonas rurales teniendo
como fundamento pretendidos sueños y luces sobrenaturales: Nam quae per
somnia et per inanes reoelationes quorumlibet hominum ubique constituuntur
altaría omnimode reprobentur; y San Agustín denuncia a ciertos falsos
monjes circumeuntes provincias, nusquam missos, nusquam fixos, nusquam
stantes, nusquam sedentes, los cuales membra martyrum, si tamen martyrum,
venditant. También en Egipto parece que existieron estas sacrilegas
especulaciones. Schenoudi, monje egipcio de la mitad del siglo V, pone en
ridículo a algunos que afirmaban tener revelaciones sobrenaturales de
mártires escondidos y que veían huesos de mártires en cada tumba que
aparecía. "Quizá — decía él — no se han enterrado nunca más que mártires?"
Debieron también intervenir los poderes civiles. Humatum corpus — dice una ley
de Teodosio del 386 — nemo ad aiierum locum transferat; nemo martvrem
distrahat, nemo mercetur.

Por fortuna, la iglesia de Roma no tenía necesidad de tales amonestaciones.


Heredera del sagrado respeto a los cadáveres, propio de los antiguos romanos,
supo actuar torpemente contra la devoción indiscreta, que hubiera querido poner
las manos en los sepulcros de los mártires. San Gregorio Magno se hacía eco de
estas nobles tradiciones cuando a la emperatriz Constantina, que pedía caput
eiusdem Sancti Pauli aut alíud quid de corpore ipsius para ponerlo en la nueva
iglesia dedicada al Apóstol en Constantinopla, respondía: Cognoscat autem
tranquillissima Domina quia Romanis consuetud non esí, quando Sanctorum
reliquias dant, ut quidquam tangere praesumant de corpore. Sed tantummodo in
buxide brandeum mittitur, atque ad sacratissima corpora sanctorum
poniturf quod levatum, in ecclesia, quae est dedicando, debita cum veneratione
reconditur, et tantae per hoc ibidem virtutes fiunt ac si illic specialiter eorum
corpora deferantur. Las palabras de San Gregorio nos indican la clase de
reliquias que Roma solía distribuir. No eran nunca partículas, aunque pequeñas,
sacadas del cuerpo del mártir u objetos sepultados con él, sino simples reliquias
de contacto, es decir, pedacitos de lino o estopa (brandea, palliola,
sanctuaria) santificados mediante el contacto más o menos inmediato con el
sepulcro. Estos eran después cerrados en cofrecitos en forma de píxide, o bien en
cajas pequeñas (encolpia) de oro o de plata, que se llevaban colgadas al cuello
especialmente por los sacerdotes y los obispos. De este género eran también las
reliquias que se depositaban en la consagración de las iglesias, y que, por una
especie de ficción legal, se consideraban equivalentes al mismo cuerpo del
mártir. San Gregorio lo nota expresamente.

Por desgracia, la justa severidad impuesta por los papas en lo que respecta a las
reliquias no debía durar mucho tiempo. En Roma, como en otras partes, los
más ilustres sepulcros de los mártires y todos los cementerios estaban fuera de la
ciudad, y por esto singularmente expuestos a la irrupción y al saqueo de un
ejército invasor. En efecto, las hordas vandálicas de Alarico en el 410 y después
de Genserico en el 435 hicieron daños inmensos no sólo en la ciudad, sino, sobre
todo, en los santuarios suburbanos de los mártires. Más grande todavía fue la
ruina durante el asedio y el saqueo de los godos en el 545. Ecclesiae
et corpora sanctorum — dice el Líber pontificalis — extermínala sunt a Gothis.
El papa Vigilio, y sucesivamente Juan 111, Sergio I y Gregorio III, trabajaron
con celo para reparar los cementerios y mantener el ejercicio del culto, pero
apenas lo consiguieron. Las iglesias urbanas estaban demasiado cerca para los
fieles; la zona rural romana, desolada, poco segura, veía apenas a algún peregrino
aventurarse a buscar las catatumbas, que se habían convertido en refugios de
rebaños y de ladrones. El asedio de los longobardos en el 755 agravó de tal forma
la ruina, que Paulo I (767) se decidió a abrir los sepulcros de los mártires más
famosos y trasladar las reliquias a Roma, a la iglesia de San Silvestre in capite.
Dos grandes lápidas colocadas por él en el atrio de esta iglesia nos han
conservado los nombres; son más de 100. Más tarde hicieron lo mismo los papas
Pascual I, que en el 818 trasladó a Santa Práxedes más de 2.300 cuerpos de
mártires, y Sergio I y León IV (+ 855) los cuales depusieron en las iglesias de los
Santos Silvestre y Martín y de los Cuatro Santos Coronados muchos restos de
mártires dirutis in coemeteriis iacentia. Puede afirmarse que, en la segunda mitad
del siglo IX, las catacumbas habían sido ya despojadas de sus antiguas riquezas.

Estos grandiosos traslados de reliquias daban ocasión propicia a aquellos que,


como los pueblos de las Galias y Alemania, ambicionaban poseer cuerpos de
santos. En efecto, las peticiones llovían de todas partes, y Roma, quizá para unir
cada vez más a los diversos pueblos consigo misma, distribuyó con largueza
preciosas reliquias. En el 765, Paulo I daba a Crodegango de Metz los cuerpos de
los Santos Gorgonio, Nabor y Nazario; poco después, Alsacia tuvo los cuerpos de
San Vito, Hipólito y Alejandro; Zempten, San Giordano y San Epímaco;
Maguncia, San Cesáreo; Frisinga, San Alejandro y San Justino; Benevento, San
Mercurio; Magdeburgo, Santa Felicitas con dos hijos; Aquileya, San Marcos;
Salisburgo, San Hermes y San Vicente, etc.

El Culto de las Imágenes.

Se ha dicho muchas veces que el cristianismo primitivo se había declarado hostil


a toda representación humana, plástica o pictórica, sea por heredera de la
tradición judaica, la cual, especialmente en el tiempo de Jesús, se mostraba muy
severa sobre el particular, o por natural reacción contra la descarada idolatría
dominante. Se trata, por el contrario, de una leyenda que el estudio sistemático de
los monumentos primitivos, y en particular de las catacumbas romanas, ha
desmentido de lleno. Los artistas cristianos comenzaron muy pronto a retratar
sobre las bóvedas las paredes de los cementerios y de las domas ecclesiae, y a
veces también sobre los pavimentos, un complejo de obras figurativas: escenas
bíblicas y evangélicas, escenas litúrgicas, símbolos de Cristo, profetas, mártires,
la misma Madre de Dios con el divino Niño entre los brazos y hasta héroes
mitológicos interpretados en sentido cristiano. No se trata ciertamente de pinturas
delineadas con el fin de un culto litúrgico propiamente dicho, pero prueban que el
principio de la iconografía sagrada era amplia y pacíficamente admitido por la
Iglesia.

Este se desarrolló en una escala mucho más amplia cuando, después de la paz, la
Iglesia pudo respirar segura y disipar todo temor. Vemos que, bajo la orientación
de los obispos, los artistas crearon en las iglesias ciclos iconográficos
monumentales de carácter bíblico y litúrgico de extraordinario tamaño e
importancia con el fin primordial de hacerlos servir para la instrucción del
pueblo, conforme al dicho de San Gregorio: Quod legentibus scriptura, hoc
idiotis praestat pictura. San Agustín (PL 34, 1049; 42,446), San Jerónimo (In
lo. 4), San Nilo (Ep. 4,36), San Basilio (PG 31,488), Asterio de Amasia (+ 410)
y San Gregorio de Tours (PL 71,215) hablan de una costumbre general, y los de
Rávena, todavía en su lugar, son un admirable ejemplo. En San Apolinar el
Nuevo, a lo largo de las paredes de la nave central está representado el ciclo de la
vida y pasión de Cristo en relación con la liturgia cuaresmal; las dos series de
santos y santas en la zona inferior reproducen el conjunto de mártires invocados
en el canon de la misa. En San Vital encontramos un ciclo litúrgico único, con la
representación de los sacrificios bíblicos de Abel, Melquisedec y Abrahán sobre
las paredes a los lados del altar; del ángel dentro de un escudo, como hostia,
levantado por cuatro ángeles, en el presbiterio, y de las ofrendas con la patena y
con el cáliz hechas por San Justiniano y Teodora, en los cuadros históricos del
ábside.

Y mientras las escenas pictóricas de los ciclos didascálicos brillan sobre los
fondos de oro, las imágenes de Cristo, de la Virgen, de los apóstoles y de los
santos se multiplican en las concavidades absidales sobre el arco triunfal de la
iglesia, en las casas privadas, en las encrucijadas de los caminos y sobre otros mil
sitios. Los fieles les rezaban, las besaban con afecto, las guardaban como un
tesoro. Encendían delante luces, quemaban incienso, cantaban salmos y troparios.
Los Padres pregonaban la virtud taumatúrgica, parecida a la poseída por el
cuerpo mismo del santo. "Los santos — escribe San Juan Damasceno — estaban
llenos del espíritu de Dios, y aun, después de la muerte, esta fuerza divina no sólo
queda unida a su alma, sino que se comunica también a su cadáver, a su nombre,
a su santa imagen."

Hay que observar también que, a pesar de este movimiento de simpatía hacia las
sagradas imágenes, una corriente rigurosa hizo en todo tiempo oír contra ellas
alguna voz de protesta. El canon 26 del famoso concilio de Elvira (304) prohibe
que sea pintado sobre los muros todo lo que forma el objeto del culto y de la
adoración. Eusebio tacha de "pagano" el hecho de haber levantado estatuas a
Cristo y a los apóstoles Pedro y Pablo. San Epifanio de Salamina, según cuenta
San Jerónimo, arrebató una tela preciosa porque llevaba la imagen de Cristo. En
Marsella, en el 599, el obispo Severo ordenó la destrucción de todas las
estatuas sagradas de la ciudad, razón por la cual San Gregorio Magno no le
ahorró una precisa desaprobación: Et quidem, quia eas adorare vetuisses omnino
laudavimus; fregisse vero, reprehendimus. Las palabras de San Gregorio dejan
suponer que este primer rayo iconoclasta fue motivado por un exceso en el culto
hacia las imágenes; alguno quizá las adoraba. Es cierto, en efecto, que los abusos
(consecuencia de una mentalidad todavía pagana) tenían lugar no sólo en las
Galias, sino también en otras partes. Una carta del emperador Miguel II (820-29)
a Ludo vico Pío denuncia una serie de desórdenes, verdaderos o presuntos, a este
respecto. Alguno adornaba la estatua del santo favorito y la llamaba a hacer de
padrino de sus propios hijos; otros, en la toma de hábito monacal, en vez de
coger en las manos la tonsura de los propios cabellos, los ponían en las del santo;
algunos sacerdotes además usaban hasta el mezclar las raspaduras de las
imágenes con la hostia y el vino consagrado, y hacían un sacrilego comercio.
Pero la persecución iconoclasta desencadenada en Oriente en el 725 por León III
Isáurico no fue motivada, según nos consta, por particulares abusos en el culto de
las imágenes, sino por los falsos conceptos aprendidos por el monarca en la
familiaridad con los judíos, paulicianos y mahometanos y por un fanático celo de
reforma, que él creyó deber introducir en la Iglesia. Su sucesor Constantino V
Coprónimo le siguió en el mal camino, más aún, agravó ulteriormente la
situación, condenando con las imágenes también las reliquias de los
santos. No es éste el lugar de narrar todas las alternativas de la sangrienta lucha
iconoclasta, que por más de un siglo turbó profundamente el Oriente y el
Occidente, pero terminó con el triunfo de la ortodoxia, propugnada
corajudamente por los doctores iconófilos, como San Germán de Constantinopla
y San Juan Damasceno, y claramente definida en el concilio II de Nicea (787).
Diremos solamente que de ella sacó una calificación y adquirió un lógico
desenvolvimiento la doctrina genuina de la Iglesia acerca del culto de las
imágenes. El concilio lo declara en estos términos: "Las representaciones de la
cruz, como también las santas imágenes, sean pintadas o esculpidas o
reproducidas de cualquier manera, deben colocarse sobre las paredes de las
iglesias, sobre los vasos, sobre los hábitos, a lo largo de los caminos. Fijando
estas imágenes, el fiel se acordará de aquel que ellas representan, se estimulará a
imitarlo y se sentirá estimulado a tributarles respeto y veneración, sin atribuir por
eso a ellos un culto latréutico verdadero y propio, que corresponde solamente a
Dios; pero los podrá venerar ofreciéndoles incienso y luces, como se suele hacer
con la imagen de la cruz y con los santos Evangelios. Esta era la piadosa
costumbre de los antiguos, ya que el honor dado a una imagen va a aquel que ella
representa, y quien venera a una imagen intenta venerar la persona allí
representada."

El Culto de los Ángeles: San Miguel.

La mención tan frecuente y honorífica que la Sagrada Escritura hace de estos


espíritus poderosos y misteriosos, debió procurar en seguida un sentimiento de
veneración en los fieles. San Justino alude expresamente a ello cuando, para
probar que los cristianos no son ateos, alega el culto que ellos tributan a la
Trinidad y al bonorum Angelorum exercitum. Más aún: sobre este punto, en
algunas comunidades judaizantes del Asia Menor debían merodear teorías y
prácticas sospechosas, contra las cuales ponía en guardia, en sus tiempos, San
Pablo. Más tarde, Orígenes, mientras deja entender que algunos exageraban en el
honor hacia los ángeles, estimándolos como a otros dioses, sintetiza así el culto
que a ellos se tributaba en la Iglesia: Laudamus eos quidem et beatos
praedicamus, quibus a Deo res nostro generi útiles commissae sunt; sed
honorem Deo debitum Ulis non habemus.
Los errores contra los cuales clamaba Orígenes tenían su centro en Frigia. En
efecto, parece que allí el culto de los ángeles tuvo el carácter de una verdadera
adoración, expresada con ritos y fiestas gentiles, condenadas más tarde por el
concilio de Laodicea (c.35). Sus autores se justificaban diciendo que, en la
imposibilidad de ver y de llegar al Dios del universo, era preciso acapararse la
benevolencia de los ángeles que la devoción primitiva hacia los ángeles
buenos fue motivada principalmente también por tradición judía, por la
persuasión de asegurarse la eficaz tutela contra los espíritus malvados paganos,
que se creía maquinaban toda clase de insidias contra los fieles. Por esto, Dios les
había confiado a ellos, según la palabra de Cristo. Dependiente de esto, él les
había confiado a ellos todos los elementos de la naturaleza: la tierra, las aguas, el
cielo, y además todo el pueblo, todas las iglesias, todas las ciudades. No
debemos, sin embargo, creer que esta devoción a los ángeles constituyese un
verdadero culto litúrgico; era más bien una corriente de piedad popular. Esta se
mantuvo siempre bastante viva también, a través del Medievo, especialmente en
ciertas fórmulas de conjuros y de exorcismos, las cuales frecuentemente en los
libros rituales asociaban al nombre de los tres ángeles recordados en la Escritura,
Miguel, Rafael y Gabriel, otros nombres de ángeles, derivados probablemente del
libro apócrifo de Enoc.

En San Miguel Arcángel parece que se individualizó el primer culto de la


Iglesia hacia los ángeles. Pero, parece extraño el decirlo, en él, el campeón de
Dios, que había triunfado de Satanás, que había combatido por el cuerpo de
Moisés y por defender a la mujer del Apocalipsis, los fieles no vieron al patrono
de los cristianos guerreros, sino al médico celestial de las enfermedades humanas.
Antiguas leyendas narraban que desde el siglo I, en Frigia, San Miguel se había
aparecido en Cheretopa, junto a Colosas, haciendo brotar una fuente milagrosa
que curaba toda enfermedad. En el siglo IV, en Frigia, centro de su culto, había
otro santuario famoso junto a Kone, donde el agua que brota de una roca, abierta,
según se decía, por San Miguel, estaba dotada de eminentes virtudes curativas.
Sozomeno narra además que se hacía remontar al tiempo de Constantino el
santuario de Sosthenion, junto a Bizancio, dedicado a San Miguel (Michaelion),
frecuentadísimo por las muchedumbres principalmente con ocasión de la fiesta,
que se celebraba el 9 de junio. Por lo demás, todo el Oriente estaba lleno de
iglesias dedicadas al santo arcángel. En la sola ciudad de Constantinopla se
contaban quince. En Egipto, según nos atestigua Dídimo, eran numerosos, tanto
en la ciudad como en los camoos, los oratorios dedicados a San Miguel, ricos en
oro, plata y marfil; y la gente venía desde lejos, aun a través de los mares, para
asegurarse en aquellos santuarios la benevolencia del gran arcángel y, por su
medio, la gracia de Dios. La Iglesia de Alejandría había puesto bajo su
protección el Nilo, y celebraba su conmemoración con mucha solemnidad el 12
de junio, la época en la cual el río comenzaba a crecer.

En Occidente, y particularmente en Italia, el culto de San Miguel a principios del


siglo V estaba también bastante difundido. Existían iglesias dedicadas a él en
Espoleto, Rávena, Perugia, Piacenza, Genova y Milán. En Roma, el
sacramentario leoniano, el 30 de septiembre, bajo el título átale basilicae S
Angelí in Salaria, contiene cinco formularios de misa, tres de los cuales en el
prefacio se refieren a la dedicación de la iglesia indicada en honor de San Miguel,
situada en la vía Salaria, a seis millas al norte de la ciudad. El gelasiano y el
gregoriano tienen, a su vez, una Dedicatio basilicae S. Michaelis, pero sin la
añadidura in via Salaria, y la colocan el 29 de septiembre. Duchesne opina que
es la misma del leoniano; Kelner, por el contrario, conjetura que se trata de la
iglesia de San Misuel, en Sajonia, restaurada por el papa Símaco (498-514),
ahora con el título de San Miguel el Magno; fue esta fecha del 29 de septiembre
la que de aniversario de dedicación se transformó después en la actual misa de
San Miguel y se esparció por todos los países occidentales.

La otra fiesta en honor del santo arcángel, que la Iglesia latina celebra el 8 de
mayo, fue instituida en un principio para recordar la victoria naval obtenida por
intercesión del santo arcángel sobre los longobardos de Sipanto (Manfredonia) el
8 de mayo del 663. En una fecha semejante, el 8 de mayo del 492 ó 494, se decía
todavía, según una narración mezclada con leyenda, que San Miguel se apareció
en una caverna del monte Gárgano, en Manfredonia. El santuario edificado allí
en su honor adquirió en seguida gran fama y llegó a ser centro activo de
irradiación de su culto en Italia del Sur y además en Lombardía, a través del
régimen de los longobardos, entonces dueños del ducado de Benevento. A
imitación del santuario garganense y con una leyenda parecida fue fundado en
709, en San Miguel, de Normandía, otro célebre santuario, que difundió en todo
el Occidente y en el septentrión de Europa el culto al santo arcángel.

La liturgia romana atribuye a San Miguel una doble función:

a) La de ser guía de las almas al cielo. Era una opinión común en las religiones
paganas que el alma era conducida hacia su morada en la otra vida por un
conductor de los muertos. Y ya que éste debía haber recibido de Dios la misión
de llevarle las almas, tenía también el nombre de ángel. Estos ángeles
psicopuentes eran fácilmente mezclados con los genios de los vientos, porque
escoltaban a las almas a través del aire. También el judaismo helénico participaba
de estas ideas. Los rabinos enseñaban que pueden ser introducidos en el cielo
solamente aquellos cuya alma es llevada por los ángeles. Jesús mismo, por lo
demás, C no había dicho en la parábola del epulón que habían sido los ángeles
los que llevaron el alma de Lázaro al seno de Abrahán? Ahora, entre todos los
ángeles, San Miguel era el psicopuente más importante; había sido él, al decir de
San Gregorio de Tours, el que había presentado a Dios las almas de Adán y Eva
y aun la de San José y de María Santísima. He aquí por qué la creencia en los
ángeles conductores de las almas fue en seguida acogida en la Iglesia y fijada en
vetustos textos epigráficos y litúrgicos. Uno de éstos, contenido en el Ant. ad
offeri. de la misa de los difuntos, se refiere precisamente a San Miguel: Signifer
sanetus Michael repraesentet ets (se. animas) in lucem sanctam. Otros textos
con el mismo significado se encuentran en el oficio y en el ritual, pero son de
creación posterior.

En relación con este encargo confiado por Dios a San Miguel existe una escena,
ya atribuida por los antiguos a Mercurio y figurada sobre los monumentos
clásicos, que se encuentra frecuentemente en los ciclos iconográficos medievales:
el peso de las almas. El arcángel es representado con una balanza en las manos;
en uno de los platillos es puesta el alma bajo la figura de un niño desnudo;
mientras el otro platillo, que se supone que contiene el peso moral de sus malas
obras, es solicitado por el diablo para que la balanza se incline de su parte.

b) La de defensor del pueblo cristiano. Los textos litúrgicos se inspiran gustosos
en la Escritura, que designa a San Miguel como jefe de las milicias angélicas, las
cuales combaten a Satanás, el enemigo de Dios y de su pueblo, y lo invocan para
que defienda a la Iglesia en sus luchas, y a las almas en las estrecheces de la
muerte en del juicio: Michael Archangele, veni in adiutorium populo
Dei (1.a ant., 2.° noct.); Sánete Michael Archangele, defende nos in praelio, ut
non pereamus in tremendo indicio (vers. del Aleluia en la misa). La tradición
cristiana ha elegido por esto a San Miguel como patrono de las ciudades. de las
provincias y de los reinos católicos; llevaba sus estandartes en primera fila en las
batallas; ha puesto su estatua en las ciudadelas, como el castillo del Santo Ángel,
en Roma, y lo ha representado con preferencia vestido de guerrero, cubierto con
coraza, con la espada en la mano, mientras aterra al dragón infernal, que se
agazapa vencido a sus pies.

Las místicas visiones de Isaías y las de San Juan en el Apocalipsis, que aluden
frecuentemente a una liturgia celestial, es decir, a un templo, a un altar de
oro erigido delante del trono de Dios y a un ángel oficiante con un incensario
de oro, han dado motivo para ver en él a San Miguel. La oración Supplices, el
canon romano y la fórmula todavía en uso en la bendición del incienso parecen
confirmarlo. La leyenda se apoderó de la idea, e inventó la creencía de que San
Miguel cada lunes celebra en el cielo la misa. Por eso en Verona y en la alta Italia
durante el siglo X se iba el lunes a la iglesia de San Miguel ad portam para oír
allí la misa, que se creía rica de especiales virtudes. Raterio de Verona
(1976), que recuerda tan extrañas supersticiones, las ridiculizaba,
diciendo: Secunda, inquiunt, feria Michael Archangelus Deo missam celebrat. O
coeca dementia! Quae tibí enim videtur causa, quae apud nos primam vel
secundam. facit feriam? nonne solis ortus et eius accubitus? Et quis est alius sol
in cáelo nisi sol iustitiae?... Et in quali templo canit S. Michael missam, cum
lohannes in Apocalypsi dicat: Templum non vidit in ea? No obstante, la leyenda
ha dejado una señal en la liturgia medieval, porque, en la serie de las misas
votivas semanales, la del lunes estaba generalmente dedicada a San Miguel, jefe
de las milicias celestiales.

Finalmente, no hay que olvidar que la fiesta litúrgica del 29 de septiembre mira a
honrar a San Miguel no sólo individualmente, sino de una manera especial como
cabeza y representante de todas las legiones angélicas. Los textos más antiguos
de la misa y, en manera más reducida, los del oficio expresan este carácter
colectivo que se dirige globalmente a los ángeles, comenzando con la oración
Deus, qui miro ordine, compuesta muy probablemente por San Gregorio Magno.
Los dos himnos del oficio Te sfrlendor y Christe sanctorum son atribuidos a
Rábano Mauro, de Fulda (+ 856).

San Juan Bautista.

Los sucesos prodigiosos verificados en el nacimiento de San Juan Bautista, su


dignidad de profeta del Altísimo, de ángel precursor; la proclamación de su
eminentísima santidad, hecha por el mismo Jesucristo; su glorioso martirio, lo
hacían acreedor, sin duda, a la veneración de toda la Iglesia. En efecto, su culto, a
diferencia de los otros, estrictamente locales, se nos presenta desde el siglo IV
con carácter universal. Constantino le dedica una basílica en Ostia, Albano.
Constantinopla y el famoso baptisterio lateranense, que sucesivamente dio el
nombre a la vecina basílica del Salvador y a la mayor parte de los baptisterios
antiguos. Al final del siglo IV se encuentran señales de su culto en Siracusa y en
Turín, en Campania, en Egipto, en África y en Palestina, donde en Sebaste eran
veneradas sus reliquias, dispersas después baio Juliano el Apóstata.

Su fecha festiva más antigua que nosotros conocemos es la del 24 de junio,


atestiguada por numerosos sermones de San Agustín: Solos dúos natales celebrat
Ecclesia, huius et Christi, e instituida, según se observa desde hacía
tiempo, maiorum traditione accqpia. Pero, como justamente opina Duchesne, en
un principio debió de existir primero otra fiesta, fijada en enero, en relación con
el bautismo del Señor (Epifanía). El uso armeno nestoriano y el bizantino, como
también el acróstico del papiro litúrgico de Fajium (s.IV), señalado con la fecha
del 5 de enero, podría servir de prueba.
Ya que, según las palabras del ángel a María, el nacimiento del Bautista precedió
en seis meses al de Jesús, no hay duda de que la fecha del 24 de junio haya sido
instituida después y en relación con la de la Navidad de Cristo. Efectivamente, la
fiesta natalicia, cayendo el 25 de diciembre, habría hecho poner la de San Juan el
25 de junio; pero porque Navidad en la fecha latina era VIII Kal.
lanuarii, análogamente se fijó el nacimiento de San Juan en el VIII Kal.
lulii, que corresponde al 24 de junio, porque este mes, a diferencia de diciembre,
tiene sólo treinta días.

El culto del Precursor en Roma y en Occidente adquirió en seguida importancia


extraordinaria. En la ciudad se contaban por lo menos veinte iglesias dedicadas a
él; veintiséis papas tomaron su nombre. En las Galias, su fiesta estaba
precedida de dos semanas de ayuno, como en Oriente; y en el 505, el concilio
de Agde la equiparaba, como única entre las fiestas de los santos, a la de Pascua
y a la de Pentecostés. El sacramentario leoniano contiene para este día cinco
misas; la primera, para la vigilia, con ayuno, exhibentes solemne ieiunium, dice
el prefacio; la segunda y la cuarta, para la fiesta; la tercera, titulada ad
Fontem, para la sinaxis, que debía celebrarse en el baptisterio; era, en suma, un
día polilitúrgico, a semejanza de Navidad; la Navidad del verano. El uso de
cantar este día más de una misa duró mucho tiempo en la Iglesia latina,
probablemente hasta fines del siglo XI. El gregoriano tiene tres, comprendida la
vigilia, que en el alto Medievo debía decirse al atardecer, al cerrarse el solemne
ayuno. La segunda tenía lugar de nocte, después del canto del doble oficio
matutino; la tercera, en el día. Era una feliz imitación de la análoga costumbre
natalicia, que Alcuino interpretaba así: Tres missae celebrantur in festivitate S.
loannis, quia tribus insignibus triumphis excellenter refulsit, officio Praecursori,
baptistae ministerio, et quia Nazaraeus ex útero matris remansit.

Esta solemnidad, acompañada por todas partes de usos populares a veces también
supersticiosos, se mantiene casi inalterada hasta nuestros días. Dejó de ser fiesta
de precepto con la reforma introducida por el Código Canónico. Los signos
sáficos asignados por el breviario a esta fecha son del monje casinense Pablo
Diácono (+ 799), historiador muy conocido del siglo VIII, el cual los compuso en
honor del Bautista, titular de la iglesia de Montecasino. Añade después la leyenda
que un Sábado Santo, mientras él se preparaba a cantar el Exultet, se vio
aquejado de afonía, y compuso aquellos versos en la esperanza de que se
renovase en él el prodigio que se cumplió en el padre de San Juan Bautista. De
estos signos, más tarde, Guido de Arezzo (+ 1050) fue el primero que derivó los
nombres de las notas musicales:

Ut queant Ickvis — Resonare fibris Mira gestorum — FamwZi tuorum, Solve


polluti — LaZm reatwm, Sánete lohannes.
Iíes pascha vero Natale Domini, Epiphaniam, Ascensionem Domini, Pentecosten
et Natalem S. loannis Baptistae, vel si qui?naximi dies in festivitatibus
haoeantur... (en. 22).

La Iglesia latina celebra el 29 de agosto otra fiesta en honor del Bautista, la


Degollación o, como nota el gelasiano, la Passio. Es imposible decir si es éste el
día aniversario de su martirio. El Venerable Beda creía que la fecha del 29
recordaba la invención de la cabeza del Precursor, que tuvo lugar en Cosilao,
junto a Calcedonia, poco antes del 391; pero, por el contrario, es el aniversario de
la dedicación de una iglesia en Sebaste, la antigua Samaría, hacia la mitad del
siglo IV, en la cual se veneraba la tumba del Precursor y la del profeta Elias. La
fiesta no era conocida por San Agustín, pero se encuentra celebrada en las Galias
y en España en el siglo V; falta en el sacramentarlo leoniano, pero se encuentra
en el gelasiano.

Algunos antiguos calendarios orientales recuerdan una tercera fiesta del Bautista,
la de su concepción, la cual en un tiempo fue también admitida en Nápoles,
España e Inglaterra. Hoy ha quedado solamente en el calendario de la Iglesia
bizantina, el 23 de septiembre.

San José.

198. Es ciertamente muy extraño que el culto de San José, el esposo de María y
el padre de Jesús, el vir iustus recordado varias veces en el Evangelio, no se haya
introducido en la Iglesia más que en época muy tardía. En Oriente, su nombre
se encuentra, en primer lugar, en algunos calendarios coptos de los siglos
VIII-IX señalado el 20 de julio, y algún tiempo después, en el Menologio de
Basilio el Joven (s.X) asociado al nombre de los Magos y puesto el 25 de
diciembre, y fue alli que en torno a esta fecha, 25 ó 26 de diciembre, se celebrase
una fiesta en honor de San José, del rey David y de Santiago, frater Domini, en
algunas iglesias bizantinas, o al menos una conmemoración litúrgica, se
deduce claramente de los himnos acrósticos compuestos por el himnógrafo José
de Siracusa, llamado Melode, que floreció en Bizancio en el siglo IX, elegido
como relator de la Iglesia griega por el patriarca San Ignacio y venerado también
él como santo. En Occidente, San José es ciertamente objeto de las alabanzas
admirables de los Santos Padres, su figura domina en los apócrifos más antiguos,
pero no aparece ninguna señal de culto litúrgico; su nombre entra en los libros
rituales justamente en el siglo X. El martirologio de Fulda (s.X) lo reseña el 19
de marzo bajo la rúbrica In Bethleem sancti loseph, pero se trata de un libro de
carácter privado.
Para encontrar las primeras alusiones a un culto público es preciso descender
hasta el siglo XI. Sabemos que los cruzados habían edificado en Nazaret, si no
existía ya en formas más modestas, una gran basílica dedicada a San José sobre
el lugar donde la tradición local indicaba su casa y su taller de carpintero. Los
cimientos de la iglesia han sido encontrados hace pocos años.

En estos últimos años, algunos miembros del clero y del episcopado han pedido
repetidamente a la Santa Sede que eleve a San José al primer rango litúrgico de
honor, hasta ahora reservado, después de la Virgen, a San Juan Bautista,
introduciendo su nombre en el canon, Conífeor, letanía y en todas las
conmemoraciones; pero la Santa Sede no ha creído oportuno hasta hoy el derogar
la tradición. A este respecto ayuda referir algunas atinadas observaciones del
cardenal Schuster.

Pero hoy, que la devoción al patriarca San José ha irradiado tanta luz sobre su
figura, es más fácil el resolver la cuestión en el sentido ya aludido por la liturgia,
cuando anteponía José al coro de los apóstoles. Del contexto del Evangelio
aparece que el primado concedido a Juan se refiere a su misión profética y
mesiánica. El es el vértice de la pirámide de los patriarcas, de los profetas y de
los santos que anuncian y preparan el Nuevo Testamento. Como Juan los
sobrepuja a todos en dignidad, así los supera también en santidad, ya que fue
santificado en el mismo seno materno.

San José, por el contrario, forma parte de otro sistema y de otro cuadro. El no
entra, por decirlo así, a formar parte de la teoría de los patriarcas que se mueve en
torno al Mesías, no tiene una misión profética al servicio de Cristo; pero, en
cambio, entra en el mismo plano de su santa encarnación como el verdadero
esposo de María y el depositario, en nombre del Eterno Padre, de la patria
potestad sobre el Niño Jesús. Y es José, el hijo de David, el que con su
matrimonio virginal con María introduce y presenta dignamente al mundo a Jesús
como el legítimo heredero de las promesas mesiánicas, hechas precisamente a
David y a Abrahán.

La trascendencia de María y de José no menoscaba, por tanto, nada la gloria de


Juan, proclamado por el Redentor como el más grande entre todos los profetas
nacidos de mujer. De donde también la sagrada liturgia, tanto sobre la cuna del
Precursor como en la prisión de Maqueronte, entona en su alabanza los propios
cantos triunfales."

La Fiesta de Todos los Santos.


La idea de una conmemoración litúrgica colectiva de todos los santos
mártires (ya que la Iglesia antigua sólo a éstos tributaba culto) nació y se
concretó primeramente en Oriente. En Antioquía esta fiesta se celebraba en la
primera dominica de Pentecostés, es decir, al final del tiempo pascual; y San
Juan Crisóstomo nos ha dejado un "panegírico de todos los santos mártires
martirizados en todo el mundo," pronunciado precisamente siete días después de
la solemnidad de Pentecostés. En cambio, en Edesa, como ha demostrado
Bickell, tenía lugar una fiesta análoga el 13 de mayo. Finalmente, la Siria
oriental ya en el 411 hacía memoria de todos los mártires el viernes infraoctava
de Pascua.

Esta triple tradición oriental encontró en seguida eco también en Occidente. El


más antigqo leccionario romano, el de Wurzburgo, que refleja el uso litúrgico del
siglo VI, contiene en la dominica primera después de Pentecostés la
indicación Dom. in nat. sanctorum, con la perícopa del
Apocalipsis... et ecce turba magna quam dinumerare,.., y el viernes de la octava
de Pascua, la estación ad sta Maña martyra. Queda la fecha del 13 de mayo, la
cual, si bien se aceptó la última, prevaleció en seguida sobre las otras. Esta, por la
influencia de las comunidades ítalogriegas, fue escogida por el papa Bonifacio IV
para realizar en el 609 la dedicación del Panteón. Este magnífico edificio,
levantado por Agripa (+ 12 a.C.) en honor de Júpiter vengador, había sido
cerrado al culto desde el siglo V. El pontífice, obtenido el permiso del emperador
Foca, depositó en él numerosas reliquias de mártires, y el 13 de mayo del 609 lo
consagró basílica cristiana, en honor de María Virgen y de todos los mártires, con
el nombre de S. María ad Maríures. El recuerdo de esta solemne dedicación se
celebraba cada año con concurso extraordinario de peregrinos. El papa mismo
cantaba la misa estacional, durante la cual, desde lo alto del lucernario abierto en
la cúpula majestuosa, se hacía llover dentro del templo una nube de flores y de
pétalos de rosa, que descendían sobre los fieles. Era la "rosario" o fiesta de las
rosas, tan querida por los romanos.

Un nuevo impulso en Roma, no sólo al culto de los mártires, sino también al de


todos los santos en general, lo dio Gregorio III en el 741 con la fundación en San
Pedro de un oratorio dedicado in honorem Salvatoris, sanctae Del genitricis
semperque virginis Mariae dominae nostrae, sanctorumque apostolorum,
martyrum quoque et confessorum Christi, fierfectorum iustorum, en el cual los
monjes basilicarios debían celebrar cada día las vigilias, y los presbyteri
hebdomadarii, missarum solemnia. Sino que cien años después, en 835, Gregorio
IV, como lo atestigua el escritor contemporáneo Adón (+ 874), presionaba sobre
Ludovico Pío para que con un decreto real ordenase la celebración, en sus
estados, de la fiesta de Todos los Santos con la fecha de 1.° de noviembre.
Excurso II.
El Año Litúrgico Ambrosiano.
Las Fuentes.

Las fuentes para el estudio de un año litúrgico ambrosiano no son, en general,


anteriores a los siglos IX-X, la época más antigua a que se remontan los
manuscritos, Noticias parciales, sin embargo, se encuentran también en los siglos
precedentes. Los escritos de San Ambrosio nos dan buenos indicios para su
época. Notamos al propósito los estudios de Magistretti y los más recientes y
críticos de Paredi y de Frank.

Se remontaría al siglo V, según Paredi, el número de prefacios genuinos del


misal ambrosiano, cuya redacción él atribuye a San Eusebio, arzobispo de Milán
en aquella época. Estos prefacios, por tanto, serían testimonios de las fiestas para
las cuales fueron redactados; si no todos se remontan a aquella época, se pueden,
sin embargo, considerar como muy antiguos.

El Martirologio jeronimiano, en sus notas muchas veces confusas y equivocadas,


nos da noticias para una época casi idéntica. Las notas milanesas contenidas allí
fueron ilustradas por Savio, Lanzón y Delehaye. Son relativas al santoral.

Para el siglo VII tenemos el Capitulare Epistolarum S. Pauli (Ms. Reginense 9


de la Vaticana), editado por Tommasi, por Giorgi y por Quentin, de cuya edición
lo reeditó Leclercq. Sería de grandísima importancia este documento si su
genuinidad ambrosiana no fuese sospechosa. La duda sobre ella fue ya expresada
por Morin, y se funda en la diversidad total de los textos entre este manuscrito y
los otros seguramente ambrosianos. Es verdad que de este testimonio a los
primeros códices ambrosianos va un espacio de tiempo de cerca de tres siglos;
intervalo en el cual se habría podido operar una reforma del epistolario,
especialmente en la época carolingia, época de reformas y de retoques, a los
cuales no escapó en gran parte ni siquiera el rito ambrosiano; pero entonces las
modificaciones habrían debido llevar a una uniformidad con los libros romanos,
que es, por el contrario, muy débil; pero aquí nos encontrarnos sólo en el campo
de la hipótesis. De todos modos, tal documento, si no representa el genuino uso
ambrosiano del siglo VII, es, sin embargo, testigo de un uso muy semejante y
emparentado con el ambrosiano y podrá servir, al menos, como fuente secundaria
de consulta.
Viniendo después a los primeros manuscritos litúrgicos ambrosianos, el más
importante, sin duda, para los efectos del año litúrgico es el Capitulare
Evangeliorum, de Busto Arsizio, manuscrito de los siglos X-XI, pero que
representa un tipo litúrgico anterior a los influjos de la reforma carolingia, como
demuestra la ausencia en él de fiestas características para los gelasianos del siglo
VIII.

También es importantísimo un evangeliario con epistolario ambrosiano, Ms. A.


28 Inf. de la Ambrosiana, de los siglos IX-X, con alguna fiesta más que el
capitular, pero siempre menos que los misales y manuales.

Los misales ambrosianos no son anteriores a los siglos IX-X y denotan fuertes
influios de los libros romano-carolingios, especialmente de los sacramentarlos
del siglo VIII. Baumstark hubiese querido que el misal ambrosiano fuese una de
las fuentes de los gelasianos del siglo VIII, sacando de él algunas fiestas y sus
formularios relativos. Pero eminentes liturgistas, como Molhberg y Andrieu, han
demostrado la tesis opuesta, indicando los puntos en los cuales el redactor
ambrosiano ha fallado, copiando inoportunamente de los gelasianos del siglo
VIII, y la comparación del capitular de Busto con los misales ambrosianos, con la
ausencia en el primero de fiestas contenidas en los segundos, fiestas propias de
los gelasianos del siglo VIII, ha confirmado definitivamente esta tesis. Esto tiene
gran importancia para la demostración de la tardía introducción en el calendario
ambrosiano de algunas fiestas, especialmente de la Santa Cruz, de la Virgen y de
algunos santos, principalmente de apóstoles.

Otras fuentes son los manuales, que son una mezcla de salterio, calendario,
antifonario y oracional tanto para la misa como para el oficio; también aquí la
época del manuscrito no es anterior a la de los misales.

El Breviario.
Parte 1. La Historia.
1. Preliminares.
La Oración Pública en los Tres Primeros Siglos.

Las primeras señales ciertas de una oración pública específicamente cristiana se


encuentran en los Hechos (2:42), cuando se dice que aquellos fieles que se
habían adherido a las palabras de San Pedro y habían recibido el bautismo erant
perseverantes in doctrina apostolorum et communicatione fractionis panis et
orationibus; es decir, como se expresa mejor el texto griego, eran asiduos en el
aprender la doctrina de los apóstoles y mantener la unión fraterna entre ellos,
participar en la fracción del pan (eucaristía) y en las oraciones en común. ¿Qué
oraciones? Es difícil precisar la índole y la relación; si en relación a la Fractio
panis o independientemente de ella, como parece más probable.

Separándose poco a poco la Iglesia del judaísmo y habiendo penetrado en el


mundo grecoromano, encontramos la primera incipiente organización eucológica,
constituida preferentemente por el oficio nocturno de las vigilias: en primer
lugar, las dominicales; después, las estacionales y las cementeriales, las cuales
durante más de tres siglos, es decir, hasta el advenimiento de la paz, representan,
junto con la misa, la expresión pública y oficial de la oración de la Iglesia. Pero
junto a ellas vemos que los fieles tienen otras oraciones (orationes
legitimae), fijadas generalmente en la mañana y en la tarde; pero éstas, aunque
calurosamente recomendadas, no tienen todavía carácter oficial reconocido.

Se delinea, además, desde el principio la tendencia en algunos de consagrar a la


oración ciertos mementos determinados del día y de la noche (oraciones
apostólicas), los cuales durante el siglo IV serán reconocidos y organizados
oficialmente por la Iglesia.

En este capítulo comenzamos, por tanto, a tratar de estos primitivos elementos


eucológicos; y principalmente:

a) de las vigilias;

b) de las oraciones legitimas y apostólicas.

Las Vigilias.

La vigilia o vela dominical ha sido la célula primordial del oficio divino.


Originada como preludio de la celebración del ágape eucarístico, iniciada la tarde
del sábado judaico y prolongada durante buena parte de la noche siguiente,
constituyó la primera solemnidad del culto cristiano Los Hechos de los Apóstoles
recuerdan la vela nocturna que tuvo lugar en Tróade con San Pablo (20:7),
análoga quizá a la celebrada en casa de María, madre de Marcos, la noche en la
cual Pedro fue liberado de la cárcel.

Podremos preguntarnos si los apóstoles al instituirla se inspiraron en algún


modelo o bien pretendieron dar vida a una ceremonia original. Batiffol creyó
indicar el motivo en la parusía, es decir, la idea de que Cristo habría vuelto a
juzgar el mundo a la media noche de panuquia pascual, la vela, que San Agustín
llama (da madre y el tipo de todas las vigilias." Esta se habría repetido después en
la noche de cada dominica (Pascua hebdomadaria). Pero tal hipótesis no es
sufragada por ningún texto antiguo; más aún, sería más exacto decir que fue la
vigilia dominical hebdomadaria la que hizo celebrar cada año, en su aniversario,
la fecha gloriosa de la Pascua. Otros descubrieron una derivación,
los sacra nocturna, usadas en las religiones mistéricas; pero se trata, si acaso, de
una simple analogía y no más, porque los apóstoles estaban ciertamente
ignorantes de tales prácticas cuando la introdujeron. Otros hacen de ellas una
continuación de la costumbre hebrea de hacer preceder ciertas grandes
solemnidades de una vigilia nocturna; y esto puede presentar cierto fondo de
verosimilitud. Más probablemente, la vela dominical se ha derivado del servicio
litúrgico de las sinagogas, y se ha fijado después establemente por
consideraciones religiosas, sobre todo la conmemoración semanal de la
resurrección de Cristo y el pensamiento, dominante en aquella primerísima
época cristiana, de que el Señor habría resucitado ciertamente en el corazón
de la noche. La celebración de la Fractio panis, la cual en un principio, como es
conocido, era asociada a un ágape de la tarde, exigía un espacio más bien largo
de tiempo, que necesariamente debía extenderse a toda o a casi toda la noche.

Pero en seguida, y ya desde el principio del siglo II, la panuquia dominical, que
innegablemente constituía un grave incómodo para los fieles, vino a separarse; no
comienza ya al principio de la noche, sino al canto del gallo, ante lucem, dicen
los informadores de Plinio (a. 115). Tertuliano al final del siglo II atestigua
claramente para África esta evolución; porque llama a las reuniones
litúrgicas nocturnae convocationes coetus antelucani. Era, sin embargo, una
excepción la noche de Pascua, que se pasaba en vigilia toda entera: Quis
solemnibus Paschae obnoctantem securas sustinebit? El ágape, que en un
principio inauguraba la panuquia dominical, se había separado entre tanto de
la celebración eucarística, para quedar como un rito autónomo, aun
conservando el horario antiguo, la tarde.

Pero no era sólo la vigilia de la dominica. En la primera mitad del siglo II


comienzan a introducirse también vigilias nocturnas, pasadas junto a las tumbas
de los mártires con ocasión de su aniversario (vigilias cementeriales). La carta
circular enviada en el 156 por los cristianos de Esmirna para participar el martirio
de su obispo San Policarpo, anuncia — y no como una novedad — que desde
ahora en adelante celebrarán el nacimiento del mártir velando su sepulcro. Quo
etiam loci nobis ut fieri poterit, in exultatione et gaudio congregatis, Dominus
praebebit natalem martyrii eius diem celebrare. San Cipriano recomienda tener
cuenta del día de la muerte de los confesores para poder en el aniversario celebrar
la conmemoración. Y las actas de San Cipriano, escritas por su diácono Poncio,
cuentan que cuando el santo obispo fue arrestado, los fieles, temiendo que quizá
fuese muerto sin saberlo ellos, pasaron toda la noche delante de su prisión,
anticipando de este modo aquella vigilia que habían de celebrar después cada año
en su aniversario.

La vigilia se hacía en los cementerios extra muros. He aquí por qué el elenco


más antiguo de las fiestas de los mártires, la Depositio Martyrum romana, no se
limita a hacer mención del día conmemorativo, sino que indica, además, el
cementerio donde reposan sus cuerpos; es allá donde los fieles eran convocados.
He aquí una prueba:

depositio episcoporum Catacumbas, lan. 21. XII Kal. Feb. — Agnetis in


Nementana.

Y hay que hacer mención igualmente de una tercera clase de vigilias, las
estacionales, porque tenían lugar semanalmente en los así llamados días de
estación o de ayuno, el miércoles y el viernes. Son ya recordados por
la Didaché (VIII); y el Pastor, de Hermas, escrito en Roma hacia el 140, les da
por vez primera el nombre de "estaciones." Tertuliano insiste de manera
particular, sea para inculcar la asistencia — por lo demás, obligatoria — a estos
ejercicios, sea para recomendar que los que intervenían participasen en el
sacrificio eucarístico, con el cual en África y en Roma se ponía fin al semiayuno.
cosa que muchos opinaban no se podía hacer.

¿Corno se desarrollaba el oficio de la vigilia? No tenemos testimonios primitivos


directos, pero poseemos uno indirecto en la ordenación de la vigilia pascual,
substancialmente en uso todavía hoy. Se inauguraba la función con la ceremonia
del lucernario, para dedicar a Dios la trémula llama que quería visitar las tinieblas
de la sagrada vela. Debía seguir una serie numerosa de lecturas, sacadas de los
libros santos, alternadas con el canto responsorial de los salmos y de las odas
proféticas (cánticos), comentadas por los presbíteros o por el obispo y seguidas
de sus colectas. Plinio alude todavía al canto de himnos: Carmen dicere Christo
quasi Deo, sobre el tipo del Gloria in excelsis de los cántica spiritualia de que
habla San Pablo. No debía, en fin, faltar una especie de letanía intercesoria, como
estaba en uso en el servicio litúrgico de las sinagogas, y claramente mencionada
por San Pablo y por San Justino, que servía de pasaje y de introducción a la
solemnidad eucarística propiamente dicha. En efecto, la letanía ha quedado
después, por varios siglos, en la misa, en el punto de unión de sus dos partes, la
así llamada misa de los catecúmenos y la de los fieles. Tertuliano resume
exactamente en estas pocas frases todo el esquema litúrgico de la vigilia: Prout
Scripturae leguntur (lecturas), aut psalmi canuntur (cantos), aut adlocutiones
proeferuntur (sermón), aut petitiones delegantur (letanía). En Roma, hacia el
150, la vigilia estacional, comenzada al surgir la aurora, como dice Hermas, se
prolongaba hasta nona, cuando cesaba el semiayuno. En África, toda oración
era recitada de rodillas. A la vigilia dominical sucedía inmediatamente la misa
(la de los fieles); en las vigilias estacionales se seguía el uso de las varias iglesias.

De manera semejante debían desenvolverse las vigilias cementeriales. El autor de


la Passio de San Saturnino de Tolosa (mitad del siglo IIl) dice que las fiestas de
los mártires son conmemoradas solemnemente: vigiliis, hymnis ac sacramentis
etiam solemnibus honoramus. Se leía la historia de su martirio, el nombre del
mártir era recitado durante la misa y tenía derecho a un puesto de honor.
La Oratio ad sanctorum coetum, que puede ser anterior al concilio de Nicea,
describe así los honores litúrgicos tributados en la vigilia a los mártires:
"Cantamos himnos, salmos y alabanzas a Aquel que ve todo y celebramos en
honor de algunos hombres el sacrificio eucarístico, donde nada tiene que hacer la
sangre y la violencia. No se siente el olor del incienso, ni se ven las antorchas,
sino sólo una clara llama apenas suficiente a alumbrar a los orantes. Muchas
veces asociamos una modesta refección para confortamiento de los pobres y de
los enfermos."

Estas palabras reflejan también la costumbre primitiva de consagrar a la


conmemoración del mártir una vigilia entera, que comenzaba al atardecer y debía
de terminar entrada ya la noche. Pero a principios del siglo V sucede un cambio
importante. La vigilia, por motivo quizá de desórdenes fáciles de suceder, se
dividió en dos tiempos distintos: comienza al ponerse el sol con un oficio
vespertino, después del cual cada uno se va a casa; al gallicinium se vuelve a la
iglesia para la vigilia propiamente dicha (salmos y lecturas), que se termina con
la misa.

San Basilio (+ 379) tiene un comentario interesante a la frase paulina psalmis


producere noctem, describiendo el orden de las vigilias en su tiempo. "Entre
nosotros (en Cesárea) — dice él —, el pueblo se levanta durante la noche y va a
la casa de la oración; alaba a Dios en la fatiga, en la compunción y en las
lágrimas, y después de este preludio de oración pasa al canto de los salmos." Se
divide, en primer lugar, en dos coros, los cuales se reparten recíprocamente los
versículos del salmo y las antífonas (salmodia antifónica); después de lo cual
todos escuchan en silencio las enseñanzas de las Escrituras (lecciones
escriturísticas); sigue después el canto de un salmo a manera responsorial.
Un cantor solo lo ejecuta, mientras todos los presentes se limitan a responderle
con un simple estribillo (salmodia responsorial). De esta manera, "después de
haber pasado la noche en la variedad de las salmodias, intercaladas por oraciones,
apenas despunta el día, todos seguidamente, con voz unánime, cantan el salmo de
la confesión."

Sin embargo, en tiempo del poeta Nolano debían existir todavía en Roma vigilias
que mantenían la antigua disciplina de la pannuchia; por ejemplo, las de Pascua
y Pentecostés, de Jos apóstoles Pedro y Pablo, de San Lorenzo, de los Santos
Juan y Pablo y de los sábados de las témporas.

De las vigilias primitivas, si, estrictamente hablando, ninguna ha perdurado


hasta nosotros, sin embargo, de algunas quedan todavía sensibles señales en la
ordenación litúrgica del año eclesiástico y del breviario. La pannuchia de Pascua
y de Pentecostés substancialmente revive en la función matutina de los sábados
precedentes a las dos fiestas, y la vela dominical se encuentra fácilmente en los
largos y antiguos formularios de las misas de las témporas, llamados en lenguaje
litúrgico Sabbata in XII lectionibus.

Sería erróneo, sin embargo, creer que las actuales vigilias, acompañadas o no de
un ayuno, con el cual son espiritualmente preparadas algunas solemnidades
grandes, sean la anticipación al día anterior del oficio nocturno y de la misa de
las fiestas relativas.

Ayuda observar cómo, comenzando el siglo V, se advierte la tendencia a


santificar ciertas solemnidades más importantes, poniendo delante un período de
tiempo o al menos una jornada de penitencia y de oración; ieiunio
praeveñire, dirá un Ordo medieval. San Agustín recuerda el diem Íeiunii
Natalis Domní, y Crisóstomo el de la Epifanía; el leoniano trae las misas
tituladas in ieiunio, precedentes a la fiesta de Pentecostés; de los Santos Pedro y
Pablo y de San Juan Bautista. Estas jornadas preparatorias, desde el siglo VII son
llamadas en los libros litúrgicos vigiliae; al principio del sacramentarlo gelasiano
se lee, en efecto, in vigilns Natalis Domini, ad nonam.

La frase ad nonam exige precisamente el carácter penitencial de la vigilia, que se


mostraba no sólo en los textos de la misa y en la índole del oficio, sino, sobre
todo, en el hecho de que la misa era celebrada ad nonam. cuando se cerraba el
ayuno vigiliar. Todavía hoy la rúbrica prescribe que, en las iglesias monásticas y
colegiatas, la misa de la vigilia sea cantada post nonam.

Las Oraciones "Legítimas" y "Apostólicas."

No podemos dudar de que, desde la edad apostólica, los fieles, acordándose de


las frecuentes recomendaciones del divino Maestro, fuesen asiduos en la oración,
no sólo en las reuniones litúrgicas, sino también en lo íntimo de sus casas. Los
Hechos nos dan expreso testimonio (2:42). Pero más tarde, los escritores entre los
siglos II y III hacen clara mención de los dos momentos de la jornada en los
cuales el cristiano era particularmente invitado a orar: a la mañana y la tarde. Más
que de una invitación, parece que se tratase de una obligación. Tertuliano (+
220), que puede dar fe de las costumbres de África y de Roma, las llama, en
efecto, legitimae orationes; legítimas, porque son conformes a una ley o, si se
quiere, a una costumbre equivalente. Se podría con fundamento encontrar un
lejano antecedente en el uso litúrgico judaico de las analogías con los cultos
paganos. Fuera de ellas, continúa Tertuliano, cjuae sine admonitlone debentur
ingressu lucís et noctis, no existen otras oraciones de obligación ligadas a una
hora fija, salvo el deber general de orar omni tempore et loco.

La Traditio, de Hipólito, escrita alrededor del 220, confirma substancialmente las


palabras de Tertuliano. Impone a la mañana una oración apenas se ha levantado
el cristiano, antes que se dirija al trabajo, y a la tarde igualmente, antes de
acostarse.

En cuanto al uso egipcio, Clemente Alejandrino confirma, a su vez, la existencia


de las oraciones legítimas, que se hacen ad ortum matutinum y antequam eatur
ad cubitus, pero las pone en el mismo plano de las otras diurnas y nocturnas, de
las cuales hablaremos dentro de poco. San Cipriano (+ 258) dice lo mismo, pero
insiste de modo particular sobre las legítimas oraciones: Nobis, fratres
dvectissifhi, praeter horas antiquitus observatas, orandi nunc, et spatia et
sacramenta creverunt. Nam et mane orandum est, ut resurrectio Domini
matutina oratione celebretur... Recedente ítem solé ac die cessante, necessario
rursus orandum est. De las citas referidas antes, se ve cómo la oración matutina
y vespertina de la que hablan los escritores era más bien de índole privada, hecha
en casa, aunque su carácter obligatorio le diese categoría semioficial. Es preciso,
sin embargo, destacar cómo la Traditio distingue entre días feriales y
dominicales. En éstos, el fiel era convocado a la mañana in ecclesía para las
lecturas sagradas, la palabra de Dios y todo lo demás; a la tarde se volvía para el
lucernario, seguido del rito del ágape, que se desenvolvía entre salmos y
oraciones.

Tertuliano, que nos ha hecho conocer las "legítimas" oraciones, es el primero en


citar otras, mas no obligatorias como las primeras, distribuidas a lo largo de la
jornada, a las horas de tercia, sexta y nona, oraciones que podremos llamar
apostólicas, porque son puestas por él en relación con tres importantes episodios
apostólicos de la Iglesia naciente. He aquí sus palabras: De tempore vero non erit
otiosa extrinsecus observatio etiam horarum auarumdam. Istarum dico
communium, quae diu ínter spatia signant tertia, sexta, nona, quas sollemniores
in Scriptura invenire est. Primus Spiritus sanctus congregatis discipulis hora
tertia infusus est. Petrus qua die visionem communitatis omnis in illo vásculo
expertus est, sexta hora ascenderat orandi gratia in superiora. ídem cum loanne ad
nonam in templum adibat, ubi paralyticum sanitati reformavit suae.

Después de Tertuliano, las tres horas apostólicas son mencionadas por casi todos
los escritores de su época, si bien con diversa significación. Clemente
Alejandrino descubre la semejanza de las tres divinas personas; Hipólito Romano
y San Cipriano, el recuerdo de la crucifixión, agonía y muerte del Salvador.

¿Debemos creer que las tres horas del ciclo eucológico diurno se remontan
verdaderamente a los apóstoles, como alguno ha sugerido? Esto es poco
probable. La Didaché, escrita en Siria, no alude a ello; se limita a inculcar la
recitación del Pater noster, con una doxología final, tres veces al día, lo que,
según la tradición judaica y en la interpretación más obvia, significaría mañana,
mediodía y tarde, la división acostumbrada de la jornada. Podemos suponer, por
tanto, que las tres horas han surgido en la devoción privada hacia la mitad del
siglo II, a imitación de los tres tiempos de oración observados por los apóstoles.
A ellas, además, debía asociarse por muchos una oración nocturna, a ejemplo de
Cristo y conforme a una antigua costumbre del ascetismo hebreo. Pero todas las
susodichas oraciones, aunque en seguida universalmente acogidas por las almas
más fervorosas y ampliamente recomendadas, como veíamos, por los escritores
cristianos, no obtuvieron un reconocimiento oficial en la Iglesia antes del siglo
IV.

2. Génesis de las Horas Canónicas.


Las Primeras Delineaciones del Oficio.

Con la paz concedida a la Iglesia y con la aceptación de la fe por masas


considerables de fieles, todos los elementos del culto se reorganizan, se
completan y reciben un impulso y un crecimiento vigoroso. También la oración
pública participa de este renacimiento litúrgico, se precisa mejor en sus formas,
y la autoridad religiosa le imprime su carácter oficial.

Se comenzó con las oraciones "legítimas," tradicionales entre el pueblo creyente,


a la mañana y a la tarde. Hasta entonces eran recitadas en casa; de ahora en
adelante, el que tenga más tiempo y más fervor podrá ir a la iglesia y encontrar,
presidido por el clero, un oficio compuesto de oraciones y de salmos. Quizá la
práctica en alguna comunidad, como en África y en Roma, podía haber sido
introducida también antes de Constantino. Un texto de la Apología, de Arnobio
el Viejo, escrita alrededor del 300, podría fácilmente dejarlo creer; pero es cierto
que hacia la mitad del siglo IV ha llegado a ser común tanto en Oriente como en
Occidente.

Sozomeno refiere que Zenón, obispo de Maiouma, muerto centenario en el 380,


no dejó jamás de asistir al servicio de los salmos de la mañana y de la tarde." Es
el testimonio más antiguo llegado hasta nosotros acerca de la existencia de un
servicio salmódico dos veces al día. Las "Constituciones apostólicas imponen al
obispo el deber de invitar calurosamente al pueblo a congregarse en la iglesia "a
la mañana y a la tarde de cada día." La oratio lucernalis y la oratio
matutina prescritas por ellas ofrecen un esquema litúrgico ya fijo y
completamente desarrollado, que comprende, además de los salmos 62, Deus,
Deus meus, ad Te de luce vigilo, para la mañana, y 140, Domine, clamavi ad
Te, para la tarde, una oración, seguida de la acción de gracias del día y de la
noche, recitada por el obispo.

Eteria, que describe la costumbre de Jerusalén, nos da una relación detallada de la


función matutina y vespertina celebrada en la Anástasis; de esto hablaremos en
seguida. Para el Occidente tenemos, alrededor del 360, una explícita declaración
de San Hilario de Poitiers: Progressus Ecclesiae in matutinorum et
vespertinorum hymnorum delectatione máximum misericordiae Dei signum est.
Dies in orationibus Dei inchoatur, dies in hymnis Dei clauditur. En Milán, las
referencias de San Ambrosio, y especialmente una conmovida evocación de San
Agustín con respecto a Mónica, su madre, nos dicen lo mismo: Bis in die, mane
et vespere, ad ecclesiam tuam, Domine, sine ulla intermissione venientis, non ad
vanas fábulas et añiles loquacitates, sed ut te audiret in tuis sermonibus, et tu
illam in suis orationibus. Estos claros testimonios demuestran que los dos oficios
matutinos y vespestinos, que más tarde serán llamados laudes y vísperas, habían
entrado ya en el uso litúrgico y llegado a ser oración pública de la Iglesia.

Ascetas y Vírgenes.

Hemos aludido arriba a estos grupos escogidos de almas más fervorosas — y


existían, poco más o menos, en todas partes — que no se contentaban con los
ejercicios eucológicos ordinarios, sino que, secundando el impulso del Espíritu
Santo, consagraban todos los días a la oración también las tres horas diurnas y
una vigilia nocturna. Mientras la Iglesia fue sacudida por las persecuciones, estas
almas generosas podían difícilmente comunicarse y entenderse entre sí; pero con
el advenimiento de la paz y de la libertad comenzaron a afianzarse y a unirse.
Vemos, en efecto, en la primera mitad del siglo IV, junto a las grandes iglesias de
Alejandría, Antioquía, Jerusalén y Edesa, grupos de hombres y de mujeres que se
constituyen en una especie de confraternidad, formando como un grupo
intermedio entre el clero y el pueblo fiel. Quedan a veces en el mundo, en su
propia casa, pero más frecuentemente se reúnen en pequeñas comunidades fuera
de las ciudades, y, animados de un severo sentido de ascesis y de penitencia, se
obligan a la castidad perpetua y a asistir a prácticas particulares de piedad, es
decir, a una vigilia nocturna cotidiana, posiblemente en común, y un ejercicio
diurno de oración casi ininterrumpida, que comprendía maitines, tercia, sexta,
nona y vísperas. En Siria, donde parece que han surgido por primera vez estas
uniones, los hombres fueron llamados monazontes, y las mujeres, parthenae; en
Egipto, spóudaei o phllopones; en Jerusalén, aputactites; en otras partes, ascetas
y vírgenes.

En el tratadito anónimo De virginitate, escrito alrededor del 300, es prescrito a la


"virgen" levantarse cada noche a recitar de pie cuantos salmos le sea posible,
añadiendo a cada uno una oración de rodillas. Y San Juan
Crisóstomo, hablando de los ascetas de Antioquía, dice que cada noche, al canto
del gallo, se levantaban para cantar entre sí los salmos de David; después, hecho
un pequeño descanso, apenas nacía el sol, recitaban las laudes matutinas; se
reunían todavía tercia, sexta y nona, y a la tarde, salmodias y oraciones. Pero,
como decíamos, en esta época ya se celebraba cotidianamente en las iglesias un
oficio litúrgico a la mañana y a la tarde, si bien no estrictamente obligatorio.

Llegadas las cosas a este punto, faltaba dar sólo un paso: que la autoridad
religiosa concediese a los ascetas el reunirse en las iglesias, dando así a sus
prácticas una especie de investidura oficial. Esto sucede en primer lugar, según
parece, en Antioquía, bajo el obispo semiarriano Leoncio (344-357). En esta
iglesia era muy fuerte el partido ortodoxo, dirigido por dos laicos muy
influyentes, después obispos, Diodoro y Flaviano, los cuales estaban también en
cabeza del grupo de los ascetas y de las vírgenes de la ciudad. Obtuvieron de
Leoncio el poder reunirse para su vigilia nocturna cotidiana en la basílica catedral
de Antioquía y que también participase el clero. Esta novedad hizo mucho ruido
y encontró mucha simpatía sobre todo entre el pueblo, difundiéndose
largamente. San Basilio la introdujo en el 375 en Cesárea, a pesar de alguna
oposición; San Juan Crisóstomo, en Constantinopla, imponiéndola al clero, a
quien agradaba poco; San Ambrosio, en Milán, como atestigua Paulino, su
biógrafo. En Jerusalén, donde los ascetas y las vírgenes formaban grupo muy
numeroso, la nueva práctica tomó una solemnidad y un desarrollo
verdaderamente extraordinarios. Eteria, que escribió alrededor del 385, nos ha
dejado una minuciosa descripción, que, por su importancia, merece ser resumida.

El Oficio Divino en Jerusauén (A.385-390).

La relación de Eteria distingue entre el oficio ferial y el de la dominica.


El oficio ferial de la semana comienza con el lucernario (hic appellant licinicon,
nam nos dicimus lucernare) a la hora décima (hacia las dieciséis); y observa que
era llamado así porque se iniciaba con el encender las lámparas de la iglesia,
trayendo la llama de la lámpara que ardía noche y día delante del sepulcro. El
pueblo se dirige a la Anástasis, la catedral de Jerusalén, edificada sobre el
Santo Sepulcro; los ascetas cantan antifónicamente los salmos lucernares, hasta
que en determinado momento desciende el obispo y va a sentarse sobre la cátedra
rodeado por los presbíteros. Terminado el canto de los salmos, se pone en pie; un
diácono da comienzo a la recitación de una oración en forma de letanía de
intercesión, a cada una de cuyas invitaciones los niños del coro responden Kyrie
eleison. Después de lo cual el obispo pronuncia una oración para todos, después
una especial para los catecúmenos bendiciéndolos y, finalmente, una tercera para
los fieles, a quienes también bendice, et sic fit missa Anastasis. Se va después al
vecino oratorio de la Cruz, donde se guardaba el madero, de la verdadera cruz,
cantando un salmo; aquí el obispo recita algunas oraciones; después retorna a la
Anastasis, y la reunión se disuelve, pues es ya de noche.

La vigilia nocturna comienza ante pullorum cantum (las tres). Los monazontes y


las parthenae retornan a la Anastasis para el oficio nocturno, en el cual participa
también un buen número de fieles, bajo la presidencia de dos o tres sacerdotes o
diáconos. La asamblea se divide en dos coros para responderse mutuamente con
los versículos de los salmos. Primero se cantan tres, intercalados por una colecta
del sacerdote; después, estando todos sentados, el solista canta otros tres, al fin
del cual el coro responde con un estribillo doxológico, que precede a la colecta
sacerdotal; siguen, finalmente, tres lecciones. Entre tanto, despunta el alba.

Ubi ceperit lucescere se dicen los himnos matutinos, que constituyen el oficio
tradicional de los maitines; llega el obispo con su clero, recita, como en vísperas,
una oración pro ómnibus, después pro cathecumenis y, finalmente, pro
fidelibus. Bendice a los presentes y los despide, pues es ya de día, et fit missa
iam luce.

Eteria no alude a la misa, porque ésta se celebraba solamente la dominica, en las


fiestas de los mártires, el miércoles y viernes de cada semana, días de estación, y
en Cuaresma el sábado. También ha pasado en silencio la hora de tercia.

De las horas diurnas es recordada solamente la hora de sexta y de nona,


celebradas en la Anastasis, con la recitación de salmos y con la intervención del
obispo, que clausura el oficio, como en maitines. Así se desarrollaba en los días
alitúrgicos el oficio eucológico cotidiano, introducido por los ascetas e inserto en
el preexistente de la mañana y de la tarde.
En el oficio dominical se revela aún más claramente la unión del cursus antiguo
con el más reciente de los ascetas. Al primer canto del gallo se da comienzo, en
primer lugar, a la vigilia tradicional. Desciende el obispo a la cripta del Santo
Sepulcro, y entonces se abren todas las puertas de la basílica, mientras los fieles,
que ya estaban fuera esperando, ocupan sus puestos. Se cantan, en primer lugar,
tres salmos responsoriales y se recitan tres oraciones, después de lo cual,
mientras los inciensos quemados dentro de la cripta del Santo Sepulcro difunden
por toda la iglesia su fragancia, el obispo, estando a la entrada de la cripta, lee el
evangelio de la resurrección, entre las lágrimas de los asistentes. Después de la
lectura del evangelio, todos se dirigen al santuario de la Cruz, donde se canta un
salmo, seguido de una oración; después, el obispo bendice al pueblo et fit
missa. Hasta aquí el oficio vigiliar antiguo, obligatorio para el clero y para los
fieles. A él sigue inmediatamente la vigilia de los ascetas, con el canto de los
salmos antifónicos propios de ellos.

Etiam ex illa hora — dice Eteria — revertuntur omnes Mona zontes ad


Anastasim et psalmi dicuntur et antiphonae usque ad lucem, et cata singulos
psalmos vel antiphonas fit oratio, Algunos sacerdotes o diáconos vigilan por
turno esta segunda vigilia; los simples fieles pueden asistir o volver a sus casas y
reposar.

El Canto Antifónico.

Se habrá notado en la narración de Eteria que, cuando en los oficios propios de


los ascetas se habla de salmos, éstos son cantados antifónicamente, dicuntur
psalmi et antiphonae; mientras, tratándose de los oficios más antiguos, los
salmos son cantados responsorialmente, dicit psalmum quicumque de presbyteris
et respondent omnes. En efecto, comenzando desde los tiempos apostólicos y
hasta la mitad del siglo IV, el único canto en uso en las asambleas litúrgicas era
el responsorial, ejecutado por un solista con una cierta riqueza de melismas, al
menos en muchas iglesias, al cual respondía el pueblo con una frase a modo de
estribillo, breve y melódicamente muy simple.

Pero con la introducción de las vigilias se debió de sentir la necesidad de un


canto más ágil, en el cual todo el pueblo pudiese participar más activamente para
tener siempre despierta la atención. A esto proveyó la introducción del canto
antifónico. En un principio, según la etimología de la palabra, éste significaba
canto en octava, o sea un canto destinado primero a voces de hcmbre, ejecutado
con voces blancas (que cantan en octava superior). Pero después, canto antifónico
pasó a significar, sin más, canto alternado entre dos coros. El primero, formado
por el clero, que conocía el Salterio, cantaba cada uno de los versículos del salmo
sobre una línea melódica corriente; el segundo, formado por la masa del pueblo,
ignorante de los salmos, no podía más que limitarse a responder en cada
versículo o grupo de versículos con una breve frase salmódica, que se llamaba
antífona. Este canto sencillo y práctico fue introducido primeramente en
Antioquía por Teodoro y Flaviano en las vigilias cotidianas de los ascetas. Pero
no fue inventado por ellos, porque existía ya en el antiguo teatro griego y en el
siglo I junto a los terapeutas de Alejandría. Diodoro lo conoció viajando a través
de las iglesias de Persia y Mesopotamia, y de allí lo trasladó a Antioquía, como
atestigua Teodoro de Mopsuestia, uno de los miembros del Asceterion de aquella
ciudad.

En seguida, el nuevo canto antifónico se difundió por toda la Iglesia. San Basilio
lo introdujo en Cesárea en el 375, y San Crisóstomo en Constantinopía, después
de haberlo visto en Antioquía, su patria. A Roma fue llevado, según parece, bajo
el papa San Dámaso (366-384), y probablemente después del concilio de Roma
del 382, en el cual tomaron parte muchos obispos griegos y sirios. En Milán,
según cuenta San Agustín, fue introducido en el 386 por San Ambrosio para
sostener el coraje de su pueblo durante la persecución arriana: Tune hymni et
psalmi ut canerentur secundum morem orientalium partium, ne populus taedio
contabesceret, institutum estl7. Este sistema, atestiguaba San Agustín, había sido
imitado por todas las iglesias del resto del universo.

Por tanto, en la época a la cual hemos llegado, es decir, al final del siglo IV,
vemos organizado en las principales iglesias un doble servicio eucológico
o cursus: el cursas nocturno, que comprende las vísperas, el oficio nocturno
ferial y dominical al gallicinio y las laudes (Hymni matutini), y el cursus diurno,
en tercia, sexta y nona. De ellos, el primero se va haciendo de uso general,
seguido por el clero y el pueblo; en cambio, el segundo lo encontramos sólo aquí
o allá, y limitado a los monjes y a los ascetas.

Los "Cursus Officii" Monásticos


y Seculares de los Siglos V y VI.
La Oración Pública en los Monasterios.

Mientras durante el siglo IV en las iglesias episcopales se organizaba el oficio


diurno y nocturno, surgía y se desarrollaba otra importante elaboración
eucológica entre las primeras comunidades monásticas,. Cuna del monaquismo
fue Egipto. Aquí, una multitud de aquellas almas fervorosas que se habían
impuesto una vida ascética en medio del mundo, queriendo huir más eficazmente
de sus peligros y consagrarse con mayor libertad a Dios, habían marchado al
desierto, que se extiende a lo largo de las riberas del Nilo hasta el mar Rojo, para
vivir en soledad. La primera forma, por tanto, de la vida monástica fue la eremita.
Los primeros solitarios, como San Antonio (+ 356), San Hilario (+ 370) y San
Macario (+ 390), tuvieron en seguida numerosísimos discípulos; pero éstos en un
principio no hacían vida en común; se reunían apenas el sábado y el domingo
para la sinaxis eucarística. El primer cenobio fue fundado en el 317 por San
Pacomio, en Tabenna, en la Tebaida superior. De Egipto la vida monástica pasó
en seguida a Palestina, Siria, Mesopotamia y a todo el Oriente, donde el
verdadero padre de la vida monástica fue San Basilio (+ 379), autor de una regla
bien ordenada y muy austera, adoptada por la mayor parte de aquellos
monasterios.

También en Occidente el monaquismo se esparció muy rápidamente después que


San Atanasio, refugiándose en Roma en el 340, con la vida de San Antonio
escrita por él y con el ejemplo de los monjes que le habían acompañado en el
exilio, divulgó entre los occidentales la noticia y el gusto por la vida cenobítica.
Más tarde, en el 404, San Jerónimo hizo conocer las reglas, traduciendo al latín la
de San Pacomio. Las principales ciudades de Italia y de las Galias tuvieron así la
suerte de recibir a los monjes entre sus muros. Roma tuvo sus monasterios; San
Ambrosio fundó uno en Milán; San Eusebio, en Vercelli; San Martín, en Poitiers
y en Tours; San Juan Casiano, dos en Marsella, entre ellos el de San Víctor, que
adquirió después tanta fama.

¿Cómo era regulada la oración pública en todas estas comunidades monásticas?


Diremos en primer término que fue considerada como la ocupación principal de
la jornada del monje, más aún, el Opus Dei por excelencia, va que, como observa
Fírmico Materno a mitad del siglo IV, quod in homine máximum est linguae ac
mentís officium Auctoris sui laudibus deputare. La expresión clásica de la
alabanza a Dios era el canto de los salmos.

El nos hace admirar a los monjes, cuyo celo por la salmodia no conoce
límites. No sólo la realizarán durante el día horas determinadas, sino que la
noche misma está dividida.a tal fin en vigilias bien diferenciadas según un orden
preestablecido. Y, apenas levantados del reposo, su primer cuidado es el de
satisfacer a la devotio matutina y ofrecer las alabanzas al Creador. También los
que viven confinados en la soledad se dan prisa en recurrir al canto de los salmos,
encontrando el medio para alimentar su fervor y la alegría espiritual. No todos,
continúa diciendo Fírmico, aprueban tal disciplina; más aún, tachan de ociosidad
aquellas largas horas consagradas a la salmodia, observando que sería más útil a
las almas y más digno de Dios contentarse con oraciones menos prolongadas y
eliminar todo aquello que puede agradar al espíritu. Pero, contra éstos, debe
sostenerse que nada es más venerable ni más digno del culto cristiano que este
entusiasmo por cantar las alabanzas de Dios. Que si este "servicio glorioso" de
la salmodia engendra gusto en el alma, esto le puede valer para fortificarse
eficazmente contra los peligros.

La ordenación de la oración en las primeras comunidades monásticas de Egipto


es un punto de importancia capital en la historia del oficio divino, porque sus
influencias se hicieron sentir largamente no sólo en Oriente, sino igualmente en
las reglas monásticas occidentales y en el cursus de la misma Iglesia de Roma,
como veremos.

Los "Cursus" Monásticos Orientales.

Es natural que se hable en primer lugar de los cursus orientales, porque el


Oriente, y en particular Egipto, ha visto las primeras formas. Hay que observar,
sin embargo, en seguida cómo es muy difícil delinear un bosquejo preciso;
porque en un principio no se tuvo, como es fácil imaginar, criterio uniforme en la
elección y en el orden de los salmos, como igualmente en los otros elementos de
la oración Casiano, que nos da informaciones bastante amplias sobre el particular
al menos en sus líneas generales nos atestigua que, mientras en Egipto y en la
Tebaida la disciplina de la oración era bastante uniforme en todas las
comunidades monásticas, en Palestina y en Siria los cursus variaban con el
variar de los monasterios, y se podían contar tantos cuantos abades los
gobernaban.

En cuanto a Egipto, es preciso distinguir entre el grupo de los monasterios


pacomianos y los otros innumerables esparcidos a lo largo de la inmensa llanura
del Nilo.

a) El "cursus" pacomiano.-En los diversos monasterios de Tabenna, regidos por


una única cabeza, los monjes atendían a la oración también durante el trabaio. De
noche recitaban doce salmos, intercalados de responsorios, de aleluyas y de
lecciones escriturísticas. El oficio vespertino contaba igualmente otros doce
salmos, reservándose otros doce para el oficio de la aurora. Para la solemnidad
pascual, los monjes de las diversas casas se reunían en la casa madre, y así los
oficios sagrados en aquellos días eran celebrados por cinco mil o más personas.
En las diversas preposituras, una trompeta daba la señal de la oración. La
salmodia era ejecutaba en forma responsorial; uno cantaba, los otros escuchaban
en silencio, respondiendo apenas a intervalos con un breve emblema.

b) El "cursas" egipcio.-Comprende todo aquel complejo de monasterios


florecientes diseminados por Egipto y la Tebaida, en los cuales cuando los visitó
Casiano (a.402), nuestra fuente de información más copiosa y más segura,
existían ya tradiciones litúrgicas muy antiguas. Los monjes egipcios decían en
común solamente el oficio de la tarde (vespertina synaxis) y el de la noche
(nocturnae solemnitates). Estos dos oficios eran idénticos, y se componían de
doce salmos, ejecutados por un lector en canto responsorial y escuchados
sentados. Al final de cada salmo, todos, postrados en tierra, rezaban por algún
tiempo en silencio (oratio mentalis); después, estando en pie con los brazos
abiertos, escuchaban la colecta, recitada por el sacerdote. A los doce salmos
seguían dos lecturas, la primera sacada del Antiguo Testamento, y la otra del
Nuevo. El duodécimo salmo era siempre uno de aquellos que en el Salterio tienen
para intercalar el Alleluia. Además, el Gloria Patri se decía solamente de manera
antifónica después de los salmos ejecutados. Los monjes celebraban el oficio
estando también ocupados en su trabajo de tejer esteras. Durante el día
meditaban siempre en los salmos; y por esto, observa Casiano, no tienen las
horas canónicas diurnas, porque la oración abarca toda entera su vida,
como en una atmósfera de cielo.

El "cursus" siro-palestinense. — En los monasterios de Palestina y de


Mesopotamia, el oficio de la vigilia comprendía tres nocturnos distintos,
compuestos cada uno de tres salmos antifónicos, cantados mientras la asamblea
estaba en pie; después, otros tres en forma responsorial, a los cuales seguían tres
lecciones escriturísticas; por tanto, en total, dieciocho salmos y nueve lecciones.
Los salmos matinales (laudes), formados por el grupo 148-150 (Laúdate
Dominum de caelis; Cántate Domino; Laúdate Dominum in sanctis eius) y
probablemente de alguno antiguo, como el Benedicite, eran cantados
inmediatamente después de los nocturnos. En cada una de las horas diurnas se
decían generalmente tres salmos.

Es interesante cuanto narra Casiano respecto a la institución de la hora de prima.


Encontrándose (hacia el año 382) en el monasterio de Belén, ocurría este
inconveniente: que los monjes después de las laudes solían retirarse a sus celdas
para dedicarse a la meditación o a rezar por cuenta propia. Pero que algunos más
negligentes se echaban a dormir hasta la hora de tercia, omitiendo así al
comienzo del día la oración y la lectura de las Sagradas Escrituras. Este desorden
determinó a los superiores del monasterio a introducir a la salida del sol una
nueva hora de oración en común, con los salmos 50 (Miserere mei, Deus),
72 (Quam bonus Israel Deus) y 89 (Domine, refugium factus es nobis), hora que
más tarde San Benito llamó prima. Esta innovación se esparció en seguida por
todas partes y después pasó también a Occidente.

Gran importancia tenía en los monasterios palestinenses la hora del lucernario


(vísperas). Casiano la une al sacrificio vespertino del Calvario y al eucarístico de
la última cena; mientras, en otras partes esta parte del oficio tenía el bello nombre
de Eucharistia lucernaris, formando parte el salmo 140, Domine, clamavi ad Te,
exaudí me, que anuncia precisamente el sacrificio vespertino del Redentor.
Después de las vísperas existía ya el uso de añadir algunos salmos que se referían
más particularmente al reposo nocturno, y que más tarde San Benito
llamará Completorii.

Acerca de los cursus monásticos orientales hay que observar geneíalmente que,


a través de su inmensa variedad de vida, como observa Casiano, debida a las
tradiciones locales o al criterio de los abades, se revela muy marcada la final y
después desapareció. Comprendieron por esto los Padres que el número de doce
era querido por el cielo tendencia de los monjes a constituirse "cánones" muy
prolijos, hasta el punto de recitar en una sola noche el Salterio entero. Así,
por ejemplo, se hacía en el monasterio del monte Sinaí, como se deduce de un
documento del siglo VI, de los abades Juan y Sofronio, que narra la visita hecha
por San Nilo (+ 420). El Canon nocturno comenzaba después de la cena,
precedido de una especie de completas, compuestas por seis salmos y el Pater
noster. Seguía después el Salterio entero, dividido en tres nocturnos. Después de
los 50 primeros salmos, el abad Nilo recitó el Pater, y, habiéndose sentado todos,
uno de los discípulos leyó la epístola de Santiago; después de los 50 segundos
salmos, otro monje leyó la carta de San Pedro, y, finalmente, después de los
últimos 50 salmos, Nilo entregó al abad Juan el códice para que leyese, a su vez,
la epístola de San Juan. Después, levantándose la asamblea, cantó los nueve
cánticos acostumbrados, pero sin troparios y sin el mesodion después del tercero,
el sexto y nono cántico. Siguió el Pater con la letanía, después los salmos
matutinos (148-150), el Gloria in excelsis, el símbolo de Nicea con el Pater y la
invocación Kyrie eleison repetida 12, 30 y 300 veces. Finalmente, el abad Nilo
cerró el oficio con una breve colecta.

Expresión de ese mismo celo indiscreto y de una inexacta interpretación de las


palabras de Cristo Oportet semper orare, ha sido la introducción de
un cursus canónico ininterrumpido, diurno y nocturno, que tuvo lugar a
principios del siglo V por obra del abad San Alejandro (+ 430). En los dos
monasterios fundados por él sobre el Eufrates y en Constantinopla. dividió el
grupo de los monjes (cerca de 400 en el primero y 300 en el segundo) según la
lengua de origen, formando ocho o seis coros, que se sucedían en el canto del
oficio, de manera que el Opus Dei no cesase nunca en ninguna hora del día y de
la noche. El pueblo llamó a estos monjes acemeti (no durmientes). La
Latís perennis respetaba la constitución existente de la salmodia con sus salmos
y sus lecturas, pero suprimía todo intervalo entre las horas canónicas.
La institución fue imitada también en Occidente, en el monasterio de San
Mauricio, en Agauno, en el 522, y en otros varios monasterios de las Galias,
donde se mantuvo hasta todo el siglo XII.

El "cursus" de San Cesáreo. — En las Galias, el cursus monástico más antiguo


del cual poseemos fragmentos de algún valor es el implantado por Juan Casiano
en su monasterio de San Víctor, en Marsella, y en el no menos famoso de Leríns,
fundado por su amigo y discípulo Honorato, de donde salió gran número de
abades y de obispos, que divulgaron la práctica en toda Francia. El más célebre
de éstos fue San Cesáreo de Arles, el cual hacia el 502 extendió para sus monjes
un Ordo psallendi conforme al uso de Leríns. El cursus practicado por este
grupo de monasterios se inspiraba substancialmente, como confiesa el mismo
Casiano, en el tipo por él observado entre los monjes de Egipto; constaba de siete
horas diurnas, comprendidas prima y la vigilia. El oficio nocturno ferial cotidiano
se componía de dos nocturnos, cada uno de doce salmos, distribuidos en el orden
del salterio, cantados alternativamente con tres antífonas y seguidos de tres
versiones (missae). En cambio, el oficio del sábado, del domingo y de las fiestas
comprendía un solo nocturno, con doce salmos, tres antífonas y seis lecciones, de
las cuales la primera era siempre sacada de una de las narraciones evangélicas de
la resurrección.

Las laudes eran distribuidas así: un salmo de introducción, el 114, Dilexi


quoniam exaudiet me Dominus, y sucesivamente el 117, Confitemini Domino
quoniam bonus; el cántico del Éxodo Cantemus Domino; el 145, Lauda anima
mea Dominum; el canto de los tres niños. Benedicite omnia opera Domini, y el
grupo de los salmos 148, 149, 150, llamados por los antiguos Alvot = laudes,
nombre que después fue extendido a todo el oficio de la aurora. Se recitaban dos
himnos, el Te Deum y el Gloria in excelsis, y un capitellum o breve lección de la
Sagrada Escritura.

San Cesáreo no recuerda las horas menores en su primitiva "regla para los
monjes, pero las suplen la regla para las monjas y la otra de su sucesor,
Aureliano, que, además de los himnos y tres lecciones, traen los doce salmos de
tercia, sexta y nona, y a veces dieciocho para las vísperas. Este último es llamado
duodécima y está precedido por el lucernario, precisamente como en Oriente, y a
veces terminado con una lección. Conforme al uso antiguo, los himnos en todas
las horas no preceden, sino siguen siempre a la salmodia.

El "cursus" de San Columbano. — San Columbano (+ Bobbio en el 615), uno de


los grandes representantes del cenobismo occidental, era irlandés, y tradujo en
su Regula Coenobialis aquella tendencia a la mortificación corporal, aquella
aversión a toda clase de bienestar físico, que existía en la índole totalmente
mística de su patria y encontraba en los rigores de la ascesis monástica egipcíaca
un ejemplo elevado. El cursus officii, compilado por él sobre las huellas de
los cursus orientales, pero con sensibles retoques galicanos, reflejaba la
austeridad de la disciplina impuesta por él en sus monasterios.

El cursus del monasterio irlandés de Bangor comprendía: el lucernario-vísperas,


el Initiurn noctis, un equivalente del Completorium; los nocturnos, los maitines o
prima matutina (laudes) y secunda, correspondiente a nuestra prima, tercia, sexta
y nona. En los días feriales de invierno, los nocturnos constaban de 36 salmos;
los del verano, de 24; pero en el sábado y en el domingo de invierno están
prescritos 35 salmos y 25 antífonas, y en los de verano, 36 salmos y 12 antífonas.
En cambio, las horas diurnas eran muy breves: tres salmos con seis sufragios en
forma de versículos, para dejar tiempo a la devoción privada de los monjes. Cada
salmo estaba seguido por una postración o genuflexión. A los monjes estaba
prohibida durante el oficio toda clase de distracción; el que no conseguía reprimir
la tos era castigado con palos.

El "cursus" de San Benito. Es el más importante de todos por la larguísima


difusión que tuvo y tiene todavía en los numerosos cenobios benedictinos,
esparcidos en todos los rincones de Europa, y por la influencia que ejerció sobre
el desarrollo del oficio de la Iglesia romana. San Benito, al componer, alrededor
del 526, su cursus, se sirvió en gran parte de los elementos tradicionales que
estaban en vigor en su tiempo tanto en Roma como en los monasterios de Oriente
y de las Galias; en menor parte, ha puesto a contribución también su obra
personal. Pero en esta elaboración ha demostrado un particular sentido práctico
de moderación, aquella discretio praecipua, como se expresa San Gregorio, que
ha asegurado a su regla y a su cursus la adhesión perenne de todas las naciones y
de todos los siglos. San Benito adopta, como principio fundamental de su cursus,
la recitación del Salterio entero durante una semana; Su ciclo eucológico es
completo. Además de la vigilia nocturna, conoce las siete horas, comprendida
completas, y todas las considera como horas diurnas. En cuanto a la vigilia,
distingue entre el oficio ferial y el oficio dominical o festivo. He aquí el esquema
de los dos tipos:

Oficio Nocturno Ferial.

Introducción. — Domine, labia mea apenes (fres veces). Ps. 3, Domine, quid


multiplicati sunt... Ps. 94, Venite exultemus Domino, con
antífona. Hymnus (Ambrosianus). Nocturno, primera parte. -Seis salmos con
antífonas. Versículo. Bendición del abad. Tres lecturas con tres responsorios.
Nocturno, segunda parte. — Seis salmos con Alleluia. Breve lectura sacada de
San Pablo (= Capitulum). Versículo. Conclusión: Supplicatio litaniae (= Kyrie
eleison).

Oficio Nocturno Dominical y Festivo.

Introducción. — Como arriba. Nocturno, primera parte. — Seis salmos con


antífonas.

Versículo. Bendición del abad. Cuatro lecturas con cuatro responsorios.


Nocturno, segunda parte. — Seis salmos con antífonas. Versículo. Bendición del
abad. Cuatro lecturas con cuatro responsorios. Nocturno, tercera parte. — Tres
cánticos profetices con Alieluía. Versículo. Bendición del abad. Cuatro lecturas
del Nuevo Testamento con cuatro responsorios. Te Deum, entonado por el abad.
Lectura del evangelio, hecha por el abad, al cual todos
responden: Amen Himno Te decet laus. Conclusión. Bendición del abad.
Traemos a continuación el esquema del oficio festivo de las laudes, o, como lo
llama San Benito, Matutinorum solemnitas. Introducción. — Ps. 66, Deus
misereatur nostri (recitado tractim) V. Ps. 50, Miserere mei Deus. Otros dos
salmos adaptados a la índole de la hora. Cántico de los tres niños
(llamado Benedictiones en la regla). Laudes (el grupo de los salmos 148-150).
Breve lectura del apóstol Pablo ( Capitulum). Responsorio. Himno (Splendor
paternae gloriae). Versículo. Canticum de evangelio (= Benedictus). Letanía (=
Kyrie eleison). Pater noster. Las horas menores tienen una estructura más
sencilla: un himno inicial, tres salmos, Capitulum y versículo, letanía, Pater
noster. El oficio de las vísperas está constituido esencialmente como el de
laudes, con la diferencia de que tiene solamente cuatro salmos y el Magníficat en
lugar del Benedictus. La hora de completas (ad Completónos se. psalmos) consta
de tres salmos: 4, Cum invocarem; 90, Qui habitat in adiutorio; Ecce nunc
benedicite Dominum; el himno. Capitulum con versículo, la letanía y el Pater
noster; no admitía el Canticum Simeonis.

Parte II.
Los Elementos Constitutivos del Oficio.

Los elementos constitutivos del oficio se pueden reducir a tres fundamentales:


I. Los salmos con sus antífonas. II. Las lecturas con sus responsorios. III. Las
oraciones (colecta, preces).

Tal se presenta desde la época primitiva la estructura de la oración


canónica, pasada substancialmente a la Iglesia de la liturgia sinagogal.
Tertuliano alude a ello expresamente describiendo el orden de las
vigilias: Scripturae leguntur. aut psalmi canuntur, aut adlocutiones proferuntur,
aut peti-tiones delegantur. Al final del siglo IV, Nicetas, obispo de Remesiana,
encomia los oficios vigiliares, en los cuales los salmos, las lecturas y las
oraciones se entrelazan armónicamente para nutrir y alegrar el alma de los
fieles: Et psalmis delectamur, et orationibus regimur, et interpositis lectioni-bus
pascimur... Auditori quidem oratio ipsa fit pinguior, dum mens recenti lectione
saginata, per divinarum rerum quas nuper audivit imagines currit.

Todavía hoy, excepto las pocas añadiduras hechas más recientemente, como los
himnos, los tres elementos dichos se encuentran como base del oficio.

De ellos: a) la salmodia tiene el fin más directo de tributar alabanza a Dios


(elemento doxológico); b) las lecturas, el de instruir (elemento didáctico); c) las
oraciones, el de pedir la ayuda divina en las contingencias cotidianas de la vida.

Trataremos en particular de estos elementos en los capítulos de la presente


sección, estudiándolos naturalmente desde el punto de vista histórico-litúrgico.

1. Salmos y Salmodia.
 

El Salterio y Su Uso Litúrgico.

Llámase Salterio (del griego ψαλτηριον — instrumento de cuerda) a la colecciσn


de 150 poemas religiosos, llamados más propiamente Salmos (de ψαλμός = aire
melσdico, y, consiguientemente, el texto cantado), compuestos, bajo la
inspiración de Dios, por David y por otros escritores hebreos para servir como
cantos sagrados y como fórmulas de oración tanto en el uso litúrgico como en la
devoción privada.

El Salterio es un libro complejo: a) por su contenido; porque abraza


composiciones de toda especie poética: de la lírica a la didascálica, de la épica al
epitalamio, del canto individual al himno colectivo; b) por sus autores; David
fue, ciertamente, el principal, y con él reyes, jefes, levitas, sacerdotes, cantores y
fieles desconocidos; c) por su valor; indiscutiblemente, muchos salmos muestran
una perfección de concepto y de forma tal, que pueden estar a la par con los
trozos mejores de la literatura profana, mientras otros revelan menor originalidad
y una redacción literaria menos cuidada; d) por su finalidad; porque, mientras
algunos salmos fueron compuestos expresamente para el uso litúrgico, otros, por
el contrario, nacieron en circunstancias particulares extralitúrgicas, y sólo más
tarde fueron introducidos en el culto con alguna ligera modificación.

El Salterio ha llegado hasta nosotros distribuido en cinco libros; el primero


contiene los salmos del 1 al 40; el segundo, del 41 al 71; el tercero, del 72 al 88;
el cuarto, del 89 al 105; el quinto, del 106 al 150. Los salmos están dispuestos en
cada uno de los libros sin un especial criterio de fecha, de género o de autor.
Cada uno de los cuatro primeros libros termina con una doxología particular; al
quinto sirve de doxología el último salmo. Los cinco libros formaban tres
distintos grupos en su origen. El primero, (yahvista), atribuido a David mismo o
poco posterior a él, comprende los salmos 1 al 41, en los cuales casi
constantemente — 272 veces contra 15 — Dios es llamado con el nombre
sagrado oficial de Yahvé. El segundo (elohista) comprende los salmos 42-83 y un
apéndice (84-89). En contraste con el grupo precedente, Dios es llamado 200
veces Elohim y sólo 44 veces Yahvé. Esta reunión, que contiene salmos de
David, de Coré y de Asaf, parece que ha sido compilada en el tiempo de
Ezequías; el suplemento, aún más tarde. El tercero, de carácter compuesto,
comprende los libros cuarto y quinto; se distingue, en particular, el grupo de los
"salmos graduales" (120.122-134). Según una tradición referida por 2 Mach.
2,13, el Salterio había sido reunido y reordenado definitivamente en tiempo de
Esdras y Nehemías.

Los salmos habían tomado carácter litúrgico en los sacrificios del templo y en el
servicio divino de las sinagogas. Esto resulta cierto no sólo de la tradición
particular hebrea, que había adoptado el Salterio como libro oficial de canto, sino
además por el contenido y por la misma estructura externa de los salmos. En los
salmos 25:6; 26:6; 46:2.6s; 53:8; 67:5; 80:2, etc., se habla expresamente del
canto de los salmos en las funciones litúrgicas. Muchos de los salmos, por su
constitución, se parecen a cantos corales para ser ejecutados en el servicio divino;
así los salmos 8, Domine Dominus noster; 23, Domini est térra et plenitudo
eius; 45, Deus noster refugium et virtus; 94, Venite, exultemus
Domino; 99, lubilate Deo; 113, In exitu Israel de Aegypto; 117, Confitemini
Domino; 133, Ecce nunc benedi-cite Domino; 134, Laúdate nomen
Domini, 135, Confitemini Domino quoniam bonus. Otros se revelan por su
contenido como cantos decididamente litúrgicos; así, además de los ya notados,
los salmos 145, Lauda anima mea Domínum; 146, Laúdate Dominum quoniam
bonus; 141, Lauda lerusalem, Dominum; 148, Laúdate Dominum de
caelis; 149, Cántate Domino; 150, Laúdate Dominum in sanctis eius, y además
los grandiosos himnos a Yahvé de los salmos 67, Exurgat Deus; 95, Cántate
Domino canticum novum; 96, Dominus regnavit, exultet térra, etc. Otros dejan
comprender por su fórmula final que han sido admitidos al uso litúrgico, como
los salmos 3, 20, 27, 50, 123, 124, 130, 133, etc. Otros, en fin, por su inscripción
demuestran que han sido compuestos con vistas a su empleo en el culto; así el
29, Para la clausura de la fiesta de los tabernáculos; el 30, Para la
consagración del templo; los salmos 119-133, Canto de las ascensiones, para
uso de los peregrinos que subían a Jerusalén, etc. Por lo demás, los salmos, que
tenían en un principio carácter puramente personal, con su inserción en el
Salterio entraron en el uso ritual, y así toda la reunión de los 150 salmos fue para
los hebreos el libro de la oración litúrgica.

El Salterio, junto con los otros libros sagrados, pasó de la Sinagoga a la Iglesia
primitiva, la cual no sólo lo recibió como un texto de oración inspirada colectiva
e individual, sino que lo introdujo en su nueva liturgia, en la consideración de
que en todas sus páginas se refleja el misterio de Cristo: adúmbrala (est) imago
Christi Redemptoris in ómnibus psalmis. El, en efecto, había declarado (Lc. 24)
que los salmos contenían los oráculos respecto a su misión; muchas veces había
dado el ejemplo de orar y de argumentar sirviéndose de los salmos, substituyendo
la propia persona por la del salmista y haciendo propios sus sentimientos. En las
palabras de los salmos, decía San Agustín, yo escucho Christi vocem vel
psallentem, vel gementem, vel laetantem in spe, vel suspirantem in re.
Precisamente por este su contenido cristológico, la Iglesia ha orado siempre y
orará con los salmos, expresión de la oración de Cristo; y escogiendo de ellos con
preferencia los textos de la liturgia, intentó interpretar exactamente y expresar los
sentimientos mismos de su divina Cabeza.

Este valor divino del Salterio es igualmente el motivo que lo ha hecho amar tanto
por las almas más contemplativas de todos los siglos, las cuales hicieron de él su
alimento preferido, hasta el punto de recitarlo por entero cada día y de repudiar
en la oración litúrgica todo texto que no hubiese sido sacado de los salmos.

Además de esto, los salmos, por la universalidad de los sentimientos que


expresan, coordinándolos todos constantemente hacia Dios, se prestan
maravillosamente a interpretar las más variadas emociones del alma cristiana
siempre que quiera adorar, dar gracias, alabar y volver propicio al Señor. "Las
palabras de este libro (el Salterio) — escribía San Atanasio — abrazan toda la
vida humana, cualquier estado de espíritu, toda emoción del alma... Sentís
vosotros necesidad de penitencia y de perdón? ¿Estáis oprimidos por la
desventura o por la tentación? ¿Habéis sufrido una persecución u os habéis
escapado, escondiéndoos? ¿Quizá alguno de vosotros, triste o afligido, o bien,
alegre por haber conseguido triunfar de un enemigo, quiere alabar, dar gracias y
gloria a Dios? Recurra a los salmos; en ellos encontrará materia más que
suficiente para su necesidad y podrá ofrecer a Dios, como si fuesen suyos, todos
sus sentimientos." He aquí por qué el Salterio fue siempre en la Iglesia
considerado como el libro por excelencia de la oración cristiana, no sólo
para los sacerdotes y religiosos, sino también indistintamente para todos los
fieles.

Como tal, se explica la costumbre, tan difundida en la edad antigua, de estudiar


los salmos, aprendiéndolos de memoria. Ya San Pablo invitaba a los primeros
fieles a familiarizarse con los salmos: Loquentes vobismetipsis in psalmis, et
hymnis et canticis spiritualibus. Así lo había hecho él mismo encontrándose con
Silas en la prisión de Filipos (Act. 14, 25). Más tarde, los Padres exhortaban a los
monjes y a los clérigos y a todos los jóvenes de uno y otro sexo que querían
consagrarse al servicio de Dios. San Pacomio, el autor de la primera regla
claustral, obligaba a sus monjes al estudio del Salterio. El autor del De
Virginitate amonesta a la virgen: Psalterium habeto et psalmos edisce. San
Jerónimo escribía así al monje Rústico: "Este libro no debe nunca faltar de tus
manos, ni de delante de tus ojos; debes aprender los salmos literalmente de
memoria." Y en la carta a Eustoquio hace un gran elogio de las religiosas de
Santa Paula, en Jerusalén, porque eran tenaces en el exigir la observancia de la
regla que "ninguna monja pudiese permanecer si no sabía los Salmos. A este
estudio se aplicaban también las niñas, y el mismo santo Doctor lo aconseja con
grande insistencia a Laeta, noble dama romana, respecto a su hijita. El concilio II
de Nicea puso como condición absoluta el conocimiento de los salmos para la
consagración episcopal; en efecto, San Gregorio Magno rechazó, una vez
consagrado obispo, a un sacerdote que no los sabía de memoria.

En cuanto al uso de las oraciones salmódicas en la oración privada, Tertuliano


hasta su tiempo nos da testimonio sobre la iglesia de África y de Italia cuando
exhorta a los obispos cristianos a competir entre ellos en el canto de los salmos.
En la sección precedente demostramos nosotros cuan numerosas fuesen en los
primeros siglos las personas devotas que en casa consagraban a Dios las primeras
horas del día y de la noche con la recitación de salmos a propósito. Una carta
enviada desde Belén por Paula y Eustoquio a su amiga Romana Marcela nos da
idea de la popularidad alcanzada allí por los Salmos al final del siglo IV. "En esta
pequeña aldea de Cristo, todo es campestre, y, a excepción de los salmos, no
reina más que el silencio. De cualquier parte que venga, el aldeano, con la mano
en el timón del arado, canta el Alleluia. El sudoroso segador se recrea con el
canto de los salmos; el viñador, mientras corta con la hoz curva las uvas, canta un
cántico davídico. Tales son los aires melódicos de este país, éstas sus canciones
de amor."

Es interesante recordar cómo en la antigua liturgia napolitana existía un rito que


hasta ahora no se ha encontrado en otras partes, la traditío psalterii, el cual se
hacía a los catecúmenos en la tercera dominica de Cuaresma, Dom quando
psalmi accipiunt, anota el Capitulare Evang., de Lindisfarne, escrito en el 658.
Los catecúmenos eran invitados a aprender de memoria el salmo 22, Dominus
regit me... considerado como una síntesis de los misterios de la religión cristiana,
o bien, para los menos inteligentes, el 116, Laúdate Dominum omnes gentes.

Según un antiguo uso romano de origen oriental, introducido probablemente


en el siglo V, al final de cada salmo (excepto en el triduo sacro y en el oficio de
los muertos) se añade como conclusión el versículo doxológico Gloria Patri...
sicut erat. San Benito lo adoptó en seguida en su cursus monástico, pero tardó en
hacerse común. En las Galias, en tiempo de Amalario (+ 850), a pesar de que el
concilio de Vaison (529) había decidido el adaptarse a la práctica romana,
el Gloria Patri se intercalaba solamente cada cuatro salmos en el oficio ferial.

La práctica de insertar en la salmodia la pequeña doxología no era solamente una


afirmación trinitaria en tiempos de la difusión del arrianismo, sino que constituía
uno de tantos medios escogidos para distinguir un salmo de otro, o un grupo
determinado de salmos, y para favorecer la recitación. En Egipto, según refiere
Casiano, los primeros monjes gustaban tomar después de cada salmo un breve
respiro en silencio y después se ponían de rodillas, a continuación de lo cual el
abad recitaba una oración. En otras partes, como en Jerusalén, era regla recitar
solamente una colecta. Esta costumbre, especialmente en los días feriales, estaba
también muy en boga en Occidente, en la liturgia galicana y ambrosiana, en las
reglas monásticas extra-benedictinas, y duró mucho en la Iglesia. Son varios los
salterios de los siglos VIII y IX en los cuales a cada uno de los salmos sigue una
oración destinada a parafrasear el sentido y a resumir el fruto.

El Texto Litúrgico del Salterio.

No hay duda de que la Iglesia romana, la cual en los primeros tres siglos usó
oficialmente el griego como lengua litúrgica, se sirviese en la salmodia del
texto griego llamado "de los LXX," el cual, por lo que respecta a los Salmos, es
una traducción del original hebreo hecha en Alejandría cerca de 150 años antes
de Cristo. Pero en seguida debió sentirse la necesidad de una versión latina. Esta
se tuvo en el siglo II, si bien no sabemos precisar la fecha del lugar de origen. Por
San Agustín es llamada Itala; y, según él observa, su texto traducía muy
servilmente el griego de los LXX.
Al final del siglo IV, habiendo sido notablemente alterados por las múltiples
transcripciones los manuscritos de la Itala que contenían el Salterio, San
Jerónimo en el 382-83 hizo en Roma una revisión. Hasta ahora se había sostenido
que el texto salmódico corregido por él estaba representado por el así
llamado Psalterium Romanum, en uso en Roma y en Italia hasta Pío V y todavía
seguido en la basílica de San Pedro y quizá por el rito milanés, del cual nos
quedan vestigios en el invitatorio (Ps. 94) de maitines y en varios textos del
misal. Pero recientemente De Bruyne ha creído poder demostrar que
el Psalterium Romanmrt no puede ser de San Jerónimo por los errores e
interpolaciones de que está lleno. El primer salterio jeronimiano sería, por el
contrario, el que él cita en las cartas por él escritas a Roma y en
los Commentarioli por él compuestos al principio de su estancia en Palestina. La
primera revisión del Salterio, hecha, como declara el mismo santo
Doctor, cursím, un poco precipitadamente, fue corregida y perfeccionada en el
386, utilizando las Hexaplas, de Orígenes, estudiadas por él en Cesárea de
Palestina. Esta segunda revisión llegó a nosotros con el nombre de Psalterium
gallicanum, porque fue introducida primeramente en las Galias por San Gregorio
de Tours (+ 593), y de allí, poco a poco, en todas las iglesias del Occidente;
mientras, como observa dom De Bruyne, sería más exacto llamarla Psalterium
hexaplare. Su texto es el que forma parte de la Biblia Vulgata y se recita después
de la reforma de Pío V en el breviario.

San Jerónimo hizo todavía, hacia el 392, otra traducción latina de los Salmos
directamente del original hebreo. Esta versión iuxta hebraicam veritatem, la
mejor, sin duda, y todavía la más apreciada, no fue jamás admitida en la liturgia,
probablemente para no ponerla en contraste con los textos salmodíeos de la Vetus
Latina, entrados desde hacía siglos en el uso litúrgico y conocidos por todos de
memoria.

Se admite unánimemente que la actual versión de los Salmos recitada en la


oración canónica es muy defectuosa; y de todas partes se hacen votos para que
sea oportunamente revisada. Sería quizá mejor una nueva traducción latina hecha
sobre los textos originales, sirviéndose de las grandes ayudas de la sana crítica
moderna. La difícil empresa fue hace poco felizmente conducida a término por
los -profesores del Pontificio Instituto Bíblico de Roma, y a ella dio el
reconocimiento oficial el papa Pío XII con su "motu proprio" In cotidianis
precibus, del 14 de marzo de 1945, autorizando su uso tanto en la recitación
publica como privada del breviario.

Pero, a pesar de una excelente traducción, los Salmos, por motivos de diverso
género, tienen siempre necesidad de un estudio cuidadoso que facilite su plena
inteligencia. San Juan Crisóstomo ya desde su tiempo, y después muchas
veces los Santos Padres, han deplorado en los fieles, y mucho más en los
clérigos, la escasa comprensión del Salterio, motivo siempre de una tibia y
desgarbada recitación del santo oficio. Sería deseable que cada sacerdote se
preparase con un estudio personal sobre los salmos, al menos los más difíciles,
como se lee que hubiese hecho un monje de Cluny, el cual llevaba siempre
consigo una Glossa de los salmos, que consultaba siempre que salmodiando
tropezaba con algún versículo obscuro.

Los Varios Géneros de Salmodia.

Los salmos del oficio público fueron siempre cantados. Eusebio llama, en efecto,
a la salmodia μελωδεισθαι, porque la salmodia, según el alto concepto de los
antiguos, confería la más digna expresión a las fórmulas de la oración. No hay
duda de que la melodía de los salmos ha podido cambiar de un país a otro, y que,
aun conservando alguna señal de un origen común, haya debido adaptarse a los
gustos y al temperamento de los diferentes pueblos en los cuales había sido
introducida. San Agustín constata esta diversidad en África: De hac re varia est
consuetudo; y reprende a los fieles sus compatriotas por su descuido y por su
dejadez en el canto, pleraque in África ecclesiae membra pignora sunt, mientras
que los himnos inflamados de los donatistas sonaban como un reclamo de
trompeta, quasi ad tubas exhortationis inflamment.

Pero, cualquiera que fuese la diversidad de las formas melódicas, todos los


Padres están unánimes en celebrar los piadosos atractivos de la salmodia
eclesiástica. San Basilio exalta la virtud de los salmos, que ungen todas las
heridas del alma, y añade que "tal fuerza les viene a ellos de la modulación y de
la suavidad del canto, que excita al alma al bien." San Ambrosio describe el
entusiasmo universal con que todo el pueblo cantaba los salmos: "El salmo es el
canto de la tarde y de la mañana. El Apóstol manda a las mujeres callar en la
iglesia, pero ellas tienen el derecho de cantar los salmos. Son el himno de todas
las edades como de todos los sexos; oíd a los viejos, a los jóvenes, a las vírgenes
y a las más encantadoras niñas modular al unísono aquellos cantos y dulces
cánticos. Los niños desean saberlos; y a aquellos que generalmente no quieren
aprender, les es grato tenerlos en la mente.¡Qué fatiga no cuesta el obtener el
silencio durante las lecturas! Y, si uno habla, todos bisbisean. Pero ¿se entona el
salmo? Todo se hace silencio por sí mismo, todos los cantan sin tumulto. Se
recita en casa, se repite en los campos; es el himno de la concordia, ya que qué
lazo de los corazones no es la armonía de un pueblo que canta junto? Quién
rehusaría perdonar a aquel que en la iglesia une su voz a la suya?" Son conocidas
las palabras de San Agustín con las cuales ha celebrado la belleza y el poder
misterioso de la salmodia: "¡Cuántas veces, oh Señor, he llorado oyendo tus
himnos y tus cánticos, profundamente conmovido por la voz de tu Iglesia, voz
que resonaba suavemente y penetraba en mis oídos, en tanto que la verdad se
insinuaba en el corazón; piadosos afectos encendían mi alma y lágrimas
saludables caían de mis ojos!"

La antiguedad cristiana nos ha transmitido tres diferentes formas litúrgicas de


salmodia:

a) la salmodia responsorial; b) la salmodia antifónica; c) la salmodia directa.

La salmodia responsorial.

Llámase así la salmodia ejecutada por un solista, que desarrolla melódicamente el


texto del salmo, mientras al final de cada versículo, o en ciertos puntos
determinados, el pueblo le responde con una breve aclamación. Es éste el tipo de
canto salmódico más antiguo de la Iglesia, el único en uso hasta el siglo IV, que
se relaciona directamente con la tradición de la Sinagoga. Los hebreos, por regla,
ejecutaban así los salmos en las funciones del templo. Tenemos un típico ejemplo
en el salmo 136 cantado por el gran coro de los músicos en la dedicación del
templo, a cada versículo del cual se aclamaba con las palabras quoniam in
aeternum misericordia eius. Esta frase final formaba una especie de estribillo,
con el cual el pueblo respondía a la primera parte del versículo. El uso salmódico,
iunto con las respuestas intercaladas por el pueblo, es, por tanto, un antiguo uso
judaico, que, por un hecho fácil de explicarse, pasó al servicio litúrgico de la
Iglesia primitiva. El solista comenzaba por enunciar el título del salmo que estaba
para cantarse, después se desgranaban con ritmo melódico cada uno de los
versículos, a cada uno de los cuales respondían todos los fieles con una frase
estribillo siempre igual, sacada generalmente del principio o del final del salmo
mismo o que expresa una especial sentencia, o con una fórmula aclaratoria,
como Benedictas Deus, Amen, Alleluia. Ya en tiempo de San Pablo, los
extranjeros y los que no sabían seguir la oración dicha o cantada por el solista
respondían Amen. Numerosos testimonios de los escritores de los siglos IV y V
atestiguan la difusión en toda la Iglesia, tanto de Occidente como de Oriente,
de la salmodia responsorial tanto en el oficio como en la misa.

Nuestro misal ha conservado un antiguo ensayo en el canto de los tres


niños, Benedictas es, los sábados de las témporas, a cada versículo del cual se
repite: Et laudabilis et gloriosas in saecula. A causa de estas respuestas
intercaladas del pueblo, el salmo así ejecutado era llamado psalmus
responsorius, y la salmodia relativa, cantas responsorius. Así, en efecto, se
expresa Eteria a propósito del oficio nocturno celebrado en Jerusalén: psalmi
respondentur. No hay duda de que la ejecución del salmo responsorial requería
en el cantor una pericia musical no común. Era su obligación, bajo la guía de
ciertas melodías tradicionales, ejecutar el canto con modulaciones de voz más o
menos complicadas según su habilidad personal y la solemnidad litúrgica. Pero
hay que observar que los salmos responsoriales del oficio debían tener una línea
melódica mucho más simple de lo que requería el solemne Psalmus
Responsorius ejecutado durante la misa. San Agustín, en efecto, refiere que San
Atanasio hacía salmodiar en Alejandría al lector con una inflexión de voz
tan moderada, que parecía más bien una lectura que un canto. Parecida debía
ser la práctica en las iglesias de África, porque el mismo santo Doctor registra el
mismo reproche hecho a los católicos¡por los donatistas quod sobrie psallimus in
Ecclesia divina cántica prophetaram. Todo esto deja suponer que las primitivas
formas melódicas de la salmodia responsorial debían de ser muy sencillas;
mientras más tarde, como atestigua San Agustín, el desarrollo del arte musical
había adornado el Salterio davídico con las más suaves cantilenas.

No debe maravillar si, para precaverse de estos peligrosos adornos del arte, el
canto fuese tenido por sospechoso en algunos ascetas más rígidos y en algunas
reglas monásticas. Psalmum dicas in ordine tuo — escribía San Jerónimo al
monje Rústico — in quo non dulcedo vocis, sed mentís ajjec-tus guaeritur; y más
tarde, las constituciones cartujanas amonestan: Quia boni monachi officium est
plangere potius quam cantare sic cantemus voce ut planetas non cantas de-
lectatio sit in corde. Con todo esto, la Iglesia en todo tiempo permitió que los
salmos revistiesen un digno aunque austero vestido musical. Casiodoro (+ 570)
interpretaba exactamente el pensamiento cuando escribía: "Los salmos deleitan
nuestras vigilias. Mientras los coros salmodian en el silencio nocturno, la voz
humana levanta a Dios un canto melódico, y con palabras moduladas con
arte nos levanta hasta aquel de donde viene la palabra divina para la salud del
género humano."

La salmodia responsorial en el oficio fue en seguida suplantada por el nuevo


canto antifónico, más sencillo, más breve, más práctico. Encontramos los últimos
vestigios en la regla de San Benito, la cual prescribe en el tercer nocturno del
oficio dominical tria cántica de "Prophetarumn... quae cántica cum Alleluia
psallantur (c.ll). En cambio, en la misa, el Psalmus Responsorius se mantuvo
por largo tiempo; y, aunque mutilado en gran parte de sus versículos, conserva
todavía la bella fioritura de los antiguos melismas.

La salmodia antifónica.

La antífona está constituida substancialmente por el canto alternado de los des


coros, que se responden mutuamente en la ejecución melódica del salmo. Difiere
de la salmodia responsorial porque, mientras la característica de ésta consiste en
el solo salmódico de un cantor, al cual responde el pueblo, en el canto antifónico
son, por el contrario, dos grupos corales que se responden recíprocamente.

La antífona tiene precedentes muy remotos. Encontramos ya un clásico ejemplo


en el himno mosaico de acción de gracias Cantemus Domino, ejecutado por los
hebreos, después del paso del mar Rejo, a dos coros distintos, que se alternaban,
hombres y mujeres. Leemos también de David que había dividido los cantores
del templo en dos coros, los cuales se respondían mutuamente en el canto de los
salmos. El historiador Sócrates hace ascender la institución del canto
antifónico a San Ignacio, obispo de Antioquía, el cual, "habiendo oído a los
ángeles cantar alternativamente himnos en alabanza de la Trinidad, estableció en
la iglesia de Antioquía esta manera de cantar. La noticia tiene sabor de
leyenda; pero, de los varios elementos dignos de fe, se puede deducir que este
sistema de cantar estuviese en estimación desde hacía mucho tiempo en las
iglesias siríacas y de Mesopotamia. De allí, en efecto, la tomaron y la
implantaron en Antioquía, hacia la mitad del siglo IV, Diodoro y Flaviano, jefes
del partido ortodoxo de aquella ciudad, para contraponerlo a la antifonía de los
arrianos. Estos dos eminentes varones "dividieron a sus fieles ascetas en dos
coros, y les enseñaron a salmodiar alternativamente los himnos de David.

Fueron estas piadosas asociaciones de ascetas y de vírgenes, viviendo en medio


del siglo, los que en Antioquía, Edesa y Jerusalén inauguraron el nuevo canto, el
cual, unido a la salmodia de las vigilias cotidianas por ellos introducidas, dio,
como veíamos, un impulso inesperado al desarrollo de la oración canónica.

La antífona obtuvo entre los obispos y los fieles tales simpatías, además de servir
también, como arma semejante, para combatir los cánticos heréticos de los
arrianos, que a la vuelta de pocos años fue honoríficamente acogida por las
principales iglesias del Oriente y del Occidente. Por estas últimas tenemos
positivos testimonios respecto de Roma, donde fue introducida por el papa
Dámaso; de Milán, llevadas por San Ambrosio en el 386; de la iglesia africana,
según narra San Agustín. En un principio, el nuevo canto fue asociado al
preexistente canto responsorial, como sabemos por Eteria y por San Basilio, que
describe minuciosamente el desenvolvimiento del oficio vigiliar en Cesárea en el
375; después, poco a poco, la salmodia antifónica substituyó a la otra,
eliminándola casi del todo. No se puede negar que la antifonía en el oficio se
prestaba, mucho mejor que cualquier otra clase de canto, a mantener despierta la
atención de una gran masa de fieles y para interesarlos más vivamente en la
oración salmódica.

¿Cómo era ejecutado el canto antifónico? Wágner observa justamente que, en un


principio, la antífona debía comprender un alternado de dos coros a voces
dispares, que después se fundían en uno solo, cantando en octava. Pero cuando en
el siglo IV hizo su ingreso triunfal en la Iglesia, se presentó solo y como canto
alternado de dos coros; más aún, quedó como el único sentido anejo a esta
expresión. Es después difícil admitir que desde un principio los dos coros se
alternasen entre ellos cada uno de los versículos y de los salmos según el uso
actual, ya que una práctica de este género supone un conocimiento no común de
los salmos, que podía verificarse en un pequeño grupo de ascetas, pero era
imposible encontrar en la masa de los fieles, los cuales muy poco sabían del
Salterio y difícilmente podían disponer de códices.

Para superar la dificultad fue encontrada la antífona, es decir, un breve texto


salmódico, cuya frase melódica era anunciada inmediatamente antes del salmo,
después repetida por el coro "popular y más tarde intercalada a cada versículo o
grupo de versículos, ejecutados por los cantores o sacerdotes en lugar del
coro. San Juan Crisóstomo, comentando el salmo 117, Confitemini Domino, al
cual los asistentes respondían con el versículo Haec dies quam iecit
Dominas, escribe: "El pueblo no conoce el salmo entero; por esto se ha
establecido que él cante un versículo adaptado que contiene alguna sublime
verdad." Teodoreto. narrando la traslación de los restos de San Babila, mártir en
Dafnea, junto a Antioquía, bajo Juliano el Apóstata, dice que los que conocían
bien los salmos cantaban los primeros, pero la multitud se limitaba a responder a
cada versículo la antífona Conius sunt omnes qui adorant sculptilia, qui
gloriantur in simulacris.

Este, de todos modos, es el hecho: que, ya en el siglo IV, los salmos y las
antífonas propiamente dichas son recordadas como dos cosas muy distintas; y
desde aquel tiempo en adelante, el estribillo con el cual se alterna el canto
salmódico es llamado antífona, nombre que ha sido conservado hasta hoy.

La antífona, en sus modalidades originales, continuó siendo practicada en


Occidente durante una buena parte de la Edad Media. Ya la manera misma con
que entonces eran cantados los salmos y las antífonas, y lo son todavía hoy,
presupone la repetición de la antífona a cada versículo. En efecto, para unir
oportunamente el final del versículo con el comienzo de la antífona se usaban,
por el mismo tono del salmo, varias fórmulas de terminación, correspondientes a
la melodía inicial de la antífona, fórmulas llamadas dijferentiae. Suprimida la
antífona intercalada, han quedado en los libros de canto las variantes finales, que,
si melódicamente tienen un valor relativo, conservan un significado
arqueológico.

Por lo demás, a principios del siglo IX, Amalario, en la descripción del oficio
nocturno, recuerda seis antífonas repetidas alternativamente por dos coros
después de cada versículo. Naturalmente, la repetición de la antífona prolongaba
notablemente el oficio. Para no quitar demasiado tiempo al trabajo, se comenzó,
por tanto, a omitir la repetición; de aquí, poco a poco, se limitó a repetir la
antífona cada dos o tres versículos de los salmos de maitines y laudes, como
todavía se hace en el salmo 94 en el invitatorio y en el tercer nocturno de
Epifanía.

El canto antifónico en el oficio se desarrolló de manera distinta al de la misa. En


ésta, las llamadas antífonas ad Introitum, ad Offertorium y ad
Communionem fueron instituidas solamente para servir de marco ornamental a
los ritos particulares, la entrada del celebrante, la ofrenda de los dones, la
comunión. Recibieron una fórmula melódica muy rica, aunque inferior al salmo
responsorial, porque eran ejecutadas por cantores de profesión, en los cuales
frecuentemente el sentimiento artístico prevaleció sobre el litúrgico.
Consiguientemente, la exuberancia musical de aquellas antífonas redundó en
desventaja del salmo sobre el cual estaban insertas, así que éste fue olvidado y
reducido a casi nada poco a poco.

En el oficio, por el contrario, la antífona es la cosa principal y no tiene que


adornar ninguna acción litúrgica; existe y vive sólo para el salmo. Más aún, su
ejecución quedó siempre encomendada a los monjes y a los clérigos, los cuales
sabían naturalmente apreciar el sentido litúrgico de las formas del canto y eran
tan concienzudos, que no se dejaban llevar a cambios radicales. Si existió una
reducción, ésta no llegó nunca a sacrificar el carácter fundamental de la antífona,
y el salmo quedó íntegro.

Merece también que se haga resaltar la simplicidad de la salmodia antifónica.


"Aquí ninguno debe prevalecer; las varias formas que poco a poco se suceden
son tales, que todos las pueden sostener, aun los que no tienen voz ni habilidad
especial para el canto. Era ésta, en un principio, la característica de la salmodia
antifónica, la cual en el oficio ha quedado siempre inalterada. Las antífonas,
principalmente las más antiguas, son de hechura simple, cada sílaba del texto
lleva una o dos notas, raramente tres; además, muchas, como las de los días
feriales, son del todo silábicas. Su importancia musical está en el preparar la
fórmula salmódica correspondiente, de la cual forman parte como preludio. El
diseño melódico del salmo corresponde al de la antífona, es un canto-tipo que se
ofrece natural cuando varias voces dicen simultáneamente, sin pretensiones, el
mismo texto. Su melodía, aun siendo accesible a todos, es de una simplicidad y
una belleza estructural tal, que, cosa verdaderamente maravillosa, no fatiga, no
cansa jamás aunque se repita a cada versículo del salmo. Los tonos antifónicos de
los salmos del oficio son de aquellas creaciones elementales que en su camino a
través de los siglos no han perdido nada de su frescura y de su fuerza; poseen
siempre el secreto del agradar a millones de corazones y de levantarlos a Dios."

La salmodia directa.

La salmodia directa (psalmus in directum, tractus) consiste en cantar el salmo


desde el principio hasta el fin, siempre a coros alternados, pero sin adiciones
responsoriales o antifónicas. Es el canto salmódico más sencillo y más cómodo.
Los primeros que han hablado de él son Casiano y San Benito. Era un género de
salmodia que convenía particularmente a las comunidades menos
numerosas; sí minor congregatio fuerit (psalmi), in directum psallantur, nota
San Benito (c. 17); o cuando sus miembros estuviesen cansados de las fatigas del
día. Probablemente, en este segundo caso, el canto de los salmos se reducía a un
simple recitado, o bien bastaba que un cantor, aunque fuera menos hábil,
ejecutase el salmo con cierta cadencia, sin especial ornamento melódico. Los
presentes lo escuchaban en silencio, sentados, limitándose a seguir mentalmente
el sentido de las palabras. Así, según Casiano, se hacía también en los
monasterios de Egipto.

San Benito prescribe el canto directo para el salmo 66 -Deus, misereatur nosíri,


introductorio de las laudes matutinas, indicando que debía ser
ejecutado subtrahendo modice... ut omnes occurrant (c. 17), es decir, cantando
con una discreta lentitud a fin de dar a los monjes tiempo de encontrarse en coro
para el comienzo de las laudes. Tal lentitud no pertenecía ya, por tanto, a la
naturaleza de la salmodia directa, como quería Durando, sino que era sólo
ocasional. También en las reglas de San Cesáreo y de San Aureliano se alude
al psalmus directaneus, como también en el Ordo ambrosiano de Beroldo, una
rúbrica del cual advierte que debe ser cantado por dos coros reunidos sin
alternarse. También el I OR en la vigilia pascual, asignando al lector después de
la lección el cántico Cantemus Domino, deja suponer que lo ejecutaría ín
directum.

Las Antífonas.

La antífona fue creada teniendo en cuenta una doble función musical y


litúrgica. Musical, porque designa y prepara el tono en el cual deberá ser cantado
el salmo, susceptible, como es fácil de comprender, de varias melodías. Pero
mientras en un principio el salmo cantado debía ser lo principal, y la antífona lo
simplemente accesorio, más tarde esta última se extendió y se enriqueció,
atrayendo sobre sí todo el interés musical, y la cantilena salmódica se redujo a
una serie de fórmulas estereotipadas. Litúrgica, porque la antífona sugiere el
pensamiento dominante a través del cual la Iglesia invita a interpretar el
salmo. El salmo 129, por ejemplo, De projundis, etc., forma parte tanto de las
vísperas de difuntos con la antífona Si iniquitates ob-servaveris, Domine... como
de las vísperas de Navidad con la antífona Apud Dominum misericordia... En
ambos casos, la antífona precisa el sentido, o temeroso o confiado, pretendido
por la liturgia con este salmo. La antífona fue por esto justamente llamada la
"clave del salmo."

Podemos clasificar todas las antífonas en cuatro grandes categorías:

a) antífonas salmódicas;

b) antífonas,evangélicas;

c) antífonas históricas;

d) antífonas independientes.

a) Las antífonas salmódicas.

Son aquellas que derivan su texto del mismo salmo que preludian. Tal era el uso
primitivo, todavía conservado, salvo raras excepciones, en los oficios
dominicales y feriales. Estas antífonas salmódicas forman breves frases, sacadas
del comienzo del salmo o del versículo más característico, de modo que llaman
sobre él desde el principio la atención del que canta. A veces, estas frases
reproducen exactamente el versículo escogido, a veces lo han retocado algo, a
veces, especialmente en las antífonas más largas, están hechos con perícopas
sacadas de diversos versículos.

También los antiguos oficios vigiliares de Pascua, Navidad, Epifanía, Ascensión,


Pentecostés, del triduo sacro y, además, los comunes de los apóstoles, de los
mártires, de los confesores y de las vírgenes, que hacía el fin del siglo VIII
constituían ordinariamente el oficio de los santos, seguían la regla de las
antífonas salmódicas, escogidos o compuestos con el versículo que mostrase
especial relación con la fiesta. Cuando estaba en vigor la práctica de repetir la
antífona a cada versículo, todo el salmo era así iluminado por el pensamiento de
la solemnidad expresado por la antífona. Aun sucedía esto mejor en el oficio de
laudes, en el cual, a diferencia de los maitines o vísperas, que en tal solemnidad
adoptaban salmos propios, se seguía el esquema salmódico dominical. Las
antífonas para estos salmos, generalmente eran sacadas del pasaje evangélico del
misterio y tejían casi la cronohistoria.
En la serie de las antífonas salmódicas hay que contar también la
aclamación Alleluia, la cual, no obstante su sentido genérico, está unida
originariamente a muchos salmos. Si como tal no da propiamente la clave
litúrgica del salmo que introduce, da, sin embargo, el color a la atmósfera
espiritual en la cual florece el canto de la salmodia. Sola o con otras, o unida a
textos salmodíeos, expresa la alegría cristiana del tiempo de Pascua. Pero, aun
fuera de este tiempo, en el siglo IV servía ya de antífona en el acostumbrado
oficio nocturno en los monasterios de Egipto, y de ellos San Benito imitó la
norma de su regla (c.9) de cantar los salmos del segundo nocturno ferial y los tres
cánticos del tercer nocturno de la dominica con un Alleluia final. No es preciso
creer, sin embargo, que este Alleluia terminativo fuese una simple aclamación,
como ahora usamos en el breviario romano. Para los orientales, y hoy todavía en
el rito ambrosiano, el canto del Alleluia después de la lección del Nuevo
Testamento es un Alleluia muy prolijo y eminentemente melismático.

En Roma, desde el siglo VIII, el Alleluia quedó como antífona de laudes en todas


las dominicas del año, excepto la Cuaresma; la Instructio lo atestigua
formalmente. Es desde el principio de aquel siglo cuando las laudes fueron
doradas de antífonas propias.

La extrema sencillez literaria y melódica de las antífonas salmódicas es, sin duda,
indicio de su muy grande antigüedad; Gevaert las asigna a los siglos V-VI. Si
después se advierte que buena parte de las antífonas vigiliares se muestran
tomadas del comienzo del salmo, es natural suponer que, en un principio,
el praecentor haya adoptado tal sistema con fin esencialmente práctico; de este
modo bastaba el códice del Salterio, sin tener que recurrir al antifonario. El hecho
de que los antiguos salterios destinados al coro están desprovistos de antífonas,
puede ser una confirmación de este procedimiento.

Las antífonas "ad Evangelium."

Tienen una importancia fundamental en la historia de la antífona las antífonas de


los dos cánticos evangelicos, Benedictus y Magníficat, llamados también en los
códices litúrgicos antiphonae ad Evangelium, in Evangelio. Es preciso notar en
seguida que en el antiguo oficio, tanto romano como monástico, la antífona para
los cánticos del evangelio (Benedictus y Magníficat), como se expresa San
Benito (c.12), era en las dominicas la aclamación Alleluia, cantada tres o cinco
veces; en cambio, en las ferias semanales era una breve frase sacada del cántico
mismo. Posteriormente se quiso en los días festivos adornar el cántico con una
antífona propia, cuyo texto ha sido sacado generalmente de la perícopa
evangélica del día o de la solemnidad, muchas veces con singular amplitud,
elaborándolo, si es preciso, mediante oportunas modificaciones. Su composición
melódica y la de la fórmula salmódica añadida a ellos se adorna, especialmente
en ciertos días solemnes, de singular belleza. "Los pequeños ejemplos de
inspiración, que, mientras expresan con energía los sentimientos sugeridos por la
fiesta, se desenvuelven en una melodía de sublime grandeza y además de una
delicada interpelación del sentido de las parábolas." Estos dos cánticos, seguidos
de pie por todos los fieles, que responden a una voz, mientras el santuario está
empapado por los perfumes del incienso, constituyen el apogeo litúrgico del
oficio.

El Medievo buscaba la alta poesía repitiendo tres veces la antífona del cántico.
Esta manera de cantar la antífona llamábase triumphare o triumphaliter
canere, denominación muy apropiada tanto por la triple repetición (fer jan) como
por el carácter festivo. Durando habla de ello como de uso muy común. Otra
práctica entonces igualmente en boga consistía ten cantar los cánticos con varias
antífonas, de mcdo que a cada versículo o grupo de versículos se cantaba una
diferente; escogiendo, del elenco que llevaba el antifonario, aquellos que tuviesen
parentesco o identidad de tono con la antífona principal. Era una costumbre afín
con la antífona primitiva, de la cual es, ciertamente, uno de los más antiguos
testimonios. Esto resulta no solamente del hecho de que la liturgia bizantina
tiene algo de análogo, y precisamente los más antiguos manuscritos del oficio
traen numerosos ejemplos, sino también del nombre que se daba a este
uso: antiphonare. odie antiphonamus es una rubrica que se encuentra muchas
veces en los manuscritos.

Las antífonas históricas.

Pertenecen a esta serie las antífonas que reflejan en su texto algún episodio de


la vida del santo conmemorado en el oficio. Actualmente no son muchas, pero
los antiguos antifonarios traen un número mucho mayor.

De ellos pueden considerarse como anteriores a la época gregoriana los que


tienen el texto sacado de los Evangelios, porque el santo por ellos celebrado
encontraba allí las líneas históricas de su vida. Tales son la Virgen, los Santos
Inocentes, San Juan Bautista, San Juan Evangelista, San Pedro y algún otro,
como San Miguel. Nótese, sin embargo, que el antiquísimo oficio de San Pedro
y San Pablo tenía exclusivamente antífonas salmódicas y es el que, substituido
después por un oficio propio, pasó a formar el actual Commane Apostolorum.

Otras antífonas, en cambio, han sido sacadas de las actas de los mártires,


generalmente aprócrifas, que circulaban en gran cantidad en los siglos V y VI.
Tales son las de San Lorenzo, San Andrés, San Clemente, Santa Inés, Santa
Águeda, Santa Cecilia y otros mártires, compuestas durante el siglo VII o bien ya
insertas en el oficio romano. Estas, generalmente, no tiene melodía propia, sino
que imitan formas melódicas anteriores.

Las antífonas independientes.

Forman una serie aparte, dividida en tipos característicos. He aquí los


principales:

a) Las antífonas mayores o de Adviento, que, evocando líricamente las más


importantes figuras mesiánicas, preparan inmediatamente a la fiesta de Navidad.

b) Las antífonas cuyo texto comienza con Hodie, propias de las mayores


solemnidades, que son la imitación de un tipo análogo muy común en las
liturgias orientales. Estos se muestran ya al final del siglo V; antes aún si se
tiene en cuenta un praeconio para la Epifanía — de carácter gnóstico — del siglo
III. En Occidente, las antífonas y los responsorios Hodie son menos numerosos;
pero algunos presentan el tipo griego, otros están compuestos más libremente,
pero siempre sobre el tipo bizantino. Se deben muy probablemente a los
papas griegos y sirios de los siglos VII-VIII.

c) Las numerosas antífonas independientes del salmo, y generalmente con texto


muy desarrollado, traducción de troparios bizantinos, introducidos, como los
precedentes, en la liturgia latina por los papas griegos de los siglos VII y VIII.
Entre las principales recordaremos las antífonas Sub tuum praesidium, Adorna
thalamum tuum y Ave, grafía plena, de la Purificación; Nativitas tua, Dei
Genítrix, de la Natividad; Mirabile mysterium, de la octava de la
Navidad; Crucem tuam acforamus, del Viernes Santo, y otras varias,
especialmente del ciclo navideño, cuyos originales griegos se han perdido, pero
que conservan todavía todo su sabor oriental.

d) Las cuatro grandes antífonas marianas, de las cuales trataremos en particular


en la tercera parte.

e) Las antífonas per viam, llamadas así porque se cantaban durante las


procesiones de algunas fiestas, como el 2 de febrero y el domingo de Ramos, y
en las procesiones ocasionales. Estas antífonas tienen estilo pneumático, y no
están, al menos ahora, acompañadas del canto de un salmo; sin embargo, en el
pasado así lo estaban. El Ordo de San Amando lo declara: Sí autem via
longinqua fuerit ad ducendum, dicit psalmum cum antiphona.

 
2. Los Himnos.
Los Precursores de la Himnodia Cristiana.

La inspiración carismática, que tanto conmovió a la primera generación, no


encontró sólo los antiguos salmos davídicos para expresar con el canto la ola de
los afectos hacia Cristo, sino en sus encendidas improvisaciones debió revestir
muchas veces las alabanzas a Dios y a Cristo Redentor de nuevas formas rítmicas
y melódicas, llenas de encanto y de eficacia. San Pablo habla de un carisma de
la salmodia, aludiendo precisamente a los cantos nuevos, inspirados en la
solemnidad del momento litúrgico, y de himnos y odas espirituales, como de
composiciones sacras poeticecas bien conocidas por los fieles. Tales
composiciones de carácter lírico eran llamadas frecuentemente psalmi, porque
estaban compuestas según el tipo de los salmos davídicos. Tertuliano los
recuerda como todavía frecuentes en su tiempo en las reuniones para los ágapes,
y Eusebio cita los testimonies de un escritor romano de la primera mitad del siglo
II, que arguye al herético Artemón con la autoridad de los muchos salmos e
himnos compuestos por los fieles desde los primeros tiempos, que cantaban a
Cristo, Verbo de Dios. En el siglo III, estos salmos extrabíblicos habían
adquirido tanta popularidad, que el concilio de Antioquía, en el 269, tuvo
palabras de reproche para Pablo, obispo de Salmosata, el cual les había
condenado al ostracismo en su iglesia, "porque no eran sacados del Salterio de
David, sino de origen del todo reciente." Quizás él se había decidido a una
medida tan rigurosa para suprimir muchas composiciones poco recomendables
desde el punto de vista de la ortodoxia. Sabemos, en efecto, que los gnósticos de
los siglos II y III, como Marción, Valentino, Lerace, Bardesano y Armonio,
habían compuesto y difundido largamente un gran número de "salmos" heréticos,
que, con el atractivo de la melodía, sembraban el error. Poco más tarde será ésta
también para Arrio una de las armas de propaganda más eficaz He aquí por qué,
en la segunda mitad del siglo IV, el concilio de Laodicea (en. 59) prohibió que se
cantasen durante el oficio litúrgico textos (el concilio los llama fisalmi idiavci
= privados) que no fuesen sacados de la Sagrada Escritura. La prohibición no fue
aplicada en la práctica tan severamente. Muchos obispos permitieron el canto de
aquellas composiciones privadas que revestían de formas selectas y dé bella
melodía la doctrina ortodoxa; textos y cantos que después en la iglesia bizantina
se llamaron troparios, odas y cánones, tomando tanta parte en su brillante
liturgia. Esta postura más tolerante acabó por triunfar; más aún, quedó el sistema
adoptado por la Iglesia durante el Medievo, que perdura hasta nuestros días.

Entre los antiquísimos cantos litúrgicos, todos de carácter doxológico, que sólo


muy impropiamente pueden llamarse himnos, mientras no son más que oraciones
líricas, en prosa, dispuestos con un cierto paralelismo, cuatro son traídas por
las Constituciones apostólicas (c.380), es decir: a) el Gloria in excelsis
Deo, como himno matinal; b) el Alabad,¡oh niños! al Señor, afín al anterior,
pero más breve, como himno vespertino; c) el Bendito seas, Señor, como himno
de acción de gracias después de la comida; d) el Lumen hilare, como himno
lucernal. Otro antiquísimo himno matinal griego es el Te decet laus, escogido por
San Benito como conclusión de los maitines de domingo.

La Nueva Métrica Cristiana.

El himno (del griego ύμνος, derivado de υμνέιν = cantar) era ya definido por


Rufino Laus Dei cum cantu. En esta definición, como en la más elaborada de San
Agustín, no se alude claramente a un elemento substancial de la himnodia, la
forma métrica, si bien ésta sea fácilmente supuesta por la forma melódica. Más
exactamente, por tanto, el Venerable Beda decía: Humnus est laus Dei metrice
scripta.

El himno aparece como tal en la segunda mitad del siglo IV casi


contemporáneamente; en Oriente, con San Efrén Sirio y San Gregorio de
Nacianzo; en Occidente, con San Ambrosio. Estos dos últimos, y, después de
éstos, otros poetas menores, en la composición de sus himnos siguieron las leyes
tradicionales de la prosodia clásica. Pero la nueva himnodia cristiana no estaba
hecha para quedar vinculada a las formas métricas y literarias del clasicismo
greco-latino. Debía abrirse un nuevo camino, el de la poesía rítmica, en la cual el
verso se funda no ya sobre la cantidad breve o larga de las sílabas, sino sobre el
número y sobre el acento tónico de la palabra. Ha sido ésta una victoria de largo
alcance y de inmensa ventaja para la Iglesia. Ya que la poesía cristiana no debía
ser preferentemente una pura ejercitación literaria para el placer estético de un
grupo de personas cultas, sino la expresión viva de la colectividad cristiana, que
quería cantar los nuevos y excelsos misterios de la fe en las asambleas
litúrgicas. Ahora, el pueblo advierte muy poco la cantidad de las sílabas. De
correptione vo calium — decía San Agustín — eí de productione non
iudicat; pero, en cambio, movido por el lenguaje que habla, tiende naturalmente
y presta oído mucho mejor al ritmo acentuado. La poesía métrica cristiana fue,
por lo tanto, originaria y esencialmente poesía popular.

Por lo demás, es interesante notar cómo también los pocos poetas cristianos, los
cuales no abandonaron el antiguo metro cuantitativo, escogieron, por lo general,
formas métricas muy populares, teniendo cuidado de que el acento tónico de las
palabras coincidiese, en cuanto fuera posible, con el acento largo, requerido por
la métrica cuantitativa. Las estrofas en dímetros yámbicos, escogidos por San
Ambrosio para sus himnos, gozaron de mucha popularidad por este motivo; ellos,
si bien compuestos según las leyes de la cantidad, podían igualmente cantarse
rítmicamente; y el pueblo las cantaba así.

La nueva poesía rítmica nació en Siria, y encontró en San Efrén (+ 373) el


primero, más célebre y más fecundo poeta. En Occidente fue Auspicio de Toul
(+ 470) el que adoptó primero los yámbicos rítmicos, derivación del versus
saturnias, el metro favorito de la poesía popular profana de los romanos. Junto
con esto era muy común el versus popiilaris, escogido por San Hilario para su
himno a Cristo.

Adae cárnis glóriosae ét cadúci córporís.

El versus popularía y el dímetro yámbico son los dos metros en los cuales fueron
escritos la mayor parte de los antiguos himnos cristianos tanto en latín como en
griego; prueba evidente del interés que tenía la Iglesia de salir al encuentro del
gusto del pueblo, e indirectamente, a su corazón. No se puede negar que muchos
de aquellos trozos poéticos son de escaso valor; pero la poesía rítmica en su
ulterior desarrollo, especialmente después del 1000, alcanzó tal perfección
artística, que ganó definitivamente para la propia causa las lenguas romances
entonces nacientes.

La Himnodia Siríaca y Griega.

No está fuera de lugar aludir brevemente a la himnodia sagrada siríaca y


griega, porque la primera sobre la segunda y ambas a su vez ejercieron no
pequeña influencia sobre las formas y sobre el desarrollo de la himnodia
litúrgica de la Iglesia occidental.

La himnodia siríaca se resume principalmente en la obra poética de San Efrén,


llamado el "Arpa del Espíritu Santo." Nacido en Nisibe, sobre el Eufrates, a
principios del siglo IV, se retiró hacia el 363 a Edesa, donde compuso la mayor
parte de sus célebres poemas (homilías métricas e himnos) con medida
rítmica, casi todos para el uso litúrgico. Las homilías están divididas en estrofas
de diversa extensión; el canto de las más largas estaba confiado a un coro; el de
las más cortas, que servían de estribillo después de los primeros, al segundo coro.
Otra particularidad de su poesía es el acróstico; cada estrofa del himno comienza
con una letra del alfabeto (acróstico abecedario) o bien con letras que forman el
nombre del autor. Las características de la himnodia siríaca fueron en seguida
imitadas en Occidente, como lo prueban los abecedarios de San Hilario de
Poitiers (+ 366) y otros que entraron en la himnodia visigótica e irlandesa.
También la liturgia romana actual le es tributaria con los dos himnos de laudes de
Navidad y las vísperas de Epifanía (Hostis Herodes impie según el texto antiguo)
y parte del gran abecedario de Sedulio. El Gloria, laus et honor, de Teodulfo de
Orleáns, de la procesión de Ramos; el himno Audi, iudex mortuorum, de la
consagración del crisma el Jueves Santo, y el magnífico Pange lingua
gloriosi, del Viernes Santo, son todavía cantados según las grandes formas de la
antigua poesía de la Siria cristiana.

Cuando la poesía siríaca, hacia el siglo VII, caminaba hacia la decadencia, la


himnodia griega había comenzado hacía poco su glorioso camino. En realidad,
desde el siglo IV la iglesia bizantina había tenido sus poetas sagrados, como San
Metodio, San Gregorio Nacianceno, Nono y Sinesio; pero sus himnos,
compuestos según las reglas clásicas de la cantidad, no entraron en el uso
litúrgico donde los troparios, si bien escritos en prosa, representaban dignamente,
por su lirismo y por su canto, la parte poética. Solamente a la mitad del siglo VI
la himnodia griega con el gran Romanos, llamado el Melódico (+ 560), comienza
a adquirir importancia de primer orden en el campo litúrgico literario. Romanos,
Sergio de Constantinopla, Sofronio de Damasco, Andrés de Creta y San Juan
Damasceno, que fueron los luminares, recogieron en sus cantos las nuevas
formas de la poesía tónica siríaca y compusieron cánones, troparios, idiomeles y
odas, ricos de profunda inspiración y animados de un vivo sentimiento de piedad
hacia Dios y la Virgen santa. En la iglesia bizantina, tales producciones poéticas,
a diferencia de cuanto sucedió en Roma, penetraron ampliamente en toda la vida
litúrgica, tanto que, al menos en el oficio, prevalecieron sobre la prosa misma.
Pero mientras numerosos troparios griegos pasaron durante los siglos VII y VIII
al patrimonio de las liturgias occidentales, la himnodia griega propiamente dicha
quedó siempre excluida.

3. Las Lecturas y los Responsorios.


Las Lecturas Escr1turísticas.

Al elemento eucológico propiamente dicho (salmos, himnos), la Iglesia desde un


principio quiso asociar un elemento didáctico, la lectura de los libros sagrados, a
fin de que, según el aviso de San Pablo el corazón y la mente de los fieles
adquiriesen su alimento espiritual. Por lo demás, ésta era la
costumbre judía; más aún, las lecciones escriturísticas formaban el núcleo
central del servicio sabático de las sinagogas. De la lectura pública de los libros
del Antiguo y del Nuevo Testamento dan testimonio expresamente escritores de
los tres primeros siglos, como San Pablo, San Ignacio, la epístola a Diognetes,
San Justino, Tertuliano, San Hipólito y San Cipriano. Baste como muestra la
afirmación de Tertuliano: Coimus ad divinarum litterarum commemorationem.
Pero no es fácil distinguir si sus referencias dicen relación a la misa o a las
sinaxis alitúrgicas; es cierto de todos modos que tales lecturas debían tener lugar
en ambas.

En los siglos IV y V, en Oriente, la primera organización de la oración canónica


en los ascetorios de los monasterios admitió solamente la salmodia y oraciones.
Eteria no hace referencia a lecturas hechas durante los oficios vigiliares de los
ascetas en Jerusalén. Pero muy pronto la lectura de los libros sagrados tuvo su
parte en el servicio eucológico, especialmente durante las largas vigilias
nocturnas de las comunidades monásticas, como ya lo habían hecho las iglesias
seculares. San Basilio de Cesárea (+ 379) lo dice explícitamente: Ideo et nostra
sunt oracula divina, et ab Ecclesia Dei, tamquam dona divinitus missa, in
singulís conventibus legun· tur. El historiador Sócrates, su contemporáneo, da
informaciones análogas para las otras grandes iglesias de Oriente. Casiano,
alrededor de esta época, dice que en los monasterios egipcios de San Pacomio, a
los doce salmos del nocturno seguían dos lecciones, una del Antiguo Testamento,
la otra del Nuevo (excluidos los Evangelios), excepto el sábado, el domingo y el
tiempo de Pascua, en el cual ambas lecturas eran tomadas del Nuevo Testamento.

Para las iglesias occidentales, tenemos solamente el claro testimonio de Nicetas,


obispo de Remesiana (+ 414), en Iliria: (En las vigilias) et psalmos delectamur,
et orationibus regimur et interpositis lectionibus pascimur. Es muy probable que
en Roma se hiciese lo mismo. Más aun, a principios del siglo V, no sólo el uso
litúrgico romano admitía en la lectura todos los libros escriturísticos, sino aue
debía poseer ya una ordenación o canon que los asignaba a tiempos
determinados. La Vita Melaniae iunioris. de la primera mitad del siglo V, indica
que la salmodia y las lecturas en los monasterios por él fundados se hacía iuxta
statutum canonem, es decir, según una ordenación preestablecida, que era la de la
Iglesia romana. Por lo demás, nada más natural que el que algunos libros o
perícopas fuesen escogidos para ser leídos en particulares circunstancias o fiestas
litúrgicas, como las profecías de Isaías o de Jeremías, en los días de la Pasión; los
Actos, en Pascua y en Pentecostés. Pero mientras los libros del Antiguo
Testamento eran leídos una vez durante el año, los Salmos, las cartas de San
Pablo y el Evangelio, análogamente a cuanto se hacía en la misa, se leyeron
desde el principio todos los días sin interrupción: Psalmi omni tempore,
evangelium et apostolum similiier, dice el Ordo de San Pedro, el más antiguo de
la Iglesia romana (s.VII).

¿Cuál era la distribución de las lecturas bíblicas en el ciclo anual? Nosotros


conocemos dos esquemas ligeramente diversos, de los cuales, uno (A), el más
antiguo, consignado en el referido Ordo de San Pedro, de Juan Archicantor,
representa la práctica romana anterior a San Gregorio; el otro (B), contenido en
el Ordo Librorum Catholicorum, fue compilado en las Calías después de mitad
del siglo VIII, si bien, fuera de Roma, el Ordo antiguo en alguna iglesia quedó
todavía en vigor. He aquí los detalles de ambos: las lecturas está puesto una
semana antes de Cuaresma, en correspondencia con el principio del antiguo año
civil republicano. Reagrupándolos según los varios períodos del año eclesiástico,
tenemos:

Cuaresma: El Pentateuco, o sea los cinco libros de Moisés, Josué y los Jueces, a
los últimos de los cuales debía unirse el pequeño libro de Ruth. El Génesis en
esta época, como en Milán y en Oriente, era leído cada día en las dos
primeras semanas de Cuaresma.

Semana Santa: Trozos escogidos de las profecías de Isaías y de las


Lamentaciones de Jeremías, unde ad passionem Christi convenit. Es de creer que
antiguamente tenía lugar el Jueves Santo una lectura de Joñas, como dejan
suponer los libros de Benevento y atestiguan, para Milán, los escritos de San
Ambrosio y, para Verona, un sermón de Zenón.

Tiempo de Pascua: Las epístolas católicas, los Actos y el Apocalipsis.


El Ordo de San Pedro se ha conformado al uso tradicional de las lecturas de la
misa, que se transparenta todavía en nuestro misal.

De Pentecostés a las calendas de diciembre: Los Reyes, Paralipómenos,


Salomón, Judit, Ester, Macabeos y Tobías. Faltan los dos libros de Esdras,
influidos quizá por la duda sobre la canonicidad de los apócrifos homónimos.

De las calendas de diciembre a la Epifanía: Isaías, Jeremías y Daniel.

De la Epifanía a los idus de febrero: Ezequiel, profetas menores y Job. Es claro


que el profeta Isaías, puesto en diciembre, como preparación a la Navidad, ha
traído así a los otros libros profetices. Daniel fue cambiado antes que Ezequiel
para que se leyere antes del tiempo natalicio la célebre profecía mesiánica de las
setenta semanas. Job fue unido a los profetas quizá porque le interpretaron como
profeta de la paciencia del Mesías.

El Ordo no asigna un tiempo especial a las lecturas paulinas, porque su lectura


era ordinaria durante el año, omni tempore, siendo asignadas a ellas las lecciones
del tercer nocturno dominical en correspondencia con la epistola de la misa.
También la perícopa del evangelio leída en el oficio se relacionaba con la de la
misa.
Las Lecturas Hagiográficas.

La costumbre de leer en las asambleas cristianas la narración de la pasión de los


mártires, se remonta, como ya hemos visto, a la época subapostólica. Las
relaciones del martirio de San Policarpo de Esmirna (155) y de los mártires de
Lyón 177) demuestran cuánta diligencia pusieron las iglesias en conservar la
memoria de sus gestas y con cuánto fervor las recordaban los fieles en la
memoria y en el corazón. Solemnitate martyrum — decía San Agustín — exhor-
tationes sunt martiriorum. Esto tuvo lugar primero en el oficio de la vigilia del
mártir, cuando, junto al sepulcro donde reposaba su cadáver, se celebraba la
fiesta aniversario; pero más tarde se introdujo también en el oficio canónico.
Encontramos una clara mención para Roma en la vida de Santa Melania. Su
biógrafo Geroncio, refiriendo haber leído con la Santa la narración de las
reliquias de San Esteban, observa que consuetudo erat ei per vigilias sanctorum
quinqué legere lectiones.

No debemos creer, sin embargo, que e) uso fuese muy frecuente, sea porque tales
fiestas eran pocas y de carácter preferentemente local, sea porque el
llamado Decreto gelasiano revela en la Iglesia romana una irreductible oposición
a las historias anónimas novelescas de los santos, que circulaban en gran número
en su tiempo. De todos modos, la práctica de las lecciones hagiográficas, como
elemento ordinario del oficio, encuentra en Roma confirmación a principios del
siglo VI en la regla de San Benito: In sanctorum festivitatibus... lectiones ad
ipsum diem pertinentes dicantur (c.14). No hay duda de que San Benito debía
tomar de Roma el modesto calendario santoral y el texto de las lecciones
históricas relativas. Es probablemente a este exiguo passionario al que se refería
San Gregorio Magno cuando en el 598, escribiendo a Eulogio de Alejandría, que
le había rogado le enviase cunctorum martyrum gesta, respondía
que nulla (gesta) in Archivo huius nostrae vel in romanae urbis bibliothecis esse
cognovi, nisi pauca quaedam in unius codicis volumine collecta.

4. Las Oraciones.

La oración, tanto oral como mental, entraba ampliamente en los cánones


salmodíeos de la vida ascética y monástica en los siglos IV y V especialmente
en Oriente; nosotros hemos aludido varias veces a ella. En este capítulo
queremos más bien tratar de los elementos eucológicos propiamente dichos con
los cuales se inicia y se concluye el oficio.
Las Oraciones Iniciales.

Son tres las oraciones iniciales que tienen visiblemente como fin el preparar el
alma a la oración y el pedir a Dios la gracia de rezar bien, según las bellas
palabras de San Agustín: Non laudabunt labia mea, nisi
praecedat (Domine) misericordia tua. Dono tuo te laudabo. Non enim ego
possum laudare Deum, nisi mihi donet laudare se (In ps. 62, 12):

a) La oración Aperi, Domine, os meum, que no por precepto, sino por simple


devoción (laudabiliter), se suele poner antes de los maitines. Aparece por vez
primera en el siglo XI como oración privada del celebrante durante el canto
del Sanctus, antes de comenzar el canon. Fue después acomodada a la recitación
del oficio, con la añadidura de la cláusula ut digne, atiente, ac devote...

b) El Pater, Ave, Credo. Juan, obispo de Maiuma, en Oriente, en


las Pleroforie, escritas por él alrededor del 515, recomienda el Pater
y el Credo como preparación inmediata a la oración. En Occidente se recitaban
la oración dominical y el símbolo apostólico antes de maitines y a la hora de
prima quizá desde el siglo VII, y ciertamente al final del siglo VIII. San Benito
de Aniano (+ 823) prescribe a sus monjes el decirlas en voz baja delante del altar;
pero probablemente en esta época debían recitarse también en el oficio romano,
porque los salterios de los siglos VIII y IX los traen ordinariamene. Juan de
Avranches (+ 1079) observa que en su tiempo eran de uso general también entre
el clero secular. En el breviario de la curia estaba prescrito solamente
el Pater para ser recitado en silencio.

El Ave María, el popular saludo a la Virgen, ya desde el alto Medievo se


asociaba naturalmente al Pater noster como afirmación de la gracia mediadora
de María. Un canon del sínodo de Odón de París (1193) prescribe a los fieles
reunir habitualmente las tres fórmulas en su oración. Naturalmente, al Ave, como
ya decíamos, le faltaba todavía la segunda parte, Sancta María...

c) El versículo Deus, in adiutorium meum intende, Domine, ad adiuvandum me


festina, seguido de la pequeña doxología Gloría Patri y del Alleluia. Constituye
la verdadera introducción a las horas.

La invocación Deus, in adiutorium... sacada del comienzo del salmo 69, era de


uso común en la devoción privada desde los tiempos más antiguos. Casiano hace
un cálido elogio, y dice que entre los monjes egipcios servía de jaculatoria
para fomentar en ellos el espíritu de oración. A él nace referencia Casiodoro,
añadiendo que quidquid mariachi assumpserint, sine huius versiculi trina
iteratiorte non inchoentl. San Benito lo adoptó como oración introductoria a
todas las horas, excepto los maitines, en homenaje al principio por él proclamado
en el prólogo de su regla: Quidquid agendum inchoas, bonum ab Eo perfici
instantissima oratione deposcas; o bien, como alguno ha supuesto, para
contraponer a las tendencias semipelagianas de su tiempo la afirmación católica
de la necesidad de la gracia. Pero en maitines, en lugar del Deus, in
adiutorium, San Benito puso el versículo Diomine, labia mea apenes; Et os
meum an nuntiabit laudem tuam, llamado versus aperitionis (salmo 50), en
contraposición al versus clusor, y el Pone, Domine, custodiam ori mea... (del
salmo 140), que cerraba la boca del monje después de completas, imponiendo el
riguroso silencio nocturno, tan recomendado en las reglas monásticas.

Las Oraciones Conclusivas de los Nocturnos.

La salmodia de la vigilia tiene una conclusión eucológica, que consiste en un


versículo a pregunta y respuesta, en la oración dominical y en una breve oración,
la cual, sirviendo precisamente de final de los nocturnos, fue
llamada cbsolutio (de absolvere = terminar). Pero, si miramos a los nocturnos
del triduo sagrado, podemos conjeturar que el solo versículo concluía la oración
salmódica del antiquísimo oficio romano, cuando no se habían añadido todavía
las lecturas o al menos faltaban en ciertos días; al versículo fue unida después la
fórmula de la absolutio y, finalmente (s.IX), el Pater noster.

Sabemos de cierto por Amalario que los francos intercalaban el Pater


noster entre el versículo y la absolutio, mientras que los romanos lo
omitían. El Pater galicano debía ser el resto de la oración y correspondiente
postración usada en Oriente y en Irlanda después de cada salmo. De todos
modos, el uso franco terminó por prevalecer también en Roma. Amalario observa
todavía que, entre los romanos, la fórmula de la absolutio era deprecativa y
reclamaba la atención de los santos: (Romani) dicunt aliquod capitulum tale
quale istud est: Intercedente beato principe apostolorum Petro, salvet et
custodiat nos Dominus. Tenemos confirmación de éste en una colección del siglo
IX que comprende diez de tales fórmulas, todas del género; y más tarde, por
Durando, que escribe: Per praeces, quae dominicam orationem ante lectiones
sequuntur, imploratur Sanctorum intercessio. Las antiguas absoluciones
santorales no fueron admitidas en el breviario moderno; y las cuatro actualmente
en uso, que se remontan al siglo XII, no tienen ya, excepto una, más que un
sentido genérico.

El versículo es una frase breve generalmente salmódica (de donde le viene su


nombre), que imprime de manera vibrante un sentimiento relativo al oficio del
día y a la hora a la que pertenece. Se compone siempre de dos miembros, el
primero de los cuales (versículo) es recitado por un cantor, el otro (responsorio)
es respondido por el coro o por la asamblea. El fin del versículo es el de despertar
de un posible sopor el espíritu de los salmodiantes para resumir el tema
dominante de la oración; por esto encuentra oportunamente su puesto después de
los nocturnos y se canta en tono más elevado, con una final pneumática
característica.

La índole del versículo era ya precisada por Amalarlo: Talis namque debet esse
omnis versus, ui vel statum officii ad memoriam reducat vel statum temporis.
Véase, por ejemplo, el versículo de los nocturnos feriales: Media nocte
surgebam... o bien: Memor fui nocte...; de Adviento: Egredietur Dominas...; de
Pascua: Surrexit Dominus de sepulcro...; de los apóstoles: In omnem terram...; de
María Virgen: Elegit eam Deus...

No hay duda de que los versículos pertenecen al núcleo primitivo del oficio
romano, y de éste San Benito derivó el uso en su cursus. Según una ley muy
antigua de la composición litúrgica, los diferentes versículos de un oficio festivo
no deben ser más de cuatro, es decir, los de los tres nocturnos y los de laudes; y
éstos, como ya decíamos, sirven para formar los responsorios breves de las horas,
excepto los de prima y de completas, siempre iguales. De este modo, se puede
decir que los versículos constituyen un elemento conectivo de todo el oficio
festivo, haciendo repetir con insistencia cuatro conceptos que delinean
sintéticamente el carácter de la fiesta.

Las Oraciones Conclusivas del Oficio.

Las preces.

La exhortación de San Pablo a Timoteo (1 Tim. 2:12) que se hagan


obsecraitones, orationes, postulationes, gratiarum actiones pro ómnibus
hominibus, pro regibus et ómnibus qui in sublimitate sunt, ui quietam et
tranquillam vitam agamus, ha sido la trama sobre la cual desde el primer siglo se
ordenó la oración llamada de los fieles, recitada al final de la vigilia dominical,
cuyo eco directo o indirecto vemos reflejarse en los escritos de los primeros
siglos, comenzando por San Clemente Romano y por San Justino.

Esta en la segunda mitad del siglo IV, cuando podemos conocer el formulario, se
nos presenta bajo doble forma, de letanía y de colecta; y como tuvo su puesto de
honor en la misa a la clausura de la reunión catequética de los fieles antes del
sacrificio, así, pasando a las horas canónicas, sirvió de conclusión de las grandes
horas tradicionales, laudes y vísperas.
En Oriente prevaleció el título de letanía. Hablan de esto las Constituciones
apostólicas (c.380), San Juan Crisóstomo (+ 407) y la peregrina Eteria, que le
describe así su uso en las vísperas en la basílica de Jerusalén (c.385): Uñus ex
diaconibus facit commemorationem singulorum, sicut so-let esse consuetudo. Et
diácono dícente singulorum nomina, semper pisinni plurimi stant respondentes
semper: "Kyrie eleison." En Occidente, las preces en el oficio debían también
existir al final del siglo IV. Eteria lo hace suponer cuando dice: Sicut solet esse
consuetudo, es decir, la costumbre de sus países occidentales. No tenemos sobre
el particular otros testimonios positivos, salvo quizá una alusión del
Ambrosiáster, que la llama regula ecclesiastica y dice que ea utuntur
sacerdsotes nostri. En Roma, según los Padres del concilio de Vaison (529), al
final del siglo V se había introducido en laudes y en vísperas el canto diverso
del Kyrie, el cual debió de ser asociado, como en Oriente, a las preces
litánicas. Probablemente, las preces romanas de aquel tiempo nos son indicadas
por San Benito en su regla (526). El distingue netamente
entre litania y supplicatio litaniae. La primera (c. 12.13.17) es prescrita por él al
final de laudes y de vísperas, y designa el formulario tradicional de las preces,
seguido por el Kyrie eleison y el Pater; la supplicatio litaniae, id est Kyrie
eleison (c.9,17), es, por el contrario, asignada al final de las otras horas, y
designa el simple Kyrie eleison repetido varias veces, pero sin otras añadiduras.

Fuera de Roma, y particularmente en las Galias, las preces en el siglo VI eran


preferentemente de tipo colectivo, en forma de versículos salmodíeos, solos o
acoplados, terminados o no con la cláusula de las colectas, aui vivís... Nos trae un
ejemplo el antifonario de Bangor (s.VII):

Pro baptizatis:

Salvum fac, populum tuum, Domine, et benedic haereditati tuae et rege eos et
extolle, Domine, illos usque in aeternum. Miserere ecclesiae tuae catholicae,
quam in tuo sanguine redemisti. Qui regnas... O Domine, salvum fac, o Domine,
bene prosperare. Prosperitatem itineris praesta famulis tuis. Qui...

De la presencia de versículos salmodíeos en las preces da testimonio en el 506 el


concilio de Agde, en Francia, cuando sanciona que in conclusione matutinarum
vel vespertinarum, missarum, post hymnos, capitella de fDsalmis dicantur (c.30).
Este término capitella o capitula de psal-mis, o también
simplemente capitulum, como leemos en la regla contemporánea de San Cesáreo,
resultó sinónimo de preces. El tradicional Kyrie eleison no fue, sin embargo,
excluido, sino que quedó como preludio o como apéndice de las preces, dicho
solo o, más comúnmente, tres veces y aún más.
En los siglos siguientes, las preces, introducidas también en la hora de prima,
asumieron un marcado carácter penitencial con la inserción de versículos
especiales para implorar el perdón de los pecados, y de los salmos Miserere y De
profundís; de ahí el nombre de preces flébiles dado a aquéllas por los liturgistas
medievales y también la costumbre de recitarlas de rodillas. Por este motivo,
desde el tiempo de Amalario fueron excluidas del oficio pascual, de los
domingos y de las fiestas, y más tarde, en el breviario de la curia, fueron
arregladas en un texto muy prolijo, restringidas al Adviento y a la Cuaresma.

El breviario de los Menores llevaba también un breve formulario de preces para


los domingos y los días ordinarios en prima y completas. Estas han quedado
todavía en uso, si bien se muestran menos concordantes con el tradicional
carácter festivo de la dominica.

La oración dominical.

Era natural que el Pater noster, la fórmula cotidiana de la oración enseñada por
Nuestro Señor, tuviese su puesto en la ordenación de la oración pública de la
Iglesia. En efecto, a ejemplo de la misa, en la cual la anáfora eucarística se
concluye con la oración dominical, también el oficio le asignó su puesto
conclusivo o porque era considerada como el resumen ideal de toda oración o,
más probablemente, para que sirviese para cancelar los defectos ocurridos en la
recitación del oficio, conforme al pensamiento de las Padres antiguos, que la
consideraron como el cotidianum baptisma, hecho para cancelar los debita
cotidiana.

Como quiera que sea, es un hecho que, en un principio, todas las horas
terminaban regularmente con el Pater noster. Lo atestiguan desde el principio
del siglo VI el concilio de Gerona, en España (517): ómnibus diebus post
matutinas, et vespertinas (horas), oratio dominica a sacerdote proferatur (en.
10), y en Italia, en la misma época, San Benito, el cual prescribe que los Agenda
matutina vel vespertina deben terminar con la oratio dominica, recitada por el
abad, así también todas las otras horas. Tal debía ser, sin duda, el antiguo uso
romano, que se mantenía todavía en el siglo XII en la basílica lateranense,
atribuido a una tradición apostólica: Haec (ecclesia) — escribe Juan Diácono (c.
1170) — reservans apostolicam institutionem, nonnisi Dominica in officiis utitur
oratione. Y el Ordo de la misma iglesia nos da la rúbrica: Expleto vero "Kirie"
(dicho nueve veces), omnes sub silentio curvi dicant orationem do-minicam.
Oratione vero expleta, hebdomadarius erigens se dicat sollemniter: "Et ne
nos," choro sibi respondente. "Sed libera nos" (n.3).
San Benito, imitando quizá una costumbre galicana, dispuso que el Pater en
laudes y en vísperas fuese recitado en alta voz, audientibus ómnibus, para que
todos entendiesen la frase del perdón, propter scandalorum spinas quae oriri
solent. Pero en las otras horas debía decirse sub silentio, pero alzando la voz a la
penúltima petición et ne nos... a fin de que todos pudiesen responder: Sed libera
nos... Este era precisamente el uso primitivo romano, residuo de la disciplina del
arcano, cuando el Pater, iunto con el símbolo, eran consideradas fórmulas
reservadas, de las cuales San Ambrosio decía: Cave, ne incaute symboli vel
domi-nicae orationis divulges mysteria.

Con las preces litánicas, seguidas del Pater, terminaba el oficio antiguo. Hoy las
dos fórmulas conclusivas casi han desaparecido, y poco a poco ha sido
substituida, como veremos, por la oración propia del día.

La colecta y la bendición.

San Benito no conoció la colecta al final de las horas, al menos en el sentido


moderno que damos a este término, ni siquiera el vetusto ceremonial de la
basílica lateranense imitado por él. Pero la Regula (c.II) prescribe al abad, al
término de los nocturnos y antes de comenzar las laudes, una fórmula de
bendición: et data benedictione, in cipiant matutinas (laudes), que ha sido
probablemente la primera forma de la colecta con la que hoy termina cada hora
canónica. En el Laterano sucedía lo mismo, como veremos. Pero en seguida
aquella conclusión del oficio, siempre uniforme aun en los días más solemnes,
debió parecer menos concluyente, y se pensó, en ciertas fiestas más
características, en substituirla con una fórmula que sintetizase el pensamiento de
la solemnidad. Es un hecho que los antiguos sacramentanos, comprendido el
leoniano, contienen una serie más o menos numerosa de Orationes matutinae vel
ad vesperum, puestas generalmente en los días más solemnes, las cuales se
refieren al misterio de la fe y parecen haber sido hechas para el oficio. De todos
modos, aquello que no podemos precisar para Roma en una época muy posterior,
lo tenemos claramente declarado para las Galias por Amalario (f. 850). Este,
explicando las cláusulas finales de las horas, después de haber hablado de las
preces, escribe: Postremo surgit sacerdos... et dicít stando orationem. Haec
oratio in omni tempore subsequitur; idest, Paschali, Pentecostés, do-minicis
diebus et festis... Quam orationem praecedit saluta-tio (Dominus oobiscum) et
subsequitur benedictio (Benedicamus Domino), quam et gratiarum actio (Deo
gratias) sequitur. Por tanto, en los días de solemnidadesc, en las dominicas y en
las fiestas, pero excluidas las ferias, se decía ya al final del siglo VIII una colecta
en relación evidente con el misterio celebrado. La práctica ha pasado después al
oficio romano y al breviario de la curia.
Es interesante notar cómo el dicho Juan Diácono, que nos ha transcrito el uso
arcaico de la basílica lateranense acerca del fin de las horas, añade: Sunt
praeterea aliae quaedam collectae ad Matutinas vel Vesperas intitulatae, quae
ab Apostólico, vel ab eius septem collateralibus epis-copis tantum, et non ab alus
penitus in ipsa ecclesia dici possunt. "El motivo — escribe Schuster — por el
cual en el Laterano no era lícito recitar estas colectas, excepto al papa y a sus
cardenales obispos suburbicarios, era el que estas preces servían precisamente
como fórmulas de bendición sobre el pueblo. Ahora bien: en la catedral de Roma
sólo el pontífice y sus obispos auxiliares podían bendecir a los fieles." En efecto,
si la oratio super populum de los sacramentarlos es la antigua fórmula de
bendición dada a los fieles al final de la misa, se explica muy bien cómo el
gregoriano, y por esto nuestro misal, en las ferias de Cuaresma, cuando la misa
era celebrada muy tarde, haga recitar la fórmula al final de las vísperas.

A la colecta sigue de parte del coro una invitación a bendecir al


Señor: Benedicamus Domino! a lo cual todos responden: Deo gratias. Las dos
aclamaciones, como hemos visto, estaban ya en uso en tiempo de Amalario; y las
ricas formas melódicas de las cuales la piedad medieval las ha sacado demuestran
qué importancia litúrgica tenían.

Parte III.
Cada Una de las Horas del Oficio.
1. Los Nocturnos.

La oración nocturna, no desconocida a las almas contemplativas del Antiguo


Testamento se convirtió en cristiana por el ejemplo del Hijo de Dios, y de
El pasó la práctica a los apóstoles y a la Iglesia, que la apreció sobre todas las
horas del cuadrante sacro y la dotó de particular carisma litúrgico.

La vigilia dominical, en un principio prolongada durante toda la noche o poco


menos (pannuchia), reducida después a medida más discreta, no fue solamente
en los siglos de la persecución una necesidad práctica para escaparse a fáciles
sospechas, sino que respondió al sentimiento siempre vivo de la parusía, que el
Señor en las parábolas había dejado entender que habría de suceder de
noche: Benditos aquellos siervos que el Señor encontrará vigilantes a su llegada.
También la vigilia ferial, como ciertas horas diurnas, fue puesta en seguida en
relación histórico-mística con la vida del Señor, con la noche de la traición y de
la captura y con aquellas que los discípulos pasaron angustiados y llenos de
incertidumbre de la resurrección después de la sepultura. Más aún, según
Hipólito, la tradición cristiana (patres nostri) asociaba a la oración nocturna la
idea de una llamada a reunión de todas las criaturas terrenas y celestiales para
la glorificación de Dios y de una efusión tácita de su gracia sobre el mundo.

He aquí por qué la oración nocturna, a pesar de su gravedad sobre los sentidos,
embriagó siempre de su mística poesía las almas más generosas; y todavía hoy,
en las órdenes monásticas, que la mantienen en su tradicional esplendor, como en
las acensiones solitarias de las almas contemplativas, nutre y exalta el espíritu
hacia Dios y lo templa con eficacia insuperable para las luchas espirituales de la
vida. La liturgia encomia justamente el tiempo dedicado a la oración nocturna
como el más sagrado: Ut quique sacratissimo Huius diei tempore; Horis quietis
psallimus, Donis beatis muneret.

La primitiva oración nocturna (vigiliae), traducida a su tiempo, como


narrábamos, en los varios cursus de las iglesias monásticas y seculares, tomó en
la alta Edad Media el nombre de Officium nocturnale o Nocturnorum. En Roma,
en Milán y en Jerusalén comenzaba a una hora indicada generalmente con el
término ad galli cantum, ad gallicinium (pero que no hay que tomarlo al pie de la
letra), y terminaba hacia el alba; a primo gallo usque mane, decía la nota que en
el siglo VII firmaban los obispos suburbicarios romanos. San Benito prescribe
para el tiempo de invierno (del 1 de noviembre a Pascua) la hora octava de la
noche, es decir, alrededor de las dos; para el período estival, la anticipa
proporcionalmente. Parece que después, en ciertas grandes ocasiones, se volvió a
la disciplina antigua más severa de la pannuchia, porque los Ordines romani de
los siglos VIII y IX prescriben para el oficio nocturno del triduo sacro: Media
nocte surgendum est. Después, para los monjes, la práctica de la pannuchia entre
el sábado y el domingo era también muy frecuente en Occidente.

La práctica de anticipar los maitines a la tarde del día precedente, que prevaleció
después del abandono por parte de los clérigos del oficio en común, era va
conocida en el siglo XII y largamente difundida. El XIV OR de este tiempo fija
los maitines en relación con las tinieblas a la tarde, de sero (n.82). Desde
entonces la anticipación de maitines ascendió poco a poco hasta casi el mediodía,
a pesar de una justa repugnancia de la Iglesia, la cual recientemente ha terminado
por sancionarla.

La importancia preferente de la vigilia, en contraste con las horas del oficio, se


ponía de relieve en la liturgia monástica medieval por una particular preparación,
que se anteponía variadamente según las diversas reglas monásticas. Los
estatutos de Cluny imponían la recitación de 15 salmos graduales, y
frecuentemente también del grupo de los salmos 134-150, precedida por una
triple oración a la Santísima Trinidad.

San Benito de Aniano (+ 821) hacía realizar antes a sus monjes una visita a cada
uno de los altares de la iglesia, práctica ya en uso en el siglo XII y después hecha
común en muchas órdenes religiosas. Algo parecido sucedía también en Roma.

Hemos ya aludido a las oraciones preliminares de los maitines, comunes también


a las otras horas del oficio; pero la que constituye la introducción característica
de la vigilia es el invitatorio, así llamado por la frase inicial del salmo 94, del
cual se compone: Venite, exultemus Domino. El salmo, que quiere ser una
fervorosa invitación universal a todas las criaturas para alabar a Dios, es cantado
responsorialmente, intercalando un breve verso-estribillo por parte del coro, con
el cual se subraya el motivo litúrgico del día, que será después desarrollado en el
himno. Por ejemplo, ¡Christus natus est nobis. Venite, adoremus!

El invitatorio como preludio de maitines ha sido, al menos en Occidente, feliz


creación de San Benito, del cual lo derivó probablemente San Gregorio en el
oficio romano.

Es cierto que el primitivo oficio romano no lo conocía; comenzaba, sin más, con
el primer salmo de los nocturnos, como sucede todavía en el triduo sagrado y
antiguamente también en el oficio de difuntos. Otras y mayores señales de su
ausencia en un principio existían todavía en tiempo de Amalario (+ 850), el cual
refiere que en Roma, en las fiestas más antiguas y más importantes del año, se
cantaban en San Pedro en la misma noche dos oficios; el primero, el de la fiesta,
carecía de invitatorio: Primam (vigiliam) solet apostolicus faceré in initio noctis,
quae jit, sin invitatorio; el otro, en cambio, de la feria, lo tenía, según la
costumbre; otra prueba existe en el oficio de la Epifanía, al principio del cual,
como es sabido, se omite el invitatorio. Es evidente que cuando fueron escogidos
los salmos de los nocturnos de esta solemnidad, y esto sucedió ciertamente
durante el siglo V, si hubiese existido el salmo 94 como invitatorio, éste habría
sido quitado para no dar lugar a una repetición. Si fue escogido este salmo, es
prueba de que no se cantaba en un principio, porque el invitatorio no existía
todavía. Cuando, después de San Gregorio, se introdujo éste en
el cursus romano, para evitar una repetición, se prefirió dejar el oficio de la
Epifanía en su forma primitiva, es decir, sin verso, sin invitatorio y sin himno,
como lo decimos todavía. Todo esto encuentra confirmación en los más antiguos
antifonarios, en los cuales las antífonas o versículos del invitatorio forman un
grupo aparte, no puesto en su lugar, sino colocado al final, como apéndice.
El canto del Venite exultemus, según San Benito, debía ejecutarse en estilo
antifónico: psalmus nonagesimus quartus cum antiphona. Pero en el oficio
romano se ha convertido en un canto responsorial, o sea confiado al solista, como
ya atestigua Juan Archicantor: cantat statim cui iussum fuerit invitatorium...
ceteris respondentibus. Esto explica la división del texto del Venite exultemus, no
en versículos, como en los otros salmos, sino en estrofas — cinco solamente —,
para dar facilidad al praecenfor de ejecutarlo más dignamente. Se notará además
que el texto, todavía hoy después de la adopción del salterio galicano, está
tomado del salterio romano, como los textos de las otras antífonas salmódicas,
que en los días feriales intercalan el invitatorio.

Estas antífonas ad invitatorium eran en un tiempo muy numerosas y se


encuentran en abundancia en los libros litúrgicos medievales y en los primeros
breviarios impresos. Por fortuna, el breviario de Pío V las ha disminuido en gran
parte.

El himno que sigue al invitatorio, y con el cual generalmente está coordinado,


aporta al oficio ferial la impronta precisa de la hora nocturna, y por esto responde
exactamente a su fin. Cambia en cada feria de la semana, pero esencialmente
insiste sobre el concepto de que es preciso arrojar la pereza y el sueño y
levantarse prontamente para dedicarse a la oración, que se purifique el corazón de
toda mancha y que se pida a Dios el perseverar en el bien durante toda la jornada.

2. Las Laudes.
Índole y Esquema de las Laudes.

Al surgir un nuevo día, que, después del reposo nocturno, parece casi un
renacimiento a la vida, el ser humano ha sentido la necesidad de dirigirse a
Dios con un pensamiento jubiloso de alabanza y de gratitud. Las laudes son la
expresión litúrgica de este sentimiento, que desde los primeros siglos forman
universalmente el substrato de la oración oficial, una de las legitimae
orationes impuesta por una costumbre que tiene fuerza de ley, y que en seguida,
como hemos visto, se divulgó en las varias iglesias en ritos y formularios a
propósito.

Las laudes, por ser oficio de aurora (matuta), tuvieron el nombre de Agenda


matutina, Matutinorum solemnitas (San Benito), o
simplemente Matutini (psalmi), y más tarde, laudes, del grupo salmódico (148-
150) que llevaba este nombre y les daba una impronta característica de alegría y
de fiesta.

Con el primer formarse del cursus cotidiano, las laudes fueron el desahogo


natural del oficio vigiliar de la dominica, del cual vinieron a formar la
conclusión. Por eso, en un principio estaban íntimamente unidos, sin conseguir
un oficio distinto. Esto se deduce fácilmente de la relación de Eteria, de San
Benito y del mismo uso romano, que, en las vigilias arcaicas de las témporas, con
el canto de las bendiciones (Dan. 3:52) señala naturalmente la transición entre el
oficio nocturno y la misa matutina de la fiesta. Una señal de esta antigua
conexión se mantiene todavía hoy en el oficio coral, que prohibe la separación
entre maitines y laudes.

Pero posteriormente, con la elaboración cada vez mayor del cursus, se sintió la


necesidad, después de los largos nocturnos, de una breve pausa, aunque no fuese
por otra cosa propter necessitates fratrum; las laudes se separaron de la vigilia y
acentuaron su carácter de Officium aurorae, símbolo de la luz espiritual del
mundo, que es Cristo, y memorial de su gloriosa resurrección, acaecida al alba
del tercer día. Por esto, a diferencia de la vigilia, se escogieron para formarla
aquellos salmos que tenían alguna relación con la hora matutina y sugerían
sentimientos de júbilo y de alabanza a Dios.

También, en relación con esto, Amalarlo señalaba una antigua costumbre


romana: Sancta Romana Ecclesia hoc speciatim nobis insinuat per suam
consuetudinem; ipsa enim quotcumque ordine vel numere lectionum viderit
matutam (= aurora) procederé, ut audivi, dimittit nocturnale officium et incipit
matutinale. Así que el despuntar del alba era una señal categórica que truncaba,
aunque no estuviese terminado, el oficio vigiliar, para dar paso inmediatamente a
las laudes. Esto lo confirma Juan Archicantor y San Benito, el cual quiere que los
salmos matutinos (= de laudes) se comiencen incipiente luce. Por lo demás,
idéntica era también la práctica oriental; Eteria lo atestigua
expresamente: lam autem ubi ceperit lucescere, tum incipiunt matutinos hymnos
dicere.

El primitivo esquema salmódico de laudes, en uso en la Iglesia romana, comienza


a conocerse en los siglos III y IV, con alusiones esporádicas de escritores
orientales y occidentales, que se precisan y completan en el siglo sucesivo, de
manera que permiten el reconstruirlo con suficiente certeza. Nosotros lo hemos
expuesto ya en la primera parte, pero aquí lo exponemos más ampliamente,
sirviéndonos de los preciosos estudios hechos sobre el particular por monseñor
Callewaert.
 

4. El Oficio Vespertino.
El Lucernario.

Como las laudes son el canto de la Iglesia en la aurora, así las vísperas son el
canto de la puesta del sol, mientras en el cielo comienza a brillar Véspero, la
estrella de la tarde, y en las casas se encienden las luces. De aquí los varios
nombres con los cuales se designó a esta hora en los libros litúrgicos y la
celebraron los escritores de los primeros siglos: vesperae, agenda o svnaxis
vespertina, duodécima, hora lucernalis, lucernarium, eucharistia lucernalis.

Hemos dicho en su lugar cómo una oración de la tarde entraba en el programa


religioso de cada fiel como un deber santo, legítima oraffo, tanto más cuanto que
las tradiciones religiosas, así hebreas como paganas, sugerían a sus prosélitos, al
hacerse de noche, un pensamiento áe gratitud hacia Dios, dador de la buena
jornada.

Pero, queriendo estudiar los orígenes y el desarrollo del oficio vespertino, no


basta pararse en la expresión de una oración aun salmódica recitada en casa, y
por esto con carácter del todo privado; es necesario buscar las primeras formas
públicas. Estas se relacionan con dos elementos primitivos fusionados: a) el uso
judío-cristiano de saludar ritualmente a la luz cuando, al hacerse de noche, se
encendía la lámpara, convertida en seguida en símbolo de Cristo, luz
indefectible, y se daba comienzo a la vigilia dominical; b) los ágapes de la
tarde, comunes en los tiempos subpostólicos y todavía más tarde.

San Hipólito Romano (c.218), describiendo en la Traditío el rito inferendi


lampades in coena congregationis, muestra al diácono, que, en medio de la
reunión de los fieles, enciende la luz, después de lo cual el obispo pronuncia
una oración eucarística, con la cual da gracias a Dios, que, por medio de
Jesús, su Hijo, nos ha iluminado revelándonos su luz, que nos ha saciado con
la luz del día y ahora nos da esta luz de la tarde. Prescribe después que, terminada
la cena, se canten salmos con Alleluía y se distribuya a los fieles la eulogia del
pan, que "no es el cuerpo del Señor." Refiriéndose siempre al mismo ritual, los
llamados Canones Hyppoliti, de la mitad del siglo IV, dicen: Si ágape fit, oel
coena ab aliquo pauperibus paratur, die dominica tempore accensus lucernae,
praesente episcopo, surgat diaconus ad acczndcndum. Episcopus autem orat
super eos et eum qui invitavit íllos... Psalmos recitent antequam recedant...
Quando autem episcopus sermocinatur sedens... Diaconus in ágape, absenté
presbytero, vicem gerat presbyteri quantum pertinet ad orationem et fractionem
pañis (en.32).

Podemos, por tanto, sostener que el oficio agápico vespertino a principios del
siglo III comprendía tres fases: a) el lucernarium, es decir, el rito de encender la
luz y de santificarla con una fórmula eucarística; b) el ágape; c) el canto de
salmos con sermón y oraciones. De estos tres elementos, el primero en separarse
y en decaer fue el ágape. Los otros dos se mantuvieron por algún tiempo
alineados el uno junto al otro, hasta que el primero decayó a su vez o se
confundió con el tercero, que, asumiendo forma y carácter siempre más
decididos, constituyó el oficio vespertino verdadero y propio.

Del lucernario como oficio distinto y preámbulo a las vísperas, tenemos en la


Iglesia antigua testimonios tales como para poder deducir que fuese todavía casi
umversalmente practicado al final del siglo IV. Para Oriente, las Constituciones
apostólicas en el libro 8, traen, sobre todo, las preces lucernales, entre las cuales
el salmo 140, Domine, Aclamad ad Te, llamado por excelencia el psalmus
lucernaris; después las preces vespertinas, ambas celebradas en una iglesia en
presencia del obispo. San Basilio recuerda la anáfora eucarística pronunciada ad
lucernas y, además, un vetusto himno, probablemente el Lumen hilare, cantado
delante de la nueva luz, mientras el pueblo alternaba a sus estrofas el estribillo
trinitario Laudamus Patrem et Filium et Spiritum Sanctum Dei. Es característica
después la narración de Eteria, que describe los colores deslumbrantes del oficio
de la tarde, realizado en la Anástasis, de Jerusalén, cuando, en presencia del
clero, de los ascetas y de todo el pueblo, del interior del Santo Sepulcro se
sacaba afuera la litúrgica luz con la cual se iniciaba el lucernario, quod
appellant hic licinicon, nam nos dicimus Lucernare, mientras que el aula, de
cuya bóveda pendían gran numero de lámparas, era iluminada como si fuese de
día: et fit lumen infinitum. Siguen los psalmi lucernares sed et antiphonae
diutius, después de los cuales llega el obispo con su clero y se cantan hymni et
antiphonae... et unus ex diaconibus facit commemorationem singulorum sicut
solet esse consuetudo. Son los salmos y las preces de vísperas, que se concluyen
con la letanía y con la bendición episcopal cuando es ya de noche.

En Occidente, en Milán, si el rito del lucernario no puede encontrar un explícito


testimonio en los escritos de San Ambrosio, sin embargo, ha sobrevivido en la
liturgia ambrosiana, en la cual, junto con el canto de los versículos lucernarios, se
enciende todavía sobre el altar la luz simbólica; en ciertas fiestas más antiguas
se asocia la oblación del incienso. Uranio, el biógrafo de San Paulino de Nola
(+ 431), nos hace comprender que el salmo 131 debía formar parte del oficio
lucernario; por esto, narrando la agonía del santo obispo, escribe: Quasi ex
somno excitatus, Lucernaria devotionis tempus agnoscens, extensis manibus,
lenta licet voce Paravi lucernam Christo meo Domino decantavit. En España, el
lucernario era un oficio bien conocido. ***F.teria, española, lo deja
entender: Licinicon, nam nos dicimus Lucernare. Un concilio de Toledo en el
400 ordena no celebrarlo en las parroquias rurales si al menos un sacerdote y un
diácono no presidiesen le ceremonia, porque nisi in ecclesia non legatur. Entre
los cantos de Prudencio, el sexto, ad mcensum lucernae:Inventor rutilis, dux
bone, luminis Qui certis vicibus témpora dividís, exalta el esplendor de la luz que
el pueblo cristiano ofrece a Dios mientras el astro diurno chaos ingruit
horridum. El rito mozárabe conserva todavía, como en Milán, el recuerdo de esta
antigua oblación de la luz; ya que, después del triple Kyrie eleison de preludio y
después del Pater, el diácono canta: In nomine D. N. lesu Christi. lumen cum
pace. El pueblo responde: Deo gratias, y comienza entonces el oficio verpertino
propiamente dicho. Por último, en las Calías, las reglas monásticas de San
Cesáreo y de San Aureliano distinguen claramente el lucernarium, con salmos y
antífonas, y la hora de duodécima, es decir, el oficio vespertino.

En cuanto a Roma, el lucernario, a pesar de que había tenido precedentes


antiguos indiscutibles, como hemos referido antes, en el siglo IV debió caer en
desuso desde hacía tiempo; ningún escritor o documento habla, ni siquiera San
Benito, tan afín en su oficio con los usos romanos. Y esto encuentra
confirmación en el hecho de que, mientras en otras partes el lucernario había
alcanzado su punto máximo de desarrollo en la fastuosa ceremonia del cirio
pascual con la relativa Laus cerei, que tanto halagaba la vanidad de los diáconos,
en Roma de todo esto no se encuentra señal alguna. La Iglesia romana no
conoció la bendición del cirio de Pascua en su ritual antes del siglo VII.

"Con el triunfo definitivo de la liturgia romana sobre los ritos galicanos, fuera de
los países de influencia ambrosiana, desaparece también el rito tan simbólico y
lleno de poesía del antiguo lucernario, para no sobrevivir más que en la vigilia
pascual. El ofrecimiento del incienso durante el canto del Magníficat en las
vísperas, según el cursus romano, viene, casi sin saberlo, a substituir a la antigua
oblación lucernaria. El incienso vespertino, si bien se refiere más directamente al
sacrificio de la tarde del Antiguo Testamento, se inspira, sin embargo, en el
mismo concepto que dio origen al lucernario, queriendo representar, tanto por
medio de la luz corno de los perfumes de aroma árabe, el sacrificio cruento
del Calvario, donde, entre los esplendores de una santidad substancial e infinita,
el Pontífice del nuevo pacto elevó al cielo, flameante como una nube de incienso,
su oblación pascual por la salvación del mundo."

Las Vísperas.
Como antes decíamos, la costumbre de cerrar la terminación del día dominical
con un oficio salmódico público, precedido en muchos lugares, si no en todas
partes, de un ágape, es ciertamente anterior a la paz constantiniana. Se une,
por lo demás, a aquella oración privada vespertina, cotidiana, sugerida siempre
por la Iglesia y practicada efectivamente por los fieles. Añádase que, en la
primera mitad del siglo IV, las florecientes congregaciones de ascetas
orientales habían dado un poderoso impulso a la oración colectiva, que se
convirtió después, con sus atrevidas iniciativas, en oración pública y
semioficial; y no sorprenderá el que, al final del mismo siglo, el oficio de
vísperas se nos presente regularmente celebrado cada domingo, y quizá cada día,
en las iglesias más importantes del orbe cristiano.

Dejando a un lado el Oriente, nos limitamos a traer como prueba algunos


testimonios sacados de escritores occidentales. Para las Galias, San Hilario de
Poitiers (+ 366) escribe: Progressus Ecclesiae in matutino misericordiae Dei
signurn sunt. Para el África, San Agustín elogia la costumbre de una señora que
solía dirigirse con sus esclavas a la iglesia ad vespertinos illuc hymnos et
orationes; y en otras partes: Acta sunt vespertina quae quotidie solent. Para la
alta Italia. San Ambrosio dice: Diei ortus psalmum resultat, psalmum resonat
occasus; y en otro lugar, refiriéndose más claramente a un oficio celebrado en la
iglesia, escribe: Ut qttotidie procedentes in ecclesiam... ab Ipso (se.
Deo) incipiamus ei in Ipso desinamus.

En el siglo V y a principios del VI, una larga serie de concilios provinciales en


las Galias y en España miran no tanto a establecer, cuanto a poner orden y
uniformidad en la recitación del oficio, y especialmente en las horas de laudes y
de vísperas. Baste referir lo que sancionó en el 506 el concilio de Agde, presidido
por San Cesáreo de Arles, que ejerció durante mucho tiempo gran influencia en
las Galias y en Italia superior: Quia convenit ordinem Ecclesiae ab ómnibus
aequaliter custodiri, studendum est, ut sicut ubique fit... et hymni matutiríi vel
vespertini diebus ómnibus de-cantentur; et in conclusione matutinarum vel
vespertinarum missarum ( — oficios de laudes y de vísperas) capitella de
psalmis (= las preces) dicantur; et plebs collecta oratione ad vesperam ab
episcopo cum benedictione dimittatur.

De los testimonios aducidcs podemos, por tanto, deducir que, en los siglos IV y
V, el oficio de vísperas era regularmente celebrado cada día en las principales
iglesias de Occidente de la misma forma que las laudes.

Resta por ver el uso de Roma. Hay quien ha opinado recientemente que la Urbe
hasta el siglo VII no conoció en su cursus la hora de vísperas, hora que ya era
celebrada solemnemente en tantas otras iglesias. Pero no parece que tal opinión
tenga en la debida cuenta varios datos importantes.

San Jerónimo (+ 420), muy práctico en las costumbres de Roma, enumera las
vísperas entre las horas canónicas que recomienda repetidamente a la piedad de
sus discípulas; a Leta: accensa lucerna reddat sacrificium vespertinum, y a
Demetríades: Praeter psalmorum et orationis ordinem quod tibi hora tertia,
sexta, nona, ad vesperum... semjoer est exercendum. Hablando del monasterio de
Paula, en Jerusalén, donde es cierto que se seguía el cursus romano, escribe:
Afane, hora tertia, sexta, nona, véspero, medio noctis per ordinem psalterium
canebant. Del mismo modo obraba la joven Santa Meliana, aun siendo fiel
secuaz de las costumbres romanas. Algo semejante a esto se encuentra en los dos
vetustos sacramentarlos romanos, el leoniano y el gelasiano, los cuales contienen
una serie de orationes ad vesperum, que por su tenor muestran una evidente
pertenencia al oficio cotidiano. Pero sobre todo se pone de relieve con Callewaert
la importantísima contribución que al conocimiento del antiguo oficio romano
vespertino dio la regla benedictina, cuyas estrechas relaciones con el cursus de la
ciudad son admitidas por todos.

San Benito, del modo de expresarse en dicha regla, deja fácilmente entrever
cuáles son las particulares novedades o modificaciones por él introducidas en
su cursus monástico en comparación con las normas comúnmente seguidas en el
oficio romano, y que supone conocidas por todos. Ahora bien: analizando la
fraseología de la regla, resulta que el oficio de vísperas por ella prescrito no es,
salvo determinadas particularidades, un quid novi, aunque presupone la
existencia de un oficio análogo, del cual depende; oficio que no puede ser otro
que las antiguas vísperas de Roma. Una característica confirmación de esto la da
el sistema de las antífonas salmódicas relativas a los salmos vesperales, y ya
existentes desde el siglo VI. En el oficio romano, éstas forman una serie
compacta e ininterrumpida, mientras en el benedictino se halla truncada y
dispersa como consecuencia de la reducción de cinco a cuatro de los salmos de
vísperas querida por San Benito.

La Organización Salmódica.

A través de la regla, es, por tanto, posible ascender hasta la forma primitiva (s.V)
del oficio romano de vísperas. Se componía de cinco salmos antifonales,
variables en cada día de la semana, escogidos en el grupo de los salmos que va
del 106, Dixit Dominus, al 147, a excepción de aquellos ya asignados a otras
horas. El domingo se cantaban los salmos 109-113 (fodavía conservados); en las
ferias se continuaba la serie numérica, salvo pocas excepciones, hasta el
147, Lauda lerusalem, que concluía las vísperas del sábado.
La antiguedad de tal orden salmódico la atestiguan todas las fuentes más remotas:
desde el antifonario de San Pedro y el ordinario lateranense, hasta Amalario, Juan
Archicantor y el uso de la iglesia de Inglaterra, llevado en el tiempo de San
Gregorio Magno por San Agustín de Cantorbery. Una preciosa confirmación se
encuentra en el vetusto Ordo Vesperarum, que se celebraba solemnemente en el
Laterano el día de Pascua y en toda la octava sucesiva, cuyas rúbricas se han
conservado en el I OR. Este no era más que el acostumbrado formulario de las
vísperas dominicales, acentuado con particular solemnidad y avivado por una
procesión de los neobautizados y del clero, que hacía sucesivamente estación en
el altar de la confesión, cantando allí los salmos 109-111; en el baptisterio, el
salmo 112, Laúdate pueri; en el oratorio de San Juan ad vestem, el salmo 1Í3, In
exitu, y en el de San Andrés ad crucem, el salmo 113, repetido una segunda vez.

El esquema salmódico quinario de las vísperas romanas fue modificado por San
Benito reduciendo de cinco a cuatro los salmos, pero manteniendo la tradicional
división del Salterio en dos grandes grupos 1-108 (psalmi nocturnales) y 109-
150 (psalmi vespertini). Además, mientras los romanos no fraccionaban jamás
los salmos, aunque fuesen largos, él los dividió en dos o más secciones. Pero, y
esto argumentan en favor de la prioridad del oficio romano sobre el benedictino,
el salmo 138, Domine probasti me, que, en las vísperas de la feria quinta, San
Benito divide en dos secciones, es cantado, por el contrario, entero en las
vísperas de San Pedro y San Pablo. Y la razón no puede ser más que ésta: el
salmo formaba parte del oficio de los santos apóstoles, tornado por él del
antiguo santoral romano y por él dejado intacto, como era justo, en su tradición
litúrgica.

 
Historia de la liturgia.
Tomo II.
La eucaristía y los sacramentos.
Por Mario Righetti.
Para usos internos y didácticos solamente
(Corrección y adaptación por Carlos Etchevarne)
 

Contenido:

Parte 1. Origen de la Misa.

1. La "Coena Dominica."

La Cena Ritual de la Pascua. La Institución de la Eucaristía. El Rito


Eucarístico en la era Apostólica. La Eucaristía y el Ágape.

2. Los Orígenes de la Eucaristía.

Los Supuestos Antecedentes Judaicos. El Dualismo Litúrgico de H.


Lletzmann. Las Pseudo-eucaristías Gnósticas. Las Ofrendas
Sacrificio de Wetter. La Teoría Formista. La Teoría Sincretista. El
Misterio Cristiano.

3. La Misa Primitiva.

Preliminares. Los Escritos de San Justino. El Ritual Judaico en la


Liturgia Primitiva. La Reunión Litúrgica Dominical. Orden de la
Misa Didáctica. El Orden de la Misa Sacrifical. Conclusión.
Parte II. La Misa Romana.

1. Nomenclatura, Clasificaciones y Divisiones de la Misa.

Nomenclatura de la Misa. Mlsas del Tiempo, de los Santos, del


Común de los Santos. Misa Pontifical, Cantada o Solemne y
Rezada. Divisiones de la Misa.

2. Ceremonial de la Misa Pontifical Según los dos "Ordines" más


Antiguos.

Las Lecturas. La Presentación de las Ofrendas. La Consagración.

3. El Ordinario de la Misa.

El Desarrollo Histórico del "Ordo Missae." El Origen del "Ordo


Missae" Medieval.

La Misa Didáctica.

1. El Introito.

Prenotandos. La Preparación de la Misa. La Salmodia del


Introito. El "Kyrie Eleison." El "Gloria in Excelsis Deo." La
Colecta.

2. Las Lecturas.

Las Lecturas en la Iglesia Antigua. Antiguo Ordenamiento de las


Lecturas. Ordenamiento Gregoriano de las Lecturas. El Ceremonial
de las Lecturas. El Sermón. La Despedida de los Catecúmenos.

3. Los Cantos Interleccionales.

Preliminares. El Responsorio Gradual. El "Alleluia." 5. El


Tracto. El " Credo."

La Misa Sacrifical

1. El Ofertorio.

Nociones Preliminares. La Antigua "Oratio Fidelium." La


Presentación de los Dones. La Antífona "Ad Offertorium." La
Incensación de las Oblatas y la Ablución de las Manos. El
Ceremonial del Ofertorio.

2. El Canon Romano.

Prolegómenos. El Preludio del Sacrificio. La Introducción


Eucarística. La "Commendatio" de las Ofrendas y de los
Oferentes. Del Sacrificio. El Ofrecimiento del Sacrificio. La
Doxología Conclusiva. El "Examen" Final. Los Gestos del  Canon

3. La Historia del Canon Romano.

Preliminares. Los Precedentes del Canon. Los Comienzos del


Canon Romano. Una Tentativa de Reconstrucción del Canon
Arcaico. El Autor del Canon. Los  Desarrollos del Canon. La
Refusión del Canon.

4. La Comunión.

El "Pater Noster." El Ósculo, la Fracción y la Conmixtión. La


comunión. El Canto de la Comunión. La "Postcommunio." La
Eulogía Litúrgica. La Conclusión de la Misa.

La Eucaristía Sacramento.

1. La Comunión "Extra Misma."

La Comunión a los Moribundos. La Comunión a Domicilio. La


Comunión de los Niños. La Frecuencia de la Comunión. El Ayuno
Eucarístico. Los Elementos Eucarísticos.

2. El Culto al Santísimo Sacramento.

Las Primeras Manifestaciones del Culto "Extra Misma."

3. La misa ambrosiana.

Las Fuentes. Las Procesiones Estacionales. La Misa de los


Catecúmenos. La Misa de los Fieles. El Canon. Los Sacramentos y los
Sacramentales.

1. El Bautismo.
Introducion. Origen Cristiano del Bautismo. Su Institución por Parte
de Jesucristo. El Bautismo en la Época Apostólica. Noción del
Bautismo Cristiano. La Preparación al Bautismo. El Catecumenado.
Sus Períodos. La Iniciación Ritual de los Catecúmenos en los Siglos
IV-V. La Iniciación Ritual de los Catecúmenos en los Siglos VI-
VII. Las Observancias Rituales de los Competentes. Los
Escrutinios. El Escrutinio del Sábado Santo. El Ritual del
Catecumenado Después del Siglo VII. El Rito Bautismal. Tiempo
del Bautismo. La Sagrada Vigilia de Pascua. La Bendición de la
Fuente. La Ablución Bautismal. Los Ritos Postbautismales.

2. La Confirmación.

Su Institución Divina. El Ritual de la Confirmación. El Ministro de


la Confirmación. Sujeto de la Confirmación. Los Padrinos.

4. La Penitencia.

La Penitencia en la Iglesia Primitiva. La Institución Divina. La


Penitencia en la Iglesia Apostólica y
Subapostólica. Conclusiones. El Régimen Penitencial en el Siglo
III. La Tendencia Rigorística y sus Mitigaciones. La Disciplina de
la Penitencia. La Penitencia Privada. La Penitencia Canónica del
Siglo IV al VI. La Legislación Penitencial. Los Pecados Sometidos
a la Penitencia. La Penitencia Pública. La Penitencia Privada.
Terapéutica Espiritual. El Advenimiento de la Penitencia
Privada. Los Libros Penitenciales. La Penitencia Privada en el
Continente. La Confesión Privada. La Penitencia Pública. La
Confesión Hecha a los Laicos. Falsedades y Abusos de la
Indulgencias.

5. La Sagrada Unción.

Su Institución Divina. El Óleo Sagrado de los Enfermos en los


Primeros Siglos. La Asistencia Cristiana a los Enfermos.

6. El Orden (la Ordenación).

Nomenclatura. La Institución Divina del Sacerdocio. Origen y


Desarrollo de la Jerarquía Sagrada. La Jerarquía del Carisma. Las
Fechas de las Ordenaciones. El Acceso a las Órdenes. La Tonsura y
las Órdenes Menores. La Iniciación Clerical. El Lectorado. Los
Exorcistas. Los Acólitos. Los Subdiáconos. El Ritual de las Órdenes
Menores. Las Diaconisas. Los Diáconos y los Presbíteros. La
Institución Apostólica y los Oficios de los Diáconos. Los
Presbíteros. El Ritual de la Ordenación. Los Obispos. Orígenes y
Funciones del Obispo. La Consagración Episcopal.

7. El Matrimonio.

El Ritual Pagano. El Rito Nupcial Cristiano. Las Fórmulas


Nupciales.

La Profesión Religiosa.

La "Velatio Virginum." La Dedicación de las Iglesias. La Bendición


del Agua. Los Conjuros Contra los Temporales.

Los Sacramentarios Mixtos.

Los Exorcismos.

El Baptisterio. Notas Arqueológicas.

El Bautismo en el Siglo IV.

Parte 1.
Origen de la Misa.
1. La "Coena Dominica."
La Cena Ritual de la Pascua.

No cabe duda de que el rito observado por Jesús en la última


cena, la Coena Dominica según la frase de San Pablo, ha sido el punto de
partida y la norma fundamental sobre la que se ha ido formando la liturgia
eucarística. De no admitirse este término a quo, sería inexplicable la
uniformidad substancial de disciplina que con respecto a la eucaristía se observa,
a distancia de un siglo, en todas las principales comunidades cristianas, hallando
su exponente máximo en San Justino (150). Una evolución espontánea del culto
habría desembocado al cabo de cien años no en la unidad, sino en una variedad,
por no decir confusión general. Los evangelistas comprendieron la capital
importancia del rito seguido por Cristo, y lo fijaron en sus escritos con una
diligencia que no advertimos en la narración de otros hechos evangélicos.

Es necesario, por tanto, estudiar, antes que nada, todo aquello qué sucedió en la
última cena desde el punto de vista histórico litúrgico, que es el que, entre
otros muchos importantes también, nos interesa más particularmente en estas
páginas.

Las fuentes sobre las cuales entablamos discusión son los Evangelios sinópticos
y la primera Carta de San Pablo a los Corintios (11:24-26), que nos
transmiten el relato de la institución de la eucaristía.

Del examen superficial de los cuatro textos citados se deduce fácilmente que se
pueden clasificar en dos grupos: Mateo-Marcos y Lucas-Pablo. Esto hace
claramente suponer la existencia de dos tradiciones literarias paralelas, que, en
último análisis, se unen en una fuente común, constituida por la tradición
oral de los testigos presenciales, los apóstoles. De las dos, la del segundo
grupo, Lucas-Pablo (fuente paulina), es considerada como la más antigua y
expresiva. Aun dentro de este grupo, el relato de Pablo, despojado de esa forma
simétrica que vemos en el primer grupo (fuente petrina), se suele tener como el
más antiguo de todos. Es verdad que el Apóstol no estuvo presente en la última
cena, pero vivió y habló con quienes la presenciaron; y su rectitud está fuera
de toda sospecha. Sea como fuere, el cuádruple testimonio de los documentos del
Nuevo Testamento se presenta substancialmente idéntico, formando un bloque
compacto, de una autoridad histórica como no la poseen la mayor parte de los
acontecimientos contemporáneos de Cristo.

Un punto preliminar, que, con la mayor parte de los exegetas católicos, damos
por resuelto es el carácter pascual de la última cena. Según eso, Cristo celebró en
aquella noche memorable la tradicional cena de Pascua. Por consiguiente, los
nuevos ritos que Jesús realizó sobre el pan y sobre el vino no fueron diversos de
los que eran propios del ritual judaico de Pascua. Solamente fueron nuevos en
cuanto que recibieron de Cristo un carácter y un contenido substancialmente
distinto.

Veamos de perfilar el cuadro del banquete pascual según los detalles que nos han
conservado los libros talmúdicos.

Al anochecer, una vez que los comensales habían ocupado sus puestos en la
mesa, el cabeza de familia daba comienzo a la cena, llenando una primera
copa de vino tinto, aligerado con agua, y dando gracias con la siguiente fórmula,
que se repetía también sobre las otras tres copas: "¡Bendito seas tú, Yavé, Dios
nuestro, por haber criado el fruto de la vida!" Luego bebían todos esta primera
copa y se lavaban las manos.

A continuación se colocaban sobre la mesa las hierbas amargas, que recordaban


la comida de Egipto, y que las condimentaban con el choroseh; luego, dos panes
amasados con harina de trigo sin levadura (ácimos), y, por último, el cordero
pascual, todo entero, asado. Entonces, el padre de familia, tomando en sus manos
los panes, los levantaba en alto, diciendo: "Este es el pan de la miseria, que
nuestros padres comieron en Egipto. ¡Quien tenga hambre, se acerque! ¡El que
tenga necesidad, que venga y celebre la Pascua!"

Llena una segunda copa, el más joven de los comensales debía preguntar: "¿Por
qué esta noche es tan distinta de las demás?" El padre de familia respondía,
haciendo un recuento de todas las vicisitudes del pueble elegido desde Terah,
padre de Abrahám, hasta la liberación del poder de Egipto y la promulgación de
la ley. Explicaba el significado del cordero, de las hierbas, del pan ácimo, y
concluía exhortando a dar gracias al Señor por todo: "Cantemos, pues, ante El,
Aleluya." Y se recitaba la primera parte del Hallel menor, que comprendía les
salmos 112, Laúdate, pueri, Dominum, y 113, In exitu Israel a Egipto, hasta el
versículo Non nobis, Domine...; después bebían todos la segunda copa de vino.

Hecho esto, se lavaban de nuevo las manos, después de lo cual el cabeza de


familia, tomando uno de los dos panes ácimos, lo partía y, habiéndolo bendecido
con la correspondiente fórmula, lo probaba y distribuía entre los presentes, que, a
su vez, comían también.

En este momento comenzaba la cena propiamente dicha. Se comía primero el


cordero con las lechugas amargas compuestas, y se consumían también los otros
alimentos que tal vez se hubieren preparado, advirtiendo, sin embargo, que el
último bocado debía ser de la carne del cordero.

Acabada la cena y lavadas las manos, se escanciaba la tercera copa, que no


podía beberse sino después de una bendición especial. Por esto, en los escritos
rabínicos se designa esta tercera copa con el nombre de calix benedictionis, por
razón de la fórmula, que tenía un marcado carácter de acción de gracias. A
continuación se daba remate al rito con la cuarta copa, la más memorable de
todas, llamada precisamente copa de Pascua o copa del Halhl menor, que
constaba de cuatro salmos, a saber: la continuación del salmo In exitu desde el
versículo Non nobis, Domine; el 114, Dilexi quoniam exaudiet Dominus; el
115, Credidi propter quod locutus sum; el 116, Laudaie Dominum omnes
gentes, y el 117, Confitemini Domino quoniam bonus. Tras dos breves oraciones
de alabanza al Señor, se entonaba el Hallel mayor, que abarca todo el salmo
135, Confitemini Domino quoniam bonus. Después del canto, se recitaba una
eulogía, a la que todos respondían Amen. Seguidamente era bendecido el cáliz, y,
una vez bebido, terminaba la ceremonia con una eulogia final de acción de
gracias.

El rito que acabamos de describir podría esquematizarse de la siguiente manera:

Bendición y sunción del primer cáliz.

Colocación en la mesa de las hierbas, panes ácimos y cordero.

Exegesis de la noche pascual.

Hallel menor (primera parte).

Sunción del segundo cáliz.

Bendición, fracción y comida del pan ácimo.

Cena

Comida del cordero, hierbas y otros manjares. Conclusión

Lavatorio de las manos.

Bendición y sunción del tercer cáliz (benedictionis).

Hallel menor (parte segunda).

Hallel mayor.

Sunción del cuarto cáliz (de Pascua).

Acción de gracias final.

La Institución de la Eucaristía.

¿En qué momento de la última cena instituyó Jesús la eucaristía?

San Mateo y San Marcos la sitúan genéricamente en el curso del


banquete, manducantibus illis, y casi no suponen intervalo de tiempo entre la
consagración del pan y la del vino. Lucas y Pablo, en cambio, indican que la
consagración del vino tuvo lugar postquam coenavit, después de acabada la cena,
es decir, antes del Hallel mayor; porque, además, como hacen notar Mateo y
Marcos, Jesús, habiendo dicho este himno con los discípulos, salió del
cenáculo: Hymno dicto, exierunt... La consagración del pan tuvo lugar, por
consiguiente, antes de la cena propiamente dicha, cuando el cabeza de familia,
una vez recitada la eulogia sobre el pan ácimo, partía éste, comía de él y lo daba a
comer a todos los asistentes. Mateo y Marcos, sin decirlo expresamente, lo dejan
suponer, pues en el relato de la institución usan para el pan el
término benedicens; y, en efecto, la fórmula que se pronunciaba sobre el pan era
toda ella de alabanza a Dios: "Seas alabado, i oh Señor!" ... La consagración del
vino, por el contrario, excluida la cuarta copa, que se bebía después
del Hallel mayor, debió tener lugar al tiempo de beber el tercer cáliz, el cáliz de
la bendición, esto es, de la acción de gracias, por razón del acentuado carácter
eucarístico de la fórmula empleada para bendecirlo: "Te damos gracias, ¡oh
Señor!.".. También aquí Mateo y Marcos demuestran estar bien informados,
porque no usan ya la palabra benedicens, sino ευχαριστήσας = gratías agens. A
su vez, San Pablo, si bien menos claramente, alude a ello cuando llama al cáliz
eucarístico cáliz de la bendición: Calix benedictionis cui benedicimus, nonne
communicatio sanguinis Christi esto Para comprender el aparente contraste entre
Mateo-Marcos y Lucas-Pablo y la extraña falta de referencia en los sinópticos a
las distintas fases de la cena pascual, hay que tener presente una
consideración de capital importancia. Mateo y Marcos, al referir, bastantes años
después del suceso, todo lo que había acontecido en la última cena, no narraron
el mero hecho histórico de la institución eucarística, sino que inconscientemente
reflejaron en sus escritos aquella situación litúrgica que había para entonces
cristalizado y que con frecuencia debía de actuarse ante sus ojos. Puesto que
la Iglesia, desvinculándose muy pronto del judaísmo, no tuvo ya interés por el
ritual de Pascua, que consideró caducado, sino que de aquel rito, a la sazón
superado, conservó solamente la memoria de los dos momentos que eran para
ella de capital importancia: la consagración del pan y la del vino. Es verdad que
estos dos hechos litúrgicos se habían producido separados; pero ahora, que se
repetían cada semana y acaso cada día, no podían menos de aproximarse y de
seguir el uno al otro. Mateo y Marcos reflejan precisamente esta situación de
hecho, que se verificó bastante pronto en la Iglesia naciente. Consideramos
fundada, por tanto, la indicación de Weitzácher de que el relato de la institución,
tal como se halla en los sinópticos, tiene un sabor litúrgico. Mías aún, como
observa Harnm, la narración evangélica representa probablemente la más
antigua forma litúrgica de consagración eucarística.

El Rito Eucarístico en la era Apostólica.


Según esto, podemos con verosimilitud reconstruir de la siguiente forma la
celebración de la eucaristía en la era apostólica:

Reunidos los fieles al anochecer en la casa designada (la domus ecclesiae) para la


celebración de la cena del Señor, toman sitio todos en torno a las mesas
destinadas al efecto. Se ha hecho la separación de sexos. En el centro, en el
puesto de honor, la mesa reservada al clero. Tomado el ágape fraterno y después
de dar gracias a Dios, los diáconos colocan sucesivamente sobre la mesa, delante
del celebrante, el pan y el vino para la función eucarística.

El celebrante inicia el rito bendiciendo el pan con la fórmula judaica u otra


similar y lo consagra con las mismas palabras de Cristo, encuadrándolas en
una fórmula histórica, como podía ser la actual: El Señor Jesús, la víspera de
su pasión, tomó el pan en sus santas manos y, después de haberlo bendecido, lo
partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: Esto es mi cuerpo... Dicho esto, parte el
pan, toma un bocado y lo distribuye a todos los presentes.

Un rito parecido se sigue con respecto al vino. Después de recitarse una fórmula
apropiada de bendición, el celebrante consagra el vino con las palabras de Cristo,
precedidas de un breve preámbulo histórico como éste: De modo semejante,
acabada la cena, Jesús tomó un cáliz de vino, lo bendijo y lo dio a sus
discípulos, diciendo: Este es el cáliz de mi sangre... A continuación, los diáconos
dan a beber a todos del cáliz. Por lo tanto, las dos especies eucarísticas se
recibían en dos tiempos distintos. Después de la sunción del cáliz, se recitaba,
conforme a la usanza judía, una fórmula de acción de gracias.

De esta simplicidad inicial de rito se pasó pronto a una primera fase de


estabilización. Los dos ritos de la consagración, divididos prácticamente por la
comunión, pero idealmente unidos, formando un todo, el convite sacrifical,
fueron luego reunidos, distribuyéndose la comunión contemporáneamente
bajo las dos especies. Además, el grafías agens, es decir, la fórmula eucarística
pronunciada por Cristo en la última cena, debió de sugerir la idea de introducir la
narración de la institución con un preámbulo eucológico (anáfora) que tuviera no
sólo un contenido teológico del estilo de las eucologías judaicas, sino, sobre
todo, un contenido cristológico. Es decir, se daba a Dios gracias por la creación
y por todos los beneficios (tema teológico), añadiendo entre éstos el de la
redención por medio de Jesucristo, su Hijo; el cual antes de su pasión había
tomado el pan, etc. (tema cristológico). Es también probable, por no decir cierto,
que a las palabras consagratorias se hiciera seguir, según el mandato de
Cristo: Hoc facite in meam commemorationem... Mortem Domini annuntiabitis,
doñee veniam, una anamnesis o conmemoración de su muerte redentora y de
su resurrección gloriosa. Y todavía podría preguntarse: Se concluía la
anamnesis con una epiclesis, es decir, con una invocación al Logos o al Espíritu
Santo, a fin de obtener que los elementos eucarísticos fueran provechosos a
quienes iban a recibirlos? La respuesta afirmativa es sumamente probable.

Los escritos del Nuevo Testamento, en los que desearíamos encontrar amplia
información acerca del ritual eucarístico de la era apostólica, son más bien
parcos en detalles. Con todo, no faltan algunos, si bien en forma fragmentaria.

Por orden de tiempo, encontramos las conocidas expresiones de San Pablo en la


primera a los Corintios, que son las más antiguas que poseemos, escritas
alrededor del año 56 ó 57, y que reflejan una práctica bien conocida y enseñada
por el Apóstol cuando en el 52 ó 53 fundara aquella comunidad. El quiere
conseguir que no frecuenten los banquetes sagrados que solían ofrecerse en los
templos de los ídolos, por ser éste un acto intrínsecamente malo. Y lo explica,
demostrando que el comer alimentos ofrecidos a los ídolos constituye una
adhesión, una comunión con los demonios; del mismo modo que comer el pan y
el vino consagrados es entrar en comunión con Cristo: El cáliz de la
bendición que nosotros Bendecimos, ¿no es acaso la comunión de la sangre de
Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo del Señor? Y poco
después agrega: No podéis beber el cáliz del Señor y el cáliz de los
demonios. Evidentemente, aquí San Pablo nos coloca ante el rito eucarístico;
tenemos una mesa sobre la que están los dos elementos sacramentales; una
oración consagratoria recitada por el Apóstol sobre el pan y el vino, una
distribución de uno y otro a los fieles en comunión. Estos sen los rasgos
generales de nuestra misa.

San Pablo en el texto citado, y después de él San Lucas, al narrar el episodio de


Emaús (24:30-35), así como también en los Hechos en varios lugares (2:42; 2:46;
20:6 s.), aluden a una ceremonia vinculada a la comida, ceremonia
denominada fractio pañis, o división del pan, ¿Qué sentido y alcance debemos
darle?

Es cierto que en las comidas semirituales que hacían los judíos se acostumbraba
a partir un pan, es decir, fraccionarlo, para comerlo entre todos los presentes,
como señal de fraternidad y de amistad. La ceremonia no tenía nombre alguno
especial, pero iba siempre acompañada de una breve fórmula de acción de
gracias a Dios, una eulogia, o, por mejor decir, una eucharistia. El término
griego equivale al vocablo hebreo beraah = bendición, porque en la práctica
rabínica se consideraba bendecida una cosa si antes de hacer uso de ella se
había dado gracias por la misma. San Juan, y con él San Mateo y San Marcos,
usan precisamente el término εόχοφιστήσας para indicar el rito y la fσrmula de
bendición que Jesucristo empleó en el acto de la multiplicación de los panes. La
primera generación cristiana, procedente del judaísmo, mantuvo en un principio
las comidas tradicionales en común, símbolo y vínculo de su unión fraternal;
pero atribuyó importancia especial al convite característico, sacramental, que
evocaba la última cena del Maestro, y durante el cual se distribuía a los
hermanos el pan místico, como lo había hecho y había mandado hacer el mismo
Jesús. A este banquete y a este rito se le llamó la fractio panis por excelencia. Tal
fue el nombre más antiguo del rito eucarístico; el de eucharistia vino algo más
tarde.

Pero hemos de interpretar en el mismo sentido todos los pasajes arriba citados?
Es preciso examinarlos separadamente.

La fractio panis que Cristo resucitado ejecutó en Emaús ante los dos discípulos,
se cree generalmente que no tuvo carácter eucarístico; debió de ser la bendición
ordinaria del pan con que iniciaban los judíos las comidas principales. A no ser
que queramos dar un significado peculiar a la frase de los Hechos lo
reconocieron al partir el pan, y supongamos que Jesús tuviera una manera
especial, conocida de los apóstoles, de bendecir el pan, o que en aquel momento
se trasluciese de sus palabras y de su rostro una fuerza o luz
sobrehumanas. Bastante más interesante para nuestro objeto es el pasaje de los
Hechos 2:42: Perseveraban en oír la enseñanza de los apóstoles, en la vida
común, en la Fracción Del Pan y en la oración· Si esta fracción del pan debiera
significar una comida ordinaria, no habría por qué insistir en que los fieles eran
perseverantes, ni por qué insertarla entre dos actos eminentemente
litúrgicos, como son la predicación de los apóstoles a los miembros de la
comunidad, es decir, a los bautizados, y la oración en común. Aquí se trata, sin
duda, de una comida litúrgica, que no puede ser otra sino la eucaristía.

Menos significativa, a nuestro juicio, se nos presenta la misma frase en el


versículo 46 del mismo capítulo: Todos acordes acudían con asiduidad al templo,
partían el pan en las casas y tomaban su alimento con alegría y sencillez de
corazón, alabando a Dios en medio del general favor del pueblo. El contexto de
este pasaje hace alusión a la vida familiar de los primeros fieles, de la misma
manera que poco antes, en el versículo 42, se había hecho referencia a su vida
litúrgica, que se desarrollaba en torno a la mesa eucarística. Por eso, en armonía
con el contexto, obsérvese cómo, en las expresiones frangentes circa domos
panem, el término αρτον sin artνculo no designa "el pan" eucarístico, sino el pan
común; y la frase κατά οίκον, en singular (por mαs que la Vulgata emplea el
plural domos), tiene un sentido distributivo, como si dijera "en cada casa," "cada
uno en su propia casa." Consiguientemente, la fractio pañis de que se habla en el
versículo 46, o bien se refiere, como juzgamos más probable, al alimento
cotidiano que alegremente cada cual tomaba en su casa, o bien, si se prefiere la
interpretación tradicional, a la eucaristía, pero asociada a un rito agápico.

La primera descripción de un rito ciertamente eucarístico la hallamos en los


Hechos de los Apóstoles 20:6 s. La reunión eucarística tiene lugar en Tróade,
donde se acostumbra ya a celebrarla regularmente el primer día de la semana, el
domingo, una sabbathi. Tiene una finalidad esencialmente litúrgica: ad
frangendum panem; que podríamos traducir: a confeccionar la
eucaristía. Interviene en la reunión San Pablo, y él mismo celebra el rito. La sala
donde tiene lugar la reunión está situada en el tercer piso de la casa y se halla
profusamente iluminada. El Apóstol debía partir al día siguiente, y acaso per eso
se entretiene más de lo acostumbrado hablando; acaso también por el incidente
ocurrido al jovencito Eutiquio. Por fin, pasada la medianoche, consagra la
eucaristía y, frangensque panem et gustans, tomándola él primero, la distribuye
quizás a tcdos, y disuelve la reunión, próximo ya el amanecer.

La Eucaristía y el Ágape.

Lo que hasta aquí llevamos dicho, se refiere al rito esencialmente eucarístico.


Pero los textos del Nuevo Testamento y los de la era subapostólica atestiguan
indiscutiblemente que, si no en todas partes, al menos en muchas comunidades,
por abuso o de buena fe, la Coena Dominica iba unida o, meljor dicho, formaba
la conclusión de una comida, en cierto modo ritual, llamada ágape (amor, convite
de caridad), que se había introducido con el fin de repetir lo que Cristo había
hecho en la última cena antes de consagrar la eucaristía. Tenía asimismo por
objeto asociar en la conmemoración de Cristo a todos los hermanos que creían
en El, fuesen ricos o pobres y de cualquier condición.

El primer testimonio, cronológicamente hablando, es el ya mencionado de los


Hechos, 2:46, donde se dice que los nuevos cristianos: quotidie... perdurantes
unanimiter in templo Et Frangentes Circa Domos Panem, Sumebant Cibum cum
exultaííone et simplicitate coráis, collaudantes Dominum· Este pasaje, como
observamos antes, no tiene ciertamente toda la precisión y claridad que serían de
desear; pero, si la fradio pañis de que se habla se interpreta, como muchos creen,
del pan eucarístico, entonces San Lucas en este lugar quiere decir que, en la
comunidad primitiva de Jerusalén, la celebración de la eucaristía iba
acompañada de un sencillo y alegre convite, en el que se intercalaban
himnos de alabanza al Señor. Indudablemente, ésas son las líneas generales del
ágape.

Pero el texto clásico es el de la Carta primera de San Pablo a los de Corinto (1


Cor. 11:18-34). Se lamenta el Santo de las divisiones existentes entre aquellos
fieles, motivadas por el diverso modo de celebrar la cena del Señor: Cuando os
reunís, no es ya para comer la cena del Señor; señal de que en algún tiempo fue
para eso. Y el Apóstol indica en seguida dónde está la desviación: unusquisque
enim suam coenam praesumit ad manducandum; et alius quidem esurit, alius
autem ebrius est. Evidentemente, una comida en tales condiciones no era un
convite, una comida en común, ni mucho menos una comida de caridad, un
ágape; lo mismo era que cada uno comiera en su casa. Numquid — añade
— donos non habetis ad manducandum, et feíbendum? aut ecclesiam Dei
contemnitis et confunditis eos qui non habent? Quid dicam vobis Laudo vos? in
hoc non laudo. Y, después de haber recordado la institución de la eucaristía
tal como la aprendió del mismo Cristo y la gravedad del delito de quien la
recibe después de una acción indigna, concluye: Itaque, fratres meiy cum
conüenitis ad manducandum, invicem expectate. Si quis esurit, domi manducet,
ut non in iudicium conveniatis.

A juicio nuestro, la impresión que se saca de las palabras de San Pablo es que
éste condena no el ágape en sí, sino los abusos que lo acompañaban. "Es claro —
escribe Funk — que lo que desea el Apóstol no es que el banquete se haga en las
casas particulares, sino que desaparezca esa desigualdad, odiosa e incompatible
con la unidad y la comunión cristianas. De otro modo, ¿cómo podría lamentarse
de que cada cual tome antes de la hora la propia cena exhortar a los corintios a
esperarse mutuamente cuando se reúnen para comer? Aquí aparece claramente
que no se trata sólo de la eucaristía, sino de algo más. Además, la celebración de
la eucaristía no era función de los particulares; era, pues, inútil suplicar a los
simples fieles que se aguardaran unos a otros para la celebración eucarística.
Estas palabras se entienden únicamente admitiendo la existencia de una cena
costeada por todos, y que venía a ser, por tanto, una cena común; esto es lo que
entonces no se observaba en Corinto."

Tales abusos, nada extraños por lo demás, parece se daban también en otras
partes. En la carta de San Judas, escrita alrededor del año 65 después de Cristo y
dirigida, a lo que parece, a una iglesia de Siria, se censura severamente a ciertos
fieles relajados, que en los ágapes observaban una conducta incorrecta, estando
en la mesa sin educación y no pensando más que en sí mismos. Hi sunt in epulis
oestris rnaculae, convivantes sine íímore, semetipsos pascentes. En este texto es
donde aparece por vez primera el sugestivo nombre de ágape aplicado al
banquete cristiano.

En cuanto a las modalidades del ágape, es difícil poder dar una respuesta precisa,
careciendo de datos suficientes por lo menos de la época que estudiamos.
Sabemos por San Ignacio de Antioquía, que el ágape lo presidía el obispo, lo
mismo que la eucaristía: Non licet sine episcopo neque baptizare, neque
agapen celebrare. La presencia del jefe de la comunidad, acompañado de su
clero, encuadrando el acto en un marco de oraciones, de cantos populares
religiosos, de exhortaciones piadosas, como lo describe Tertuliano, contribuía a
mantener el carácter semi-litúrgico del convite. En realidad, éste no tanto servía
para saciar el apetito, cuanto a mantener vivo y hacer eficaz el ejercicio de la
caridad. Por eso, San Pablo había recomendado que, si alguien se sentía
acuciado por el hambre, comiera primero en su casa: sí quis esurit, domimanducet.

De conformidad con esta impronta casi sagrada del banquete agápico, el Apóstol
deseaba fuesen excluidos de él los pecadores públicos: cum eiusrnodi nec cibum
sumare (1 Cor. 5:11); asimismo, la oración tenía una parte tan importante como
los manjares. Prueba de ello son las tres hermosas fórmulas contenidas en
la Didaché (c.910), restos, probablemente, de un antiquísimo himno cristológico,
y que, según creemos, se refieren no a la eucaristía, como quisieron algunos, sino
al ágape. En parte muestran afinidad de conceptos y de expresiones con fórmulas
rituales judaicas del tiempo; en parte son originales, rezumando un suave fervor
de fe y un sentido bastante vivo de la inminente parusía del Señor. Las dos
primeras fórmulas servían, como dice la rúbrica que las precede, de preparación,
y la tercera, de acción de gracias después del banquete; o bien, como dice
Baumstark, de introducción a la anáfora eucarística que seguía inmediatamente.

Ofrecemos aquí el texto de la última, que lleva al final algunas fórmulas


litúrgicas interesantes: Capítulo 10. "Después de haber comido, dad gracias así:

Te damos gracias, Padre santo, por tu santo nombre, que has hecho habitar en
nuestros corazones, y por la ciencia, la fe y la inmortalidad que nos has dado a
conocer por medio de Jesús, tu siervo; la ti gloria en los siglos!Tú, Señor
omnipotente, criaste todas las cosas para tu nombre, comida y bebida diste a
gustar a los hombres, a fin de que te den gracias; a nosotros, además, nos
regalaste un manjar espiritual y una bebida (espiritual) y vida eterna por medio de
tu siervo. Principalmente te damos gracias porque eres poderoso; la ti la gloria en
los siglos! Acuérdate, ¡oh Señor! de tu Iglesia para librarla de todo mal y
perfeccionarla en tu amor; reúnela de los cuatro vientos, una vez santificada, en
el reino tuyo que para ella preparaste; ¡porque tuyo es el poder y tuya la gloria en
los siglos!

¡Venga tu gracia y pase este mundo! ¡Hosanna al Dios de David! ¡Todo el que es
santo, que venga! ¡El que no lo es, se convierta! Maran atha! Amén."

10. El ágape no duró mucho tiempo en la Iglesia, máxime en Occidente, sea por
los desórdenes a los que fácilmente daba ocasión (como en Corinto), sea por las
dificultades prácticas que presentaba al ir aumentado el número de los fieles, se
lo separó pronto del rito eucarístico propiamente dicho. Este quedó como el
verdadero acto del culto, celebrado el domingo, mientras que el ágape se
convirtió en una función extralitúrgica, autónoma, que se tenía en días y horas
distintas y, muy probablemente, sin ningún carácter obligatorio. De hecho, no
tomaban parte en él más que los pobres y el clero, y aun éste, más por obligación
que por simpatía.

¿Cuándo sucedió esta separación? Hacia el fin del siglo I, y en alguna iglesia,
algo más tarde. En Siria, la Dídaché, escrita hacia el año 90, podría ser el primer
testimonio de tal separación. En Bitinia, en el 114, cuando Plinio el Joven
escribió la conocida carta a Trajano, la separación era ya un hecho consumado.
La reunión matinal es enteramente eucarística, al paso que la agápica tiene lugar
más tarde (rursus coéundi). En Alejandría, por el contrarío, en tiempo de
Clemente Alejandrino, están todavía unidos ágape y eucaristía; lo mismo se
deduce de la Epistula A postolorum, redactada hacia el 130140. En Roma, San
Clemente, escribiendo la primera Carta a los Corintios en el 97, invita a los
hermanos a acudir a la iglesia para dar gracias a Dios, sin aludir a ningún otro
deber. Lo cierto es que cincuenta años más tarde, cuando San Justino escribió su
famosa Apología (c.152), el ágape había desaparecido completamente del rito
sacrifical; la prueba es que no hace la menor alusión.

2. Los Orígenes de la Eucaristía.

Hasta aquí, basándonos en los datos históricos que nos ofrecen los libros del
Nuevo Testamento, hemos procurado trazar la estructura de la eucaristía
apostólica. Hemos hecho notar que la eucaristía surgió como consecuencia de
las palabras y de los hechos de Cristo realizados en la última cena; palabras y
hechos que, según su expreso mandato, debían ser reiterados, como en efecto los
reiteraron los apóstoles, conmemorando eficazmente la muerte redentora del
Maestro. Este es el origen y ésta fue siempre substancialmente la interpretación
católica del misterio eucarístico.

Muy diverso es el modo de pensar de la crítica independiente. Sus representantes


— que son legión especialmente en Alemania — en su mayor parte se colocan en
un punto de vista crítico o filológico; otros, pocos, de los cuales únicamente
debemos ocuparnos, parten de supuestos histórico litúrgicos, y, rechazando toda
relación entre la última cena y la eucaristía, poniendo el origen de ésta quién en
algún rito de la liturgia judaica, quién en elementos culturales paganos
oportunamente elaborados y cristianizados, quién, por último, en deformaciones
fantásticas de la primitiva tradición. Pero la eucaristía queda despojada de su
esencial carácter de sacrificio en todos estos sistemas.

Pasaremos revista a las principales de estas teorías para someterlas a una crítica
objetiva.

Los Supuestos Antecedentes Judaicos.

Fue Pablo Drews (1912) de los primeros que lanzaron la hipótesis, más tarde
adoptada y desarrollada diversamente por Von der Goltz y otros muchos, según
la cual Jesucristo no celebró en la última cena el tradicional banquete pascual, ni
mucho menos instituyó un rito nuevo, sino que sencillamente comió con sus
discípulos el llamado Kiddusch, que más tarde, después de haber desaparecido el
Maestro, lo repitieron aquéllos hasta transformarlo poco a poco en un rito
independiente, la eucaristía.

Según Von der Goltz, los judíos acostumbraban celebrar el Kiddusch de la


manera siguiente: la tarde anterior al sábado y a ciertas solemnidades, el cabeza
de familia, antes de la cena, bendice una copa de vino y un pan, diciendo:
"Alabado seas tú, Señor, Dios nuestro, que has creado el fruto de la vid. Alabado
seas, Señor, Dios nuestro, que produces el pan del seno de la tierra." Después de
cada bendición, el padre de familia toma una parte de lo que acaba de ser
bendecido y pasa lo restante a los comensales. De ordinario, sin embargo, se
reserva una parte del pan bendecido para después de la cena, así como también
un poco de vino; hecho esto, se procede a la cena ordinaria.

Terminada la cena, se recita la gran oración, de la cual son excluidos los


forasteros, los esclavos y las mujeres, y por medie de la cual se dan gracias a
Dios por la comida y la bebida y por la tierra de Palestina, se celebran los
beneficios recibidos de Dios y se le conjura a que envíe al profeta Elias y acelere
los días del Mesías. Todos responden Amen, y entonces se distribuye a los
presentes el pan y el vino guardados al principio.

La prueba de que el Kiddusch fue el tipo ritual en el que se inspiró la práctica


eucarística primitiva está, según Drews, en la Didaché. El domingo, después de
la confesión de los pecados, los cristianos se reúnen y toman parte en un
banquete. En primer lugar se bendice el vino, luego el pan, con fórmulas en todo
semejantes a las de los judíos; viene a continuación la cena y, una vez
saciados, una oración de acción de gracias, la cual, como la correspondiente
oración judaica, asume al final un carácter escatológico: Maran atha!... Domine,
veni! En este momento se distribuyen los elementos eucarísticos.
La hipótesis de Drews y de su escuela se funda en una interpretación arbitraria de
los escritos rabínicos y en la confusión de los diversos ritos y fórmulas.

La palabra rabínica Kiddusch, que significa santificación, designa la ceremonia y


la oración con que los judíos proclaman la santidad del sábado y de algunas
fiestas principales, la hora en que, según el cómputo hebreo, comenzaban las
primeras vísperas de esos días, consagrados al descanso y al culto.
El Kiddusch consistía únicamente en beber de una copa de vino mezclado con
agua después de haber recitado sobre él una doble bendición: la primera para el
vino y la segunda para el día festivo. Al pan no se hace la menor alusión. Todavía
hoy se cumple este rito el viernes por la noche, bien en casa, bien en la sinagoga.
El que preside, toma la copa de vino en su mano y, después de recordar los tres
primeros versículos del capítulo 2 del Génesis y de recitar la mencionada
bendición del pan, pronuncia la siguiente:

Para el sábado: "Seas alabado, eterno Dios nuestro, Rey del universo, que nos
has santificado con tus mandamientos, nos has escogido para pueblo tuyo y por
amor nos has otorgado el día santo del sábado en recuerdo de tu creación. Este
día es, entre las solemnidades, la primera; ella nos recuerda que nos de las te salir
de Egipto, nos escogiste y santificaste entre todos los pueblos y nos dejaste la
herencia de amor el día santo del sábado."

Dicho esto, el padre de familia bebe de la copa y la pasa luego a la mujer y a los
hijos, continuando luego con la cena, si es que la había.

Que el Kiddusch se celebraba en la forma precisa que acabamos de explicar está


comprobado por la diligente investigación de Mangenot sobre las fuentes
talmúdicas y escritos rabínicos. ¿De dónde, pues, han sacado Drews y compañía
la bendición del pan y la gran oración escatológica? La primera —dice Mangenot
— no es otra cosa que la consabida bendición del pan y del vino antes de comer
los días ordinarios; la gran oración es la que se recitaba al acabar la cena del día
sabático. Por lo tanto, cómo es posible argumentar valiéndose de ritos y fórmulas
que nada tienen que ver con el Kiddusch?

Además de esto, como ya dijimos, creemos que Jesús instituyó la eucaristía


durante el banquete de Pascua. Los sinópticos lo dicen demasiado claro para
ponerlo en duda. Además, éstos, con San Pablo, afirman expresamente que la
institución eucarística tuvo lugar no antes, sino durante la cena: manducantibus
illis... postquam coenavit... Por otra parte, mientras el Kiddusch admitía
solamente una copa de vino, los más antiguos testimonios acerca del rito
eucarístico —San Pablo, los sinópticos, San Ignacio nos lo describen siempre
celebrado con pan y vino. Es verdad que San Lucas (22:17), antes de relatar la
institución eucarística, recuerda cómo Jesús bendijo una copa de vino y la ofreció
a los apóstoles. Podría muy bien tratarse del Kiddusch. De todas formas, está
fuera de toda duda que las palabras de Cristo al instituir la eucaristía no entraban
para nada en la fórmula del Kiddusch.

Es inverosímil, por tanto, que los apóstoles hayan querido modelar, conforme a
un rito que sabían ellos que precedía al banquete pascual, el ritual de la cena del
Señor, insertándolo en la narración evangélica después de la misma
cena, postquam coenavit. Si así fuese, habrían colocado el ágape antes, no
después de la eucaristía.

Habría además que demostrar cómo un simple rito de introducción al banquete,


aun suponiendo que ese rito abarcase también el pan, se desarrolló en pocos años,
hasta convertirse en la cena del Señor, con la estructura precisa y el sentido
realístico que tiene ya en San Pablo y San Ignacio de Antioquía. Escribe Reville:
"El pan que comían juntos los discípulos restablecía místicamente la comunión
de vida que tuvieron un tiempo con el Maestro." Respondemos: Está bien; pero
cómo de una mística exaltación puede pasarse a creer que el pan y el vino
bendecidos se han convertido en el cuerpo y la sangre del Señor y cómo esta
fe ha quedado esculpida en tres Evangelios distintos y en poco tiempo ha sido
uniformemente aceptada en las comunidades de la Siria, de Asia, Grecia, Italia,
etc.? Es muy difícil de concebir. La génesis de la eucaristía no tiene explicación
suprimido el hecho de su institución en la última cena.

Finalmente, el ejemplo de la Didaché no prueba nada. Si es innegable, en las tres


conocidas oraciones, un fuerte sabor judaico, aunque transfigurado por un
profundo sentido cristiano, nosotros, con muchos críticos, lo relacionamos no
con la eucaristía, sino con el ágape, que constituía el preludio de aquélla. La
precedencia de la oración del vino sobre la del pan no tiene importancia; tanto
menos cuanto que inmediatamente después se invierte el orden, dándose gracias a
Dios por haber dado cibum potumque hominibus cd fruendum.., ncbis aatem
splritualem ciburn et potum.

El Dualismo Litúrgico de H. Lletzmann.

14. Hans Lietzmann (+ 1943), historiador y liturgista, expuso sus puntos de vista
sobre el origen y desarrollo del rito eucarístico en la obra Misa y cena del Señor.
Según él, la misa no sería más que el resultado de la evolución de dos elementos,
banquete y sacrificio, que surgieron en función de des factores históricos
distintos, el uno jerosolimitano y el otro paulino.
El factor jerosolimitano va vinculado a la costumbre, frecuente entre los
pequeños grupos o sociedades de amigos, llamadas chabiiróth (en
singular chabúrah, de chaber — amigo), de hacer mancomunadamente comidas
semirrituales. Una de ellas era la que se hacía la tarde antecedente al sábado, en
la cual se bendecía y se partía un pan, que luego era distribuido entre los amigos.
Los apóstoles habían constituido con Jesús una asociación (chabúrah), siendo El
el jefe reconocido. A El correspondía en los banquetes rituales bendecir y partir
el pan, como en efecto lo había hecho en la última cena. Una vez desaparecido
El, los discípulos, con el grupo de los primeros fieles, continuaron reuniéndose
fraternalmente en torno a la mesa, considerando a Jesús como si estuviera
siempre presente en medio de ellos bendiciendo y partiendo el pan, mientras ellos
esperaban su próximo retorno. Los elementos del banquete, que simbolizaban la
presencia y la fuerza del Señor, se fueron considerando como
santos, similitudo de su cuerpo y de su sangre; eran tenidos como alimento
"pneumático," y como en ellos residía el "nombre," es decir, la fuerza del Señor,
se les creyó capaces de conferir a quien los tomaba la espiritualidad y la vida
eterna.

Lietzmann funda su teoría en el examen de las antiguas anáforas, tanto


orientales como occidentales. Sobre todo, en la anáfora egipcia, atribuida a
Serapión de Thmuis (362), en Egipto, la comarca adonde no llegó la actividad
apostólica de San Pablo. La anáfora de Serapión, compuesta hacia la mitad del
siglo IV, representa, según Lietzmann, el tipo litúrgico primitivo y genuino del
rito eucarístico, cuando de la comida tomada en común estaba desterrada toda
idea de sacrificio, y no la forma actual que presenta la anáfora, que, debido a una
reforma posterior, no conserva el orden primitivo. En un principio no contenía las
palabras de la institución, sino solamente el diálogo que precede al prefacio, el
prefacio, el Sanctus y la primera epiclesis. Su carácter sacrifical consistía
únicamente en la oblación de los dones depuestos sobre el altar, sin ningún
entronque con la última cena ni con la muerte del Señor. Avanzando el tiempo, y
por el influjo de las doctrinas de San Pablo, se añadió el relato de la institución
asociado a la anamnesis, y, por último, también la segunda epiclesis, tomada de
las liturgias siríacas. Además, la eucaristía primitiva no admitía, el vino, sino
solamente pan y agua, puesto que ni Jesús ni sus discípulos bebían vino. San
Lucas lo confirma al narrar el episodio de Emaús, y los Hechos hablan también
exclusivamente de pan (fractio pañis); lo cual confirman asimismo Las
celebraciones eucarísticas descritas en los más antiguos apócrifos.

El factor paulino, en cambio, que trae su origen de la práctica enseñada por el


Apóstol a las iglesias por él fundadas, práctica que aparece en la primera Carta a
los Corintios (c. 11), no fue originariamente más que la simple repetición de la
última cena juntamente con la conmemoración de la pasión de Cristo. Más tarde,
aquel simple banquete, por obra de San Pablo, influido por los misterios
helénicos, acentuó su carácter místico, dio entrada a la idea de sacrificio, y le
fue atribuido un valor expiatorio de perdón de los pecados. Este tipo paulino
halló su exponente en la anáfora romana de San Hipólito. La primera parte de la
misma, de carácter exclusivamente cristológico e inspirada totalmente en los
conceptos paulinos de la carta a los de Filipos (2:5-11) y de la primera a Timoteo
(3:16), desarrolla, en torno al relato de la institución, la conmemoración de la
muerte y resurrección del Señor. Por el contrario, en la segunda parte, sin
trabazón substancial con la primera, entra ya la idea del sacrificio tal como la
expone San Pablo en la primera a los Corintios (10:10-16). Este segundo tipo
constituyó la práctica habitual eucarística de las numerosas comunidades
paulinas y llegó a suplantar al otro tipo, más antiguo, de Jerusalén,
imponiéndose a toda la Iglesia como la liturgia oficial.

La tesis elaborada por Lietzmann no responde a los datos históricos conocidos y


comúnmente admitidos. En efecto:

1) El carácter de chabúrah, que Lietzmann y, más recientemente, (**) Dix


atribuyen a la última cena, uno de los presupuestos en que funda aquél su teoría,
contrasta de plano con las referencias de los sinópticos. Particularmente San
Lucas, que es considerado como la fuente más antigua y limpia de influencias
eclesiásticas, declara expresamente y repetidas veces que Jesús en aquella
circunstancia deseaba celebrar la Pascua. La dificultad de armonizar la
narración sinóptica con San Juan no puede desvirtuar unos datos tan explícitos.

2) La teoría de Lietzmann llega necesariamente a suponer que, antes de la larga


elaboración que acabó al adoptarse el rito eucarístico paulino, transcurrió un
período de tiempo durante el cual no existió verdadera eucaristía. Ahora bien:
esto, como ya lo demostramos, está en abierta contradicción con los datos de
los Hechos y con la tradición histórica y dogmática de la Iglesia. La primera
Carta a los Corintios, escrita alrededor del 55-56 después de Cristo, supone
la Coena Dominica arraigada ya y celebrada regularmente en aquella comunidad.

3) La anáfora de Serapión contiene en su correspondiente lugar las palabras de


la institución, lo mismo las relativas al pan como las relativas al vino. Para
demostrar su tesis, Lietzmann se ve obligado a considerarlas como interpoladas
posteriormente, junto con la segunda epiclesis del Logos que viene
inmediatamente después, y que se enlaza con aquéllas. Pero todo esto es
subjetivo y arbitrario. La mayor parte de los críticos ven en la anáfora suficiente
homogeneidad y unidad lógica de ideas, y reconocen que la epiclesis del Verbo
no sólo es auténtica y se encuentra en otros escritos contemporáneos a Serapión,
sino que se remonta mucho más arriba, por lo menos hasta el siglo II, como luego
veremos. Si en ella se encuentran inserciones posteriores, son precisamente el
prefacio, el Sanctus y la primera epiclesis, añadidas al final del siglo III o a
principios del siglo IV, y que desvían la trayectoria lógica de la oración

4) Que la eucaristía se celebrara primitivamente sólo con pan, o con pan y


agua, dista mucho de estar demostrado. No existe antes del 150 ningún
documento escrito o monumental que aluda a una eucaristía de este género. Los
sinópticos, que, como dijimos, reflejan el uso litúrgico de los primeros decenios
de la Iglesia, hablan expresamente de pan y vino. La perícopa Lucas 22:20, cuya
autenticidad muchos la niegan por omitirla alguncs manuscritos occidentales, es
ciertamente genuina; como también lo es la mención del vino en San Justino. Los
famosos y conocidos frescos de la cripta de Lucina, en Roma, atribuidos al
principio del siglo II, y que representan un canastillo de panes eucarísticos con un
pez debajo, dejan ver claramente entre los nombres de la cesta un cáliz de vidrio
con vino tinto dentro. Ni podemos olvidar la insigne estela de Abercio
(principios del s. III), testimonio de una misma experiencia litúrgica desde Roma
hasta el Eufrates, y que dice que en todas partes la fe le ofreció vino bueno,
mezclado, juntamente con pan. Es verdad que los apócrifos en sus
pseudoeucaristías hablan de pan y agua; pero porque son todos de origen
gnóstico, y ya se sabe que los marcionitas con sus adeptos, por ideal moral, por
encratismo, tenían prohibido el uso del vino, considerado como algo diabólico.
La frase frangere panem puede que hubiera significado alguna vez la acción
aislada de partir el pan, como era costumbre hacer al comienzo de las comidas
rituales judaicas, pero en les Hechos (2:42; 20:7), como demostramos antes,
designa un todo más complejo (pars pro toto), es decir, el rito eucarístico
completo, que abarca el pan y el vino. En este sentido más amplio, encontramos
también esa expresión en San Ignacio de Antioquía, en su carta a los de Efeso, y
en la Dídaché (c.14).

5) En cuanto a la anáfora de San Hipólito, es preciso admitir, por el contrario,


que existe una íntima y lógica relación entre la primera y la segunda partes, esto
es, entre el relato de la institución y la idea del sacrificio contenida en la
anamnesis. La oblación conmemorativa que allí encontramos
intercalada: Memores igitur mortis et resurrectionis eius (Christi), offerimus Tibí
panem et calicem, Tibí gratias agens..., se presenta efectivamente como
consecuencia natural; no se puede ofrecer a Dios el sacrificio si antes no se
inmola la víctima. Lietzmann opina que la anáfora de San Hipólito,
precisamente por ser toda ella de sabor cristológico, es
primitiva. Probablemente hay que decir lo contrario. En ella hallamos reducido a
la mínima expresión aquella acción de gracias al Señor por la creación del mundo
y del hombre (tema teológico), que era un concepto fundamental en los
formularios judaicos, y que ciertamente pasó a las fórmulas cristianas primitivas,
como se deduce por San Justino (Dial, cum Triph., 41:1) y como puede verse en
las anáforas orientales antiguas. En esto, la oración eucarística de!a Traditio se
muestra expresión personal de su autor, comenzando a apartarse de la línea
primitiva de la anáfora. Es la primera evolución romana del canon.

En conclusión: San Pablo no elaboró ninguna eucaristía personal. La práctica


per él inculcada la recibió de la tradición primitiva, de la cual él mismo declara
ser un eslabón y que se remonta en su origen hasta el mismo
Cristo. Confrontando los textos Mc. 14:22-25 y I Cor. 1 1:23-26, se demuestra
que ambos tienen como base una única y uniforme tradición eucarística. San
Pablo, por lo demás, proclamaba tener la misma fe, no sólo de las iglesias entre
las cuales había vivido desde su conversión, sino también de las de Judea, que
supone tanto como decir de la iglesia madre de Jerusalén. Esto aparece
evidente en la Epístola a los Galatas, no ya sólo por la alusión que hace a su
visita a Pedro en Jerusalén (Gal. 1:28), sino más todavía por su afirmación de que
los fieles de Judea lo consideraban como apóstol de la misma fe profesada
por ellos (Ibíd., V. 23). Por lo demás, no hay en los antiguos documentos nada
que pueda hacer sospechar ni remotamente una divergencia substancial
tocante a la eucaristía, centro del culto cristiano, entre los apóstoles y San
Pablo. No hay que olvidar que San Pablo se convirtió solamente tres o cuatro
años después de la muerte de Cristo.

Las Pseudo-eucaristías Gnósticas.

Hemos aludido a algunas ceremonias eucarísticas celebradas en los conventículos


gnósticos, y que forman una parte característica de sus libros apócrifos. No estará
de más decir aquí una palabra de propósito.

El gnosticismo (de γνώσις = conocimiento, contemplaciσn superior del mundo)


fue una manifestación del pensamiento, extraña y a primera vista indescifrable,
que desde los siglos I al III impugnó la tradición evangélica. Tomando en
préstamo del neoplatonismo algunos conceptos cosmológicos y del cristianismo
otros soteriológicos, trató de satisfacer las tendencias sincretistas de aquel
período histórico, hasta que murió sofocado por la corriente sana y positiva del
cristianismo. No puede negarse la importancia que el gnosticismo tuvo en la vida
de la Iglesia antigua, ni desconocer el peligro que representó para la
ortodoxia aquel movimiento religioso tan intenso y, aparentemente al menos, tan
afín al cristianismo. Pero tampoco conviene exagerar su trascendencia, como lo
han hecho algunos escritores, según los cuales parece como si la Iglesia,
habiendo presentado combate al gnosticismo, hubiera evitado a duras penas una
fatal derrota sacrificando a su formidable antagonista la propia integridad
doctrinal y litúrgica. Harnack, por ejemplo, no tiene empacho en afirmar que el
ritualismo católico comenzó en el siglo II para oponerse a las liturgias gnósticas
y que la Iglesia logró superarlas tan sólo adoptando sus formas litúrgicas.

Para comprobar cuan poco de verdad hay en tales afirmaciones, plácenos trazar
brevemente el cuadro de las liturgias eucarísticas gnósticas, cuyos detalles los
hallamos suficientemente expuestos bien sea en los escritos gnósticos originales
que hoy, se conservan, bien en las referencias que los Padres heresiólogos, como
San Ireneo, San Hipólito, Tertuliano, San Epifanio, consignaron en sus obras. La
crítica sana reconoce hoy día que tales referencias son substancialmente
atendibles.

Los Acta lohannis, de la segunda mitad del siglo II, nos dan la descripción más
antigua de una eucaristía gnóstica. La escena tiene lugar en Efeso, en domingo,
delante de todos los hermanes reunidos. Comienza con un breve discurso del
apóstol, quien añade a continuación esta oración:

"¡Oh Jesús! que llevas incrustada esta corona sobre tus cabellos; tú, que has
adornado con estas flores la flor imperecedera de tu rostro; tú, que nos has
dirigido estas palabras; tú, que solo cuidas de tus servidores y eres el solo médico
que los salvas; tú, el único bienhechor, el único humilde, el único clemente, el
único amigo de los hombres, el único salvador y justo; tú, que siempre lo ves
todo, que estás en todo; Señor, tú, que con tus dones y con tu misericordia
proteges a los que en ti esperan; tú, que conoces tan bien las asechanzas de
nuestro eterno enemigo y todos los asaltos que nos da; tú, único Señor, socorre a
tus servidores con tu providencia. Así sea, Señor."

Acabada la oración, el apóstol pasa a consagrar la eucaristía.

"Pidiendo luego el pan, dio gracias de esta manera: ¿Qué alabanza, que ofrenda,
qué acción de gracias, te rendiremos nosotros al partir este pan, sino tu solo, oh
Señor Jesús? Nosotros glorificamos tu nombre, dicho por el Padre; glorificamos
tu nombre, dicho por el Hijo; glorificamos tu entrada por la puerta. Glorificamos
tu resurrección, que tuviste a bien manifestárnosla. Glorificamos en ti el camino,
la semilla, la palabra, la gracia, la fe, la sal, la piedra preciosa, el tesoro, el arado,
la fibra, la grandeza, la diadema; el Hijo del hombre que nos ha sido revelado,
que nos ha dado la verdad, la paz, la gnosis, la fuerza, la norma, la confianza, la
esperanza, el amor, la libertad y el refugio en ti. Porque tú solo eres., ¡oh Señor!
la raíz de la inmortalidad, la fuente de la incorruptibilidad y la sede donde radican
los eones. Tú has dicho todo esto por nosotros para que, llamándote con estos
nombres, aprendamos a conocer tu grandeza, hasta ahora desconocida para
nosotros, pero conocida de los puros y representada en el único hombre que eres
tú.
Y, partiendo el pan, lo distribuyó a cada uno de nosotros, suplicando a cada uno
de los hermanos que fuesen dignos de la gracia del Señor y de la santísima
eucaristía. Y él comió a su vez, diciendo: Que esta porción me sea vínculo de
unión con vosotros y la paz sea con vosotros, amados míos."

El rito eucarístico aquí descrito, fuera del esquema general — homilía, oración,
ofertorio, anáfora, comunión —, se distingue radicalmente del que en la misma
época nos delinea San Justino. Aquí la materia del sacrificio es solamente el
pan sin vino ni agua; la anáfora va dirigida al Hijo (Jesús), y recuerda la de los
Santos Addeo y Maris de Edesa; falta la narración de la institución con las
palabras sacramentales, así como también toda alusión al carácter sacrifical del
rito: por último, el desarrollo de las ideas sigue un curso totalmente diverso del
que fue el primitivo y después el tradicional en la Iglesia.

San Hipólito recuerda a un tal Marcos, originario del Asia, pero que vino después
a las Galias, discípulo de la escuela gnóstica de Valentino. Refiere cuál era su rito
eucarístico o, por mejor decir, los procedimientos de hábil prestidigitador con los
cuales evocaba sobre el altar a la Gracia, uno de los eones supremos de su
sistema:

"Con frecuencia, tomando una copa, como si fuese un sacerdote consagrante, y


prolongando la oración epiclética, lograba hacer que el líquido apareciese
primero de color purpúreo y luego rojo claro, de modo que los presentes,
víctimas del engaño, creían haber descendido la Gracia, que daba a la bebida
aquel aspecto sanguinolento. A muchos engañó aquel impostor, pero ya se ha
convencido y ha cesado. Echaba ocultamente en el líquido unos polvillos capaces
de colorearlo y, charlando, esperaba hasta que se disolviesen. Entonces él
entregaba otra copa llena de aquel líquido a una mujer para que la consagrase,
mientras él permanecía junto a ella con una copa más grande, pero vacía. Y, una
vez que la mujer la había consagrado, echaba una parte en su propia copa y de
ésta otra vez a aquélla, diciendo estas palabras: "La Gracia, incomprensible e
inefable, que es antes de todas las cosas, Une tu hombre interior y acreciente en ti
su conocimiento depositando en buena tierra el grano de mostaza. Con estas y
otras palabras dejaba en todos los presentes la impresión de ser un taumaturgo,
porque hacía llenarse la copa grande con el líquido de la pequeña y la rebasaba
abundantemente."

El relato de Hipólito da a entender la poca seriedad, por no usar otro término


peor, que reinaba en las iglesias de los gnósticos. La parodia eucarística de los
marcosianos era todavía menos extravagante que la de la secta gnóstica de los
ofitas, en la cual la protagonista era una serpiente, símbolo de las divinidades
etónicas. He aquí cómo la describe San Epifanio:
"Alimentan en una cesta a una serpiente, y durante los misterios, poniendo pan en
la boca de la cesta, le hacen salir sobre la mesa. La serpiente, una vez fuera,
dándose cuenta, perspicaz como es, de la necedad de los presentes, se desliza por
encima de la mesa y se enrosca alrededor de los panes. Para ellos éste es el
sacrificio perfecto. Después, según me han contado, no sólo parten y distribuyen
los panes baboseados por la serpiente., sino que cada uno se acerca a besarla a
ella, la cual, por arte de encantamiento o por virtud diabólica, se mantiene
inofensiva. La adoran neciamente, y llaman eucaristía a aquellos panes que la
serpiente rodeó y tocó con sus anillos. Finalmente, por medio de ella, glorifican
al supremo Criador, y así ponen fin a sus misterios."

Este cuadro de las pseudo-eucaristías gnósticas, que hemos reproducido


directamente de las fuentes, es suficiente para comprender que gran parte del
ritual cristiano fue plagiado, no por la Iglesia a los gnósticos, sino por éstos a la
Iglesia, por más que ellos lo adoraban luego con ciertos elementos fundamentales
para asociarlo, más o menos hábilmente, a sus postulados filosófico-
religiosos. Porque hay que tener presente que gran parte de los principales
corifeos de la gnosis, como Valentino, Marción, Heraclión, Cerdón, Basílides y
Saturnino, fueron primero miembros de la Iglesia, de cuyas filas fueron
expulsados tan sólo cuando sus teorías constituyeron un serio peligro. Tertuliano
decía, en efecto, de los valentinianos: Valentiniani Jrequentissirnum plañe
collegium Inter haereticos, quia plurimum ex apostatis veritatis. Por eso
precisamente, los escritos gnósticos, para acreditarse ante el pueblo como
revelaciones de Cristo o doctrina de los apóstoles, llevaron siempre o casi
siempre los títulos de los libros cristianos, llamándose Evangelio de Judas, de
Felipe, de Tomás, de los Egipcios; Hechos de San Pedro, de San Juan, de Santo
Tomás; Apocalipsis de San Pablo, de San Bartolomé.

Además, sin temor de exagerar, podemos decir que las liturgias gnósticas fueron,
como es natural, el reflejo de las creencias de la secta, es decir, la amalgama más
disparatada y heterogénea que imaginarse puede de paganismo, judaismo,
dualismo pérsico, neoplatonismo y cristianismo. De aquí tan extraña mezcla de
ceremonias cristianas, ritos y palabras mágicas, exóticas, oraciones obscuras e
incomprensibles, nombres rabínicos y mitológicos, signos extrañes y misteriosos,
que Amelineau los compara con los jeroglíficos egipcios; en fin, fenómenos
morbosos de exaltación religiosa y prácticas de la más desenfrenada sensualidad,
tan monstruosa, que San Ireneo casi quiere ponerlas en duda.

Después de todo esto, no sabríamos decir en verdad qué es lo que la Iglesia pudo
haber aprendido de tales prácticas y trasladado a su ritual eucarístico. Los
elementos litúrgicos, que, según Harnack, traían su origen de la lucha contra los
gnósticos, no sólo preexistían a ella, sino que incluso se desarrollaron por su
propia fuerza de expansión y no para contrarrestar los ataques de la gnosis. El
fastuoso y deslumbrante ceremonial de las reuniones gnósticas, que Harnack
supone haber movido a la Iglesia a imitarlo, si es que tal era, pudo tan sólo
apresurar, pero de ninguna manera producir, semejante desarrollo, ya que el ritual
cristiano estaba ya naturalmente orientado y encaminado hacia tal perfección.
Pero es éste un campo de muy secundaria importancia. Un influjo, en cambio,
que el gnosticismo ejerció sobre la vida litúrgica cristiana lo hallamos en el canto
popular. Los fieles conocían muy bien este género de canto. Basta ver cómo lo
recomienda San Pablo; pero entre tanto, como los líderes de las sectas gnósticas
se servían en gran escala de canciones populares con buena música para esparcir
sus doctrinas, es probable que los obispos opusieran una propaganda del mismo
estilo, vivo y fecundo. Es un hecho que, en el siglo III, los llamados psalmi
idiotici, entre los cuales había muchos de valor dudoso, estaban muy en boga
entre los fieles, razón por la cual en el siglo siguiente el concilio de Laodicea
intervino, dictando medidas muy severas.

Las Ofrendas Sacrificio de Wetter.

Otra teoría que presenta muchos puntos de contacto con la de Lietzmann, si bien
es anterior en el tiempo, ha sido expuesta por G. P. Wetter, liturgista sueco,
según el cual nuestro rito eucarístico nació de la compenetración, al cabo de un
largo proceso evolutivo, de dos elementos: a) las ofrendas de los
fieles; b) el misterio de Jesús.

En cuanto a las primeras, Wetter, después de examinar las liturgias orientales y


occidentales, comprueba la existencia de una serie imponente de oraciones que
tienen por objeto presentar a Dios las ofrendas de los fieles, o bien interceder
por los oferentes o implorar el poder divino sobre los dones
ofrecidos (epiclesis). Tales ofertas constituyen en las liturgias un elemento
antiquísimo y de importancia primordial. Todo esto, según el autor, autoriza a
remontarse a un período primitivo, en el cual el punto central del culto lo
constituía el hecho de la aportación a la reunión de los fieles (ágape) de toda
clase de artículos alimenticios, y en primer lugar del pan y del vino. Estos
dones eran ofrecidos a Dios por el que presidía la reunión por medio de
oraciones, a las que seguía una epiclesis para pedir a Dios que hiciera descender
al Espíritu o al Verbo sobre aquellos mismos dones, de forma que le fueran
agradables; se añadían también algunas fórmulas impetratorias en favor de los
donantes, cuyos nombres eran leídos, y se recitaban otras fórmulas de
arrepentimiento y de acción de gracias.

En cuanto al segundo elemento, Wetter supone que los primeros fieles, en un


momento determinado, introdujeron en su rito agápico el misterio de Jesús. El
ágape fraterno que estaban celebrando evocaba su presencia; el que lo presidía
recordaba en la anáfora sus obras, la última cena, la pasión, la resurrección y
la inminente parusía; con la oración de la epiclesis invocaba la virtud divina
de Jesús, de manera que los fieles, enardecidos por el afecto y la tendencia hacia
El, lo consideraban como presente en medio de ellos. Su atención se
concentraba sobre el pan y el vino, que vinieron a ser los elementos materiales
del "misterio de Jesús" y fueron considerados como el símbolo de Cristo.

Este nuevo elemento fue adquiriendo poco a poco mayor importancia, hasta que
se sobrepuso al antiguo (ofrendas), dando origen a la misa, con una desviación
esencial. En efecto, las ofrendas decayeron y fueron desterradas del rito
eucarístico propiamente dicho (ágapes, eulogías); en la misa, reducidas a los
simples elementos del pan y del vino, quedaron como materia del sacrificio, al
paso que las antiguas fórmulas de ofrenda, epiclesis, etc., compuestas para las
ofrendas quedaron también y fueron recitadas sobre los dos elementos
sacramentales.

La teoría de Wetter es fácil de rebatir: 1) El hecho de llevar los alimentos para la


celebración del ágape se encuentra ciertamente relacionado con la cena del Señor
en alguna comunidad; pero en ningún caso tiene carácter litúrgico. Es
simplemente una contribución caritativa al ágape. Tanto es así, que ningún
texto antiguo atribuye a ese hecho la importancia primordial de que habla Wetter,
como si se tratase del factor esencial de la Coena Dominica. El texto clásico de
San Pablo a los de Corinto lo muestra como un preparativo de la cena, una parte
importante de la misma, pero distinta y subordinada al núcleo central, que es
la celebración del rito eucarístico con el pan y el vino, según la tradición
proveniente del Señor. Este era para el Apóstol y para los corintios el objeto
principal, la verdadera finalidad de la reunión litúrgica.

De manera semejante se expresaba algún tiempo después San Justino refiriéndose


precisamente a la época primitiva: "Dios ha aceptado los sacrificios que
Jesucristo prescribiera ofrecerle en su nombre, es decir, aquellos que, mediante la
eucaristía del pan y del vino, se ofrecen en toda la tierra. Estos son los únicos que
los cristianos aprendieron por la tradición a celebrar, y en la conmemoración de
este su alimento húmedo y seco recuerdan la pasión que por Apt. 2: 2 ellos sufrió
el Hijo de Dios. Los elementos eucarísticos eran, pues, los únicos que encerraban
razón de sacrificio precisamente porque las otras ofrendas eran cosa
completamente distinta.

A este propósito, Wetter tergiversa totalmente Asentido de uno de los pasajes de


la Traditio, que dice así: Si quis oleum offert, secundum pañis oblaüonem et vini
et non ad sermonem, dicat, sed simili virtute grafías referat dicens. De aquí
deduce Wetter que el aceite era consagrado juntamente con el pan y el vino,
siendo así que Hipólito quiere decir todo lo contrario, esto es, que el aceite
ofrecido debía bendecirse, pero no con la misma fórmula de la oblación del
pan y del vino.

2) Independientemente de las ofrendas, la Iglesia desde un principio interpretó el


misterio eucarístico como verdadero sacrificio. La mención de la sangre en las
palabras de la institución y la relación establecida por Cristo entre la cena y el
misterio de la cruz son dos datos indiscutibles. San Pablo contrapone la cena a
los banquetes sacrifícales de los paganos y la designa como el fruto principal del
sacrificio de Cristo. La Didaché llama al misterio eucarístico una oblación y un
sacrificio, y descubre en él la realización de la profecía de Malaquías. Al correr
del tiempo, la distinción, cada vez más acentuada, entre el ágape y la eucaristía
contribuyó a esclarecer la noción de sacrificio, que en San Justino y luego en San
Ireneo y Tertuliano alcanza su madurez. Querer, pues, colocar en las solas
ofrendas la esencia primera del sacrificio cristiano, es desconocer el espíritu
y la letra de los más importantes testimonios de la Iglesia apostólica.

3) Admitamos que la unión primitiva de la eucaristía con el ágape hubiera dado


origen al rito de llevar los alimentos al altar, rito rodeado más tarde de cierta
pompa sobre todo en Oriente. Mientras que, al principio, del conjunto de los
alimentos regalados por los más ricos y repartidos fraternalmente entre los pobres
se apartaban el pan y el vino para el servicio eucarístico, una vez que el ágape se
separó de la eucaristía y se desarrolló como institución independiente, todos los
fieles creyéronse en el deber de llevar a la reunión litúrgica dones de diversas
clases (fruta, aceitunas, uvas, queso, etc.), pero sobre todo pan y vino. Los
primeros, depuestos sobre el altar, fueron bendecidos con una simple bendición
dada al final de la anáfora, como observa ya la Traditio, de Hipólito; en
cambio, al pan y al vino, la verdadera y única oblatio, se reservaba la
solemne consagración sacramental.

De esta práctica poseemos una ilustración monumental en el mosaico que el


obispo Teodoro mandó construir en el 315 sobre el pavimento de la basílica de
Aquileya. En el panel central aparece en pie la figura simbólica de la Iglesia entre
el cesto de los panes eucarísticos y el cántaro del vino: he ahí la eucaristía; en
los paneles laterales, unos jovencitos llevan otras ofrendas, como uvas, trigo,
guirnaldas de flores, palomas. Es cierto, por lo demás, que la ofrenda de los
fieles consistía principalmente en pan. Conocido es el texto de San Cipriano
dirigiéndose a la mujer avara: Dominicum celebrare te ere As quae corbam
omnino non respicis, quae in dominicum Sine Sacrificio venís, quae partem de
sacrificio quod pauper obtulit surnis.
La teoría de Wetter nos parece, per tanto, unilateral. Sólo tiene en cuenta el
elemento genérico — las ofertas —, descuidando el elemento específico, que es
la oferta propia del sacrificio, la ofrenda del pan y del vino. Ahora bien: las
primeras tuvieron en la Iglesia y tienen valor solamente en función de la ofrenda
sacrifical de Cristo, es decir, el pan y el vino consagrados. El canon romano lo
da a entender bastante claramente con aquella fórmula: Offerimus maiestati tuae
De Tuis Donis Ac Datis, hostiam puram, hostiam sanctam, hostiam
immaculatam, Panem sanctum vitae aeternae et Calicem salutis perpetuae.

4) Del hecho, en verdad extraño, de que alguna rara anáfora oriental, como la de


los Santos Adeo y Maris, carezca de las palabras de la institución, concluye
Wetter que existió un rito primordial eucarístico, consistente en una comida
ritual, pero sin el relato de la institución, y, por tanto, sin consagración del pan
y del vino, pues a éstos no se daba importancia. "El punto central —dice— giraba
en torno al misterio" de Cristo, muerto y resucitado, a imitación del cual debían
los cristianos resucitar y divinizarse, lo mismo que los mistas de los cultos
orientales." Todo esto es una pura invención de la fantasía del autor. No existe
prueba ninguna histórica de haberse celebrado en un principio un rito
eucarístico independientemente de los elementos de pan y vino. La omisión de
las palabras institucionales en la anáfora de Edesa es debida a un simple motivo
de reverencia; ciertamente, al principio las contenía, porque todavía conserva la
anamnesis. Si hubieran sido una inserción litúrgica posterior, tendríamos
ciertamente muchos otros ejemplos rnás importantes.

5) No es el caso de detenernos a examinar los pretendidos factores psicológicos


que, según Wetter, conmovieron y exaltaron a los discípulos cuando estaban
juntos a la mesa hasta el punto de hacerles ver a Jesucristo como si estuviera vivo
en el pan y el vino. ¿En qué pruebas fundan Wetter, y otros con él, afirmaciones
de tan capital importancia? ¿El sentimiento pudo dar origen a la eucaristía? Aquí
no estamos ya en el terreno de la historia, sino en el reino de la fantasía.

La Teoría Formista.

22. No es más que la aplicación a la eucaristía de un método admitido no ha


mucho por la crítica independiente y aplicado a toda la historia evangélica. Según
esta teoría, la composición de los Evangelios sería el resultado de una antigua
tradición oral, creada y elaborada por la primitiva comunidad cristiana
conforme a ciertas leyes psicológicas y a las exigencias particulares
del momento histórico, y transmitida en múltiples formas, hasta que fue
recogida y registrada de cualquier manera por los evangelistas.
Dibelio aplica a la eucaristía esta teoría de la siguiente forma: los primeros fieles,
para satisfacer su necesidad de unidad y de culto, crearon el rito eucarístico, y
para darle un fundamento histórico inventaron el relato de la última cena. Todo
esto se deduce sencillamente reconstruyendo la primitiva forma de la tradición
eucarística a través de los testimonios de Marcos (14:22-25) y Pablo (1 Cor.
11:23-25). Aquélla estaba constituida por las palabras pronunciadas tanto sobre
el pan: Esto es mi cuerpo, sin la interpretación dada por el Apóstol: que será
entregado a la muerte por vosotros, como sobre el vino, según narra San
Pablo: Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, pero también sin la añadidura
de Marcos: que será derramada por muchos, y sin la frase escatológica
paulina donec veniam. Por tanto, aparece claro el significado original de la cena
eucarística, que fue inventada como símbolo de comunión, como una expresiva
figura de unión íntima de los fieles entre sí y con Cristo, para mantener la cual
era necesario un frugal banquete en común:. El carácter realístico y sacrifical que
asumió más tarde la eucaristía representa un desarrollo ulterior de la
primitiva tradición, debido a influencias helénicas.

23. a) La teoría de las formas apela substancialmente a la tradición o catcquesis


primitiva. El principio es verdadero; de hecho, a ella apelaron explícitamente
dos escritores de la prinera generación cristiana, San Pablo y San Lucas. San
Pablo se refiere a ella en la narración de la institución eucarística que hace a los
corintios, y que podemos parafrasearla así: "Yo he aprendido, por una tradición
que se remonta al Salvador, lo que ya os tengo enseñado, tal como El me lo
comunicó a mí mismo." San Lucas, al comenzar su Evangelio, afirma haberse
informado de cuanto habían transmitido y enseñado (sicut tradiderunt = καθώς
ποφέδοσαν) los que desde el principio fueron testigos oculares de los hechos que
estα para narrar.

Ambos, pues, se encontraron frente a una tradición, que dejaron consignada en


sus páginas. Tradición única, que no sólo existía, sino que corría con autoridad y
valor por las iglesias conocidas por ellos. Es la tradición católica, la que atestigua
desde el siglo I la Didaché, y en el siglo II, San Ignacio, San Justino, San Ireneo
y después todos los Padres. San Justino en particular tiene interés en poner de
relieve el carácter tradicional del rito eucarístico, que describe en su primera
apología. Cristo mandó ofrecer ; lo prescribieron los apóstoles; y nosotros —dice
— hacemos, con respecto a la eucaristía, lo que hemos aprendido de la
tradición de ellos.

b) Contra la teoría de las formas milita un elemental criterio cronológico. ¿Cómo


es posible que en el breve período de los veinte años que median entre la muerte
de Cristo y la composición del Evangelio de San Mateo y de la primera Epístola
a los Corintios se creara por la actividad psicológica, grande si se quiere, de una
comunidad una tradición puramente fantástica? La comunidad, como tal, tiene
capacidad de excitación, no de creación. No es ella, por regla general, la que
produce las grandes obras, sino solamente una fuerte personalidad individual. Y,
además, ¿cómo iba a ser eso posible viviendo todavía, como dice San Lucas, los
testigos oculares y auriculares de los hechos de Cristo?

No cabe duda que pudo haber desde el principio quien trabajara con la fantasía en
torno de la vida del Señor; prueba de ello son los Evangelios apócrifos. Pero
éstos la Iglesia los repudió enérgicamente en honor de la tradición verdadera
y auténtica por ella custodiada. San Pablo ponía en guardia a los gálatas y
anatematizaba a los que anunciaren un Evangelio distinto del suyo. Refiere
Tertuliano que aquel presbítero asiático autor de la fantástica narración sobre
Pablo Apóstol y Tecla, convicto y confeso, fue oficialmente depuesto.

c) La teoría que nos ocupa se apoya principalmente sobre una supuesta falta de
organicidad de los Evangelios, como si fueran éstos un informe aglomerado de
materiales más o menos históricos que formaban parte de la catequesis primitiva.
Esto es falso. El Evangelio de San Marcos, por ejemplo, que Dibelio gusta de
poner en antagonismo con San Pablo en el relato de la institución, demuestra,
como lo han confesado los mismos críticos acatólicos, una homogeneidad de
composición, una cohesión entre las palabras y los hechos de Cristo, hasta
incluso una unidad de estilo tales, que no se puede menos de reconocer en su
autor, no a un torpe coleccionista de materiales, sino a un escritor inteligente, que
con diligencia compuso y coordinó las fuentes de su narración. Es, por
consiguiente, arbitrario aceptar, como hace Dibelio, las palabras de Marcos: Este
es mi cuerpo, y a renglón seguido considerar glosa personal de San Pablo las
palabras entregado por vosotros, y rechazar la cláusula de Marcos relativa a la
sangre: que será derramada para muchos, únicamente en aras del prejuicio
antisacrifical de la escuela racionalista.

d) La escuela que patrocina la teoría de las formas, a diferencia de otras escuelas
independientes, tiene de bueno que da valor a la tradición oral anterior a los
Evangelios. Pero cuando pretende que tal tradición trae su origen no del terreno
positivo de los hechos sucedidos, sino de elementos subjetivos nacidos en la
imaginación calenturienta de los jefes de una comunidad, sin saber precisar
dónde, cuándo ni por obra de quién, entonces, evidentemente, introduce en el
examen de los escritos neotestamentarios unos criterios tan apriorísticos, que no
pueden absolutamente tomarse en consideración. El silencio de una tal
pseudotradición nunca podrá tener mayor peso que los testimonios históricos
positivos y terminantes que nos ofrecen los documentos apostólicos.

La Teoría Sincretista.
La escuela racionalista, que con frecuencia recurre a la historia de las religiones
para explicar naturalmente los orígenes cristianos, aplica su método sobre todo al
tratar del bautismo y de la eucaristía.

En un primer tiempo, afirmó brutalmente la tesis de que ambos sacramentos se


derivaban conjuntamente de la confluencia de corrientes y doctrinas religiosas
orientales-helénicas. En la mayor parte de ellas — agregan — había ritos de
iniciación y prácticas teofágicas, que tenían por objeto la incorporación de las
fuerzas de la divinidad mediante la comida de determinados alimentos. En época
más reciente, muchos críticos, entre ellos Loisy, visto lo absurdo y arbitrario de
las primeras teorías sincretistas, comenzaron a hablar sólo de influencias
indirectas, así como de una amplia asimilación de los elementos más vitales
existentes en las religiones de los misterios. Esos misterios, influyendo la
concepción cristiana primitiva, la transformaron, hasta crear el tipo del "misterio
cristiano." Una tal elaboración constituyó principalmente la obra de San Pablo.
Inconscientemente, y sin ninguna intención de copiar a la letra una tilde del ritual
pagano, el Apóstol se inspiró en él para dar la doctrina y la forma a los dos
sacramentos.

Es cierto — limitándonos a la eucaristía — que en algunas religiones antiguas de


Babilonia y de Egipto y también en el culto mosaico se encuentran ya convites
sagrados que se parecen a la comunión eucarística. Pero igualmente es cierto que,
excepciones hechas del culto judaico, tales ritos eran desconocidos de los
primeros fieles.

Mayor interés presentan los ritos de algunos cultos orientales y griegos, como los
misterios de Eleusis, de Attis, de Dionisos y de Mitra, en los cuales las analogías
externas entre sus banquetes y la eucaristía son más destacadas y llamativas. En
las orgías de Dionisos o Sabacio, mientras las mujeres se embriagaban
ejecutando una danza sagrada, los adeptos cortaban en pedazos la víctima (un
toro), que representaba a Dios, y comían aquella carne cruda. En los misterios de
Cibeles y de Attis, al iniciando se le daban unos alimentos y unas bebidas, de las
que debía esperar la salud y la vida. En algún caso se añadía el rito del
taurobolio, o sea una especie de bautismo de sangre, durante el cual el fiel sorbía
determinada cantidad de la misma. A las personas que eran iniciadas en los
misterios de Eleusis se suministraba el ciceon, es decir, una mezcla de agua,
harina de cebada y menta selvática, con lo cual quedaban introducidas a la
intimidad de la diosa. En el ritual de Mitra se servía al adepto una cena de
pan y agua, que San Justino y Tertuliano denuncian como parodia diabólica de
la eucaristía. La comida quería significar la conmemoración del festín que el
dios Mitra tuviera con el Sol. En algunas representaciones que han llegado a
nosotros, se ve a los dos dioses sentados, con otros invitados, ante una mesa,
sobre la cual hay algunos panes que llevan el signo de la cruz, y un vaso.

Después de aludir a algunas de las analogías más notables, haremos a


continuación algunas observaciones generales, principalmente de carácter
histórico litúrgico, dejando a un lado otras, no menos interesantes, de tipo
teológico.

1) El sincretismo religioso, tal como se manifiesta en el ritual de les misterios, no


existía aún, al menos tan perfectamente desarrollado, en tiempo de San Pablo. Su
origen primero, su desarrollo y hasta el área precisa de su difusión son cosas
bastante difíciles de determinar. Generalmente se admite que cuando adquirió
verdadera consistencia fue hacia el final del siglo I o principio del II, bajo la
influencia de la filosofía griega. Por lo que al culto de Mitra se refiere, consta
que fue introducido en el mundo romano alrededor del año 80 después de Cristo.
Sus primeras conquistas — según Cumont — las consigue fuera de los
principales centros del mundo helénico (Asia Menor, Egipto, Grecia,
Macedonia), que fueron, por el contrario, donde el cristianismo se difundió
principalmente gracias al apostolado de San Pablo. Por lo tanto, qué influencia
eficaz pudieron el ercer sobre el ritual eucarístico, el cual lo hallamos ya
claramente delineado por el Apóstol en la primera Carta a los Corintios, escrita
hacia el año 55 ó 56?

2) Se ha dicho que el mismo San Pablo, en esta misma Carta y pasaje, reconoce y
pone de relieve la afinidad entre la cena cristiana y los sacrificios paganos. Y
es verdad; de otro modo, su argumentación carecería de fundamento. "Todo
aquel que come la carne inmolada a los ídolos, toma parte en el culto del dios al
que ha sido ofrecida. Un cristiano, pues, no puede probar esa carne sin cometer
un acto de idolatría." Como se ve, el Apóstol reconoce una correlación externa
entre las dos instituciones; pero no sólo las distingue netamente, sino que las
contrapone en perfecta antítesis. Para él, la mensa dominica no es la mensa
demoniorum; entre las dos mesas no puede haber ningún contacto. La pagana es
una abominación idolátrica que suscita la indignación del Apóstol. ¿Cómo, pues,
iba él a tomar de unos mitos tan detestables sus ideas sobre la eucaristía y el
sacrificio, esto es, las concepciones fundamentales de su doctrina?

3) Por lo demás, este recurrir al paganismo para explicarse el origen del rito
eucarístico es absolutamente superfluo. Un principio de sana crítica histórica
enunciado por Ciernen establece que los orígenes de una creencia o de un rito
cristiano no deben buscarse fuera del cristianismo o del judaísmo sino
cuando sea absolutamente imposible hallar dentro de los mismos la explicación.
"Ahora bien: la noción de sacrificio es una idea judía. La promesa de un
banquete mesiánico se encuentra reiteradamente en los Libros sagrados. El
concepto de la alianza entre los fieles y Dios estaba en la misma raíz de la
religión profesada por San Pablo. Era creencia general que el sacrificio daba
participación del altar de Yavé, autorizaba a comer y beber con alegría delante de
El y creaba una unión a través de la sangre. El Apóstol en sus escritos hace
siempre alusión o referencia a los ritos mosaicos, a acontecimientos y a
instituciones judaicas. Relaciona la inmolación de Cristo con los sacrificios de
Israel, con la antigua alianza, con la cena del cordero pascual. Cierto es que, en
el Antiguo Testamento, las víctimas son cosas sagradas, pero no tanto como el
cuerpo y la sangre de Cristo. Pero no importa. Una vez que Cristo se ha inmolado
por nosotros, las concepciones judaicas de San Pablo sobre el sacrificio le
autorizan a pensar que nosotros participamos de la carne de Cristo como de
nuestra víctima expiatoria." Esta fue la evolución primera del culto a través de la
eucaristía, evolución dispuesta por Cristo y subrayada con agudeza por el
Apóstol. He aquí cómo explica esto muy bien el escritor Botte:

"El cristianismo paulino es una mística; es decir, no trata solamente de establecer


entre Dios y el hombre una relación mutua, sino de realizar una unión íntima
con Dios. El hombre que se da a El mediante la fe en Cristo queda inundado del
espíritu de Cristo; no vive ya la propia vida, sino la vida de Cristo. Sin embargo,
este vivir en Cristo no será completo y definitivo más que cuando llegue la
parusía. Mientras el cristiano permanece aquí abajo, debe ir perfeccionando su
conformación con la imagen de Cristo mediante la acción de su espíritu.

Esta concepción mística de la religión no se encuentra en los cultos oficiales del


paganismo grecoromano, fríos y utilitarios; ni en los del judaismo, que tendía a
reducir las relaciones del hombre con Dios a una contabilidad comercial. A lo
más, podría verse alguna semejanza en los misterios de ciertos cultos paganos.
Pero entre estas orgías y la mística paulina existe la misma diferencia que entre
los sacrificios paganos y el sacrificio redentor de Cristo. Tanto más que, para San
Pablo, esta mística es colectiva y cultural. Colectiva, porque se realiza en las
almas a través de la Iglesia, cuerpo místico de Cristo; cultual, porque la
eucaristía es la renovación ritual del sacrificio de Cristo y porque, participando en
este rito, la Iglesia adquiere vida y unidad."

4) Entre la naturaleza de los banquetes paganos y la eucaristía no media tan sólo


una diferencia substancial en cuanto a su respectiva concepción mística, sino,
sobre todo, en cuanto a su directa finalidad. Por más que se admita que por los
primeros se pretendía poner al fiel en una especie de comunión íntima con la
divinidad, hay que excluir absolutamente que los manjares de los banquetes
fueran considerados como substancia de los mismos dioses; ningún texto antiguo
nos autoriza a afirmarlo, si bien algún crítico lo hace. La eucaristía, en cambio, es
para nosotros comer la persona misma de Cristo, porque el pan y el vino se
convierten en su mismo cuerpo y sangre. Esta doctrina es exclusiva del
cristianismo, una invención original de Cristo, que no tiene igual ni parecido
efectivo en ninguna religión pagana.

5) Las teorías sincretistas están en contradicción con el más elemental sentido


de correlación histórica. En efecto, una nueva tendencia filosófica o religiosa que
fuese la resultante de un choque de ideas helénicas y asiáticas podía surgir y
aclimatarse en cualquier parte, menos en una aldea palestinense obscura y
desconocida, sin importancia política ni cultural. El gran centro donde hicieron
su aparición la filosofía helenoasiática, La mística neoplatónica y las teogonias
gnósticas y gnostizantes fue Alejandría. Otras grandes ciudades de Siria o del
Asia Menor más o menos cosmopolitas pudieron contribuir en proporción
diversa, ampliando, desviando o modificando ese contagio mimético de ideas y
de tendencias. Pero a nadie se le ocurrirá localizar fenómenos de esta naturaleza
en Nazaret, en Jerusalén, ni tampoco en Tarso. Puede muy bien admitirse que
San Pablo, que aquí había nacido en los primeros años de la era cristiana, durante
su formación religiosa en Tarso o como discípulo de Gamaliel entrara en
conocimiento, si no en contacto, con elementos paganos; pero él estaba
demasiado orgulloso de su fe y embebido del judaismo rígido para influir
notablemente por el paganismo. Hasta Loisy lo reconoce.

6) La teoría de Loisy supone que el Apóstol introdujo en el cristianismo


primitivo una transformación radical. Tal suposición es del todo inverosímil. La
historia de San Pablo en la Iglesia comienza cuando ya todo está constituido. La
Iglesia tiene ya el pleno ejercicio de la autoridad de Pedro y del Colegio
Apostólico, los sacramentos, el culto diario y, sobre todo, el sacrificio, la fractio
pañis. Ahora bien: salvo el incidente con San Pedro sobre el valor de la ley judía,
no nos consta que la concepción paulina de la salvación, de la redención por
Cristo, de los sacramentos, encontrara oposición por parte de los apóstoles.

Tanto menos puede pensarse que San Pablo impusiera, como conforme a la
realidad histórica, un relato de la última cena y de la institución eucarística que
fuese sólo producto de su imaginación, interpretando místicamente la coena
dominica, en uso ya entre las primitivas comunidades. Si, en realidad, la
intención de Cristo de instituir un rito sacramental que fuese memorial perpetuo
de su muerte redentora y si las palabras que San Pablo pone en boca del
Salvador: "Este es mi cuerpo; ésta es mi sangre," no fuesen más que una creación
de la fantasía del Apóstol, sugestionado inconscientemente por los ritos análogos
de los misterios paganos, no se comprendería cómo todo esto pudo ser aceptado
sin la menor protesta por la totalidad de las comunidades cristianas viviendo
todavía aquellos que habían tomado parte con Jesús en la ultima cena. No se
explica cómo semejante relato fantástico pudo penetrar en la tradición evangélica
más remota, la de los sinópticos, y sobreponerse, deformándolos
substancialmente, a los recuerdos auténticos de los testigos inmediatos del hecho.

7) Loisy, y con él otros, niegan, sí, que San Pablo imitara de intento el ritual
pagano de los misterios, pero insinúan que sufrió inconscientemente influjos a
través de las comunidades cristianas prepaulinas, helenizadas, de Damasco y de
Antioquía, en medio de las cuales vivió bastante tiempo. Trátase de
una suposición muy poco fundada. Es en extremo difícil admitir, mientras no se
pruebe lo contrario, que se contaminaran de elementos paganos tales
comunidades en los poquísimos años que corrieron desde su fundación, debida a
inmediatos discípulos del Señor; más aún, dadas las relaciones íntimas que
mantuvieron con la iglesia de Jerusalén. Sobre todo en Antioquía, vivían, sin
duda, personas iniciadas en los diversos cultos de las divinidades griegas y
orientales; esas personas iban aumentando, y el Apóstol pudo quizás tratar con
alguna para convertirla; pero de este contacto problemático a una asimilación
propiamente tal hay un gran trecho. Si se comprobara que San Pablo había sido
iniciado en aquellos misterios o que se hubiera ocupado ex profeso de ellos,
podríamos acaso sospechar de una tal influencia secreta; pero todo esto no sólo
no se demuestra, sino que repugna con la manera de ser y las explícitas
declaraciones del Apóstol. Es, pues, inadmisible la teoría.

A las observaciones de carácter general arriba expuestas, añadiremos algunas


críticas de índole particular.

a) En los misterios eleusinos, la degustación del ciceon era un rito de


importancia secundaria, que formaba parte del cuadro inferior de la iniciación de
los fieles. En realidad, no entraba para nada en la celebración de los misterios,
cuyo punto culminante, como es sabido, consistía en la traditio sacrorum, la
entrega material o moral de las cosas sagradas pertenecientes a los misterios, y en
la epopteia contemplación de las funciones sagradas más íntimas por el iniciado,
situado en medio de una gran luz que repentinamente iluminaba el santuario. En
la liturgia cristiana, por el contrario, la eucaristía es el centro del culto, y aun
podríamos decir todo el culto; es el sacrificio. La participación de la víctima es
parte integrante, y el catecúmeno no comulga sólo una vez, al ser bautizado, sino
que la eucaristía se convierte en su alimento cotidiano.

b) Nadie ha sabido hasta ahora explicar en qué consistía la comida sagrada de los
misterios de Attis. Apenas conocemos el símbolo suyo, bastante obscuro, cuya
fórmula latina nos la ha conservado Fírmico: De tympano manducavi, de
cymbalo bibi et religionis secreta perdidici; de estas palabras puede deducirse
que al iniciando se le daba comida y bebida en los instrumentos mismos que se
empleaban para la música de la orgía, al objeto de hacerlo comensal de la
divinidad. Tales instrumentos eran del particular agrado de Cibeles y Attis.
Según Loisy, que en todas partes ve la cena, la comida era pan, y la bebida, vino.
El P. Lagrange cree que se trataba de hierbas y leche. De todos modos, es cierto
que el iniciado no consideraba aquellos alimentos como substancia de la
divinidad. Por tanto, salvo una analogía externa, no acabamos de ver qué relación
seria puede haber entre aquel rito y la eucaristía cristiana. El tauróbolo era una
ceremonia más bien rara, propia de muy pocos, y que por eso era recordada en
sus epitafios sepulcrales.

c) En cuanto al banquete ritual del culto de Mitra, que para San Justino y
Tertuliano es un plagio del rito eucarístico, no puede decirse que sea esta
afirmación un ingenuo artificio polémico. Se explica fácilmente que el culto
del "Sol invicto," entrando a principios del siglo II a formar parte de la
constelación religiosa del imperio, sintiese de un modo especial la influencia
del cristianismo. Este había echado raíces profundas en todas partes, pero sobre
todo en Capadocia (que, como siempre, fue la puerta por la que el culto de Mitra
pasó a Occidente). El cristianismo, como religio nova, parecía ser el más terrible
rival del mitraísmo. La política mejor para suplantar o debilitar a aquél era la de
asimilarse sus partes más características tanto en la organización jerárquica
como en los usos litúrgicos. De hecho, todos los historiadores, y Harnack entre
ellos, admiten la enorme, la soberbia capacidad de asimilación y adaptación del
mitraísmo.

Por lo demás, ni San Justino, ni Tertuliano hablan de vino en el banquete de


Mitra, sino sólo de pan y agua. Cumont opina que, andando el tiempo, fue
introducido el vino, y Petazzoni lo afirma categóricamente. Son suposiciones que
carecen de todo fundamento documental. Además, la analogía vista por San
Justino no podía ser sino muy superficial, porque los elementos del banquete
pagano no simbolizan ni el cuerpo ni la sangre de Mitra. Loisy ha querido
relacionar este banquete con el toro muerto por Mitra; el pan y la bebida eran la
substancia del toro divino, del toro místico, el dios Mitra. Pero téngase en cuenta
que de ningún documento del mitraísmo, así entre los persas como entre los
helenísticos y romanos, puede deducirse ni remotamente la identificación de
Mitra con el toro. Esto priva de todo fundamento a la afirmación de Loisy.

El Misterio Cristiano.

Del examen objetivo, aunque somero, de las teorías sincretistas, hoy tan de moda,
podemos deducir hasta que punto son superficiales y anticientíficas, al pretender
demostrar por simples analogías rituales, a veces no bien probadas, una
efectiva dependencia histórica de nuestros ritos eucarísticos. Debemos, por
consiguiente, sostener con todo aplomo que la eucaristía ha tenido siempre, en el
principio y en los tiempos posteriores, aquella divina originalidad que Cristo,
su autor, le imprimiera.

Con todo, el conocimiento más profundo de las corrientes religiosas que al


socaire del politeísmo oficial circulaban en el mundo greco-romano,
manifestándose en la mística burda de los misterios y procurando satisfacer de
alguna manera las ansias de vida y de inmortalidad de muchas almas, puede ser
de gran utilidad. Sobre todo, puede dar a conocer la oportunidad del nuevo culto
cristiano, que, en forma mucho más perfecta, encarnaba no mitos lejanos y
fabulosos, sino la realidad histórica de un Dios redentor, santificador y
remunerador de las almas.

Por esta razón, recientemente dom Casel (1948), estudiando la anamnesis, o sea


la conmemoración de la muerte redentora de Cristo en la antigua liturgia, ha
procurado demostrar cómo a los dos aspectos tradicionales de la eucaristía,
sacrificio y sacramento, puede añadirse un tercero, el misterio, conforme al tipo
de las religiones paganas, en cuanto que contiene todas las notas que los
historiadores de las religiones han atribuido al "misterio" cultural.

El misterio pagano puede, en efecto, definirse: un conjunto de ritos que


conmemoran un argumento mítico y tienden a realizar actualmente, con el
simbolismo del ritual, lo mismo que representan.

En los misterios paganos más desarrollados, como los de Eleusis, encontramos:

a) Una iniciación, que se hace mediante ritos secretos (μυστήρια, de μύω =


cerrar (los labios), a lo que precede una catequesis impartida por el hierofante o
por los mistagogos, con ayunos y abstinencias. Esos ritos secretos consistνan
principalmente en un baño sagrado, que hacía en cierto modo renacer al
iniciando. Los mistas, o iniciandos, eleusinos tomaban este baño en las aguas del
río Ilissus (cerca de Atenas). Seguidamente venía una representación litúrgica,
que hacía referencia al nacimiento de Dionisos de Persefone (pequeños
misterios).

b) La admisión del mista al conocimiento de ciertas doctrinas sagradas y a la


participación en las ceremonias culturales propias del misterio, entre las cuales
estaba generalmente el banquete litúrgico, que ponía a los fieles en comunión con
la divinidad, le aseguraba la salvación y, después de la muerte, una eternidad
feliz. En Atenas, los iniciados, después de una purificación en el mar, que los
hacía epopti, se dirigían en procesión a Eleusis para tomar parte en el templo de
los misterios, el telesterion, y en las escenas simbólicas que les mostraba el
hierofante. Estas se componían de los δρώμενα, acciones sagradas misteriosas;
los δεικνύμενα, sνmbolos sacros, y los λεγόμενα, palabras misteriosas, en prosa o
verso, y cantos acompañados por instrumentos músicos. El banquete de
los epiopti era llamado ciceon, y lo tomaban con ceremonias muy raras (grandes
misterios).

c) El secreto riguroso que envolvía el rito entero, y prohibía a los mistas revelar


a quien fuera lo que habían visto y oído.

d) Elementos energéticos, como la danza, la embriaguez, la exaltación,


iluminación improvisada del telesterion, etcétera, con lo cual se pretendía
enfervorizar, transformar al iniciado, despojándolo en cierto modo del cuerpo
para revestirlo del poder de la divinidad.

No es difícil observar cómo el ritual eucarístico, que, sobre todo en la liturgia


antigua, constituía la parte esencial del culto cristiano, camina paralelo al ritual
de los misterios en sus líneas generales, excepción hecha, naturalmente, del
contenido y significado principal propio de cada uno de ellos. El catecúmeno
se prepara, mediante una instrucción preliminar, con ayunos, exorcismos y, por
último, con una ablución en el agua, por medio de la cual nace a una nueva
vida. Solamente el bautizado puede asistir al sacrificio eucarístico, a ios santos
misterios, y participar del alimento sagrado, el pan y el vino, convertidos en
cuerpo y sangre de Jesucristo, prenda para él de salvación y de inmortalidad
feliz. Todo bautizado tiene la obligación de guardar secreto sobre los elementos
más importantes de su fe y del culto. El obispo en la celebración de la misa, y
especialmente al pronunciar en alta voz ante los fieles la oración eucarística, hace
el recuento de los acontecimientos principales de la historia religiosa del
cristianismo: la creación del mundo y del ser humano, la caída de los primeros
padres, el diluvio, la promulgación de la ley por medio de Moisés, los beneficios
insignes concedidos al pueblo judío, pasando al Nuevo Testamento, evoca los
episodios de la obra redentora de Cristo: su nacimiento de una virgen, su
apostolado terreno de caridad, de doctrina, de santidad, y, por último, su pasión y
su muerte expiatoria para rescatar la humanidad del poder del infierno y del
pecado.

Y a las palabras conmemorativas de los grandes beneficios de Dios, el


celebrante, conforme al τούτο ποιείτε de Cristo, asocia la acción. Llegado a este
momento de su oración, repite los actos que Cristo realizó en la última cena y
mandó hacer en memoria suya. Toma el pan, lo bendice, lo consagra, y hace otro
tanto con el vino, invocando sobre los elementos eucarísticos la acción del
Espíritu Santo a fin de que sean provechosos a los que de ellos participen.
Acabada la magna oración, se distribuyen el pan y el vino eucarísticos como
sagrado alimento a todos los presentes. Evidentemente, en la celebración del
misterio eucarístico, centro del culto cristiano, Cristo se presenta, en la persona
del sacerdote, como el divino Protagonista, que renueva ante los suyos el
drama redentor. Siempre que comiereis de este pan y bebiereis de este cáliz,
anunciaréis la muerte del Señor. No se trata ciertamente de un espectáculo
naturalístico, sino de un rito simbóli comístico, de una verdadera actio
ritualis, pero que no se limita a conmerorar fríamente el hecho histórico de la
vida y muerte redentora de Cristo, sino que lo reproduce esencialmente,
extrayendo de él toda la eficacia santificadora en beneficio de las almas. Tal es
el misterio cristiano.

San Pablo es el primero que ha trazado las líneas generales del "misterio
cristiano." El resume toda su teología en lo que con diversos nombres
llama Mysterium Def, Mysterium Christi, Mysterium Evangelii, Mysterium
fidei, y sencillamente Mysterium; entendiendo por "misterio" el plan o designio
divino en orden a la salvación de la humanidad. Plan secreto, impenetrable,
concebido ab aeterno por Dios Padre, revelado y ejecutado por Jesucristo y para
Jesucristo bajo la acción del Espíritu Santo. La realización histórica del
misterio de Dios es llamada por el Apóstol la economía del misterio (οικονομία
του μυστήριου), que se ha ido desarrollando como un drama divino, teniendo por
actores a Dios y al ser humano; por protagonista, a Cristo, y como objetivo final,
la salvación eterna de la humanidad. Por tanto, el drama, todo él de fondo
soteriológico, tuvo su punto culminante en la muerte redentora del Señor. Muerte
que viene místicamente renovada y eficazmente conmemorada con la
Coena Dominica, porque así lo dispuso Jesús: Quotiescumque manducabais
panem hunc et calicem bibetis. mortem Domini annuntiabitis doñee veniat. Así,
pues, el rito eucarístico es la celebración cultural del "misterio cristiano."

Los Padres a partir del siglo II, cuando escriben sobre la eucaristía, la ven
encuadrada en la misma luz. Es decir, que ponen de relieve la oblación sacrifical
de Cristo, que se repite en la conmemoración del misterio cristiano, esto es, en la
realización del simbolismo ritual de la misa.

San Justino afirma que la eucaristía fue instituida en recuerdo (εις ανάμνεσιν) de
Cristo; a saber: el pan, en recuerdo de la encarnación del Verbo, y el vino, en
recuerdo de la sangre derramada por la salud de los creyentes. En otro lugar
dice que la anamnesis es una conmemoración eficaz de la pasión del Salvador, y
constituye, por lo tanto, un verdadero sacrificio, que él pone en parangón con el
cuadro ritual de los misterios de Mitra.

San Cipriano es bien explícito acerca del carácter sacrifical de la misa: Et quia
passionis eius mentionem in sacrificiis ómnibus facimus — Passio Est Enim
Dominí Sacrificium Quod Offerimus — nihil aliud quam quod Ule fecit, faceré
debemus. Scriptura enim dicit: Quotiescumque ergo calicem in
Commemoratíonem Domini Et Passionis Eius Offerimus, id quod constat
Dominum fecisse faciamus. Estas palabras indican claramente que el sacrificio
eucarístico consiste en la conmemoración de la pasión del Salvador y que esta
conmemoración es (bajo forma de rito) la misma pasión. Teneos, pues, por una
parte, la muerte histórica, cruenta, de Cristo, y, por otra, su conmemoración,
su sacramentum, es decir, una acción ritual que encierra en sí la eficacia del
hecho histórico, un mysterium. Este es el término que usa ya San Justino, y tal
debía ser el uso corriente en el siglo II entre los gnósticos, que, sin duda, lo
tomaron de la Iglesia.

Los Padres latinos, comenzando por Tertuliano, para designar el drama ritual
sagrado no usan el término mysterium, sino sacramentum. Por eso se encuentran
con frecuencia las expresiones sacramentum calicis, sacramentum
crucis, sacramentum Domini. Para ellos, la eucaristía es misterio, en cuanto rito
sagrado y rito sacramental, o sea, como con más precisión se expresaba San
Cipriano, en cuanto rito de conmemoración simbólica y eficaz.

Misterio y sacramento son también, en los textos clásicos de la liturgia romana,


los dos términos técnicos para designar el carácter propio del ritual eucarístico.

En conclusión, el misterio eucarístico aparece en los Padres y en la


liturgia como un conjunto de ritos cuya eficacia saludable consiste en hacer
presente la obra redentora de Cristo y cuyo fin inmediato es obtener, mediante
esta representación objetiva y eficaz, la salvación eterna de los fieles.

Este punto de vista desde el que se considera al culto cristiano, y particularmente


la eucaristía, permite ver, como ya dijimos, algunas analogías entre el misterio
cristiano y el misterio pagano. Casel no las niega; antes que él las admitieron los
Padres y escritores eclesiásticos. Pero son analogías externas y aparentes tan
sólo. De hecho, como arriba vimos, existe entre ambos misterios un abismo
insondable: Cristo es una figura histórica, no un mito; Cristo en la eucaristía
está vivo y presente, al paso que los protagonistas de los misterios sen una
ficción teatral. A juzgar las cosas sin pasión, hay que reconocer que el substrato
ritual de los dos misterios lo constituyen, en su máxima parte, un conjunto
de ceremonias simbólicas, que son expresión natural de ciertas exigencias
psicológicas y actitudes genéricas del alma religiosa. Tales exigencias y posturas
no tienen mi color específicamente propio, sino que reciben su valor concreto y
su significado del sentimiento y de la fe religiosa que las informa. El banquete
sagrado, por ejemplo — prescindiendo del carácter sacrifical y realístico propio
de la eucaristía, del que carecen absolutamente los festines paganos —, se halla
dondequiera, empezando por el culto judaico. La comida de un alimento
vivificador es de un simbolismo demasiado natural y demasiado rico para no ser,
si no inventado, al menos admitido y explotado en todos los misterios.

Con razón hace notar Prim que el carácter muchas veces orgiástico, salvaje y
sensual de los misterios paganos distaba enormemente de la índole tranquila,
mística, de los ritos cristianos. Pero advierte también que, por más que el ritual
de los misterios fuese burdo y de poca calidad, el sentimiento que animaba a los
asistentes era sincero y profundamente religioso. "Entrar en contacto, en
conversación con Dios, aproximarse, entregarse, zambullirse en la divinidad,
sentir su presencia, tal era el ansia de no pocos hombres de aquel tiempo; ansia
tanto más fuerte por el hecho de que la religión filosófica había insistido
unilateralmente en la inteligencia y sus derechos."

He aquí por qué los misterios helénicos, no con sus ritos, sino con las exigencias
espirituales, que despertaban, sin satisfacerlas, en sus adeptos la necesidad y la
esperanza de una salvación, la conciencia de poder entrar en relación activa con
la divinidad, la confianza de que un pseudo-Dios salvador les consiguiera un
beneficio en esta o en la otra vida, contribuyeron a crear una mentalidad
religiosa, que se mantuvo más cerca del cristianismo que el frío legalismo judío
y que preparó aquella plenitud de los tiempos en que apareció Cristo en todo su
esplendor. Casel aplica a los misterios lo que Clemente de Alejandría escribió
sobre la filosofía griega, la cual precedió y preparó el camino al Evangelio.
"Ciertamente —escribe Goossens—, si la noción de misterio y de piedad
mistérica entrañase un algo específicamente pagano, desde luego sería
inaceptable, no pudiéndose compaginar a Cristo con Belial, las tinieblas del
paganismo con la luz del Evangelio. Pero, si se reconoce en los misterios una
forma, una actitud de piedad cultural connatural al alma humana, lo mismo que la
oración y el sacrificio, un eidos, esto es, un tipo de piedad universalmente
extendido y realizado tanto en las religiones paganas como en el cristianismo,
aunque en grado diverso según la perfección mayor o menor del culto, ningún
inconveniente hay en aplicar a la eucaristía el tipo cultural de misterio. La
utilidad de este nuevo aspecto eucarístico es clara: baste pensar en la imponente
tradición patrística, que en él se engarza; constituye, además, un tipo cultual sui
generis, distinto de la oración, de los sacramentos, del sacrificio."

Sin embargo, es preciso reconocer que la concepción de Casel, si bien se halla lo


suficientemente fundada para merecer toda nuestra atención, habrá de mantenerse
dentro de unos justos límites para no dar ocasión a peligrosas desviaciones.

 
3. La Misa Primitiva.
Preliminares.

La secuencia de hipótesis que de cien y más años a esta parte han inventado
críticos católicos y racionalistas sobre el origen y las formas primitivas de
la Coena Dominica, se debe no sólo a la suprema importancia que tiene en la
historia del dogma cristiano, sino también a la escasez y dificultad de los
documentos que nos la han transmitido, y que únicamente ellos pueden
ilustrárnosla.

Si, a pesar de todo, el cuadro de la liturgia apostólica presenta obscuridades y


lagunas, hemos de reconocer que queda iluminada suficientemente con la
tradición litúrgica algún tanto posterior. Esta en el siglo II, especialmente a través
de los escritos de San Justino, se nos muestra menos avara de dates y bastante
rica de interesantes detalles. Y no hay serio motivo para sospechar que durante
este período subapostólico (que puede extenderse hasta el 165 d. C.), con la
muerte presunta de los últimos discípulos de los apóstoles, fuera alterada
substancialmente la estructura de la Coena Dominica; porque, si prescindimos
del ágape, en el cual se injertó en un principio, y del cual, como ya dijimos, se
separó muy pronto, los elementos fundamentales de la eucaristía quedaron
inmutables.

Ellos, sin duda, como se trataba del acto esencial del culto, corazón de la vida
religiosa de la Iglesia, pudieren sufrir algún desarrollo exterior, en el sentido de
que las formas rituales debieron poco a poco cristalizar en una forma más
ordenada, estable y bastante uniforme entre las varias comunidades cristianas; sin
embargo, llevan todavía visiblemente la impronta de simplicidad, espiritualidad y
libertad originarias. Podemos, por tanto, creer que, a mediados del siglo II, la
eucaristía se celebraba generalmente conforme al tipo ritual que nos describe San
Justino, y cuyo esquema concuerda con los datos suministrados por los libros del
Nuevo Testamento. Nos lo demuestra la comparación que sigue:

Asamblea eucarística en el día del sol (Apol. 1:67).

Lectura de las Memorias de los apóstoles y de los escritos de los


profetas (1:67).

Sermón del presidente sobre 1 a s lecturas hechas (1:67).

Oraciones por cada categoría de personas (1:67-65). Beso de paz


(1:67).
Presentación sobre el altar de pan, vino y agua (1:67-65).

El presidente recita la oración eucarística de consagración (1:67-


65).

El pan y el vino son consagrados con las palabras de Jesús (1:66).

Todos los presentes dicen Amén (1:65-67).

Distribución de las especies eucarísticas a los asistentes (1:65-67).

Nuevo Testamento

Asamblea en el primer día de la semana para la "fractio pañis" (Act.


20:7;1 Cor. 16:1-2).

Lectura del Evangelio y de las Cartas Apostólicas (2 Cor. 8:18; Act.


15:30; 1 Thess. 5:27; Col. 4:16).

Predicación de la palabra de Dios (Act. 20:7; 1 Cor. 14:26).

Oraciones por todos los hombres (1 Tim. 2:12).

Beso de paz (Rom. 16:16; 1 Cor. 16:20).

El presidente, imitando a Cristo, toma el pan y el vino (1 Cor.


11:23-25; Mt. 26:21-26-27; Mc. 14:22-23; Lc. 22:19-20).

El presidente bendice y da gracias a Dios sobre los elementos


eucarísticos (1 Cor. 10:16; 11:24).

El presidente repite lo que dijo Cristo (1 Cor. 11:23-25; Mt., Mc.,


Lc.).

Los fieles responden Amén (1 Cor. 14:16).

Comunión bajo las dos especies (1 Cor. 10:16-22; 11: 26-29; Mt.,
Mc., Lc.).

Tiene, por lo tanto, excepcional interés para la historia litúrgica el estudio


detallado de la misa en el período subapostólico. He aquí por qué hemos creído
necesario tratar este tema de propósito, recogiendo de los escritos de los siglos I
y II todas aquellas noticias que a él se refieren segura o probablemente. La
reconstrucción de esta arcaica liturgia nos permitirá penetrar íntimamente en la
vida de la Iglesia, dándonos la posibilidad de formarnos una idea bastante exacta
y completa del ritual de la misa tal como aproximadamente debía de ser, con
ligeras diferencias, en Roma y en las principales comunidades de
Oriente. Ritual todavía de tipo único, universal, y, por lo mismo, anterior a las
variantes regionales, que más tarde darán origen a las grandes familias litúrgicas.

Los Escritos de San Justino.

34. Hemos aludido a la descripción de la misa hecha por San Justino (+ 165). Es
la primera que se encuentra en la historia litúrgica, y por la época y el criterio con
que fue escrita resulta para nosotros fuente preciosa de información.

San Justino Mártir nació, hacia el año 1001-10, en Flavio Neapolis (Naplusa de


Palestina), de familia pagana. Joven todavía, atraído por la filosofía, estudió los
diversos sistemas; hasta que en el 130, hallándose en Cesárea, se convirtió al
cristianismo, "la única filosofía verdaderamente segura y provechosa." De
Palestina pasó, como maestro, a Efeso y después a Roma, donde abrió una
escuela de doctrina cristiana, que confirmó con la propia sangre el año 165-166.

En el 152, probablemente en Roma, San Justino dirigió una apología, la primera,


al emperador Antonino Pío (138-161), al Senado y al pueblo romanos con el fin
de deshacer las calumnias que circulaban contra los cristianos. Por esto describe
con gran sencillez cuanto se hacía en sus reuniones, a saber, los ritos del
bautismo y de la misa dominical, mirando no tanto al uso local de Roma
cuanto al general de todas las comunidades cristianas, pues él las había
conocido personalmente a través de sus viajes2. Su testimonio reviste, por lo
tanto, un valor excepcional.

Después de haber tratado sumariamente la moralidad de la vida cristiana, Justino


pasa a hablar del bautismo (c. 61-64) y del ritual eucarístico (c. 65-67). He aquí, a
propósito de este último, sus palabras:

"En cuanto a nosotros, después de bautizar al que cree y se ha unido


a nosotros, lo conducimos ante los hermanos, como nosotros los
llamamos, al lugar donde se hallan reunidos. Una vez juntos todos,
rezamos con fervor por nosotros y por el bautizado y por todos los
demás que hay en el mundo a fin de ser aliados; nosotros, que
hemos conocido la verdad, gente de buena vida y fieles a los
mandatos recibidos, y para merecer la salvación eterna. Acabadas
las oraciones, nos saludamos mutuamente con un beso. Después, al
que preside la reunión, se ofrece pan y una copa de agua y de vino
aguado. El, tomando estas cosas, eleva una plegaria de alabanza y
gloria al Padre del universo en el nombre del Hijo y del Espíritu
Santo, y da amplias gracias a Dios, que se dignó darnos tales dones.
Cuando el que preside acaba las oraciones y acciones de gracias,
todo el pueblo presente aclama diciendo Amen. Amen significa en
hebreo Así sea."

Después que el presidente ha dado gracias y todo el pueblo ha


contestado, los que nosotros llamamos diáconos dan a gustar a cada
uno de los presentes el pan, el vino y el agua sobre que se dieron
gracias y las llevan a los ausentes."

San Justino hace a continuación una breve y clara síntesis de la doctrina


eucarística.

Este alimento es llamado por nosotros eucaristía. A ninguno es permitido comer


de él, sino a quien cree ser verdadero lo que nosotros enseñamos, ha sido
bautizado con el bautismo de la remisión de los pecados y de la regeneración
y vive como Cristo manda. Porque nosotros no comemos estas cosas como si
fueran pan y bebida vulgares, sino de la misma manera como Cristo nuestro
Salvador, por medio del Verbo de Dios, tomó carne y sangre, así también el
alimento, hecho eucarístico mediante la palabra que viene de El — alimento de
que nuestra sangre y carne se nutren con vistas a la transformación —, es, según
nos han enseñado, la carne y la sangre de Jesucristo encarnado. Los apóstoles, en
efecto, en las memorias que escribieron, y que nosotros llamamos Evangelios,
nos han referido que a ellos les fue dada esta orden: Jesús, tomando el pan dio
gracias y dijo: Haced esto en memoria mía. Esto es mi cuerpo. Y del mismo
modo, tomando una copa, dio gracias, diciendo: Esto es mi sangre. Y a ellos
solos Jesús dio a gustar... Desde entonces, hacemos siempre entre nosotros
conmemoración de estas cosas."

Aquí viene la descripción del servicio eucarístico dominical, en el cual, a


diferencia del anterior, hace alusión a la parte introductoria de la misa.

"En el día del sol, todos aquellos que viven en las ciudades o en los campos se
reúnen en un mismo lugar. Entonces se leen las memorias de los apóstoles y los
escritos de los profetas, mientras hay tiempo. Luego, cuando el lector ha
terminado, el que preside toma la palabra para amonestar a los presentes y
exhortarles a imitar las hermosas lecciones escuchadas. Después nos levantamos
todos y entonamos oraciones, y, como arriba dijimos, se trae el pan, el vino y el
agua, y el que preside, eleva oraciones y acciones de gracias según tiene por
conveniente, y el pueblo responde Amen. Entonces tiene lugar la distribución de
las cosas eucarísticas a cada uno, y se llevan a los ausentes por medio de los
diáconos. Los que son ricos y quieren dar, dan lo que les place. Lo que así se
recauda es llevado al presidente, el cual se encarga de socorrer a los huérfanos, a
las viudas..."

Estos son los preciosos pormenores referentes a la misa que nos da el Apologista,
y que nosotros tratamos de analizar meticulosamente para poner en evidencia
todo su contenido histórico-litúrgico, ilustrándolo, cuando sea necesario, con
otros testimonios contemporáneos.

Antes de iniciar esta labor es indispensable exponer algunos datos en torno al


ritual judaico de las sinagogas por la influencia directa que el ejerció sobre el
servicio litúrgico de la Iglesia primitiva.

El Ritual Judaico en la Liturgia Primitiva.

Las sinagogas eran para los judíos los lugares ordinarios de instrucción y de
oración, estando los sacrificios exclusivamente reservados para el templo. Su
origen es obscuro. Los Hechos parece que las hacen remontar a una época
bastante antigua. En tiempo de Nuestro Señor había al menos una en cada aldea
de Judea y de Galilea, como también en muchas ciudades del imperio romano.
Para fundar una sinagoga bastaban, según las tradiciones rabínicas, diez personas
suficientemente ricas para no verse obligadas al trabajo manual. Ellas constituían
los llamados beméhazzeneseth, hijos de la sinagoga, una especie de cofradía con
sus priores, que eran tres, llamados arquisinagogos, uno de los cuales, primus
ínter pares, llevaba la dirección de los demás, miraba por la buena marcha de la
sinagoga y presidía las reuniones. Había, además, un chazzan, una especie de
sacristán, que se ocupaba de la parte material del servicio.

La sinagoga era una sala rectangular, más o menos amplia. En el fondo, sobre un
plano elevado, había algo así como un tabernáculo. Era el armario santo
(térah), que contenía los rollos de la ley y de los demás libros divinos. Estaba
cubierto por un velo. Junto a las gradas que conducían a esta especie de santuario
estaban los asientos del presidente, de los ancianos y del oficiante. Estos estaban
vueltos al pueblo, que se colocaba en el recinto alrededor del ambón, reservado al
lector o predicador, separados los hombres de las mujeres.

El servicio litúrgico en las sinagogas se celebraba el sábado y el segundo (lunes)


y quinto (jueves) días de la semana por la mañana (hacia la hora tercia)
contemporáneamente al sacrificium iuge del templo, y por la tarde (después de
nona), a la hora del sacrificium vespertinum. El del sábado procedía por el orden
siguiente:
a) Recitación del "Sifiéma," que comprendía dos bendiciones introductorias,
seguidas de una especie de Credo, compuesto de estos tres pasajes de la
Escritura: Deut. 49; 11:13-21, y Num. 15:37-41, más una bendición final.

b) Las oraciones "Shémoneh Esreh," consistentes en 18 fórmulas breves de


acción de gracias a Dios y de súplicas para varias clases de personas. Eran
recitadas por el presidente en alta voz, y el pueblo, en pie, con la cara vuelta a
Jerusalén, respondía a cada una de las fórmulas con el Amen.

c) La recitación o canto de los Salmos. Quizás no existió en un principio, pero


ciertamente sí en tiempo de Cristo.

d) Lectura de las Escrituras. Se comenzaba leyendo la ley de Moisés (dividida a


este fin en 164 secciones) y se continuaba por los profetas (los profetas
propiamente dichos: Josué, Jueces, Samuel, Reyes). Este orden de lecturas nos lo
confirman el Evangelio y los Hechos.

e) Explicación de la lectura (midrásh), que se hizo necesaria por el hecho de que


el texto hebreo era ya ininteligible al pueblo contemporáneo de Cristo.
Naturalmente, no se hacía una mera traducción o paráfrasis del texto original,
sino un verdadero sermón. En efecto, Jesús en Nazaret, después de la lectura de
Isaías, pronunció un discurso en forma. Lo mismo hizo San Pablo en la sinagoga
de Antioquía de Pisidia, donde, como forastero, fue invitado a hablar, según la
usanza.

f) La bendición del sacerdote, si estaba presente. Era impartida con la mano


derecha levantada, pronunciando la fórmula prescrita por Moisés. Si faltaba el
sacerdote, el presidente recitaba una oración final pro pace: Da nobis pacem et
omni populo Israel.., Tu, Domine, qui beneclixisti populo tuo cum pace. Amen.

g) La colecta por los pobres. Con este acto de caridad se terminaba el servicio


litúrgico del sábado.

El esquema que acabamos de trazar sobre el oficio sabático de la sinagoga


presenta una sorprendente analogía con el prólogo de nuestra misa (missa
catechumenorum), el antiquísimo rito de vigilia. Confrontándolo con ésta, según
nos la describe San Justino, tenemos:

Oraciones de súplica (Shemoneh Esreh).

Salmos. Salmos.
Lecturas (ley y profetas). Lecturas (ley, profetas, Evangelios).

Sermón. Sermón.

Bendición del sacerdote pro Oraciones de súplica.

pace. Colecta por los pobres. Colecta por los pobres.

Evidentemente, esta uniformidad no se debe a una semejanza fortuita, sino a una


verdadera continuidad de culto, admitida de intento por los primeros fieles. Estos,
como es sabido, en Palestina, y, fuera de Palestina, en el mundo grecoromano,
eran reclutados en su mayoría entre el elemento judío propiamente dicho o entre
la amplia clientela del proselitismo; y durante algún tiempo no hay duda que
continuaron frecuentando habitualmente los piadosos ejercicios de las sinagogas.
Vemos a San Pablo cómo en Efeso interviene casi durante tres meses en la
sinagoga con asiduidad, disputans ac suadens de regno Deí, según dicen los
Hechos, pero participando entre tanto él y sus discípulos en el servicio religioso
de aquella colonia judía.

En lo sucesivo, sin embargo, a medida que el surco que separaba a los nuevos
creyentes de sus antiguos correligionarios se iba ahondando y la desconfianza de
éstos se convertía, por fin, en abierta y violenta contradicción, no quedaba a los
fieles, expulsados de las sinagogas, sino refugiarse en sus propias casas y
trasladar allá el servicio litúrgico, injertando en él todo lo nuevo que importaba el
espíritu cristiano, esto es, la lectura de los nuevos Libros sagrados (Evangelio,
cartas apostólicas) y fórmulas de oraciones conforme a conceptos más amplios y
generosos.

Y así sucedió en efecto. El estudio de los documentos eclesiásticos más antiguos


nos revela dos tipos de reuniones cristianas en la Iglesia naciente:
las eucarísticas, exclusivamente reservadas a los bautizados, en las cuales los
apóstoles, abandonando los sacrificios del templo, realizaban la fractio panis, y
las que llamaremos alitúrgicas, o sea sin celebración eucarística, en las que se
continuaba la labor de instrucción y de oración, propia de la sinagoga, si bien
renovada con nuevos elementos cristianos.

A estas últimas, a las cuales podía asistir cualquiera, hallamos alusiones en las
cartas paulinas, como en la dirigida a los de Corinto, donde el Apóstol dice que
los fieles se reúnen no sólo para la cena del Señor, sino también para la
instrucción y la oración, el canto de los salmos, la enseñanza, las visiones, las
profecías: Cum convenitis unusquisque vestrum psalmum habet, apocalipsim
habet, linguam habet, interpretationem habet; omnia ad aedificationem fiant.
A ello alude también la Didaché cuando recomienda la observancia de dos días
estacionales, el miércoles y el viernes, que siempre fueron alitúrgicos; aluden
igualmente pasajes de las cartas de San Ignacio, del Pastor de Hermas, y la
famosa relación de Plinio a Trajano, enviada desde Amyso (Bitinia) el año 114.
De estas antiquísimas reuniones, cuyo objeto único era la oración, quedan
todavía vestigios en algún detalle de la liturgia romana, ambrosiana y mozárabe.

Muy pronto, sin embargo, acaso a principios del siglo II, y en algunas partes,
como en Jerusalén, bastante más tarde, las dos reuniones fueron unidas,
manteniéndose, no obstante, invariable el carácter propio de cada una. En Roma,
San Justino, hacia el 150, describiendo la reunión eucarística dominical, del a
entender cómo ya hacía tiempo que los dos servicios se habían unido. Por lo
demás, como observa con razón Semeria, uno y otro tendían espontáneamente a
la unión. ¿Qué preparación más hermosa y lógica podía concebirse para la
eucaristía que el canto de los salmos y la pía lectura de los profetas y del
Evangelio?

La Reunión Litúrgica Dominical.

40. De las dos reuniones que componían el servicio religioso de los fieles, las
eucarísticas eran, con mucho, las más importantes. Se celebraban fuera del
templo y de las sinagogas, en alguna casa privada designada al efecto. En
Tróade, donde los Hechos recuerdan una memorable fractío pañis, el lugar era
un edificio distinguido, de tres pisos, cosa no demasiado común en Oriente. San
Justino no da detalles acerca del lugar en que se reunía la comunidad de Roma.

La reunión, por lo menos la que tenía carácter oficial, se celebraba el


domingo. Expusimos ya cómo este día, el primero de la semana, vino a substituir
para los cristianos al tradicional sábado judío. Esto acaeció sin duda muy pronto,
a saber, hacia la mitad del siglo I. En Efeso, donde San Pablo escribió a los
gálatas y a los corintios, en el 54-58, la práctica de la reunión dominical debía de
estar ya en vigor, pues el Apóstol recomienda que en aquellas iglesias los fieles,
en el primer día de la semana, reúnan alguna limosna para enviarla después a los
hermanos pobres de Palestina. La función eucarística de Tróade, celebrada
probablemente en el 56, fue también en domingo: Una aufem sabbathi, cum
convenissemus ad frangendum panern; por el contexto se deduce fácilmente que
no se trató entonces de una reunión extraordinaria, motivada por la presencia del
Apóstol, sino que era el día acostumbrado para la celebración de la eucaristía.

Podemos, por tanto, creer que, poco después de la mitad del siglo I, el domingo
era el día escogido como día litúrgico por excelencia en Asia, Grecia y
probablemente en Siria y Palestina. La Didaché es el primer documento que lo
prescribe explícitamente: Die dominica congregati, frangite panem et grafías
agite, postquam conjessi eritis peccata vestra, ut mundum sit sacrificium
vestrum.

San Justino, dirigiéndose a los paganos, no emplea el término


cristiano dominica, que habría sido para ellos ininteligible; usa el nombre
habitual entre los romanos, dies solis: Die, qui dicitur, solis, omnium, qui in
urbibus, et in agris habitant, in unum fít conventus. Nótese cómo, para el
Apologista, la reunión litúrgica del domingo, por ser oficial, reviste casi carácter
jurídico, por lo que merece ser reconocido y observado; de hecho, todos tenían
empeño en participar aunque viviesen lejos: qui in urbibus et in agris habitant, in
unum fit conventus. San Ignacio en la carta a San Policarpo le sugiere incluso que
tome nota de los presentes con estas palabras: Crebrius conventus fiant;
Nominatim omnes quaere.

También el texto de la Didaché hace suponer una especie de obligación en los


fieles; y San Ignacio, escribiendo a los de Magnesia, emplea palabras ásperas de
censura contra algunos de ellos que, con indiferencia para el domingo, querían
mantener la observancia judaica del sábado.

41. La reunión litúrgica dominical la presidía por regla general el obispo. San


Justino, como se dirige a los gentiles, lo llama προεστώς των αδελφών, el
presidente de los hermanos; pero no cabe duda que se trataba del jefe jerαrquico
de la comunidad, es decir, del obispo. En les Hechos, que reflejan todavía la
incipiente organización de la Iglesia, los liturgos no son solamente los apóstoles,
sino también los profetas y doctores, como en Antioquía y en las comunidades a
las cuales va dirigida la Didaché. En las cartas de San Ignacio de Antioquía, es
donde la celebración de la eucaristía se reserva expresamente al obispo o a un
delegado suyo. Separoitim ab Episcopo — escribe — nenio quid Jaciat eorum
quae ad ecclesiam spectant. Valida eucaristía habeatur illa, quae sub episcopo
peragitur vel sub eo, cui ipse concesserit... Non licet sine episcopo ñeque
baptizare, neque agapen celebrare; sed quodcumque Ule probaverit, hoc et Deo
est beneplacitum, ut firmum et validum sit omne quod peragitur. De estas
palabras se infiere que podía haber eucaristías privadas, celebradas, sin duda, por
sacerdotes en casas particulares, fuera de la ecclesia domestica, que era el
lugar oficial de reunión para los fieles. Sin embargo, San Ignacio las declara
inválidas, es decir, ilegítimas, a los efectos del culto público, ya que todo acto
litúrgico fuera de la iglesia y del obispo no puede ser agradable a Dios.

El obispo tenía como asistentes y ministros en la celebración de la liturgia a


sacerdotes y diáconos. La Didaché, después de haber hablado de la eucaristía,
agrega: Constituite igitur vobís episcopos et diáconos dignos Domino, donde la
partícula igitur, como observa Minas, claramente da a entender que se precisaban
obispos y diáconos para la reunión del domingo, esto es, para el sacrificio.
También San Ignacio tenía en cuenta esta organización jerárquica y litúrgica al
exhortar a mantener entre todos la unidad y la concordia: "Ejecutad todas las
cosas en concordia, permaneciendo unidos al obispo, que preside en
representación de Dios; a los presbíteros, que representan el senado apostólico, y
a los diáconos, que me son especialmente caros por haber sido revestidos del
diaconado por Jesucristo." Diríase que San Ignacio, en esta y en otras parecidas
exhortaciones de sus cartas, tenía delante de su mente el cuadro jerárquico de la
celebración eucarística. En el centro, sobre el trono, el obispo, como presidente;
a sus lados, en semicírculo, "da corona espiritual de los presbíteros," y luego,
"diáconos, que caminan por los senderos del Señor."

Orden de la Misa Didáctica.

a) Las lecturas.

Las lecturas, según San Justino, constituían el primer elemento de la


sinaxis: Commentaria Apostolorum aut scripta Prophetarum leguntur. Ellas
debían de abarcar los libros del Antiguo Testamento, introducidos en la
Iglesia con la tradición judía, y, además, los del Nuevo Testamento —
Evangelios y cartas de los apóstoles — a medida que se publicaban y eran
conocidos.

Sin duda, San Justino, al decir scripta Prophetarum leguntur, quería significar no


sólo los libros proféticos propiamente dichos, sino toda la colección canónica del
Antiguo Testamento, y en primer lugar los libros de Moisés. En efecto, debía
tenerlos a todos en la misma consideración, ya que de todos ellos se sirve
igualmente en sus citas de la Escritura.

Expresamente alude San Pablo a una lectura pública de la Thorah al recordar,


escribiendo a los corintios, el velo con el cual se cubrían los rollos de la ley por
respeto: Usque in hodiernum diem id ipsum velamen in lectione Veteris
Testamenti manet non revelatum. Más claramente hace referencia en las cartas a
Timoteo. Después de felicitarle porque desde la infancia se ha familiarizado con
los Libros sagrados, ιερά γράμματα (tal era el tιrmino técnico entre los judíos de
la diáspora para designar el Antiguo Testamento), le recomienda que se entregue
a la Lectioni, exhortationi et doctrinae. La lecío, τη αναγνώσει, de que habla
el Apóstol se refiere evidentemente a la liturgia, porque αναγνώστης era el tνtulo
del lector litúrgico; y la lectura de los libros inspirados ayuda sobremanera a la
eficacia del ministerio apostólico, como él explica en otro lugar: Omnis
Scriptura divinitus inspirata utilis est ad docendum, ad arguendum, ad
corripiendum, ad erudiendum in iustitia. Por lo que a Roma se refiere, tenemos
el testimonio de Hegesipo, que nos transmite Eusebio, el cual afirma que cuando
visitó en la Urbe al papa Aniceto (155-158), allí, como en otras partes,
escuchó quae per Legem ac Prophetas et a Domino ipso praedicata sunt.

Las cartas apostólicas, que generalmente iban dirigidas a una determinada


comunidad de fieles, debían leerse en la reunión litúrgica. Cuando los
apóstoles decidieron en el concilio de Jerusalén la cuestión de la circuncisión,
suscitada por los judaizantes de Antioquía, enviaron a esta comunidad una carta
por medio de Pablo, Bernabé, Judas y Sila, los cuales, despidiéndose de los
apóstoles, se fueron a Antioquía, y, congregada la multitud, hicieron entrega de
la misiva: leída la cual quedaron muy consolados. San Pablo, escribiendo a los
tesalonicenses, les ruega encarecidamente que su carta sea leída a todos los
hermanos: Adiuro vos per Dominum, ut legatur epistula haec ómnibus sanctis
fratribus.

Sin embargo, a veces tratábase de una carta circular, que debía mandarse también
a las comunidades limítrofes, probablemente las que formaban parte de la misma
provincia. En la Carta a los Colosenses, San Pablo recomienda que, una vez leído
su mensaje, lo pasen a los hermanos de Laodicea y procuren que la carta de
Laodicea se lea en Colosas. La primera Carta de San Pedro cita las diversas
comunidades a las que debía ser leída: Petrus, apostolus lesu Christi, electis
advenís dispersionis Ponti, Galatiae, Cappadociae, Asiae et Bythyniae. Es de
creer, pues, que todos los libros del Nuevo Testamento, aunque en su origen
escritos para una comunidad particular, fueran recogidos y difundidos muy
pronto en todas las iglesias, no sólo por motivo de la dignidad apostólica de sus
autores, sino porque expresamente habían sido designados por los apóstoles
como "libros sagrados" de lectura para las asambleas litúrgicas con el mismo
título que los libros del Antiguo Testamento. En efecto, los Padres de este
tiempo los conocen y los citan; y, hacia el 160, el autor anónimo del
llamado "canon muratoriano" los incluye en la lista de los escritos que se
debían publicare in Ecclesia populo.

Entre todos ellos, los Evangelios tenían, sin duda, la preferencia. Ya San


Pablo, escribiendo en el año 57 a los corintios, del a entender claramente que el
Evangelio de San Lucas era bastante leído: Hemos mandado con él a aquel
hermano (San Lucas) conocido en todas las iglesias por su Evangelio. Eusebio
afirma, fundado en el testimonio de Papías, que San Pedro aprobó el Evangelio
de San Marcos y autorizó su lectura en las iglesias. No es de extrañar, pues,
que San Justino hable de la lectura de los Evangelios como de un elemento
completamente integrado en el servicio litúrgico: Commentaria Apostolorum...
leguntur, prout tempus fert. La expresión commentaría Apostolorum se refiere
ciertamente no sólo a los cuatro Evangelios, como él mismo declara en otro
lugar, sino también a los demás escritos apostólicos, Hechos y cartas. La
cláusula prout tempus fert demuestra a las claras que no existía aún un canon que
sirviese de norma para la lectura de los Libros santos durante la misa. Los judíos
lo tenían para los libros de Moisés, distribuidos en paraschen, o secciones, y para
los de los profetas, Haphtare; pero no existe prueba ninguna de que su sistema de
lectura haya pasado a la Iglesia. El libro de turno se leía desde el principio hasta
el fin (lectio continua) en el códice correspondiente o en los rollos, como se
hacía en las sinagogas. La duración de la lectura dependía del tiempo disponible
y de la voluntad de quien presidía la asamblea.

El lector originariamente era escogido entre los fieles seglares más capaces por
su cultura para desempeñar tal oficio; pero muy pronto, por lo delicado de esta
función, hubo de designarse un individuo fijo entre los más dignos. Aunque San
Justino habla solamente de dos lecturas, Antiguo Testamento y Evangelios,
debían de ser varias, como puede deducirse del antiguo oficie de vigilia. El, en
efecto, no alude expresamente a las cartas de San Pablo, que, sin duda, eran
leídas. Hacen de ello mención explícita las actas de los mártires escilitanos en
Numidia (17 de julio de 180): Saturninas procónsul dixit: Quae est, dicite mihi
res doctrinarum in causa et religione vestra? Speratus dixit: Venerandi libri
Legis divinae et Epistulae, Pauli Apóstoli, viri usti.

44. También eran admitidas a los honores de la lectura pública, en las asambleas


dominicales, las cartas de interés general enviadas a la comunidad por cualquier
personaje insigne. Tal, por ejemplo, fue para Corinto la carta de San Clemente
Papa, la cual, aun después de muchos años, se leía regularmente en las reuniones
eucarísticas. Nos lo atestigua Dionisio, obispo de aquella ciudad (c. 166-170), en
una carta a los romanos, de la que Eusebio nos ha conservado algún fragmento:
"Hemos celebrado hoy el día santo del domingo, en el cual dimos lectura a
vuestra carta; seguiremos leyéndola, así como también la que nos dirigió
Clemente, rica en recuerdos y excelentes amonestaciones." También las cartas de
San Ignacio a las diversas iglesias del Asia Menor se leían públicamente. Lo hace
suponer San Policarpo al mandar la colección de las cartas de San Ignacio de
Antioquía, a los de Filipos: "Os enviamos, como es vuestro deseo, las cartas de
Ignacio per él dirigidas a vosotros y todas aquellas otras que estaban en nuestro
poder; están al final de esta carta. De ellas podréis sacar un gran fruto, porque
están llenas de fe, paciencia y edificación cristiana."

Recordaremos últimamente las cartas encíclicas, con las que se comunicaba a


las comunidades más lejanas la noticia de algún notable martirio. De esta clase
es la carta de los cristianos de Esmirna a los hermanos de Filomela para referir la
muerte gloriosa del obispo de aquéllos, San Policarpo (23 de febrero de 155). Al
final se recomienda que la lean y la pasen después a las demás iglesias: "Cuando
hayáis leído todas estas cosas, mandad la carta a los hermanos más lejanos, para
que ellos también glorifiquen al Señor, que sabe hacer la elección entre sus
siervos." ¡Cuan noble entusiasmo debía suscitar la lectura de tales cartas en el
ánimo de los primeros cristianos!

Era natural que los libres de los herejes fuesen excluidos de las lecturas en las
asambleas cristianas; el autor del canon muratoriano los repudia
categóricamente: fel enim cum melle miscere non congruit. Pero entre las
producciones prohibidas y las Sagradas Escrituras existía una serie de libros no
tan claramente definidos, de dudosa autenticidad y de contenido más o menos
ortodoxo, que con sus historias noveladas podían despertar la sana curiosidad de
los fieles. Algunos quizás entraron durante algún tiempo en el uso litúrgico de
alguna comunidad; pero hay que reconocer que la iglesia de Roma fue a este
respecto muy circunspecta. El autor del canon muratoriano admite entre los libros
canónicos el Apocalipsis de San Pedro, observando, sin embargo, que quídam ex
nobis legi in ecclesia nolunt. A propósito del Pastor, de Hermas,
compuesto nuperrime temporibus nostris in urbe, admite su lectura privada, pero
lo excluye de la oficial: publicare vero in ecclesia populo... non potest.

b) El canto de los Salmos e himnos.

Con las lecturas consideramos relacionado el canto de los Salmos y de los


himnos, elemento litúrgico que nos lo atestiguan repetidas veces los escritos
apostólicos y que la tradición unánime de los siglos posteriores consideró
siempre como parte principal de las vigilias. San Justino no habla de esto en la
descripción de la misa, pero en otros lugares alude con toda certeza; por ejemplo,
cuando protesta contra la acusación de ateísmo lanzada sobre los cristianos, los
cuales opificem huiusce uniüersitatis colimus... ac gratum ei animum
praestantes, rationabiliter Cum Pompis Et Hymnis Celebramus. Prescindiendo
del himno que, según San Marcos, fue cantado por Nuestro Señor y los
apóstoles al salir del cenáculo, y que probablemente hay que considerarlo como
una oración de acción de gracias recitada al final del banquete pascual, San Pablo
tiene un texto clásico a este respecto: No os embriaguéis con el vino — escribe a
los efesios —, en el cual está la lujuria; sino llenaos del Espíritu Santo,
hablando entre vosotros con salmos, himnos y cánticos espirituales, cantando y
salmodiando en vuestros corazones al Señor. Como en otro lugar advertimos,
estas palabras no pueden referirse a un uso directamente litúrgico; aquí el
Apóstol exhorta simplemente a los fieles a que entretengan su espíritu con
cánticos sagrados dentro de las paredes de sus casas. Sin embargo, hay que
admitir que San Pablo habla de ello como de cosa bien sabida de los efesios; lo
que hace suponer que éstos lo tenían como cosa familiar solamente porque era
una práctica común en las reuniones litúrgicas. Pero, escribiendo a los corintios,
el Apóstol alude expresamente: Cada vez que os reunís, cada uno de vosotros
tiene quién un Salmo, quién una enseñanza, quién una revelación...

Son tres los géneros de cánticos litúrgicos a que se alude en las cartas paulinas:

a) Salmos o sea los 150 salmos del Salterio de David, los cuales, como ya se ha
dicho, pasaron de la sinagoga a la Iglesia, y no sólo como texto de oración,
sino como elemento musical, es decir, revestidos de aquel atuendo melódico que
los caracterizaba en el servicio litúrgico.

b) Himnos, cantos métricos de alabanza a Cristo Redentor. A estos himnos


cristológicos alude varias veces San Ignacio de Antioquía. En vuestras reuniones
— escribe a los efesios — cantáis en unión de corazones a Jesucristo. Ahora
bien: cada uno de vosotros debe hacer coro, a fin de que, unísono en los cantos
divinos, mediante la concordia y la unidad, podamos cantar himnos todos juntos
al Padre por medio de Jesucristo. Y en la Carta a los Romanos vuelve sobre el
mismo pensamiento: No me pidáis otra cosa que ser inmolado por Dios..., para
que, convertidos en cantores por la caridad, podáis entonar himnos al Padre por
Jesucristo. Conocido es el texto de Plinio en que afirma que los cristianos
"acostumbraban, en un día determinado, reunirse antes del alba y cantar
recíprocamente un himno a Cristo como a Dios" (carmen Christo, quasi Deo,
dicere). Cuál fuese este Carmen es difícil averiguarlo. Mohlberg ve en él una
fórmula de oración a modo de letanía, con respuestas del pueblo intercaladas:
otros, un himno propiamente dicho a Cristo, dividido en estrofas, según el tipo
del salmo responsorial.

Un himno de este tipo parece ser, según una sugestiva hipótesis de Peterson, la
tan famosa como misteriosa oración tercera de la Didaché, la cual, si bien
reducida después a una oración para recitarse en los ágapes, debió formar parte
en su origen de un himno cristológico cantado por un solista con intervención del
pueblo.

He aquí el texto de esta oración según la división en estrofas que propone


Peterson:

Te damos gracias, Padre nuestro, por la santa viña de David, tu


siervo, la que nos diste a conocer por medio de Jesús, tu siervo.

¡A ti sea la gloria por los siglos!


Te damos gracias, Padre nuestro, por la vida y el conocimiento que
nos manifestaste por medio de Jesús, tu siervo.

A ti sea la gloria por los siglos!

Te damos gracias, Padre santo, por tu santo nombre, que hiciste


morar en nuestros corazones, y por el conocimiento, y la fe, y la
inmortalidad que nos diste a conocer por medio de Jesús, tu siervo.

¡A ti sea la gloria por los siglos!

Tú, Señor omnipotente, creaste todas las cosas para gloria de tu


nombre y diste a los hombres comida y bebida para su sustento a fin
de que te den gracias. Nos hiciste gracia de comida y bebida
espiritual y de vida eterna por tu siervo. Por todo esto te damos
gracias, porque eres poderoso.

¡A ti sea la gloria por los siglos!

Acuérdate. Señor, de tu Iglesia; líbrala de todo mal, hazla

perfecta en tu amor y reúnela de los cuatro vientos, santificada, en


el reino tuyo que para ella has preparado.

Porque tuyo es el poder y la gloria por los siglos.

Venga la Gracia y pase este mundo. ¡Hosanna al Dios de David!

El que sea santo, que se acerque. El que no lo sea, que haga


penitencia. Maran atha. Amen.

Con todo esto, si no podemos afirmar de manera cierta que poseemos alguno de
los himnos antiquísimos, no dejan de tener algún viso de verdad algunos
escritores modernos que ven fragmentos de tales himnos en ciertos pasajes de las
cartas de San Pablo, donde, sobre todo en el texto griego, se aprecia una
cadencia rítmica innegable.

Ya es hora de levantaros del sueño, pues nuestra salud está ahora


más cercana que cuando creímos. La noche va muy avanzada y se
acerca ya el día. Despojémonos de las obras de las tinieblas y
vistamos las armas de la luz. Y sin duda que es grande el misterio
de la piedad, que se ha manifestado en la carne, ha sido justificado
por el espíritu, ha sido mostrado a los ángeles, predicado a las
naciones, creído en el mundo, ensalzado en la gloria.

Tampoco hay que olvidar las frecuentes doxologías usadas por San


Pablo. También ellas fueron compuestas con sublime lirismo y quizás tienen
relación más probable con la liturgia apostólica.

El bienaventurado y solo Monarca, Rey de reyes y Señor de los señores, el único


inmortal, que habita una luz inaccesible, a quien ningún hombre vio ni puede ver,
al cual el honor y el imperio eterno Amén.

Entre las composiciones poéticas de origen privado que circulaban hacia fines del
siglo I en los ambientes cristiano-judíos de Egipto y de Palestina, sin entrar
quizás nunca en el uso litúrgico, merecen mención especial las llamadas Odas de
Salomón, descubiertas en 1909 por Harris en un códice siríaco. Es una colección
de 59 poemas, saturados de un profundo simbolismo místico y penetrados de
aquellos suaves sentimientos de alabanza y gratitud que eran tan frecuentes
en la primitiva época cristiana.

c) Cántica spiritualia o sea los cánticos contenidos en los libros del Antiguo


Testamento, sin contar los Salmos, y los compuestos o improvisados en virtud
del carisma, es decir, bajo una particular moción del Espíritu Santo. Estos
cánticos fueron más tarde escritos y aprendidos de memoria. San Pablo, en
efecto, llama a los carismas πνευματικά ο πνεύματα.(**)

De estas odas carismáticas improvisadas, por no hablar de los tres cánticos


famosos, el Magníficat, el Benedictus y el Nunc dimittis, nos han conservado
algún ejemplo los Hechos de los Apóstoles. Cuando Pedro — Juan, liberados de
la cárcel, volvieron a la asamblea de los fieles y contaron lo que les había
sucedido, todos a una oraron así:

Señor, tú que hiciste el cielo, y la tierra, y el mar, y cuanto en ellos hay; que por
boca del nuestro padre David, tu siervo, dijiste: ¿Por qué braman las gentes y los
pueblos meditan cosas vanas? Los reyes de la tierra han conspirado y los
príncipes se han federado contra el Señor y contra su Cristo.

En efecto, se juntaron en esta ciudad contra tu santo siervo Jesús, a quien ungiste,
Herodes y Poncio Pilato, con los gentiles y el pueblo de Israel, para ejecutar
cuanto tu mano y tu consejo habían decretado de antemano que sucediese.
Ahora, Señor, mira sus amenazas y da a tu siervo hablar con toda libertad tu
palabra, extendiendo tu mano para realizar curaciones, señales y prodigios por el
nombre de tu santo siervo Jesús.

Dicho esto, se conmovió el lugar donde estaban reunidos y se vieron todos llenos
del Espíritu Santo. Semejante a éste en la forma debió de ser el canto que Pablo y
Sila, estando en la cárcel de Filiaos de Macedonia, entonaron hacia la media
noche con voz tan potente, que todos los encarcelados lo oyeron. También
entonces al canto siguió un fuerte terremoto. Otros vestigios de las
primitivas odas carismáticas quieren ver algunos, no sin fundamento, en la Carta
de San Pablo a los Efesios (1:314), en la primera a los Corintios (c. 13), el himno
a la caridad, y en el Apocalipsis (4:11; 5-9 ss.; 11:17; 15:3).

c) La homilía.

Conforme a la usanza judía, a las lecturas debía seguir la exposición de lo leído,


o más bien, dado que los fieles, a diferencia de los judíos, entendían los textos de
la Escritura, una exhortación parenética. Así lo da a entender San
Justino: Deinde, ubi lector desiit, antistes oratione admonet et incitat ad hace
praeclara imitanda. El sermón era propio del obispo; éste, en virtud de la
ordenación, había recibido el carisma de doctor de su iglesia. Los presbíteros
podían hablar, pero después de él y con su permiso.

La predicación en la época apostólica tenía la máxima importancia. La fe


proviene del oído, y el oído, de la palabra de Cristo, escribe San Pablo. Nuestro
Señor había mandado a los apóstoles a evangelizar a todas las gentes, y ellos
hicieron de la predicación su particular ministerio: Nos vero orationi et
ministerio verbi instantes crimus; más aún, el Apóstol escribía
enfáticamente: Non enim misit me Christus baptizare, sed evangelizare. Los
Hechos nos presentan a los apóstoles infatigables por difundir por todas
partes la semilla del Evangelio: por las plazas, en el atrio del templo, en las
sinagogas de la diáspora y, sobre todo, en las primitivas reuniones
litúrgicas: Erant autem (los neófitos) perseverantes in doctrina apostolorum. Un
ejemplo clásico de este celo incansable lo tenemos en el episodio de Tróade,
donde San Pablo, antes de consagrar la eucaristía, tiene un largo discurso, que
dura hasta la media noche: disputabat cum eis... protraxitque sermorzem usque
in mediam noctem. El término disputabat hace suponer que se trató de un
sermón particularmente animado, con interrupciones de los presentes. Esto no
debe extrañarnos, si se tiene en cuenta que, en la Sinagoga, todo el que fuese
capaz de hablar podía hacer uso de la palabra.
En la citada Carta a los Corintios, el Apóstol alude claramente a una
multiplicidad de discursos pronunciados en una misma reunión. Dice, en efecto,
que al salmo u oración sucede, por parte de los hermanos, una instrucción, que
puede asumir formas diversas según el espíritu que los mueva: bien
una glosolalía, bien la interpretación de una verdad difícil de comprender, bien
una enseñanza de sabiduría o bien de ciencia. No es fácil determinar la índole de
estos géneros de doctrina de que habla San Pablo. Debían abrazar ideas
generales y aplicaciones prácticas, como lo vemos en sus cartas; quizá eran
más prácticas que teóricas. Ya sabéis —escribe a los de Tesalónica — qué
mandatos os di a vosotros de parte del Señor Jesús.

Un texto curioso del Ambrosiáster (h. 375) afirma que, en la Iglesia primitiva, el
oficio de la predicación era, al menos de hecho, desempeñado por todos
indistintamente: Ómnibus ínter initia concessum est et evangelizare, et
baptizare, et Scripturas in ecclesia explanare; como si también a la mujer, cuyos
méritos en la actividad misionera durante el siglo I son admitidos por todos, se
hubiese exigido el ejercer un ministerio litúrgico de instrucción
religiosa. Aparte de que la afirmación del Ambrosiáster está en contradicción
abierta con la decisión apostólica referida en los Hechos: Nos vero... ministerio
verbi instantes erimus, no se puede ciertamente excluir a priori que en aquella
incipiente organización del culto se haya verificado algún caso de este género;
pero no es menos cierto que muy pronto San Pablo se preocupó de dictar
normas, todas ellas restrictivas del ministerio femenino en la iglesia. Véase
cómo escribe a los corintios: Mulireres in ecclesiis taceant, non enim permittitur
eis loqui, sed subditas esse, sicut et lex dicit. Si quid autem volunt discere, domi
viros suos interrogent. Turpe est enim. mulieri loqui in ecclesia. Esta, pues, debía
ser, según el Apóstol, la regla que la mujer tenía que observar en la iglesia, a
saber, un respetuoso silencio; regla que se hizo definitiva.

Los famosos Acta Pauli et Theclae, que, como es sabido, estuvieron tan en boga


durante el siglo II, ponen en escena a Tecla, encargada por San Pablo de enseñar
la palabra de Dios; y sabemos que, en Cartago, algunas mujeres se apoyaban en
este documento para reclamar el derecho de enseñar y bautizar (ad licentiam
docenal tinguendique); pero tal escrito era apócrifo, y la autoridad
eclesiástica, como advierte Tertuliano, había castigado severamente al
presbítero asiático que lo había compuesto.

No han llegado a nuestras manos homilías que con seguridad podamos atribuir a
la época primitiva. Sin embargo, los Hechos nos han dejado bastantes muestras
interesantes de la predicación apostólica, como el discurso de San Pedro a los
judíos el día de Pentecostés, el de San Pablo a los judío-cristianos en la
sinagoga de Pisidia (13:17-41) y el dirigido a los gentiles del Areópago de
Atenas (17:22-30). El llamado Sermón de San Pedro, citado por Clemente
Alejandrino, del cual quedan algunos fragmentos, no es ciertamente auténtico; no
obstante, se trata de un documento de extraordinario valor para conocer los
rasgos de la predicación misionera del siglo II.

Puede ser, en cambio, atendible hasta cierto punto la hipótesis recientemente


propuesta, según la cual el cuerpo de la primera carta de San Pedro fue en su
origen una alocución del apóstol a los recién bautizados en el día de Pascua.
También la Carta de Santiago y la de San Pablo a los hebreos muestran, en gran
parte, un carácter parenético, qué las hace asemejarse más a restos de homilías
primitivas que a cartas. La Epístola a los Hebreos lleva, en efecto, el nombre
de λόγος της ποφακλήσεως (** = sermo exhortationis), término con que se
designaba en las sinagogas el comentario a las lecturas.

San Justino declara que la predicación del obispo tenía un carácter


eminentemente homilético, en relación con las lecturas que el auditorio había
escuchado; pero durante el siglo I, en plena campaña misionera, es cierto que los
temas de la predicación apostólica tuvieron que ser mucho más amplios. Los
Hechos, al llamarla λόγος του κύριου (8:25), λόγος της σωτηρίας (13:26), λο'γος
της χάριτος (14:3), λο'γος του ευαγγελίου (15:7), λόγος του σταυρού (1 Cor.
1:18), hacen suponer que los motivos cristológicos, como son el mesianismo de
Jesús, su divinidad, su obra salvífica, fueron los temas preferidos. San Pablo
subraya ya repetidas veces la dignidad de los διδάσκαλοι, citαndolos a
continuación de los apóstoles y profetas; la Didaché los pone en relación con el
servicio litúrgico. Es cierto que, si el ministerium verbi fue siempre sobremanera
apreciado en la Iglesia, en aquel tiempo debió particularmente reservarse a los
obispos, según el precepto del Maestro: fe, docete...,las recomendaciones
insistentes del Apóstol: Predica verbum, argüe, obsecra, increpa... in omni
doctrina.

d) Los fenómenos carismáticos.

Pondremos a continuación algunos datos acerca de las manifestaciones


carismáticas, que indudablemente formaban parte de las sinaxis primitivas, si
bien nos es desconocida la posición precisa que tuvieron, si es que tuvieron
alguna, en el servicio litúrgico. Cornelio a Lapide, Duchesne, Ricciotti, las
colocan inmediatamente después de la cena eucarística. Probst cree que con
mayor frecuencia se manifestaron en el tiempo destinado a las lecturas y a la
predicación. Aduce el hecho de que los fieles durante las revelaciones y profecías
permanecían sentados, como era costumbre hacerlo durante la lectura y la
predicación, siendo, por el contrario, habitual estar de pie durante la oración.
En confirmación de esto, podría aducirse el hecho de que más tarde, cuando
habían ya cesado los carismas como cosa ordinaria, el hereje Apeles, discípulo
de Marción, para mejor engañar a los fieles y hacerles suponer que los dones del
Espíritu Santo se conservaban intactos en su pequeña iglesia, solía poner, en
lugar de las lecturas, ciertas revelaciones, que luego explicaba al pueblo,
empleando como médium una muchacha por él seducida. Nosotros nos
inclinamos a creer que los carismas se manifestaban principalmente en la primera
parte de la sinaxis; pero nada impide el creer que se verificasen también en otros
momentos de la liturgia, si se veía que correspondían mejor a la naturaleza y
cualidad de la ceremonia que se estaba celebrando. Esto parece indicar lo que
más tarde escribía Tertuliano sobre los carismas, que, por gracia extraordinaria,
se manifestaban ínter dominica solemnia en una virgen cristiana.

Los carismas fueron un fenómeno exclusivo totalmente de la Iglesia


primitiva, a cuya consolidación debían servir sobre todo. Jesús había
prometido a sus discípulos una efusión tan abundante del Espíritu Santo, que
podrían vencer las dificultades que encontrarían en su apostolado, y en virtud de
la cual arrojarían los demonios, hablarían lenguas desconocidas, curarían los
enfermos y harían inocuo el veneno. Esta promesa cumplióse el día de
Pentecostés, cuando la plenitud de los dones del Espíritu Santo se derramó sobre
los apóstoles y los primeros fieles, manifestándose luego públicamente con las
obras más portentosas. Y no fue aquélla una gracia pasajera de un día, sino que
se mantuvo por mucho tiempo como vivencia ordinaria y común en la
Iglesia, manifestándose sus efectos misteriosos en toda clase de individuos y
en todas las comunidades.

El centurión Cornelio con su familia, Agabo, las cuatro hilas de Felipe


Evangelista, Judas, Sila, por citar sólo algunos nombres, tenían, según afirman
los Hechos, el carisma profetice o de la glosolalía. Las comunidades de
Antioquía, Efeso, Roma, Galacia, Tesalónica y Corinto eran, según San Pablo,
bastante ricas en personas carismáticas, las cuales gozaban probablemente no
sólo de gran admiración, sino también de una cierta prerrogativa jurisdiccional.

52. Los carismas nos son conocidos especialmente gracias a San Pablo, que nos
ha dejado de ellos una larga enumeración en cuatro lugares de sus epístolas: 1
Cor:12:8-10; 1 Cor. 12:28-30; Rom. 12:6-8; Eph. 4:11. Atendiendo a su
finalidad, podemos reducirlos a tres categorías:

I. Carismas relacionados con la instrucción de los fieles

1. Apóstol (απόστολος).
2. Profeta (προφήτης).

3. Doctor (διδάσκαλος).

4. Evangelista (ευαγγελιστής).

5. Consolador (παρακαλών).

6. Discurso de sabiduría (λογος σοφίας).

7. Discurso de ciencia (λογος γνώσεως).

8. Discernimiento de espíritus (οιακρίσις πνευμάτων).

9. Glosolalía (γλώσσαις λαλεΐν).

10. Interpretación de lenguas (ερμηνεία γλωσσών).

II. Carismas relacionados con el alivio del cuerpo

1. Limosnero (μεταδιδούς).

2. Hospitalero (ελεών).

3. Atendedor (αντιλήψεις)

4. Gracias de curación (χαρίσματα ίαμάτων).

5. Obrador de prodigios (ενεργήματα αυμάτων).

III. Carismas en relación con el gobierno de los fieles

1. Pastor (ποιμήν).

2. Presidente (προϊστάμενος).

3. Ministro (διακονία).

4. Don de gobierno (κυβερνήσις).

De muchos de estos carismas conocemos muy poca cosa a tan gran distancia de
tiempo. Lo confesaba ya San Juan Crisóstomo, que, sin embargo, era
competencia en teología paulina. Algunos carismas (tercera categoría) parecen
propios de la primitiva época cristiana, cuando no estaba aún constituida en todas
partes la jerarquía ordinaria. Otros (primera categoría) presentan un acentuado
carácter litúrgico, y su manifestación debía de sobrevenir ordinariamente en
las asambleas religiosas de los fieles. Cuando el iluminado sentía dentro del
alma la emoción mística del Espíritu, se, alzaba y con verbo
inflamado improvisaba un discurso, que podía revestir las formas más diversas:
salmo, bendición, cántico, glosolalía. Apenas acababa, los fieles exclamaban con
él Amen. No es inverosímil que muchos de estos cánticos fueran pronunciados,
conforme a la costumbre oriental, en un estilo elevado, con cadencia melódica y
rítmica y con un canto más o menos solemne según las circunstancias. La
profecía, por ejemplo, se adaptaba muy bien al estilo poético y al canto.

Estos extraños fenómenos, sin embargo, que, por razón de aquel conjunto
ininteligible y misterioso en que iban envueltos, no podían menos de causar
profunda impresión sobre los fieles y los infieles, se prestaban fácilmente a
abusos y desórdenes. Estos se dieron particularmente en Corinto, ofreciendo
ocasión a San Pablo para escribir a aquella iglesia, haciéndole interesantes
amonestaciones

Uno de los carismas más apreciado, pero también de los más críticos, era el de
las lenguas, la glosolalía. No tenía por objeto la edificación de los fieles, como
la profecía, sino la oración y alabanza a Dios. Era un discurso que ninguno de
los presentes entendía, formado más bien de frases cortadas e inconexas que de
preposiciones unidas. San Pablo lo compara a un estruendo de varios
instrumentos o a un sonido de trompa confuso. Pero si el glosólalo, durante
la comunicación extática con Dios, alimentaba su propio espíritu, los fieles
no podían recabar de ello edificación ninguna, a no ser que otro pneumático o el
mismo glosólalo declarase los sentimientos experimentados durante el éxtasis.
Esto precisamente quiere el Apóstol que se haga. Nadie haga uso del don de
lenguas en la reunión pública si no hay alguien capaz de dar la interpretación,
para que no aparezca la Iglesia a los ojos de los infieles como una reunión de
locos. Además, por el mismo motivo, los profetas y glosólalos no hablen a la vez,
sino por turno, y, si alguno de los que escuchan recibe de Dios una particular
inteligencia al respecto, déjesele hablar y que el otro guarde silencio. Y el
Apóstol termina recomendando en todo el orden y la templanza: Omnia autem
honeste et secundum ordinem fiant.

53. Los carismas, por lo menos en sus formas principales, se mantuvieron en la


Iglesia como cosa ordinaria casi durante todo el siglo II. De ellos hablan con
frecuencia los Padres de aquel tiempo. El Pastor, de Hermas (hacia el 140), traza
así la figura del carismático:
Cuando un hombre poseído del Espíritu divino llega a una reunión de hombres
justos (la Iglesia) que tienen fe en el Espíritu divino y en aquella reunión de las
personas justas se hace una súplica a Dios, entonces el ángel del espíritu
profetice, que está junto a él, hinche a aquel hombre, y así, henchido del
Espíritu Santo, habla el individuo a la muchedumbre conforme lo quiere el
Señor.

San Ireneo da también testimonio de fenómenos carismáticos de revelación y


glosolalía: "Oímos en la iglesia a muchos hermanos que tienen los carismas
profetices y hablan lenguas de todas clases mediante el Espíritu, revelan las
conciencias y exponen los más altos misterios de Dios."

San Justino recuerda todavía los carismas profetices que algunos fieles poseían
en su tiempo; pero no parece que los tenga en mucho aprecio ni que los considere
cosa muy común. Y es que, al evolucionar el pensamiento católico, al
estabilizarse la jerarquía y determinarse mejor las disposiciones litúrgicas, estos
dones espirituales necesariamente tenían que cesar. San Pablo lo había
anunciado. El Espíritu permaneció siempre en la Iglesia; pero, abandonadas las
vías extraordinarias, se limitó a comunicarse a través de los medios
ordinarios, los sacramentos.

e) Las letanías y el ósculo de paz.

54. Después del sermón, que se escuchaba estando sentados, venía una oración
en común, recitada de pie: Postea... — escribe San Justino — consurgimus
simul omnes, precesque fundimus. Era la conclusión del oficio de la vigilia y la
transición al rito eucarístico propiamente dicho. El Apologista en la primera
recensión explica con detalle la índole y los fines de esta oración: "El recién
bautizado es conducido desde el baptisterio a aquellos que llamamos hermanos,
reunidos para recitar oraciones en común tanto por nosotros mismos cuanto por
el bautizado y por todos aquellos que se hallan esparcidos por el mundo, a fin de
que Dios nos haga dignos de obrar el bien, de obedecer a sus mandatos y
obtener así la salvación eterna." Era, pues, una serie de invocaciones, a modo
de letanías, calcadas sobre el modelo de las dieciocho bendiciones (Shemoneh
Esreh) recitadas en el servicio litúrgico de las sinagogas y del templo, aunque
con contenido estrictamente cristiano.

Fue probablemente San Pablo quien determinó el orden y la práctica de tales


invocaciones en la Iglesia primitiva, de donde pasó después a todas las liturgias
así de la misa como del oficio canónico. El texto clásico a este propósito se halla
en Tim. 2:13: Recomiendo, pues, ante todo que se hagan súplicas, oraciones,
votos, acciones de gracias por todos los hombres; por vosotros t¡ por las
autoridades constituidas, a fin de que podamos llevar una vida pacífica y
tranquila en completa piedad y castidad; porque esto es cosa buena y grata a
los ojos de Dios, nuestro Salvador. San Justino las llama "oraciones comunes,"
queriendo significar que todos los fieles las recitaban al unísono o, mejor, que
tomaban parte en ellas, respondiendo a las fórmulas pronunciadas por el
celebrante con una aclamación suplicante.

Los últimos capítulos de la primera carta de San Clemente Romano a los


corintios, según testimonio unánime de los críticos, contienen una magnífica
fórmula litúrgica de oración, de letanía, calcada precisamente sobre los
diversos temas de oración insinuados en el texto paulino. Se encomienda a los
fieles para que perseveren; a los paganos, para que se conviertan; a los pobres, a
los débiles y a los enfermos; y se concluye con la oración por las autoridades
todas. He aquí el texto:

(C. 59.) "...Mas nosotros seremos inocentes de este pecado y pediremos con
ferviente oración y súplica al Artífice de todas las cosas que guarde íntegro en
todo el mundo el número contado de sus escogidos por medio de su amadísimo
Hijo Jesucristo, por el que nos llamó de las tinieblas a la luz; de la ignorancia, al
conocimiento de la gloria de su nombre, principio de la vida de toda criatura.
Abriste los ojos de nuestro corazón para conocerte a ti, el solo Altísimo en las
alturas, el Santo que reposa entre los santos. A ti, que abates la altivez de los
soberbios, deshaces los pensamientos de las naciones, levantas a los humildes y
abates a los que se exaltan. Tú enriqueces y tú empobreces. Tú matas y tú das
vida. Tú solo eres bienhechor de los espíritus y Dios de toda carne. Tú miras a los
abismos y observas las obras de los hombres; ayudador de los que peligran,
salvador de los que desesperan, criador y vigilante de todo espíritu. Tú
multiplicas las naciones sobre la tierra, y de entre todas escogiste a los que te
aman, por Jesucristo, tu Hijo amado, por el que nos enseñaste, santificaste y
honraste. Te rogamos, Señor, que seas nuestra ayuda y protección. Salva a los
atribulados, compadécete de los humildes, levanta a los caídos, muéstrate a los
necesitados, cura a los enfermos, vuelve a los extraviados de tu pueblo, alimenta
a los hambrientos, redime a nuestros cautivos, da salud a los débiles, consuela a
los pusilánimes; conozcan todas las naciones que tú eres el solo Dios, y
Jesucristo, tu Hijo, y nosotros, tu pueblo y ovejas de (tu) rebaño."

(C. 60.) "Tú has manifestado la ordenación perpetua del mundo por medio de las
fuerzas que obran en él. Tú, Señor, fundaste la tierra; tú, que eres fiel en todas las
generaciones, justo en tus juicios, admirable en tu fuerza y magnificencia, sabio
en la creación y providente en sustentar lo creado, bueno en tus dones visibles y
benigno para los que en ti confían. Misericordioso y compasivo, perdona nuestras
iniquidades, pecados, faltas y negligencias. No tengas en cuenta todo pecado de
tus siervos y siervas, sino purifícanos con la purificación de tu verdad y
endereza nuestros pasos en santidad de corazón para caminar y hacer lo
acepto y agradable delante de ti y de nuestros príncipes. Sí, ¡oh Señor! muestra tu
faz sobre nosotros para el bien en la paz, para ser protegidos por tu poderosa
mano, y líbranos de todo pecado tu brazo excelso y de cuantos nos aborrecen sin
motivo. Danos concordia y paz, a nosotros y a todos los que habitan, sobre la
tierra, como se la diste a nuestros padres, que te invocaron santamente en fe y
verdad. Danos ser obedientes a tu omnipotente y santo nombre y a nuestros
príncipes y gobernantes sobre la tierra."

(C. 61.) "Tú, Señor, (les) diste la potestad regia por tu fuerza magnífica e
inefable, para que, conociendo nosotros el honor y la gloria que por ti les fue
dada, nos sometamos a ellos, sin oponerrnos en nada a tu voluntad. Dales, Señor,
salud, paz; concordia y constancia para que sin tropiezo el ejerzan la potestad que
por ti les fue dada. Porque tú, Señor, Rey celeste de los siglos, das a los; hijos de
los hombres gloria y honor y potestad sobre las cosas de la tierra. Endereza tú,
Señor, sus consejos conforme a lo bueno y acepto en su presencia, para que,
ejerciendo en paz y mansedumbre y piadosamente la potestad que por ti les fue
dada, alcancen de ti misericordia. A ti, el solo que puedes hacer esos bienes y
mayores que ésos entre nosotros, a ti te confesamos por el Sumo Sacerdote y
protector de nuestras almas; Jesucristo, por el cual sea a ti gloria y magnificencia
ahora y de generación en generación y por los siglos de los siglos. Amén."

La oración de letanía terminaba con el beso de la paz. Sin embargo, San Justino


lo recuerda solamente en relación con la liturgia bautismal (c. 65). Los fieles
daban al neófito el beso de fraternidad, símbolo del vínculo espiritual que en
adelante lo ligaba a la comunidad cristiana, se daba también en la liturgia
dominical ordinaria? San Justino no lo dice; pero probablemente es un silencio
que nada significa. Porque no es infundada la conjetura de que el abrazo fraterno
fuese habitual, en este momento de la misa, ya en las comunidades
primitivas. Era un acto de cordialidad que los judíos acostumbraban hacer
antes de un banquete de importancia. San Pablo lo inculca frecuentemente al
final de sus cartas; y no tanto como una manera de saludo, sino más bien como
un rito de carácter litúrgico. De hecho lo llama siempre "ósculo
santo": Saludaos mutuamente con el ósculo santo; saludad a todos los hermanos
con el ósculo santo.

Según algunos, el ósculo de paz en la época primitiva se daba indistintamente a


hombres y mujeres. San Justino, en efecto, no hace a este respecto ninguna
reserva. Otros no lo creen probable, porque desde un principio debió estar en
vigor el sistema judaico de separación entre hombres y mujeres en las asambleas
cristianas.
 

El Orden de la Misa Sacrifical.

a) La oblación.

56. En este punto comienza el sacrificio, la acción eucarística propiamente


dicha, que en San Justino conserva todavía indiscutiblemente aquellos elementos
primordiales y simples que debía de poseer en las sinaxis eucarísticas de la edad
apostólica. Se llevan las ofrendas para el sacrificio: pan y vino; el presidente da
gracias a Dios; bendice los dones pronunciando sobre ellos las palabras de la
institución; distribuye el pan y el vino consagrados entre los presentes. Estas
fases sucesivas del ritual eucarístico son las mismas que recuerdan los escritos
del Nuevo Testamento, y, como dijimos, hacen referencia todas directamente al
rito inaugurado por Jesús en la última cena. Puede decirse que la sencillez y la
coordinación de las mismas es perfecta.

Analizando, sin embargo, las dos descripciones de la misa hechas por el


Apologista, debemos distinguir dos formas de oblación. La primera, en relación
con el bautismo, comprende el pan, el vino y una copa de agua: Deinde antistiti
fratrum adfertur panis et poculum aquae et vini aqua mixti. San Justino es el
primero en mencionar el empleo de una copa de agua en la liturgia bautismal;
este uso fue confirmado poco más tarde por la Traditio, y de él ha quedado huella
en el sacramentarlo leoniano. La copa, según la Traditio, se le ofrecía al neófito
antes de la comunión del vino, y tenía un significado simbólico, como el hecho
de beber leche y miel; quería simbolizar la purificación interior del
alma, mientras la del cuerpo se realizaba mediante el agua de la fuente bautismal.

La segunda forma, la normal, comprendía solamente pan y vino aguado: Ubi


precaví desiimus, panis adjertur et vinum et aqua. El agua se menciona aquí
porque servía para rebajar el vino. Sin duda era éste un uso que traía su origen
de la última cena, en la cual Nuestro Señor, conforme a las prescripciones
rabínicas, había obrado de esta forma en el banquete pascual. San Justino es el
primero que atestigua esta tradición en la misa; después de él encontramos una
alusión a lo mismo en el famoso epitafio de Abercio de Hierápolis (c. 170), en el
Asia Menor: Pides ubique me duxit adposuitque cibum ubique piscem e fonte...
vinum optimum habemus, Mixtum, ministramus cum pane.

La teoría de Harnack y de otros, que pretenden que los elementos del sacrificio
en San Justino fueron sólo pan y agua y que el uso del vino en la eucaristía no se
admitió hasta el siglo III, es, como demostramos arriba, absolutamente destituida
de fundamento.
El traer el pan y el vino al altar se hacía, según el Apologista, sin pompa ninguna;
todavía es un acto sencillo, ministerial, ejecutado por los
diáconos, especialmente encargados de este servicio. Ellos preparaban la
cantidad que fuese suficiente para la comunidad de los presentes y ausentes. Por
tanto, la expresión Jrangere panem de los Hechos, de San Pablo, de la Didaché
y otras semejantes de San Justino hay que entenderlas, como es obvio, no de un
solo pan, sino de varios. A confirmar esto vienen dos pinturas existentes en la
habitación de Lucina, en el cementerio de Calixto, y que se remontan a los
primeros años del siglo II.

En ellas se representa dos veces un pez, que descansa sobre un terreno pintado de
verde y adosado a un cesto lleno de panes, el cual del a ver, tras las mimbres con
que está un vaso de vidrio lleno de líquido rojo, que evidentemente debe de ser
vino. En uno de los canastos, los panes son cinco, y llevan, en la parte alta, una
pequeña corona; en el otro son seis, y no llevan signo especial alguno. Algunos
quisieron ver en estas pinturas una alusión al milagro de la multiplicación de los
panes y peces, y quizás sea así; pero la ampolla de vino indica con toda
evidencia que su finalidad principal es representar los elementos
eucarísticos.

Juntamente con los elementos eucarísticos, ¿se hacían también ofrendas de otro


género? San Justino no hace la menor alusión, pero sin duda que las había.
La Didaché las recomienda con gran interés a los fieles, a fin de que sirvan para
el mantenimiento de los profetas y, en todo caso, de los pobres: Omnes primitias
provenientes e torculari área et bobus atque ovibus sumes et dabis primitias
prophetis... sin auiem non habetis prophetam, date pauperibus. Sin
embargo, no supone que tuvieran relación con el servicio litúrgico, mientras que
en Roma debían tenerlo, como más tarde lo dice la Traditio.

San Clemente Romano en la Carta a los Corintios tiene una página interesante
acerca del orden que han de observar los fieles en la presentación de las ofrendas.
Según Reville, era esta cuestión la que había movido a una parte de ellos a
rebelarse contra sus presbíteros. En realidad, nada sabemos sobre las causas de
tal conflicto. San Clemente se limita a defender el derecho divino de la jerarquía
frente a los seglares, tanto más en las cuestiones relacionadas con el culto.

Cuando San Clemente habla de las oblaciones que deben hacerse en el tiempo y
lugar prescriptos por Jesús, quiere referirse, sobre todo, a los dos elementos de la
eucaristía, el pan y el vino. Aunque no puede verse en sus palabras una alusión,
que sería la primera, a un rito litúrgico de ofertorio colectivo, es preciso admitir
que tales oblaciones estaban sujetas a determinadas reglas
disciplinares. "Cada uno de vosotros — concluye el pontífice — en su propia
línea dé gracias a Dios, conservando limpia la conciencia y respetando la regla
establecida en su servicio."

b) La plegaria eucarística.

58. Colocados los dones sobre la mesa del altar, el presidente recita sobre ellos la
solemne plegaria eucarística. Esta era la "Plegaria" por excelencia; más aún, la
única plegaria del rito eucarístico, la que le confería su fisonomía y su
significación. ¿Cómo era esta fórmula venerada, que en los labios de los
apóstoles y de los obispos, sus discípulos, hacía revivir sacramentalmente, en
medio de los fieles, a la persona divina del Maestro? Nosotros no la conocemos
y acaso jamás fue escrita, pues, salvo el esquema esencial que nos ha
transmitido la tradición litúrgica, su forma se dejaba a la improvisación del
celebrante. No obstante, podemos determinar sus líneas fundamentales.

a) Esta plegaria existía efectivamente ya en la época apostólica. San Pablo,


amonestando a los corintios para que no tengan comunicación con los ídolos
comiendo carnes a ellos inmoladas, escribe: Calix benedictionis, cui
benedicimus, nonne communicatio sanguinis Christi est? Et panis, quem
frangimus, nonne communicatio corporis Christi est?. En este texto, el verbo
ευλογουμεν — benedicimus, quiere evidentemente significar una oración de
alabanza y de acción de gracias a Dios pronunciada sobre el cáliz. Lo mismo
dígase de la frase "romper el pan". Un buen israelita nunca se permitía "romper el
pan" sin hacer una oración antes y después. La eulogía del cáliz y la del pan
(sobrentendida) son, por tanto, sinónimas de. No se sigue de esto que San Pablo
hable de dos oraciones eucarísticas distintas, para el pan y para el vino, si bien
originariamente puede que existieran; afirma solamente que el pan y el vino
efectúan la participación del fiel en el cuerpo y en la sangre de Cristo
mediante una fórmula eulógica; esto es, con término más apropiado,
eucarística, que es la anáfora.

b) Era una oración solemne y prolongada. Lo recuerda San Justino: Antistes


preces cum gratiarum actionibus pro üiribus sursum mittit. La forma verbal
αναπέμπει (eleva) y el inciso pro viribus (**οση δόναμις αύτω) quieren indicar
que el presidente predicaba con todo el fervor de su espíritu, y, por tanto, en un
estilo elevado, con fraseología rítmica, propia de la oratoria, y no sin énfasis, e
incluso con una modulación particular de la voz. Acerca de la longitud de esta
oración, el mismo Apologista escribe en la primera recensión: Quibus ille (se.
antistes) acceptis (se. donis) laudem et gloriam Patri... sursum mittit et
gratiarum actionem... ProLixe instituit. En esta época también el gnóstico
Marco, según dice San Ireneo, pretendía consagrar una pseudoeucaristía con una
larga oración. Si la anáfora contenida en las Constituciones apostólicas pudiera
considerarse como un ejemplo detallado del desarrollo del tema de la primitiva
anáfora, podríamos asegurar que ésta duraba media hora larga; en efecto, se
requiere ese tiempo para declamarla convenientemente.

El tema de la anáfora primitiva nos lo insinúa San Pablo en el texto arriba


citado: Calix... cui benedicimus, etc. La ideología, derivación directa de una
fórmula judaica semejante del ritual de la Chaburah, pero completamente
renovada en la forma y en el contenido, conforme a la institución de Cristo, era
una oración de alabanza a Dios, de glorificación de sus atributos y de acción
de gracias por sus beneficios. Tal debía ser también la anáfora primitiva. San
Justino nos da una idea análoga de ella. Hecha la presentación de los dones, el
presidente laudem et gloriam Patri universorum, per ncmen Filii et Spiritus
Sancff, sursum mittit et gratiarum actionem pro eo, quod hisce ab eo dignati
sumus, prolixe instLtuit. La anáfora es, pues, en substancia, el desarrollo de un
tema teológico y cristológico; en él se proclaman las perfecciones de Dios,
uno en tres personas, y se celebran los grandes misterios de la creación,
encarnación y redención obrados por su Hijo unigénito. Mejor todavía alude
al contenido de esta oración San Justino en su Diálogo cuando escribe: "La
ofrenda de harina era figura del pan eucarístico que Nuestro Señor Jesucristo nos
mandó consagrar en recuerdo de su pasión...; a fin de que demos gracias a Dios,
ya por haber creado el mundo y cuanto en él se encierra para el hombre, ya por
habernos librado del pecado en que nacimos, ya por haber destruido de modo
absoluto el principado de las potencias enemigas."

En la segunda recensión de la misa y en algún otro pasaje de la Apología, San


Justino, refiriéndose siempre al contenido de la anáfora, distingue en ella dos
elementos: las oraciones y las eucaristías. No parece que las primeras
constituyeran una nueva fórmula de intercesión, ya que ésta sería entonces
repetición de la plegaria litánica dicha poco antes. Probablemente los dos
términos se refieren en conjunto al tema general de la anáfora, la cual, por el
carácter carismático que asumía en los labios del celebrante, tocaba los diversos
campos del eucologio.

Pero quizás, analizando detenidamente los escritos del Apologista, podamos


precisar mejor el contenido de la primitiva oración consagratoria.

a) ¿Contenía el trisagio? Ciertamente no. El Sanctus, como observa Cagin, así


como el preámbulo de la alabanza angélica que ordinariamente le acompaña, no
cabe duda de que es una interpolación introducida en la gran Plegaria, cuya
trayectoria lógica desvía en cierto modo. Si hubiera formado parte de dicha
oración, San Justino lo habría advertido. Por consiguiente, no puede considerarse
auténtico el dato del Líber pontificalis que atribuye su institución al papa Sixto I
(132-142): Hic constituit, ut intra actionem, sacerdos incipiens populo hymnum
decantaret: sanctus, sanctus, sanctus Dominus Deus Sabaoth, etc. Con todo, el
carácter de himno colectivo del Sanctus halla correspondencia y confirmación
plena en un pasaje de la primera carta de San Clemente:

"Nuestra gloria y nuestra confianza sean en Dios; sometámonos a su voluntad;


consideremos cómo le asisten y sirven a su querer toda la muchedumbre de sus
ángeles. Dice, en efecto, la Escritura: Diez mil miríadas le asistían y mil millares
le servían y gritaban: Santo, santo, santo es el Señor de los ejercitos; llena está
la creación entera de su gloria. También nosotros consiguientemente,
conscientes de nuestro deber, reunidos en concordia en un solo lugar, llamemos
fervorosamente a El como de una sola boca, a fin de llegar a ser partícipes de sus
magníficas y gloriosas promesas."

Estas últimas expresiones muestran que San Clemente no pretendía sólo evocar
el Sanctus de Isaías, sino que tenía presente el uso litúrgico. Por tanto, es
preciso admitir que aquí se trata, sí, de un canto colectivo, pero todavía extraño a
la anáfora. Del mismo modo que el Tersanctus era familiar a los judíos porque
formaba parte de su liturgia matinal, debía serlo también a los cristianos. Agios,
agios, agios, sine cessatione, es frase que leemos en las actas de Santa Perpetua,
a fines del siglo II.

b) Comprendía ciertamente las palabras de la institución. Sobre esto, San


Justino es explícito. "Nosotros —dice— no ingerimos estas cosas (los dones
consagrados) como si fueran pan y bebida vulgares; sino que de la misma manera
que Jesucristo, nuestro Salvador, por medio del Verbo de Dios tomó carne y
sangre, así también el alimento, hecho eucarístico mediante una palabra de
oración que proviene de él, nos han enseñado que es la carne y la sangre de
Jesucristo encarnado. Los apóstoles, en efecto, en las memorias por ellos escritas,
y que llamamos Evangelios, nos han referido que recibieron este mandato: Jesús,
tomando el pan, dio gracias y dijo: Haced esto en memoria mía; éste es mi
cuerpo. Y del mismo modo, tomando una copa, dio gracias, diciendo: Esta es mi
sangre. Y a ellos sólo dio a participar...; desde entonces hacemos siempre entre
nosotros conmemoración de estas cosas."

En este pasaje, el inciso "de la misma manera que Jesucristo, por medio del verbo
de Dios," etc., es muy discutido. Los críticos más modernos ven en las
palabras per Verbum Dei Incarnatus I. C. el Verbo personal de Dios, el Logos;
es el sentido más conforme a la doctrina de los Padres más antiguos; y en el
segundo miembro paralelo, per Verbum Precationis ab eo ortum, traducen estas
palabras: "Mediante una palabra (fórmula) de oración proveniente del Verbo".
San Justino, pues, querría decir aquí que, así como Jesucristo se encarnó por
virtud del Logos. así, por la palabra que de El proviene, al ser pronunciada en
la oración de la Iglesia, el alimento con que se nutren los fieles se convierte
en su cuerpo y en su sangre.

Pero cabe preguntar: Esta oración transformadora del Logos es la fórmula de la


institución usada por El en la última cena, y que, como observa San Justino, es
siempre repetida por nosotros, o bien es toda la plegaria eucarística entera, cuyo
núcleo central constituyen las palabras de la institución? Esta segunda hipótesis
es la más probable; sin embargo, el Apologista hace ver claramente cómo toda la
eficacia de aquella "fórmula de oración" se deriva de las palabras de la
institución.

En realidad, ninguno de los evangelistas contiene las palabras textuales que pone
San Justino; solamente San Pablo tiene una fórmula casi idéntica. Ahora bien:
esto da pie para suponer que el Apologista, como hace en otros casos, haya citado
de memoria las palabras pronunciadas por Nuestro Señor, limitándose a resumir
su substancia; o bien — y esto puede ser una conjetura igualmente plausible —
que San Justino se haga eco de aquella tradición oral, litúrgica, apostólica,
conforme a la cual se fijó más tarde la narracción de la institución en las
diversas liturgias así orientales como occidentales. En efecto, es sabido que, de
todas las redacciones que poseemos, ninguna se atiene rigurosamente a la letra
de la Escritura, por más que sean uniformes entre sí, en sus líneas generales. En
este segundo caso, el testimonio de San Justino sería del más alto valor litúrgico.

c) ¿Admitía también una forma de anamnesis? La respuesta no puede ser más


que afirmativa. San Pablo la ordena expresamente: Quotiescumque enim
manducabitis panem hunc et calicem Domini bibetis, mortem Domini
annuntiabitis doñee veniat. Después de El, la Epistula Apostolorum (hacia el
130-140) viene a confirmar por vez primera lo mismo: "Y vosotros celebráis así
el recuerdo de mi muerte, esto es, la Pascua." San Justino habla tres veces del
recuerdo de la pasión, que se renueva al celebrar la cena eucarística, y usa
precisamente los términos característicos de la anamnesis.

d) En cuanto a la existencia de una epiclesis y a su naturaleza, es necesario


remontarnos a la mentalidad de los primeros escritores cristianos. Estos, como
atribuían al Logos y no al Espíritu Santo la obra de la encarnación, por
analogía atribuían a El la concepción de la eucaristía. Esto lo vemos en San
Justino. No hay que creer, sin embargo, que la epiclesis se presentara entonces
formulada con las expresiones precisas y tajantes que más tarde tuvo.

A juzgar incluso por algunos textos algo posteriores a San Justino, la epiclesis
primitiva debió consistir, más que en una fórmula, en la entonación de gran parte
de la anáfora con el fin de invocar, por obra del Logos o del Espíritu Santo, el
poder de Dios sobre la oblación de la Iglesia para realizar la transformación
prodigiosa de los elementos eucarísticos. Durante la anáfora, y constituyendo
su punto culminante, se recitaban las palabras de la institución, acabadas las
cuales la eucaristía estaba hecha. En el siglo II, el momento preciso de la
consagración no se había impuesto aún a la atención especulativa de los
escritores. Ahora bien, la epiclesis, en el sentido arriba expuesto, debía formar
parte, sin duda, de la plegaria primitiva.

Todavía podemos preguntarnos si ésta no abarcaba, además, una


invocación "para consumar el misterio de la muerte de Cristo en la unión de El
con su cuerpo místico (los fieles)," según la oración que Cristo había dirigido al
Padre en la última cena: ut sínt unum, ut sint consummati in unum. La hipótesis
es sugestiva, pues brota espontáneamente de aquel simbolismo eucarístico que ya
San Pablo había ilustrado, y al que se alude repetidas veces en los escritos
primitivos, donde la eucaristía es considerada en función de la caridad y de la
unidad eclesiástica. La epiclesis contenida en la Traditio (216) desarrolla sobre
todo. este pensamiento. De todas formas, San Justino guarda silencio absoluto al
respecto. En cambio, hace mención de otro concepto, que acaso servía para
concluir la anáfora, y que está en relación con la idea epiclética mencionada. Lo
hallamos en el Diálogo con Trifón. Después de enumerar los beneficios divinos
derramados sobre los seres humanos, a cambio de los cuajes le tributan ellos
oraciones e himnos de alabanza, añade: "y nosotros le pedimos que nos haga
nacer a la inmortalidad por causa de la fe con que hemos creído en El." Nos
inclinamos a ver en estas palabras un reflejo del contenido de la anáfora, que
probablemente terminaba con una aspiración vehemente del cielo. La eucaristía
era prenda o garantía de inmortalidad. Lo había dicho Jesús, y los escritos
primitivos se hacían eco gustoso de este pensamiento. Frangentes panera unum
— escribía San Ignacio de Antioquía — qui est Pharmacum Immortalitatis; y
la Didaché: Gratías tibí agimus, Pater Sancte..., pro scientia, fide et
Immortalitate, quam indicasti nobis per lesum puerum tuurn.

63. La plegaria consagratoria concluía, finalmente, con una doxología trinitaria.


Es lógico suponerlo, por más que San Justino nada diga de ella, por lo que él
mismo afirma en torno al tema de la anáfora, orientado a la glorificación de la
Trinidad. Por lo demás, todos los textos de alguna importancia que conservamos
de los primeros siglos, comenzando por las cartas de San Pablo y, más tarde,
todas las anáforas, tienen un final doxológico más o menos extenso. Valga como
ejemplo contemporáneo a la época de la Apología aquella con que San Palicarpo,
atado al patíbulo, concluyó su última oración: "Por tanto, ¡oh Dios! te doy gracias
por todo; te bendigo, te glorifico por medio del eterno y celestial Pontífice,
Jesucristo, tu Hijo amado, por el cual a ti, con El y con el Espíritu Santo, sea la
gloria ahora y por todos los siglos futuros. Amén." Cuando el presidente acaba la
solemne oración, todos claman diciendo: "Amén." Era un acto de adhesión plena
a los sentimientos expresados por el celebrante y una profesión de fe en la
divina eficacia de las palabras sacramentales. El "amén" como aclamación
litúrgica después de una eulogía era una antigua costumbre judaica, que
pasó desde el tiempo de San Pablo al ritual de las reuniones cristianas.

De cuanto llevamos dicho acerca de la plegaria consagratoria en San Justino, se


deducen las siguientes importantes conclusiones:

1.a Que la institución eucarística realizada por Cristo forma el


centro alrededor del cual se desarrolla todo el rito y da por sí
solo fundamento y motivo de su celebración;

2.a Que la liturgia descrita por el Apologista no acusa novedad


ninguna, sino que se presenta como expresión de una tradición
dogmática y litúrgica de mucho tiempo atrás establecida,
pacíficamente poseída y difundida por igual en las comunidades
por él conocidas;

3.a Que la Iglesia en la oración consagratoria exponía los puntos


principales de su doctrina con respecto a Dios y a
Jesucristo; era; pues, una praedicatio, como más tarde se llamó a la
anáfora, o, si se quiere, una profesión de fe publica y común;

4.a Que la oración consagratoria era entonces, como hoy día, la


oración sacrifical, pronunciada por el obispo, como jefe y
portavoz de la comunidad, según la concepción
auténticamente monárquica y litúrgica de la Iglesia, y el acto
eucarístico, por consiguiente, un acto eminentemente social y
corporativo.

c) La comunión.

65. Dolger, fundándose en dos pasajes paulinos — Rom. 8:15; Gal. 4:6 —, cree
que, desde la época apostólica, los neófitos antes de recibir la comunión
recitaban, juntamente con los fieles, la oración dominical, como después fue uso
común en la Iglesia. La hipótesis no tiene nada de inverosímil; más aún, halla
confirmación en algunas expresiones de San Gregorio Magno en su famosa carta
a Juan de Siracusa. Queriéndose él justificar de haber ordenado se hiciera la
recitación del Pater noster inmediatamente después del canon,
escribe: Orationem vero dominicam idcirco mox post precem dicimus, quia mos
apostolorum fuit, at ad ipsam solummodo orationem oblationis hostiam
consecrarent.

Mucho discuten los liturgistas sobre qué quiso decir San Gregorio con estas
palabras. La mayor parte las entienden en su sentido más obvio, esto es, que los
apóstoles consagraban la eucaristía con la oración dominical. Pero tal
afirmación, de suyo extraña, mucho más en boca de San Gregorio, choca con el
sentido lógico de la reforma, ya que. si él creía que los apóstoles consagraban con
el Pater noster, debía haber substituido con él la plegaria eucarística (el
canon). Otros tratan de salvar la dificultad puntuando la frase de esta
manera:... ad ipsam solummodo orationem oblationis, hostiam consecrarent, o
bien refiriendo el término ipsam orationem no al Pater noster, sino a la plegaria;
sin embargo, queda siempre el mismo contrasentido. Probablemente la
explicación más aceptable es una de las que propone Lambot, quien sugiere la
interpretación de la palabra consecrarent en el sentido de frangerent; o, si no,
dar a la preposición ad el significado de juntamente. En este segundo caso, San
Gregorio vendría a decir que los apóstoles consagraban la eucaristía con la
fórmula tradicional transmitida por Cristo, acompañada antes o después
por la recitación del Pater noster.

Hay que observar, sin embargo, que, si originariamente pudo ser ésta la


práctica de muchas comunidades orientales, Roma debió ignorarla, ya que ni
San Justino ni la Traditio dicen una palabra de ello.

66. Los panes ofrecidos y consagrados se debían dividir para poder distribuirlos
entre los fieles. La frase frangere, panem, que se encuentra con tanta frecuencia
en los escritos apostólicos con un significado ya técnico, sinónimo de eucaristía,
no perdió su significado real primitivo, el de designar la división del pan a fin de
ofrecerlo a los invitados, Además, el modo de hacer esta operación ya entonces
debía recordar aquel sentido sacrifical que encontramos ya en San Pablo:
(cuerpo) que será Despedazado por vosotros. Por eso, se rompía, no se cortaba el
pan. San Ignacio de Antioquía, lo dice expresamente: panem unum.

Poseemos una representación gráfica de la fracción del pan en un famoso fresco,


llamado Fractio panis, descubierto por Wilpert, y que se remonta a los primeros
años del siglo II. Se halla en Roma, en un cubículo llamado capilla Griega, del
cementerio de Priscila. Representa el momento en que el oficiante, teniendo ante
sí un cáliz con dos asas, parte el pan consagrado para darlo en comunión,
juntamente con el vino, a los fieles.

Dividido el pan en pequeños trozos, todos reciben la comunión bajo las dos


especies: según San Justino, la distribuyen los diáconos: lam vero postquam
antistes gratias egit et omnis populus acclamavit, ii qui apud nos vocaniur
diaconi, unicuique eorum, qui adsunt, distibuunt gustando, panem et vinum et
aquam de quihus gratiae actae sunt. No nos dice la relación del Apologista cuál
era el rito de la comunión; pero podemos deducirlo de un fragmento de carta de
Dionisio de Corinto (165170). Este, escribiendo al papa Sixto I (132-42), le había
expuesto el caso de un fiel suyo que, habiendo sido bautizado por los herejes,
solicitaba ser rebautizado. "El caso es —dice Dionisio— que este tal ha asistido
frecuentemente a la eucaristía, ha respondido con los demás "Amen," se ha
acercado a la mesa extendiendo las manos para recibir el sagrado alimento, ha
ingerido el cuerpo y la sangre de Jesucristo; ¿cómo iba yo a rebautizarlo?." El
pan consagrado se recibía, pues, en las manos, estando de pie.

Sólo los bautizados podían acercarse a la comunión. San Justino lo afirma


expresamente: "Este alimento lo llamamos eucaristía. De él solamente pueden
participar lícitamente los que creen en la verdad de nuestra doctrina, han sido
purificados con el baño del perdón de los pecados y de la regeneración y viven
conforme a los mandamientos de Cristo."

Por tanto, a los herejes y los penitentes no eran admitidos a la eucaristía. De los
docetas escribe San Ignacio de Antioquía: "Se abstienen de la eucaristía y de la
oración (es decir, de las reuniones eucarísticas y de las simplemente
eucológicas), porque no creen que la eucaristía es la carne de nuestro Salvador,
Cristo Jesús, que padeció por nosotros y fue resucitado por el Padre."

Los elementos consagrados se distribuyen no sólo a los fieles presentes, sino


también a los ausentes. Los diáconos tienen la misión de llevar la eucaristía a
domicilio.

La eucaristía debía, pues, conservarse en un lugar apropiado. Cabe preguntar


si fuera del templo se llevaba bajo ambas especies. Probablemente no, sino
sólo bajo la especie de pan. Con el nombre de "ausentes" hemos de entender, en
primer lugar, los enfermos o los legítimamente impedidos, y después, las
personas de alguna consideración aunque estuvieran lejos. A éstas se llevaba la
eucaristía en señal de comunión. Según San Ireneo, el uso estaba ya en vigor a
mediados del siglo II. Sabemos que el papa Víctor (193-203) continuó mandando
la eucaristía a los obispos de Asia a pesar de su disensión sobre la fecha de la
Pascua. Es bastante probable que el envío de las hostias consagradas, llamadas
después por los latinos fermentum, se introdujera por imitación de una costumbre
pagana análoga. Cuando alguno ofrecía un sacrificio y lo consumaba comiendo
las carnes inmoladas, enviaba parte de ellas a quien por ventura no había podido
asistir, significándole así que lo había tenido presente en el sacrificio.
¿Seguía a la comunión una acción de gracias? Los documentos más antiguos no
hacen alusión ninguna, pero no puede excluirse absolutamente. Cristo al final de
la cena recitó con los apóstoles un himno.

Muchos críticos relacionan con la comunión la tercera de las tres oraciones


contenidas en la Didaché, y que transcribimos más arriba, considerándola como
acción de gracias después del banquete agápico.

d) La colecta en favor de los pobres.

69. Consumado el sacrificio con la comunión, la función litúrgica había


terminado. Pero desde un principio se había introducido la piadosa costumbre de
cerrar la sinaxis con un acto de caridad cristiana, recogiendo limosnas
voluntarias a beneficio de los pobres locales y de las comunidades cristianas
más necesitadas. La costumbre tenía antecedentes en la Sinagoga, donde se
hacía una colecta semejante al final del servicio litúrgico.

San Pablo recomienda frecuentemente se hagan colectas en favor de la iglesia de


Jerusalén. A los corintios les pide en particular que lo hagan todos los primeros
días de la semana, esto es, en la reunión eucarística que debía celebrarse
regularmente el domingo. "En cuanto a las colectas por los santos —escribe—,
hacedlas vosotros como lo he ordenado a las iglesias de Galacia. Todo primer día
de la semana, cada uno de vosotros separe y vaya reuniendo en casa lo que le
parezca para no esperar a hacer las colectas cuando yo llegue."

Y en la Carta a los Romanos habla de estas colectas que él había llevado a los
hermanos de Jerusalén, a quienes tanta satisfacción habían proporcionado.
También en Roma, según testimonio de San Justino, los fieles acostumbraban a
ser generosos en estas limosnas para los pobres. Después de describir la sinaxis
dominical, añade: "Los que son ricos y quieren dar, dan lo que tienen por
conveniente. Lo que de esta forma se recoge, viene presentado al presidente, el
cual se encarga de socorrer a los huérfanos y a las viudas, a los que se encuentran
en necesidad por causa de enfermedades u otros motivos, a los encarcelados y a
los extranjeros que están de paso; en una palabra, a todos los menesterosos."

Que estas palabras del santo apologista eran verdaderas y que en Roma era
tradicional aquella costumbre benéfica, nos lo atestigua un fragmento de carta
escrita a los romanos por Dionisio, obispo de Corinto, hacia el año 175. En ella,
Dionisio alaba a los romanos por su antiquísima costumbre, iam inde ab ipso
religionis exordio, de ser caritativos en socorrer a los pobres; costumbre que el
papa Sotero (y 182) había estimulado todavía desplegando su inagotable caridad
para con todos los hermanos.
Conclusión.

Llegados al término de esta reseña, en la que hemos procurado tratar


sintéticamente el ritual eucarístico de la época apostólica y
subapostólica, inventariando todos los textos que pueden contribuir a esclarecer
cada uno de sus aspectos, se impone una conclusión: hay que reconocer la
autenticidad substancial de misa Ortodoxa. El método históricocrítico que hemos
seguido nos ha permitido remontarnos, salvo un lapso de unos veinte años, hasta
sus mismos orígenes, esto es, hasta Cristo, autor de la eucaristía. Sus formas
esenciales se las dio El mismo, y los apóstoles las recibieron de sus manos y
las tradujeron en un ritual, cuyas líneas fundamentales reflejan fielmente la
voluntad del divino Fundador.

Parte II.
La Misa Romana.
1. Nomenclatura, Clasificaciones y Divisiones de la
Misa.
Nomenclatura de la Misa.

En la tradición litúrgica, el sacrificio eucarístico recibió nombres diversos.

Durante la primera época cristiana, en conformidad con la lengua hablada a la


sazón, hallamos términos griegos: κλάσις του άρτου, fractio panis; κυριακο'ν
δεΐιινον, Coena dominica; Ευχαριστία gratiarum actio, eucharístia;
λειτουργία, liturgia; este último término, sin embargo, no pasó a la nomenclatura
latina, mientras que entre los orientales llegó a ser y permaneció hasta hoy el
nombre clásico de la misa (liturgia de Santiago, de San Basilio, etc.). En el siglo
III, los grandes escritores latinos de África Tertuliano y San Cipriano usan
indistintamente oblatio simplemente, o también, en su forma verbal, offerré
sacrificium, dominicum (convwium), unidos frecuentemente con un epíteto
calificativo, como divina sacrificia, dominica solemnia. Dominicum era también
el término que se usaba en Roma. Novaciano reprende al cristiano que, después
de haber asistido a la misa y llevado consigo el pan consagrado, dimissus e
dominico et adhuc gerens secum, ut assolet, eucharistiam, se apresura a
frecuentar las diversiones lúbricas del circo. Más tarde, Eteria, San Agustín e
Inocencio I (416) emplean, para significar la misa, la palabra sacramentum; de
ahí el nombre dado en Roma al código de las oraciones de la misa: Líber
Sacramentorum o Sacramentarium; pero semejante expresión no tuvo nunca
gran aceptación.

La denominación romana fue actio. Los términos actio, agere (y, por


analogía, facere, operari), estaban admitidos en el lenguaje litúrgico pagano para
significar un acto cultural cualquiera, y particularmente el sacrificio. El lenguaje
cristiano adoptó la misma fraseología con sentido análogo. Ago fide tua, dice San
Ambrosio a Teodosio disponiéndose a celebrar; agere missas (Víctor
Vítense); aguntur omnia Legitima, id est offert (Peregrinatio); Vigiliae
agantur (Regla de San Benito); pero sobre todo se empleó el término actio para
designar la misa. In qua (basílica) agitur, escribe San León a Dióscoro de
Alejandría para decir que en ella se celebraba el sacrificio. El sacramentario
leoniano abunda en expresiones similares: Da fidelibus tuis in sacra semper
Actione persistere... Sit, nobis, Domine, operatio mentís et corporis caeleste
mysterium, ut cuius exequimur Actionem, sentiamus affectum. El gelasiano, a su
vez, adopta la misma terminología; baste citar el título con que encabeza la
plegaria de la consagración: Canon actionis, que podemos traducir exactamente
por formulario del sacrificio.

La palabra missa (forma contraída de latinidad, de missio = despedida), que


hallamos al fin del siglo III en el poeta cristiano Comodiano, fue empleada antes
en sentido litúrgico por San Ambrosio para significar no la misa, en el sentido
moderno de la palabra, como muchos han afirmado, sino la despedida ritual del
templo de aquellos que no podían asistir a los divinos misterios. El santo
Obispo, en una carta a Marcelina en que le cuenta las violencias de que ha sido
objeto en Milán por parte de los arríanos, refiere que, mientras estaba
catequizando en el baptisterio de la basílica Porciana (era en la mañana del
domingo de Ramos), se le notificó que los arrianos intentaban ocupar la iglesia.
En la confusión consiguiente, los fieles que acudieron indignados secuestraron a
Cástulo, sacerdote arriano. "Yo no me moví... — escribe San Ambrosio, ego
mansi in munere —, hice despedir a los catequizándose, missam (competentium
= catequizandos) faceré coepi. Dum ofjero (in basilica), raptum cognovi a
populo...et orare in ipsa oblatione Deum coepi ut subveniret... Aquí el
verbo coepi, unido a las dos frases missam facere y orare in ipsa
oblatione, expresa simplemente la voluntad de realizar una acción, como si
dijera: missam feci, oravi... Deum. No es exacto, pues, afirmar que San Ambrosio
sea el primero que usó la palabra missa para designar el santo sacrificio.

En Oriente por la misma época, y con idéntico significado de despedida, se


encuentra la palabra missa muchísimas veces en la Peregrinatio de Eteria.
Esta, a veces, concreta mejor el significado de la palabra añadiéndole luego la
preposición de: missa facta fuerit de Cruce, de Anastase, de ecclesia. También
San Agustín tiene, con el mismo significado, una frase repetida
frecuentemente: Ecce post sermonem jii missa catechumenorum, manebunt
fideles. Este término, por lo demás, se usaba todavía corrientemente al final del
siglo V para indicar el fin o disolución de cualquiera asamblea, no sólo sagrada,
sino también profana. Así lo atestigua Avito de Viena, en el Delfinado (+
518): In ecclesiis palatiisque sive praetoriis missa fierí pronuntiatur cum
populus ab observatione dimittitur. Es la forma clásica latina del mittere
senatum, praetorium, convivium, que tiene la significación de disolver la reunión
del senado, del ejército o de los comensales.

Nótese además que, según la nomenclatura eclesiástica antigua, el


vocablo missa no servía para indicar exclusivamente la despedida de la misa,
sino de todos los oficios litúrgicos. La Peregrinado, después de haber descrito el
oficio matinal de las laudes, que termina con la bendición del obispo, agrega: Et
sic fit missa. Casiano habla del monje que llega tarde al coro y espera a la
puerta congregationis missam, el final de la reunión. San Benito, al disponer el
orden de la salmodia nocturna, a cada hora concluye et missae sunt, o también et
fiant míssae; esto es, como explica a propósito de las
completas, Benedictione, missae sunt.

La despedida litúrgica antiguamente comprendía toda una serie de oraciones por


las diversas categorías de personas que eran despedidas, a las cuales, como
sucedía en Jerusalén, el obispo o el superior impartía la bendición recitando una
colecta pontifical o sacerdotal. La oratio super populum de los antiguos
sacramentarios, que todavía hoy se recita en las misas feriales de Cuaresma, es
una de ellas. Por eso, la missa, guardando estrecha relación con
la benedictio, vino a ser pronto sinónimo de ésta. El concilio de Cartazo del 390
prohibe al sacerdote reconciliare quempiam publica missa, esto es, con la
bendición que acompañaba normalmente a la reconciliación. He aquí cómo
probablemente el sacrificio eucarístico, que es una bendición transformadora
del pan y del vino, llegó a asumir, según conjetura de Jungmann, el nombre
de missa o missae.

Después se usó también en singular, missa, con idéntico significado.

No es fácil averiguar quién fue el primero en utilizar este término como


apelativo específico del sacrificio cristiano. Ordinariamente se indica el pasaje
citado de San Cesáreo de Arles. Pero mucho antes que él, quizás pueda aducirse
una carta de San León (+ 461), en la cual aconseja a Dióscoro de Alejandría que
celebre una segunda misa, si alguna vez no basta una sola para que todos la
puedan oír: si unius tantum missae more servato, sacrificium oferre non
possint. Muchos opinan que, cuando el sacramentarlo leoniano repite, al
comienzo de cada formulario de misa, el título ítem alia, se
sobrentiende missa, o sea, ítem alia missa.

Mlsas del Tiempo, de los Santos, del Común de los Santos.

La misa, atendiendo al formulario que le asigna la liturgia, se divide en:

a) misas del tiempo;

b) misas de los santos;

c) misas del común de los santos;

d) misas votivas.

Las misas del tiempo.

Llámanse misas del tiempo o temporal les formularios compuestos para las
fiestas de Nuestro Señor que forman parte oficialmente del año eclesiástico y
para aquellos días, sean domingos o ferias, admitidos en la órbita de los dos
grandes ciclos litúrgicos: el Adviento, que precede a la Navidad, y la Cuaresma y
Quincuagésima pascual, que preparan y prolongan la fiesta de Pascua, El
conjunto de tales formularios constituye una serie de misas, que ocupan en el
misal la primera y la más importante sección, titulada Proprium de tempore. En
el ordinario de la misa primitiva, las particularidades relativas a las pocas fiestas
del ciclo entonces litúrgicametne reconocidas — Pascua y Pentecostés — debían
ser mínimas. En estos días, la misa, y más concretamente el tenor de la plegaria
consecratoria, era el mismo que se recitaba todos les domingos. Solamente el
canto del salmo responsorial y las lecturas tenían alguna actualidad; pues es
probable que, en lugar de la lectio continua ordinaria, el celebrante hiciera leer
los pasajes de la Escritura que recordaban expresamente el acontecimiento
conmemorado, y sobre les cuales él en la homilía llamaba la atención de los
fieles.

De formularios particulares de misa no puede hablarse antes del siglo V, es decir,


antes de que el desarrollo litúrgico enriqueciera el ordinario de la misa con
aquella variedad de fórmulas — ya por parte del celebrante (colecta, secreta,
prefacio variable, Hanc igitur variable, communio), ya de la schola (antífona ad
Introitum, gradual, antífona ad offertorium, ad communionem) —, en las cuales
podía reflejarse el pensamiento característico de la fiesta. Más todavía, Probst ha
tratado de demostrar que el papa Dámaso (366-384) fue el autor de tales
importantísimas innovaciones. Estas efectivamente, hayan sido o no de este papa,
fueron el punto de partida de una inmensa evolución litúrgica. Con todo (ya
tratamos de esto en particular en el volumen anterior), no hay que creer que la
formación del temporal fuese obra ni de un solo papa ni de un solo siglo; abarcó
un largo período, que va desde el siglo V, época de la organización de la
Cuaresma y del Adviento, por lo menos hasta el siglo IX, con la compilación de
los formularios para algunos domingos que hasta aquel tiempo no lo tenían; sin
contar que las misas de no pocas fiestas posteriormente instituidas, como la
Santísima Trinidad, el Corpus Christi, la Transfiguración, el Sagrado Corazón, la
Preciosísima Sangre, etc., tienen un origen mucho más tardío.

De todas formas, adviértase que, mientras en Oriente el influjo de las fiestas


movibles se del ó sentir sólo en el cursus de las lecturas y de los cantos, en
Occidente, salvo el caso de las liturgias galicanas, tal influjo penetró también
en las oraciones propias del sacrificio y, en algún caso, en el mismo canon.

Las misas de los santos.

En cuanto a las misas en honor de los mártires — los primeros que recibieron un
culto litúrgico —, que la Iglesia romana comenzó a celebrar desde el siglo III,
debemos repetir aquí cuanto arriba hemos dicho. La conmemoración
aniversaria de los santos se limitó originariamente al oficio de la vigilia, que
se celebraba en el martyrium, donde reposaban sus restos, y se concluía con el
santo sacrificio, durante el cual se leía la relación de sus gestas y se proclamaban
solemnemente sus nombres en los dípticos.

Los primeros ejemplos de formularios propios (sanctorale) se encuentran en el


leoniano, el cual para algunos mártires más ilustres presenta una colección
verdaderamente extraordinaria de dichos formularios: veintiocho para los Santos
Pedro y Pablo, catorce para San Lorenzo, ocho para los Santos Juan y Pablo. En
total son veinticinco las fiestas de santos provistas de formulario propio, en el
cual, sin embargo, casi nunca se da el nombre del santo conmemorado,
limitándose a exaltar el martirio que padeció. El gelasiano aumentó hasta sesenta
y cuatro el número de las misas de santos propias; en éstas, en cambio, el
compilador tuvo cuidado de indicar siempre el nombre, acaso para evitar el
peligro, fácil en el siglo V con el gran desarrollo del culto de los santos, de que se
tributase culto a personas que o nunca existieron o no lo merecían. Este temor
explica el hecho de que, mientras en el leoniano hallamos 41 formularios
genéricos de misas para las fiestas de los mártires y dos para las de confesores —
es decir, un primer embrión del Commune Sanctorum —, el gelasiano trae apenas
ocho, todos de mártires. De esto no se debe concluir que el Commune
sanctorum haya precedido cronológicamente al Proprium; pero es probable que,
al crearse los formularios propios de algunos santos más ilustres, se sintiera la
necesidad de componer otros genéricos, quizás para uso y comodidad de las
iglesias menores o de los sacerdotes menos letrados.

Las misas del común de los santos.

Formas primitivas de Commune sanctorum se encuentran también en


otros antiguos libros litúrgicos. El leccionario de Wurzburgo (s. VI-VII)
contiene cinco lecturas especiales in natalitiis sanctorum, sin más detalles,
porque el santoral era todavía bastante escaso. Además, a continuación de las
fiestas de los santos más antiguos pone un cierto número de lecturas, tituladas
ín natali ubi sufra, que pueden adaptarse a otros personajes de la misma
categoría. Más tarde, el comes de Murbach (final del s. VIII) presenta ya una
mayor riqueza de formularios comunes, distribuidos según las diversas categorías
de santos, obispos, confesores, mártires y vírgenes. Es extraño, en cambio, que
los evangeliarios más antiguos no contengan trozo ninguno que pueda servir para
un común cualquiera; sólo comienzan a encontrarse después del siglo VIII. Los
textos de las misas que constituyen el actual Commune sanctorum son
substancialmente los que figuraban en el gregoriano original, tomados de misas
propias anteriores, desaparecidos después, sin saberse por qué, del sacramentario
del papa Adriano, pero restablecidos en el suplemento compilado por Alcuino,
que añadió bastantes fórmulas, derivadas de las ocho misas del gelasiano antiguo.
He aquí la serie, con la indicación de la fuente y del puesto que ocupan en el
misal romano:

Unius Apostoli.

Ulurim o rum Apostolorum.

Unius Martyris.

Ulur im o rum Martyrum.

Unius Confessoris.

Plurimorum Confess.

Virginum.

Vigilia de San Andrés, Santos Felipe y Santiago, San Menas (11 noviembre),
Santos Felicísimo y Agapito (6 agosto), San Silvestre (31 diciembre), Santos
Proceso y Martiniano (2 julio), Santa Águeda (5 febrero), Vigilia de un apóstol,
Santos Felipe y Santiago.

Martyris non Pontificis.

Plurimorum Martyrum (II)

Confessoris Pontificis (I).

Santos Proceso y Martiniano (2 julio).

Virginum (I).

Un procedimiento análogo se echa de ver en el antifonario romano con los textos


para el canto de la misa. Los de la vigilia de los apóstoles fueron tomados de la
primera misa de San Juan Evangelista; los del primer formulario, del Comm.
plurim. Martyrum (Intret in conspectu tuo), de la misa de los Santos Abdón y
Senen (30 de julio), cuya fiesta la consigna ya el calendario filocaliano; en
cambio, los textos del segundo formulario (Sapientiam sanctorum) son los de la
misa de los dos santos sabios médicos Cosme y Damián, redactada el año 526,
cuando el papa Félix IV les dedicó en Roma la basílica de su nombre. Los cantos
de la misa del Comm. unius Martyr. (In virtute tua) provienen de la de San
Valentín (14 de febrero); los de las dos misas Protexisti y Sancti tui, para el
tiempo pascual, se sacaron, respectivamente, de las de San Jorge (23 de abril) y
de los Santos Tiburcio y Valeriano (14 de abril). La misa Statuit, del Comm.
Coness. Pontificis, reproduce substancialmente los textos de la misa de San
Marcelo (16 de enero), el cual, no habiendo fallecido con muerte cruenta, recibió
primero culto de confesor, en el verdadero y antiguo significado de la palabra.
Las otras misas del común de confesores tomaron sus textos de diversas partes: la
misa Sacerdotes Dei (tui), de la del papa Silvestre (31 de diciembre); la misa In
medio, de doctores, de la de San Juan; la segunda Os iusti, de la de San Eusebio
(14 de agosto). Los textos de la misa del Commune Virginum (Dilexisti, Me
expectaverunt, Loquebar) provienen en gran parte de las misas de Santa Inés,
Santa Lucía, Santa Águeda, Santa Cecilia y de la segunda Vultum tuum, que, con
el gradual Diffusa estf el ofertorio Offerentur regí y la communio Quinqué
prudentes virgines, sirvió primeramente para las grandes solemnidades marianas,
para el Natale S. Marine (1 de enero), la Asunción (el Ipapante) y la
Anunciación, que más tarde tuvieron textos propios.

Naturalmente, no siempre estas adaptaciones de formularios fueron felices; es


preciso reconocer, por el contrario, que, en general, han contribuido a
empobrecer y quitar colorido a la liturgia, especialmente cuando, como en
muchos casos se hizo, fueron abandonados los textos propios de las fiestas de los
santos para asignar a éstos textos genéricos de uno común.

Las misas votivas.

Dícense votivas (odventitiae, peculiares) las misas cuyo formulario no presenta


un carácter de interés general, sino que mira a un fin (votum) particular o
privado, crdinariamente expreso al comienzo del formulario mismo, como pro
infirmo, pro serenitate temporis, pro iter jacientibus, etc. En los antiguos libros
rituales, lo mismo que en el misal romano, las misas votivas forman por lo
regular una sección aparte.

Las misas votivas más antiguas que recuerda la historia litúrgica fueron unas pro
defunctis, mencionadas ya por Tertuliano y San Cipriano. En el siglo IV
hallamos memoria de misas celebradas por motivos especiales, como en acción
de gracias por la liberación de una casa de la presencia diabólica; pero es bastante
dudoso que en tales casos se emplearan en la celebración del divino sacrificio
formularios especiales. De todas formas, éstos debieron surgir muy pronto. San
Gregorio de Tours (+ 593) da testimonio de haberlos compuesto él mismo y de
conocer otros, debidos a Sidonio Apolinar. En el 437 celebróse una misa pro
liberatione populi, en acción de gracias por la retirada de Genserico de Bazas
(Masatum). El leoniano nos ha conservado el formulario de dos misas
compuestas por San León Magno, respectivamente, en 452, dando gracias por la
liberación de Roma de las hordas de Atila, y en 455 para implorar el auxilio de
Dios contra la amenaza inminente de los vándalos de Genserico.

Por tanto, los primeros formularios de carácter votivo que conocemos, incluidos
algunos super defunctos, se encuentran en el leoniano; pero son todavía escasos
en número. El gelasiano, en cambio, con haber sido redactado mucho antes,
acusa ya en este campo un desarrollo extraordinario, reuniendo cerca de 60 misas
votivas de todo género, algunas de ellas con prefacio y Hanc igitur propios; entre
éstas son de particular interés las pro regibus y tempore belli, que demuestran el
carácter remano del sacramentarlo: Romani regni adesto principibus: propiíiare
Romanis rebus et regibus; Romani imperii del ende rec tores. El gregoriano en
sus diversas redacciones acogió la colección, seleccionándola. El fenómeno se
explica por la mentalidad religiosa de aquel tiempo, que consideraba que el valor
impetratorio de una misa ofrecida por un fin particular era mucho mayor del que
tiene la misa ordinaria del día.

He ahí por qué se observa que cualquier necesidad pública o privada, material o
espiritual, halló correspondencia en los formularios votivos. Y no bastaba una
misa en general; se multiplicaban los formularios para que hasta las
circunstancias más menudas del hecho tuvieran su expresión eucológica.

Muchas misas traen a colación todas las calamidades de aquellos tiempos: las
invasiones de los bárbaros, las dilapidaciones de los poderosos, las guerras
encarnizadas, la opresión de la Iglesia y de su patrimonio, las calamidades
públicas; de ahí las misas contra infestationem ty rannícam, contra invasores,
contra persecutores Ecclesiae, in contentione, contra hussitas, contra
pestem. Para implorar la protección divina contra las injusticias y abusos de toda
suerte estaba la misa contra indices iniquos, y en los monasterios de los siglos IX
a XI, la misa contra episcopos mole agentes, o simplemente contra malos
episcopos, que recuerda las controversias en torno a la jurisdicción eclesiástica y
los velámenes, no raros, que ciertos obispos, más soldados que obispos, el
ercieron sobre los monjes. Hasta incluso en los variadísimos "juicios de Dios," la
prueba iba siempre precedida de la misa votiva lustus es, Domine para
que iustitiae non dominetur iniquitas.

A más de estas misas votivas con fines particulares, el Medievo tuvo predilección
por otras en honor de aquellos santos que consideraba especializados para
obtener de Dics ciertas gracias temporales. Así, gozaron en todas partes de gran
crédito las misas de San Rafael y de los tres Reyes Magos, pro iimerantibus; la
de San Roque, contra pestem et languorem epidemias; la de San Liborio, contra
calculum; la del Beato Job, contra morbum gallicum, esto es, contra la sarna; la
de San Segismundo, rey de Borgoña, contra la fiebre; la de Santa Sofía, contra
las angustias y persecuciones; la de San Nicolás, en las estrecheces de la pobreza
y en los peligros de mar y tierra; la de San José, esposo de la Virgen, contra
injamiam malorum hominum, y otras dedicadas a varios santos juntos, como
la de Patriarchis, en honor de todos los patriarcas del Antiguo Testamento; S.
Michaelis et novem chorum angelorum, de quattuor Evangelistis, de viginti
quattuor Senioribus, o los veinticuatro ancianos vistos por San Juan.

Misa Pontifical, Cantada o Solemne y Rezada.

El sacrificio de la misa, según la mayor o menor solemnidad de las ceremonias


que le acompañan, recibe diversos nombres:

a) misa pontifical;
b) misa cantada o solemne;

c) mfsa privada o rezada.

Misa pontifical y concelebración.

Llámase pontifical la misa solemne oficiada por el obispo con la participación de


los dignatarios de su clero y ante la comunidad de sus fieles. Esto de ser un rito
comunitario, un acto corporativo, es su forma esencial; y tal fue la forma más
antigua, pues el obispo, en calidad de jefe jerárquico de una determinada
comunidad cristiana, celebraba la misa los domingos y días festivos rodeado de
los sacerdotes, diáconos y clero inferior con la participación de todo el pueblo.
Una nota característica de aquellas sinaxis litúrgicas, al par que expresión viva de
la unidad del cuerpo místico realizada en la eucaristía, era el hecho de que los
sacerdotes concelebraban con el obispo, es decir, concurrían corporativa y
eficazmente con él a la consagración de la eucaristía.

A esta concelebración sacramental real y verdadera hacen alusión probablemente


ya desde el siglo I, San Clemente Romano y San Ignacio de Antioquía. Puede ser
un ejemplo el pasaje referido por San Ireneo, según el cual San Policarpo, al
llegar a Roma por la cuestión de la Pascua, fue invitado por el papa Aniceto a
concelebrar con él. Algún tiempo después, si hemos de creer a lo que muy
confusamente narra el Líber pontificalis, el papa Ceferino (202-218) dispuso que
los ministros sostuvieran una patena de vidrio para que consagraran el pan a cada
uno de los sacerdotes participantes en el sumo sacrificio; todos, sin embargo,
debían consagrar un mismo cáliz. La Tracirifo, por la misma época (218), alude
claramente a una verdadera concelebración al decir que el obispo recién
consagrado, imponiendo las manos cum omni presbítero sobre la oblata,
pronuncia sobre ésta la solemne oración de la anáfora. La concelebración
eucarística del obispo con su presbiterio debió de ser al principio la regla
común; más tarde, con el aumento de los fieles, de los lugares de culto y de las
consiguientes exigencias pastorales, fue preciso limitarla a una reducida categoría
de sacerdotes menos ocupados y a ciertas solemnidades más importantes. En
Roma, a principios del siglo V, los veinticinco presbíteros adscritos a los títulos o
parroquias urbanas eran dispensados de concelebrar el domingo con el papa; quia
die ipsa, propjter plebem sibi creditam, nobiscum convertiré non
possunt, escribía el año 416 el papa Inocencio I. No obstante, a fin de
salvaguardar el principio de la unidad jerárquica, simbolizada por el rito
eucarístico, el papa mandaba a dichos sacerdotes, por medio de los acólitos,
el fermentum, una partecita del pan por él consagrado, ut se a nostra
communione, máxime illa die, non iudicent sepáralos. En tiempo de San
Gregorio, la concelebración estaba en todo su vigor, pues él mismo cuenta
haber invitado a concelebrar consigo mismo a unos legados
bizantinos: missarum solemnia mecum celebrareiecí.

La concelebración no fue exclusiva de la iglesia de Roma. En Oriente, los


documentos litúrgicos de los siglos IV y V la suponen con toda seguridad,
por más que no tuviera la forma rigurosamente sacramental de la
concelebración romana. En Nola, en el siglo V da fe de ella San Paulino. Más
tarde, el apéndice del I OR da a entender que se practicaba la concelebración
corrientemente en las iglesias occidentales: Episcopi, qui civitatibus praesident
ut summus Pontifex, ita omnia peragunt. Es muy interesante a este propósito un
marfil de la época carolingia que se conserva en Francfort; representa la escena
de la concelebración. Un arzobispo, revestido de casulla y palio, de cara al
pueblo y con las manos levantadas, está de pie junto al altar, sobre el cual se ven,
a los lados, el evangeliario y el sacramentarlo, y en el centro, un cáliz con dos
asas y una patena con tres oblatas. Delante del celebrante hay cinco sacerdotes de
pie, vestidos asimismo con casulla y con las manos alzadas, en ademán de recitar
juntamente con aquél las palabras del canon, cuyas primeras palabras Te igiiur...
haec dona aparecen escritas sobre las páginas abiertas del sacramentarlo. La
tradición de la concelebratio ha dejado huellas, a través de los tiempos, incluso
hasta nuestros días.

80. Los ritos de la misa pontifical actual son esencialmente los mismos de la
antigua misa papal, que describiremos en el capítulo siguiente, excepción hecha
de algunos detalles propios exclusivamente de esta última, como, por ejemplo, la
fracción desde la misma cátedra y otras pocas que han caído en desuso, como el
cortejo procesional del introito, conservado, no obstante, en la Missa
chrismalis del Jueves Santo. Todavía hoy el obispo cuando celebra de pontifical
tiene el honor de los siete cirios, saluda, al entrar en la iglesia, al Santísimo en la
capilla que lo conserva, besa al principio de la misa el libro de los Evangelios, es
asistido, en su alta función de sumo sacerdote, por una selecta representación de
su clero y preside, como en un tiempo, desde el trono la asamblea litúrgica en la
parte no estrictamente sacrifical. También la función del diácono en la misa
pontifical conserva el carácter distinguido y exclusivo que tenía el archidiácono
de la misa papal. El diácono sólo, y no el subdiácono, puede subir al altar con el
obispo en la misa pontifical.

La concepción eminentemente católica y unitaria que revelaba aquella misa del


obispo, concelebrada con su clero ante el pueblo fiel y que constituía el alma y el
vínculo de la parroquia episcopal, perdura todavía, con una realidad viva y
operante, en la llamada misa parroquial que el párroco celebra cada domingo y
día de fiesta pro populo, esto es, en unión y en provecho de los fieles a él
confiados, siendo ella expresión de la fe que a todos une y hogar de la parroquia
sacerdotal.

La misa parroquial no se diferencia de las otras misas en cuanto al ritual y al


formulario; únicamente difiere por la predicación, a la que el párroco está
obligado, y acaso también, bajo cierto aspecto, por las fórmulas de índole social y
colectiva, las cuales sólo hallan su verdadero sentido en los labios del párroco, en
cuanto jefe oficial de toda la familia parroquial, sed et cunctae familiae tuae, con
él reunida en torno del altar.

Esta solidaridad de la parroquia con la liturgia aparece en toda la tradición


cristiana, habiendo siempre constituido una de las bases de la organización
eclesiástica. En los primeros siglos, cuando la vida religiosa se concentraba
principalmente en la ciudad de la sede episcopal, todos los fieles debían asistir a
la misa del obispo. San Ignacio de Antioquía y San Justino lo declaran
expresamente desde el siglo II. Sin embargo, como fue preciso fundar iglesias
rurales a distancia notable de la iglesia madre, el obispo mandó a ellas sacerdotes
delegados suyos, provistos de los oportunos poderes, para que en su nombre
gobernasen las nuevas comunidades. Pero como el altar fue el lazo de unión entre
el obispo y los fieles de la parroquia episcopal urbana, también el altar siguió
vinculando al párroco con los fieles de la parroquia rural. Desde el siglo VI los
sínodos y concilios de todas las provincias eclesiásticas unánimemente exigen
con severas sanciones que todos los fieles asistan a las funciones litúrgicas, y
sobre todo a la misa dominical, en la propia parroquia. No se concebía de
otro modo entonces la vida cristiana. Y porque les monjes por una parte, con
sus iglesias monásticas, y los sacerdotes, por otra, con los oratorios privados,
eran ocasión de que se rompiera tal disciplina, con perjuicio de la unidad
litúrgica parroquial, vemos a los primeros amenazados con ser privados de toda
jurisdicción en la diócesis, y a los otros, con la excomunión.

Misa cantada y solemne.

La Missa cantata se refiere a aquella forma de misa que celebra no el obispo, con
la pompa oficial correspondiente, sino un simple sacerdote, en las iglesias
urbanas secundarias o en las rurales ante un público más bien reducido y con la
ayuda de algún clérigo. En un principio es de suponer que el celebrante contaría
con la asistencia de un diácono y de un lector para la lectura de la epístola y del
evangelio y los cantos ordinarios de la misa. El Ordo de San Pedro, en efecto (s.
VII), insiste a fin de que el sacerdote, bien sea que celebre in civitatibus vel in
vicis, swe dominicis seu cotidianis diebus... swe cum clero publice, vel etiam cum
duobus aut unum ministrum, vel etiam si singulus sacrificium Deo obtulerit, no
omita la antífona del introito y los demás cantos de la misa; sin embargo, aunque
parece extraño, nada dice con respecto al gradual y ofertorio.

La Missa cantata, poco más o menos en la forma indicada, fue el servicio


litúrgico dominical ordinario en las modestas iglesias rurales, las cuales ya
antes de la paz, pero especialmente a partir de los siglos IV y V, se multiplicaron
alrededor de la primitiva parroquia episcopal, circunscrita al ámbito de la ciudad.

San Cipriano en carta al clero de Cartago sanciona el decreto de excomunión que


éste había dado contra el sacerdote de Didda y su diácono por haberse negado a
seguir las normas establecidas relativas a los lapsi. Una inscripción hallada cerca
de Grottaferrata, ad decimum de la vía Latina, recuerda, como adscritos a esta
iglesia rural, un sacerdote, un diácono, un lector y un exorcista. Un concilio del
siglo VI desea que el domingo se reúnan en la iglesia rural, junto al párroco, el
diácono y los clérigos inferiores residentes en el distrito; naturalmente, para la
misa dominical. El Ordo de San Amando, hablando de la primera misa que un
nuevo sacerdote canta en la propia iglesia titular, dice que debe acompañar a éste
un sacerdote paranimphus, el cual durante la misa stat a latere ipsius et legit
evangelium in ambone. Todavía hoy la rúbrica del misal admite que para la misa
cantada baste la presencia de un lector que lea la epístola.

La missa cantata más tarde (después del s. XI) se llamó también missa


solemnis, porque, sobre todo en los monasterios, donde abundaba el clero, se
añadió al personal litúrgico un subdiácono, que entre tanto había cobrado mayor
importancia. La parte musical, después del impulso dado al canto por los
carolingios, tuvo también un esplendor mayor que antes.

Misa rezada.

Huelga advertir que con el término misa rezada o privada se pretende sólo poner


de relieve la forma ritual simple, sin canto, en contraposición a la solemnidad y
pompa de la misa pontifical o solemne, pues de por sí el santo sacrificio, de
cualquier manera que se celebre, reviste siempre un carácter intrínsecamente
público, prescindiendo del marco ceremonial con que lo adorne la Iglesia.

La misa privada, o, más exactamente, el Sacrificium, esto es, el puro rito


sacrifical, se remonta probablemente a los primeros siglos, si bien la simplicidad
del ritual primitivo parece que la distinguía muy poco de la misa pública, salvo
que la asistencia de fieles era menor y que faltaba toda la parte introductoria, la
cual era esencialmente una sinaxis pública totalmente distinta del Sacrificium.
Tertuliano, a la pregunta de cómo era posible celebrar el santo sacrificio durante
la persecución (dominica solemnia), responde: Sí colligere interdiu non potes,
habes noctem...; sit tibi et in tribus ecclesia; como si dijera: "Si de día no te es
posible celebrar los santos misterios ante la asamblea de todos los hermanos,
elige la noche; celebra privadamente la misa aun cuando no tengas contigo más
que a dos o tres de ellos." Algo semejante escribía Dionisio de Alejandría. San
Cipriano habla de las misas celebradas ante los confesores de la fe, detenidos en
las cárceles, por un solo sacerdote, asistido por un diácono. También las
misas pro dormitione celebradas en las sepulturas y en los aniversarios debían
de ser privadas, así como también las — frecuentes en el siglo IV — que se
decían in domiciliis, en los oratorios domésticos, para cuya disciplina
intervinieron los concilios de aquel tiempo. Sabemos asi mismo con certeza que
desde el siglo III se hallaba muy difundida la práctica de la celebración cotidiana
de la misa, en Roma sobre todo y en África, no sólo por parte de los obispos, sino
también de simples sacerdotes. Lo atestiguan San Cipriano, San Atanasio,
Optato de Mileto, San Jerónimo, San Ambrosio, San Juan Crisóstomo y San
Agustín. Podemos conjeturar que se trataba de misas privadas, aunque la escasez
de los datos históricos no permite excluir de tales liturgias diarias la
intervención de un lector o de un diácono, así como el canto del canon por el
celebrante y otros elementos de carácter publico.

Las misas privadas, en el sentido moderno de la palabra, comienzan a


generalizarse hacia el siglo VII. Lo indican los numerosos formularios de las
misas votivas contenidos en el gelasiano, y que reflejan otros tantos módulos de
misas privadas, celebradas ya para satisfacer la piedad personal de los sacerdotes
y monjes, ya para fomentar la piedad de los fieles, orientándola hacia sus
intenciones particulares. Añádase, además, la práctica, cada vez más frecuente en
las iglesias y monasterios, de decir la misa cada día e incluso varias veces al día;
la introducción de un honorario o limosna por la misa; los compromisos que se
estipulaban desde el siglo VIII entre los distintos monasterios para celebrar un
cierto número de misas a la muerte de un hermano en religión; las fundaciones de
misas por los difuntos, en la alta Edad Media. Este y otros factores contribuyeron
a difundir el uso de las misas privadas, dichas ya con la asistencia de un clérigo y
pocos o ningún oyente, ya también con la sola presencia del celebrante (misas
solitarias).

Esta última práctica se hallada muy difundida sobre todo en los monasterios,
hasta que a principios del siglo IX no pareció del todo regular, por el hecho de
que la ausencia absoluta de fieles parecía privar de sentido a las fórmulas
colectivas pronunciadas por el celebrante. Quomodo
dicet "Dominas vobiscumn — observa el concilio de Maguncia (813) — vel
"Sursum corda" admonebit habere... cum alius nemo cum eo sin." Este temor era
infundado, pues la misa siempre tiene un carácter público intrínseco por
disposición de la Iglesia; no obstante, la misa solitaria fue reprobada como un
abuso, prescribiéndose la presencia al menos de uno o dos ministros. Estos,
por tanto, no fueron considerados como substitutos del diácono y del subdiácono
en la misa solemne, sino como circumstantes, auditores, para dar a las fórmulas
un significado realista.

Divisiones de la Misa.

La división más antigua de la misa en su parte esencial y la que más


frecuentemente repiten los liturgistas medievales es la expuesta por San
Agustín: Sed eligo in his verbis hoc intelligere, quod omnis vel pene omnis
frequentat Ecclesia, ut Precationes (la oración de los fieles) accipiamus dictas,
quas facimus in celebratione Sacramentorum, antequam illud, uod est in mensa
Domini, incipiat benedici; Orationes (el canon), cum benedicitur et sanctificatur
et ad distribuendum comminuitur; quam totam petitionem ¡ere omnis ecclesia
dominica oratione concludit... Interpellationes autem, sive, ut üestri códices
habent, Postulaciones quní, cum populus benedicitur (bendición episcopal)...
Qutbus peractis et particípate tanto sacramento, Gratiarum Actio (la
postcomunio) cuneta concludit.

Los modernos, atendiendo al contenido de las dos partes que integran la misa, la
dividen en:

a) misa didáctica;

b) misa sacrifical,

Efectivamente, en la primera parte, la Iglesia tiende principalmente a instruir y en


la segunda celebra el santo sacrificio. Esta es la división que adoptamos en este
tomo.

En cambio, considerando la clase de personas ante las que se celebraba la misa,


se dividía ésta en:

a) misa de los catecúmenos;

b) misa de los fieles, ya que a la primera podían asistir también los no bautizados,


mientras que a la segunda, solamente los fieles.

Esta división de la misa se encuentra por primera vez en Ivon de Chartres (1117),
que escribe: Qui audiebat missam catechumenorum, subierfugiebat missam
sacrameniorum. También Durando adopta esta división: Missae officium in duas
principaliter dioiditur partes, videlicet in missam ca techumenorum et missam
fidelium. Todavía usan esta división muchos escritores modernos, si bien ya no
tiene sentido apenas, prestándose incluso a confusión, como si la misa de los
catecúmenos no formara parte de la misa de los fieles.

Al tratar de la misa, la mayor parte de los liturgistas siguen un


método analítico, es decir, explican cada una de las partes según el orden ritual
en que se presentan; otros, en cambio, siguen un orden de analogía de la materia,
tratando, por ejemplo, primero de las lecturas, luego de las oraciones,
ceremonias, etc. Esta división sistemática tiene un fundamento real en la
distinción de los antiguos libros litúrgicos, que quedaron después fundidos en el
misal que hoy conocemos; no obstante, nos parece menos a propósito para la
índole escolástica de nuestro manual. Así, pues, haremos este comentario a la
misa siguiendo paso a paso sus dos partes principales — didáctica y sacrifical —
según el tradicional método analítico.

2. Ceremonial de la Misa Pontifical Según los dos


"Ordines" más Antiguos.

El esquema de la eucaristía dominical trazado por San Justino quedó como


fundamento de los ordenamientos litúrgicos posteriores de todas las iglesias. Pero
entre los siglos III y V se introdujeron en él bastantes elementos nuevos, de
importancia secundaria, como la preparación de la oblata, la recitación de los
dípticos, la ceremonia preliminar (introito), la acción de gracias después de la
comunión, elementos que más que nada sirvieron para dar a la misa un atuendo
más solemne y decorativo, en armonía con las condiciones ambientales de paz y
prosperidad que entonces gozaba la Iglesia. En atención a la brevedad,
preferimos pasar por alto aquí el detalle histórico de estos elementos, del ándolo
para cuando hagamos el comentario a la misa actual.

Creemos, en cambio, oportuno, antes de iniciar este análisis históricolitúrgico,


hacer la descripción de la misa solemne, tal como la celebraba el papa durante los
siglos VII-VIII, según las rubricas de los dos Ordines romani más antiguos que
se conservan, y que son el I OR (n. 421) y el Capitulare ecclesiastici Ordinis. El
conocimiento de estas rúbricas ayuda poderosamente a esclarecer muchos puntos
de la misa actual.

El I OR, como ya dijimos, aunque en su forma actual haya sido redactado


después del papa Sergio (687-701), contiene partes bastante más antiguas, por lo
cual los mejores liturgistas no dudan en ver en él un Ordo missae compilado
conforme a una obra semejante de la época de San Gregorio Magno (+ 604),
retocado después aquí y allá y acaso rehecho.

El Capitulare, llamado también Ordo de San Pedro, compuesto alrededor del año


680 o a principio del siglo VIII refleja, poco más o menos, la época misma del I
OR, y, al igual que éste, contiene alguna disposición de un evidente arcaísmo. El
P. Silva Tarouca lo considera obra de Juan, archicantor de San Pedro de Roma,
enviado el 680 a Inglaterra por el papa Agatón.

Las Lecturas.

En la época del I OR ya había sido eliminada de la misa la lectura de las


profecías; quedaban sólo dos lecturas: la epístola y el evangelio.

A este punto, un subdiácono sube al ambón con el leccionario (Apostolus) y lee


un pasaje de la epístola ya determinado, sin que acompañe a la lectura ceremonia
ninguna especial. Se lee el texto en latín naturalmente; pero, si el papa alguna vez
lo disponía, a continuación otro subdiácono leía el texto griego. El I OR no hace
mención de este detalle; sin embargo, no cabe duda de que la antigua tradición
romana admitía en la misa de las grandes solemnidades, como la vigilia y fiesta
de Pascua, Navidad, Pentecostés, las dos lenguas mencionadas en el canto de la
epístola y del evangelio.

En el ambón, al subdiácono sucede el cantor solista, que debe ejecutar el salmo


responsorial (gradual) con participación de la schola. Este es el momento más
importante de la liturgia desde el punto de vista artístico, pues aquí los solistas
hacían gala de sus voces selectas y bien disciplinadas, deteniéndose en
los iubilus más complicados de la melodía, mientras toda la asamblea, clero y
fieles, escuchaban sentados y en silencio.

Sigue la lectura del evangelio, circundada de una serie de ceremonias honoríficas.


Hasta este momento, el evangeliario ha permanecido sobre el altar. La mesa
consagrada, que antiguamente no toleraba ningún objeto ni aun sagrado,
exceptuadas las oblatas, acoge el libro de los Evangelios, símbolo de Cristo. El
diácono designado para la lectura evangélica va a besar los pies del pontífice, que
lo bendice diciendo: Dominus sit in coree tuo et in labiis tuis; acto seguido se
dirige al altar, besa el evangeliario, lo toma en las manos y, acompañado por dos
acólitos con cirios encendidos y dos subdiáconos regionarios, que alimentan un
incensario llevado por un tercer subdiácono, avanza procesionalmente hacia el
ambón del evangelio. Al pie de la escaleta, uno de los subdiáconos le abre el
libro; el diácono pone el dedo sobre el trozo que ha de leerse y, en subiendo al
ambón, comienza la lectura.
Según el Ordo, no precede ninguna fórmula introductoria de saludo ni
incensación del libro. El gesto de homenaje al evangeliario consiste en el
incensario que lo acompaña siempre. Cuando el diácono ha terminado la lectura,
bala del ambón, pasa el libro a un subdiácono, y éste, sosteniéndolo, apoyado al
pecho, con las manos cubiertas por la planeia, lo da a besar al papa y a todos los
miembros del clero allí presentes por orden de dignidad; por fin lo mete dentro de
su capsa ut sigilletur. El papa saluda al diácono lector diciendo: Pax tibí.

El Ordo nada dice de la homilía, que ciertamente debía tener lugar en este


memento. San Gregorio solía predicar al pueblo en todas las estaciones litúrgicas;
las cuarenta homilías suyas que han llegado hasta nosotros contienen todavía la
indicación de la basílica en la que fueron pronunciadas.

La Presentación de las Ofrendas.

El ofertorio se abre con el saludo del papa: Dominus vobiscum, seguido de la


acostumbrada fórmula Oremus. Las oblaciones consistían en la ofrenda del pan y
del vino para la consagración y para la comunión de todos o de la mayor parte de
los asistentes. Cada cual llevaba su oblata de pan ácimo, hecha con una
pequeñísima cantidad de harina y aplastada en forma de corona. Esta era
únicamente la ofrenda del pueblo y del clero inferior; en cambio, los obispos, los
sacerdotes, los diáconos y los seglares más pudientes ofrecían, además, unas
ampollitas de vino llamadas amulae. El agua la ofrecían los cantores de
La schola.

Los diáconos comienzan la ceremonia preparando el altar. Dos de ellos levantan


el paño que lo cubre ordinariamente y extienden sobre la mesa el corporale, una
especie de mantel que cubre toda la superficie. El Ordo de San Pedro dice
exactamente diaconi interim altare vestiunt. El papa, asistido por el primero de
los notarios y el primero de los defensores, desciende entonces de la
cátedra, salutat altare, es decir, lo besa, y se dispone a recibirlas ofrendas de los
fieles. Primero las de los hombres, príncipes o dignatarios, que se hallan en un
recinto especial llamado senatorium. El vocablo era lo único que en el siglo VIII
quedaba del antiguo senado, pues en lugar de los senadores, desaparecidos en el
siglo VI sentábanse en el senatorium los miembros de la aristocracia romana.
Según que el pontífice va recibiendo las ofrendas de los dignatarios seglares, las
pasa al subdiácono regionario, que, a su vez, las entrega a otro subdiácono, el
cual las recoge en una sábana o mantel sostenido por dos acólitos. Del mismo
modo, el papa, pasando delante de la confesión, recibe la oblación de los
dignatarios eclesiásticos, y luego, en la parte opuesta al senatorium, la de las
matronas, nobilissimae matronae. Los frasquitos de vino los recoge el
archidiácono, el cual los pasa al diácono, y éste vierte el líquido en un cáliz
precioso y bastante capaz, que un subdiácono sostiene por las asas; cuando este
cáliz va llenándose, un subdiácono lo vacía echándolo a otro cáliz ministerial
(schyphus) llevado por un acólito. Las ofrendas del clero menor y pueblo no Las
recibe el papa, sino el obispo de turno aquella semana.

El rito de La presentación de las ofrendas no se desarrolla en silencio. Apenas el


papa desciende de la cátedra para iniciarlo, la señóla entona la antífona ad
offertorium, cuyo texto es generalmente un versículo de salmo adaptado a la
circunstancia, seguida de algunos versículos más del mismo salmo, intercalando
después de cada uno la antífona. El número de los versículos varía según el
mayor o menor tiempo que requiere la ceremonia del ofertorio. Cuando está para
acabar, el papa hace señas a la schola para que termine, inclinans se paululum ad
altare, respicit scholam, et an nuit ut sileant.

Terminada la ofrenda de los fieles, el papa vuelve a ocupar la cátedra y se lava


las manos, haciendo lo mismo el archidiácono al acabar de recoger las ofrendas.
Ahora es preciso seleccionarlas y disponerlas sobre la mesa. A una señal del
pontífice, el archidiácono se acerca al altar; los subdiáconos regionarios hiñe
inde le van pasando las obleas de los presentes y él las dispone sobre la
mesa, componit altare, teniendo cuenta de la cantidad que será necesaria para la
comunión. Hecho esto, vierte en el cáliz vacío puesto sobre el altar el vino de
la amula presentada por el pontífice como oblación suya personal y el contenido
de las amulae de los diáconos. El agua que ha de echarse al cáliz es la ofrecida
por La schola. El archiparafonista ofrece al archidiácono una botellita, parte de la
cual mezcla con el vino, trazando una cruz al tiempo de verterla.

Falta todavía la ofrenda del pan por parte del papa y del clero. En este momento,
el pontífice desciende de la cátedra y se acerca al altar, donde recibe las ofrendas
del sacerdote hebdomadario y de los diáconos, y en seguida también las propias,
en número de dos, que le presenta el archidiácono en una patena, y que él mismo
coloca sobre el altar. Nuestro Ordo no alude a otros gestos ni a oraciones de
ninguna clase; en cambio, el de San Pedro observa que el papa, después de haber
recibido la propia ofrenda, la levanta en sus manos y, con los ojos alzados al
cielo, dice en secreto una oración, orat ad Deum secrete. Después coloca la
ofrenda sobre el altar. El archidiácono acerca entonces el cáliz a la derecha de las
obleas del papa, teniendo cuidado de manejarlo envolviendo las dos asas en un
velo, cum offerturio, que luego del a en un extremo de la mesa sagrada.

El I OR no menciona aquí la oración secreta, de la cual hablan todos los


sacramentarlos, y con la que el celebrante hace oficialmente la presentación de la
oblata al Señor; ciertamente la supone. El Capitulare, en cambio, se refiere a ella
de modo explícito: Inclinato vultu in terram, dicit orationem super
oblationis (sic), ita ut nullus praeter Deum et ipsum audiat, nisi tantum "Per
omnia saecula saecuíorum."

Con esto acaba el largo rito del ofertorio; la schola ha cesado de cantar; todos
están de nuevo en su sitio. Los obispos y sacerdotes se hallan alrededor del papa,
que mira de frente al pueblo; detrás de él están los siete diáconos, alineados en
dos filas en ángulo agudo, disposita acre; los siete subdiáconos, por el contrario,
se colocan entre el pueblo y el altar, vueltos de cara al pontífice, retro altare,
aspicíentes ad pontificem; los acólitos con sus sacculi candidi están detrás de los
diáconos. Uno de ellos a la derecha del altar, con las manos envueltas en un paño
de lino que trae colgando de los hombros, y que está marcado con una hermosa
cruz de seda policroma, sostiene la patena papal estrechándola contra el pecho.

La Consagración.

La oración consagratoria se abre con el tradicional diálogo del prefacio, al que


responden los subdiáconos regionarios. A las palabras adorant
dominationes inclinan todos la cabeza. El prefacio termina con
el Sanctus, llamado "himno angélico" por el I OR, Mientras la schola ejecuta el
canto, todo el clero asistente se inclina profundamente, permaneciendo en esta
posición hasta el Nobis quoque peccatoribus. El papa, que también se ha
inclinado al Sanctus, terminado el canto, se yergue y empieza el canon, intrat in
cañonera; por tanto, él solo recita la gran plegaria. El Ordo de San Amando
parece, sin duda, ser testimonio de una liturgia más arcaica al prescribir que, en
determinadas fiestas de mayor solemnidad (Navidad, Epifanía, Sábado Santo,
Pascua, lunes de Pascua, Ascensión, Pentecostés), a cada uno de los obispos y
sacerdotes asistentes se le entreguen unos corporales y dos hostias para que las
consagren a la vez que el papa. Es un resto de la antigua concelebración
eucarística, lo mismo que la misa que todavía se celebra hoy con ocasión de la
consagración de los obispos.

El obispo recita el canon en silencio. En el Ordo de San Pedro, en cambio, esta


disciplina del silencio no es aún tan severa, ya que manda que se diga con una
modulación melódica de voz un poco más bala que la del prefacio, de simili voce
et melodía, ita ut a circumstantíbus altare tantum audiatur. Prosigue el canon
normalmente, sólo que la elevación de la hostia y del cáliz no tiene lugar hasta
el Per quem haec omnia. A estas palabras, el archidiácono, inclinado aún, se
incorpora y con el velo ofertorial toma el cáliz por las asas y lo mantiene elevado
delante del obispo hasta el final de la doxología. Entre tanto, el obispo, diciendo
las palabras per ipsum et cum ipso et in ípso..., toca el cáliz con las hostias de su
propia oblación, realizando así el rito de mostrar solemnemente al pueblo los dos
elementos del único sacrificio.
Viene a continuación el Pater noster, puesto por San Gregorio inmediatamente
después del canon y seguido del embolismo Libera nos... En cambio, la fracción
tradicional del pan sagrado, la fractio, no tiene lugar en seguida, sino que se
reserva para nacerlo después con mayor solemnidad.

3. El Ordinario de la Misa.
El Desarrollo Histórico del "Ordo Missae."

De cuanto llevamos dicho acerca de la misa, fácilmente podemos deducir cuáles


han sido las fases sucesivas del rito sagrado, fases que constituyen, por usar una
palabra técnica, el Ordo missae, el "ordinario de la misa."

El ordinario de la primera misa celebrada por Cristo, la Coena Dominica, se nos


presenta en su expresión más simple:

Traída del pan a la mesa;

Consagración del pan;

Fracción;

Comunión.

Mezcla del vino en la copa ritual;

Consagración del vino;

Comunión.

Son las tres fases esenciales, que permanecerán invariablemente a través de los
siglos, conforme al mandato del Maestro a los apóstoles: Hoc facite. En efecto,
todas las liturgias las han conservado intactas.

En San Justino y en las otras fuentes del siglo II, el Ordo missae incorpora a los
tres momentos fundamentales un nuevo elemento importante, aunque no
esencial, la parte didáctica (misa de los catecúmenos), que, unida con la parte
sacrifica propiamente dicha (misa de los fieles), forma un todo litúrgico
completo. He aquí el esquema:
Parte didáctica:

Lecturas; Homilía;

Oración en común; Ósculo de paz.

Parte sacrifical:

Presentación del pan y del vino sobre la m&sa;

Plegaria consecratona;

Fracción del pan;

Comunión;

Colecta para los pobres.

Durante este segundo período de su historia, el ordinario de la misa presenta aún


una trama esencialmente constructiva; los pocos elementos que lo componen
tienen una función orgánica de primer orden, y la tendrán también en lo sucesivo.

Entre los siglos IV y V, el advenimiento de la paz para la Iglesia y la


consiguiente reorganización del culto dan origen a una de las épocas más
productivas y brillantes de la historia litúrgica. La misa romana, por iniciativa
propia y por influjos orientales, introduce nuevos elementos en su Ordo, a saber:

a) la solemne presentación de las ofrendas por parte de los fieles, seguida de la
lectura del nombre de los oferentes (dípticos);

b) el canto de la primera parte de la plegaria consecratoria; canto que, alterando


parcialmente la línea tradicional de ésta, ha dado autonomía a un nuevo elemento
del Ordo, el prefacio;

c) los cantos que sirven de adorno al introito, al ofertorio y a la comunión;

d) las primeras fórmulas variables, en correspondencia con la fiesta o misterio


del día: collecta, oratio post evangelium, secreta, postcommunio, oratio super
populum,

Asimismo, al final del mismo período, dos de los antiguos elementos del Ordo
sufren un desplazamiento importante, pues la oración de los fieles (oratio
fidelium) viene anticipada al principio de la misa y la lista de los nombres a
recordar (dípticos) se inserta definitivamente en el canon.

Indudablemente, este conjunto de factores nuevos contribuyeron a dar a la misa


mayor variedad y, sobre todo, un marco ritual de brillantez innegable. El Ordo de
finales del siglo V no presenta únicamente líneas arquitectónicas, sino que
aparece como un magnífico edificio que permanecerá casi intacto a través de los
siglos sucesivos.

Para comprender, sin embargo, la íntima estructura de este edificio, es necesario


distinguir entre la parte ceremonial y la parte eucológica de la misa.

En este esquema se ve cómo, a partir del siglo VIII, el desarrollo eucológico del
ordinario se ha concentrado sobre todo en torno a tres momentos, o, como dice
Batiffol, en torno a tres zonas de la misa: la introducción, el ofertorio y la
comunión. Se encuentra, sí, en los sacramentarlos alguna que otra fórmula para
el Sanctus o el Memento, injertada, por tanto, en la gran oración eucarística, pero
son casos excepcionales. Por regla general, las oraciones añadidas al bloque de
las antiguas son un elemento adventicio, que ha respetado la integridad
substancial de la misa, situándose por eso allí donde comienzan y acaban sus dos
partes principales.

En cuanto al carácter de tales fórmulas, podemos decir que, en general, se


presentan como una especie de confesión o acusación que el sacerdote hace
delante de Dios para excusarse del atrevimiento de celebrar tan altos misterios, y,
por tanto, como una protesta de indignidad por causa de los propios pecados, que
genérica o específicamente se indican. De aquí el nombre propio
de apologías con que se designan estas oraciones, así como los genéricos
de excusatio ante altare, confessio peccatoris, indulgentia que se encuentran en
los libros litúrgicos. Algunas veces son atribuidas a algún santo: Oratio S.
Augustini, S. Ambrosii, S. Isidori, etc.

Las apologías, siendo expresión de los sentimientos personales que, justamente


por lo demás, animan al sacerdote en determinados momentos de la misa, se
dicen en singular, en voz baja, con la frente inclinada y las manos juntas, sin que
la asamblea atienda a ellas; se dirigen a Cristo o a la Santísima Trinidad, no
tienen una finalidad consistente en sí misma, sino que las más de las veces
tienden a comentar con una fórmula, un gesto o una ceremonia litúrgica, o a
entretener piadosamente al sacerdote durante el canto de la schola; elementos
todos que contrastan abiertamente con lo que era la costumbre litúrgica de la
Iglesia antigua. Desde el punto de vista literario, las apologías no tienen mucho
valor; son casi siempre un conglomerado de textos bíblicos o litúrgicos,
especialmente de colectas, adaptándolos para uso del sacerdote en forma de actos
de humildad o de contrición. Por esto se ve lo lejos que están de la originalidad y
conceptuosidad de las oraciones propias del antiguo Ordo missae leoniano y
gregoriano; en efecto, provienen en su mayor parte de la liturgia galicana. Sin
embargo, y como compensación, han aportado al ritual de Roma un verdadero
patrimonio de fórmulas, menos elevadas de pensamiento, pero ricas de
imaginación y sentimiento, que en su sencillez quizá eran más acomodadas a la
inteligencia y gusto del pueblo.

Todavía hoy las apologías conservan oficialmente su carácter privado. Mientras


el celebrante recita con los ministros las oraciones al pie del altar,
la schola prescinde totalmente de ellas, cantando el salmo del introito. Lo mismo
hace al ofertorio: ejecuta el propio canto independientemente de las apologías
que recita el sacerdote, mientras la asamblea permanece sentada, como muda
espectadora de la escena litúrgica.

El Origen del "Ordo Missae" Medieval.

Los diversos grupos de apologías que constituyen principalmente la aportación


medieval al ordinario de la misa han nacido en el clima de la misa privada.

La misa privada estuvo en uso en la Iglesia desde la más remota antigüedad.


Ya San Ignacio de Antioquía habla de eucaristías privadas. Eran entonces
casos esporádicos, que poco a poco, por la evolución natural del culto, fueron
multiplicándose, tanto que en el siglo IV hubo de intervenir la legislación
eclesiástica para reglamentar la celebración in domiciliis. Normalmente, en la
Iglesia antigua, los sacerdotes de la ciudad episcopal concelebraban en los días
festivos con el propio obispo, como hacían en Roma los obispos concelebrantes
con el papa. En las iglesias rurales, la misa era celebrada por el sacerdote titular,
con asistencia de un diácono, un lector y clérigos menores. En Oriente, ambos
sistemas se han mantenido hasta el presente, de suerte que no existe allí una
celebración eucarística privada del tipo de nuestra misa rezada.

Pero en Occidente (no en el Oriente), a partir del siglo VII, el uso de celebrar en


privado crece rápidamente. A ello contribuyeron, por una parte, los contratos
estipulados entre las grandes comunidades monásticas de ofrecer un determinado
número de misas en sufragio del alma de algún monje difunto (cesa que era muy
frecuente); por otra parte, el hecho de que se comenzara a dar un honorario por la
misa aplicada a una intención particular (misas votivas); y, por último, la práctica
de celebrar misa no ya cada día, sino varias veces al día, por pura devoción.
Este multiplicarse la celebración tuvo, como ya dijimos, consecuencias litúrgicas
importantes, porque obligó a simplificar en muchos puntos el ritual, por adaptarlo
a las modestas exigencias de una función privada; hizo además que poco a poco
fueran reuniéndose en un solo libro — llamado misal plenario — todos aquellos
textos que hasta entonces se contenían en diversos libros, reservados a los
diferentes ministros y al coro, obligando al celebrante a leerlos todos; pero sobre
todo fue ocasión y estímulo para que la piedad del sacerdote, no satisfecha con
las oraciones tradicionales, se tomara la libertad y el gusto de añadir otras nuevas,
todas privadas y personales, que son las apologías.

A este propósito hay que tener en cuenta la disciplina litúrgica de aquel tiempo,
que consentía el que, al margen de las líneas generales y. clásicas de la misa, se
agregaran textos varios a gusto del celebrante, según los tipos diversos que
corrían por las iglesias y los monasterios.

La Misa Didáctica.
1. El Introito.
Prenotandos.

La misa, atendiendo a su origen y estructura, puede dividirse en dos secciones.


La primera, derivación del antiguo servicio litúrgico que tenía lugar en los
proseucas, ha sido designada por los escritores modernos con el nombre de "misa
de los catecúmenos"; la segunda, institución original de Cristo, fue llamada "misa
de los fieles." Tal denominación, aunque se hizo bastante general, no tiene ya,
como dijimos, correspondencia en la realidad, razón por la cual hemos creído
oportuno adoptar una nomenclatura diversa, aunque no nueva, que refleja mejor
la índole y finalidad de cada una de las partes.

Llamamos a la primera parte misa didáctica porque, mediante las lecturas, que


constituyen su elemento principal, se propone, ante todo, instruir a los fieles; la
segunda parte es la misa sacrifical, porque se reduce substancialmente al acto del
sacrificio.

En la misa didáctica, de la que vamos a ocuparnos en seguida, Amalario (+ 850),


el liturgista más fecundo de la época carclingia, distingue dos partes:

1) El introito, que abarca la antífona ad introitum, el Kyrie, el Gloria in excelsis y


la colecta.
2) Las lecturas, tanto de la epístola como del evangelio, con los cantos
intermedios, a lo cual más tarde se añadió la recitación del símbolo niceno-
constantinopolitano.

Esta división responde no sólo a un criterio litúrgico, sino también


histórico; efectivamente, las dos partes se distinguen, porque tuvieron origen y
evolución independientes. La seguiremos aquí al tratar esta importante sección
introductoria de la misa.

La Preparación de la Misa.

La sublime dignidad del sacrificio cristiano, puesta ya de relieve por los consejos
del Apóstol a los de Corinto, sugirió en todos los tiempos a los ministros
sagrados el deber de prepararse convenientemente tanto corporal como
espiritualmente. Frangite panem — advertía ya la Didaché — et gratias agite,
postquam delicia vestra confessi estis, ut sit mundum sacrificium vestrum (14:1).

La preparación corporal comprende dos actos:

1) El lavatorio de las manos, que, si lo tenían por norma los antiguos antes de


orar, mucho más obligado debía ser antes de acercarse al altar del sacrificio.

Como acto ritual, el lavado de las manos se menciona en el siglo IX por el


sacramentarlo de Amiéns, y todavía hoy lo prescribe la rúbrica del misal. La
fórmula que sugiere: Da, Domine..., se encuentra por vez primera en un
sacramentarlo de Arras del siglo XI, pero durante la Edad Media era
frecuentemente substituida por el versículo del salmo 50, Amplias lava me,
Domine, ab iniquitate mea...

2) El atavío litúrgico, revistiéndose de los ornamentos y las insignias propias del


grado jerárquico de cada uno. Incluso cuando, antes del siglo VIII, las mismas
vestiduras de la vida civil servían también para el servicio litúrgico, era norma
común ponerse vestiduras especiales, no en cuanto a la forma, sino en cuanto a la
calidad. El I OR observa que antes de la misa, en el secretarium, todos, desde el
papa hasta los ministros, mutant vestimenta sua, y, acabado el rito, se vuelven a
poner los vestidos ordinarios.

La preparación espiritual inmediata, supuesto el estado de gracia, consiste:

a) En el rezo previo de maitines y laudes, que, como es sabido, constituyen el


tradicional oficio nocturno, antepuesto desde el siglo II a la celebración del santo
sacrificio. Hoy día solamente algunas órdenes religiosas conservan esta práctica;
pero, como ya demostramos en su lugar, durante toda la Edad Media también el
clero secular estaba obligado a la recitación previa de maitines y laudes. La
famosa Epístola synodica, atribuida a León IV (+ 855), y que en gran parte pasó
al pontifical romano, decía: Omni nocte, ad nocturnas horas surgite, et cursum
vestrum certis horis decántate. Era, pues, regular anteponer a la celebración el
rezo del oficio nocturno. Hacia los siglos XII-XIII, cuando por la tibieza de una
parte del clero empezó a decaer esta tradición, los obispos insistieron
enérgicamente en sus sínodos a fin de que los maitines y las laudes fueran
recitados de algún modo antes de la misa, llegando hasta amenazar con la
excomunión a los transgresores.

b) En la oración que ha de hacerse en el secretarium.

Una fórmula titulada Oratio ante missam hállase entre las obras de Ennodio de


Pavía (+ 521). El Ordo de Ratoldo de Corbie (s. X), sin dar fórmulas
determinadas, recomienda al obispo que se prepare in quodam oratorio...
libarnine orationis. Más tarde, los libros litúrgicos, como el V OR, y los
escritores ascéticos sugieren la recitación de los salmos penitenciales o de algún
otro salmo, como hace el Ordo del Micrólogo. Entre éstos se pone siempre el
salmo 42, ludica me, Deus, que antes de Pío V era recitado regularmente por el
sacerdote o en la sacristía o al tiempo de acercarse al altar; dum ingreditur ad
altare, dice un misal italiano del siglo XI.

La Salmodia del Introito.

El canto del introito (antiphona ad introitumf in Vitatorium) no es primitivo ni


muy antiguo. Sólo cuando a la religión cristiana se le reconoció el derecho de
vivir, la Iglesia pudo pensar en crearse un ritual en que tuvieran cabida elementos
de ornamentación, como es la salmodia que acompaña al celebrante cuando se
dirige al altar.

En África, y probablemente también en Milán, la salmodia introductoria de la


misa era desconocida al principio del siglo V. San Agustín, escribiendo hacia el
426 sobre una curación repentina acaecida en Hipona en la mañana de Pascua,
refiere que, habiendo él acudido al templo, a los gritos jubilosos del pueblo, dio
comienzo a la celebración de la misa con las lecturas sagradas: Procedimus ad
populum, plena erat ecclesia clamantium, gratulantiumque vocibus... Salutavi
populum... Pacto tándem silentio, Scripturarum divinarum sunt lecta
sollemnia. Ningún canto, pues, precedía a la lectura de la Sagrada Escritura, sino
sólo el saludo a la asamblea. Lo mismo parece decir San Ambrosio.
¿Sucedería otro tanto en Roma? Las opiniones son discordes. Una buena parte de
los liturgistas opinan que el salmo del introito se introdujo en la misa romana por
Celestino I (422-432), de quien escribe el Líber pontificalis: Hic... constituit ut
psalmi David CL ante sacrificium psalli (antephonatim ex ómnibus), quod ante
non jiebat, nisi tantum epistula B. Pauli recitabatur et sanctum Evangelium. De
este pasaje, no muy claro por cierto, parece poder deducirse que antes de las
lecturas había que cantar antifónicamente un salmo, nuestro introito; el cual de
hecho, al menos antiguamente, se tomaba siempre del Salterio de David. Morin,
por el contrario, cree que ya antes de Celestino I se cantaba, al principio de la
misa, una simple antífona sin salmo, algo parecido al Monogenes bizantino o
al Ingressa de Milán, ambos sin salmo. Celestino I había añadido el canto cíe
todo o de parte de un salmo para llenar el tiempo requerido por la entrada del
papa en el lugar santo, entrada que revestiría cada vez mayor pompa y
solemnidad. Se objeta que la Ingressa ambrosiana no es muy antigua y que la
liturgia latina más antigua no presenta otros ejemplos de cantos aislados
exclusivamente himnódicos o salmodícos. Contra esto está el hecho muy
significativo de que el introito de las misas más antiguas, las cuales existían ya
probablemente antes de Celestino I, consiste en un texto no salmódico, tomado
las más de las veces de la epístola de la misa.

Sea cual fuere el origen del introito, ciertamente desde que lo conocemos, o sea
poco después de la época gregoriana, es un canto esencialmente salmódico, de
tipo antifonal, cuya ejecucion correspondía no a los clérigos presentes, sino sólo
al coro de la Schola. Así se explica que las melodías del introito, si no alcanzan
la riqueza de los aleluyas y ofertorios, se mantienen siempre en una línea artística
muy digna. También la salmodia que se intercalaba era más galana que la de las
horas, y tal se conserva en nuestros días.

Según las normas del I OR, el introito se ejecutaba así: los cantores se colocaban
delante del altar en dos filas, con su respectivo director en cabeza y los niños en
medio. Apenas el prior scholae entonaba la antífona, el primer coro la ejecutaba
hasta el fin, repitiéndola el segundo coro enteramente. A continuación, el primer
coro canta el primer versículo del salmo, al que responde el segundo coro con la
repetición del ritornello antifonal, y así sucesivamente hasta agotar los versículos
del salmo, acabado el cual se añade la doxología y se termina repitiendo por
última vez la antífona. Si el obispo juzga oportuno interrumpir el canto antes de
acabado el salmo, annuit priori ut dicat "Gloria" ... et pontifex orat usque ad
repetitionem versus. Schola vero, finita antiphona, intonet "Kyríe."

Se comprende que fuera de Roma, en las modestas iglesias episcopales, así como
en los oratorios de los monasterios, en las parroquias y, en una palabra, allí donde
la accion sagrada no se iniciaba normalmente con la pompa del cortejo papal de
los siglos VII-VIII, bastaban uno o dos versículos de salmo para ocupar todo el
tiempo que empleaba el celebrante en llegar al altar. He ahí por qué ya, en los
manuscritos antiguos de los cantos de la misa, el salmo del introito está reducido
a un solo versículo, con el Gloria, como es el uso hoy vigente. Hállanse, sin
embargo, en la Edad Media restos de un introito más largo.
Las Consuetudines de Cluny, del siglo XI, prescriben que se cante el introito de
la misa solemne dominical repitiendo la mitad de la antífona después del
versículo del salmo y la antífona entera después de la doxología. Una práctica
semejante, según Durando, estaba vigente todavía en el siglo XIII en muchas
iglesias. De todas formas, el recuerdo del salmo primitivo ha quedado perpetuado
en el misal por la sigla Ps. (psalmus) puesta al comienzo del versículo, si bien no
se cante del salmo más que un solo versículo.

La inmensa mayoría de los textos del introito, salvo los de las fiestas más
antiguas, tomados de la epístola o del evangelio o de fuente ignorada (Epifanía),
traen su origen del Salterio. Esta fue siempre la norma de los compositores
litúrgicos. A este propósito es de notar que los compositores antiguos, al elegir
una antífona que coincidía con el principio de un salmo, tomaban los versículos
siguientes para versículos del introito; y, por el contrario, si la antífona
correspondía a versículos del cuerpo del salmo, tomaban para el introito los
versículos iniciales del mismo aun cuando no tuvieran relación especial con la
solemnidad del día. Además, los textos de introito que no proceden del Salterio
son casi siempre parecidos a algún versículo del salmo que ha servido para el
gradual, el ofertorio o la communio de la misma misa.

En cuanto al criterio de selección, es curioso observar cómo, por regla general, el


texto del introito no hace alusión nunca a la ceremonia de la entrada del
celebrante, sino más bien al concepto dominante de la fiesta o del tiempo
litúrgico en que se celebra. Bajo este aspecto, hay salmos que podríamos llamar
especializados; por ejemplo:

El "Kyrie Eleison."

La historia de la introducción del Kyrie en la misa romana, que había


permanecido en la obscuridad mucho tiempo, la han puesto en claro los estudies
de Bishop, Capelle, Callewaert.

Es un hecho admitido por todos los liturgistas que el Kyrie aparece primero en


Oriente, es decir, después de la mitad del siglo IV, en el curso litúrgico de
Antioquía y Jerusalén. De aquí pasó a Roma en el primer tercio del siglo V. En la
Urbe entonces la misa comenzaba con las lecturas, sin ningún formulario
eucológico preliminar. El introito era un canto reservado a la schola. En cambio,
a principios del siglo siguiente, en 529, el concilio de Vaison, presidido por San
Cesáreo, dispone que en la diócesis de Arles y en las diócesis vecinas de la
Provenza se introduzca el Kyrie, según el ejemplo de Roma y de otras iglesias
italianas, en las cuales dulcís et nimium salutaris consuetudo est intromissa
ut "Kyrie eeíson" frequentius cum grandi affectu et compunctione
dicatur. Sabemos también por la célebre carta de San Gregorio a Juan de
Siracusa (+ 598) que en Roma, en este tiempo, a la invocación del Kyrie se
añadían otras fórmulas, alia quae dici solent.

Hoy se admite unánimemente que este alia comprendía una letanía, la cual se


prestaba a la repetición del Kyrie, y debía de recitarse en Roma en la segunda
mitad del siglo V. ¿Es posible dar con la fórmula de esta letanía? Sí. Capelle ha
demostrado con buenos argumentos:

a) Que la fórmula en cuestión es una letanía titulada Deprecaíio quam Papa


Gelasius pro universali Ecclesia consütuit canendam..., y que consiste en una
larga plegaria de petición por todas las necesidades de la Iglesia y per sus órdenes
jerárquicos, oración que Alcuino inserta en sus Oficia per ferias;

b) que la Deprecatio fue compuesta para la iglesia de Roma en una época entre


el 466 y el 540 aproximadamente;

c) que el papa Gelasio (492-496), a quien alude el título, es muy probablemente


su autor, pues muestra en sus escritos una clara afinidad de vocablos y de estilo
con el formulario litánico mencionado;

d) que el papa compuso esta oración para ser cantada, es decir, ejecutada por un
diácono, de una parte, y por el pueblo, de otra, respondiendo Kyrie eleison.

Obsérvese cómo la adopción de un nuevo formulario litánico se compagina con la


reorganización de las preces impetratorias existentes en el canon, que, como
diremos en su lugar, fue con grande probabilidad obra del papa Gelasio. La misa
de los fieles contenía ya una gran oración de petición que decía el sacerdote,
la Oratio fidelium; pero, en realidad, ésta se había convertido en una repetición
de las primeras, que convenía eliminar trasladando la Oratio a la misa de los
catecúmenos, donde se echaba de menos. El papa Gelasio, movido acaso por
razones de orden práctico, prefirió abandonar el formulario tradicional latino y
crear otro nuevo con elementos sacados principalmente de la fraseología de las
letanías griegas, entre los cuales estaba la respuesta característica Kyríe eleison.

En confirmación de lo arriba expuesto, tenemos el hecho de que a partir del


pontificado de Félix II (483-492), antecesor inmediato del papa Gelasio, no se
halla ningún rastro o alusión a la Oratio fidelium. Un libro litúrgico que fue
escrito probablemente poco después del papa Gelasio, el Ordo Baptismi (el
séptimo de la serie de Mabillon), que refleja los usos anteriores a San Gregorio
Magno (+ 604), describiendo los ritos de la misa del primer escrutinio, hace notar
que después del evangelio sigue inmediatamente el ofertorio; de la Oratio
fidelium guarda absoluto silencio. Evidentemente, el papa Gelasio la había
borrado del Ordo missae.

La letanía gelasiana debía de cantarse aún en tiempo de San Gregorio. Como es


sabido, en la carta que dirigió a Juan de Siracusa responde a las críticas que se le
hacen por algunas de sus innovaciones litúrgicas, consideradas como una
concesión excesiva a los griegos; principalmente se alude al canto del Kyrie:
quia "Kyrie eleison" dici statuistis. He aquí cómo se defiende: "El Kyrie eleison
nosotros ni lo decimos ni lo hemos dicho como lo recitan los griegos, puesto que
éstos lo dicen todos a la vez, mientras que entre nosotros se recita otras tantas
veces también el Christe eleison, cosa que no hacen los griegos. En las misas
cotidianas, en fin, se omiten algunas cosas que se suelen recitar (en las
solemnes), diciéndose solamente Kyrie eleison y Christe eleison con el fin de
poder entretenernos un poco más tiempo en estas expresiones de súplica."

Se deduce claramente de estas palabras:

a) que San Gregorio no pretende hablar del simple Kyrie eleison, sino de una


fórmula que en su tiempo estaba unida al Kyrie; esto es, precisamente de
la Deprecatio gelasiana;

b) que esta fórmula estaba en uso en Roma no sólo cuando escribía, sino también
antes de él (dicimus... diximus);

c) que se cantaba a dos coros, clero y pueblo; en forma responsorial, a clericis


dicitur, a populo respondetur;

d) que, alternando con el Kyrie, totidem vicibus, se respondía también Christe


eleison. Esta nueva supplicatio, la había instituido San Gregorio? Así se afirma
comúnmente, y nada impide suponerlo. En este caso, él la habría tomado del
oficio benedictino, conocidísimo para él. Sin embargo, Callewaert tiene por más
probable que la práctica de alternar el Kyrie con el Christe eleison fuera anterior
a San Gregorio. En todo caso, éste pudo haber determinado y regulado la
alternación;

e) que, en las misas cotidianas, la fórmula litánica (alia quae dici solent) se
separaba del Kyrie y no se recitaba. Esta debió de ser la innovación gregoriana
más importante. En la nomenclatura de los libros litúrgicos antiguos, las misas
cotidianas eran las que en general no revestían solemnidad especial, incluyendo
entre ellas las de los domingos infra annum después de Epifanía y Pentecostés.
En estas misas, por tanto, la letanía gelasiana, es decir, los invitatorios
diaconales, se suprimían, razón por la cual la letanía quedo reducida a la simple
lepetición de les Kyrie y los Christe, lo que explica el rito de la misa actual.

Los clérigos de la schola, no teniendo ya que cantar las invocaciones anexas a


los Kyrie, se habrían asociado primero al canto del pueblo, para acabar
substituyéndolo. Así, el canto del Kyrie, que al principio era simple y silábico,
naturalmente se fue cargando de adornos melódicos sobre vocal, los cuales han
venido a ser la característica de nuestro Kyrie. Ya los Ordines, incluso los más
antiguos, como el de Juan Archicantor, atestiguan que el canto
del Kyrie es prolixus y que ya no se del a interpretarlo al pueblo. Los miembros
de la schola lo habían hecho suyo y lo cantaban a dos coros.

Las intenciones de San Gregorio no eran abolir la letanía gelasiana; pero


prácticamente ésta fue completamente abandonada. Los documentos del siglo VI
al IX no hablan ya de ella.

Por lo demás, el mismo Kyrie se suprimía también en las misas en que o durante


las cuales se cantaban las letanías de los santos, como en las procesiones
estacionales de los días de penitencia. Se daba comienzo al canto de la letanía
cuando la procesión había llegado a la puerta de la iglesia estacional, y, poco más
o menos, cuando la schola llegaba delante del altar, se acababa con un
triple Kyrie eleison. Les Ordines, que describen la ceremonia, tienen buen
cuidado de advertir que no se dice ni Kyrie ni Gloria en la misa que se celebra a
continuación. El XI OR, del canónigo Benedicto de San Pedro, explica además el
motivo: Quando efficitur collecia, ad missam non cantatur "Kyrie," quia
regionarius dixit in letanía.

Lo mismo se hacía en las misas de la vigilia pascual y vigilia de Pentecostés. El


cortel o de los neófitos con el papa se dirige desde el baptisterio a la iglesia al
canto de la letanía. Llegado el pontífice ante el altar, se inclina, y permanece así
inclinado hasta que termina el canto de los tres Kyrie que dan fin a la letanía. En
este momento sube al altar, lo besa y, ocupando el trono, entona el Gloria in
excelsis. Se han omitido el introito y el Kyrie en la misa. Es el orden que se sigue
hoy todavía, sólo que fueron introducidas, con poco acierto, las oraciones al pie
del altar y los nueve Kyrie y Christe en substitución de los tres Kyrie de la
antigua letanía.
La letanía, en las circunstancias arriba mencionadas, precede inmediatamente a la
misa; en otros casos, por ejemplo, en la misa de órdenes, se canta durante la misa
didáctica. El. sacramentarlo gelasiano (Vat. Reg. 316) nos ha conservado la
rúbrica antigua: Postquam antiphon. ad Introilum dixerint, data Oratione,
adnuntiat Pontifex los nombres de los ordenandos; luego, post modicum
interüallum, mox incipiunt omnes "Kyrie eleison" cura Letanía. Se trata
probablemente del "Kyrie" de la letanía, que suplanta en este caso
al Kyrie gelasiano de la misa. Pero varios Ordines más recientes, coleccionados
por Marténe, añaden novem vicibus. Es el Kyrie del ordinario de la misa, que
poco a poco va haciendo valer sus derechos e impondrá el orden actual; las
ceremonias de la ordenación comienzan solamente después del llamamiento a los
candidatos de las órdenes mayores.

La carta de San Gregorio no dice cuántas veces se alternaban las dos


invocaciones Kyrie y Christe; probablemente, el celebrante era el que daba orden
de acabar. Más tarde, incluso cuando ya el número de las súplicas había sido casi
fijado, el papa pedía alargarlo o acortarlo. El I OR observa que en la misa
pontifical el director de la schola está junto al papa ut ei annuat si vult matare
numzrum litaniae. Otro tanto hacían los obispos en su propia misa, como consta
por el V OR. El documento más antiguo que alude al número de nueve, hecho
después tradicional, es el Ordo de Juan Archicantor (s. VII), cuya rúbrica dice
así: Et sic incurvati (cantores) contra altare ad orieniem, adorant, dicentes
"Kyrie eleison" prolexe unusquisque chorus pre (per) novem vicibus.

Esta disposición novenaria, dividida en tres miembros ternarios, se atribuye


generalmente a consideraciones piadosas relacionadas con la Santísima Trinidad;
así al menos la han interpretado desde el siglo IX los alegoristas medievales.

El "Gloria in Excelsis Deo."

El texto de la gran doxología, denominada Gloria o himno angélico, lo


estudiamos ya en el tomo de la Introducción general; por tanto, aquí aludiremos
sólo a su historia en relación con la misa.

Esta insigne reliquia de la himnodia primitiva pasó a la misa del oficio matinal,
en el cual lo hallamos en Oriente a mediados del siglo IV y luego en
los cursus monásticos ibéricos y galicanos. Probablemente fue puesto en la misa
a continuación del Kyrie, la triple invocación trinitaria, por su carácter
doxológico de glorificación de la Santísima Trinidad.

El Líber pontificalis atribuye al papa Telesforo (+ 154) la introducción


del Gloria únicamente en la misa de la Nochebuena; noticia ciertamente
infundada, puesto que Roma en aquel tiempo no celebraba aún la fiesta litúrgica
de Navidad. La primera noticia segura a este propósito se encuentra en una
homilía de San León Magno (+ 461) pronunciada el día de Navidad, y en la cual
alude al canto del Gloria: apud dominicorum praesules gregum hodie evangelii
orandi forma praecondita est, ut nos quoque cum cqelestis militiae dicamus
exercitu "Gloria in excelsis Deo et in térra pax hominibus bonae Ooluntatis."
Este debía de ser, pues, el uso primitivo romano: recitar el Gloria solamente en
la fiesta de Navidad. En todo caso, la mencionada alusión del Líber
pontificalis podría insinuar que tal práctica se observaba en aquella misa
nocturna que ya a fines del siglo IV se celebraba en San Pedro como remate del
solemne oficio de vigilia. Otra referencia del Líber pontijicalis, y esta vez parece
auténtica, nos informa de que el papa Símaco (489-514) ordenó que el canto
del Gloria se extendiera a todos los domingos y fiestas de mártires. No da la
razón de esta medida; pero podemos creer que entre tanto el Gloria habríase
convertido en el canto solemne del día de Pascua también, por lo cual el papa
Símaco juzgó oportuno extenderlo a todos los demás domingos. Sin embargo, la
concesión tenía una limitación de personas, pues más tarde una rúbrica del
gregoriano reserva expresamente el Gloria para la sola misa episcopal de los días
arriba indicados, acaso porque los obispos eran comparados a los ángeles; a los
simples sacerdotes lo permite sólo en la fiesta de Pascua; en el siglo IX,
el Ordo de San Amando añade, además, el día de la primera misa.

El anhelo de paz con que se abre el Gloria ha hecho que alguna vez se escoga
como fórmula solemne de saludo litúrgico. Fue probablemente ésta la idea que
inspiró la rúbrica del I OR, según la cual el papa entona el Gloria vuelto al
pueblo, como el Pax vobis y demás fórmulas equivalentes; este uso desapareció
más tarde. Que el papa entonara el himno angélico, a diferencia del Kyríe, que
iniciaban otros a una señal suya, se explica porque el canto de la Gloria lo
ejecutaban no los cantores de la schola, sino los clérigos que rodeaban el altar. A
esto se debe el que las más antiguas melodías de la Gloria fueran simples
recitados silábicos, que más parecen una atildada declamación que un canto
propiamente dicho. Las melodías más adornadas son posteriores, propias de la
época en que la ejecuciondel Gloria había pasado a ser del dominio pleno de
la schola.

La Colecta.

Un problema sin resolver todavía es el del origen de la colecta. El término


"colecta," aplicado a la nomenclatura litúrgica desde el siglo III en las actas de los
mártires abitinios, y en el siglo IV por la Regula Pachomii, entro bastante tarde
en el uso romano (s. X). Pasó a él de la misa galicana, en la que aparece antes de
las lecturas en la forma de Collectío missae. En cambio, la fórmula es bastante
antigua, porque se halla en el leoniano puesta como la primera de las tres
oraciones clásicas de la misa. El leoniano, generalmente, no le da nombre alguno;
pero por el título de orationes que da a las colectas del oficio de la vigilia de
Pentecostés, podemos fundadamente conjeturar que en Roma el nombre
primitivo de la colecta era oratio. Así era también en el rito mozárabe.

La colecta, bajo el aspecto ritual, no tiene una finalidad específica como las otras
dos: la secreta, oración ofertorial, y la postcommunio, oración de acción de
gracias por la comunión. Por su contenido, la oratio es la fórmula que comenta la
misa del día; pero como elemento litúrgico es una fórmula conclusiva. Así como
la secreta concluye el ofertorio, enlazándolo con el canon, y
la postcommunio concluye la comunión, así la colecta concluye el introito, en el
sentido amplio de la palabra, o sea, la parte preliminar de la misa antes de las
lecturas. En cuanto a su antigüedad, podemos decir que existía al principio del
siglo V y en el mismo puesto que hoy ocupa, inmediatamente antes de las
lecturas. Un texto interesante de Uranio, discípulo de San Paulino de Nola, narra
que el santo obispo de Nápoles Juan I dirigióse a la iglesia en la mañana del
Sábado Santo, "ocupó el trono, saludó, como de costumbre, al pueblo y, después
de contestar éste al saludo, empezó la oración y, al terminarla,
expiró": orationern dedit et Collecta Oratione expiravit. Su muerte acaeció el 2
de abril del 432. De la costumbre de Nápoles, ¿podemos deducir la de Roma? La
respuesta afirmativa no nos parece improbable, pensando sobre todo en el
imponente conjunto de fórmulas que presenta el leoniano.

¿Cómo surgió la oratio? ¿Como fórmula autónoma o dependiente de alguna de


las fórmulas suyas ambientales? Es una cuestión casi insoluble; por eso no es
extraño que abunden las hipótesis más variadas.

Lina de las más comunes sentencias descubre en la oratio la conclusión de la


invocación litánica precedente, de la cual se presenta separada por la inclusión de
la Gloria, pero que tiene con aquélla relación directa. De hecho es una norma
litúrgica constante hacer seguir a la letanía una serie de oraciones que resumen
las diversas peticiones dirigidas a Dícs. Para que esta hipótesis probara
efectivamente, debería demostrarse que a principios del siglo V existía ya una
letanía al comienzo de la misa, cosa que no consta en manera alguna, como
aparece a través del mismo texto de Uranio. Además, el contenido teológico o
festivo de gran parte de las orationes leonianas se revela muy poco concorde con
el tono suplicante de las invocaciones litánicas.

Según otra opinión, no menos común que la anterior, la oratio no es más que la
fórmula recitada por el obispo en el momento en que los fieles, acabada la
reunión en la iglesia anteriormente fijada como lugar de cita, se ponían en
movimiento hacia la iglesia estacional; se llamaba dicha oración Oratio ad
couectam (de colligere). La cual, trasladada luego a la misa, tomó, sin más, el
nombre de colecta. Esta opinión, en sí bastante natural, no tiene en cuenta el
hecho de que el sistema estacional romano fue organizado apenas en la segunda
mitad del siglo V, bajo el papa Hilario (+ 468), y en realidad no alcanzó
verdadero esplendor hasta San Gregorio Magno y en los dos siglos sucesivos.

Una tercera hipótesis considera la oratio como en dependencia de las lecturas,


según la antigua costumbre romana, todavía vigente en el Miércoles y Viernes
Santos y en las misas de vigilia del Sábado Santo y sábados de témporas, de
concluir cada lectura con un canto y una oración. En una reorganización de la
liturgia romana que debió tener lugar en la segunda mitad del siglo IV, el canto
interleccional quedó en su lugar, mientras que la oración fue anticipada y
colocada después del saludo. Esta hipótesis podría dar una explicación suficiente,
aunque no completa, de la variabilidad de las colectas del
llamado embolismo, desconocido en las liturgias orientales, que tienen siempre
formularios fijos para la misa. Debiendo las colectas intercalarse entre las
lecturas, necesariamente variables, asumieron también el mismo carácter vario.
La variedad de las demás oraciones — secreta y postcommunio — se explicaría
fácilmente por el mismo deseo de acomodación.

Falta por examinar una hipótesis posible, y acaso la mejor: que la oratio haya
sido instituida como fórmula autónoma, independientemente de los demás
elementos, y sólo en función del calendario. Cuando se quiso dar al formulario de
la misa, en lo demás siempre idéntico, un colorido a tono con la fiesta del día, se
crearon dos oraciones: la oratio, todavía hoy existente antes de las lecturas, y la
otra oratio antes del ofertorio, que quedó acoplada a la precedente en el
gelasiano más antiguo y que luego desapareció de los libros litúrgicos, dejando
como recuerdo el Oremus, aún existente. La parte didáctica de la misa venía así a
estar encuadrada entre dos oraciones de sentido uniforme, de las cuales una
servía de preludio y otra de conclusión, ¿Cuándo fueron instituidas? Casi
seguramente durante la primera mitad del siglo V, época de las grandes
innovaciones litúrgicas.

El I OR, en efecto, describiendo el comienzo de la misa del Jueves Santo, día en


que no se recitaba la letanía estacional, alude sólo al introito y a la oraízo,
silenciando naturalmente el Gloria y el Kyrie, introducidos al finalizar el siglo
V. La segunda oratio fue probablemente suprimida por el cercenamiento
litúrgico de San Gregorio Magno, pues no hay rastro de ella en su sacramentario.

En el leoniano, la oratio es casi siempre una. A veces, sin embargo, como sucede
normalmente en el gelasiano y sus congéneres del siglo VIII, se encuentran dos,
de contenido semejante. No se ha dado todavía con la explicación de esta
anomalía; quizás eran fórmulas de recambio para que el celebrante eligiera.
Wilmart, como ya dijimos, conjetura que la segunda oración es la antigua oratio
post evangelium, del tipo de la que todavía está vigente en Milán, y que en un
tiempo debía recitarse también en Roma, en el momento en que los diáconos
extendían el corporal sobre la mesa, es decir, preparaban el altar para el
sacrificio.

De todas formas, la unidad de la colecta se impuso. El gregoriano no trae más


que una sola, y el I OR lo confirma; tal fue la práctica constante de la iglesia
romana hasta más acá del año 1000 aun cuando alguna fiesta de santo cayese en
domingo. Lo asevera expresamente Amalario, y luego el autor del Micrólogo, el
cual insiste expresamente en ello todavía a fines del siglo XI. "Así como hay una
sola misa — escribe —, un introito, una lección, un evangelio, un oficio, así
también debe haber una sola oradon." Sin embargo, en otras partes se decían dos
y tres oraciones, como afirma también Amalario, especialmente al otro lado de
los Alpes, ya para no dejar sin conmemorar expresamente alguna fiesta que
coincidía, ya para manifestar a Dios alguna necesidad especial, iuxta affectum
uniuscuiusque animi. En realidad, el motivo era que la mentalidad eucológica
había cambiado. La sobriedad de los formularios romanos pareció pobreza y
miseria a aquellos que fuera de Roma estaban acostumbrados a la exuberancia de
los formularios galicanos y mozárabes. La única oración romana, tan breve y
concisa, no satisfacía, y se creó la cadena de oraciones no sólo para la misa, sino
incluso para otras funciones litúrgicas. La manía de las colectas hizo que su
número subiera hasta tres, cinco, seis y siete, pero siempre en número impar,
porque, se decía, esto es más grato a Dios: numero Deus impari gaudet. La
costumbre acabó por imponerse en la misma Roma en el siglo XII; pero Gregorio
X (127-176) dispuso que por lo menos la misa papal siguiese la antigua tradición
unitaria. Aun hoy día, las rúbricas del misal admiten en determinados días el
número máximo de siete colectas, o al menos un número impar de ellas.

El grupo clásico de las colectas de la misa hállase en los tres antiguos


sacramentarlos romanos, y sobre todo en los dos primeros, el leoniano y el
gelasiano. No sabemos quién las compuso. Para muchas de ellas es preciso
remontarse al origen mismo de la liturgia local de Roma, cuando comenzaron a
introducirse en el ordinario de la misa, hasta entonces intacto, las primeras
fórmulas embolisticas con ocasión de las festividades más importantes del año
eclesiástico o en las fiestas de los mártires. Fue ésta, sin duda, una innovación de
enorme trascendencia histórica. Resulta difícil, o, mejor, imposible, determinar si
la iniciativa nació en Roma o si fue importada de la Italia meridional. Otro grupo
de oraciones se atribuyen con probabilidad a los tres pontífices que se
distinguieron por su actividad litúrgica: San Dámaso, San León Magno y San
Gelasio. Buchwald atribuye en particular a San Dámaso las oraciones de las
misas de mártires, las cuales, según él, forman el primer núcleo del leoniano. San
León muestra en sus sermones una sorprendente afinidad de conceptos y de estilo
con las colectas. De San Gelasio escribe el Líber pontificalis que jecit etiam et
sacramentorum prqefaiiones et Orationes cauto sermone; pero es prácticamente
imposible distinguir sus composiciones. Como quiera que sea, todas aquellas
fórmulas, salvo pocas excepciones, llevan en la selección y concisión de sus
términos la altura y profundidad de sus ideas teológicas y ascéticas y la
admirable armonía del cursas, el sello inconfundible del genio romano.
Agreguemos con Fortescue que, si nada hay más romano que aquellas fórmulas,
nada hay tampoco menos romano que otras muchas llegadas, de los países
transalpinos en la bala Edad Media o bien compiladas en tiempos más próximos
a nosotros.

La colecta va precedida de un saludo a la asamblea, Dominas vobiscum o


Pax vobis, según que celebre un sacerdote o un obispo, y de una invitación a
orar, Oremus. De un saludo introductorio a la sinaxis de parte del celebrante,
hallamos en la Iglesia testimonio tan universal, que puede considerarse como una
tradición apostólica, según afirmaba el II concilio de Braga, en el 536. En efecto,
aluden a ello, ya en el siglo V, Uranio por Nápoles y Roma, San Agustín por
África, San Juan Crisóstomo por Constantinopla, Teodoreto por Siria y San
Cirilo porAlejandría. Podemos, finalmente, preguntar si esta fórmula de saludo
no será independiente y primitiva, en lugar de estar relacionada, como sostienen
muchos, con la oración o las lecturas; de hecho, la colecta se añadió ciertamente
más tarde.

La fórmula del saludo litúrgico se encuentra substancialmente igual en toda la


Iglesia, porque en último término se reduce a la que el mismo Jesús dirigió
repetidas veces a los apóstoles: Pax vobis. En Constantinopla se decía: Pax cum
ómnibus nobis; en Alejandría: Dominus cum ómnibus vobis. En África, como en
Roma, encontramos lo mismo Pax vobis que Dominus vobiscum; ambas
fórmulas las usaban indiferentemente San Optato y San Agustín, y ambas se
encuentran en los más antiguos documentos litúrgicos romanes. Entre las dos, sin
embargo, la precedencia corresponde al Dominus vobiscum, que está al principio
de la anáfora de la Traditio (220).

Pero cuando más tarde se introdujo en la misa el Gloria in excelsis..., la frase


inicial pax horninibus sugirió muy pronto La idea de una diferenciación en el
saludo. Los obispos, que eran los únicos que podían cantar el himno angélico,
agregaban después Pax vobis, pues sonaba y se compaginaba mejor. No obstante
una cierta fluctuación de la disciplina que reinaba aún en el 827, cuando
Amalario estuvo en Roma, poco a poco fue introduciéndose la práctica hasta que
León VII la promulgó para los obispos de la Calía y de Alemania. Desde
entonces, la norma mantenida en la Iglesia ha sido que in dominicis diebus et in
praecipuis festivitatibus atque sanctorum natalitiis, "Gloria in excelsis
Deo" et "Fax vobis" pronuntiamus; in diebus vero Quadragesimae et in quattuor
temporibus et in reliquis ieiuniorum diebus, "Dominus vobiscum," tantummodo
dicimus. La regla no varió cuando los sacerdotes alcanzaron la facultad de cantar
la Gloria. Inocencio III hace notar que el Pav vobis ha quedado justamente
reservado a los obispos, "porque son ¡os vicarios de Cristo." La respuesta de la
asamblea al saludo del celebrante fue idéntica en todas partes: Et cum spiritu
tuo; semitismo bíblico, que quiere decir Y contigo.

El sacerdote antes de la colecta invita a los fieles a orar, diciendo: Oremus. Así lo


prescribía ya el I OR. Sin embargo, el estilo romano, eminentemente práctico y
concreto, no era el de dirigir una invitación tan genérica. Roma acostumbraba a
especificar las intenciones por las cuales invitaba a orar, como se ve en los
invitatorios que preceden a las Orationes solemnes del Viernes Santo: Oremus,
dilectissimi nobis, pro Ecclesia sancta Dei... ut; Oremus... pro catechuments
nostris... ut. El Oremus actual supone, pues, una fórmula más amplia a la que
estaba unido y que desapareció. El texto arriba citado de Uranio parece
confirmarlo. El obispo Juan, llegado a la iglesia y habiendo saludado al
pueblo, orationem dedit, propuso el tema de la oración, et collecta oratione; es
decir, concluida la fórmula eucológica, expiró. Por lo demás, el I OR (recens
tardiva) conserva aún en el siglo VIII los elementos esenciales de esa invitación
ampliada. En la rúbrica de la misa papal del miércoles de Ceniza, en Santa
Sabina, dice que, después de la antífona ad introitum, Pontifex ascendit ad
sedem, dicit "Oremus." Diaconus "Flectamus genua" et "Lévate" Deinde, post
orationem sequitur lectio... Se ve por esto que, andando el tiempo, no se creyó
oportuno conservar el procedimiento antiguo, que hacía la oración demasiado
prolija, y no era tampoco necesario, pues en rigor bastaba la oración del
celebrante. No es extraño, pues, que la Iglesia más tarde haya conservado
únicamente la invitación y la fórmula eucológica subsiguiente del sacerdote.

2. Las Lecturas.
Las Lecturas en la Iglesia Antigua.

La lectura de los libros sagrados del Antiguo y Nuevo Testamento, que se


remonta, como dijimos, a los orígenes mismos de la Iglesia, ha impreso a la parte
introductiva de la misa un carácter marcadamente didáctico. En los primeros
tiempos hubo lecturas incluso de libros no canónicos; pero fueron esporádicas u
ocasionales, destinadas, por tanto, a desaparecer. Solamente en África y en las
Galias se conservó durante mucho tiempo la recitación de las actas de los
mártires, que actualmente sólo rara vez se leen en el rito ambrosiano.

Todas las liturgias, comenzando por la romana, de la que da testimonio San


Justino, comprenden varias lecturas durante la misa; generalmente son tres, pero
algunas tienen cuatro y hasta cinco, tomadas de un mismo libro o de distintos.
Orígenes (+ 254), por ejemplo, alude en una homilía a varias
lecciones, escogidas del mismo libro I de los Reyes: "-Os han sido leídos
diversos pasajes, que se pueden dividir en dos partes... Hemos oído leer lo que se
refiere a Nabal del Carmelo y su conducta para con David (c. 25); luego la
historia de David, que se esconde en el desierto de Zib (c. 26); en tercer lugar, la
narración de la huida de David a casa de Achis, rey de Geth (c. 27); finalmente,
el célebre episodio de la mujer ventrílocua, que evoca la sombra de Samuel (c.
28). Comentar los cuatro hechos sería tema demasiado vasto aun para los que
están acostumbrados a la meditación de las Escrituras y requeriría no poco
tiempo. Ruego, por tanto, al obispo que se digne indicarme el pasaje sobre el que
desea entretenga vuestra atención. — Está bien, responde el obispo; explica el
episodio de la mujer ventrílocua." Las Constituciones apostólicas que reflejan la
práctica de Antioquia a fines del siglo IV, aluden a cinco lecturas: "Después de la
lectura de la ley, de los profetas, de nuestras cartas, de los Hechos y de los
Evangelios, el obispo saludará a la asamblea." Este número se mantuvo después
en las iglesias de Siria y de Abisinia. La liturgia bizantina, en cambio, por lo
que podemos deducir del Crisóstomo, admitió solamente tres lecturas,
uniformándose en esto con la práctica vigente en todas las iglesias de Occidente.
Tal era, en efecto, en la Iglesia de África, según nos lo atestigua, aunque con
alguna oscilación, San Agustín; en la de España, según el Líber Comicus de
Toledo; en la Galia, según el leccionario de Luxeuil; en la de Milán, según San
Ambrosio, y en la de Roma. Esta disciplina común hace suponer la existencia de
una antigua tradición bastante uniforme, que acostumbraba a manel ar tres clases
de libros: libros del Antiguo Testamento, libros del Nuevo Testamento y
Evangelios. Los Evangelios tuvieron siempre y en todo lugar el puesto de
honor.

Que la iglesia de Roma siguiera al principio la costumbre de las tres lecturas, se


deduce con gran probabilidad del fragmento muratoriano. A propósito
del Pastor de Hermas, dice el fragmento que puede, sí, leerse
privadamente, pero no en la iglesia, ni entre las lecturas proféticas, ni entre
las apostólicas: publican vero ñeque ínter prophetas completos numero, ñeque
ínter apostólos in finem temporum poíesf. Las tres lecturas se mantuvieron en
Roma hasta la época gregoriana o poco más tarde; sin embargo, desde mediados
del siglo V existió la tendencia a reducir a dos (Antiguo Testamento y
Evangelios) las lecturas en los días de feria y también en algún día festivo. Los
leccionarios gregorianos, de los cuales el de Wurzburgo representa el tipo más
antiguo y completo, traen generalmente en las solemnidades y fiestas de los
santos y en algunas ferias privilegiadas, además del pasaje evangélico, una
lección profética y otra de las epístolas apostólicas, la cual en los días festivos se
substituye por una lección de los Hechos. Normalmente, en las misas feriales
falta la lección apostólica, mientras que en las festivas la profética va relegada a
segundo término o puesta en un capitulum separado, señal de que no era de uso
ordinario. Entre los siglos VIII y el IX, la lección profética decae paulatinamente,
hasta desaparecer por completo, salvo raras excepciones, como la misa de la
vigilia y fiesta de Navidad.

En cuanto a las misas con tres o seis lecciones, que todavía se encuentran en el
misal, conviene observar cómo la primera de las tres lecturas recitadas los
miércoles de témporas de las dos semanas mediana y mayor, así como las cinco
primeras que se leen los sábados de témporas, no forman parte en realidad de la
misa, ya que son un residuo del antiquísimo oficio vigiliar de doce lecciones que
regularmente precedía a esas misas. Tales lecturas se distinguen efectivamente de
las de la misa en que admiten el plectamus genua antes de cada oración, mientras
que la línea divisoria entre los dos ritos es el Dominus vobiscum con que,
respectivamente, después de la primera y quinta lección se da principio a la misa
propiamente dicha.

No nos consta a quién se debe ni por qué razón la supresión de la tercera lectura
(profética o apostólica, según los casos); quizás la iniciativa partió de
Ccnstantinopla. De todos modos, en Roma no desapareció en seguida absoluta y
radicalmente. Podemos creer por varios indicios, entre otros la reducción a seis
de las doce lecciones en ios sábados de témporas, que San Gregorio Magno, en la
reorganización litúrgica por él promovida, contribuiría no poco a esta
supresión, a fin de poder disponer de más tiempo para explicar el evangelio
al pueblo.

Las lecturas de la misa, por regla general, se tomaron siempre de los libros de
la Escritura. Lo afirma categóricamente San Agustín centra la disciplina
relajada de los herejes en este punto: Vos ípsi prius nolite in scandalum miftere
ecclesiam, legendo in populis scripturas quas canon ecclesiasticus non
recepit. Con todo, desde el siglo II tenemos noticia de lecturas de otro género,
hechas circunstancialmente, porque interesaban a la comunidad de los fieles,
como sucede hoy todavía cuando es preciso notificar instrucciones o pastorales
de los obispos o del papa. Entre estas lecturas extracanónicas figuran en primer
término las actas de los mártires (las pasiones de los mártires), leídas en la misa
el día aniversario de su martirio y escuchadas por el pueblo con gran devoción.
Así se hacía en África en tiempos de San Agustín, quien alude a ello
repetidamente: Audivimus viros fortiter agentes (mártires escilitanos); Modo
legebatur passio beati Cypriani. A esta antigua costumbre litúrgica debemos el
que la provincia africana nos haya conservado las Acta marturum más puras y
abundantes. En Roma, en cambio, tales pasiones no se leían, porque, como más
tarde observaba el papa Gelasio, eran consideradas de escasa autenticidad y
dudosa edificación: Secundum antiquam. consuetudinem singulari cautela in
Sancta Romana Ecclesia non leguntur, quia et eorum, qui conscripsere, nomina
penitus ignorantur, et ab infidelibus seu idiotis superfina aut minus apta quam
reí ordo fuerit, scripta esse putantur. No cabe duda que la cosa era así; y de
mucho tiempo atrás. En Roma, más que en ninguna otra parte, la destrucción de
los archivos eclesiásticos decretada por Diocleciano debió de ser radical. A falta,
pues, de actas auténticas, era prudente desconfiar de ciertas reconstrucciones
tardías. Pero muy bien pudo suceder que alguna iglesia constituyera excepción,
como era el caso de la de la Galia y Milán.

Antiguo Ordenamiento de las Lecturas.

La norma primitiva que universalmente se siguió en la Iglesia fue la de leer los


domingos y ferias, por trozos a voluntad del obispo, los libros del canon
escriturístico, ex ordine, sin interrupción. Era ésta la llamada lectio continua, que
se hacía no de un libro especial, sino del mismo códice sagrado. San Agustín lo
dice expresamente: Quae, cum dicerem, codicem etiam accepi, et recitaüi totum
illum locum...; tune reddito Exodi códice... La lectio continua perduró mucho
tiempo en la liturgia; en algunas iglesias, como, por ejemplo, en África, hasta
pasado el siglo IV.

Hallamos todavía vestigios de la antigua lectio continua romana. Analizando la


lista más antigua de las lecturas evangélicas (el tipo II de Klauser) asignadas al
tiempo después de la Epifanía, y tomadas de los sinópticos, si se disponen los
distintos pasajes en el orden en que los presenta el evangeliario, salta a la vista de
modo evidente la lectio continua.

En los Padres de los siglos III y IV hallarnos noticia explícita de lecturas


particulares propias de algunos tiempos del año. San Basilio, San Juan
Crisóstomo, San Ambrosio y San Agustín atestiguan que se leía el Génesis
durante la Cuaresma: De moralibus — decía San Ambrosio a los recién
bautizados — quotidianum sermonem habuimus, cum vel Patriarcharum gesta,
vel Proverbiorum legerentur praecepta. En los días de la semana mayor, que
preparaba a la Pascua (Viernes Santo), en Milán, Constantinopla y Alejandría se
daba lectura a los libros de Jonas y de Job: "En las asambleas de los fieles —
escribe Orígenes — se lee, en los días de ayuno y abstinencia, la narración de los
sufrimientos de Job; en tales días, aquellos que hacen penitencia participan en la
pasión del Salvador para merecer alcanzar su resurrección gloriosa." En el día de
Pascua, evidentemente, no se podía menos de leer el relato de la resurrección;
más aún: en África, según refiere San Agustín, se leía sucesivamente el texto
de los cuatro evangelistas: Lectiones evangelicae de D. N. I. C. resurrectione
solemniter ex ordine recitantur. En el período que va de Pascua a Pentecostés
era costumbre general leer los Hechos de los Apóstoles. Ipse líber — observa
San Agustín — incipit a dominica Paschae, sictít se consuetudo habet
Ecclesiae. Parece asimismo probable que en las escasas solemnidades de
mártires se suspendería la lectio ordinaria, cediendo el puesto a la narración de
sus gestas; así se hacía por lo menos en África desde los tiempos de San
Cipriano. También es muy probable que en les domingos ordinarios se diese
lectura a las cartas de San Pablo, según se deduce fácilmente de la respuesta de
los mártires escilitanos (a. 188).

Todo esto viene a demostrar que hacia la mitad del siglo IV en las iglesias más
importantes debía existir una organización, siquiera sumaria, de la lectio. Sin que
esto quiera decir que el desarrollo del culto público, la multiplicación de las
fiestas, tanto del tiempo como de los santos, que hacían prácticamente imposible
la lectura completa de los libros sagrados, y, en fin, el ejemplo de Pascua y
Pentecostés no hicieran que se sintiese la necesidad o por lo menos la
conveniencia de un arreglo del sistema de las lecturas en la misa. Por lo demás,
en el oficio canónico se había establecido ya un sistema. El biógrafo de Santa
Melania la Joven (+ 439) observa que, en sus monasterios de Jerusalén, oficio,
salmos y lecciones procedían conforme a una norma establecida, iuxta statutum
comonem, que era la de Roma. Lo cual hay que entenderlo con una cierta
amplitud, pues la virgen Eteria, asistiendo en el 384 a los oficios litúrgicos de la
ciudad santa, hace notar con profunda sorpresa, valde gratum et válete
memorabile, cómo semper tam hymni quam antiphonae et lectiones... hqbeant,
ut et diei, quí celebratur et loco in quo agitar, aptae et convenientes sint
semper... Evidentemente, en la provincia de la que procedía la piadosa peregrina,
España o la Galia, era desconocido un canon de lecturas y textos tan precisos. En
esto precedió el Oriente al Occidente.

Pero el ejemplo cundió muy pronto. En el siglo V, época para Occidente de


extraordinaria fecundidad litúrgica, comienzan a verse aquí y allá las primeras
colecciones sistemáticas de pasajes bíblicos para el uso litúrgico. La primera de
ellas, según una carta ad Constantium, escrita después del 471, habría sido
compilada por San Jerónimo; pero la carta es apócrifa, pues el comes al que sirve
de introducción no es anterior al siglo IX. En su libro De viris
illustribus, Genadio habla de un tal Museo, sacerdote de Marsella, que, a
instancias de su obispo Venerio (+ 452), había hecho, hacia el 450, una colección
de trozos de los libros sagrados para leerse en las fiestas del año. Una colección
del mismo género y época menciona Sidonio Apolinar, atribuyéndola a un cierto
Claudiano: solemnibus annuis paravit quae pro tempore lecta convenirent. No
sabemos para qué iglesia servía este leccionario; en aquel tiempo, no habiendo un
libro oficial, cada una de las sedes de alguna importancia debía prepararse el
suyo. Así, por ejemplo, Capua, algún tiempo después, nos del ó el suyo, como
luego diremos, escrito sobre las mismas páginas del códice bíblico.

Fundadamente, podemos, por tanto, suponer que Roma en este punto no se habría
quedado atrás. De hecho, el inventario de los bienes de la modesta iglesia de
Cornutum (Tívoli), cerca de Roma, hecho en el 471, enumera, junlto con cuatro
Evangelios y el Salterio, un comes, término con que se solía designar en la alta
Edad Media la lista de los textos litúrgicos. Era probablemente el leccionario de
Roma. No conviene olvidar además que, a mediados del siglo V, Roma
perfeccionó, como ya es sabido, la organización de sus dos principales ciclos
litúrgicos: Adviento y Cuaresma. Respecto al Adviento, se debe al papa Gelasio
(+ 498) el reordenamiento del núcleo primitivo de lecturas, especialmente las que
corresponden a las témporas de diciembre. Las lecciones originales fueron
trasladadas por él a las témporas de Cuaresma, y en su lugar puso las que ahora
se leen, tomadas de las profecías de Isaías, muy a tono con la próxima fiesta
navideña. Pasó igualmente al miércoles de témporas el pasaje evangélico de la
anunciación, que antes se leía por Navidad, y al viernes, el relato de la visita de
María a su prima Santa Isabel. En cuanto a la Cuaresma, el papa Hilario (+ 468)
hizo componer la larga serie de las misas feriales, exceptuadas las de los jueves,
dotándolas de un sistema original de lecturas.

Hemos citado arriba el leccionario de Capua. Aunque pertenece a una pequeña


ciudad y es de índole totalmente local, reviste singular importancia, por ser el
único conjunto ordenado de textos litúrgicos que conservamos de la época
pregregoriana. Se trata de una lista numerada de 77 trozos epistolares,
distribuidos según el orden del año eclesiástico, lista puesta al principio del
célebre Codex Fuldensis de las epístolas de San Pablo. Al margen de las páginas
del códice se señala el principio del pasaje con un número, que corresponde al de
la lista, y el final con una crucecita. La lista fue escrita en el 546-47 por Víctor,
obispo de Capua. Representa, pues, la fisonomía del año litúrgico y la
distribución de las lecturas paulinas en aquella iglesia a mediados del siglo VI. A
lo que parece, se leían ininterrumpidamente todos los domingos y fiestas y en las
misas cotidianas.

Ordenamiento Gregoriano de las Lecturas.


Con Gregorio Magno (+ 604) entramos en un camino más seguro. Es cierto que
su actividad litúrgica se extendió también al campo del leccionario; más aún, su
biógrafo, Juan Diácono, afirma que fue precisamente el leccionario la base de la
reforma que llevó a cabo en el sacramentarlo gelasiano. Los datos históricos que
poseemos confirman plenamente este aserto.

Disponemos de varios documentos para reconstruir el sistema gregoriano de las


lecturas; documentos que, si no son absolutamente contemporáneos del pontífice,
nos colocan a pocos años de distancia de su época. En adelante, hemos de
distinguir, sin embargo, entre lecturas apostólicas (leccionario propiamente
dicho) y lecturas evangélicas (evangeliario).

El Leccionario Gregoriano y Postgregoriano.

Las fuentes que nos informan acerca del leccionario gregoriano y postgregoriano
son tres en orden cronológico: el capitulare de Wurzburgo, el comes de Alcuino
y el comes de Murbach.

El capitulare de Wurzburgo es de carácter estrictamente romano, pues tiene seis


lecturas para el Natale Papae, a más de que su calendario no alude a fiestas
extrañas al ordenamiento romano primitivo. Carece, en efecto, de las fiestas y
oficios introducidos durante el siglo VII, como la octava de Navidad, las cuatro
fiestas de la Santísima Virgen, las de la cruz, las misas de los jueves de Cuaresma
y de otros días antiguamente alitúrgicos. Aunque no siempre, pero señala aun la
lectura profética. En una palabra, la fisonomía general del documento es tal, que
puede con fundamento considerarse como una copia bastante exacta del
leccionario romano al declinar el siglo VI. Por tanto, sigue siendo el testimonio
más antiguo conocido hasta ahora del ordenamiento de las lecturas en la iglesia
romana.

Un arquetipo de este leccionario sirvió sin duda de base a Alcuino cuando en el


782-84 compiló su famoso Comes emendatus. Su revisión de los textos bíblicos
litúrgicos refleja, por tanto, la práctica litúrgica de Roma, pero en una fase
anterior al sacramentario gregoriano enviado a la Galia hacia el 790 por el papa
Adriano. La época del Comes emendatus puede fijarse entre el final del siglo VII
y el principio del VIII, antes de que Gregorio 11 (+ 731) instituyera los jueves
cuaresmales, que no figuran en aquél. Alcuino, naturalmente, introdujo variantes
y añadiduras, como la fiesta de Todos los Santos y su vigilia y la fiesta de San
Martín, pero en una medida muy discreta.

El comes o capitulare de Murbach representa una situación litúrgica posterior, la


que se produjo en las Galias a fines del siglo VIII por el choque de los elementos
gregorianos con los galicano-gelasianos preexistentes. Situación que fue preludio
a la liturgia compuesta de los siglos posteriores. El comes de Murbach, no
obstante sus variantes y peculiaridades — entre éstas es característica una
distribución de textos bíblicos para las ferias cuarta, sexta y séptima (sábado) de
cada semana ordinaria del año —, encala en el surco de la tradición gregoriana,
pero presenta ya las líneas maestras de la distribución definitiva de las lecturas tal
como se hallan en nuestro misal.

El Ceremonial de las Lecturas.

En el principio, todas las lecturas de la misa, incluso el evangelio, corrían a cargo


de un solo lector, tanto en Oriente como en Occidente. El lectorado, en efecto,
se presenta en la historia de la liturgia como la más antigua e importante de las
órdenes menores, el cual, por su misma índole y finalidad, podía admitir que los
sujetos fuesen de edad juvenil. Se encuentran numerosos testimonios del siglo III
en adelante, especialmente en África y en Italia, de lectores menores de los
quince años; incluso Víctor Vítense habla de lectores infantuíi que habían sido
víctimas de la persecución de los vándalos. Esto prueba que los lectores de una
iglesia debían de ser varios y formar una especie de schola o coetus
litúrgicas con su director. El mártir San Polio, interrogado por el juez: Quid
officium geris?, respondió: Primicerius lectorum. Las fórmulas antiguas de la
ordenación no distinguen entre lectores de la epístola y del evangelio: Eligunt
te fratres tui ut sis lector in domo Dei tui. San Cipriano escribe, en efecto, que
Aurelio, ordenado de lector, podrá Evangelium Christi legere, unde martyres
fiunt.

La primera atribución exclusiva de la lectura del evangelio al diácono se


encuentra, en Oriente, en las Constituciones apostólicas (a. 380), y en
Occidente, en San Jerónimo. Esta disciplina se fue consolidando con el tiempo,
como es natural, a medida que se quiso justamente dar mayor relieve a la lectura
del evangelio, encomendándola al ministro más calificado después del
celebrante. En Oriente, tanto en Jerusalén como en Constantinopla, el obispo
mismo era el que leía el evangelio; en Alejandría, el arcediano, y en otras
partes, los sacerdotes o los diáconos. En África, en tiempo de San Agustín no
se había aún establecido una regla fija. Ordinariamente, las lecturas se confiaban
al lector, pero a veces también al diácono y al mismo obispo. Escribe, por
ejemplo, el santo Doctor: Cum Lazarus diaconus recitasset (un pasaje de los
Hechos) et episcopo codicem tradidisset, Augustinus episcopus dixit: Ei ego
legere voló; plus ením me delectat huius verbi esse lectorem, qaam verbi mei
disputatorem. En Roma no existió una norma fila antes de San Gregorio Magno,
quien en el concilio del 595, quitando a los diáconos la ejecuciondel responsorio
gradual, reservó para ellos el canto del evangelio y a los subdiáconos y
minoristas confió las demás lecturas.

El decreto gregoriano a propósito de los subdiáconos, poco a poco vino a hacer


ley incluso fuera de Roma. A principies del siglo IX, Amalario se hace eco, si
bien un poco a regañadientes, de esta práctica, muy difundida ya, pero oscilante
en algunas partes, cuando escribe: Miror qua de re sumptus sit usus in ecclesia
riostra (la galicana) ut sub diaconus frequentissime legal lectionem ad missam,
cum hoc non reperiatur ex ministerio sibi dato in consecratione commissum,
ñeque ex litteris canonicis, ñeque ex nomine suo. Y añade más adelante: Sed
postquam siatutum est a paíribus nostris, ut diaconus legeret evangelium,
statuerunt ut et subdiaconus legeret epistulam sive lectionem. En realidad, entre
tanto, el subdiácono había crecido en importancia, lo cual no podía menos de
tener sus consecuencias también en el campo litúrgico.

Restos de la antigua disciplina los tenemos en la rúbrica del misal el día de


Viernes Santo, cuando asigna la lectura de la profecía de Oseas a un lector, y en
otra rúbrica que permite, siendo la misa cantada sin ministros, ut epistulam
cantet Aliquis Lector in loco consueto.

Actualmente, el subdiácono canta la epístola estando de pie detrás del celebrante;


pero la genuflexión prescrita por la rúbrica antes y después de la lectura supone
que ha habido un desplazamiento. De hecho, el sitio natural del lector
antiguamente no era el presbiterio, sino el ambón; allá se dirigía el subdiácono al
objeto de hacerse oír más fácilmente por todos. Lector adscendit et ipse non
silet, decía San Agustín. En Roma, el ambón tenía de ordinario des planos: el
inferior, reservado al subdiácono, para la epístola, y el superior, al diácono, para
el evangelio. En algunas iglesias que tenían dos ambones servía el de la izquierda
para la primera lectura; y donde no había ninguno, se leía in plano, desde el altar.
Primeramente, el subdiácono se dirigía solo al ambón con el epistolario; a partir
del siglo XII vemos que le acompaña un acólito. La lectura no va precedida de
saludo alguno, salvo antiguamente el del obispo, que servia para abrir la
asamblea. En África, donde algún lector había introducido la costumbre de
saludar, fue ésta prohibida por el concilio de Cartago del 395. En cambio, es
probable que precediera alguna señal invitando al silencio; San Ambrosio se
lamentaba del trabajo que suponía conseguir la atención de la masa de fieles.

Terminada la lectura de la epístola, el subdiácono se presenta ante el celebrante y,


arrodillado, le ofrece el libro, le besa la mano y recibe su bendición; ceremonias
todas secundarias, que entran en el ritual de la misa solamente después del siglo
XII. También el Deo grafías que en voz bala responde el acólito después de la
lectura de la epístola por el celebrante es de índole privada y no fue admitida
hasta la reforma última del misal (1570).

La lectura del evangelio se presenta en todas las liturgias acompañada de una


gran solemnidad. Como dijimos describiendo la misa papal, el evangeliario fue
llevado con antelación al altar, antes de que entrara el celebrante, y colocado
sobre la sagrada mesa, porque, en el concepto litúrgico antigüo, el altar, y sólo el
altar, era su trono; de aquí, pues, directamente debía tomarlo el diácono, para
recibirlo como del mismo Cristo.

Se forma entonces el cortejo procesional para ir al lugar donde será cantado el


evangelio. Va delante el turiferario; detrás, los dos acólitos con los candeleros
encendidos; a continuación, el subdiácono y, por fin, el diácono, llevando el
evangeliario elevado delante del pecho; es un verdadero processus
triumphalis. El incienso y las luces son los dos antiguos signos de honor
tributados al evangelio desde el siglo V. El primero por orden de tiempo fue
probablemente el incienso, pues todavía hoy es el único tolerado en la lectura
evangélica del Sábado Santo.

El Sermón.

Tan antiguo como la misma Iglesia es el comentario histórico o parenético a las


lecturas litúrgicas; el comentario estrictamente exegético, como exposición
continuada del texto bíblico, se perfila más tarde con San Hipólito y Orígenes.

Lo hacía por regla general el obispo, en calidad de maestro de la fe de su


pueblo y legítimo representante del ministerio doctrinal de Jesucristo. Todos
los tiempos y todas las principales comunidades han sido testigos de esto y nos
han dejado interesantes comentarios. Juntamente con el obispo, y dependiendo de
su mandato, hallamos también a los presbíteros que participan del ministerium
Verbi. Lo dicen las Constituciones apostólicas, así como San Jerónimo en sus
sermones, y Eteria afirma haberlo visto y oído en Jerusalén: Hic consuetudo sic
est, ut de ómnibus presbyteris qui sedent, quanti volunt, praedicent, et post illos
omnes episcopus praedicat. También en Roma debía de hacerse cosa parecida,
sobre todo en alguna circunstancia extraordinaria, como, por ejemplo, durante la
vigilia pascual, para comentar las doce lecciones del oficio. Ciertamente no en
todas partes existía esta liberalidad por parte de los obispos. En Alejandría, tras
los dolorosos incidentes provocados por Arrio con su predicación herética (a.
318), el obispo se reservó el ministerio de la palabra divina, en el que antes
tomaban parte también los presbíteros. Y también en otras partes existían
cortapisas de este género, contra las que protestaba San Jerónimo: Pessimae
consuetudinis est in quibusdam ecclesiis tacere presbyteros, et praesentibus
episcopis non loqui, quasi aut invideant aut non dignentur audire. San Agustín,
compartiendo esta misma opinión, recomendaba al obispo de Cartago que hiciera
predicar a sus sacerdotes en su presencia, y él daba ejemplo. Sucedía a veces que
hacía uso de la palabra delante de los fieles por espacio de algunos minutos y
luego la cedía a alguno de sus presbíteros.

Sorprende no poco la afirmación del historiador griego Sozomeno de que, en su


tiempo (mitad del s. V), nadie predicaba en Roma, ni el papa ni los demás.

Probablemente fue llamado a engaño por referencias falsas o inexactas, porque


sabemos que, en Milán, Ausencio, obispo arriano, predicaba todos los días; San
Ambrosio, su sucesor, no era menos incansable en la predicación; en Hipona, San
Agustín no dejaba jamás de dirigir la palabra a sus fieles, y así también San
Pedro Crisólogo en Rávena, San Máximo en Turín y Adolfo en Aquilea. ¿Cómo
es posible que Roma constituyese excepción a una regla tan antigua, importante y
universalmente practicada? Es verdad que de los papas del siglo V conocemos
tan sólo las homilías de San León Magno; sin embargo, él mismo alude
expresamente a la predicación de su predecesor Sixto III. Además, no todas las
homilías de los papas debían forzosamente ser recogidas por los amanuenses y
legadas a la posteridad. Prudencio, el poeta español, que vino a Roma en el 401,
describiendo la basílica de San Hipólito, habla del ambón desde el cual el papa
predicaba.

En ocasiones en que, por motivos de salud o falta de suficiente facultad oratoria,


el obispo no podía hablar públicamente, se hacía substituir por personas
capaces. En Oriente parece que no era difícil echar mano de personas
seglares. Lo declara una carta de Alejandro de Jerusalén (+ 250) y Teccisto de
Cesárea a Demetrio de Alejandría, el cual se había indignado al oír que los dos
obispos habían consentido a Orígenes predicar en sus respectivas iglesias.

Una circunstancia de la vida de Orígenes nos demuestra que él oyó en Roma


predicar, hacia el 212, al sacerdote San Hipólito. Sabernos que Félix, sacerdote y
mártir; Efrén, diácono de Nisibi; Crisóstomo, simple sacerdote en Antioquía,
predicaron por orden de su obispo. También San Agustín, apenas ordenado de
sacerdote en Hipona, recibió encargo de su obispo Valerio, griego de origen, de
predicar, cum non satis expedite latino sermone condonan posset. Era una
novedad; pero Valerio se justificaba aduciendo la costumbre de Oriente, in
orientalibus ecclesiis id ex more fieri scíens. Nos consta efectivamente por
Sczomeno que, en su tiempo, en Cesárea, en Capadocia y en Chipre los
presbíteros interpretaban públicamente las Sagradas Escrituras.
La iglesia romana, por el contrario, escarmentada por las dolorosas experiencias
ajenas, mostrábase reacia y poco amiga de la predicación de los sacerdotes,
viendo en ello un peligro para la ortodoxia. En este sentido se expresaba
Celestino I (+ 432) ante el obispo de Arles, a quien censuraba por haber delegado
el ministerio de la palabra a los sacerdotes, los cuales se habían aprovechado de
ello para defender opiniones arriesgadas sobre la gracia. La práctica galicana
tenía, sin embargo, su explicación. Mientras que en Italia, donde eran muchas las
circunscripciones episcopales, podía el obispo dejar oír su palabra en todas las
parroquias, en la Galia y en otras partes esto era prácticamente imposible debido
a la mayor extensión del territorio diocesano. Por eso, en 529, el concilio de
Vaison, presidido por San Cesáreo de Arles, decretó que también los sacerdotes
debían tener facultad para predicar tanto en las ciudades como en las parroquias
rurales, siempre que lo hicieran con consentimiento del obispo. Sin embargo,
Roma se mantuvo fiel a la tradición. San Gregorio Magno refiere cómo el
sacerdote Equitio (+ 540) fue acusado por el clero romano de haber faltado
gravemente a su deber habiéndose atrevido a predicar sin la autorización del
papa.

En algunas circunstancias, los obispos, en lugar de predicar, hacían leer algún


comentario autorizado a la Escritura. En Roma, San Gregorio cuando estaba
enfermo députaba a un diácono para que leyese sus homilías; en Rávena, el
obispo Mariniano, por el mismo motivo, mandaba leer públicamente el
comentario de San Gregorio al libro de Job. En las Galias, la práctica era
corriente, pues la había recomendado el concilio de Vaison (529) especialmente a
los rectores de las iglesias rurales: Sí presbyter, aliqua infirmitate prohibente,
per seipsum non potuerit praedicare, sancforum Patrum homüiae a diaconibus
recitentur. Por esta época estaban ya bastante difundidos los sermonarios o
antologías patrísticas, que se usaban incluso en el rezo del oficio nocturno.

Todo esto demuestra cuánto cuidado ponía la Iglesia en que no faltase a los
pueblos que asistían a la misa festiva el alimento de la palabra de Dios. San
Gregorio Magno interesaba urgentemente en este sentido a los obispos, hasta el
punto de escribir a los de Cerdeña: Sí cuiuslibet episcopi paganum rusticum
invenire potuero, in episcopum fortiter vindicabo. Lo mismo hacían los concilios;
y como, a raíz de la irrupción de los bárbaros, el latín rústico del pueblo venía
corrompiéndose en formas dialectales (lenguas vulgares), recomendaban
aquéllos, como vemos en los sínodos de Tours, Reims, Maguncia, que las
lecturas litúrgicas y las homilías de los Santos Padres fueran traducidas a la
lengua vulgar o patois. Esta preocupación por que el pueblo oyera en su lengua
la Escritura se nota ya desde el siglo III. El Eucologio de Serapión, en la
oración pro episcopo et ecclesia, pide también por los lectores y los interpretes,
es decir, los traductores oficiales de los textos litúrgicos. Uno de éstos fue el
mártir San Procopio (+ 303), cuyas actas lo presentan como lector y traductor, en
lengua siríaca, del texto griego de las lecturas y homilías del obispo en la iglesia
de Escitópclis. Eteria habla largamente en su relación de tales traducciones
litúrgicas en siríaco y latín, por ella escuchadas en Jerusalén.

La traducción era, a las veces, un recurso. Era preferible que el obispo supiera


expresarse en el dialecto del pueblo. Ya San Agustín se servía en ocasiones de
términos no latinos para hacerse entender mejor: Saepe et verba non latina
Jico, ut vos intelligatis; y San Gregorio de Tours, como San Cesáreo de Arles,
reconocen la rustidlas de su lenguaje, buscada de intento para adaptarse a la
inteligencia de los oyentes más incultos. Esto mismo recomendaba en el 747 el
gran concilio nacional inglés, celebrado en Cloveshoe con la adhesión del papa
Zacarías y de su legado San Bonifacio: "Procuren los sacerdotes interpretar y
explicar en lengua vulgar el símbolo de la fe, la oración dominical y las
santísimas palabras que se dicen solemnemente en la misa y en el bautismo." Más
tarde, el epitafio grabado sobre la tumba de Gregorio V (+ 999) elogiará su
actividad en la predicación en lengua vulgar:

"Usus francisca, Vulgari et vece Latina, Instituit populus eloquio triplici."

La predicación en los diversos idiomas vulgares fue la que sostuvo la fe y las


buenas costumbres de aquellas poblaciones medievales, a las que ya nada decía
el latín. Las numerosas colecciones de sermones que conservamos de aquella
época, escritos casi siempre en latín, no quieren decir, como creyeron algunos,
que fuese ésta la lengua en que ordinariamente se predicaba; el latín era, más
que nada, una forma literaria reservada a les estudiosos, no a los fieles, a los
cuales se hablaba en lengua vulgar. La popularidad de los franciscanos y los
triunfos obtenidos por su elocuencia se debieron en gran parte al uso del idioma
vulgar, en lo cual su fundador les había dado ejemplo, no obstante vivir en el
suelo clásico de la latinidad. Et assumpto eo textu (el evangelio), In Vulgari Suo
multa juit locutus, narra de él Esteban de Borbón.

La Despedida de los Catecúmenos.

Con la homilía (y más tarde con el símbolo, añadido posteriormente) termina la


primera parte de la misa, en la que predomina el elemento didáctico. Su origen
judaico ya lo discutimos tratando de la liturgia primitiva. A continuación
viene la segunda parte, o, mejor dicho, la misa propiamente dicha: el sacrificio.

Antiguamente, por una elemental medida de prudencia, sólo a los bautizados


estaba permitido asistir al sacrificio; todos los demás — infieles, catecúmenos,
excomulgados — en este preciso momento eran invitados perentoriamente por un
diácono a retirarse. Escribe San Agustín: Ecce fit post sermonem missa (la
despedida) cathecumenorum, manebuni fideles. Pero ellos no se iban a casa,
sino que esperaban al final de la función en el pórtico de la basílica.

Esta disciplina empieza a perfilarse en la Iglesia en la segunda mitad del siglo II,
a nacer la institución del catecumenado. Tertuliano es el testimonio más
antiguo cuando deplora que les herejes de su tiempo admitan a todos, sin
distinción, en sus reuniones, por lo cual los catecúmenos y, lo que es peor, los
gentiles vienen a presenciar, si no a recibir, las cosas santas: Quis cathecumenus,
quis fidelis incertum est; pariter audiunt (la predicación), pariter orant; etiam
ethnici, si supervenerint, sancturn canibus et porcis margaritas, licet non veras,
iactabunt. Esto hace suponer que los jefes de las comunidades ponían especial
cuidado en evitar semejantes inconvenientes. En Roma, a principios del siglo III,
la Traditio, de San Hipólito, lo dice expresamente. No es de extrañar, pues, que
la orden de retirarse los extraños intimada por el diácono se convirtiera pronto en
una fórmula y su despedida haya dado origen a un rito. Es precisamente lo que
constatamos ya antes en Oriente a través de las Constituciones apostólicas.

Así, pues, terminadas las lecturas y la homilía, un diácono sube al ambón y


grita: Ne quis audientium, ne quis infidelium! Y en seguida prepara la marcha de
los catecúmenos, diciéndoles: Orate, cathecumeni. Arrodillados, contestan
todos: Kyrie eleison, y el diácono recita una larga oración sobre ellos, acabada la
cual los catecúmenos se vuelven a levantar y reciben, inclinada la cabeza, la
bendición del adiós que les imparte el obispo imponiéndoles las manos.
Entonces, el diácono los despide por fin: Exite, cathecumeni, in pace. Una
ceremonia semejante tiene lugar a continuación para despedir a los energúmenos,
otra para los catecúmenos próximos a recibir el bautismo y, por último, otra para
los penitentes. Después de lo cual el diácono añade: Nemo eorum, quibus non
licet, accedat! Hecho esto, los fieles se arrodillan y comienza la gran oración
intercesora (oratio fidelium).

La despedida de los catecúmenos que describen las Constituciones debía de


hacerse en forma parecida a ésta, acaso menos prolija, en todas las iglesias, dado
que todas tenían un número mayor o menor de catecúmenos. De hecho, hallamos
alusión a ella por esta época en Jerusalén, en Constantinopla, Siria,
Alejandría, África, España, las Galias, Milán, Aquileya y Benevento.

En cuanto a Roma, conocemos una formula que nos ha legado el VII OR,
compilado en el siglo VI, pero que puede muy bien remontarse a los siglos IV o
V: Cathecumeni recedant! Si quis cathecumenus est, recedat! Omnes
cathecumeni oras. De aquí se deduce cómo la disciplina romana no incluía a los
penitentes entre las personas que no tenían derecho a asistir a los sagrados
misterios, como sucedía en Oriente. Salvo quizás en el período inicial de la
penitencia, los penitentes podían permanecer en la iglesia, pero no
comulgar. Un pasaje de los llamados Dicta Gelasii papae explica claramente las
fases sucesivas de la disciplina penitencial con respecto a la asistencia litúrgica.
Primeramente, el pecador queda excluido del consortium aliorum fidelium, qui
intra ecclesiam staní y colocado extra ecclesiam ínter audientes, id est cathe
chume nos; después de algún tiempo viene admitido in ecclesiam in
communionem, id est consortium orationis cum poenitentibus; por fin vuelve a
gozar otra vez de todos los derechos religiosos, redeat plenius ad communionem,
idest consortium ceterorum fidelium et perceptionis sacri Corporis et Sanguinis.
No muy diferente de la romana debía ser la práctica de las demás iglesias
occidentales. Algún documento romano alude a una oración que en este momento
se decía sobre los catecúmenos; indudablemente no puede ser otra que la fórmula
eucológica con que eran despedidos y bendecidos. Pero la oración no ha llegado
a nosotros.

El rito de despedida de los catecúmenos se hizo inútil cuando, convertida la


población entera al cristianismo, vino a faltar un grupo permanente de
catecúmenos adultos. Esto naturalmente se verificó en diversas épocas y en
diferentes lugares; un índice de ello es la suspensión de la cautela de silencio
respecto a la eucaristía, conocida con el nombre de disciplina del arcano. Así, por
ejemplo, mientras Inocencio I (a. 416) no revela al obispo Decencio la oración
consagratoria, omnia quae aperire non debeo, y San Agustín (+ 430) y San
Pedro Crisólogo (c. 450) hablan todavía con reservas de los sagrados misterios,
veinte años más tarde, San León I (+ 461) en sus discursos, pronunciados delante
de todos, habla abiertamente de la eucaristía. Por la misma época, el concilio de
Orange (441), en las Galias, y Narsai (+ 507) en Nisibi de Edesa (Oriente), nos
dicen que en sus iglesias había aún catecúmenos adultos, los cuales eran
regularmente expulsados antes de la celebración eucarística. Doscientos años más
tarde, en Edesa y en el país de los francos, el catecumenado de los adultos había
sido abolido y sin embargo, el diácono seguía haciendo la intimación de
costumbre.

3. Los Cantos Interleccionales.


Preliminares.

Después de una lectura importante y más bien larga, que fácilmente podía causar
en los oyentes algo de cansancio, la Iglesia oportunamente dispuso que siguiera
el canto de alguna estrofa melódica, para despertar así de nuevo la atención de los
presentes, poniendo al mismo tiempo en sus almas una nota de sedante alegría y
de paz.

Los cantos entre lectura y lectura son los más antiguos de la misa. Tertuliano ya
los menciona expresamente. Podríamos decir que fueron creados como fin en sí
mismos, ya que durante ellos toda la asamblea escucha y participa con el corazón
o con la voz. Escribe San Agustín: Apostolum audivimus, psalmum cantavimus,
evangelium audwimus; las lecturas se escuchan en silencio, pero el salmo lo
cantaban todos. Los otros cantos de la misa, en cambio, tienen otro origen y otro
carácter. Estos fueron introducidos en época posterior con el fin de encuadrar
artísticamente una ceremonia, como la entrada del celebrante, la ofrenda de los
dones, la distribución de la eucaristía. Durante la ejecución de estos cantos, tanto
el clero como el pueblo siguen desempeñando su respectiva función, sin atender
lo más mínimo al canto, ejecutado exclusivamente por la schola. Por eso, los
primeros son cantos principales o interleccionales; los otros son secundarios.

Los cantos interleccionales de los que debemos ocuparnos son tres:

a) Responsorio gradual;

b) Alleluia, a la cual se añadió a veces, desde el siglo


IX, el apéndice de la secuencia;

c) Tracto.

De ellos hemos hablado ya largamente en la parte introductoria de esta obra; aquí


ríos limitaremos a tratarlos en sus relaciones particulares con la misa.

El Responsorio Gradual.

El salmo que se cantaba a continuación de la primera lectura fue


llamado Psalmus responsorius, o simplemente Responsum o Responsorium, por
la manera como se ejecutaba. Después de cada versículo modulado por el cantor
solista, los fieles intercalaban respuestas breves, a modo de rítornello, tomadas
del mismo salmo. San Agustín refiere no pocas de estas frases que cantaban sus
feligreses.

Antes de iniciar el canto del salmo, sugería a los fieles la frase que debían
intercalar como ritornello. El salmo responsorial recibió después el nombre
de Gradúale porque el cantor, al ejecutarlo, se colocaba en la primera grada
(gradus) de la escalera del ambón, el lugar mismo donde se ponía el lector para
leer la epístola.
No cabe duda de que, al principio, el gradual comprendía el canto de un salmo
entero. Así lo dan a entender los textos citados de San Agustín; pero, además, el
santo Doctor lo declara expresamente en el comentario al salmo 138, Domine,
probasti me et cognovtsti me, que es bastante largo con sus 24 versículos: "Había
dado orden al lector de que cantara un salmo más breve; pero, según parece, en
un momento de incertidumbre, ha entonado otro; yo he preferido a mi voluntad la
de Dios, manifestada por medio de la equivocación del lector. Por tanto, si os he
hecho esperar con un salmo más largo, no me echéis a mí la culpa, sino pensad
que Dios nos ha impuesto este sacrificio no sin provecho." Asimismo, en Roma,
en tiempo de San León Magno (440-61) se cantaba el salmo responsorial con
todos sus versículos. En el tercer sermón del Santo, con ocasión del aniversario
de su exaltación, decía: "Hemos cantado a una voz el salmo de David 109 (Dixit
Dominus...) no para ensalzarnos a nosotros mismos, sino para dar gloria a Cristo
Señor."

Pero para comprender bien esta práctica, difundida en todas las iglesias incluso
de Oriente, hay que tener presente que el solista del responsorio no se entregaba
a todas esas fiorituras de melismas que hoy adornan el gradual. Para ello se
hubiera requerido un espacio de tiempo absolutamente excesivo. La salmodia del
solista debía tener, sí, especiales inflexiones de voz propias del canto, pero no
tales que alterasen su carácter fundamental de lectura, que San Agustín le
atribuye con frecuencia: psalmum cum legeretur. En efecto, aunque aquella
salmodia le recordaba al Santo las exquisitas formas melódicas que oyera en
Milán conmoviéndole hasta las lágrimas, confiesa que prefería el uso de la iglesia
alejandrina.

Pero aquí también se introdujo una innovación radical, y fue que el solista, al
crecer el esplender del culto, comenzó a enriquecer su canto con los recursos del
arte melismático, mientras que las respuestas al salmo se encomendaron a un
coro de cantores, los cuales, a su vez, trataron de ejecutarlas con no menor
maestría que el solista. En Roma esto debió verificarse por obra de la schola
cantorum, instituida por Celestino I (+ 432); pero en Oriente era ya bastante
común para entonces. Casiano (+ 435) lo atestigua efectivamente, y el austero
San Jerónimo (+ 429) reprueba los gorgoritos teatrales de ciertos diáconos y las
pinceladas aromáticas que se daban en la garganta para hacer más agradable el
timbre de la voz. Esta mayor riqueza musical con que se adornó el salmo
responsorial fue en detrimento de su integridad, ya que hubo que sacrificarla a las
llamadas exigencias del arte. Se amputaron al salmo la mayor parte de sus
versículos, excepción hecha de dos: el primero, que quedó como canto inicial,
depositario del pensamiento temático de la fiesta, y otro que en lo posible
completa el significado del primero. Así se presenta el gradual en todos los
manuscritos, hasta en los más antiguos, como los de Rheinau y Monza (s. VIII);
según ha demostrado Wagner, no hay duda de que se hallaba así, mutilado, ya en
la época gregoriana. Por lo demás, otros elementos también pudieron contribuir a
la reducción del salmo responsorial, por ejemplo, la práctica de la Iglesia
bizantina, el mayor esplendor de las ceremonias y la introducción del canto del
introito con la oración litánica.

En cuanto al tiempo en que sucedió este acortamiento, no es difícil determinar los


límites extremos: no antes de León Magno (+ 461), en cuya época se cantaba el
salmo entero, ni después de San Gregorio Magno (+ 604), quien nos ha dejado el
gradual en el estado en que actualmente se encuentra. Por lo que hace al autor de
la reforma, la respuesta no es tan fácil, ya que ella debió de madurar
progresivamente y, por tanto, requerir un cierto período de tiempo. Quizás el
papa Gelasio (+ 496) represente el punto de partida. Ciertamente, San Gregorio la
facilitó y la sistematizó autorizadamente cuando en el concilio de Roma del 595
reorganizó toda la disciplina del canto y de los cantores.

El decreto gregoriano retiró a los diáconos la facultad, hasta entonces a ellos


reservada, de ejecutar el salmo responsorial, encomendándolo a los subdiáconos
o a alguna de las órdenes menores. Observaba, con razón, el papa que muchas
veces el requisito de una buena voz había pesado más para la elección de los
candidatos que las cualidades morales que deben adornar al diácono, siendo así
que su cometido era praedicationis officium, eleemosynarumque studium. Con
todo, el oficio del solista conservó siempre toda su antigua importancia en el
ceremonial pontificio. Su nombre, así como el del cantor del Alleluia era
notificado al papa antes de la misa, y, una vez que éste asentía, no podía ser
cambiado, so pena de verse privado de la comunión el jefe de la schola.

El "Alleluia."

Originariamente, el Alleluia, por derivación histórica de una antigua costumbre


judía, fue una aclamación de júbilo y de alabanza a Dios, la cual, intercalada
con los versos del gradual, era cantada por el pueblo sin relación especial con la
Pascua. Las llamadas Odas de Salomón, así como Tertuliano, aluden
veladamente a este canto. En cambio, la Traditio habla explícitamente,
refiriéndose a la salmodia agápica vigente en la iglesia de Roma: "El obispo
entonará el salmo con aleluya, y mientras lo recita, digan todos Alleluia, que
significa: Alabanza al Dios Altísimo." San Jerónimo más tarde, aunque menos
claramente, habla del aleluya en relación con el
culto: Nos (Alleluia) indifferenter uti solemus etiam in iis psalmis Alleluia
diceníes, qui aut historiam replicant, aut per poenitentiam lacrimabiliter
ingemiscunt, aut de inimicis victoriam postulant, aut ut de angustia liberentur,
precantur. Lo confirma el hecho, referido por el mismo santo Doctor, de que en
Roma, hasta en los funerales de Fabiola, se intercalaba el Alleluia con el canto de
los salmos: Sonabant psalmi, et aurata templorum tecta roborans in sublime
quatiebat Alleluia.

Sin embargo, en bastantes regiones de Occidente, como África, Milán, excepción


hecha quizás de España, ya a fines del siglo IV, el aleluya, como estribillo
responsorial antes del canto del evangelio, estaba reservado para el período de los
cincuenta días que van de Pascua a Pentecostés, llamado en África tiempo del
Aleluya. Probablemente esta limitación se introdujo cuando se instituyó el
período de la penitencia cuaresmal, como preparación a la Pascua, período que se
consideró poco acorde con el carácter festivo del aleluya. Se advierte
efectivamente que, a principios del siglo V, el canto aleluyático era distinto en las
diversas iglesias.

Después de lo que llevamos dicho, parece extraña, por no decir falsa, la


afirmación del historiador Sozomeno (mitad del s. v), que luego repite Casiodoro,
según la cual Romae, quotannis semel canitur Alleluia, primo die Paschalis
festivitatis; y a este canto se daba tal importancia, que para maldecir a uno se le
solía decir que ojalá no oyera el canto aleluyático de la próxima fiesta de Pascua.
Podría ser esto verdad en el caso, no muy probable, de que hacia el 445, cuando
escribía el historiador griego, Roma hubiese limitado el canto del aleluya a la
sola misa de la vigilia pascual, cuando el papa lo asociaba al anuncio pficial de la
resurrección, como todavía se hace ahora en la misa del Sábado Santo después de
la epístola, y entre les griegos, después del evangelio, conforme a una
tradición que San Jerónimo dice remontarse a la edad apostólica. Lo cierto
es que, cincuenta años después, Roma había ya retocado esta disciplina,
extendiendo el canto del aleluya a toda la quincuagésima pascual. Juan, diácono
de la iglesia romana al final del siglo V, proyecta esta situación litúrgica cuando
expresamente declara que en Roma en su tiempo se cantaba el Alleluia desde
Pascua hasta Pentecostés.

Conviene advertir que, en esta época de nuevo esplendor litúrgico, el aleluya se


había transformado por influencias orientales, de simple canto silábico que el
pueblo cantaba respondiendo al salmo responsorial, en lujosa composición
musical, que quizás precedía al mismo salmo, y que estaba reservada en su
ejecucional grupo de los cantores más expertos. Podemos deducirlo de un
episodio trágico que narra el historiador africano Víctor. El día de Pentecostés,
los vándalos, arrianos, invaden la iglesia de Regia, en Numidia, para dispersar a
los fieles; hacen blanco de sus flechas al lector, que desde el ambón está cantando
solemnemente el aleluya, in pulpítu sistens Alleluiaticum, melos canebat, y que,
flechado en el cuello, cae con el códice que tenía en las manos. Se trataba, pues,
de un trozo melódico característico, al cual San Agustín da el calificativo
de solemne: QuoJ nobis (Alleluia) cantare certo tempore Solemniter morís est,
secundum Ecclesiae antiquam traditionem. Esta solemnidad del aleluya consistía
en cantarlo con júbilo in iubilatione canere; pero un júbilo que no era solamente
del corazón, sino también de la voz, la cual lo expresaba mediante melisma
(iubilus) o canto montado sobre la vocal a final del Alleluia. Vocal en que está
condensado el nombre inefable de Dios (la-Yah-Yavé). Qui iubilat — dirá San
Agustín — non verba dicit sed sonus quídam est laetitiae sine verbis. Los
pueblos orientales conocían desde hacía siglos estas expresiones melódicas de
alegría dentro y fuera del culto. San Jerónimo refiere que los melismas
aleluyáticos resonaban alegremente en los campos de Belén y sobre las costas del
Mediterráneo, aliviando las fatigas del agricultor y las ansias del marinero
cristiano.

La iglesia romana, dándoles carta de ciudadanía en su liturgia pascual, no los del


ó enteramente al arbitrio y virtuosismo de un solista, sino que procuró
atemperarlos reprimiendo su exuberancia artística y manteniéndolos vinculados a
un salmo, conforme a la buena tradición litúrgica y responsorial. Salmo que a su
vez, en manos de la schola se enriqueció con normas, quedando muy pronto
reducido a un solo versículo melismático. Demuestra esta unidad de origen, por
una parte, la índole musical de los versos aleluyáticos, que generalmente siguen
la pauta melódica del iubilus a tal punto, que pueden considerarse como
variaciones sobre el mismo tema; por otra parte, su mismo tipo de el ecución, que
supo mantener hasta nuestros días la forma exacta de la antigua salmodia
responsorial. Así describía Casiodoro, a mediados del siglo VI, el canto
del Alleluia.

Nos parece muy fundada la opinión de los que consideran los versículos
aleluyáticos como una creación posterior introducida para sostener y prolongar la
melodía del Jubilus o justificar su repetición. Más bien son una expresión
artística de los siglos VI que contribuyó a dar mayor esplendor al culto, aun
cuando suprimiera antiguas y veneradas tradiciones.

El tiempo pascual a partir del sábado anterior al domingo Quasi modo, además


del Iubilus aleluyático cum versu, del cual hemos hablado, hace uso de otro
aleluya, que substituye al responsorio gradual. Que en un principio se cantase,
incluso durante la quincuagésima pascual, el salmo responscríal acostumbrado,
no puede ponerse en duda. Lo demuestra el hecho de que todavía se canta el día
de Pascua y los cinco días sucesivos y de que la mayor parte de los misales
del Antiphonale Missarum, gregoriano, traen un gradual para la fiesta del 3 de
mayo (Santos Juvenal y Alejandro), así como para las del 10 (Santos Gordiano y
Epímaco) y 12 (Santos Nereo y Aquileo) del mismo mes, que caen siempre en
tiempo pascual. No hay que olvidar tampoco que alguno de estos misales (como
el Blandiniensis, del siglo VIIl) indica siempre, al menos en la rúbrica, un
gradual para todas las dominicas después de Pascua. ¿En qué época y por obra de
quién abandonó Roma, en este período del año, el responsorio gradual para
substituirlo con otro Alleluia cum versu? Y ¿ qué ha sido de los graduales
desaparecidos? Son cuestiones por ahora imposibles de resolver.

166. El uso romano del canto aleluyático a fines del siglo V daba lugar a una
extraña antinomia, ya que mientras en el oficio canónico se cantaba aquél todos
los domingos del año, excepto en Cuaresma, en la misa estaba reservado
solamente al período pascual. San Gregorio Magno se encargó de corregirla,
suprimiendo el canto del Tractus, tradicional en todas las dominicas del año, e
introduciendo en su lugar el Alleluia, como en el tiempo pascual. El mismo nos
ha dejado constancia de la innovación en su conocida carta a Juan de
Siracusa: Quia Alleluia dici ad missam extra Pentecostés témpora fecistis. San
Gregorio quiso de este modo equiparar el domingo a la solemnidad pascual,
de la que era de antiguo la conmemoración semanal. Sin embargo, él no
previo todas las consecuencias de su iniciativa. Porque comenzaron las fiestas
de los mártires a ser puestas al mismo nivel que la dcmínica, y vinieron luego las
de los confesores y vírgenes, y resultó que lo que antes era el poema pascual por
excelencia, se convirtió en el canto ordinario del coro. Los libros medievales
contienen para este fin una cantidad extraordinaria de versículos aleluyáticos,
ccmpuestos del siglo VIII en adelante. Con todo esto, no puede negarse que el
aleluya ha perdido no poco de su antigua encantadora belleza.

5. El Tracto.

Llámase tractus el canto que seguía a la segunda lectura bíblica. Su característica


originaria era la de ser ejecutado por un cantor tractim, de un tirón, sin
interrupciones antifónicas o responsoriales por parte del coro o de la asamblea.
Quería ser la continuación, en un tono más elevado, de la lectura precedente.

El Tractus es por lo tanto, si no la única, una de las más antiguas formas


musicales de la liturgia, pues representa, con las inserciones responsoriales o sin
ellas, el verdadero tipo del canto salmódico, a solo, que se ejecutaba en la antigua
Iglesia antes de que la excesiva riqueza de melismas, introducida por los cantores
litúrgicos alrededor de los siglos VI, produjera el acortamiento del texto cantado.
El tracto, a diferencia del salmo responsorial, habiendo logrado conservar la
primitiva sobriedad en el desarrollo melódico, pudo mantener también múltiples
versículos. Efectivamente, las melodías de los tractos—salmodíeos todos— son
modulaciones típicas, sencillísimas, exclusivamente compuestas sobre el segundo
y el octavo modos. Melodías que se repiten con pequeñas variantes en todos o
casi todos los versículos del salmo. Estos, según la práctica antigua, son
numerosos, dos, tres, cuatro y muchos más. El tracto Quz habitat in adiutorium
Altissimi, de la primera dominica de Cuaresma, tiene todos los versículos del
salmo 90; es el único canto de la misa que ha conservado entero un salmo; el
tracto Deus, Deus meus, réspice, del domingo de Ramos, abarca también la
mayor parte del salmo 21.

Con la reforma gregoriana, al extenderse el verso aleluyático a todos los


domingos del año, el tracto quedó relegado a sólo los tiempos penitenciales, la
Cuaresma y las cuatro témporas. El tracto y el Alleluia, pues, se excluyeron
mutuamente, excepto en la misa de la vigilia pascual, en que al Alleluia sigue el
tracto Laúdate Dominum. Por consiguiente, ningún fundamento tiene la opinión
de los liturgistas medievales según la cual el tracto es un canto de luto o de
tristeza. "El significa las lágrimas de los justos —escribe Hugo de San Víctor—,
y se llama así porque los santos sacan (extraen) su llanto de lo más profundo de
su corazón afligido."

Las misas de las ferias de Cuaresma, compiladas desde un principio con una sola
lección profética, traen por regla general sólo el gradual; pero el lunes, miércoles
y viernes reciben, además, un Tractus característico siempre igual, Domine, non
secundum peccata nostra..., formado por tres versículos de los salmos 102 y 78.
Este tracto no es original, sino una importación galicana de la época
carolingia.

El " Credo."

El símbolo al principio fue esencialmente un elemento de la liturgia bautismal; la


iniciativa de recitarlo en la misa partió del Oriente. Refiere el historiador
Teodoro el Lector que Timoteo, patriarca monofisita de Constantinopla, en señal
de desprecio hacia su antecesor ortodoxo, Macedonio, dispuso por el año 515 que
al acabar la anáfora y antes de la oración dominical recitasen todos el símbolo,
llamado después nicenoconstantinopolitano. La novedad encontró buena
acogida en todo el Oriente y el emperador Justiniano II la sanción con ley en
el 568.

De Oriente pasó en seguida la nueva práctica a España. Los visigodos, arríanos,


que ocupaban el país, al convertirse con su rey Recaredo a la fe romana,
quisieron, en el gran concilio nacional de Toledo del año 589, sellar su propía
conversión con un acto público y duradero, para lo cual se decretó que, en
adelante, en todas las iglesias de España y Galicia fuera recitado el Credo
secundum formam orientalium Ecclesiarum. Mientras el pueblo hacía, antes
del Pater noster, la solemne profesión de fe, unanimiter, clara voce, el sacerdote
tenía en la mano sobre el cáliz la hostia consagrada y la elevaba delante de todos.
La fórmula del símbolo prescrita por el concilio debía ser exactamente conforme
con el texto utilizado en las iglesias de Oriente; pero, en la práctica, a la
frase Qui ex Paire procedit se añadió pronto, no sabemos por obra de quién,
la palabra Filioque. La añadidura fue arbitraria y errónea, provocando
efectivamente la protesta del papa y, más tarde, discusiones ásperas que por parte
de los griegos.

De España, o quizás del norte de Italia, la recitación del Credo pasó a


las Galias en tiempo de Carlomagno por obra principalmente de San Paulino de
Aquileya (780802), uno de los obispos más cultos y apreciados de su tiempo. El
demostró en el sínodo de Francfort del 749 que la fórmula era apta para combatir
el adopcionismo; y en el 796, en el sínodo por el celebrado en Cividale del Friuli,
insistió para que sus sacerdotes aprendieran de memoria el texto del símbolo
nicenoconstantinopolitano, que él mismo preparó, juntamente con un comentario,
suyo también. En las actas sinodales fueron insertas tanto la traducción del
símbolo como el comentario, aquél con la partícula Filioque, que él
expresamente defendió. Dos años después (798), asistiendo al concilio de
Aquisgrán, tuvo que reafirmar la oportunidad de hacer popular el símbolo para
contraponer a la herejía adopcionista de Félix de Urgel la expresión genuina de la
verdadera fe.

Fue ciertamente en aquella circunstancia cuando el símbolo se introdujo en la


misa en la capilla palatina después del evangelio. El papa había consentido en
ello, pero sin saber que se añadía el Filioque. Se deduce fácilmente de las
discusiones habidas en Roma el año 810 entre León III y los enviados de
Carlomagno a propósito del Filioque.

Con todo, a pesar de las protestas del papa, el Filioque permaneció en la


fórmula litúrgica (en el Occidente), y el canto del símbolo en la misa propagóse
rápidamente en Francia y Alemania, como escribe Wilfredo Estrabón
(845): Apud Gallos et Germanos, post deiectionem Felicis haeretici, ídem
symbolum latius et crebius in missarum coepit officiis iteran. Hallamos
confirmado esto en la rúbrica del II OR (s. x), compilado para uso de las iglesias
del norte europeo: Post lee tum evangelium, candelae in loco suo exstinguuntur,
et ab episcopo "Credo in unum Deum" cantatur.

Se habrá notado el puesto diverso asignado en la Galia al símbolo, es decir,


después de la lectura evangélica, puesto que altera sensiblemente la antigua línea
ascensional de la misa didáctica, que culminaba con el canto del evangelio. No
sabemos cuáles fueron los motivos extrínsecos para este cambio, pero
probablemente el principal fue la imitación de una costumbre litúrgica análoga
preexistente en el norte de Italia. Por los recientes estudios de Hesbert en torno al
rito antiguo de Benevento, parece demostrado que a fines del siglo VIII, si no
antes, en Benevento se cantaba el símbolo después del evangelio, cuyo texto era
el mismo que difundiera y más tarde propugnara Paulino de Aquileya, y cuyo
atuendo melódico nada tenía de común con las formas musicales de la tradición
romanofranca. ¿Cómo surgió o de dónde había venido esta tradición italiana
acerca del símbolo? o Del Oriente bizantino a través de las colonias griegas del
sur o de España? Y en cuanto a Paulino de Aquileya, ¿ aprendió de Benevento su
propaganda en favor del símbolo, como antídoto contra la herejía? Por ahora
resulta imposible responder satisfactoriamente a estas preguntas.

La Misa Sacrifical
1. El Ofertorio.
Nociones Preliminares.

El rito eucarístico es esencialmente un sacrificio, la renovación del sacrificio de


Cristo. Ahora bien: el sacrificio supone una ofrenda. La ofrenda eucarística la
designó el mismo Cristo en el pan y el vino que él tomó en sus manos durante la
última cena.

La primera fase del rito eucarístico consiste, por tanto, en ofrecer, con
intervención del pueblo o sin ella, los elementos materiales del sacrificio que va a
realizarse. Hasta una determinada época, que podemos grosso modo determinar
en la primera mitad del siglo IV, estos elementos de pan y vino, una vez
ofrecidos por el pueblo y el sacerdote y dejados sobre el altar, recibían ya con
esto solo una dedicación a Dios, es decir, se convertían en una res
sacra, una oblatio, sin que hubiera ninguna fórmula especial que lo declarara. La
acción hablaba por sí sola. Seguía inmediatamente la oración consecratoria del
sacerdote, en virtud de la cual la oblatio se hacía sacrificio y sacramento.

Más tarde pareció necesario subrayar más la donación hecha a Dios de los
elementos del sacrificio y la confianza de los oferentes de obtener en cambio sus
bendiciones. Esto se hizo ccn una fórmula que Inocencio I llama muy
acertadamente commendatio oblationis. Esta, por razones que desconocemos, ha
llegado a nosotros como si dijéramos por duplicado, es decir, en la secreta y en la
primera parte del canon, muchas veces con términos casi iguales en las dos.
Parece extraño que una anomalía de este género se hiciera conscientemente. Para
atenuar su gravedad, se dice que la secreta tenía poca importancia, que es una
oración de transición; pero el hecho es innegable, y mejor sería reconocer que
nos hallamos ante un duplicado poco feliz.

Del mismo modo deben juzgarse, desde el punto de vista litúrgico, las diversas


apologías introducidas en la zona del ofertorio después del siglo IX. Únicamente
pueden aceptarse como expresión de piedad personal, como una especie de
liturgia privada del sacerdote, y nada más. En realidad son un contrasentido, ya
que anticipan los conceptos, que luego vendrán a repetirse en la secreta y en
la commendatio del canon.

El ofertorio tuvo ya desde el principio alto significado litúrgico, expresado ya por


San Ireneo. Los fieles en el pan y vino que ofrecen intentan darse ellos mismos a
Dios, no en sentido individual, sino colectivo, es decir, en cuanto son
miembros del cuerpo místico de Cristo, la Iglesia, a fin de mantener bien
firmes los vínculos de unión con Cristo y de caridad con los demás. En
consecuencia, el ofertorio se consideraba como la oblación de toda la Iglesia,
considerada ya en su trabazón jerárquica (desde el papa hasta el último clérigo),
ya en su unidad social. La aceptación de la ofrenda equivalía a declarar al fiel en
comunión con la Iglesia y con la comunidad de los hermanos, así como la no
aceptación significaba para el clérigo la destitución de su grado, y para el seglar,
su separación de la sociedad cristiana. Sólo la reconciliación podía darles de
nuevo el derecho de la ofrenda y la reincorporación en las filas del clero o de los
fieles.

El ofertorio representa además la participación oficial y personal de cada fiel al


sacrificio. Y, puesto que el sacrificio es eminentemente un acto corporativo,
todos, sacerdotes y seglares, deben contribuir con su oblación, y,
consiguientemente, todos tienen derecho a recibir el pan por ellos ofrecido,
cambiado en el cuerpo de Cristo. He aquí por qué la Iglesia antigua, que suponía
en estado de gracia a toda la asamblea oferente, consideraba directamente
relacionadas la ofrenda y la comunión; cada oferente era un comulgante. Cuando
el rito de la ofrenda empezó a decaer, cesó también poco a poco la práctica de la
comunión. Es preciso no perder de vista este profundo significado litúrgico del
ofertorio para comprender la magnífica expresión ritual que le ha dado la Iglesia
sobre todo en los siglos antiguos.

La Antigua "Oratio Fidelium."

En el ordenamiento de la misa del siglo II, como en su lugar del dejamos


explicado, el rito del ofertorio comenzaba en este momento con una gran oración
intercesoria. en la que tomaban parte todos los fieles, y que servía al mismo
tiempo de introducción al rito eucarístico propiamente dicho. San Justino la
llama, por razón de su estructura litánica, orationes communes. Tertuliano, más
exactamente, la designa con el término petitiones, porque en realidad estaba
formada de tantas peticiones como invocaciones. El papa Félix III es quien la
llama por vez primera oración de los fieles (oratio fidelium), en contraposición
con otra oración litánica que decían los catecúmenos. En fin, las rubricas de los
libros litúrgicos antiguos le dan el apelativo de orationes solemnes por razón de
su importancia. Pero, sin duda, oración de los fieles es su verdadero nombre,
porque, como advierte la Traditio, estaba reservada para los bautizados,
entonándola no un diácono, sino el obispo, jefe jerárquico de la comunidad. Era,
por tanto, su oración oficial, en la cual estaban llamadas a participar todas las
clases sociales, teniendo acogida en ella todas las necesidades de la gran familia
cristiana.

El lugar que ocupaba en el ritual del sacrificio fue siempre inmediatamente antes
del ofertorio así en Roma como en África. Por lo que hace a Rema, hemos citado
ya a San Justino y San Hipólito; podemos añadir el testimonio del papa Félix III,
que en el 478 prohibe a una determinada categoría de penitentes Orationi, non
modo Fidelium, sed ne cathecumenorum omnimodis interesse. En África, San
Agustín recuerda las Precationes... quas facimus in celebratione sacramentorum,
antequam illud, quod est in Domini mensa, incipiat benedici. San Próspero de
Aquitania en sus Capitula, escritos hacia el 440, atestigua la universalidad de
las obsecrationes sacerdotales, diciendo que in tofo mundo atque in omni
catholica ecclesia uniformiter celebrantur. Uniformiier, porque formaban parte
de la misa cotidiana, cuyo formulario debía ser prácticamente igual en todas
partes. El mismo santo Prelado alude a ello expresamente: Ecclesia Quotidie pro
inimicis suis orat, id est pro his qui nondum Deo crediderunt g. Por la misma
época (c. 420), Bonifacio I, en una carta al emperador Honorio, habla de
las preces, hechas ínter ipsa mysteria, por la salvación del imperio, como de una
oración consuetudinaria. Esto lo confirma su sucesor Celestino I (423-32), quien
asegura a Teodosic que, mientras se celebra la misa, oblatis sacrificns, per omnes
ecclesias vestrum commendatur im perium. La petitio por el emperador y su
ejercito desde el siglo II iba incluida regularmente entre las intenciones de la
oración de los fieles. Otra prueba de que esta oración se recitaba eri las misas
ordinarias es el hecho de que las Oraiones solemnes, en uso todavía el Viernes
Santo, no tienen relación especial con este día; están allí simplemente porque
formaban parte del Ordo missae cotidiano.

La Presentación de los Dones.

El ofertorio, como dijimos, constituye esencialmente la participación material de


los fieles en el sacrificio. El pan y el vino, que son les elementos básicos con los
cuales el hombre sustenta su vida, lo representan a él cuando los lleva al altar:
son sus dones, que él ofrece a Dios para que, por la función mediadora del
sacerdocio, se conviertan en sacrificium acceptabile, es decir, en el cuerpo y
sangre de Jesucristo.

El gesto o rito de la presentación de las ofertas en el altar para que sean


transubstanciadas es primitivo. Lo hallamos ya en San Justino, sin que nos diga
quién lo ejecuta materialmente; no va acompañado de pompa alguna ni de
fórmula especial. La Traditio, de Hipólito, setenta años más tarde, registra
todavía la misma simplicidad de ritual, pero añade ya el detalle de los diáconos.
Son éstos los que presentan a| obispo neoconsagrado la materia del sacrificio
(oblationem), disponiéndola además sobre el altar; después de le cual el obispo
reza, sin más, la oración consecratoria.

Pero el significado simbólico de la oblación era demasiado claro e importante


para que no se subrayara en seguida con un rito colectivo. San Ireneo, al final del
siglo II, ya lo del a entrever en aquel su cálido tratado acerca del deber del
cristiano de hacer ofrendas a Dios, entre las cuales la eucaristía ocupa el primer
puesto. En Roma, la Traditio empieza a decir que los que se preparan a recibir el
bautismo deben llevar consigo una oblación, vas... propter eucharistiam. Decet
enim, eum, qui dignus factus est, confestim Oblationem offerre. Aunque no sea
muy claro el texto, pone ya en relación la ofrenda de los fieles con la eucaristía,
que cada uno podía luego llevarse a casa. Parece natural que lo que debían hacer
los neófitos como primer testimonio de sujeción a la Iglesia, lo hicieran también
los demás. No lo sabemos, pues es éste el primer documento positivo en la
historia litúrgica que aluda a una ofrenda pública en orden al rito eucarístico. A
partir de esta época, los testimonios se multiplican. Los Hechos de Pedro (200-
225) muestran a los fieles orando con San Pablo y trayendo las ofrendas para el
sacrificio, oblationem oferentes. San Cipriano, a su vez, habla de las ofrendas
como de una costumbre que en Cartago tenía casi fuerza de ley para todos.
Regañando a la mujer rica, pero avara, le dice: "Tú vienes al rito del Señor sin el
pan del sacrificio, sine sacrificio, y luego pretendes recibir una parte del pan
sacrificado que el pobre ha ofrecido."

La ofrenda estaba en relación estrecha con la comunión. En España, al final de


este siglo, el sínodo de Elvira (303) es el primero en dictar las normas jurídicas
de la práctica ofertorial. No puede ofrecer ni recibir la eucaristía el que no está en
comunión con la Iglesia (en. 28). La aceptación de la ofrenda y el acto de llevarla
al altar con la correspondiente mención del oferente es el signo externo de la
pertenencia del fiel a su comunidad. Sólo los obsesos y epilépticos, por su
especial condición, están exentos de la obligación de la ofrenda (en. 29). El
concilio de Nicea (325) eximió también a los penitentes mientras no se
reconciliasen. Cuando San Ambrosio en el 390 recibió la carta del emperador
Teodosio en la que le notificaba su penitencia después de la destrucción de
Tesalónica, le contestó el Santo que había ofrecido a Dios en la misa aquella
carta corno una oblación, asociada a la suya sacerdotal: Epistulam pietatis tuae
ad altare detuli, ipsam altari imposui, ipsam gestavi manu, cum offerrem
sacrificium, ut fides tua in mea voce loqueretur, et ápices Augusti sacerdotalis
muñere fungerentur. En Milán eran también excluidos de la oblación los neófitos
durante los siete días sucesivos al bautismo, por no hallarse aún suficientemente
adoctrinados acerca del significado de la ofrenda; porque, como observa San
Ambrosio, non quasi rudis hostia, sed quasi rationis capax, tum demum suum
munus altaribus sacris offerat... ne offerentis inscitia contamineí oblationis
mysteríum.

Durante los siglos IV y V, la práctica de llevar los fieles el pan y el vino para el
sacrificio era general en las iglesias de Occidente. San Agustín refiere la solicitud
de su madre nullo die praetermittentis oblationem ad altare tuum, así como la
desolación de las vírgenes cristianas durante la persecución vandálica al no poder
presentar su ofrenda ante el altar de Dios ni encontrar allí sacerdotem per quem
offerant Deo. En otros lugares, el santo Doctor gusta de subrayar el sentido
dogmático del ofertorio: "El Señor tomó sin ti la carne que inmoló por ti; mas tu
ahora da al sacerdote tu ofrenda, y él la ofrecerá por ti a Dios, a fin de que
perdone tus culpas." De Roma tenemos muchas oraciones de los antiguos
sacraméntanos en las cuales se pide a Dios que santifique los dones puestos sobre
el altar y al mismo tiempo se hace alusión a los fieles que los han ofrecido.

Evidentemente, el gesto de toda una muchedumbre de fieles llevando en las


manos, veladas por un candido lienzo, fanonibus candídis, su correspondiente
porción de pan, oblationis coronam, y dirigiéndose ordenadamente hacia el altar
para poner la ofrenda en manos del obispo o del arcediano, debía de ser una
ceremonia solemne e impresionante. Puede dar una idea la serie de los mártires y
de las vírgenes representados sobre las paredes de San Apolinar el Nuevo, de
Rávena, que se dirigen, según la visión del Apocalipsis, con sus coronas hacia el
altar. Hecha la ofrenda, cada uno de los fieles volvía a ocupar su puesto. Un día
en que el emperador Teodosio en Milán, después de haber presentado a San
Ambrosio la ofrenda, se detuvo más de lo justo en el puesto reservado a los
ministros sagrados, recibió del Santo una invitación cortés, pero enérgica, a que
saliera. Purpura, imperatores, non sacerdotes efficit, le mandó a decir el austero
pontífice. El emperador luego se excusó diciendo que en Constantinopla se
seguía otra norma diversa.

El rito del ofertorio en esta época (s. IV-V) se desarrollaba en silencio, sin


cánticos ni fórmulas especiales de bendición. Los diáconos reunían sobre el altar
la cantidad de pan y vino que se creía necesaria para la comunión; a veces, la
mesa, más bien pequeña, de los altares antiguos se veía rebosante:

Tua, domine, muneribus altaría cumulamus, dice la secreta de la misa del


Precursor. Acto seguido, el obispo iniciaba la solemne oración para la
consagración de los dones.

El primer ritual de la ceremonia del ofertorio nos lo ha dado el I OR, que


describe todos sus detalles con relación a la misa papal de los siglos VII-VIII.
Nosotros hablamos de él expresamente en el número 94, al que remitimos al
lector. Se debe, sin embargo, poner de manifiesto cómo aquél sufrió en esta
época sensibles modificaciones. No es ya el pueblo el que va al altar con la
propia ofrenda para entregarla al celebrante, como en los tiempos de San
Ambrosio, sino que es el celebrante el que con sus ministros se dirige al pueblo
en los diversos sectores de la iglesia para retirarla. Además, el I OR del a
comprender cómo en "Roma las ofrendas se habían convertido casi en un
privilegio de los fieles nobles y distinguidos.

La Antífona "Ad Offertorium."

El antiguo rito de Roma no admitía ningún canto durante la ofrenda de los fieles;
la misa de la antiquísima vigilia de Pascua no lo posee todavía, lo mismo que las
misas más antiguas de la liturgia ambrosiana. ¿Cuándo fue introducido? Es fácil
dar la respuesta para el África. La iniciativa de un canto de esta clase partió de
Cartago durante el episcopado de San Agustín (391-430). Este recuerda haber
escrito un libro contra un tal Hilaro, vir tribunitius, quien criticaba
desdeñosamente morem, qui tune esse apud Carthaginem coeperat, ut hymni ad
altare dicerentur de psalmorum libro, sive ante oblationem sive cum
distribueretur populo quod fuisset oblatum. Hilaro le combatía porque le parecía
aquello una costumbre que contrastaba con toda la tradición. Era, en efecto,
una novedad; pero una buena novedad, sugerida por la conveniencia de
acompañar, con un canto que recogiese y elevase el alma, la pomposa ceremonia
de la presentación de las ofrendas ante el altar.

La Incensación de las Oblatas y la Ablución de las Manos.

La incensación de las oblatas es una ceremonia extraña a la antigua liturgia


romana. Esta la tomó del ritual galicano donde desde el siglo V, en la
procesión que acompañaba las oblatas de la prótesis al altar, había
adquirido especial solemnidad. No está muy claro si en las Galias la
incensación iba precedida de una ceremonia de inspiración bíblica: la ofrenda
del incienso sobre el altar, como la conservan todavía las liturgias
orientales. (** falta una página del texto original, sigue # 191.)

El Ceremonial del Ofertorio.

Este comienza con la preparación del altar. Según los Ordines, mientras el


pontífice se lava las manos para prepararse a recibir las ofrendas, dos diáconos
extendían el amplio corporal antiguo sobre la mesa, recubriéndola
enteramente: diaconi interim altare vestiunt. También hoy es el diácono el que,
terminado el canto del Incarnatus, del Credo, toma de la alacena el corporal,
cerrado en su bolsa, y lo lleva al altar, extendiéndolo sobre la parte central de la
mesa.

El traslado del pan y del vino al altar desde la alacena, donde habían sido
preparados o antes de la misa, como sucede hoy, o cuando los dos ministros
habían llegado al altar con el celebrante al principio de la función, como era la
costumbre medieval, es realizado por el subdiácono sin ninguna pompa. La
liturgia romana, aun cuando estaba en vigor la práctica de las ofrendas, no ha
adoptado la procesión solemne, como tenía lugar en las Galias y en Oriente
para llevar de la prótesis al altar los elementos del sacrificio. Todavía
actualmente entre los griegos el gran introito constituye la ceremonia más
imponente de la misa. Como antiguamente, es todavía el diácono el que preside
la preparación inmediata de las oblatas. Dispone, si hay necesidad, las partículas
para consagrar sobre la mesa y ofrece al celebrante sobre la patena la hostia
del sacrificio. Este, hecha la ofrenda con la oración Suscipe, la coloca con las
propias manes sobre el altar, haciendo con ella sobre la patena la señal de la cruz.
En la antigua misa papal se hacía también así: el papa disponía personalmente las
propias oblatas sobre la mesa: ipse Pontifex... suas proprias
duas (oblatas) accipiens in manus suas, elevans oculis et manibus cum ipsis ad
caelum, orat ad Dcum secrete et, completa oratione, ponet eas super
altare (Ordo de San Pedro). La señal de la cruz, sin embargo, no se encuentra
antes del siglo XII.

La forma actual del ofrecimiento del vino es notablemente diferente de la


primitiva. En el antiguo uso litúrgico romano, la oblación del vino era
enteramente de competencia del diácono. El proveía a poner en el cáliz del papa
vino suficiente, derramaba un poco de agua faciens crucem y lo colocaba, sin
más, sobre la mesa a la derecha de las ofrendas del papa sin recitar ninguna
fórmula. Uno solo generalmente era el cáliz que se preparaba, por grande que
fuese el número de los comulgantes. En una carta del 726 dirigida a San
Bonifacio de Alemania, el papa Gregorio II, que había sido interpelado, prohibe
que sobre el altar sean colocados más de un cáliz durante el sacrificio: Congruum
non est duos vel tres cálices in altan ponere, cum missarum sollemnia
celebrantur. Con esto, él alegaba la consuetudo romana, la cual, decía, se
asociaba al ejemplo de Cristo, que consagró un solo cáliz. Las oblatas y el
cáliz, según otra antigua tradición de Roma, debían estar sobre la mesa en la
misma línea horizontal. La costumbre actual de poner la hostia delante del cáliz
es de origen galicano, como ya advertía Amalarlo. La fórmula relativa al cáliz
no aparece antes del siglo XI, por influencias germánicas, sino en Italia,
solamente por boca del diácono; el cual, deponiendo sobre el altar el cáliz, traza
con él una señal de la cruz, diciendo: Offerimus tibi, Domine.

2. El Canon Romano.

Terminada la presentación de los elementos eucarísticos y dispuestos sobre el


altar el pan y el vino, la preparación del sacrificio está completa. Corresponde
ahora la palabra al sacerdote, para que, en nombre y con el poder de Jesucristo,
ofreciéndolo a Dios, haga la oblación perfecta, consume el sacrificio. El realiza
este sublime y divino encargo con la solemne oración consecratoria, el canon. Es
la oración sacrifical de la Iglesia, en la que Cristo, como sumo sacerdote, renueva
al Padre la oblación perfecta de todo su cuerpo y toda su sangre, inmolados un
día sobre el Calvario para la salvación del mundo. Entre todas las fórmulas
litúrgicas, la del canon es, sin duda, la más sagrada y la más veneranda, porque
encuadra las palabras divinas de la institución eucarística, y desde hace dieciséis
siglos, en los labios de millares de obispos y de sacerdotes, constituye
invariablemente la expresión oficial de la oración sacerdotal. No es de maravillar
el que esta fórmula augusta, que el concilio de Trento declaró inmune de errores,
haya sido objeto, principalmente en los tiempos modernos, de estudio intenso y
apasionado con el fin de indagar sus primeras formas, precisar sus seculares
alternativas y penetrar su profundo significado.

Nosotros nos proponemos, después de haber fijado el texto auténtico, hacer el


análisis, comentando cada una de las partes, para trazar, finalmente, las grandes
líneas de su historia.

Prolegómenos.

Nomenclatura y extensión del canon.

La oración consagratoria, fórmula esencial de todo el rito eucarístico, recibió


nombres diversos en los documentos antiguos y en el uso litúrgico.
Debernos recordar, sobre todo, el de benedictio, adoptado por San Pablo y
repetido frecuentemente por Tertuliano, que recalca la expresión proferida por
Cristo en La última cena ; el otro, igualmente evangélico, de eucharistiaf usado
por San Justino en su famosa descripción de la misa, y el
de sanctificatio, sanctificare, usado comúnmente durante mucho tiempo en
Occidente, tomado ya en sentido amplio, para designar toda la anáfora, ya en
sentido restringido, para indicar las palabras de la consagración. Oblatio
Sanctificari non potest — escribe San Cipriano — ubi sanctus Splritus non est;
y San Agustín: Panis Ule, quem videtis in altari, Sanctificatus per verbum
De, corpus est Christi. Sucesivamente, para afirmar la idea del sacrificio,
encontramos en las liturgias orientales el nombre de ofrenda, en
latín oblatio, vocablo del cual se sirve San Ambrosio y el anónimo escritor de
las Quaestiones V. et N. Testamenti y de los fragmentos eucarísticos descubiertos
por Mai.

La nomenclatura propia de Roma debía asemejarse a la del África. San Cipriano


y San Agustín usan los términos oratio y prex, que se encuentran también en
documentos romanos de Inocencio I, Geroncio y San Gregorio Magno, y el
de actio (entendido sacrijicv), que, como ya observábamos, en sentido amplio
significaba la misa, pero que sirvió también para designar la parte más íntima y
principal. Por esto, el término latino actio, en cuanto al sentido, se puede
considerar equivalente al griego κανών (regula), Canon
Actionis (sacrijíóii), introducido más tarde, que se encuentra por primera vez en
la carta del papa Vigilio (538) a Profuturo de Braga y en San Gregorio. Sobre
todo aparece como título de la oración consecratoria en el sacramentarlo
gelasiano y en el Missale Francorum: Incipit Canon actionis. Este vocablo,
modificado más tarde en Canon missae, ha quedado desde entonces inmutable y
se ha convertido en el término técnico. Pero nuestro misal, en la
rúbrica infra (intra) acííonem, no ha olvidado totalmente la antigua
nomenclatura de la Iglesia.

Por último es preciso recordar otro sinónimo, praedicatío, conocido por San


Cipriano y Firmiliano, y preferido, según parece, por el redactor (s. VI) del Líber
pontijicalis, y alusivo probablemente a la solemnidad con la cual se pronunciaba
la prez. Pero el vocablo no tuvo después seguidores.

Actualmente, los límites del canon son exactamente señalados por la rúbrica del
misal, que lo hace comenzar con la fórmula Te igitur... y termina con
el Amen, recitado inmediatamente antes del Pater noster. Respecto al fin, su uso
concuerda perfectamente con el antiquísimo, referido por San Justino y quizá ya
por San Pablo, y que se mantuvo inalterable en toda la Edad Media. En cambio,
respecto al principio, hay que observar que, en su comienzo, el prefacio se
consideraba como parte integrante de la oración eucarística; la cual formaba por
esto un todo único, sin discontinuidad, desde el diálogo inicial hasta
el Amen final. San Cipriano y San Agustín lo atestiguan formalmente. Además lo
exigía así el lógico desenvolvimiento del tema tradicional de la prez. In ipso
sacrificio Corporis Christi — escribe San Fulgencio de Ruspe (África; f 533
— A Gratiarum Actione Incipimus.

La unidad orgánica del canon comenzó a romperse con la inserción del epinicio
(sanctus); el cual, habiendo separado la parte más íntima de la prez de la parte
introductoria, el prefacio, consintió que este último adquiriese un desarrollo
autónomo, hasta el punto de considerarlo como fórmula independiente. Esto
debió suceder hacia el siglo VII, si bien Amalario muestra todavía ciertas dudas
sobre este particular algún tiempo después. Ccn todo esto, el recuerdo de la
unidad primitiva aparace afirmado también más tarde. El gelasiano pone el título
antes referido: Incipit canon actionis, antes del Sursum corda, y así hacen varios
sacramentarlos del siglo VIII, como el de Gelón y otros aún más tardíos.

En el estado actual de las cosas, la oración central del sacrificio viene a quedar
por esto encuadrada entre los dos cantos, el prefacio y el Pater nosfer, que se
asemejan y sirven admirablemente para poner en singular contraste el silencio
solemne del canon.

El silencio del canon.

El silencio con que desde el siglo VII es recitada la oración consagratoria no es


primitivo; generalmente, ninguna oración de la sinaxis antigua se decía en
silencio; cuanto menos la del canon, la más importante de todas. Esto se deduce
claramente de los escritores y de los documentos más antiguos. San Justino (+
165) lo declara sin más, como Tertuliano. San Hipólito lo del a fácilmente
entender. El hecho de que todas las liturgias conozcan el Amen al final de la
anáfora recitado por el pueblo, y algunas también un Amen después de las
fórmulas de la consagración, supone evidentemente una recitación en alta voz.
San Dionisio de Alejandría (c. 257) habla de un fiel qui gratiarum actionem
audierit, et qui cum caeteris responderit Amen. Geroncio, biógrafo de Santa
Melania (+ 437), refiere que, mientras celebraba en el oratorio contiguo a la
habitación de aquella moribunda, no podía recitar la anáfora con voz clara por la
gran pena que sentía. Entonces la Santa desde su lecho le rogó que levantase el
tono de la voz: Clarius iube fundere Precem, para poder sentir mayor
confortación. Otra vez durante el canon, in terribili illa hora, habiendo añadido a
la recitación de los dípticos el nombre de una difunta muerta con dudosas señales
de ortodoxia, Melania rehusó aquel día recibir de él la comunión. San Agustín
declara expresamente que las fórmulas con las cuales se consagra la eucaristía
son oídas por los fieles: quae aguntur ín precíbus sanctus — dice a los neófitos
— Quas Audituri Estis, ut accedente verbo, fíat corpus et sanguis Christi. El
mismo santo Doctor en el libro contra Petiliano reproduce una objeción de
éste: Si quisquam carmina sacerdotis memoriter teneat, numquid inde sacerdos
est, quos ore sacrilego carmen publicat sacerdotis? El carmen del que habla es
precisamente, como se dice en seguida, la prex sacerdotis, verbis et mysteriis
evangelicis conformata, es decir, el canon. Prueba evidente de que aba en alta
voz; más aun, podemos añadir que no solamente se recitaba, sino que
probablemente se cantaba, como mas tarde refiere el Ordo de San Pedro.
El carmen reclama un cursus, un ritmo musical, aunque simple. Por lo demás, si
se cantaba el prefacio, que formaba el preámbulo — y se conserva siempre la
tradición —, es legítimo deducir que se cantase también lo restante. En algunas
liturgias orientales, la anáfora, o al menos Las fórmulas de la consagración, se
profieren todavía con una recitación a manera de cantilena.

Las primeras alusiones a una recitación de la anáfora en alta voz, que comenzaba
a insinuarse aquí y allá, se encuentran para Oriente en una nota de Justiniano
escrita el 26 de marzo de 565, en la cual ordena a todos los obispos recitar la
"divina oblación" non in secreto, sed cum ea voce quae a fidelissimo populo
exaudiatur. Sabemos en efecto por las homilías de Narsai que la práctica,
desautorizada por el emperador, estaba ya establecida en Mesopotamia en el siglo
V; también en Palestina y en Siria alrededor del 600. Juan Mosco, que describió
hacia aquel tiempo sus graciosas leyendas, en la conocida narración de los niños
que tomaron a juego la celebración de la misa, observa que ellos conocían la
anáfora, porque quibusdam in locis alta voce consueverunt praesbyteri sancti
sacrificii orationes pronuntiare.

La prez eucarística en Roma hacia el final del siglo VII se decía todavía, según el
uso tradicional, en alta voz y quizá con alguna ligera modificación, de manera
que se asemelas e más bien a un canto que a una recitación. La rúbrica
del Ordo de Juan Archicantor (c. 680), después de decir que el papa elevans
vocem, dicit ipsam praefationem Ha ut ab ómnibus audiatur, añade que, cantado
por todos el Sanctus, (Pontifex) incipit canere de simili voce et melodía, ita ut a
circumstantibus altare tantum audiatur.

El texto del canon.

Antes de proceder al análisis de las partes siguientes del canon es oportuno


precisar el texto, no en la forma moderna del misal piano (1570), sino en una
época lo más lenta posible, después de la cual no sufrió ulteriores variaciones
sensibles. Tal es la época de San Gregorio Magno (606). Podríamos quizá tener
un texto más antiguo si el sacramentarlo leoniano no estuviese mutilado en los
cuatro primeros meses. Este no nos ha conservado más que
algún Communicantes, muchas fórmulas del Hanc igitur y una variante
del Quam oblationem. El canon contenido en el gelasiano no puede considerarse
anterior a San Gregorio, porque en la recensión más antigua llegada hasta
nosotros (Vat. Reg. 316) trae la final diesque nostros, añadida por aquel santo
Pontífice. Debemos, por tanto, contentarnos con un texto de la época gregoriana;
texto que, en el estado actual de los estudios litúrgicos, es relativamente fácil
reconstruir.

Bíshop ha demostrado que las diversas redacciones conocidas, sea en los códices
litúrgicos, sea entre los escritores de la alta Edad Media, pueden reducirse a dos
tipos principales: un tipo irlandés o galicano (A), más antiguo, y un tipo romano
o gregoriano (B), más reciente.

Al tipo A pertenecen el misal de Bobio, el misal de Stowe y el Missale


Francorum; al tipo B, el gelasiano antiguo (Vat. Reg. lat. 316) y los siguientes
manuscritos del gregoriano: palimpsesto de Monte casino, Cambrai 159, Vat.
Reg. lat. 337, Vat. Octob. lat. 313. Los dos tipos se distinguen por algunas
lecciones y variantes características; pero solamente el segundo parece
representar fielmente la tradición romana.

Caracteres estilísticos y unidad lógica del canon.

El formulario del canon, sea una traducción del griego, como algunos piensan,
sea un trabajo original, como más bien creemos nosotros, demuestra haber sido
compuesto, dada su especial finalidad, siguiendo las buenas normas estilísticas y
literarias. Se notan en particular:

a) Algunas expresiones propias, como ratam, adscriptam, ángelus tuus,


praecesserunt, refrigeríum, etc., las cuales no se encuentran ya más en los
sacraméntanos, y exigen una antigua terminología litúrgica, que se encuentra ya
en Tertuliano y en San Cipriano.

b) Un paralelismo de miembros, de frases, de cadencias, que no responden


siempre exactamente a las leyes del cursus, contribuyen a dar una estructura
digna y regular al período.

Lo que turba la disposición actual del canon es la escasa homogeneidad de


alguna de sus partes, sea debida ya a la separación y a la diversa recitación del
prefacio y de la prez, ya a la inserción de varias fórmulas intercesorias,
fácilmente identificables, porque va provista de la conclusión Per Christum...
Amen, las cuales lo dividen en secciones casi independientes, con un anexo más
ideal que lógico entre ellas; ya, en fin, al probable desplazamiento de alguna
fórmula original. Todo esto ha resquebrajado innegablemente el orden primitivo
de los conceptos intentado por el compositor y roto el carácter unitario de la prez,
la cual, no obstante, conserva todavía substancialmente las líneas fundamentales
del tema eucarístico, cuyo desenvolvimiento está en la base de todas las anáforas.

El tema del canon es, en efecto, el sacrificio de Cristo, renovado en un marco de


alabanza, de acción de gracias, de bendición a Dios, como él mismo había hecho
solemnemente en la cena, gratias egit, benedixit, y había prescrito a los
apóstoles. En la primera parte, el sacerdote proclama y desarrolla el tema
teológico-cristológico de la redención, poniendo de relieve, en cada una de las
fiestas o tiempos litúrgicos, este o aquel misterio de la vida de Cristo; como, por
ejemplo, en Pascua.

Entre tanto, resumiendo todos los conceptos en la suprema mediación de Cristo


ante el Padre, son invocadas todas las jerarquías angélicas para cantar, al unísono
con ellas, su himno triunfal de la glorificación de Dios: sanctus, sancius,
sanctus...

Pero la más perfecta acción de gracias y de alabanzas es el sacrificio; no el de los


labios o el de algún bien terreno, sino el que solamente Cristo ha podido
ofrecer al Padre: su propio cuerpo y su propia sangre. He aquí por qué entran
ahora en escena (Te igitur) los pobres dones comunes, que son los auténticos
elementos de los que Cristo ha querido servirse para realizar y renovar
perennemente su sacrificio. Estos dones — pan y vino — son ante todo
presentados a Dios con la persona de sus oferentes, presentes o ausentes,
inmediatos o remotos (segunda parte), para que los acepte, los bendiga, los
purifique de toda malsana influencia y los haga dignos de ser transformados en el
cuerpo y en la sangre de su Hijo divino.

Aquí (tercera parte), el sacerdote, verdaderamente alter Christus, evoca la escena


memorable de la institución de la eucaristía, en la que Cristo, nuestro Sumo
Sacerdote, oculto en las especies del pan y del vino, ofreció al Padre su cuerpo y
su sangre que al día siguiente inmoló la víctima purísima sobre el altar de la cruz.
Notamos, sin embargo, que el sacerdote, en las palabras narrativas del canon, no
se contenta con una simple evocación histórica, sino que, en virtud de su
sacerdocio, renueva realmente el misterio de la muerte expiatoria de Cristo.

Después de la cual, en la cuarta parte de la prez, le ofrece de nuevo al Padre


aquellos dones no ya terrenos o sagrados, sino convertidos en la misma
humanidad sacrificada de su bendito Hijo, y le suplica que, llevados al místico
altar del cielo, sean todavía nuestra salvación, nuestra propiciación y, hechos
nuestro alimento, nos llenen de su gracia. Y el canon termina con una magnifica
doxología, en la cual se toma de nuevo el tema eucológico fundamental: Por
Cristo y con Cristo sean dados a ti, Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu
Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén.

Es innegable, por tanto, en el canon un tema único, el tema tradicional de la


eucaristía primitiva, que se desarrolla con amplitud y maestría y que consigue
una fórmula digna de la máxima consideración. Si la Iglesia, sobre este
pensamiento quisiera introducir alguna ligera modificación para coordinar más
visiblemente las diversas oraciones que lo componen y eliminar algún inciso
inoportuno la prez revelaría mejor su íntima unidad y belleza y ganaría en
seguida nuestra admiración.

División del comentario.

Según los conceptos antes expuestos, dividimos nuestro comentario del canon en
cinco grandes párrafos, distinto además del preludio, constituido, según nuestro
parecer, por el Orate, fratres y por la secreta:

1) El preludio (Orate, fratres y secreta).

2) La introducción eucarística (prefacio y banctus).

3) La Commendatio de las ofrendas y de los oferentes (dípticos).

4) El sacrificio (epiclesis y consagración).

5) La ofrenda del sacrificio (anamnesis y orrencía).

6) La doxología final.

El Preludio del Sacrificio.

Orate, fratres.

El Orate, fratres se puede considerar como la introducción de la secreta, como


ésta lo es del canon. Con él el celebrante invita a los asistentes a rezar a fin de
que la ofrenda común (sacrificium) sea agradable a la divina Majestad. Los fieles
le responden con la oración.

S. Orate, fratres, ut meum ac vestrum S. Orad, hermanos, para que mi sacrificio,


sacrificium acceptabile fíat apud Deum Pa que es también vuestro, sea aceptable a
trem omnipotentem. Dios, Padre omnipotente,

M. SuBcipiat Dominus sacrificium de M. El Señor acepte de tus manos este


manibus tuis ad laudem et gloriam nominis sacrificio para alabanza y gloria de su
s u i, ad utilitatem quoque nostram, nombre y también para utilidad nuestra y de
totiusque Ecclesiae suae sanctae. toda su santa Iglesia.

El sacerdote añade en voz baja: Amen.

El Orate, fratres es la apología más antigua del grupo ofertorial.


El Breviarium de Juan Archicantor la menciona ya, sin dar la fórmula Tune vero
sacerdos, dextera laevaque, alus sacerdotibus Postula! Pro Se Orare esta rubrica
explica por qué el sacerdote se vuelve al pueblo, describiendo con su persona un
círculo cerrado. El pontífice debía dirigirse de esta manera a todos, obispos y
clero, situados a derecha e izquierda del altar.

La Introducción Eucarística.

El "prefacio."

Dominus vobiscum. El Señor sea con vosotros.

Et cum spiritu tuo. Y con tu espíritu.

Sursum corda. Arriba les corazones.

Habemus ad Dominum. Los tenemos en el Señor.

Gratias, agamus Domino Deo nostro. Demos gracias al Señor, nuestro Dios.

Dignum et iustum est. Es digno y justo.

Veré dignum et iustum est, aequum et Es verdaderamente digno y justo,


salutare, nos tibí semper et ubique gratias conveniente y saludable que siempre y en
agere; Domine sánete, Pater omnipotens, todo lugar te demos gracias, Señor santo,
aeterne Deus, per Christum Dominum Padre omnipotente, eterno Dios, por medio
nostrum. Per quem maiestatem tuam de Cristo, Señor nuestro. Por el cual los
laudant angelí, adorant dominationes, ángeles alaban tu majestad, la adoran las
tremunt potestates; caeli caelorumque dominaciones, la, temen las potestades, los
virtutes ac beata seraphim soda exultatione cielos y las virtudes de los cielos y los
concelebrant. Cum quibus et nostras voces, bienaventurados serafines la celebran con
ut admitti iubeas deprecarniír, supplici unánime exultación. Y nosotros te rogamos
confessione dicent es: que quieras asociar a sus voces las nuestras,
Sanctus, sanctus, sanctus Dominus, Deus mientras con humilde homenaje decimos:
sabaoth.
Santo, santo, santo
Pleni sunt caeli et térra gloria tua.
(es) el Señor, Dios de los ejercitos;
Hosanna in excelsis.
los cielos y la tierra están llenos de tu
Benedictus qui venit in nomine Domini. gloria.

Hosanna in excelsis. Hosanna en las alturas. Bendito el que viene


en nombre del Señor.

Hosanna en las alturas.

Es en San Cipriano (+ 258) donde se encuentra el término praefatio en sentido


temporal (prae = ante), para indicar un preámbulo, un prólogo; y él lo aplica a
los versículos dialogados entre el celebrante y la asistencia con los cuales ha
comenzado la prez: Ideo et sacerdos ante oratiomm (la anáfora
eucarística), Praefatione praemissa, parat fratrum mentes dicendo: Sursum
corda. En sentido análogo se encuentra también como título, praefatio symboli,
praef. orationis dominicae, en el Ordo in aperitione aurium, del gelasiano, y en
forma más decisiva, praefatio missae, en los invítatenos en uso en la misa
galicana, con los cuales el celebrante sugería a les fieles la intención específica a
poner en la oración que después cada uno formulaba en silencio. El gelasiano y el
Jeoniano no ponen ningún título al prefacio de las misas, excepto las dos iniciales
VD — Veré dignum. Jungmarm hace observar, sin embargo, que, en un
principio, praefatio, praefari, en el lenguaje sagrado pagano, se usaba en sentido
local (prae — ante), y significaba la oración oficial que el sacerdote dirigía a la
divinidad delante de una asamblea. De donde deduce que praefatio indicaba no
sólo la gran oración eucarística, sino cualquiera otra fórmula litúrgica importante.
En este sentido podemos entender el canon 12 del II concilio Milevitano (416),
que sanciona: Placuít... ut praeces vel orationes seu missae, quae probatae
fuerínt in concilio, sive Praefationes, sive commendationes su manas
imposiliones ab ómnibus celebrentur; el gregoriano, por ejemplo, designa con el
título de prefacio el Hanc igitur y la fórmula de bendición de la uva para recitarla
antes del final del canon.
El significado derivado de la fórmula introductoria del canon, y, por tanto, bien
distinta de él, aparece solamente en el siglo VI con el Líber
pontificalis: (Gelasius Pp.) fecit etiam et sacramentorum Praefationes et
orationes y después regularmente en el gregoriano, es decir, cuando se había
olvidado casi totalmente que el canon formaba una fórmula sola desde el Sursum
corda hasta el Amen final.

En realidad, la unidad de la fe comenzó a ser amenazada el día (s. V) en que


Roma aceptó insertar en su canon el trisagio, que venía necesariamente a
interrumpir el curso de la prez. Desdoblada la prez al Sanctus, la primera parte,
casi en antítesis con la segunda, que quedaba predominantemente fila e
inmutable, llegó a tomar una clara variabilidad, con perjuicio de su carácter
eucarístico primitivo teocristológico, admitiendo un gran número de fórmulas
embolísticas a tono con el misterio o el santo festejado aquel día. El Leoniano,
aunque mutilado en las misas de cuatro meses, contiene hasta 267 prefacios,
generalmente breves, conceptuosos, de un ritmo inconmensurable. Si éste refleja
una práctica litúrgica real (esto no es totalmente seguro) se debe deducir que, en
su tiempo, la variabilidad era la norma ordinaria; de aquí que cada misa festiva o
ferial del Señor o de los santos poseyera un prefacio variante, y a veces más de
uno.

Sin embargo, pronto debió parecer excesiva esta exuberancia de embolismos,


porque éstos se encuentran reducidos apenas a 54 en los gelasinos antiguos,
distribuidos así: 1) en las cinco solemnidades tradicionales: Navidad, cuatro;
Epifanía, dos; Pascua, doce; Pentecostés, cuatro; 2) en las fiestas de algunos
santos principales: Santos Felipe y Santiago, uno; Santos Pedro y Pablo, tres; San
Lorenzo, dos; San Andrés, dos; 3) en las dominicas después de Pascua, ocho; 4)
en algunas ferias de las témporas, cuatro; 5) en algunas misas de ocasión o
votivas, once. Prevaleció; por tanto, en este sacramentarlo el criterio de que cada
solemnidad del Señor tenga un prefacio propio, mientras que las fiestas de los
santos lo tienen sólo por excepción.

Esta regla del gelasiano encuentra un parecido en la carta enviada por el papa
Vigilio en el 538 a Profuturo de Braga (España). En ella el pontífice declara que
en Roma el canon da una norma fila e invariable de oración
consécratería, semper, eodem tenore, oblata Deo muñera consecramus. Después
añade:

Quotics vero paschatis, aut Ascensionis Domini vel Pentecostés et


Epiphaniae) sanctorumque Dei fuerit agenda festivitas, singula capitula diebus
apta subiungimus, quibus commemorationem sanctae solemnitatis, aut eorum
facimus quorum natalitia celebramus; caetera vero ordine consueto
prosequimur.

¿Qué eran estos trozos o capitula que se mezclaban en tales días en la prez? Los
liturgistas les han identificado con las fórmulas variables del Communicantes
y del Hanc igitur; pero, como justamente hace observar Alfonzo, es preciso
añadir los prefacios variantes, ya que, si queremos aplicar exactamente las
palabras del papa, en las fiestas santorales sólo el prefacio es la parte variable de
la prez.

El gregoriano — no teniendo en cuenta el suplemento de Alcuino — contiene, a


su vez, solamente catorce prefacios variables, distribuidos como en el gelasiano,
pero con una diferencia puramente cuantitativa: mientras éste contiene diversas
fórmulas para una misma fiesta, el gregoriano nos da solamente una escueta para
Navidad, cuya segunda misa contiene el prefacio de Santa Anastasia.

El "Sanctus."

La alabanza angélica del prefacio desemboca en el Sanctus o epinicio (hymnus


seraphicus, angelicus, hymnus Gloriae en la anáfora griega, trisagio) que, con
alguna variante, es el himno antifónico (alter. ad alterum) oído por Isaías de
labios de los serafines, postrados delante del trono de Dios: Sanctus, sanctus,
sanctus Domínus, Deus sabaoth. Plena est omnis térra gloria eius. La frase Deus
sabaoth, que no es de la Vulgata, sino de una versión anterior, equivale a Deus
exercituum, Dios de las milicias celestiales.

El trisagio, si bien formaba parte del servicio de la Sinagoga, donde todavía se


recita en la Keduscha del oficio matutino, y no era extraño a la liturgia de la
iglesia romana, entró tarde en el canon romano. San Justino, la Traditio, los
fragmentos de Mai, San Ambrosio y San Agustín no lo conocen todavía en la
misa; era usado más bien como fórmula doxológica. Pero un anónimo escritor
español del final del siglo V escribía un poco enfáticamente: Ecclesiae Christi
omnes ab oriente usque ad occidentem convenienter Patrem a Seraphim laudan
profitentur in ministeriorum relatione. Si esto último se refiere a la cláusula,
quiere decir que, en su tiempo, el trisagio en honor del Padre era bastante
común. El Eucologio de Serapión, San Cirilo de Jerusalén, San Juan Crisóstomo
en Antioquía y las Constituciones apostólicas atestiguan el uso litúrgico en
Oriente. Es cierto que su introducción en el misal sucedió primeramente allí, y
más concretamente en Jerusalén, que derivó la fórmula de Alejandría. De
Oriente pasó después a España y a las Galías, donde San Hilario es el primer
testigo.
Para Italia encontramos la primera alusión en San Pedro Crisólogo (+ 450), el
cual afirma que en Rávena lo cantaba ya el pueblo: Maiestatem (Dei) vox
fidelium quotidiana testatur, clamans: Pleni sunt caeli et térra gloria tua.

En cuanto a Roma, no tiene ningún valor la noticia del Líber pontificalis de que


fue el papa Sixto I (+ 127) quien lo introdujo en la misa. Inocencio I, a principios
del siglo V, parece que no lo conocía todavía. Es muy posible que el epinicio fue
recibido en la liturgia sacrifical de Roma durante la primera mitad de aquel siglo,
quizá bajo Sixto III (+ 440), derivándolo de la liturgia siríaca; porque mientras
en otras partes el texto de la fórmula era Sanctus... Dominus Sabaoth, en
Antioquía se decía: Dominus Deus Sabaoth. De su tardía inserción en la prez es
prueba, por lo demás, el hecho de que fue unido con un Per quem a la
parte cristológica, cuando de suyo pertenece a la teológica, y la circunstancia,
atestiguada por el concilio de Vaison (529), de que el Sanctus no se decía en las
misas privadas, sino solamente en las públicas cantadas. Los Padres decidieron
(en. 3) que en adelante debía recitarse en todas las misas, seu in matutinis, seu
quadragesimalibus, seu in illis quae pro defunctorum commemoratione fiunt.

La añadidura en honor del Hijo: Benedictus qui venit... Hosanna (— alabanza,


gloria) in excelsis, que evoca la aclamación triunfal dirigida a Cristo a su
entrada en la santa ciudad, es de origen más reciente y, como opina
Baumstark, de derivación jerosolimitana, de cuya liturgia pasó a las otras
comunidades orientales, excepto en las tributarias de Alejandría (papiro de Der-
Balyzeh, anáfora de Serapión, liturgia de San Marcos), las cuales no la
acogieron nunca. En Occidente, el Benedictus es atestiguado ya por San
Cesáreo de Arles (+ 543) para las Calías. En Roma entró mucho más tarde; el
texto del canon gregoriano no lo conoce todavía. La eulogía del Benedictus fue
probablemente asociada al trisagio como doxología final, según una costumbre
frecuente en La Iglesia antigua.

Las dos partes del trisagio conservan todavía en nuestra misa cierta
preeminencia. El sacerdote recita la primera profundamente inclinado; la
segunda, en cambio, recto, haciendo la señal de la cruz; en las misas cantadas, la
eulogía se ejecuta después de la consagración. El uso, sin embargo, es moderno,
debido al hecho de que la música polifónica de los siglos XV-XVI, que había
dado gran extensión al canto del Sanctus, no daba tiempo a cantar
el Benedictus antes de la consagración. Debía por esto cantarse después — el
sentido, por lo demás, no se oponía-; y la práctica romana insensiblemente
alcanzó fuerza de ley, autenticada después por el Ceremonial de los obispos.

El himno angélico fue en un principio un canto del pueblo, no de la schola. El


prefacio, en efecto, se concluye invitando a todos los presentes a unir las propias
voces a las de las milicias celestiales. El citado pseudo-decreto del papa Sixto 1,
que en realidad refleja la práctica romana a principios del siglo VI, dice
que sacerdote incipiente, populushymnum decantaret: Sanctus. También en
Rávena, como veíamos, en la primera mitad del siglo V lo ejecutaba el pueblo.
De un sermón de San Cesáreo de Arles (+ 548) deducimos que en esta época, en
las Galias, el Sanctus era siempre un canto popular. Cum máxima pars populi
— dice él — recitatis lectionibus exeuni de ecclesia, cui dicturus est
sacerdos "Sursum corda?" ... vel qualiter cum tremore simul et gaudio
clamabunt: "Sanctus, sanctus, sanctus, benedictus qui venit in nomine
Domini?" Más tarde todavía conservó este carácter. Los reyes francos lo
recuerdan en sus capitulares y una ordenación del obispo Herardo de Tours (585)
obliga a los sacerdotes a asociarse en este canto con el pueblo. Rábano Mauro lo
confirma.

La "Commendatio" de las Ofrendas y de los Oferentes.

La Commendatio de las ofrendas y de los oferentes (llamada también gran


intercesión), que nuestro canon ha colocado entre el epinicio y la consagración,
comprende cuatro fórmulas distintas:

a) El Te igitur (Commendatio de las ofrendas).

b) Los dípticos diaconales de los vivos (Commendatio de los


oferentes).

c) El Communicantes.

d) El Hanc igitur.

El "Te igitur" ("Commendatio oblationis").

Te igitur, clementissime Pater, per lesum Mientras tanto, clementísimo Padre,


Chistum Filium tuum, Dominum nostrum, suplicantes te rogamos y te pedimos, por los
supplices rogamus ac petimus, uti accepta méritos de Jesucristo, Hijo tuyo y nuestro
habeas et benedicas, haec dona, haec I< Señor, aceptes y bendigas estos dones, estos
muñera, haec tRsancta sacrificia illibata. presentes, estos y los santos sacrificios
inmaculados.
In primis, quae Tibí offerimus pro Ecclesia
tua saneta catholica; quam pacificare, Te lo ofrecemos en primer lugar por tu
custodire, adunare et regere digneris tota santa Iglesia católica, a fin de que te dignes
orbe terrarum; una cum fámulo tua Papa pacificarla, custodiarla, reunirla y
nostro N. et Antistite nostro N. et ómnibus gobernarla en todo el mundo, junto con tu
orthodoxis, atque catholicae et apostolicae siervo nuestro papa N., y con nuestro
fidei cultoribus. obispo N., y con todos los creyentes y
seguidores de la fe católica y apostólica.

En la famosa carta a Decencio de Gubio (416) el papa Inocencio I preguntaba a


su interlocutor cuál era, según el uso de Roma, el orden a seguir en la misa
respecto de las ofrendas y de los oferentes. Prius oblationes sunt commendandae,
ac tune eorum nomina, quorum sunt oblationes edicenda, ut ínter sacra mysteria
nominentur. La fórmula del Te igitur que abre el canon actual es precisamente en
su primera parte la Commendatio oblationum, es decir, la presentación a Dios
de las ofrendas — pan y vino — para que las acepte y las bendiga. La
oración está dirigida al Padre, clernentissirne Pater· y su comienzo: Te
igitur, aunque un poco brusco en relación con el Sanctus que precede, se une
idealmente con el protocolo del prefacio Domine sánete, Pater omnipotens..., si
bien no puede disimular la interpolación del epinicio, que ha interrumpido la
línea natural del pensamiento primitivo. Se dice: ut accepta habeas, es decir,
agradezca, acola favorablemente las ofrendas: et benedicas: aquí no tiene el
sentido de consagrar, sino el tradicional de purificar de todo influjo
indebido. Alude a ello San Agustín: ...Ut precationes... quas facimus in
celebratione sacramentorum, antequam illud, quod est in Domini mensa, incipiat
benedici, Orationes, Cum Benedicitur.

Las ofrendas son llamadas dona..., muñera..., sacrificia illibata, es decir, no


tocadas por nadie. Probablemente, los tres términos son sinónimos, conforme al
estilo del canon; pero Brinktrine los relaciona con la antigua rúbrica de
la concelebratio (I OR, n. 48), por lo cual los sacerdotes cardenales, estando a la
derecha y a la izquierda del altar del papa y teniendo cada uno en la mano dos
oblatas, las consagraban, recitando junto con él la prez consecratoria. El solo, sin
embargo, hacía sobre todas las señales de la cruz: sed tantum pontifex facit
super altare crucem dextra levaque. Las intenciones generales del sacrificio se
expresan en la segunda parte de la fórmula. Se pide sobre todo por la Iglesia
católica, para la cual se suplica la paz, la tutela, la unidad, el gobierno. La
fraseología es casi idéntica a la de las oraciones solemnes del Viernes Santo: ut
eam, Deus... pacificare, adunare et custodire dignetur toto orbe terrarum,
y encuentra numerosos parecidcs en la antiquísima literatura cristiana. A él alude
ciertamente Otón de Mileto (370) cuando reprende a los donatistas la
contradicción en que se encuentran de ofrecer el sacrificio por la Iglesia católica,
con la cual han roto las relaciones: Offerre vos dicitis Deo pro una ecclesia, quae
sil in toto terrarum orbe diffusa; y el papa Vigilio (+ 555) al emperador
Justiniano: Omnes Pontífices antiqua in offerendo sacrificio traditione
deposcimus, exorantes ut catholicam fidem adunare, regere Dominus et
custodire toto orbe dignetur.

220. Pero así como en la liturgia romana el concepto de iglesia no se encuentra


nunca disociado del de su cuerpo, así en las oraciones solemnes (en
la commendatio del Exultet) sigue inmediatamente la fórmula intercesoria por el
papa, una cum fámulo tuo Papa nostro illo. El título de papa era común desde el
siglo III al V a todos los obispos; a partir del siglo VI aparece la tendencia de
reservarlo al obispo de Roma. La recitación de su nombre no era, sin embargo,
una característica de Roma, sino general en todas las iglesias de Occidente. El
concilio de Vaison (529) hace expresa mención. Pelagio I (556-561) se disgustó
gravemente con los obispos cismáticos de la Tuscia porque no lo nombraban
durante los santos misterios: Quomodo vos ab uniüersi orbis communione
separatos esse non creditis, si mei Ínter sacra mysteria, secundum
consuetudinem, nominis memoriam reticetis? Y algún tiempo antes, Ennodio,
hablando a los obispos del concilio Romano celebrado bajo el papa Símaco (498-
514), decía: Ullo ne ergo tempere, dum celebrarentur ab his sacra Missarum, a
nominis eius (es decir, del papa) commemoratione cessatum est? Unquam pro
desideriis vestris sine ritu catholico et cano more, semiplenas nominatim
antistites hostias obtulerunt.

Esta conmemoración pontificia, realmente distinta de los dípticos de los


oferentes, recitadcs por el diácono, revestía un significado especial porque la
profería el celebrante mismo. Para Pelagio I, el omitirla equivalía a declararse
fuera de la Iglesia, y para Ennodio de Pavía era como ofrecer sacrificio
incompleto. Todo, por tanto, nos induce a creer que el lugar actual atribuido a la
mención del papa en el canon sea verdaderamente original y primitivo.

El memento (dípticos de los vivos.)

Memento, Domine, famulorum Acuérdate, Señor, de tus siervos y de tus


famularumque tuarum N. et N.... (orat siervas N. N.... (aquí el sacerdote reza un
aliquantulum pro quibus orare intendit) et momento según las propias
omnium circumstantium, quorum tibi fides intenciones) y de todos los circunstantes, de
cognita est et nota devotio, pro quibus tibi los cuales te es manifiesta la fe y conocida
offerimus, vel qui tibi offerunt, hoc la devoción, por los cuales te ofrecemos, o
sacrificium laudis, pro se suisque ómnibus ellos mismos te ofrecen, este sacrificio de
pro redemptione animarum suarum, pro alabanza por sí y por todos los suyos, para
spe salutis et incolumitatis suae; tibiaue la redención de sus almas, para la esperanza
reddunt vota sua aeterno Deo, vivo et vero. de su salvación y conservación, y presentan
sus votos a ti, Dios eterno, vivo y
verdadero.

A la commendatio oblationis, conforme al orden indicado por el papa Inocencio


I, sigue la recitación de los nombres de aquellos que han hecho las ofrendas: tune
eorum nomina quorum (oblationes) sunt edicenda, ut ínter sacra mysteria
nomine ntur..., y también de otras personas beneméritas de la Iglesia por
cualquier título. Los nombres se escribían generalmente sobre dos tablillas
plegadas por una bisagra (dípticos) y un diácono o subdiácono los leía
públicamente. Del uso de los dípticos hay testimonios por lo menos desde el siglo
III; no admite, por tanto, duda alguna. En Roma y en África, en un principio se
recitaban solamente los nombres de los vivos, es decir, de aquellos que habían
hecho la ofrenda y comulgaban. Los nombres de los difuntos se proferían en las
misas pro dormitione, como atestigua San Cipriano; más tarde, sin embargo,
por lo que podemos deducir de los escritos de San Agustín, los difuntos tuvieron
una conmemoración en las misas ordinarias. En Oriente, los dípticos
comprendían dos listas en tiempo de San Juan Crisóstomo (407): una de
personas vivas, en relación no con las ofrendas, sino con su alta dignidad,
ortodoxia, méritos; la otra, de difuntos, obispos, emperadores, particulares. Más
tarde (s. V), Roma comenzó también a poner en sus dípticos los nombres de
personajes insignes vivos; San León Magno, a ejemplo de cuanto se hacía en
Jerusalén y en África, asoció al recuerdo de los vivos más ilustres los nombres de
aquellos santos que en Roma gozaban de especial veneración (fórmulas del
Communicantes y del Nobís quoque peccatoribus). No está muy claro cuándo se
leían los dípticos, porque la disciplina pasaba de iglesia a iglesia. El obispo de
Gubio había, en efecto, preguntado directamente al papa. En Roma, el más
antiguo recuerdo, el del papa Inocencio I (416), lo supone dentro de la anáfora;
pero es muy dudoso si este puesto era el primitivo o, en cambio, una derivación
oriental. Las liturgias galicanas hacían la lectura, una vez terminado el ofertorio,
antes del canon; en Alejandría, dentro del canon, pero antes de la
consagración; en Antioquía, en cambio, después de la consagración. Al
principio, sin embargo, también el Oriente debió tener dípticos en el
ofertorio. El canon gregoriano ha adoptado un término medio entre el uso
alejandrino y el romano, ya que los dípticos diaconales de los vivos preceden a la
consagración, mientras los de los difuntos vienen después. Sin embargo, ambas
oraciones de intercesión muestran un común origen oriental y conservan las
señales del desdoblamiento sufrido cuando en Roma se recitaron en dos veces,
conforme a la doble lista de las conmemoraciones de los vivos y de los difuntos.
La fórmula Memento Domine... Deo vivo et vero representa precisamente la
fraseología protocolaria que se anteponía a la recitación de los nombres de los
oferentes; — Quí tibi offerunt: un anónimo del siglo IV declara bien el
concepto: Ipse semper dicitur offerre cuius oblationes sunt, quas super altare
imponit sacerdos. En la frase et omnium circumstantíum es fácil ver reflejado el
cuadro litúrgico de la misa antigua: el obispo celebra de cara a la asamblea (clero
y pueblo), distribuida alrededor del altar. La pausa después de las
palabras famularumque tuarum tiene un parecido en una rúbrica del gelasiano a
propósito de las misas de los escrutinios bautismales: Infra actionem, ubi dicit:
Memento, Domine... famularumque tuarum, qui electos tuos suscepturi sunt (les
padrinos y las madrinas) ad sanctam gratiam baptismi tui et omnium
circumstantium. Et taces. Et recitantur nomina virorum et mulierum... Et
intras (prosigue) quorum tibi fides... inciso pro quibus tibi offerimus, vel... en
primera persona aparece en el siglo IX con la disminución de las ofrendas en
especie, cuando les oferentes estaban ausentes tratándose de misas de fundación;
el vel es rubrical, para indicar que son fórmulas de recambio, a tomarse según los
casos.

El término sacrificium laudis, derivado de la Carta a los Hebreos, quiere


significar el carácter eucarístico de la misa. Los oferentes ofrecen
pro redemptione animarum suarum, sometidas al pecado; el pensamiento se
repite frecuentemente en las secretas de la misa: a cunctis nos reatibus absolve;
expiatis mentibus; ut offensa nostra relaxentur. — Tibique reddunt vota
sua: expresión bíblica, en la cual votum es sinónimo de sacrificium. — La
frase Deo vivo et vero está tomada de San Pablo (1 Thes. 1:9). El uso actual de
hacer en silencio mención de alguno, a beneplácito del celebrante, debió
introducirse alrededor del 1000. El Micrólogo asegura que al final del siglo XI
era una práctica común.

El "Communicantes" (dípticos de los santos).

Communicantes et memoriam venerantes in Unidos en una misma comunión y


primis gloriosae semper virginis Mariae, celebrando la memoria en primer lugar de la
Genitricis Dei et Domini nostri lesu gloriosa siempre virgen María, Madre de
Christi; sed et beatorum apostolorum ac Dios y de nuestro Señor Jesucristo, y
martyrum tuorum, Petri et Pauli. Andreae, además de los bienaventurados apóstoles
lacobi, loannis, Thomae, lacobi, Philippi, mártires tuyos Pedro y Pablo, Andrés,
Bartholomaei, Matthaei, Simo nis et Santiago, Juan, Temas, Santiago, Felipe,
Taddaei; Lini, Cleti, Clementis, Xysti, Bartolomé, Mateo, Simón y Tadeo; Lino,
Cornelii, Cypriani, Laurentii, Chrysogoni, Cleto, Clemente, Sixto, Cornelio, Cipriano,
loannis et Pauli, Cosmae et Damiani et Lorenzo, Crisógono, Juan y Pablo, Cosme y
omnium sanctorum tuorum; quorum mentís Damián y de todos tus santos; por cuyos
precibusque concedas, ut ín ómnibus méritos y oraciones concédenos el ser en
protectionis tuae muniamur auxilio. Per todas las cosas avudados por tu protección.
eumdem Christum Dominum ο s t r u m. Por el mismo Cristo nuestro Señor. Amén.
Amen.

El Communicantes en el misal romano lleva el título Infra (=


intra) actionem. Esta rúbrica tenía su razón cuando en los antiguos
sacraméntanos, como el gelasiano, el Communicantes, con su particular
embolismo, se ponía después de las oraciones propias de la misa del día o del
santo para indicar que la fórmula se recitaba dentro del canon. Hoy,
naturalmente, ya no tiene significado donde está.

La fórmula del Communicantes se une con la proemial


precedente Offerunt... aeterno Deo vivo et vero. Communicantes...,
manteniéndose, como ésta, dirigida a Dios. Quiere ser una solemne
conmemoración de los mártires más ilustres, asociando, en torno al altar del
sacrificio, la iglesia triunfante a las alegrías, a los cantos, a las súplicas de la
iglesia militante. Aquí está todo el dogma de la comunión de los santos. Los
fieles profesan, a través del sacerdote celebrante, el estar en comunión con Cristo,
en comunión con los hermanos esparcidos por toda la tierra, en comunión con los
hermanos glorificados en el cielo.

Obsérvese: el término communicantes, o está solo, y quiere decir que qui


offerunt están unidos en la misma comunión (junto con los santos que siguen), —
o se une al tibí offerimus del Te igitur y a la mención del papa, una cum fámulo
tuo Papa nostro communicantes; es decir, en plena comunión con nuestro papa,
o bien se coloca en relación con la fórmula precedente del Memento y con los
nombres de los santos aue siguen, según una conocida variante de la Carta a los
Romanos, Memoriis sanctorum communicantes, para significar la unidad en
Cristo de los fieles y de los santos. Es ésta la interpretación más común.
— Memoriam venerantes equivale a "haciendo venerada conmemoración," según
el texto de San Cipriano: Dies eorum quibus excedunt nótate, ut
commemoratienes eorum ínter memorias marturum celebrare possimus; — la
Virgen Santísima es exaltada con los títulos de gloriosa, semper Virgo, como la
llama ya San Epifanio; Genetrix Dei, título reconocido oficialmente en el
concilio de Efeso (431), pero muy anterior, porque se encuentra en una homilía
de Ático, obispo de Constantinopía (406-415); primero la fórmula debía decir
simplemente Genetricis D. N. lesu Christi.

Coordinación de las fórmulas intercesorias.


Es necesario en este punto dirigir una mirada retrospectiva de conjunto a las
diversas fórmulas de la oración intercesoria que hemos analizado para ver y
poner de relieve el hilo lógico conductor que tuvieron en un tiempo. Para esto es
preciso tener en cuenta que, en el actual canon, las oraciones recitadas
antiguamente por el sacerdote se han mezclado con las que pertenecen al
diácono, de forma que para restablecer el orden y el nexo es preciso distinguir las
partes propias de cada una.

El Te igitur, que abre el canon, con el consiguiente Communicantes, corresponde


al sacerdote. Representa la oración recordada por San Agustín cum
benedicitur, que el sacerdote debía recitar en alta voz apenas terminado el
epinicio, cantado por el pueblo. Después de que él había presentado y
recomendado a Dios las ofrendas en nombre de toda su santa Iglesia: en
comunión con el papa, con los propios obispos; en honor y memoria de la Virgen
Santísima, de los apóstoles, de los mártires, el diácono subía al ambón y
comenzaba el memento de los vivos (dípticos), recitando la larga lista de los
oferentes y la de los dignatarios eclesiásticos y civiles que tenían derecho a ello.
Era su fórmula propia, la cual aun por su estilo se distingue de las demás del
canon. El celebrante la escucha en silencio. Et taces, dice en este punto la rúbrica
del gelasiano; y añade: Et recitaniur nomina virorum et mulierum..., claro que
por otro diácono. Cuando éste había terminado la lista de los nombres, concluía
con el formulario protocolario...et omnium circum adstantium qui... tibí reddunt
vota sua aeterno Deo vivo et vero. En este punto, excepto los días a los cuales
estaba asignada la fórmula del Hanc igitur, el celebrante pasaba en seguida, con
la fórmula epiclética Quam oblationem, a la consagración.

Para mayor claridad de lo que hemos dicho, ponemos sobre dos columnas la
parte del canon sacerdotal y diaconal (dípticos). Este, inserto más tarde en la
primera, vino a turbar la coordinación de pensamiento y de expresiones que
poseía, El texto que presentamos es el que, poco más o menos, existía a
principios del siglo VI después de los retoques sufridos en la reforma del papa
Gelasio.

"De esta manera, el nexo parece restablecido y las diversas partes del canon
aparecen verdaderamente coherentes y unidas entre sí. Las grandes líneas
fundamentales y el rito de la anáfora eucarística, que la Roma papal del siglo V
consideraba de origen apostólico, y por esto intangible, reaparecen netas, y la
antigua oración se nos presenta hoy rodeada por un nimbo de venerable
antigüedad mucho mayor de lo que podíamos sospechar."

Del Sacrificio.
1) El "Quam oblationem" y la epiclesis romana Quam oblationem, tu, Deus, in
ómnibus quaesumus, teñedictam, ad scriptam, ra tam, rationabilem,
acceptabilemque faceré, digneris, ut nobis Coriepus et Sanctus guis fiat
dilectissimi Filii tui Domini nostri lesu Christi.

La cual oblación te rogamos, ¡oh Dios! te dignes hacerla, entre todas bendita,
aceptable, ratificada, razonable y agradable; sea esto para nosotros el cuerpo y la
sangre de tu Hijo dilectísimo, Señor nuestro Jesucristo.

El Quam oblationem, que sirve de unión entre las oraciones intercesorias y la


consagración, tiene como objeto impetrar la virtud divina sobre la oblación de los
fieles, a fin de que ésta, hecha agradable a Dios, se transforme para nosotros en el
cuerpo y en la sangre de Jesucristo. Sintácticamente, sin embargo, se une mal con
la fórmula Hanc oblationem que precede, y acusa, con su repetición, la
intromisión de esta última, originariamente extraña a la prez.

La fórmula pide que la oración sea in ómnibus (enteramente); bajo toda


relación, benedictam (consagrada); adscriptam, registrada como mérito de los
oferentes; ratarn. (ratificada), es decir, reconocida
válida; rationabilem, espiritual, según el elevado concepto de la λογική υσία, que
los latinos tradujeron oblatio rationabilis, y designa el sacrificio de Cristo, al
cual es asociado el hombre; o también en el sentido de canónica, según las
debidas formas; acceptabilem, agradable; Ut nobis... fíat: sea para nuestro
provecho. — El De Sacramentis nos ha conservado la final originaria del Quam
oblationem, que el redactor del actual canon ha modificado después, no sabemos
si por crtodoxia o por claridad. Aquélla decía:... acceptabilem, quod figura est
corporis et sanguinis Iesu Christ. Las dos expresiones, sin embargo, son
semejantes, ya que Tertuliano en su tiempo había llamado al pan eucarístico Hoc
est corpus deum id est figura corporis mei, en el sentido de sacramento, símbolo
del cuerpo de Cristo.

La invocación dirigida a Dios para que intervenga con su virtud omnipotente


sobre el pan y sobre el vino y los transforme en el cuerpo y en la sangre de
Cristo, es lo que con término griego se llamaba epiclesis (invocación). Esta se
encuentra en todas las liturgias orientales y en casi todas las
occidentales. Generalmente va dirigida a Dios Padre, y lo solicita para que
conceda el efecto deseado, mandando el Espíritu Santo o, más raramente, su
Logos o Verbo. He aquí algunos ejemplos:

Anáfora de Serapión, Liturgia de San Marcos


"Mitte super hos panes et super haec pocula Spiritum tuum
Sanctum, ut ea sanctificet et efficiat panem quidem Corpus,
poculum vero Sanguinem testamenti n o i ipsius Domini Dei et
servatoris."

Papiro de Der Balyzeh

"Mittere dignare Spiritum Sanctum tuum in has creaturas. et fac


panem quidem Corpus Domini et Salvatoris nostri lesu Christi,
calicem autem Sanguinem novi (testamenti)."

"Reple, Deus, hanc oblationem tua virtute et tua acceptatione...


Veniat, Deus veritatis, sanctum Verbum tuum super panem hunc ut
pañis fíat Corpus Verbi, et super hunc calicem, ut calix fíat Sanguis
veritatis."

Obsérvese además cómo en muchas anáforas se encuentra otra epiclesis, menos


importante que la primera, pero también muy antigua, la cual va dirigida a pedir
la misión del Espíritu Santo o del Verbo, no para que se efectúe la
transubstanciación, sino para que los asistentes al sacrificio puedan recibir
eficazmente con la comunión los frutos saludables. Nos da un ejemplo la
anáfora de la Traditio:

Et petimus, ut Mixtas Spiritum Tuum Sanctum in oblaüonem sanctae Ecclesiae,


in unum congregans Je cmnibus, qui percipiunt, sanctis in repletionem Spiritus
sancü ad confirmaíionem fidei in veníate, ut te laudemus et glorificemus per
puerum íuum lesum Christum.

El puesto natural de la primera epiclesis no puede hallarse más que antes de la


narración de la institución, como efectivamente encontramos en Roma, en la
liturgia alejandrina (cf. los ejemplos antes referidos, todos pertenecientes a ella)
y originariamente también en Antioquía, ya que las doctrina de la Iglesia antigua,
tanto occidental como oriental, hasta el siglo VII ha sido unánime en creer y en
declarar que la consagración se realiza por obra de las palabras de Cristo: Este es
mi cuerpo, ésta es mi sangre, proferidas por el sacerdote en el altar en nombre de
Cristo mismo. Baste notar las tajantes afirmaciones de San Justino, según el cual
lo que eucaristiza o transforma el pan y el vino es la fórmula de oración y de
acción de gracias; fórmula, sin embargo, de oración (o palabra-oración) que viene
de Cristo," y aquellas otras no menos explícitas del De sacramentis.

Pero, a partir de mitad del siglo III, con la Didascalia comienza a abrirse camino
en Oriente la idea, por lo demás plenamente ortodoxa, de una cooperación del
Espíritu Santo en la eficacia consecratoria de las palabras de Cristo, según la
fórmula más tarde enunciada por Radberto (+ 865): la consagración tiene lugar in
verbo Christi per Spiritum Sane· tum; o bien: virtute Spiritus Sancti per verbum
Christi. En efecto, ¿no existe quizá entre la transubstanciación y la encarnación
una analogía innegable? Y como ésta tuvo lugar en María por intervención del
Espíritu Santo, así era natural admitir una semejante en la otra del altar.
También sobre la cruz, como escribe San Pablo, el Espíritu Santo, con la plenitud
de su santidad, consagró la Víctima divina y la hizo aceptable al Padre.

Estos conceptos, sin embargo, subestimados por los orientales, sobre todo en


tiempo de las controversias macedonianas acerca de la divinidad del Paráclito,
alteraron en muchas de sus liturgias la genuina tradición epiclética; y como
también después de La anamnesis se invocaba la venida del Espíritu Santo con
el fin de obtener la eficaz participación de los fieles en el convite eucarístico, se
quiso confundir una epiclesis con otra; la invocación preconsecratoria resultó así
postconsecratoria, formando una sola cosa con la ya existente. Véase, por
ejemplo, la epiclesis de las Constituciones apostólicas (fin del siglo IV).

Consecuencia inmediata de la transposición de la epiclesis fue el retardar el


misterio de la transubstanciación hasta después de la anamnesis y la ofrenda del
sacrificio; más aún, en Oriente se llegó a negar a las palabras de Cristo toda
eficacia consagratoria, para atribuirla, en cambio, exclusivamente a esta epiclesis
paraclética, tardía y fuera de lugar."

¿Tenía la antigua liturgia de Roma la epiclesis? Debemos responder que sí; al


menos la post-consecratoria. El texto de la anáfora de San Hipólito, aunque
único, nos proporciona una prueba segura.

En cuanto al texto primitivo de nuestro canon romano, problema todavía muy


discutido, podemos hacer solamente inducciones. Es cierto que cuando se
compuso éste, en la primera mitad del siglo IV, la epiclesis preconsecratoria
había sido ya desde hacía tiempo ampliamente introducida en Jerusalén, en
Egipto y en Occidente, en muchas liturgias cismáticas. La anáfora de Serapión
de Thmuis (Alejandría) y los Hechos gnósticos de Juan, de Tomás, nos dan las
fórmulas. Ahora bien: ya que el texto del canon fue compilado
principalmente sobre la pauta de la anáfora alejandrina, es sumamente
probable que contuviese ambas fórmulas epicléticas: la preconsegratoria, en
el Quam oblationem, atestiguada ya por el De sacranientis, y la
postconsegratoria, en el Supplices te rogamus, que sigue a la anamnesis, propia
de la iglesia de Roma.
Pero podemos preguntarnos todavía: ¿Tenían estas epiclesis entonces la forma
implícita y sobrentendida que mantienen hoy, o bien contenían una invocación
clara y expresa del Espíritu Santo? La pregunta, si es de difícil solución por falta
de datos explícitos, puede aclararse mucho con estas consideraciones.

Juzgando a priori, debemos responder afirmativamente, porque, en el estilo de la


tradición litúrgica romana, todas las fórmulas eucarísticas solemnes empleadas
para la confección de los sacramentos y de les sacramentales contienen
regularmente la epiclesis expresa del Espíritu Santo.

He aquí algunos ejemplos: Benedict. oíei infirm. Emitte, quaesumus, Domine,


Spiritum Sanctum Paraclitum... ín hanc pinguedinem olei... et tua sancta
benedictione sit tutamntum animae et corporis... (gelas.; feria quinta del Corpus
Christi).

Ccnsecr. Chrismatis: Te igitur deprecamurf Domine sánete... per lesum


Christum... ut huic creaturae pinguedinem sanctificare tua bcnediciione digneris
et ei Sancti Spiritus 1mmiscere Virtutem... (gelas,; ibid.I).

Consecr. Fontis: Descendat in hanc plenitudinem fotitis Virtus Spiritus Sancti et


totam huius aquae substantiam regenerandi foecundet effectu (gelas.).

Consecr. Diaconi: Emitte in eum Domine, quaesumus, Spiritum Sanctum; quo in


opus ministerii fideliter exequendi, septiformis gratiae muñere
roboretur (gregor.).

Consecr. Ecclesiae: Descendat quoque in hanc ecclesiam tuam, quam indigni


consecramus, Spiritus Sanctus Tuus, septiformis gratiae ubertate
redundans (gregor.).

Sabemos además por testimonios positivos de los siglos IV y V que en la misa


latina se invocaba al Espíritu Santo, sea en relación con la consagración, sea en
relación con los frutos de la comunión. He aquí algunos: San Opiato de
Mileto (África; f 390), a los donatistas: Quid enim tam sacrilegum quam. altaría
Dei, in quibus et oos aliquando (antes del cisma) obtulistisf frangere... in quibus
vota populi et membra Christi pórtala suní, quo Deus omni potens invocatus
est, Quo Postulatus Descendit Spiritus Sanctus, unde a multis pignus salutis
aeternae, et tutela fidei, et spes resurrectionis accepta est...? (De schismate
donatist., 6, 1).
San Ambrosio (+ 396): Quomodo igitur (Spiritus Sanctus) non omnia habet
quae Dei sunt, qui cum Paire et Filio a sacerdotibus in baptismo nominatur et In
Oblationibus Invocatur? (De Spiritu Sancto, 3:16).

San Jerónimo (+ 420) escribe: Quod asserens non recogítat (Orígenes)... panem


dominicum... quem frangimus in sanctificationem nostri, et sacrum
calicem (quae in mensa ecclesiae collocantur et uíique inanima sunt) Per
Invocatio Nem Et Adventum Sancti Spiritus sanctificari

San Fulgencio de Ruspe (África; f 533) exige una doble epiclesis ante y


postconsecratoria: lam nunc etiam illa nobis est de Spintus S. missione quaestio
resolvenda, cur sciÍicet, si omni Trinitati sacrificíum offertur, ad sanctificandum
oblationis nosirae Munus, S. Spiritus tantum Missio Postuletur. Y en otra parte:
Cum ergo Sancti Spiritus ad smctificandum totius Ecclesiae
sacrifícium Postulatur Adventus. nihil aliud mihi postulare videtur, nísi ut per
gratiam spiritalem in corpore Christi quod est Ecclesia, charitatis unitas iugiter
indisrupta servetur (Ad Monimum, 2, 9). Esta segunda invccación epiclética se
hacía después de la anamnesis: Cum tempore sacrificii commemorationem
moriis eius faciamus, charitatem nobis tribuí Per Adventum Spiritus
Sancti postulamus.

El papa Gelasio I (+ 496) tiene dos textos particularmente interesantes.


Escribiendo contra Eutiques, habla del pan y del vino consagrados, los cuales in
hanc divinam transeunt, Sancto Spiritu Perficiente, substantiam (Adv. Eutych., 3,
14). Puede suponerse que el papa quiso hacer resaltar más bien la idea epiclética
que una fórmula litúrgica; pero en la carta a Elpidio, obispo de Volterra, habla,
sin embargo, claramente en el sentido preconsagratorio: Quomodo ad diüini
mvsterii consecrationem Caelestis Spiritus Invocatus Adveniet, sf sacerdos, qui
eum adesse deprecatur, criminosis plenís actionibus reprobetur?

Del examen de los textos referidos debe ser claro que la invocación
paraclética debió ser expresa y explícita. Por esto debemos concluir que,
cuando en la iglesia Romano-Catolica el canon fue retocado y reducido a la
forma gregoriana conocida, las frases epicléticas fueron eliminadas.

La Consagración.

Quí pridie quam pateretur, accepit panem in sanctas ac üenerabiles


manus suas, et elevatis oculis in caelum ad Te Deum Patrem suum
omnipotentem, Tibí gratias agens, bene dixíf, fregit, deditque
discipulis suis dicens: Accipite et mandúcate ex hoc omnes:  Hoc Est
Enim Corpus Meum.
Simili modo postquam coenatum est, accipiens et hunc praeclarum
calicem in sanctas ac üenerabiles manus suas, ítem Tibí gratias
agens, benel Rdixit, deditque discipulis suís dicens: Accipite et
bibite ex eo omnes: Hic Est Enim Calix Sanguinis Mei; Novi Et
Aeterni Testamenti; Mysterium Fidei; Qui Pro Vobis Et Pro Multis
Effundetur In Remissionem Peccatorum. Haec quotiescumque
feceritis, in mei memoriam facietis.

El cual, el día anterior a su pasión, tomó el pan entre sus santas y venerandas
manos y, alzando sus ojos al cielo, a ti, Dios Padre suyo omnipotente, dándote
gracias, lo bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: Tomad y comed
todos de él, porque este es Mi Cuerpo.

Igualmente, terminada la cena, tomando también este preclaro cáliz en sus santas
y venerables manos, e igualmente dándote gracias, lo bendijo y lo dio a sus
discípulos, diciendo: Tomad y bebed de él todos, porque éste es el cáliz de Mi
Sangre, del Nuevo y Eterno Testamento; Misterio de fe, que será derramado por
vosotros y por muchos en remisión de los pecados. Cada vez que hagáis esto, lo
haréis en memoria Mía.

La narración de la institución eucarística a la luz de los tres sinópticos forma no


sólo en la liturgia romana, sino en todas las liturgias conocidas, el punto central
de la misa, el más solemne, el más sagrado. Por esto, mientras las fórmulas que
lo preceden o lo siguen han sufrido fácilmente alteraciones según las iglesias, los
tiempos, las fiestas, la narración ha quedado casi siempre inalterable, como un
santuario inviolable, donde solamente Dios puede penetrar. Ninguna fórmula,
aun solemne, se juzgó nunca digna de substituir o interpretar las palabras de
Cristo. En el altar, decía ya San Cipriano, nihil aliud quam quod
Ule (Christus) fecit, facere debemus. Las poquísimas variantes que se encuentran
comparando los diversos textos litúrgicos con el texto evangélico son
insignificantes. Esto prueba que desde la más remota antigüedad se tuvo con la
consagración eucarística una cautela singular y una redacción en tedas partes
igual, que podríamos sin temeridad calificar como forma apostólica. Antes de
hacer algún comentario a la fórmula consagratoria es necesario, para las
oportunas comparaciones, asociar al del misal el texto arcaico conservado por
el De sacramentis, cuyo texto muestra innegables relaciones con la liturgia
egipcia de San Marcos.

Que, pridie quam pateretur, in sanctis manibus suis accepit panem,


respexit in caelum ad Te, sánete Pater, omnípotens aeterne Deus,
gratias agens, benedixit, fregit, fractumque apostolis suis et
discipulis suis tradidit dicens: Accipite et edite ex hoc omnes: hoc
est enim Corpus meum, quod pro multis confringetur. Similiter
etiam calicem postquam coenatum est, pridie quam pateretur,
accepit, respexit in caelum ad Te, sánete Pater omnipotens, aeterne
Deus, gratias agens, benedixit, apostolis sui et discipulis suis
tradidit dicens: Accipite et bibite ex hoc omnes, hic est enim
Sanguis meus. Quotiescumque hoc feceritis toties
commemorationem mei facietis, doñee iterum adoeniam.

La narración de la institución se abre en las liturgias occidentales con la


frase Qui pridie quam pateretur, conforme a los sinópticos, mientras los
orientales y la mozárabe la comienzan siempre con In qua nocte
tradebatur, según San Pablo. La anáfora de Hipólito reclama ambos datos: qui...
cum pateretur... cumque traderetur. — En el Jueves Santo se inserta en este
punto el inciso que falta en el De sacramentis: pro nostra omniumque
salute, añadido, según Morin, en el siglo V contra les predestinacianos y
suprimido después por el uso cotidiano, pero conservado en el canon milanés.
— In sanctas ac verter ahiles...: la liturgia de San Marcos y la de
las Constituciones apostólicas dicen "santas, inmaculadas manos," según una
expresión que se encuentra ya en San Clemente (1, 33); et elevatis oculis in
caelum ad Te...: lo específico de este gesto litúrgico, propio del
sacrificio, común en las liturgias siríacas (Const. apost. y de la de San Marcos,
Hamm lo juzga introducido para hacer simetría con la frase calicern. ex vino et
aqua mixtum de la consagración del cáliz, que está en las Constituciones
apostólicas. De todos modos, reclama cuanto hizo Jesús en un milagro
eucarístico, la multiplicación de los panes;

— Deum Patrem suum omnipotentem: reminiscencia del símbolo romano;


también la frase sánete Pater, omn. aet. Deus del De sacramentis es
característica romana; — bcnedixit; aquí, como más abajo benedicere, no tiene
el sentido acostumbrado en griego y en hebreo de Gratias agere; sino, asociado
al gratias agens, asume el específico de consecrare;

— quod pro multis confringetur: el inciso, propio de Lucas y Pablo y conservado


en la antigua tradición romana (Tra ditio, De sacr.) y alejandrina, se omitió en la
refusión del canon, si bien lo conservan gran parte de las liturgias
orientales. Muchas de éstas, sin embargo, han preferido la frase de Mt.Mc. quod
pro vobis datum, en relación no con el sacrificio, sino con la comunión. En
Egipto, los dos conceptos fueron unidos: roto y distribuido por vosotros.

Accipiens et hunc... calicem: se nota al hunc de un insólito carácter dramático,


que se encuentra solamente en nuestro canon;
— Praeclarum.Calicem...: reminiscencia bíblica del salmo 22:5: Calix meus
inebrians quam praedarus est; — ET Aeterni Testamenti: otra reminiscencia
escriturística del salmo 111:9: Mandavit in aeternum testamentum suum. En la
consagración del cáliz, el texto litúrgico actual, a diferencia de cuanto hacía el
arcaico del De sacramentis, destaca de modo especial la idea de la pasión de
Cristo, porque, observaba Santo Tomás, sanguis seorsum consecratus expresse
passiorem Christi repraesentat; ideo potius in consecraiione sanguinis fit mentio
de effectu passionis, quam in consecrarone corporis, quod est passionis
subiectum; — Mysterium fidei: interpolación de origen galicano, introducida
probablemente para afirmar la realidad de la transubstanciación en fuerza de las
palabras ccnsecratorias, y omitidas en muchos antiguos manuscritos; — pro
vobis et pro multis el fundetur: nuestro canon reproduce el texto de San Mateo
según la Vulgata, añadiendo el pro vobis de San Lucas por paralelismo con el
pro vobis del Pan, ahora desaparecido. El texto original tiene el
presente efjunditur esta sangre que se esparce ahora aquí, en la cena, como
verdadera oblación a Dios. EL futuro effundetur de la Vulgata es, sin embargo,
exacto, ya que se refiere a la inmolación cruenta al día siguiente sobre el
Calvario. — Haec quotiescumque feceritis...: la fórmula actual, atestiguada a
principies del siglo V por Arnobio el Joven, se limita a narrar el mandato de
Cristo según la fórmula de los sinópticos, mientras que el texto arcaico del De
sacramentis concluía el Qui pridie con la conocida cláusula paulina doñee
veniat, común a todas las liturgias, y que el canon ambrosiano ha desarrollado de
ellas ampliamente: Haec quotiescumque feceritis, in meam commemorationem
facietis; mortem meam praedicabitist resurrectionem meam annuntiabitis,
adventum meum sperabitis, doñee iterum de caelis veniam ad vos.

Con la consagración se ha ejecutado el hoc facite mandado por Cristo a los


apóstoles; el sacrificio se ha realizado.

Del análisis de cada una de las partes del Qui pridie podemos concluir que la


narración de la institución eucarística, según nuestro canon, se desenvuelve sobre
las normas de una arcaica tradición, que no es estrictamente escriturística, si bien
reproduce substancialmente la narración de los sinópticos y de San Pablo. Los
pocos trozos extrabíblicos, insertos aquí y allí con el fin probablemente de dar al
texto una cierta simetría y paralelismo de miembros, dejan comprender que la
composición tuvo una finalidad y un carácter litúrgicos desde un principio.

El rito de la elevación.

Mientras los fieles conservaron viva la tradicional ofrenda del pan y del vino en
el altar y una activa participación en la comunión, la consagración no aparecía
tan rotundamente a sus ojos como el punto culminante de la misa. Pero cuando,
después del siglo XI, la comunión se hizo más rara y el uso de las ofrendas
decayó, al mismo tiempo que, con ocasión de la herejía de Berengario (+ 1088),
se había formulado más claramente que nunca la doctrina católica de la
transubstanciación, el pueblo adquirió una mayor conciencia de la importancia
capital de la consagración en la misa y expresó entusiásticamente su fe con un
nuevo rito introducido al final del siglo XII: la elevación de la hostia consagrada.

Este, desconocido hasta entonces, se desarrolló del sencillo gesto de las


palabras accepit panem del Qui pridie, pero fuertemente acentuado por
motives alegóricos y convertido en práctica común después del siglo XI. El
sacerdote tomaba la hostia entre sus dedos, alzándola no sólo hasta la altura del
pecho, como quiere la rúbrica, sino hasta encima de la propia cabeza, y,
teniéndola así en alto con la izquierda, hacía sobre ella el signo ritual de la cruz
al benedixit, y a veces además, sobre la hostia así elevada, profería las palabras
de la consagración. En el simbolismo medieval se quería representar con aquel
gesto el acto de elevar a Jesús sobre la cruz. Pero sucedía, en cambio, que no
pocos fieles, viendo la hostia elevada en alto por el celebrante, la creían
consagrada y la adoraban, cuando todavía no era más que simple pan.

El Ofrecimiento del Sacrificio.

La parte del canon que va de la consagración al final ha sufrido menos cambios


que la otra. Si quitamos el memento de los difuntos, con la segunda lectura de los
dípticos añadida (Nobis queque peccatoribus), y la breve fórmula
bendicional Per quem haec omnía... la prez se desarrolla con una bella y lógica
continuidad de pensamiento, que encuentra su natural conclusión en la solemne
doxología a la Santísima Trinidad. Los conceptos desarrollados son casi iguales
en todas las liturgias: la anamnesis, recuerdo del mandato divino de conmemorar
su pasión y muerte; la ofrenda, presentación al Padre de Cristo víctima, y la
epiclesis, súplica a Dios para que responda con sus gracias al ofrecimiento del
sacrificio. La evocación que se hace del altar celestial, del cual debe descender
toda bendición sobre los que participan del altar terreno, introduce los ritos de la
consumación del sacrificio ofrecido (fracción y comunión).

La anamnesis y el ofrecimiento.

Unde et memores, Domine, nos serví tui ei plebs tua sancta, eiusdem Christi Filii
tui Domini nostri tam beatae Passionis, necnon et ab inferís resurrectionis sed et
in cáelos gloriosae Asensionis;

Offerimus praeclarae maiestati tuae de tuis donis ac datis Hostiam puram,


Hostiam sanctam, os tiam immaculatam, Panem sanctum vitae aeternae, et
calicem salutis perpetuae. Supra quae propitio ac sereno vultu respicere
digneris, et accepta habere, sicuti habere dignatus es muñera pueri tui iusti Abel
et sacrificium patriarchae nostri Abrahae et quod tibí obtulit summus sacerdos t
u u s Melchisedech, sanctum sacrificium immaculatam hos tiam.

También es oportuno aquí confrontar la fórmula gregoriana con el texto arcaico


más conciso del De sacrarnentis

Ergo memores gloríosissimae eius Por esto, recordando, Señor, nosotros,


passionis et ab inferís resurreciionis et in siervos tuyos, y también tu pueblo santo, la
caelum ascensionis, offerimus Tibí hanc bienaventurada pasión del mismo
immaculatam Hostiam, rationabilem Jesucristo, tu Hijo y Señor nuestro, y su
Hostiam, panem sanctum et calicem vitae resurrección de entre los muertos, como
aeternae; et petimus et precamur, ut hanc también su gloriosa ascensión a los cielos;
oblationem suscipias in subhmi altan tuo ofrecemos a tu excelsa majestad, de tus
per manus angelorum tuorum, sicut mismos dones y dádivas, la hostia pura,
suscipere dignatus es muñera pueri tui iusti hostia santa, hostia inmaculada; el pan santo
Abel et sacrificium patriarchae nostri de la vida eterna y el cáliz de perpetua
Abrahae et quod tibi obtulit summus salvación. Sobre los cuales dígnate, Señor,
sacerdos Melchisedech. mirar con rostro propicio y sereno y
aceptarlos, como te dignaste aceptar los
dones de tu siervo el justo Abel y el
sacrificio de nuestro patriarca Abranán y el
que te ofreció tu sumo sacerdote
Melquisedec, sacrificio santo, hostia
inmaculada.

La primera parte del Unde et memores constituye la anamnesis (recuerdo,


evocación), que cumple el precepto divino de conmemorar la muerte del Señor y
sirve de unión entre la consagración y la ofrenda del sacrificio. El texto
gregoriano colocaba después del Unde et memores el verbo sumus, con el fin
quizá de dar una consistencia más independiente a la anamnesis, pero rompe la
unidad de la frase memores... offerimus; desaparece después del siglo VIII; tam
beatae Passionis... Resurrectionis... Ascensionis: sobre el fondo del misterio de
la muerte de Jesús, se evoca la resurrección y la ascensión, que fueron el
corolario. En muchas liturgias y en el texto arcaico se añade todavía la alusión,
recordada por San Pablo, a la segunda venida; y en la de San Marcos,
también la encarnación, el nacimiento, el bautismo. Algunos, basándose en un
texto muy discutible de Arnobio el Joven y en el hecho de que a la
partícula tam le falta La correlativa quam, sostienen que nuestro canon en el
siglo V acoplaba a los otros misterios el del nacimiento. Pero la suposición es
poco probable. Los manuscritos que añaden veneranda Nativitas son todos
posteriores al siglo IX, y la cláusula, introducida probablemente alrededor de este
tiempo, no perduró. El Micrólogo la
desaprueba: Natwitatem Domini, commemorant, cum iuxta Apostolum, in
eiusmodi sacrificio, non Nativitatem Domini sed moriem eius adnuntiare
debemus. El Líber pontificalis escribe del papa Alejandro I (105-115)
que passionem Domini miscuit in praedicatione sacerdotum, es decir, en la prez
consecratoria. Si la noticia tiene fundamento histórico, es poco verosímil referirla
a la introducción de la anamnesis del sacrificio, porque ésta es de origen divino y
apostólico. Puede suponerse, en cambio, conjetura Botte, que la fórmula
primitiva recordase simplemente la muerte del Señor, como hace la Traditio; el
papa Alejandro quiso poner de relieve toda la pasión de Jesús. El texto, en efecto,
del De sacramentis la llama Gloriosissima, un epíteto que se comprende bien en
una época de persecución, cuando la passio estaba aureolada de gloria. — El
canon actual no tiene ya la cláusula paulina de la anamnesis doñee veniam, que
también existía en el texto arcaico. Ha quedado, sin embargo, en el texto
ambrosiano: doñee iterum de caelis veniam ad vos.

Offerimus...: la anamnesis implica parcialmente la ofrenda del sacrificio. Cristo


la ha hecho ya en la consagración de manera perfecta en virtud de la suprema
mediación sacerdotal, que le es propia e incomunicable. Pero ahora también toda
la Iglesia, nos serví tui sed et plebs tua sancía, ofrece a Dios el sacrificio de su
augusta Cabeza, porque esta víctima divina es también nuestra y dada por
nosotros: ut nobis fíat... Si la ofrenda del Hijo de Dios es ciertamente agradable
al Padre, la eficacia subjetiva del sacrificio está condicionada a nuestras buenas
disposiciones. La Iglesia, por tanto, ruega para que el Señor dirila su mirada
misericordiosa sobre nuestra personal participación a la oblación de Cristo. La
anamnesis, por tanto, es el punto central de la oración eucarística como tal.
Todas las liturgias expresan este elevado concepto después de la narración de la
institución.

El inciso tuis donis ac datis, reminiscencia bíblica (1 Par. 24:14), no se encuentra


en el De sacranentist pero es común a muchas liturgias orientales, entre las
cuales está la alejandrina: (**) σοι εκ των σων δώρων τυροεήκαμεν ενώπιον σου.
La fσrmula de donis Dei es frecuente en la epigrafía cristiana; respicere
digneris: otra reminiscencia bíblica del Génesis 4:4: Respexit Deus ad Abel et ad
munera eius. — La prez recuerda algunos sacrificios del Antiguo Testamento en
los cuales Dics ha mostrado particular complacencia: la ofrenda de Abel (pueri
tui = tu siervo), el primero de los justos, como es llamado en el Evangelio; el
sacrificio de Abrahán, padre de los creyentes; el pan y el vino de Melquisedec,
rey y sacerdote, que presentó al Omnipotente sanctum sacrificium, immaculatam
hostiam. Los dos apelativos fueron añadidos por San León I contra los
maniqueos, que, no admitiendo el uso del vino, encontraban impuro aquel
sacrificio suyo. La trilogía Abel, Abrahán, Melquisedec quizá está en relación
con los tres misterios conmemorados en el Unde et memores: Abel, figura de la
muerte de Cristo; Abrahán, de la resurrección (Hebr. 11:8); Melquisedec, de la
ascensión (Ps. 109:5). Les tres tipos eucarísticos se encuentran representados en
los mosaicos de San Vital, en Rávena (s. VI). El calificativo
de summus a sacerdos, aplicado a Melquisedec, no es bíblico, y fue criticado en
el siglo IV por el autor de las Quaestiones V. et N. Testamenti, pero se encuentra
igualmente en las Constítuciones apostólicas.

El te rogamus

Supplices te rogamus, ornnipotens Deus, Suplicárnoste humildemente, Dios


iube haec perferri per manus sancti Angelí omnipotente, mandes que sean llevados
tui in sublime altare tuum, in conspectu estos dones por las manos de tu santo ángel
diüinae maiestatis tuae, ut quotquot ex hac a tu sublime altar ante la presencia de tu
altaris participatione sacrosanctum Filii tul divina ¡Majestad para que todos los que,
Cor pus et San guinem sumpserimus omni participando de este altar, recibamos el
benedictione caelesti et gratía repleamur. sacrosanto cuerpo y sangre de tu Hijo,
Per eumdem Christum Domi num nostrum. seamos colmados de toda bendición y
Amen. gracia celestial por el mismo Cristo nuestro
Señor. Amén.

La fórmula de esta oración, que en la primera parte continúa desarrollando la


ofrenda del sacrificio, no es primitiva; la confrontación con el texto del De
Sacramentis lo demuestra de manera evidente. La cláusula
introductoria Supplices te rog. omn. Deus es de clara marca gregoriana. La idea
del altar celestial, adonde se lleva la oblación de la Iglesia para asemejarla a la
oblación de todos los santos unidos a Cristo, se deriva del Apocalipsis de San
Juan; se encuentra en varias liturgias orientales, comenzando por la
alejandrina de San Marcos, encuadrada a veces en fórmulas de ofrecimiento
del incienso. Esta, sin embargo, es antiquísima; San Ireneo (Adv.
haer., 4:18), Orígenes (In Leo., hom. 9:910), San Agustín (In Ps. 25 enarr.,
2:10), San Ambrosio (De Omin., 1, 48) y San Juan Crisóstomo (In Ep. ad
Hebr., hom. 14:12) tratan de ello: — per manus S. Angeli tui: se ha discutido
mucho sobre la personalidad de este santo ángel; algunos ven al Espíritu Santo;
otros al Verbo de Dios, el magra consilii Ángelus de Isaías; otros, al ángel del
Apocalipsis (San Miguel?), que presenta la ofrenda de las oraciones de los santos
sobre el altar de oro delante del trono divino; otros, con mayor probabilidad, el
ministerio angélico en general, conforme al texto arcaico per manus angelorum
tuorum y en conformidad con la fraseología de las anáforas orientales, donde
el oficio de presentar las ofrendas en el cielo se atribuye expresamente a los
santos ángeles. Una confirmación monumental de tal interpretación puede
fácilmente verse en el famoso ciclo litúrgico de San Vital, en Rávena. Mientras a
los dos lados de las tribunas son reevocados los sacrificios de Abel, Abrahán y
Melquisedec, en el centro del cielo musivo de la bóveda, cuatro ángeles con los
pies apoyados sobre otros tantos globos llevan en alto con las manos una
guirnalda redonda, florida, en la cual está representado el ángel místico; — in
sublime altare tuum...: es el altar del cual habla el Apocalipsis. Evidentemente,
en el cielo no se puede poner un altar material, sino sólo simbólico; altar que en
la común interpretación de los Padres es Cristo mismo, mediador nuestro, el cual,
como sacerdote eterno, semper vivens ad ínterpellandum pro nobis, ofrece
perennemente al Padre la oblación perfecta de su humanidad glorificada. En
realidad, con la fórmula no demasiado clara y precisa del Supplices. El
compositor ha querido simplemente expresar la idea de que como un ángel
ofrecía a Dios los sacrificios de la antigua ley, así, por el ministerio de sus
ángeles, le sea presentado el sacrificio de La Iglesia y le sea agradable.

Entre la segunda parte de esta fórmula ut quot quot... y la que precede aparece
claramente una separación. Es legítimo suponer que el ut quotquot fuese en un
principio la conclusión de una frase o de un período más tarde suprimido. Ahora
bien: si se piensa que con aquellas palabras se piden a Dics los frutos de la
comunión para aquellos que participan en el sacrificio, debemos concluir que nos
encontramos frente a una epiclesis postconsagratoria, no en el sentido oriental,
dirigida a la transformación de los dones, sino en el tradicionalmente romano
y originario de prez preparatoria para la sagrada comunión, de la cual
la Traditio nos ha conservado el tipo. He aquí cómo se expresa ésta: Pctimus ut
mittas Spiritum tuum Sanctum in oblationem sanctae Ecclesiae; in unum
congregans (la unión entre todos los fieles) de ómnibus, qui percipiunt, sacra,
repletionem spiritus tui (el alimento de la vida interior), ad confirmationem fidei
in veritate (el acrecentamiento de la fe). A fin de que los fieles obtengan estas
gracias sacramentales es precisa una preparación espiritual de sus almas, la
cual es obra del Espíritu Santo.

He aquí el porqué de la epiclesis. Así, el Espíritu divino completa, perfecciona,


ratifica y santifica la ofrenda por las almas de los fieles. Como en Pentecostés la
obra redentora de Jesucristo llegó a su término y a su completo
perfeccionamiento, así también en el sacrificio eucarístico, memorial y
renovación del de la cruz, la epiclesis pone su sello a la obra santificadora de la
eucaristía.

Es por esto muy probable la conjetura de que, antes de la refusión del texto del
canon, al ut quotquot precediese una frase epiclética, como la de la Traditio: Et
Mittas Spiritum.. Sanctum Tuum In Oblationem Ecclesiae Tuae, ut... Los textos
romanos.acerca de una invocación del Espíritu Santo en la prez, que hemos
citado antes a propósito del Quam oblationem, hacen la hipótesis muy digna de
atención.

Ex hac altaris participatione...; se esperaría esta otra concordancia: ex huius


altaris participatione. La expresión, recogida de San Pablo, usa el término
"altar" como sinónimo de "sacrificio." El beso que aquí da el celebrante a la mesa
quiere indicar que es precisamente éste el altar y el sacrificio del cual participan:
— omne benedictione caelesti et gratia repleamur: generalmente, las antiguas
liturgias, entre los frutos de la comunión, piden en primer lugar la gracia de
la vida eterna. Quizás el canon arcaico terminaba con una petición de este
género, que más tarde fue substituida por la fórmula actual, muy genérica.

El momento de los difuntos.

Memento etiam, Domine, famulorum Acuérdate también, Señor, de tus siervos y


famularumque íuarum N. et N., qui nos siervas N. y N., que nos precedieron con la
praecesserunt cum signo fidei et dormiunt señal de la fe y duermen el sueño de la paz.
in somno pacis. Ipsis, Domine, et ómnibus Te pedimos, Señor, que a éstos y a todos los
in Christo quiescentibus, locum refrigerii, que descansan en Cristo les concedas el
lucís et pacis, ut indulgeas, deprecamur. lugar de la luz y de la paz. Por el mismo
Per eumdem Christum Dominum nostrum. Cristo nuestro Señor. Amén.
Amen.

El momento de los difuntos, a pesar de sus etiam, no tiene verdadera unión


lógica con la oración anterior, a menos que pensemos que entre los cultos del
sacrificio se haya querido poner también el sufragio por las almas de los difuntos.

Es un hecho que en muchos manuscritos arcaicos, comenzando por el antiguo


gelasiano, el Memento defunctorum, con o sin el Nobis quoque peccatoribus, no
se encuentra; sabemos que en Roma, per el contrario, en las misas dominicales
no se recitaba nunca, sino sólo en las feriales. El Ordo de Juan Archicantcr lo
declara expresamente: In diebus septimanae de secunda feria, quod est usque in
sabbatho, celebrantur missas vel (et) nomina
eorum (defunctorum) commemorant; die autem dominica non celebrantur
agendas mortuorum nec nomina eorum ad missas recitantur, sed tantum vivorum
nomina... vel pro omni populo christiano oblationis vel vota redduntur.

Con la mencionada rúbrica concuerda la del sacramentarlo gregoriano de Padua


puesta en el memento: Si fuerint, nomina defunctorum recitentur, dicentg
diácono: Memento...; y más abajo añade: Hic orationes duae dicuntur una super
dipütios (sic) (que es la fórmula Memento...), altera (es decir, el Nobis
quoque...), post lectionem nominum; et hoc quotidianis vel in agendis tantum
diebus. Tal era, por tanto, el uso remano en los siglos VII-VIII.

Así pues, es cierto que el sacramentarlo gregoriano enviado por el papa Adriano
a Carlomagno contenía el Memento, pero con las limitaciones de la práctica
romana. Esto no debía andar muy a tono con el genio del clero romano, porqué
pocos años después, en el 813, el concilio de Chalonssur Saone (en. 39) prescribe
que, en todas las misas, en su debido lugar se rogase al Señor por las almas del
purgatorio. ¿Cuál era este lugar? En un principio se puede fundadamente creer
que se encomendaba a los difuntos, sea genéricamente, sea nominalmente, en la
recitación de les dípticos, que seguía al ofertorio; pero más tarde, no después del
siglo IV ciertamente, según Bishop, se introdujo el recuerdo sólo ocasionalmente,
es decir, no en las misas públicas, dominicales o festivas, sino en las privadas y
en las celebradas a propósito en sufragio de los difuntos, insertando la fórmula
conmemorativa en el canon, y más precisamente en el Hanc igitur. El leoniano y
el gelasiano contienen todavía muchos ejemplos.

Cuando, finalmente, se hizo la refusión del canon (s. V-VI), la conmemoración


de los difuntos con la lista añadida de santos y santas mártires fue separada de la
gran intercesión de los vivos y colocada después de la consagración;
el Etiam inicial de la fórmula era un resto de la unión primitiva de los dos
díptices. Con todo, fue ésta todavía por mucho tiempo, más que una fórmula de
la prez, una fórmula propia de las misas de los difuntos y no entró de manera fila
y definitiva en el canon antes del siglo IX.

De todos modos, como quiera que se haya desarrollado la obscura histeria


del Memento defunctorum hay que reconocer que su bella fórmula es romana o,
como cree Bishop, romanoafricana. Sus términos reflejan la ingenua fraseología
de los epígrafes cristianos de los primeros sigloe. Praecesserunt; praecessit
fidelis in pace; — cum signo fidei: es el carácter bautismal: Signum fidei est
baptisma; — in somno pacis: dice una inscripción encontrada en el cementerio
de Priscila: Dulcís et innocens hic ctormit Severianus XP in somno pacis;
— locum refrigerii: en el sentido traslaticio designa la felicidad celestial, imagen
familiar a Tertuliano y en las actas de las Santas Perpetua y Felicidad. Nótese
todavía que el texto gregoriano del memento, después de famulorum
famularumque tuarum, pone ill et ill y hace pausa, mientras el texto actual la ha
cambiado en somno pacis. Aquí efectivamente termina el memento. La fórmula
que sigue: Ipsis, Domine..., es una oración de sufragio que pudo ser añadida
sucesivamente.

El "Nobis quoque peccatoríbus."


Nobis quoque peccatoribus famulis tuis, de Dígnate darnos también a nosotros
multitudine miserationum tuarum pecadores, siervos tuyos, que esperamos en
sperantibus, partem aliquam et societatem la abundancia de tus misericordias, alguna
donare digneris, cum tuis sanctis Apostolis partecita siquiera y vivir en compañía de tus
et Martyribus; cum lorjanne, Stephano, santos apóstoles y mártires: Juan, Esteban,
Mathia, Barnaba, I g n a t i o, Alexandro, Matías, Bernabé, Ignacio, Alejandro,
Marcellino, Petro, Felicítate, Perpetua, A g Marcelino, Pedro, Felicidad, Perpetua,
a t h a, Lucia, Agnete, Caecilia, Anastasia, Águeda, Lucía, Inés, Cecilia, Anastasia, y
et ómnibus sanctis tuis; intra quorum nos de todos tus santos; en cuyo consorcio te
consortium, non aestimator meriti sed pedimos nos recibas no como apreciador de
veniae, quaesumus, largitor admitte. Per méritos, sino como perdonador que eres de
Christum Dominum nostrum. nuestras culpas, Por Cristo nuestro Señor.

Actualmente, el Nobis quoque se une bien con el memento de los difuntos, pero
antiguamente, cuando éste se omitía, el Quoque inicial sonaba duramente. La
conmemoración asociada de los mártires y de los difuntos durante el sacrificio se
menciona frecuentemente en la literatura antigua, en la cual se pone también de
relieve el diverso carácter de ambas: los mártires son invocados como nuestros
intercesores, a los difuntos se los recuerda para ofrecerles sufragios. Ideo
— escribe San Agustín — ad ipsam mensam non sic
eos (martyres) commemoramus, quemadmodum alios qui in pace requiescunt, ut
etiam pro eis oremus, sed magis ut ipsi pro nobis, ut eorum vestigüs
adhaereamus; y Geronció, el biógrafo de Santa Melania (+ 426), parece aludir a
nuestro Memento Nobis quo, que cuando escribe: Et cum offerrem, nominavi
eius nomen ínter durmientes, consecrans sanctam oblationem; haec enim mihi
erat consuetudo in terribili hora illa sanctorum Martyrum nomina recitare, ut
pro me Dominum postulent; peccatores autem misericordiam consecutos ut et
ipsi pro me intercedant. El Nobis quoque es, en realidad, un apéndice del
Communicantes, y, como éste, entra en el cuadro de la gran oración intercesoria.
Es interesante aquí, nota Schuster, hacer resaltar su estructura esquemática en el
canon. Esta se divide en dos partes: para los vivos y para los difuntos; y cada una
de éstas comprende dos oraciones: una super dipticos — como se expreba
Amalario — altera post lectionem nominum, enteramente separadas de la anáfora
y formando parte por sí solas, con doxología propia y conclusión final; en suma,
perfectamente distintas del canon. Por esto, a la conmemoración de los vivos
corresponde exactamente la de los difuntos, como a la
prez Communicantes corresponde la Nobis quoque, donde se prosigue la
interrumpida lista de los mártires, cuya intercesión se invoca. Ni parezca extraña
a ninguno esta doble letanía de los santos; es un artificio literario para acompañar
con honor las dos tablas de los dyptica, cuyos nombres quiere que sean
presentados a Dios con la potente recomendación de sus abogados celestiales.

La lista de los santos del Nobis quoque se abre con, San Juan Bautista, el


Precursor, festejado en Roma desde el siglo IV. Siguen siete santos mártires
hombres y siete mujeres. La agrupación de los santos se halla aquí en esta
proporción: (**) 1 47+7, mientras en la lista del Communicantes era 1 + 12 f 12.
Entre los primeros tenemos: San Esteban Protomártir, cuyo culto después del
descubrimiento de sus reliquias, que tuvo lugar en el 416, alcanzó amplísima
difusión; — San Matías, el apóstol añadido, que no entró en
el Communicantes, habiéndose puesto en el número duodenario fijo a San Pablo:
— San Bernabé, discípulo del Señor, acompañado de San Pablo; — San
Ignacio, el famoso obispo de Aritioquía, martirizado en Roma en el anfiteatro el
año 107; — San Alejandro, o el papa mártir (+ 119), o, más verosímilmente, uno
de los hijos de Santa Felicidad, al cual el papa Vigilio (537-555) dedicó
el Coemeterium lordanorum, donde él y sus hermanes tenían la tumba;
— Marcelino, sacerdote romano, y Pedro, exorcista romano, ambos decapitados
en el 304. — El orden en el cual se sucedían los siete nombres de Las santas
vírgenes y mujeres fue en la antigüedad ligeramente diverso del actual, es decir,
en este orden: Perpetua, Inés, Cecilia, Felicidad, Águeda, Lucía.

Santa Perpetua es la matrona africana martirizada en el 203 en Cartago, junto


con Felicidad, su camarera, que sigue poco después, a menos que esta última sea,
como parece más probable, La mártir romana homónima, madre de siete hijos,
también mártires; — Santa Inés, virgen romana, martirizada en el 304; — Santa
Cecilia, virgen romana también, de cuya decapitación se ignora la época (177 ó
203); — Santa Anastasia, viuda romana, confundida más tarde con otra Santa
Anastasia de Sirmio, muy venerada en Roma en la época bizantina; — Santas
Águeda y Lucia, dos vírgenes y mártires sicilianas. Sus nombres representan una
tardía añadidura Nobis quoque, hecha probablemente por San Gregorio Magno,
como lo atestigua San Anselmo, obispo de Sherborne (+ 709): Gregorius in
canone, pariter copulasse (Águeda y Lucía) cognoscitur, hoc modo in catalogo
martyrum ponens: Felicítate, Anastasia, Agatha, Lucia. A él, por tanto, se
atribuye también la inversión de los nombres que existe en el canon actual. —
Intra quorum nos consortium… esta conclusión del Nobis quoque se encuentra
ya mencionada en una obrita atribuida falsamente a San Jerónimo, pero
ciertamente escrita en el siglo V: Ad capessendam futuram beatitudinem cum
electis eius, in quorum nos consortium, non meritorum inspector, sed veniae
largitor, admittat Christus Dominus.

El Nobis quoque tiene un final propio, y por lo mismo se revela como un texto


accidental, sin verdadero nexo con el canon. Además, su misma fraseología, tan
recatada y humilde, concuerda mal con el lenguaje solemne y digno de la anáfora
romana y acusa quizá otra mentalidad y redacción. Esta se atribuye hoy
generalmente a San León Magno (+ 461), el cual la habría recogido de la
liturgia alejandrina, donde la memoria de los santos y de los mártires va
acompañada de una fórmula equivalente a la latina partem aliquam et societatem;
pero es probable que en la refusión del canon realizada por el papa Gelasio (+
496) haya recibido añadiduras y sufrido retoques.

La Doxología Conclusiva.

Per quem (lesum Christum) haec omnia, Por medio del cual (Jesucristo), Señor, tú


Domine, sem per bona creas, creas siempre todas estas cosas buenas, las
sanctificas vivificas, benedicis, ei praestas santificas, las vivificas,
nobis.
las bendices y nos regalas
Per ipifrsum, et cum ip so et in iplftso est
Tibí, Por El, con El y en El

Deo Patri omnipotenti, sean dados a ti, Dios Padre

in uníta te Spirituf sancti, omnissaecula omnipotente, en la unidad


saeculorum honor et gloria per omnia.
del Espíritu Santo, todo el honor y toda
Amen. gloria por todos

los siglos de los siglos.

Así sea.

La doxología final se presenta dividida en dos miembros: a) el Per quem haec


omnia...; b) el Per Ipsum..., que es la doxología propiamente dicha.

El "Per quem haec omnia.,."

La fórmula Per quem... actualmente no puede referirse más que a las especies


consagradas. Pero es preciso admitir que las frases haec omnia..., bona creas,
sanctijicas, etc., son muy poco apropiadas a la eucaristía. El haec omnia hace
suponer sobre el altar un altar completo o de elementos, los cuales no son el
cuerpo y la sangre de Cristo. Sabemos, en efecto, que en este punto de la anáfora,
desde la más remota antigüedad (y la Traditio nos proporciona el primer
ejemplo), se bendecían con fórmulas especiales los nuevos frutos de la tierra, el
óleo para los enfermos, las primicias estacionales, y todavía hoy se bendicen los
óleos santos el Jueves Santo y las habas primeras en la fiesta de la Ascensión. No
debe parecer extraño que para tal fin se haya escogido este momento. Se quería
poner mejor en evidencia el carácter íntimo de unidad que dominaba
antiguamente la liturgia; cuando el sacrificio del altar era el centro del culto
cristiano, con el cual estaban unidos, y del cual, como de una fuente de gracia,
brotaban todos los otros ritos. Se quería además que, como se había llamado
alrededor del altar del sacrificio a toda la ciudad de Dios-iglesia militante,
triunfante, purgante —, se hiciesen presentes también las criaturas inanimadas, y
también éstas fuesen santificadas por la eucaristía.

El Per quem sería, por tanto, la cláusula final de aposición a la frase protocolar


in nomine D. N. I. Christi, con la cual generalmente se concluían las breves
fórmulas de bendición pronunciadas sobre las ofrendas. He aquí, por ejemplo, la
contenida en el leoniano sobre la leche y la miel.

Con todo, el último redactor de nuestro canon ha creído mantener esta cláusula
doxológica en su puesto sin corregirla siquiera; más aún, suprimiendo, como
supone Duchesne, la fórmula genérica de bendición sobre los frutos de la tierra,
que formaba la parte principal, con la intención clara de dirigirla a las especies
consagradas; a las cuales, en efecto, actualmente se refieren, pero con un cierto
esfuerzo de exegesis. Cada cosa, explica Roberti, fue creada por medio del
Verbo, y fue encontrada buena; y el pan y el vino son los dones preciosos,
primicias de la creación, que Dios renueva cada año cuando fecunda el seno de la
tierra; santifica cuando, separados de los usos profanos, los destina al
sacrificio; vivifica cuando por las palabras de la consagración, hechas
instrumentos de infusiones admirables de gracia, se los ofrece en alimento y
bebida saludable en la santa comunión.

No debemos silenciar, sin embargo, que no todos los liturgistas participan de Las
ideas expuestas. Algunos, entre ellos Cagin, Batiffcl, Destefani, suponen que la
cláusula Per quem formaba regularmente parte del texto de) canon antiguo,
sirviendo como fórmula de conjunción entre el Supplices... y la doxología final
cuando todavía no se había inserto el Memento de los difuntos con su Nobis
quoque. La expresión haec omnia hay, por tanto, que referirla a los dones
eucarísticos, sobre el tipo de aquellas otras semejantes supra quae... iube haec
perferri... En esta segunda hipótesis, sin embargo, la unión lógica entre las
fórmulas Supplices... y Per ipsum del a mucho que desear y resulta difícil
explicar cómo una fórmula eminentemente eucarística ha sido ordenada a
bendecir los frutos naturales. Las señales de la cruz se acompañan a los
términos sanctificas, vivíficas, benedicis, hoy, por lo demás, sinónimos de
consagración, en un principio se referían evidentemente a las ofrendas materiales
que estaban sobre el altar o junto a él.
Recientemente, Callewaert ha tratado de demostrar que no sólo el primer
miembro, Per quem..., está ordenado a la eucaristía, sino que, junto con el
segundo, constituye una única fórmula doxológica, en la cual la frase Per
quem hace de proposición en relación con la principal que sigue: Per
ipsum...: "Y gloria a ti, Padre omnipotente..., por El..., por medio del cual todas
estas cosas creadas son buenas..." La hipótesis es ingeniosa, pero la construcción
propuesta no se presenta nada natural y se separa manifiestamente del uso
litúrgico de los antiguos, los cuales unían siempre la frase final de la gracia
mediadora de Cristo a una fórmula inmediatamente antecedente, que hacía al
mencs sobrentendido el nombre; lo que no se encuentra en el texto primitivo del
canon.

El "Per ipsum..."

Esta fórmula doxológica está inspirada evidentemente en el prólogo de San Juan


y en no pocas expresiones de San Pablo: Omnia per ipsum et in ipso creata
sunt; Quoniam ex ipso et per ipsum et in ipso sunt omnia; pero substituyendo
el ex ipso, que de suyo conviene propíamente al Padre, con ín ipso, más adaptado
al Hijo (in Christo lesu del Apóstol); — Est Tibí Deo Patri...: se resalta la idea
del canon de que la oración está dirigida al Padre; — Omnis honor et
gloria: final derivada del Apocalipsis (7:13); sólo Dios recibe una gloria infinita
por medio de Cristo y de su sacrificio.

El De sacramentis cierra el sermón a los neófitos con una doxología que


podemos considerar como un eco de la del canon, citado por él frecuentemente.

Actualmente, mientras el sacerdote recita la fórmula doxológica, inserta entre


cada una de las frases una serie de actos que tienen su historia. Toma en primer
lugar entre los dedos la hostia santa, y con ella hace tres veces la señal de la cruz
sobre el cáliz de parte a parte, diciendo: Per ipsum et cum ipso, et
in ipso; después hace dos señales entre el cáliz y el pecho: est Tibi, Deo in
omnipotente — ín unitate in Spiritus Sancti; y, elevando juntos el cáliz y la hostia
sobrepuesta, concluye: Omnis honor et gloria. Aquí la rúbrica prescribe el poner
el cáliz y la hostia sobre el altar, hacer genuflexión y añadir en alta voz: per
omnia saecula saeculorum. Amen.

El "Examen" Final.

A la solemne doxoiogía del canon, la concurrencia responde: Amen, vocablo que


expresa su asentimiento de fe a cuanto se ha realizado sobre el altar y su efectiva
participación en la acción sacrifical realizada.
La importancia litúrgica de este Amen la señala ya San Justino, según el cual es
una respuesta vibrante, una aclamación: omnis qui adest populus Fauste
Acclamat Amen. Amen autem hebraea lingua Fiat significat. También con
posterioridad los Santos Padres trataron frecuentemente del significado especial
de tal Amen. Tertuliano encuentra un particular motivo de reprensión en el
cristiano que frecuenta les espectáculos, por el hecho de que la misma boca que
ha aclamado Amen en el santo sacrificio levante después los vivas a las torpes y
feroces diversiones del circo. Dionisio de Alejandría (+ 265) resume así las fases
de la participación de un fiel en la misa: "Ha escuchado la prez eucarística, ha
respondido Amen con los otros, se ha presentado a la mesa y ha extendido la
mano para recibir el santo alimento." San Ambrosio comentaba a los neófitos
el Amen de la prez así: Tu dicis "Amen" hoc est verum est: quod os loquitur,
mens interna faieatur, quod sermo sonat, affectus sentiat.

Los Gestos del Canon

La Señal De La Cruz.

Después de la elevación de la hostia y del cáliz, de la cual hemos hablado ya, la


señal de la cruz sobre los elementos eucarísticos era el gesto más importante y
más frecuente del canon; se podría quizá añadir que también entre los más
antiguos, porque San Agustín ya lo considera realizado durante el
sacrificio: Quod signum (crucís) nisi adhibeatur síve... sacrificio quo aluntur
nihil eorum rite perfícitur. El celebrante lo hace hasta veintiséis veces, o
separadamente sobre la hostia y sobre el cáliz o simultáneamente sobre ambos, es
decir, en el Te igitur (tres), Quam oblationem (cinco), Qui pridie (una), Simili
modo (una), Unde et memores (cinco), Supplices te rogamus (tres), Per quem
haec omnia (tres), Per ipsum (cinco).

Las señales de la cruz en el canon, por lo que sabemos, no son primitivas, sino
que fueron poco a poco insertas, comenzando en el siglo VIII. Se había
apoderado hacía poco tiempo de ciertos sacerdotes de las Galias la extraña idea
de que la consagración eucarística debía ser perfeccionada con muchas señales de
la cruz, y por esto ellos las realizaban repetidamente sobre las sagradas
especies. Ex quo consecrare coeperint (dice un concilio de París del 825, usque
ad finem pene sine intermissione crucís signáculo benedicunt. El concilio
desaprobó muy justamente tal costumbre. Quizá a tales novedades se refiera
también cuando en la Epistula synodica, atribuida al papa León IV (847-855), se
recomienda al clero bendecir el cáliz y la oblata con un gesto recto, no
circular. Calicem et oblatam recta cruce sígnate, id est non in circulo et
variatione ¿igiiorum, ut plurimi faciunt, sed districtis duobus digltis et pollice
intus recluso. San Bonifacio de Alemania, a propósito de las cruces en el canon,
habiendo pedido instrucciones al papa Zacarías, recibió de éste en el 751, por
medio de un cierto sacerdote Luí, un rollo con el texto del canon donde se
señalaban expresamente las cruces que debían hacerse. Este es con probabilidad
idéntico al IV OR, que precisamente se titula Qualiter quaedam oraliones et
cruces in "Te igitur" agendae sunt.

Las señales de la cruz más antiguas son las del Te igitur, señaladas en el Regin.
316 (s. VII-VIII), el códice que nos ha conservado el gelasiano y precisamente
sobre las palabras benedicas, haec di dona, haec muñera, haec santa... Por esto,
además de las tres cruces actuales, enumera una cuarta sobre
el benedicas, exigida, sin duda, por el vocablo;cruz, sin embargo, que desaparece
en seguida de los manuscritos. También en el Regin. 316 y en los más antiguos
sacraméntanos, el de Gelón por ejemplo, se encuentran ya las tres señales de la
cruz en el Per quem... sanctieficas, vivificas, benedicis...; el creas carece siempre
de ella. Algo posteriores son las señaladas al quam oblationem, al benedixit de la
consagración, al Unde et memores y al Supplices, si bien en esta última fórmula
los manuscritos más antiguos generalmente la omiten. La señal de la cruz, en
cambio, al omni benedictione, que el celebrante hace sobre sí mismo, no se
encuentra antes del siglo XII. También son muy tardías las señales de la cruz en
la doxologia Per ipsum..., porque antiguamente, según prescribe el I OR, el cáliz
lo tocaba solamente el papa en la orla con las oblatas.

Para explicar estas múltiples señales de la cruz, los liturgistas medievales y


modernos distinguen entre las que preceden a la consagración y las que la siguen.
Las primeras son consideradas como signa benedictionis invocativae, con las
cuales se pide a Dios que, por medio de los méritos de la cruz de Cristo, los
elementos a consagrar sean purificados y se hagan idóneos a su
transubstanciación. En realidad, La cruz debería acompañar solamente al
término benedicere, sea en el Te igitur, sea en el Quam oblationem, pero pareció
oportuno extenderlo también a los términos que siguen: haec
dona... y adscriptam, ratam, los cuales determinan el sentido. Más tarde, como
decíamos, la señal de la cruz sobre el benedicas del Te igitur desapareció,
probablemente para limitar a tres, el número sagrado, los gestos cruciformes.

Mayor dificultad presentan las señales de la cruz postconsagratorias, porque se


hacen sobre las especies consagradas, las cuales poseen ya toda plenitud de
divinidad. San Pedro Damián (+ 1072) opina que éstas añadían alguna cosa que
todavía falta, nondum enim est consecratio consummata. Más prudentemente,
Inocencio III confiesa que no sabe dar una explicación plausible. En el concilio
de Trento no faltó quien expresó la idea de suprimirlas sin más. La exegesis más
natural, enunciada ya por el mícrólogo y por Santo Tomás, ve en ellas
unas señales conmemorativas y en cuanto recuerdan la pasión y la muerte de
Cristo, fuente para nosotros de toda gracia.

Αsí como en el Apocalipsis los elegidos llevan el distintivo en forma de tau, así a
veces en la tradición litúrgica la señal de la cruz sirvió para individualizar una
persona o una cosa. Rufino nos refiere que en su tiempo, cuando se recitaba
el Credo, todos, al artículo carnis resur rectionem, se hacían una cruz en la
frente, como queriendo decir: Creo que esta mi carne resucitará.

En fin, las tres señales de la cruz hechas en la fórmula Perquem haec...


sanctificas, vivitíficas, benedi dlcis, que es esencialmente una bendición de
ofrendas, entran en la categoría de las bendiciones invocativas. La triple señal la
sugirió naturalmente el deseo de extender el gesto de bendición a la izquierda y a
la derecha del grupo de las ofrendas.

La pequeña elevación.

Es la que concluye el canon, y se remonta probablemente al siglo V, como antes


decíamos; según la rúbrica del 1 OR, el diácono al Per quem haec... tomaba con
la mappula, cum offerturío, el cáliz por las dos asas y lo levantaba lo necesario,
manteniéndolo así levantado, mientras el papa, habiéndcle acercado por ambos
lados las dos oblatas, decía hasta el fin el texto de la doxología. Dada la
disposición antigua del altar y la posición del archidiácono y del pontífice en el
altar — ambos de cara al pueblo —, la pequeña y simultánea elevación de las
oblatas y del cáliz era suficiente para exponer a la vista y a la adoración de los
presentes las sagradas especies. Esta elevación quería ser también un gesto que
significase la oblación que la Iglesia hace a Dios de la Víctima augusta en las
oraciones del canon después de la consagración.

Pero cuando, después del 1000, se introdujeron en la fórmula doxológica aquellas


múltiples señales de la cruz de que hemos hablado y después que el sacerdote
celebrante daba las espaldas al pueblo, la pequeña elevación se hizo invisible y
desapareció su profundo significado. También las liturgias orientales hasta el
tiempo de San Cirilo de Jerusalén elevaban ante los ojos de los fieles poco
antes de la comunión el pan consagrado, diciendo: Sancta sanctis! Observa De
Stefani: "Son tantos los cambios a los cuales estuvieron sujetos los ritos que
primitivamente se realizaban al final del canon y a la comunión, que no sería de
maravillar el que también una elevación inherente al Sancta sanctis haya venido
a reducirse al final del canon."

La imposición de las manos.


La imposición de las manos es el gesto más antiguo de la
anáfora. La Traditio muestra al obispo, que, junto con el presbítero y poniendo
las manos sobre la oblación, se apresta a recitar la oración consagratoria. La
conocida escena eucarística del siglo III existente en la capella de los
Sacramentos, en las catacumbas de San Calixto, presenta la ilustración. El gesto
quiere significar la invocación del poder de Dios sobre los elementos eucarísticos
con vistas a su transubstanciación; era un gesto epiclético; hasta que el tenor de la
anáfora se mantuvo breve y sin interferencias, fue posible y debió conservarse la
imposición de las manos; más tarde desapareció, sin dejar más señales.

Actualmente está prescrita durante la recitación de la fórmula Hanc igitur...; su


sentido, sin embargo, no es ya ciertamente epiclético, sino que, en conformidad
con la índole de la oblación, expresa el carácter expiatorio del sacrificio
eucarístico (placatus accipias). En el Antiguo Testamento, según las reglas de la
ley mosaica, la imposición de las manos sacerdotales sobre un animal inmolado a
Dios indicaba la transmisión simbólica del pecado y de la pena relativa sobre
aquél, el cual se convertía, en lugar del oferente, en víctima expiatoria. En la
misa, a Cristo, que va a sacrificarse por nosotros y en nuestro lugar, el gesto
litúrgico lo designaría como nuestra víctima.

3. La Historia del Canon Romano.


Preliminares.

No se ha escrito todavía una historia completa del canon romano, y quizá no lo


será nunca, porque las noticias que nos ha transmitido la antigüedad cristiana son
demasiado escasas y fragmentarias. La Iglesia en los primeros siglos se había
envuelto prudentemente en el secreto, y debían hablar poco sobre el particular
los simples fieles, tanto menos los que en medio de ellos tenían una dignidad y
una responsabilidad. Recientemente se hicieron tentativas por medio de
beneméritos estudiosos, como Bunsen, Drews, Cagin, Baumstark, pero con
resultado poco satisfactorio. Sus sistemas, urdidos generalmente sobre el
prejuicio de hacer combinar nuestro canon con tipos anaforales orientales y
occidentales, llevaron al resultado de verlo descompuesto desgraciadamente en
fragmentos, para recomponerlo en otro orden según el tipo litúrgico preferido.
¿Cómo puede ser verosímil que el canon haya sufrido cambios tan radicales sin
que se trasluzcan al menos alusiones, mientras vemos que el redactor del Líber
pontificalis ha sido escrupuloso en recoger las mínimas variaciones o añadiduras
hechas sucesivamente por los papas?
No creemos, por tanto, que valga la pena esforzarse en exponer las varias teorías
propuestas y ya superadas; esto no obstante, ayudados de las sabias
investigaciones de los estudiosos y elaborando oportunamente los datos positivos
proporcionados por la historia a la luz del estudio comparativo de las anáforas
más antiguas, nosotros nos esforzaremos en trazar en sus grandes líneas aquellos
que según nuestro parecer han existido:

1) Los precedentes.

2) Los comienzos.

3) Los desarrollos ulteriores del canon romano.

Los Precedentes del Canon.

Como se dijo ya al tratar de la misa subapostólica, es cierto que el tema de las


primitivas anáforas abrazaba dos partes distintas, ambas substancialmente
originales: una, teológica, preferentemente laudativa, de origen y carácter
hebreo, que exaltaba a Dios Padre en sus atributos, en sus beneficios sobre el
mundo y sobre el pueblo elegido; la otra, en
cambio, cristológica, predominantemente eucarística, que desarrollaba el
tema de la encarnación redentora a través de los misterios de la vida de
Cristo, y especialmente de su pasión, recordando la cual se abría paso a la
narración de la institución eucarística. A ésta seguía inmediatamente la
anamnesis, la ofrenda del sacrificio y una invocación al Espíritu
Santo impetrando para los fieles les frutos de la comunión.

No entraba todavía a formar parte de él oración alguna. La


intercesión tradicional a favor de las diversas clases de personas estaba
confinada en la zona del ofertorio; al principio, con la prez de los fieles; al final,
con los dípticos diaconales de los vivos y de los muertos.

Tal debía ser, poco más o menos, el esquema lógico substancial de la anáfora;
que, dados los precedentes, según se deduce de los escritos del siglo II, se habían
transmitido en la iglesia romana a principies del III y en las principales iglesias
de la cristiandad, también orientales, excepto las ligeras variantes de estilo y de
concepto, aportadas, como es fácil imaginar, por las diversas condiciones
accidentales de lugares y de personas.

De todos modos, para tener una idea lo menos inexacta posible, creemos
oportuno tratar por extenso no sólo de la anáfora romana de la época, la de San
Hipólito, que puede atestiguar también para el África, sino de aquellas otras que
con alguna aproximación pueden considerarse como contemporáneas suyas, y
que reflejan la respectiva tradición anafórica de Alejandría, de Antioquía,
de Edesa, las grandes metrópolis provinciales del Oriente en el siglo III. Digo
que reflejan las tradiciones anafóricas porque, remontándonos a la libertad
litúrgica propia de la Iglesia antigua, podemos difícilmente admitir que
también los obispos de una misma provincia se sirviesen todos de un mismo
formulario, como tipo único ne varietur. El de Thmuis (Egipto), por ejemplo,
debía presentar variantes en relación con el de Alejandría (ciudad) y de otros
centros episcopales; tenemos las pruebas comparando la anáfora de Serapión con
la de San Marcos (Alejandría, ciudad) y del papiro de DérBelyzeh, todas de tipo
alejandrino. Las anáforas indicadas de las grandes iglesias de Oriente no nos
han llegado en la forma original, porque, como sucede para todas las fórmulas
vivientes, con el tiempo sufrieron modificaciones y añadiduras; pero no tanto
corno para hacer imposible, con un sano trabajo de crítica, volverlas al texto
primitivo.

La anáfora romana de San Hipólito.

Este texto incomparable, transmitido a nosotros en la Traditio


apostólica, reivindicada ya por San Hipólito, el más ilustre doctor de la iglesia de
Roma en el siglo III, autor, por desgracia, de un infeliz cisma disciplinar, pero
reconciliado con el papa Ponciano poco antes de morir mártir de la fe (+ 235),
refleja, sin duda, si no la forma precisa, sí el tema y el desenvolvimiento del
formulario eucarístico en uso en la iglesia romana alrededor del 215-220. Este es
tanto más precioso por cuanto muestra no haber sufrido nunca alteraciones de
ninguna clase. Fue escrito en griego; el original se ha perdido, pero queda una
antigua tradición latina, que reproducimos traducida:

Diálogo Inicial.—"El Señor sea con vosotros. (Et omnes dicant:)..

—Y con tu espíritu.

—Arriba los corazones;

—Los tenemos puestos en Dios.

—Demos gracias al Señor;

—Es digno y justo. (Et sic iam prosequatur.)"

Acción de Gracias.
— "Nosotros te damos gracias, ¡oh Dios! por tu Hijo predilecto,
Jesucristo, que en estos últimos tiempos nos has mandado para
salvarnos, redimirnos y evangelizarnos tu voluntad; el que es tu
Verbo inseparable.

Por medio del cual has hecho todas las cosas, y las has encontrado
buenas;

que has enviado del cielo al seno de la Virgen;

que en sus entrañas se ha encarnado, el Hijo te ha sido presentado,


nacido del Espíritu Santo y de la Virgen; que, cumpliendo tu
voluntad y consiguiéndote un pueblo santo, extendió sus manos en
su pasión para librar del sufrimiento a aquellos que han creído en
ti."

Institución Eucarística.

— "Que cuando fue entregado voluntariamente a la pasión,

para destruir la muerte,

para romper las cadenas del diablo,

para vencer al infierno,

para iluminar a los justos,

para firmar la alianza

y manifestar la resurrección,

tomando el pan y dando gracias, dijo: Tomad y comed; éste es mi


cuerpo, que será despedazado por vosotros;

e igualmente (dijo) sobre el cáliz: Esta es mi sangre, que será


derramada por vosotros. Cuando vosotros hagáis esto, hacedlo en
memoria mía."

Anamnesis y Ofrecimiento. — "Recordando, por tanto, su muerte y su


resurrección, nosotros te ofrecemos el pan y el cáliz, dándote gracias porque nos
has hecho dignos de estar delante de ti y de ser tus ministros."
Epiclesis. — "Y te pedimos que mandes tu Santo Espíritu sobre la oblación de la
santa Iglesia, a fin de que todos juntos, reunidos, tú concedas a cuantos entre los
santos comulgan el llenarse del Espíritu Santo para la confirmación de su fe en la
verdad, a fin de que te alabemos y te glorifiquemos a través de Jesucristo, tu
Hijo."

Doxología. — "Por el cual sube a ti, al Hijo, en unidad del Espíritu Santo,.gloria
y honor en tu santa Iglesia ahora y por todos los siglos de los siglos.

Amén."

La impronta del genio romano se revela soberana en esta admirable fórmula, en


la cual "el movimiento es de tal forma cortado, que todas las partes de las frases
parecen gia final es por él reproducida varias veces, compenetrarse
simultáneamente las unas con las otras desde la primera hasta la última palabra
para constituir un todo único con la acción central, la eucaristía del Señor." San
Hipólito, componiéndola así e insertándola en su Traditio apostólica, quería
evidentemente referirse, si no a la fórmula literal, sí a la tradición anafórica de
Roma. También en San Justino, la prez, ordenada a la alabanza y gloria del Padre
a través del nombre del Hijo y del Espíritu Santo, debía seguir las grandes líneas
de la anáfora de Hipólito. Esta sin embargo, en comparación de aquélla, señala
una primera fase de desarrollo; porque, menos ligada a la tradición eucológica
judía, todavía viva en Oriente, apenas alude al tema teológico, laudativo de los
atributos de Dios, para destacar con relieve particular el tema cristológico.
Efectivamente, la anáfora está teda enmarcada en el misterio de Cristo; es El
quien da gracias al Padre con su encarnación, con su pasión, con su muerte,
vencedora de las fuerzas infernales; con su resurrección, con la consagración de
su cuerpo y de su sangre, en cuya comunión los miembros de su cuerpo místico,
unificados en la Iglesia por la efusión del Espíritu Santo, pueden rendir a Dios el
honor y la gloria que le son debidos. Nótese todavía cómo la anáfora romana
proporciona la primera muestra decisiva de una epiclesis dirigida al Espíritu
Santo en el sentido primitivo, al cual ya aludíamos; es decir, para ser causa
eficiente no de la transformación de los elementos eucarísticos, sino de los
frutos de la comunión, mediante la unión en la caridad de todos los fieles.

La anáfora alejandrina.

Se admite comúnmente que la fórmula anafórica titulada Oratio oblatíonis


Serapionis episcopi, contenida en el eucologio atribuido a Serapión, obispo de
Thmuis (delta del Nilo) alrededor del 340, no era una composición original, sino
rehecha de un texto más antiguo. Quitando lo que probablemente fue añadido
por él o por otros, es decir, las fórmulas que introducen al Sanctus y lo
concluyen, como también las de la intercesión, sea de los vivos, sea de los
difuntos, insertas después de la consagración y la epiclesis, podemos considerar
lo restante, en lo substancial, como el texto de la anáfora que hacia la mitad del
siglo III estaba en uso en Alejandría. Escribimos en el texto tales fórmulas en
letra menor; éstas desvían el curso lógico y simétrico de los pensamientos.

Preambulo. — "Es cosa digna y justa alabar, cantar y orificarte a ti, Padre
increado del unigénito Jesucristo."

Acción de Gracias. — "Nosotros te alabamos, ¡oh Dios increado,


inescrutable,.inenarrable, incomprensible para toda humana criatura! Te
alabamos a ti, que te haces conocer por medio de tu Hijo unigénito, por el cual
ante todo te manifestaste y revelaste a toda naturaleza creada. Te alabamos a ti,
que conoces al Hijo y revelas a los santos sus glorias; tú, conocido por el Verbo,
por ti engendrado, visto y revelado a los santos! Te alabamos, Padre invisible,
dador de la inmortalidad.

Tú eres la fuente de la vida, la fuente de la luz, la fuente de toda la gracia y de


toda la verdad; amante de los pobres, que a todos te diriges y a todos atraes a ti
por medio de la humanidad de tu Hijo querido. Te rogamos: haznos hombres
vivos, danos el espíritu de la luz, a fin de que te conozcamos verdadero (Dios) y a
aquel que has enviado, Jesucristo. Hablen en nosotros el Señor Jesús y el Espíritu
Santo y canten himnos por nosotros a ti."

Trisagio. — "Ya que tú estás sobre todo principado, y potestad, y virtud, y


dominación y sobre todo nombre proferido no sólo en este tiempo, sino también
en el futuro. A ti te asisten miles y miles y diez mil miríadas de ángeles,
arcángeles, tronos, dominaciones, principados y potestades. A ti te asisten los dos
serafines más excelsos con seis alas cada uno: con dos alas esconden el rostro de
Dios; con dos, los pies (de Dios); con dos vuelan, y te proclaman santo.

Santo, santo, santo es el Señor Sabaoth; el cielo y la tierra están llenos de tu


gloria. Lleno está el cielo, llena está la tierra de tu excelsa gloria, ¡oh Señor de las
potestades! Lleno también este sacrificio de tu virtud y de tu comunicación; a ti
te dirigimos esta oferta viviente, oblación incruenta."

Narración de la Institución y Anamnesis. "A ti te ofrecemos este pan,


semejanza del cuerpo del Unigénito. Este pan es figura del (suyo) sagrado
cuerpo; porque el Señor Jesucristo, en la noche en la cual fue entregado, tomó el
pan y lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: Tomad i comed; ésts es mi
cuerpo, entregado por vosotros en remisión de los pecados. De donde también
nosotros, celebrando la memoria de (su) muerte, ofrecemos este pan y
suplicamos por este sacrificio nos perdones a todos nosotros y tengas piedad, ¡oh
Dios veraz!

Y como este pan diseminado sobre lo alto de los montes y recogido se convirtió
después en una sola substancia, así de todas las gentes, de todas las regiones., de
todas las ciudades, de todos los pueblos y casas, recoge tu santa Iglesia y haz de
ella una única y viviente Iglesia católica. Ofrecemos también el cáliz, semejanza
de la sangre; porque el Señor Jesucristo, habiendo tomado el cáliz después de la
cena, dijo a sus discípulos: Tomad, bebed; éste es el nuevo pacto de alianza, es
decir, mi sangre, derramada por vosotros en remisión de los pecados, de donde
también nosotros ofrecemos el cáliz, semejanza de tu sangre piedad, ¡ oh Dios
veraz!

Epiclesis. (Descienda, ¡oh Dios de verdad! tu santo Verbo sobre este pan, de
forma que el pan se convierta en el cuerpo del Verbo; y sobre este cáliz, de forma
que el cáliz se convierta en la sangre de la verdad. Haz que cuantos participan
reciban el alimento de vida para sanar toda enfermedad, para corroborar todo
progreso y virtud: no para condenación, ¡oh Dios de verdad! ni para acusación, ni
para profanación."

Intercesión. — "A ti, ¡oh increado! te pedimos por medio del Unigénito, en
el.Espíritu Santo. Obtenga misericordia este pueblo y se haga digno de progreso;
sean enviados los ángeles para asistir al pueblo, para develar el mal y consolidar
la Iglesia.

Rogamos también por todos los difuntos de los cuales hacemos memoria.
(Después de la enunciación de los nombres.) Santifica estas almas, tú que a todas
las conoces. Santifica a todas aquellas que duermen en el Señor e introdúcelas en
el número de tus santas virtudes y dales el puesto y la mansión en tu reino.

Acoge también la acción de gracias del pueblo y bendice a aquellos que han
traído las ofrendas con sus acciones de gracias; concede santidad, incolumidad,
alegría y todo progreso del alma y del cuerpo a todo este pueblo."

Doxología. — "Por tu unigénito Jesucristo en el Espíritu Santo, como era, es y


será en las generaciones de las generaciones y por todos los siglos de los siglos"

La anáfora de Serapión no tiene la claridad, el vigor, la concatenación de los


conceptos que se admiran en la de Hipólito. Esta desarrolla preferentemente el
tema teológico, la alabanza al Padre. La parte que corresponde a Jesús está
restringida a pocas palabras: "Fuiste (por Cristo) anunciado, demostrado,
revelado a toda naturaleza creada"; pero, conforme a la regla tradicional, la
narración de la institución se halla en el centro de la prez y constituye el nervio
de todo el rito. Nótese cómo la commendatio de les elementos eucarísticos, que
entra a formar parte de la anáfora; la anamnesis, apenas aludida, y, finalmente, la
epiclesis van dirigidas al Logos, mientras que las también egipcias del papiro de
Der-Belyzeh y de la liturgia de San Marcos se dirigen al Espíritu Santo. El
Logos es invocado sobre las oblatas para transformarlas, como un día vino a
María virgen para encarnarse. San Atanasio, amigo de Serapión, confirma tal
fórmula epiclética. "Cuando — se dirige él a los elegidos — la gran oración y la
sagrada súplica ha sido elevada a Dios, el Verbo desciende sobre el pan y sobre
el cáliz y éstos se convierten en su cuerpo." La epiclesis del Verbo hace explícito
aquello que se contiene en la narración de la institución y fila el momento de la
consagración. Esta es la primera fórmula del género que encontramos en la
historia litúrgica ordenada a producir la transformación espiritual del pan y del
vino (epiclesis consecratoria) inserta después de la narración de la institución.
Hay que revelar, finalmente, cómo la gran intercesión, que Serapión coloca al
final, antes de la doxología final, en la liturgia de San Marcos es anticipada
al Sanctus.

La tradición siríaca.

Antioquía, llamada la grande, la bella, por sus monumentos y sus escuelas, ocupa


con Jerusalén uno de los puestos más conspicuos en!a historia cristiana de los
primeros siglos. A principios de la era vulgar, los hebreos tenían una floreciente
colonia y gozaban de derechos iguales que los de los griegos. Después de la
persecución en la que cayó el protomártir San Esteban, los fieles de Jerusalén se
refugiaron allí en gran número, y aquí fueron llamados por primera vez
cristianos. San Pedro se estableció allí ciertamente y rigió por algún tiempo la
comunidad. Antioquía fue el primer foco de irradiación evangélica en las
regiones circunvecinas, y, consecuentemente, el centro litúrgico donde
confluyeron las corrientes religiosas en la Iglesia primitiva, impregnadas
todavía de hebraísmo.

Aunque nos faltan elementos seguros para conocer cuáles fueron en el siglo III
sus particularidades espirituales y las de la iglesia sufragánea de Jerusalén, sin
embargo, la liturgia titulada de Santiago y la de las llamadas Constituciones
apostólicas permiten recoger suficientemente las grandes líneas de la antigua
tradición anafórica siríaca, descendiente directa de la jerosolimitana,
judaizante todavía. Bickell, en efecto, ha creído poder encontrar en el salmo
135, Confitemini Domino, del gran Hallel pascual, la serie de temas
desarrollados por la anáfora de las Constituciones.
Para Jerusalén en particular poseemos una fuente de primer orden en la quinta
catequesis mistagógica de San Cirilo de Jerusalén, dirigida por él en la semana
pascual del 348; la cual, si bien no contiene el texto de la prez eucarística, nos da
una amplia descripción, con la cual no es difícil reconstruir, si no La fórmula
precisa, al menos cada una de sus partes. Esta acusa un desarrollo ulterior sobre
las fórmulas del siglo III (añadidura del Sanctus y de la intercesión por los vivos
y difuntos), a pesar de que San Cirilo la designe como una tradición, como quiera
que sea, tiene la ventaja de traer al principio una fecha y un origen preciso.

Para integrar en una fórmula contemporánea o casi contemporánea el nexo de los


conceptos expuestos por San Cirilo, tenemos la fortuna de poseer el texto de la
anáfora de las llamadas Constituciones apostólicas, la cual sigue evidentemente
todo el desarrollo. Las Constituciones apostólicas son, como es sabido, una gran
compilación canónica en ocho libros, puesta bajo el nombre de San Clemente
Romano, pero compuesta alrededor del 380 en la región de Antioquía sobre el
ejemplo de varias obras antiguas, como
la Didaché, la Didascalla, la Traditio. Una de las secciones más importantes —
el libro 8, § 515 — contiene la descripción del rito de la misa según el esquema
de la liturgia antioquena. En particular, la anáfora, muy prolija, se desarrolla
con una solemnidad verdaderamente extraordinaria. Abraza dos grandes partes:
el Ante Sanctus y el Post Sanctus. El Ante Sanctus, que lleva preferentemente La
impronta del Antiguo Testamento y se deriva de fórmulas judías, se divide en
cinco partes: 1) la glorificación de Dios Padre (teología); 2) la creación
del mundo (cosmología); 3) la creación del ser humano y su
caída (antropología); 4) los beneficios divinos sobre el pueblo elegido (historia);
5) la introducción al Sanctus.

El Post Sanctus, en cambio, es todo de contenido cristológico y constituye la


parte originariamente cristiana de la anáfora. Se encuentra frecuentemente en la
fraseología de la anáfora de San Hipólito.

Nosotros seguimos el texto de San Cirilo, y en letra menor, el de


las Constituciones.

San Cirilo, después de haber aludido al lavatorio de las manos hecho por el
celebrante y por los otros presbíteros y al siguiente ósculo de paz cambiado entre
los fieles, escribe:

Prefacio. — "El sacerdote grita: ¡Arriba los corazones!...

Después, vosotros respondéis: ¡Los tenemos puestos en el Señor


Añade el sacerdote: ¡Demos gracias al Señor!

Después vosotros respondéis: ¡Las hemos dado al Señor!

Vosotros responded: ¡Es cosa digna y justa!"

Acción de Gracias. — "Después de esto, hacemos mención del


cielo, y de la tierra, y del mar, y del sol, y de la luna, y de los astros,
y de todas las criaturas racionales e irracionales, visibles e
invisibles; de los ángeles, arcángeles, virtudes, dominaciones,
principados, potestades, tronos; de los querubines; de los muchos
rostros, según el dicho de David: Exaltad al Señor juntamente
conmigo (Ps. 33:4). Hacemos también mención de los serafines de
Isaías en el Espíritu Santo, dispuestos en círculo alrededor del trono
de Dios en acto de cubrir con dos alas el rostro, y con otras dos, los
pies, y extendidas al vuelo las otras dos, mientras decían: Santo,
santo, santo es el Señor de Sabaoth (Is. 6:2). Por tanto, también
nosotros, enseñados por ¡os serafines en la manera de unimos,
proferimos esta alabanza de Dios junto con las milicias celestiales,
a¡ cantar la gloria a Dios."

En las Constituciones apostólicas, el prefacio se abre con el saludo del


celebrante: "La gracia de Dios omnipotente, y la caridad de nuestro Señor
Jesucristo, y la comunicación del Espíritu Santo sea con todos vosotros."

Y después del diálogo antes referido, pone así la anáfora (Teología):


"Verdaderamente es cosa justa dar alabanzas ante todo a ti, que eres el Dios
verdadero, existente antes de toda criatura, del cual se deriva toda paternidad en
el cielo y en la tierra (Eph. 3:15); tú único, no engendrado; tú sin principio, no
sujeto a ninguna cosa ni a ningún soberano; tú, que de ninguna cosa tienes
necesidad; distribuidor de todo bien., superior a.toda causa y fenómeno natural,
que siempre eres idéntico a ti mismo y en ti mismo, del cual todas las
naturalezas creadas proceden en la existencia como saliendo de un escondrijo
cerrado (1 Cor. 8:6).

Ya que tú eres el conocimiento que no tiene principio, la visión perenne, el oído


increado, la sabiduría no enseñada; primero por naturaleza, único por la
existencia, superior por razón del número. Tu has producido todas las cosas de la
nada por medio de tu unigénito Hijo, que has engendrado antes de todos los
tiempos con tu poder, con tu bondad, sin intermediario, como tu Hijo único,
Verbo, Dios, sabiduría viviente, primogénito de toda criatura, nuncio de tu gran
consejo (Col. 1:15); tú sumo sacerdote, rey y Señor de toda naturaleza racional y
sensible, que está delante de todo, del cual depende todo (Col. 1:17).

(Cosmología): Ya que tú, Dios eterno, criaste todas las cosas por medio de él y
asistes por su medio a toda criatura con sabia providencia; por su medio, en
efecto, les diste la existencia, y también por su medio les viene a ellas de ti todo
bienestar.

Tú eres Dios y Padre de tu único Hijo; por medio de él creaste, antes de las otras
cosas, los querubines y los serafines, los eones, las milicias, las virtudes, las
potestades, los principados, los tronos, los arcángeles y los ángeles. Y después de
éstos, creaste, por medio de él, todas las otras cosas de este mundo y cuanto hay
en él.

Ya que eres tú el que con sólo tu voluntad has establecido el cielo como una
bóveda y lo has escondido como un velo, y has colocado sobre el vacío la tierra
(Is. 11:22; Ps. 103:2); que has fijado el firmamento y has hecho la noche y el día;
que has sacado de sus penetrales la luz y has hecho descender poco a poco las
tinieblas para el reposo de los vivos en la tierra; que has encendido el sol para
dominar el día, y la luna para dominar la noche, y has trazado en el cielo el coro
de las estrellas para alabanza de.tu grandeza; que has dado el agua para bebida y
para lavar; el aire, para respirar y emitir la voz...; que has hecho el fuego para que
ilumine las tinieblas y nos socorra en la necesidad de calentarnos e
iluminarnos..."

Sigue una larguísima enumeración de las criaturas inanimadas — la tierra, los


ríos, los montes, las plantas — y animadas — los animales, y después el hombre,
del cual recuerda la creación, la caída, el castigo del diluvio, los beneficios dados
al pueblo elegido (antropología e historia). Después continua, pasando a la
introducción del Sanctus:

"Por todo esto, sea gloria a ti, Señor omnipotente. Te adoran las innumerables
falanges de los ángeles, de los arcángeles, de los tronos, de las dominaciones, de
los principados, de las potestades, de las virtudes, de los ejercitos y de los eones;
te adoran los querubines y los serafines, que tienen seis alas; con dos se cubren
los pies; con dos, el rostro; con dos vuelan (Is. 6:2); y, entre tanto, con los miles y
miles de arcángeles y con las diez mil miríadas de ángeles, sin descanso y con
perenne aclamación, repiten (lo dirá todo el pueblo junto):

Santo, santo, santo es el Señor de las virtudes. Lleno está el cielo y la tierra de su
gloria; Bendito sea en los siglos. Amén."
Epiclesis y Consagración. — "A continuación — prosigue San Cirilo —,
después de habernos santificado con estos cánticos espirituales, hacemos oración
al benigno Dios para que mande al Espíritu Santo sobre las ofrendas puestas
sobre la mesa, a fin de que convierta el pan en el cuerpo de Cristo, y el vino, en la
sangre de Cristo; y que todo aquello que siente el contacto del Espíritu Santo sea
santificado y transformado."

San Cirilo pasa en silencio el desenvolvimiento del tema cristológico en la


anáfora unido a la narración e institución. Las Constituciones, en cambio, lo
desarrollan ampliamente:

"(Después dirá el obispo): Santo eres tú verdaderamente y santísimo; altísimo


eres tú y sobreexaltado en los siglos" (Dan. 3:28). Santo es también tu Hijo
unigénito, el Señor nuestro, Jesucristo. El, en todo obediente a ti, su Dios y
Padre, ya en la variada creación, ya en la conveniente providencia, no despreció
al género humano en ruinas; sino que, después de la ley natural, después de las
amonestaciones de la ley antigua, después de las proféticas llamadas y las
angélicas embajadas..., él, creador del hombre, escogió tomar la naturaleza
humana; él, legislador, se sometió a la ley; él, sacerdote, se hizo víctima; él,
pastor, se hizo cordero.

Así te hacía propicio, Dios y Padre suyo; te reconciliaba con el mundo y nos
libraba a todos de la inminente ira, naciendo de una virgen hecho carne el Dios y
Verbo, Hijo predilecto, primogénito de toda criatura (Col. 1:15); según los
vaticinios antiguamente pronunciados sobre sí mismo, nació de la descendencia
de David (Rom. 1:3) y de Abrahán y de la tribu de Judá.

Engendrado virginalmente nació aquel que a todo lo que hace da vida; se hizo
carne aquel que está sobre toda carne; fue engendrado en el tiempo aquel que es
antes de todo tiempo. Vivió santamente, enseñó la ley, ó de los hombres toda
enfermedad (Mt. 4:23), obró prodigios y maravillas entre el pueblo (Act. 5:12);
tomó alimento y bebida y sueño aquel que nutre a cuantos necesitan de alimento;
aquel que a todo viviente llena de bienestar, manifestó tu nombre (Ps. 144:16) a
aquellos que lo ignoraban; disipó la ignorancia, suscitó la piedad, el ecutó tu
querer; llevó a cumplimiento la obra que tú le confiaste (lo. 17:4). Realizadas
todas estas obras, cayó en las manos de los impíos, cedió a la envidia de los
falsos sacerdotes y archisacerdotes, a la traición de un pueblo perverso y enfermo
de iniquidad.

Muchos sufrimientos soportó de ellos: estuvo sujeto a ignominia; permitiéndolo


tú, fue llevado delante del procurador Pilatos; el Juez fue juzgado, el Salvador
fue condenado, el que es impasible fue clavado en cruz; estuvo sujeto a la muerte
el Inmortal por naturaleza; fue sepultado el que vivifica, a fin de que su dolor
fuese nuestra medicina; su muerte fue vida de aquellos por los cuales había
venido, a fin de que se rompiesen las cadenas del maligno y los hombres se
librasen de su doblez. Después resucitó de la muerte al tercer día, estuvo cuarenta
días con sus discípulos y, ascendido a los cielos, está sentado a tu diestra (Mc.
16:19), ¡oh Dios y Padre suyo!

Acordándonos, por tanto, de aquello que él por nosotros sufrió, te damos gracias,
Dios omnipotente, no según la justa medida, sino según nuestro poder, y
cumplimos su mandato. Ya que en la noche en la cual era entregado (1 Cor.
11:23), tomando el pan en sus santas e inocentes manos, elevados los ojos a ti,
Dios y Padre suyo; lo partió y lo distribuyó a los discípulos, diciendo: Este es el
misterio de la nueva alianza; tomad y comed; éste es mi cuerpo (Mt. 26:26), que
fue entregado por la salud de muchos en remisión de los pecados. Igualmente
tomó el cáliz (1 Cor. 11:25), mezcló vino con agua, lo bendijo y lo distribuyó
entre ellos, diciendo: Bebed todos; que ésta es mi sangre, que se derrama por
muchos en remisión de los pecados (Mt. 26:27). Esto haréis en memoria de mi;
ya que cada vez que comáis este pan y bebáis de este cáliz anunciaréis mi muerte
hasta que venga (1 Cor. 11:2526).

Acordándonos, por tanto, de su pasión y muerte, de su resurrección de entre los


muertos, de su ascensión a los cielos y de su segunda venida futura..., nosotros te
ofrecemos, soberano y Dios, según tu mandato, este pan y este cáliz y te damos
gracias por medio de él (Col. 3:17), porque nos has hecho dignos de estar en tu
presencia y realizar el ministerio sacerdotal.

Y te suplicamos que dirilas la mirada propicia sobre estas ofrendas traídas


delante de ti, que de nada tienes necesidad, y te dignes complacerte por la gloria
de tu Cristo y de mantener tu santo Espíritu sobre este sacrificio,
como testimonio de los sufrimientos del Señor Jesús (1 Petr. 5:1), para que,
transformado este pan en el cuerpo de tu Cristo y este cáliz en la sangre de tu
Cristo, cuantos participan sean confirmados en la piedad, obtengan la remisión de
sus pecados, sean preservados del maligno y de sus engaños, queden llenos del
Espíritu Santo, sean dignos de tu Cristo, alcancen la vida eterna en tu plena
reconciliación, ¡oh Soberano omnipotente!"

Memento de los Vivos.—"Después de haber realizado el sacrificio espiritual—


continúa San Cirilo—como acto de culto incruento sobre aquella Víctima de
propiciación, invocamos a Dios por la paz común de las iglesias, por la serena
estabilidad del mundo" por los reyes, los soldados, los aliados; además, por los
enfermos y por cuantos están oprimidos por la aflicción y, en general, por todos
aquellos que tienen necesidad de ayuda; nosotros todos rezamos y ofrecemos este
sacrificio."

He aquí cómo se desarrolla el tema de la intercesión en la anáfora de


las Constituciones. "Además te rogamos, ¡oh Señor! por tu santa Iglesia, que se
extiende del uno al otro confín de la tierra; aquella que has conquistado con la
preciosa sangre (Act. 20:28) de tu Cristo, a fin de que la guardes ilesa y tranquila
hasta el fin de los siglos.

Y (te rogamos) por todo el episcopado, que rectamente define la palabra de la


verdad (2 Tim. 2:15). Te ruego también por mí, hombre mezquino, que ofrezco
este sacrificio, por los presbíteros, por los diáconos y por todo el clero, a fin de
que infundas en ellos la sabiduría y los llenes del Espíritu Santo.

También te rogamos, ¡oh Señor! por el soberano y por cuantos están revestidos


de autoridad (1 Tim. 2:12); por todo el ejercito, a fin de que nuestro Estado se
mantenga en paz y, transcurriendo en tranquilidad todo el tiempo de nuestra vida,
podamos darte gloria a ti por medio de Jesucristo, que es nuestra esperanza (1
Tim. 1:1).

También te ofrecemos (este sacrificio) por todos los santos que partieron ya de
esta vida y te agradaron: patriarcas, profetas, justos, apóstoles, mártires,
confesores, lectores, cantores; por las vírgenes, las viudas, los laicos y todos
aquellos cuyos nombres conoces.

Te ofrecemos también el sacrificio por este pueblo para que tú lo incluyas en


alabanza de tu Cristo como real sacerdocio, como pueblo santo (1 Petr. 2:9); y
por aquellos que viven en casta virginidad, por las viudas de la Iglesia, por
aquellos que viven en legítima unión y engendran hijos; por los niños de este
pueblo tuyo, a fin de que no permitas que alguno de nosotros incurra en tu
condenación.

También te pedimos por esta ciudad y por cuantos habitan en ella; por los
enfermé, por los oprimidos, por toda clase de esclavitud; por aquellos que fueron
expulsados de la patria; por aquellos que fueron proscritos con la confiscación de
sus bienes; por los navegantes y por aquellos que están de viaje, a fin de qué a
todos concedas tu socorro y de todos seas awxiliador y defensor (Ps. 118:114)."

Y continúa la oración de intercesión a favor "de aquellos que nos odian y


persiguen," de los catecúmenos, de los penitentes, de los paganos, de los
ausentes, terminando con la doxología:
"Y que aquí, (¡oh Señor!), se tribute toda gloria, veneración, acción de gracias,
amor y adoración al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo ahora y siempre y por los
infinitos y sempiternos siglos de los siglos."

Y todo el pueblo responderá: "Amen."

Memento de los Difuntos. — "Después — prosigue San Cirilo — hacemos


mención también de aquellos que se durmieron en el Señor; sobre iodo de los
patriarcas, de los profetas, de los apóstoles, de los mártires, a fin de que Dios
acola por sus oraciones y por su intercesión nuestra oración. Después también
(hacemos mención) de nuestros santos padres, difuntos; de los obispos y, en
general, de todos aquellos que entre nosotros han pasado de esta vida, porque
creemos que esto sirve de gran ayuda a las almas por las cuales hacemos nuestra
oración mientras la santa y augustísima Víctima yace sobre el altar."

El "Pater Noster." — "Después de esto, recitamos aquella oración que el


Salvador enseñó a sus discípulos y con pura conciencia invocamos a Dios con el
nombre de Padre, diciendo: Padre nuestro, que estás en los cielos..."

La Comunión. —"A ccntinuación, el sacerdote dice: Las cosas santas, a los


santos... Vosotros respondéis: Uno solo es santo, uno solo es el Señor,
Jesucristo." (Sigue el ritual de la comunión.)

La tradición de Edesa.

Podemos encentrar otros elementos interesantes para la antigua historia de la


anáfora eucarística en la liturgia de la iglesia de Edesa.

La región de la cual esta ciudad era el centro, situada en las fronteras más
orientales del Imperio, tuvo siempre una marcada autonomía o confluyeron en
ella, más que en otras partes, las corrientes de las tradiciones y de la cultura
semítica. Edesa no adoptó nunca la liturgia de Santiago, propia de la iglesia
de Antioquía, sino la de los Santos Adeo y Maris, sus presuntos primeros
evangelizadores, la cual se difundió ampliamente por las anáforas helenísticas y
occidentales por el hecho de ser una liturgia semítica, es decir, marcada con las
concepciones semíticas de sus primeros apóstoles, y por esto única en su
género.

He aquí el texto:

Prefacio. — "Digno de ser alabado por boca de todos y de ser glorificado por
todas las lenguas, digno de ser adorado y exaltado por toda criatura, es el
adorable y glorioso nombre de tu gloriosa Trinidad, ¡oh Padre, oh Hijo, oh
Espíritu Santo!

Ya que tú creaste el mundo con tu gracia, y sus habitantes con tu bondad, y


salvaste al mundo con tu misericordia, concediendo tu gracia a los mortales."

Trisagio. — "Miles y miles de santos ángeles y un ejercito de seres espirituales,


ministros de fuego y de espíritu, alaban tu nombre junto con los santos
querubines y espirituales serafines, que ofrecen adoración a tu soberanía,
aclamando y alabando incesantemente y cantando el uno al otro y diciendo:
Santo, santo, santo el Señor Dios de los ejercitos; llenos están los cielos y la
tierra de tu gloria y de la naturaleza de su ser y de la excelencia de su glorioso
esplendor. Hosanna en las alturas; hosanna al Hijo de David; bendito el que vino
y viene en nombre del Señor. Hosanna en las alturas; y con estas milicias
celestiales."

Acción De Gracias. — "También nosotros te damos gracias, ¡oh Señor mío!


nosotros tus siervos, débiles, frágiles y miserables, porque nos has dado una
ayuda mayor de lo que se puede imaginar, vivificando nuestra humanidad con tu
divinidad, exaltando nuestro bajo estado y restaurando lo caído, y levantando
nuestra mortalidad, olvidando nuestras culpas, justificando nuestras faltas,
iluminando nuestras mentes; tú, Señor y Dios nuestro, has condenado a nuestros
enemigos y asegurado la victoria a la debilidad de nuestra frágil naturaleza con la
sobreabundante misericordia de tu gracia."

Institución Eucarística. — ‘Y nosotros también, ¡oh Señor mío! nosotros, tus


débiles, frágiles y miserables siervos, que nos hemos reunido en tu nombre y
estamos delante de ti y hemos recibido por tradición el ejemplo que nos has
dado... alegrándose, glorificando, exaltando y conmemorando esta [grande,
dramática, santa y vivificante reproducción de la pasión, muerte, sepultura y
resurrección de nuestro Señor y salvador nuestro Jesucristo."

Epiclesis. — "Descienda, ¡oh Señor mío! tu Santo Espíritu y repose sobre esta
oblación de tus siervos; bendícela y conságrala, a fin de que sea para nosotros,
¡oh Señor mío! perdón de las ofensas y remisión de los pecados y gran esperanza
en la resurrección de los muertos y en una nueva vida en el reino de los cielos,
junto con todos aquellos que fueron agradables a tus ojos."

Doxología. — "Por toda esta maravillosa dispensación (de bienes que nos haces),
te damos gracias y te alabamos incesantemente en tu Iglesia, redimida por la
preciosa sangre de tu Cristo, con la boca abierta y la frente elevada, alabando,
honrando, adorando, confesando tu viviente y vivificante nombre ahora y
siempre por los siglos de los siglos."

La anáfora de los Santos Adeo y Maris, a pesar de cierta antigüedad en la


frase, no va dirigida al Hijo, como quieren algunos, sino a Dios, designado
con un término semítico, frecuente en la antigua eucología judaicocristiana:
"nombre" (— majestad, potencia de Dios). La dedicación actual a
la Trinidad fue añadida cuando fue inserta la anáfora en la alabanza angélica con
su breve preámbulo. Falta el texto escrito de la narración de la institución,
omitida, sin duda, por un temor reverencial, muy común en las liturgias del
Oriente. Este, sin embargo, era recitado por el celebrante precisamente en el
punto donde se habla del ejemplo dado por el Señor e impuesto a los
apóstoles: Hoc jacite... A la institución eucarística alude, por lo demás, la
fórmula de la anamnesis, que la sigue inmediatamente. Ahora debe ser claro el
sentido consacratorio de la epiclesis del Espíritu Santo, con el cual se cierra la
anáfora.

Conclusión.

El análisis de los formularios anaforales más antiguos y representativos de los


siglos III-IV nos permite deducir qué conceptos fundamentales se
encuentran en todos, y como tales podemos creer que forman parte de la gran
tradición anafórica primitiva:

a) Un prólogo o prefacio dialogado entre el celebrante y les asistentes, que


propone el tema eucarístico de la anáfora.

b) Un tema inicial de acción de gracias a Dios por sus beneficios sobre el


mundo, comenzando desde la creación, etcétera, desarrollado según el
ejemplo de análogas fórmulas hebreas. La liturgia antioquena y hagiopolita
presentan el tipo más completo.

c) Un tema sucesivo, unido con el precedente, de acción de gracias por la obra de
la redención, realizada por medio de Cristo y culminada en su pasión y
muerte. El mejor ejemplo lo presenta la anáfora de San Hipólito, desprovista por
lo demás, bajo el clima latino, de las prolilas reminiscencias hebreas y toda ella
fuerte y sólidamente encuadrada en el tema cristológico.

d) Una narración detallada de la institución eucarística, que tuvo lugar en la


última cena, la cual forma regularmente el centro de la anáfora y se presenta
como el objetivo principal de todo el rito.
e) Una anamnesis, es decir, una explícita conmemoración memorial o
representación de la pasión y muerte redentora de Cristo.

f) Una epiclesis o bien una evocación tácita o expresa del Espíritu Santo para


que descienda sobre los elementos del pan y del vino y los transforme en el
cuerpo y en la sangre de Cristo. En algunas anáforas precede la narración de la
institución; en otras la sigue. En las egipcias (Serapión y probablemente en la del
papiro de Dér-Bel yzeh) existen ambas. En la de Hipólito falta.

g) Una súplica para impetrar la eficacia de los frutos de la comunión en esta y en


la vida futura en favor de aquellos que participarán en aquélla.

h) Una doxología final, concluida por la asamblea con la respuesta: Amen.

Elementos no comunes que en Oriente al final del siglo III o a principios del IV


comienzan a insinuarse en la anáfora son:

a) Una commendatio de las ofrendas inmediatamente entes de la consagración


(anáfora de Serapión).

b) Una oración intercesoria por los vivos y difuntos, puesta, para mayor eficacia,
después de la consagración (anáfora de Serapión, de San Cirilo de Jerusalén, de
las Constituciones, de Santiago).

c) El trisagio, con el relativo preámbulo de la alabanza angélica y de los


serafines. Fue introducido primeramente en Alejandría al final del siglo III, y
desde allí se difundió a todas las iglesias de Oriente, para pasar de Siria a las
Galias, Italia y, finalmente, a Roma, pero no antes del siglo V.

Por último es importante observar cómo del examen comparativo de las antiguas
anáforas eucarísticas, o sea de los elementos más íntimos y substanciales del
culto cristiano, alcanzó en seguida un resultado y se impuso con una lógica
irrefutable: la constatación de la esencial unidad litúrgica que se encuentra en
todas ellas a la distancia de más de tres siglos. La uniformidad de concepto y de
ritual por ellas presentada demuestra claramente que todas provienen de un único
germen, el creado por Cristo y entregado por él a la Iglesia; germen que ha sido
transmitido por los apóstoles y se ha desarrollado, bajo la acción del Espíritu
Santo, en los varios centros religiosos de la tierra, pero que ha mantenido
constantemente su autenticidad substancial. La variedad de los tipos anafóricos
no es una contraprueba; éstos más bien han asimilado los elementos externos,
secundarios, formales, que han podido darles un aspecto de variada belleza, pero
que no han cambiado la divina substancia.
Los Comienzos del Canon Romano.

La primera alusión a nuestro actual canon se encuentra, poco después de la mitad


del siglo IV, en una pequeña obra anónima, Quaestiones Veteris et Novi
Testamenti, escrita alrededor del 370-74, según parece, por un romano
contemporáneo del papa San Dámaso (366-384). Queriendo probar una tesis suya
muy extraña, la de que Melquisedec ha sido una teofanía del Espíritu Santo,
escribe: Similiter et Spiritus sanctus, quasi antistes, sacerdos appellatus est
excelsi Del, non summus, sicut nostri in Oblatione praesumunt. La alusión a la
frase del canon romano summus sacerdos tuus Melchisedech es no sólo evidente,
sino que la crítica que el anónimo hace del epíteto summus aplicado a
Melquisedec del a suponer que la fórmula criticada no era muy antigua, más aún,
era casi una novedad introducida hacía poco en el uso litúrgico.

Una segunda mención del canon, y ésta es la más importante, se encuentra en el


tratado De sacramentis, escrito alrededor de 338 por San Ambrosio (+ 396).
Explicando a los neófitos la liturgia de la misa, el santo Obispo alude ante todo a
la parte del canon que precede a la consagración.

Los comienzos de nuestro canon podemos resumirlos, por tanto, con mucha
probabilidad así: alrededor de la mitad del siglo IV, o lo más tarde en los
primeros años del pontificado del papa San Dámaso (366-384), cuando con la
paz se fue reorganizando todo en la Iglesia, también la prez eucarística, punto
esencial de la liturgia, recibió un nuevo acoplamiento. Debió intervenir o
sugerirlo, sin embargo, algún factor particular, y éste fue probablemente el
desarrollo siempre mayor que, con el afluir de masas cada vez mayores de fieles,
iba recibiendo el ritual de la ofrenda. Sabemos que en Roma, como en otras
partes, éste tomó en seguida un desarrollo tan extraordinario, que llegó a aparecer
como la parte más importante y más pomposa de la misa. Nada maravilla el que
se sintiese la conveniencia de ponerlo de relieve también en la solemne fórmula
de) sacrificio.

La tesitura de la nueva prez eucarística no podía, naturalmente, romper con la


tradición anafórica romana del siglo precedente. Debió conservar el esquema
hipolitano, de base teológica y cristológica; laudes Deo deferuntur, así la
caracteriza San Ambrosio; pero se introdujo oportunamente un nuevo elemento,
sacado de la zona del ofertorio: la commendatio oblationis a Dios, seguida
lógicamente de una oración intercesoria por todos los oferentes. Este orden de
fórmulas en la prez lo confirma un documento algo posterior, que atestigua una
práctica fijada hacía tiempo: la famosa carta del papa Inocencio I, escrita en el
416 a Decencio, obispo de Gubio, el cual le había preguntado sobre el puesto a
asignar en la misa a la recitación de los nombres (dípticos). El papa insiste en que
éstos no deben leerse antes del canon (como era, por lo demás, el uso antiguo,
mantenido fuera de Roma), y por esto no antes de que en sus ofrendas se haya
hecho la commendatio a Dios; de manera que los dones y los nombres de los
oferentes se recitan y recomiendan a Dios ínter ipsa mysteria.

El autor de la nueva prez exceptúa la disertación de la Commendatio oblationis


y de la intercesión general; se atiene, en cuanto al resto, al orden de la tradicional
anáfora romana. A la narración de la institución ha hecho seguir la anamnesis, la
oblación a Dios del sacrificio y la doxología final.

En esta época, el trisagio con el preámbulo de la alabanza angélica no entraba


todavía en la ordenación de la prez romana. Fue introducido alrededor de la
mitad del siglo V, al principio quizá de forma esporádica, para alguna ocasión
especial, después como elemento estable. Su inserción inmediatamente antes de
la Commendatio aportó una primera penetración en La composición organizada y
lineal del canon primitivo. El trisagio interrumpió y en parte desvió el nexo
lógico de los conceptos y contribuyó a reducir, de manera más o menos
amplia, el desenvolvimiento de la parte teocristológica, que quedó limitada a la
fórmula proemial y a una parte del prefacio.

Otros elementos entonces todavía desconocidos por la anáfora romana e


introducidos más tarde son el Communfcantes y su relativo Nobis quoque
peccatoribus y las fórmulas del Memento de los difuntos y del Hanc
igítur, recitadas solamente, como decíamos, en ciertas ocasiones particulares. He
aquí, según nuestro parecer, cómo debía aparecer en sus grandes líneas el texto
arcaico del canon romano.

Una Tentativa de Reconstrucción del Canon Arcaico.

Los criterios.

Para mayor claridad, hemos osado intentar una reconstrucción sirviéndonos de


los datos y de los documentos antes citados; pero tenemos que exhibir la fórmula
textual del canon para declararlo, sin ninguna pretensión, salvo por lo que
respecta a las citaciones del De sacramentis. Nosotros pretendemos solamente
proponer, con textos pertenecientes al siglo IV, la sucesión lógica de los
conceptos que debían probablemente sucederse en el desenvolvimiento de la
arcaica anáfora romana. Para suplir, por tanto, la parte prefacial, hemos recurrido
al segundo de los dos fragmentos eucarísticos descubiertos por Mai, que
desenvuelve precisamente, de manera noble y eficaz, el tema teocristológico
tradicional. Este precioso fragmento de anáfora pertenece litúrgicamente al final
del siglo IV, porque le falta todavía el Sanctus. No tenemos prueba absoluta de
que sea precisamente de Roma, pero el tenor y el orden de su formulario (el cual
se interrumpe al principio de la intercesión) son ciertamente romanos.
Naturalmente, insertándolo en la reconstrucción de la prez, no se puede asegurar
que en realidad formase parte de ella, si bien el desconocido autor, arriano según
parece, dice expresamente que lo recitaban los católicos en sus oblaciones.
Después, el paso del prefacio a la Commendatio oblationis lo hemos sacado de
una fórmula del Líber Ordinum mozárabe, señalada por Connolly, y sacada
ciertamente, como él piensa, del arcaico canon romano. Le falta, en efecto,
aquella mayor exactitud de frase que le añadió más tarde la refusión del papa
Gelasio.

Para suplir después de la anamnesis la fórmula Et petimus et precamur del


De sacrarnentis que, a nuestro parecer, debía concluirse con una epiclesis
explícita, hemos recurrido al texto de una postsecreta del misal gótico,
emparentada visiblemente con el canon primitivo; y para final de la fórmula
misma, a otra postsecreta del mismo misal.

En este asunto es de gran ayuda observar que muchos textos entre los más
antiguos, tanto orientales como occidentales, paralelos a la segunda parte de la
fórmula epiclética Supplices, piden, como fruto de la percepción del cuerpo y la
sangre de Cristo, la gracia de la unión de los fieles en la calidad y, al final, la
admisión en la vida eterna; dos conceptos que faltan en la frase conclusiva de
nuestro canon, la cual se limita a decir genéricamente: omni fcenedíctione
caelesti et gratia repleamur. Puede juzgarse como probable que la final arcaica
del Supplices, con la petición de la vida eterna, ha sido substituida por la actual
después de que un pensamiento análogo se había introducido en el Nobis
quoque, donde se dice: Nobisque partem aliquam et societatem donare digneris
cum tuis sanctis apostolis et martyirbus. Botíe opina que la frase ut quotquot ex
hac... es residuo de una oración ya recitada durante la fracción, que se insertó
después en la reorganización de esta parte de la misa.

Ponemos aparte el texto de la prez, recitada por el celebrante, y las fórmulas


dipticales propias del diácono, sacándolas del canon gregoriano, pero ciertamente
mucho más antiguas. Durante su lectura, el celebrante suspendía su oración y
esperaba el fina! en silencio; el gelasiano lo declara taxativamente

El Autor del Canon.

El texto del antiguo canon de la iglesia romana, que substancialmente hemos


intentado reconstruir, si bien se halla ausente de aquella decidida ejecución de
frase y de período que será característica de las grandes fórmulas litúrgicas del
siglo V, posee un desarrollo lógico y una expresión formal no indigna de la
tradición eucológica de Roma.

Decimos esto en la hipótesis, hasta ahora la más plausible, de que haya sido
compilado en Roma. Ya que no hay que olvidar que, según algunos modernos
liturgistas, nuestro canon pudo haber sido escrito en un principio para la iglesia
de Milán (y el De sacramentis sería un eco directo), y de allí trasladado y
aceptado después en Roma. La idea, por ahora simple conjetura, adquiriría un
valor positivo cuando se consiguiese personalizar al llamado Ambrosiáster, el
anónimo autor de las Quaestiones Vet. et Novi Testamenti, y precisar a qué
sacerdotes quiso referirse cuando escribía: Sicut nostri in oblatione
praesumunt. c Eran los sacerdotes de Rema o de Milán? Según nuestro parecer,
sin embargo, si San Ambrosio hubiese conocido que el canon per él
recomendado era de origen milanés, no habría insistido tanto sobre la romanidad
de la propia liturgia.

Nos es desconocido el autor del canon. Morin ha hecho notar que Fírmico
Materno, un abogado siciliano convertido en el 337, en las Consultationes
Apollonii et Zachaei a él atribuidas, usa una fraseología tan hierática, que más de
una página recuerda al leoniano; por lo cual no sería infundada la hipótesis de
que la autoridad eclesiástica le hubiese invitado a una colaboración litúrgica,
haciéndole componer quizá también el texto de la prez. Pero la conjetura es
demasiado vaga. San Gregorio, en la conocida carta a Juan de Siracusa, atribuye
la prez — si con este nombre pretendía referirse al canon — a un
cierto scholasticus, es decir, según la terminología jurídica, a un literato de
profesión, sin precisar más, y esto probablemente porque no sabía más que
nosotros. De todos modos, cualquiera que haya sido, hay que reconocer que el
compositor cumplió honorablemente su empeño, exponiendo el texto de la nueva
anáfora romana en lengua latina, en forma menos elegante, si se quiere más
sobria y conceptuosa, teniendo ciertamente delante de los ojos las anáforas
orientales, sobre todo las de tipo alejandrino, de las cuales entresacó
conceptos y frases; pero la ordenación sistemática de la prez tuvo un sello
romano y original. Se podía añadir que aquél en ella ha sabido fundir, en feliz
concordancia, la antigua liturgia de Roma con las veneradas tradiciones
anafóricas de las iglesias de Oriente.

Esto es cuanto puede decirse sobre el particular con alguna certeza en la


hipótesis, la más probable sin duda, de que la iglesia romana haya adoptado una
prez única, canónica. Ya que, como observábamos antes, no se puede excluir de
manera absoluta el que circulasen otros tipos de prez, si no en Roma, al menos en
los centros vecinos más importantes. Mario Victorino, rétor en Roma alrededor
del 357, cita la frase Munda tibi populum circumvitalem, aemulatorem bonorum
operum, circa tuam substaniiam venientem, y la hace preceder de las
palabras sicuti in oblatione dicitur7. Más abajo reproduce la misma frase en
griego. Ahora bien: ningún texto litúrgico conocido tiene relación con las
palabras referidas, que pertenecían probablemente a una prez itálica
desaparecida. También los dos fragmentos de Mai se presentan como dos
diversas redacciones de un mismo tipo de prez eucarística. Esto, por lo
demás, está conforme con la costumbre de las iglesias orientales, las cuales,
aun en el ámbito de una misma provincia litúrgica, han continuado durante
muchos siglos redactando anáforas del mismo tipo.

Ayuda, sin embargo, el observar que, si alguna duda puede surgir en cuanto al
uso occidental, éste hay que limitarlo estrictamente al siglo IV. Ya que San
Ambrosio, en el De sacramentis, alude claramente a una única fórmula
consagratoria en vigor, y cincuenta años después (538), el papa Vigilio,
escribiendo a Profuturo de Braga, le hace recordar cómo en Roma se
solía semper eodem tenore oblata Deo muñera consecrare, y llama al
canon canónica prex, precedida ex apostólica traditione.

Los Desarrollos del Canon.

El primero, y quizá el más notable, lo tuvo con la introducción del epinicio,


inserto antes de la Commendatio oblationis. Roma fue la última de las iglesias de
Occidente en admitirlo en su prez: y, según una conjetura de Dix, lo derivó
directamente de la liturgia de Antioquía, en la cual la fórmula angélica
era Sanctus... Dominus Deus Sabaoth, mientras en Alejandría y en
Jerusalén se decía: Sanctus... Dominus Sabaoth. No es posible, por falta de dates
precisos, determinar cuándo lo acogió Roma; podemos sostener como fecha
aproximada el período entre la muerte de Inocencio I (+ 417) y el pontificado de
San León (446-460). Si se quisiese sugerir un nombre, podría ser el de Sixto 111
(432-440), el cual después del concilio de Efeso (431) debió recoger en Roma
el eco de tantas voces de las iglesias de Oriente.

La inserción del epinicio, con el relativo canto del pueblo, llevó a consecuencias


litúrgicas importantes. Obligó a suprimir o a reducir notablemente una parte del
tema teocristológico inicial de la prez; la dividió de hecho en dos partes, que en
seguida se consideraron separadas e independientes (prefaciocanon); permitió la
transformación del prefacio, de tema exclusivo e invariable de acción de gracias,
en una fórmula embolística, al menos parcialmente, a tono con el misterio o la
solemnidad santoral del día. Por ultimo, hizo acuñar aquella frase Te igitur
clementissime Pater, per lesum Christum D. N. supplices rogamus ac permus,
que, sirviendo como lazo de unión entre el Sanctus y la Commendatio, unió
oportunamente la prez, interrumpida por el canto del epinicio, con su protocolo
inicial: Domine sánete Pater omnipotens...

La introducción en los dípticos de las fórmulas Communicantes y Nobis quoque


peccatoribus fue una etapa ulterior en el camino evolutivo del canon. Destinada
la primera a conmemorar a María Santísima, Madre de Dios, junto con los santos
apóstoles Pedro y Pablo y los principales mártires romanos, fue compilada muy
probablemente por San León I sobre el ejemplo de una oración análoga de la
liturgia antioquena de Santiago. Al mismo santo Pontífice se deben también los
embolismos del Communicantes, titulados en los sacramentarlos infra
actionem, para recitarlos en las principales solemnidades. Algunos de ellos, sin
embargo, sufrieron retoques en la época gregoriana.

También la fórmula Hanc igitur se debe probablemente a San León. Hemos


dicho ya, en el comentario del canon, algo de su carácter advenedizo; por lo cual,
dado su particular destino, no entraba generalmente en la recitación ordinaria del
formulario diptical. Sólo más tarde, bajo Gregorio Magno, perdido quizá su
significado específico, fue incorporada probablemente en el canon, dándole un
sentido genérico, pero obteniendo como resultado una repetición de
la Commendatio.

Recordamos, por último, ía frase sanctum sacrificium, immaculatam


hostiam, añadida también por San León a la fórmula que conmemora el sacrificio
de Melquisedec, y el texto del Memento de los difuntos, que no entró a formar
establemente parte del canon antes del siglo IX.

La Refusión del Canon.

El texto arcaico de la prez fue durante casi dos siglos el canon actionis de la
iglesia romana, la cual, perdida la memoria de su origen, lo conservó y
veneró como una reliquia de la liturgia apostólica. Esto no impidió que los
papas hiciesen los retoques y las añadiduras que más tarde fuesen sometidas a
una revisión.

Nos son desconocidos los motivos que han inducido a la Iglesia a una tal
reforma; pero podemos probablemente entreverlos comparando el texto arcaico
del De sacramentas con el gregoriano. Se deduce fácilmente que el que procedió
a la refusión de la prez obedeció a algunas tendencias, que podemos precisar así:

a) Una tendencia teológica, que miraba a substituir los "anticuados," como en


el Quam oblationem la frase pro nostra omniumque salute; la doxología,
demasiado complicada, y que miraba también a eliminar fórmulas sujetas a
discusión, como la epiclesis y la segunda venida en la anamnesis.

b) Una tendencia litúrgica, con el fin de dar mayor relieve a la consagración,


haciéndola el centro de la adió. El haber separado los dos mementos con sus
embolismos, colocándolos, respectivamente, antes y después de la consagración,
es una prueba.

c) Una tendencia literaria, cuidando mayormente de la euritmia y la elegancia de


la frase y desarrollando más ampliamente el pensamiento con simetría y
paralelismo de miembros con una mayor trabazón entre ellos, aunque todo esto
resultase con desventaja de la simplicidad primitiva. Un ejemplo
característico nos lo da la fórmula Unde et memores, que el
De sacramentis muestra toda seguida, bien unida en sus partes, mientras en el
texto gregoriano se halla diluida en tres oraciones distintas. Se diría también que
en las dos partes de la narración de la institución, el corrector no sólo ha querido
disponer cada uno de los miembros del período en cierta armónica correlación,
sino que le ha querido dar un color dramático, como en las frases Hunc
praeclarum calicem; Aetern íestamenti; Mysterium Fidel Sin embargo, algunos
vocablos fueron poco acertados, como el epíteto beatae a la pasión de Cristo,
substituido con el gloriosissirnae del canon arcaico, y el final del Supplices, que
auguraba la unidad y el fruto del premio eterno, substituida con una genérica
bendición y gracia.

Y en el pasivo de esta refusión de la prez debemos también anotar que la antigua


unidad del canon quedó rota con la inserción de conclusiones incidentales y de
alguna fórmula, como el Per quem haec omnia, que, turbando la continuidad
lógica, le dieron un aspecto de incoherencia y de confusión.

¿Cuándo tuvo lugar este cambio de la prez? La respuesta por ahora es imposible
darla; pero nosotros creemos, con Wilmart, que no se está lejos de la verdad
asignándolo a la época del papa Gelasio (492-496), al cual una antigua tradición
atribuye la codificación de los usos litúrgicos romanos; el misal de Stowe (s. VII)
le atribuye, sin más, la paternidad del canon: Canon dominicus papae
Gelasii. Digamos, sin embargo, que acaso también San Gregorio puso la mano
en aquél, y no sólo el famoso inciso diesque nostros... Fue ésta de todos modos la
última mano dada al canon de Roma, y desde entonces, excepto las insensibles
variantes aludidas en su lugar, quedó invariable en los siglos.

4. La Comunión.
El "Pater Noster."

Oremus.. Oremos.

Praeceptis salutaribus mo niti et divina Exhortados por un mandato saludable y


institutione formati, audemus dicere: amaestrados por la enseñanza divina, nos
atrevemos a decir:
Pater noster, qui es in caelis,
Padre nuestro, que estás en los cielos,
sanctificetur nomen tuum,
santificado sea tu nombre, venga a nosotros
adveniat regnum tuum, tu reino llágase tu voluntad, así en la

fiat voluntas tua sicut in cae tierra como en el cielo; el pan nuestro de
cada día
lo et in térra; panem nostrum quotidianum
dánosle hoy;
da nobis hodie, et dimitte nobis debita nos
perdónanos nuestras deudas, así como
ira sicut et nos dimittimus nosotros perdonamos a nuestros deudores,

debitoribus nostris, y no nos dejes caer en la tentación, mas


líbranos del mal.
et ne nos inducas in tentationem, sed libera
nos a malo. (Así sea.)

(Amen.) Líbranos, te rogamos, ¡oh Señor! de todos


los males pasados, presentes y futuros, y
Libera, nos, quaesumus, Domine, ab por intercesión de la bienaventurada y
ómnibus malis praeteritis, praesentibus et gloriosa siempre virgen María, Madre de
futuris; et intercedente beata et gloriosa Dios, y de tus bienaventurados apóstoles
semp'er Virgine Dei genitrice Μaria, Pedro y Pablo y Andrés y de todos los
cum beatis apostolis tuis Petro et Paulo santos, da propicio la paz en nuestros días, a
atque Andrea, et ómnibus Sanctis, da fin de que, ayudados con el socorro de cu
propitius pacem ín diebus nostris; ut ope gracia, vivamos siempre inmunes del
misericordiae tuae adiuti, et a peccato pecado y seguros de toda turbación. Por el
simus semper liberi et ab omni mismo Señor nuestro, que vive y reina
perturbatione securf. Per eumdem contigo en la unidad del Espíritu Santo,
Dominum nostrum lesum Christum Fi lium Dios por los siglos de los siglos. Así sea.
íuum, qui tecum, vivit et regnat in unitate
Spiritus Sancti, Deus, per omnia saecula
saeculorwn. Amen.

 
La oración dominical (dominica oratio) se presenta aquí como lazo de unión
entre el canon y el rito de la comunión. Podemos con probabilidad creer que
precisamente con vistas a esto fue introducida en la misa, sea por la alusión al
perdón de los pecados, ut his verbis — como observa San Agustín — Iota facie
ad altare accedamus, sea por aquella petición del pan cotidiano, que los
Padres han entendido siempre también en sentido espiritual. Desde este
punto, encontramos la primera referencia cierta a la misa en un pasaje de San
Cipriano: Hunc autem panern dari nobis cotidie postulamus, ne, qui in Christo
sumus et eucharistiam eius cotidie ad cibum salutis accipimus, intercedente
aliquo graviore delicio., a Christi corpore separemur. El uso africano está
confirmado por San Optato de Mileto, el cual, escribiendo alrededor del 370,
afirma que los donatistas decían en la misa antes de la comunión el Pater noster:
Ínter vicina momenta, dum manus imponitis et delicia donatis, mox ad altare
conversi, dominicam orationem praetermittere non potestis. Ahora bien: si
tenemos en cuenta que su cisma se remonta por lo menos al 310, quiere decir que
tal práctica se relaciona con la época de San Cipriano. Más tarde, San Agustín
alude no menos explícitamente: In celebratione
Sacramentorum... benedicitur (quod est in Domini mensa) et sanctificatur et ad
distribuendum comminuitur, quam totam petitionem fere omnis Ecclesia
dominica oratione concludit. De los pasajes referidos, puede deducirse casi con
certeza que el Pater en África se recitaba después de la fracción, es decir,
inmediatamente antes de la comunión. Tal es todavía hoy el uso de la iglesia
ambrosiana.

En Oriente, en la primera mitad del siglo IV sólo Jerusalén admitía


el Pater en la misa. San Cirilo en su quinta catequesis mistagógica lo pone
después del canon y siguientes oraciones intercesorias por los vivos y difuntos;
dicho el Pater, se realiza en seguida la comunión. Poco tiempo después lo
admitió la liturgia de Antioquía, según testimonio del Crisóstomo, y la de
Alejandría.

En Occidente sólo para Milán tenemos al final del siglo IV el testimonio


explícito de San Ambrosio. En el De sacramentis, después de aludir a la
consagración, añade: In oratione dominica, quae postea sequitur ait: "Panem
nostrum.".. En cuanto al uso romano, las probabilidades son ciertamente
afirmativas, si bien la Traditio no hace mención ni después de ella otros
escritores romanos. A menos que no queramos computárselo a San Jerónimo, a
tono sin duda con los usos litúrgicos de Roma, el cual en su Diálogo contra los
pelagianos, compuesto en Belén el 415, pocos años antes de morir, hace
remontar a los mismos apóstoles la recitación del Pater durante el sacrificio:
Síc docuit apostólos suos, ut quotidie, in corporis illius sacrificio, credentes
audeant loqui, "Pater noster.".. Después, el hecho de encontrarlo en Milán al
lado del canon de Roma es demasiado significativo. Por lo demás, si entre las
pocas iglesias (y se diría de escasa importancia) que, al decir de San Agustín, no
recitaban el Pater en la misa hubiese estado también Roma, la iglesia madre del
mundo, el santo Doctor lo habría declarado.

Un atento examen de las expresiones gregorianas nos hace pensar que la


controversia surgida acerca del Pater no miraba tanto al hecho de haberlo
introducido en la misa cuanto al haberlo cambiado de lugar. El, en efecto,
después de apoyarse en la costumbre apostólica, verdadera o presunta, de
consagrar ad ipsam solummodo orationem (el Pater), es decir, como ya hemos
demostrado, de asociar a las palabras de la institución, establecidas por Cristo, la
recitación del Pater, hace resaltar que (con motivo de los ritos de la fracción, de
la conmixtión y de la bendición del pueblo, insinuadas en el intervalo entre el
canon y la comunión) tal recitación no tenía lugar ya, presentes sobre el altar los
elementos eucarísticos, no sucediendo esto con la oración del canon, compuesta
no por Cristo, sino por un literato (scholasticus). Por esto, San Gregorio,
considerando el Pater casi como un complemento de las fórmulas consagratorias,
quiso unirlo a la prez, conforme al uso apostólico, a pesar de que, en realidad, lo
sacaba de su raíz tradicional, la comunión. No sabemos si él pretendía conformar,
con tanta exposición, la práctica litúrgica de Roma con la de Constantinopla y
la de las otras iglesias orientales. San Gregorio, sin embargo, lo excluye,
porque se disculpa de no haber querido imitar a nadie, en particular a los griegos.

De todos modos, de cualquier manera que se quiera interpretar la carta antes


expuesta, es cierto que San Gregorio se ocupó del Pater en la misa, modificando
de alguna manera las relaciones con los ritos ambientales. Cabrol hace también
remontar a él la melodía más rica, prescrita todavía por el misal, cuyas cadencias
rítmicas reclaman el cursus propio de las fórmulas entre los siglos V y VII.

San Gregorio nos informa además que mientras entre los griegos el Pater lo
recitaban en voz alta todos los fieles, en Roma lo decía el sacerdote solo. No
podemos decir si desde entonces el pueblo le respondía, como hacemos todavía,
con la última petición: Sed libera nos a malo; es muy probable, porque San
Benito (529) ya lo prescribe en su Regla. También en África, el Pater era una
fórmula reservada al sacerdote; San Agustín lo da fácilmente a entender: In
ecclesia, ad altare Dei, quotidie dicitur Dominica oratio et audiunt illam
fideles...; si quis vestrum non poterit ¿enere Oerecíe, audiendo quotidie
ienebit. El mismo santo Doctor hace notar varias veces que, a las
palabras dimitie nobis, todos solían golpearse el pecho: Tundentes pectora
dicimus: "Dimitte nobis debita nosíra"; quod nos quoque antistites ad altare
assistentcs cum ómnibus facimus.
El Amen final, que falta en los manuscritos más antiguos de los Evangelios, es
ahora añadido en voz bala por el sacerdote después de la respuesta del
pueblo: Sed libera nos a malo, pero es un uso introducido por primera vez
alrededor del siglo X.

Ayuda, por otra parte, además, recordar que la Didaché hace seguir a la última
petición una fórmula doxológica de manifiesto carácter litúrgico: aporque
tuyo es el poder y la gloria en los siglos de los siglos." Un final parecido se
encuentra también en varias liturgias orientales; y quizá también en Milán y en
Roma, si la doxología citada por el De sacramentis (6:24) se halla en relación
con el texto de la oración dominical, que la precede. Esta fue suprimida cuando le
fue añadido el actual embolismo, Libera nos a malo. La fórmula del Pater en la
misa va encuadrada por un prólogo, que reclama la institución divina, y un
epílogo o embolismo, que desarrolla y comenta la última petición. San
Cipriano alude ya a un preámbulo que introducía el texto de la oración de
Jesús: Dominus ínter cociera sua mónita et praecepta divina, quibus populo sao
consuluit ad salutem, etiam orandi ipse formam dedil, ipse quid precaremur
monuit et instruxit. La frase, sin embargo, audemus dicere aparece más tarde;
probablemente por un influjo de la liturgia bautismal, cuando los neófitos, hijos
ya adoptivos de Dios, podían "atreverse" a llamar Padre a su Dios. San
Agustín ya la conoce; más aún, del a suponer que la fórmula protocolaria, en uso
hacía tiempo, era muy semejante a la nuestra: Audemus quotidie dicere: Adveniat
regnum tuum. Todas las liturgias han adoptado el tipo con una fraseología casi
uniforme.

El embolismo que sigue a la oración dominical, que tiene su origen en su final


doxológico, se debe probablemente a la pluma de San Gregorio; éste se encuentra
ya en el gelasiano. La insistencia con que se pide el don de la paz y se prepara a
la siguiente ceremonia del beso de paz exige naturalmente la cláusula por él
añadida al canon: diesque nostros in íua pace disponas. También la mención del
único apóstol, Andrés, después de los Santos Pedro y Pablo fue atribuida a San
Gregorio Magno, el cual vivió durante largos años en el monasterio de San
Andrés, en el monte Celio. En realidad no es ésta una prueba suficiente para
considerarlo como una añadidura gregoriana; tanto más si se considera que San
Andrés desde el siglo V tuvo culto y veneración en Roma, traído de
Constantinopla, y que todavía gozaba, antes de San Gregorio, de amplia fama la
legendaria carta de los presbíteros y diáconos de Acaya, en la cual se atribuía al
apóstol el martirio de la crucifixión, como a San Pedro, su hermano.

En este punto del embolismo, la antigua rúbrica permitía añadir otros santos ad
libitum. Hic — dice el IV OR (después de Andreae) sacerdos nominatim quales
voluerit sanctos vel quantos, commemorat. Se mencionaban particularmente San
Miguel, San Juan Bautista, San Esteban y el patrono titular del monasterio o de la
diócesis.

También esta oración, que constituye una efectiva prolongación


del Pater, antiguamente la recitaba el sacerdote en voz alta, como lo hacemos
nosotros todavía el Viernes Santo, y normalmente en la iglesia ambrosiana.

Al Pater va unido otro rito ya casi totalmente desaparecido, del cual encontramos
el primer testimonio a principios del siglo III: la bendición episcopal, que el
obispo daba a los fieles antes de la comunión. Por la Traditio, que nos
proporciona el texto más antiguo, se deduce fácilmente que su fin era
esencialmente el de preparar los corazones de los presentes a recibir dignamente
la comunión, purificando el corazón y fortificando la fe. Mientras todos estaban
con la cabeza inclinada, el obispo recitaba esta oración:

Eterno Dios, que conoces todas las cosas, estén ocultas o a la vista: vuestro
pueblo inclina delante de vos la propia cabeza y plega la dureza del propio
corazón y de la carne propia; envía una mirada desde tu excelsa mansión sobre
él; bendice a hombres y mujeres; abre para ellos tus oídos y escucha su oración.
Fortalécelos con el poder de tu brazo y protégelos de toda pasión maligna;
custodíanos en el cuerpo y en el alfna; acrecienta en ellos y en nosotros nuestra fe
y nuestro temor por los méritos de tu Unigénito, por el cual y con el cual, en
unión del Espíritu Santo, recibes gloria y poder ahora y en los siglos. Amén.

Dirigidos a la intención del diácono, el obispo amonestaba: Sancta


sanctis! después de lo cual cada uno se acercaba a recibir el pan consagrado.

No es muy cierto que el capítulo de la Traditio, que describe el rito expuesto, con


las relativas fórmulas eucológicas, sea auténtico. Muchos lo dudan; el hecho de
que no haya dejado en Roma señal alguna puede ser un fuerte argumento. Sin
embargo, el rito de una bendición en este punto de la misa se encuentra en el
siglo IV en Alejandría; en los siglos V-VI, en España, en las Galias y en
África, donde, como declara San Agustín, se consideraba como muy antiguo.

Naturalmente, entre las liturgias de Occidente, éste aparece después


del Pater, que, como se sabe, fue colocado inmediatamente antes de la
comunión; de manera que cuando, con motivo de la reforma gregoriana,
el Pater fue puesto delante, también la bendición, con la cual se hallaba en
relación, tomó lugar después de su embolismo; por tanto, antes de la fracción y
del beso de la paz. Recibida la bendición del obispo o, en su ausencia, del
sacerdote, la misa se consideraba terminada para aquellos que no comulgaban;
para los otros no terminaba hasta después de la comunión. En las Galias y en
muchas ciudades de Italia septentrional que seguían sus costumbres litúrgicas,
las Benedictiones gozaban de la simpatía del pueblo no menos que del clero.

La costumbre tradicional de las bendiciones se mantuvo, aun cuando el


sacramentarlo gregoriano, que no hacía mención de ellas, fue oficialmente
adoptado en el Imperio carolingio, Al cuino se cuidó de añadir las fórmulas en su
suplemento. La mayor parte de ellas fueron compuestas por él, entresacándolas
de textos romanos y mozárabes, pasando después a los sacramentarlos
medievales con ampliaciones y modificaciones. Las antiguas fórmulas galicanas
entraron en algunos sacramentarlos gelasianos en el siglo VIII o en colecciones
separadas (Benedictionalia), pero sin uso después en la práctica litúrgica.

El Ósculo, la Fracción y la Conmixtión.

El origen y el desarrollo de los ritos que se refieren a la fracción y a la


conmixtión de las sagradas especies en este punto de la misa presenta un
complejo de problemas entre los más complicados de la historia litúrgica, porque
la transposición del Pater, realizada por San Gregorio, y la desaparición de la
fracción han dislocado toda la ordenación antigua de los ritos. No debe, por tanto,
maravillar si, en defecto de documentos, La ilustración histórica intentada por los
liturgistas no ha sido hasta ahora tan exhaustiva como se quisiera. Nosotros
trataremos de resumirla con la mayor claridad posible.

Trazamos, ante todo, las líneas del cuadro ritual según la rúbrica actual del misal.
El celebrante, cantado el Pater nosfer, antes de llegar al embolismo Libera
nos, recibe del diácono la patena y, teniéndola derecha sobre el corporal,
comienza a decir: Libera nos... A las palabras eí ómnibus sanctis, se hace con la
patena la señal de la cruz, diciendo: da, propitius pacem in diebus nostris,
y signádose, la besa; después prcsigue: ut ope misericordiae..., pone la patena
debajo de la hostia, descubre el cáliz, hace la genuflexión, se levanta, toma la
hostia y la lleva sobre la copa del cáliz, donde la parte con reverencia en dos
mitades, diciendo entre tanto: Per eumdem Dominum nostrum lesum Christum
Filium tuum. Depone luego una mitad sobre la patena, después separa una
partícula de la otra mitad y continúa diciendo: qui tecum vivit et regnat; retiene
dicha partícula sobre el cáliz y coloca la otra parte de la hostia junto a la primera
sobre la patena, terminando de proferir la doxología: in unitate Spiritus Sancti
Deus, per omnia sácenla saeculorum. Una vez que el coro ha
respondido Amen, el celebrante hace tres cruces sobre el cáliz con la partícula,
diciendo la fórmula augural: Pax Domini sit semper vobiscum, a la cual responde
el coro: Et cum spiritu tuo. Aquí, el celebrante del a caer la partícula en el cáliz,
diciendo:
Haec commixtio et consecrado Corporis et Sanguinis D. N. lesu Christí fíat
accipientibus nobis in vitam aeternam. Amen.

Esta mezcla y consagración del cuerpo y de la sangre de Nuestro Señor Jesucristo


se convierta para nosotros que la recibimos en la vida eterna. Amén.

El celebrante recita después con los ministros por tres veces el Agnus Dei, que el
coro canta tres veces también: Agnus Dei, qui tollis peccata mundi t miserere
nobis (bis). Agnus Dei, qui tollis peccata mundi, dona nobis pacem (Cordero de
Dios, que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros (dos veces).
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, danos la paz).

El celebrante añade después la siguiente oración, dirigida a Jesucristo,


implorando para sí y para la Iglesia la paz: Domine lesu Chrfsíe, qui dixisti
Apostolis tuis: Pacem relinquo vobis, pacem meam do vobis; ne respicias
peccata mea, sed fidem Ecclesiae, eamque secundum voluntatem tuam
pacificare, ei coadunare digneris; qui vivís et regnas Deus per omnia saecula
sazculorum. Amen. (Señor Jesucristo, que dijiste a tus apóstoles: Mi paz os del o,
mi paz os doy; no mires a mis pecados, sino a la fe de tu Iglesia, y dígnate
pacificarla y reuniría según tu voluntad; tú que vives y reinas Dios por todos los
siglos de los siglos. Amén).

Sigue inmediatamente el ósculo de paz, que da el celebrante al diácono, y éste


transmite a todos los ministros asistentes en torno al altar.

Comparando la rúbrica del misal con la indicada por el I OR, ya por nosotros
descrita, se deduce fácilmente que las fases del rito son lógicamente las
siguientes:

a) El ósculo de paz.

b) La fracción.

c) La conmixtión.

El ósculo de paz.

285. El ósculo de paz se une directamente con el concepto fundamental del


embolismo que lo precede y de la petición final del Pater para expresar, de cara a
la comunión, el sentimiento de la solidaridad y de la fraternidad cristiana. La
fórmula introductoria del rito lo declara: Pax Domini sit semper vobiscum.
Como ya decíamos en un principio, la paz se daba antes del ofertorio como sello
del Oratio fidelium, signaculum orationis. Para Roma, la Traditio confirma
exactamente la frase de Tertuliano. Por lo demás, algunas liturgias orientales la
mantienen todavía en este punto, como la tuvieren el rito galicano y por muchos
siglos también el ambrosiano. Posteriormente, es decir, en el siglo IV, la
compleja ceremonia de las ofrendas y quizá la introducción del Pater después de
la prez consecratoria sugirieron a Roma el trasladar el ósculo de paz antes de la
comunión. Esta es, en efecto, la costumbre de las iglesias romana y africana a
principios del siglo V. Ubi est perada sanctificatio — escribe San Agustín
— dicimus orationem dominicam... Post ipsam dieitur "Pax vobiscum" et
osculantur se christiani in ósculo sanctot quod est signum pacis. E Inocencio I
(416), escribiendo al obispo de Gubio, reprende la costumbre todavía existente en
alguna iglesia del Lacio de dar la paz aníe confecta mysteria.

El ósculo fraterno se daba entre los fieles del mismo sexo boca a boca, labia tua
ad labia fratris tui; pero, como ya advertía la Traditio, estaban excluidos los
catecúmenos. En el ritual de la alta Edad Media, la paz la transmitía al clero el
archidiácono, no el pontífice: Archidiaconus dat pacem episcopo priori, deinde
coeteris per ordinem.

El abrazo litúrgico se realiza actualmente entre los ministros y el clero asistente


con las palabras Pax tecum; Et cum spiritu tuo. La fórmula se remonta por lo
menos al siglo V, porque San Agustín la alude bastante claramente; poco tiempo
después da testimonio de ella el I OR. No sabemos si antiguamente el ósculo de
paz era anunciado por el diácono con una fórmula a propósito, como sucede en
Oriente. La frase del papa Inocencio I Pax est indicenda podría hacer suponer su
uso también en Roma. En los misales medievales de Italia y de Francia se
encuentra frecuentemente esta fórmula de invitación: Habete vinculum caritatis
et pacis, ut apti sitís sacrosanctis mysterus, a la cual el ayudante
respondía: Pax Christi et Ecclesiae semper abundet in cordibus nostris.

Hemos supuesto y mantenemos también como probable que la fórmula Pax


Domini sit semper vobiscum fue introducida en relación con el ósculo de paz, a
pesar de que de hecho se profiera durante la mezcla de las dos especies. Sin
embargo, no puede relegarse al silencio la opinión de algunos liturgistas que,
considerando que ésta se dice haciendo tres veces la señal de la cruz
(consignatio), la suponen un residuo de aquellas bendiciones de las cuales
hablábamos en el párrafo precedente; teniendo en cuenta que, junto con las
fórmulas más largas usadas en tal ocasión por los obispos, existía una breve,
simplicísima, recitada por los presbíteros cuando faltaba el obispo. El rito
ambrosiano trae ésta: Pax et communicatio D. N. lesu Christi sit semper
vobiscum, a la cual sigue la invitación diaconal a darse el ósculo fraterno. Esta
fórmula, como otras parecidas, vigentes en los ritos galicano e irlandés, usadas en
la bendición presbiteral sobre los fieles, tienen una evidente analogía con nuestra
fórmula del misal. La hipótesis, por tanto, no es del todo infundada; pero queda
sin explicar cómo ha quedado señal de la fórmula de los presbíteros y ha
desaparecido la más importante de los obispos. Con menos razón se puede
suponer que la bendición se impartiese al pueblo con el fragmento eucarístico,
porque la rúbrica del I OR prescribe la fracción de la oblata después de
la consignatio y la fórmula relativa.

Es quizá más verosímil la conjetura lanzada por De Stefani, que pone en


comparación la fórmula de nuestro Pax Domini... con ctras análogas de
las Constituciones apostólicas, diciendo que esto no es más que una frase de
saludo equivalente al Dominus vobiscum; saludo que, como precede a las partes
más importantes de la misa, como la prez, era natural que se diese a la asamblea
antes de comenzar y los actos preparatorios de la comunión. Se puede objetar, sin
embargo, que generalmente el saludo preludia a una oración (como la colecta), o
a un formulario (como la antigua Oratio fidelium), o a una lectura (como el
evangelio), pero no a un complel o de actos no eucológicos, como ocurriría en
este caso.

En relación con el ósculo de paz, ponemos la apología Domine lesu


Christe. Batiffol la considera, en cambio, independiente; pero equivocadamente,
porque los manuscritos la presentan como una verdadera oratío ad pacem. Esta
alrededor del siglo XI fue inserta en el Ordo Missae después del Agnus
Dei como terminación a la tercera cláusula final, dona nobis pacem.

Solamente después de tal oración, el celebrante en las misas cantadas da el


abrazo de paz a les ministros. En las misas por los difuntos, faltando la paz, se
omite también la oración relativa. Cagin descubre en esta omisión un resumen
del sistema primitivo de dar la paz al ofertorio. Sabemos que todo el oficio de
difuntos ha permanecido totalmente fiel a la antigüedad. Precisamente por eso,
nosotros eremos que la omisión de la oblación se debe a que las apologías,
surgidas en una época bastante tardía, no encontraren complaciente hospitalidad,
al menos algunas, en la misa de los difuntos. Por lo demás, muchos
sacraméntanos no registran, en efecto, la oración Domine lesu Christe.

La fracción y la conmixtión.

El rito de partir el pan para repartirlo fraternalmente entre los comensales era


común entre los hebreos. También Jesús lo había hecho más de una vez; pero
especialmente en una circunstancia memorable: en la última cena; y había
mandado que se repitiese en memoria suya. Por esto, la eucaristía fue para los
apóstoles la fractio pañis por excelencia, y este término quedó en el lenguaje
sagrado como su sinónimo.

Partir el pan fue en la Iglesia primitiva una función puramente ministerial,


exigida por la necesidad de reducir en trozos el pan consagrado, a fin de
darlo en comunión a los fieles. In oblatione (Christus) patitur frangí — escribía
el Crisóstomo — Ut Omnes Impleat. En efecto, ésta se realizaba inmediatamente
después de la fracción del pan. Frangens panem — prescribe el ritual de
la Traditio — (episcopus) singulas partes porrigens, dicat: Pañis caelestis in
Christo lesu. Pero la función material, precisamente porque interesaba más a los
sentidos, atraía la común atención con preferencia sobre otras. Se explica por esto
cómo muy pronto se le agregaron significados místico-simbólicos, dos de los
cuales desembocaron en un rito de conmixtión.

El simbolismo más antiguo en cuanto al tiempo fue éste: que el pan


fraccionado, panis quem frangimus, representaba al cuerpo de Cristo, roto en
su pasión. La fracción se convertía, en cierto sentido, como en un rito de
sacrificio. He aquí el porqué de la antigua glosa apostólica: κλώμενον υπέρ υμών
= roto por vosotros; y del concepto frecuentemente referido por los
Padres: Cristo es el pan que cada día se lleva a la mesa de la Iglesia y que se
parte (frangitur) en remisión de los pecados. Fraccionado el pan, se disponían
sobre la patena las partículas de tal manera que formasen la figura de la
humanidad crucificada de Cristo. El concilio II de Tours prohibió estas
extravagancias y ordenó que se pusiesen las partículas simplemente en forma de
cruz, como todavía se hace en el rito mozárabe.

El fraccionamiento de las oblatas consagradas era una función imponente,


característica, en la cual tomaba parte el presbyterium entero. Obispos,
sacerdotes y diáconos se apresuraban a partir el pan eucarístico, que se les
presentaba en grandes patenas, e introducían los trozos en saquitos de lino que
los acólitos tenían abiertos. Durante el desarrollo de las ceremonias, el papa
Sergio I (687-701) había oportunamente ordenado ejecutar un canto, el Agnus
Dei. La fracción como tal se mantuvo en el ritual de la misa hasta que se hizo
necesario que el pan ofrecido se partiese en trozos para ser distribuido. Es difícil
precisar un término de tiempo sobre el particular, porque varió de lugar a lugar.

La eucaristía fue considerada desde el principio en función de la unidad del


Cuerpo místico de Cristo, según la frase paulina: Quoniam unus panis, unum
corpus multi sumus, omnes qui de uno pane participamus. La iglesia romana dio
a este concepto eminentemente católico una concreta expresión simbólica
introduciendo el uso del ermentum. Se llamaba así a la partícula que el papa
separaba de las propias oblatas consagradas en los días festivcs y se llevaba a los
obispos suburbicarios y a los sacerdotes titulares de Roma, los cuales la
depositaban en el cáliz del sacrificio en señal ya de comunión con ellos, ut se a
nostra communione non iudicent separatas, como declaraba Inocencio I, ya de su
eminencia litúrgica y jerárquica sobre las otras iglesias. La costumbre estaba
limitada a Roma, porque, según refiere el Líber pontificalís, la usaban también
los obispos con sus sacerdotes. El de Gubio, en efecto, había interpelado al papa
Inocencio I sobre esto.

La del fermentum es la conmixtión más antigua que recuerda la historia litúrgica,


porque se encuentran probables muestras ya en el siglo II. Duró mucho en La
Iglesia de Occidente. En Roma fue practicada ya desde el siglo IX; pero cuando
cayó en desuso quedó la conmixtión, a la cual había dado origen, realizada, a su
vez, con una partícula separada de la hostia consagrada del celebrante y colocada
en el propio cáliz. Está la conmixtión todavía en uso en la misa, la cual, en la
antigua fórmula Pax Domini... que la acompaña, expresa siempre su originario
simbolismo de unión y de paz.

Un tercer concepto eucarístico inspiró más tarde el rito simbólico de una segunda
conmixtión, hecha en el cáliz no ya con el fermentum, sino con una partícula
separada del mismo sacrificio antes de la comunión: el de significar la unidad de
las especies consagradas, es decir, del pan y del vino, si bien separado; no como
cosas muertas o separables, sino formando una sola cosa, el cuerpo vivo y
glorioso de Cristo; es decir, preludian el misterio de su resurrección.

Esta conmixtión de fondo teológico nació en Oriente; y, en efecto, encontramos


la primera mención en Teodoro de Mopsuestia alrededor del 400. Esta entró
rápidamente en todas las liturgias orientales y occidentales, tomando un auge
ritual considerable. La aceptó también la liturgia papal, y constituyó, como
decíamos en su lugar, la única conmixtión realizada por el pontífice en la propia
misa antes de comulgar.

Delineados brevemente los puntos salientes en la historia del ritual de la fracción


y conmixtión, pasamos ahora a estudiar las fases de su desarrollo litúrgico.

La primera conmixtión antes aludida, la que tiene relación con


el fermentum, tradicional en la iglesia romana, era naturalmente propia de las
misas celebradas no por el papa, sino por obispos y por sacerdotes. En estas
misas, según la prescripción del I OR (suplemento), se le llevaba al celebrante,
que substituía al papa, al final del embolismo del Pater, la partícula
del fermentum, y la ponía en el cáliz, haciendo con ella tres veces la señal de la
cruz mientras pronunciaba la fórmula Pax Domini...; pero podía ocurrir que
faltase el fermentum, como sucedía cuando se decían misas privadas. En este
caso, en vez de omitir la conmixtión, el celebrante debía suplir
el fermentum separando una partícula de la propia única oblata y haciendo la
conmixtión como antes. Seguía después el ósculo de paz, la fracción general de
las oblatas y la comunión, que el celebrante hacía, naturalmente, en el altar.

No era muy diverso el uso de las iglesias episcopales del Septentrión, según nos
describe el V OR, de los siglos VIII-IX. El obispo comienza la fracción en el
altar con la propia oblata; pero de las partículas en que la divide, una queda sobre
el corporal, y la otra, depositada en el cáliz con la acostumbrada fórmula Pax
Domini... Hecho esto, del a el altar y vuelve a la propia sede, presenciando desde
aquí la fracción de las oblatas destinadas a los fieles. Cuando se ha realizado ésta,
se le lleva a él una partícula, con la cual comulga, sin ninguna fórmula o
ceremonia especial. Se recordará, en cambio, que el papa antes de comulgar
separaba con los dientes un trozo de la propia oblata presentada sobre la patena y
la ponía en el cáliz, sostenido por el archidiácono, diciendo: Fiat commixtio et
consecratio Corporis et Sanguinis D. N. lesu Christi accipientibus nofofs in
vitam aeternam, Amen; Pax tecum! Era ésta la conmixtión derivada de la iglesia
griega y adaptada en la misa papal, mientras en las otras misas de obispos y
sacerdotes se observaba solamente la antigua conmixtión latina.

En Francia, según refiere Amalarlo (+ 850), la práctica de las iglesias a principio


del siglo IX estaba influenciada ya por el uso oriental, ya por el uso romano.
Algunos hacían la fracción y la sucesiva inmixtión antes del Pax Domini..., que
decían poco después; otros la transportaban, more papalis inmediatamente antes
de la comunión. Amalario se muestra embarazado para dar un juicio sobre estas
diferencias rituales; pero observa que la práctica de los primeros le parece más
justa: A estimo, quod non erret, si quis primo ponit in calicem et dein dixertti
"Fax uoinscum," salvo magisterio didascalorum. Esta, en efecto, fue
prevaleciendo poco a poco, eliminando definitivamente la segunda conmixtión,
la cual, sin embargo, ha prevalecido sobre la primera, transfiriéndole la propia
fórmula: Haec commixtio et consecratio, que encontramos desde el siglo IX
junto a la otra, si bien con un sentido totalmente diverso.

La fórmula commixtio et consecratio..., que nos ha transmitido el I OR, pero


ciertamente mucho más antigua, ha sido objeto de muchas discusiones por su
palabra consecratio, ya recordada por San Ambrosio. Este no puede
evidentemente aludir a una transformación eucarística de los elementos puestos
sobre el altar, porque han sido consagrados antes. Según Brinktrine, hay que
considerarla más bien como un sinónimo de commixtio, en cuanto que la unión
de los elementos concluye y perfecciona el rito consecratorio sacramental.
Una mixtio parecida se encuentra también en otros ritos, como en la bendición de
la fuente con la mezcla de los óleos santos, en la consagración del crisma con el
bálsamo y, análogamente, con la unción de los objetos y las personas en su
bendición. La observación es justa en cuanto a la mixtio y a su significado; pero
ni en los casos referidos ni en otros parecidos, las fórmulas hablan de
consagrarlo. También creemos menos fundada la opinión de aquellos que teman
los términos commixtio y consecratio no en un sentido abstracto, sino concreto,
como expresando la materia misma del rito.

La fórmula debe interpretarse con una cierta amplitud en el cuadro litúrgico para
el cual fue compuesta. La consecratio de la cual habla significa, efectivamente,
una transformación eucarística; pero no de aquel vino contenido en el único cáliz,
antes sobre el altar y ahora presentado por el archidiácono al papa para
la mixtio, sino del vino no consagrado todavía, reunido al ofertorio en las vasijas
puestas junto al altar, en las cuales, como notan todos los Ordines antiguos, se
derramaba una pequeña cantidad del vino consagrado para la confirmatio, es
decir, la comunión de los fieles. Era una práctica considerada entonces legítima y
de indiscutible eficacia sacramental, en virtud de la cual todo el vino quedaba
consagrado.

El "Agnus Dei."

La fracción general de las oblatas, que en la liturgia bizantina desde el siglo V iba
acompañada del canto del Konoinikon, y en la ambrosiana del Confractorium, en
la antigua liturgia romana se desarrollaba en silencio. Esto al menos parece lo
más probable, si bien varios manuscrites gregorianos contienen alguna fórmula
titulada in fractione, pero casi ciertamente de origen galicano y de época
tardía. El papa Sergio I (682-701), nacido en Sicilia de familia originaria de
Antioquía, juzgó oportuno que durante la fracción se ejecutase un canto
colectivo, e introdujo el Agnus Dei. Este apelativo, dirigido a Jesús bajo las
especies consagradas, era frecuente en las liturgias orientales; más aún, entre
los nestorianos servía como término técnico para designar el pan eucarístico. El
P. SilvaTarouca ha manifestado su opinión de que el Agnus Dei se decía ya en
Roma antes del papa Sergio; pero ningún documento subraya tal conjetura,
excepto quizá una muy vaga alusión del historiador Agnello relativa al uso
litúrgico de Rávena. Por lo demás, éste es desconocido al sacramentarlo
gelasiano y al ordinario de la misa ambrosiana. El Líber pontificalis es, en
cambio, explícito en atribuir la introducción al papa Siro: Hic statuit, ut tempere
con frictionis dominici Corporis, "Agnus Dei qui tollis peccata mundi, miserere
nofcí's," a clero et populo decantetur. Duchesne sugiere también la hipótesis de
que la iniciativa del papa Sergio sería una protesta indirecta contra el concilio
Trullano (692), el cual en el canon 8 había prohibido el representar al Salvador
bajo el símbolo del Cordero. El texto de la invocación está sacado del Evangelio
y próximamente del himno angélico: Qui tollis peccata mundi, miserere
nobis, transformado ya antes del papa Sergio como súplica conclusiva en las
letanías de los santos de la noche de Pascua, como nos consta por el gelasiano. Es
extraño, sin embargo, que, por fidelidad al Bautista, se haya dicho Agnus en vez
del vocativo Agne y se haya hecho plural, peccataí el término expresado por él
en singular: την άμοφτίαν. Por el Líber pontificalis sabemos que el Agnus
Dei fue instituido como canto alternado entre el clero y el pueblo; debía, por
tanto, repetirse hasta que no se hubiese terminado el rito de la fracción. Cuando
éste decayó, permaneció el canto, y la repetición fue reducida a tres, el número
trinitario. Su el ecución, sin embargo, como el de los otrcs cantos de la misa,
pasó en seguida del pueblo al dominio de la schola; más aún, sorprende el que
como tal aparezca ya en el I OR. No está claro por qué la tercera cláusula final ha
sido cambiada en dona nobis pacem; probablemente fue sugerida por la
ceremonia de la paz que se desarrollaba durante el canto, habiéndose olvidado su
función primitiva.

Hemos hecho observar, hablando de las bendiciones episcopales en uso en las


Calías y en otras partes, que después de aquéllas, los que comulgaban se creían
lícitamente autorizados para dejarla iglesia y marchar a sus negocios; los otros se
quedaban para la comunión. También en Roma, aunque no existía la costumbre
de bendecir al pueblo more gallico, debía existir una práctica semejante; de lo
contrario, no se explicaría por qué antes de la comunión el diácono anunciaba al
pueblo el día y el lugar de la próxima estación. La fórmula de tal aviso nos la ha
transmitido el I OR: íllo die veniente, statio erit ad sanctum illum, joras aut intus
civitate. Todos responden: Deo gratias! En ocasiones particulares, como en las
témporas, el diácono debía también pedir a los fieles hiciesen memoria sobre el
particular. San León Magno se hacía él mismo heraldo en sus sermones de estas
sagradas observancias.

La comunión.

Oferentes y comulgantes.

Reducido a trozos el pan consagrado, todo era poco para darlo en comunión a los
fieles asistentes. La comunión, parte integrante del sacrificio, debe completar y
perfeccionar su participación en la acción sagrada. La Iglesia — y la antigua lo
ponía particularmente de relieve en su práctica ordinaria — ha mirado siempre la
comunión como la conclusión lógica y en cierto modo necesaria del rito
sacrifical; lógica, porque todo sacrificio que tiene por objeto la ofrenda de un
alimento implica por esto mismo la idea de consumación; necesaria, porque en
este caso expresamente es exigida por Cristo, su fundador. Todo fiel, por tanto,
que llevaba al altar su oblación, si era aceptada por el sacerdote, se convertía en
un comulgante.
Todos los documentos acerca de la misa antigua mencionan o suponen la
distribución a los asistentes de los elementos consagrados. Más tarde, ante algún
relajamiento de la disciplina, la Iglesia ha protestado enérgicamente.
Encontramos ejemplos desde el siglo IV.

El noveno de los llamados cánones apostólicos, admitído después en todas las


colecciones canónicas medievales, impone a los obispos, a los sacerdotes y a los
diáconos que asisten al solemne oficio eucarístico el recibir la comunión. Algo
posterior es un decreto penitencial erróneamente atribuido al papa Eutiquiano
(275-283), y concebido así: "El sacerdote que en su misa no recibe aquello que
sacrifica, debe hacer penitencia durante cuarenta días."

La comunión bajo las dos especies.

Es superfluo, después de lo que se ha dicho, observar que la comunión en la misa


fue recibida durante muchos siglos bajo las dos especies del pan y del
vino. Ningún escritor eclesiástico señala derogación alguna a esta regla absoluta;
excepto los casos, fuera de La misa, de enfermedad o de infortunio. León Magno
denuncia la sacrilega simulatio de los maniqueos de su tiempo, los cuales no
participaban en la comunión de la sangre de Cristo, limitándose a recibir
solamente el pan consagrado; éstos debían ser expulsados de la asamblea de los
fieles, a sanctorum societate sacerdotali auctoritate pellantur. Algún tiempo
después, el papa Gelasio I deplora con acentos de indignación un desorden
parecido entre los cristianos de Calabria.

Sin duda, la distribución del vino, llamada en lenguaje litúrgico confirmatio (=


complemento), debía traer consigo a veces complicaciones, sea por la cantidad
necesaria, sea por los no pocos inconvenientes que la índole del rito llevaba
consigo. En el 726, San Bonifacio preguntaba desde Alemania al papa Gregorio
II si era lícito poner sobre la mesa más de un cáliz para consagrar, con el fin de
poder satisfacer mejor a los numerosos comulgantes. El papa dio respuesta
negativa por la razón de que Nuestro Señor había consagrado solamente un
cáliz: Unde congruum non es1 dúos vel tres cálices in altano poneré, cum
missairum solemnia celebrantur. A las exigencias del número de los fieles se
proveía en Roma y en otras partes echando una pequeña parte de la preciosa
sangre consagrada por el papa en los cálices ministeriales llenos de vino
común, que los diáconos llevaban después a los fieles. Se creía generalmente que
aquella mezcla efectuaba la consagración de todo el vino contenido en ellos.

Además, eran varios los inconvenientes inherentes al rito mismo: efusión del
líquido en los varios trasiegos de los cálices, repugnancia instintiva de algunos,
especialmente mujeres, hacia el vino; suciedad de los vasos, barbas largas, que
quedaban impregnadas; conservación difícil por el peligro de avinagrarse, costo
notable, facilidad de helarse en los duros inviernos septentrionales.

Para resolver alguna de estas dificultades, se hacía que el vino fuese sorbido por
los fieles a través de una cañita metálica (fístula, calamus, pugillaris) de oro o
de plata; pero más que otra cosa, pareció a muchos oportuno adoptar el modo,
que desde el siglo VIII adoptaron los griegos, de dar un trozo de pan
consagrado empapado en la preciosa sangre. La novedad apareció en
Occidente a mitades del siglo XI, encontrando la aprobación de algunos y
muchas protestas.

El rito de la comunión.

Antiguamente, el aproximarse el momento de la comunión fue señalado


ritualmente a los fieles: Si quis sanetus est, accedat, leemos en la Didaché. Más
tarde, un diácono advertía que se retirasen aquellos que no intentaban
comulgar: Si quis non communicai, det locum! Así se decía en Roma, según
refiere San Gregorio Magno. Posteriormente, haciéndose cada vez más raros los
comulgantes y desaparecida la fórmula, se usó sonar una campanilla o también
golpear la patena sobre el cáliz, como dicen las instrucciones camaldulenses
(1253). En España, la fórmula mozárabe diaconal decía: Locis vestris
acceditel Entre los orientales, desde el siglo IV el celebrante, elevando ante el
pueblo el pan consagrado, exclamaba: Sancta sanctis! como invitación a la
comunión y a la vez amonestación para recibirla dignamente. La vibrante
aclamación eucarística fue introducida en seguida en casi todos los países de
Occidente, comprendida Italia del Norte y del Sur, de las cuales posteriormente
ha desaparecido; solamente Roma parece que no la aceptó nunca.

Tampoco entró nunca oficialmente semejante advertencia en el Ordo


Missae romano, que tanto en los siglos más antiguos como durante la Edad
Media fue práctica muy común en las otras iglesias. Se amonestaba a los fieles a
purificar la conciencia llorando los propios pecados, como advierte ya
la Didaché; a deponer los rencores, como prescriben varios sínodos, comenzando
por el de Nantes (s. IX).

El Canto de la Comunión.

Sabemos por San Agustín que, viviendo él, se había introducido hacía poco en
Cartago la costumbre de cantar durante la distribución del pan consagrado a los
fieles: Hymni ad altare dicerentur de Psalmorum libro, sive ante
oblationem (consagración), sice cum distribueretur populo quod fuisset
oblatum. Era una novedad adivinada y ya en uso en las iglesias de Oriente y
quizá también en Roma; él la defendió de las críticas de un tal Hilario y, sin
duda, la adoptó en la propia iglesia.

El salmo preferido por los antiguos, y que se prestaba muy bien a este fin, era
el 33; sobre todo en el versículo 5: Accedite ad eum et illuminamini, que San
Agustín pone en relación con el dirigirse a la mesa del Señor y con la luz que
emana de la eucaristía: Nos ad eum Accedamus ut corpus et sanguinem eius
accipiamus... nos manducando crucifixum el bibendo Illuminamur: "Accedite ad
eum et illuminaminum"; y más todavía por el versículo 8: Gústate et videte
quoniam suaüis est Dominus, que era una abierta invitación ad sanctorum
mysteriorum communionemf como atestigua San Cirilo. El canto de estas
palabras durante la comunión se encuentra al final del siglo IV no sólo en Oriente
y en África, sino también en Milán y en Roma. Para Roma tenemos el claro
testimonio de San Jerónimo.

De todos modos, es cierto que la mayor ductilidad de su espíritu latino, en Roma


y quizá también en África se desvinculó en seguida del tema estrictamente
eucarístico y prefirió espigar más libremente en el campo de la eucología. En
efecto, cuando en la segunda mitad del siglo V fue organizado el nuevo ciclo
cuaresmal, los salmos desde el 1 al 26 fueron aceptados indistintamente para
hacer de Communio. Así se hacía también en otras partes. La Regla de San
Aureliano de Arles (+ 541), compuesta no mucho tiempo después, prescribe
que psallendo, omnes communicent. Podernos creer, por tanto, que por todas
partes, a principios del siglo VI, el convite eucarístico iba acompañado de la
variedad y exaltación de los himnos davídicos. La única excepción en Rema
ocurría en Viernes Santo, en el cual communicant omnes cum silentio, dice el I
OR, y en la noche de Pascua, en la que recitaban el anticuado ordenamiento de la
misa anterior a la introducción de la comunión. Más tarde (s. X), sin embargo,
también la misa pascual se enriqueció en la comunión con cantos, como
el Magníficat y el salmo 114, Laúdate Dominum, omnes gentes..., que se
conservan todavía, aunque disimulados bajo la etiqueta pro vesperis.

La antífona ad communionem, en vez de ser extraída de los Salmos, estaba


formada a veces también por otros cantos bíblicos, pero rara vez con cantos de
libre composición; los cuales servían como antífona a intercalar entre los
versículos del salmo que siempre seguía; más aún, las antífonas con texto
extrasalmódico eran las que prevalecían. Del examen del repertorio musical
contenido en el Antiphonarium Missae (códice 339 de San Galo; s. IX), sobre
147 Communío diferentes, 64 están tomadas del Salterio, 89 de otros libros
escriturísticos, y solamente tres son de origen extrabíblico. Mientras que el
Salterio ha proporcionado generalmente para los otros cantos de la misa el mayor
número de textos, aquí se verifica una excepción, porque éstos se encuentran en
la exacta proporción de cuatro a cinco. Generalmente, los trozos extra-
salmódicos están sacados del evangelio del día, especialmente en las grandes
solemnidades (siempre en las dominicas después de La Epifanía y después de
Pascua) o bien de la epístola, pero sin particular relación con la comunión. Un
canto muy difundido en Francia y en Italia en la comunión general de Pascua era
la bella antífona galicana Venite, populi, ad sacrum et immortale mysterium. Otro
también muy popular en los siglos VI-VII era el himno Sancti, venite, Chrísti
corpus sumite, contenido en el antifonario de Bangor.

Antiguamente, y también más tarde, en los días de gran solemnidad, como


Pascua, cuando, por regla general, todos debían recibir la comunión en la propia
parroquia, y por esto el número de comulgantes era extraordinario, el salmo
intercalado por la antífona ad communionem se cantaba todo entero, o en su
mayor parte, hasta que el celebrante no hacía señal de terminar con la doxología
y la repetición de la antífona

En cuanto a la relación del salmo de la Communio con la antífona relativa, la


regla de la composición litúrgica fue siempre la de atenerse a las mismas normas
que rigen el introito. La antífona es sacada del Salterio y forma el comienzo de
un salmo; el primer versículo de la Communio será el segundo versículo del
salmo; si, en cambio, está tomada del cuerpo del salmo, el primer versículo del
salmo será también el primer versículo de la Communio. Cuando el texto de la
antífona no está tomado de los salmos, entonces sus versículos son los mismos
del introito; más aún, muchos manuscritos conducen, sin más, a él: psalmus ut
supra. He aquí algún ejemplo. La communio Erubescant (feria sexta ante
dominicam II Quadragesimae) proviene del salmo 6:11; el primer versículo de
esta Communio, Domine ne in furore, es precisamente el primer versículo del
mismo salmo. La Communio del día siguiente, Domine Deus meus, es el
principio del salmo 7, y su primer versículo, Nequando rapiat, es precisamente el
segundo versículo del salmo. Al contrario, la Communio Mitte manum
tuam (dom. in albis), tomada del evangelio del día, tiene los versículos Exultate
Deo y Sumite psalmum, con los cuales comienza el salmo 80, que son
precisamente los mismos del introito Quasi modo geniti, extraídos de la primera
Carta de San Pedro.

La "Postcommunio."

Postcommunio (= post communionem populi; sacram. gelas.) es el nombre de la


fórmula que oficialmente recita el celebrante después de la comunión. Podría
llamarse oración de acción de gracias, como la nombra San Agustín: Particípalo
tanto Sacramento gratiarum adío cuneta concludit; y ésta efectivamente existía
en todas partes, según afirman Serapión, San Cirilo de Jerusalén y el
Crisóstomo; pero hay que observar cómo, en la austera mentalidad de la iglesia
romana antigua, es raro encontrar, en el sentido entendido por la piedad moderna,
una acción de gracias específica, afectiva, por el sacramento recibido. En cambio,
generalmente, la Posí commumo, considerada como la oración conclusiva de
todo el sacrificio (de ahí el nombre de Orarlo ad
complendum o Complendam que le dan los sacraméntanos gregorianos), toma
ciertamente el motivo de la comunión recibida, pero recuerda la intención general
o especial según la cual se ha ofrecido el sacrificio, para pedir a Dios los frutos
que se esperan, como son el nutrimiento espiritual, una mayor eficacia en el bien,
la unidad del cuerpo místico de Cristo, la purificación de las culpas, la protección
de Dios sobre el alma y sobre el cuerpo y especialmente la inmortalidad
bienaventurada. Son también numerosas las postcommunio en las cuales
resuenan acentos sobre la comunión, como la de la Epifanía, Praesta
quaesumus; de la Bienaventurada Virgen María en Adviento, Gratiam tuarn; de
San Juan Bautista, Sumat Ecclesia tua.

Sin embargo, la función de la Posicommunio no es sólo la de pedir, en virtud de


la comunión, los frutos del sacrificio, sino la de unir, como hace la secreta,
la actio sacra con la fiesta del día o con el período del año litúrgico que se
celebra entonces. Bajo este aspecto, frecuentemente la fórmula eucológica
aparece profunda y muy elaborada. Véase, por ejemplo, la de la octava de la
Epifanía, que en el gelasiano está asignada al día mismo de la fiesta.

Podemos creer que las fórmulas de la Posicommunio, las cuales con las colectas
y las secretas entran ya regularmente en los formularios del leoniano y de los
sacraméntanos posteriores, fueron creadas e introducidas en la misa romana
contemporáneamente a aquélla, es decir, entre los siglos V y VI.

El leoniano, entre las fórmulas oficiales de la misa, pone casi siempre, después de
la Postcommunio, una segunda oración, a la cual no da un nombre, pero que
después en el gelasiano asume el título Super populum. Hoy ha desaparecido
del Ordo Missae cotidiano, excepto en las ferias de Cuaresma, llamada oratio
super populum, en las cuales la fórmula sacerdotal es anunciada por el diácono
con la invitación a inclinarse: Humíllate capita vestra Deo! Todos convienen ya
en que ésta es la antigua oración de bendición pronunciada por el celebrante
sobre el pueblo antes de despedirlo de la misa, análogamente a las muy
prolijas que se usaban en las liturgias orientales. Ya Amalario la
llamaba ulterior benedictio para distinguirla de la Postcornmunio, considerada
por él como última benedicfío.

En efecto, el examen de sus varios textos, especialmente de los pre-gregorianos,


demuestra una contextura característica, que se diferencia de las de otras
oraciones de la misa, la Post-cornmunio sobre todo, ya que no alude casi nunca a
la comunión hecha, sino, como dice su mismo título, se dirige constantemente a
la masa de fieles presentes, el populus Dei, sobre los cuales quiere implorar la
bendición divina con todos sus favores espirituales y temporales. He aquí algunas
muestras de su fraseología: "Tuere, Domine, populum tuum — fideles tuos, Deus,
benedictio desiderata confirrnet, perpetuam benignitatem largire poscentibus —
in tua semper benedictione laetemur — caelesti protectione muniatur —
praetende dexteram caelestis auxilii."

Una oración en este sentido se encuentra ya en la recensión etiópica de


la Traditio de San Hipólito; y nos da testimonio de ello en Roma, en el siglo VI,
un impresionante episodio del papa Vigilio. El 22 de diciembre del 538, durante
la Jucha entre Roma y Bizancio por la cuestión de los tres Capitolios, el papa
Vigilio celebraba la misa estacional en la basílica de Santa Cecilia, próxima a la
ribera del Tíber. Arrancado a la fuerza por los soldados de Justiniano, se le obligó
al Papa a subir a una nave allí preparada; pero como él después de la comunión
no había recitado todavía la ultima bendición, el pueblo comenzó a amotinarse
para que se diese tiempo al menos al Pontífice de dar a Roma su bendición. Se
convino en consentirlo, y Vigilio recitó allí, desde la nave misma, la
pedida Oratio super populum; después de la cual, una vez que los fieles
respondieron Amen, la barca se alejó para conducirlo prisionero al destierro. Nos
es desconocido el proceso evolutivo por el que la Oratio super populum, de
fórmula regular y constante de la misa, como aparece en el leoniano (162 tipos
diversos para las fiestas de tempore, votivas y de los santos), quedó notablemente
reducida en el gelasiano, para ser, finalmente, relegada, bajo San Gregorio
Magno, a las solas ferias de Cuaresma. Olvidado, quizá, su genuino carácter, fue
considerada con su preámbulo, como simple fórmula penitencial, o bien, aun
conociéndolo, fue eliminada de la mayor parte de las misas cuando, según
escribían los liturgistas medievales, la Postcommunio fue considerada ya en sí
misma como una bendición: Ultima oratio sacerdotis benedictio intellígitur. Una
ulterior benedictio era, por tanto, un inútil duplicado.

La Eulogía Litúrgica.

Los antiguos llamaban eulogía (y más tarde pan bendito) a la porción de pan


ofrecida por los fieles en el altar, la cual no se consagraba porque era superflua,
sino que, después de haber sido bendecida, se distribuía, al final de la misa, entre
aquellos que no habían comulgado, en señal de su participación en el sacrificio.
Es preciso distinguir por esto la eulogía de simple devoción, con la cual se
designaba un objeto piadoso cualquiera, como, por ejemplo, llama Eteria a los
frutos recogidos por ella en recuerdo del monte Sinaí, o también aquel pan que
San Paulino de Nola mandaba como don a San Agustín y éste a aquél en señal de
su fraterna amistad, huno panem eulogiam esse tu facies dignittíte sumendi, de la
eulogía propiamente dicha, de preferente carácter litúrgico.

Encontramos un precedente de esta última en Roma, en la Traditio, la cual habla


de un trozo de pan ciertamente bendecido, distribuido por el obispo a los fieles
antes del ágape "como eulogía y no como eucaristía," advierte expresamente San
Hipólito, que es el cuerpo del Señor; y de otro trozo de pan exorcistado, es decir,
bendecido con un exorcismo, reservado a los catecúmenos. También en Oriente,
hacia la mitad del siglo IV, se encuentra algo semejante. El Eucologio de
Serapión contiene una fórmula de bendición del pan eulógico y el concilio de
Laodicea y las Constituciones apostólicas parece que aluden o al menos suponen
la costumbre.

Más tarde, para encontrar en Occidente un testimonio seguro de la eulogía


eucarística, es preciso descender hasta Hincmaro, obispo de Reims, el cual en
sus Capitula, redactados el año 852, dicta al clero las normas para su distribución
en los domingos y fiestas, además de la fórmula para bendecirla.

De los términos del decreto antes referido no se puede ciertamente deducir si


Hincmaro es quien introdujo el uso de las eulogias; él al menos, si, como parece
cierto, el uso existía ya, las reorganizó de manera más regular y eficaz. Más
tarde, en efecto, los canonistas medievales, como Reginón de Priim y Burcardo
de Worms, no hacen más que referirse en sus colecciones a los términos
del Capitulum, de Hincmaro.

Después del siglo IX, la práctica del pan eulógico se difundió rápidamente en las
iglesias seculares; la encontramos en Inglaterra, en Alemania y en España. En
Italia está prescrita por la carta sinódica pseudo-leoniana (s. IX) y por Raterio de
Verona, el cual ordenaba a sus sacerdotes: Eulogías post missam in diebus festis
plebi tribuite. En el sur de la península y en otras partes se daba de manera
particular a los esposos después de su misa nupcial, y a la madre, como
complemento de la bendición post partum. En cuanto a las comunidades
monásticas medievales es curioso constatar todavía, antes de la época de
Hiñemaro, la existencia de una eulogía agápica semilitúrgica sobre el tipo de la
recordada por la Traditio. En los domingos y fiestas, en el refectorio, recitada la
oración de la mesa, dos sacerdotes llevan al abad y a los monjes como eulogía
(dant eulogiam) un trozo de pan sobrante de las ofertas de la misa, los cuales lo
comen. Después continúa la comida. Así se hacía desde el siglo VIII en
Reichenau, en Fulda, en Aachen y más tarde en Cluny.

La eulogía litúrgica del pan está en vigor todavía en muchos países de Francia
y entre los griegos, que, con el nombre de antidoron, la distribuyen en pedacitos
al final de la misa. El sacerdote bendice el pan durante el canon después de la
conmemoración de la Virgen y lo entrega principalmente a aquellos que lo han
ofrecido, pero que no recibieron la comunión. Está prescrito el recibir
el antidoron en la palma de la mano derecha cruzada sobre la izquierda y el besar
la mano del sacerdote que lo distribuye. Como, según decíamos arriba,
comulgaban antes los fieles, así comulga todavía hoy el diácono en la liturgia
bizantina. En el pasado estaba también mandado el cantar, durante la distribución
del pan eulógico, el salmo 33.

La Conclusión de la Misa.

La Despedida.

Entre los romanos era norma observada en todas las reuniones públicas que
ninguno de los presentes pudiera marcharse sin el permiso expreso de quien las
presidía. Esto tenía lugar también en las ceremonias religiosas. El sacerdote,
hecha la veneratio, pronunciando en voz alta: Ilicet (= iré licct), o
bien: Válete, disolvía la reunión sacrifical. Es natural suponer que el obispo, que
había convocado y presidido en la asamblea cristiana el rito litúrgico, terminado
éste, declarase directamente, o por medio del diácono, que cada uno podía
volverse a casa, pronunciando una fórmula de despedida semejante, más o
menos, a la que todavía está en uso: Ite, missa est. Escribe Tertuliano: Post
transacta Solemnia, Dimissa plebe. Esta fórmula, que muestar el término
clásico missio (= dimissio, de dimitiere, licenciar) concentrado en missa, según
el uso de la bala latinidad, aparece, en primer lugar, con el significado litúrgico
de "despedida" en la Peregrinatio y San Ambrosio.

Y como se hacían dos despedidas durante la sinaxis, una a los catecúmenos, al


final de la parte didáctica, y la otra a los fieles, después de la comunión, el
vocablo missa podía referirse a una o a otra de las despedidas, o a ambas; de
donde brotaron las expresiones fíat missa, missas faceré, missarum
solemnia. Hemos explicado en su lugar cómo este término, que "menos que
cualquier otro podía expresar la inmensa grandeza del santo sacrificio; más aún,
no podía indicar ni siquiera un aspecto de él, aun secundario, fue el que las
caprichosas fortunas del uso popular hicieron elevar a título corriente del divino
sacrificio."

El permiso, siendo de competencia del obispo, se daba por orden suya. Así lo
declara expresamente el antiguo ceremonial romano: Finita vero oratione, cui
praeceperit archidiaconus de diaconibus, aspicit ad Pontificem ut ei annuat et
dicit ad populum: (dte missa est." Et respondent: "Deo grafías." Es el testimonio
más antiguo de nuestra fórmula latina. Por lo demás, todas las liturgias tienen
fórmulas de igual género. Las orientales asocian después un augurio de paz, muy
a tono con el espíritu de la antigua tradición litúrgica: Exite in pace! dicen
las Constituciones apostólicas; Procedamus in pace, la liturgia bizantina, y el
rito ambrosiano y el misal de Stowe: Missa acta est; in pacel Actualmente, la
fórmula de despedida es substituida en las misas feriales de la Cuaresma, de las
témporas, etc., cuando no se recita el Gloria in excelsis, por la
aclamación Benedicamus Domino! Al principio, el lie missa est se debía decir
también en los tiempos de penitencia; el I OR lo prescribía formalmente. Pero
después del 1000 se abre camino la curiosa idea de que la despedida tradicional
tiene un carácter de alegría, menos conforme con la índole de las misas
penitenciales, y entonces vemos introducirse el Benedicamus Domino, la cláusula
de las horas canónicas; la cual es, ciertamente, una fórmula conclusiva, pero no
de despedida. Lo declara el autor del Micrólogo, que es el primero en notar la
diferencia: Sciendum tarnen quod (dte missa est" infra Adventum Domini et
Septuagesimam non recitetur; non quasi eo tempere ñullus fíat conventos, qui sit
dimittenduSy sed potius pro tristitia tefnporis insinuanda. Hacía excepción la
misa natalicia de medianoche, en la cual se omitía el Ite missa est, porque
sucedía inmediatamente el oficio de laudes. En las misas por los difuntos, la
fórmula acostumbrada era substituida, en cambio, por el Requiescant in pace.
Amen.

En algún tiempo, con la despedida, la función había terminado y la reunión se


declaraba disuelta. El sacerdote se retiraba al secretarium para quitarse los
ornamentos sagrados y los fieles se volvían a sus casas. Así se hacía todavía en
tiempo de Alcuino y de Amalario (+ 850). Hoy, por el contrario, por una
estridente anomalía litúrgica, siguen dos ceremonias: la bendición y la
recitación del Evangelio de San Juan.

Todavía antes de dar la bendición, el sacerdote dice en voz bala la última


apología de la misa, la oración Placeat tibí, sancta Trinitas, con la cual expresa a
la Santísima Trinidad el deseo de agradecer el sacrificio que ha realizado, para
que redunde en bien de él y de cuantos han participado de las divinas
misericordias.

Te sea agradable, ¡oh santa Trinidad! el homenaje de mi esclavitud y concede


que este sacrificio ofrecido por mí, indigno a los ojos de tu majestad, te sea
acepto, y a mí y aquellos por les cuales lo he ofrecido sea, por tu misericordia,
provechoso. Por Cristo nuestro Señor. Amén.

La bendición.
Una bendición conclusiva al término del servicio litúrgico, después de la
supresión de la oratio super fiopulum se nos presenta bastante natural, porque
encuentra no pocas analogías en la tradición ritual romana y oriental.
Las Constituciones apostólicas, por ejemplo, concluyen la misa con una solemne
fórmula de bendición del celebrante sobre los fieles inclinados, después de lo
cual el diácono los despide: Ite in pace. Pero en nuestra misa, la bendición,
puesta como está, cuando ya se ha dado la despedida, tiene aire de un pequeño
contrasentido.

Como quiera que sea, el rito actual no se une, como muchos afirman, con la
bendición pedida por los fieles; bendición que, según el I OR, impartía el papa a
cada uno de los grupos de asistentes — obispos, sacerdotes, monjes, clérigos de
la schola, etc. — mientras el cortejo volvía del altar al secretarium. Esta
costumbre está en vigor todavía, pero sólo en ocasiones parecidas, cuando el
obispo pasa a través de un grupo de fieles, a los cuales imparte a derecha e
izquierda su bendición. La bendición al final de la misa debe ir, en
cambio, unida con las antiguas bendiciones episcopales galicanas; es, sin
duda, el fruto de una errónea interpretación de ciertos antiguos textos canónicos
sobre el particular. He aquí cómo:

La Eucaristía Sacramento.

Hemos estudiado hasta aquí la eucaristía en su aspecio sacrifical, la misa. Pero


Cristo, que constituye la Víctima augusta, ha querido asociar al hombre a su
sacrificio, dándole en alimento, bajo las especies (signa) del pan y del vino, su
carne inmaculada y su sangre derramada, a fin de que, incorporándose a El,
reciba una fuerza divina y ponga en sí mismo los gérmenes de la inmortalidad.

Desde este punto de vista, la eucaristía es un sacramento cuya divina eficacia no


queda estrictamente limitada a la duración de la misa, sino que se mantiene
íntegra también para aquellos que la reciben fuera de la acción sacrifical.

Nos queda, por tanto, por estudiar la historia de la liturgia eucarística extra


missam, la cual abraza dos secciones distintas:

1) La comunión "extra missam," considerada en cada uno de sus


aspectos:

a) La comunión a los moribundos.


b) La comunión a domicilio.

c) La comunión a los niños.

d) La frecuencia de lo comunión.

e) La comunión ordinaria "extra missam."

f) El ayuno eucarístico.

g) Los elementos eucarísticos.

2) El cufio al Santísimo Sacramento; tratando de los siguientes


puntos:

a) Los comienzos del culto al Santísimo Sacramento


"extra missam."

b) La contemplación de la hostia.

c) La exposición del Santísimo Sacramento.

d) Las procesiones eucarísticas.

e) La bendición con el Santísimo Sacramento.


 

1. La Comunión "Extra Misma."


La Comunión a los Moribundos.

Los primeros ejemplos de una comunión extra missam se refieren a casos de


necesidad, enfermos y moribundos. La Iglesia prodigó siempre a éstos una
solícita asistencia no sólo en sus necesidades materiales, como había
recomendado él divino Maestro, sino más aún en las del alma, para prepararlos
oportunamente al juicio de Dios.

En cuanto a los enfermos, el testimonio más antiguo se encuentra en San Justino


(+ 165). Este, después de describir el orden de la sinaxis eucarística dominical,
refiere que el pan y el vino consagrados se distribuyen a todos les presentes, y a
los ausentes se les lleva por medio de los diáconos.
¿Quiénes eran los ausentes? Sin duda alguna, en primer lugar, los enfermos, los
cuales tenían una razón legítima de su ausencia, y entre éstos, sobre todo,
aquellos que se encontraban en peligro de muerte. No se puede poner en duda
que la práctica de la comunión a los moribundos se remonta a los primeros
tiempos de la Iglesia, aunque no se posean positivos testimonios de antes del
siglo III. Aunque en algún rincón apartado, como en España, en el concilio de
Elvira, el antiguo ideal de austera vida cristiana no rechazase el recurrir para
ciertos pecadores a las penas más severas, entre las cuales se hallaba la exclusión
de la comunión aun en peligro de muerte, nec in finem dandam esse
communionem, sin embargo, la Iglesia en el concilio ecuménico de Nicea (325)
reconoció oficialmente que al fiel, aun culpable de delitos gravísimos, que
próximo a morir hubiese pedido la reconciliación, debía concedérsele la
eucaristía. El canon 13, que sanciona este criterio fundamental, recurre a una ley
o, para decir mejor, a una tradición "antigua y canónica" observada en la Iglesia.

Esta, en efecto, encuentra confirmación en algunos episodios, por desgracia


escasos, pero significativos. Unos tratan de la solicitud de los obispos en hacer
llegar la eucaristía a las cárceles, donde los confesores designados para el
martirio esperaban la hora del sacrificio. A esto aluden veladamente las actas de
las Santas Perpetua y Felicidad (c. a. 203), y más claramente las de los Santos
Montano, Lucio y compañeros, mártires en Cartago en el 259, donde se narra
cómo el sacerdote Luciano llegó a la prisión, superando barreras que parecían
inaccesibles por el rigor de la guardia, acompañado del subdiácono Hereniano y
por Jenaro, catecúmeno, los cuales llevaban a los mártires el alimento
indeficiente, alimentum indeficiens ómnibus administraüit.

Otros episodios se refieren a moribundos normales. Es característico el de


Serapión, conservado en una carta de Dionisio de Alel endría (+ 264). Serapión,
que había caído vencido por la persecución, había sido privado de la comunión y
se le había impuesto la penitencia. Pero, habiendo caído enfermo y próximo a
morir, mandó a un niño a la iglesia a pedir, con la reconciliación, la eucaristía. El
sacerdote, no pudiendo llevarla personalmente, la confió al niño, recomendándole
que antes hiciese reblandecer en el agua la partícula consagrada a fin de que el
pobre viejo pudiese más fácilmente tragarla. El niño puso en práctica la orden
exactamente, y Serapión, apenas recibida en la boca la comunión y tragada,
murió.

De la narración de Dionisio no se deduce si se le dio el viático a Serapión


intencionadamente cuando estaba para morir; el contexto parece más bien
excluirlo. Es incontrastable, sin embargo, el hecho de que durante los siglos IV y
V, si no antes, a los moribundos, en el momento supremo, se les repartía la
eucaristía para que el alma, bien provista, bonum viaticum ferens, se preparase al
viaje de la eternidad. Geroncio (+ 485) en la vida de Santa Melania lo afirma
explícitamente para Roma: Consuetudo est Remanís, ut cum animae
egrediuntur, communio Domini in ore sit; pero la misma costumbre se encuentra
también en Milán, en Constantinopla, en Jerusalén y en Cesárea. Paulino,
biógrafo de San Ambrosio (+ 396), narra que el santo Obispo, próximo a morir,
recibió de manos de San Honorato de Vercelli el cuerpo del Señor, recibido el
cual y tragado, expiró, llevando consigo un viático excelente. Leemos de San
Basilio que en el día de su muerte fue confortado tres veces con la sagrada
comunión, de modo que cum Eucharistia adhuc ore reddidit spiriium Domino. El
piadoso deseo de que el fiel expirase con la eucaristía en la boca confirma lo
referido, atestiguado también por otras fuentes, esto es, el repetir más de una vez
la comunión poco antes de expirar. Pero como generalmente es difícil prever el
momento preciso de la muerte, a veces los presentes la podían varias veces creer
inminente y apresurarse a dar la comunión a los moribundos, siendo así que
muchas veces mejoraba después. Gercncio refiere que se hizo así con ocasión de
la muerte de Volusiano, ex prefecto de Roma, que tuvo lugar en Constantinopla
(437); en la de Melania, sobrina de su santa homónima, y en la de esta ultima,
muerta en Jerusalén el 31 de diciembre del 439. Aquel día había comulgado ella
por primera vez muy de mañana, cuando Geroncio, su capellán, en una
habitación vecina ofreció por ella el santo sacrificio. Más tarde volvió a recibirla
de manos del obispo Juvenal, que había ido a visitarla; el cual, hacia la hora de
nona, le dio la comunión por tercera vez cuando ya agonizaba, pero con
capacidad todavía de responder Amen a sus oraciones y de besarle la mano.

No sabemos hasta cuándo se conservó esta costumbre. A principios del siglo VI


aparecen aún en una famosa colección canónica, los llamados Statuta Ecclesiae
antiqua, donde en el canon 20, tratando del caso de un enfermo que, habiendo
pedido hacía tiempo la penitencia, había perdido después los sentidos, se dispone
que el sacerdote, antes de morir, "lo reconcilie con la imposición de las manos y
le ponga la eucaristía en la boca."

Por lo demás, prescindiendo de esta especial costumbre referida, la Iglesia quiso


siempre que los sacerdotes se conformasen en la práctica pastoral al principio
sancionado por los Padres nicenos, y en 416 lo manifestó autorizadamente por
medio del papa Inocencio I en la fórmula Nemo de saeculo absque communione
discedat. En esta ley estaban comprendidos todos los bautizados en comunión
con la Iglesia, aun los niños de tierna edad. Un capitular de los reyes francos (s.
VIII) los nombra expresamente. A su vez, los fieles tienen el mismo deber de
pedir la eucaristía a los pastores propios. El ritual romano prescribe en efecto que
los fieles, encontrándose en peligro de muerte, de cualquiera parte que venga
éste, están obligados a recibir la sagrada comunión.
La recomendación de la Iglesia fue calurosamente aceptada por las almas
cristianas, deseosas de su eterna salvación. El episodio de Serapión es una
prueba.

¿Se llevaba la comunión a los enfermos bajo las dos especies o solamente bajo la
del pan? El texto referido de San Justino no aclara nada: iis, qui absttnt, per
diáconos mittuntur; pero, dados los fáciles inconvenientes que presenta un
traslado de líquido, creemos que se llevaría solamente una partícula de pan
consagrado. Así se hacía en Alejandría, y la práctica de los tiempos más antiguos
debió ser siempre ésta en todas partes. El fermentum y la reserva eucarística que
durante mucho tiempo pudo cada uno conservar en el sagrario doméstico se
conservaban solamente, según hoy nos consta, en una sola especie: el pan
consagrado. Generalmente, los Padres griegos usan para esta eucaristía el término
iχέρις, que se refiere siempre a materias sσlidas, pero no podemos negar el que en
muchos casos se llevase al enfermo también vino consagrado. Sofronio en la vida
de Santa María Egipcíaca narra que, cuando San Zósimo descubrió en el desierto
a la piadosa penitente, le dio en comunión un trozo de pan y una parte de vino
consagrado por él el Jueves Santo. San Juan Crisóstomo, contando al papa
Inocencio I en el 404 la invasión de su iglesia como consecuencia de las intrigas
de Teófilo de Antioquía, dice que los soldados penetraron en el sagrario y
derramaron la sangre de Jesucristo. Es probable suponer que el vino consagrado
se guardaba para servir a los enfermos en caso de necesidad.

Esta fácil presunción encuentra amplia confirmación en las biografías que nos
han llegado de personajes religiosos de la alta Edad Media, la mayor parte de los
cuales, narrando la muerte, aluden al viático recibido por ellos bajo ambas
especies. He aquí algunos ejemplos:

La Comunión a Domicilio.

En los primeros tres siglos de!a Iglesia, durante los cuales los peligros de la lucha
contra el paganismo ponían de improviso a los fieles ante la persecución y la
muerte, la Iglesia sintió el deber de fortalecer permanentemente la natural
debilidad con la fuerza divina de la eucaristía, de modo que en cualquier
momento, principalmente en la imposibilidad de dirigirse al sacerdote, pudiesen
recibir la comunión. Ya en el siglo II constatamos la costumbre de llevar cada
uno a su propio domicilio el pan consagrado y de guardarlo
consigo. Tertuliano, que nos proporciona el primer testimonio seguro, habla de
ella como de una práctica ya consuetudinaria. Exponiendo a la esposa cristiana
los peligros de casarse con un pagano, recalca la dificultad de guardar en casa las
sagradas especies y de substraerlas a graves profanaciones: "¿Podrá, por tanto, tu
marido ignorar lo que tú secretamente buscarás antes de cualquier otro alimento?
Y si sabe que es pan, ¿sospechará que sea aquel del cual corren infames
calumnias? Y si ignorase tales calumnias, ¿cómo podrá soportar esto, adaptarse a
tu modo de obrar sin quelas, y no entrar en sospecha de que, bajo la figura del
pan, ocultas tú algún veneno?"

También en Roma encontramos testimonio de una costumbre parecida. San


Hipólito en su Traditio advierte que hay que estar en guardia "para que ningún
infiel busque la eucaristía, o los ratones o algún otro animal la estropeen, o caiga
en tierra y se disperse aunque sea un solo fragmento." Evidentemente, tal
recomendación no podía dirigirse más que a los laicos.

Estos la recibían en la iglesia, en una o varias porciones, y, envuelta en un blanco


lino (dominicale), la encerraban en un cofrecito a propósito (arca, árcala), que
después colocaban en casa en un lugar seguro, rodeándolo del más profundo
respeto. Los romanos, como todos los orientales, tenían de ordinario en sus
propias habitaciones un sagrario (sacra gentilicia), que podía adaptarse
maravillosamente. San Cipriano refiere el caso prodigioso ocurrido a una mujer
infiel, la cual en el sagrario cum arcam suam, in qua Domini sanctum fuit,
manibus immundis temptasset aperire, igne inde surgente deterrita est, ne
auderet attingere. San Zenón de Verona (+ c. 380), al des-aconsejar a la joven
cristiana el casarse con un pagano, le anticipa la posibilidad de que el marido en
un ímpetu de cólera, precipitándose sobre ella, llegue al punto de arrojarle a la
cara la píxide (sacrificiumj que contiene su eucaristía.

La eucaristía se tenía en casa como tutela, quizá también como medicina, pero
sobre todo se tenía para la comunión.

San Basilio (+ 379) en el 372, en una carta a Cesárea, da a este propósito algunos
interesantes consejos, sacados de las costumbres egipcias, dejando comprender,
sin embargo, que en Capadocia, donde escribía, o no se había introducido nunca
el uso o no existía ya. "Todos los solitarios que viven en el desierto, faltando los
sacerdotes, tienen siempre consigo la eucaristía y se comulgan cada uno con sus
propias manos. Por lo demás, en la ciudad de Alejandría y en las otras regiones
de Egipto, los fieles ordinariamente guardan en casa la comunión. ¿Podemos
quizá dudar que cuanto toman por sí mismos con sus propias manos no sea la
misma cosa que han recibido en la iglesia de manos del sacerdote? Nosotros
vemos, en efecto, que éste, después de haber puesto sobre las manos del fiel el
pan consagrado, le del a el cuidado de comerlo llevándoselo a la boca. Lo mismo
debe decirse en cuanto a recibir de las manos del sacerdote al mismo tiempo
varias porciones de la eucaristía o recibir una sola."
En Constantinopla, en cambio, el uso de la reserva eucarística en casa era
todavía normal en tiempo de San Juan Crisóstomo (+ 407), el cual alude a
esto expresamente en una homilía: "No solamente vosotros lo veis (el cuerpo de
Cristo), sino que lo tocáis, lo coméis y lo lleváis a vuestras casas"

Se deduce de todo esto que la eucaristía se entregaba al fiel en cantidad variable,


y él debía en casa repartírsela en cantidad tal según el tiempo en que no le era
posible marchar a la iglesia. Leemos a este propósito de Doroteo, obispo de
Tesalónica, que en el 519, temiendo que por una inminente persecución sus fieles
pudiesen quedar privados de la eucaristía, hizo entregarles canastos llenos del
sagrado pan.

La facultad de la autocomunión fue muy reducida en Oriente por el concilio II


Trullano (592), el cual prohibió a los laicos el usarla, siempre que pudiesen
encontrar disponible un sacerdote o un diácono para distribuirla. Esto debía
valer también para los monasterios, donde, en defecto del ministro sagrado,
correspondía a las superioras, consideradas como diaconisas, distribuir a las
propias hermanas la eucaristía. Con todo esto, la práctica de la eucaristía
doméstica se conservó mucho tiempo en la Iglesia bizantina. Mosco (+ 620),
en las fantásticas narraciones de su Pratum Spirituale, la recuerda varias veces
como una costumbre siempre vigente; y lo era todavía en el siglo VII! en plena
lucha iconoclasta, tanto entre los monjes como entre los laicos. En Occidente
debía reinar en los siglos IV-V una disciplina análoga, no menos difundida. Los
Padres de aquel tiempo hablan muy rara vez de esto. San Ambrosio en la
narración del naufragio del hermano Sátiro, todavía catecúmeno, dice que se
salvó colgándose al cuello, cerrada en un pañuelo, la eucaristía. San Agustín
refiere una curación milagrosa que supone la práctica de la eucaristía doméstica.
La madre de un cierto Acacio de Fusala (norte de África), nacido ciego,
despreciando los remedios propuestos por el médico, quiso un día aplicarle sobre
les ojos, como colirio, la eucaristía, y le fue devuelta la vista. San Jerónimo
reprende a algunos que juzgaban lícito usar con menos respeto y devoción la
eucaristía en casa que cuando la usaban en la iglesia: An alius in publico, alius in
domo Christus epsí — dice él —; quod in ecclesia non licet, nec domi licet.

Tenemos también noticia, alrededor de esta época, de dos concilios españoles


(Zaragoza, 380; Toledo, 400), en los cuales se sancionaba con la excomunión a
aquellos que no hubiesen consumido la eucaristía en la iglesia; pero la pena iba
dirigida contra los priscilianistas, los cuales, por prejuicios de secta, refutaban
comer en seguida el pan consagrado recibido del sacerdote.

De todos modos, la práctica de la comunión a domicilio en Occidente comenzó a


decaer en seguida al final del siglo V.
La Comunión de los Niños.

No sabemos si la Iglesia antigua dio a aquellas palabras de Cristo: Nisi


manducaveritis carnem Filii hominis et biberitis eius sanguinem, non habebitis
vitam in vobis, el valor absoluto que les reconocieron San Agustín y muchos
Padres de los siglos IV y V. De todos modos, es muy probable que la
preocupación por asegurar también a los niños su eterna salvación empujó en
seguida a regenerarlos con la gracia del bautismo y a hacerlos participar, aun en
tierna edad, de la comunión. No conocemos sobre el particular un testimonio
explícito de tal práctica durante los dos primeros siglos; San Justino, en su
famosa descripción de la misa, alude tal vez a esto cuando escribe que al
neobautizado se le da una parte del pan y del vino consagrado. Si se admite,
como parece cierto, que en su tiempo se bautizaba también a los niños, es preciso
reconocer que también ellos debían recibir la eucaristía, porque el Apologista no
hace distinción de ninguna clase; por otra parte, la iniciación cristiana
comprendía, desde el siglo I, tres ritos esenciales: el bautismo, la confirmación y
la comunión.

La primera mención segura de una comunión a los niños se encuentra a


principios del siglo III en San Cipriano (+ 258). Habla de una niña cristiana, pero
confiada temporalmente a una nodriza pagana, la cual durante la persecución,
para substraerse a responsabilidades, le hizo tragar un pedacito de pan empapado
en el vino ofrecido a los ídolos. Cuando los padres recibieron a la niña, un día la
condujeron consigo a la iglesia para asistir a la misa celebrada por el obispo
Cipriano. Llegado el momento de la comunión, el diácono, según la costumbre,
presentó el cáliz también a la pequeña, la cual, cerrados los labios, se opuso a
aceptar el vino consagrado. El diácono, imprudentemente, quiso insistir; le hizo a
la fuerza abrir la boca y le metió algunas gotas de vino; la niña lo arrojó
Violentamente.

Que el caso narrado fue esporádico, lo declara un razonamiento del mismo santo
Obispo. Deplorando que los lapsi habían arrastrado en la propia culpa también a
sus niños, haciéndoles perder, quod, in primo statim natiüitatis exordio, fuerint
consecuti, es decir, la gracia del bautismo, supone que éstos, llamados un día al
juicio de Dios, podrán disculparse diciendo: Nos nihil malí fecimus, nec,
Derelictg Gibo Et Póculo Domlni, ad profana contagia sponte properavimus. La
alusión aquí a una práctica eucarística respecto a los niños es bastante clara.

La disciplina de la iglesia africana debía ser la misma que la de Roma. De la


misma época (s. III) conocemos las inscripciones, sacadas del cementerio de
Priscila, de dos niñas, Irene y Tique, de cada una de las cuales se dice: accepit,
percepit, término convencional que, según Dólger, significa accepit, percepit
gratiam; es decir, recibieron no sólo el bautismo, sino también la eucaristía.
Esto, por lo demás, encuentra un completo parecido en la Traditio (220), la cual,
después de describir el ritual para conferir el bautismo a los adultos y a los niños,
aunque algunos de éstos no puedan todavía hablar, hace seguir inmediatamente la
celebración de la misa, en la cual los neobautizados, no excluidos, por tanto, los
niños, se acercan a la comunión.

En los siglos IV-V era normal en Occidente y en Oriente la comunión de los


niños. San Agustín, San Paulino de Nola, Inocencio I, los Padres del concilio de
Mileto, en el 416; San León y Genadio hablan de manera explícita, pero
aludiendo solamente a la comunión postbautismal. Era la época de las
controversias pelagianas, y el insistir sobre la obligación de la comunión para los
pequeños a base del conocido versículo de San Juan 6,54 servía muy bien para
reforzar con un argumento a fortiori la del bautismo.

En Oriente, las Constituciones apostólicas, el Testamentum Domini y


Mosco atestiguan también una frecuencia normal en la comunión de los niños
con ocasión de la misa ordinaria. Ellos, como los adultos, se acercaban a
recibirla cuando les tocaba el turno: diaconissae, virgines, viduaeque, tum
Pueri... El historiador Evagrio (+ c. 600) nos informa de una vetus
consuetudo vigente en su tiempo en Constantinopla, por la cual, cuando los
residuos del pan consagrado eran demasiados, se llamaba a los niños de las
escuelas para que los consumiesen, pueri impúberes qui scholas frequentabant.

Una costumbre parecida se encuentra también en las Galias. En el 585, un sínodo


de Magon dispuso que las reliquiae sacrificiorum sobrantes de la misa se
entregasen a los inocentes empapadas en vino, siempre que ellos hubiesen
guardado el ayuno durante algún tiempo.

En realidad, si se examina bien, se trata siempre o de comunión postbautismal o


de casos excepcionales. Por regla general, en Occidente los niños no comulgaban
en la misa hasta que no hubiesen alcanzado cierta edad. Así se hizo en un sínodo
de Tours (813), que excluye, sin embargo, el peligro de muerte, ya que en este
caso, como prescribe formalmente un capitular carolingio, el sacerdote debía
administrar el viático también a los niños.

La comunión a los niños se daba ordinariamente sólo bajo la especie del


vino: infantulis mox baptizatis solus calix datur, quia pane uti non possunt, sed
in cálice totum Christum accipiunt. El sacerdote con una cucharilla echaba en la
boca alguna gota, quem bibat parvulus, ut habere possit vitam, decía San
Agustín; o bien mojaba el dedo en el cáliz y lo metía en la boca del neobautizado,
que lo chupaba. También a los niños, no menos que a los adultos, se pedía una
especie de ayuno preliminar. El I OR observa a este particular que postquarn
baptizati fuerint, nullum cíbum accipiant, nec lactentur, qntequam communicent
sacramenta Corporis Christi; y añade que cada día de la semana pascual, ad
missas procedant, et parentes eorum offerant pro ípsis et communicent omnes.

La Frecuencia de la Comunión.

La historia de la frecuencia de la comunión es el reflejo o de las respuestas dadas,


a lo largo de los siglos, a dos fundamentales afirmaciones eucarísticas; una, la de
Cristo: Yo soy el pan de la vida; solamente el que me come vivirá; y la otra, del
Apóstol: Antes de comer un pan tal, cada uno examine bien la propia conciencia
para no tragarse la propia condenación. De aquí surgieron dos posturas
diversas, que a veces parecían contrarias: una la de aquellos que dieron más
importancia a la necesidad de la eucaristía como alimento espiritual, otra la de
aquellos que se preocupaban más del grado de perfección exigido para recibirla
dignamente.

Habiendo dicho ya que en la Iglesia antigua y medieval, al menos hasta el siglo


XIII, fue disciplina absoluta recibir la comunión durante la misa, salvo en casos
de necesidad, diremos que no está demostrado cómo en los primeros días de la
Iglesia se celebraba la misa todos los días, y, por consecuencia, cómo los fieles
podían cotidianamente acercarse a la comunión. Los escritos neotestamentarios y
los de la época subapostólica se limitan a recordar repetidamente la Fractio
panis o la eucharistia, celebrada cada domingo con la comunión de los
asistentes; y alude a las dos reuniones estacionales del miércoles y del viernes,
las cuales solamente en ciertas iglesias llevaban consigo la misa y la comunión.
Tertuliano comienza a hablar claramente de una comunión a domicilio, cuya
frecuencia no precisa; pero que, a la luz de testimonios algo posteriores a él,
podemos suponer que era cotidiana o poco menos.

En el siglo III, en efecto, poseemos para Roma el del famoso San Hipólito, que,
según San Jerónimo, escribe un tratadito, De Eucharistia an accipienda quotidie;
para el África, San Cipriano, el cual, comparando el pan cotidiano material y el
espiritual, concluye diciendo: "Por tanto, nosotros pedimos que se nos dé cada
día nuestro pan, es decir, Cristo; de forma que, permaneciendo y viviendo en él,
no seamos nunca separados de su gracia y de su cuerpo" (la Iglesia); para
Alejandría, Clemente Alejandrino, que escribe: "Jesús es el divino alimentador,
dándose a nosotros en alimento, el cual proporciona cada día la bebida de la
inmortalidad."

En el siglo IV, la práctica de la comunión cotidiana o dominical, más fácil por


una más frecuente celebración de la misa y por la multiplicación de los edificios
del culto, es atestiguada, o simplemente recomendada, se puede decir que en toda
la Iglesia occidental. Para España, el testimonio de San Jerónimo; para Roma, los
de San Jerónimo y el sacerdote Geroncio (+ 439), el cual refiere que Santa
Melania no acostumbraba tocar ningún alimento antes de comulgar y que en
Roma estaba en vigor el uso de comulgar cotidianamente, conforme a una
tradición que se remontaba a los apóstoles Pedro y Pablo; para Milán, el de
San Ambrosio; para Aquileya, el de San Cromacio (+ 407); para África, el de San
Agustín. Puede bastar por todos lo que escribe San Ambrosio en sus
instrucciones a sus neófitos comentando la petición del pan cotidiano, contenida
en la oración dominical: "Si el pan es cotidiano, opón se come apenas una vez al
año, como se dice que suelen hacer los griegos? Si no se come cada día, no
merece la pena comerlo cada año... Panem... da nobis hodie. Si lo recibes cada
día, para ti cada día es hoy. Si para ti Cristo es hoy, El para ti resucita cada día."

Para el Oriente poseemos una carta de San Basilio de Cesárea (+ 379), que da
testimonio de usos diversos. Varios solían hacer la comunión cada día; otros,
cuatro veces a la semana. He aquí sus palabras: "El comulgar cada día recibiendo
el santo cuerpo y sangre de Cristo, es cosa buena y saludable. En efecto, dice
El: El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna (Lc. 6:55).
¿Quién puede poner en duda que el participar frecuentemente de la vida no sea
otra cosa que un vivir con mayor intensidad? Nosotros verdaderamente nos
comulgamos cuatro veces cada semana, es decir, el domingo, el miércoles, el
viernes y el sábado, y también en otros días, cuando ocurre la conmemoración de
algún santo." Entre los ascetas y los monjes ocurría, poco más o menos, lo
mismo, si bien no faltaban aquellos que por temor reverencial comulgaban una
sola vez al año.

Estas fluctuaciones de la disciplina, que, como era natural, se verificaban también


en otras partes, por ejemplo, en África y en las Calías, dejan más bien suponer
que acerca de la frecuencia de la comunión existían disputas y opiniones
contrarias. San Agustín, en efecto, alude a esto en una carta cargada de un cierto
gnosticismo práctico: "Los unos —escribe — comulgan todos los días, otros
solamente en ciertos días determinados. Aquí cada día se celebra el santo
sacrificio; en otra parte, todos los sábados y domingos...; alguno dirá que no se
debe comulgar cada día. Preguntadle por qué. Os responderá que no se siente lo
bastante puro o que no ha hecho suficiente penitencia de algún pecado grave.
Está bien — observa el santo Doctor-; no depende, sin embargo, de nosotros el
acercarnos o no a la eucaristía; porque, si los pecados no son tales que merezcan
una separación del altar, ninguno debe privarse del remedio cotidiano de la
comunión del cuerpo de Cristo, non se a quotidiana medicina dominici Corporis
debet separar." Y concluye: "Si después algunos creen regularse directamente
según la propia fe y piedad, faciat unusquisque quod secundum fidem suam pie
credit esse faciendum."

Esta deducción, no demasiado lógica, ha hecho frecuentemente atribuir a San


Agustín un dicho análogo de San Jerónimo sobre la práctica romana de la
comunión eucarística: Quod non reprehendo, nec probo; unusquisque Qnim in
suo sensu abundet, dicho que linda con cuanto escribía algún tiempo después
Genadio de Marsella (+ 492): Quotidie Eucharistiae communionem accipere, nec
leudo, nec vitupero... ómnibus tamen dominicis diebus communicandum suadeo
et hortor, si tamen m£ns sine afjectu peecandi sí; mientras la Iglesia antigua
medía la frecuencia de la eucaristía por el deber impuesto por Cristo y expresado,
como amonestación a los fieles, en la petición de la oración dominical, más tarde,
como nos indican los textos citados y otros parecidos, comienzan a prevalecer los
motivos de mayor o menor dignidad del fiel que la recibe. Serán éstas, de ahora
en adelante, las consideraciones a las cuales se obedecerá; y que poco a poco,
secundadas por la pereza natural, del arán casi desiertas las mesas del Señor.

Desde el comienzo de la Edad' Media hasta cerca del 1100, período obscuro, de
gran ignorancia religiosa al lado de magníficos fervores de ascesis, una serie de
documentos conciliares y episcopales comprueban, excepto raras excepciones,
cuan escasa se había hecho la frecuencia de la comunión de los fieles. El concilio
de Agde (506), que por el prestigio de quien lo presidió, San Cesáreo de Ariés,
alcanzó gran autoridad en las Galías y en Italia, y después de él, numerosos
sínodos de la época merovingia y carolingia, junto con las disposiciones
episcopales de Vercelli, Verona y Milán, obligaban a sólo tres comuniones
durante el año: Navidad, Pascua, Pentecostés; en alguna diócesis, por ejemplo, en
Verona, se añadió también el Jueves Santo.. Había después ocasiones particulares
en las cuales existía el deber de comulgar, como, tratándose de la profesión
religiosa, durante los ocho días siguientes, en la investidura de caballero, en la
consagración de los reyes, en las ordalías, al final de la peregrinación.

Naturalmente, mientras las ordenanzas eclesiásticas señalaban un mínimum de


comuniones para todos los fieles, no faltaba el estímulo a una frecuencia mucho
mayor. El sínodo de Glasgow (747) recomienda quod laici pueri hortandi sunt ut
saepius communicent, necnon et provectioris quoque aetatis seu célibes, sea
etiam coniugati, qui peccare desinunt, ad hoc ipsum admonendi sunt quatenus
frequentius communicent. Benedicto Levita, que vivió alrededor del 850,
exhortaba a comulgar todos los domingos: Omnes, per dies dominicas vel
festivitates praeclaras s. Eucharistia communicent, nisi quibus abstinere
praeoccupatum est. El Venerable Beda (+ 735), que se revela convencido
defensor de la comunión cotidiana, trayendo a colación de cuanto creía que se
hacía en el continente, escribía así a Egberto, obispo de York: Quam
salutaris (est) omni christianorum generi cotidiana Dominici corporis ac
sanguinis perceptio, iuxta quod ecclesiam Christi per Italiam, Galliam, Africam,
Graeciam ac totum Orientem solerter agere nosti; y continúa deplorando el que
innumerables niños, jóvenes y muchachas, viejos, y hasta los mismos unidos por
el lazo del matrimonio, podrían, por la bondad de sus vidas, recibir cada domingo
la comunión, si la incuria de sus pastores no hiciese que aun los laicos más
ejemplares participasen en los divinos misterios apenas en Pascua, Navidad y
Epifanía.

Se registraba, en cambio, una mayor frecuencia periódica en la mayoría de los


monasterios. La Regula Magistri (s. VII) dispone que los monjes reciban cada
día, a ser posible, la comunión. La Regla de San Crodegando de Metz (+ 776), la
de San Benito de Aniano (+ 821) y la práctica benedictina era comulgar, si no
cotidianamente, al menos cada dominica y en las fiestas más solemnes. No
faltaban, sin embargo, excepciones. Las Consuetudines de la reforma de Cluny,
inspirándose más bien en el uso vigente entre los laicos, ordenan que en la misa
dominical se consagren cinco hostias, a fin de que "los que quieran" puedan
comulgar. Los cistercienses imponían a los hermanos conversos siete
comuniones al año, a menos que el abad juzgase oportuno aumentar o disminuir
el número; los camaldulenses, cuatro. A este propósito, Browe hace notar que el
contravenir los religiosos al uso establecido de una sola comunión significaba
asumir una nota de singularidad, que ni la Regla ni los superiores veían con
buenos ojos. Se exigía un permiso especial para recibir la comunión, y esto con
mucha razón, porque la comunión importaba como preparación una serie de
prácticas devotas y penitencias, que se salían de lo ordinario. Se exigía, en efecto,
el estar días y días en ayuno a pan y agua, guardar silencio durante mucho tiempo
y, si eran laicos casados, se exigían varios días de continencia absoluta.

El Ayuno Eucarístico.

Carece de fundamento la opinión frecuentemente repetida de que la disciplina


tradicional de anteponer a la comunión un ayuno es de origen apostólico, ya
que Cristo en la última cena y la Iglesia primitiva lo practicaron, siendo
también cierto que la eucaristía se celebró por mucho tiempo como conclusión
del ágape.

Los primeros testimonios de un ayuno de este género se encuentran a principios


del siglo III en Tertuliano, para el África, y en San Hipólito, para Roma.
Tertuliano, exhortando a la mujer cristiana a no casarse con un pagano, le hace
ver el peligro de que su marido piense en alguna magia si la ve comer a
escondidas el pan eucaristico antes de cualquier otro alimento: Non sciet maritus
quid secreto Ante Omnem Cibum gustes? et si sciverit panem, non illum credii
esse qui dicitur? Frochisse, que pone en duda el valor del texto para probar la
antigüedad del ayuno, traduce la frase ante omnem cibum "antes de la comida
familiar." Pero las palabras de Tertuliano son más concretas; él dice: "Antes de
gustar cualquier alimento"; por tanto, a partir de la mañana, después del
acostumbrado reposo, se puede comenzar a comer. Es, por lo demás, por la
mañana cuando, según el mismo Tertuliano, se celebraba la eucaristía tanto en
los domingos como en los días estacionales. Puede muy bien creerse que esta
expresión de veneración y respeto hacia el cuerpo del Señor que se guardaba en
la comunión a domicilio se guardaba también en la función litúrgica de la iglesia.

San Hipólito Romano expresa a su vez una recomendación análoga: "Todo fiel
apresúrese a recibir la eucaristía antes de comer cualquier otro
alimento, antequam aliud gustet, eucharistiam recipere, ya que — añade — si lo
come con fe, si se le diese algún veneno, éste no le haría daño." El texto es
explícito, aunque puede discutirse la causa, y demuestra cómo en Roma, no
menos que en África, se observaba un ayuno eucarístico natural, si no por
mandato, al menos por respeto al Sacramento; ayuno que más tarde fue
reglamentado en disposiciones canónicas. En el siglo V, el anónimo corrector
de la Traditio no interpretaría en sentido diverso las palabras de Hipólito.

Podemos preguntarnos si en el siglo III el Oriente seguía una disciplina parecida.


Desgraciadamente, no poseemos documentos sobre el particular; la Didascalia ni
siquiera hace alusión; pero en el siglo siguiente, en Egipto, una consulta
canónica, no demasiado clara sin embargo, del patriarca Timoteo de Alejandría
(381-385) hace suponer una respuesta afirmativa; aunque no debía tratarse de una
práctica todavía oscilante, ya que Teófilo, sucesor inmediato de Timoteo, el 6 de
enero de 386 autorizó formalmente a sus fieles a tomar alimento antes de
comulgar; y el historiador Sócrates refiere que, alrededor de la misma época, los
egipcios y los habitantes de la Tebaida solían celebrar el sábado una sinaxis
eucarística hacia la puesta del sol después de haber comido
copiosamente: Postquam enim epulati sunt, et omni ciborum genere saturati, sub
vesperam, oblatione facta communicant.

Sócrates, sin embargo, que escribía hacia el 440-443, declara expresamente que
una costumbre de este género iba contra el uso universal de la Iglesia; tanto es
así, que entre las calumnias lanzadas contra el Crisóstomo estaba también la de
haber administrado la comunión a fieles que no estaban en ayunas. Lo mismo
confesaba San Agustín en la carta a Jenaro: Placuit Spiritui Sancto ut in
honorern tanti Sacramentí in os christiani prius Dominicum corpus intraret
quam ceteri cibi, nam ideo per universum orbcm mos iste servatur. Los concilios
de Hipona (396) y de Cartago (397) habían sancionado algún tiempo antes la
obligación del ayuno sacramental para los fieles.
El Medievo conservó, naturalmente, la práctica tradicional; más aún, la hizo
todavía más rigurosa. Confirmó la estricta obligación del ayuno, no sólo del
sacerdote celebrante y de los fieles comulgantes, sino también la de los ministros
que debían servir a la misa e indistintamente a cuantos asistían, aunque no
recibiesen la comunión.

La más antigua derogación del ayuno eucarístico — excepto la necesaria de los


moribundos — se encuentra en el antiguo ritual del bautismo. Según Tertuliano,
la simbólica bebida de la leche y de la miel se suministraba al neobautizado
inmediatamente después del bautismo, inde suscepti, lactis et mellis concordiam
praegustamus. Por tanto, antes de la eucaristía; en cambio, según Hipólito, en
Roma se daba después del pan consagrado, junto con la copa de agua, pero
antes del vino.

Otra derogación tenía lugar en África, alrededor de la segunda mitad del siglo IV,
el Jueves Santo. En la misa celebrada ad vesperam commemoratwa, como dice el
sínodo de Hipona (393), de la Coena Dominica, estaba permitido, como
excepción, comer antes de la comunión. Esta costumbre, que era para algunos
motivo de admiración, la recuerda San Agustín, el cual ni la alaba ni la reprende,
limitándose a dar razón con la alusión a la institución eucarística, que tuvo
lugar manducantibus discipulis. El uso había penetrado también en España y en
alguna iglesia del Oriente; pero fue prohibida en seguida por el concilio de Braga
(563) y por el Trullano (692). Pero todavía en el siglo XIV existían vestigios en
los monjes de San Dionisio, de París, los cuales el Jueves Santo solían tomar
alimento antes de comulgar.

Los Elementos Eucarísticos.

Si se admite el carácter pascual de la última cena, es cierto que Nuestrc Señor


realizó la primera consagración eucarística con pan ácimo, es decir,
confeccionado sin levadura. La ley mosaica prohibía severamente usar pan
fermentado durante teda la semana pascual, del 15 al 21 de Nisán; de aquí el
apelativo de "fiesta de los ácimos" que le da San Lucas (22:1). No sabemos si los
apóstoles en la celebración de la Fractio panis, inaugurada por ellos, dieron a
aquel detalle una importancia normativa; probablemente lo consideraron caído en
desuso, como tantos otros del ritual judaico. San Pablo lo recuerda, más sólo
desde un punto de vista alegórico: En nuestra Pascua, cuyo cordero es Cristo,
nosotros mismos debemos ser los ácimos, o sea la nueva masa, sin fermento de
pecado, criatura regenerada en la santidad.

Hasta el siglo VIII, ninguno de los testimonios de los escritores que hablan del
pan usado en la misa es tan explícito que declare cuál era su composición exacta;
todos generalmente se limitan a decir que se trataba del pan acostumbrado,
que el pueblo comía cada día; pan que normalmente era confeccionado con
levadura para hacerlo más fácilmente digerible y asimilable. Tertuliano, cuando
pone en guardia a la joven cristiana que va a desposarse con un pagano,
escribe: Non sciet maritus quid secreto ante omnem cibum gustes. Et si scierit
panern, non illum credat esse, qui dicitur. Si el pan eucarístico hubiese sido
diferente del usual, quizá el marido hubiera podido conocerlo. San Cipriano tiene
un texto más interesante, si bien tampoco es del todo concluyente.

De donde se deduce que San Cipriano pone en directa relación el vino y el agua
del cáliz consagrado con la harina y el agua con la cual se confecciona el pan
consagrado. Quería decir con esto que se excluía el pan con levadura? No
osaríamos afirmarlo; era un detalle insignificante que no afectaba a su
alegorismo.

San Epifanio (+ 402) nos ha dejado noticia de algunas comunidades de


cristianos judaizantes existentes en su tiempo, de las cuales señala ciertas
particularidades rituales, entre las cuales está la de consagrar con agua y pan
ácimo. Este detalle, puesto de relieve por San Epifanio, hace suponer que, en
cambio, el pan eucarístico normalmente consagrado en las iglesias del Oriente
no era ácimo, sino fermentado.

Por lo demás, cuando los Padres y después el antiguo ceremonial romano (I OR)
hablan de la ofrenda del pan llevado al altar por los fieles para ser consagrado,
nunca amonestan que tal pan deba tener una especial confección sin levadura.
San Ambrosio lo llama, en efecto, pañis usitatus. Todavía en tiempo de San
Gregorio Magno debía usarse un pan de este género, porque sólo así se explica el
episodio, narrado en su vida por Juan Diácono, de aquella mujer que se rió
escépticamente cuando vio dar en la comunión pan que el día antes había cocido
en casa y ofrecido poco antes en la misa. Si ella lo hubiese intencionadamente
confeccionado para tal fin sin levadura, su maravilla no habría tenido ningún
fundamento.

Por tanto, según nuestro parecer, mientras juzgamos más probable la sentencia de
aquellos que admiten también en Occidente el uso preferente del pan fermentado
en la misa, como ocurría y ocurre todavía en las iglesias orientales, comprendidas
las nestorianas (cuyas costumbres litúrgicas se remontan al siglo V), concedemos
de buena gana que, en defecto de testimonios explícitos, la cuestión queda
indecisa, si bien no queremos concluir que, en la disciplina litúrgica antigua, el
seguir una u otra costumbre (del pan fermentado o no) fuese indiferente para la
Iglesia.
En Occidente, el primer testimonio explícito del uso del pan ácimo en la misa lo
encontramos en la carta Ad fraires Lugdunenses, escrita por Alcuino en el
798: Pañis, qui in Corpus Christi consecratur, absque fermento ullius alterius
injectionis, debet esse rnundissirnus. Desde entonces, vemos que la disciplina se
orienta en tal sentido. ¿Cuál fue el motivo? El cardenal Bona lo ve en la
decadencia de la práctica ofertorial por parte de los fieles y de la comunión
consiguiente. Mientras ellos prepararon el pan para ofrecer y consagrar, lo
confeccionaron en casa fermentado, conforme al tipo común que comían cada
día; cuando, en cambio, en la época post-carolingia, la preparación del pan
sagrado fue en la práctica monopolio de los sacerdotes o de los monjes, entró
fácilmente la idea evangélica y simbólica del pan ácimo, como fue consagrado
por Cristo, y peco a poco ésta se abrió camino y prevaleció.

Es conocida la acritud con la que en el siglo XI Miguel Cerulario, patriarca de


Constantinopla (1043-58), atacó a la Iglesia latina por algunas de sus
observancias disciplinares, entre las cuales está la del pan ácimo.

2. El Culto al Santísimo Sacramento.


Las Primeras Manifestaciones del Culto "Extra Misma."

No conocemos señales apreciables de ella en los siglos cristianos antes del 1100.
Es indiscutible que existía en la Iglesia antigua viva, profunda y operante la fe en
la presencia real, que expresaba y acababa en el sacrificio y en la comunión todos
sus sentimientos hacia la eucaristía, pero no es menos cierto que ninguno pensaba
en hacerla objeto extra missam de honores rituales, y ni siquiera de una particular
devoción; a menos que queramos llamar así a la reverencia de que fue siempre
rodeada la eucaristía cuando los fieles la llevaban y guardaban en casa. Hemos
visto que Tertuliano e Hipólito se hacen sus inspiradores cuando exhortan a
guardarla con celosa cautela para que no sea profanada por manos impuras o
paganas o maltratada por animales y para que no caiga a tierra ni siquiera un
fragmento. También San Jerónimo pone en guardia sobre la falta de respeto al
sagrario doméstico que guardaba el pan consagrado: A alius in publico, alius in
domo Christus cst? Quod in ecclesia non liczt, nec domi licet.

Con esta simple, íntima familiaridad hacia la eucaristía doméstica, creemos que
puede explicarse un episodio, singular en su género, narrado por San Gregorio
Nacianceno (+ 398) en el elogio hecho por él de su hermana Gorgonia, del cual
él mismo garantiza la autenticidad.
Gorgonia estaba desde hacía tiempo gravemente enferma: "Depuesta ya toda
esperanza en las ayudas terrenas, recurrió al Médico de todos los mortales. En
una noche profunda, en un momento en que la enfermedad más la atormentaba,
llena de fe, se arrojó a los pies del altar y, en el ímpetu de una piadosa y confiada
confidencia, comenzó a invocar a grandes voces a Aquel que es honrado sobre el
altar, llamándolo con los nombres más diversos y evocándolo como si El hubiese
podido olvidar los prodigios que había realizado. Quiso después imitar a la mujer
que había sido curada al tocar apenas las orlas del manto de Cristo. ¿Qué hace
entonces? Apoya, siempre gimiendo, su rostro inundado de lágrimas sobre la
mesa del altar y le dice que no lo retirará sino después de haber obtenido la
curación. Toca después todo su cuerpo con el remedio divino (la eucaristía), y,
después que hubo mezclado sus lágrimas con las reliquias del precioso cuerpo y
la sangre (de Cristo) que hubiesen podido quedar en sus manos, ¡Oh milagro! se
sintió súbitamente libre de su mal, renovada de cuerpo, de alma y de espíritu,
habiendo obtenido., como respuesta a su firme fe, la curación deseada."

El hecho debió suceder en el oratorio doméstico de la casa episcopal de Nacianzo


o de Constantinopla, porque durante el siglo IV todas las residencias de los
obispos y las casas de los cristianos más distinguidos, como en Roma la de Santa
Melania, estaban provistas de él. La circunstancia de tomar las especies
consagradas y tocar con ellas los sentidos del cuerpo con fin devocional o
medicinal, refleja una costumbre entonces muy común en Oriente y en otras
partes. Tanto es así, que San Agustín recuerda, sin ninguna nota de reprensión, el
gesto de una mujer de Hipona que había confeccionado con la eucaristía una
especie de ungüento para curar de esta forma la ceguera de su hijo.

Así que, aun cuando sea grande el valor que quiera darse al episodio de Santa
Gorgonia, no podemos decir que nos encontremos delante de una expresión de
culto eucarístico extremadamente encendido; queda siempre el hecho, que es
certísimo por el conocimiento de todo el ambiente religioso en los primeros once
siglos, de que la Iglesia de aquel tiempo ignoró un culto verdadero y propio hacia
las reservas eucarísticas. Por lo demás, tal situación ha existido hasta ahora y
continúa existiendo en la Iglesia griega, donde un culto extra missam hacia la
santísima eucaristía es absolutamente desconocido.

Para explicar la actitud negativa de nuestros antepasados hay que tener en cuenta
la circunstancia de que entonces, terminada la misa, o no quedaba ninguna de las
ofrendas consagradas, porque se distribuían todas en la comunión, o bien, si
quedaban reliquias, éstas debían ponerse al cuidado de los diáconos en la
sacristía, en aquella custodia a propósito, que era llamada por
esto sagrario. Las Constituciones apostólicas lo indican expresamente; los
griegos las conservan todavía. No es de extrañar, por tanto, el que no se le
ocurriese a nadie el tributar culto a las especies eucarísticas, que quedaban
ocultas totalmente a la vista de los fieles.

3. La misa ambrosiana.
Las Fuentes.

Los escritos de San Ambrosio fueron aprovechados por diversos liturgistas con el
fin de reconstruir la antigua misa ambrosiana. Así hicieron, por ejemplo, Bona,
Lebrun, Mabillon y Pamelio Pero más directamente fue realizado este trabajo por
Magistretti, si bien de manera imperfecta dado el estado incipiente de los
estudios litúrgicos en su tiempo, y, con criterio científico, recientemente por
Paredi.

Noticias sobre el sacramento y sobre el sacrificio eucarístico sacadas de los


escritos del Santo fueron reunidas a su tiempo en artículos de divulgación por
Biraghi y en un estudio reciente por Bernareggi.

La atribución a San Ambrosio del De Sacramentis, tan importante para el estudio


del rito ambrosiano y más particularmente para la historia del canon, ya
demostrada sólidamente por Morin en 1928, fue confirmada todavía mejor por
los estudios de Faller y Connolly.

En cuanto a los textos, antes de hablar del Ordinarium Missae, creo oportuno


recordar un documento importante, llamado, con un título convencional, Missa
catechumenorum; está sacado del palimpsesto del códice 908 de San Gao; fue
editado primero por Wilmart y después en edición más perfecta, dados los
recientes procedimientos fotográficos, por Dold. Contiene el Gloria in
excelsis, pero en la redacción romana, seguida en la misa, al himno angélico
sigue la invocación Kyrie eleison; siguen cuatro perícopas evangélicas y cuatro
oraciones. Las cuatro perícopas son Mit. 8:2326; 15:2128; 9:18; Lc. 8:311. Las
cuatro oraciones son: Ecclesiae tuae, Domine; Exaudí, Domine, vocem; Deus,
qui Ecclesiam tuam; Porrige dexteram tuam. El palimpsesto, aun en su
brevedad, es importante, sobre todo, por su antigüedad, que se remonta al siglo
VII. Si el documento es ciertamente ambrosiano, tendremos como consecuencia
que el Gloria in excelsis existía ciertamente en la misa ambrosiana en esa época.
El Kyrie eleison, en efecto, si bien escrito de manera bárbara, después y no antes
del Gloria, atestigua en favor de la ambrosianidad del fragmento. Pero no creo
prudente hacer afirmaciones categóricas en la materia.
En efecto, dom Wilmart observaba que el texto seguido en las cuatro perícopas
evangélicas es el de la Vulgata, y la selección de ellas representa el uso de los
países romanos, y especialmente el de la Alta Italia y el de Napoles. Por lo cual,
después de la conclusión de que nos encontramos ante un pequeño misal de tipo
ambrosiano o milanés, añade en una nota esta observación: "Nótese que no digo
nada de más, porque subscribo plenamente las excelentes palabras de G. Morin,
que no es inútil recordar: Es preciso desprendernos, de una vez para siempre, de
este prejuicio, enraizado en muchos espíritus; de esta concepción excesivamente
simplista, que consiste en creer que no existía más que una sola liturgia
ambrosiana, en vigor indistintamente en todas las iglesias de la diócesis
metropolitana de Milán; sin duda, en el fondo eran del mismo tipo; pero nada
impide que hayan podido existir divergencias notables aquí y allá. Nótese que
estas palabras dijo dom Morin a propósito de un sistema de lecturas de la Alta
Italia; pero volveremos más adelante sobre el argumento."

El texto del Ordinarium Missae nos lo dan los misales, los más antiguos de los
cuales, sin embargo, no van más allá del siglo IX, mientras se resienten ya de
influjos francoromanos.

Dom Wilmart nos ha dado, en parte, la edición de una Expositio


Missae ambrosiana, que él atribuye al arzobispo de Milán Odelperto (806-812) o
a su antecesor Pedro (784-799). Siendo Odelperto autor del Líber de
Baptismo, resulta más probable la atribución a él también de la Expositio Missae
Canonícete, la cual forma parte de una colección de opúsculos pastorales en uso
entre el clero milanés, del período carolingio, en conformidad con las
prescripciones reformadoras de los capitulares. Wilmart sacó su edición de un
manuscrito de Montpellier del siglo XI; supone este manuscrito derivado de un
arquetipo italiano llevado a Francia por Guillermo de Volpiano, fundador de la
abadía de Fruttuaria, que fue también reformador del monasterio de San
Ambrosio, en Milán. La misma Expositio se encuentra en dos códices de la
Biblioteca Ambrosiana, mutilada en el T. 103 sup., del siglo XI, e íntegra en el I.
152 inf., del siglo XII, que reproduce Beroldo.

Ya Wilmart había señalado en el texto del canon, atestiguado por


la Expositio, las genuinas lecciones contrarias al texto de Biasca, ya algo
romanizado, aunque alguna afirmación suya haya sido atenuada por Paredi.

Un caso que me parece demostrar la importancia de la Expositio para la


autenticidad del texto es éste: recientemente, dom Capelle, estudiando la frase et
ómnibus orthodoxis atque apostoliccie fidei cultoribus del Te igitur, notaba que
mientras Bobio tiene solamente catholícae, y los mejores representantes ddl
grupo galicano sólo apostollcae, que es leíctura mejor, el binomio catolícete et
apostolicae no es anterior a Alcuino.

Las Procesiones Estacionales.

El culto litúrgico de los santos en la antigua liturgia ambrosiana era


eminentemente local, y, por tanto, su liturgia era estacional.

Hecho este, por otra parte, en un principio, universal. Lo atestiguan la Deposítio


Martyrum, del 354, para Roma; San Juan Crisóstomo, también en el siglo IV,
para Antioquía; Perpetuo, obispo de Tours, del 461 al 469, para Tours; el
sinaxario de Oxyrinchos, del siglo VI, para Egipto; el martirologio jeronimiano,
el sacramentarlo leoniano y el homiliario gregoriano, para Roma, en el siglo VI;
para la iglesia de Metz, en el siglo VIII, una lista estacional, redactada quizá por
Crodegango, y un reglamento contemporaneo de Angilramc (768-791), que fija
los honorarios para algunas funciones, entre las que están las estaciones. Para
otras iglesias, el uso de las estaciones está documentado para una época más
tardía.

También otras iglesias emparentadas con la ambrosiana conservaron por largo


tiempo el uso de las estaciones. Por ejemplo, la de Vercelli y la de Pavía.

Para Pavía, el autor anónimo del Líber de laadibus cíoítatis Ticinensis, en el


capítulo 19, "De processionibus clericorum," dice: ínter quas íllae devotissimae
sunt, cum certis festis quasdam ecclesias üisitant in Vesperis primis et in miséis
diei, procedendo cantantes per urbem. Para la misma ciudad, también la Charta
Consuetudinum habla de estas procesiones estacionales.

Para el rito de Aquileya, un misal citado por De Rubeis tiene estaciones para las
tres misas de Navidad, para las fiestas de San Esteban, San Juan, Santos
Inocentes y para las ferias de Pascua.

En el concilio de Pavía, para la alta Italia, celebrado en el 866, en el capítulo 7 se


ordena: Ut seculares et fideles latcí diebus festis qui in ciuitatibus sunt, ad
publicas stattiones occurrant.

Milán ha conservado todavía algunas estaciones. En las fiestas de San Ambrosio


y de los Santos Protasio y Gervasio, el clero metropolitano se dirige a la basílica
ambrosiana para celebrar las primeras vísperas y la misa pontifical; en la fiesta de
San Esteban, a la basílica del Santo; en las fiestas de los Santos Apóstoles Pedro
y Pablo y de los Santos Nazario y Celso, a la de los Apóstoles, en la cual reposa
el cuerpo de San Nazario; en la fiesta de San Sebastián, a la iglesia del mártir
(por un voto hecho por San Carlos con ocasión de la peste).

En un tiempo, tanto para las primeras vísperas como para la misa, el clero
metropolitano, solemnemente preparado, se dirigía desde la catedral a la iglesia
de la estación procesionalmente; durante la procesión, para las primeras vísperas
se cantaban antífonas penitenciales de las letanías triduanas; durante la procesión
para la misa, las antífonas del Psallentium.

Por lo demás, desde hace tiempo, el tráfico de la gran ciudad ha suplantado a


estas procesiones, por lo cual el clero se dirige todavía a la estación en aquellas
fiestas, pero privadamente, aunque en aquellas fiestas el calendario ambrosiano
indique que el clero metropolitano se dirila a la iglesia de la estación praevia
supplicatione. La supplicdiio, o laetania, era sinónimo de procesión.

En las solemnidades principales, todo el clero metropolitano con el arzobispo, y


en las menores sólo una representación, se dirigía procesionalmente desde la
catedral a la iglesia de la estación para la misa solemne.

Los ritos de esta procesión tienen grandes semel anzas en los dos ritos,
ambrosiano y romano, de forma que el primero parece calcaplo en el segundo.

En Roma, en la iglesia de la Coiecia, el clero, vestido con los ornamentos, se


dirigía al altar cantando el salmo del introito, terminado el cual y recitada la
colecta comenzaba el cortel o procesional al canto de las Antiphonae per üiam; al
final del cortel o, ya en las proximidades de la iglesia estacional, se entonaba la
letanía; entrado el clero en la iglesia, comenzaba el canto del introito; a éste no
seguía, como de costumbre, el Kyrie, porque ya había sido cantado en la letanía.

En Milán caminamos en la misma línea, si bien con alguna variante. La


descripción nos fue dada por Beroldo para las festividades grandes y para las
menores, Preparado el clero en el altar de la catedral y dado el saludo Dominus
vobiscurn, sin oración, se entonaba la primera de un grupo de antífonas
llamado Psallentium. En los códices, manuales y antifonarios, a la primera
antífona sigue un versículo, que para algunos de ellos está precedido de la sigla
Ps., la cual haría pensar en un salmo antifonado, que sería el equivalente del
primer introito romano en la iglesia de la colecta; tanto en Roma como en Milán
se cantan antífonas durante el trayecto. La letanía, que en Roma finaliza el cortel
o, en Milán se reduce al canto del Kyriel no está claro si nueve o doce veces. El
canto del introito en la basílica estacional despues de la letanía, en Milán está
representado por la Psallenda, o sea por una antífona repetida después de la
doxología; antífona que, estando después del Kyrie, en los códices se llama post
Kyrie cum Gloria.

De la procesión a las estaciones más solemnes da Beroldo esta descripción:

Dada la señal con las campanas, el arzobispo se viste con las vestiduras sagradas
como para la misa; los diáconos se revisten con las dalmáticas, y los subdiáconos
con las tunicelas; mientras, los presbíteros cardenales, el primero de los
decumanos, el primero de los lectores, el maestro de las escuelas, los que llevan
el texto de los evangelios, la cruz de oro y el azote de San Ambrosio, todos visten
pluvial; entonces, cuatro ostiarios preparados para llevar los turíbulos los
encienden y preparan tantos candelabros cuantos son los subdiáconos y se los
ponen en las manos. Dos lectores en algunas solemnidades y dos guardianes en
otras llevan el texto de los evangelios y el libro (quizá el leccionario); los dos
guardianes llevan el misal y el epistolario; dos guardianes con los azotes van
delante para preparar el camino. El orden de la procesión es el siguiente: precede
la Schola de San Ambrosio con la cruz de plata; sigue el clero de los presbíteros
menores (decumanos), con un ostiario, que lleva delante del primero de los
decumanos la cruz, con la cual se debe después encender el faro (véase arriba);
siguen los notarios con su primero y los cuatro maestros de las escuelas (=
macecónicos); después, los subdiáconos con los turíbulos y con los candelabros
encendidos; siguen los presbíteros cardenales, delante de los cuales un ostiario
lleva la cruz de oro; siguen todavía los diáconos, delante de los cuales es llevado
solemnemente el texto de los evangelios; dos diáconos sostienen los brazos del
arzobispo, que viene después precedido de un notario, que lleva la cruz
arzobispal. Vienen, finalmente, los lectores con su primero.

Más reducido es, en cambio, el orden procesional de las solemnidades menores.

En las fiestas titulares o patronales de los mártires se usa en la diócesis milanesa


quemar al principio de la misa solemne, cuando la procesión estacional ha
llegado a la entrada del presbiterio, un globo de algodón (pharus) suspendido
delante del altar mayor. Algunos pasajes de Beroldo recuerdan el uso de fijar las
candelas sobre los brazos y sobre la parte superior de las cruces procesionales y
de encender con la candela de la parte superior de la cruz de los decumanos
el pharus.

El pharus, en un Ordo de Monza de rito patriarquino, se llama corona


lampadarum; y es descrita así la ceremonia de quemarlo: Et cum intramus
chorum cusios, levata cruce áurea cum candelís accensis desuper, ponit ignem in
corona iampadarum tota circumdata et cooperta bómbice, quod diottur
pharum. De la misma manera, al final de la procesión ad Crucem, que
comenzaba el oficio solemne de las laudes matutinas, el subdiácono, con la
candela puesta en la parte superior de la tercera cruz, encendía el gran cirio y
otros doce cirios menores que estaban en el coro. Probablemente, el algodón
servía para propagar la llama de la candela de la cruz a cada una de las lámparas.

La Misa de los Catecúmenos.

Las oraciones al pie del altar son una imitación tardía de los usos galoromanos.

Los misales ambrosianos, en cambio, ya desde los siglos IX-X contienen


oraciones ante altare, algunas de las cuales son atribuidas por los manuscritos a
San Ambrosio; son las llamadas apologiae Sacerdotis. He aquí el comienzo:

a) Rogo te altissime, Deus Sabaoth.

b) Indignum me, Domine, sacris tuis.

c) Ante conspectum divinae maiestatis tuae.

d) Ignosce, Domine, quod dum rogare compenzor.

El Confíteor en este punto de la misa es ya atestiguado por Beroldo, el cual


indica que antes se hace la incensación del altar: sed diaconi prius faciunt
incensum ante ipsum altare, deinde archiepiscopus facit confessionem, qua finita
leüitae statím ascendunt ad cornua altaris, et subdiaconi vadunt post altare. Del
Confíteor encontramos algunos testimonios en los manuales, especialmente en el
apéndice, en los ordines ad visitandum infirmum et ad dandam poenitentiam.

La frase citada por Beroldo, según el cual los diáconos debían subir a los lados
del altar, y los subdiáconos detrás del mismo altar, atestigua el uso ambrosiano
antiguo, diverso del romano, que pone a los ministros en columna detrás
del celebrante. Al uso ambrosiano atestiguado por Beroldo parecen aludir dos
transitorios: Angelí circurndederunt altare et Christus admin'strat Panem
sanctorum et Calicem vitae ín remissionem peccatorum; y: Stant Angelí ad latus
altaris; et sanctificant Sacerdotes Corpus et Sanguinem Christi, psallentes ct
dicentes: Gloria in excelsis Deo, si no existiese el inconveniente de que estos dos
textos son de origen oriental.

Al uso ambrosiano antiguo de que los ministros rodeasen el altar, a los lados y de
frente, parece aludir San Ambrosio donde dice: Non enim omnes vident alta
mysteríorum, quia aperiuntur a Levitis.
La frase de Beroldo subdiaconi vadurit post altare hay que entenderla según el
uso medieval; cuando el altar estaba de cara al pueblo, el celebrante estaba ante
altare, cuando estaba en el coro, vuelto hacia el pueblo mismo; mientras que
cuando se volvía de la parte del pueblo para mirar al oriente, como en el
lucernario de las vísperas, entonces estaba post altare.

La Misa de los Fieles.

Beroldo describe aquí el orden de la ofrenda, que se ha conservado todavía en la


catedral de Milán en las misas solemnes, y de la cual da la descripción el capítulo
de la rúbrica del misal sobre las ceremonias propias de la metropolitana. Beroldo,
en la descripción de toda la jerarquía de la catedral, que pone al principio de su
orden, indica como último grado el orden de los veinte ancianos, del cual doce
hombres y doce mujeres estaban organizados en una confraternidad
llamada Schola S. Ambrosii. Nos atestigua la existencia ya un documento del año
879 Para presentar la ofrenda, los hombres entraban en el coro, mientras las
mujeres permanecían fuera; cada uno ofrecía tres oblatas, que el arzobispo o el
sacerdote presentaba al subdiácono, mientras las ampollas de vino las entregaba
al diácono; éstos entregaban las ofrendas a los ostiarios, que las echaban en los
vasos de las oblaciones y devolvían las ampollas a los ancianos.

Los ancianos tenían y tienen todavía un hábito talar característico, y en el acto de


hacer la ofrenda tienen el cuerpo y las manos envueltos en un amplio manto
blanco, llamado fanón; es un uso antiquísimo el tener las manos veladas en el
acto de dar alguna cosa o de tocar objetos sagrados. Todavía hoy el subdiácono,
llevando el cáliz, lo sostiene con las manos envueltas en el velo humeral.

Duchesne, después de haber explicado el rito de la procesión de las oblatas del


altar de la prótesis al de la misa al canto del Sonum, como es descrito por el
Pseudo-Germán, observa que la ofrenda hecha por los ancianos en Milán no
puede ser otra cosa que una imitación del uso romano, substituyendo al
primitivo, como se encuentra en los ritos galicanos y orientales; el canto que
habría acompañado esta processio oblationis sería, para él, la antiphona post
Evangelium de la misa ambrosiana, como las laudes de la mozárabe. Llegada la
procesión al altar, depositadas las oblatas y cubiertas con un precioso velo, se
ejecutaba un canto, que el Pseudo Germán llama laudes, y que para Duchesne
correspondería al Sacrificium u Offertorium mozárabe y
al offerenda ambrosiana. La oratio veli, que debía seguir, sería, según él, ni más
ni menos que la oratio super sindonem.
Como se ve, hay aquí una serie de afirmaciones gratuitas, que vienen a deshacer
el orden tradicional de este punto de la misa ambrosiana.

Pero, como ha observado De Meester, para el rito bizantino, apoyándose


también sobre el estudio de Petrovsky, la preparación de la materia del sacrificio
está, por su misma naturaleza, íntimamente unida al rito eucarístico, y, en
consecuencia, a la misa de los fieles; tenía lugar en un principio después de la
despedida de los catecúmenos, y consistía en la ofrenda que los fieles hacían del
pan y del vino. Cuando estas ofrendas cayeron en desuso, entonces la preparación
de las oblatas fue anticipada al principio de la misa de los fieles; desaparecido el
rito de la ofrenda, se desarrolló el rito de la preparación, llamada prótesis. Emita
cambio piensa De Meester y Petrovsky que haya podido tener lugar entre los
siglos VIII y IX.

Todavía antes de que tuviese lugar esta transformación, cuando todavía los fieles
llevaban sus dones al altar, se introdujo en el oficio bizantino, en la segunda
mitad del siglo VI, el canto del himno Cherubicon. Cuando la preparación de las
oblatas fue anticipada al principio de la misa, entonces este canto en este punto,
más que al rito de la ofrenda, acompañó al traslado procesional de las oblatas de
la prótesis al altar. Es ilógico, por tanto, declarar primitivo en la misa ambrosiana
el rito de la procesión de las oblatas, que no es primitivo ni siquiera en la
oriental; y más ilógico todavía afirmar que Milán del ó este pretendido uso
primitivo hacia los siglos VI-VII por influjo de Roma, de la cual habría tomado
el uso de la ofrenda de los fieles, precisamente cuando el Oriente dejaba el uso
primitivo de la ofrenda para substituirlo con la prótesis, con la
correspondiente procesión de las ofrendas.

El rito de la prótesis al principio de la misa de los catecúmenos no ha formado


nunca parte de la misa ambrosiana. Solamente en el siglo V hubo alguna tentativa
sobre el particular.

El Canon.

Con el diálogo entre el sacerdote y los fieles comienza la parte más sagrada de la
misa, el canon. San Ambrosio la llama con los nombres benedictio, sacrae
orationis mysterium, prex, sermo caelestis, verba sacramentorum.

La introducción al canon está constituida por el Praefatio. Tal nombre, faltando


en el leoniano y encontrándose excepcionalmente en tres lugares del gelasiano
antiguo, Jungmann piensa no ser improbable que haya pasado a designar las
fórmulas Veré dignum en los libros romanos posteriores del uso milanés.
La abundancia de prefacios en el misal ambrosiano no es una característica suya,
sino que representa el uso romano antiguo, reducido después en el gregoriano.
Sobre los prefacios ambrosianos genuinos, de los cuales se distinguieron los
derivados en el misal ambrosiano de otras fuentes, particularmente de los
gelasianos del siglo VIII, ha hecho un excelente estudio Paredi.

Conservados en los antiguos misales ambrosianos, como extraños a todos los


otros sacraméntanos latinos, hasta sesenta y ocho prefacios, y afirmada la casi
certeza de que algunos otros, a pesar de que se encuentran en libros de otros ritos,
se hayan derivado del misal ambrosiano, a este grupo de prefacios ambrosianos
genuinos Paredi se propone asignar como autor en bloque al arzobispo de Milán
San Eusebio, a mediados del siglo V. Este estudio tiene un valor capital,
especialmente por asegurar la existencia de un sacramentarlo ambrosiano en el
siglo V. Si la probabilidad del nombre de Eusebio como autor de los prefacios es
buena, podrá, sin embargo, parecer un poco forzado el atribuir en bloque a él
todos los prefacios genuinos ambrosianos. Algunos de ellos son de composición
más antigua. Un ensayo de examen literario y de clasificación de los prefacios
desde este punto de vista lo había intentado también Lelay. Un examen rítmico
no sólo de los prefacios, sino también de las oraciones del misal bergomense, se
debe a Guerini.

Lejay, remitiéndose a Turmes, supone que la enumeración de los nueve coros de


ángeles en las liturgias latinas, y especialmente en la ambrosiana, haya sido
introducida en Occidente por San Gregorio Magno. Pero Manser cita un pasaje
(V, 20 de la ed. Schenkl) de la Apología Praphetae David, de San Ambrosio,
donde son enumerados los nueve coros.

En Oriente, las Constituciones Apostólicas (VIII, 12:26) tienen la serie de los


coros parecida a la ambrosiana.

Los Sacramentos
y los Sacramentales.
 

1. El Bautismo.
Introducion.

Toda institución religiosa ofrecida a los hombres en la historia ha exigido de sus


adeptos un rito externo, mediante el cual los admitía a formar parte y con el cual
estos expresaban su propia adhesión al conjunto de doctrinas que formaban su
contenido. Era, más que nada, una norma sugerida por el orden natural de las
cosas.

Jesucristo, que vino a fundar sobre la tierra el reino de Dios, quiso que todo ser
humano, para entrar y obtener la salvación, se sometiese a un rito de ablución
simbólica que, estimulando al arrepentimiento de las culpas e imprimiendo en él
una señal espiritual indeleble, lo hiciese renacer místicamente a una nueva
vida, la vida misma de Dios, constituyéndolo en la Iglesia conciudadano de los
santos y familiar de la casa de Dios.

El doble factor visible e invisible responde así armónicamente a la doble entidad


material y espiritual del hombre.

Jesús, que, contra vacías aberraciones formalísticas y las áridas pedanterías de la


letra, ha instaurado el reino del Espíritu — venit hora et nunc est —, no ha
dejado, sin embargo, a la humanidad perderse en las regiones de un
espiritualismo trascendente, sin una ligadura que lo atase a las realidades
concretas de su vida. Una religión exclusivamente interior no habría, por lo
demás, proseguido el camino trazado por El haciéndose hombre sobre la tierra.
Más bien los ha reunido con un sentido eminentemente espiritual — in spiritu et
veritate —; pero ha querido que el hombre fuese conducido a tal altura por
medios que, aun siendo espirituales, se tradujesen en señales y formas sensibles
para hacerlos posibles, fáciles e inteligibles al hombre.

El bautismo es precisamente uno de éstos; el primero, el más necesario;


espiritual, ex Spiritu sancto, mas sensible, ex aqua, y puesto indefinidamente a
merced de todos los hombres: Ego mitto vos... euntes... baptízate!

De aquí la importancia fundamental del bautismo como rito de iniciación en la fe


y de agregación a la Iglesia de Cristo.

Nosotros lo trataremos en estas páginas desde el solo punto de vista histórico


litúrgico, dejando naturalmente a un lado los aspectos teológicos y morales del
sacramento. Pondremos por esto en claro, en primer lugar, su origen histórico
desde Cristo; después, el desarrollo de sus formas rituales en Occidente a través
de los siglos.
 

Origen Cristiano del Bautismo.

Su Institución por Parte de Jesucristo.

Toda la tradición patrística ha visto delineados anticipadamente los grandes


rasgos de la institución bautismal cristiana en la predicación de Juan Bautista,
relatada por todos los evangelistas, en la cual indicaba, aun sin nombrarlo, a
Jesús como autor de un futuro bautismo, diverso e inmensamente más eficaz que
el conferido por él en las aguas del Jordán.

Yo ciertamente os bautizo en agua para penitencia; más el que viene en pos de mí


es más fuerte que yo, cuyas sandalias no soy digno de atar. El os bautizará en el
Espíritu Santo y en el fuego.

El Bautista quería decir con esto que, si bien ambos bautismos se presentaban
instrumentalmente iguales, porque eran conferidos mediante un lavatorio,
substancialmente eran diferentes, ya que uno estimulaba solamente a la
penitencia, mientras el otro actuaba interiormente sobre las almas con la llama
iluminadora y purificadora del Espíritu Santo.

El bautismo provisional de Juan Bautista era el camino escogido por la


Providencia para introducir a Cristo y hacerlo conocer al pueblo de
Israel. Después de mí — decía el Precursor — viene un hombre que es antes que
yo... Por esto he venido yo a bautizar con agua, a fin de que fuese conocido en
Israel.

Jesús ha comprendido su profundo significado, y un día, mezclado entre la turba


de los penitentes, se acerca a recibirlo La narración de este episodio la hace
vivamente San Mateo (3:13-17): "Por este tiempo, vino Jesús de Galilea al
Jordán en busca de Juan para ser bautizado por él. Más Juan se resistía a ello,
diciendo: Yo debo ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí? A lo cual respondió
Jesús, diciendo: Déjame hacer ahora; que así es como conviene que nosotros
cumplamos toda justicia. Juan entonces condescendió con él. Bautizado, pues,
Jesús, en cuanto salió del agua, se abrieron los cielos, y vio bajar al Espíritu de
Dios a manera de, paloma y posar sobre El. Y oyóse una voz del cielo que decía:
Este es mi querido Hijo, en quien tengo puesta toda mi complacencia."

Jesús, sometiéndose, aun sin pecado, a la ablución simbólica del agua,


recomendada por el Bautista, pretendió consagrar para siempre aquel elemento
como principio de regeneración espiritual para todos aquellos que lo usasen y
como medio para entrar a formar parte del reino de Dios y ser consagrados a El.
En efecto, en el bautismo de Jesús se manifestó separadamente toda la Trinidad.
El Padre da testimonio de su Unigénito; el Hijo fue acreditado ante el mundo
como legado del Padre; el Espíritu Santo, que desciende sobre El, lo consagra en
su divina misión. Lógicamente, más tarde, Jesús se referirá a las tres augustas
personas en la fórmula oficial del sacramento dada por El a sus apóstoles.

La intención de Jesús debía, por tanto, ser enunciada con no menor autoridad y
más claramente. Esto sucedió en el famoso coloquio nocturno con Nicodemo.
Este, que se había dirigido a Jesús para pedirle explicaciones de su misión,
recibió la respuesta: En verdad, en verdad te digo que, si uno no renace de
nuevo, no puede ver el reino de Dios. Y Nicodemo, ingenuamente, objeta: Cómo
puede un hombre volver a nacer cuando es ya viejo? ¿Puede quizá entrar de
nuevo en el seno de su madre y renacer? Jesús no recoge la fútil objeción, pero
expresa cada vez más claro su pensamiento, señalando el doble elemento que
debía operar el renacimiento espiritual: el Espíritu Santo, agente creador de la
vida divina en el alma, y el agua, instrumento material y expresión simbólica de
las disposiciones requeridas para que se realice la mística regeneración. En
verdad, en verdad te digo — añade Jesús — que, si no renacieras por el agua y el
Espíritu Santo, no podrás entrar en el reino de Dios. Lo que es engendrado de la
carne, carne es; lo que es engendrado por el Espíritu, espíritu es. No debe
maravillarte si te he dicho: "Es preciso que seáis regenerados de nuevo." El
viento sopla donde quiere, y se oye su voz, pero no se sabe ni de dónde viene ni
adonde va; así es todo lo nacido del Espíritu.

Jesús precisa bien los dos factores de la regeneración en relación con el hombre y
con Dios. En el hombre, compuesto de alma y cuerpo, hay que distinguir un
doble nacimiento: el de la carne y el del Espíritu; con la diferencia de que uno
depende de la voluntad del hombre; el otro, de la acción misteriosa de la gracia.
A manera de viento impetuoso, el Espíritu de Dios hace germinar, según su
beneplácito, la vida sobrenatural en el alma arrepentida de sus pecados, la cual es
transformada y regenerada por El.

Y a las palabras de Jesús sigue la práctica. Después que ha escogido y formado el


grupo de apóstoles y de discípulos, los manda por los caminos de Judea a
predicar, a curar a los enfermos y a bautizar.

Los sinópticos hablan solamente de evangelización; pero San Juan declara


expresamente que administraban también el bautismo. Más aún, este hecho
provocó un movimiento de celotipia en los discípulos del Bautista, los cuales se
le quejaron ásperamente. Maestro — le dijeron —, aquel que estaba contigo en
el Jordán, del cual tú diste testimonio, he aquí que bautiza, y todos van a él.
Pero el Precursor, lejos de participar en sus recriminaciones, se mostró contento
de que el Mesías hubiese inaugurado de hecho su reino y hubiera entrado en el
campo que él había preparado. Cada uno — explicaba a sus discípulos — debe
simplemente atribuirse lo que Dios le ha dado. Querer usurpar un mandato que
no se ha recibido, sería un delito. Vosotros mismos —añade — sois testigos de lo
que yo he dicho: Yo no soy el Cristo, sino que fui mandado delante de EL Es el
esposo, el que tiene la esposa; en tanto, esta alegría mía se ha cumplido. Es
preciso que El crezca y yo disminuya. El que viene de arriba, está sobre todos;
mientras el que viene de la tierra, a la tierra pertenece y habla de la tierra. La
decisión de Juan Bautista no podía ser más justa ni más perentoriacambio, el
amigo del esposo, que lo escucha, se llena de gozo con su voz. Por.

Algún comentarista ha puesto en duda el carácter cristiano del bautismo


conferido por los discípulos de Jesús; pero, si se considera que éstos lo
administraban en su nombre y por mandato suyo para inaugurar el reino de Dios
y que aquel rito confería al que lo recibía la filiación de Dios, es sumamente
probable que debía tratarse del bautismo instituido por Cristo, No había predicho
el mismo Juan que el Poesías había de dar un bautismo diverso del suyo, porque
era conferido en el agua y en el Espíritu Santo?

Por lo demás, según una antiquísima tradición, recogida ya por Clemente


Alejandrino, Cristo habría bautizado personalmente a San Pedro; éste, a Andrés,
Santiago y Juan; y éstos, a su vez, a los otros apóstoles. Es cierto, en efecto, que
éstos no habrían podido recibir en la última cena la eucaristía ni ser investidos
por Cristo del poder sacerdotal si antes no hubiesen sido bautizados.

Finalmente, cuando se trató de enviar a los apóstoles para comenzar la fundación


de la Iglesia en el mundo, Jesús les resaltó solemnemente la importancia y la
necesidad del bautismo, declarándolo señal característica e indispensable de la
adhesión de los fieles a su Evangelio y prescribiendo que debía conferirse en
nombre de las tres divinas personas. El texto clásico de San Mateo 28:19 dice: Se
me ha concedido todo poder en el cielo y en la tierra. Id y enseñad a todas las
gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo;
enseñándolas a observar todo lo que os he mandado.

A este texto se debe asociar el otro paralelo de San Marcos 16:1516: Id por todo
el mundo, predicad el Evangelio a toda criatura. El que creyere y se bautizare,
se salvará; pero el que no creyere, se condenará.

La crítica racionalista niega la autenticidad de estas perícopas, y,


consiguientemente, no admite la institución divina del bautismo. No es nuestro
propósito traer aquí las pruebas de su autenticidad, sobre todo las de la fórmula
trinitaria. Esta se encuentra en todos los manuscritos y en todas las antiguas
versiones. La alusión a una o a otra o a todas las personas divinas aparece
frecuentemente en los discursos de Jesús y en las cartas de San Pablo; y no se
puede, si no es de una manera totalmente arbitraria, declararlo fruto de una
elaboración posterior de las comunidades cristianas.

Lo que sí se discute es el significado de la partícula antepuesta al nombre de las


divinas personas: βαπτιζάντες αυτούς εις το όνομα του πατρός. ΏQuería Jesús
indicar una relación de unión, o bien de autoridad o de invocación del nombre del
Padre, etc.? Jacono, teniendo en cuenta las diversas opiniones, excluye que pueda
verse en aquellas palabras una orden litúrgica perentoria, ya que se falsificaría la
portada del texto. La frase hay que entenderla en el sentido de oblación,
consagración de los bautizados al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. "El bautismo
es, por tanto, un verdadero rito de iniciación, ¡porque con la consagración a la
Santísima Trinidad se establecen nuevas relaciones entre ésta y el bautizado,
comienza la vida de la nueva criatura, que participa de la naturaleza divina. Es un
precepto doctrinal importantísimo, que se completa con lo que después dirá San
Pablo."

Notemos, finalmente, cómo algunos Padres y escritores sostienen que Jesús


instituyó el bautismo solamente cuando dirigió a los apóstoles las palabras antes
referidas; es decir, inmediatamente antes de subir al cielo. Después de lo que
hemos expuesto antes, nos parece más probable que el bautismo ya estaba
entonces instituido. Jesús lo había hecho preanunciar por Juan, lo había
inaugurado en el Jordán, había declarado su índole sobrenatural en el coloquio
con Nicodemo, lo había hecho administrar por los apóstoles. No quedaba más
que promulgarlo para que fuese en su Iglesia como el primer acto de la vida
litúrgica de los fieles. Y El lo hizo en aquel memorable encuentro con sus
apóstoles, y probablemente en aquella gruta llamada de la Enseñanza, que
todavía se puede contemplar en el monte de los Olivos.

El Bautismo en la Época Apostólica.

¿Cómo han entendido los apóstoles y cumplido el precepto del Maestro?


Evidentemente, su modo de proceder y su enseñanza son para nosotros la
información más segura y digna de atención sobre las intenciones de Cristo en
este particular.

Ahora bien: los Hechos de los Apóstoles, que proporcionan las más antiguas
noticias acerca de la vida litúrgica de la naciente Iglesia, nos narran que el
bautismo fue presentado en seguida, el día mismo de Pentecostés, por San Pedro
como el rito indispensable que debía abrir a los nuevos creyentes las puertas de
la fe.

Después del discurso inspirado de San Pedro, tres mil personas se adhieren a sus
palabras, y a su propuesta preguntan: ¿Qué debemos hacer? — Arrepentios
— responde el Apóstol — y bautícese cada uno en el nombre de Jesucristo para
obtener la remisión de sus pecados. No de otra manera hablan y obran los otros
apóstoles. En Samaría, el diácono Felipe predica a Cristo, y, en el nombre de
Jesús, se bautizan hombres y mujeres. Poco tiempo después, el mismo Felipe se
encuentra con el eunuco de la reina de Etiopía, lo instruye y lo bautiza. Saulo,
iluminado por la gracia en el camino de Damasco, es visitado por Ananías, que le
dice: Y ahora qué esperas? Levántate y recibe el bautismo y lávate de tus
pecados invocando el nombre de Jesús. Lidia, la vendedora de purpura en
Tiatira, es convertida por Pablo y, sin más, bautizada con toda su familia. E1
mismo apóstol, estando en la prisión en Filipos de Macedonia junto con Silas,
catequiza al carcelero, que les pregunta: Señores, ¿qué debo hacer para ser
salvo? Y le responden: Cree en el Señor Jesús... Y fue bautizado él y toda su
familia inmediatamente.

A la práctica se acopla la enseñanza eclesiástica. Las cartas de San Pablo, de


San Pedro y más tarde de San Ignacio de Antioquía, la Didaché y Hermas
hacen alusión frecuentemente a la necesidad e importancia fundamental del
bautismo; así que, a menos que se quiera admitir un hecho sin causa, es preciso
ascender a una originaria y expresa disposición de Jesucristo.

La administración del bautismo en la Iglesia primitiva aparece como


incumbencia principal, si bien no exclusiva, de los grados menores de la
jerarquía; a los apóstoles les estaba generalmente reservada la imposición de las
manos en la confirmación. Los habitantes de Samaría convertidos por el diácono
Felipe reciben de éste el bautismo, pero la imposición de las manos la hicieron
Pedro y Juan, llegados de Jerusalén. Cuando San Pedro, junto con
algunos hermanos de Jope, fue a Cesárea, a casa del centurión Cornelio, y
comenzó a catequizarlo sobre la persona divina de Jesús, en un momento dado,
el Espíritu Santo descendió sobre todos los que escuchaban el discurso. La
confirmación les había sido dada directamente del cielo; no quedaba más que
bautizarlos. Y Pedro quiso que fuesen bautizados en el nombre del Señor
Jesucristo. Nótese esta cricunstancía: no fue Pedro el que los bautizó, sino otro,
sin duda uno de los hermanos de Jope, que muy probablemente eran seglares.
Otra vez, San Pablo, estando en Efeso, supo de algunos neófitos que habían
recibido solamente el bautismo de Juan. Oído esto, fueron bautizados en el
nombre del Señor Jesús. Tampoco aquí el apóstol bautiza, sino que se limita a
imponer las manos. Con todo, no se debe creer que los apóstoles no bautizasen
también personalmente; porque San Pablo, que ciertamente hacía resaltar
enfáticamente su ministerio evangélico, diciendo: Non misit me Christus
baptizare sed evangelizare, afirma haber bautizado en Corinto a Crispo y Cayo y
a la familia de Estefanía.

La Didaché parece excluir todavía para el bautismo un ministro cualificado o


exclusivo; dice genéricamente: De baptismo, sic baptizate. Pero era lógico que
con la progresiva organización de la Iglesia se reservase al jefe de la comunidad
esta importantísima función del culto. San Ignacio (+ 107) afirma expresamente:
"No es lícito bautizar sin el obispo."

El ritual del bautismo, aunque estaba lejos todavía del conjunto imponente de


ceremonias que más tarde le dará tanto esplendor, posee ya todas las partes
esenciales y muestra una impronta simple y original, con un contenido
francamente cristiano.

Tiene al comienzo una instrucción catequística sobre la obra y la persona


divina de Jesús, sobre las obligaciones morales que impone su ley; a
continuación se bautiza al candidato, después de una solemne promesa de vida
cristiana y un acto explicito de fe en la divinidad de Jesús. El rito es, sin duda,
sencillo, pero completo. Los Hechos nos han dejado un clásico ejemplo en la
narración del bautismo del eunuco de Candace. Mientras él en su carruaje,
volviendo de Jerusalén a su patria, se halla leyendo las profecías de Isaías, es
alcanzado por el diácono Felipe, que le pregunta si entiende aquella lectura. Y,
después de recibir una respuesta negativa, Felipe, tomando pie de estos escritos,
le anunció a Jesús. Y lo catequizó durante algún tiempo; hasta que, en cierto
punto del camino, toparon con una fuente, y el eunuco dijo: He aquí el agua;
¿qué impide el que yo sea bautizado? — Puedes — respondió Felipe — si crees
de todo corazón. Y él exclamó: Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios. E hizo
parar el carruaje; después, ambos, Felipe y el eunuco, descendieron al agua y lo
bautizó.

Una catequesis parecida, seguida también de la profesión de fe en Jesucristo, la


encentramos exigida antes del bautismo también por San Pablo. Encontrándose
éste, junto con Silas, en la cárcel en Filipos de Macedonia y viéndose cerca de la
media noche liberados de sus cadenas por un prodigioso terremoto, el carcelero,
convencido de que habían huido, quería suicidarse; pero, aclarado el enigma,
echándose a sus pies, exclamó: Señores, ¿qué debo hacer para salvarme? Y ellos
respondieron: Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo tú y tu familia. Y
anunciaron la palabra del Señor a él y a cuantos estaban en su casa...; y fue
bautizado él y toda su familia inmediatamente.
Además de una profesión de fe, se exigía al bautizado la promesa de querer
llevar una vida cristiana, es decir, una vida moral dirigida según las
enseñanzas del Evangelio. Todo el hombre, entendimiento y voluntad, debía
adherirse a Cristo. El había mandado expresamente a los apóstoles: Enseñad (a
las gentes) a observar todo cuanto os he mandado. Los apóstoles en sus
discursos debían insistir ampliamente en la importancia de tal promesa, que
obligaba a los neófitos a nuevos y capitales deberes. San Pablo, con una metáfora
atrevida, pero profundamente expresiva, escribía a los gálatas: Los que habéis
sido bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo. En este punto, San
Justino (+ 155) es igualmente explícito. El escribe que el bautismo se concede
solamente a los que "están persuadidos de las verdades que nosotros enseñamos y
que aseguran querer vivir en conformidad con ellas." ¿Esta promesa comprendía
ya en este tiempo una renuncia explícita a la idolatría, como se ha pedido después
en toda la Iglesia? No es temerario el suponerlo, porque parece aludir a esto el
mismo San Justino cuando escribe de los cristianos que "con plenitud de fe han
renunciado gozosamente a los ídolos y por medio de Cristo se han consagrado al
Dios eterno."

Es muy probable que las líneas de la catcquesis primitiva, a la cual hemos


aludido antes, fueran fijadas desde hacía tiempo en algún librito o formulario
doctrinal para uso de los catequistas y para comodidad de su ministerio. Aluden a
ello bastante claramente San Pedro y San Pablo en sus cartas; y encontramos ya
los elementes y un cierto bosquel o en la Carta de los Hebreos, donde, hablando
de la enseñanza cristiana, alude a su parte moral: fundamenium poenitentiae ab
operibus mortuis; a la parte dogmática: et fidei in Deum; y a la parte litúrgica
(bautismo y confirmación): baptismum doctrinaer irnpositionis quoque manuurn.

Alguien ha querido dar a este catecismo primitivo un título, Los dos caminos,


y encontrar el texto en la Doctrina de los doce apóstoles a los
gentiles, adelantando la hipótesis de que la obrita sería en un principio un escrito
judío para la instrucción de los prosélitos, interpolado después con normas
cristianas para uso de los catequistas misioneros. La hipótesis no tiene
fundamento, porque los mismos primeros capítulos de la Didaché, en varias
sentencias y reminiscencias derivadas del Nuevo Testamento, muestran una
impronta específicamente cristiana. Es cierto, sin embargo, que en la descripción
de las dos vías morales, la de la vida y la de la muerte, seguida de una serie de
instrucciones litúrgicas y disciplinares, el autor quiere dar un breve pero
completo manual de catcquesis cristiana.

En la preparación inmediata al bautismo debió entrar en seguida el ayuno,


considerado desde los tiempos apostólicos cómo el preludio penitencial de los
actos que interesaban a la comunidad. La Didaché lo prescribe, con duración de
uno a dos días, para el bautizando, para el que bautiza y para cuantos pueden. Y
San Justino confirma estos datos, diciendo que "a los bautizandos los exhortamos
nosotros a rezar, a ayunar, a pedir perdón de los pecados cometídos, mientras,
por nuestra parte, rezamos o ayunamos con ellos."

El bautismo se confería con el agua natural corriente. Jesús había sido bautizado
en el Jordán; sus discípulos, mientras vivía El, habían bautizado con agua. El
término mismo βαπτίζειν, usado por Nuestro Seρor, indicaba manifiestamente la
ablución física con que sus fieles debían ser iniciados en la nueva fe. Esta
ablución se hacía generalmente sumergiendo más o menos el cuerpo del
candidato en agua corriente (aqua viva). Así lo hacían en tiempo de Jesús los
judíos, que practicaban el bautismo de los prosélitos. Esto lo insinúan claramente
los Actos en la narración del bautismo del eunuco: Et descenderunt uterque in
aquam Philippus et eunacus, et baptizavit eum. Cum autem ascendissent de
aqua. San Pablo tenía ciertamente delante de los ojos el bautismo de inmersión
cuando establecía el conocido paralelo entre este sacramento y la muerte y la
resurrección de Cristo, símbolo de la muerte mística del cristiano (consepulti in
mortem) y de su resurrección a la gracia. No menos expresivas son las palabras
que encontramos en el Pseudo-Bernabé: "Nosotros descendemos al agua llenos
de pecado y de inmundicia, pero salimos llevando en el corazón la confianza
en Jesús." Y en el Pastor, de Hermas: "Para obtener la vida les fue
necesario salir del agua...; la señal (del Hijo de Dios) es, por tanto, el agua; se
desciende muerto y se sale vivo." Además, el pez, uno de los más antiguos y
graciosos símbolos del arte cristiano de las catacumbas, no podía ser sino una
alusión al bautismo de inmersión.

En casos extraordinarios era igualmente válido el bautismo por infusión y con


agua no corriente. De baptismo — prescribe la Didaché — sic
baptízate... baptízate in aqua viva. Sin autem non habes aquam uiuam, in alia
aqua baptiza; si non potes in frígida, in calida. Sin autem neutram habes,
effunde in caput ter aquam in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Como se
ve, la Didaché considera ciertamente como caso excepcional el bautismo por
aspersión, pero lo considera igualmente eficaz. Podía realizarse fácilmente
cuando faltaban lugares a propósito para la inmersión. Tal fue probablemente el
bautismo del carcelero de Filipos, del centurión Cornelio y, como opinan
muchos, de los primeros fieles convertidos el día de Pentecostés.

El importantísimo testimonio de la Didaché, que ha hecho, finalmente, justicia a


las insistentes objeciones de los protestantes y de los griegos, es, por lo demás,
confirmación de no pocas preciosas pruebas documentales. Prófumo ha
descubierto e ilustrado hace poco tiempo una pequeña bañera bautismal existente
en la cripta-pórtico de las catacumbas de Priscila, la cual puede remontarse hasta
el año 140 d. de C., y debía necesariamente servir para el bautismo de infusión al
no poder contener más que pocos centímetros de agua. Es además muy conocido
el fresco de la cripta de Lucila, en el cementerio de Calixto, que constituye la
más antigua representación del bautismo cristiano (mitad del siglo II). En éste, el
candidato, representado por un niño desnudo, está de pie en el agua, que le llega
apenas a las canillas de los pies.

Sobre la fórmula bautismal primitiva reina todavía alguna incertidumbre, porque


no parece que la invocación de la Santísima Trinidad hecha por Cristo al
promulgar la ley del bautismo haya tenido un preciso carácter litúrgico, mientras
los Actos hablan repetidamente del bautismo conferido In Nomine Iesu. Por esto,
algunos teólogos, entre ellos Santo Tomás, han expresado la opinión de que la
fórmula primitiva, por una particular dispensa de Nuestro Señor, contenía la
simple epiclesis o invocación del nombre de Jesús. La actual fórmula trinitaria,
según algunos críticos modernos, se habría desarrollado ciertamente de las
conocidas palabras de Cristo, pero no antes de final del siglo I. En realidad, de
los Actos se puede igualmente deducir el uso de la fórmula trinitaria en las
iglesias apostólicas mucho antes del tiempo dicho. Recuérdese el episodio de
Efeso, cuando algunos discípulos bautizados solamente con el bautismo de
penitencia de Juan confiesan a San Pablo no conocer siquiera la existencia del
Espíritu Santo. Bastó esto al Apóstol para concluir que éstos no habían recibido
el bautismo cristiano, ya que tal bautismo importaba la mención y, por tanto, el
conocimiento del Esipíritu Santo. Sin olvidar que casi todas las cartas paulinas
traen, al principio y en el cuerpo, la afirmación explícita de las tres divinas
personas. Ha venido a hacer más verosímil esta opinión el descubrimiento de
la Didaché, dándonos un explícito testimonio del uso primitivo de la fórmula
trinitaria: De baptismo — se lee en ella — sic baptízate... baptízate in nomine
Patris et Filii et Spmtus Sancti, in aqua viva. La fórmula in nomine lesu era
probablemente una expresión técnica para designar correctamente el bautismo de
Jesús, no una fórmula litúrgica. La Didaché, en efecto, que, tratando ex
professo del sacramento, trae exactamente la fórmula con la invocación de las
tres divinas personas, algunas líneas más abajo, hablando de los fieles, que sólo
ellos tienen el derecho de participar de la eucaristía, los designa con la frase qui
baptizati sunt in nomine lesu.

Podemos preguntarnos todavía si en la época apostólica, o por lo menos desde el


principio del siglo II, el simple ritual del bautismo había iniciado ya un desarrollo
litúrgico, integrándose con alguna ceremonia que acentuase el profundo
significado simbólico, como las unciones con óleo sobre el bautizado, el beber
leche y miel, el vestido blanco de los neófitos, que se hicieron después de uso
general. La respuesta afirmativa tiene fundados motivos de credibilidad.
Sabemos en efecto por San Ireneo y Tertuliano que el óleo formaba parte del
ritual de la iniciación, en uso entre la secta de Marción, la cual estaba
ampliamente difundida alrededor del año 150. Ahora conocemos cuánto gustaba
a los antiguos herejes, al separarse de la Iglesia, usurpar los ritos en sus
pseudoliturgias.

En cuanto a la leche y a la miel, de aquélla se hace ya mención en la primera


Carta de San Pedro, si no como rito, al menos como símbolo bautismal. También
las Oda de Salomón aluden más de una vez, y en términos bastante explícitos; sin
querer buscar los orígenes de esta ingenua pero expresiva costumbre en el ritual
de los misterios paganos, basta decir que el concepto de renacimiento espiritual,
no desconocido para los hebreos y tan fuertemente acentuado por Cristo, puede
fácilmente haber sugerido el beber leche a los neófitos. La miel fue añadida
posteriormente para completar el símbolo de su entrada en la Iglesia, la mística
tierra prometida, donde la fe y la palabra de Dios son fuente y alimento perennes
de vida para el alma cristiana. Quare lac et mei — escribe el primum melle, tune
lacte viviscit; Ha igitur et nos fide, quam habemus promissis Dei, et verbo
praedicationis vivificati ví Demus terram possidentes.

El rito de la vestidura blanca en los neófitos, símbolo de la gracia bautismal


recibida, fue introducido más tarde; los primeros testimonios ciertos se
encuentran hacia la mitad del siglo IV, como veremos. Algunos creen descubrir
en esto una alusión a las visiones del Apocalipsis de San Juan, donde aparece la
candida muchedumbre de los elegidos alrededor del trono del Cordero: Hi qui
amicti sunt stolis albis, qui sunt et unde venerunt? Hi sunt... qui laverunt stolas
suas et dealbaverunt eas in sanguine Agni. Pero el color blanco de aquellas
vestiduras es clarísimamente simbólico; entre los antiguos era el color propio de
los días de fiesta y de las ceremonias del culto porque era símbolo de la
pureza ritual.

15. No podemos terminar este párrafo sin hacer alusión a una extraña costumbre
de los tiempos apostólicos: el así llamado bautismo Pro Mortuis. San Pablo, en la
primera Carta a los Corintios, demostrando que el dogma de la resurrección de
Jesucristo lleva lógicamente al de la resurrección de la carne, que algunos
corintios negaban (... quídam dicunt in vobis quoniam resurrectio mortuorum
non est), tiene estas palabras: Alioquin quid jacient qui baptizantur pro mortuis,
si omnino mortui non resurgunt? Quid et baptizantur pro illis? Este texto ha sido
una verdadera crux interpretum. La explicación más natural de estas expresiones
parece ser ésta: los marcionitas y cerintianos practicaban un uso extraño; cuando
alguno de ellos moría antes de recibir el bautismo, lo administraban segunda o
tercera vez a algunos de sus amigos o parientes con el fin de transferir el fruto al
alma del difunto, vicarium baptisma. Ahora bien: el uso de estos herejes del siglo
II no era nuevo, sino que debía remontarse a una práctica parecida de la secta de
los nicolaítas, contemporánea de los apóstoles. San Pablo, por lo tanto, para
convencer a aquellos corintios que negaban la resurrección, les pone un
argumento ad hominem. Sabiendo que algunos de ellos, por una costumbre que
se abstiene de calificar, se prestaban a recibir un bautismo para los muertos,
dice: ¿De qué sirve este bautismo a aquéllos, si después pretendéis quv estos
muertos no resucitan? Es ésta la interpretación que ya daba Tertuliano y que
mejor responde al texto.

Noción del Bautismo Cristiano.

Bien diverso se nos presenta nuestro bautismo en su contenido doctrinal y moral,


según se deduce de los libros neotestamentarios, y cuyas características podemos
resumir en los puntos siguientes:

a) Es una remisión de los pecados como declaraba San Pedro en su discurso


inaugural de la Iglesia; consiguientemente, una purificación del alma.

b) Es una regeneración espiritual (lo. 3:5; Tit. 3:5; 1 Petr. 1:3; 3:21) a través de
la cual somos hechos Hijos Adoptivos De Dios (Gal. 3:26-
27), renovados interiormente por el Espíritu Santo (Tit. 3:5; Act. 2:38; Gal.
6:15). Entre todas las concepciones del bautismo, la anunciada por Cristo a
Nicodemo es ciertamente la primera tanto en dignidad como en profundidad.

De los dos conceptos precedentes, puestos en relación con el rito de la inmersión


y emersión del baño bautismal, San Pablo ha desarrollado un sugestivo
simbolismo. El bautismo (inmersión) representa la muerte y la sepultura mística
del fiel en Cristo: c No sabéis — escribe a los romanos — que los que fuimos
bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados en su muerte? El
bautismo extingue en quien lo recibe la vida del pecado y de la carne para
substituir e iniciar en él la vida de la gracia. En efecto — continúa el Apóstol —,
sí fuimos injertados en él, reproduciendo su muerte, lo seremos ciertamente
también para reproducir su resurrección. En otros términos: si con el bautismo
nosotros hemos sido injertados en Cristo agonizante y hemos muerto con él
muriendo místicamente al pecado, imitando su resurrección, debemos
resucitar con él a nueva vida y debemos vivir una vida nueva en todo
conforme con la vida de Jesucristo resucitado. Como la vida del injerto metido
en el tronco es absorbida por la vida del tronco mismo, de modo que el injerto
vive de ella, así nosotros, injertados por el bautismo en Cristo, debemos vivir de
su vida.
c) Es un rito de iniciación con el cual queda agregado a la sociedad fundada por
Jesucristo. Esto presupone la adhesión a El por la fe; pero, en la intención de
Jesús, el bautismo es la consagración del hecho de haber creído en Cristo.

Podemos traer aquí otra profunda alegoría bautismal hallada por San Pablo.
Escribiendo a los corintios, hace un parangón entre el cuerpo material y el cuerpo
místico de Cristo, constituido por los fieles. Así como el cuerpo material, aunque
es uno, está formado,por la unión de varios miembros, así también en Cristo: uno
solo en su cuerpo místico, pero múltiple en sus miembros; en efecto, todos
nosotros, seamos griegos o gentiles, seamos pobres o esclavos, fuimos
bautizados en un solo espíritu para constituir un solo cuerpo. Evidentemente,
este cuerpo formado por los bautizados es el cuerpo místico de Cristo, la
Iglesia, al cual hemos sido incorporados mediante el bautismo sin distinción
alguna de nacionalidad o de condición social.

d) Es una iluminación. La idea de señalar con el término el ministerio


apostólico de purificar las mentes idólatras del error para proyectar en ellas
la luz de la verdad cristiana imprimiendo su adhesión por el bautismo, se
halla implícitamente contenida en el mandato de Cristo, transmitido por San
Mateo. San Pablo expresa ya el concepto y el término cuando escribe a los
corintios que el Evangelio está velado para aquellos infieles cuya mente ha
obcecado el dios de este mundo, de forma que no vean el esplendor del glorioso
Evangelio de Cristo. Pero la idea dimana directamente de Jesús. El había
dicho: Yo soy la LUZ del mundo; el que me sigue, no anda en tinieblas; y a los
apóstoles respecto a su futuro ministerio: Vosotros sois la luz del mundo; había
llamado a los que creyesen en él hijos de la luz; a los cuales hace referencia el
Apóstol cuando amonesta a loe de Efeso: Caminad como hijos de la luz; antes
erais tinieblas; ahora, en cambio, la luz del Señor. En la Carta a los Hebreos une
la idea y el término al rito bautismal, aunque no lo nombre: Es imposible que
aquellos que fueron ya Iluminados y gustaron el don celestial...

e) Es una señal que patentiza nuestra filiación con Dios. El vocablo,


desconocido en los Evangelios, se encuentra por primera vez en San Pablo, que
lo usa varias veces en la forma verbal: También vosotros..., habiendo creído en el
Evangelio" habéis sido marcados con el Sello Espíritu Santo. Como sinónimo de
bautismo se hizo de uso común solamente después del siglo II.

Esclarecidos los principales aspectos con que fue considerado y recibido el


bautismo de solo su origen, es grato comprobar la enorme distancia que los
separa de los ritos y de las ideas de las religiones mistéricas, y por esto de la
inconsistencia de las objeciones de la crítica racionalista. He aquí los puntos más
salientes:
1) El bautismo, con todas sus claras características de rito y de contenido
moralreligioso, se nos presenta en la historia alrededor de la mitad del siglo
I. Ahora bien: en tal época, los cultos mistéricos, si bien existían, no habían
penetrado todavía en el mundo grecoromano, donde fueron conocidos hacia
mitades de aquel siglo, y con una cierta amplitud, sólo en los dos siglos
sucesivos. Son excepción los misterios eleusinos, que se remontan a varios siglos
antes de Cristo. Pero el bautismo cristiano surgió en Judea, no en Grecia, y la
comunidad cristiana primitiva que lo practicó estaba compuesta esencialmente de
hebreos. No consta tampoco que haya tenido relaciones con los elementos
paganos. Cuando más tarde los misterios invadieren con su propaganda el
Imperio, el ritual del bautismo estaba ya fijado en sus partes esenciales y en sus
conceptos fundamentales.

2) Se puede todavía añadir que en algún caso, encontrando analogías entre los
dos rituales, puede haber fundadas sospechas de plagio, a cargo no del culto
cristiano, sino del culto pagano.

Sabemos, por ejemplo, que Tertuliano, San Justino y la Didascalia protestaron


contra falsificaciones sacrilegas que el mitraísmo y los gnósticos — inspirados
por el diablo — habían perpetrado en los símbolos de los ritos cristianos. El
mitraísmo no ocultaba sus simpatías por el cristianismo; San Agustín refiere
una frase característica pronunciada por un sacerdote del dios
frigio: Ipse (Mitra) christianus est; los grandes corifeos de la gnosis, Valentín,
Marción, Basílides y otros, fueron al principio miembros influyentes de la
Iglesia. Cuando se les expulsó llevaron a sus propias reuniones, cambiándolos, no
pocos elementos de su ritual. Hipólito Romano, Orígenes" y Vopisco lo
atestiguan expresamente. ¡El demonio ha sido siempre la mona de Dios!

Por lo demás, los escritores paganos no han reprochado nunca al cristianismo el


haber plagiado sus misterios y los Padres no se defienden nunca de acusaciones
de tal género.

3) Alguien ha pretendido descubrir diferencias entre el sentido del bautismo


primitivo, descrito por los sinópticos y los Hechos, y el del bautismo
ilustrado por San Pablo y San Juan como si éstos últimos hubiesen alterado su
fisonomía original. Sin embargo, si se piensa bien, los diversos aspectos de la
ablución bautismal, como los hemos descrito antes, extraídos tanto de los
sinópticos como del cuarto Evangelio y de las cartas paulinas, son
substancialmente uniformes y armoniosamente ligados entre sí. Sin duda, San
Pablo ha profundizado e iluminado más que nadie lo dicho por Nuestro Señor;
pero no ha introducido ningún cambio substancial. El, que vivía en pleno
ministerio misional, entendió que era preciso hacer accesible a los simples fieles
las sublimes realidades de la gracia bautismal, y encontró alegorías e imágenes
(señal, iluminación) que, hablando a la imaginación y a los sentidos de sus fieles,
se las hiciesen claras y comprensibles. San Pablo ha sido el genial expositor de la
doctrina bautismal, pero no ha alterado las líneas fundamentales señaladas
por Cristo. No sabemos, en efecto, que sobre este punto hayan surgido nunca
contrastes entre el Apóstol y Pedro y los once; más aún, sabemos expresamente
por los Hechos que éstos aprobaban sus directrices.

4) Aun quien examine superficialmente las cosas, ve a simple vista la profunda


diferencia de carácter moral que separa los ritos mistéricos de iniciación del
bautismo cristiano. Los misterios no han mirado nunca a una reforma moral de
sus adeptos; no podían mirar. No consiguieron nunca despojarse del primitivo
fondo naturalístico. Falta, por tanto, en ellos también el concepto de la santidad
en el sentido ético de conformidad con la voluntad divina. La santidad de las
religiones mistéricas es una santidad física que se guarda y se recupera por medio
de purificaciones, de lavatorios, de abstención de ciertos contactos. Asi, los
órficos se conservaban puros con tales prácticas; pero, contra este concepto, San
Pablo proclama que todo es puro para los puros.

El cristianismo, en cambio, pidió desde el principio a quien lo abrazaba una


substancial pureza interior que detestase toda mancha moral y
prometiese seriamente apartarse del pecado en lo sucesivo. Ha sido precisamente
por esta alta concepción moral de la vida por lo que, en los siglos III y IV,
muchas almas ya iniciadas en las religiones mistéricas del paganismo decadente
se sintieron atraídas hacia la luz del Evangelio.

5) Lo que hemos dicho hasta aquí puede servir de respuesta también a aquellos
que han creído ver en el bautismo un rito de magia. Con la magia, el ser humano
pretendía someter las potestades superiores, los demonios, a su propia voluntad y
obligarles, mediante conjuros o procedimientos misteriosos, a realizar obras
extraordinarias, prodigios, maravillas. En la institución bautismal ocurre todo lo
contrario. No es Dios el obligado por la voluntad del hombre a obrar, sino el ser
humano, que, humillado y arrepentido, se somete a Dios y expresa con aquel
rito sus buenas disposiciones internas. La Iglesia desde el principio, como
hemos visto, ha pedido al candidato esta preparación espiritual de fe y de
arrepentimiento: Sí credis ex foto corde licet; y más tarde, en el período del
catecumenado, la ha puesto a prueba todavía mejor con los ejercicios
penitenciales de los escrutinios.

Finalmente, no se ha demostrado todavía que ciertos términos, como σφραγις,


σφραγίζειν, τέλειον, πνευματικοί, φωτίζειν, μϋστήριον, γνώσις, επόπτης, y algϊn
otro de las cartas paulinas, se hayan derivado de la fraseología de los misterios
helénicos. Los términos Σφραγίς, σφραγίζειν, usados en el ritual hebraico y en
San Pablo para indicar la circuncisión, el signo distintivo de los hijos de
Abrahán, se prestaba naturalmente a designar la impronta espiritual,
el signaculum fidei de aquellos que Dios había hecho suyos en el bautismo;
τέλειοι, πνευματικοί, no son expresiones de la mística pagana o de fórmulas
mágicas egipcias, porque San Pablo los emplea en sentido totalmente diverso;
φωτίζειν, como observαbamos arriba, está enlazada con análogas expresiones
estrictamente evangélicas; μοστήριον en el lenguaje paulino, tiene de ordinario
un sentido que no se diferencia del de los LXX, porque indica no verdades
reservadas a sólo los iniciados, y que se debían guardar en silencio, sino el plan
secreto, divino, de la redención, revelado por Cristo al mundo. La γνώσις del
Apσstol no tiene, como la literatura hermética, el significado de visión estética de
Dios, sino el de conocimiento indirecto y confuso de El a través de las cosas
creadas y de las verdades sobrenaturales que El ha querido revelar a los hombres.
Finalmente, el término ποπτης fue usado una vez por San Pedro, pero no
pasσ jamás a tener parte en el lenguaje sacramental cristiano. Por lo demás, si se
demostrase de manera cierta que San Pablo u otros escritores neotestamentarios
tomaron términos del lenguaje técnico de los cultos mistéricos para mejor
expresar a los fieles de Grecia, que los conocían muy bien, el contenido de las
sublimes concepciones evangélicas, tan distantes de las vacías abstracciones
de la gnosis pagana, no habría por qué extrañarse. La palabra es el vestido del
pensamiento, y es éste el que tiene importancia.

La Preparación al Bautismo.

El Catecumenado. Sus Períodos.

Llámase catecumenado (que significa instruir de palabra) a la institución


didáctico-moral creada por la Iglesia en los primeros siglos con el fin de preparar
convenientemente la mente y la voluntad de aquellos que aspiraban al bautismo.

Hemos expuesto ya en el capítulo precedente cómo, desde los tiempos


apostólicos, se hacía preceder al bautismo de una instrucción sobre las verdades
de la fe y las obligaciones morales que el candidato contraía al recibirlo. En San
Justino (+ 165) encontramos ya brevemente trazado el programa. Posteriormente,
creciendo el número de los que pedían hacerse cristianos, mientras, por otra
parte, se imponía un riguroso control para impedir que gente tarada entrase a
deshonrar las filas de los fieles, la Iglesia advirtió loe 2 Petr. 1:16. la necesidad
de organizar de manera más segura y uniforme la preparación al bautismo. De
aquí el conjunto de normas y de cautelas variadamente dispuestas por los obispos
en las principales comunidades cristianas, mediante las cuales el catecumenado
fue conducido,poco a poco a una perfección no común y fue en la Iglesia durante
muchos siglos el medio de selección más importante para encaminar las almas a
la fe y a la vida cristiana.

La historia del catecumenado se puede dividir en tres grandes períodos:

a) Los comienzos, desde la mitad incierta del siglo u a la primera


mitad del siglo IV.

b) El apogeo, desde el 350 a buena parte del siglo V.

c) La decadencia, desde el siglo VI en adelante; cuando, habiendo


cesado casi del todo el bautismo de los adultos, el catecumenado
perdió su razón de existir, y solamente quedaron en los libros
litúrgicos los ritos y las fórmulas.

Los "comienzos." (s. II-III)

Las primeras noticias seguras acerca de una existencia organizada de la


preparación bautismal se encuentran: en África, en Tertuliano (+ 220), y en
Roma, en la Traditio apostólica, de San Hipólito (+ 235).

Tentuliano conoce ya el catecumenado como instrucción preparatoria al


bautismo, y nos da el concepto justo llamándolo el "noviciado" de la vida
cristiana. En África debía existir desde hacía tiempo, porque en
el De praescriptione, compuesto antes del 207, catecúmeno es usado como
término técnico muy conocido para designar el aspirante a la fe y distinguirlo de
los otros miembros de la comunidad cristiana. Los catecúmenos eran admitidos
en la asamblea litúrgica solamente a la primera parte de la sinaxis. Debían el
ercitarse en la oración, en el ayuno, en las vigilias, en la confesión dolorosa de
sus culpas. La penitencia, escribe el Apologista, es el camino más seguro para
obtener la gracia del bautismo. Retardarlo, como hacían algunos, para poder
pecar más anchamente con la esperanza del perdón, es un engaño. Sin embargo,
si el catecúmeno conoce que su estabilidad en el bien es todavía precaria, debe
más bien retardar la recepción del sacramento. La renuncia a las pompas del
diablo se repetía dos veces. Tentuliano no habla de exorcismos sobre los
catecúmenos, pero San Cipriano los nombra expresamente. Obligación esencial
del catecúmeno era la de seguir el curso de instrucción religiosa y moral dado per
el catequista, el doctor audientium, como es llamado por San Cipriano. Uno de
éstos era Saturio, que en el 202, en Cartago, sufrió el martirio junto con Perpetua
y Felicitas y otros, todos catecúmenos. En realidad, la obligación tan delicada de
la preparación catequística correspondía al obispo; pero a veces, no pudiendo
cumplirla personalmente, la delegaba en otra persona que fuese capaz, clérigo o
también simple laico, como sucedía en Oriente. En Roma se encargaba
frecuentemente a un lector, pero siempre clérigo.

La materia de la enseñanza estaba constituida por el conocimiento de los libros


sagrados del Antiguo y Nuevo Testamento y por el comentario al símbolo
apostólico, "el catecismo de la Iglesia antigua," que resumía todo el patrimonio
dogmático.

El Apologista da tal importancia a la catequesis prebautismal, que desaconseja a


el sacramento a los niños, porque no pueden entenderla: Fiant christiani cum
Christum nosse potuerint.

No sabemos cuánto duraría el tiempo de preparación al bautismo; dependía más


bien de las buenas disposiciones del catecúmeno. Sin embargo, no debía ser
corto, porque Tertuliano reprende a los herejes diciendo que sus
catecúmenos ante sunt perfecti quam edocti.

La organización del catecumenado en Roma según la describe la Traditio, parece


acusar una fase ulterior de desarrollo en relación con la africana.

El que quiera hacerse cristiano, debe presentarse a los "doctores" de la Iglesia


con alguno que garantice su recta intención. Es interrogado sobre su estado
civil, si es esclavo o libre, célibe o casado; sobre su profesión, ya que deberá
abandonarla si es considerada incompatible con la vida cristiana. Si se le recibe,
da comienzo su catecumenado, que consiste en una serie de instrucciones
especiales dadas por el "doctor" y en asistir, en lugar separado de los fieles, a
la primera parte de la misa. Al catecúmeno se le considera ya cristiano; lleva
el título de tal, y en los períodos de persecución debe arrostrar con los fieles el
peligro de la vida; si lo martirizan, queda bautizado en su sangre. La preparación
prebautismal, según la Traditio, duraba tres años, a menos que el empeño
demostrado por el catecúmeno inclinase a abreviar el tiempo. En todo caso,
antes de ser admitido al bautismo, debía sufrir un examen sobre la conducta
observada por él durante el catecumenado; sí vixerit ín tímore Domini priusquam
baptizetur, si victuas honoraverit... Si el examen concluía favorablemente, era
exorcistado diariamente durante cierto tiempo y, finalmente, conducido al
bautismo.

Para el Oriente no poseemos muchos detalles sobre el particular. En Siria, las


llamadas Clementinas (c. 200) hablan de una preparación bautismal de tres
meses por lo menos, durante los cuales el catecúmeno era instruido por el
obispo y sometido a ejercicios de penitencia y de piedad. En Alejandría había
adquirido gran fama la escuela catequística presidida por Clemente Aleiandrino
(+ 215) y, después de él, por su discípulo Orígenes (+ 254).

En conclusión, podemos precisar por documentos positivos que a principios del


siglo III la institución del catecumenado funcionaba regularmente en toda la
Iglesia.

El apogeo.

Cuando Constantino en el 313 con el edicto de Milán concedió la paz a la Iglesia,


y el cristianismo no sólo cesó de ser una religio illicita y muy peligrosa para el
que la profesaba, sino que adquirió la protección y el favor del Estado, masas
cada vez mayores del pueblo comenzaron a afluir hacia la Iglesia para pedir
formar parte de ella. Los obispos, justamente temerosos de que cálculos
demasiado humanos empujasen en a esta gente a la fe, con perjuicio de la
integridad de las costumbres, proveyeron a el crecer un más severo control de los
postulantes, perfeccionando la organización del catecumenado que
funcionaba desde hacía tiempo.

De las noticias que es fácil extraer de los escritos de los Padres de los siglos IV
y V tanto en Oriente como en Occidente, se constata cómo el catecumenado
abraza dos grandes clases de personas:

1) Los auditores o audientes, o simplemente los catecúmenos que habían


obtenido la admisión en la Iglesia con el simple rito de la iniciación y habían
llegado ciertamente a ser cristianos, es decir, matriculados en sus registros, pero
después dilataban por tiempo indefinido la recepción del bautismo. El
número de éstos era muy grande principalmente entre las clases más cultas, a
pesar de que los obispos no se cansaron de deplorar aquella pereza y de rebatir
las excusas con las cuales se disculpaban. Estas, a la postre, se reducían a una
sola: vivir a su propio antojo, fuera de la ley cristiana, para no incurrir con sus
transgresiones en las duras sanciones de la penitencia eclesiástica. San Agustín
refiere una máxima de éstos: Sine illum, faciat quod vult, nondum enim
baptizatus est.

Ilustres y santos personajes, como San Martín, San Eusebio, San Ambrosio, San
Jerónimo, San Juan Crisóstomo, San Agustín, si bien provenían de familias
cristianas, permanecieron catecúmenos durante muchos años. No pocos
recibían el bautismo solamente al final de la vida, como sucedió
con Constantino y su hijo Constancio. Es evidente que a este grupo demasiado
numeroso de cristianos a medias, la Iglesia no podía abandonarlos ni dedicarles
una especial instrucción. Bastaba para ellos la asistencia a la misa didáctica con
las lecturas relativas y el sermón que el obispo hacía generalmente para
comentarlas.

2) Los competentes o elegidos. Con este nombre, en Milán, en África, en Roma


y en otras partes se designaba a aquellos catecúmenos que, transcurrido algún
tiempo desde su iniciación cristiana, habían dado su nombre para recibir el
bautismo en la primera Pascua. San Ambrosio comenzaba ya desde la Epifanía
a invitar a los morosos a que diesen su nombre. En Hipona, San Agustín no era
menos solícito: Ecce Pascha est, da nomen ad baptismuml En Jerusalén, los
nombres eran recibidos en la primera dominica de Cuaresma; en Roma,
incluso algún día antes.

Dado el nombre, seguía un examen de los peticionarios por el obispo


para comprobar su idoneidad moral.

Aprobado y admitido entre los competentes, el catecúmeno entraba en el punto


culminante de la preparación inmediata al bautismo, a la cual se consagraba
toda la Cuaresma. El grupo de les competentes se reunía cada día en la iglesia o
en una sala a propósito (auditorium la llamaba el diácono Juan), y el obispo o un
delegado suyo les hacía una serie ordenada de instrucciones dogmáticas y
morales.

En Jerusalén, las reuniones de los catecúmenos duraban cerca de tres horas,


desde tercia a sexta.

Ejemplo típico de estas instrucciones son las homilías catequísticas dadas por
Teodoro de Mopsuestia a los catecúmenos de Antioquía alrededor del 382; como
también las 24 catequesis anagógicas y mistagógicas ad illuminandos dirigidas
en el 350 por San Cirilo de Jerusalén, de las cuales la primera sirve de
instrucción, cinco se refieren a la Escritura, trece exponen el contenido del
símbolo apostólico, polemizando brevemente con el paganismo y las herejías; las
cinco últimas (mistagógicas), recitadas en la octava de Pascua, tratan de los
misterios o sacramentos. El conocimiento de estos últimos, principalmente el de
la eucaristía, estaba reservado generalmente a los competentes después de que
habían recibido el bautismo, como consecuencia de la disciplina del arcano, que
en el siglo IV estaba en vigor en todas partes. También San Ambrosio ha dejado
una noble muestra de estas catcquesis sacramentales en sus obritas De
mystenis y De sacramentís, compuestas en Milán en la Pascua del 387.

Si la Cuaresma era el tiempo oficial para la instrucción de los elegidos, con


vistas al bautismo de Pascua, también durante el año, cuando un catecúmeno lo
pedía, podía recibirse dicha instrucción en curso privado. San Agustín lo
recuerda, y, sin ocultar los inconvenientes, dio las normas en su De catechizandis
rudibus, En Cartago estaba encargado de ello el diácono Deogracias.

Los capacitados debían unir a la instrucción un conjunto de ejercicios


ascéticos para acostumbrarse a la práctica de la virtud. San Ambrosio
compara al catecúmeno con un atleta, que se ejercita cada día para conquistar el
palio.

En África y en Roma, sabemos que los capacitados ayunaban durante la


Cuaresma junto con toda la comunidad cristiana; más aún, era ésta su
observancia principal. Si estaban casados, se debían abstener del uso del
matrimonio; práctica esta también vivamente aconsejada en Cuaresma a los
cristianos casados. Por lo demás, toda la liturgia, a la cual estaban obligados a
asistir cada día, en la parte didáctica los recordaba constantemente en sus formas
eucológicas y los asociaba a la comunidad de los fieles.

La decadencia.

El catecumenado comenzó progresivamente poco a poco a decaer en la segunda


mitad del siglo V, a medida que los catecúmenos adultos se hacían más raros y,
multiplicándose las familias cristianas, los niños eran bautizados apenas nacían o
en su primera adolescencia. Naturalmente, esto se verificó en medida y tiempo
notablemente diversos según los lugares. A principios del siglo VI, Ferrando de
Cartago (+ 531) alude todavía a una clase de capacitados adultos en África que
siguen regularmente las etapas tradicionales del catecumenado; e igualmente en
otras partes debía existir tal necesidad a causa de la evangelización de los pueblos
en las zonas rurales. Al mismo tiempo, en Roma la carta del diácono Juan a
Senario, escrita en el 492, supone ya una sensible reducción y simplificación del
ritual. Hay que observar también que las invasiones de los bárbaros, que habían
penetrado en todos los rincones del Occidente después del siglo V, presentaron
ciertamente adultos para bautizar, pero en condiciones tales, que hacían muy
difícil el someterlos a la metódica preparación bautismal de otro tiempo.
Quedaron así en los libros solamente los ritos y las fórmulas tradicionales.

El XI OR, en efecto, que representa el ceremonial romano del bautismo en el


siglo VII, se refiere solamente a les infantes, los cuales naturalmente no podían
responder sino por boca de los acólitos y de los padrinos, que los llevan en
brazos.

La Iniciación Ritual de los Catecúmenos en los Siglos IV-V.


Cuando un pagano deseoso de hacerse cristiano y amonestado quemadmodum
post cogniiam veritatem debeat había sido aceptado por el obispo para hacerlo
catecúmeno, debía someterse a algunas ceremonias preliminares, después de las
cuales solamente era contado entre los cristianos, pero no todavía entre los fieles.
Esta serie de ceremonias, según el uso de Roma, se ha conservado en el Ordo ad
cathecumenum ex pagano faciendum, inserto en el sacramentarlo gelasiano, y
que refleja ciertamente la práctica en la ciudad durante el siglo V. Lo confirma la
carta escrita en el 492 por un cierto Juan, diácono romano, a su amigo Senario,
funcionario del gobierno bizantino en Rávena, para satisfacer algunas
aclaraciones pedidas por el mismo acerca de les ritos pre-bautismales.

Apoyándose en dichas fuentes, podemos precisar así las ceremonias prescritas en


el antiguo Ordo de la primera iniciación cristiana:

a) El soplo en el rostro, acompañado de una fórmula de exorcismo. Para


comprender esta ceremonia conviene tener presente que la Iglesia antigua
consideraba a cada infiel poseído, en cierto modo, del demonio, el cual operaba
en él las obras malas, de la misma forma que el Espíritu Santo es en el alma fiel
el principio de sus obras buenas. Ocurría, por tanto, que el gesto despreciativo,
con el exorcismo que le seguía, rompía esta esclavitud diabólica y
desembarazaba de todo obstáculo el camino a la fe. Exsufflatus
igitur exorcizatur, ut, fugato diabolo, Christo Deo nostro paretur ín troitus, dice
el diácono Juan. El triple soplo sobre el catecúmeno es la expresión de esta
operación interior, corno cuando con el soplo se quiere alejar de un objeto alguna
cosa que lo perturba.

La ceremonia estaba también en vigor en África desde los tiempcs de los


donatistas. Nec coepisse — los reprende San Agustín — dicunt esse christianum,
cum tamquam paganum exufflant, cum cathecumenum faciunt.

b) La imposición de las manos sobre la cabeza y la señal de la cruz en la


frente.

El gesto de imposición de las manos quiere ser una invocación a Dios para que,
eliminada toda influencia nefasta, haga descender su virtud sobre el candidato, e,
iluminando el entendimiento, lo prepare a la gracia de la fe.

La ceremonia se remonta a una época muy antigua, porque en África, en el 256,


un sínodo de Cartago la indica ya como el primer paso en el camino que conduce
a Cristo. Pero no debía ser menos común en otras iglesias. Eusebio refiere de
Constantino que, cuando en Helenópolis se decidió a pedir el bautismo, como
primera providencia le fueron impuestas las manos: quo in loco manuum
impositionem cum solemni precatione primum meruii accipere. San Agustín es
testigo a su vez en el África: Cathecumenos secundum quemdam modum suum
per signum Christi et orationem manus impositionis puto sanctificari. La
imposición de las manos en casos extraordinarios, cuando se trataba de una gran
multitud, debía ser medio más rápido para agregarle a la Iglesia.

La señal de la cruz hecha sobre la frente del candidato sellaba el rito y la fórmula


de la queirotonía, aunque algunas veces en ciertas iglesias no la precedía. Como
quiera que sea, debía ser una tradición primitiva, porque ya Tertuliano lo
considera como un plagio del culto de Mitra: Mithras signat illic in frontibus
milites suos. Esto, característico y bien conocido por análogas costumbres
paganas, se prestaba mejor para señalar el sentido espiritual del catecúmeno y las
explicaciones morales que el obispo hacía seguir como comentario. San Agustín
les decía: Quando primum credidisti, signum Christi in fronte iamquam in domo
pudoris accepisti... Noli ergo erubescere ignominiam crucis. Sin embargo, la
fórmula del gelasiano, aunque de origen romano, no se detiene en tales
conceptos.

c) La degustación de la sal bendita. Escribe el diácono Juan:. Accipit etiam


cathecumenus benedictum sal in quo signatur, quia sicut omnis caro sale condita
servatur, ita sale sapientiae et praedicationis Verbi Dei mens fluctibus saecuii
madida et fluxa conditur.

La primera noticia de esta ceremonia la encontramos en África, en San Agustín,


que la considera como un sacramental y la pone en parangón con la misma
comunión eucarística: Quod accipiunt (los catecúmenos), quamvis non sit corpus
Christi, sanctum est tamen et sanctius quam cibi quibus alimur, quoniam
sacramentum est. Por esto, su degustación no estaba limitada al ritual de la
iniciación, sino que se repetía otras veces; por ejemplo, en Pascua; y un sínodo de
Hipona del 393 dispone que el solitum sal sea distribuido a los catecúmenos
también durante solemnissimos paschales díes.

El significado alegórico de la sal, símbolo de la sabiduría divina, ya


manifestado por Cristo respecto a sus apóstoles, ha dado probablemente
origen al rito material. El catecúmeno debía impregnarse en adelante de la
sabiduría de Dios, que da el justo tono a la vida y la preserva de la corrupción del
pecado. Además, los antiguos consideraban la sal bendita como de gran valor
apotropéutico para neutralizar el influjo de los espíritus malignos. La
ceremonia, desconocida por la Traditio, debió introducirse entre los siglos III y
IV en África, desde donde pasó después a Roma. Pero las iglesias orientales no
la adoptaron.
Realizadas las ceremonias dichas, se consideraba al candidato como catecúmeno,
cristiano, miembro de la Iglesia, con derecho a asistir a la primera parte de la
misa, en el lugar designado, hasta el sermón inclusive. Después de lo cual un
diácono recitaba sobe el grupo de los catecúmenos una oración, imponiéndoles
las manos, y los despedía con las fórmulas rituales: Cathecumeni, recedant! Si
quis cathecumenus est, recedat!

La Iniciación Ritual de los Catecúmenos en los Siglos VI-VII.

Es difícil precisar cuándo cesaron las ceremonias expuestas en personas adultas,


para hacerlo preferentemente en los niños o adolescentes. Para Roma podemos
suponer el final del siglo V, la época de Juan Diácono, o la primera mitad del VI;
en otras partes, quizá también una época posterior.

Para acomodarse a esta nueva situación fue compilado en Roma entre el 550 y el
600 un ordo o ritual para la iniciación de los infantes — es el XI OR de la
colección de Andrieu —, derivando gran parte de las ceremonias y de las
fórmulas de la pura tradición del sacramentarlo gelasiano original, compilado
hacía poco; pero distribuyendo en siete escrutinios lo que antes se realizaba en
sólo tres. Más tarde, en la recensión franca (Vat. Reg. 316) del gelasiano se
interpoló, entre la dominica quinta de Cuaresma y la dominica de Ramos, lo
esencial del Ordo antes dicho desde el primero hasta el séptimo escrutinio
inclusive, pero de tal manera que el conjunto de las ceremonias aparece como si
debiesen terminarse en una sola reunión. El XI OR es, por tanto, una fuente
segura de la que podemos sacar el ritual y los formularios propios de la primera
iniciación y del catecumenado vigente en Roma, no sólo en la época de la
segunda compilación, sino además en la que surgió del gelasiano original, es
decir, la segunda mitad del siglo VI. Solamente hay que tener en cuenta que las
rúbricas indicadas en el Ordo para los infantes se aplicaban en otro tiempo, con
las pocas variantes necesarias, a los adultos.

Exponemos, sobre todo, los ritos de la iniciación de los catecúmenos; en el


párrafo siguiente trataremos de los propios capacitados.

Los infantes de ambos sexos, guiados por sus respectivos padres y padrinos, se


reunían en la puerta de la iglesia, donde un acólito les tomaba los nombres. Una
vez en el templo, se dividían en dos grupos: a la derecha, los niños, y a la
izquierda, las niñas. Después un sacerdote hace sobre cada uno la señal de la
cruz, diciendo: In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti.

Pone en la boca de cada uno un poco de sal bendita, diciendo: Accipe, Ule talis,
salem sapientiae, propitiatus in vitam aeternam.
Con esto terminaba su iniciación; eran ya catecúmenos. Como se ve, la
ceremonia se encuadra substancialmente en las líneas de la tradición antigua. Los
niños eran conducidos fuera de la iglesia; pero naturalmente no para comenzar,
como antes, un período más o menos largo de penitencia, de preparación
bautismal; esperaban sólo pocos instantes; es decir, hasta que se cantase el
introito y la colecta de la misa Cum sanctificatus fuero in vobis, cuyo formulario,
de la dominica precedente, fue trasladado en esta época a la feria tercera, donde
se encuentra actualmente; después continuaba la ceremonia con la aperitio
aurium.

Las Observancias Rituales de los Competentes.

Después de que los catecúmenos al principio de la Cuaresma habían adquirido


con su firma el compromiso de recibir el bautismo en Pascua — y con esto se
habían convertido en competentes o elegidos —, comenzaba para ellos la serie de
instrucciones catequísticas y ejercicios ascético-penitenciales de que hablábamos
antes.

Insertas en esta laboriosa preparación catequística y moral, realizada como obra


en la cual toda la Iglesia estaba interesada y parte integrante del culto oficial de la
comunidad, se celebraban:

1) Dos solemnes ceremonias:

a) La traditio symboli, que resumía las catequesis hechas sobre el símbolo.

b) La traditio orationis dominicae, que resumía las hechas sobre el Pater noster.

Cada una de las traditiones iba seguida de la respectiva redditio.

2) Tres reuniones especiales, llamadas escrutinios, en los cuales, mediante


oraciones y exorcismos sobre todo, se procuraba purificar moralmente al
capacitado y darle conjuntamente poco a poco una formación espiritual.

La Doble "Traditio."

La "traditio" del símbolo.

En África y en Roma, que observaban ciertamente una disciplina análoga,


por traditio symboli se entendía la enseñanza de los artículos del símbolo
apostólico dada a los capacitados de viva voz en una solemne reunión litúrgica.
La fórmula, por cautela, no debían escribirla, sino aprenderla de memoria. Nec
— decía San Agustín — ut eadem verba symboli teneatis, ullo modo debetis
scribere, sed audiendo perdiscere, nec cum didiceritis, scribere; sed memoria
semper tenere atque recolere.

La ceremonia tenía lugar en Hipona la dominica cuarta de Cuaresma y se


insertaba en las lecturas de la misa didáctica, cuyo formulario — hoy trasladado
al miércoles siguiente — conserva en todos sus textos una clara referencia al
bautismo. En el lenguaje litúrgico se la designaba con el nombre de dominica in
aurium aperitione, porque en esa circunstancia los oídos de los capacitados se
abrían para oír por primera vez el anuncio de las grandes verdades de la fe. El
símbolo lo explicaba frase por frase el obispo o un presbítero, de manera que los
capacitados pudiesen aprenderlo y retenerlo lo suficiente para estar en
disposición de recitarlo delante de los fieles el domingo siguiente.

La redditio symboli se hacía en la dominica quinta de Cuaresma a título de


prueba; la oficial, definitiva, tenía lugar en la mañana del Sábado Santo.

También en Milán y en Roma se hacía así desde hacía tiempo. La redditio


symboli tenía, como en África y en otras partes, carácter público y solemne, de
loco eminentiore, in conspectu totius populi fidelis. Sin embargo, alguna vez,
cuando la salida fuese molesta para alguno, se permitía recitar el símbolo en
privado delante de los presbíteros. Al famoso rector Victorino se le hizo también
esta propuesta, pero él la rechazó, y, entre el aplauso de los fieles creyentes,
proclamó su profesión de fe.

La reunión de la mañana del Sábado Santo debía cerrarse con una última
alocución del obispo a los elegidos sobre el misterio bautismal
inminente. Antequam baptizaremini — les decía San Agustín — die sabbati,
locuti sumus vobis de sacramento fontis, in quo íinguendo eratis. El fervor de la
espera, que hacía vibrar aquellos corazones, lo expresa felizmente la colecta
romana de clausura del rito vigiliar: "Dios eterno y omnipotente, mira propicio la
devoción del pueblo, que espera su renacimiento lo mismo que un ciervo anhela
la fuente de agua; y concédele que la sed de la santa fe, por gracia del sacramento
del bautismo, santifique las almas y los cuerpos."

La "traditio" del "Pater noster."

La traditio orationis dominicae tenía lugar en África la dominica quinta de


Cuaresma, inmediatamente después de la provisional redditio del símbolo.
Decía, en efecto, San Agustín: Reddidistis quod creditis, audite quod oretis; y
que explicaba en otro lugar el mismo santo Obispo: Ordo est aedificationis
vestrae, ut discatis prius quid credatis, et postea quid petatis. No poseemos
pormenores sobre el rito, excepto la circunstancia de que se hacía después de la
lectura del Evangelio de San Mateo 6:7-13, pero es fácil adivinar cómo se
realizaba. Las alabanzas y el comentario del Pater noster, al cual Tertuliano,
Orígenes y San Cipriano habían consagrado libros a propósito, eran bien
conocidos; San Agustín en sus escritos se hace eco frecuentemente, exaltándolo
como la primera y la más comprensiva de las oraciones cristianas.

No está claro si la liturgia de Roma en un primer tiempo, es decir, en los siglos


IV-V, poseía, además de la traditio symboli, también la del Pater y la de los
cuatro Evangelios, que vemos en uso al final del siglo VI, y cuyos ritos con las
fórmulas relativas están contenidos en el gelasiano primitivo y en el XI OR. Es
probable suponer que Roma en un principio recogió del uso africano la traditio
orationis dominicae y poco más tarde instituyó la traditio evangelii, que el
diácono Juan en su carta del 492 no conocía todavía, pero que quedó siempre
como una característica exclusiva de Roma. El ordenado arreglo de estos varios
elementos litúrgicos debió comenzar quizá bajo el pontificado del gran papa
liturgista San Gelasio I (492-495), de África, y terminarse en el siglo siguiente.

Las "Traditiones" en Roma en los siglos VI-VII.

La doble traditio que hemos descrito arriba, fundados en los testimonios


patrísticos de los siglos IV-V, se relaciona con ceremonias realmente vividas, es
decir, realizadas sobre capacitados adultos, al menos en su mayor parte. Las
fórmulas que debían acompañarlas se han perdido; solamente nos quedan las del
gelasiano, que son ciertamente contemporáneas, si no anteriores, al siglo VI,
época de su composición, junto con textos de las tres misas pro scrutinio, en
cuyo cuadro estaban insertas las traditiones.

No podemos, en cambio, considerar igualmente como antiguas las rubricas


correspondientes, las cuales acusan una apoca posterior, porque suponen que las
ceremonias se desarrollan preferentemente delante de los niños
(infantes); algunos de ellos de tan tierna edad, que debían ser llevados en brazos
por sus padrinos. También las tres homilías o exposiciones catequísticas,
antepuestas, según el gelasiano, por el pontífice a toda traditio, y que substituyen
en pocas líneas a la antigua larga catequesis pre-bautismal, indican, en su
suscinta estilización, un desarrollo litúrgico más avanzado y una situación
diferente.

La traditio en la liturgia posterior y en Roma era triple: de los Evangelios, del


símbolo y de la oración dominical. Todas tenían lugar el miércoles de la cuarta
semana de Cuaresma (in mediana). El gelasiano las titula in aurium aperitíonem
ad electos.
En la primera, la traditio Evangelii, exclusiva de Roma, se iniciaba al
catecúmeno en el conocimiento de los cuatro Evangelios, los títulos de la ley
cristiana (instrumenta legis divinae). Cantado el responsorio gradual de la misa,
cuatro diáconos, precedidos de acólitos con velas encendidas y un incensario
humeante, llevaban procesionalmente del secretarium al altar los cuatro libros de
los Evangelios, colocándolos sobre los cuatro ángulos de la mesa.

Un acólito, sosteniendo en brazos a un niño (infans) e imponiendo la mano sobre


su cabeza, recitaba (decantando) el símbolo en latín o en griego, según la
nacionalidad del niño, ya que en Roma en los siglos VII-VIII, después que los
ejercitos de Justimano conquistaron Italia, era numerosa la colonia bizantina. El
símbolo se recitaba según el texto niceno-constantinopolitano; pero
primitivamente, sin duda, debía decirse el apostólico; Juan Diácono lo
atestigua expresamente. Proseguía la misa, en la cual se admitía a los padres o
los futuros padrinos a presentar la oblación en nombre de sus hijos respectivos, y
su nombre era leído por el diácono en los dípticos.

Es oportuno recordar también una cuarta traditio, propia solamente, por lo que


sabemos, de la iglesia de Nápoles: la de los salmos. Según el evangeliario de
Lindisfarne, cuyas perícopas nos dan el calendario litúrgico napolitano en el siglo
VI, la tercera dominica de Cuaresma tenía lugar quando psalmi accipiunt, dice el
documento; pero ciertamente debía ser más antigua. La traditio psalmorum está
directamente confirmada por una serie de homilías, atribuidas, con buen
fundamento, a Juan, llamado el Mediocre, que fue obispo de Nápoles entre el 532
y el 555. Una de éstas comenta ante un grupo de elegidos los salmos
22, Dominus regit me et nihil mihi descrit... y 116, Laudate Dominum omnes
gentes, alusivos, el uno, al agua y a los ritos bautismales: Super aquam
refectionis educavit me...; parasti in conspectu, meo mensam·.. impinguasíi in
oleo caput meum...; el otro, a la infinita misericordia redentora de Dios. El
comentarista explica su contenido y manifiesta su esperanza de que lo aprendan y
lo reciten de memoria: Hos versículos psalmi — dice el obispo del salmo 22
— memoria tenete, Ore Reddite, operibus ímplete...; y acerca del salmo 116
añade: lungamus et brevem (psalmum) propter tardos, qui prolixos versus psalmi
tenere non possunt.

De Rosa cree que la traditio de los salmos 22 y 116 admitía también la del
41, Quemadmodum desiderat cervus..., cuya alegoría encuentra una magnífica
expresión en las figuras de los mosaicos del baptisterio napolitano.

Los Escrutinios.
El escrutinio era un conjunto litúrgico inserto en la misa por medio del cual con
oraciones a propósito — exorcismos, unciones, renuncias a Satanás — se
procuraba purificar el alma y el cuerpo del catecúmeno de eventuales influencias
demoníacas y asegurarse de que había de ser digno de la recepción fructuosa de
la gracia bautismal. El término se encuentra por primera vez en San
Ambrosio: Celebrata hactenus mysteria scrutaminum.

El escrutinio, por tanto, no tenía como fin, al menos en un principio, medir el


grado de instrucción religiosa o el provecho espiritual alcanzado por el candidato,
sino el de scrutare su corazón y asegurarse de que realmente estaba libre del
dominio del espíritu impuro. Por tanto, los exorcismos formaban la observancia
cotidiana y principal; se encargaban de ellos particularmente los clérigos
exorcistas. "Era corriente en aquellos siglos la preocupación por los espíritus
malvados, por su poder y por la necesidad de liberar de ellos no sólo las almas,
sino también los cuerpos y la naturaleza misma animada o inorgánica. Se creía
que todo objeto sobre el cual no se invocase enérgicamente el nombre de
Jesucristo estaba sometido a la acción del demonio y era capaz de transmitirla.
Por esto se multiplicaban los exorcismos sobre los candidatos al bautismo, y se
quería que descendiesen desnudos a la sagrada piscina, sin el mínimo vestido,
joya, amuleto, hilo en las trenzas, donde el enemigo hubiese podido ocultarse.
Semejante pesadilla puede parecemos extraña, pero en un tiemipo tuvo gran
importancia y ha dejado señales demasiado evidentes en la liturgia desde los
tiempos antiguos hasta nuestros días para que pueda ser olvidada."

Durante el escrutinio, los capacitados, divididos en grupos según el sexo, debían


estar sin capa, apoyando los pies desnudos sobre un cilicio, símbolo del hombre
viejo, que el cristiano debía deponer y pisotear, para ser revestidos por Dios del
hombre nuevo. En Oriente se extendía además sobre ellos durante el
exorcismo un velo. Velo obductus tibí vultus fuit — escribe San Cirilo — ut
attienta de caetero vacaret cogitatio, nevé oculus vagus ipsum queque cor vagari
efficeret. Así, bajo una multitud de fórmulas imprecatorias, el demonio debía
huir y el candidato daba prueba de estar inmune de influencias del maligno.

La antigua disciplina romana conocía tres escrutinios, fijados en las dominicas


tercera, cuarta y quinta de Cuaresma. Este numero nos lo atestigua en el 402 uno
de los Canones ad Gallos y más tarde la carta de Juan a Senario; se encuentra
también en Milán, Nápoles, Benevento y Aquileya, que recibieron de Roma su
organización cuaresmal. El gelasiano titula dichas tres misas pro scrutinio,
y todas se presentan con un carácter verdaderamente arcaico, poseen un Hanc
igitur sin la añadidura gregoriana, prescriben la recitación de los nombres de los
padrinos y de los elegidos en los dípticos y sus fórmulas, a tono con el bautismo,
suponen candidatos adultos; éstas, por tanto, pueden considerarse como
anteriores a la organización de la Cuaresma, es decir, probablemente a la segunda
mitad del siglo VI.

Al final del siglo V, época de una intensa elaboración litúrgica, el concepto


primitivo de escrutinio muestra haber sufrido ya una evolución. La carta de Juan
Diácono nos refiere que no es ya una sesión dedicada a repetir los exorcismos,
sino un examen que se hace al candidato sobre la fe y sobre el conocimiento del
símbolo, que le ha sido comunicado poco antes.

Los escrutinios son todavía tres; no sabemos, sin embargo, si estaban todavía
fijados en la dominica o si, por el contrario, uno de ellos se celebraba ya durante
la semana. No van precedidos de ninguna inscripción de los candidatos y la
preparación catequista para éstos se reduce a nada o casi nada.

Una evolución también mayor y definitiva de los escrutinios nos la atestigua el


XI OR (s. VII) y la confirman otros documentos contemporáneos. Los
escrutinios, que son ya simples reuniones pre-bautismales, han llegado a ser tres
o siete y se realizan solamente sobre niños. La variante de número se debe a
preocupaciones simbólicas. Son siete porque es septiforme la gracia del Espíritu
Santo.

Los más importantes son: el primero, colocado en el miércoles de la tercera


semana de Cuaresma, en el cual los niños se hacen catecúmenos (cf. p. 660); el
tercero, en la cuarta semana, en el cual tiene lugar la aperitio aurium, y el
séptimo, que se desarrolla en la mañana del Sábado Santo. Los otros escrutinios
(segundo, cuarto, quinto y sexto) no contienen más que exorcismos, los cuales se
repiten constantemente en las ceremonias y en el formulario. He aquí el tipo:

Un diácono llama a los presentes; después les invita a arrodillarse y a


rezar: Orate, electi, flectite genual Después de algún tiempo, añade: Lévate,
complete orcttíonem vestram in unum, et dicite Amen! El Ordo no dice cuál era
la oración; puede suponerse que sería el Pater, porque la traditio no había
venido todavía; por lo demás, los infantes, por su edad, no podían conocerlo; si
acaso, lo recitaban sus padres. Dirigiéndose a ellos, el diácono dice: Sígnate
tilos! y ellos con el índice hacen la señal de la cruz sobre la frente de sus hijos,
diciendo: In nomine Patris et Filii et Spiritus sancti.

A su vez, un acólito, según el XI OR (en un principio debió ser un exorcista),


repite la misma ceremonia sobre los niños: In nomine Patris, etc. Impone
después sobre cada uno sus manos, y en voz alta, en actitud de mandar,
pronuncia la siguiente fórmula de exorcismo: "Deus Abraham, Deus Isaac, Deus
lacob, Deus qui Moysi fámulo tuo in monte Sinai apparuisti, et filios Israel de
térra Aegypti eduxisti, deputans eis Angelum pietatis tuae qui custodiret eos die
ac nocte; Te, quaesumus, Domine, ut mittere digneris sanctum Angelum tuum, ut
similiter custodiat et hos fámulos tuos et perducat eos ad gratiam baptismi
tui. Ergo, maledicte diabole, recognosce sententiam tuam. et da honorem Deo
vivo et vero; et da honorem lesu Christo Filio eius et Spiritui Sancto; et recede
ab his famulis Dei, quia istos sibi Deus et D. N. I. C. ad suam sanctam gratiam
et benedictionem, fontemque baptismatis donum vocare dignatus est. Per hoc
signum sanctae Crucis, frontibus eorum quod nos damus, tu, maledicte diabole,
nunquam audeas violare."

La misma ceremonia se realiza sobre las niñas; cambia solamente el


exorcismo.

Terminado este primer exorcismo, otro acólito comienza un segundo, idéntico en


las ceremonias, sobre los dos grupos, pero variando las dos fórmulas exorcísticas.

El Escrutinio del Sábado Santo.

Llamamos escrutinio, para usar la nomenclatura del XI OR, a la reunión litúrgica


de los elegidos en el Sábado Santo; mientras, según el uso ritual de los siglos
anteriores, los tres scrutinia se terminaban con el de la quinta dominica de
Cuaresma. Es cierto de todas formas que este día, en que la Iglesia daba el último
retoque a la preparación espiritual de los candidatos al bautismo, revistió, desde
los tiempos más antiguos, una extraordinaria solemnidad. Ya la Traditio, de
Hipólito, lo pone de relieve, prescribiendo a los elegidos un severo ayuno y
recomendando que todos estén presente.

Las ceremonias propias de este día eran cuatro:

a) El último exorcismo, concluido con el rito del Ephpheta.

b) La unción con el óleo de los catecúmenos.

c) La renuncia a Satanás.

d) La redditio symboli.

Nosotros las ponemos en el orden en que las presenta el gelasiano y el XI OR;


pero en otras partes, y en la misma Roma, no siempre tuvieron este orden, como
indicamos en su lugar.

El último exorcismo y el "Eplipheta."


Conforme a la rúbrica del XI OR, el grupo de los elegidos se reúne en la iglesia a
la hora de tercia, colocándose, según el sexo, en dos filas. Un sacerdote hace
sobre la frente de cada uno la señal de la cruz y, con las manos extendidas sobre
su cabeza, recita el siguiente exorcismo:

"Nec te latet, satanás, imminere tibí poenas, imminere tibí tormenta, imminere
tibí diem iudicii, diem supplicii, diem qui venturas est velut clibanus ardens, in
quo tibí atque universis angelis tuis aeternus veniet interitus. Proinde, damnate,
da honorem Deo vivo et vero, da honorem lesu Christo Filio eius. et Spiritui
sancto; in cuius nomine atque virtute praecipio tibí ut exeas et recedas ab hoc
fámulo Dei, quem hodie D. N. I. C. ad suam sanctam gratiam et benedictionem,
fontemque baptismatis dono vocare dignatus est; ut fíat eius templum per aquam
regenerationis in remissionem omnium peccatorum, in nomine D. N, I. C. qui
venturus est iudicare vivos et mortuos et saeculum per ignem."

A la ceremonia del exorcismo, más aún, al rito entero de este día, se le llama en
la rúbrica del Ordo y del gelasiano, del cual fue extraída, cathechizare: Prius
cathechizas eos, imposita sufer capita eorum manu...; al final ha tomado ya el
sentido derivado de exorcistar. La nomenclatura no tendría de suyo importancia
si no hubiese permanecido en nuestro misal el Sábado Santo y no resultase
ininteligible a quien ignora los precedentes históricos.

El último exorcismo va unido al rito del Ephpheta, la aperitio aurium, porque la


unción de los oídos y de las narices es una acción exorcística, como lo indica la
fórmula tradicional: Tu autem effugare diabole... En un principio los dos sentidos
eran señalados con el simple signo de la cruz, como advierte la Traditio; después
éste fue acompañado por la palabra taumatúrgica de Jesús al
sordomudo: Ephpheta! es decir, ¡Abrios! El gesto tenía también un significado
simbólico, puesto ya de relieve por San Ambrosio.

La ceremonia formaba parte del ritual del bautismo no solamente en Milán, sino
también en Turín, en Aquileya, en Rávena y en Roma; Juan Diácono lo atestigua
expresamente, añadiendo el pormenor, en uso también en las Galias, de que la
unción se hacía con el óleo. Pero San Ambrosio, que se gloría de seguir la
práctica romana, no parece aludir en el texto referido al óleo, sino a la saliva.
Pero si, al final del siglo V, Roma lo substituyó con una unción de óleo, más
tarde la unión de la ceremonia con el milagro del ciego de nacimiento, al cual
Jesús impregno los oídos con saliva, la hizo volver a poner en práctica, como ya
advierte el gelasiano: tanges ei nares et aures De Sputo, et dicis ad aurem:
Ephpheta...

La unción.
La unción del óleo sobre el pecho y las espaldas prescrita en este punto por el
gelasiano continúa la línea exorcística del rito. El candidato ha llegado al
momento crítico de la lucha con Satanás, porque dentro de poco renegará de él
solemnemente para darse definitivamente a Jesucristo. Con el Ephpheta se han
abierto y suelto sus sentidos para oír y expresar su voluntad; con esta unción se le
quiere substraer simbólicamente del dominio del enemigo, igual que el atleta que
iba a descender a la lucha con su adversario. Uñetas es quasi atleta Christim
— decía San Ambrosio — luctam huíus saeculi luctaturus. En Oriente no se
ungía solamente una parte, sino todo el cuerpo, de los pies a la
cabeza. Deinde vero, exuti — cementaba San Cirilo de Jerusalén — exorcízate
oleo perungebcmini a sumrnis verticis capillis usque ad ínfima, et participes
facti estis sinceran olivae I. Christi. Para salvaguardar la intimidad, la unción de
las mujeres la hacían las diaconisas.

El gelasiano no contiene ninguna fórmula para este rito. Después de los siglos
XI-XII, en el pontifical de la Curia lo vemos colocado después de la renuncia,
con la añadidura de la fórmula actual: Ego te lineo oleo salutis..., calcada sobre la
de la confirmación.

La renuncia a Satanás.

La irreductible oposición al demonio y a cuanto tiene relación con él, que


constituye una de las condiciones esenciales de la fe y profesión cristiana, era
sensible y vigorosamente afirmada con esta ceremonia, cuyo origen se remonta,
sin duda, a la época apostólica. En efecto, San Justino ya alude a ella a mitades
del siglo II, como también después la mayor parte de los Padres más antiguos.
Por lo demás, la lucha viva y cotidiana contra la idolatría hacía sentir entonces
fuertemente su necesidad y extraordinaria importancia.

Desde un principio, la renuncia a Satanás se hizo en el baptisterio poco antes de


recibir el bautismo, cuando ya los pies estaban sumergidos en el agua de la
fuente; aquam ingressi, escribe Tertuliano; venimus ad fontem. Ingressus es, dice
San Ambrosio al neófito. Sin embargo, en el gelasiano la encontramos anticipada
y unida al Ephpheta, porque substancialmente es, como las (precedentes, una
acción exorcística. El ceremonial romano posterior ha conservado señales de tal
transposición; en efecto, el Ordo actual prescribe que la renuncia, la unción y
el Ephpheta se hagan fuera de la cancela del baptisterio.

De la fraseología de que se sirven los Padres para designar el acto de la renuncia,


parece deducirse que este rito tenía en todas las iglesias un triple formulario casi
uniforme. En África y en Egipto, el candidato renunciaba al demonio, a sus
pompas y a sus ángeles. Aquam ingressi —escribe Tertuliano — renuntiasse nos
diabolo et pompae et angelis eius ore nostro contestamur; y más tarde,
Qucdvultdeus de Cartago dice a los neófitos: Vos professi estis, renuntiare vos
diabolo, pompis et angelis eius. Las "pompas" del diablo son los espectáculos
idolátricos, explica Tertuliano, y sus "ángeles," según la frase evangélica, son sus
ministros.

La fórmula romana olvidaba en la triple renuncia la alusión a los ángeles: "Yo


renuncio a ti, ¡oh Satanás! a todas tus pompas y a todas tus obras"; así la indica
la Traditio. Pero mientras en un principio tenía forma afirmativa, después (s. IV),
quizá por analogía con la profesión de fe, tomó forma interrogativa.

En Oriente, el acto de la renuncia revistió también una forma dramática. El


candidato, abjurando de Satanás, se volvía hacia occidente, el lugar de las
tinieblas, y, por tanto, del demonio; soplaba tres veces contra él con los brazos
extendidos en señal de amenaza; después, vuelto a oriente con las manos y los
ojos dirigidos hacia el cielo, pronunciaba una frase de adhesión a Cristo.

No parece que la liturgia romana, muy sobria siempre, haya aceptado nunca
gestos semejantes. La orientación a que hace alusión San Ambrosio, después de
haber hablado de la renuncia en el De mysteriis, debe interpretarse
probablemente en sentido figurado.

La "redditio symboli."

Al Sábado Santo estaba reservado el honor de la profesión de fe solemne y


oficial, por parte de los elegidos, con la redditio symboli. También en esto Roma
concordaba con el uso de la iglesia africana, como hemos dicho antes; y así lo
mantuvo posteriormente, según la rúbrica del gelasiano y del XI
OR: Sabbatorum die mane reddunt infantes symbolum; con la advertencia de
que, tratándose de niños, la redditio había llegado a ser una simple y fría
ceremonia. Un sacerdote pasaba revista a los dos grupos de infantes, niños y
niñas, e, imponiendo sobre ambos las manos, cantaba: Credo in unum
Deum... Reducida a estos términos, la escena, en un tiempo tan grandiosa y
conmovedora, había perdido casi todo su significado.

El último escrutinio se cerraba con una oración en común, arrodillados, y con la


advertencia del diácono: Filii carissimi, revertimini in locos vestros, expectantes
hofam, qua possit circa vos Dei gratia baptismum operan, y ellos eran llevados a
casa, en espera de dirigirse al atardecer al baptisterio pontificio del Laterano.

El Ritual del Catecumenado Después del Siglo VII.


Es difícil indicar con claridad cuál fue la práctica pre-bautismal seguida en Roma
y en otras partes después del siglo VII. En las iglesias francas, hasta que estuvo
en vigor el gelasiano, tanto en la recensión más antigua (Reg. 316) como en la
sincretística del siglo VIII, fue fácil encontrar las fórmulas relativas y aun las
prácticas directivas del rito con la ayuda del XI OR, tan largamente difundido
allí. Sabemos, en efecto, que el sistema romano de los escrutinios se aplicaba a
les catecúmenos también en Alemania y en Inglaterra. Pero cuando el gelasiano
tuvo que ceder el paso al nuevo ritual, el gregoriano, la práctica resultó más bien
complicada, ya que el sacramentarlo gregoriano, según la recensión adrianea, que
llegó a Francia alrededor del 790, parece que quiso simplificar
el Ordo precedente, reduciendo fórmulas y ceremonias. No mostraba ya señales
de las tres traditíones, excepto en una rúbrica: Oratio super infantes in
quadragesima ad quattuor evangelia, seguida de la fórmula Aeternam ac
iustissimam pietatem tuam, que concluía el exorcismo sacerdotal de los
escrutinios; no se habla ya de escrutinios, si bien los del a suponer en esta otra
rúbrica del Sábado Santo: Oratio in sabbato paschae. Ad reddentes dicit dominus
Papa post "Pisteusis." ítem ad cathechizandos infantes. "Nec te latet Satanás..."

También el orden de las ceremonias pre-bautismales se había cambiado; véase la


rúbrica que sigue a la precedente: Posí hoc tangit singulis nares et aures et dicit
eis: Ephpheta; postea tangit de oleo sancto scapulas etpectus et dicit:
Abrenuntias Satanae?...

He aquí por qué, ante tales incertidumbres, Carlomagno en el 812 creyó oportuno
consultar a todos los metropolitanos de su Imperio sobre un cuestionario acerca
de los ritos que en un tiempo se realizaban sobre los capacitados durante su
catecumenado. El conjunto de ritos propuesto por el emperador no tenía ninguna
relación con el Ordo baptismi gregoriano del sacramentarlo homónimo, pedido
por él a Roma poco antes, pero se había extraído de una carta escrita en el 758 a
Alduino por el famoso Alcuino, el cual la había compilado imperfectamente con
la del diácono remano Juan Senario.

Conocemos las respuestas de aquellos obispos, entre los cuales se distinguieron


Odilberto de Milán y Amalario de Metz (+ 850.) Este compiló la suya sobre el
modelo del XI OR y del gelasiano, pero introduciendo diversas variantes. Por lo
demás, en aquellos tiempos de gran libertad litúrgica, la uniformidad en el orden
de las variadas ceremonias prebautismales debía encontrarse en muy pocas
iglesias. Por ejemplo, una variante de importancia que aparece en el siglo X es la
anticipación al tercer escrutinio in aperitione aurium de la Ephphetatio, la cual
se había realizado hasta entonces en el Sábado Santo.

 
El Rito Bautismal.

Tiempo del Bautismo.

No nos consta que los apóstoles hubieran fijado un tiempo determinado para
conferir el bautismo; ellos, como atestiguan los Hechos, lo administraban
siempre que se presentaba la oportunidad. Tampoco la Didaché parece conocer
un tiempo determinado. El Ambrosiáster observa justamente: Primum omnes
baptizabant quibuscumque diebus vel temporibus fuisset occasio. Pero San
Justino en su primera apología, cuando describe el bautismo, preparado por un
ayuno solemne y público, no sólo del candidato, sino también de la comunidad
entera, y concluido con el santo sacrificio, hace sospechar fundadamente que
aquel ayuno y aquel bautismo tenían lugar en la solemnidad de Pascua como
quiera que sea, la primera disposición explícita sobre el particular, si bien no
tcdos la consideran auténtica, es del papa Víctor (190-202), el cual en una carta a
Teófilo de Alejandría, después de confirmar el uso romano de la fecha pascual,
añade: Eodem quoque tempore baptisma celebrandum est catholicum; es decir,
se confiere el bautismo oficial y solemne de la Iglesia.

La gran fiesta de Pascua era, en efecto, lógicamente el tiempo sagrado más a


propósito para la administración del bautismo, merced al cual, como había
explicado San Pablo, descendemos a la piscina para ser sepultados con Cristo y
resucitar de allí, según la imagen de su santidad, a la nueva vida de gracia. Hay,
por tanto, un íntimo nexo entré el bautismo y la fiesta de Pascua; de donde la
Iglesia en la liturgia de esta solemnidad entrelaza y funde estos dos conceptos,
estas dos resurrecciones, para cantar las glorias de una única Pascua, la de Jesús
cabeza y la de su cuerpo místico.

Tertuliano advertía ya esta trabazón: Diem baptismo solemniorem Pascha


praestat; cum et passio Domini in qua tingimur adimpleta est. Con todo, él añade
que, si el día de Pascua y el período de la quincuagésima pascual hasta
Pentecostés son el tiempo más a propósito para conferir el bautismo, omnis dies
Domini est, omnis hora, omne fenupus habile baptismo; si de solemnitate
interest, de gratia nihil referí. Como se ve, en África la disciplina en aquel
tiempo estaba todavía oscilante, y así se mantuvo en tiempo de San Agustín.

Pero muy pronto las exigencias de la preparación del grupo de los catecúmenos
empujaron a la necesidad de limitar con mayor rigor a una época determinada —
el tiempo de Pascua — su instrucción y su bautismo. Esto sucedió con la
organización del catecumenado a principios del siglo III. La Traditio nos da de
ello claro testimonio; y así se expresa siempre la tradición litúrgica de Roma,
exigida severamente por los papas en los siglos IV y V cuando en muchas
iglesias de Occidente se había introducido el uso oriental de bautizar en la
fiesta de la Epifanía, en memoria del bautismo de Cristo en el Jordán.

Tenemos sobre el particular una enérgica carta del papa Siricio (385-398) a
Himerio de Tarragona, la cual delinea claramente la disciplina eclesiástica sobre
la materia:

Sequitur deinde baptizaríaorum... improbabilis et emendando confusio... ut


passim ac libere natalitiis Christi seu apparitionis (Epifanía) necnon et
apostolorum seu martyrum festiüitatibus innumerae, ut asseris, plebes baptismi
mysterium consequantur; cum hoc sibi privilegium, et apud nos et apud omnes
eccesías, dominicum specialiter, cum pentecoste sua, Pascha defendat; quibus
solis per annum diebus ad fidem c o nflu er. tib us generalia baptismatis tradi
convenit sacramenta, his dumtaxat electis, qui, ante quadraginta vel eo amplius
elíes, nomen dederint, et exorcismis quotidianisque orationibus ieiunüs fuerint
expiati.

Exceptúa, sin embargo, de esta regla los casos de necesidad, como sería el temor
de un naufragio, la invasión de un ejercito o una enfermedad grave en los
neófitos.

Sicut sacram ergo paschalem reverentiam in nullo dicimus esse minuendam, ita
infantibus, qui nondum loqui poterunt per aetatem, vel his quibus in qualibet
necessitate opus fuerit sacri unda baptismatis, omni volumus celeritate succurri;
ne ad nostram perniciem tendat animarum, si negato desiderantibus fonte
salutari, exiens unusquisque de saeculo et regnum perdat et vitam.

El abuso condenado por el papa Siricio existía también en Italia, en la zona rural,
en el Piceno, en Sicilia. San León Magno y después el papa Gelasio lo deploran
en sus cartas a aquellos obispos. Sin embargo, a pesar de las recriminaciones de
los papas, la costumbre se mantuvo durante largo tiempo. Clodoveo fue
bautizado en la Navidad del 496; y todavía en el 1072, contra el antiguo uso
galicano, un sínodo de Rúan sancionaba: Vigilia üel die Epiphaniae ut nullus,
nisi infirmitatis necessitatet baptismate baptizetur, omnino interdicimus.

Se habrá notado cómo el decreto del papa Siricio atribuye el privilegio bautismal
a la Pascua: Cum Pentecoste sua, es decir, con los cincuenta días que le seguían
y se concluían con la fiesta de Pentecostés. Sin embargo, es fácil suponer que,
entre el número de los catecúmenos, no pocos, por insuficiente preparación, o por
alguna enfermedad que les sobrevenía, o por algún impedimento físico o moral,
no podían recibir el bautismo en Pascua. San Agustín, por ejemplo, lo recibió,
como narra Posidio, no in perüigilio, sino accedentibus diebus Paschae.
En el transcurso del tiempo, habiendo disminuido los bautismos de los adultos, y
considerando que los recién nacidos, por su misma condición, están expuestos
fácilmente al peligro de muerte imprevista, la Iglesia no sólo permitió, sino que
persuadió a los fieles que bautizaran solícitamente a sus niños no más allá de los
cuarenta días de su nacimiento.

Sin embargo — observa todavía el ritual —, cuando el nacimiento tiene lugar en


la proximidad de la Pascua y no exiote razón particular, es conveniente, en
homenaje a la antigua disciplina, ex apostólico instituto, esiperar a administrar el
bautismo durante la vigilia de Pascua o de Pentecostés inmediatamente después
de la consagración de la fuente.

San Ildefonso (+ 667) atestigua el uso, común en España y en otras partes en su


tiempo, de cerrar la fuente bautismal a principios de la Cuaresma con el sello del
obispo para que ninguno pudiese administrar el bautismo hasta Pascua. Todavía
en el siglo XVI en muchas ciudades episcopales, como en Genova, estaba
prohibido a los párrocos urbanos y suburbanos bautizar desde el Miércoles Santo
hasta teda la octava de Pascua. En este período, los recién nacidos debían ser
llevados a la fuente de la catedral.

La Sagrada Vigilia de Pascua.

Era la panuquia más solemne del año, aniversario de la resurrección del Señor,
recordada ya por San Justino y Tertuliano y celebrada por las fervientes
alabanzas de los Padres, velut mater omnium sanctarum vigíliarum. Los fieles
acudían en masa; hasta los fríos y los indiferentes sentían misteriosos
atractivos. Vigilat ista nocte — continuaba el santo Obispo — et mundus
inimicus et mundus reconciliatus.

El grupo de los elegidos en Roma se había dado cita al anochecer en el Laterano.


Para prepararles próximamente al bautismo, la iglesia romana, desde la más
remota antigüedad, había tejido esta vigilia de una selección de perícopas
escriturísticas alusivas al gran sacramento que iban a recibir, e intercaladas,
según la antigua tradición de Roma, entre las colectas y los cánticos, sacados no
del Salterio davídico, sino de las numerosas odas esparcidas en los libros
sagrados del Antiguo Testamento. Las lecturas eran doce, dispuestas como otras
tantas grandes misiones de la historia del mundo y del pueblo de Dios, figura de
los novísimos misterios de Cristo y de su Iglesia. El obispo y los presbíteros, para
mantener despierta la piadosa atención de los fieles, hacían el comentario
frecuentemente de viva voz, mientras las oraciones que seguían a cada una
exigían una aplicación ascética en relación con el bautismo. Los catecúmenos
oían, cantaban, rezaban, y toda la comunidad con ellos y por ellos. Omnes
petebatis — decía después a los neófitos San Agustín — orando, psallcndo.

Es interesante recordar cómo el sistema numérico de las lecturas romanas,


llamadas más tarde "profecías," sufrió muchas variaciones a lo largo de los
siglos. No hay duda que en un principio eran doce, según el antiguo tipo de la
vigilia remana, todavía vigente en las cuatro témporas y confirmado por el
sistema paralelo de Jerusalén, de Luxeuil y de Silos; pero ya en el gelasiano
(Reg. 316) las encontramos reducidas a diez; en el Comes ab Albino expositus (s.
IX), a seis, y en el sacramentarlo de San Gregorio, a cuatro: la del Génesis
1:131: In principio creavit Deus; del Éxodo 14:24-31: Factum est in vigilia
matutina; de Isaías 4,16: Adprehendent septem muíeres, y la otra, del mismo
(54:17 ss.): Haec est hereditas. Pero la tradición duodenaria primitiva no se
perdió. Recogida por el gelasiano original, pasó a la recensión de los llamados
gelasianos del siglo VIII y se mantuvo en el sistema romano de perícopas
emparentado con los gelasiancs, de los cuales es exponente el comes de
Murbach; hasta que, a través de la práctica de las iglesias septentrionales, en
tiempo de los Otones terminó por entrar en la liturgia de Roma y mantenerse en
ella, no sin notables oscilaciones, hasta nuestros días.

La Bendición de la Fuente.

Es cierto que en un principio el agua bautismal no recibía una bendición previa;


el hecho mismo de tener que usar agua viva, como prescribe la Didaché, es
decir, el agua corriente, lo excluye. No tiene, por tanto, positivo fundamento la
afirmación de San Basilio de que una bendición de este género es de
institución apostólica.

Pero muy pronto la elaboración teológico-litúrgica, sugerida fácilmente por


varios textos escriturísticos, sobre todo aquel a los hebreos: Abluti corpas aqua
munda, llevó a invocar a Dios sobre aquellas aguas, para que, como dirá después
San Cipriano, purificadas de toda influencia demoníaca, recibiesen la virtud del
Espíritu Santo y, consiguientemente, la facultad de santificar a los
bautizandos. En la segunda mitad del siglo II, Clemente Alejandrino, citando las
palabras del gnóstico Teodoto, y San Ireneo, refiriéndose a la costumbre de los
marcosíanos, suponen que, en los conventículos herejes, el agua de su pseudo-
bautismo era ya objeto de una preparación ritual. En el campo católico,
Tertuliano es el primero en hablar como de una práctica pacíficamente admitida
en las iglesias africanas en su tiempo. En el tratado De baptismo escribe: Omnes
aquae... sacramentum sanctificationis consequuntur, invocato Deo. La
invocación divina a que alude él se refiere evidentemente a una fórmula
epiclética, que más tarde encontramos también en todas las liturgias, sobre cuya
necesidad los Padres de los siglos IV y V insistieron vigorosamente.

Pero tales epiclesis suponían igualmente un exorcismo? La respuesta afirmativa


es muy probable, porque Tertuliano añade poco después que las aguas son
purificadas por una intervención del ángel, que prepara el camino a la acción
santificadora del Espíritu. Pero esta medicatio aquae debía ser, en forma más o
menos velada, un exorcismo. En efecto, con él se relaciona lo que dice
expresamente San Cipriano: Oportet ergo mundari et sanctificari aquam prius a
sacerdote, ut possit baptismo suo peccata hominis, quo baptizatur, abluere. Por
lo demás, como la mentalidad cristiana consideraba al agua como un elemento de
suyo insuficiente para producir efectos espirituales, según la frase de San
Agustín: Aqua non est salutis nisi Christi nomine consécrala, existía en aquellos
siglos una confusa mentalidad pagana, que ponía en el agua una de las sedes de
los espíritus malignos. De aquí la necesidad de una doble acción epiclética y
exorcística.

Las antiguas fórmulas occidentales debieron, por tanto, compilarse según este
doble esquema. San Ambrosio no nos ha dejado testimonio completo de la que
estaba en uso en Milán. La antigua fórmula romana se encuentra en el gelasiano
(Reg. 316), y substancialmente es la que se recita todavía el Sábado Santo. Esta,
precedida de la apología personal Omnipotens, sempiterne Deus, adesto magnae
pietatis tuae mijsteril..., se compone actualmente de los siguientes miembros:

a) La introducción a un diálogo eucarístico: Veré dignum et iustum est... aeterne


Deus, que falta en el gelasiano y aparece solamente con los gregorianos del siglo
IX.

b) La consagración del agua, con la invocación del Espíritu Santo sobre la


Iglesia y sobre el agua: Deus, qui inüisibili potentia..., a fin de que de su seno
inmaculado "proceda una generación celestial regenerada en la nueva vida; y a
los que ahora distingue el sexo del cuerpo, la edad o el tiempo, regenere a todos
la gracia, a manera de madre común, en la misma infancia": in unam pariai
gratia mater infantiam. A ésta sigue

c) El exorcismo sobre el agua: Proculergohinc, iubente te, Domine, omnis


spiritus immundus abscedat... ut omnes hoc lavacro salutífero diluendi...
perfectas purgationis indulgentiam consequantur.

Termina en este punto, según parece, la parte primitiva y más homogénea de


la Benedictio, a la cual puede asignarse un origen más próximo al siglo IV que al
V, porque San Pedro Crisólogo, de Rávena (+ c. 450), cita ampliamente trozos de
ella en sus sermones.

d) A la precedente se añadió, durante el siglo VI, una segunda bendición del
agua, puesta en singular, que comienza así: Unde benedico te, creatura aquae,
per Deum vivum, per Deum sanctum..., y se interrumpe en las
palabras baptizantes eos in nomine P. et F. et S. S. Muchos consideran esta
fórmula de origen galicano, pero en realidad no es otra cosa que la fórmula
exorc'stica propia del rito ambrosiano, cambiado poco felizmente el
principio Adiuro te en Benedico te, ya que no puede ponerse en duda que
el Adiuro te... per... representa el texto original, conforme a la fraseología
tradicional de los exorcismos, usada por el misriio gelasiano para la Benedictio
fontis suplementaria, mientras la construcción romana Benedico te... per... resulta
extraña e ininteligible. Añádase que el texto subsiguiente: Haec nobis praecepta
servantes..., que concluye con la doxología, se presenta como una añadidura
posterior a la fórmula definitiva, realizada, junto con el prefacio, al principio, con
el fin de dar a la bendición de la fuente una especie de anamnesis y de epiclesis
sobre el modelo de la anáfora eucarística. Lo comprueba la diversidad del tono de
lectura y la brusca interrupción del desarrollo conceptual, que no se verifica, en
cambio, en la fórmula milanesa, la cual prosigue y concluye normalmente.

La infusión del crisma, que se realiza en esta última parte de la consagración de


la fuente, si bien desconocida por el Ordo del gelasiano, es mencionada
explícitamente por el XI OR, cuya rúbrica dice: Haec omnia expíeia, junait
chrisma de vásculo áureo intro in fontes super ipsam aquam in modum crucis; et
cum manu sua miscitat ipsum chrisma cum aqua et aspergit super omnem fontem
vel populum circumsiantem. Pero la fórmula Infusio chrismatis D.N.I.C. ... y la
otra Sanctificetur... (siempre para el crisma) se encuentran por primera vez en los
sacraméntanos gregorianos del siglo IX.

Los gestos varios distribuidos actualmente durante el canto de la bendición, todos


de fácil simbolismo en relación con el texto, no son originales, sino introducidos
en el siglo IX. Es una excepción la signatio crucis al Benedico fe, de la cual
hablan repetidamente los Padres del siglo IV, y el cambio de voz prescrito en las
palabras Haec nobis praecepta... sint etiam purificandis mentibus
efjicaces, ambos mencionados por el gelasiano. Este último se debe
probablemente a la fractura de la fórmula; en cambio, otros los explican por el
deseo de preparar y poner melódicamente más de relieve el triple canto de la
fórmula epiclética Descendat in hanc plenitudinem fontis... que sigue
inmediatamente. La primera inmersión del cirio en la fuente, realizada cada vez
más profundamente y con voz más elevada, quería significar en el simbolismo
antiguo a Cristo o al Espíritu Santo, que desciende sobre las aguas para tomar
casi materialmente posesión de ellas y comunicarles la vis generativa
spirituale. Qui... arcana sui luminis admixtione foecundet... En un principio,
Roma no sumergía el cirio, sino los cirios encendidos llevados por los diáconos
regionarios.

Terminada la consagración de la fuente, antes de derramar los óleos santos, el


celebrante debe asperjar a los fieles presentes. De la aspersión, como antes
decíamos, nos da testimonio el XI OR, el cual, sin embargo, la describe después
de la infusión del crisma El pueblo en este momento solía sacar con sus propios
vasos el agua consagrada ad aspergendum in domibus vel in vineis vel in campis
vel fructibus. Esta piadosa costumbre se conserva todavía.

La Ablución Bautismal.

Ya que el bautismo, generalmente, se administraba por inmersión unida a la


infusión, era necesario que el catecúmeno, entrando en la piscina, estuviese
completamente desnudo. Como quiera que sea, para evitar que el cuerpo
apareciese menos decoroso, se aconsejaba a los catecúmenos tomar un baño el
Jueves Santo; ne baptizandorum corpora — observa San Agustín — per
observantiam quadragesimae sordidata  cum offensione sensus ad fontem
venirent. No es cierto, al menos en Occidente, que" tratándose de mujeres,
existiera un ministerio de viudas o diaconisas; San Ambrosio no le conoce.
Venisti ad fontem — dice a los neófitos de ambos sexos — descendisti in eum,
adtendisti summum sacerdotem, levitas et presbyterum in Jonte vidisti; sin
embargo, no puede ponerse en duda que la Iglesia salvaguardaba lo mejor que
podía las razones de la modestia, sea con la separación de sexos, y a veces
también de baptisterios, sea ayudándose de la escasa luz que durante la noche
debía existir en el baptisterio. Además, para juzgar aquella antigua disciplina es
preciso tener en cuenta los usos públicos de la vida pagana, que hacían entonces
a las personas menos accesibles a los estímulos de los sentidos.

Con los vestidos, el bautizando, antes de entrar en la concavidad bautismal, debía


quitarse todos sus accesorios aun de simple adorno, como amuletos, anillos,
pendientes, etc., donde, según la concepción antigua, el demonio podía esconder
una insidia. La Traditio, en efecto, advierte que las mujeres no pueden
presentarse al bautismo con joyas y collares de ningún género y deben deshacer
las trenzas de sus cabellos.

La ablución bautismal iba estrechamente unida a una profesión de fe en las


verdades fundamentales de la religión cristiana. La vemos exigida desde los
tiempos apostólicos antepuesta al acto del bautismo; y es cierto que la más
antigua regula fidei, que llegó a ser después el llamado "símbolo apostólico,"
nació de la necesidad de proponer a los catecúmenos una fórmula que de manera
sumaria, pero simple y completa, contuviera las verdades aprendidas por ellos de
los catequistas y les sirviese dé norma para juzgar de la ortodoxia de una
doctrina. En efecto, habla en este sentido San Ireneo cuando escribe que para
advertir la sutil insidia de las lucubraciones heréticas de los gnósticos es preciso
apelar a aquella inmutable regla de fe, el κανών της αληείας άκλινής, que cada
uno ha recibido en el propio bautismo.

La profesión de fe tenía forma interrogativa y proponía la doctrina católica


en Dios uno y trino en tres miembros distintos. El candidato, ya con los pies en
el agua, expresaba su consentimiento a cada una de las preguntas
diciendo: Credo. A cada respuesta del catecúmeno, el obispo lo sumergía en el
agua de la fuente. Se obtenía con esto, observa San Ambrosio, una trina
interrogatio, una trina confessio y una trina mersio.

He aquí cómo describe el rito la Traditio: (Después de la unción exorcística, el


sacerdote remite el catecúmeno) "al obispo o al sacerdote, que está junto al agua.
Igualmente, un diácono desciende en el agua con el que debe ser bautizado.
Tanto el diácono que está en el agua como el que bautiza imponen la mano
sobre la cabeza del bautizando diciendo: "Crees en Dios, Padre
omnipotente?" y el que es bautizado responde: "Creo."

A la distancia de casi dos siglos, San Ambrosio no describe de otra manera la


escena de la ablución bautismal.

Todos los antiguos ordines baptismi, aun orientales, convienen substancialmente


con el ritual romano. Las pocas diferencias existentes se refieren solamente a los
artículos de la fe, puestos más o menos de relieve en las interrogaciones, como
observaba ya Tertuliano: Dehinc ter mergitamur, amplius aíiquid respondentes
quam Dominus in evangelio determinavit.

Tratándose de niños, respondían en su nombre los que los presentaban.

Las interrogationes fidei se conservan todavía en nuestro ritual, pero extraídas


del acto del bautismo. No es fácil saber cuándo sucedió esto. Probablemente
alrededor de los siglos VIII-IX al menos en las Galias, ya que es en esta época
cuando aparece la pregunta Vis baptizan? inserta entre las interrogaciones y la
ablución. El nombre, que en nuestro Ordo precede a la primera
interrogación: credis..., falta en el ceremonial antiguo, pero se encuentra ya en
los gelasianos del siglo VIII.
Por los testimonios antes citados, se deduce con bastante claridad que el
bautismo se administraba con una triple inmersión acoplada a una triple
infusión. En la práctica, la inmersión estaba limitada a la parte inferior de las
piernas, que quedaban sumergidas en el agua de la piscina hasta casi las rodillas,
mientras el ministro, imponiendo la mano izquierda sobre el bautizando,
derramaba con la derecha por tres veces el agua sobre su cabeza, la cual después
fluía a lo largo de todo el cuerpo. Los antiguos monumentos confirman esta
práctica litúrgica.

La triple inmersión simbólica, ya prescrita por la Didaché en homenaje al dogma


trinitario y que ha permanecido como norma litúrgica en toda la Iglesia, sufrió
una excepción en España y en alguna provincia de Italia, donde hacia el final del
siglo V se introdujo el uso de una única inmersión, como afirmación de fe en la
unidad de las tres divinas personas, contra los arríanos. La novedad fue muy
combatida; más aún, fue oficialmente deplorada por el papa Pelagio I, en el 560,
en una carta al obispo de Volterra, y antes de él por el papa Vigilio (540-555) a
Profuturo de Braga. Más tarde, diferida la cuestión a San Gregorio Magno, la
práctica fue reconocida como legítima por éj, porque, aunque contraria al uso
romano, in tribus mersionibus pérsonarum trinitas, et in una potest divinitatis
singularitas designari.

Acerca de la fórmula del bautismo, debe deducirse del examen de los textos


antes referidos de San Hipólito y de San Ambrosio que la triple profesión de fe
en las tres divinas personas, alternada con la triple ablución, constituía en Roma
y en Milán la forma del sacramento. La invocación (epiclesis) de la Trinidad en
el bautismo, de que a veces han hablado los Padres, se explica suficientemente
con las interrogaciones de fide, sin suponer una fórmula a propósito, que los
textos no sugieren de ninguna forma.

De la fórmula actual Ego te baptizo..., que se encuentra, en primer lugar, en


Oriente en los Cañones Hippolyt, nos da testimonio en Occidente la carta de
Paulino de Aquileya al sínodo de Forli (796), y se encuentra en la misma época
en el sacramentarlo gregoriano adrianeo, proveniente de los gelasianos del siglo
VIII o de los libros galicanos.

La administración solemne del bautismo fue siempre una de las funciones


reservadas al obispo. Non licet — escribía ya San Ignacio de Antioquía — sine
episcopo neque baptizare, neque agapen celebrare; y Tertuliano confirma esta
regla, observada también en su tiempo. Razón por la cual, si en Pascua faltaba en
una diócesis el obispo, era imposible administrar el bautismo a los catecúmenos.
Entre las actas del concilio de Calcedonia se encuentra una carta del clero de
Edesa a los obispos Eustaquio y Focio en la cual les ruegan que permitan al
obispo Ibas volver a Edesa para administrar el bautismo en la próxima Pascua.
Poseemos una carta parecida de San Gregorio Magno a Romano, hexarca de
Rávena, en la cual le ruega que trabaje para enviar a Ortensa a su obispo Blando,
porque en su ausencia les niños morían sin bautismo.

Pero los obispos, aun para aliviar su no pequeña fatiga, delegaban fácilmente la


facultad de bautizar en los sacerdotes y en los diáconos; más todavía,
buscaban ansiosamente otros en las diócesis sufragáneas para satisfacer las
crecientes exigencias de la multitud de catecúmenos. En Roma, el XI OR observa
que el papa, después de haber bautizado uno, dos o más infantes, según su
parecer, ceteri a diácono, cui ipse iusserit, baptizantur. Era ésta una tradición de
la que nos da testimonio ya San Hipólito. De una carta del papa Siricio (+ 398) a
los obispos de la Galias, parece que allí los sacerdotes y los diáconos
bautizaban sin delegación episcopal, escudándose, para propia justificación, en
la existencia de alguna necesidad. El papa declaraba que solamente en los casos
urgentes puede per salutaris aquae gratiam daré indulgentiam peccatorum; pero
a los diáconos nulla licentia invenitur esse concessa.

En el bautismo privado, es decir, en caso de necesidad, faltando un ministro


cualificado, la Iglesia latina permitió siempre a cualquiera, aun laico, sea hombre
o mujer, el administrar el bautismo. Esta disciplina gozó en un principio de una
adhesión absoluta y universal; las iglesias de África y muchas orientales excluían
a las mujeres, y especialmente a los herejes; así, cuando alguno volvía a la
verdadera fe, debía someterse a recibir de nuevo el bautismo. La iglesia de Roma
reprobó esta práctica, que en el 254 originó una fuerte y áspera controversia entre
el papa Esteban I y el obispo de Cartago San Cipriano. Este había escrito al
pontífice que en un sínodo de obispos africanos reunidos en Cartago, entre otras
prescripciones sancionadas, se había decidido que los convertidos de la herejía ya
bautizados fuera de la Iglesia se debían rebautizar. Justificaba tal decisión con la
tradición de las iglesias africanas, que era la misma de las iglesias de Frigia y de
Capadocia, de las cuales se había hecho intérprete Firmiliano de Cesárea en una
carta suya a San Cipriano.

La respuesta del papa fue decisiva. Desaprobaba la decisión de los obispos,


alegaba la contraria tradición romana como sagrada y veneranda herencia
apostólica y, en fin, con verdadero y propio decreto, determinaba: "Si, por tanto,
alguno entre vosotros vuelve a la Iglesia proveniente de cualquiera secta herética,
no sea sometido a ningún nuevo rito, nihil innovetur nisi quod traditum
est, excepto el tradicional de imponerle las manos para intimarlos a la
penitencia, ut manus illis imponantur ín poenitentiam." Puso fin a la encendida
polémica, que pudo convertirse en cisma, la feroz persecución de Valeriano
(257), que quitó de la arena a los dos adversarios: en primer lugar, a San Esteban
(2 de agosto del 257), y un año más tarde, a San Cipriano (14 de septiembre del
258). Sin embargo, el uso romano terminó por triunfar en seguida aun en África.
Y con razón, pues la validez del rito no depende de la fe o de la dignidad del
que lo realiza, sino del poder de Dios, invocado sobre el bautizando, que
interviene con la impronta indeleble del Espíritu Santo.

Cuando el neófito salía de la piscina chorreando agua, encontraba pronto al


padrino o a la madrina, que con un paño especialmente preparado lo secaba y lo
cubría. Era uno de los oficios del padrino, al cual aludía probablemente
Tertuliano en su tiempo cuando, después de haber descrito la ablución bautismal,
añade: Inde suscepti... Los susceptores (llamados también sponsores,
fideüussores, patrini) eran los que, presentando alguien al bautismo,
garantizaban, si era adulto, su recta intención. Generalmente, en la antigüedad
eran los mismos padres los que ofrecían al bautismo sus niños; más tarde fueron
excluidos para poner más en evidencia la diversidad de la generación carnal, que
les correspondía a ellos, de la formación moral y religiosa, a la cual estaba
llamado el padrino. En el campo litúrgico, aquél debía responder, si se trataba de
un niño, a la profesión de fe, a la renuncia a Satanás, a las interrogationes
baptismi; asistirlo además en el acto del bautismo y acompañarlo después a la
misa de Pascua y de la octava pascual, haciendo la ofrenda en nombre de su
ahijado, mientras se recitaba el nombre de ambos en los dípticos.

El paño de lino con que se secaba al neófito se conservaba frecuentemente como


recuerdo querido del bautismo. Víctor Vítense narra el extraño episodio de un
diácono (Murria) que en su tiempo había sacado de la fuente a Elpidofono, que
después se hizo apóstata y perseguidor. Cuando Murita, denunciado por él como
cristiano, iba a ser extendido sobre el caballete para la tortura, sacó fuera los
paños de lino con los cuales lo había recogido en la fuente bautismal y,
extendiéndolos delante de todos, exclamó: "He aquí los paños que te acusarán
delante del Juez divino, porque te has revestido de maldición, perdiendo el
sacramento del verdadero bautismo y de la fe." A estos paños se los
llamaba sabana. Poseemos una carta del papa Paulo I a Pipino en la cual le da las
gracias por haberle mandado el paño (sabanum) con el cual había sido cubierta
su hija al salir de la fuente, y afirma haberlo agradecido como un precioso regalo.

La legislación carolingia exigía con mucho rigor que los padrinos y las madrinas
estuviesen en condiciones de cumplir fielmente su oficio, conociendo los
elementos de la vida cristiana, el Pater y el Credo, y que se mantuviesen
irreprensibles en sus costumbres. Por esto debía excluirse a los indignos, como
les herejes, los infieles, los excomulgados, los pecadores públicos. Generalmente,
la Iglesia exigió un solo padrino, según el sexo del bautizando; pero a principios
del siglo VIII se pusieron dos, tres y aún más, frustrando en la práctica el fin del
padrinazgo. A este propósito, un sínodo de Metz en el 888 establecía: Nam unus
Deus, unum baptisma, unus, qui a fonte suscipit, debet esse paier vel mater inf
antis.

Los Ritos Postbautismales.

La Unción Crismal.

Encontramos las primeras menciones, en África, en Tertuliano, y en Roma, en


la Traditio.

En la Traditio, la unción se describe así: Et postea (el bautizado) cum ascendeñt,


ungeatur a presbítero de illo oleo quod sanctificatum est, dicente: Ungeo te oleo
sancto in nomine lesu Christi. Esta crismación, propia del uso romano-africano,
no era primitiva, pero se introdujo muy pronto en el ritual del bautismo para
significar los efectos de la gracia santificante producidos en el alma del neófito;
los cuales, según un conocido lenguaje bíblico, fueron siempre presentados como
una unción espiritual procedente del Espíritu Santo. Baptisma esse sine Spiritu
non potest, decía San Agustín. La unción en particular decía relación con la
recibida en un tiempo por los sacerdotes y por el rey, prefigurativa de la unción
real y sacerdotal de Cristo, por la cual el bautizado también se hacía "ungido,
cristiano," membrum Christi, aeterni regís et sacerdotis, y se incluía en el genus
electum, en el regale sacerdotium" en la geris sancta de que habla San Pedro. Es
el mismo concepto que llevó también a algunas iglesias de Oriente a coronar al
neófito y a aclamar la dignidad de que el bautismo lo había revestido.

Por esto, la unción se hacía, según el ceremonial hebreo, sobre la


cabeza; ín cerebro, dice el gelasiano; o, como nota el XI OR, in vertíce. La
realizaba el mismo sacerdote o el diácono que había conferido el bautismo, a no
ser que estuviese presente el obispo; y era totalmente distinta de la otra
crismación que seguía a la imposición de las manos hecha por el obispo en la
confirmación, y acompañaba a la consignatio, es decir, al hacer la señal de la
cruz sobre la frente. San Agustín daba una especialísima importancia a la unción
postbautismal, porque la consideraba como el símbolo eficaz de la colación de la
gracia mediante el don del Espíritu Santo.

La vestidura blanca.

El simbolismo cristiano encontró un modo de expresar la pureza interior


efectuada por el lavatorio bautismal cubriendo al neófito con una vestidura
blanca; lo mismo que, según parece, hicieron en las iniciaciones de sus adeptos
los cultos mistéricos antiguos.
No sabemos bien cuándo fue introducida la ceremonia o, como alguno quiere
suponer, cuándo se transformó en rito litúrgico el gesto natural de secar con un
paño de lino blanco al neófito. Las primeras alusiones las encontramos en
Oriente, en la narración que Eusebio hace del bautismo de Constantino el
Grande (+ 337), y más específicamente en las iglesias de Siria, hacia la mitad del
siglo IV. De allí probablemente pasó a Occidente. En la segunda mitad de aquel
siglo lo encontramos en Roma, Milán y África. San Ambrosio dice al
neófito: Accepisti post haec, vestimenta candida ut esset indicium quod exueris
involucrum peccatorum, indueris innocentiae casta velamina. En Roma es
testigo la carta de Juan Diácono a Senario; y sabemos con cuánta generosidad
San Gregorio Magno proveía de albas bautismales a los neófitos pobres de Sicilia
y de Córcega. El Ordo Romanus hace también alusión a ello, pero sin dar a
entender que el papa pronunciase fórmula alguna sobre el particular; en cambio,
ésta existía en las Galias, según nos refiere el misal de Bobio: Accipe vestem
candidam et itnmaculatam quam pereras ante tribunal Christi.

Los neófitos llevaban la vestidura blanca recibida en el bautismo durante toda la


octava de Pascua al menos durante la misa y la procesión de la tarde que
celebraban cada día y, en ciertos lugares, también en la vida civil. Los libros
litúrgicos titulan aquellos días in albis, y la nomenclatura ha quedado todavía en
el misal. Las albas, junto con la larga venda que velaba la unción crismal de
la consignatio, eran depuestas por los neófitos el sábado de Pascua, llamado por
esto in albis depositis. San Cesáreo de Arles, en efecto, decía: Paschalis
solemnitas hodierna festivitate concluditur; et ideo hodie neophitomm habitas
commutatur. La ceremonia se realizaba en el baptisterio. Desde aquel día
formaban parte ya de la comunidad de los fieles: ecce miscentur hodie fidelibus
infantes nostri.

Es oportuno notar cómo nuestro ritual aplica la misma fórmula: Accipe vestem


candidam..., sea al pañito (linteolus) que en el baptismo parvulorum debe
colocarse sobre la cabeza del niño (imponit capiti eius), sea a la vestís
candida, de la cual en el baptismo adultorum prescribe que se revista el nuevo
bautizado. Ahora bien: si en este segundo caso la fórmula está en su lugar, en el
primero no está tan acertado, perqué una vestidura, si de vestidura se puede
hablar en un niño, no se coloca en la cabeza.

Apoya esta teoría el observar que el linteolus que hay que poner sobre la cabeza
del recién nacido no representa ni substituye a la vestidura blanca tradicional,
sino al pañuelo (linteum, chrismale, mitra) con que por reverencia se cubría la
cabeza del neófito después de la unción crismal recibida en la confirmación; la
cual, como es sabido, seguía inmediatamente al bautismo. Leemos en una carta
de Troyano, obispo de Saintes, en las Galias: Consulitis de quodam puero qui
nescire se didt si fuerit baptizatus t nisi hoc tantum recolít, qud de linteo caput
habuit involutum, quod frequenter infirmantibus jieri solet ne caput
algeat. También se llevaba en la cabeza durante la octava de Pascua
el chrismale, el cual, junto con el alba, se quitaba el sábado. Per esto, San
Agustín decía: Hodie octavae dicuntur infantium; revelando sunt capita eorum.

El Cirio Encendido.

Después de la unción crismal, el sacerdote da al recién bautizado o al padrino que


lo representa una vela encendida, acompañando el rito con una fórmula, que se
inspira, como toda la ceremonia, en la parábola evangélica de las vírgenes
prudentes. Ésta traditio lampadas ha entrado en La liturgia romana con el
pontifical de los papas (s. Xl-XII); pero ciertamente se relaciona con la abundante
iluminación que desde el siglo IV, especialmente en Oriente, se encendía en la
noche de Pascua en señal de alegría por el bautismo (la illuminatio) de los
neófitos, a la cual se asociaban con las luces. San Ambrosio conmemora
los lumina neophitomm splendida, que éstos llevaban en la procesión de la fuente
al altar.

La confirmación.

A la recepción del bautismo seguía inmediatamente la consignatio del neófito, es


decir, la confirmación, dada por el obispo con la imposición de la mano y la
unción del crisma sobre la frente. De ella hablaremos ampliamente en la sección
segunda.

La misa y la comunión pascual.

Terminadas las ceremonias postbautismales, la candida fila de los neófitos, al


canto del salmo Introibo ad altare Dei, ad Deum qui laetificat iuventutem meam,
abandonaba ordenadamente el baptisterio para dirigirse a la iglesia, donde
había quedado la muchedumbre de los fieles respondiendo a las invocaciones de
la letanía sugeridas por la schola. Colocados en el lugar asignado, todo estaba
dispuesto para la solemne celebración de la misa, en la cual ellos participaban por
primera vez, comenzando por la oratio fidetium, que iniciaba el sacrificio.
Acogidos ya en la casa de la madre, vosotros — les decía Tertuliano — abrid,
confiados, los brazos a la vista del Padre celestial: primas manus apud
rnatrem (la Iglesia = Ecclesia mater) cum fratribus aperitis.

El altar aparecía adornado como de fiesta; compositum lo llamaba San Ambrosio;


dispuesto "para recibir las oblaciones de los fieles. En Milán, sin embargo, no se
solía permitir a los neófitos, en gran parte todavía niños, hacer en los días de la
octava de Pascua la ofrenda, como los otros, porque — declara el mismo santo
Doctor — éstos no están suficientemente instruidos para comprender el
significado: ne offerentis inscitia contaminet oblationis mysterium. En su lugar
ofrecían sus padrinos, y sus nombres eran leídos por el diácono en los dípticos.
Por lo demás, todo el formulario de la misa estaba lleno en aquel día del
pensamiento de los neófitos y del profundo sentido de alegría, que hacía vibrar
suavemente el corazón de cada uno y ponía en los labios del pontífice acentos de
sublime lirismo.

En esta misa, los neófitos recibían por primera vez la comunión eucarística. Era
un sagrado deber observado en la Iglesia desde los tiempos apostólicos; San
Justino nos da de ello testimonio, y después, todos los Santos Padres. No se
exceptuaba a los niños aun de tierna edad; más aún, San Agustín y el papa
Inocencio I la hacen condición indispensable de salvación.

2. La Confirmación.
Su Institución Divina.

Desde la época apostólica se presenta unida al bautismo una institución


complementaria, la confirmación, que confiere a los neo-bautizados una especial
efusión del Espíritu Santo y señala su inserción en el cuerpo místico de
Cristo. Jesús la había prometido a sus apóstoles después de su ascensión al cielo,
declarando que ella perfeccionaría su formación sobrenatural y los haría idóneos
ejecutores de la misión a ellos confiada. Los apóstoles lo recibieron el día de
Pentecostés. Se realizaban así, con la promesa del Maestro, las profecías
mesiánicas de Isaías, Ezequiel y Joel.

Pero la plenitud del Espíritu Santo no debía ser privilegio de pocos; todos
debían beneficiarse a través del ministerio jerárquico de la Iglesia. San Pedro
Jo declaraba formalmente en su discurso inaugural, prometiéndolo a todos
aquellos que hubiesen sido regenerados en Cristo: Baptizetur unusquisque
cestrum in nomine lesu Christi... et accipietis donum Spiritus sancti. Tal fue la
práctica de la Iglesia naciente. Al bautismo sigue, inmediatamente o lo antes
posible, la administración de la confirmación.

Cuando el diácono Felipe envía a los apóstoles las consoladoras noticias de los
bautismos conferidos por él a las gentes de Samaría, Pedro y Juan se dirigen en
seguida allá y administran a los neófitos la confirmación. En Efeso, San Pablo
advierte que un cierto número de fieles considerados por él como cristianos no
han recibido más que el bautismo de Juan, y ordena que sean bautizados
inmediatamente in nomine lesu; después, él imponiéndoles las manos, les
administra La confirmación.

De estos hechos se deducen claramente dos cosas:

1) Que el bautismo y la confirmación, aunque son dos elementos rituales


claramente distintos, forman un todo en el cuadro de la iniciación cristiana
querida y realizada por los apóstoles. Razón por la cual, si el bautismo viene
de Cristo, también la confirmación exige el mismo origen divino.

2) Que la administración de la confirmación se presenta desde el principio como


una institución con fisonomía propia y permanente, pacífica y universalmente
admitida en la Iglesia; es decir, que difícilmente podría explicarse sin remontarse
a una taxativa disposición de Jesucristo.

La crítica racionalista ha pretendido que la imposición de las manos es creación


de las iglesias paulinas, en oposición a las judeocristianas. Pero la narración
del episodio de Efeso hecha per San Lucas, compañero de San Pablo en sus
viajes a través de las comunidades asiáticas y macedónicas, está en plena
armonía con la práctica observada por Pedro y Juan con las iglesias judaizantes
de Samaría.

La confirmación en un principio tuvo solamente un nombre genérico, imposición


de las manos, el rito por el cual se administraba, ccmún, por lo demás, a otros
sacramentos. Como corona y perfeccionamiento de la regeneración espiritual del
fiel en el bautismo, es llamada por Clemente Alejandrino "el don perfecto.," Esta
noción, aunque sólo más tarde fue concretada en un nombre — la confirmación
—, se encuentra frecuentemente en los Padres latinos. San Ambrosio observa
que post ontem (baptismi) superest UT Perfectio fíat, quando ad invocationtm
sacerdotis Spiritus sancius injunditur. Y en el concilio de Elvira se ordena que,
cuando alguno ha sido bautizado por diáconos, episcopus eum per
benedictionem (o per manus impositionem) Perficere debebit.

Tratando del bautismo, hemos aludido al término σφραγις (=


señal, signaculum), que indica La señal indeleble impresa por Cristo en el alma
del neófito en el acto de la iniciación a La fe. En los textos más antiguos, el
mismo término comprendía también la confirmación, unida siempre con el
bautismo; pero más tarde, vemos que signaculum, consignatio, tiende a significar
preferentemente el signum de ingreso de los bautizados en la milicia espiritual de
Cristo por medio de la confirmación. De San Cipriano es esta bella
afirmación: Ut (neophitae) per manus impositionem Spiritum Sanctum
consequantur, et signáculo dominico consumenÍur. También San Cornelio Papa
(251-53), escribiendo a Fabio de Antioquia, designa con el vocablo σφροφσηναί
el conjunto de ritos que confieren el don del Espνritu Santo. Hay que recordar a
este particular que los paganos usaban un signaculum, en los contratos, en los
vestidos, en los soldados, en los esclavos, por medio del cual se indicaba que
aquello pertenecía a alguno. En particular los esclavos llevaban sobre las propias
carnes, y generalmente en la frente, la marca de su esclavitud con el signo X
impreso a fuego, y por esto absolutamente indeleble. La X era la inicial del
nombre de Cristo, y la figura de la cruz, símbolo de su redención. He aquí por
qué la consignatio scbre la frente del fiel con la señal de la cruz, aunque de suyo
de importancia secundaria, significaba la consagración total y definitiva de los
nuevos fieles a Cristo. Las expresiones consignandis puerfs, ad consignandos
infantes, ordo ad consignandum puerum, en los siglos IV-VII son sinónimas de
confirmación. Una inscripción de Espoleto del tiempo del papa Liberio (352-366)
dice: D. P. Picentiae Legitimae Neophitae die V KaL Sept. Consignare Liberio
Papa...

Otro término que desde el siglo V comienza a hacerse común y que después
prevalecerá gracias a la especulación escolástica es confirmare, en el sentido
tradicional de ccmpletar, perfeccionar la gracia del bautismo, y de aquí el
robustecer, fortificar, según el concepto expresado por San
Pablo: Qui (Deus) confirmat nos, qui unxit nos, qui et signaüit nos, et dedit
pignus Spiritus in cordibus nostris.

Por último, el vocablo crisma, (del griego χρίσμα), que entre nosotros es hoy
el más corriente, quiere expresar tanto el gesto de la unción, la chrismatio, como
la materia con la cual se realiza. Pero la denominación no es ni general ni muy
antigua.

El Ritual de la Confirmación.

Está claro y repetidamente indicado en los Hechos. Los apóstoles conferían la


confirmación imponiendo las manos sobre los neófitos: Tune imponebant manus
super illas et accipiebant Spiritum sanctum. Esta imposición de las manos era
evidentemente la ceremonia substancial del rito, porque Simón Mago, testigo de
sus prodigiosos efectos sobre los neófitos samaritancs, pide a Pedro el poder de
hacer lo mismo: Date et mihi hanc potestatem, ut cuicumque imposuero manus,
accipiat Spiritum sanctum. Naturalmente, debemos creer que el gesto iba
acompañado de una fórmula que declaraba el significado y el fin. En efecto,
Pedro y Juan, antes de confirmar a los bautizados por medio del diácono
Felipe, oraverunt pro ipsis ut acdperent Spiritum sanctum. No hay duda que ésta
fue la oración epiclética, la cual dio sentido a la imposición de las manos
concomitante.

Los antiquísimos testimonios de la iglesia africana no nos presentan de otra


manera el cuadro ritual de este sacramento: imposición de las manos y epiclesis.
Tertuliano escribe: Dehinc manus imponitur, per benedictionem advocans et
invitans Spiritum sanctum...; tune Ule sanctissimus Spiritus super emundnta et
benedicta corpora libens a Paire descendit. San Cipriano, al mismo tiempo que
confirma las referencias de Tertuliano, pone más de relieve la ceremonia de
la signatio crucis sobre la frente del neobautizado, que debía concluir el rito, y
que después, aunque de valor secundario, dará el título al sacramento
(consignatio): Nunc quoque apud nos geritur, ut qui in ecclesia bqptizantur
praepositis ecclesiae offerantur, et per Nostram Orationem Ac Manus
Impositionem Spiritum sanctum conseqiiantur et signáculo dominico
consummentur. Mucho tiempo después, también San Agustín declara que la
confirmación se confería solamente con la imposición de las manos, sin aludir a
otra ceremonia: Spiritus sanctus, quod in sola (ecclesia) catholica per manus
impositionem dan dicitur. Tanto en África como en las Calías, en España y en
Milán, la imposición de las manos es la ceremonia esencial del sacramento, la
cual concluye con la señal de la cruz hecha sobre la frente.

Al contrario de las demás iglesias de Occidente, Roma, al menos en el uso ritual


del partido de Hipólito, acompaña el gesto de la queirotonía en la confirmación
con una unción crismal sobre la cabeza.

La Traditio nos describe el rito así. El texto es muy claro y explícito; pero varios
liturgistas no lo consideran digno de atención, porque la unción no encuentra
parecido en otros testimonios de este género antes de Inocencio I (416).
Encontramos, en cambio, a principios del siglo IV, en el Líber
pontificalis, memoria de un decreto, atribuido al papa San Silvestre (314-337),
que autoriza sólo a los obispos el realizar sobre los bautizados la signatio con
una unción de crisma: Constituit chrisma ab episcopo confici et privilegium
episcopis ut baptizatum consignent propiter haereticam suasionem.
Desconocemos los motivos que indujeron al papa a instituir tal unción, o, si ya
existía, a regularla autoritariamente; quizá no fuera extraña la influencia del
partido de Hipólito, considerado todavía como cismático, como podría deducirse
de la cláusula declarativa del Líber pontificalis. Ni tampoco nos consta que se
aplicase en seguida la nueva disposición. Es motivo de duda el claro testimonio
del Ambrosiáster, que escribe en Roma alrededor del 375, el cual, hablando de la
confirmación, no alude a unciones de este género: Non enim pertinet ad
omnes credentes sed ad episcopos tantum, ut baptizatis per manus ím positionem
dent Spiritum sanctum.
Como quiera que sea, es cierto que, a partir del siglo V, en la liturgia romana los
términos consignare, consignatio, se refieren a la unción que acompaña el signo
de la cruz, realizado no sobre la cabeza, sino sobre la frente del neófito. Esta se
presenta como el rito principal de la confirmación, reservada exclusivamente a
los obispos.

Para reivindicar este derecho episcopal de las ilegítimas interferencias de ciertos


presbíteros, tenemos una fuerte carta del papa Inocencio I a Decencio de Gubio
(416), que representa y será también posteriormente el primero y fundamental
texto legislativo sobre el particular. El papa declara en esta carta que los
sacerdotes tienen ciertamente la facultad de dar la unción postbautismal, pero no
la de imponer las manos sobre los neo-bautizados y señalar su frente con el
crisma para conferirles el Espíritu Paráclito. Esta segunda unción debe
considerarse como prerrogativa exclusiva de los obispos.

Analizando el texto, puede presentarse una duda: la unción crismal de la que


habla el papa, y que la reivindica para los obispos, ¿estaba asociada todavía al
rito tradicional de la imposición de las manos? Algunos lo niegan. En ese caso, la
unción habría suplantado a la queirotcnía. Parece, sin embargo, más probable la
afirmación; tanto más si se toman los dos vel... vel del texto en sentido
disyuntivo, como para decir: es prerrogativa de los obispos tanto
la consignatio mediante la unción como la colación del Espíritu Paráclito
mediante la imposición de las manos. El papa había contemplado una misma
realidad sacramental, pero vista en su parte secundaria (la unción) y en su parte
esencial (la queirotonía).

En efecto, el uso romano del siglo X, declarado oficial por el gelasiano, presenta
Las dos ceremonias iguales en importancia.

La práctica romana extendió después a todo el Occidente el propio ritual en la


época de la gran unificación litúrgica carolingia, pero no sin resistencia. Hasta
entonces, los países de liturgia galicana habían conocido como único rito de la
confirmación la imposición de las manos.

Así permaneció el uso litúrgico posteriormente en las iglesias occidentales; pero


es preciso reconocer que la unción crismal, ya por su mayor relieve sensible y
más claramente simbólico, ya por su comparación con la otra post-bautismal de
los sacerdotes, adquirió poco a poco, principalmente en las escuelas, una
importancia predominante, por no decir exclusiva. Santo Tomás se expresa
precisamente en este sentido: Secundum sacramentum est confignatiot  cuius
materia est chrísma, sin alusión alguna a la imposición de las manos. El decreto
de Eugenio IV Pro armenis (1495) lo declara no menos explícitamente. Después
de haber decidido que el crisma es la materia de la confirmación,
añade: Loco autem illius manus impositionis datur in ecclesia confirmatio.

El Ministro de la Confirmación.

La imposición de las manos en la confirmación aparece desde los tiempos


apostólicos como función reservada a los altos grados de la jerarquía, los
apóstoles y los obispos. Cuando el diácono Felipe hubo bautizado a los de
Samaría que habían creído en Jesús, no les impuso las manos, sino que vinieron
Pedro y Juan, los cuales oraverunt pro ipsis ut acciperent Spiritum sanctum...
Tune imponebant manus super illos ei accipiebant Spiritum sanctum.

Alguno ha objetado que Ananías, que, según parece, era laico, impuso las


manos a Saulo; y los Hechos narran que éste quedó lleno del Espíritu Santo. Pero
un examen detallado del texto no autoriza a ver en el episodio una administración
de la confirmación. El Señor, en efecto, invita a Ananías a dirigirse a Saulo y a
imponerle las manos a fin de que recupere la vista. Debía ser un gesto con fin
curativo, expresión externa del poder taumatúrgico de Dios, al estilo del que
habían usado tantas veces Jesús y los apóstoles con los enfermos. Ananías lo
declara así a Saulo: Saule frater, Dominus misit me lesus... ut videas el implearis
Spiritu sancto. Impuestas las manos sobre él, visum recepit; et surgens
baptizatus est. En rigor de términos, la efusión del Espíritu prometida por
Ananías no se daba como efecto de la imposición de las manos, sino más
bien como una operación divina subsiguiente que debía transformar el alma de
Saulo. Si quisiéramos también considerarla como efecto de la queirotonía, no se
debería hablar de confirmación en este caso, excepto una especial providencia de
Dios, porque Saulo no había sido todavía bautizado; mientras que, como veíamos
arriba a propósito del diácono Felipe, el bautismo precedía siempre a la
imposición de las manos. Ciertamente, la frase de Ananías:... y seas lleno del
Espíritu Santo, admite un sobrentendido: y... (después de haber recibido el
bautismo) serás lleno del Espíritu Santo, refiriéndose a la infusión inicial que se
da al alma en el bautismo.

La práctica de los siglos posteriores confirma estos datos primitivos al menos en


las iglesias del Occidente. Hipólito y San Cornelio en Roma y San Cipriano en
Cartago lo declaran expresamente. En España, el concilio de Elvira (303)
sancionó que, cuando un sacerdote hubiera bautizado con urgencia a un
catecúmeno en peligro de muerte, sí supervixerit, ad episcopum eum perducat, ut
per manus impositio nem perfici possit. Análogamente, San Jerónimo, hablando
de los bautismos administrados en parroquias de la zona rural, muy lejos de la
ciudad episcopal, por un sacerdote o un diácono, observa que en tales casos debe
reservarse al obispo la imposición de las manos. El santo Doctor hace notar que
este privilegio ha sido conferido a los obispos para mejor resaltar su alta
dignidad, ad honorcm potius sacerdotii, quam ad legem necessitatis. También el
papa Inocencio I parece inspirarse en un concepto parecido cuando explica que el
poder de los obispos de imponer las manos les es exclusivo, porque poseen
el apicem episcopatus.

En conformidad con esta pacífica disciplina, Roma intervino severamente cada


vez que trataron los sacerdotes de arrogarse, como si fuera un derecho, la
colación de la confirmación. La respuesta de Inocencio 1 (416) al obispo
Decencio contra los presbíteros del Lacio es el primer caso, y sus claras
disposiciones fueron confirmadas por el papa Gelasio (+ 496) al final del mismo
siglo. Cien años después (593) encontramos una severa carta de San Gregorio
Magno a Julio de Cagliari, en la cual, apoyándose en la tradición de Roma,
protesta contra los sacerdotes de Cerdeña, que, apoyándose en un uso que existía
allí hacía tiempo, conferían la confirmación. La prohibición del papa debió de
turbar gravemente aquellos poblados, porque una carta primitiva (594) considera
oportuno legalizar la costumbre de aquella iglesia, permitiendo a los sacerdotes el
confirmar, pero solamente en los casos de ausencia del obispo.

Por esto, en Occidente, excepto raros casos abusivos acaecidos en Alemania y en


Francia, aun después del 1000, sí alguna vez los sacerdotes conferían la
confirmación, lo hicieron, por una expresa o tácita delegación de la Santa Sede o
de los propios obispos, solamente en casos extraordinarios y de necesidad. El
sínodo de Orange (441), por ejemplo, sancionaba: Haereticos in mortis
discrimine pósitos, si desit episcopus, a presbyteris eum chrismate et
benedicilone consignan placuit. Los Capitula de San Martín de Braga (+ 580),
en Portugal, resumiendo la regla ya establecida en el 400 por el canon 20 del
concilio I de Toledo, exigen igualmente una licencia expresa del
obispo: Presbyter, praesente episcopo, non signet infantes, nisi forte fuerit illi
praeceptum.

Esta firmeza de disciplina exigida frecuentemente en los concilios de la alta Edad


Media fue uno de los puntos más debatidos en las controversias con los griegos
en tiempo del papa Nicolás I, para cuya justificación escribió Ratrano de Corbie
en el 868 sus Contra Graecorum opposita romanam Ecclesiam infamantium,
líbri quatuor. El concilio de Trento, haciéndose eco de toda la tradición católica,
sobre todo de la de Occidente, definió: Sí quis dixerit sanctae confirmationís
ordinarium ministrum non esse solurn episcopum, sed quemüis simplicem
sacerdotem.

La Iglesia griega ha mantenido la práctica de que también el simple


sacerdote sea ministro ordinario de la confirmación. El Ambrosiáster
observaba ya en el 395 que en Alejandría el uso litúrgico era diverso del
romano: Apud Aegyptum, presbyteri consignant, si praesens non sit
episcopus; Renaudot hace notar que esto es ciertamente anterior a la herejía de
Nestorio, porque todavía se halla en vigor en las iglesias cismáticas.

Entre los griegos, la primitiva imposición de las manos cayó en desuso, y


prevaleció únicamente como materia de sacramento la unción con el crisma,
con el cual tocan la frente, los ojos, los oídos, las narices y el pecho; estas
unciones las recuerda ya San Cirilo de Jerusalén en sus Catequesis. De la
fórmula sacramental Signaculum doni Spiritus sancti, que repiten en cada
unción, hay testimonies desde el 381 en el II concilio ecuménico de
Constantinopla; pero en un principio no debía ser exclusiva.

Sujeto de la Confirmación. Los Padrinos.

La disciplina antigua, como decíamos, obligaba a administrar la confirmación, si


estaba el obispo, inmediatamente después del bautismo, sin ninguna distinción de
edad; y. si estaba ausente, en cuanto fuese posible tenerlo presente. San Jerónimo
da testimonio de la costumbre de los obispos de dirigirse a las pequeñas y
remotas comunidades de sus diócesis para confirmar a los que solamente habían
sido bautizados por sacerdotes o por diáconos. De esta norma no estaban, por
tanto, exentos los infantes. San Agustín y el papa Inocencio I lo declaran
expresamente: De consignandis infantibus manifestum est, non ab alio, quam ab
episcopo fieri licere, y la práctica estampada en las normas de los Ordines
romani refleja exactamente tal disciplina.

Con la separación de la confirmación y el bautismo, se hizo necesario, o al menos


conveniente, dar al confirmando un padrino que asumiese espiritualmente sus
cuidados en defecto de sus legítimos parientes. Las primeras noticias sobre el
particular las encontramos en algunos sínodos franceses de los siglos VIII-IX,
como Compiégne (757), Chalons (813), París (829), que excluyen de tal oficio a
los padres y a los penitentes públicos, y en varias decretales apócrifas atribuidas
al papa Higinio y a San León Magno, admitidas por Graciano en su Decretum
y trasladadas después al Corpus luris. El abuso frecuente de suplir con un único
padrino a varios confirmandos fue siempre desaprobado por la Santa Sede y sólo
tolerado en caso de necesidad. Cada candidato, según la prescripción del Código
Canónico, debe tener un padrino o madrina propio, según su sexo, los cuales son
distintos de los del bautismo y contraen con sus ahijados una cognatio
spiritualis, que los obliga a preocuparse de su formación religiosa.

En la rúbrica de un sacramentario gregoriano del siglo IX y después del


pontifical romano-germanico (s. IX), conservada en varias redacciones de los
siglos sucesivos, encontramos prescrito que el confirmando, si no es sostenido en
brazos del padrino por su corta edad, debe poner el propio pie sobre el pie
derecho del padrino en el momento en que recibe la confirmación. Esta singular
ceremonia no es más que un acto simbólico, derivado del antiguo derecho
germánico, para indicar una toma de posesión. Esto es, el padrino adquiere de
este modo sobre el confirmando un titule particular para su tutela moral. El
pontifical romano prescribe también hoy esta ceremonia; pero en la práctica ha
sido substituida por el contacto de la mano derecha del padrino sobre la espalda
derecha del confirmando.
 

4. La Penitencia.
La Penitencia en la Iglesia Primitiva.

La Institución Divina.

El mensaje que Cristo trajo al mundo en nombre del Padre es esencialmente


una invitación a la penitencia y al perdón dirigido a los pecadores. El lo
declaró expresamente: Non veni vocare iustos, sed peccatores ad
poenitentiam. Con las parábolas de la oveja, de la dracma perdida, del hijo
pródigo, nos puso ejemplos; con su conducta hacia los pecadores — el paralítico,
la adúltera, Zaqhueo, la Magdalena, el ladrón crucificado, el apóstol Pedro — nos
mostró su actuación concreta; con su muerte redentora obtuvo la gracia para
todas las almas extraviadas que en todo tiempo y lugar han recogido aquella
invitación de Dios y puesto a sus pies su propio arrepentimiento.

Pero Cristo no podía permanecer siempre sobre la tierra. Era lógico y necesario
que transmitiese a otros el mandato y los poderes recibidos del Padre para que en
su nombre los usasen oportunamente para la salvación de todos los pecadores.
Jesús, desde el comienzo de su ministerio, tuvo presente este futuro y grandioso
diseño de misericordia universal, que un día sería realizado en su Iglesia a través
de la obra de los apóstoles, y lo fue preparando gradualmente. En primer lugar lo
anuncia. Estando en Cesárea de Filipo, después de haber preguntado a los
apóstoles lo que la gente decía de él y oída la respuesta de Pedro, vuelto a éste, le
dice solemnemente: Dichoso eres, Simón Baryona, hijo de Jonas, porque (lo que
has dicho) no te lo reveló la carne ni la sangre, sino mi Padre, que está en los
cielos. Y yo, a mi vez, te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi
Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves
del reino de los cielos, y lo que atares en la tierra, será atado en el cielo, y lo
que desatares en la tierra, será desatado en los cielos.
Algún tiempo después, conversando Jesús con los apóstoles sobre el misterio de
la redención, expresión de los propósitos misericordiosos de Dios hacia los
pecadores, aclara bien el propio pensamiento con una parábola: Si un hombre
tiene cien ovejas y una de ellas se hubiera descarriado, ¿qué os parece que hará
entonces? ¿No dejará las noventa y nueve en los montes y se irá en busca de la
que se ha descarriado? Y si la encuentra, en verdad os digo que más se alegra
por causa de ésta que por las noventa y nueve que no se han perdido. Así que no
es la voluntad de vuestro Padre, que está en los cielos, el que perezca uno solo
de estos pequeñitos.

Enunciado el principio general, Jesús prosigue haciendo la aplicación


práctica: Y si tu hermano pecare contra ti o cayere en alguna culpa, ve y
corrígelo estando a solas con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano; si
no hiciere caso de ti, todavía válete de una o dos personas, a fin de que todo sea
confirmado con la autoridad de dos o tres testigos. Y, si no los escuchare, díselo
a la Iglesia; pero, si ni a la misma Iglesia oyere, tenle como gentil y Publicano.
Os empeño mi palabra de que todo lo que atareis sobre la tierra, será atado en
el cielo; todo lo que desatareis sobre la tierra, sera desatado en el cielo.

Jesús previo que en la Iglesia habría pecadores; algunos, dóciles a la corrección y


prontos a la enmienda; otros, obstinados y rebeldes, contra los cuales los
apóstoles deberían tomar severas sanciones, hasta llegar a la excomunión. El
garantiza la confirmación por parte de Dios de estas sanciones; como, en caso de
revocación, la asegura también en el cielo.

¿Cuándo les entregó tales poderes a los apóstoles? Nos lo cuenta San Juan.
La tarde de la resurrección, Jesús se aparece en medio de los apóstoles,
reunidos en el cenáculo, y, después de haberles saludado y de haberles mostrado
las cicatrices de sus manos y de su costado, les dice: ¡La paz sea con vosotros!
Como mi Padre me envió, así os envío también a vosotros. Dichas estas
palabras, alentó hacia ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; quedan
perdonados los pecados a aquellos a quienes se los perdonareis y quedan
retenidos a los que se los retuviereis.

Los tres episodios evangélicos antes narrados muestran con clara evidencia una
abierta trabazón entre ellos. En los dos primeros, Jesús ha pretendido anunciar a
los apóstoles que un día los investirá de poderes especiales para el
funcionamiento de una institución a la cual los quería destinar. Lo ha indicado en
la simbólica entrega de las llaves, que, en lenguaje bíblico y rabínico, significaba
la facultad de mandar o prohibir, absolver o condenar; con la promesa expresa de
que la sentencia dada por ellos en la tierra será ratificada en el cielo por Dios. Y
para que los apóstoles estuviesen bien ciertos que no se trataba de juzgar de
divergencias humanas de índole privada o social, Jesús, expresando sin velo ni
metáfora su propio pensamiento, expresa claramente el carácter del todo
espiritual e interior del juicio, para el cual les delegaba sus mismos poderes
divinos. Ellos serán jueces de las conciencias, con la facultad consiguiente
necesaria de conocer tanto el pecado como las disposiciones del pecador para
estar en condiciones de ejercer con sinceridad y justicia el poder judicial
conferido. Indudablemente, Jesús entregaba a los apóstoles y a la Iglesia los
principios fundamentales de la disciplina penitencial.

Los apóstoles debieron comprenderlo bien. Ellos no podrían menos de recordar


otras palabras parecidas, salidas tantas veces de los labios del divino Maestro, y
dirigidas a los pecadores arrepentidos: ¡Vete en paz! Tus pecados te son
perdonados, y mucho menos podían olvidar la categórica afirmación lanzada por
El contra sus adversarios y sellada por el milagro del paralítico: Sabed que el
Hijo del hombre tiene en la tierra la autoridad de perdonar los pecados. Era
precisamente éste el poder que Jesús les delegaba.

Hay que notar, sin embargo, una diferencia substancial en las promesas hechas
por Jesús a Pedro y las hechas a los apóstoles. A Pedro, piedra fundamental de su
Iglesia, principio inmutable de unidad y de estabilidad, le concedió la plenitud de
los poderes, mientras a los otros apóstoles les concede estos poderes
subordinados a su unión con Pedro, el cual debe garantizar la legitimidad, el
recto ejercicio, la duración en los siglos.

La Penitencia en la Iglesia Apostólica y Subapostólica.

De las palabras de Jesús puede extraerse no sólo el principio doctrinal de la


remisibilidad de todos los pecados, cuyo ejercicio se confía a la Iglesia sin
exclusión alguna, sino también la necesidad de que el ejercicio de tal poder
espiritual quede condicionado a la existencia de algunos elementos
característicos, que constituyen los factores esenciales del rito sacramental. Es
decir, una confesión al menos genérica de la culpa; una manifestación
de arrepentimiento asociada a una forma de satisfacción; una declaración
de remisión de la culpa por parte de la autoridad eclesiástica, investida del poder
necesario.

Los apóstoles entendieron así el mandato del Señor, y así lo debieron y mandaron
ejecutar. ¿Es posible encontrar pruebas en los documentos de la Iglesia
primitiva?

Debemos comenzar distinguiendo entre la primera y segunda penitencia.


Llámase primera penitencia al bautismo conferido como lavatorio de todas las
culpas hasta entonces cometidas y punto de partida de una nueva vida moral. San
Pedro lo declaró en su primera alocución a los hebreos: Arrepentios y bautícese
cada uno de vosotros en el nombre de Jesús para obtener el perdón de los
propios pecados. Por tanto, no hay ninguna duda de que el candidato, antes de
humillarse para recibir el bautismo, se acusaba, al menos genéricamente, de sus
propias culpas delante del que administraba el sacramento, uniendo a la
acusación, tácitamente al menos, un signo o una palabra de arrepentimiento y de
propósito. La fórmula bautismal Yo te lavo de tus pecados en el nombre del
Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo era equivalente a una fórmula de
absolución. Por lo demás, un complejo de actos parecidos se exigía también a los
hebreos antes de recibir el bautismo, el lavatorio de penitencia en el Jordán: Eran
bautizados — escribe San Mateo — confesando sus pecados. Se trataba
ciertamente de una confesión genérica del tipo de la que pone Cristo en labios del
publicano, aunque no puede excluirse el que alguno detallase alguna culpa que
sentía ahogaba con más fuerza su conciencia. Más tarde, la confesión de los
pecados entró a formar parte de los ejercicios penitenciales del catecumenado.

Pero aquí viene la dificultad: Los apóstoles y sus discípulos inmediatos, c


practicaron también la segunda penitencia? Es decir, realizaron un rito
sacramental, con el que pretendían perdonar los pecados cometidos después del
bautismo y reconciliar al pecador con Dios? He aquí el problema, cuya solución
se presenta muy difícil sobre todo por falta de documentos informativos. De
todos modos, para aclarar cuanto sea posible la cuestión, es necesario en primer
lugar hacer un inventario de los pocos datos ofrecidos por los escritos apostólicos
y subapostólicos para después sacar las conclusiones. He aquí los más
importantes:

a) Simón de Samaría, el Mago, después de haber recibido el bautismo, admirado


de los prodigiosos efectos causados por la imposición de las manos sobre los
neófitos, propone a los apóstoles el comprar con dinero el don del Espíritu Santo.
Perezca tu dinero contigo — le reprocha indignado San Pedro-. Arrepiéntete y
haz penitencia de este pecado y encomiéndate a Dios para que quiera darte el
perdón. Es una abierta invitación del apóstol a arrepentirse, que presupone para
Simón Mago la posibilidad de poder obtener la gracia del perdón, y éste por
medio de San Pedro. Este, sin embargo, por lo que sabemos, no lo reconcilió
entonces ni después, porque su corazón no era recto delante de Dios. Así lo dice
el libro de los Hechos.

b) En su segunda carta, San Pedro pone en guardia a los fieles contra ciertos
falsos doctores, sin duda cristianos, que reniegan del Maestro, por el que han sido
redimidos; se abandonan a los desórdenes sensuales, a las pasiones impuras;
blasfeman de lo que no conocen, desprecian la autoridad, ponen en duda la
parusía de Jesús; para los cuales habría sido mejor no conocer el camino de la
justicia que, después de haberlo conocido, alejarse de él. El acto de acusación que
el apóstol dirige a estos promotores del mal es extraordinariamente severo; y no
nos debe maravillar. Es difícil creer que, aunque fuese alto el ideal cristiano,
todos los convertidos, especialmente los de la primera hora, depusiesen en
seguida en la piscina bautismal, con la basura de los pecados, sus instintos
depravados. Con todo, San Pedro los invita a todos al arrepentimiento y a la
penitencia: Dominus patienter agit propter vos, nolens aliquos perire, sed omnes
ad poenitentiam revertí. Existía, por tanto, una reconciliación y un perdón si en
los cristianos degenerados existía una señal de arrepentimiento y una
manifestación de penitencia.

c) También las cartas paulinas hablan frecuentemente de las miserias morales de


los primeros fieles. En Tesalónica, Corinto, Filipos, Roma, Galacia, en las
comunidades de la Siria, había muchos cristianos de vida irreprensible,
favorecidos de modo maravilloso por los carismas espirituales. Pero no
faltaban los tibios, los relajados y los que, a pesar del bautismo
recibido, preferían a la observancia de la ley de Dios, antes que la satisfacción
de sus pasiones. ¿Qué regla de conducta debían observar con estos los jefes de
las comunidades? Tratándose de transgresiones leves, San Pablo, conforme al
precepto evangélico, quería que se amonestase a los culpables para que se
arrepintiesen y que cambien su comportamiento. Aconsejaba, en primer lugar,
amonestar con caridad y en secreto, como a hermanos; pero después, si era
necesario, también censurar más severamente en público, delante de la asamblea
de los fieles: Reprende a aquellos que faltan en la presencia de todos, de forma
que también los demás teman.

Pero cuando la advertencia no era suficiente para hacer juicioso al culpable, o se


trataba de hechos graves y escandalosos, como la idolatría, el adulterio, el robo,
la embriaguez habitual, era preciso recurrir a la excomunión, es decir, a la
exclusión del pecador de la comunión de los hermanos: Si is — escribe el
Apóstol a los corintios — qui frater nominatur, est fornicator, aut idolis
serviens, aut maledicus, aut ebriosus, aut rapax, cum eiusmodi nec cibum
sumere... Auferte malum ex vobis ipsis.

d) Tenemos un ejemplo típico en el caso del incestuoso de Corinto. San Pablo ha


sido informado de que un cristiano vive incestuosamente, con la complacida
tolerancia de sus compañeros de fe, con la propia madrastra. El Apóstol quiere
darle, directamente a él e indirectamente a aquella comunidad, una severa
lección, y por carta separa al incestuoso del cuerpo vivo de la Iglesia para
abandonarlo a Satanás.
Apostol Pablo: "Lejano en el cuerpo, pero presente en el espíritu, ya he juzgado
como si estuviese presente a aquel que ha obrado así. En el nombre de Nuestro
Señor Jesucristo, habiéndonos reunido vosotros de espíritu con el poder de
Nuestro Señor Jesucristo, (he decidido) entregar este tal a Satanás para perdición
de su carne, a fin de que el espíritu sea salvado en el día del Señor."

El pecador debió estremecerse con la terrible sentencia, que el Apóstol, si


hubiese estado corporalmente presente, le habría infligido en plena reunión, aun
terminando con una expresa llamada a la esperanza del perdón. Sabemos, en
efecto, por la segunda Carta a los Corintios y por la antiquísima tradición de
los Padres que el incestuoso, después de hacer penitencia, fue reconciliado por
San Pablo y admitido de nuevo en la comunión de los fieles. Una sanción igual a
la precedente impuso el Apóstol a dos cristianos, Himeneo y Alejandro, que
habían naufragado en la fe. De ellos escribe a Timoteo: Himeneo y Alejandro
fueron entregados por mí a Satanás a fin de que aprendan a no
blasfemar. También aquí se da el castigo ad correptionem, con la esperanza
sobrentendida de un arrepentimiento y de un retorno a la fe. Qué alcance tenía
una tal excommunicatio respecto al culpable. Lo separaba definitivamente de la
Iglesia? Así sucedía cuando se trataba de un reincidente o rebelde. Así más tarde,
según San Ireneo, se hizo con el heresiarca Cerdón (hacia el año 140), el cual
más de una vez había simulado hipócritamente la penitencia al mismo tiempo que
seguía realizando una subversiva campaña contra la verdad. Pero en los casos
más ordinarios de un fiel que después del bautismo quebrantaba gravemente
alguno de sus deberes cristianos, la ex-communicatio más bien lo separaba por
cierto tiempo de sus correligionarios para evitar un contacto peligroso, pero no
lo excluía ni de una activa y benéfica vigilancia por parte del obispo y de los
presbíteros ni de una más o menos próxima rehabilitación. Era, más que otra
casa, una pena medicinal infligida con el fin de provocar más fácilmente en el reo
el arrepentimiento y la corrección y para servirle de expiación de su culpa.
La Didaché, en efecto, prescribe que el delincuente no entre en la comunión de
los hermanos doñee poenitentiam egerit.

e) San Juan nos ha dejado en el Apocalipsis varios mensajes en los cuales el


Espíritu de Dios reprende a algunos obispos del Asia por su tolerancia con
alguno de sus fieles que difunden doctrinas heréticas y llevan una vida
escandalosa, participando en actos de idolatría y dejándose arrastrar por la
codicia de las riquezas. Invita a todos sin distinción a hacer penitencia y a
volver a la vida de la verdad para no incurrir en las severas sanciones de la
divina justicia.

f) Clemente Alejandrino refiere un interesante episodio de la vida de San Juan


que aclara su conducta sobre los delincuentes aun gravísimos. El apóstol había
mandado instruir y bautizar por medio de un obispo asiático a un joven que le
había parecido animado de singulares disposiciones hacia el bien. Pero el
contacto con hombres perversos corrompió el corazón del joven neófito hasta el
punto de hacerle abandonar la fe y convertirse en un jefe de banda, dedicado, con
otros igual que él, a la rapiña y al asesinato. Cuando, bastante tiempo después,
San Juan supo por el obispo el triste fin de su protegido y el lugar que había
elegido para teatro de sus fechorías, quiso a toda costa volverlo a buen camino.
Los bandidos lo descubrieron en seguida y lo condujeron a la presencia de su
jefe. El cual, habiendo reconocido a su antiguo bienhechor, no pudo resistir a sus
insistentes y afectuosas amonestaciones. Se dio por vencido, y el apóstol tuvo la
alegría de restituirlo, arrepentido y convertido, a la iglesia de su bautismo.

98. g) San Clemente Papa, discípulo de los apóstoles y, como atestigua


Tertuliano, ordenado por el mismo San Pedro en Rema, escribió alrededor del 91
una famosa carta a los fieles de Corinto para condenar la revuelta de algunos de
sus jefes, los cuales habían pretendido deponer a los presbíteros no censurados.
El santo pontífice inculca en los perturbadores de aquella comunidad el deber que
tienen delante de Dios de reconocerse culpables y de confesar su pecado: Melius
est enim homini peccata sua confíen, quam indurare cor suum. Que si todo esto
exige el sacrificio de humillar en la penitencia y en la corrección el propio
orgullo, éstos deben voluntariamente buscarlo para restituir la paz a su Iglesia.

De estas expresiones, como de toda la argumentación que San Clemente


desarrolla en varios capítulos de la carta (n. 51-57), se deduce su pensamiento,
que es substancialmente éste: Confiesen los rebeldes humildemente su culpa y
sujétense a la penitencia eclesiástica para no merecer la expulsión del rebaño de
Cristo.

Parece que San Clemente alude también a algunos elementos rituales de la


práctica penitencial vigente en Roma, como las invocaciones de perdón, las
lágrimas y las postraciones en tierra del pecador penitente. Alude igualmente a
una clase de pecadores determinada cuando recuerda las intercesiones que en su
favor se hacían (durante el sacrificio) ante Dios y ante los fieles a fin de que su
penitencia fuese dócil y fructuosa.

Se habrá notado cómo San Clemente exige sobre todo a los culpables el confesar
el propio pecado: Melius est enim homini peccata sua confiten, quam indurare
cor suum. Ahora bien: también en otros documentos de esta época se insinúa más
de una vez, y con suficiente claridad, la práctica de una confesión de los pecados
hecha en el seno de la asamblea cristiana. He aquí los principales:
a) Hechos 19:14-20. Durante la permanencia de San Pablo en Efeso, algunos
judíos exorcistas habían tentado inútilmente arrojar el demonio de un poseso en
nombre de Jesucristo; más aún, el poseso se había arrojado sobre ellos y les había
maltratado mucho. Este hecho llegó a conocimiento de los judíos y de los
gentiles y les infundió un gran temor. Por todas partes, el nombre del Señor
Jesús era glorificado, y multi credentium — narran los Hechos — veníebant
confitentes et adnuntiantes actus. Multi autem ex eis qui fuerant curiosa sectati,
contulerunt libros et combusserunt coram ómnibus, et computatis pretus illorum,
inüenerunt pecuniam denariorum quinquaginta millium.

¿Qué valor podemos dar a la confesión de aquellos creyentes? ¿Eran o no


bautizados? Los exegetas están divididos. Pero quizá, sin violentar el texto, se
podría incluir en los creyentes tanto los que después del hecho se declararon
cristianos como a los que lo eran ya desde hacía tiempo, aun sin haber
renunciado todavía al gusto de la magia. Los unos y los otros vinieron al Apóstol
a confesar y declarar sus prácticas supersticiosas. De todos modos, si hubo
verdadera confesión, fue una acusación pública, como pública (coram
ómnibus) fue la enmienda que hicieron, renunciando a sus no pocos libros de
superstición.

b) La Didaché alude a la confesión en dos lugares. En el primero (IV, 14) se


dice: In ecclesia confiteberis peccata tua, neque accedes ad orationem tuam in
conscientia mala. Si, como parece probable, esta primera parte de la doctrina está
dirigida a la instrucción de los catecúmenos, la confesión pública (in
ecclesia), de la que se habla aquí, hay que entenderla como un simple ejercicio
penitencial, preludio de la oración en común. De más valor es el segundo texto
(14:1): Die dominica convenientes, frangite panem postquam delicta vestra
confessi estis, ut sit mundum sacrificium vestrum. No pocos escritores, y entre
éstos Funk, descubren un claro testimonio de la confesión sacramental, aunque
genérica, y aducen en su apoyo el texto griego, que dice:
προεξομολογησάμενοι τα παραπτώματα υμών; es decir: habiendo antes
confesado vuestros pecados. Venía después el cumplimiento del precepto del
Apóstol: Probet autem se ipsum homo..., que disponía al alma a la digna
recepción de la eucaristía. La Didaché no especifica el lugar donde se hacía tal
confesión; pero no hay duda de que, como la precedente, debía tener lugar in
ecclesia, en presencia del presbítero, es decir, del obispo, de los presbíteros, de
los diáconos y de todos los miembros de la comunidad, la Ecclesia fratrum.

h) La Epistula Apostolorum, compuesta alrededor del 140, desarrollando la


alegoría de la parábola evangélica de Las vírgenes prudentes y necias, deplora los
pecados gravísimos de los bautizados, como la apostasía, pero no pone límites a
su perdón. El anónimo compilador presenta a los apóstoles, que confiesan delante
de Jesús resucitado su incredulidad; muestra a los justos de la comunidad
cristiana, que lloran y rezan por los pecadores; recuerda no sólo la exclusión
eterna del culpable del convite de Dios, sino también la temporal aquí abajo,
la excommuni cairo.

i) De San Policarpo (+ 155) tenemos una carta a la iglesia de Filipos, en la cual


se queja de que un tal Valente, presbítero, junto con su mujer, haya pecado,
volviendo a la idolatría por la avaricia. El espera todavía que ambos hagan
penitencia de su pecado, y exhorta a los filipenses a considerarlos como
miembros enfermos y dispersos que deben sanar y ser nuevamente conducidos
a la unidad del cuerpo de Cristo.

j) El último en el tiempo en la serie de los testigos sobre la penitencia de la época


primitiva, pero entre los primeros en importancia, es una obrita,
el Pastor, compuesta en Roma por Hermas, hermano del papa Pío I, hacia la
mitad del siglo II, la cual puede considerarse como el exponente de las ideas del
presbiterado romano. Ella se propone como argumento la necesidad y la eficacia
de la penitencia. El autor, siempre bajo el velo de la alegoría, ve en visión una
mujer celestial, la Iglesia, la cual muestra el miserable estado de tantos cristianos
degenerados porque o han apostatado durante la persecución, o han denunciado
vilmente a sus hermanos de fe, o siguen doctrinas erróneas y perversas, o llevan
una vida más pagana que cristiana. ¿Existe para todos éstos la esperanza del
perdón? Hermas observa que, según algunos didascálicos, se debe responder que
no; la única remisión concedida al cristiano es la del bautismo; según otros
didascálicos, el pecador no tiene necesidad de penitencia, pero Hermas los
denuncia como "hipócritas," ya que la penitencia es indispensable para salvarse;
y, finalmente, según el pensamiento del escritor, todos los pecadores, por una
especie de jubileo extraordinario y transitorio, pueden obtener después del
bautismo con la penitencia la remisión de todas las culpas, aun de las gravísimas,
pero una vez solamente. Si cayesen nuevamente, no hay ya para ellos lugar a la
penitencia.

El Pastor es una reacción contra el rigorismo, que comenzaba a afirmarse,


poniendo límites al perdón de Dios. Hermas no nos da pormenores acerca de la
administración de la penitencia de que habla; sin embargo, la presenta como
disciplina eclesiástica. Es la Iglesia la que recoge en su seno a los penitentes que
ha expulsado y es a sus jefes jerárquicos a los que Hermas debe comunicar sus
revelaciones.

Conclusiones.
Habiendo llegado al término de la reseña, suficientemente amplia, de los textos
más importantes de la época apostólica y sub-apostólica alusivos a una disciplina
penitencial, aunque casi todos son de un tono genérico, con rara alusión a la
práctica, podemos, sin embargo, sacar algunas conclusiones, que presentan una
fundada probabilidad y acusan una segura universalidad de aplicación en las
mayores comunidades cristianas de la época.

1) Todos los testimonios aducidos convienen en el principio absoluto de que el


perdón divino no tiene límites y, dada la fragilidad de la naturaleza humana, a
pesar de la gracia del bautismo, en la posibilidad de una justificación post-
bautismal; la cual se extiende a todos los pecadores arrepentidos y a todas las
culpas, aun las más graves, como el adulterio, la fornicación, la apostasía, el
homicidio. En Roma, en Corinto, en Alejandría, en Efeso, esta disciplina se
afirma y está en vigor sin contradicciones. Comienza, sin embargo, a señalarse
una corriente rigorista.

2) La Iglesia jerárquica, sintetizada en el presbiterado, presidido por el obispo, es


la dispensadora del perdón de Dios. Así sucede en Roma, en Corinto, en Efeso,
en Antioquía, en Filipos: Omnibus poenitentibus — escribe San Ignacio de
Antioquía — remittit Deus, si se convertant ad unionem cum Deo et ad
communionem cum episcopo. Ciertamente, este poder ministerial aparece usado
con diversa amplitud según los casos; pero no consta que la Iglesia haya dudado
nunca de ser depositaría del poder recibido de Cristo de perdonar los pecados.

3) Sobre las condiciones exigidas a los fieles caídos después del bautismo en
culpa grave para obtener el perdón, faltan datos precisos que supongan una
institución penitencial sistemáticamente ordenada. Esta, por lo demás, por
diversas circunstancias, debía todavía revestir formas fluctuantes e indecisas.
Pero entre tanto vemos que forman parte ya tres elementos esenciales:

a) Una confesión de la culpa, manifestada de alguna manera delante de la Iglesia,


sea como comunidad, sea en la persona de sus jefes.

b) Una penitencia pública, más o menos larga y severa, unida generalmente a


una exclusión temporal (excommunicatio) del consorcio de la comunidad de los
fieles. Las formas de la penitencia, de origen predominantemente judío, consisten
en la confesión de los pecados, en oraciones, ayunos, limosnas, genuflexiones y
postraciones e invocaciones al perdón, a las cuales se asociaban los fieles.

c) Una reconciliación o absolución por parte de la autoridad eclesiástica; con


carácter ciertamente sacramental, porque, cerrado el período de penitencia y
admitiendo de nuevo al culpable en el rango de los fieles, lo restituye a la gracia
de Dios, y con ello a la lícita recepción de la eucaristía. El principio extra
ecclesiam nulla salus es el criterio que también en el campo penitencial informa
toda la vida tanto de la comunidad como de los particulares. La idea de una
remisión de la culpa tratada personalmente entre el pecador y Dios es una
concepción moderna, extraña del todo a la práctica primitiva. De la
reconciliación, San Pablo probablemente nos ha dejado también el rito de la
imposición de las manos sobre el penitente, acompañada, sin duda, de una
fórmula.

4) ¿Existía una reiteración de la penitencia pública para los pecadores


reincidentes en culpas gravísimas? Los textos más antiguos callan; Hermas la
estudia explícitamente; por lo demás, toda la tradición disciplinar de los siglos
primitivos, que ilumina indirectamente la práctica primitiva, sugiere una
respuesta totalmente negativa. Al cuplable reincidente no se le concede ya la
penitencia, sino que el perdón está reservado a Dios. No obsta el hecho,
atestiguado por Ireneo y Tertuliano, de los herejes Cerdón y Marción, que fueron
admitidos más de una vez entre los penitentes; se trataba de desviaciones
doctrinales, que la Iglesia condenaba ciertamente, pero no las ponía a la altura de
los tres pecados característicos.

5) Por último, creemos que en la serie de los textos enumerados será difícil
encontrar elementos seguros en favor de una penitencia privada; es decir, de una
remisión del pecado hecha por la Iglesia como consecuencia de una confesión
secreta e independientemente de toda forma de penitencia pública. Quizá podría
verse un esbozo en la correptio fraterna, no privada, sino eclesiástica, de la cual
hablan casi todos los escritores de aquella época. Con esto no pretendemos decir
que fuese sacramental.

El Régimen Penitencial en el Siglo III.

Gnosticismo y Montañismo.

Hemos visto cómo ya en la época sub-apostólica comienzan a aparecer, todavía


confusamente, las grandes líneas de la institución penitencial trazadas por Cristo
y los apóstoles. Varios factores importantes contribuyeron a acelerar el desarrollo
histórico y teológico. El mayor fue, sin duda, el aumento rápido de los fieles, en
cuya masa se contaban no sólo los verdaderos hijos de Dios, deseosos de realizar
en sí la sublime pureza del ideal cristiano, sino también numerosos pecadores y
frágiles en la fe. Para corregir a estos últimos, llamándolos a una vida mejor, y
para amonestar a los buenos con el ejemplo de las severas sanciones
disciplinares, las grandes comunidades cristianas advirtieron la insistente
necesidad de organizar de manera cada vez más regular y constante la disciplina
de la penitencia. Esta, en efecto, desde el final del siglo II adquirió formas cada
vez más precisas y definitivas en toda la Iglesia.

No puede negarse que a tal resultado cooperaron también dos grandes corrientes,
las cuales en esta época, contando con numerosos adeptos, agitaron la Iglesia y
atentaron de diversa manera contra la integridad de la disciplina penitencial; y
son el gnosticismo y el montañismo.

Las varias sectas gnósticas que pulularon durante el siglo II, atribuyen de la
impecabilidad absoluta a cierta clase de individuos (illumínati,
pneumatici o espirituales), y la absoluta e irremisible degeneración a todos los
demás (psychici o materiales), quitaban toda eficacia práctica a la penitencia y
todo fundamento al rito sacramental de la confesión. Según estos herejes, la
justificación era pura y simple consecuencia de la fe, y se obtenía con la adhesión
a ciertas doctrinas recónditas y arcanas y con la práctica de algunas ceremonias
de iniciación mística de origen pagano. Era la enseñanza de los neo-platóniccs,
particularmente de Plotino, de Porfirio y de sus seguidores. En la práctica,
estos illuminati, que se consideraban impecables, se abandonaban a todo
desenfreno sensual, en la firme convicción de no quedar manchados; para ellos
no era necesaria la penitencia.

En contraste directo con la práctica de los gnósticos, la corriente montañista,


difundida en seguida de la Frigia a todo el Occidente con la exaltación fanática
de la inminente parusia final de Cristo, predicaba una vida de extrema austeridad,
y como corolario la irremisibilidad de los tres pecados más graves, y la doctrina
de que la potestad de las llaves no residía en la Iglesia de los psíquicos, la
católica, sino en la Iglesia espiritual formada por los profetas de la secta,
inspirados por el Paráclito. A éstos en el 212 se sumó también Tertuliano, que se
erigió en su más elocuente patrón.

La clasificación de los tres pecados — apostasía, adulterio, homicidio —, que en


el sistema montañista y entre los defensores del ascetismo integral fue en esta
época objeto de ardientes discusiones y ocasión de profundas divergencias, tenía
quizá sus raíces en la moral judía enseñada a los prosélitos. El Nuevo Testamento
no alude a esto, pero los apóstoles debieren sacarla de los preceptos evangélicos,
como legítima y muy oportuna norma de moralidad para los fieles. Se hicieron
objeto de una formal decisión del llamado Concilio de Jerusalén (Hechos 15:28-
29); y su deliberación fue llevada en seguida a conocimiento de las
comunidades. No tenemos, sin embargo, ningún elemento para afirmar que los
apóstoles impusieran una sanción o reserva sobre tales pecados en cuanto a su
perdón. Pero hay que notar que cuando al final del siglo II se quiso dar una base
jurídica a aquella reserva, se adoptó para el caso el texto del decreto, reuniendo
las dos prohibiciones a sanguine et suffocato en una sola, a sanguine: el
homicidio.

La terna indicada presentaba, con el sello de la autoridad apostólica, los pecados


que estaban en contraste directo con la profesión del cristiano; pero era lógico
que aquella nomenclatura comprendiese también, además del pecado tipo
(apostasía, adulterio, homicidio), el conjunto de desórdenes morales que gravitan,
como causa y efecto, alrededor de aquel pecado. Encontramos, en efecto, entre
los escritores más antiguos, comenzando por San Pablo, listas de vicios y
pecados, colocados en cierto orden sistemático, en relación con su gravedad.
La Didaché, por ejemplo, bajo el título "El camino de la muerte," enumera en
primer lugar las obras malas que conducen a él después que los pecadores las han
cometido:

"El camino de la muerte es éste: En primer lugar es malo y lleno de maldición:


muertes, adulterios, concupiscencias, fornicaciones, hurtos, idolatrías, magias,
envenenamientos, rapiña, falsos testimonios, hipocresías, doblez, engaño,
soberbia, malicia, prepotencia, avaricia, turpiloquio, emulación, arrogancia,
altanería, jactancia. Perseguidores de los buenos, odiadores de la verdad, amantes
de la mentira, no reconocedores de la justicia, no apegados al bien ni al juicio
justo, inclinados al mal, sin mansedumbre y paciencia, amadores de las
vanidades, ansiosos de la recompensa, sin misericordia hacia los pobres y los
oprimidos, no reconocidos hacia los que los han creado, matadores de los hijos,
dañadores del trabajo de Dios, saqueadores del necesitado, opresores del
oprimido, abogados de los ricos, jueces inicuos de los pobres, pecadores en
todo."

Tertuliano enumera más de una vez los pecados capitales o considerados graves.
En el Adv. Marcionem (IV, 9) habla de septem moculís capitalium delíctorum...
idololatria, blasphemia, homicidio, adulterio, stupro, falso testimonio, fraude. En
el De pudicitia, recalcando una frase de San Juan (1 Juan 5:16), distingue dos
especies de pecado: los non capitalia, non ad mortem, y los capitalia, ad mortem.

Los otros, los más graves, aparecen en la lista antes referida, que Tertuliano
reduce después a la terna acostumbrada, los pecados irremisibles, quorum
veniam a Deo reservamos. Los primeros, en cambio, aunque algunos puedan
revestir una innegable gravedad, entran en la disciplina penitencial ordinaria,
propia del obispo: levioribus delictis veniam ab episcopo consequi potest.
Se puede imaginar sin dificultad cómo esta casuística moral, fácil en teoría,
admitiese en la práctica grados y apreciaciones diversos y exigiese en el obispo
iluminada discreción y madura experiencia. Otras clasificaciones de los pecados
redactadas posteriormente, en los siglos IV y V, se muestran más precisas y
completas. Pero es preciso llegar hasta San Cesáreo (+ 542) para encontrar
modelos menos lejanos del uso medieval y moderno.

La Tendencia Rigorística y sus Mitigaciones.

El rigorismo moral de los montañistas procedía de una falsa idea escatológica, la


supuesta inminente parusía de Cristo. Pero, indudablemente, al principio sobre
todo, ejerció una sensible influencia sobre los fieles y sus obispos, reclamando
una más severa disciplina de costumbres. Con todo, prescindiendo de este hecho
secundario, es preciso admitir que el espectáculo de la depravación de muchos
bautizados, que con su mala conducta renegaban de hecho de los principios
esenciales de la vida cristiana, debió insinuar en no pocos pastores de almas la
duda de si una mayor severidad hacia los pecadores no habría puesto quizá un
freno más enérgico a sus culpas.

Así vemos después de la mitad del siglo II cómo en Roma, en África, en


Alejandría y en Asia se afianza una difundida tendencia rigorista, la cual
concede ciertamente después del bautismo (poenitentia prima) el beneficio de la
penitencia canónica y de la reconciliación a los caídos en culpas graves, pero
limitada a una sola vez, la segunda penitencia. En Roma, Hermas, hermano del
papa Pío I, se hace paladín de esta doctrina, y la hace manifestar al Pastor, que en
la alegoría de sus visiones representa a Cristo mismo: "Yo te anuncio que si
alguno, después de tan grande y solemne llamada (la del bautismo), cediendo a
las tentacienes del demonio, peca, él tiene (delante de sí) una sola penitencia,".

También Tertuliano, antes de pasar al montañismo, defiende una práctica


idéntica, que supone pacífica en las comunidades de la iglesia africana. En el De
poenitentia, escrito hacia el 203, se expresa así:

"Seamos salvados una vez (por el bautismo); no nos expongamos más al peligro
con la esperanza de salir ilesos..., pues el implacable enemigo no cesa en ningún
tiempo de poner por obra sus artes malignas; más aún, principalmente se
enfurece cuando ve al hombre plenamente liberado (de la culpa), como llama que
tanto más crece cuanto más se trata de extinguirla... Por tanto, Dios, previendo
estas artes mortales, aunque esté cerrada ya la puerta del perdón y cerrado el
camino con el cerrojo del bautismo, del ó todavía abierto un respiro. Colocó en el
vestíbulo (de la domus ecclesiae) la segunda penitencia, para que abriese al que
llame a la puerta; pero sólo por una vez, porque es ya la segunda, y no más,
porque después será inútil llamar. ¿Y no bastará esta sola vez? Tú recibes aquello
que no has merecido porque habías perdido aquello que ya habías recibido."

En Alejandría, la práctica es idéntica a la descrita por Tertuliano. Clemente


Alejandrino (+ 302) declara que normalmente se concede a los reincidentes una
sola penitencia después del bautismo. Orígenes (+ 255), su sucesor en la
dirección del Didascaleion, confirma substancialmente la misma doctrina.

Pero surge una enredada cuestión: la segunda penitencia concedida después del
bautismo admitía la reconciliación con la Iglesia y con Dios para todos los
pecados graves, comprendidos los tres reservados, o bien para estos ultimes se
concedía ciertamente La penitencia canónica, pero no la reconciliación, porque el
perdón era reservado solamente a Dios? Es difícil dar una respuesta segura,
porque los testimonios de los contemporáneos no son exhaustivos. Por esto,
mientras muchos críticos juzgan que todas las culpas indistintamente eran
perdonadas por la Iglesia después de la penitencia necesaria o, lo más tarde, al
morir, otros lo niegan para los tres pecados gravísimos y otros parecidos. Esta
disciplina se encuentra, si no en todas, en buena parte de las comunidades
episcopales de Occidente aun de importancia, como Cartago y Roma. El papa
Inocencio I (+ 417), escribiendo a Exuperio de Tolosa, admite que en lo pasado
(illis temporibus) — y sería la época de que tratamos — a ciertos pecadores
olvidadizos, que al final de su vida pedían demasiado tarde la penitencia y la
reconciliación, se concediera la penitencia, pero no la reconciliación. Era
una durior observatio, como él la llama, que un obispo podía muy bien imponer
también en casos análogos; por ejemplo, a un apóstata o a un adúltero, como lo
vemos sancionado por el canon 69 de Elvira (303). En este concilio, que reunía
obispos de dieciocho diócesis españolas, se ordena diferir en muchos casos la
reconciliación del penitente hasta la muerte, y en otros, rechazarla aun en el lecho
de muerte. Esta última solución, que sigue un camino medio entre las dos
opiniones extremas, presenta, a nuestro parecer, alguna mayor probabilidad, pues
responde mejor al ambiente histórico-disciplinar de aquel tiempo.

Por lo demás, hay que tener en cuenta que en esta época, excepto el principio
substancial del perdón divino a los pecadores, transmitido por la tradición
apostólica, no había ni podía haber todavía normas filas y generales en la
aplicación de aquel perdón a las necesidades tan diversas de las almas
extraviadas. El determinar la medida, los límites, la Oportunidad, se dejaba
necesariamente al juicio prudente del obispo, el cual, en conciencia y sin ceder a
influencias menos ortodoxas, podía seguir criterios más amplios o más rigurosos.
En efecto, encontramos frecuentes ejemplos, aun en una misma provincia, de dos
direcciones penitenciales diversas, sin que por esto resultase amenazada la unión
de las iglesias. San Cipriano, por ejemplo, refiere que varios obispos de la
provincia de Cartago, sus antecesores, antes del edicto de Calixto, rehusaban la
penitencia a los adúlteros, mientras que otros la concedían. Por Dionisio de
Corinto (c. 170) sabemos que Amastri, en el Ponto, era generoso en el perdón a
todos los pecadores, mientras que su colega vecino de Gnoso se mostraba muy
riguroso.

Efectivamente, la corriente rigorista, a pesar del laudable fin de defender el


purísimo ideal evangélico, se separaba de la tradición penitencial primitiva, que
no ponía límites a la dispensa del perdón de Dios. Era, sin embargo, una medida
prudencial de contingencia dictada por las necesidades del momento histórico y
en plena coherencia con las facultades de la Iglesia.

La Iglesia es arbitro que debe hacer uso del poder de las llaves a ella confiado, y
puede prodigarlo o reservarlo no ciertamente a capricho, sino según los tiempos y
las circunstancias, para mayor bien de la comunidad. Y esto tanto más cuanto que
la absolución eclesiástica no es la única vía por la cual cada uno de los fieles
puede obtener el perdón de Dios; de donde negar aquella absolución no era
sinónimo de condenar a la desesperación. Si pacem hic non metit —escribió
Tertuliano a propósito de estos pecadores —, apud Dominum seminal; nec
amittit, sed praeparat fructum. Ciertamente debía pesar en los caídos aquel
período largo y acerbo de penitencia; tanto más si, tratándose de los tres pecados
conocidos, éste se habría terminado solamente con la muerte. No hay que
maravillarse si Tertuliano confiesa que la mayor parte (plerique) de los culpables
o se substraían a la ignominia de la exomologesis o la diferían indefinidamente.
La Iglesia, sin embargo, que no se encastillaba en sus posiciones y vigilaba,
apenas advirtió que una postura demasiado rígida no sanaba, sino que exasperaba
las llagas de sus hijos, se apresuró a mitigar su disciplina, adoptando una práctica
penitencial más benigna.

La primera intervención importante se verificó a principio del siglo III, en


relación con los pecados de lujuria, con el llamado "edicto del papa Calixto"
(217-222). Tertuliano nos ha dejado memoria en el De pudicitia, compuesto
después del 217, cuando ya se había pasado al montañismo.

Consecuentemente, mientras se infligía a los adúlteros


una excommunicatio perpetua, Calixto daba una nueva norma; éstos, después de
la excommunicatio temporal (ad praesens), serían reconciliados y reintegrados a
la communio ecclesiastica. El edicto no aludía al perdón de los apostatas ni al de
los homicidas. Por eso Tertuliano reprendía a su autor de ser incoherente, porque
la idolatría y el homicidio son de la misma naturaleza que la impureza, dirigidos
igualmente contra Dios.
Tertuliano, ya fanático montañista, no obstante su violenta postura contra la
disposición calixtina, olvidaba que veinte años antes había defendido los mismos
principios de indulgencia en su De poenitentia. También San Hipólito en Roma,
decidido adversario del papa Calixto, tomó partido contra su edicto,
atribuyéndole la ruina de la moral cristiana. Sin querer dar a aquella decisión,
fuese o no pontificia, la importancia excepcional asignada por ciertos escritores
acatólicos, se debe reconocer que contribuyó poderosamente a fijar la disciplina
penitencial en un punto capital todavía oscilante, preparando el camino a una
definitiva liquidación de las tendencias rigoristas. A treinta años de distancia,
bajo San Cipriano, la reconciliación de los adúlteros era ya una práctica pacífica.

Después de la indulgencia concedida a los adúlteros vino la de los apóstatas.


Dio ocasión a ella la terrible persecución de Decio (250-251), en la cual, si
muchos cristianos supieron afrontar noblemente la muerte por la fe y otros
(martyres, conjessores) sufrieron prisiones y tormentos inauditos, un número
mucho mayor de fieles sucumbieron, ya adhiriéndose públicamente a los
sacrificios paganos (lapsi), ya con un simulado libelo, obtenido de la policía a
precio (libellatici). Todos éstos debieran, según las reglas tradicionales de la
penitencia, haberse sometido a una separación perpetua de la Iglesia; pero eran,
para hablar sólo de Cartago, la casi mayoría de los fieles. El problema se
presentaba arduo e imponente porque non paucorum, nec ec clesiae unius aut
unius provtnciae, sed totius orbis causa erat.

Pasamos por alto los pormenores del debate que para remediar tal estado de cosas
se desencadenó entre los obispos de la iglesia africana, capitaneados por San
Cipriano, y el concilio de Roma, presidido por el papa Cornelio. El resultado fue
éste: los verdaderos lapsi serían admitidos a la penitencia durante un período
muy largo (traheretur diu poenitentia), pero con la esperanza de la
reconciliación; los libellatici recibirían el perdón caso por caso, según la
gravedad de su pecado; los sacrificati podrían esperarlo solamente a la hora de la
muerte (sacrificatis in exitu subveniri). Además, en cuanto a los lapsi que no
hubiesen querido someterse a la penitencia y a la exomologesis, ni siquiera en
caso de muerte se les debía dar la reconciliación aunque la pidiesen: quia rogare
illos non delicti poenitentia, sed mortis urgentis admonitio compellit t nec dignus
est in morte accipere solatium, qui se non cogitavit esse moriturum.

Las decisiones de Cartago y de Roma tuvieron gran resonancia en toda la Iglesia


a pesar de la tenaz y prolongada oposición cismática de Novaciano y de su
partido y de algún obispo inclinado al antiguo rigorismo. En las Galias, por
ejemplo, Faustino de Lyón adoptó en seguida los nuevos criterios de indulgencia;
en cambio, Marciano de Arles se mostró refractario, provocando las protestas de
San Cipriano. En Egipto, Dionisio de Alejandría, solidario con el papa Cornelio
y San Cipriano, se hizo apóstol del perdón a los lapsi penitentes, pero no
consiguió persuadir a Fabio de Antioquía. Pero Demetrio, su sucesor, en el
concilio de Antioquía (252), constituido por obispos de todas las provincias
orientales, condenó el novacianismo y sus principios rigoristas y heréticos.
La Didascalia apostolorum (primera mitad del siglo III) alude a una persistente
corriente de rigorismo cuando amonesta al obispo a no dejarse apartar de la
misericordia para seguir sus propias duras recriminaciones. En Roma, según
refieren dos epígrafes damasianos, bajo les papas Marcelo y Eusebio (303-309)
ocurrieron graves turbulencias por parte de los lapsi en la persecución de
Diocleciano, a los cuales, según parece, habían exasperado las condiciones de
penitencia. En España, más ampliamente que en otras partes, los obispes
ratificaron las severas reglas de la antigua disciplina penitencial; pero quizá había
algún influjo novaciano en tanto rigor.

Con todo, podemos afirmar que al final del siglo III, terminado el período del
rigorismo, la Iglesia había restablecido, tanto en Oriente como en
Occidente, aquella prudente actitud de perdón de la que Cristo y los apóstoles
habían dado ejemplo.

La Disciplina de la Penitencia.

La disciplina penitencial, único camino legítimo para llegar después del pecado
al perdón de Dios, no admitía solamente una compunción del corazón, sino que
imponía al culpable la necesidad de someterse a un complejo de prácticas
exteriores, que Tertuliano resume en el término exomologesis: Ut non sola
conscientia praeferatur, sed aliquo etiam actu administretur. Is actus...
exomologesis est. Él término se encuentra por primera vez en San Ireneo, y con
idéntico sentido que en Tertuliano. Narrando el caso de la mujer de un diácono
seducida por el gnóstico Marcos y admitida nuevamente en la Iglesia, escribe que
"pasó toda la vida en la exomologesis," es decir, en el estado de penitente. Para
conocer los ejercicios penitenciales, nos basta examinar: para el Occidente, los
escritos de Tertuliano y de San Cipriano; para el Oriente, la Didascalia
apostolorum, compilada por un obispo de Siria alrededor de la primera mitad del
siglo III, y también por otros escritores contemporáneos, como Orígenes.

La exomologesis, como ya notaba Tertuliano, comprendía tres actos o


fases: Delictum Domino nostrum confitemur, satisfactione confessione
disponitur, confessione poe nitentia nascitur, poenitentia Deus mitigatur; es
decir:

1) La confessio, hecha al obispo o a un delegado suyo, seguida de la penitencia.


2) La poenitentia o satisfactio.

3) La reconciliatio con la Iglesia y con Dios, dada por el obispo o un delegado
suyo.

La "confessio."

Todas las fuentes están conformes en designar al obispo como el administrador


ordinario y oficial de la disciplina penitencial. "¡Oh obispo! — escribe
la Didascalia —, (al acoger al penitente) trata de ser recto en tus decisiones y de
tener conciencia de tu cargo, porque estás en presencia de Dios y tienes el puesto
de Dios omnipotente." Le ayudaba el colegio de los presbíteros con alguna
participación de la comunidad de los fieles. Era por eso el obispo el que en
secreto recibía directamente del culpable la confesión del pecado, si éste era
oculto, e invitándole a entrar en el rango de los penitentes, le fijaba el tiempo y la
modalidad de la penitencia que debía cumplir. Escribía Orígenes (+ 254): Et
adhuc... licet dura et laboriosa, per poenitentiam, remissio peccatorum... cum
non erubescit (peccator) sacerdoti Domini indicare peccatum suum, et quaerere
medicinam. Cuando, en cambio, el pecado grave de un miembro de la comunidad
había sido o se había hecho público, o denunciado, según el Evangelio, dic
Ecclesiae por algún fiel, el obispo junto con los presbíteros, reunidos en consejo,
examinaban la verdad del hecho y de la acusación y discutían las medidas
disciplinares que se le debían imponer. Tertuliano habla así en su Apologético:

"En nuestras reuniones tienen también lugar las exhortaciones,


correcciones y censuras divinas. Estas sentencias, sin embargo, se
dan con gran ponderación, como entre personas que están
íntimamente persuadidas de encontrarse en presencia de Dios. Y
existe gravísima amenaza, en consideración del último juicio
divino, que nos espera después de la muerte, el hecho de que alguno
haya cometido una culpa tal como para merecer ser excluido de la
oración en común y ser mantenido lejos de nuestras reuniones y de
cualquier relación con nosotros. Están en cabeza de estas reuniones
nuestras los ancianos más venerandos."

También San Cipriano, en una carta a sus sacerdotes y diáconos, declara que no


quiere decidir él solo sobre el caso deplorable de los lapsi, pero que lo discutirá
con ellos y con el beneplácito de los fieles.

Pero podía suceder que el pecador en cuestión fuese no un pobre caído, sino un
hipócrita; el cual, a pesar del bautismo recibido, demostraba no querer
renunciar a las iniquidades de los gentiles. En tal caso no había que ser débil.
La Didascalia amonesta al obispo el ser fuerte y no hacer caso a nadie; para el
bien común, aparte de la grey de Dios la oveja enferma. Puede ocurrir que el
pecador, confundido y excomulgado por sus hermanos, entre dentro de sí y haga
penitencia. Semejante excommunicatio la impone la Iglesia — continúa
la Didascalia — al pecador que rechaza el someterse a las decisiones del obispo.
Sea tratado aquél como un pagano y publicano.

¿La aceptación de las sanciones penitenciales requería también, por parte del
culpable, una confesión pública de su pecado? Por regla general, creemos que no.
El hecho de someterse a humillantes prácticas de penitencia pública llevaba ya
implícita la confesión de un grave pecado cometido, ya que tal penitencia no se
imponía por pecados ligeros o considerados entonces como tales. En casos
extraordinarios pudo darse también una confesión pública, como en el episodio
narrado por el papa Cornelio en una carta a Fabio de Antioquía a propósito de
uno de los obispos que había consagrado Novaciano. Dicho obispo algún tiempo
después, arrepentido, ad ecclesiam rediit, delictum suum cum lamentis ac fletibus
confitens; quem nos, cum universas populus pro illo intercessisset, ad
communionem laicam suscepimus. Por esto, cuando Tertuliano declara que es
mejor palam absolví quam damnatum latere, no se refiere a confesiones que los
pecadores debían hacer ante la pública asamblea, sino a la patente
ignominia, publicationem dedecoris, a la cual necesariamente se sometía el que
entraba en el rango de los penitentes, cumpliendo delante de todos prácticas
humillantes. Por esto, el número de los penitentes era escaso; la mayor parte
substraía y difería el peso de día en día: plerique... publicationem sui aut
suffugeref aut de die in diem differré praesumunt. Y San Ireneo nos describe el
drama angustioso de varias mujeres extraviadas en alma y cuerpo por los
gnósticos valentinianos, pero arrepentidas después de su ignominia. "De ellas,
algunas abrazaron valientemente la penitencia pública, otras que no llegaban a
decidirse, se retiraron, desesperadas, de la Iglesia; otras apostataron abiertamente;
finalmente, otras dudaron, y, como dice el proverbio, no están ni dentro ni fuera."
Pero por penosa que fuese, los obispos seguían exhortando a la confesión de la
culpa, preludio de la penitencia y del perdón de Dios. Confiteantur
singulif quaeso vos, fratres, delictum suum, dum adhuc, qui deliquit, in saeculo
est, dum admitti confessio eius potest, dum satisjactio et remissio (facta) per
sacerdotes apud Dominum grata est.

En la persecución de Decio, entre los lapsis hubo también miembros del clero, en


su mayoría libellatici a los cuales se impuso justamente, como a los otros, las
sanciones de la penitencia pública. Pero ya que la regla de la Iglesia no consentía
que, con desdoro del sacerdocio, obispos y sacerdotes fuesen mezclados con el
grupo de los penitentes, antes de someterlos al castigo, los obispos de África,
conforme a una norma seguida también en Roma por el papa Cornelio,
decidieron que fuesen degradados, es decir, reducidos al estado laical, sin
esperanza de reintegrarse a su grado, cum manifestum sit — escribía San
Cipriano — eiusmodi homines nec Ecclesiae Ghristi posse praeesse, nec Deo
sacrificia of ferré deberé. Cita el ejemplo de un obispo español, Basílides,
libelático y blasfemador de Dios; el cual, arrepentido de sus culpas, depuso
espontáneamente el episcopado para entregarse a la penitencia, contento de
poder, al menos como laico, pertenecer de nuevo a la comunión de la
Iglesia: episcopatum... sponte deponens ad agendam poenitentiam... satis
gratulans si sibi vel laico communícare contigeret.

Las formas de la "satisfactio."

El primer acto de la penitencia pública era la excommunicatio, es decir, una


declaración expresa o tácita del obispo con la cual se expulsaba al pecador de la
iglesia, de ecclesia expellitur; se le colocaba en el orden de los pecadores y se le
separaba, como dice Tertuliano, de la communicatio e eclesiástica, o sea de
la comunión espiritual de los fieles y de la participación litúrgica de los
santos misterios. Sí quis ita deliquerit a comrnunicatione orationis et conventus
et omnis sancti commerdi relegetur. San Cipriano lo declara no menos
formalmente. Juzgando la manera de proceder de algunas vírgenes cuya conducta
no había sido correcta, escribe que, si no rompen las relaciones
reprochadas, graviore censura (de ecclesia) eiiciantur nec in ecclesiam
postmodum tales facile recipiantur. En Alejandría se hacía lo mismo. Qui
manifesté et evidenter criminosi sunt — escribe Orígenes — de ecclesia
expelluntur...; ubi enim peccatum non est evidens, eiicere de ecclesia neminem
possumus.

Para saber cómo se encontraba el asunto de la penitencia pública en África a


principios del siglo III, nos basta con examinar el De poenitentia, de Tertuliano,
en el cual hallaremos datos abundantes y claros.

El cumplimiento de esta segunda y única penitencia, cuanto más limitada sea,


requiere más severa prueba; ni debe consistir sólo en la manifestación de la
culpa, sino también en ciertos actos exteriores. Tales actos constituyen lo que
suele expresarse con el vocablo griego exornologesis. con el cual confesamos al
Señor nuestro pecado, no porque El lo ignore, sino porque es necesaria la
confesión para aplicar la penitencia proporcionada y porque de la confesión surge
el deseo de expiar, y con la expiación es aplacado Dios.

La disciplina de la exornlogesis consiste, por tanto, en colocarse el ser humano


en humilde postura; ésta impone también el encomendarse a las oraciones de los
hermanos, las cuales obtienen la misericordia divina. También, respecto al
vestido y al alimento, impone el cubrirse de saco y ceniza, el presentarse en
postura humilde y desordenada, el sumirse en dolorosa tristeza y transformar con
duro trato las inclinaciones que condujeron a la culpa. Y en cuanto al alimento y
a la bebida, impone el régimen primitivo, para conservarse con vida y no para
secundar los afanes del estómago. Es preciso, además, alimentar la oración con
frecuentísimos ayunos; es preciso también gemir, derramar lágrimas. Gemir
durante días y noches enteras, invocando al Señor, tu Dios; arrastrarse delante de
los presbíteros, postrarse de rodillas delante de las personas amadas por Dios,
confiar a todos los hermanos la embajada de las propias oraciones.

Todo esto requiere la exomologesis para hacer acepta a Dios la penitencia, para
honrar al Señor con el temor de la propia perdición; de modo que ella,
pronunciando la ley de la expiación contra el pecador, se oponga a la indignación
de Dios y, mediante los sufrimientos temporales voluntarios, pueda, no diré
anular, pero sí substituir las penas eternas."

La práctica penitencial descrita por Tertuliano es substancialmente


confirmada por San Cipriano cincuenta años después; pero la misma debían
seguir, poco más o menos, todas las iglesias. Para Roma tenemos el ejemplo de
cierto sacerdote Natalio, el cual a principios del siglo III, a pesar de haber
confesado a Cristo, se había dejado seducir por avaricia por el herético Teodoto,
y había entrado en su secta, asumiendo el oficio de obispo, con un abundante
salario mensual. El Señor, que no quería que pereciese así un confesor suyo,
habiéndole amonestado en vano varias veces durante el sueño para que desistiese,
permitió que una noche fuese ásperamente azotado por un ángel. Natalio,
persuadido finalmente de su error.

Sobre la organización de la penitencia en Oriente, encontramos interesantes


pormenores en la Epistula Canónica, de San Gregorio Taumaturgo, obispo de
Neocesarea, en el Ponto, dirigida alrededor del 260 a un colega de su provincia
sobre la penitencia que se debía imponer a algunos cristianos que durante las
incursiones de los godos en el Ponto habían transgredido la disciplina y la moral
cristianas. En ella distingue tres clases de penitentes:

1) Los auditores, los cuales después de las lecturas y el sermón de la misa


didáctica salían de la iglesia y esperaban en el vestíbulo.

2) Los genuflexi, o prostrati, que, a diferencia de los fieles, stantes, permanecían


siempre de rodillas, en la actitud del publicáno del Evangelio, aun durante el
servicio litúrgico dominical y festivo.
3) Los assistentes, los cuales, permaneciendo en la iglesia en el lugar asignado a
los penitentes, podían asistir a toda la misa, pero no recibir la eucaristía.

A estas tres clases, más tarde en muchas comunidades asiáticas se añadió una
cuarta, que era como el preludio de las otras tres: los plangentes, debían ponerse
no sólo fuera de la iglesia, sino también fuera del atrio, en el paso de los
fieles. Se encuentran testimonios de esto por primera vez en una carta de San
Basilio a propósito de un impúdico y de un homicida. El primero, antes de ser
admitido a los demás grados de la penitencia, debía estar entre
los plangentes durante un año; el segundo, durante cuatro.

No nos consta que los grados penitenciales instituidos por San Gregorio hayan
sido copiados fuera de las provincias de Asia. En Occidente, al menos durante el
siglo III no encontramos señales de ninguna clasificación de los penitentes.
Tertuliano y después San Cipriano aluden solamente a dos estaciones
penitenciales: en el atrio, delante de la puerta de la iglesia: in
vestíbulo, pro joribus ecclesiae, ad limen ecclesiae, y después dentro de la
iglesia misma: in médium, delante de la comunidad.

También en Roma debía suceder así. Escribe Novaciano: (Lapsi) pulsent


sanctores (ecclesiae), sed non utique confringant; adeant ad limen eedediae, sed
non utique transiliant.

Acerca de la duración del período penitencial, varios de los textos citados han


aludido ya a ello, si bien en forma genérica. Por lo demás, no esperemos
encontrar en esta época una norma que indique la medida de las penitencias,
el iustum tempus, diría San Cipriano, impuesto a los culpables. El obispo tenía
por tradición toda facultad sobre el particular; y, oídos los presbíteros,
fijaba la pena según las razones de la justicia y la responsabilidad del
pecador. Así vemos que en algunos casos, por ejemplo, con los lapsi, la
penitencia era muy larga (poenitentia diu iraheretur), pero temporal; en otros,
como en los sacnficati, podía abarcar toda la vida, salvo el ser reconciliado a la
hora de la muerte (in exitu subveniri). Muchos cánones desde el concilio de
Elvira (303) consienten en la admisión del culpable a la penitencia canónica, pero
lo excluyen de la reconciliación aun en el artículo de la muerte: placuit... nec in
finem communionem accipere. Admiten, además, otras penas menores; por
ejemplo, de siete años, para la patrona que advertidamente ha permitido que su
esclava fuese azotada hasta hacerla morir; de un año, para la joven seducida, pero
que se casa con el cómplice, o de cinco años, si con otro hombre; de cinco años,
para quien se casa con un hereje o un judío; de diez años, para un fiel que pasa a
la herejía y después vuelve a la Iglesia; de diez años, para la mujer adúltera, si ha
roto su relación; de lo contrario, nec in finem dandam esse communionem.
El obispo, por iniciativa propia o, como veremos, por la intercesión de los
confesores, podía abreviar el tiempo de la penitencia y anticipar a los
penitentes bien dispuestos la reconciliación. San Cipriano en el 252, juzgando
inminente una nueva persecución, dispuso se concediese la paz a los lapsi que de
buen grado habían aceptado la disciplina de La penitencia, a fin de que
estuviesen dispuestos a resistir con la gracia de Dios la nueva prueba: ut quos
excitamus et hortamur ad praelium, non inermes et nudos relinquamus, sed
protectione sanguinis et corporis Christi muniamus. A sostener la constancia de
los penitentes y animarlos en la larga y dura disciplina impuesta ayudaba mucho
la fraternal solidaridad espiritual de la comunidad entera, la cual les asistía,
lloraba con ellos y los recordaba incesantemente en la oratio fidelium de la misa.
Decía Tertuliano al penitente: "La oración de la Iglesia es la oración misma de
Cristo. Cuando tú te postras a los pies de los hermanos, tiende a Cristo las manos
suplicantes, dirige a El tus súplicas. E igualmente, cuando los hermanos
derraman lágrimas sobre ti, Cristo padece (por ti), Cristo suplica por ti al Padre."

La reconciliación.

Con la reconciliación, o, como se decía frecuentemente, con la paz, el pecador


cerraba el doloroso paréntesis de su culpa y terminaba el procedimiento
penitencial delante de la Iglesia y de Dios. En la disciplina antigua,
generalmente no se concedía la paz sin que antes el penitente hubiese cumplido
la penitencia. El edicto calixtino decía: Ego et moechiae et fornicationis delicia,
Poenitentiae Functis, dimitió. Se exceptuaba solamente a los penitentes en
peligro de muerte, si su pecado lo consentía. Si el enfermo sanaba, quedaba
reconciliado, sin ulterior obligación de penitencia. Es del todo insostenible la
hipótesis emitida por algún historiador de que a la confesión del pecado hecha al
obispo seguiría inmediatamente la absolución, de forma que la reconciliación
dada después de cumplida la penitencia tendría un carácter puramente penitencial
o significaría solamente la readmisión del culpable en la comunidad
eclesiástica. Las fuentes antiguas no sólo callan, sino que son, como veremos,
decididamente contrarias.

De ordinario, el rito de la reconciliación tenía lugar delante de la comunidad,


solemnemente, mediante la imposición de las manos hecha por el obispo y por el
colegio de los presbíteros: (Peccatores) per manus impositionem episcopi et cleri
ius communicationis accipiunt. La introducción de la queirotonía en el rito se
explica en relación con el Espíritu Santo. Según la concepción eclesiástica
antigua, el pecado grave extingue en el alma la llama del pneuma; en la
reconciliación, con la imposición de las manos, el Espíritu Santo, como en la
confirmación, vuelve al alma y enciende el fuego de su gracia. El gesto
episcopal iba ciertamente asociado a una fórmula. Alude a ella Orígenes cuando
reprende a algunos presbíteros de su tiempo que pretendían conceder el perdón a
los reos de ciertos delitos grandes con su oración sobre tales pecadores. La
oración de que habla aquél es probablemente la fórmula de reconciliación, que en
Alejandría, como en otras partes, tenía carácter deprecatorio. Cuando faltaba el
obispo, si el caso era urgente, los presbíteros o los diáconos estaban autorizados
para dar la paz. Al menos así lo había establecido San Cipriano en Cartago en
favor de los lapsi provistos de un certificado de indulgencia cedido por los
mártires.

Encontramos una disposición parecida para España en el canon 32 del concilio


de Elvira: Cogente infirmitate (a los sacerdotes en penitencia) necesse est
presbyterum communionem (la paz) praestare deberé et diaconum, si ei iusserit
sacerdos (el obispo). También en Alejandría estaba en vigor una práctica
idéntica. No debe sorprender esta delegación extraordinaria para reconciliar a los
pecadores confiada por los obispos a sacerdotes y diáconos. La imposición de
las manos por ellos realizada era en realidad la ejecucion material de un juicio y
de una sentencia absolutoria que el obispo, en nombre del cual actuaban, había
dado ya.

La reconciliación llevaba consigo la entrada del penitente en el rango de los


fieles y en el derecho a participar en la ofrenda y en la eucaristía. San
Cipriano, en efecto, anticipa en masa a los lapsi la paz para que en la inminencia
de la persecución (252) sean fortificados con el cuerpo y la sangre de
Cristo. Lo mismo se hacía con los penitentes reconciliados al final de la
vida. Es conocido el caso de Serapión de Alejandría, penitente, el cual, estando
para morir, recibió, llevada por un niño, la sagrada eucaristía. "Es evidente —
concluye Dionisio Alejandrino, que nos ha legado la narración — que aquel
hombre fue conservado con vida para poder obtener la reconciliación y, con la
expiación de la propia falta, ser reconocido con Cristo."

De los textos referidos y de otros parecidos, se deduce que es absolutamente


inadmisible la opinión de algunos que quisieran que la reconciliación no tuviese
un carácter sacramental productivo de la gracia en el alma del penitente, sino que
fuese un acto puramente eclesiástico, extrínseco a la conciencia, y sólo en el
ámbito externo. Cuando Tertuliano, tratando de los tres pecados característicos
que él consideraba imposibles de perdonar en la tierra, declara que su perdón
está reservado a Dios sólo, veniam a Deo reservamus, viene implícitamente a
afirmar que de los otros pecados menos graves a los que se concedía aquí abajo
la reconciliación, ésta era no solamente una restitutio del pecador a la
Iglesia, sino una expresión equivalente del perdón de Dios.
Es frecuente, por lo demás, en los escritores del siglo III la comparación entre el
bautismo de agua y el místico de la penitencia; en uno y en otro, el pecador es
regenerado por la gracia. Escribe, por ejemplo, el anónimo autor del Contra
Novatianum: "Como el hombre bautizado por el sacerdote es iluminado por la
gracia del Espíritu Santo, así el que hace la exomologesis en penitencia, obtiene,
por medio del sacerdote, la remisión por la gracia de Cristo."

Hemos dicho que generalmente se obtenía la paz tras un notable período de


laboriosa penitencia, soportada pacientemente según las normas fijadas por
la autoridad episcopal. Pero durante la persecución de Decio (249-251), en
África y en Alejandría los confesores y los mártires intentaron turbar la
regularidad del procedimiento penitencial. De éstos es preciso hablar.

El grupo de confesores todavía en prisión por la fe y merecidamente venerados y


honrados, valiéndose de una antigua prerrogativa, vigente también en Alejandría,
acogió con cariño la triste situación de los lapsi, los cuales en gran número
trataban de acelerar por todos los medios la propia reconciliación. A fuerza de
billetes de recomendación (libelli pacis) que los confesores daban a los apóstatas,
éstos no sólo obtenían que se abreviase su penitencia, sino que, por un simple
examen del obispo, eran admitidos a la paz y al consorcio de la Iglesia. Todo el
orden tradicional de la penitencia fue comprometido con este procedimiento
sumario; la autoridad de los obispos quedaba aminorada y afectada la equidad
con relación a aquellos penitentes que, sin tener sobre la conciencia el gravísimo
pecado de la apostasía, debían seguir los caminos normales de la penitencia por
culpas menores.

San Cipriano intervino pronto con firmeza y energía. Admite un valor de


intercesión en los mártires y consiente de buena gana, pero no les reconoce una
autoridad jurídicamente capaz de substraerse a la jerarquía divinamente
constituida y de suprimir, sin más, las etapas de la actio poenitentiae. Condena
por esto a aquellos presbíteros que con la simple exhibición de un certificado de
los mártires han reconciliado a los lapsi:... contra eoangeln legem, ante actam
poenitentiam, ante exomologesin gravissimi atque extremi delicti factam, ante
manum ab episcopo et clero in poenitentiam impositam; exige que los mártires
no den a los lapsi billetes genéricos colectivos, sino estrictamente personales,
pero aun en este caso se reserva el examinarlos, junto con la comunidad, al final
de la persecución.

Los confesores y los lapsi recibieron mal estas disposiciones; más aún, en


algunas comunidades los lapsi llegaron a rebelarse e imponer violentamente su
paz a los obispos. San Cipriano, tenaz en la observancia de la disciplina, pidió
consejo y apoyo a Roma, la cual, con la pluma de Novaciano, se declaró
plenamente solidaria con el primado de Cartago. Los lapsi, reconociendo la
grandeza de su culpa, no deben precipitar la reconciliación, o por lo menos
deben pedirla con humildad y sin violencia.

La sabia resistencia de San Cipriano y de la Sede romana tuvo un feliz éxito. En


el concilio de Cartago, en el 251, celebrado una vez que terminó la persecución,
los obispos tomaron las oportunas disposiciones sobre la conducta a seguir con
las diversas categorías de lapsi, cuyos casos debían ser examinados
individualmente sin tener en cuenta los documentos o cartas de indulgencia de
los confesores. Cumplidas la penitencia y la exomologesis prescritas, éstos
podrían obtener la paz y ser nuevamente admitidos en la Iglesia.

La Penitencia Privada.

119. Para completar el cuadro de la disciplina penitencial del siglo III es


necesario discutir, aunque sea brevemente, una cuestión que, si es poco
importante desde el punto de vista dogmático, lo es, y mucho, desde el histórico-
litúrgico. La cuestión puede formularse así: ¿De las noticias contenidas en los
escritos del siglo III podemos sacar datos suficientes para afirmar que al lado de
la penitencia pública se practicaba también, si bien en forma reducida, una
penitencia privada?

Precisemos ante todo el sentido de esta nomenclatura, del todo


moderna, penitencia privada. Con ella se quiere designar
una actio poenitentiae sacramental, constituida totalmente por elementos
privados o, para decir mejor, no públicos; es decir: a) de una confesión secreta de
la culpa, seguida b) de una serie de ejercicios penitenciales realizados
privadamente, fuera del rango de los penitentes, y terminada c) con una
absolución, dada también en privado. De estos tres elementos, el segundo sólo es
característico y substancial, aunque coordinado a los otros dos; y es
particularmente sobre este factor donde es preciso puntualizar, si se quiere llegar
a una conclusión positiva.

Razonando a priori aunque siempre mirando a un cuidadoso análisis de los


testimonios patrísticos, la respuesta se presenta ya desfavorable. Si los textos que
conocemos y hemos aducido en las páginas precedentes tienen algún sentido,
indican claramente que el único camino que guía al pecador al perdón de Dios
pasa a través de la penitencia publica, con todo el largo y doloroso trabajo que
lleva consigo. Cuando, por hipótesis, hubiese existido otro camino más fácil, más
expedito, menos infamante, todos lo habrían elegido. Además, si existía, es
inexplicable que los papas no, hayan hablado abiertamente de él y no lo hayan
aplicado a los pecadores como un medio providencial de salvación. No parece,
por tanto, históricamente aceptable una teoría que suponga en el siglo III la
coexistencia de dos procedimientos penitenciales paralelos, público y privado.
Dicha teoría no coincide en ninguna manera con el ambiente disciplinar de la
Iglesia como nosotros lo conocemos.

Pero, objetan los defensores de la penitencia privada, si no se puede hablar de


una dualidad de penitencia, es posible poner en evidencia, al margen de la única
institución penitencial pública, elementos de carácter privado. Todos, en efecto,
coinciden en que la confesión al obispo era secreta, al menos para los pecados
ocultos, y la absolución podía tener tal carácter en algunos casos; por
ejemplo, cuando se reconciliaba un pecador a la hora de la muerte. Además,
respecto a la satisfactio, punto crucial de la disputa, citan algunos testimonios,
con los cuales consideran suficientemente probado que, para los pecados menos
importantes, la Iglesia seguía una práctica particular, fuera de la oficial de la
penitencia.

Las palabras de San Cirpiano van dirigidas a los lapsi que, a pesar de la


gravísima culpa cometida, pretendían obtener la reconciliación sin pasar antes
por la humillación de la penitencia. A éstos les recuerda San Cipriano que si
ciertos hermanos suyos, que solamente habían pensado en una apostasía, sin
después ejecutarla, se sometían a la saludable expiación de la penitencia, cuánto
más debían aceptarla ellos, los lapsi, que efectivamente habían apostado. Ahora
bien: la penitencia de los primeros no podía ser más que una penitencia pública;
la misma, en efecto, que debían abrazar los lapsi por su pecado.

San Cipriano (Epist., 4:4) recibe una consulta sobre las medidas a tomar con
algunas vírgenes que han tenido dudosas relaciones con un grupo de jóvenes.
¿Qué pena merecían? El responde que por de pronto sean todas expulsadas de la
Iglesia y sometidas a visita médica. Las que resulten comprometidas en su
honor, agant poenitentiam plenam... et aestimato insto tempore, postea,
exomologesi lacta, ad ecclesiam redeant; las demás.¿pueden ser readmitidas, a
condición de romper toda relación con aquellos jóvenes; en caso
contrario, graüiore censura eiiciantur, nec in ecclesiam postmodum tales facile
recipiantur.

La readmisión de estas últimas sin previa penitencia no puede aducirse como


ejemplo de un procedimiento penitencial privado. La ligereza de su
comportamiento, que hacía suponer una culpa grave, ha merecido ya una censura,
la provisoria expulsión de la Iglesia, en espera de un examen médico; pero, si
éste les resulta favorable a ellas, queda demostrado que no existió culpa grave
por su parte y sí, acaso, una culpa cuya gravedad no es tal como para merecer una
sanción publica. Por lo tanto, son admitidas de nuevo, sin más, en la
comunidad, salvo el que ellas pidan perdón a Dios por los medios ordinarios
de la piedad cristiana. Se les impondrá una sanción más grave si, olvidándose
del honor recibido al reingresar en la comunidad, quieren continuar una conducta
menos edificante.

d) Se dice que Tertuliano da testimonio de dos "especies de penitencia": una para
los delitos mayores y otra para los menores: Nemini dubium est
alta (peccata) Casticationem mereri, alia Damnationem. Entre los menores,
enumera él el asistir a los espectáculos del circo, decir palabras equívocas de
negación de la fe, encolerizarse, dejarescapar alguna blasfemia, etc. Pero —
continúa — muchas de estas culpas "menores," aun no siendo ad mortem, causan
la "perdición"; el que las comete es comparado por él a la oveja perdida y a la
dracma extraviada. Ahora bien: todo delito puede ser cancelado solamente por el
perdón (venia) o por la pena (poena); el perdón es fruto de la castigatio; la pena,
de la condena. Pero mientras por los delitos "capitales" el reo es expulsado en
seguida de la comunidad y sometido a la penitencia pública (poena), para los
delitos "mediocres" existe un procedimiento diverso: apenas descubiertos en la
Iglesia, "son en seguida perdonados," es decir, obtienen del obispo el perdón que
"arrola el delito":... mediocria, quae ibidem in ecclesia de litescentia, mox ibidem
et reperta, statim ibidem cum gau dio emendationis transiguntur. Nos hallamos,
por tanto, ante dos formas de penitencia; una que comporta una poena, impuesta
con una damnatio (penitencia pública); otra que se reduce a
una castigatio sin poena (penitencia privada). La castigatio desemboca
directamente en la venia, que cancela el pecado.

A nuestro modo de ver, no es exacto decir "dos formas de penitencia," si con esto
se pretende hablar de dos procedimientos penitenciales diversos, uno privado y
otro público. El procedimiento en ambos casos es substancialmente idéntico. El
pecado, si es "menor," se perdona con una penitencia menos onerosa, más breve
(la castigatio), pero siempre pública (in ecclesia); mientras para los delitos
capitales, según Tertuliano, montañista, existe la damnatio y la poena extra
ecclesiam, sin obtener el perdón en la tierra.

Por lo que hemos expuesto hasta aquí, se puede comprender cómo es difícil
probar en la época de que tratamos (s. III) la existencia y el funcionamiento de
una penitencia privada con carácter sacramental. Aunque los textos discutidos
pueden tener un significado más positivo, no se puede negar que el ambiente
histórico-disciplinar del siglo III, tal como se nos presenta en Cartago, en Roma y
en Alejandría en sus instituciones penitenciales, está tan íntimamente penetrado
de un sentido eclesiástico e impersonal, que está muy lejos de las formas
individuales de la penitencia privada. San Cipriano la conoce ciertamente, pero la
hace consistir en la oración, en la limosna, en la mortificación, es decir, en las
obras buenas satisfactorias de la vida cristiana: Opus est... nobis cotidiana
sanctificatío, et quo cotidie deliquimus, debita riostra sanctijicatiorie assidua
repurgemus.

Con todo, hay que tener presentes dos observaciones:

1.a Los obispos y sus delegados, en razón de sus poderes discrecionales en la


aplicación de la penitencia según cada caso particular, han podido a veces
abreviar las formalidades de la pena canónica, disminuir la publicidad,
reconciliar al penitente sine strepitu et Jornia iudicii, como dirían los juristas
modernos. Estas intervenciones, precisamente por su carácter excepcional,
pasaban inadvertidas, sin dejar señal alguna. San Cipriano, aun siendo tan
severo en la disciplina, no olvidaba las especiales exigencias de las almas a las
que quería socorrer: Conscientiae nostrae convenit daré operam, ne quis culpa
riostra de Ecclesia perea. Pero de esto a ver en acto una institución regular, y,
más aún, sacramental, hay mucha distancia.

2.a Merece, a nuestro modo de ver, una mayor atención el procedimiento de


la castigatio; no de la que habla Tertuliano, que se confunde en último análisis
con la penitencia pública, sino una castigatio privada. Es fácil suponer que muy
frecuentemente el obispo llamaba a sí a un fiel acusado de alguna falta menos
grave, o bien que el fiel mismo, sintiendo remordimiento de conciencia, pidiese
un coloquio íntimo con su pastor para exponerle las ansiedades de su alma. Este
le hacía presente la poca conveniencia de aquella acción o de aquella mala
costumbre y provocaba la acusación, el arrepentimiento, el propósito de la
enmienda. Orígenes aconseja estos encuentros del pecador con los presbíteros
cuando escribe:

"Está atento a quien deba confesar tu pecado. Busca sobre todo que el médico al
que debes exponer las causas de tu mal sea compasivo con el que está enfermo y
llore con el que llora...; procura seguir sus consejos; si después él juzga que tu
mal es tal que debe ser expuesto y curado delante de la asamblea de la Iglesia, a
fin de que también los otros puedan quedar edificados y tú mismo seas más
fácilmente sanado, es preciso atenerse a la ponderada decisión y al sabio consejo
de aquel medico."

Este procedimiento, no judicial y público, sino paterno y secreto, era


substancialmente la correctio secreta del Evangelio, que estuvo siempre en vigor
en la Iglesia, el ercitada por los pastores de almas. No era todavía
una actio sacramental, sino un camino para ella, un desenvolverse hacia la
penitencia privada, que maduró después del siglo VI en todo el Occidente.
 

La Penitencia Canónica del Siglo IV al VI.

La Legislación Penitencial.

Podemos afirmar que la institución de la penitencia al aparecer el siglo IV,


habiendo eliminado los contrastes en el campo doctrinal con la superación
definitiva de las tendencias rigoristas, se nos presenta consolidada en sus
posiciones, mientras se desenvuelve, sobre las tradicionales directrices de los
siglos precedentes, hacia una mayor unidad disciplinar en toda la Iglesia.

Han contribuido a acelerar este resultado dos factores importantísimos. En primer


lugar, la paz concedida a la Iglesia, que, poniendo fin a un largo período de
persecución, permitió a los obispos consagrarse con calma a la organización de la
penitencia; y después, la imponente afluencia de masas populares a la Iglesia, que
hacían engrosar no sólo las filas de los fieles, sino también las de los
penitentes, presentando a los jefes de las comunidades problemas morales más
vastos y complicados.

Comienzan, por tanto, a aparecer en el siglo IV las primeras colecciones de


cánones penitenciales, madurados en las reuniones conciliares de los obispos y
contenidas en las llamadas epistulae canonicae de varios autores, los cuales
forman una de las fuentes principales de la historia de la penitencia en este
período, y son los que le han dado el apelativo de canónica, que después se hizo
oficial. Recordamos en Oriente los sínodos de Ancira (314), Neocesarea (314-
325), Nicea (325), Antioquía (341), Gangra (350?), las cartas canónicas de San
Gregorio Taumaturgo (254),. atribuidas a Pedro de Alejandría (+ 311), a San
Basilio Magno (+ 379) a San Gregorio Niseno (+ d. 395). En Occidente dieron
normas sobre la administración de la penitencia los papas Siricio (+ 398),
Inocencio I (+ 417), San León Magno (+ 461), Félix III (+ 492), Hormisdas (+
523), Gregorio Magno (+ 604), como también los numerosos sínodos celebrados
en África, en España y en las Galias. En la alta Italia, la valoración de las
ordenaciones penitenciales de las iglesias africanas era tan grande, que cuando
alrededor del 500 fueron compilados los Siatuta ecclesiae antiqua se las hizo
pasar como emanadas de un concilio de Cartago del 398. No menos importante
que los fríos textos canónicos son para nosotros les pormenores sobre la práctica
de la penitencia, dictados por un fervoroso celo pastoral, que nos han transmitido
las obras de obispos insignes, como San Ambrosio de Milán (+ 396), San
Agustín de Hipona (+ 430), San Paciano de Barcelona (+ 390) y San Cesáreo de
Arles (+ 543).
Los Pecados Sometidos a la Penitencia.

Los Padres indicados, hablando a sus fieles, indican con suficiente claridad cuál
es el campo que pertenece a la penitencia en relación con la gravedad de las
culpas. Por esto distinguen frecuentemente dos categorías de pecados: los graves
y los leves.

San Agustín llama a los pecados graves magna crimina, scelera gravia et


mortífera, peccata malitiae; el papa Inocencio 1, delicia graviora, y San
Cesáreo, peccata capitalia. En esta serie están comprendidos, sobre todo, la terna
clásica — idolatría, homicidio, adulterio — y además también las culpas más o
menos afines, como el hurto, la rapiña, la fornicación, el falso testimonio, el odio
duradero, la embriaguez; es decir, los que se oponen más directamente al
decálogo.

San Agustín los pone más de relieve, rechazando la opinión de algunos,


compartida, según parece, por algún obispo, de que solamente los tres
característicos eran pecados graves: quasi non sint mortífera crimina
quaecumque alia sunt praeter tria haec, quae a regno Dei separant; aut inaniter
aut fallaciter dictum sit: ñeque jures, ñeque avari, neque ebriosi,neque maledici,
ñeque rapaces regnum Dei possidebunt.

Los pecados ligeros, llamados venialia, minuta, parva, crimina leviora,


quotidiana sine quibus homo vivere non potest, comprenden, según San Cesáreo,
los ligeros abusos en el alimento, el hablar demasiado, el maltratar a los
mendigos, la inobservancia del ayuno eclesiástico, el abuso del matrimonio, la
adulación de los poderosos, las imprecaciones, los malos pensamientos, la poca
guarda de los ojos y de los oídos, las distracciones en la oración. San Agustín
incluye también los pecados de pensamiento consentidos, pero no llevados a
efecto. En la duda acerca de la gravedad de una culpa, exige una consulta del
obispo.

Los Padres coinciden en asignar a cada diverso género de culpa una


expiación diferente. Los pecados ligeros o cotidianos se perdonan con el
ejercicio cotidiano de las buenas obras propias del cristiano: meliorum operum
compensatione curantur, dice San Paciano.

Cuando, en cambio, el fiel sabe que ha cometido un pecado grave, para obtener el
perdón de Dios no le bastan los remedios cotidianos que presenta la vida
cristiana, sino que son precisos los extraordinarios y mucho más costosos de
la penitencia pública.
La penitencia pública era, por tanto, la expiación obligatoria y única para los
pecados más graves, sea que hubiesen llegado a una cierta notoriedad de iure o
de jacto entre los fieles, sea que hubiesen permanecido ocultos. San Ambrosio en
este caso invita encarecidamente al pecador a asegurarse el perdón: Sí quis
occulta crimina habet, propter Christum tamen studiose poenitentiam egerit...
petat eam lacrymisf petat gemitibusf petat populi totius fletibus..., Este
llamamiento a la piedad de los fieles hacia los penitentes demuestra cómo, en la
intención de la Iglesia, la publicidad de su penitencia no miraba tanto a su
humillación como a pedir en su ayuda las oraciones de la comunidad. Agite
poenitentiam — les decía San Agustín — qualis agitur in ecclesia, ut orei pro
vobis ecclesia.

La penitencia pública no se exigía solamente para expiar pecados graves,


notorios u ocultos, sino que a veces los fieles la pedían espontáneamente, por
simple devoción. Lo atestigua San Agustín: Aliqui ipsi sibi poenitentiae
locum petierunt. Esto ocurrió sobre todo después del siglo V, en las Galias y en
España con personas aun buenas, que se preparaban así para la muerte. Pero no
se trataba más que de una ceremonia simbólica, llamada poenitentiam
accipere. Consistía sobre todo en cortar los cabellos a modo de tonsura sobre la
cabeza del enfermo, seguida de la imposición de la ceniza y del cilicio. Después
de algún día de cumplida la obligación penitencial, se le daba la
reconciliación y se le admitía a la comunión. Los detalles de la ceremonia los
describe el sacerdote Redento, familiar de San Isidoro de Sevilla (+ 636).
Encontrándose éste próximo a la muerte, quiso lo llevasen a la basílica de San
Vicente para recibir la penitencia delante de su pueblo.

San Cesáreo (+ 542) invitaba ardientemente a su pueblo a "tomar la penitencia"


al menos una vez en la vida, y confiesa que en su tierra se había hecho costumbre
casi general. No son raros los documentos epigráficos de las Galias y de España
en los que se recuerda corno mérito del difunto que poenitentiam accepit,
poenitentiam consecutus est.

La Penitencia Pública.

La penitencia pública comprendía normalmente estos tres actos


esenciales, ejercitados ya en los siglos precedentes; es decir:

a) La confesión del pecado al ministro sagrado.

b) Los ejercicios penitenciales.

c) La reconciliación.
El ministro confesor.

En la persona del obispo, cabeza de la comunidad, continúa concentrándose la


potestad ordinaria de "imponer la penitencia," según la expresión de San
León: actionem poenitentiae daré. Accepimus Spiritum sanetum — escribe San
Ambrosio — qui... nos facit sacerdotes suos alus peccata dimitiere; y su
biógrafo Paulino nos refiere con cuánta caridad lo cumplía él con los
pecadores: Quotiescumque illi aliquis, ob percipiendam poenitentiam, lapsus
suos conjessus est, ita flebat ut et illum ere compelleret. San Agustín,
dirigiéndose a un pecador dispuesto a convertirse, lo exhorta a dirigirse al
obispo, venial ad antistites, per quos illi in ecclesia claves ministrantur..., y
acepte de él los ejercicios de expiación que tenga que cumplir, a praepositis
sacramentorum accipiat satisfactionis suae modum. El obispo delegaba
también en los presbíteros para recibir a los penitentes y asistirles en la santa
observancia de los ejercicios penitenciales. Tal delegación en caso de urgencia o
de ausencia del obispo era, como ya veíamos, una tradición antigua en la
Iglesia; en la época de que tratamos, en las grandes y pobladas comunidades
debía ser cosa normal y aun necesaria, pues de este modo aligeraban al
obispo de una fatiga no pequeña. En Roma, por una noticia del Líber
pontificalis, sabemos que el papa Marcelo (308-309) dividió la ciudad en 25
títulos o parroquias, confiando a los presbíteros a ellas propuestos el cuidado de
los catecúmenos y de los penitentes, propter baptismum et poe nitentiam,
principalmente cuando, encontrándose para morir, pedían con urgencia el
bautismo y la reconciliación. Era en vísperas de la persecución de Diocleciano
y el número de los lapsi penitenciados, y más bien turbulentos, no debía ser
pequeño. Faltan detalles sobre el ministerio penitencial de los sacerdotes
titulares; pero es muy probable que la admisión de los pecadores a la penitencia y
su reconciliación fuese realizada colectivamente, y por esto reservada
personalmente al papa. En la famosa carta del papa Inocencio I al obispo de
Gubio, escrita en el 416, ni siquiera alude a una intervención de los presbíteros en
la penitencia; su ejercicio, desde la confesión del pecador hasta la reconciliación
después de cumplida la expiación, es oficio propio del obispo, sacerdotis est. En
Oriente, pero probablemente en un número muy limitado de iglesias, según la
narración no muy clara del historiador Sócrates, los obispos después de la
persecución de Decio habían delegado sus poderes en un sacerdote
penitenciario, con el encargo de facilitar el retorno de los lapsi, escuchando su
confesión, vigilando la penitencia y, en fin, dándoles la reconciliación. La
institución duró hasta el tiempo del patriarca Nectario de Constantinopla (381-
397). Este, indignado por un escándalo provocado por un sacerdote penitenciario
entonces en funciones, suspendió, sin más, el oficio. Como quiera que fuera, San
Jerónimo, escribiendo en el 398 a Belén, habla de ciertos presbíteros que no
siempre juzgan con equidad, ut vel damnent innocentes, vel solvere se noxios
arbiirentur, cuando deberían ser objetives, conforme a la gravedad de las culpas
acusadas: pro officio suo, cum peccatorum au dierint varietates, sciant qui
ligandus su, quique solvendus. Es probable que se refiera a los sacerdotes
penitenciarios de Oriente.

La acusación de los pecados.

La manifestación de la culpa al obispo era la primera fase del actio


poenitentiae. El, según la gravedad del pecado, juzgaba si existían motivos
suficientes para imponer o no al culpable la penitencia publica; y, en caso
afirmativo, fijaba la modalidad: a praepositis sacramentorum accipiet satis
factionis suae modum; de lo contrario, se perdonaba la culpa con los medios
ordinarios de la penitencia personal. Una carta de San León a los obispos de la
provincia de Viena del Delfinado lamenta que por leves faltas, pro commissis et
levibus verbis, algunos hayan sido excluidos a gratia communionis; y esto ad
arbitrium. indignantis sacerdotis! Ciertamente, en muchos casos, entonces como
hoy, los obispos debían sentirse embarazados en el momento de dar una
sentencia, por no exasperar, de un lado, al culpable, y del otro, no dejar mala
impresión en los fieles; cum saepe accidat — confesaba San Agustín — ut si in
quemquam üindicavens, ipse pereat; si inultum reliqueris, alter pereat. A veces
también, si el pecado había permanecido totalmente oculto, el obispo sugería la
oportunidad de la penitencia.

Ningún texto de esta época alude a la obligación de acusarse públicamente. San


Agustín recuerda sólo el caso de un donatista que, volviendo a la Iglesia, confesó
el pecado del segundo bautismo. Sin embargo, mientras el obispo lo exhortaba a
la penitencia, algunos hermanos comenzaron a protestar, y fue despedido sin ser
admitido a la penitencia.

Sobre el secreto de que debía estar rodeada la confesión de los pecados,


poseemos una carta de San León a los obispos de la Campania, del Sannio y del
Piceno, en la que les reprende enérgicamente porque obligaban a escribir los
pecados sobre un folio y leerlos públicamente. Declara este uso como contrario a
la regla apostólica, uso capaz de alejar a muchos fieles de la penitencia. "Aunque
sería muy laudable el desprecio a sonrojarse por temor de Dios, existen, sin
embargo, muchos que no quieren que sean publicadas sus culpas." La "puesta" en
penitencia, ¿no era ya una viva y manifiesta humillación? Por esto, muchos
pecadores, después de haberse confesado, no se decidían a someterse a aquella
pública expiación: plerique... poenitentiam petunt, et cum acceperint, publicae
supplicationis revocantur pudore.
La confesión de un pecado grave y la consiguiente asignación de la penitencia
canónica tenían como primer efecto La excomunión, elemento fundamental de
la actio poenitentiae. Era un acto esencialmente jurídico y público que separaba
al culpable del cuerpo de Cristo; o, como se expresa San
Agustín, sacramentorum participatione, sacramento caelestis panis, pane
quotidiano, a societate altaris; por tanto, quedaba excluido del derecho a
presentar la oblación en la misa, de recibir la eucaristía y de ser asociado al grupo
de los fieles. El pecado grave, además de una ofensa a Dios, era un ultraje a la
comunidad, cuyo esplendor disminuía; impedía el incremento moral y atentaba
contra su prestigio en medio de la sociedad pagana. El culpable, abandonando su
puesto entre los fieles, se colocaba entre los penitentes, in ordine
poenitentium. Estos en la iglesia de África ocupaban, en grupos, un sector
especial, a la izquierda del altar, el locus poenitentiae, locus humilitaífs, a la vista
de toda la comunidad. lili, quos videtis agere poenitentiam, scelera
commiserunt) decía San Agustín; para confiarlos a la piedad y a la intercesión de
los catecúmenos porque humilitas lugentium debet impetrare misericordiam.

Es probable, sin embargo, que la excommunicatio del pecador llevase también


consigo, en un principio, su alejamiento de la iglesia, poniéndolo fuera, en el
atrio. Las expresiones ya citadas de Tertuliano, in vestíbulo, pro foribus
ecclesiae, y de Novaciano, ad limen ecclesiae, lo hacen suponer. Más tarde,
encontramos la misma disciplina en Roma. San Jerónimo escribe a Fabiola
que non esi ingressa ecclesiam Domini, y San Benito, que en las normas
penitenciales de la Regula ha imitado el uso romano, impone al monje penitente
que, hora qua opus Dei in oratorio percelebratur, ante ores oratorii prostratus
iaceat.

La "puesta" en penitencia iba acompañada de un rito, la imposición de las manos


y del cilicio sobre la cabeza del pecador, con lo cual se le inscribía
"canónicamente" en el rango de los penitentes. Así al menos se hacia en Roma,
en África y en las iglesias de las Galias al principio del siglo V. Poenitentes,
tempore quo poenitentiam petunt — sanciona el concilio de Agde (506)
— impositiónem manuum et cilicium super caput a sacerdote...
consequantur; porque, comentaba San Cesáreo, el cilicio, tejido con pelos de
cabra, significa que ellos se consideran no ovejas, sino cabritos, en la grey de
Cristo: non se agnos, sed haedos publice profitentur.

El sacramentarlo gelasiano (n. 15) contiene cinco Orationes super poenitentes, de


las cuales las cuatro primeras se remontan ciertamente a los siglos V-VI, y por su
estilo muestran haber sido compuestas para iniciar en la penitencia pública a un
pecador.
El Ordo agentibus publicam poenitentiam, que sigue inmediatamente (n. 16),
excepto el título y alguna rúbrica, introducidos evidentemente con posterioridad,
debía formar en un principio un único "librito penitencial" con el número 38 del
mismo sacramentarlo, que abarca el rito de la reconciliación de los penitentes el
Jueves Santo. El librito refleja en las dos partes el uso litúrgico del siglo V y tal
vez fue compilado en Roma en la época de la organización de las estaciones
cuaresmales, hecha durante el siglo VI. Más tarde fue inserto en el sacramentarlo.

La rúbrica del número 16 dice: Suscipis eum IV feria mane in capite


quadragesimae et cooperis eum cilicio et oras pro eo, et inclaudis usque ad
Coenam Domini. Esta rúbrica está suspendida, porque al final del siglo V no se
había introducido todavía el miércoles de Ceniza ni era conocida la reclusión de
les penitentes en un monasterio. La "puesta en penitencia" de los pecadores
debía, en cambio, tener lugar el primer día de Cuaresma; es decir, excluida la
dominica, el lunes siguiente después de la celebración de la misa, cuyos textos
están todos dedicados a la gran ceremonia penitencial. La estación está asignada
a la basílica de San Pedro ad Vincula, enfrente del tribunal de Roma. La epístola
es un tierno llamamiento de la Iglesia a los pecadores y de ánimo para los
penitentes: Ego pascam oves meas, dicit Dominus. Quod perierat requiram et
quod abiectum erat, reducam. La perícopa evangélica, con la profecía de Cristo
acerca de la separación final de las ovejas de los cabritos, abarca toda la actio
poenitentiae, desde las sentencias del juez terreno, el obispo, a la exclusión del
penitente del consorcio de los fieles, y al cilicio, símbolo del pecado y de la
expiación. Las oraciones son una insistente invocación al perdón de las culpas.

Terminada la misa, el obispo cubría al penitente con el cilicio y ponía ceniza


sobre su cabeza, y, separándolo de les fieles, lo asignaba formalmente al locus
poenitentiae.

Los ejercicios penitenciales.

La penitencia pública, llamada por San Cipriano poenitentia plena, y por San


Agustín poenitentia gravior atque insignior, poenitentia luctuosa et
lamentabilis, era la forma jurídica y oficial de expiación de los pecados
graves. Por esto no se concebía como un ejercicio puramente privado y personal,
sino esencialmente eclesiástico y público, realizado bajo la directa vigilancia de
la autoridad eclesiástica y a la vista del pueblo cristiano, cuya eficacia superaba
la de la penitencia privada. De aquí la invitación de San Agustín a los
pecadores: Agite poenitentiam; pero no una penitencia cualquiera, sino la
especial, que se cumple en la Iglesia y que ésta avalora, qualis agitur in ecclesia,
ut oret pro vobis Ecclesia.
Llevaba consigo no solamente la segregación humillante de los fieles y de la
activa participación en el sacrificio, sino que imponía una extrema severidad en
la vida y en el vestido, en el abandono del cuidado de la persona, en la comida,
en las mismas relaciones sociales y conyugales. No debe parecemos extraño el
que en muchos penitentes la compunción del corazón se manifestase
publicamente también con lágrimas y sollozos. San Ambrosio da testimonio de
haber conocido algunos que al cumplir la penitencia mostraban el rostro y las
mejillas surcadas por un continuo llanto. Además, se arrojaban al suelo para ser
pisados por todos. Tenían con los ayunos su aspecto casi deshecho, de forma que
casi parecían muertos. San Jerónimo nos ha legado la narración de la conmoción
sufrida por los fieles cuando en el 399, ante diem Paschae, vieron a la ilustre
Fabiola, que había sido excomulgada por una caída, quam sacerdos
eiecerat, presentarse como penitente en la basílica del Laterano, cubierta de saco,
descalzos los pies, con los cabellos despeinados cubiertos de ceniza y acusándose
de su culpa con fuertes gemidos. El papa, los presbíteros y todo el pueblo, tota
urbe spectante romana, se impresionaron hasta derramar lágrimas; Fabiola
mereció por acto de tan profunda humillación ser en seguida absuelta y admitida
de nuevo entre los fieles. Parecida fue la penitencia pública que la severa firmeza
de San Ambrosio impuso al emperador Teodosio después de las devastaciones de
Tesalónica.

En los ejercicios penitenciales tomaba parte también la publica reprensión


(correptio), que el obispo daba a los penitentes cuyas culpas habían sido notorias
y escandalosas. Podía a veces por esto ser muy penosa y acerba, como lo fue la
hecha por San Agustín contra un ex astrólogo admitido a la penitencia pública
después de una vida de engaños y de sacrilegios.

Durante el período de su expiación, los penitentes eran asistidos espiritualmente


por las oraciones del clero y de los hermanos. La letanía de la Oratio
fidelium ambrosiana los recuerda todavía en su formulario: Pro... poenitentibus
precamur te, Domine; no es del todo infundada la suposición de que la oratio
super populum de nuestras misas feriales de Cuaresma, precedida de una
postración en silencio intimada por el diácono: Humiliate capita vestra Deo! sea
la fórmula de bendición recitada un día por el obispo sobre los penitentes. A este
rito alude probablemente el historiador Sozomeno. "En La iglesia de Roma —
escribe —, terminada la misa, los penitentes se postran boca abajo; los rodean los
fieles con los presbíteros y el papa. También él se postra. Después exurgit et
iacentes erigit; et quantum satis est, pro peccatoribus poenitentiam agentibus
precatus, eos dimittit. Es cierto, de todos modos, que su despedida iba siempre
acompañada por una imposición de las manos, hecha por los obispos y por los
presbíteros como rito de epiclesis y de exorcismo para implorar sobre los
penitentes la gracia del Espíritu Santo y para purificarlos de toda influencia
diabólica. En África da testimonio San Agustín: Abundant hic poenitentes;
quando illis manus imponitur, fitorjo longissimus; y el biógrafo de San Hilario de
Arles (+ 447), en las Calías: Quotiescumque poenitentiam dedit, saepe die
dominico ad eum turba varia confinebat. También en Roma se hacía así; porque
el papa Félix III (+ 492), escribiendo a los obispos de Sicilia acerca de la sanción
que debía imponerse a los rebautizados por los arrianos, dice que durante siete
años deberán estar en las filas de los penitentes y recibir la imposición de las
manos de sus obispos: subiaceant, ínter poenitentes, manibus sacerdotum.

Fijar la duración del período penitencial es propio también del obispo en esta
época, el cual determina la medida y las modalidades: a praepositis
sacramentorum (el penitente) accipiat satisjactionis suae modum, teniendo
presente la cualidad y la gravedad de la culpa. Este criterio lo encontramos
canónicamente determinado por el Concilio III de Cartago así: Ut poenitentibus
secundum dijferentiam peccatorum, episcopi arbitrio, poenitentiae témpora
decernantur. No parece por esto que en África, y ni siquiera en Roma, existiese
una medida penitencial; ésta era dada al prudente juicio del obispo, episcopi
arbitrio, al cual correspondía tener en cuenta las circunstancias y, sobre todo, las
disposiciones del pecador. Si era joven, era precisa mayor
discreción: luvenibas — amonestaba el concilio de Agde (506) — poenitentia
non facile committenda ese propter actatis fragilitatem (en. 15); con los
avanzados de edad había que tener en cuenta senilis aetatis intuitum, et
periculorum quorumque aut aegritudinis necessitates; con los fervorosos, en
cambio, se podía ser más indulgente, ya que, al decir de San Agustín, in actione
poenitentiae non tam consideranda est mensura temporís quam doloris. En
general encontramos en la práctica penitencial del siglo IV un sentido de mayor
indulgencia en relación con los siglos precedentes. Sin embargo, mientras en
Oriente ningún concilio conoce ya la pena de negar la comunión en peligro
de muerte, en Occidente la encontramos todavía sancionada por los cánones del
concilio de Elvira (303), de Arles (314; en. 14 y 22), de Sárdica (343; en. 2) y de
Zaragoza (320; en. 2). No existía el peligro, presentado ya por los rigoristas y los
novacianos, de que la posibilidad indefinida de remisión pudiese dar lugar a la
relajación, dando alas al pecador. La vida cristiana, en efecto, se mantenía en alto
tono de austeridad, y la abundante mies de mártires en la persecución de
Diocleciano es una prueba elocuente.

Pero al final del siglo IV, y más todavía en el siguiente, las costumbres y la
intensidad de la fe van decayendo rápidamente en la sociedad cristiana. Tres
fueron las causas principales: a) la afluencia de muchos ricos a la Iglesia,
atraídos por los privilegios que otorgaba la ley al grupo cristiano; b) el escándalo
permanente de las controversias doctrinales, que degeneraban en verdaderos
conflictos entre una y otra parte del alto clero, controversias acompañadas de
graves derivaciones heréticas (arrianismo, nestorianismo, etcétera); c) el abuso
de los catecúmenos de diferir el bautismo, y de los pecadores bautizados la
penitencia, hasta el fin de la vida. Contra este abuso vemos encenderse el celo y
la elocuencia de los pastores de almas, pero con escaso provecho.

Pero el motivo principal del progresivo abandono de la penitencia pública hay


que buscarlo, además de en el decaído temple moral del medio ambiente de los
fieles, en el complejo público y humillante de exigencias que acompañaban la
práctica, las cuales no terminaban ni aun después de la reconciliación. Como el
bautismo, con el cual se la ponía frecuentemente en parangón, la penitencia
pública dejaba una impronta en el fiel que duraba toda la vida. Era siempre un
cristiano, pero un cristiano capitidiminuído. No podía ascender a las órdenes
sagradas, ni ostentar cargos públicos, ni enrolarse en milicias, ni practicar el
comercio, ni comer carne y, sobre todo, no podía contraer o usar del matrimonio.
Por esto, la Iglesia misma sugería el conceder preferentemente la penitencia en
edad madura: eo tempore — decía San Ambrosio — quo culpae defervescat
luxuria; y el concilio de Agde (506) la desaconseja, sin más, a los
jóvenes: Iiwenibus poenitentia non facile committenda est propter aetatis
fragilitatem. No debe, por tanto, maravillarnos el que pocos, vix pauci, decía San
Cesáreo, pidiesen la penitencia; y muchos, los más, aun sintiendo el peso de
alguna culpa grave, la pidiesen sólo al fin de la vida; es por esto por lo que, con
tan gran relajación de costumbres, la institución penitencial se redujo poco a
poco a la ceremonia simbólica de que hemos hablado.

Entre tanto, uno de los medios introducidos para reavivar la frecuencia del
sacramento fue el reducir a una medida casi igual el tiempo de los ejercicios
penitenciales, concretándolo, en la mayor parte de los casos, en el período de la
Cuaresma. Es difícil precisar cuándo comenzó esta práctica. Si estuviese en
directa relación con el rito de la reconciliación de Jueves Santo, podríamos
encontrar los primeros testimonios seguros, al final del siglo IV, en Milán y en
Roma. Aluden a ella San Ambrosio, San Jerónimo, cuando fila la reconciliación
de Fabiola en Roma ante cizem Paschcte del 399, y el papa Inocencio 1 en el
416, que la llama ya una romanae Ecclesiae consuetudo.

La idea de considerar el período cuaresmal como el más apto para cumplir la


penitencia pública la encontramos en San León Magno. El la señala para los que
tienen necesidad del perdón de Dios: quí, letalium conscii peccatorum, per
reconciliationis auxilium festinant ad veniam. En las Calías y en la alta Italia,
los Statuta traen una disposición parecida: Omni tempore ieiunii manus
poenitentibus a sacerdotibus imponatur. El Jueves Santo se reconciliaban los
penitentes si habían observado fielmente las observaciones de la penitencia; en
caso contrario, su reconciliación se difería al año siguiente. Así lo ordena el papa
Inocencio I al obispo de Gubio: tune iubere dimitti, cum viderit congraam
satisfactionem. Hace solamente una excepción: el peligro de muerte: Sane, si
quis in aegritudinem inciderit... ei est ante tempus Paschae relaxandum.

132. La disciplina de la penitencia con los moribundos no fue siempre la misma.


En un tiempo, escribía el mismo santo Pontífice a Exuperio de Tolosa, se negaba
a los incontinentes la comunión también al final de la vida; pero esta durior
observatio, si podía ser entonces oportuna para apartar a les fieles del
pecado, ahora, depulso terrore, communionem dari abeuntibus placuit, et
propter Domini misericordiam, quasi üiaticum, profecturis, et ne Novatiani
haeretici, negantes, veniam, asperitatem et duritiam sequi videamur. La
concesión a que alude Inocencio I es quizá la que sanciona el I concilio Niceno, y
que dice así: De his qui ad exitum veniunt, etiam nunc lex antiqua regularisque
servabitur; ita ut si quis egreditur de corpore, ultimo et máxime necessario
viatico minime prívetur.

La antigua práctica rigorista hacia los penitentes moribundos debía estar muy
difundida en las Galias, porque el papa Celestino en el 428, escribiendo a los
obispos de la Narbonense, denuncia indignado a quienes negaban la penitencia a
aquellos pecadores que, habiéndola descuidado durante la vida, la pedían a la
hora de la muerte: Horremus, tantae impietatis aliquem reperiri. Negar la
reconciliación significa añadir muerte a muerte, equivale a matar el alma de
quien la pide. Y concluye reafirmando el principio general: Quovís tempore non
est deneganda poenitentia postulanti. Hay que observar, sin embargo, que en
esta época, en contraste con el uso africano del siglo III, la práctica normal de la
Iglesia era la de conceder al moribundo la communio, es decir, el viático, y una
imposición provisional de las manos; si el enfermo sanaba, debía someterse a la
penitencia pública. Solamente después de cumplida ésta podía obtener
la impositio manus reconciliatoria, la reconcíliatio absoluiissima. Más tarde,
estas prescripciones fueron suprimidas también. Los Statuta in extremis la
reconciliación y la comunión: reconcilietur per manas impositionem et
injundatur orí eius Eucaristía.

Pronto debió sentirse la necesidad de un formulario para la reconciliación de los


penitentes al final de la vida, dado el número extraordinario de adultos que
después del siglo IV entraban a formar parte del grupo de los penitentes. El
gelasiano antiguo, en el libelo penitencial inserto el Jueves Santo, trae, bajo el
título Reconciliatio poenitentis ad mortem, cuatro oraciones, anteriores al siglo
VII, pero sin ninguna rúbrica. Supone en el enfermo una confesión y una
penitencia en curso, porque en la segunda se dice: huic fámulo tuo, longo
squalore poenitentiae macerato, miseratíonis tuae veniam largiri digneris. La
primera: Deus misericors, Deus clemens..., se recita todavía en el Ordo
commendationis animae. La cuarta, casi una repetición de la primera, es
posterior.

Un caso regulado por criterios especiales en el procedimiento penitencial


eclesiástico es el del clero caído en pecados graves. El culpable merecía
justamente la penitencia; pero en tiempo de San Cipriano, como veíamos, antes
de asociarlo a las filas de los penitentes, se le deponía de su grado
jerárquico. Más tarde, en cambio, y de ello es testigo el concilio Romano del
313, se estableció como regla canónica el excluir totalmente a los clérigos de la
penitencia pública: Poenitentiam agvere — declara el papa Siricio (+ 399)
— cuiquam non conceditur clericorum. El papa León I consideraba esto como
una tradición apostólica.

Repetir sobre personas consagradas la imposición de las manos in


poenitentiam, escribe Optato de Mileto, sería una desconsagración, un desdoro
del sacramento: non homini, sed ipsi sacramento fit iniuria; Dios quiere que se
respete la unción de sus sacerdotes: oleum suum defendit Deus, quia si peccatum
est hominis, unctio tamen est divinitatis. Pero, aunque se le excluyese al clérigo
infiel de la humillación de la penitencia pública, aquél no podía evitar la quizá
peor de la degradación. El papa Siricio depuso a algunos clérigos notoriamente
incontinentes: ab omni ecclesíastico honore apostolicae sedis auctoritate
deiectos, y los condenó a penitencia perpetua.

El papa León I, al mismo tiempo que excluye al clérigo culpable de la penitencia


pública, le impone una penitencia privada, la privata secessio, es decir, el
confinamiento en una casa religiosa: Unde huiusmodi lapsis, ad promerendam
miserícordiam Dei, privata est expetenda secessio, ubi illis satisfactio, si fuerit
digna, sit etiam fructuosa.

Nótese, sin embargo, que la penitencia de la privata secessio era privada sólo en


cuanto a la publicidad, pero siempre canónica, de carácter oficial, pues la infligía
la autoridad eclesiástica:...ut habeat poenitendi licentiam, petitorium daré vobis
censemus, escribe el papa Juan II a los obispos de las Galias. Esta se practicó
generalmente en algún, monasterio. San Jerónimo la recuerda a propósito de un
cierto Sabiano, diácono, enviándolo de Roma a Belén para expiar allí sus
innumerables caídas.

A la actio poenitentiae de los clérigos se asemeja después del siglo V la de


los ascetas y los monjes, que se habían empeñado en una vida religiosa regular.
Para éstos, la penitencia, en el caso de una caída, era la misma vida canónica, era
la secessio en su monasterio: Abrenuntianti publica poenitentia non est
necessaria, dice un anónimo del tiempo, porque, cuando el monje se ha
comprometido a cumplir sus obligaciones, etsi peccaverit in saeculo post
abrenuntiationem iterum jaciam dominicum corpus non dubitet
accipere. Genadio de Marsella (+ 505) confirma la misma doctrina.

También los llamados conversos forman en los siglos V y VI, especialmente en


las Galias y en España, un grupo especial de penitentes. Con la conversio, el fiel,
deseoso de expiación, se obligaba delante de la Iglesia a llevar una vida de
rigurosa mortificación, con oraciones, ayunos, perpetua continencia, vistiendo
ropas lúgubres y considerándose como puesto en penitencia. Pero, desde el punto
de vista canónico, el conversus era muy distinto del penitente verdadero; éste no
podía ascender a los órdenes sagrados; se le consideraba indigno; aquél, por el
contrario, adquiría casi el privilegio. La conversio se iniciaba con un rito a
propósito, llamado en los libros penitenciales Benedictio poenitentiae, asociado a
una imposición de las manos del sacerdote.

Por regla general, la penitencia publica se concedía una sola vez. La Iglesia
mantuvo inmutable el principio ya mencionado por Hermas: Servís Dei
poenitentia una est, y repetido como un artículo de fe por San Ambrosio: Sicut
unum baptisma, Ha una poenitentia. Esta rígida sanción contra los reincidentes
provenía de una cierta praesumptio iuris, que hacía poner en duda la sinceridad
de su primera conversión y miraba a mantener bien elevado el prestigio del
sacramento. Caute salubriterque proüisum est — decía San Agustín — ut locus
illius humillimae poenitentiae semel in ecclesia concedatur, ne medicina vilis
esset aegrotis. Con esto se buscaba el que los reincidentes no desesperasen de su
salvación, porque Deus super eos suae patientiae non obliviscitur; más aún, el
papa Siricio (+ 399), modificando la antigua disciplina penitencial sobre el
particular, permitió que éstos, quia iam suffugium non habent
poenitendi, pudiesen asistir, junto con los fieles, a todo el sacrificio eucarístico y
recibir la comunión al menos a la hora de la muerte. Parecidos sentimientos de
mayor comprensión hacia los reincidentes debió abrigar San Juan Crisóstomo,
pues entre las acusaciones de sus adversarios estaba también la de haber
predicado que se podía conceder ilimitadamente a los pecadores la penitencia y la
reconciliación: Sí millies lapsus, poenitentiam egeris, in ecclesiam ingreciere.
También un obispo africano de mitad del siglo V, Víctor de Cartena, invita a los
reincidentes a no desesperar por sus recaídas, ya que el Médico divino no niega
nunca su perdón.

Señal esta de que la práctica pastoral se orientaba hacia una decisiva mitigación
de la antigua disciplina.

Con todo, el extremo rigor hacia los relapsi perduró mucho tiempo en la Iglesia.


Todavía al final del siglo VI, el II concilio de Toledo (589) calificaba como
una execrabilis praesumptio la costumbre, hacía poco introducida en alguna
iglesia de España, de dar más de una vez la
reconciliación: ut (homines) quotiescumque peccare líbuerint, toties a
presbytero reconciliari expostulent. Contra éstos, qui ad priora vitia, üel infra
poenitentiae tempus, vel post reconciliationem relabuntur, el concilio, conforme
a lo dispuesto por les antiguos cánones, prohibe toda ulterior
penitencia, secundum priorum canonum severitatem damnentur. Pero esta
costumbre se consolidó y extendió en seguida sus benéficos influjos sobre toda la
Iglesia.

La reconciliación.

136. La reconciliación) llamada frecuentemente en esta época communio, es el


correctivo de la excomunión infligida al pecador. Este, separado a corpore
Christi y purificado por la expiación de la penitencia, es admitido de nuevo por
el obispo, auctoritate antistitis, en la comunidad y reconciliado con Dios. San
León pone de relieve exactamente la doctrina católica sobre este particular.

El título jurídico por razón del cual la Iglesia absuelve al pecador está en el poder
de las llaves conferido por Cristo.

El valor de la reconciliación era tan grande y esencial, que, según San León, si el
penitente, sorprendido por la muerte, no la recibía, se le consideraba excluido de
la comunión eclesiástica y del sufragio litúrgico: quod manens in corpore non
recepit, consequi exutus carne non poteni.

Pero el papa aludía a aquellos cristianos que, habiendo retardado a propósito la


penitencia, habían sido sorprendidos por la muerte; en cambio, por los penitentes
que habían muerto sin poder recibir la reconciliación se ofrecía a Dios la oblatio,
pro eo quod honoravit poenitentiam. El sacramentario leoniano (s. VI) contiene
dos oraciones super defunctos, alusivas a los penitentes muertos antes de la
reconciliación; ut poenitentiae fructum, quem voluntas eius optavit, praeventus
mortalitate, non perdat.

Con la reconciliación, el penitente se unía de nuevo a los fieles y recuperaba el


derecho a la oblación y a la eucaristía, la reconciliatio altaris. La reconciliación
tenía, por tanto, valor sacramental, es decir, conseguía para el penitente el perdón
de los pecados por parte de Dios; cum excommunicatus reconciliatur ab
Ecclesia —escribe San Agustín— in caelo solvitur reconciliatus. Por lo demás,
el paralelismo que frecuentemente ponen los Padres entre el bautismo y la
penitencia significa precisamente que también la penitencia, como el bautismo,
tiende y se concluye con la remisión del pecado.
Jerónimo traza así el cuadro ritual de la reconciliación en sus elementos más
importantes.

La ceremonia, por tanto, se desarrollaba públicamente, a la vista de toda la


comunidad, delante del altar; ante absidem, precisa un concilio contemporáneo
de Hipona (393), en un cuadro de oración en que, por invitación del obispo, todos
participan (mater deprecatur). El obispo impone sobre el penitente la mano o
ambas manos, recitando una fórmula a propósito. Quid est manus impositio —
escribe San Agustín —: si oratío super hominem? Esta oratio era probablemente
deprecatoria y epiclética. San Ambrosio la llama una intercessio; San
León, sacerdotalis supplicatio. San Jerónimo alude a una invocación del Espíritu
Santo, reditum sancti Spiritus invocat. El texto de las más antiguas fórmulas
absolutorias muestra este doble carácter.

Después de reducida al período cuaresmal la duración de la penitencia pública, se


eligió el Jueves Santo para el rito de la reconciliación solemne de los penitentes.
El papa Inocencio I en el 416 lo llama ya una consuetudo: Quinta feria ante
Pascha eis remittendum romanae Ecclesiae consuetudo demonstrat. El
formulario más antiguo de la ceremonia, contenido, como ya decíamos, en un
libelo penitencial aparte lo encontramos inserto en el gelasiano antiguo (n. 38)
entre las primeras colectas y el ofertorio de la primitiva misa del Jueves Santo.
Sus textos con las rúbricas relativas han sufrido ciertamente algún retoque
posterior, pero substancialmente reflejan el uso de Roma al final del siglo V.

Los penitentes se presentan en la iglesia delante de los fieles y se postran boca


abajo, prostrato omni corpore in térra. Un diácono habla a los asistentes,
exaltando el advenimiento de estos días, llenos de tanta misericordia para los
penitentes y de tanta gracia para los catecúmenos, y, vuelto hacia el obispo, le
dice así: Adest, venerabilís Pontifex, tempus acceptum, dies propitiationis
diüinae et salutis humanae... Lavant aquae, lavant lacrymae. Inde gaudium de
assumpiione vocatorum, hinc laetitia de absolutione poenitentium. Después
prosigue implorando el perdón y dando buen testimonio de la penitencia
cumplida: manducavit panem doloris, lacrymis stratum rigavit, cor suum luctu.
corpus afflixit ieiuniis. A su vez, el obispo, después de amonestar a los penitentes
a no recaer en las culpas borradas con la penitencia, ne renatum lavacro salutari
mors secunda possideat, recita sobre ellos dos oraciones absolutorias: Tibí,
Domine, supplices preces, tibí fletum cordis effundimus. Tu parce confitenti, ut in
imminentes poenas sententiamque futuri iudicii, te miserante, non
incidat. Después de lo cual los penitentes son admitidos entre los fieles, vuelven
a hacer la oblación y se acercan a la comunión. Posf haec —concluye el libelo
— ofjert plebs et conficiuntur sacramenta. En la rúbrica no se hace alusión al
gesto de La imposición de las manos realizado, según la tradición, por el obispo
al recitar las fórmulas de la absolución; pero es cierto que se realizaba.

138. Alguien ha puesto en duda, o negado sin más, el valor sacramental de la


reconciliación pública, como si fuera una simple absolutio a reatu poenae y no a
reatu cul pae. Pero tales opiniones carecen de fundamento. Las fórmulas
litúrgicas, aunque entonces todas de carácter optativo, alejadas, por tanto, de la
forma categórica y judicial que asumieron más tarde, muestran con suficiente
claridad que miraban a conceder el perdón de Dios. Esto se deduce fácilmente del
prólogo dirigido por el diácono al obispo: Adest, o venerabilis Pontífex..., en el
cual declara que lo que él va a hacer es devolver al pecador la gracia de la
reconciliación con Dios, orationum tuarum patrocinantibus meritisf per divinae
reconciliationis gratiam, fac hominem proximum Deo; el realizar, por medio del
ministerio de la persona, lo que es propio solamente de Dios, ipse, in nostro
ministerio, quod tuae pietatis est, operare; de sanar lo que la obra del demonio
había corrompido, redintegra... quidquid diabolo scindente, corruptum est. Y la
oración del obispo es toda una súplica epicletica de la misericordia de Dios hacia
el pecador arrepentido. "Tú —le dice—, que has redimido al hombre con la
sangre de tu bendito Hijo, que no quieres su muerte, que no lo has abandonado en
sus desvíos, recíbelo arrepentido, sana sus llagas, alárgale tu mano en su
abyección; no permitas que, después de haber sido una vez regenerado, sea
victima de una segunda muerte." No se puede negar razonablemente a fórmulas
de este género el carácter remisorio, ni al obispo que la pronunciaba, la intención
de reconciliar al pecador con Dios.

La Penitencia Privada. Terapéutica Espiritual.

Del examen de los numerosos textos aducidos hasta aquí, que reflejan en sus
varios aspectos toda la actio poenitentiae, es fácil deducir cómo la Iglesia
antigua, aun en la época de que estamos tratando, no conoció, fuera de la
penitencia pública, otra penitencia sacramental; intentando referirnos con el
término "penitencia pública" solamente a la satisfacción y a la reconciliación, no
a la confesión preliminar hecha al obispo, que tuvo siempre una forma secreta.
De un procedimiento penitencial privado, en el sentido moderno de la palabra, no
se encuentra ninguna señal segura. Los poquísimos ejemplos que algún escritor
ha querido interpretar en tal sentido no resisten la crítica; y, si les quitamos el
carácter de excepcionalidad, entran en el procedimiento ordinario y lo confirman.
Se reducen principalmente a dos: a) la penitencia a los moribundos; b) la
reconciliación de los herejes.

a) En cuanto a la primera, se citan dos hechos referidos por San Agustín. Evodio.
obispo de Uzala (Numidia), en una carta al santo Doctor informándole de la
muerte de un secretario suyo de apenas veinte años, refiere haberle preguntado
poco antes de morir si había cedido alguna vez a los estímulos de los sentidos, y
recibir con alegría respuesta negativa. En otra carta, San Agustín cuenta su visita
al conde Marcelino, detenido en la cárcel en espera de la ejecucioncapital, al cual
preguntó si sentía acaso gravada su conciencia por alguno de los pecados que
suelen expiarse maiore et insigniore poenitentia. Marcelino comprendió el
sentido de esta pregunta, y afirmó con juramento el no haber tenido nunca
relaciones con otras mujeres diversas de la propia ni antes ni después del
matrimonio. "Es claro — escribe un historiador — que en tales circunstancias los
dos obispos no pensaban para nada, aun en el caso de que los hubiesen
encontrado reos de los pecados sospechosos, en imponerles la penitencia pública,
sino que se habían dirigido a los moribundos para llevarles la reconciliación por
vía de penitencia privada."

A nuestro parecer, no existe hilación en esta última declaración del historiador.


Aunque se hubiesen acusado de criminal, la reconciliación concedida estaba
idealmente en relación con la penitencia pública que habrían tenido que hacer, si
no hubiese resultado imposible a causa de la muerte inminente. En efecto, San
Agustín lo declara expresamente. Se trata por esto de una forma excepcional de
penitencia pública y no privada. Todos admiten que entonces, como hoy, los
obispos, y en su ausencia los presbíteros, tenían en los casos de urgencia, por
exigencia de las circunstancias, una facultad discrecional de reducir en todo o en
parte las penas de la penitencia, En el 251 hemos visto que San Cipriano y los
obispos de su provincia concedieron en seguida, sin previa penitencia, la
reconciliación a los lapsi, juzgando inminente el comienzo de la persecución.
San Agustín atestigua que en África, ante la desbordante invasión de los
vándalos, los cristianos de toda edad y sexo corrían aterrados a los sacerdotes a
pedir unos el bautismo, otros la reconciliación, otros la comunión; y de
ellos, sí adsint, ómnibus subüenitur; alii baptizantur alii reconciliantur, nulli
dominici Corpons communione fraudantur. Puede presumirse muy bien que, en
tan dramáticas circunstancias, la reconciliación pedida por los pecadores se
concediera sin previa penitencia, pues el tiempo apremiaba. Pero era un caso de
necesidad. Excepto este u otros casos parecidos de urgencia, el procedimiento
penitencial ordinario era uno solo, el público, descrito por nosotros.

b) En cuanto a la reconciliación de los herejes, es preciso distinguir en ellos dos


categorías diversas. Había herejes que, después de bautizados en la Iglesia
católica, se habían adherido a la herejía o al cisma, y ahora volvían a la Iglesia
madre, ad veritatem et matricem redeunt. Venía después la cuestión de los
herejes que, nacidos o bautizados en una secta herética, querían abrazar la
verdadera fe. La conducta de la Iglesia fue lógicamente diversa en los dos casos.
Con los primeros, traidores, a su bautismo, fue siempre muy severa; los trató
como pecadores ordinarios y les sometió a todos los rigores de la penitencia
pública; con los segundos, en cambio, usó, según los lugares, modos diversos,
excluida la penitencia. En África, como decíamos, en su lugar se exigió la
renovación del bautismo, juzgando nulo el de la herejía.

Alguno quiso ver también en este procedimiento un ejemplo de penitencia


privada, porque los herejes eran reconciliados sin previa penitencia. El hecho es
verdadero, pero el motivo es diverso. Los herejes de la segunda categoría eran
inculpables; la Iglesia los trataba sólo como iniciados imperfectamente, y,
admitiendo la validez de su bautismo, les concedía, con ceremonias análogas a
las del catecumenado y a las de la confirmación, no sólo al Espíritu Santo, que
habían recibido ya, sino la gracia. Son palabras del papa Vigilio: poenitentiae
fructus acquiritur et sanctae communionis restitutio perficitur.

Por lo demás, si hubiese existido un procedimiento privado ordinario de


penitencia, no se comprende cómo San Ambrosio pudiese deplorar que la mayor
parte de los fieles, después de haber pedido la confesión y obtenida la penitencia,
se volviesen atrás por la ignominia pública a que se exponían: plerique...
poenitentiam petunt et, cum acceperint, publicae supplicationis revocantur
pudore. Era precisamente la ocasión de asignarles una expiación secreta, seguida
a su tiempo de una absolución análoga; pero San Ambrosio calla totalmente.

140. Otro argumento rotundo puede extraerse del modo como los antiguos
buscaban el conciliar la concesión de una sola penitencia canónica con la
obligación de no desesperar. Es conocido el pasaje, ya citado en parte, de San
Agustín: Et quamvis eis (a los pecadores reincidentes) in ecclesia locus
humillimae poenitentiae non concedatur, Deus tamen super eos suae patientiae
non obliviscitur. Y continúa suponiendo el diálogo con uno de ellos: Ex quorum
numero si quis nobis dicat: Aut date mihi eundem iterum poenitendi locum, aut
desperatum me permitirte, ut faciam quidquid libuerit..., aut si me ab hac
nequitia revocatis, dicite utrum mihi aliquid prosit ad vitam futuram, si in ista
vita illicebrosissimae voluptatis blandimenta contempsero, si libidinum
incitamenta frenavero...; quis nostrum — argumenta San Agustín — ita desipit,
ut huic homini dicat: Nihil tibí zsía proderunt in posterum; vade, saltem vitae
huius suavitate perfruere? E insiste, demostrando que ninguno tiene derecho a
afirmar que Dios no pueda o no quiera perdonar a tales reincidentes aunque la
Iglesia no les conceda una segunda penitencia. Todo esto, en la hipótesis de una
penitencia sacramental privada e iterable, no tendría sentido alguno; es decir, no
resolvería precisamente ni el dilema de la objeción ni la respuesta del santo
Obispo.
No se puede negar que la severa disciplina penitencial de la Iglesia antigua choca
no poco con la concepción moderna de una mayor largueza del perdón de Dios;
pero aquel rigor era oportuno entonces, como más tarde fue oportuno el
mitigarlo, cuando las volubles circunstancias sociales hicieron constatar los
inconvenientes e hicieron imposible la aplicación. Por otra parte, teniendo en
cuenta que nuestros pecados veniales no coinciden precisamente con los peccata
levia de San Agustín, y menos todavía con los leviora de Tertuliano (ya que no
hay duda que nosotros llamamos mortales a muchos pecados que los antiguos
contaban entre los "cotidianos" o "ligeros"), se explica fácilmente cómo la mayor
parte de los fieles no tienen necesidad después del bautismo de penitencia pública
y puedan llegar hasta el final de la vida sin haberse confesado nunca. También,
por lo que respecta a la tradicional terna de pecados, si quitamos la fornicación,
es cierto que los otros dos, apostasía y homicidio, habían llegado a ser en los
siglos V-VI menos frecuentes. Con todo, en aquel tiempo estaba floreciente,
mucho más que hoy, la mortificación ordinaria de la vida, sea con la práctica
cotidiana de las obras buenas, sea con las austeras observancias propias de los
tiempos oficiales de penitencia, como la Cuaresma. Por reacción contra el
pelagianismo de la época, los sermones de los Santos Padres, especialmente San
Agustín, San Juan Crisóstomo y San León, exhortan continuamente con fuerza y
elocuencia a esta penitencia ordinaria.

Antes de terminar, no podemos pasar en silencio una forma de aparente


penitencia privada, llamada a veces por los escritores ascéticos terapéutica
espiritual, que se encuentra con bastante frecuencia en la Iglesia antigua.
Consistía en descubrir la conciencia a personas "espirituales," o a les
"pneumáticos," o "perfectos," o "ancianos," que eran juzgados ricos en los
carismas del Espíritu Santo, de los cuales esperaban adquirir corrección contra
los defectos y guía en su conducta moral. Era, más que otra cosa, una medicina
espiritual, que admitía, por un lado, una confesión de las culpas y, por otro, una
corrección paternal e iluminada, pero sin ningún carácter sacramental.

Tertuliano habla de ella en sentido montañista; Orígenes y Clemente Alejandrino


parece que la conocieron. Pero solamente en el siglo IV se convierte en Oriente,
en los monasterios, en una institución difundida y recomendada. Contribuyó
mucho a ello la regla de San Basilio (+ 379), que señala en el jefe de la
comunidad, el "médico del alma," al "padre confesor," aunque no fuese
sacerdote. En la vida de San Pacomio (+ 348), escrita en el 368, se dice que el
gran cenobita aconsejaba a sus discípulos el descubrir en seguida el estado
anormal del alma a un hombre el ejrcitado en la discreción de los espíritus, de
animae suae statu hominem in discretione spirituum exercitatum consulat f para
romper el lazo de la tentación. Y de Teodoro, su célebre discípulo, se narra que
todos iban a confesarse con él para recibir consejo: Nullus porro ínter fratres
reperiebatur qui formidaret animum suum ei secreta confessione aperire et
indicare qua quisque ratione adversus inimicum decertaret. Casiano (+ 435), que
pasó diez años (390-400) en los monasterios egipcios, da testimonio de una
disciplina análoga. La regla Nihil seniori tuo erubueris revelare se inculcaba
insistentemente a los obispos del gran monasterio de Tabenisis, los cuales,
divididos en grupos de diez o doce, tenían cada uno por jefe un sénior.

La cura de almas del Oriente fue transplantada después por Casiano a sus
monasterios de Marsella e inserta en seguida entre las principales normas de la
ascética monástica. Naturalmente, los séniores de un monasterio no siempre eran
sacerdotes; la confesión hecha a ellos no tenía por esto valor de sacramento, sino
de simple dirección espiritual. Si se confiesan los pecados, éstos se perdonan no
por la absolución del anciano, del que raramente se habla, sino por la oración
del sénior, por las obras de penitencia y por la detestación de la culpa. Indicium
satis factionis et indulgentiae — dice Casiano — est affectus quoque eorum de
nostris cordibus expulisse. La importancia dada en Oriente a la dirección
espiritual ha contribuido a difundir la extraña mentalidad, todavía existente, que,
substrayendo la penitencia a la jerarquía de la Iglesia, ha hecho de ella un don
característico reservado a los "padres espirituales" especialmente monjes, con
preferencia del clero casado. También San Benito reúne entre los instrumenta de
la disciplina monástica la manifestación al anciano espiritual (seniori spirituali
pater acere) de los malos pensamientos; pero los séniores de los que habla eran
probablemente monjes sacerdotes, los cuales, junto con el abad, administraban el
sacramento de la confesión. Es cierto de todos modos que tales usos de los
monasterios de Oriente y de Occidente no tardaron en ser conocidos también en
el mundo por las almas simples y fervorosas, las cuales comenzaron a servirse
de la confesión como instrumento de enmienda y de ascesis. Hablan de ello.
Pomenio de Arles (c. 500) en su De vita contemplativa y San Gregorio Magno, el
cual lamenta que muchos sacerdotes se muestren reacios a cumplir el opus
onerosum et laboriosum de recibir a los pecadores, cisque compati culpam suam
fatentibus.

El Advenimiento de la Penitencia Privada.

Los siglos VII-VIII señalan un desenvolvimiento de capital importancia en la


historia de la penitencia. Ya en el siglo anterior, y aun antes, la institución de la
penitencia pública, la única con que la Iglesia garantizaba el perdón de los
pecados graves, se presenta en decadencia.
Contribuyeron a ello muchos factores: 1)Las invasiones de los bárbaros, paganos
o semi-paganos, incapaces de sufrir cualquier regla y demoledores de toda
tradición, que convirtieron en un caos indescriptible la mayor parte de las
provincias cristianas ¿Cómo era posible a tal raza de gente, para la cual los
homicidios y las rapiñas estaban a la orden del día, imponer, no obstante el
bautismo, las reglas de la penitencia canónica? 2) La profunda corrupción de las
costumbres en todo el Imperio, que habia penetrado ampliamente en todos los
estratos de la sociedad cristiana. 3) La unicidad y las excesivas durezas del
régimen penitencial, que alejaban radicalmente a los pecadores. Razón por la
cual eran ya muy pocos los que osaban abrazarlo en vida, y reducido solamente
al breve período de la observación litúrgica cuaresmal. Los más, como decíamos,
la habían substituido por una simple ceremonia simbólica, recibida poco antes
de morir, cuya eficacia ponían en duda los mismos Padres.

Estas consideraciones parecen suficientes no digo a explicar, pero sí a aclarar un


poco aquel obscuro cambio de disciplina en la administración de la penitencia, de
la cual se advierten claros síntomas ya en el siglo VI. El famoso concilio III de
Toledo (589), que aprobó el retorno del rey Recaredo I y de los visigodos
arríanos a la fe católica, da testimonio, aun condenándola, de la costumbre
introducida per quasdam Hispaniarum ecclesias de recibir más de una vez la
absolución de los pecados, sin que el sacerdote atendiese a hacer cumplir
previamente la penitencia a los pecadores. Los Padres del concilio la califican
de execrabilis praesumptio, contraria a las reglas canónicas, non secundum
canonem. En el continente, ésta era la primera afirmación de la penitencia
privada normal, que más tarde debía imponerse en todas partes.

En las Galias, la disciplina penitencial en tiempo de San Cesáreo (542) mantenía


todavía, al menos oficialmente, las posiciones tradicionales; pero pocos años
después, desde San Gregorio de Tours (+ 593), quedó reducida totalmente al
silencio, y Jonas, el biógrafo de San Columbano, afirma que, cuando éste llegó
(c. 590), poenitentiae médicamentel et mortificationis amor vix vel paucis in illis
reperiebañir locis6. Ciertamente no había desaparecido del todo, pero en los
escasos residuos se habían introducido ya compromisos, debidos a las primeras
influencias de la disciplina irlandesa. He aquí, por ejemplo, dos muestras
características.

En la vida contemporánea de San Desiderio de Viena (+ 606), se narra cómo la


reina Brunilda y el rey Teodorico, que habían lanzado una calumnia atroz contra
el santo Obispo, arrepentidos, le pidieron la penitencia, y él, a pesar de que se
trataba de un pecado gravísimo, los perdonó y sin más los reconcilió con
Dios: lile autem facinus perpetratum animo clementi laxavit, et iuxta sententiam
Domini culpas debentium non retinuit sed omisit. De San Sigfredo de Benasque
(s. VI) se recuerda que, habiendo descubierto a un ladrón de reliquias, no lo
denunció, sino que, inducido a la restitución y al arrepentimiento de su falta, acto
continuo lo absolvió: Siegue vir Dei salus effectus est reí, solo remoto furto
absolvit, et conscio facti culpam pepercit, iniuncto ne peccaret, abire
praecepit. Eligió de Noyón (+ 648) admitía ya una repetición de la penitencia.

Característica única era la situación de las iglesias de Irlanda y Bretaña, las más
alejadas del centro de la cristiandad y situadas fuera de las grandes vías de
comunicación. Por los documentos de las provincias predominantemente
monásticas, que van de los siglos VI al VIII, vemos que la práctica penitencial
aparece allí como un ejercicio exclusivamente privado.

Se inculca insistentemente la confesión hecha ad confessores suos, es decir, a los


sacerdotes, no sólo para los pecados graves, sino también para los ligeros. La
expiación de las culpas no admite ya la antigua figura litúrgica de la actio
poenitentiae, es decir, una excommunicatio del pecador del consorcio de los
fieles, un lugar segregado en la iglesia in ordine poenitentium, una "puesta en
penitencia" igual para todos al principio de la Cuaresma y una reconciliación
pública el Jueves Santo. La penitencia, excepto una abstención temporal de la
eucaristía, ne penitus anima tanto tempore caelestis medicinae intereat, se realiza
en privado con rigurosas obras de mortificación corporal, especialmente en la
comida y en la bebida; se impone ésta al pecador según su culpa, no ya al arbitrio
del confesor, sino en la medida que se encuentra indicado en una especie de
escala penal, llamada precisamente penitencial, que aplica a la vida moral la idea
del Wergeld francogermánico, y a veces asigna un eventual correctivo pecuniario
para rescate parcial del pecado o de la pena; la duración de la expiación no estaba
ya limitada a la Cuaresma, sino a un período libre de tiempo; la absolución (ya
que de reconciliación, en el sentido antiguo, no era del caso hablar) se da
privadamente, expirado el tiempo de la penitencia, a veces también a
continuación de la acusación. La penitencia es reiterable y no lleva consigo
ninguna consecuencia aflictiva social o jurídica. La fisonomía particular de la
penitencia en las iglesias celtas y anglosajonas la explica así Teodoro de
Canterbury (+ 690) en el gran penitencial a él atribuido: Reconciliatio in hac
provincia publice statuta non est, quia et Publica Ppenitentia Non Est.....

Los Libros Penitenciales.

Las normas que han regulado la práctica penitencial celta se encuentran reunidas
en algunas colecciones de cánones bajo varios nombres, como los Excerpta
quaedam de libro Davidis, de Menebia; el Synodus Aquilonalis
Britanntae, el Praefatio de Poeniteñtia, del PseudoGildas, todos del siglo VI;
pero de una manera especial en los llamados libros penitenciales, los cuales
indican, al lado de una serie variada de culpas, la penitencia correspondiente, de
donde el nombre dado a este sistema de "penitencia tarifada." Estos no se
derivan, como afirmó alguno, de un hipotético desconocido penitencial romano;
nacieron y se perfeccionaron con el uso de los confesores en las comunidades
cristianas celtas de Escocia, Irlanda y Bretaña. Traídos después al continente,
fueron reproducidos y difundidos, poniéndolos al día con las nuevas necesidades
y las nuevas mentalidades. No revisten autoridad oficial, como los cánones de un
concilio o los decretos de los papas, sino que la teman del prestigio de sus
compiladores.

El más antiguo es el irlandés de Vinniai, de la primera mitad del siglo II, formado
por 53 cánones, divididos en dos partes, una para los laicos y la otra para los
clérigos. Para éstos, las penas son más severas, principalmente si hubo escándalo.
En ciertos casos, la penitencia lleva ccnsigo también una multa
pecuniaria: pecuniam dabit pro redemptione animae suae et fructum poenitentiae
in manu sacerdotis (en. 35). Se derivan de éste otros dos importantes
penitenciales: el de Cummeano, de Irlanda, y el famoso de San Columbano (+
615), de Bobio, si bien alguno pone en duda su paternidad. El penitencial
anglosajón más importante entre los conocidos es el atribuido al monje griego
Teodoro de Tarso, arzobispo de Canterbury (+ 690). Por el su actual composición
hay que colocarla en la primera mitad del siglo VIII. Buena parte de sus cánones
entraron más tarde en las grandes colecciones canónicas. Otros dos penitenciales
anglosajones menos ordenados que el precedente, atribuidos al Venerable Beda
(+ 735) y a Egberto, arzobispo de York (+ 376), representan en realidad una
compilación hecha en el continente alrededor del 800. Todos los penitenciales
excepto los de Vinniai y el de Cummeano, manifiestan una influencia más o
menos profunda de la disciplina romana.

Los ejercicios penales impuestos por los penitenciales eran principalmente éstos:
1) el ayuno en su forma más rigurosa, pan y agua, reservada a los pecadores más
graves, y a veces también con limitaciones (panis per mensuram); abstinencia de
carne, de vino y de bebidas alcohólicas. El ayuno debía ser más riguroso en las
tres cuaresmas observadas por los celtas; frecuentemente también se sobreponía
(superpositio ieiunii), es decir, se prolongaba la abstinencia de toda clase de
comida tres y hasta cuatro días (biduanum, triduanum, quatriduanum ieiunium);
2) el destierro o exilio de la familia y de la patria. El Penií. Cummeani infligía al
incestuoso tres años de penitencia cum pe. regrinatione perenni, con el
agravante de no poder llevar armas consigo, inermis existat, nisi virgam tantum
in manu eius et non maneat cum uxore sua; 3) la oración aflictiva, porque se
realizaba durante una panuquia, pasada siempre en pie y recitando una serie larga
de salmos, concluidos con repetidas genuflexiones; 4) la reclusión en un
monasterio por diez, cinco años y también por toda la vida; 5) la flagelación o
disciplina corporalis. Desde un principio (s. VI-VIII) esta fue la pena impuesta a
los clérigos o religiosos de ambos sexos; más tarde, también a los laicos, pero de
baja estirpe.

La medida de las penitencias variaba según los penitenciales; en general eran


largas y severas. En los Excerpta Davidis, al obispo pro capitalibus peccatis se
le impone una penitencia de veintitrés años, de doce al sacerdote, de siete al
diácono. En el caso de una fornicación sacrilega con persona consagrada o de
homicidio premeditado, la penitencia dura toda la vida. El perjuro es también
gravemente castigado. Magnum crimen est — observa Vinniai — aut vix aut non
potest redemt; al delincuente se le asigna una penitencia de siete años et de
reliquo vitae suae b ene faceré; además no deberá jurar más y ofrecer el precio
de una ancilla o de un servus como limosna. También los pecados veniales,
aunque fuesen de sólo pensamiento, recibían su sanción: la embriaguez en un
laico, con siete días de penitencia; con cuarenta si había hecho votum
religionis; el comer demasiado, con un día; la injuria contra un hermano, previo
el pedir perdón, con siete días a pan y agua; la negligencia en rechazar las
fantasías deshonestas, con uno o dos días.

En el caso de un pecador culpable de muchos y varios delitos, por los cuales,


según las "tarifas," había merecido un cúmulo de penas de cien o más años de
duración, imposible de satisfacer, se aplicaba para reducirlas, derivado del
derecho civil, el principio de la conmutación y de la redención de las penitencias:
una penitencia larga podía conmutarse con otra más breve, pero de mayor
sacrificio. Por ejemplo, un año de penitencia, según el penitencial de Cummeano,
podía reducirse a doce triduanas. Por triduana se entendía, pasar tres días en una
iglesia sin ninguna especie de alimento, sin dormir, o muy poco, permaneciendo
derecho con los brazos extendidos en forma de cruz recitando salmos y
multiplicando las postraciones y genuflexiones. También la flagelación después
del siglo X fue considerada como medio para compensar años de penitencia. San
Pedro Damián (+ 1072) se hizo ferviente propagandista. A su juicio, 3.000
latigazos redimen un año de penitencia. De San Rodolfo de Gubio se refiere
que saepe poenitentiam centum suscipiebat annorumf quam scilicet per viginti
dies allisione scoparum ceterisque poenitentiae remediis persolvebat; la
conmutación (llamada arreum, del viejo irlandés arra = equivalente) de las
penitencias se hacía también dando dinero a los pobres, contribuyendo a la
construcción o dotación de iglesias y monasterios, haciendo peregrinaciones y
celebrando misas. Esto hacían especialmente los enfermos, a los cuales era
imposible el ayuno: Alii poenitentiam aegris statuunt, ut eleemosynam dent, hoc
est pretium viri vel ancillae.

La Penitencia Privada en el Continente.


Las comunidades irlandesas y las bretonas, gobernadas en gran parte por monjes
bajo la autoridad de abades-obispos, estaban en pleno florecimiento de virtud y
de actividad en la segunda mitad del siglo VI. Esta vitalidad religiosa, unida a un
singular carácter aventurero, impulsaba a muchos de aquellos monjes a una
forma de especial ascetismo, que se transformaba en apostolado misionero.
Abandonaban de buena gana su patria "por amor a Dios" e iban a llevar la fe y a
desplegar su celo en otros campos lel anos. En grupos de diez, de doce, los
vemos esparcirse por Inglaterra, y después, por las devastadas provincias del
Occidente, en las Galías, en España, sobre las riberas del Rin y el Danubio;
implantar o resucitar la fe donde estaba casi extinguida. Y con la fe llevaban al
pueblo la austeridad de sus costumbres, sus libros rituales, su práctica
sacramental y litúrgica. Ha sido una renovación del Occidente silenciosa, pero
profunda, la realizada por ellos, principalmente a través de las formas de la
penitencia privada, contenida en sus penitenciales, sobre todo en el del más
célebre misionero, San Columbano (+ 615).

La evolución de la nueva disciplina se efectuó sin suscitar en el Septentrión


reacciones sensibles. El período caótico que atravesaba la Iglesia no permitía
demasiado el fijarse en las formas externas de sus instituciones; por lo demás, la
substancia del sacramento predicada por los monjes era siempre la misma: la
penitencia para la remisión de los pecados. El primer sínodo que alude a la nueva
dirección en la práctica penitencial es el de Chalons (650), que en el canon 8
emite un juicio substancialmente favorable: De poenitentia vero, quae est medela
anímete utilem ómnibus hominibus esse censemus; et ut poenitentibus a
sacerdotibus data confessione indicatur poenitentia, universitas
sacerdotum (y obispos del sínodo) noscitur consentiré. Como se ve, el sínodo no
quiere afirmar la utilidad genérica de la confesión, sino la específica de poderla
repetir al sacerdote como ejercicio sacramental, según la reciente forma de
penitencia. Entre los Padres del sínodo había, en efecto, varios, como Eligió de
Noyón, Donato de Besangon, Chagnoaldo de Laón, provenientes del famoso
monasterio de San Columbano, en Luxeuil. La reiteración de la confesión a los
sacerdotes, facilitada por los libros penitenciales, ayudaba no poco a aliviar a los
obispos del peso no ligero de ocuparse de la reconciliación de los pecadores. San
Bonifacio (680-755) en sus Canones casi lo da a entender: Quia varia necessitate
praepedimur canonum statuta de reconciliandis poenitentibus pleniter
observare... curet unusquique presbyter statira post acceptam confessionem
poenitentiam, síngalos data oratione reconcilian. Los sacerdotes se hicieron así a
la práctica del sacramento y, como en los monasterios, tomaron en sus manos la
dirección de las almas.

148. Una reacción, y fuerte, tuvo lugar solamente en España en el III concilio de


Toledo, de la cual ya hemos tratado. El nuevo régimen penitencial, condenado
por el concilio como una execrabilis praesumptio, había sido traído por los
monjes misioneros irlandeses, obteniendo en seguida muchas simpatías. El
concilio pidió enérgicamente la observancia de las tradicionales normas de la
penitencia pública; pero no sabemos con qué resultado. Es un hecho que, al final
del siglo VIII, en las Galias era ya más rara: Poenitentiam agere iuxta antiquam
canonum institutionem — constataba un concilio de Chálons alrededor del 813
— in plerisque locis ab usu recessit. Los penitenciales, en cambio, eran buscados
y difundidos y se componían nuevos. En el esquema de visita pastoral extendido
por Reginón, abadobispo de Prüm (892-915), se exigía que cada párroco
estuviese provisto de un penitencial para la administración de la penitencia.

Sin embargo, este sistema de minuciosa reglamentación de los pecados, si, de un


lado, era cómodo para el confesor, de otro, presentaba el peligro de hacer
mecánico un acto eminentemente íntimo y espiritual como es la
penitencia. Quizá también, con sus alusiones y conmutaciones, venía a ser en la
práctica excesivamente indulgente con ciertos pecados graves y públicos contra
los cuales había sido necesario usar los rigores de la antigua
disciplina. Qui (presbyteri), dum pro peccatis gravibus leves quosdam et
inusitatos imponunt poenitentiae modos, consuunt pulvillos, lamentaban el 813
los Padres de un sínodo de las Galias. Todo esto explica cómo a principios del
siglo IX, mientras se ejecutaban los vastos planes de la reforma litúrgica y
disciplinar de los carolingios en todo el Imperio, varios sínodos se mofaron de los
penitenciales y proscribieron ulteriormente su uso: repudiatis — dice el canon 38
de uno de ellos — ac penitus eliminatis libellis, quos poenitentiales vocant,
quorum sunt certi errores, incerti auctores. Para substituirles de alguna manera,
dando a los sacerdotes nuevas directivas para la práctica penitencial, se
compilaron las colecciones formadas por las sententiae Patrum, los cánones
conciliares y las decretales pontificias.

La Confesión Privada.

Hay que observar ante todo que desde esta época el


término confessio, confiten, comienza a significar casi siempre no ya la
manifestación ritual de la culpa, sino todo el complejo del procedimiento
sacramental. Desde el momento en que faltaba, en la mayor parte de los casos,
toda exteriorización pública de satisfactio, era natural que la manifestación
humillante del pecado adquiriese una importancia mucho más grande que
antes. El sacramento de la penitencia se convierte así en el sacramento de la
confesión.

Por eso vuelve a despuntar aquí y allá la antigua objeción contra la necesidad de
la confesión oral al sacerdote, contra la cual se protestaba, sobre todo en la
práctica, por 1a vergüenza que lleva consigo la manifestación de la culpa. "¿No
basta confesarse a Dios?" Poseemos sobre esto una carta de Alcuino (+ 803)
dirigida a algunos hermanos in provincia Gothorum, en la cual rebate aquella
fútil objeción.

Sobre el rito litúrgico con el cual se comenzaba y concluía el procedimiento


sacramental hablaremos más adelante.

Ya que hemos aludido arriba a una frecuencia de la confesión que la nueva


disciplina sacramental introdujo en la práctica pastoral, es oportuno precisar
algunos puntos. La primera alusión a una periodicidad fija en la recepción del
sacramento se encuentra en la Regula Canonicorum, compuesta hacia el 760 por
Crodegango, obispo de Metz. Prescribe que los clérigos hagan su confesión, ad
suum episcopum, dos veces al año: al principio de la Cuaresma y en el período
que va de la mitad de agosto al primer día de noviembre.

Nótese que la confesión que había que hacer antes de la Cuaresma no era
solamente una observancia monástica, sino un deber estrictamente impuesto por
los obispos y practicado por los fieles. La Cuaresma era considerada como la
"puesta en penitencia" de todo el pueblo cristiano, inaugurada con la
imposición de la ceniza bendita y concluida con la reconciliación solemne del
Jueves Santo. Los sacerdotes debían considerarse movilizados para este fin, de
manera que los fieles, confesadas y expiadas sus culpas a través de la penitencia
cuaresmal, se encontrasen dispuestos a celebrar dignamente la Pascua.

La Penitencia Pública.

Hemos explicado ya cómo el régimen de la penitencia pública, con la aspereza de


sus penas de toda especie, corporales, morales, sociales, y la fácil hostilidad de
las poblaciones todavía bárbaras a someterse, había entrado en una fase de
decadencia, especialmente en las regiones occidentales de Europa. Además, la
creciente difusión de la penitencia privada había agravado su situación, aunque
ya la nueva disciplina había suprimido — ya los penitenciales lo demostraban—
una publicidad notable de penitencia en sus sanciones penales. Sin embargo,
éstas no estaban ya encuadradas en la forma canónica de la excommunicatio.

Era lógico que esta nueva ordenación de la disciplina produjese alguna reacción.
La hubo en España, como decíamos, en Toledo (589), y más fuerte todavía en las
Galias, a principios del siglo IX. El concilio de Chalons, celebrado en el 813,
después de haber constatado que la antigua institución penitencial había casi
desaparecido, poenitentiam agere iuxta antiquam canonum institutionem in
plerisque locis ab usu recessit, invocaba la ayuda del brazo secular para
restablecer su eficiencia: Domino imperatore impetretur adiutorium, qualiter si
quis publice peccat, publica mulctetur poenitentia, et secundum ordinem
canonum pro mérito suo excommunicetur et reconcilietur. No creemos que
Carlomagno interviniese directamente con medidas legislativas, pero es cierto
que les distintos sínodos reunidos en el 813 en Maguncia, Reims, Tours, Chálons
y Arles, iussu eius (de Carlomagno) super statu ecclesiarum corrigendo,
intentaron hacer revivir con disposiciones a propósito las normas canónicas
tradicionales de la penitencia, limitándola a ciertos pecados gravísimos
cometidos en público o llegados a pública notoriedad. Este será el campo propio
y restringido de la penitencia canónica, que más tarde (s. XI-XII), para
distinguirla de la privada, tomará también el nombre de poenitentia solemnis.

De aquí que, cuando un fiel en su confesión preliminar se acusaba de un pecado


sujeto a los rigores de la penitencia pública, no podía ser absuelto por el
sacerdote; más todavía, bajo la pena de suspensión al confesor, debía quedar
reservado al juicio del obispo diocesano.

La Confesión Hecha a los Laicos.

Hemos aludido ya a la idea, que comienza a prevalecer con el advenimiento de la


penitencia privada, por la que la confesión, o sea la manifestación de la culpa,
imponiendo al penitente un gravamen por la humillación (confusio,
erubescentia) que exige, es por sí misma un sacrificio, un acto meritorio capaz de
obtener el perdón. Esta doctrina fue elaborada por el famoso doctor anglosajón
San Beda (+ 735); más tarde, por Alcuino y, después de mediado el siglo XI, en
un tratadito, De vera et falsa poenitentia, que, amparándose en el nombre de San
Agustín, adquirió amplia difusión en las escuelas. El anónimo autor, después de
haber elogiado el valor de la confesión, en cuanto a la erubescentia que
acompaña a aquélla, fit venia criminis, saca esta consecuencia práctica: Tanta
itaque vis confessionis est, ut, si deest sacerdos, confiteatur próximo, es decir, a
un laico. Por lo tanto, un penitente que, ex desiderio sacerdotis, no estando el
sacerdote, confiesa a uno cualquiera sus propias culpas, obtiene el perdón de
Dios, sicut si solverentur a sacerdote. El Venerable Beda (+ 735), comentando el
conocido pasaje de la Carta de Santiago, recomendaba calurosamente su uso a
todos los fieles como medio de remisión de los quotidiana leviaque peccata; y
Jonas de Orleáns (+ 843) se lamenta que fueran muy pocos los que se
sirviesen: de quotidianis (peccatis) et levibus quibusque perrari sunt qui invicem
confessionem faciunt, exceptis monachis qui id quotidie faciunt.

Falsedades y Abusos de la Indulgencias.


El deseo siempre vivo de ensalzar las indulgencias y la ambición de poseerlas más ricas que otras iglesias,
hizo a veces que personas de poca conciencia o ignorantes, aunque ciertamente de buena fe, inventasen
rescriptos episcopales o papales ficticios, con los cuales se concedían indulgencias, aun cuando todavía no
existía la costumbre, o, más frecuentemente, en forma o en medida diversa o superior a la costumbre del
tiempo. Por esto, algunas se designan ya como dudosas o falsas. Tales son las anteriores al 1000; la más
conocida es la que recuerda Mabillon en relación con la fiesta de los 1480 mártires legendarios (22 de
junio), quibus concessum est pro illo uno die annum dimitiere in poenitentiam. Más fabuloso todavía es el
llamado "privilegio plateado," que Urbano II había concedido a dos iglesias de Piacenza. A una, de 100 años
y 100 cuarentenas; a la otra, de 1.000 años y otras tantas cuarentenas. Además, el papa, después de haber
llenado de arena un vaso de plata, había declarado: Concedo ómnibus veré poenitentibus... tot annorum
indulgentiam quot sunt grana arenae in isto vasulo. Igualmente son fantásticas las indulgencias de 1.000 años
y 1.000 cuarentenas concedidas en el 1 108 por Pascual II a la iglesia de Santa María del Pueblo; las de
Gelasio II en el 1 1 18 a la catedral de Genova, y del mismo papa a la catedral de Pisa, de 14.000 años, en el
aniversario de su consagración, y de 24.000 años en el período de la Asunción a Navidad; como también
tantas otras cuya veracidad histórica o no tiene como prueba documentos contemporáneos o, si los tienen, no
son históricamente atendibles por varios rnotivos. No eran raros en la Edad Media los clérigos
vagabundos, fabricatores mendacíí et figuli falsitatis, como los designa un sínodo de Mainz (1261), los
cuales, así como inventaban reliquias de santos, así también fabricaban rescriptos de obispos y bulas papales.

A éstas se equiparan ciertas maravillosas indulgencias contenidas en muchos libritos de devoción anónimos,
muy difundidos a finales de la Edad Media y frecuentemente reimpresos, en los cuales a determinadas
oraciones (por ejemplo, Anima Christi...; Deus, qui pro redemptione mundi...; Ave sanctissima María...) o a
prácticas especiales de piedad (como el rosario) se asignan indulgencias de miles de añcs. Oportunamente, el
Tridentino antes y después la Congregación de las Indulgencias, establecida por Clemente IX (1669),
consiguieron la necesaria unidad y disciplina también en ese campo.

Entre las indulgencias a las cuales faltan los títulos de autenticidad se deben contar algunas muy famosas en la
Edad Media, como la jubilar de Santiago de Compostela, la "grande de Einsiedeln," la de la "bula sabatina" y
la de la Porciúncula de San Francisco de Asís. Es preciso recordar, sin embargo, que, si existe una fundada
duda sobre su origen, más tarde fueron reconocidas y hechas auténticas por los papas, y gozan justamente en
la Iglesia de una segura autoridad y de un gran valor.

Contra el uso romano-católico de las indulgencias se opuso frecuente y gravemente el obstáculo de una serie
de abusos a que dieron ocasión en la práctica; abusos de tal gravedad, que muchos historiadores han podido
hablar de "venta de las indulgencias" y acusar a la Iglesia de un comercio escandaloso y simoníaco.

La primera acusación se funda en la fórmula indulgcntia a poena et a culpa, usada frecuentemente en el


lenguaje indulgencial popular en les siglos XII-XV; como si la adquisición de la indulgencia eximiese al fiel,
sin más, de la obligación de la confesión. La fórmula efectivamente era equívoca, porque la indulgencia
miraba a la pena, no a la culpa. Los canonistas de la época lo habían notado. Proprie loquendo — escribía
Nicolás Weigel en el siglo XV — non est indulgentia dicenda a poena et a culpa, licet pvsset dici absolutio
aliqua a poena et a culpa. La expresión, en efecto, se había introducido con ocasión de las dos grandes
indulgencias plenarias de la cruzada y del jubileo, y en tales casos podía entenderse y aceptarse rectamente.
La Iglesia, de todos modos, la toleró, pero rara vez se sirvió de ella en sus formularios oficiales; más aún, se
preocupó de aclarar por todos los medios la verdad y de distinguir los dos elementos. En el 1450, en el
concilio de Magdeburgo, el delegado pontificio, cardenal Nicolás de Cusa, condenó expresamente a aquellos
que habían defendido o predicado tal doctrina. Por lo demás, en la práctica, la aplicación de la indulgencia
hecha por el confesor iba siempre precedida de la confesión: Auctoritate apostólica — decía la fórmula
relativa — in hac parte mihi concessa, te ab ómnibus peccatis tuis, ore confessis et corde contritis...
absolvimus et plenariam tuorum peccatorvm remissionem indulgemus.

No puede negarse que hubiera confusiones, provocadas ya por parte de ciertos predicadores poco prudentes,
sólo preocupados de hacer aceptar a los fieles la indulgencia, ya por parte de los
llamados quaestores (encargados de notificar las indulgencias y de recoger las limosnas), los cuales, por
ignorancia o por lucro, declaraban que ciertas indulgencias podían muy bien substituir a la confesión. Pero
tales confusiones, aunque deplorables, no se pueden imputar a la Iglesia.

El otro y más grave abuso proviene de las colectas en dinero, con las cuales, de hecho o de derecho, se
concedían y aplicaban las indulgencias. Fueron la causa más remota las limosnas que afluyeron a la iglesia de
Roma en los primeros años jubilares. Bonifacio VIII no había condicionado la adquisición del jubileo a
limosnas de esta especie; pero éstas, espontáneamente ofrecidas por los peregrinos, mostraron cuan lucrativa
era económicamente aquella indulgencia. Debemos creer que no por afán de lucro han hecho los papas
posteriormente, y a veces por instancia de los mismos romanos, más frecuente el ciclo jubilar, concediéndolo
frecuentemente también en forma extraordinaria por graves y urgentes necesidades de la cristiandad en
general o de cada una de las naciones; pero no se puede negar que, habiendo condicionado la indulgencia a
una limosna, de distinto valor según la indulgencia, hayan contado con las excepcionales reservas financieras,
de las cuales la indulgencia se convertía en fuente abundante.

Pero se promulgaban y recomendaban las indulgencias a los fieles y se recogían las ofrendas relativas por
medio de personas delegadas para esto. Estas fueron los quaestores o quaestuarii, de los cuales se tiene
noticia ya en los comienzos del siglo XII. Sin embargo, aquella afluencia de dinero encendió en seguida las
envidias de príncipes, reyes y obispos, los cuales pretendieron el derecho de restar cuotas notables a las sumas
recogidas desde el momento que éstas habían sido entregadas por sus fieles y en su territorio. De modo que la
predicación de las indulgencias y la percepción de las limosnas prescritas vino a tomar el aspecto de una
compleja operación comercial. Por un lado, el sacerdote en el pulpito o en el confesionario invitaba a los
fieles a adquirir la indulgencia para una saludable renovación de su vida o para un eficaz sufragio en
favor de sus muertos; por otro, el quaestor o colector en su banco, según una tarifa cuidadosamente
calculada, recogía el dinero, en cuota mayor o menor según la indulgencia deseada. Sin contar con que a
veces los predicadores o quaestores, para obtener mejor su fin, exigían odiosamente las ofrendas aun de
aquellos que estaban dispensados y anunciaban principios falsos o inexactos; por ejemplo: que para aplicar la
indulgencia a los difuntos no es preciso estar en estado de gracia; por lo cual, apenas la ofrenda entraba en la
caja, el alma quedaba liberada. Statim — denunciaba irónicamente Lutero en una de sus tesis — ut iactus
nummus in cistam tinnierit, evolare dicunt animam.

También ocurría esto en las órdenes religiosas, confraternidades y pías asociaciones, las cuales, habiendo
obtenido, al menos así decían, indulgencias y privilegios para sus bienhechores, desarrollaban un activo
comercio de favores espirituales y pecuniarios, tanto más sospechoso cuanto que operaban en silencio y se
substraían fácilmente a la vigilancia de la autoridad superior.

El estado de cosas a que esto había llegado en la segunda mitad del siglo XV era tan grave, que suscitaba en el
ánimo de muchas personas insignes por su autoridad y santidad un vivo sentimiento de indignación y de
reprobación; más aún, no pocas de ellas lo denunciaron abiertamente. No hay que maravillarse de que todo
esto haya servido de fácil pretexto a las críticas y a la rebelión de Lutero.

5. La Sagrada Unción.
Su Institución Divina.

El óleo de los enfermos (oleum infirmorum), que, con término más moderno,
pero menos feliz, lleva el nombre de Santa Unción, es el sacramento que
acompaña a la penitencia en un gravísimo momento de la vida cristiana, el
peligro de muerte; poenitentiae... consummativum, dice el Tridentino; porque,
perfeccionando los efectos de aquélla en el alma y quitando los residuos del
pecado, la dispone eficazmente, si está en los designios de Dios, a su visión en la
gloria.

Los Padres han visto un anuncio anticipado del sacramento en la narración del


evangelista San Marcos, cuando dice que los apóstoles, enviados en misión por
Cristo a Galilea, y en conformidad con las instrucciones recibidas de
él, predicaban que se hiciese penitencia; y arrojaban muchos demonios y ungían
con óleo muchos enfermos y los curaban. El valor simbólico, tradicional entre los
hebreos, y las virtudes terapéuticas de este precioso elemento eran
universalmente conocidos. Por esto, Nuestro Señor lo ha escogido oportunamente
para significar y darle una divina virtud curativa y santificadora, la cual, mientras
sana en los enfermos las heridas del alma, consigue indirectamente también
aliviarlos de los dolores del cuerpo. Así, con absoluta precisión, los delinea el
apóstol Santiago en su carta católica realiza su promulgación. Escribiendo a los
judíos convertidos, después de haberles exhortado a mantenerse fuertes en las
pruebas con la paciencia y con la oración, añade:

¿Hay entre vosotros alguno que esté triste? Haga una oración. ¿Está contento?
Cante salmos. ¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la
Iglesia y oren por él, ungiéndole con óleo en el nombre del Señor, ya que la
oración nacida de la fe salvará el enfermo y el Señor le aliviará; y, si se halla con
pecador, se le perdonarán...

Analizando el texto citado, hay que observar: — el término ασενεί (= sin fuerzas,
enfermo) supone una enfermedad física grave; lo usa San Juan (11:3) al hablar de
la enfermedad mortal de Lázaro, San Lucas (Act. 9:36), de la de Talita, que
murió de dicha enfermedad; — llame a los presbíteros de la Iglesia... Estos
πρεσβυτέρου no pueden ser los laicos, como pretendieron algunos, porque no se
explicaría el llamamiento a los ancianos, a diferencia de los otros, ni la
especificación de la Iglesia. Aquí se trata evidentemente de los jefes de las
comunidades cristianas. En cuanto a la pluralidad del vocablo, no parece que el
apóstol haya pretendido llamar a todos los presbíteros, sino sólo a algunos de
ellos, conforme a un modo de hablar todavía común; — (los presbíteros) hagan
oración, ungiéndolo... en el nombre del Señor. El rito aquí descrito tiene carácter
esencialmente sagrado. La unción debe hacerse apoyándose en la autoridad del
Señor, como si fuese un acto realizado en su nombre y por su delegación. En este
sentido, la fiase in nomine lesu o parecida es frecuentísima en los escritos
neotestamentarios; además, la unción debe ir acompañada de una oración con
carácter epiclético; έπ’ αυτόν, sobre él; por tanto, probablemente asociada al
texto de la imposición de las manos; — y la oración de la fe... es decir, animada
de la confianza en el poder de Dios; — salvará al enfermo y el Señor le dará
alivio... Los términos σώσειν = salvar, έγερειν = reanimar, pueden entenderse
desde el punto de vista fνsico, y significar; si no la curación de la enfermedad,
que les daría un sentido demasiado absoluto, garantizando los efectos
milagrosos, sí un sensible mejoramiento. Así se dice en el modo común de
hablar, aunque sea cierto que no sucede siempre. Pero frecuentemente en la
Sagrada Escritura se toman en sentido espiritual, y entonces Santiago querría
decir que el efecto de aquella unción sagrada hay que buscarlo sobre todo en el
campo sobrenatural, o sea en la consoladora certeza de la ayuda de Dios y en
la seguridad de su salvación eterna. Pero, entendidos así, no se comprende el
porqué de la cláusula que sigue: y si se encuentra con pecados... Esto sería una
tautología, mientras en la primera hipótesis queda ésta plenamente justificada; la
unción al cuerpo y al alma. — ¿A qué pecados alude el apóstol? El no
especifica, pero si el versículo 16: Confesaos, por tanto, el uno al otro, va unido
a los precedentes, como refiere la mayor parte de los comentadores, lo más
probable es que aquí se trata de pecados leviora en el sentido antiguo y de una
confesión ritual genérica con carácter penitencial, que debe hacerse delante del
presbítero antes de la unción. Podría también sugerirse la hipótesis de que el
apóstol, conforme a la concepción muy común de su tiempo de que las
enfermedades se debían a pecados cometidos, pretendía con la unción del óleo
santificado borrar aquellas eventuales culpas que eran obstáculo a la curación del
enfermo.

En conclusión, el texto de Santiago nos pone delante de un rito formal,


constituido esencialmente por una materia sacramental, el óleo de la unción, y
por una fórmula y un gesto sacerdotal que operan en el alma del enfermo un
efecto sobrenatural. Ciertamente, la enseñanza católica, comenzando por el papa
Inocencio I (416), ha visto en el rito descrito por el apóstol el sacramento de la
Santa Unción.

El Óleo Sagrado de los Enfermos en los Primeros Siglos.

187. La antigüedad cristiana recogió de la tradición apostólica el uso del óleo


como símbolo de una copiosa efusión de la virtud divina sobre los enfermos y
puso de relieve su dignidad y valor haciéndolo objeto de una especial bendición
litúrgica que contribuyese a significar mejor delante de los fieles su eficacia
espiritual y curativa.

Es oportuno examinar, en orden de tiempo, los pocos testimonios que antes del
1000 reclaman de manera segura la unción sagrada a los enfermos, sacando al
final las conclusiones de orden histórico-litúrgico.

a) Un fragmento de la Didaché, conservado en la traducción copta y después


reproducido en las Constituciones apostólicas (c. 380), contiene, si es auténtico,
la más antigua fórmula de bendición del óleo de los enfermos. Es brevísima:
"Nosotros te damos gracias, ¡oh Padre nuestro! por el óleo que nos has hecho
conocer por medio de tu Hijo, Jesús. A ti la gloria en los siglos." La fórmula
sigue a las tres conocidas oraciones eucarísticas (c. 910). Que ésta se refiere más
bien al óleo de los enfermos que al usado en el bautismo, se deduce de la
comparación con los lugares paralelos de la Traditio, de Hipólito, y
del Eucologio, de Serapión, cuyas fórmulas de bendición del óleo vienen a
continuación de la anáfora eucarística.

b) Otra fórmula no tan antigua, pero de indudable autenticidad, nos la ofrece el


capítulo 5 de la Traditio apostólica, de San Hipólito (c. 218), precedida de la
advertencia de que el obispo puede servirse, si lo juzga preciso, de palabras
diversas de las propuestas. Dice el texto: De la misma manera que, después de
haberlos santificado, haces donación, ¡oh Dios! a aquellos que se sirven y
reciben este óleo, con el cual has ungido reyes, sacerdotes, profetas, así él lleve
alivio a aquellos que lo gustan y les sirva de salud a aquellos que lo usan.

Es éste el primer testimonio de la aplicación del óleo bendito a los enfermos;


algunos, para uso interno, beben (gustantibus); otros, para usos externos, se
ungen (utentibus); en ambos casos, el fin de tal uso es el obtener un efecto
corporal, la salud.

c) Durante la época clásica de los Padres latinos (del 250 a cerca del 400) no
encontramos testimonios seguros acerca del óleo de los enfermos. Los pocos
discutidos son de débil consistencia, porque se refieren o a la unción bautismal o
a unciones de otro género, razón por la cual preferimos omitirles. Sin embargo,
este silencio de los escritores eclesiásticos no debe sorprender mucho si se piensa
que, si la mayoría de los fieles recibían pocas veces el sacramento de la
penitencia, el del óleo santo, puramente facultativo, debían recibirlo todavía
menos. Eran con frecuencia los fieles quienes hacían las unciones, y éstas
generalmente no se daban a los catecúmenos ni a los penitentes, la mayor parte
de los cuales se limitaban a recibir la penitencia en el lecho de muerte.

d) En la conocida carta de Inocencio I a Decencio de Gubio (416), el papa,


después de haber citado el texto de Santiago, declara que sus palabras se refieren
precisamente al óleo consagrado por el obispo y aplicado a los enfermos por
sacerdotes y por fieles.

Es interesante observar que en la respuesta del papa se da a la unción valor de


sacramento y es considerada y recibida lo mismo que los otros sacramentos, la
eucaristía y la reconciliación, que los penitentes pueden recibir solamente al
término de su expiación. La aplicación del óleo bendito está reservada a los
enfermos en general (aegrotantes, languidi). Todos pueden dar la unción; no sólo
el obispo y sus sacerdotes, sino todo fiel, excluidos los penitentes, tanto sobre sí
mismos como sobre los propios enfermos.

e) A continuación de la decretal del papa Inocencio colocamos la fórmula de


bendición del óleo de los enfermos: Emitte..., contenida en el gelasiano y en el
gregoriano; por tanto, de origen estrictamente romano, cuya composición puede
fijarse a principios o en la mitad del siglo V. Algunas expresiones suyas
manifiestan detalles interesantes acerca de la disciplina del óleo de los enfermos.

El texto alude a un triple uso del óleo bendecido: la unción (ungenti), la bebida
(gusianti), usos diversos (tangenti). Y ya que los verbos están en activa, se debe
concluir que el enfermo mismo es el que se unge, bebe o toca con el óleo bendito.
El XXX OR (n. 13), compilado hacia el final del siglo VIII, lo confirma
claramente con su rubrica. Los fieles llevan a la iglesia las ampollas del óleo que
desean se bendigan y las disponen sobre el pavimento del presbiterio. Los
diáconos colocan algunas sobre la mesa, otras sobre las balaustradas
(cancelli) que rodean al altar. Las primeras son bendecidas por el papa; las otras,
por los sacerdotes,

j) Los sermones pastorales de San Cesáreo de Arles (+ 543) contienen una serie
de textos de extraordinaria importancia.

La infirmitas, por la cual se pide normalmente la unción, no se considera grave si


el enfermo puede dirigirse a la iglesia a recibir la eucaristía. Su fin parece ser más
bien la curación del cuerpo, porque, aunque San Cesáreo aluda también a
la indulgentia peccatorum que de ella se deriva, lo hace para referirse
simplemente al texto de Santiago. Trátase acaso de pecados veniales (peccata
minuta), porque el santo Obispo, cuando habla de pecados graves (capitalia
crimina), enseña que su perdón requiere una expiación larga, dolorosa, junto con
la privación de la comunión, etc.; en suma, las obras propias de la penitencia
pública. Son los sacerdotes los que dan la unción, acompañados en la oración de
sus diáconos; pero no sabemos que bendijesen el óleo.

En otros textos, en cambio, San Cesáreo se expresa de tal modo, que hace
suponer que la unción la realizaban directamente los fieles sobre sí mismos o
sobre los propios enfermos. Habla, en efecto, de madres que, en lugar de recurrir
a sortilegios para curar sus hijos, deberían oleo benedicto a
presbyteris (eos) perungere; de enfermos a los cuales invita ad ecclesiam
recurrite, oleo vos benedicto perungite, eucharistiam Christi accipite; de
cristianos poco convencidos, que en las enfermedades usan prácticas gentiles,
mientras salubrius erat ut ad ecclesiam currerent, corpus et sanguinem Christi
acciperent, oleo benedicto et se, et suos fideliter perungerent, et secundum quod
lacobus, ap. dicit... De esta aplicación laica del óleo de los enfermos hay
testimonio en la vida del santo Obispo (escrita entre el 542 y el 549), en la cual se
dice que el Sábado Santo, cuando se consagraban los óleos para el bautismo de
los competentes, las familias enviaban sus niños con ánforas de agua y de óleo
para que se las bendijesen, exhibentes vascula cum aqua, alii cum oleo, ut eis
benediceret. Una vez, habiéndole sido presentada una obsesa, capite eius manum
imponens, benedictionem dedit, deinde oleum benedixit, ex quo eam nocturnis
horis perungi iussit. Por lo demás, el papa Inocencio en Roma había reconocido
como legítima la aplicación del óleo por parte de los fieles.

g) San Eligió, obispo de Noyón (+ 660), en un sermón que sigue la pauta de los
discursos de San Cesáreo, amonesta al fiel a que en la enfermedad no se dirija a
un hechicero para buscar el remedio, sino, después de haber recibido la
eucaristía, pida a la Iglesia el óleo, bendito, oleum benedictum fideliter petat, y se
unta él mismo el cuerpo, unde corpus suum in nomine Christi ungeat; et,
secundum apostolum, oratio fidei...; et non solum corporis, sed etiam animae
sanitatem recipiet.

h) Contemporáneas de San Eligio (s. VII) son las tres fórmulas galicanas para la
bendición del óleo contenidas en el llamado misal de Bobio. De ellas, la primera
es un exorcismo sobre el óleo; las otras dos, compuestas en forma epiclética, dan
la bendición. En todas, junto con los beneficios corporales pedidos para los
que ungendi sunt aut sumpti accipiunt, se afirman rotundamente los efectos
espirituales, salutarern gratiam et peccatorum veniam et sanitatem caelestem
conseguí mereantur.

i) Un importante pasaje del Venerable Beda (672-735), cuya autoridad fue


extraordinaria en el Medievo, cierra el período precarolingio. Comentando las
conocidas frases de Santiago, escribe que la práctica todavía en vigor, nunc
Ecclesiae consuetudo, muestra cómo los sacerdotes ungen con óleo consagrado a
los enfermos y solicitan la curación con la oración, ut, oratione
comttantey sanentur. Pero, añade, tal unción no está reservada sólo a los
sacerdotes, sino se concede también a todos los cristianos, ya para uso propio,
ya para bien de los propios enfermos. Es necesario que el óleo sea consagrado y
que aquellos que practiquen la unción invoquen el nombre de Dios.

El discurso del Venerable Beda es claro. Son, junto con los sacerdotes, los laicos
más maduros (séniores) a quienes más conviene confiar la unción del enfermo
para que éste cure. No se deduce, por tanto, que tal unción se realizase en la
proximidad de la muerte o con un fin predominantemente espiritual. Pero Beda
observa que, si el enfermo tiene pecados, obtendrá el perdón con la confesión
mutua, si son veniales, ut quotidiana leviaque peccata alterutrum coaequalibus
confiteamur; y si, en cambio, son graves, sometiéndolos al juicio del sacerdote y
a las obras de penitencia. Por tanto, él considera la confesión como un
complemento de la unción.

Del examen de los textos podemos deducir cuáles sen las normas disciplinares
acerca del óleo de los enfermos seguidas en los primeros ocho siglos en la Iglesia
occidental.

El óleo empleado para la unción debe sobre todo haber recibido


una consagración. En los escritores por tanto, es claro: oleum benedictum,
sancttficatum oleum, oleum benedictionis, oleum sanctum, sacratum oleum; y
más específicamente: oleum pro infirmis consecratum. Los fieles llevan las
ampollas a la iglesia para la bendición, y los obispos mismos, antes de ungir a los
enfermos, lo santifican.

Esta bendición es la razón primaria de su eficacia y la que lo hace, como se


expresa Inocencio I, un sacramentum es decir, símbolo y vehículo de la virtud
divina invocada sobre él.

La Asistencia Cristiana a los Enfermos.

El evangélico infirmus fui et visitastis me, al cual ha hecho eco el suscipite


infirmes del Apóstol, fue siempre recogido por la Iglesia y realizado sobre todo
por medio de sus ministros. La caridad cristiana, secreta por deber, ha pensado un
poco en escribir las páginas de su propia historia. Entre sus méritos debemos
registrar el solícito y maternal cuidado espiritual de los enfermos especialmente
cuando están en serio peligro de muerte. San Clemente Romano le hace objeto de
una fervorosa invocación a Dios. Su asistencia la coloca San Ambrosio entre los
grandes deberes cristianos y la indica como título de mérito en la vida de muchos
obispos antiguos. Infirmas visitans, stipendíis largiter fovens alebat, escribe de
uno de ellos Venancio Fortunato. Era ésta una asidua y cálida recomendación de
los obispos a sus párrocos; Reginón de Prim (+ 915), al hacerla a sus sacerdotes,
les recuerda todo lo que sobre esto había dispuesto un concilio de Nantes en el
siglo VII.

 
6. El Orden (la Ordenación).
Nomenclatura.
El término técnico orden se puede tomar en sentido genérico y comprende todas
las personas que forman parte de la jerarquía sagrada; así en las frases ordo
ecclesiasticus, ordo sacerdotalis, que encontramos ya en Tertuliano, en
oposición a otras análogas, como ordo plebeius, ordo curialis (orden de los
abogados, de uso profano) o puede tomarse en sentido estricto, e indica cada uno
de los grados de la misma jerarquía (orden de los sacerdotes, de los diáconos); o
también en sentido (propiamente litúrgico, para designar los ritos con los cuales
se confiere a un objeto sagrado el poder participar en las funciones propias de un
determinado grado de la jerarquía. En este último caso, los latinos prefieren
decir ordinatio, como hace Tertuliano: Ordinationes
eorum (haereticorum), temeranae; los griegos usaban, en cambio, el
término cheirotonia, refiriéndose a la ceremonia principal del rito, la imposición
de las manos.

El sacramento del orden fue instituido sobre todo en orden a la eucaristía,


porque sirve para consagrar a una persona sacerdote, es decir, hacerla idónea,
por expreso deseo de Cristo, para administrar su divina palabra mediante la
predicación y realizar el acto más grande y perfecto del culto, el sacrificio
eucarístico. El sacerdocio representa, por tanto, eminenter toda la jerarquía de
orden, y la designa lógicamente, siendo el grado culminante, hacia el cual
convergen todos los otros, y del que éstos no son sino una participación. Por
tanto, todo poder de orden es, en cierto modo, un poder sacerdotal; toda función
de orden es una función sacerdotal, en cuanto que tiene por finalidades: la
predicación de la Palabra de Dios, el culto divino y el sacrificio.

En la Iglesia latina, el orden está constituido por ocho grados jerárquicos, que
son: episcopado, presbiterado, diaconado, subdiaconado, acolitado, exorcistado,
lectorado y ostiariado. De ellos, los dos primeros, episcopado y presbiterado,
son órdenes sacerdotales, porque tienen un poder directo sobre el sacrificio; los
demás son órdenes ministeriales, porque su fin principal es servir al sacerdote
en la celebración del sacrificio.

La Institución Divina del Sacerdocio.

El sacerdocio es esencialmente una función social y se encuentra, desde la más


remota antigüedad, en todos los pueblos; su fin es el de representar oficialmente a
la comunidad delante de Dios en las cosas del culto, y en particular ofrecerle los
sacrificios en su nombre. Los egipcios, los asirocaídeos, les griegos y los
romanos, en cierto sentido, veían en el rey y en el jefe del Estado al pontífice
nato de la religión nacional y al jefe de todo el orden sacerdotal. En Roma, los
emperadores, hasta Graciano (382), se aplicaron la dignidad de pontifex
maximus. Entre los hebreos, durante la época patriarcal, el cabeza de tribu era
constituido sacerdote por su pueblo. Vemos que Noé, Melquisedec de Salen,
sacerdote del Altísimo; Job, Abrahán, Isaac y Jacob levantan altares al Señor y
cfrecen sacrificios. Esaú es declarado "profano" porque, vendiendo a Jacob su
derecho de primogenitura, le había cedido al mismo tiempo su derecho al
sacerdocio.

Con Moisés, la disciplina cultural primitiva cambia y se reorganiza. Por orden de


Dios, designa a la familia de Aarón y de sus hijos como proveedora en el nuevo
culto de los sacerdotes de que tenía necesidad, y los miembros de la tribu de
Leví, en general, para ayudar a los sacerdotes en el servicio litúrgico. Pero el
sacerdote levítico no debía durar siempre. Ya Malaquías había preconizado no
sólo el servicio perfecto (Cristo), sino también ei nuevo sacerdocio, que Cristo
fundaría no sobre la descendencia carnal, sino sobre la libre elección de
Dios.

La cabeza de este nuevo y eterno sacerdocio es Cristo Jesús. Por el hecho de que


la segunda persona de la Santísima Trinidad asumió la naturaleza humana,
Jesucristo queda constituido Dios hombre, es decir, Mediador sacerdotal entre
Dios y los seres humanos; gran Pontífice, como dice San Pablo, colocándose
entre Dios y nosotros. Es consagrado sacerdote en su naturaleza humana; más
aún, el Consagrado por excelencia, el Cristo; y, consiguientemente, el Sumo
Sacerdote de la nueva ley, el Litargo por antonomasia, el catholicus Patris
sacerdos, que, por expreso mandato del Padre, debía, en nombre de la humanidad
entera, ofrecerle el sacrificio perfecto.

Este sacrificio, iniciado por El como oblación en la última cena y consumado


en el Calvario, era destinado, en la intención de Cristo, a renovarse
perpetuamente sobre la tierra. Para esto eran necesarios sacerdotes; y éstos fueron
los apóstoles. Cristo instituyó para ellos los nuevos poderes, y se los concedió: en
la última cena sobre su cuerpo real (la eucaristía): Hoc facite in meam
commemorationem; y en la tarde de Pascua, sobre su cuerpo místico (la
penitencia): Quorum, remiseritis peccata, remittuntur eis. Pero así como el
sacrificio eucarístico debía ser una institución permanente, y la necesidad del
perdón de Dios necesaria en todos los tiempos, así los Apoderes conferidos a los
apóstoles debían transmitirse a sus sucesores. (Apostoli) — escribe San
Clemente"Constituerunt praedictos (se. episcopos et diáconos); ac deinceps
ordinationem dederunt, ut cum illi decessissent, ministerium eorum alii viri
probati exciperent. El sacerdocio debía ser una institución permanente. Así, en
efecto, lo entendieron los apóstoles. Los escritos primitivos nos hablan de la
admisión de nuevos miembros en la jerarquía mediante la ordenación, como un
acto legítimo y ordinario del ministerio apostólico.
En cuanto al rito sacramental elegido por Cristo para significar sensiblemente la
transmisión de los poderes sacerdotales, no tenemos noticias directas del
Evangelio; pero la imposición de las manos que en dicha circunstancia, como
veremos, fue adoptada por los apóstoles, hace suponer razonablemente que tal es
el mandato de Cristo.

Origen y Desarrollo de la Jerarquía Sagrada.

Del examen de los escritos apostólicos, y en particular de los Hechos, que


describen la organización de la iglesia primitiva de Jerusalén, encontramos, a
la cabeza de las comunidades fundadas por los apóstoles, un consejo de ancianos,
llamados indistintamente presbyteri o episcopi, los cuales llevan la conducción
del gobierno de la comunidad de fe y realizan los actos del culto. En el concilio
de Jerusalén son los presbíteros los que, junto con los apóstoles, deciden la
cuestión de los judaizantes; Pablo y Bernabé, en su campaña misionera a través
del Asia Menor, ordenan presbíteros y los ponen a la cabeza de aquellas nuevas
cristiandades; cuando el Apóstol está para partir de Efeso, se despide de los
presbíteros de aquella iglesia y les recuerda que el Espíritu Santo les ha
constituido obispos para gobernarla. En la Carta a Tito le aconseja a establecer
en las diversas ciudades de la isla de Creta presbíteros, o, como dice poco
después, obispos. La primera carta de San Pedro menciona a los presbíteros, que
deben el ercer las funciones de obispos. Todavía, al final del siglo I, la carta
dirigida por San Clemente a los corintios habla solamente de obispos-presbíteros
y diáconos, colocados para el gobierno de aquella iglesia. No puede ponerse en
duda que los obispos-presbíteros de que se habla poseyeran el poder sacerdotal,
porque los vemos ordenados con un rito sagrado; en Corinto celebran la Coena
dominica, administran la Santa Unción, enseñan a les fieles las verdades de la fe
y reconcilian a los penitentes.

De los testimonios referidos, podemos, por tanto, deducir que el régimen de las
comunidades primitivas, viviendo todavía los apóstoles, y en alguna parte, como
en Corinto, también después de su muerte, estaba confiado a un colegio de
obispos-presbíteros, que reunía las facultades jurisdiccionales y litúrgicas. Hay
que advertir, sin embargo, que tales grados jerárquicos no eran otra cosa que la
prolongación de la persona y del poder de los apóstoles, los cuales, no
teniendo posibilidad de regir directamente las nuevas iglesias, confirieron
colegialmente a los obispos-presbíteros aquella autoridad que fue siempre
considerada como propia de su misión apostólica. Per regiones igitur et
urbes —escribe San Clemente— verbum praedicantes (Apostoli)... constituerunt
episcopios et diáconos eorum qui credituri erant. Era, por tanto, lógico que, por
disposición apostólica, desapareciendo los apóstoles y recibiendo cada una de las
iglesias mayor desarrollo, cada día el presbiterado colegial tomase la forma
de monarquía episcopal. En este cambio, cuyas fases se pueden señalar sólo
confusa y sumariamente, los términos presbítero y obispo, hasta ahora
sinónimos, se diferenciaron, en cuanto se comenzó a designar con el nombre de
obispo a aquel de los presbíteros al cual se confería una primacía sobre los otros,
y esto por consentimiento y voto común, reconociéndole así una plenitud de
sacerdocio y de gobierno, como sucedáneo del Apóstol, del hombre apostólico
(como Epafras, Tito, Timoteo) al cual la comunidad debía su propio origen.

Esta segunda fase, el episcopado monárquico, aparece claramente determinada,


a principios del siglo II, en las cartas ignacianas, ya en Antioquía, ya en
muchas comunidades del Asia. El obispo goza de una preeminencia absoluta,
unida al ejercicio de todas las funciones pastorales, y subordinados a él los
grupos de los presbíteros (presbyterium) y de los diáconos. Los tres órdenes
jerárquicos forman la comunidad perfecta, en la cual, como refiere el santo
mártir, aprecie el obispo, a imagen de Dios, y (presiden) los presbíteros, a
semejanzadel Colegio apostólico, y (presiden) los diáconos, a los cuales es
confiado el ministerio de Jesucristo." Sin embargo, obispo, presbíteros y
diáconos no sólo gozan de derechos de autoridad o de administración, sino
también de verdaderas funciones litúrgicas; presbíteros y diáconos asisten en
el altar al obispo, al cual se reserva particularmente la celebración del sacrificio
eucarístico. Escribe San Ignacio a los cristianos de Filadelfia: "Practicad una sola
eucaristía; una sola es, en efecto, la carne de Cristo, nuestro Señor; uno solo es el
cáliz en la unidad de sangre con El, uno solo el altar; así como vosotros sois un
solo obispo también con el presbiterio y con los diáconos."

Fuera de los tres órdenes mencionados, no tenernos noticia cierta de que durante
el siglo II existiesen ya grados inferiores al diaconado; pero no es improbable
que en Roma y en alguna iglesia de África se hubiese introducido la institución
de los lectores. Tertuliano parece aludir a ello cuando escribe de las liturgias
gnósticas: taque (apud haereticos) alius hodie episcopus, eras alius; hodie
diaconus, qui eras lector; hodie presbyter, qui eras laicas. Como quiera que sea,
la gama de los órdenes menores aparece en seguida como complemento del
diaconado y, especialmente fuera de Roma, con carácter de importancia
menor. Una carta enviada en el 251 por el papa Cornelio a Fabio de Antioquía
refiere que el estado jerárquico de la iglesia de Roma comprendía, además del
papa, cuarenta y seis presbíteros, siete diáconos, siete subdiáconos, cuarenta y
dos acolites y cincuenta y dos entre exorcistas, lectores y ostiarios. Alrededor de
la misma época, San Cipriano recuerda aquí y allá en sus cartas a los
subdiáconos, a los acólitos a los lectores y quizá también a los exorcistas. En
Oriente, la Didascalia (primera mitad del siglo III) conoce solamente los
subdiáconos y los lectores; pero más tarde, las Constituciones
apostólicas conocen, además, los ostiarios, los acólitos y los cantores. Estos
últimos se mencionan también en los llamados Statuta Ecclesiae
antiqua (primera mitad del siglo v) y en San Isidoro; pero en Roma no tuvieron
nunca un reconocimiento jerárquico. Tampoco los acólitos existieron durante
mucho tiempo en las Galias y en Irlanda. Debe observarse además que en los
documentos antiguos se mencionan a veces clases de funcionarios eclesiásticos,
como fossores, custodes martyrum (encargados de la sepultura de los
fieles), hermeneutae. notarii, defensores, etc., encargados de menesteres
exclusivamente materiales y administrativos, pero sin entrar a formar parte de la
jerarquía sagrada.

Hay que recordar también cómo en la Iglesia antigua el diaconado y los órdenes
ministeriales inferiores eran oficio de carácter permanente, a los cuales quedaban
adscritos durante mucho tiempo, y algunos aun durante toda la vida. Ellos
además constituían el tirocinio obligatorio de preparación para ascender a los
grados superiores, o sea, eran los diversos escalones por los que subían a los
órdenes ministeriales superiores y a los órdenes sacerdotales. Este paso gradual
aseguraba a la Iglesia la idoneidad necesaria para el ejercicio de los respectivos
oficios litúrgicos. De aquí la obligación de los intersticios entre un orden y otro,
la prohibición de proceder en les órdenes per saltum y el deber de ejercitar las
funciones del orden inferior antes de recibir el superior.

La regular ordenación jerárquica del clero, realizada en el siglo III y IV, pudo
mantenerse en forma perfecta solamente hasta que el clero hizo vida común con
el obispo y la comunidad cristiana se mantuvo más o menos alrededor de él,
formando como una sola parroquia. Pero cuando, con la penetración del
cristianismo en los campos, el obispo tuvo que separar de manera permanente a
los sacerdotes de la parroquia episcopal para el cuidado de las comunidades
rurales, no fue ya posible que cada una de las iglesias mantuviese la jerarquía
completa de los órdenes ministeriales, y por eso los oficios propios de estos
órdenes fueron confiados al mismo sacerdote, apenas asistido, y no siempre, por
un diácono o por un lector. En San Cipriano encontramos ya ejemplos; y en el
314, un concilio de Arles prohibió a los sacerdotes y a los diáconos residentes en
el campo abandonar el puesto asignado para pasar a otro. Más tarde, los oficios
menos importantes o con obligaciones materiales fueron confiados a simples
clérigos o también a laicos, como el acolitado y el ostiariado. Las iglesias
mayores continuaron poseyendo durante algún tiempo la jerarquía ministerial
más o menos completa; después también ellas, por varias causas, imitaron el
ejemplo de otras iglesias. Las iglesias catedrales fueron las más tenaces en esto,
ya porque la solemnidad de la liturgia pontifical exigía mayor servicio, ya
porque, debiendo mantener junto a sí escuelas de clérigos, proveían de clero a las
otras iglesias de la diócesis. Pero después del concilio de Trento, con la
institución de los seminarios, también aquéllas quedaron reducidas.
Como consecuencia de estas modificaciones disciplinares, se modificó también la
función de los diversos órdenes ministeriales. Estos no se conciben ya como
oficios permanentes, sino solamente como preparación litúrgica al
sacerdocio. El concilio de Trento exhortó a restablecer, al menos en las iglesias
mayores, la antigua disciplina de los órdenes jerárquicos; pero la ordenación no
tuvo éxito, porque ya las necesidades de los tiempos modernos exigían una
ordenación diversa; lo cual reconoce también implícitamente el Código
Canónico, el cual requiere en el candidato a la tonsura el propósito de subir hasta
el sacerdocio. Además, los oficios administrativos propios de los órdenes
ministeriales, entre los cuales se halla principalmente el diaconado, se confían
ahora a sacerdotes o a laicos. También los mismos oficios litúrgicos de tales
órdenes, en parte modificados, se confían ordinariamente a sacerdotes o a laicos;
sólo ocasionalmente lo ejercitan clérigos revestidos de aquel orden. El ostiario se
ha transformado en nuestro sacristán; el exorcistado, si se trata de catecúmenos,
es desempeñado por el sacerdote (o por el diácono), que administra el bautismo;
si se trata de obsesos, por un sacerdote provisto de licencia especial del obispo;
los acólitos se han convertido en nuestros monaguillos. El subdiácono y diácono
han mantenido intacta su personalidad, pero sus oficios son ejercidos
generalmente por sacerdotes, los cuales en tal ocasión se revisten de los
ornamentos sagrados y las insignias de los respectivos órdenes.

Hoy, por tanto, los órdenes que constituyen un oficio permanente en la Iglesia
católica romana son solamente los órdenes sacerdotales: presbiterado y
episcopado. No obstante esta profunda modificación de la ordenación
eclesiástica, la Iglesia ha creído oportuno mantener intacta la distinción de los
antiguos órdenes ministeriales, porque constituyen una conveniente preparación
litúrgica al sacerdocio y son a la vez un poderoso estímulo para hacerlos moral e
intelectualmente menos indignos.

La Jerarquía del Carisma.

Hemos hablado aquí de la jerarquía de orden y de jurisdicción que Jesús


estableció permanentemente en la Iglesia; pero no debemos pasar en silencio que
al principio, tratándose de implantar y consolidar la semilla del Evangelio en
medio de los gentiles, coordinando todas las actividades misioneras tanto en el
campo práctico como en el doctrinal, el Espíritu Santo suscitó una serie de
hombres dotados de particulares carismas en orden al bien, no sólo de una
comunidad particular, sino de toda la Iglesia. Esto fueron los apóstoles, los
profetas y los doctores; una tríada de la cual escribe San Pablo: primum
apostólos, secundo prophetas, tertio doctores. Estos forman, podemos decir,
la jerarquía del carisma, de la cual hablan frecuentemente los escritos antiguos,
aunque no siempre es fácil señalar en concreto las respectivas atribuciones.
Están en primer lugar los apóstoles, es decir, los Doce, elegidos directamente por
Jesús y testigos de su resurrección, a los cuales la Iglesia antigua asignó el primer
puesto en origen de dignidad y de importancia, dejando ejemplo y normas a toda
futura acción apostólica. De los Doce, algunos ciertamente se establecieron en un
lugar fijo como jefes de una comunidad, tales Pedro en Roma, Santiago en
Jerusalén; pero los otros, a los cuales hay que añadir San Pablo, que se reivindicó
siempre el título y la dignidad de apóstol, ejercieron un apostolado ambulante,
llevando por todas partes su infatigable actividad misionera. A los Doce, los
apóstoles propiamente dichos, hay que asociar muchos otros que desarrollaron un
ministerio análogo y alcanzaron renombre y estimación entre los fieles.
La Didaché, cuyo título se refiere a la doctrina predicada por los Doce, indicando
la conducta que hay que seguir respecto al "apóstol," hace ver claramente que
pretende referir el apelativo no a los Doce solamente, sino también a aquellos
que, pasando de una comunidad a otra, anunciaban la palabra de Dios.

En este sentido más amplio y comprensivo, el término apóstol es usado también


por San Ignacio de Antioquía, si bien no acepta para sí la dignidad apostólica.
También Hermas en su Pastor, citando los apóstoles, tiene delante de sí no sólo a
los Doce, sino una lista larga de personas de su tiempo, fila y determinada en las
propias funciones.

La función de los apóstoles se puede resumir en la predicación misionera del


Evangelio, a la cual eran llamados no por propia elección, sino por una
decisión de la autoridad legítima. Así hicieron les prophetae y los doctores de
Antioquía con Pablo y Bernabé, los cuales, en efecto, missi a Spiritu sancto,
abierunt... et praedicabant verbum Dei.

Y ya que con les apóstoles auténticos se habían mezclado en seguida aventureros


con el fin de actividades especulativas, la Didaché, como veremos, puso en
guardia a las comunidades. Antes los había desenmascarado San Pablo,
llamándoles pseudoapostoli... operarii subdoli, transfigurantes se in apostolos
Christi.

En cuanto a los profetas, parece que su oficio principal era el de hablar en las
asambleas de los fieles: Prophetiae — escribe, en efecto, el Apóstol — in
signum sunt fidelibus, non infidelibus. Movidos por una especie de inspiración
lírica, que era la vibración del Espíritu Santo en su alma, se presentaban
como intérpretes de la voluntad de Dios, a veces como anunciadores del
porvenir, siempre excitadores ardientes de los fieles, para que la semilla del
Evangelio se mantuviese viva en medio de ellos y fructificase vigorosa. Qui
prophetat — continuaba San Pablo — hominibus loquitur ad aedificationem et
exhortationem et consolationem... qui prophetat, Ecclesiam Dei aedifíat.
Los profetas podían residir establemente en una determinada comunidad, como
vemos en Antioquía, pero más frecuentemente formaban parte del cuerpo
misionero ambulante. Los fieles los acogían en su seno, los veneraban como
apóstoles y durante su estancia los proveían de todo lo necesario. No faltaban,
sin embargo, falsos profetas.

La Didaché menciona a los doctores en dos lugares, como formando un rango u


orden especial en las comunidades. Están dedicados a la enseñanza de las
verdades cristianas; son los loquentes verbum Dei, especialmente desde el
punto de vista de la apologética contra el judaísmo, el gnosticismo y el
paganismo. Por esto tienen derecho al respeto y consideración de los fieles y a su
propio sustento. Sin embargo, a diferencia de los profetas, parece que podían
poseer y estar siempre peregrinando de un lugar a otro, sin que tuviesen
residencia fila en una determinada comunidad. Su autoridad debía ser grande,
porque podían dar normas y prescripciones a los fieles. La amonestación de la
Carta de Santiago: Nolite plures magistri bien, demuestra cuan deseado era el
título de doctor, a propósito del cual dice Hermas expresamente que los que lo
poseían habían recibido para ello el Espíritu Santo.

La función de doctor en las iglesias, a diferencia de la de profeta, no se apagó con


el correr del tiempo, sino que en las más importantes de ellas se transformaren en
una institución de enseñanza sagrada dada por maestros insignes en ciencia y
santidad, aun siendo a veces simples laicos. En Roma aparecieron San Justino y
Rodón; en Alejandría, Panteno desarrolló la famosa escuela
catequística Didascaleion, que tuvo después como maestros a Clemente y
Orígenes. El doctor audientium, que en Roma y en otras partes se ocupaba de
instruir a los catecúmenos y a los que deseaban conocer la fe, era también algo
parecido a la análoga institución primitiva.

"Es preciso, por último, considerar más atentamente toda la importancia de este
hecho: los apóstoles, los profetas y, en parte, los doctores, según la concepción
concorde de los más antiguos testigos, no pertenecían a cada una de las
comunidades, sino más bien a la Iglesia universal, a la cual eran concedidos por
gracia divina. La cristiandad dispersa poseía en ellos una ligazón y un
instrumento de unión cuyo valor frecuentemente no se ha sabido apreciar.

Estos apóstoles y profetas, que peregrinaban de una parte a otra y en todas las


comunidades eran recibidos con el más alto respeto, nos hacen en alguna manera
comprender cómo el desarrollo de aquéllas en las distintas provincias, a pesar de
la diversidad de condiciones ambientales, pudo efectuarse de manera tan
uniforme.
Ellos además nos han dejado preciosas muestras de su actividad en las llamadas
cartas católicas y en escritos parecidos, que forman parte no pequeña de la más
antigua literatura cristiana. No se comprende el surgir, la difusión y la autoridad
de este género literario tan singular y por muchos conceptos tan enigmático sino
poniéndolo en relación con el concepto que de sí mismos tenían los apóstoles, les
profetas y los doctores de aquel tiempo. Sus amonestaciones, dirigidas a fieles
indeterminados, se explican muy bien si pensamos en los profetas
peregrinantes, los cuales tenían conciencia de haber sido elegidos por Dios
para la cristiandad, y sentían, por tanto, el deber de poner su obra al
servicio de toda la Iglesia."

Las Fechas de las Ordenaciones.

El carácter público de las órdenes sagradas y en un principio la exigencia del


beneplácito de la comunidad condujo en seguida a fijar su colación primero en el
domingo, como alude la Traditio, para los obispos; después, en épocas
determinadas del año, y principalmente en las cuatro témporas, para los otros
grados. San León (+ 461) reprende el haber realizado una ordenación en viernes
y se lamenta de que los sacerdotes y diáconos sean consagrados passim quolibet
die; declara que la ordenación hay que celebrarla legitimo die... die sabbati
espere, quod lucescilt in prima sabbati vel ipso die dominico. En una carta a
Dióscoro, patriarca de Alejandría, se explica más claramente.

El Acceso a las Órdenes.

Hemos aludido ya a la antigua disciplina de los intersticios, los cuales


distinguían, coordinándolos entre sí, los diversos grados de la jerarquía. La
Iglesia nunca ha obligado a un clérigo a ascender a un orden superior. Eran
muchos, en efecto, principalmente en los siglos pasados, los clérigos que
permanecían durante toda la vida en un grado determinado. Leemos, por ejemplo,
en la correspondencia del papa Gelasio los lamentos de un obispo contra sus
diáconos, reacios a hacerse sacerdotes, quod diaconi ad presbyterii gradum...
venire detrectant. El epitafio de Desiderio de Lyón, acólito, atestigua que
permaneció tal hasta la muerte, viejo de ochenta y cinco años (+ 517). Pero,
ordinariamente, el ejercicio de las órdenes menores era la escala para subir a las
órdenes mayores. Las fórmulas mismas de la ordenación del lector y del diácono
contenidas en las Constituciones apostólicas (c. 380) expresan la confianza que
el sujeto se ha merecido para pasar a las órdenes superiores. La decretal antes
referida del papa Gayo lo declara a su vez; y después de él escribieron el papa
Siricio, el papa Inocencio I y, más extensamente en el 417, el papa Zósimo. Este
desarrolló la conveniencia en una carta a Hesiquio de Salona, explicándole la
propia solidaridad en la condenación que él hizo del abuso de ciertos monjes que
pretendían hacerse consagrar obispos sin pasar antes por las órdenes intermedias.

Las ordenaciones per saltum son también condenadas por la constitución


pontificia. En realidad, suplantar uno o más grados jerárquicos es un defecto más
grave que la eventual omisión de los intersticios. Si en el derecho moderno esto
no se verifica ya, antiguamente sucedía con cierta frecuencia. San Cipriano, de
simple laico, fue consagrado en seguida sacerdote y obispo: presbyterium et
sacerdotiurn statim accepit. Por esto quizá alababa al papa Cornelio, el cual non
ad episcopatum súbito pervenit, sed per omnia ec clesiastica officia promotus...
ad sacerdotü sublime Las tigiurn cunctis religionis gradibus pervenit. Posidio
escribe lo mismo de San Agustín. La multitud, aclamándole, lo llevó, todavía
laico, al obispo Valerio, el cual lo ordenó sacerdote. Un caso más radical
de laicos elevados directamente al episcopado, contra Patrum decreta, lamenta
en el 428 el papa Celestino I en una carta a los obispos de las provincias de Viena
y de Narbona. Pero éstos evidentemente eran casos de excepción. San
Gregorio de Tours (+ 593) se adviene, en efecto, a las reglas tradicionales
cuando, como él narra, rechazó la ordenación a Burgundio, un laico de
veinticinco años que su tío el obispo de Nantes quería elegir para sucesor. Vuelve
a Nantes —le dice— y dirígete al que te ha mandado, para que comience a darte
la tonsura. Cuando después seas sacerdote y te muestres asiduo en la iglesia,
podrás esperar llegar a obispo." En Roma parece que a veces la disciplina no
fue muy firme. En el 495, el papa Gelasio, a un obispo cuyos diáconos se
resistían a recibir el sacerdocio, aconseja a ordenar sacerdotes a los acólitos y a
los subdiáconcs: sí quos habes vel in acolythis vel in subdiaconibus ma turioris
aetatis et quorum sit vita probabilis, hos in presbyteratum studeas
promoveré. Cincuenta años después, el papa Gelasio (+ 560) encarga a Bono,
obispo de Sabina, ordenar en seguida de subdiácono a un cierto Rufino, monje.
Después él mismo, en la semana mediana, lo consagrará sacerdote.

La Tonsura y las Órdenes Menores.

La Iniciación Clerical.

La entrada a formar parte de la jerarquía eclesiástica se hace por medio de un rito


litúrgico de venerable antigüedad, el cual, si bien no entra, propiamente
hablando, en la serie de las órdenes sagradas, sirve de remota preparación del
sujeto a una recepción atenta y digna de aquéllas. El rito comprende dos
ceremonias distintas:
a) La tonsura de los cabellos.

b) La traditio de la sobrepelliz (superpelliceum).

La diversa manera de llevar los cabellos ha tenido siempre, aun entre los
antiguos, un significado propio. Mientras los cabellos largos, necesitando un
cuidado continuo, se prestaban fácilmente a los adornos caprichosos de la
vanidad, y para los hombres, a aquel afeminamiento que había condenado San
Pablo los cabellos cortos y casi rapados eran señal da mortificación y, entre los
griegos, de condición servil. Sabemos que, a principios del siglo IV, una de las
primeras formalidades a las cuales se sometía al novicio en los monasterios
pacomianos de Egipto era la de cortarle el cabello. No parece, sin embargo, que
esta tonsura tuviese carácter sagrado; era probablemente una regla de higiene
corporal. Tanto es así, que también las religiosas, al decir de San Jerónimo, lo
hacían con tal fin. El mismo santo Doctor, escribiendo alrededor del 445, observa
que en Belén los sacerdotes no deben llevar los cabellos demasiado largos, quod
proprie luxuriosum es, barbarorum et militantium, y ni siquiera rapados, como
los sacerdotes de Isides y Serápides, rasa capita habet superstitio gentilis; de
donde puede deducirse que no conocían todavía una tonsura propiamente
dicha. Como ceremonia sagrada, ésta se encuentra en Oriente; por primera
vez en el 379, si el testimonio es auténtico. El obispo Otreio de Mitilene
(Armenia) ordena de lector a San Eutimio confiriéndole la tonsura. Entre los
monjes hay testimonios también posteriormente, es decir, al final del siglo V;
pero es cierto que en Constantinopla, desde la mitad del siglo anterior, se la
consideraba como ceremonia de iniciación a la vida monacal. Juliano el Apóstata
(+ 363), según refiere Sócrates, para introducirse mejor en los ambientes
cristianos, había simulado hipócritamente, con el corte de los cabellos (abrasa
cute), una vocación de asceta.

También en Occidente los sacerdotes al principio debieron observar, en cuanto a


los cabellos, la regla general de las personas civiles; los frescos de las
catacumbas de los obispos del siglo IV los representan con cabellos de longitud
ordinaria. Una disciplina particular existía quizá entre los monjes. San Martín de
Tours (+ 397) quería que en el monasterio de Marmoutiers los llevasen muy
cortos; pero no nos consta que esto tuviese un significado religioso. Para
encontrar sobre el particular un dato positivo es preciso esperar un siglo. En el
488, Cesáreo, elevado más tarde a la primacía de Arles, pidió al propio obispo
Silvestre le hiciese clérigo, oblatis sibi capillis. Pero en esta época el llevar los
cabellos cortados a modo de corona debía ser común entre los eclesiásticos. Los
retratos de los papas más antiguos ejecutados en la basílica de San Pedro, de
Roma, bajo el papa Zósimo (+ 418) y el papa San León Magno (+ 461), salvados
del incendio del 1823, generalmente llevan corona. Esta se presenta como una
franja de cabellos de ancho diámetro que sobresale sobre el fondo casi rasurado
de la cabeza. Después, a partir del siglo VI, muchos escritores hablan de ella y
hacen su descripción; frecuentemente, los concilios medievales piden a los
sacerdotes y a los clérigos su exacta observancia, indicando con detalle las
particularidades.

Se hacía lo mismo a Dios, ofreciéndole las primicias tanto de los cabellos como
de la barba. Las fórmulas ad capillaturam (infantuli) deponendam y ad barbam
tondendamf que aparecen frecuentemente en los antiguos libros litúrgicos,
servían a tal fin y expresaban análogos sentimientos. Por tanto, en el fondo de la
ceremonia tonsural existe un acto de humilde renuncia a un adorno de la propia
cabeza por un sentimiento de homenaje a Dios y de voluntaria consagración a
su servicio.

El rito de la tonsura se encuentra por primera vez en el sacramentarlo de Gelón


(gelasiano del siglo VIII) como acto consistente en sí mismo y con fórmulas
propias, orationes ad capillos incidendos, inserto después en el Ordo ad cíericum
faciendum con diverso formulario y con las rúbricas relativas. Se abre con un
prefacio de tipo galicano invitando a los fieles a rezar por el que por amor de
Dios está para deponer comas capitis sui, para que obtenga del Espíritu Santo la
gracia de conservar habitum religionis in perpetuum, es decir, la vida propia de
quien se ha consagrado a El. El obispo le corta entonces un mechón de cabellos
en forma de cruz, mientras la schola canta la antífona Dominus pars haereditatis
meae... Por último, bendice al nuevo clérigo con la fórmula Praesta quaesumus,
Deus, ut famulus, tus cuius hodie comas capitis pro amore divino deposuimus, in
tua Jilectione perpetuo maneat et eum sine macula in sempiternum custodias.
Per Christum...

El Lectorado.

En la historia de las órdenes menores, la del lector es, sin duda, la más antigua y
la más brillante. Sin remontarse a una análoga costumbre judía, se puede decir
que los lectores nacieron con el culto cristiano; porque, siendo necesarios para
la lectura de los libros sagrados, era uno de los elementos litúrgicos de origen
apostólico.

Como oficio sagrado específico lo recuerda sobre todo Tertuliano cuando para
probar las incongruencias de los herejes escribe: Apud vos hodie diaconus, qui
eras lector. San Cipriano ensalza su dignidad al anunciar a su pueblo que ha
ordenado lectores a los jóvenes Aurelio y Celerino, que en la persecución de
Decio habían confesado firmemente la fe. "Es justo —escribe— que en la lectura
pública de la palabra de Dios se haga oír la voz que ha confesado al Señor con un
glorioso testimonio). La primera mención del lector en Roma se encuentra en
la Traditio, de Hipólito. Poco tiempo después, la conocida carta del papa
Cornelio a Fabio de Antioquía (251) da testimonio de cierto número de lectores
en el clero romano. Pero, según De Rossi, puede remontarse su existencia a un
siglo antes, teniendo como base dos epígrafes sepulcrales de lectores encontrados
en el arcaico hipogeo del cementerio de Ostia.

Una característica de los lectores en los primeros siglos era el ser generalmente


jóvenes. Los testimonios sobre esto son indiscutibles. Sidonio Apolinar (+ 482)
escribe de un obispo que lector hic primum sic minister altarts, idque ab
injantia; y Paulino de Nola, a.propósito de San Félix: Primis lector serviüit in
annis. San Ambrosio habla siempre de lectores niños, per vocem lectoris
parvuli. La decretal 70 del papa Siricio (+ 398) la hace casi una norma
disciplinar: Quicumque se ecclesiae vovit obsequiis, a sua injantia... lectorum
debet ministerio sociari. En efecto, no pocos obispos, como Félix Nolano,
Eusebio de Vercelli y Epifanio de Pavía, y varios papas, como Liberio, Dámaso y
Siricio, iniciaron muy jóvenes con el lectorado la carrera eclesiástica.

Generalmente, se explica la edad juvenil de los lectores porque por su voz, que
confería a la lectura le daba una claridad especial, se prestaba a que ninguna otra
para hacerse oír en ambientes amplios y de mucha gente, como eran las naves de
las antiguas basílicas. Pero quizá otra razón ha contribuido a sugerir aquella
elección. En algunas inscripciones funerarias de lectores se pone de relieve la
inocencia y la pureza de su vida; fueron éstas las dotes, a juicio de Peterson, que
inclinaron a revestir a los niños, precisamente y sólo por ser niños, del lectorado.

La conjetura de Peterson encuentra una analogía entre el uso de los niños en el


culto en la Iglesia antigua y el uso mismo en los cultos paganos. Según los
antiguos, el niño encerraba en sí fuerzas misteriosas, mágicas, proféticas; por esto
en les cultos mistéricos era un niño el lector del libro sagrado, y así se encuentra
representado en el cielo de la villa de los misterios, en Pompeya. La analogía con
los lectores cristianos es innegable; pero la analogía que hay entre los antiguos
coros de niños del culto clásico y los pueri chorales no supone ninguna
dependencia directa de la liturgia de los cultos paganos. Tal analogía deriva de
una idéntica concepción que de la inocencia y de la sinceridad de los niños tenían
tanto los paganos como la Iglesia. Esta, dándose cuenta de las divinas grandezas
de las páginas inspiradas, dispuso que fuesen leídas por voces sencillas e
inocentes.

Cada iglesia un poco importante tenía generalmente varios lectores. San Pollón,
martirizado en el 304 en Civalis (Panonia), se declaró al presidente Probo
como primicerius lectorum. Y, habiendo Probo preguntado: Quorum
lectorum?, el mártir respondió: Qui eloquentiam divinam populis legere
consueverunt. En Roma, los epígrafes sepulcrales de los lectores recuerdan
frecuentemente la iglesia titular a que estaban agregados, como Pascentius,
lector de Fasciola, Leopardus lector de Pudentiana. Estos recibían de los
sacerdotes titulares una instrucción conveniente. Para el África lo declara
expresamente San Agustín, el cual, a propósito de los que difundían escritos
apócrifos, observa que etiam a pueris qui adhuc pueriliter in gradu christianas
litteras norunt, mérito rideantur. Alguien ha supuesto que en Roma desde la
mitad del siglo IV existió una schola lectorum; el hecho es verosímil, pero no
tenemos pruebas documentales. Es cierto, sin embargo, que, al final del siglo V,
la costumbre de reunir en las canónicas presbiterales a los jóvenes lectores para
instruirlos en las Escrituras y en las ciencias sagradas, entre las cuales estaban las
modulaciones del canto, debía estar muy difundido en Italia, porque lo atestigua
el concilio de Vaison (529), que hacía votos para que el ejemplo fuese imitado
por las provincias de las Galias.

Más tarde, es decir, después del siglo VI, en Roma, el Patriarcado lateranense fue
el seminario y la escuela donde muchos pontífices de los siglos VIII y IX
iniciaron su formación eclesiástica para subir a los supremos grados de la
jerarquía; pero entonces era preciso, para ser ordenado lector, la legitima
actas, que Justiniano en el 546 había fijado alrededor de los dieciocho
años; haber recibido la tonsura y demostrar saber leer. Los niños, sin
embargo, si no podían ya formar parte de la schola lectorum, entraban en
la schola cantorum, donde su voz era siempre deseada, más aún, necesaria.

Al principio, el lector tenía la facultad de leer todos los libros sagrados,


incluidos los Evangelios, de los cuales eran también depositarios y custodios.
San Cipriano, a propósito de los dos confesores jóvenes ordenados lectores por
él, escribe: " No es quizá justo que de lo alto del ambón de las iglesias lean al
pueblo aquellos preceptos y aquel Evangelio del Señor que han seguido siempre
con fidelidad y coraje? Ninguno puede hacer oír con mayor aprovechamiento el
Evangelio a los propios hermanos que un confesor de la fe."

De la devolución de la lectura evangélica al diácono hallamos testimonio


primeramente en Oriente, donde probablemente existió, por las Constituciones
apostólicas (a. 380); en Occidente, por San Jerónimo. Esta disciplina,
naturalmente, se perfiló con el tiempo, es decir, a medida que con la organización
del culto se quiso justamente poner de relieve la lectura del
evangelio, confiándola al ministro más calificado después del sacerdote. Una
norma precisa encontramos solamente por San Gregorio Magno (+ 606), el cual
en el concilio de Roma (595) confió a los diáconos la lectura del evangelio, y al
subdiácono y, en caso de necesidad, a los minoristas, el canto del responsorio
gradual y todas las otras lecciones.

El lectorado estaba ya en plena decadencia en esta época, porque con la


devolución, al correr del tiempo, a los diáconos y a los subdiáconos de las
lecturas de los cantos de la misa y al cesar las vigilias nocturnas, con sus
relativamente prolongadas lecciones, les lectores habían perdido gran parte de los
motivos que justificaban su existencia. Los jóvenes, que en el pasado eran
iniciados en la vida eclesiástica como lectores, entraban ahora a formar parte de
la schola cantorum.

El oficio de lector en los primeros cuatro siglos de la Iglesia tuvo estrechas


afinidades con el canto, porque una lectura en voz alta y bien ejecutada se
asemeja a a una modulación musical. Una antiquísima inscripción griega de
Bitinia (s. II-III) recuerda a un joven muerto a los dieciocho años que "había
alegrado al pueblo de Dios con el canto de los salmos y la lectura de los libros
sagrados." En muchas iglesias, en efecto, como nos consta por San Agustín, el
lector era también el salmista en los cantos de la iglesia y del oficio, aunque
debemos suponer que no todos los lectores reunían los requisitos necesarios para
ser cantores. En Oriente, el salmista desde el siglo IV fue distinto del lector y
reconocido además como oficio sagrado; pero esto no sucedió nunca en la
Iglesia latina. El canon 10 de los Statuta Ecclesiae antiqua, que admite una
bendición presbiteral del cantor o salmista, no hace suponer un uso romano, sino
una influencia de la costumbre oriental que se esparció en los siglos V-VI en
las Galias y en España. Una inscripción española del 525 recuerda a un cierto
Andrés, muerto a los setenta y cinco años, princeps cantorum sacrosanctae
Ecclesiae Mir tillianae (Mertola).

Los Exorcistas.

Jesús había venido para redimir a la humanidad de la esclavitud del


pecado, es decir, del demonio. El no solamente arrojaba los demonios de los
obsesos, sino que, cuando confirió a los Doce la dignidad y la misión del
apostolado, les dio también el poder de exorcizar; poder del que ellos hicieron
uso en seguida: Et exeuntes praedicabant... ei daemonia multa
eiciebant. También Jesús prometió una análoga facultad a los que creyesen en
El: In nomine meo daemonia eiicient.

La Iglesia antigua, que, conforme a una doctrina común entre los hebreos, creía
que el mundo entero, y la humanidad con él estaba infestado de demonios, dio
gran importancia a les exorcismos y a su eficacia sobre las personas y sobre las
cosas. Todas las comunidades contaban en su seno con un cierto número de
hermanos que, en virtud de un carisma particular, eran considerados como más
idóneos para exorcizar a los poseídos del demonio. Estos
exorcistas, generalmente simples laicos, formaban de hecho una clase especial,
que gozaba entre los fieles de alta estima y respeto. San Ireneo los recuerda con
admiración: "En el nombre de Jesús, sus verdaderos discípulos... arrojan
realmente los demonics y sin error; y frecuentemente sucede que aquellos que
quedaron libres de los espíritus malos, se convierten a la fe y se hacen miembros
de la Iglesia."

Pronto la autoridad religiosa concedió a sus exorcistas un reconocimiento oficial,


porque se hacía sentir demasiado la necesidad de distinguir claramente ante el
mundo pagano quiénes obraban en el nombre de Cristo y quiénes eran hechiceros
gentiles y heréticos, que con sus embusterías pretendían seducir a las almas
simples. En la carta pseudo-clementina De virginitate (s. III) se lee: "También
esto se confía a los hermanos en Cristo:...visitar a aquellos que son
atormentados por espíritus malignos y pronunciar sobre ellos convenientes
conjuros en forma de preces que sean gratas a Dios; mientras los otros (los
hechiceros paganos) sen buenos solamente para recitar horrendas palabras, que
infunden terror a las gentes."

La primera mención de los exorcistas ostentando un oficio sagrado la


encontramos en Roma, en la antes mencionada carta del papa Cornelio (251).
Pero también en África, según un texto claro de San Cipriano, debían éstos
formar un grupo eclesiástico aparte: Praesente clero ei exorcista et lectore. Es en
esta época y durante los dos siglos siguientes cuando los exorcistas lo ejercitaron
sobre todo sus funciones. Estas, excepto en casos particulares, consistían, sobre
todo, en la imposición de las manos sobre los catecúmenos, repetida muchas
veces en los escrutinios, y quizá también sobre los enfermos, según la idea
entonces en vigor de que ciertas enfermedades provenían de una posesión
diabólica. En las Galias parece que el exorcista tuvo alguna injerencia en la
administración diocesana, porque de las actas del concilio de Arles, en el 314, se
deduce que muchos obispos intervinieron en él acompañados de un exorcista
propio.

La decadencia del exorcismo como actividad, comienza cuando vino a menos el


catecumenado, es decir, alrededor del siglo VI. Sin duda, en esta época, y
también más tarde, existen todavía clérigos que llevan el nombre de exorcista y
que poseen nominalmente los poderes, pero sin ejercitar en realidad. Ya en
tiempo de Inocencio I (+ 417) se requería para exorcistar a un energúmeno, por
parte del exorcista, un permiso especial del obispo. Es la disciplina todavía en
vigor, sancionada por el Código Canónico (en. 1151).
En Oriente, a los exorcistas no se los consideraba como un orden ni como
parte del clero. Exorcista — dicen las Constituciones apostólicas — non
ordinatur... pendet a libera et bona volúntate, en cuanto que es considerado
como una libre expresión del carisma del Espíritu Santo llamado "don de las
curaciones."

Los Acólitos.

El nombre griego (ακο'λοος — pedissequo, sequens) indica la alta dignidad de


este oficio y la índole específica de los oficios que estaba llamado a prestar. El
acólito, a diferencia de los otros órdenes menores, no tenía atribuciones
autónomas, sino que dependía directamente de una autoridad
superior — sequens lo llama, en efecto, el papa Gayo —, que era el subdiácono
y, sobre todo, el diácono, a los cuales servía en el ministerio eucarístico.

Es preciso observar que desde los tiempos apostólicos, solamente el diácono,


que ya entonces estaba adscrito a la mesa de la consagración, tenía facultad
de servir directamente al celebrante y de ayudarle en el desenvolvimiento de
la acción sacrifical. Y ya que el desempeño de tal servicio, especialmente
después que la misa adquirió toda su pompa oficial, requería la ayuda de un
personal subalterno, para cumplir tan delicadas tareas fueron llamados los
subdiáconos y los acólitos. Estos, por tanto, deben ser considerados como un
desarrollo y casi un desdoblamiento de las funciones diaconales.

Desconocemos el lugar y la época de la institución de les acólitos. Probablemente


nacieron en Roma en el 251; cuando el papa Cornelio escribió la conocida carta a
Fabio Antioqueno, su orden debía estar ya establecido hacía tiempo. El enumera
siete diáconos, siete subdiáconos y 42 acólitos, es decir, separa cada una de las
siete regiones eclesiásticas de la ciudad, creadas pocos años antes por el papa
Fabiano (236-250). En Cartago da testimonio de ellos San Cipriano, pero con
atribuciones más bien administrativas. También en otras partes debían existir en
gran número, porque en el concilio de Nicea (325), según Eusebio, formaban una
verdadera multitud.

Al principio, todas las funciones propias de los acólitos tenían relación con la
eucaristía. La más alta y delicada era la de llevar la partícula consagrada por el
papa, el fermentum, a los sacerdotes titulares que no habían podido intervenir en
su misa estacional. El papa Inocencio en el 416 lo declara
expresamente. Presbyteri (per títulos) fermenturn a nobis confectum per
Acolythos accipiunt. El mártir San Tarsicio, cuya heroica defensa de la eucaristía
nos han transmitido los versos del papa Dámaso, era, en la opinión de muchos,
un acólito que llevaba el fermentum.
Una especial incumbencia en los mismos acólitos regionarios aparece alrededor
del siglo VII: la de acompañar al papa en las funciones estacionales llevando
consigo la ampolla del sagrado crisma a fin de que el papa, al presentarse la
ocasión, pudiese administrar el crisma a algún fiel. En aquella época se confería
el bautismo en los tituli parroquiales, y, no pudiendo intervenir siempre un
obispo, la administración del crisma era trasladada a otro día.

Al perder esplendor las órdenes menores, el acolitado absorbió las obligaciones y


se mantuvo siempre a través de los siglos en servicio activo, porque ha sido
constante la necesidad de su colaboración litúrgica en el altar. Pero así como
antes las cumplían personas consagradas para ello, más tarde, a falta de ellas,
fueron confiadas a simples clérigos aun no tonsurados, como sucede hoy día. En
realidad, el concilio de Trento expresó el deseo de que, al menos en las iglesias
catedrales y en las más importantes, los obispos restableciesen el antiguo servicio
del acolitado con clérigos ordenados regularmente para esto; pero, por desgracia,
el deseo quedó y queda todavía prácticamente sin realizar.

El Oriente no ha conocido nunca el orden de los acólitos, como no lo conoce


todavía, o por lo menos no lo miró nunca como parte del clero.

Los Subdiáconos.

Los subdiáconos (hypodiaconus) aparecen desde el siglo III como servidores


inmediatos del diácono en el servicio litúrgico. Tal ha debido ser la razón
primitiva de su institución, desde el momento en que los diáconos se encontraron
siempre insuficientes para satisfacer soles las exigencias de su ministerio.
La Traditio, de Hipólito (218), habla en este sentido: "Al subdiácono no se le
deben imponer las manos, porque es escogido con el fin de ayudar al diácono."
Desde el principio, sin embargo, con las funciones litúrgicas recibieron también
las administrativas. El Líber pontificalis, a la nota del catálogo
liberiano Hic (Fabianus) regiones divisit diaconibus, añade: ei fecit VII
subdiaconos qui septem notaris inminerent ut gestas martyrum fideliter
collígerent; noticia que confirma (251) el papa Cornelio en la conocida carta a
Fabio de Antioquía. En realidad, la iglesia romana debía tener subdiáconos aun
antes del papa Fabiano (236250), porque, en la época de la muerte de éste, San
Cipriano los menciona repetidamente en Cartago, y con atribuciones no siempre
estrictamente de culto. El se sirve, en efecto, de ellos como de sus hombres de
confianza, encargados de transmitir su correspondencia y de distribuir sus
limosnas a los pobres y a los confesores de la fe. Las Constituciones
apostólicas nos los muestran también en Antioquia. Sus oficios sagrados eran
afines a los de los acólitos y miraban principalmente al servicio poblacional en la
misa, pero siempre bajo la dependencia del diácono. Cuando en Oriente, durante
el siglo IV, los diáconos tuvieron, según parece, pretensiones
superiores, intervino el concilio de Laodicea (375), prohibiéndoles tocar los
vasos sagrados, ofrecer el pan y bendecir el cáliz.

En Roma, después del siglo IV, los siete diáconos regionarios mantuvieron
constantemente su título; más aún, crecieron en importancia. Vemos que, cuando
se sintió la necesidad de aumentar el número, se crearon subdiaconis
sequentes. Así los llama el papa Bonifacio V (610-625) al confiarles las
funciones bautismales. El I OR los nombra como intermediarios entre los
subdiáconos regionarios y los acólitos.

La Iglesia antigua y medieval, como ya observaba San Hipólito, no consideraba


como sacramento el subdiaconado; excluía, por tanto, a los subdiáconos de la
imposición de las manos y los ponía, aunque en primer puesto, entre las órdenes
menores. Urbano II en el concilio de Benevento, en el 1091, declaraba: Sacros
ordines dicimus diaconatum et presbyteratum; hos siquidem solos primitiva
legitur ecclesia habuisse. El primero en considerarlo orden mayor ha sido
Durando. Con todo, los subdiáconos, por sus estrechas relaciones en el altar,
fueron en seguida equiparados a las órdenes mayores en la obligación del
celibato. Encontramos una primera obscura alusión en el canon 33 del concilio de
Elvira (303).

El Ritual de las Órdenes Menores.

La historia del ritual romano de las ordenaciones abraza dos grandes


períodos: a) el antiguo, que llega hasta el siglo X; b) el moderno, que llega hasta
nosotros.

En este apartado, naturalmente, nos limitamos a las órdenes menores.

El ritual romano antiguo.

Nada sabemos de cómo se realizaba la investidura de los ostiarios y de


los exorcistas. En cuanto a los lectores, San Cipriano, como hemos visto, alude a
un rito de ordenación, sin precisar las formas. La Traditio, en cambio, prescribe
que "el lector queda constituido como tal por el solo hecho de entregarle el
obispo el libro de las Sagradas Escrituras"; pero añade: "No se le deben
imponer las manos." Un Ordo quomodo in Sancta Romana Ecclesia lector
ordinatur, editado por Andrieu, cuya redacción se puede fijar en los siglos VII-
VIII, dispone que el joven suficientemente instruido, atque clericus iam legitima
aetate adultus, sea presentado al papa, pidiendo que in sánela ecclesia ex
permissu vestro efficiatur lector. El pontífice lo invita a una próxima vigilia
nocturna para que delante de él y del pueblo dé señales de su idoneidad. Si la
prueba resulta favorable, terminada la lección, el candidato va delante del papa
y, prostratus omni corpore in térra, osculans pedes illius, recibe de él la
investidura de lector con la fórmula Intercedente B. Petro
principe Apostolorum et S. Paulo vase electionis, salvet et protegai et erudiíam
linguam tríbuat tibí Dominus. Todos responden: Amen. Et deinceps fiet in
ecclesia lector. El ceremonial es primitivo sin duda; pero debe estar mutilado,
porque le falta la tradición del libro sagrado, común en todos los rituales y
prescrita ya por San Hipólito.

Según el XXXIV OR, la ordenación del acólito, que se supone ya tonsurado, se


desarrolla así: poco antes de la comunión se presenta al papa, el cual le entrega
una bolsa de vino, que recibe sobre la planeta, con la cual está ya revestido.
Después, postrado en tierra, el papa pronuncia sobre él la fórmula
siguiente: Intercedente beata et gloriosa semperque sola virgine María et B.
Petro apostólo, salvet, et custodiat et protegat te Dominus. Amen. La fórmula,
más bien banal y genérica, acusa una época de decadencia. La repite el obispo
también en la ordenación del subdiácono cuando le entrega un cáliz vacío con la
patena. El antiguo ritual de la Traditio no habla sobre este particular. Advierte
solamente que al subdiácono no le son impuestas las manos, sino que es
declarado simplemente ayudante del diácono. La entrega del cáliz es atestiguada
al final del siglo V por Juan Diácono como un tradicional uso romano.

Las Diaconisas.

Como conclusión de este capítulo será oportuno hacer referencia a la institución


de las diaconisas, frecuentemente mencionada en la historia litúrgica de la
Iglesia antigua oriental y no del todo desconocida en África, en Italia y en las
provincias de más allá de los Alpes. El nombre refleja exactamente el complejo
de tareas subsidiarias que, desde la edad apostólica, la mujer, sea por una cierta
espontánea vocación, sea por tácito o expreso encargo de la autoridad,
desempeñó en las iglesias para servicio indirecto del culto. Sin embargo, no se le
dio siempre al nombre el mismo significado. En los textos occidentales designa
frecuentemente ya un oficio, ya el matrimonio con un diácono, de la misma
manera que las mujeres de los sacerdotes eran a veces llamadas praesbyterissae.

Los escritos neo-testamentarios y primitivos recuerdan frecuentemente


la laboriosidad benéfica y generosa de la mujer. San Mateo y San Lucas
mencionan con agrado a un grupo de piadosas mujeres que desde Galilea
acompañaban a Jesús y le servían. San Pablo, al final de la Carta a los Romanos,
recomienda a una cierta Febe, sororem nostram, quae est in ministerio ecclesiae
quae est in Cencris. Debía ser mujer rica, porque el Apóstol añade que ipsa
astitit multis et mihi ipsí. En la misma carta recuerda también con gratitud
a Frisca con su marido Aquila, adiutores meosf in Christo esu; y después, a otras
varias mujeres: María, quae multum laboravit in Domino; Trifón y
Trifosa, quae laborant in Domino; la madre de Rufo, matrem eius et
meam. Todas estas mujeres, sin duda, debieron contribuir con su trabajo a
importantes servicios de la comunidad del Apóstol. Sin embargo, al mismo
tiempo pone en guardia contra una subversiva injerencia de las mujeres en la
comunidad; ellas no deben enseñar, no deben ser charlatanas y ociosas, no
deben dejarse deslumbrar y seducir "por falsos maestros." En las cartas
pastorales encontramos después alusiones a la existencia de las viudas como
institución eclesiástica, y a un orden de mujeres consagradas a la vida
ascética, vírgenes, a las cuales quizá el Apóstol se refería ya en la primera Carta
a los Corintios. También San Ignacio alude claramente a los dos grupos, pero les
da el nombre común de viduae. Es difícil saber qué relaciones existían entre estas
varias clases de mujeres y cuál fuese el carácter de su organización.

Plinio II (c. a. 110), gobernador de Bitinia, escribiendo a Trajano, asegura haber


preguntado a dos mujeres llamadas ministras: Necessarium credidi ex duabus
ancillis, quae Ministrae dicebantur, quid esset veri... Eran, indudablemente, dos
diaconisas de la comunidad. Debían ser, como advertía el Apóstol, de edad
madura y libres de esenciales deberes de familia; es decir, generalmente entre las
nubiles o las viudas. San Policarpo, escribiendo sobre estas últimas, enumera los
deberes y las virtudes del estado, llamándolas "altar de Dios," porque estaban
dedicadas especialmente a la oración y porque se mantenían con las
ofrendas que presentaban al altar los fieles. Según la Didascalia (s. III), las
viudas forman un grupo aparte, intermedio entre el laicado y el clero, del cual
forman parte todavía las diaconisas. Su obligación es la oración, el ayuno y la
imposición de las manos sobre los enfermos, dependiendo del obispo; les está
prohibido predicar y bautizar.

Con una importancia mucho mayor se presentan, al final del siglo IV, las
diaconisas en las Constituciones apostólicas, reclutadas casi siempre entre los
monasterios femeninos, tan florecientes en aquel tiempo. Su grupo es claramente
distinto del de las viudas; más aun, éstas son colocadas en un orden inferior a
ellas. La diaconisa, al aumentar su prestigio, fue objeto de una ordenación por
parte del obispo, el cual, rodeado del (presbiterado, de los diáconos y de las
diaconisas ancianas), les impone las manos con un rito que presenta los
caracteres de una ordenación diaconal. Esta, en efecto, seguía inmediatamente a
la de los diáconos. La fórmula con que el obispo acompañaba a la queirotonía
pedía al Señor que como en el Antiguo Testamento había establecido mujeres
adscritas al templo y no rechazaba su humilde servicio, así quisiera enviar su
Espíritu a fin de purificar a la elegida y hacerla idónea para su oficio. La rúbrica
del ritual bizantino, posterior al siglo VII, ha añadido otras fórmulas parecidas a
las del diácono, como la imposición en el cuello de la estola diaconal y la
entrega de un cáliz vacío, que la diaconisa, después de haberlo tomado en las
manos, pone sobre la mesa. Es superfluo, sin embargo, observar que, a pesar de
las apariencias contrarias, el rito no tenía nada de sacramental; era una simple
bendición constitutiva, que no pretendía conferir ningún poder sacerdotal, sino
que significaba solamente la agregación litúrgica de la elegida al orden de las
diaconisas e invocaba sobre ella la asistencia de Dios. San Epifanio lo declaraba
expresamente: Quarnquam diaconissarum in Ecclesia ordo sit, non tamen ad
Sacerdotii functionem aut ullam huiusmodi admínistratrionem institutus est. La
Traditio es todavía más explícita para Roma: "La viuda entra en su grupo por la
simple lectura de su nombre. No debe estar sujeta a la ordenación, porqué no
ofrece la oblación ni realiza un servicio litúrgico. La ordenación está
reservada al clero para su servicio litúrgico, mientras la viuda lo es para la
oración, que es común a todos."

Los oficios de las diaconisas eran todos ministeriales y en relación con su sexo.
Los principales de orden litúrgico se referían especialmente al
bautismo: Diaconissae —escriben las Constituciones— presbyteris ministrant
cum mulieres baptizantur, idque propter decorum et honsstatem. A ellas
correspondía la unción preliminar de las catecúmenas y la asistencia durante la
ablución. En las Galias, según un canon de los Statuta, estaban también
encargadas de la instrucción elemental de las catecúmenas rudas y de tarda
inteligencia: docere imperitas et rusticanas mulieres, tempore quo baptizandae
sunt, qualiter baptizatori ad interrogata respondeant et qualiter accepto
baptismate vivant. Con motivo de la unción relativa, las diaconisas en
Oriente conferían siempre a las enfermas el óleo de los enfermos; en las iglesias
se encargaban de la custodia de la puerta reservada a las mujeres, vigilaban la
conducta de las vírgenes y, en general, hacían aquellos servicios extra-
litúrgicos que habrían causado admiración si los hubiera hecho un diácono. Sin
embargo, mientras la Iglesia griega mantenía su ministerio en sus justos
límites, las iglesias siríacas — oriental nestoriana y occidental jacobita — les
permitían arrogarse misiones evidentemente excesivas, aunque supletorias,
como la lectura en pública asamblea de los libros sagrados y, en defecto del
diácono, la distribución a los fieles, o en los monasterios a las hermanas, del
pan y del vino consagrados. Tanto en los monasterios monofisitas como en los
ortodoxos, la abadesa era normalmente una diaconisa; y, según la costumbre
del tiempo, gozaba de algunos derechos en el servicio litúrgico. Diaconissa —
escribe Rábulas de Edesa (412-435) — monialibus praeest in divinis officiis.

En Occidente, la institución de las diaconisas no fue nunca en aumento, porque


su específica función en el bautismo de los adultos, donde fue introducida, cesó
en seguida. La vocación ascética, que las había llamado a vida más perfecta,
desembocó poco a poco en las fundaciones monásticas, donde, con la
observancia de los votos de castidad y de obediencia a la diaconisa jefe, ésta
poco a poco retuvo exclusivamente el nombre, asimilándolo a la vez al de
abadesa. A los monjes y después a las mujeres anónimas se transfirieron, por
tanto, aquellas providencias de cuidado, de asistencia y de instrucción que en un
tiempo eran confiadas a las diaconisas. El nombre, sin embargo, se conservó en
los monasterios, añadido al de abadesa o asumido por aquella monja que por su
cultura era designada para leer las perícopas de la Sagrada Escritura y las
homilías patrísticas durante el oficio divino.

A esta veneración con que la Iglesia rodeaba a las diaconisas debían responder


por su parte con una vida inmaculada. Diaconissa eligatur virgo púdica
— prescriben las Constituciones —; sin autem non fuerit virgo, sit saltern vidua,
quae uní nupserit. El concilio de Calcedonia (451) excomulga a las diaconisas
que faltan a la castidad; y una novela de Justiniano manda que, si una fundada
sospecha recae sobre una diaconisa, ésta cadat a diaconia; y, si se la encuentra
infiel, sea, como las antiguas vestales, castigada con la pena de muerte.

En Oriente, la institución diaconal femenina comienza a declinar en las


iglesias seculares durante el siglo V, para desaparecer casi por entero en el
VI. En Occidente, la decadencia se advierte quizá antes. En el 441, un concilio de
Orange disuadió de ordenar diaconisas: Diaconissae omnímodo non ordinandae;
y el concilio de Orleáns (533) prohibe absolutamente que la institución se
mantenga por más tiempo. Para Italia, tenemos una carta de Otón de Vercelli
(934-950) a un cierto sacerdote Ambrosio, donde trata a propósito de las
diaconisas, y constata su decadencia. Los formularios para su consagración se
conservaron durante mucho tiempo, como vimos antes, en los libros litúrgicos,
pero probablemente sin aplicación práctica.

Es justo, finalmente, observar cómo las diaconisas de tipo primitivo no han


desaparecido del todo. El final de la Edad Media ha madurado y puesto más en
evidencia cada vez en la Iglesia una categoría de "siervas de Dios," religiosas no
de estricta clausura, que pueden salir al mundo para el ejercer la caridad en sus
mil formas y el apostolado evangélico de vasto alcance. Estas participan de la
vida activa de las diaconisas de otro tiempo y de la vida claustral y contemplativa
de las monjas consagradas. Estas diaconisas modernas son miembros de las
congregaciones religiosas. Del amor a Dios, de su serena y desinteresada caridad
y de su generoso apostolado está lleno el mundo. Desde las tierras de misiones
hasta nuestras civilizadas y cristianas ciudades, la Iglesia es admiradora y
espectadora de cuanto ellas realizan con infatigable laboriosidad para servicio de
Dios y de sus hermanos.
 

Los Diáconos y los Presbíteros.

La Institución Apostólica y los Oficios de los Diáconos.

En la ordenación disciplinar de la Iglesia antigua, los diáconos formaban el


primer grado de la jerarquía sagrada propiamente dicha, es decir, las órdenes
mayores.

Es conocida la institución de los primeros diáconos, que tuyo lugar en la


primitiva comunidad cristiana de Jerusalén, originada por ciertas disensiones
sobre el trato de ciertas viudas helenistas nacidas entre los dos elementos que la
componían: los hebreos palestinenses y los hebreos de la diáspora c helenistas.
Para suavizar tales diferencias, los apóstoles, convocados los discípulos,
decidieron elegir viros ex vobis boni testimonii septem, plenos Spiritu sancto et
sapientia, quos constituamus super hoc opus. Los siete elegidos debieron ser,
como del a suponer su nombre griego, de la parte helénica, es decir, menos
apegados que los de la otra parte a la observancia odiosa y material de la ley.

Los historiadores se han preguntado por qué los apóstoles limitaron a siete el
numero de los diáconos. Es difícil dar una respuesta segura. Algunos sugieren
una razón simbólica; el siete era un número sagrado. Otros piensan que los siete
diáconos fueron elegidos en correspondencia con las siete regiones en que habría
estado dividida la primera comunidad de la ciudad santa, hecho incierto y no
probado. Otros, en cambio, con mayor fundamento, ponen en relación aquel
número con una prescripción mosaica que imponía el instituir en cada
barriada iudices et magistros, los cuales, iusto iudicio, debían decidir en las
eventuales controversias. Los rabinos, aplicando aquella ordenación, habían
introducido la costumbre de poner en cada lugar un consejo de siete hombres, los
cuales debían proveer a la administración de la comunidad y al arreglo de las
disensiones. Parece, por tanto, muy probable que los apóstoles constituyeron el
oficio y el número de los diáconos inspirándose en aquella costumbre hebrea de
todos conocida.

Como quiera que sea, es cierto que el número septenario fue considerado en la
Iglesia antigua como sagrado. Siete eran los diáconos en Roma en tiempo del
papa Corne lio (251) y del papa Sixto II (+ 261). Muy probablemente había otros
tantos en Cartago, en Milán y en Zaragoza de España; el canon 15 del sínodo de
Neocesarea (314-325) prescribía que en cada ciudad, licet válete magna sit
civitas los diáconos debían ser siete, según la institución apostólica. Sin
embargo, en Italia, más tarde, en las iglesias menos importantes se contentaban
con tres o con cinco. En Roma, en tiempo del papa Vigilio (550), en ausencia de
uno de los siete diáconos regionarios, el papa lo substituía con otros
supernumerarios, pero solamente ad tempus.

Desde el punto de vista moral, los diáconos debían ser de vida intachable; San


Pablo, escribiendo a Timoteo (1, 3:10), los quiere así: Y, por tanto, sean éstos
antes probados; y así entren en el ministerio no siendo tachados de ningún
delito. Las mujeres han de ser igualmente honestas, no chismosas; sobrias, fieles
en todo. Los diáconos sean esposos de una sola mujer; que gobiernen bien sus
hijos y sus familias. Pues los que el ejercitaren bien su ministerio se granjearán
un ascenso honorífico y mucha confianza para enseñar la fe de Jesucristo.

Los Hechos resumen las tareas confiadas por los apóstoles a los primeros
diáconos en la frase ministrare mensis. Esta actividad es considerada en
relación con la eucaristía y con la caridad, los dos aspectos que designan
substancialmente el ministerio ejercido por los diáconos en la
Iglesia, especialmente durante los seis primeros siglos.

Entre las mesas agápicas que los apóstoles habían organizado en común para los
primeros cristianos, y de cuyo regular funcionamiento estaban encargados los
diáconos, una tenía el primer puesto por su importancia; aquella donde el apóstol
o el obispo, rodeado de los ancianos o presbíteros, realizaba la fractio
pañis eucarística. A aquella mesa sobre todo y a aquel que la presidía, los
diáconos hacían converger sus servicios y eran de hecho sus ministros. San
Ignacio de Antioquía, pone ya de relieve esta dignidad de los
diáconos, llamándolos mysteriorum lesu Christi ministros...; non enim ciborum
et potuum ministri sunt, sed Ecclesiae Dei; y la Didaché, después de haber
aludido al sacrificio dominical, concluye: "Elegios, por tanto, obispos y
diáconos," porque éstos eran los asesores de aquéllos en la celebración de la
eucaristía. Esta cooperación eucarística con el obispo la confirmaba
expresamente San Justino, San Ignacio y después toda la tradición litúrgica
posterior. Son los diáconos los que preparaban el altar cuando era todavía
portátil, los que vestían la mesa, los que recogían y disponían las oblatas bajo las
dos especies, los que asistían al papa o al obispo en el desenvolvimiento de la
acción sagrada, los que distribuían a los presentes la comunión, los que la
llevaban a los ausentes, los que guardaban en el sagrario las especies eucarísticas;
los que, en caso de necesidad, suplían al obispo o a los presbíteros en el
bautismo, en la reconciliación a los penitentes, en la predicación a los fieles y en
la catcquesis a los competentes. Los primeros diáconos Esteban y Felipe
habían inaugurado así su ministerio. Todavía hoy los diáconos conservan en el
servicio litúrgico gran parte de estas atribuciones y las particularmente delicadas
y honoríficas que se refieren a la santísima eucaristía.
Un particular aspecto litúrgico en el cual los diáconos romanos durante el siglo V
se mezclaban activamente por deber de oficio era la preparación de los cantores y
la ejecucion de los cantos de la misa. Son numerosas las inscripciones de las
tumbas de los diáconos romanos de los cuales se recuerda la virtuosidad del
canto de los salmos. Parece, sin embargo, que alguno de los diáconos ponía en
esta obligación, especialmente en la ejecucionde los responsoriales y solo, un
interés excesivo y vanidoso; de manera que en la elección de los sujetos se
miraba frecuentemente más a las cualidades de la voz que a las de la vida moral.
San Gregorio Magno, que por Pelagio II en el 585 había sido creado
archidiácono, y como tal había notado quiza el inconveniente, cuando fue hecho
pontífice, en el concilio Romano del 595 desposeyó a los diáconos del encargo
del canto, para transferirlo a los subdiáconos y a los clérigos inferiores. A ellos
les del ó casi sólo la lectura oficial del evangelio.

Junto con las funciones litúrgicas, los diáconos eran revestidos de funciones


administrativas y caritativas bajo la directa dependencia del obispo. Proveer
a las múltiples exigencias de las mesas agápicas, llevar cuenta de los ingresos,
administrarlos fielmente, distribuir equitativamente las reservas a favor de los
hermanos, especialmente de los más necesitados, como los huérfanos, las viudas,
los viejos; visitar a los enfermos, tener cuidado de los prisioneros, de los
condenados; asegurar una sepultura a los difuntos pobres: he aquí una colección
de providencias en las cuales los diáconos debían emplear su actividad ordinaria.
Esto quizá pedía parecer a un profano un negocio totalmente material, mientras
que era la genuina expresión del mensaje social de caridad y de hermandad que
Cristo había traído al mundo. Los fieles, como refieren San Justino y Tertuliano,
el domingo llevaban sus bienes en dinero o en especie al jefe de la comunidad, el
cual los ponía sobre la mesa del Señor, y dé esta manera eran consagrados a
Dios; los pobres los recibían ya de la mano de Dios. El obispo, con el consejo de
los diáconos, los cuales debían conocer las condiciones familiares de los
hermanes, establecían la cantidad y la modalidad de los socorros, que después
los diáconos repartían.

Esta disciplina económica, centralizada en las manos del diácono, se


verificaba, en medida más o menos grande, en todas las iglesias. La historia del
martirio de San Lorenzo, diácono, demuestra qué parte tan grande tenía él en la
administración de los bienes de la iglesia romana y en el cuidado de los pobres.
No debe maravillar el que la importancia de estas misiones diaconales en el culto
y en la economía eclesiástica diese a los diáconos en los primeros siglos un
prestigio y una autoridad a veces superior a la de los mismos presbíteros,
fomentando en algunos extrañas pretensiones, que el concilio de Arles (314) y
más tarde, en tiempo del papa Dámaso, el Ambrosiáster y San Jerónimo
reprenden severamente.
La coordinación de las múltiples funciones administrativas prescritas a los
diáconos exigía en la práctica la directiva superior de un jefe: el
archidiácono. No sabemos muchas cosas sobre el particular, excepto su
existencia, que comienza a conocerse en los siglos IV-V con San Agustín y San
Jerónimo. Pero no debía estar muy difundida. Este último escribe a este
propósito: Archídiaconus iniuriam Jbutat si presbyter originatur; y, en efecto,
Sidonio Apolinar (482) habla de un cierto Juan, que no se quería ordenar de
sacerdote para permanecer más tiempo en el cargo de archidiácono. Es cierto que
más tarde, en las Galias y en la alta Italia, los archidiáconos desempeñaron
misiones jurisdiccionales superiores, que los colocaban por encima de los
presbíteros que residían en las iglesias rurales; pero muy probablemente no se
trataba ya de verdaderos diáconos, sino de sacerdotes con título antiguo de
diácono. En Roma, en el período entre los siglos V y IX no fueren pocos los
archidiáconos que ascendieron directamente del orden diaconal en que estaban al
trono pontificio.

Los Presbíteros.

Los presbíteros, sucesores del primitivo colegio presbiteral que había elegido en
su propio seno al obispo, habían permanecido, aunque en un segundo orden, a su
lado en la dirección y en la administración espiritual de la comunidad. Ellos
formaban su consejo permanente, su "presbiterio," al cual correspondía dar su
parecer consultivo sobre la ordenación de los clérigos, el examen de la ortodoxia
o no de una doctrina, el comportamiento del clero, la admisión de un fiel caído a
la penitencia y, en general, sobre los negocios de algún relieve que interesaban al
gobierno de la diócesis. Eran auténticos sacerdotes, inferiores solamente al
obispo; in secundo sacerdotio constituti, decía Optato de Mileto; o, como se
expresa el pontifical, colocados en el segundo grado de la jerarquía, in secundi
meriti munere.

Asociados al ministerio episcopal, los vemos substituir al obispo, cuando está


ausente, en la celebración de la misa comunitaria, ayudarlo en la vigilancia de los
penitentes, en la colación del bautismo, en la predicación, en la unción de los
enfermos, en su reconciliación in extremis. En Roma, los presbíteros de los
títulos urbanos, instituidos o reorganizados por el papa Marcelo (308-309),
hombres de madura experiencia, ejercitaban sobre los fieles un verdadero
cuidado pastoral y gozaban entre el clero de una indiscutible autoridad. Los
ayudaban otros presbíteros agregados al título, del que tomaban el nombre. Estos
asistían al titular (presbyter prior) en la celebración de la misa dominical o
celebraban en las iglesias cementeriales dependientes del título. Los otros días,
excepto los alitúrgicos, podían todos celebrar la misa, y frecuentemente la
celebraban sea en su iglesia, sea en los oratorios privados; porque el papa
Inocencio I deriva de esta frecuente celebración eucarística y de la administración
del bautismo la obligación de la continencia en los presbíteros. Estos en las
grandes ciudades episcopales eran, por tanto, más bien numerosos. Hacia la
mitad del siglo III había en Roma 46; en el 499 eran 74, de los cuales 67 firmaron
las actas del sínodo Romano. San Jerónimo, no sin un dejo de ironía,
escribía: Diáconos paucitas honorabiles, presbyteros turba contemptibiles facit.

Un campo más vasto e independiente a la actividad de los presbíteros se abre en


los siglos V-VI al extenderse las comunidades cristianas fuera de la ciudad
episcopal. Esto naturalmente se verificó antes en unas que en otras, según las
provincias. En África, en la Italia meridional, en el Asia Menor, las ciudades no
estaban generalmente muy distantes unas de otras; pero en las Galias, en la alta
Italia, estaban más alejadas. Los fieles que los misioneros habían evangelizado en
los pagi, en las vid, en las villae lejos de la urbs donde residía el obispo,
difícilmente podían acudir a los servicios religiosos de la iglesia urbana, o lo
hacían solamente en las grandes solemnidades. Decía San Agustín a un grupo de
sus fieles en la clausura de las fiestas pascuales: "Vosotros ahora tornaréis a
vuestros países, y desde este momento no nos veremos más que con ocasión de
las solemnidades." Fue preciso proveer a las necesidades espirituales de aquellos
fieles erigiendo en los campos pequeñas iglesias rurales, servidas por un
sacerdote o al menos por un diácono, los cuales se reunían el domingo, excepto
en las grandes fiestas del año, para celebrar el servicio eucarístico. Desde el
principio, algún obispo se mostró reacio a conceder esta mayor libertad litúrgica.
Decencio de Gubio era uno de éstos. Pero el papa Inocencio I en una famosa
carta (416) lo persuadió para que se sometiera a la realidad. "En cuanto a la
eucaristía —le escribía— que nosotros mandamos el domingo a las iglesias
titulares, nuestro caso es diverso, porque en Roma los títulos están todavía
situados dentro de la muralla urbana. Pero tú no puedes hacer lo mismo con las
iglesias rurales, porque el Sacramento no debe ser trasladado a grandes
distancias. Por lo demás, nosotros mismos autorizamos a los sacerdotes adscritos
a los cementerios (fuera de la ciudad) a celebrar los santos misterios."

A pesar de todo, esto no bastaba; era necesario dar al sacerdote rural una justa
autonomía. Vemos, en efecto, en las múltiples decisiones de los concilios de los
siglos VI y VII que en seguida les fueron concedidas las facultades, hasta ahora
reservadas al obispo, de bautizar, de predicar, de vigilar sobre los pecadores
públicos, formar los futuros colaboradores, recogiendo en casa un núcleo de
clérigos, lectores y subdiáconos. El obispo se mantenía en contacto con aquellos
sacerdotes suyos, ordenados por él y distribuidos en los lugares más lejanos de la
diócesis; los proveía de un stipendium de las rentas de las propiedades
eclesiásticas y los visitaba periódicamente él mismo o por medio de un
representante suyo. Más allá de los Alpes, éste fue durante algún tiempo (s. VI-
VIII) el obispo rural, revestido ciertamente del carácter episcopal, pero sin una
efectiva jurisdicción territorial, con poderes limitados y en plena dependencia del
obispo diocesano.

En Italia, en cambio, los arciprestes o decanos, puestos al frente del gobierno de


las iglesias bautismales rurales en los vid o en las villas más importantes de un
territorio, ejercieron en toda la Edad Media una verdadera jurisdicción sobre los
sacerdotes de las iglesias existentes en su territorio; aun hoy día mantienen sobre
ellos, si bien en medida mucho menor, una supremacía oficialmente reconocida.

El Ritual de la Ordenación.

El más antiguo cuadro ritual de la ordenación de los presbíteros y de los diáconos


según el uso de la iglesia romana nos lo presenta la Traditio, de San Hipólito, de
principies del siglo III. Posee para ambos órdenes líneas y elementos uniformes.

El ritual de la "Traditio" (s. III).

La función se desarrolla, en presencia del colegio de los presbíteros y de la


asamblea de los fieles, dentro de la celebración eucarística. Leído el evangelio y
despedidos los catecúmenos, el obispo inicia la gran oración intercesoria,
alternada con las suplicantes aclamaciones de todos los presentes. Cuando
la Grafio fidelium ha terminado, comienzan las ordenaciones.

Primero la de los presbíteros, después la de los diáconos. Ambas, simplicísimas,


ccmprenden dos elementos substanciales:

1.° La imposición de las manos sobre el ordenando.

2.° La fórmula consagratoria, que integra y especifica el gesto de la queirotonía.

a) La imposición de las manos sobre el diácono candidato al presbiterado la


realizan colectivamente el obispo y todos los sacerdotes por contacto directo con
la cabeza del ordenando: Imponat manum super caput eius episcopus,
contingentibus etiam presbyteris. Pero, si la queirotonía es idéntica para ambos,
el sentido es diverso. La de los sacerdotes, explica poco después San Hipólito,
significa una colación del Espíritu, que los presbíteros pueden solamente recibir y
no dar, pero el mismo Espíritu por ellos poseído es el que se transmite al
neopresbítero. El gesto no tiene un valor sacramental, porque ellos clcrum non
ordinanl, pero equivale a una expresión de solidaridad con la acción del obispo.
Si se trata, en cambio, de ordenar un diácono, el obispo solamente debe
imponerle las manos, "ya que — observa la Traditio — el diácono es ordenado
no con vistas al sacerdocio, sino al servicio debido a su obispo," quia non in
sacerdotiot  sed in ministerio episcopi (ordinatur). "En efecto, no recibía el
Espíritu que posee el colegio de los presbíteros, y del cual cada uno de ellos es
partícipe, sino que era llamado a hacer aquello que se le confiaba bajo la
dependencia del obispo."

San Hipólito indica una excepción a la imposición de las manos respecto de los
confesores que por motivo de la fe han sufrido prisión y cadenas. "A éstos —
dice él —, cuando sean ordenados diáconos o sacerdotes, no se deben imponer
las manos, porque, en razón de la confesión hecha, tienen ya la dignidad del
sacerdocio."

La Traditio hace seguir a las fórmulas indicadas la advertencia de que su texto no


debe considerarse como estrictamente obligatorio. Si algún obispo se siente
inspirado a hacer una oración más amplia, hágala; como también si quiere
reducirla a términos más modestos y breves, con tal de que su oración sea
correcta y ortodoxa. No se había, por tanto, cerrado el período de la
improvisación carismática.

Los Obispos.

Orígenes y Funciones del Obispo.

Los obispos son los sucesores de los apóstoles. Es un hecho del que
encontramos fácil demostración en los escritores contemporáneos, como San
Pablo y San Clemente Romano, y en los que cronológicamente están cercanos a
aquéllos, como San Ignacio, Hegesipo, San Ireneo y otros, cuyo testimonio nos
conservó Eusebio. Estos últimos no sólo han afirmado expresamente la
institución divina y apostólica de los obispos, sino que han recogido y
transmitido de muchas iglesias también la lista episcopal, encabezada por
un apóstol o un discípulo de los apóstoles. La conocemos, en efecto, en las
principales iglesias metropolitanas, como Roma, Alejandría, Jerusalén; y en
muchas otras iglesias no menos importantes, como Lyón, Esmirna, Atenas,
Corinto, Efeso, en las cuales desde principios del siglo II existía pacíficamente,
como jefe de la jerarquía local de sacerdotes y diáconos, un dignatario, un
presidente, el obispo. Este sistema de gobierno eclesiástico, el episcopado
monárquico, estaba ya tan difundido, que San Ignacio de Antioquia en el 112,
escribiendo a los efesios, llega a decir que hay "obispos constituidos en las más
lejanas partes de la tierra" La expresión es muy vaga sin duda, pero debía ser
fruto de una vasta experiencia del santo mártir.

Naturalmente, con el conocimiento tan fragmentario que tenemos de época tan lel
ana, y dada la nomenclatura íodavía no muy definida de los términos επίσκοποι y
πρεσβύτεροι usados en los escritos de aquel tiempo, no se puede aclarar a fondo
cómo se realizó el paso del gobierno de una comunidad, de los apóstoles a los
presbíterosobispos y después al obispo; si de una vez y casi violentamente, como
pretendieron algunos, o, en cambio, como parece más acertado, a través de una
progresiva gestación unitaria.

Duchesne ha lanzado sobre el particular una hipótesis que nos parece muy
plausible. "Las primeras comunidades de fe — dice él — fueron sobre todos
gobernadas por los apóstoles de distinto grado, a los cuales debían su fundación,
o por otros miembros del personal propagandista. Ya que este personal era por
naturaleza ambulante y estaba en todas partes, los fundadores se dieron prisa en
confiar a algún neófito más instruido y más digno las funciones permanentes
necesarias a la vida cotidiana de la comunidad: celebración eucarística,
predicación, preparación al bautismo, dirección de las asambleas,
administración de la penitencia. Antes o después, los misioneros debieron dejar
solas a estas jóvenes comunidades, y su dirección quedó enteramente en manos
de jefes salidos de su seno. Tuviesen un solo jefe como cabeza, cosa la más
probable, o tuviesen varios, en todo caso el episcopado recogía la sucesión
apostólica."

Como quiera que sea, el hecho es que alrededor del 150, es decir, poco más de un
siglo después de la muerte de Cristo, el episcopado se presenta estable y
pacíficamente implantado en muchos centros del imperio, desde la Bitinia quizá
hasta España, lo cual supone un uniforme y regular proceso evolutivo, cuyo
punto de partida no puede ser más que una positiva institución de Cristo y de los
apóstoles.

Las atribuciones del obispo en relación particularmente con el sector litúrgico sen
a principios del siglo II clara y vigorosamente afirmadas por San Ignacio de
Antioquía en sus cartas.

El obispo es el jefe de los sacerdotes y de sus diáconos, su corona


espiritual. El sacerdocio episcopal tiene la sanción divina a través de la
ordenación de los apóstoles. El es el representante de su iglesia, su centro de
unidad; su función es esencial a la vida total de la Iglesia. Los actos litúrgicos,
especialmente la misa y el bautismo, son válidos solamente si son realizados por
él o por quien haya sido delegado por él. El que hace alguna cosa sin saberlo el
obispo, realiza un servicio ritual ofrecido no a Dios, sino al demonio. La
obediencia al obispo es equiparada al recinto del altar, en el cual el fiel encuentra
el contacto con Dios y donde recibe de él sus dones (sacramentos). Desobedecer
al obispo es ponerse fuera del ámbito sacrifical, que asegura los dones de
Dios. El obispo es la imagen del Padre, el representante visible de
Cristo. Estas fuertes expresiones y otras muchas parecidas demuestran cuan
profunda y enraizada era en San Ignacio la convicción de que la autoridad del
obispo está en relación con la suprema autoridad de Dios. "Obedeciendo al
obispo — escribe, en efecto, a los presbíteros de Magnesia —, obedecéis no a él,
sino al Padre de Jesucristo, Obispo de todas las cosas."

Uniforme con esta postura, encontramos en la Traditio la de Hipólito, que dice


(a. 218) que el obispo era elegido por toda la iglesia, clero y fieles, ab omni
populo. El, en efecto, no es el simple presidente de los presbíteros y de los
diáconos, sino más bien el representante de la Iglesia. Pero, por otra parte,
también él está revestido de una misión divina.

La Iglesia es un organismo sagrado, y considera que la elección hecha así por la


Iglesia recibirá con seguridad la sanción de Dios. El obispo recibe, por tanto, de
Cristo su autoridad. Si la Iglesia fuese simplemente una sociedad humana, la
elección de un presidente social conferiría sólo una autoridad a propósito para tal
sociedad. Pero, ya que de hecho la Iglesia es institución divina, por eso alcanza
aquél la más alta posición en la jerarquía. El obispo es el oficial de Dios y,
además, el delegado de la Iglesia.

En el obispo están el secreto y la fuerza de unión espiritual de la comunidad.


Hasta qué punto el episcopado, junto con los otros órdenes del clero a él sujetos,
era el sostén de la Iglesia, lo demuestra el encarnizamiento con que el Estado lo
combatió en el siglo III. Decio, Valeriano, Diocleciano y Licinio lo hicieron
objeto de una sistemática persecución, sabiendo bien cómo había dicho Jesús
que, eliminado el pastor, se dispersarían las ovejas del rebaño.

Dionisio de Corinto, en tiempo de Marco Aurelio, escribía a la comunidad de


Atenas que ella había perdido casi la fe después del martirio de su obispo Publio,
pero que después el nuevo obispo Cuádrate había sabido nuevamente recogerla y
llevarla a la vida cristiana. San Cipriano cuenta que el obispo Trófimo con la
mayor parte de su comunidad, cediendo a la persecución, renegó de la fe y
sacrificó a los ídolos; pero, habiéndose arrepentido y habiendo hecho
penitencia, lo siguieron también los demás, qui omnes regrcssuri ad Ecclesiam
non essent, wsi cum Tro fimo cominante venissent. Ausente San Cipriano, que se
había escondido durante la persecución de Decio, su cristiandad fue casi a la
ruina. De donde se deduce cuan importante era para la cohesión espiritual de los
fieles la presencia del obispo. La comunidad cae con él y con él se levanta en la
fe. El fenómeno se reproduce frecuentemente en la historia; es más, aun hoy día
se repite.

De las cartas ignacianas, no menos que de todos los escritos de los primeros
siglos, es fácil deducir cómo el vínculo unitario en la Iglesia lo constituye el
obispo, no solamente como autoridad, sino además, y sobre todo, como
liturgo, es decir, como ejecutor oficial de los actos litúrgicos en las asambleas
del culto. San Justino, en la primera descripción de la misa que muestra la
historia litúrgica, nos presenta alrededor del altar a su clero y a todos los
miembros de su comunidad, venidos de todas partes: omnes sive urbes, sive
agros incalentes. En las manos del obispo está, además de la celebración del
sacrificio, la administración normal de todos los sacramentos. Los sacerdotes
celebran con él u ofician separadamente, pero por su mandato o por su
delegación. En la ciudad episcopal no hay más que una sola iglesia, una sola
cátedra, un solo altar, un solo sacrificio, el del obispo. Con esta disciplina se
explica el origen de la misa estacional y, todavía en sentido más reducido, el
carácter peculiar que conserva aún la misa del párroco, representante del obispo
en las comunidad de fe lejanas.

Asimismo, cuando la expansión del cristianismo en los campos obligó al obispo a


establecer en pequeños centros rurales sacerdotes y diáconos, la iglesia madre,
donde el obispo tenía su cátedra, símbolo de su sacerdocio y de su magisterio,
subsistió la casa paterna, centro de la autoridad y del culto. El obispo es siempre
el único pastor, el único padre. El es el que establece la nueva iglesia, es quién
delimita sus confines, consagra la iglesia, ordena al sacerdote, le da la investidura
con determinados poderes, 1o llama frecuentemente, junto con los otros
hermanos suyos, a la ciudad episcopal para las reuniones sinodales; realiza
periódicamente la visita, guía y vigila el ministerio episcopal, inspecciona la
marcha administrativa.

La historia eclesiástica de todos los siglos cristianos en todas las provincias, sea
de Oriente, sea de Occidente, posee, manifestada en los cánones de innumerables
concilios y sínodos, la prueba inconfundible de la actividad apostólica de los
obispos, que las exigencias modernas, más que debilitar, han hecho cada vez más
vasta e intensa.

Las funciones propias del obispo las resume así el pontifical romano: Episcopus
oportet indicare — interpretan — ordiñare — offerré — baptizare — confirmare.

El comentario de cada una de estas atribuciones episcopales, todas, excepto la


primera, de carácter litúrgico, lo hemos hecho ya en las páginas de este y de los
precedentes volúmenes al describir la historia de las multiformes instituciones
que constituyen el sagrado patrimonio litúrgico de la Iglesia. Aquí basta señalar
que:

a) Indicare lleva consigo el derecho de ser juez, es decir, de resolver las


controversias de índole eclesiástica que eran llevadas a su tribunal. En el pasado,
el ejercicio de la jurisdicción, la episcopalis audientia, para las causas aun
civiles, que las partes en litigio preferían llevar delante del obispo, era muy
frecuente. Ante meridiem et post meridiem occupationibus hominum
implícor, escribía San Agustín; y deploraba que tales ocupaciones le quitasen un
tiempo precioso para el estudio y la oración.

b) Interpretan confiere la autoridad y el deber de ser maestro de las verdades


de la fe a los propios diocesanos, interpretando auténticamente la Sagrada
Escritura y la doctrina de la Iglesia, sea en el magisterio ordinario de la
predicación, sea en el extraordinario, al cual podía ser llamado en las grandes
reuniones conciliares.

c) Consecrare. Es el obispo el que, con la plenitud de los poderes de


santificación que posee, destina definitivamente al servicio de Dios y de su culto
personas (abades, abadesas, vírgenes) y cosas (iglesias, altares, elementos
rituales, como los óleos sagrados).

d) Ordinare implica la facultad de conferir todos los órdenes propios de la


sagrada jerarquía según las leyes canónicas.

e) Offerre es la potestad de consagrar la santísima eucaristía, de la cual es el


ministro primero y calificado.

f) Baptizare da al obispo, como jefe de su iglesia, el derecho de admitir a un


nuevo miembro en la familia de la comunidad. Generalmente, él lo delega en los
párrocos.

g) Confirmare: es el ejercicio, normalmente reservado al obispo, de conferir el


crisma.

La Consagración Episcopal.

La ordenación de los obispos comprende dos tiempos distintos: a) la elección;


b) la consagración.

a) La elección
También para la elección del obispo, al menos desde el siglo VIII, se usó pedir
primeramente el sufragio del pueblo y del clero diocesano. Qui praefuturus est
ómnibus, ab ómnibus eligatur, decía San León. Y dos siglos antes,
la Traditio daba testimonio de una idéntica disciplina: Episcopus ordinetur
electus ab omni populo.

Vacante una sede por muerte de su titular, el obispo más próximo o el más
anciano de la provincia se dirigía a la ciudad episcopal y recogía el voto del
clero, de las personalidades más conspicuas y del pueblo; voto que, como es fácil
imaginar, no se daba a veces sin algún vivo incidente entre los partidos. Este voto
lo sancionaba con su autoridad, en espera de proceder a la consagración del
elegido. Cuando resultaba imposible poner de acuerdo a los contendientes, la
elección era remitida al metropolitano. Como excepción, podía darse el caso de
que el obispo difunto hubiese designado el propio sucesor; pero esto iba contra
los cánones y era poco agradable al pueblo. San Agustín cuenta haber sido
llamado un día a Mileto, donde había muerto el obispo Severo, para aquietar el
vivo mal humor de aquellos fieles, poco dispuestos a aceptar el pastor preelegido
por Severo para sucederle, porque no había hablado antes con ellos: ad po pulum
inde non est locutus: et erat inde aliquorum nonnulla tristitia. A veces, el pueblo
elegía por aclamación, cuando se trataba especialmente de sujetos con
extraordinaria fama de sabiduría y santidad. Así sucedió en Milán con San
Ambrosio, a pesar de todas sus resistencias. La elección debía hacerse siempre
canónicamente, es decir, en presencia de un notario, que ponía en un
documento, firmado por quien debía, el consentimiento del clero y el sufragio
del pueblo. Cuando el clérigo elegido era proclamado obispo electo, la multitud,
según el uso común del foro, lo aclamaba, gritando repetidamente: Dignus est!
Dignas est!

Generalmente, durante los siglos IV y V, la elección hecha no era válida si no


venía después la aprobación del emperador. Así sucedió en el nombramiento de
San Ennodio (+ 521) para obispo de Pavía. En las Galias, desde finales del siglo
V, vemos a los reyes merovingios involucrarse activamente en las elecciones
episcopales, exigiendo que el elegido obtenga también el beneplácito real
(praeceptio) y, pasando también sobre las reglas tradicionales, pretendieron
frecuentemente que personas gratas a ellos, aun simples laicos culturalmente
formados, fuesen promovidos a importantes episcopados después de haberles
conferido en poquísimo tiempo todas las órdenes. Los abusos galicanos fueron
todavía más graves bajo los emperadores alemanes, los cuales se abrogaron la
facultad no sólo de nombrar a los obispos, sino de darles la investidura con el
báculo y el anillo, símbolo de la autoridad episcopal sobre las almas. Fueron
necesarias la valentía y la constancia de San Gregorio VII para devolver a las
elecciones episcopales la independencia necesaria, a pesar de que después, por la
fuerza de las cosas, no ha sido siempre posible substraerlas por entero a las
injerencias dinásticas o estatales.

l.) El rito de la consagración

Debiendo comentar el rito de la consagración episcopal, expondremos, sobre


todo, las normas generales que lo han regulado en el pasado y lo regulan todavía
en el cuadro de la gran tradición litúrgica de Roma y del Occidente. Después
haremos el análisis histórico de las ceremonias que constituyen el rito
consgratorio propiamente dicho. Este, como sucede en los otros grados
jerárquicos, se ha desarrollado a través de tres largos períodos de tiempo, hasta
llegar a la forma con que se presenta hoy en el pontifical romano.

Dividimos, por tanto, este importante párrafo en los siguientes puntos:

1) Normas generales.

2) La ordenación episcopal en el tiempo apostólico.

3) El antiguo ritual romano (s. III-IX).

4) La ordenación episcopal según el ritual romanogalicano (s. X-XVI).

1) Normas generales

Una tradición siempre en vigor, de la cual alguno cree descubrir las primeras
huellas en la Didaché, exige celebrar la ordenación del obispo no en los sábados
de las témporas, como en las otras órdenes, sino el domingo, el gran día de Dios,
memorial de la resurrección de Cristo. La Traditio contiene la más antigua
prescripción: Episcopus ordinetur... die dominica. Después, todas las fuentes
históricas antes del siglo IX concuerdan unánimemente.

Otra antiquísima tradición, quizá también apostólica, exigía para la


ordenación del obispo la presencia de los obispos de su provincia o de sus
representantes. Era la manifestación de su consentimiento a la promoción del
colega y del buen testimonio que con la imposición de las manos hecha sobre él
daban del elegido. Roma lo hacía así desde principios del siglo III. Para la
consagración conveniet populas una cum presbiterio et his qui praesentes fuerint
episcopi, escribe la Traditio, sin precisar el número. Algún tiempo después, el
papa Cornelio (+ 255) alude a tres obispos reunidos a la fuerza por Novato para
arrancarles la ordenación episcopal. El concilio de Nicea (325) promulgó en
seguida una ley canónica, fijando en tres el número mínimo de los obispos
exigidos para la ceremonia: Episcopus convenit máxime quidem ab ómnibus qui
sunt in provincia episcopis ordinari. Si hoc difficile fuerit, aut propter instantem
necessitatem, aut propter itineris longitudinem, Tribus tamen omnimodis in
idifcsum convenientibus, et absentibus quoque parí modo decernetibus, et per
scripta consentienvbus, nunc ordinato celebretur.

Esta disciplina, confirmada en el 386 por el papa Siricío, se hizo general en las
iglesias de Occidente, si bien no ha sido nunca considerada como elemento
esencial para la validez del rito. San Gregorio Magno, en efecto, dispensaba de
ella cuando escribía a San Agustín de Inglaterra; el papa poseía el privilegio de
consagrar él solo a los obispos. El hecho es señalado en el siglo VI por el
africano Ferrando: Ut unus episcopus episcopum non ordinet, excepta ecclesia
romana. Encontramos la confirmación en el ritual del XXXIV OR. El papa
realiza la consagración episcopal solo. Lo rodean ciertamente obispos y
sacerdotes, pero ninguno participa activamente en el rito. Más tarde, los papas,
renunciando al privilegio, se conformaron a la ley general.

La ordenación episcopal en el período apostólico.

Los Hechos narran en el capítulo 13 una ordenación episcopal: En Antioquía,


convertida pronto en una ferviente comunidad, había un grupo de profetas y
doctores, entre los cuales estaban Bernabé, Simón el Negro, Lucio de Cirene,
Manalien y Saulo. Mientras celebraban la liturgia y se mortificaban con el ayuno,
el Espíritu Santo les dijo: Segregate mihi Saulum et Barnabam in opus ad quod
assumpsi eos. El opus que Dios deseaba era la misión apostólica en medio de
los gentiles. Ellos obedecieron. Preparados con el ayuno y la oración, impusieron
las manos sobre Pablo y Bernabé: Tune ieiunantes et orantes, imponentesque eis
manus, dimiserunt illos. Estos, despidiéndose bajo el impulso vivo del Espíritu,
que los había consagrado apóstoles suyos, navegaron hacia Seleucia y Chipre,
comenzando así su primer viaje apostólico. Los comentaristas se preguntan: ¿ La
ceremonia descrita por los Hechos — ayuno preliminar, queirotonía, oración —
fue una ordenación episcopal o bien una simple bendición augural sobre los que
partían? Los pareceres, naturalmente, son diversos.

Nosotros creemos ver en esto una ordenación episcopal. Mientras tanto, los
profetas y doctores, comprendidos Saulo y Bernabé, de los cuales hablan los
Hechos, son sacerdotes, porque participan en el servicio
litúrgico: λειτουργούντων os αυτών τω Κυρίω. Todo induce a creer que uno de
ellos era el jefe de la comunidad, o, como despuιs se llamó, el obispo; provistos
de la autoridad necesaria para poder conferir a Saulo y a Bernabé la plenitud de
los poderes jerárquicos. Vemos que los otros presbíteros imponen con él las
manos sobre los dos colegas, que fue posteriormente la disciplina común.
Todo esto lo confirma el hecho de que Pablo y Bernabé en el curso de su misión,
después de haber visitado a los neófitos de Listria; Iconio y Anticquía de Pisidia,
ordenan con oraciones y ayunos presbíteros que asuman el gobierno de aquéllos.
El término griego χερονέσαντες no tiene en este texto de los Hechos el sentido
litϊrgico de "imponer las manos," sino el de "elegir, seleccionar." Es cierto,
sin embargo, que aquella elección, que tuvo lugar entre oraciones y ayunos, se
realizó con la χειροτονία sacramental; aquellos presbíteros no debían desempeñar
solamente una función de autoridad, sino también un ministerio
litúrgico. Ahora bien: si Pablo y Bernabé hubiesen sido simples laicos, aunque
"profetas y doctores," ¿cómo habrían podido comportarse así? Tanto más cuanto
que después del rito de Antioquía no nos consta que a la vuelta de sus viajes
misioneros fueran objeto de ceremonias de este género.

El rito consecratorio de los dos apóstoles, que debió celebrarse en Antioquía,


aparece aludido más claramente en dos textos de las cartas a Timoteo respecto
del discípulo predilecto del Apóstol. En la primera escribe: Noli negligere
gratiam ouae in te est, quae data est tibí per prophetiam cum impositione
manuum presbyterii. El carisma de que habla el Apóstol es la consagración
episcopal, con los dones de sabiduría y de caridad que la
acompañan, conferida a Timoteo mediante la imposición de las manos del
colegio de los presbíteros, del cual San Pablo era el jefe; porque en otra carta le
recuerda la imposición hecha sobre él con sus propias manos: Admoneo te, ut
resusciies gratiam Dei quae in te est per impositionem manuum mearum.
Timoteo y Tito, el otro discípulo, habían, por tanto, recibido la ordenación
episcopal. Ellos desempeñan, respectivamente en Efeso y en Creta, las funciones
propias del obispo, gobernando las dos comunidades y ordenando sacerdotes.

De los pocos datos históricos antes referidos, podemos deducir que el rito
primitivo de la consagración de un obispo consta de tres elementos: 1)
un ayuno preliminar, practicado ya por el consagrante, ya por el consagrado; 2)
una fórmula de oración que acompaña al gesto de la queirotonía;
3) Una imposición de las manos sobre el candidato, realizada por el consagrante
y por el clero asistente al rito, el "presbiterio."

El Antiguo Ritual Romano (7, III IX).

Las sobrias pero substanciales líneas del ritual apostólico se convirtieron, sin
apreciables añadiduras, en las del ritual de Roma. Las ordenaciones estaban
demasiado unidas a la vida y al porvenir de la Iglesia para que no entrasen, aun
con sus modalidades, a formar parte de la tradición apostólica, que Roma por
medio de San Pedro había acogido y guardaba con cuidado.
El rito trata de dos distintas imposiciones de las manos sobre el elegido. La
primera la realizan los obispos y los presbíteros sin pronunciar una palabra: es la
designación material que ellos hacen del elegido, al cual dan su consentimiento.
Sigue una pausa en silencio. La oración, si bien tácita, brota conmovida de los
corazones de todos, pidiendo que descienda el Espíritu Santo sobre el
consagrando. Después de algún tiempo es roto el silencio por el obispo que
preside, el cual, imponiendo solamente las manos sobre el elegido, pronuncia la
solemne oración consagratoria.

La consagración del nuevo obispo ha terminado. Todos cambian con él el ósculo


fraterno de paz y lo rodean de homenajes, salutantes eum quia dignus factus
est. Los diáconos disponen sobre la mesa las oblaciones, y el necconsagrado
inicia en seguida la celebración del sacrificio.

La fórmula de Hipólito hizo eco en Oriente. La mayor parte de las


colecciones canónicas orientales, comenzando por las Constituciones
apostólicas (380), la adoptaron con ligeras variantes, aun poniéndola bajo
seudónimos diversos: de Pedro, de Clemente o de Santiago.

En Roma, en cambio, mientras el ritual quedaba substancialmente inalterable, la


fórmula de la oración decayó y fue substituida por otra, cuyo texto nos lo dan los
sacramentarlos leoniano y gregoriano; su composición puede colocarse con
alguna probabilidad alrededor de la mitad del siglo V.

Terminada la oración, se cambia entre todos el beso de paz, et tune iubet eum
domnus apostolicus super omnes episcopos sedere. Prosigue después la misa. El
XXXIV OR observa ya que el rito se termina inmediatamente después del canto
del gradual.

Alguien ha lanzado la hipótesis de que la fórmula de consagración antes referida


fue compuesta en un principio para la ordenación episcopal del papa, cuando,
como frecuentemente sucedía en la alta Edad Media, siendo elegido entre el
orden de los diáconos, necesitaba la consagración episcopal. Algunas
expresiones, en efecto, dejan ver un sentido de universalidad, que dice mal en un
simple obispo; per ejemplo: summi sacerdotii ministerium; tribuas cathedram...
ad regendam plebem universam. Oportunamente esta última frase fue más tarde
substituida por las palabras et plebem tibí commissam. La hipótesis nos lleva
también a pensar en el compositor de la consecratio; la cual, a juzgar por el
ritmo impecable y por la fraseología elegante, que encierra no pocos parecidos
con sermones de San León, parece ser precisamente obra del gran pontífice. Más
tarde, la prez, en lugar de estar expresada en singular, como en el texto primitivo,
fue puesta en plural para poder servir a la consagración de varios obispos, caso en
Roma muy frecuente

Los que reciben los sacramentos, silencian cuanto se relaciona con las
ceremonias que debían acompañar al rito; la primera entre todas, la imposición
de las manos. Sin embargo, no hay ninguna duda de que Roma la conservaba
íntegramente. El papa Hormisdas (514-523), en una carta a los obispos de
España, designa el acto consagratorio con la frase benedictio per imposítionem
manuum. San Gregorio Magno (+ 604), exigiendo a los diáconos y a los notarios
una rigurosa corrección en las ordenaciones, escribe: Quia enim ordinando
episcopo pontífex manum imponit... et sicut pontíficcrn non decet, manum quam
imponit venderé, ita miníster vel notarius non debet in ordinationem eius vocem
suam vel calamum venumdare. Por lo demás, el edictum, o folio de instrucciones
que la secretaría pontificia consignaba a cada nuevo obispo consagrado,
comenzaba con una expresa exigencia de la imposición de las manos: Quoniam...
Dco annuente, per manus nostrae impositionem episcopus consecratus es...

. Una ceremonia, en cambio, del todo nueva vino a asociarse a la nueva fórmula
de consagración: la imposición del libro de los Evangelios sobre la cabeza del
consagrando. La antigua fórmula del Líber diurnus, como el XL OR, no
posterior al siglo VI, describe así la rúbrica: Postmodum adducuntur evangelia et
aperiuntur et tenentur super caput electi a diaconibus. La rúbrica se refiere a la
ordenación episcopal del papa; no sabemos si se hacía lo mismo cuando se
trataba de un obispo. El rito simbólico, copiado del Oriente, cuyo testimonio
aparece desde el 380 en el ritual de las Constituciones apostólicas, pasó en
seguida de Roma a los países transalpinos codificado en el canon 2 de los Statuta
Ecclesiae antigua.

Otra particularidad romana mencionada a principios del siglo VIII por el XXXIV
OR, análoga a la ya referida en la ordenación de los sacerdotes, es la entrega al
neoconsagrado, hecha por el pontífice antes de la comunión, de la fórmula, es
decir, del certificado auténtico de su normal ordenación, y de una oblata grande
consagrada en la misa, de la cual separa en seguida una partecita para comulgar,
reservando lo restante para su comunión en los cuarenta días sucesivos. El uso
romano, imitado después también en Francia y en Alemania, se interpretaba allí
simbólicamente, como recuerdo de los cuarenta días pasados por Cristo, después
de su resurrección, junto con sus apóstoles, comiendo con ellos y alegrándoles
con su divina presencia. El uso decayó alrededor del siglo XIII; el pontifical de la
curia romana no alude ya a él.

 
7. El Matrimonio.
El Ritual Pagano.

La institución matrimonial descansa esencialmente en la recíproca voluntad de


los dos esposos de unir la suerte de la propia vida con miras a la procreación y
educación de les hijos. Nupcias —decía el antiguo axioma jurídico— non
concubitus sed consensus facit. Este contrato natural fue elevado por Cristo a la
dignidad y eficacia de sacramento, sublimando la idea sagrada, enraizada en la
base de la pactio coniugalís, y que todos los pueblos han reconocido y respetado
circundándola de ritos y de formas religiosas. Nuptiae... Divini et humani inris
communicatio. La Iglesia, por tanto, al componer el ritual del matrimonio, tuvo
cuidado de poner como punto central lo que constituye la materia y la forma
sacramentales, es decir, el consentimiento de los dos contrayentes. En lo demás
no rechazó varios usos antiguos del mundo pagano, los cuales, fuera del campo
religioso, ayudaban a poner de relieve la solemnidad y el simbolismo,
depurándolos de todo sentido menos ortodoxo. Esta particular tolerancia ritual
fue autorizadamente reconocida y confirmada por e! Tridentino, el cual declaró
que sí quae provinciae aliis, ultra praedictas, laudabilibus consuetudinibus et
coeremoniis hac in re utuntur cas ornnino retinen vehementer optat 2. Ccnviene,
por consiguiente, antes de señalar y comentar las líneas del ritual de este
sacramento, describir brevemente las formas del matrimonio vigentes entre los
romanos durante el imperio y las ceremonias a las cuales daba lugar su
celebración, porque ellas son precisamente las que han marcado las grandes
líneas de la historia litúrgica del matrimonio.

De todos modos las mujeres entraban a formar parte de la familia del marido y de
su potestad marital (manus): con la confarreatio, la manuducción del farro; con
la coemptio, la venta simbólica de la esposa; con el usus, la cohabitación, al
menos durante un año, de los dos esposos. La forma más antigua y solemne
estaba constituida por la confarreatio; llamada así por la hogaza de trigo que los
esposos se repartían durante el sacrificio nupcial. Por sí misma, ésta, como las
otras ceremonias de la fiesta nupcial, no era necesaria para la constitución del
vínculo jurídico entre los esposos; bastaba el hecho de su convivencia y su
consentimiento permanente de considerarse marido y mujer (affectio
maritalis); con todo esto, la traditio del carácter sagrado que se unía al
matrimonio hacía de la fiesta nupcial el acontecimiento más importante de la vida
familiar.

El matrimonio iba precedido de los esponsales, la ceremonia en la cual el esposo


prometía conducir próximamente como esposa a la joven; promesa jurídicamente
de gran importancia, porque era equiparada casi a las bodas y su violación
llevaba consigo severas sanciones. En aquellas circunstancias se redactaban los
pactos dótales y se cambiaban dones entre las dos partes, aunque el compromiso
del futuro matrimonio era expresado por el osculum y por el anulus
sponsalitius. El beso en especial, cuando se daba, hacía, según una decretal de
Constantino, más difícil y gravosa a una de las partes la resolución de la promesa.
Lo reconocía también la Iglesia: Osculum quasi pignus est nuptiarum et
praerogatiüa coniugii. Junto con el beso, el esposo ponía en el cuarto dedo de la
mano izquierda de la esposa el anillo (anulus sponsalitius, anulus pronubus), que
en la práctica era el equivalente simbólico de los dones en un tiempo ofrecidos
como garantía de la promesa (arrhae sponsalitiae). La esposa, en efecto, con el
anillo en la mano se llamaba Subgrhata, como leemos en San Ambrosio cuando
narra el martirio de Santa Inés: anulo fidei suae (Christus) suharrhavit me.

El día de las bodas, la esposa, vestida de blanco, llevaba sobre la cabeza una
corona de flores, y le caía, casi hasta cubrir el rostro, el flammeum, un velo de
color anaranjado. Le acompañaba y asistía durante toda la ceremonia la prónuba,
una matrona que para poder ser honrada con tal oficio debía haber tenido un solo
marido (univira). El rito nupcial comenzaba con el sacrificio augural de una
oveja; es decir, se hacían los auspicios; si el sacrificio se realizaba normalmente,
era señal de que los dioses no eran contrarios a la nueva unión. Terminado el
sacrificio, se realizaba generalmente la subscripción de las tabulae nuptiales, el
contrato del matrimonio, en presencia de diez testigos; después, la prónuba
tomaba la mano derecha de cada uno de los esposos, poniéndolas una sobre la
otra. Era ésta la dexirarum iniunctio, el momento más solemne de la ceremonia;
tácito cambio de fe entre los jóvenes esposos, voluntad recíproca de querer vivir
juntos. Cuando el matrimonio tenía lugar por medio de la confarreatio, se hacía
sentar a los esposos, con la cabeza velada, sobre dos escabeles puestos el uno
junto al otro, sobre los cuales era extendida la pata de la oveja sacrificada por el
arúspice; ofrecían a la divinidad la hogaza de trigo y comían juntos algún
bocado; después daban la vuelta al ara precedidos del sirviente (camiilus). A
continuación de la ceremonia tenía lugar la coena nuptíalis. Hacia la tarde, la
esposa, a la luz de las antorchas, era acompañada a la casa del marido
(la deductio in domum), que la recibía a la entrada con una ceremonia sagrada
llamada aqua et igni accipere. Después la prónuba hacía sentar a la esposa sobre
el lectus genialis frente a la puerta, donde pronunciaba las oraciones de
costumbre a las divinidades de la nueva casa. Con esto la fiesta había terminado.

El Rito Nupcial Cristiano.

La Iglesia desde el principio, dándose cuenta de la santidad del matrimonio y


ansiosa de que los fieles no se uniesen con infieles, con peligro de la propia
fe, o estuviesen sujetos a leyes y costumbres no siempre conformes con la ley de
Dios, exigió severamente ejercer una cierta injerencia en las bodas cristianas de
sus hijos. San Ignacio de Antioquía a principios del siglo II, después de haber
exaltado la virginidad en honor de la carne del Señor, añade: "Es conveniente que
los esposos y las esposas se unan con la aprobación del obispo, a fin de que su
matrimonio sea según Dics y no según la concupiscencia." De donde se puede
fácilmente argüir que ya en aquel tiempo las bodas eran una institución sagrada,
que exige a través del obispo, cabeza de la comunidad, la sanción eclesiástica. Si
después esta institución recibió también una forma ritual en la Iglesia
naturalmente, es difícil probarlo; aunque, examinando los precedentes, pueda
juzgarse como muy probable.

Noticias más concretas las da, alrededor del 200, Tertuliano. "¿Cómo podremos
conseguir — escribe — hacer conocer la felicidad de aquel matrimonio que es
concilliado por la Iglesia, confirmado por la celebración del sacrificio, sellado
por la bendición (...quod oblatio confirmat et obsignat benedictio), anunciado
por los ángeles, ratificado por el Padre? Permaneciendo en pie, de manera que ni
siquiera sobre la tierra los hijos se casan rectamente sin el consentimiento de sus
padres." Estas palabras indican indudablemente una positiva intervención de la
Iglesia en los preparativos y en la conclusión del matrimonio, como también un
rito litúrgico propio en su celebración. Más aún, el mismo Tertuliano da a
entender que esta publicidad de las bodas, a diferencia de lo que la ley civil
permitía, será una disciplina propia de la Iglesia y obligatoria para los
fieles. Penes nos — añade — ocuitae coniunctiones, id est non prius ad
ecclesiam professae iuxia moechiam et fornicationem iudicari periclitantur.
Bodas clandestinas, sin la impronta sagrada eclesiástica, corren el peligro de
pasar por fornicación o concubinato. La razón es clara: matrimonios de tal
género, aun válidos, no tenían ninguna garantía pública contra la inestabilidad del
ánimo humano y contra las eventuales concupiscencias de otros votos nupciales
una vez que se hubiesen cansado de los primeros. Fue por este motivo por el que,
al correr del tiempo, la Iglesia juzgó no sólo sospechosas e ilícitas las bodas
clandestinas, sino también inválidas.

El rito litúrgico esbozado por Tertuliano se precisa mejor en los escritos de


los Padres de los siglos IV y V, sin cambiar sus líneas substanciales. San
Ambrosio recuerda el contrato esponsalicio cambiado entre los futuros esposos
con la entrega del anillo (anulus fidei), la ofrenda de los dones y el beso del
esposo a la espesa. Los esponsales en aquella época habían crecido en
importancia, y la Iglesia, acomodándose a la norma jurídica, los consideraba
como un compromiso solemne que debía concluirse con el matrimonio. Por esto
se amenazaba con penas disciplinares a aquellos que sin motivo no los cumplían.
El concilio de Elvira, en el 303, sancionó con tres años de penitencia a les padres
que rompen sin razón el contrato esponsalicio de los hijos. Una decretal del papa
Siricio en el 375 prohibe severamente bendecir las bodas de una joven que ha
cambiado de opinión respecto al compromiso con el primer esposo para tomar
otro. Tale ergo connubium anathematizamus et modis ómnibus ne fíat
prohibemus, quia illa benedictio, quam nupturae sacerdos imponit, apud fideles
cuiusdam sacrilegii instar est, si ulla transgressione violetur. También en
Oriente se seguía la misma disciplina.

La ceremonia nupcial, nuptiarum celebritas, se concluía normalmente en la


iglesia, en presencia del obispo — quibus uelamine íntersumus, continúa
diciendo el pontífice —, con la celebración de la eucaristía, durante la cual los
esposos hacían la ofrenda y comulgaban, y, finalmente, con la velatío de la
esposa y su bendición. Nótese, sin embargo, que mientras los paganos
presentaban al rito sagrado la espesa ya velada con el ammeum, entre los
cristianos, era el sacerdote el que lo imponía, acompañándola con una fórmula de
bendición. Benedictio—escribe el papa Inocencio I (+ 417)— quae per
sacerdotem super nubentes imponitur. No encontramos mención en los escritores
de este tiempo de la ceremonia de la dextrarum iunctio, que tenía lugar
ciertamente delante del sacerdote, porque aparece frecuentemente representada
en los sarcófagos cristianos. En uno de éstos excavado en Albano, Cristo está de
pie entre los dos esposos, que se estrechan la mano derecha sobre un libro
abierto, el evangeliario. Los paganos ponían, en cambio, sobre los monumentos
la diosa luno prónuba. Pedría quizá afirmarse que también la corona de flores
entraba en los usos litúrgicos del matrimonio, al menos en Milán, por la
descripción que hace San Ambrosio del martirio de Santa Inés: Non síc ad
thalamum nupta properaret, ut ad supplicii locum... virgo processit... non
flosculis redimita sed moribus. Por lo demás, algunos fondos dorados de cuadros
de esta época, en los cuales aparece Cristo detrás de los esposos en el acto de
imponer sobre su cabeza una corona, hace suponer que el rito debía ser también
conocido por la liturgia de Roma. Naturalmente, su significado no era el de los
paganos, símbolo de mérito y de gloria, sino que para los fieles expresaba la
victoria sobre la carne y el esplendor de la virginidad de la espesa. Al final de la
ceremonia se leían los índices matrimoniales, que, además de los nombres de los
esposos, resumían, como los artículos de nuestro Código civil, los derechos y
deberes de los esposos y daban testimonio de la existencia entre ellos de
la affectio maritalis. Recitantur tabulae—dice San Agustín—et recitatur in
conspectu omnium adstant'um, et recitatur liberorum procreandorum causa; et
vocantur tabulae matrimoniales. El santo Obispo repetía frecuentemente el
párrafo Liberorum..., para recordar a los esposos que el fin primario del
matrimonio no era el placer, sino la procreación de la prole. Después de la lectura
de los índices, los esposos estampaban su firma junto a la del obispo. Istis tabulis
sobscripsit episcopus; aquella firma era como un juramento: uir et uxor, ut
fideliter coniungant corpora sua, iurant sibi plerumque per Christum.

La celebritas nuptiarum que hemos resumido era solamente un formalidad


religiosa; la cual, dando testimonio de la pactio coniugalis que había tenido lugar
entre los esposos, subrayaba los vínculos morales consiguientes. Más tarde, en
los matrimonios de la Edad Media, Justiniano (+ 565) había dispuesto que la
prueba jurídica de su voluntad marital debía resultar de una atestación hecha
delante del defensor divinitatisf el obispo, en presencia de cuatro clérigos como
testigos, y en la cual se declaraba que los Ν. Ν. en tal día y en tal
iglesia coniuncti sunt alterutri. El obispo en ciertos casos obraba como
funcionario del estado civil.

Los ritos nupciales descritos no eran exclusivos de Roma.

En Milán, en África, en las Calías, en España y en Oriente eran igualmente


conocidos y practicados. San Gregorio de Tours (+ 594), por ejemplo, describe
así los esponsales de Leobardo: dato sponsae anulo, porregü osculum, praebet
calceamentum, celebrat sponsaliae diem festum. En la celebración de las bodas,
la Iglesia extendía sobre los esposos el flammeum tradicional y eran leídas y
firmadas las tabulae nuptiales, que afirmaban la finalidad social del matrimonio
con la cláusula Liberorum procreandorum causa. San Cesáreo lo recuerda
expresamente. Los Statuta Ecclesiae antiqua, de principios del siglo VI, aluden
en un apartado al paraninfo, que, a falta de los padres, presenta los esposos a la
Iglesia: Sponsus et sponsa, cum benedicendi sunt a sacerdote, a parentibus suis
vel a paranimphis offerantur. Qui, cum benedictionem acceperint, pro reverentia
huius benedictionís, in virginitate permaneant.

En Oriente, San Juan Crisóstomo considera un deber de los fieles pedir al


obispo la bendición de sus bodas, a fin de que la nueva casa, libre de las insidias
del demonio, prospere en vida fecunda. La dextrarum coniunctio es recordada
por San Gregorio Nacianceno y por San Basilio; la celebración de la misa, por
los Responsa, de Timoteo; la coronatio está todavía en uso en casi todos los
ritos orientales; más aún, en alguno constituye el acto más solemne. Parece, en
cambio, que la ceremonia de la velatio con el flammeum no ha entrado nunca en
el uso de las iglesias orientales, sean católicas o cismaticas

Las Fórmulas Nupciales.

La complejidad del rito nupcial y el uso análogo del ritual pagano hacen suponer
la existencia durante mucho tiempo de un formulario a propósito, del cual, sin
embargo, no nos ha llegado ningún texto. Las primeras fórmulas del género se
encuentran en los libros litúrgicos de los siglos VII-VIII, aun admitiendo que su
composición se puede remontar a una época muy anterior.

Las más antiguas son las del leoniano, tituladas Incipit uelatio nuptialis, las
cuales forman parte todavía del formulario de la misa votiva prosponso et
sponsa, a excepción del Hanci gitur, propio para la ofrenda de la esposa.

La Profesión Religiosa.

La Iglesia conoció desde el siglo II la existencia de hombres — los ascetas —


que, inspirándose en el ideal de la perfección evangélica, vivían ciertamente
con el cuerpo en medio de les tumultos del siglo, pero íntimamente unidos a
Dios con el espíritu. Fue al principio un ascetismo individual, aislado, profesado
en silencio, en la propia casa. Pero después, en los albores del siglo IV, en
circunstancias más propicias, se exterioriza, y da origen en Oriente a una
especialísima forma religiosa, el anacoretismo, del cual San Antonio ha sido el
prototipo, y después, por una evolución natural, da origen también a la vida
cenobítica, de la cual San Pacomio fue el creador y el primer legislador.

El Occidente se abrió al monaquismo sólo al final del siglo IV, pero todavía en
formas esporádicas y fragmentarias, aunque iluminadas por los ejemplos de una
pléyade de santos Es preciso esperar hasta principios del siglo VI para saludar a
San Benito de Nursia (+ 547), el primer gran organizador de las instituciones
monásticas. Con su Regula monasteriorum, nacida a la sombra del Laterano y
convertida en seguida en norma oficial de la vida cenobítica en el mundo latino,
el santo patriarca dio orden y unidad a numerosos monjes, creando una nueva y
grandiosa fuerza, que resultó, en tiempos verdaderamente críticos, de singular
ayuda para la Iglesia y de inmensa ventaja para la sociedad civil.

Con el programa ora et labora, a partir del siglo VII vemos a los monjes
benedictinos dirigirse hasta el más remoto Occidente, llevando consigo la flor de
la civilización cristiana e italiana. Levantan iglesias y monasterios, talan bosques,
convierten en aprovechables y bien cultivadas regiones desérticas enteras,
recogen en sus bibliotecas los frutos más insignes de la historia y de la literatura
de Roma y de Grecia, abren en sus casas escuelas y oficinas, convirtiéndose cada
centro monástico por esto mismo en un hogar de cultura y de fervorosa vida
religiosa.

El ingreso de un aspirante en la familia monástica para consagrarse establemente


al servicio de Dios en la obediencia y en la caridad fue justamente
considerado como el comienzo para él de una vida nueva, y el acto de su
profesión religiosa, como un segundo bautismo. Por esto, a semejanza del
bautismo-sacramento, se exigió al candidato una preparación intelectual (estudio
de la regla) y moral (práctica de la virtud); de manera que su propósito de vida
monástica fuese la expresión de una voluntad consciente y libre. Los rituales
monásticos expresan estos conceptos con la fórmula de San Benito dirigida al
novicio: Ecce lex sub qua militare vis; si potes observare, ingredere; si vero non
potes, líber discede; y en el axioma que en el siglo IX los monjes de Fulda
escribían a Carlomagno: Nullus vi monachus fieri cogatur. En Montecasino, el
ritual de interrogatorio propuesto a los aspirantes tenía forma dialogada, del tipo
de las renuncias bautismales.

Asegurada la idoneidad o la buena disposición del sujeto, seguía después el rito


propiamente dicho de la profesión religiosa. Este se desarrollaba en la iglesia, in
oratorio, dice la Regula; en presencia de todos los monjes, coram ómnibus. San
Benito no habla de la santa misa en tal ocasión, pero no la excluye. Como quiera
que sea la tradición ritual monástica, que se atribuye a San Teodoro de
Cantorbery (+ 698) y que puede considerarse conforme también al uso romano,
exige que el abad celebre la misa y dé la bendición al nuevo monje. Esta iba
inserta o al principio, como se hacía en Farfa y en Cluny, o entre la epístola y el
evangelio, o bien en el ofertorio, como es todavía costumbre entre les
benedictinos y los cartujos.

El rito constaba de cuatro actos: a) la promesa oral, promissio, expresión de la


voluntad de vivir y perseverar en el monasterio bajo la obediencia dejaba; b) la
entrega del acta auténtica, petitio, firmada, que daba fe jurídica a tal
promesa; c) la vestición; d) la oratio benedictionis.

La petitio debía ser autógrafa del novicio. Si éste no sabe escribir, observa


la Regula, un notario u otro eclesiástico extiende el texto de la petitio, y el nuevo
profeso pone la cruz o un signo propio. La cartula, leída y firmada, la pone él
sobre la mesa del altar para que, unida a las oblatas de la misa, que sigue
inmediatamente, se convierta en santo y agradable sacrificio en la presencia de
Dios. San Benito prescribe que, mientras el novicio se halla delante del altar, se
entone el versículo del salmo 118 con el cual se expresa la plenitud de su
oblación mística: Suscipe me, Domine, sscundum eloquium tuum, et vivam, et
non confundas me ab expectatione mea. Toda la comunidad se une a sus
sentimientos, repitiendo tres veces el canto. Postrado después en tierra, se recitan
las letanías, terminadas las cuales el elegido es llevado aparte. Se despoja de los
vestidos seglares que lleva y toma los de monje, la túnica y la cogulla; y así
revestido, vuelve a la iglesia para recibir la sagrada investidura monacal.
San Benito no habla de una previa bendición de los vestidos monásticos, pero es
cierto que ésta fue común algún tiempo después. La Ordinatio mariachi ex
canone Theodori, que Casel considera del siglo VIII y de marcada impronta
romana, prescribe tal bendición con la fórmula Exaudí omnipotens Deus... et has
vestes... Esta, sin embargo, no ha pasado al pontifical romano del siglo XII, que
adoptó, en cambio, la otra: Domine lesu Christe, qui tegumen nostrae
imortalitatís, todavía prescrita en el actual pontifical. Al hacer entrega del
vestido monástico, el abad dice al candidato: Exue te veterem hominem cum
actibus suis et índue novum eum qui secundum Deum creatus est in iustitia et
sanctítate veritatis. El neomonje deberá llevar después scbre la cabeza la cogulla
durante siete días para imitar el chrismale eme los neófitos llevaban durante el
mismo tiempo; quia (la profesión religiosa) secundus baftismus est, et iuxta
iudicium Patrum ei omnia peccata dimittuntur sicut in vero baptismo.

Terminada la parte del elegido con el acto de su oblación a Dios en el


monasterio, viene la aceptación del superior y la bendición sobre el neo-monje
para que el Señor, recibiéndolo en su servicio, lo llene de las virtudes necesarias
y le dé la perseverancia en sus propósitos. El texto de esta bendición,
impropiamente llamada por algún autor medieval "consagración," comprende una
breve oratio, la cual representa muy probablemente la primitiva fórmula remana,
concisa, pero completa.

La segunda fórmula que sigue, muy prolija, está dividida en des párrafos distintos
y detalla todas las virtudes que debe practicar un monje. El primer párrafo está
sacado en gran parte de la De vita contemplativa, de Pomerio, un escritor
galicano del final del siglo V, y el segundo, del Líber Ordinum mozárabe. Con la
conclusión de la segunda fórmula termina el rito. El neoprofeso cambia con todcs
sus hermanos el beso de paz y después es conducido por el abad y por el decano
al puesto destinado a él: et ponant in locum ubi ordo eius contingat. La misa
prosigue en el punto en que había sido interrumpida, y sus textos, comprendido el
prefacio, están todos saturados por el pensamiento de la función realizada.

La "Velatio Virginum."

La virginidad cristiana, que se desposa con Cristo mediante la unión del alma,
trajo una visión moral hasta ahora desconocida al mundo pagano. San Pablo ha
cantado su divina belleza, y la Iglesia, si bien iguala el mérito de uno y de otro
sexo, ha mirado siempre con particular benevolencia al grupo femenino; a
aquellas jóvenes que por libre elección han hecho a Dios un perpetuo propositum
virginitatis.
El número de estas sagradas vírgenes no debía ser pequeño a! final del siglo II,
porque Tertuliano, austero moralista, quería que se distinguiesen de las paganas
llevando un velo sobre la mítella, que les servía de cubrecabeza. El velo debía ser
su simbólico Ilammeum nupcial. San Cipriano habla de las vírgenes como de una
categoría bien distinta y tenida en la máxima consideración: Dei imago,
respondens ad sanctimoniam Domini, illustnor portio gregis
Christi. La Traditío, de Hipólito, a pesar de que excluye para ellas una formal
ceremonia litúrgica, la imposición de las manos, deja entrever que también en
Roma formaban un grupo religioso importante y venerado. Pero solamente
después de la paz la autoridad eclesiástica juzgó oportuno que este afán de
virginidad, profesado hasta entonces en privado, recibiese un reconocimiento
oficial y público con el fin de que fuese mejor salvaguardada la seriedad y la
fidelidad. Vemos surgir en esta época los primeros monasterios femeninos en
Roma, en África y en España; y en seguida se hicieron tan numerosos y
florecientes, que hacían exclamar a San Jerónimo: Roma jacta Jerusalem!
Crebra virginum monasteria; monachorum innumerabilis multitudo.

Con la fundación de los monasterios es lógico que adquiriese vida también un


esbozo de rito litúrgico, constituido substancialmente por la imposición del velo
virginal y por una concomitante fórmula de consagración de la virgen a Dios.
Este, en efecto, recibió desde el principio el nombre de velatio virginum,
consecratio virginum. A mitades del siglo IV era ya de uso frecuente, reservado
al obispo, circundado de pompa y fijado en fechas concretas: Pascua, Navidad,
Epifanía; a las cuales, en el siglo siguiente el papa Gelasio añadió las fiestas de
los apóstoles. En Roma, el papa Liberio (352-366), en una solemne
reunión, adstantibus puellis Dei compluribus, celebrada en San Pedro
probablemente el día de la Epifanía, dio el velo a Marcelina, hermana de San
Ambrosio. Alrededor del 400, un concilio romane distinguió claramente entre las
vírgenes que han recibido el crisma del rito litúrgico, virgo velata iam Christo,
quae integritatem publico testimonio professa, a sacerdote (el obispo) prece
cffusa benedictionis velamen accepít, y las que ciertamente son tales, pero sólo
por propósito privado, puella, quae necdum velata est, sed proposuit sic manere.
La Iglesia evidentemente no podía tener en cuenta más que el voto emitido
públicamente. Escribía, en efecto, en el 410 el papa Inocencio I al obispo de
Rúan: "Si una virgen oficialmente consagrada ha faltado a su propósito, no tiene
ya acceso a la penitencia, porque es considerada espiritualmente unida a Cristo,
como a su Esposo; si, en cambio, no ha recibido todavía el velo y pretende
permanecer continente, puede ser admitida a la reconciliación."

Es quizá por tal motivo por el que en los siglos IV-V la práctica eclesiástica más
común no admitía a una joven a la velatio sino después de cierta edad. Un
concilio de Cartago del 397 la había fijado no antes de los veinticinco años. San
Ambrosio, sin embargo, desaprobaba estos límites, y juzgaba que las fervorosas
disposiciones de un alma podían muy bien compensar la falta de años; Aiunt
plerique maturioris aetatis oirgines esse velandas... spectet aetatem sacerdos,
sed fidei et pudoris.

303. No conocemos el ritual romano antiguo de la velatío virginum, del cual el


leoniano y el gelasiano refieren solamente la parte eucológica. Está redactada en
plural, probablemente porque se refiere a vírgenes ya reunidas en vida cenobítica.

La Dedicación de las Iglesias.

El primitivo rito romano.

La idea de dedicar una casa a la divinidad es primordial. Cada vez que la


comunidad sentía necesidad de ponerse en contacto con su Dios, buscó un lugar
apartado del uso común donde Aquél pudiese hacerse presente. Aquel lugar,
limitado de alguna manera, sancitus, y por esto hecho santo, ha sido la primera
forma de santuario, que en seguida debió expresarse establemente con un edificio
(aedes) destinado a albergar el simulacro del dios, a ser su casa. Los antiguos lo
colocaban, generalmente, a la manera etrusca, sobre un alto pavimento, en una
especie de nicho (celia), que lo resguardase de la intemperie; a veces también
circundado de un grandioso grupo arquitectónico, al cual se llegaba por una
amplia escalinata. El ara para los sacrificios estaba generalmente, a los pies o a la
mitad de la escalinata, a la vista del pueblo, que de esta manera podía participar
de la acción sacrifical sin entrar en el templo, el cual no era, como en el
cristianismo, lugar de reunión del pueblo, sino simplemente la morada de la
divinidad.

Construido el edificio, era dedicado, es decir, donado en propiedad, a la


divinidad. La ceremonia la realizaba un magistrado asistido por los pontífices, los
cuales, con la mano sobre los muros del templo, recitaban o sugerían
las solemnia pontificalis carminis verba, que perfeccionaban la consecratio del
templo y del pavimento de la divinidad Finalmente se daba lectura a la lex
dedicaüonis, el estatuto del templo, que trataba del ejercicio del culto, de su
tutela jurídica, del derecho a la gestión de los bienes y de las ofrendas.

El segundo libro de los Paralipómenos describe las solemnes fiestas celebradas


por Salomón cuando fue consagrado, sobre la colina de Sión, el templo de
Jerusalén; el libro de los Macabeos recuerda también el rito de purificación
cuando el templo fue violado por Antíoco. Es de notar que en ambos casos, más
que de una verdadera consagración, se trata de una inauguración solemne del
ordinario culto sacrifical, sin alguna santificación especial de los muros.
A pesar de estos precedentes, en los cuales por razones evidentes, la Iglesia no
había podido inspirarse, es un hecho que del largo período preconstantiniano no
tenemos pruebas auténticas de la existencia de un rito cristiano de dedicación. Se
citaba antiguamente un decreto del papa Evaristo (+ 121), incorporado en
el Decretum de Graciano, y dos textos, uno de la segunda carta
pseudoclementina,y el otro, de las actas de los Santos Trifón y Respicio, pero
tales testimonios no merecen atención, porque todos son de tardía composición.
Por lo demás, si se piensa en la extrema precariedad de las domus ecclesiae, que
casi durante dos siglos sirvieron sobre todo a los fieles como lugar de
reunión, es poco verosímil pensar en un rito dedicatorio. Entonces la Iglesia no
debía dar mucha importancia al local, sino más bien al acto augusto que se
celebraba, la santísima eucaristía.

Con todo, no hay que olvidar algunas antiguas memorias, las cuales, al dar
testimonio de la dedicación definitiva de una casa al servicio del culto, hablan de
su consagración. Las Recognitiones Clementinae, por ejemplo, del final del siglo
II, narran cómo un cierto Teófilo legó a San Pedro su propia habitación
(ut) domus suae ingentem basvicam ecclesiae nomine consecrare. No se nos dice
cuál era esta consagración; muy probablemente, el término hay que entenderlo en
sentido genérico de donación del lugar a Dios para su estable dedicación al
servicio litúrgico. Como quiera que sea, es imposible poder precisar detalles no
sólo para las mencionadas casas transformadas en iglesias, sino también para los
edificios que a partir de la mitad del siglo III fueron de primera intención
construidos para el culto, y constituyeron las primeras iglesias propiamente
dichas.

La mención más antigua y segura de una dedicación es la descrita por Eusebio (+


c. 340) en la inauguración de la catedral de Tiro, erigida por su obispo Paulino en
el 314; y poco más tarde, en el 335, de la constantiniana del Santo Sepulcro,
en Jerusalén. El historiador pone de relieve la solemnidad de aquel rito, debida,
sobre todo, a la presencia de muchos obispos, pero no alude a ceremonias
particulares realizadas en tal ocasión, excepto la celebración de la santa misa.
Podemos, por tanto, creer que en el siglo IV. tanto en Oriente como en
Occidente, el rito inaugural de una iglesia consistía únicamente en la primera
celebración solemne del santo sacrificio.

En Roma, esta práctica era todavía normal durante el siglo VI para las iglesias
ordinarias urbanas o rurales al servicio de la comunidad. Sí qua sanctorum
basílica — escribía el papa Vigilio en el 538 a Profuturo de Praga — a
fundamentis etiam fucrit innóvala síñe aliqua dubitatione, cum in oa Missarum
fuerit celebrata Solemnitas, totius sanctificatio consecrationis irnpletur. Las
repetidas lustraciones del edificio introducidas más tarde en el rito son
mencionadas por el papa, pero para excluirlas: nihil iudicamus officere, si per
eam minime aqua benedicta iactetur. Es evidente que la celebración eucarística
inaugural debía revestir carácter público, porque interesaba directamente a los
fieles. Si, en cambio, se trataba de un oratorio privado, su consagración tenía
lugar igualmente con el santo sacrificio, pero sin intervención alguna de la
comunidad popular. Praedictum oratorium —escribía San Pelagio I (556-581) al
obispo Eleuterio— Absque Missis Publicis, solemniter consecrabis. Parecida era
la disposición de San Gregorio Magno respecto a las iglesias añejas a los
monasterios.

Pero hacia la mitad del siglo IV comienza a aparecer una costumbre que se hará
cada vez más común: la de asociar al altar de las nuevas iglesias reliquias, ya
fuesen los auténticos huesos de un mártir (caso más bien raro), ya fuesen
reliquias consideradas como equivalentes porque habían tenido directo contacto
con aquéllas. En tal caso, la dedicación de la iglesia traía consigo una importante
ceremonia preliminar: la deposición de las reliquias. Continúa diciendo el papa
Vigilio en la aludida carta a Profuturc: Si vero sanctuaria (las
reliquias), quae (ecclesia) habebat oblata sunt rursus Earum Depositione Et
Missarum Solemnitate  Reverentiam sanctificationis accipiet. El ejemplo clásico
de este procedimiento nos lo narra San Ambrosio en una carta a su hermana
Marcelina.

El había edificado ya en Milán una basílica en honor de los Santos Pedro y Pablo,
colocando reliquias suyas traídas de Roma.. En el 386, edificada ya una segunda
basílica, el pueblo le expresó el deseo de que hiciese la dedicación, como había
hecho con la basílica romana, sicut Romanam basilicam dedices. Facial —
responde— si martyrum reliquias invenero. Una luz celestial reveló al santo
Obispo el lugar de la basílica Naboriana, donde habían sido colocados los
cuerpos de los santos mártires Gervasio y Protasio. Los desenterró y, después de
una vigilia nocturna en la basílica de Fausta (ibi vigilia tota nocte), los depuso
bajo el altar de la nueva basílica, llamada después Ambrosiana, donde reposa
ahora también su cuerpo. Vemos por esto cómo ya en el siglo IV la dedicación de
una iglesia podría comprender tres elementos: a) la vigilia nocturna en honor de
las reliquias del mártir; b) su deposición bajo la mesa del sacrificio; c) la
celebración de la misa. En este caso se venía en substancia a renovar, aunque de
manera más solemne, el rito de sepultura con que había sido honrado el cuerpo
del mártir al ser sepultado por primera vez.

Este simple ritual, principalmente funerario, se debió conservar en Roma hasta


principios del siglo VIII o poco menos. Todavía San Gregorio Magno (+ 604),
escribiendo sobre la consagración de una iglesia, alude solamente a la deposición
de las reliquias, al canto de los salmos y a la misa inaugural solemnemente
celebrada. Pasa en silencio la vigilia nocturna precedente, aunque puede darla por
supuesta, siendo entonces de uso común.

La Bendición del Agua.

El agua en la historia religiosa de los pueblos fue considerada no sólo como un


elemento sagrado, por ser necesaria para la vida, sino como símbolo y medio de
la pureza moral exigida para acercarse dignamente a la divinidad. Por esto, los
griegos y los romanos colocaban a la entrada de los templos un recipiente de
agua o una fuentecita para la purificación de los que entraban. Entre los hebreos,
el agua de la fuente de Siloé, en Jerusalén, servía para las minuciosas abluciones
rituales y para los usos sagrados del templo.

La Iglesia desde el principio no encontró motivo para apartar a los fieles de tales
costumbres, dictadas ya por la necesidad corporal, ya por el sentimiento innato de
respeto hacia Dios. Sin embargo, los quiso, como es natural, limpios de toda
superstición; porque, como observaba ya Tertuliano X1, habría sido inútil ir a la
oración con las manos limpias teniendo el corazón manchado per la culpa. De
aquí el que también junto a las basílicas cristianas, en el centro del atrio, se
erigiese generalmente un cantharus, del cual brotaba perennemente agua. Lo
atestigua Eusebio para la basílica de Ciro, y más tarde San Paulino de Nola para
la iglesia por él erigida en honor de San Félix,

Sancta nitens famulis interluit atria lymphis Cantharus, intratumque manus lavat
omne ministro.

Naturalmente, el agua del cantharus no estaba bendecida; pero el lavar las manos


y la cara de las suciedades materiales debía exigir la limpieza más importante, la
del corazón. Es precisamente lo que decían las inscripciones puestas sobre ellos,
como esta del papa San León Magno sobre el cantharus de la basílica de San
Pablo: Unda lavat carnis maculas, sed crimina purgat Purificatque animas
mundior amne fides; y la que adornaba la fíales cantharus de Santa Sofía, en
Constantinopla: Lava tus pecados, y no solamente tu rostro.

Pero la Iglesia, mediante especiales oraciones, ha creído oportuno conferir al


agua particulares aptitudes para producir sobre las personas o sobre las cosas
aquellos efectos espirituales que simbólicamente significan sus propiedades
naturales. Bajo este aspecto, en la práctica litúrgica debemos distinguir tres clases
principales de agua bendita: a) la bautismal, consagrada con la infusión de los
óleos sagrados la noche de Pascua; b) la llamada gregoriana, confeccionada con
sal, vino y ceniza, para la consagración de la iglesia y del
altar; c) la común, prescrita por el ritual en los exorcismos y en la bendición de
personas o cosas. De las dos primeras hemos tratado en su lugar; nos queda por
hablar de la tercera.

El uso ritual del agua es uno de los más comunes tanto en la liturgia hebrea


como en los cultos paganos y mistéricos. Se le confería un carácter sagrado
sumergiendo un carbón encendido tomado del altar del sacrificio o bien
mezclando ceniza o sal, según los fines a los cuales debía servir. Los romanos
ponían en ello un solícito cuidado, porque hubiera sido un mal presagio el que
unas pocas gotas nada más hubieran caído mal durante un sacrificio.

Con todo, la Iglesia debió mostrarse muy reacia a introducir en su ceremonial


este elemento pagano tan característico, que Tertuliano denunciaba como
superstición y magia. No tenemos, en efecto, noticia de que entre las antiguas
comunidades cristianas ortodoxas se usase el agua lustral; la encontramos, en
cambio, en las iglesias heréticas y gnósticas del Oriente en los siglos II y III. Los
Hechos apócrifos de Pedro (s. II) y de Tomás (alrededor del año 232) hablan
expresamente de ello. El agua es bendecida por los dos apóstoles con una
fórmula epiclética con fin exorcístico y curativo. También en Oriente, al final del
siglo III, encontramos las primeras fórmulas ortodoxas de bendición del
agua, contenidas en el sacramentarlo de Serapión de Thmuis (+ 362), junto a
Alejandría. La primera (V) lleva el título Oratio pro oléis et aquis oblatis, porque
presenta juntos los dos elementos — oleo y agua —, cuyos vasos eran
presentados separadamente por los fieles al altar inmediatamente después de la
anáfora.

Una segunda fórmula (s. VIII) no menos interesante desarrolla las mismas ideas
que la precedente. Va dirigida a Cristo e invoca su bendición sobre el agua para
que neutralice el influjo maléfico de los malos espíritus, alcance el perdón de
los pecadcs y conceda la salud a los cuerpos enfermos en nombre de
Aquel qui iudicaturus est vivos et mortuos.

Como se ve, las fórmulas de Serapión contienen ya lo que será después el tema
principal de todos los textos eucológicos sobre el agua, recordando los fines
esenciales para los cuales se bendice: la liberación de las influencias
demoníacas y la curación de las enfermedades. Ni Serapión ni otros escritores
en Oriente después de él hacen alusión a elementos extraños que haya que
mezclar con el agua; la Iglesia griega, en efecto, ha excluido siempre la sal.

Hay que recordar además que los orientales, a diferencia de los latinos, no


practican solamente una bendición privada del agua, sino que han introducido
desde la mitad del siglo IV una solemnísima el 6 de enero, todavía en vigor, en
memoria de la santificación de las aguas del Jordán realizada con el
bautismo del Señor. San Juan Crisóstomo aludiendo a ella en una homilía
pronunciada en Antioquía el 6 de enero del 387, observa que el agua bendita en
tales circunstancias se conserva incorrupta durante dos o tres años. Esta no se
destina al bautismo, sino solamente al uso personal de los fieles. La fórmula de
bendición: Magnus es, Domine, et mirabilia opera fua..., está considerada entre
las más bellas del ritual bizantino.

En el pasado, como decíamos en su lugar, la solemne ceremonia se realizaba


también en varias iglesias latinas donde existían notables colonias de griegos,
como en la Italia meridional, en la Magna Grecia, en el litoral véneto, en
Aquileya y en la misma Roma. Sin embargo, en general, el formulario adoptado
para tal función en la mayor parte de dichas iglesias no tenía nada común con el
texto oficial de la Iglesia bizantina.

En Occidente aparecen muy tarde los testimonios sobre el agua lustral. Los
Padros latinos de los siglos IV-V callan en absoluto. El Líber
pontificalis atribuye al papa Alejandro I (105-116) un decreto concebido así: Hic
constituit aquam sparsionis (aspersiones) cum sale benedici in habitaculis
hominum. Está comúnmente considerado como apócrifo; pero el hecho de que
Feliciano en el texto haga mención del Líber indica que a principios del siglo VI,
época aproximada de su redacción, el uso del agua lustral era conocido en Roma.
Además, si se piensa que el compilador habla de su institución en el siglo II, hace
fundadamente suponer que él la había puesto en práctica mucho tiempo antes, es
decir, al menos en la mitad del siglo V; lo confirma la norma dictada por el papa
Vigilio en el 538 a Profuturo de Praga, diciendo que para consagrar una iglesia
reconstruida sin deposición de reliquias no era necesario realizar la aspersión de
agua bendita. Con lo que se quiere decir que ésta no podía ser en aquella época
una novedad litúrgica ni para Roma ni para España.

En cuanto a la mezcla en la confección del agua ilustrativa hay que recordar que
tal era ya la costumbre, largamente difundida en la antigüedad pagana. La Iglesia,
adoptándolo cuando ya el ritual idolátrico estaba en decadencia, quiso
recristianizarlo. Por lo demás, era común entonces la idea de que la sal poseía
una especial virtud repulsiva contra los espíritus malignos.

El primer formulario de bendición del agua lo encontramos en el gelasiano


antiguo (Reg. 316) bajo el título Benedictio aquae spargendae in domo, es decir,
para lustración de una casa. Consta de ocho fórmulas, divididas en el
sacramentarlo (no se comprende por qué) en dos grupos.
En las antiguas vidas de los santos, ya orientales, ya occidentales, nos
encontramcs frecuentemente con la narración de hechos prodigiosos,
especialmente curaciones de enfermedades, obrados por la aplicación de agua
u óleo bendecidos por ellos. Citemos algunos: San Juan Crisóstomo curó a un
niño salpicándolo con agua sobre la cual había hecho la señal de la cruz; San
Cesáreo de Arles (+ 542) arrojó el demonio de la casa de un cierto Elpidiu
rociándolo con agua bendecida por él; Sulpicio de Bourges (+ 674) obraba
prodigios con el agua en la cual se había lavado las manos.

Aun aceptando la historicidad de estos hechos, es preciso observar que el agua de


que aquellos santos se servían para derramar gracias extraordinarias no era agua
bendita, en el sentido estrictamente litúrgico que nosotros le damos, mezclada
con sal y preparada con fórmulas a propósito. Su eficacia, por tanto, no provenía
tanto de la bendición de la Iglesia como de la santidad de la persona que se
servía de ella.

Como sucede aun con las cosas mejores, se abusó a veces del agua bendita,
haciéndola servir de instrumento a prácticas mágicas y supersticiosas. No
faltaron, por tanto, los que atacaron su licitud y pidieron su prohibición. Pero la
Iglesia y sus obispos no pretendieron nunca recomendarla como poseedora de
una virtud intrínseca, sino solamente porque era efecto de un misericordioso
poder divino invocado para el agua en las fórmulas litúrgicas.

Los Conjuros Contra los Temporales.

Una de las mayores preocupaciones del ser humano han sido siempre las
tempestades, que con terribles granizadas y relámpagos atentaban contra su vida
y destruyen en poco rato en los campos el duro trabajo que significaba el lograr
el sustento para las familias agrícolas.

Entre los gentiles, excepto una tentativa de explicación científica en Plinio, se


creía que aquellas violentas perturbaciones atmosféricas eran un desahogo de las
iras de Júpiter, de Eok, de Neptuno, o un fuego complicado de encantamientos y
de magias espiritistas.

Posteriormente, los Padres y escritores cristianos admitieron también una


intervención de factores sobrenaturales en el origen de tales
fenómenos, aunque desde un punto de vista substancialmente diverso del
pagano. Estes, apoyados en aquel pasaje de la Carta a los Efesios en el que el
Apóstol exhorta a la lucha contra los espíritus malvados in caelestibus, sitúan en
la atmósfera superior que circunda la tierra la existencia de una legión
innumerable de demonios. Hoc enim (inferior) caelum — escribe San Ambrosio
— velut medius quídam Ínter caelum et terram aerius locus dicitur, in quo sunt
etiam spiritales nequitiae in caelestibus Según Casiano es tal su numero, que el
aire se halla literalmente saturado, y es una providencia grande de Dios el
haberlos hecho invisibles a nuestras miradas. Ellos, sin embargo, no permanecen
inactivos.

Empapados en estas creencias, el camino mejor para neutralizar y combatir la


nefasta actividad aérea, del demonio era la de volverse directamente contra él con
los medios espirituales que ofrecía la Iglesia y con los que desde hacía siglos
había forjado la ingenua piedad del pueblo.

Los Sacramentarios Mixtos.


Los Exorcismos.

Entre los ritos de purificación o lustratorios, el más importante después del agua
bendita es el exorcismo.

El exorcismo, mediante fórmulas y gestos apropiados unidos a la invocación de


la soberana virtud de Dios, tiene el fin de hacer desaparecer los malos influjos
espiritistas que dañan a las personas y a las cosas. Los antiguos pueblos de
Asiría, Babilonia, Egipto y, relativamente más tarde, también los
hebreos conocían las prácticas exorcísticas. El libro de Tobías recuerda al ángel
Rafael, que arrojó de Sara el espíritu maligno que había dado muerte a sus
primeros maridos; Nuestro Señor, polemizando contra los fariseos, se acoge a sus
exorcismos: Si yo arrojo los demonios..., ¿en virtud de quién los arrojaron
vuestros hijos?  Jesús declaraba que había venido a combatir a Satanás y a su
reino, es decir, sus obras. Entre éstas estaban en primera línea los obsesos,
poseídos visiblemente por él. Los evangelistas nos narran cómo muchas veces
Jesús los curaba arrojando el demonio. San Lucas parece resumir el ministerio de
Jesús en la predicación y en la liberación de los obsesos. Al entregar sus poderes
a los doce apóstoles, les dio también expresamente la potestad de arrojar el
demonio; potestad que después extendió a los setenta y dos discípulos. Estos la
ejercitaron inmediatamente; y cuando después de aquellos ensayos felizmente
realizados manifestaron al Maestro su satisfacción, Jesús los puso en
guardia contra la fácil tentación del orgullo.

San Marcos, finalmente, refiere la declaración de Jesús en su despedida a los


apóstoles, y entre los poderes concedidos a cuantos hubiesen creído en él,
encontramos también el exorcístico: in nomine meo daemonia eiicient.
La Iglesia antigua, adoctrinada por los ejemplos de Cristo y obediente a su
palabra, no sólo ejerció un poder sobre los individuos que consideraba poseídos
por el demonio, sea por una específica obsesión material (energumeni), sea por
una obsesión tísica, en cuanto que eran esclavos de los propios instintos
malvados, sino que, persuadida de que también la vida social, impregnada de
idolatría, estaba radicalmente viciada por sus perniciosas influencias, trató de
liberarla, multiplicando sobre cada cosa los exorcismos y los conjuros. Era uno
de los méritos que Tertuliano reivindicaba a los cristianos:

Si no estuviésemos nosotros, ¿quién podría substraeros al influjo maléfico de


aquellos espíritus que se insinúan ocultamente y dañan vuestros cuerpos y
vuestras mentes; liberaros digo de los asaltos de los poderes demoníacos? Somos
precisamente nosotros los que realizamos esto, pero sin que por esto aspiremos a
premios y recompensas de ninguna clase.

San Cipriano, a su vez, afirma vigorosamente la victoriosa eficacia de la lucha


implantada por los creyentes contra los demonios:

Ven a oír con tus propios oídos a los demonios, ven a verlos con tus propios ojos
en aquellos momentos en los que, cediendo a nuestros conjuros, a nuestros
látigos espirituales y a la tortura de nuestras palabras, abandonan los cuerpos de
los que habían tomado posesión y, bramando y gimiendo con voz humana y por
divino poder hechos sensibles a los golpes y a los azotes, se ven obligados a
reconocer el juicio que les pesa. Ven y cerciórate por ti mismo de esto que
nosotros decimos; y, puesto que pudiste creer a los dioses, cree al menos a
aquellos mismos que tú honras...; verás que a nosotros nos suplican aquellos a
quienes tú suplicas, nos temen aquellos a quienes tú adoras. Verás cómo están
vencidos bajo nuestra mano y tiemblan en nuestro poder aquellos que tú colocas
tan en alto, honrándolos como señores.

Toda la literatura cristiana de los tres primeros siglos se refiere frecuentemente a


la obra de aquellos hermanos en la fe que, dotados de un carisma particular,
exorcizaban, según la amonestación de Jesús, con la oración y con el ayuno.
Cada comunidad debía poseer un buen número, que poco a poco formaren una
corporación independiente con el nombre de exorcistas, y obtuvieron en seguida
reconocimiento oficial en los grados del clero menor. Con esto, la Iglesia procuró
distinguir claramente sus exorcistas, que obraban con recta intención, en nombre
de Cristo, de los embusteros y hechiceros paganos. Los Canones
Hippolyti ponían en guardia contra éstos y prohibían absolutamente su adhesión
a la fe. Sabemos que ellos en buena hora habían recogido en sus fórmulas
mágicas los nombres de los patriarcas, de Salomón y del mismo Jesucristo.
La Iglesia tomó también otra importante precaución, la de diagnosticar con
seguridad los casos de obsesión diabólica. Es cierto que entre los antiguos, y
hasta en las tardías épocas de la Edad Media, se consideraron como tales los
fenómenos epilépticos, histéricos, psicopatológicos y no pocas formas de locura
o de enfermedades que presentaban síntomas extraordinarios. Con todo, el
examen práctico de cada uno de los casos debía frecuentemente ser arduo e
incierto. Por esto, el obispo, con exclusión de otro cualquiera, fue pronto
investido de la facultad de decidir sobre el particular y de realizar o de delegar los
exorcismos. En el 416, el papa Inocencio I, a una consulta de Decencio de Gubio,
declaraba que esto no podían hacerlo los sacerdotes o les diáconos si no poseían
delegación episcopal: nam eis (a los obsesos) manus imponenda non est, nisi
episcopus aucíoritatem dederit id efjiciendi. Ut autem fíat, epíscopi est imperare
ut manus eis vel a presbítero vel a caeteris cíericis imponaiur. El papa Gelasio 1
(+ 496), en una carta para indagar la realidad de una obsesión, sugiere dar en
alimento al obseso presunto, durante treinta días seguidos, carne; ésta, en efecto,
era considerada como un estimulante del demonio, mientras que su abstención
contribuía a arrojarlo más fácilmente. Algunos, en cambio que podían ofrecer una
prudente probabilidad, aparecen todavía señalados en el ritual romano: Ignota
lingua loqui pluribus verbis vel loquentem inteliigere; distantía et occulta
fratefacere; vires supra aetatis seu condiiionis naturam ostendere; et id genus
alia, quae cum plurima concurrunt, maiora sunt indicia.

Dos elementos se introdujeron desde un principio en el rito exorcístico: una


oración a Cristo para que viniese en ayuda del infeliz poseído por el maligno
espíritu; él mismo la había indicado particularmente en estos casos, y un
apostrofe de mandato o conjuro dirigido al demonio en nombre de Jesús para que
abandonase aquella criatura de Dios. San Ireneo recuerda las invocaciones de
Cristo cuando escribe que el exorcista nec invocatíonibus angelicis facit aliquid,
nec incantationibus nec rdiqua prava curiosiíate, se¿ munde et puré et manifesté
Orationes dirigens ad Dominum, qui omnia fecit, et nomen Domini nostri lesu
Christi invocans, virtutes ad utilitates hominum, sed non ad seductionem perficit.

La intimación a Satanás la había hecho Cristo mismo en tal circunstancia. Al


energúmeno de la sinagoga de Cafarnaún comminatus est dicens: Obmutesce et
exi de homlne. El recurrir al nombre de Jesús, es decir, según el uso semítico, a
su virtud soberana, era también un mandato suyo: In nomine meo daemonia
eiicient. San Pablo había dado ya ejemplo en Filipos exorcistando a una
joven habentem spiritum pythonem. Praecipio tibí — le había intimado— in
nomine lesu Christi exire ab ea. Sabemos además por San Justino que en Roma
las fórmulas exorcísticas asociaban al nombre de Jesús el recuerdo de los hechos
más salientes de su redención. En el diálogo contra los judíos escribe:
Cualquier demonio a quien se conjure en el nombre del Hijo de Dios —
engendrado antes de toda criatura, que nació de una virgen, se hizo hombre
sujeto al dolor, fue crucificado por vuestro pueblo bajo Poncio Pilato, murió y
resucitó de entre los muertos y subió a los cielos — ; cualquier demonio, digo, a
quien se conjure en este nombre, queda vencido y superado. Pero probado
vosotros a conjurar por todos los nombres de los reyes, de los justos, profetas o
patriarcas que han vivido entre vosotros, y veréis que ni un solo demonio huirá
vencido.

La costumbre de Roma era, sin duda, también la de la iglesia de Alejandría.


Escribe Orígenes en su libro contra Celso: "La fuerza del exorcismo se halla en el
nombre de Jesús, el cual se pronuncia mientras se narran hechos de su vida." En
la misma obra, defiende además la costumbre de alguna iglesia oriental, debida
probablemente a influencias judías, de asociar en las fórmulas exorcísticas al
nombre de Jesús los de los tres ángeles: Miguel, Gabriel y Rafael, y los de los
grandes profetas: Abrahán, Isaac y Jacob.

También los gestos formaban parte del cuadro primitivo del exorcismo:


la imposición de las manos, usada ya por Jesús con los energúmenos de
Cafarnaún. San Ambrosio con este gesto curó en Florencia del espíritu impuro a
la hija de Decencio. Era una de las ceremonias más frecuentes realizada durante
los exorcismos sobre los catecúmenos; la señal de la cruz: Quanto terrón sit
daernonibus hoc signum — observa Lactancio (+ c. 317) — sciet quo oiderit,
quatenus adiurati per Christum, de corporibus, quae (obsedérint),
fugiant; las insuflaciones, atestiguadas por Tertuliano y Dionisio Alejandrino;
el ayuno, que, según la advertencia de Jesús, era considerado como el coeficiente
de exorcismo. En especial se pedía a la persona exorcistada la previa abstinencia
de carne y vino; más tarde, durante la Edad Media, encontramos minuciosas
prescripciones dietéticas que había que observar en determinados períodos de
tiempo, hasta de un año; las unciones del óleo, cuyo valor apotropéutico era
universalmente reconocido (con ellas los monjes Santos Macario y Teodosio
curaban a los energúmenos); el cilicio y las cenizas, que tanta parte tenían en la
disciplina penitencial. Se lee de San Martín de Tours que, admotis energumenis,
ceteros iubebat discedere, ac foribus obsecratis, in medio ecclesiae cilicio
circumtectus, ciñere respersus, solo stratus orabat.

Los gestos exorcísticos de la primera tradición cristiana no han cambiado


substancialmente en los siglos siguientes; se añadieron, en cambio, otros dos:
uno, el del agua bendita, de primordial importancia, desconocida, como es
sabido, en el ritual antiguo; otro, la imposición de la estola sobre las espaldas del
exorciszando, introducido después del siglo X. El ritual romano lo recomienda
todavía; algunos, sin embargo, han quedado confinados al campo de los
exorcismos prebautismales; otros acompañan a los exorcismos propios prescritos
contra los energúmenos.

Una práctica especial aconseja también el ritual al exorcistando, ad arbitrium


sacerdotis, la comunión eucarística. Esto está plenamente conforme con la
disciplina antigua y medieval. Excepto en España, donde en el siglo III los
obsesos podían comulgar solamente en peligro de muerte. El concilio de Órange
(441) declaraba: Energumeni baptizati... omnimodis communicent, sacramenti
ipsius muniendi ab in cursu daemonii, quo infestantur. En África, un escritor
anónimo del siglo V refiere que una joven cristiana quedó libre del demonio
después de haber recibido la sagrada comunión.

Después de lo que hemos expuesto hasta aquí, podemos creer que pronto
debieron aparecer fórmulas exorcísticas escritas, más aún, colecciones a
propósito. Orígenes da expreso testimonio de ello, y añade que los exorcistas
cristianos, a diferencia de lo que hacían los embusteros gentiles, se servían de
fórmulas tan simples, que hasta los menos cultos las usaban sin dificultad. Se
duda si tales fórmulas tenían carácter oficial; probablemente, su fondo era más
bien fijo y conocido, pero su forma quedaba al arbitrio de cada uno. Al final del
siglo IV, Sulpício Severo deploraba la turba verborum de ciertos excrcistas de su
tiempo. Con todo, ninguna fórmula de los primeros siglos ha llegado hasta
nosotros. Las que se encuentran en los apócrifos gnósticos y las breves frases
exorcísticas que encontramcs escritas en los amuletos de los siglos IIIV no
pueden considerarse como textos oficiales.

En Occidente, los primeros formularios exorcísticos conocidos son los de los


catecúmenos, contenidos en el gelasiano antiguo (Reg. 316), a los cuales es
difícil asignar una época precisa. Quizá sean de los siglos V-VI. En cambio, los
formularios para los posesos propiamente dichos—excluidos los dos exorcismos
intitulados falsamente "de San Ambrosio" y "de San Martín" — se encuentran en
los siglos VII-VIII.

El Baptisterio. Notas Arqueológicas.

En tiempo de San Ambrosio debían ser dos las catedrales, la vetus y la nova. No
hay duda de que la nueva estuvo dedicada a Santa Tecla, y sus cimientos fueron
encontrados hace años. En estas últimas excavaciones se confirmaron los
resultados precedentes alcanzados en el examen de los cimientos del baptisterio
de San Juan ad fontes en el 1870. Es decir, se trata de un octógono casi del siglo
IV en la estructura más antigua de la basílica, con ábside, del tipo del de San
Aquilino y del de San Gregorio, éstos también del mismo tiempo.

Según Monneret, el mausoleo de Diocleciano, en Espalato, copiado en Milán en


el octógono de San Gregorio, junto a San Víctor, demolido en el 1512, es el
prototipo de los baptisterios lombardos. Era rico en mármoles y mosaicos, y en
sus líneas arquitectónicas, del tipo de San Aquilino. Antes de emplearlo para el
uso litúrgico fue mausoleo, igual que el de Maximiano y Valentiniano II.

Parece cierto que San Ambrosio es el autor del epígrafe escrito en el baptisterio
de Santa Tecla (San Juan ad fontes) Octachorum, llamado así por su estructura
octogonal.

Dolger, al estudiar este epígrafe, cita de San Ambrosio una gran cantidad de
pasajes correspondientes al número 8, como símbolo de la resurrección, y, por
tanto, del renacimiento espiritual. Y demuestra que San Ambrosio, como otros
escritores contemporáneos, tomaron este simbolismo de los Padres griegos. El
edificio bautismal octógono tomó su origen en el edificio romano de las termas, y
especialmente en el frigidarium.

No está claro si en tiempo de San Ambrosio, junto a la catedral en uso, había un


baptisterio o dos. La frase de la carta décima, en efecto: symbolum aliquibus
competentibus in baptisteriis tradebam basilicae, posee en algunos códices la
variante in baptisterii tradebam basílica.

El arzobispo Lorenzo I (489-511) realizó restauraciones notables en el antiguo


baptisterio, enriqueciéndolo con mármoles y pinturas, con cuadros y con otra
bóveda, como sabemos por un epigrama de Ennodio. En la capilla octogonal de
San Aquilino, junto a la basílica de Santa Lorenza, el eminentísimo cardenal
Schuster creyó ver el antiguo baptisterio.

En el volumen hace poco editado sobre la basílica laurentina, mientras Calderini


niega que se tratase de un baptisterio, Cecchelli, en cambio, lo sostiene,
basándose no sólo en el conducto del agua descubierto, sino también, y
especialmente, en el simbolismo bautismal de los mosaicos, en los cuales había
ya insistido el eminentísimo cardenal Schuster.

Arqueólogos liturgistas ya citados se resisten a admitir, más aún, algunos


excluyen decididamente, el que existiese en el siglo IV simultáneamente en uso
más de un baptisterio.
Y si de mala gana se resignan a ver en el de San Aquilino un primitivo
baptisterio, éste lo explica con la hipótesis que se ve en San Lorenzo una basílica
de los arrianos erigida por Ausencio, predecesor de San Ambrosio. Por lo cual en
Milán, como en Rávena, existían dos baptisterios: uno de los católicos y otro de
los arrianos.

Magani, sin embargo, había defendido ya la pluralidad de los baptisterios. De


Roma, en la segunda, mitad del siglo IV, se tienen también noticias de más
baptisterios, citados por la lista de Zettinger, de los cuales Ferrua ha estudiado
recientemente los de San Pedro y el de Santa Inés.

Un himno de Ennodio alaba al arzobispo Eustorgio II, de principios del siglo VI,
por algunos trabajos geniales que había realizado en el baptisterio de San
Esteban. La base octogonal de la bañera de este baptisterio fue encontrada en las
excavaciones de la sacristía septentrional de la catedral, y allí se conserva todavía
en el subterráneo existente.

El de San Esteban, con el de San Juan, llamados ambos ad fontes, había


constituido el doble baptisterio medieval de la catedral.

A los des baptisterios se iba procesionalmente al final de las laudes y de las


vísperas de los oficios del tiempo, de ecclesia in baptisterium y de baptisterio in
aliud, como dicen las rúbricas de los antifonarios y de los manuales,
encabezando las Psauendae que se cantaban en las respectivas procesiones.

Parece que en el Medievo el doble baptisterio servía para la administración del


bautismo a los distintos sexos. Como quiera que sea, la cosa no está
absolutamente probada. Se ha llegado a hablar hasta de diaconisas para el rito
del bautismo en el baptisterio de las mujeres. Se quiso ver una doble
representación de estas diaconisas en un fresco, hoy desaparecido, del baptisterio
de Galliano y en otro de la basílica ambrosiana. Pero la interpretación no es
exacta, ni mucho menos.

Las leyendas de San Bernabé y de San Calogero han dado origen a la opinión de
que las fuentes añejas a las iglesias de San Eustorgio y de San Calogero
pertenecían a los primitivos baptisterios. Pero la opinión tiene el mismo valor
crítico que las leyendas en las cuales se apoya.

Es más digno de atención, si es exacto, un testimonio del Líber Notitiae


Sanctoram Mediolani, del siglo XIII, sobre el cual ha llamado recientemente la
atención el profesor Bognetti. Dice el texto citado que, entre las iglesias
dedicadas en la ciudad a San Juan, ítem est Ecclesia in Brollo, cum baptisterio.
Unde íllic de sancta Thecla ibi in Baptista, et Decumani in Evangelista. Esta
iglesia habría que identificarla con la de San Juan en Augirolo, llamada después
en Guggirolo, situada en algún tiempo junto a la antigua Porta Romana.

Se han conservado antiquísimos baptisterios, en general de planta octogonal, en


la diócesis de Milán: como los de Galliano, Várese, Aguate, Oggiono, Arsago y
Mariano Gómense; mientras que de otros sólo se han conservado algunos restos,
como los de San Juan Evangelista, de Castelseprio, y de Severo.

La fuente bautismal consistía en una piscina excavada en el terreno, a la cual


descendía el competente; piscina de la que se encuentra un modelo en antiguos
baptisterios, como el de Várese y de Aguate. San Ambrosio, recordando a los
neófitos su bautismo, dice: Descenctisti, primero; después, ascendisti.

Al lado del baptisterio ahora de San Aquilino, junto a San Lorenzo, el


eminentísimo cardenal Schuster quiso ver, en el atrio de unión con la basílica, un
templo adornado de mosaicos, del cual quedan sólo fragmentos, y dotado de dos
ábsides pequeños, el consignatorium, destinado a la administración de la
confirmación de los neófitos recientemente salidos de la sagrada fuente.

El Bautismo en el Siglo IV.

También en Milán estaba en vigor la distinción entre catecúmenos y


competentes. En la primera categoría, de una preparación remota para el
bautismo, el catecúmeno pasaba a la segunda, de preparación próxima,
convirtiéndose en competente, lo cual daba origen a su nombre.

Ya en la Epifanía, en la que se anunciaba la fecha de la Pascua, San Ambrosio


hacía un llamamiento a los catecúmenos con el fin de que se decidiesen a dar el
nombre para recibir el bautismo en la próxima Pascua. El mismo San Agustín,
cuando llegó el tiempo de dar su nombre, marchó de la villa a Milán. La liturgia
de la Epifanía se prestaba a recordar el bautismo; en ella el bautismo de Jesús
tiene un puesto eminente. No se excluye la probabilidad de que el demandante,
como para afirmar su petición, escribiese el nombre de su puño y letra.

Una parte importante de la preparación al bautismo consistía en la instrucción


recibida en las catequesis. San Ambrosio predicaba a los competentes un sermón
cada día como comentario moral a los libros santos del Génesis y de los
Proverbios. Varios tratados del Santo hallan, como punto central, personajes del
Antiguo Testamento, cuyos hechos eran leídos en Cuaresma. Así, por ejemplo, el
primer libro De Abraham, se compone de dos discursos pronunciados a los
catecúmenos como preparación al bautismo. En las catequesis bautismales de
San Ambrosio, de carácter bíblico, se ha inspirado probablemente el autor del
llamado sarcófago de Estilicón, que está en la basílica ambrosiana, en el cual San
Ambrosio aparece entre los personajes bíblicos comentados por él en su tratado.
También están inspirados en las catequesis bautismales del Santo los mosaicos de
San Aquilino, especialmente los que representan la Traditio legis y el ciclo de
Elias. El episodio de Elias arrebatado al cielo se lee, ab immemorabili, en las
vigilias de la Epifanía y de Pentecostés y en las fiestas bautismales, y estaba
pintado en uno de los cuadros murales de la basílica ambrosiana, para los cuales
San Ambrosio dictó la Didascalia en dípticos.

También la liturgia de los domingos cuaresmales, con los pasajes evangélicos,


leídos en aquellos días en Milán como en otras partes, de la samaritana, de
Abrahán, del ciego y de Lázaro, estaba a tono con los ritos bautismales.

Parece, aunque hay motivos abundantes para dudar, que, apenas dado el nombre,
se ungían los ojos al competente. San Ambrosio explica ampliamente la curación
del ciego de nacimiento leída durante la Cuaresma en una carta a Belecio, que se
estaba preparando al bautismo, y la pone en relación con los ritos bautismales.

Es interesante la frase de San Agustín al comentario del hecho: Quanjo


inunxit, oríasse cathechumenum fecít. Pero sabemos bien que era muy común en
San Ambrosio y en San Agustín el uso amplio del simbolismo.

Los ritos preparatorios del bautismo se llamaban ya en tiempo de San


Ambrosio scrutinia o scrutamina, como atestigua la Explanatio Symboli, que los
llama, junto con los exorcismos, ritos de purificación.

Uno de los ritos frecuentes en los escrutinios era la signatio. San Ambrosio dice
del catecúmeno, que cree en la cruz del Señor Jesús, qua et ipse signaiur.

Parece que los exorcismos se realizaban generalmente mediante la imposición


de las manos. Es el rito que la carta de Juan a Senario, los Statuta Ecclesiae
Antíqua y el sacramentarlo gelasiano asignan, de común acuerdo, a los
exorcismos prebautismales.

No tiene fundamento la tesis que atribuye al Santo la larga fórmuja de exorcismo


que se encuentra en los rituales ambrosianos manuscritos e impresos hasta San
Carlos; era manía del tiempo atribuir al Santo varias instituciones de la iglesia
milanesa.
De una frase de San Ambrosio extraída de un trozo en el cual tejió los elogios del
agua, trozo que se halla casi al pie de la letra en la fórmula para la bendición de la
fuente bautismal, algunos quisieron deducir el uso de la degustación de la sal en
Milán en el siglo IV. Pero con más probabilidad se puede deducir el uso de
derramarla en el agua de la sagrada fuente. En cuanto a la fórmula para la
degustación de la sal también en el uso ambrosiano de la Edad Media,
mantenemos nuestra reserva.

La entrega del símbolo tenía lugar en la dominica anterior a la Pascua, después


de la lectura de la misa y del sermón. El texto del símbolo es el de Roma, salvo
quizá la substitución del passus al crucifixus. De éste es del que la Explanatio
Symboli declaraba: Symbolum romanae Ecclesiae nos tenemus. Dom Morin, sin
embargo, piensa que no había sucedido así al principio; y esto por un detalle de
la Explanatio que había impresionado también a Gaspar: y es la vehemencia con
que el orador se desahoga contra la famosa añadidura al primer artículo del
símbolo: invisibili et impassibili; y justifica la omisión. Esta adición se sabe
formaba parte del símbolo de Aquileya a comienzos del siglo V. Rufino se
esfuerza en probar que iba dirigida contra los sabelianos; pero era ciertamente
más antigua, venida del Oriente. Es así como la encontramos en la fórmula
errónea del segundo sínodo de Sirmio, del 357. Formaba parte del símbolo
enviado a los emperadores Valentiniano y Valente por el famoso semiarriano
Ausencio, predecesor inmediato de San Ambrosio en la sede de Milán, como
expresión de la fe de su infancia y de su patria, Capadocia: Credo in unum...
Deum Patrem omnipofentem, invisibilem, impassibilem. ¿Qué cosa más natural
que Ausencio introdujese también estos términos en Milán durante su largo
episcopado, donde nadie podía luchar eficazmente contra él? Tanto más cuanto
que — la Explanatio no deja de notarlo — los arríanos se valían de esta
añadidura al símbolo para deducir que los mismos católicos estaban de acuerdo
con ellos en reservar al Padre, con exclusión del Hijo, los atributos de la
invisibilidad e impasibilidad. Entonces, que cosa más natural que San Ambrosio,
apoyándose en la autoridad de la iglesia romana, haya substituido con el símbolo
de ésta al que estaba en uso bajo su predecesor, eliminando automáticamente la
adición sospechosa?

Esta hipótesis entra en el modo de pensar tanto de Morin como de Duchesne,


según los cuales San Ambrosio había substituido y añadido en buena parte
elementos romanos a los orientales, introducidos por Ausencio.

La Traditio orationis dominicae no debió tener lugar en Milán, al menos en


tiempo de San Ambrosio, junto con la del símbolo, sino en la octava pascual,
según hace pensar el puesto que ocupa en el De Sacramentis.
Sólo los competentes debían estar presentes en la traditio symboli; ni siquiera los
mismos catecúmenos, los cuales, según testimonio del Santo, habían sido
despedidos inmediatamente antes de ella. La causa era la disciplina del arcano,
que estaba en vigor entonces en Milán, en virtud de la cual no podían divulgarse
ni ponerse por escrito las fórmulas más sagradas, como las de los
sacramentos, la del Credo y la de la oración dominical.

La aparente contradicción del De Sacramentis y de la Explanatio Symboli, en el


cual se encuentran las fórmulas más sagradas, con la norma dada por el Santo,
más aún, afirmada por la misma Explanatio Symboli, se explica con la hipótesis
de Morin y de otros, que atribuyen estos escritos no directamente a la pluma del
Santo, sino a la de algún oyente estenógrafo que quería conservar al menos los
apuntes de aquellas lecciones.

La Explanatio nos proporciona para la entrega del símbolo un pormenor


litúrgico: la rúbrica Sígnate vos. Quo jacto et dicto Symfcoío..., rúbrica que se
encuentra todavía durante la Edad Media en Beroldo: Sígnate vos et audite
Symbolum.

La misma Explanatio alude también, aunque vagamente, a una redditio symboli.

364. Aperitio aurium o apertionis mysterium llama San Ambrosio al rito con el


cual el obispo imitaba el gesto realizado por Jesús sobre el sordomudo. El gesto
iba acompañado de las palabras de Jesús Ephpheta, quod est adaperire.

El Santo advierte una variante en comparación con el gesto obrado por Jesús; y
es que mientras Jesús tocó los oídos y los labios del sordomudo, el obispo, en
cambio, toca al competente las orejas y las narices; y explica la razón:
bautizándose también las mujeres, la modestia sugería no tocarles la boca. Y da
el Santo el significado simbólico de esta unción de las narices: para que el alma
pueda respirar el perfume de Dios.

Si el obispo tocaba simplemente con los dedos, o bien con los dedos impregnados
con saliva o con el óleo, no se puede deducir con certeza de las palabras del
Santo, dado su significado simbólico. Duchesne, Lejay y Morin creen que esta
unción se realizaba con óleo, formando casi parte de la unción de los varios
miembros del cuerpo. A favor de esta unción con óleo en ambiente próximo al
milanés estaría el tratado De Baptismo, del Pseudo-Máximo, y para Roma, la
carta de Juan Diácono a Senario. Por el De Sacramentis sabemos que el rito
del Ephpheta se realizaba el Sábado Santo.
Sólo después del mysterium cpertionis se le abrían al competente las puertas del
baptisterio: Post haec reserata sunt tibí sancta sanctorum, ingressus es
regenerationis sa crarium. Que la parte más sagrada del sancta sanctorum del
baptisterio, o sea la sagrada fuente, no era ordinariamente accesible, lo deja
suponer el Santo en otro lugar del De Sacramentis.

Antioquia y España presentan sobre este punto un curioso paralelo con Milán,
que viene a ilustrar las palabras de San Ambrosio. Las homilías que Severo de
Antioquia pronunciaba cada año en la tarde del primer domingo de
Cuaresma están consagradas a una ceremonia solemne de clausura del
baptisterio. Este rito existía también en España, según testimonio del obispo
Justiniano de Valencia, al cual se quieren atribuir las anotaciones de cognitione
Baptismi, considerado como de San Ildefonso de Toledo. Este uso fue
confirmado en el 694 por el canon 2 del concilio XVII de Toledo; uso al cual
alude claramente la oración mozárabe que el obispo recitaba la noche pascual
antes de entrar en el baptisterio, cerrado y sellado con el anillo episcopal.

Una observación: el título del capítulo en cuestión, de San Ildefonso o de quien


sea, dice: fons... reseratur; la oración del Líber Ordinum concluye con las
palabras reserari praecipias. Es siempre el verbo reserare el que se repite, usado
ya por San Ambrosio: reserata sunt sancta sanctorum. También el antiguo uso
galicano, atestiguado hacia la mitad del siglo Vil por las cartas del Pseudo-
Germano, da testimonio de la misma norma.

La renuncia, dirigida directamente al demonio, es, como observa Paredi,


característica del uso oriental. El Santo aquí, como, en general, en
el Exaemeron, cita y reproduce trozos de Orígenes y de San Basilio. Es también
notable el hecho de que en Milán hay dos respuestas a dos preguntas, mientras
que en Roma son tres, y en las Galias una.

Durante las renuncias, el competente debía estar mirando a occidente,


considerado como la sede del demonio, así como durante algunos ritos, por
ejemplo, el lucernario, debía estar vuelto hacia oriente, considerado como la sede
de Dios. Después de haber hecho las renuncias cara al demonio, el competente
se volvía a Cristo, hacia oriente.

Una lección, repudiada por los críticos como errata, que en lugar del
os putares lee in os sputaris, ha hecho pensar a dom Morin que en Milán, como
en Oriente, para dar más expresión al rito de la renuncia, el competente escupía
en la cara al demonio. Mas el rito, pretendiendo, además, apoyarse en la lección
de un solo códice, no tiene paralelo en Occidente.
Algunas frases de San Ambrosio podrían hacer pensar en una cautela escrita y
firmada. También San Cesáreo habla de un documento firmado. Pero una frase
del De Sacramentís contiene claramente un sentido contrario. A la renuncia
seguía una admonición: Merrtor esto sermonis iui, et nunquarn tibí excidat tuae
series cautionis. Así al menos el De Sacramentis; el De Mysteriis no lo
menciona.

Otro punto al que alude el De Sacramentis, y al que el De Mysteriis ni siquiera
hace referencia es la unción aneja a las renuncias; unción comparada con la del
luchador o del atleta que se preparaba a librar el combate contra el adversario.

Según Dom Botte, la unción tenía que extenderse a todo el cuerpo; y esta
hipótesis tiene un apoyo en San Juan Crisóstomo, el cual también asocia el
simbolismo de la unción a la figura del atleta que entra en el circo y del soldado
que se prepara a la lucha

Muy a tono con el simbolismo de esta unción pre-bautismal según nos la ofrecen
San Ambrosio y San Juan Crisóstomo es la fórmula que el rito ambrosiano ha
usado hasta San Carlos para la unción de los enfermos: Ungo te de oleo
sanetificato, ut, more militis unctus et praeparatus ad luctam, aereas possis
superare catervas.

Viene después la segunda parte de la fórmula, de tema exorcístico. No hay que


olvidar que antiquísimos textos litúrgicos llaman al óleo con que se efectúa esta
unción oleum exorcismi.

De todos modos, la primera parte de la fórmula parece más a tono con la unción
prebautismal, la cual prepara al nuevo atleta, soldado de Cristo, a librar los
combates de la vida cristiana y no al del enfermo.

Sin entrar en discusión con Dolger, que juzga que la unción en sentido
exorcístico ha pasado del ritual de los enfermos a la bautismal, creo, sin embargo,
muy conveniente poner de relieve, con el mismo autor, cómo dos textos
litúrgicos antiguos, el misal de Bobio y el de Stowe, contienen una fórmula casi
idéntica para la unción bautismal, la cual, sin embargo, el primero la pone antes
del bautismo, y el otro, después.

El motivo por el que el De Mysteriis no habla de esta unción no es claro. Dom
Morin sugiere varias hipótesis: o una omisión de San Ambrosio en la redacción
del De Mysteriís, teniendo presente las observaciones de los Maurinos de que el
Santo no describe en este tratado todos los ritos de bautismo, o bien un cambio de
uso que había tenido lugar entonces en Milán, y que recuerda el de
los Canones ad Gallos, atribuido por Constante al papa Siricio, el cual, a la
pregunta de si en aquel momento debía hacer esta unción, respondía dejando
sobre este punto una cierta amplitud. Todavía dom Morin piensa, aunque sin
fundamento, que a esta unción se alude en el De Mysteriis al hablar del rito de
la ephphetatio; en aquel rito serían ungidos con el óleo no sólo los oídos y las
narices, sino también los otros miembros del cuerpo.

La confirmación de esta última hipótesis me parece en contraria en la rúbrica del


misal de Bobio, el cual a la unción antes citada añade como fórmula
exorcística Tangís nares, aures et pectus.

A estos ritos seguía la bendición de la fuente. Sin traer aquí el fcndo del
argumento, en otra parte egregiamente realizado, me limito a referir la conclusión
de los mismos estudios.

La bendición del agua bautismal consta, según San Ambrosio, de dos elementos,
uno negativo y otro positivo; el negativo es el exorcismo; el positivo, la prez de
invocación. No aparece claro si se hacía mención de la cruz en la fórmula
consagratoria de la fuente o si se trazaba dicho signo sobre el agua. En cuanto al
rito de la infusión de la sal en el agua, ya ha sido estudiado antes.

Parece cierto que San Ambrosio consideraba la bendición del agua como
elemento esencial para la validez del bautismo: idea que sostenían también
otros Padres.

En su estudio sobre la consagración de la fuente, Scheidt comparó los


formularios de los misales de Bobio, romano y ambrosiano, llegando a las
siguientes conclusiones:

a) En el formulario ambrosiano se halla sólo la invocación inicial: Qmnipotens


sempiterne Deus... impleatur ejfectu, que ha sido tomada del romano.

b) Las dos oraciones Deum immensum maiestatis aeternae... aqua sanctijicata et


benedicta y Efficere ergo aqua exorcízala... saeculum per ignem se encuentran
sólo en el rito ambrosiano, y son, por tanto, criginarias de Milán.

c) La oración final: Sanctijicare per Verbum Dez, se encuentra también en el rito


mozárabe; pero por el hecho de que la cita San Ambrosio, se puede concluir que
es de origen milanés.

d) Observando las omisiones, las diferencias estilísticas y las transposiciones,


Scheidt adelanta la hipótesis de que el texto ambrosiano y el romano son dos
versiones independientes de un texto de otra lengua, quizás siríaco. La oración
habría sido introducida del Oriente directamente en Milán, dadas sus muchas
relaciones, especialmente en el campo litúrgico. En Roma entró quizá
indirectamente a través del uso litúrgico africano. El autor, sin embargo, admite
la pcsibilidad de que tal oración sea de origen milanés,

En cuanto al admirable parecido del Adiuro te, creaturae aquae con el trozo De


aqua quid loquar, contenido en el comentario de San Ambrosio a San Lucas,
no se puede fácilmente conocer si el Santo se inspiró en una prez preexistente o
si la redacción posterior de la prez se inspiró en el trozo del Santo. Magistretti
prefiere pensar que el Santo, aquí como en otras partes, parafraseó, citó de
memoria la prez ya en uso, no conservando el orden de los conceptos seguido en
la prez. En caso contrario, no se explica por qué el redactor de la prez, teniendo a
la vista el pasaje ambrosiano, no conservó el orden, tan lógico, de los
pensamientos. Así piensa también Neunheuser. Pero nos hallamos en un campo
subjetivo, por lo cual la argumentación no puede tener valor apodíctico.

Por lo que respecta a la administración del bautismo, la primera cuestión se


puede centrar en el ministro. De varios testimonios se deduce que durante varios
siglos el ministro ordinario de este sacramento fue el obispo. Una frase del
biógrafo Paulino parece confirmar esta norma. Volveré sobre el argumento más
adelante, al tratar de la delegación en el ceremonial medieval.

En el baptisterio estaban también con el obispo un presbítero y diáconos; éstos


ayudaban al obispo; pero no aparece que ellos bautizasen también.

El rito del bautismo se desarrollaba del modo siguiente: a la primera


interrogación de fe en Dios Padre, el competente respondía: Credo, y descendía
a la bañera para una primera inmersión; a la segunda y a la tercera pregunta de fe
en Dios Hijo y en Dios Espíritu Santo, respondía respectivamente: Credo,
y descendía sucesivamente para la segunda y tercera inmersión. A cada pregunta
correspondía, por tanto, una inmersión. La interrogación con sus respectivas
respuestas constituía la forma del bautismo: forma interrogativa. Esta no
constituía una particularidad milanesa, sino que representaba un uso entonces
común. De Puniet lo había observado ya. Recientemente, el argumento ha sido
sacado a luz de nuevo y ampliamente tratado por Marchetta, que encuadra el
testimonio de San Ambrosio en el marco de les testimonios litúrgicos y
patrísticos del tiempo. En cuanto al texto de las interrogationes de jide, es
notable el parecido del De Sacramentis con el tratado De Baptismo, del
PseudoMáximo. En ambos, a la primera pregunta: Creáis in Deum Patrem
omnipotentem?, no le siguen las palabras creatorem caeli et terrae. Parece que
ésta se encuentra por primera vez en los fragmentos de un anónimo arriano (s.
IV-V), que se quiere atribuir a la Italia del Norte. Característica de Milán es la
mención de la cruz (et in crucem eius) en la segunda interrogación, que
corresponde al passum de la fórmula romana.

El baño bautismal se realizaba descendiendo a la piscina; descendisti, dice el De


Mysteriis; y poco después: ascendiste. El verbo mersisti da testimonio del
bautismo por inmersión. Parece que debía sumergirse en la bañera buena parte
del cuerpo, apoyándose el De Sacramentis en el símbolo paulino de la sepultura
y resurrección del Señor: la bañera bautismal significaba el sepulcro, en el cual
el alma entra muerta para salir resucitada a nueva vida.

Al salir de la sagrada fuente, el neófito recibía la unción crismal sobre la


cabeza. El De Sacramentis trae también el texto de la fórmula que acompaña a
esta unción: Deus Pa ter omnipotens, qui te regeneraüit ex aqua et Spiritu
Sancto concessitque tibi peccata tua, ipse te ungat m vitam aetcrnam.

Parece que el óleo se derramaba líquido sobre la cabeza, por el simbolismo


recordado por el De Mysteriis: Sicut ungucntum in capite, quod descendit in
barbam, etc. En el díptico ebúrneo de los siglos V-VI del tesoro de la catedral de
Milán, antigua cobertura del evangeliario, se ve un cuadrito que representa el
bautismo de Jesús y el Espíritu Santo sobre su cabeza en forma de paloma, de
cuyo rostro desciende, a modo de onda, el óleo de la gracia. El simbolismo,
narrado por el Crisólogo, pudo ser el que moviese a conservar el santo crisma en
las palomas.

Ya en el tiempo de San Ambrosio fue objeto de graves disputas el lavatorio de


los pies a los neobautizados. En un principio no debía tener gran importancia. Se
lo consideraba como un complemento práctico del baño bautismal, según la
observación de Jesús de que quien se ha bañado no tiene necesidad de lavarse
otra cosa que los pies.

Más aún: Dom Morin, asociando el lavatorio de los pies a la unción crismal sobre
la cabeza que sigue al bautismo, se inclina a ver en él los gestos de homenaje, de
hospitalidad, según el uso antiguo, atestiguado también por Jesús: aquam
pedibus meis non dedisti... oleo caput meum non unxisti. Pero después se le dio
tal importancia a esta ceremonia, que la autoridad eclesiástica llegó en algún
lugar hasta a prohibirla. Habían llegado en algunos sitios a declararla
indispensable para la validez del bautismo. San Ambrosio, sin llegar a tanto,
creyó, sin embargo, que tal rito, no como sacramento, sino como simple
sacramental, servía para obtener una gracia especial para vencer las malas
inclinaciones del pecado original, o sea la concupiscencia, mientras que el
lavatorio bautismal, y él solo, cancela la culpa.
El Santo, después de defender a capa y espada esta ceremonia, observa que, aun
siguiendo en todo a la iglesia romana, sin embargo, no se le puede censurar por
esta particularidad. Además, en cuanto al hecho de que la iglesia romana no
practicaba esta ceremonia, hace notar que quizá ella también debía poseerla y que
sólo posteriormente la habría abandonado, por razón de la brevedad, al
multiplicarse el número de los bautizandos.

Mientras el De Mysteriis contiene una explícita alusión a la entrega de la


vestidura blanca, con su correspondiente simbolismo, el De Sacramentis la
silencia; aunque no se alude a ella, como observa dom Morin, cuando describe la
alegría de la Iglesia a la vista de la fámula candidato que avanza hacia el altar.

Vestido de blanco, el neófito se presentaba al obispo para la consignatio. Se la


llamaba signaculum spiritale o, con otra expresión, conjirmavit ie Lhristus. El
verbo que aparece con más frecuencia es signare. El Espíritu septiforme se
derramaba en los neófitos ad invocationem sacerdotis, o sea en una prez, en la
cual se reunían los siete dones: Spiritus sapientiae et intellectus, Spiritus consílii
aique virtutis, Spiritus cognitionis atque pietatis, Spiriius sancti timoris.

El De Mysteris y el De Sacramentis están perfectamente de acuerdo en la


nomenclatura de los dones, contra San Agustín y el sacramentarlo gregoriano, los
cuales coinciden en substituir scientiae por cognitionis et timoris Domini;
timoris fui, por sancti timoris.

Ni el De Mysteris ni el De Sacramentis aluden aquí a una nueva unción. Es


verdad que San Ambrosio, hablando del Espíritu Santo en su tratado homónimo,
dice: Qui unxit nos Deus, et qui signavit nos... Signati ergo Spirita... Nam etsi
specie signemur in corpore, veriiate tamen in corde sig namur. Pero la acción de
la unción por parte del Espíritu Santo es entendida frecuentemente en sentido
simbólico de unción espiritual. Si se quisiera entender en sentido material,
entonces podría referirse a la unción anterior sobre la cabeza. A este propósito,
Paredi sostiene la hipótesis de Dolger, según el cual la unción sobre la cabeza
seguía inmediatamente a la imposición de las manos; mientras que cuando el
bautismo fue separado, en el tiempo y en el espacio, de la confirmación, la
administración de ésta se inició al repetir la unción que se realizaba al final del
bautismo.

Para confirmar esta hipótesis pueden servir las siguientes constataciones:

a) La unción que seguía al bautismo estaba reservada en un tiempo, como la


administración del bautismo, al obispo, y el mismo San Ambrosio en ambos
tratados confía al sacerdos, o sea al obispo (por contraposición al presbyter), el
encargo de realizar aquella unción, acompañada de la oración antes referida.

b) El sacramentarlo gregoriano pone a continuación de la rúbrica Baptizat et linit


eum presbyter de chrismate in cerebro et dicit: Deus omnipotens... la Oratio ad
infantes consignandos, sin la menor alusión a una nueva unción.

c) En las cartas a Nicetas, obispo de Aquíleya; a Neón, obispo de Rávena, y a


Rústico, obispo de Narbona, San León Magno ordena para el caso de los
bautizados por herejes que sola invocatione Spiriius Sancti per impositionem
manuum confirmandi sunt; señal de que consideraba la unción como parte del
bautismo.

d) Cuando comenzaron los presbíteros a bautizar, se les debió conceder también


el realizar la unción que sigue al bautismo. Inocencio I, sin embargo, escribiendo
a Decencio, observa que Presbyteris... chrismate baptízalos ungere licet, sed
quod ab Episcopo fuerit consecratum; non tamen Jrontem ex eodem oleo
signare, quod solis debetur Episcopis eum tradunt Spiritum Sanctum. Por
tanto, la unción sobre la frente era exclusiva de los obispos.

e) Ahora bien: en el antiguo Ordo bautismal ambrosiano, mozárabe y galicano,


notamos que la unción que sigue al bautismo la confería el mismo obispo que
había administrado el bautismo, y precisamente en la frente.

Temía que la indicación de Beroldo vetus, in frontibus fuese un error, siendo


substituidas en los otros dos códices de Beroldo, el metropolitano y el
puriceliano, por la otra, in cerebro. Pero el testimonio de los dos misales
ambrosianos, Trotti 251 y T. 120 sup. de la Ambrosiana, ambos del siglo XI,
confirma la lección antigua de Beroldo in fronte, mientras los misales de Biarco,
Bérgamo y Lodrino se contentan con decir: dum signantur renati eum
chrismate, sin especificar el lugar de la unción. Son los manuales del siglo XI los
que comienzan a indicar in cerebro.

Un sínodo de Pavía del 1338 habla de una confirmatio in fronte quae fit in
baptismo per simplicem sacerdotem.

Después, todos los misales han estado de acuerdo en asignar al sacerdos qui
fontem benedixit la unción, a la vez que hablan de un presbyter et diaconus que
han entrado en la fuente con el sácereos. San Ambrosio llamaba sacerdos al
obispo, distinguiéndolo del simple presbítero. Y también el tratado De
Baptismo, del arzobispo Odelperto, en respuesta al cuestionario de Carlomagno,
a los apartados 17, De unetione chrismatis (que sigue al bautismo); al 18.
De linteolo; al 19, De albis vestibus; al 20, De communicatione Corporis
Christi, hace seguir el 21, De impositione manus Pontificis, sin aludir a una
nueva unción.

Es probable que, en la procesión del baptisterio al altar, los neófitos llevasen la


candela encendida; pero no está probado, habiéndose encontrado en una obra
espúrea la frase inter lumina neophytorum splendida. Es, en cambio, interesante,
aunque de una época algo posterior, el inciso del prefacio antiguo para la misa de
la deposición de San Ambrosio, que se acoge al pasaje del biógrafo Paulino,
donde se recuerda el retorno de los neófitos del baptisterio, les cuales, al entrar en
la basílica, vieron el cadáver del Santo. Dice el inciso en cuestión: Et qm iam
aetate vergentes, obtecta piaculis lamina gestabant, natorum munda corda
ferentium.

377. Aunque estaban purificados y adornados con la gracia, los neófitos, según
un testimonio del Santo, no podían participar directamente en la ofrenda del
sacrificio hasta el día octavo del bautismo, ya que era precisamente durante la
octava cuando recibían diariamente instrucción sobre los misterios más sagrados;
de modo que, como dice el Santo, no ofreciesen sino cuando, terminada la
instrucción, fuesen capaces de comprender plenamente el significado de su
acción.

Ejemplo de estas catequesis que el Santo daba a los neófitos en la octava pascual
son precisamente el De Mysteris y el De Sacramentis. Parece, sin embargo, que,
aun no ofreciendo su don en el altar, los neófitos recibían la sagrada comunión
en la misa que seguía al bautismo. Esta, según testimonio de su biógrafo
Paulino, se celebraba antelucana ora, después de haber celebrado los ritos
bautismales en la vigilia nocturna.

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