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Bajo el légamo

HISTORIAS ALUCINADAS Y EXECRABLES

1. REUNIÓN FAMILIAR
Le dije a Severino que las llaves de la taquilla estaban en recepción. No me importa que utilice mi
taquilla, no soy escrupuloso en absoluto. Al fin y al cabo, en ella solo guardo la camisa azul y mi
paquete de tabaco, y como estoy dejando de fumar, todo irá mejor incluso si Severino decide
apropiarse de mis cigarrillos. Entre semana no hay mucho que hacer, solo se trata de controlar la
entrada y salida de los niños y ocuparse de la limpieza de la recepción. Antes también nos
ocupábamos del vestíbulo, pero el colegio ha contratado a una empresa externa que realiza el
trabajo por las noches. Es muy importante cerrar con cuidado las puertas y vigilar la calefacción. Lo
demás sigue un proceso rutinario.

Aunque solo he pedido un par de días, me da un poco de pena abandonar el trabajo. Echaré de
menos a Eugenia y a Alba, a Federico y a Joaquín. Alba es profesora de matemáticas, y
generalmente llevo su correo personal. Luce una larga melena rubia y se pinta los labios de rojo
carmín. Es demasiado mayor para mi gusto, pero es una excelente conversadora y su amabilidad
vale oro. En cuanto a Joaquín, se trata de un entrañable profesor de biología que siempre dispone de
una sonrisa, incluso en esos días lluviosos en los que es inevitable mojarse y empaparse de barro.
Nunca le he visto alterado por algo, ni siquiera cuando alguno de sus alumnos le ha gastado una
broma de mal gusto o le ha intentado hacer la vida imposible.

Necesitaba un par de días para arreglar los asuntos familiares. Toda mi familia se encuentra reunida
en casa y debo atenderlos. Me encontré a la farmacéutica de camino al supermercado y me dio
saludos para ellos. Es una mujer excelente. Cada vez que he necesitado medicinas y la farmacia
estaba cerrada, ella me ha facilitado una solución inmediata. También he ido de compras, porque
necesitaba un nuevo frigorífico. Luego regresé a casa y me puse a realizar algunos preparativos.

Hacía fresco. Algunas nubes al fondo amenazaban tormenta. Me imaginé la preocupación de


Severino: el patio interior del colegio se llena de hojas cuando llueve con fuerza y el trabajo que hay
que llevar a cabo para retirarlas es agotador. Los excrementos de las palomas se almacenan como
costras volcánicas en los alféizares. Encendí el horno para calentar el pollo. Hoy no me apetece
cocinar, pero se trata de un día especial. Hoy estamos todos juntos, disfrutando un día de reunión
familiar.

Tuve también que enviar unos paquetes por correo. La oficina estaba llena, pero como siempre,
Matilde me atendió con su disposición siempre alegre y su impecable profesionalidad. Me recuerda
a una amiga mía del colegio, que estudió durante varios años conmigo. Aunque en realidad ella era
más guapa. Miro por la ventana: la tormenta es un hecho. Confío en Severino: es un hombre
trabajador y severo. De esa clase de severidad un poco amarga que a veces asusta, pero que
garantiza un trabajo bien hecho. Un hombre responsable.

Estuve hablando con mi hermano y con mi padre un buen rato, mientras el pollo se asaba en el
horno. Permanecieron todo el tiempo indiferentes. La tormenta debió deprimirlos. Comenzó a llover
sin compasión y unas nubes oscuras taponaron el cielo. Luego coloqué los cubiertos sobre la mesa.
La cena estaba lista. No me gusta especialmente la música, pero por tratarse de una reunión
familiar, decidí que debía animar la velada. Así que puse la radio. Afuera seguía lloviendo.

En realidad estaba nervioso. Desde luego era una cena especial. Mi perro corría de un lado a otro,
persiguiendo los truenos. Entonces abrí el congelador y vi la cabeza aplastada de mi madre, como si
se tratara de una lechuga echada a perder. No pensé que se descompusiera tan rápido. No entiendo
cómo puede surgir este olor putrefacto de algo tan aséptico e indiferente como el hielo. Sin
embargo, mi padre estaba relativamente fresco. Me di cuenta de que había encajado demasiado
profundamente el martillo en el interior del cráneo de mi madre, de ahí que presentara un aspecto
tan deforme, como de una calabaza un poco achatada. Las extremidades superiores de mi hermano
estaban tiesas, en forma de aspa, como los brazos de un molino. Escuché un zumbido y sonreí al
darme cuenta de que se trataba de un mensaje de Alba. '¡Pásalo muy bien esta noche con tu
familia!', decía. Es una mujer maravillosa. Pensé también en el pobre Severino. Esta noche caería
rendido sobre la cama. Las tormentas nos hacen siempre trabajar más de lo debido.

2. SEMÁFOROS

No podemos verlo todo, no podemos conocerlo todo. Pero a veces no es necesario conocerlo todo
para poder verlo todo. Eso dice siempre Ramón, el panadero que perdió la vista. Y yo le creo.
3. DECIR LA VERDAD

Ella no sabe todavía si es un hueso humano o animal. Le digo que tiene que ser humano, que los
huesos animales no son tan grandes. Pero como ha decidido quedárselo, no tengo forma de
confirmar mi propia opinión. Esta tarde viene Gerardo. Tomaremos café con churros en la plaza. No
sé cómo comentárselo, pero desde luego que lo haré. Tengo que hacerlo. Le diré que Elena y yo
paseábamos por el río cuando nos encontramos el hueso. Aunque esto no es del todo cierto, es más
creíble que la realidad. ¿Cómo decir la verdad sin parecer un lunático? Nadie podría creernos. Solo
Elena y yo conocemos lo que sucedió aquel lejano día, que aún suena en mi cabeza como una
tormenta nauseabunda. Aquel día en que lo molimos a golpes- Elena llevaba un mazo de hierro, yo
una vara- y decidimos enterrarlo en aquella zanja profunda y oscura. Llovía entonces como si el
cielo se hubiera tragado nuestras esperanzas. Como un niño con un trauma.

4. PESCADERÍA

Ahora trabajo en una pescadería, a las afueras de la ciudad. Odio el olor del pescado porque me
recuerda cuánto nos parecemos a él y me hace comprender que bajo nuestra ansia por mostrarnos
atractivos ante los otros, maquillados, disfrazados, transformados, no somos sino un montón de
bolsas de gelatina unidas por hilos y alambres de carne. Corto el pescado y me saltan las tripas a la
cara. Cuando me lavo, me doy cuenta de que yo no soy mucho mejor. Dejo un trozo de uña en el
lavabo. Los demás, fuera, esperan su turno, como mastodontes moribundos o reses camino del
sacrificio. He echado mi vida a perder, tan solo porque nunca me tomé muy en serio eso de ser algo
o alguien en la vida, dado que de todos modos nos dirigimos siempre a un solo lugar. Eso no lo sabe
el pescado, pero no lo hace peor que nosotros. Cuando me aburra de este trabajo, me colgaré de un
andamio y se acabó. Tengo que guardar la merluza en el congelador antes de irme a trabajar o esta
noche estará podrida. ¿Por qué el pescado huele siempre tan mal?

5. OBJECIONES

Sabes, Marta, que el sexo no lo es todo. Que no vale solo con esto. Que los seres humanos...puso
sus pechos en su boca y me asfixió con ellos; mis objeciones se disolvieron en un instante, como la
ceniza en la lluvia.
6. SOY EL MAL

Siempre que he podido hacer el mal he hecho el mal. Una vez aplasté a un pájaro moribundo por el
mero placer de hacerlo. A veces me excito cuando veo a alguien sufrir. En mi imaginación he
matado a muchísima gente: los he aplastado con segadoras de cereales, los he pisoteado como uvas
frescas en barriles, los he atropellado y triturado como ajo en el molinillo. Pero a pesar de todo soy
humano. Ese signo indescifrable. Esa palabra perteneciente a los misterios. No he matado a nadie
con mis propias manos, he cometido crímenes tan solo en mi corazón. Pero soy humano. A pesar de
todo. Ese adjetivo pretencioso. Esa humareda verbal.

Mañana aniquilaré a algunos más. Mi arma homicida es muy sencilla: tan solo una marca de tinta en
el currículum. Los obligaré a perpetuar esa peregrinación degradante hacia el mejor postor al menos
un día más. A arrastrar un día más las pieles deshechas de su dignidad. Hay otros carniceros que
comprarán su cuero quemado. Mientras caliento mi café, pienso en el mejor método para exterminar
a los hombres. Y me doy cuenta de que ya existe, que yo mismo formo parte de esa empresa. No
hay un dios. ¿Quién negará mi humanidad?
7. AYER

La mantequilla, cuando está suave y caliente, se impregna mejor en la tostada. Ayer murieron
ochenta niños en Mosul. Los zapatos aprietan a causa de la estrechez de la horma; tiene fácil
solución si se llevan al zapatero. Ayer murieron ochenta niños en Mosul. No, no es exactamente la
muela del juicio, pero, ¡demonios!, duele como un taladro en la mandíbula. Ayer murieron ochenta
niños en Mosul. Es una cosa de sentido común, pero los muy hijos de puta nos dejarán también hoy
sin aire acondicionado en el autobús. Harto estoy. Ayer murieron ochenta niños en Mosul. Que todo
eso está muy bien, pero que no se puede hacer nada, hay que vivir como se puede. Ayer murieron
ochenta niños en Mosul. Y le tuve que dar el biberón a las cuatro de la mañana, qué infierno. Ayer
murieron ochenta niños en Mosul. La mantequilla, cuando está suave y caliente, se impregna mejor
en la tostada. Por eso odio cuando me la ponen recién salida del frigorífico. Es como el café, lo
pides templado y te lo traen ardiendo, hay que ser gilipollas. Estas cosas me sacan de quicio.
8. NUNCA PASA NADA

La vaca permanecía estirada en el centro de la calle como una alfombra, moribunda, embarrada en
heces, atravesada por agujas muy finas que sobresalían en un costado y brillaban al sol. En este
pueblo nunca pasa nada, me dijo Maite, despejada como siempre, resplandeciente, feliz. Me
preguntó por mis hermanos, por Jaime y su enrolamiento en el ejército, por el cultivo de patatas.
Debajo de su zapato izquierdo había un chicle. A unos centímetros, la pezuña del bóvido se movía
muy lentamente, como un insecto herido de gravedad que lucha sin embargo por su vida. Me di
cuenta de que Maite no se había cepillado los dientes: en uno de sus incisivos colgaba el resto de
una pieza de verdura. De modo que la perfección es imposible, pensé. Aunque ella retomó su paso
con el orgullo de un pavo, nada la libraría de dar con ese terrible hallazgo tarde o temprano. Se
miraría al espejo, y se daría cuenta de que su sonrisa infalible le había tendido una cruel trampa. La
vaca seguía gimiendo, la voz era ahora siniestra y gutural. El panadero saludó con la mano derecha;
como la agonía de la vaca parecía impedirle la comunicación con el tendero, elevó hipócritamente
el tono de la voz. Dónde se había metido María, decía, hace mucho tiempo que no la veo, decía.
Alguien pisó inadvertidamente la cabeza de la vaca. Aún no era mediodía. El reloj de la torre
sonaba con estrépito, pero era incapaz de sobreponerse al llanto del bóvido. Se encuentra de viaje de
estudios en Italia, dijo el tendero, que ahora tenía que gritar para hacerse oír. Una vieja pasó a su
lado santiguándose, y entonces decidí que era hora de llevar a cabo mis gestiones. Cerré de un
portazo y me encaminé hacia el banco. Deposité el cheque en la cuenta y saludé a Emilio, que
jugaba con un palillo en la comisura de los labios. Afuera comenzó a llover. Al cabo, vi a Maite- los
hombros caídos, el rostro compungido- atravesar el cuadrilátero de la plaza. La saludé entre la
lluvia pero no me miró. Pasó al lado de la vaca, pero la agonía se había desvanecido y un silencio
opresivo nos cautivó a todos.
9. DONDE NO HAY LUZ

Hay días especiales, de esos que no se pueden describir. Horas sagradas, incomunicables. Minutos
en los que cruzamos el umbral. Porque casi siempre hay un remedio de última hora para todo- ese
trago largo de cerveza, ese cigarrillo devorado, la patada salvífica a la papelera- pero hay días,
horas, minutos, en los que esos remedios no bastan. En los que es preciso un acto más. Entonces ya
estamos al otro lado. Y ya no podemos hablar.

Llovía con fruición, todo alrededor pareció oscurecerse, aunque creo que eran mis ojos, mis ojos
estaban oscurecidos, los restregaba una y otra vez y cada vez veía menos, solo podía escuchar el
ruido de la pala y la resistencia del barro húmedo, y yo me preguntaba cómo era posible que el
barro húmedo estuviera tan compacto, que fuera tan difícil retirarlo, porque el agujero era todavía
demasiado pequeño y los brazos sobresalían diez centímetros por encima de la superficie, la lluvia
me empapaba los ojos, me cegaba los ojos, y la pala se escurría en el barro y se hundía al lado del
cuerpo, como si no quisiera saber nada de ello, como si se empeñara en hacer mi insidiosa tarea aún
más difícil, la mano no se cerraba, era como un cristal endurecido, como un vidrio irrompible, la
golpeaba con el extremo de la pala pero no lograba cerrarla, la mano seguía abierta, era una plegaria
encendida contra la lluvia, contra mis ojos, contra el mundo; nunca he visto un grito de la
naturaleza tan brutal y ensordecedor, un lamento tan ávido de venganza. Yo intentaba pensar en el
placer del cuchillo enterrado en la carne, pero ya no lograba recordarlo, porque me ardían los ojos,
mis ojos estaban oscurecidos, empapados, no podía ver nada...

Casi siempre hay un último freno de emergencia disponible. Otras veces el tren nos lleva más allá
del umbral. Donde no hay luz.
10. VANO AFÁN

Antes lo intentaba, muy a menudo; pero ahora me he dado cuenta de que la búsqueda de la razón no
es sino un instinto impositivo de nuestros testículos, la afirmación sofisticada de las gónadas. Quien
logra casarse con la razón, tiene sin duda un matrimonio atribulado. Desdichado. Y al final, en
realidad no ha hecho sino casarse consigo mismo. Con su deseo de poder. Con la satisfacción de su
venganza.

Afanarse no siempre es malo, pero, ¿afanarse por nada? (Pedir cita con el peluquero. Guardar los
restos del cadáver en el cobertizo del jardín).
11. LOS TESTIGOS

Llevo varios días espiando a mis excrementos. Sé que me miran cuando no me doy cuenta, sé que
están al tanto de mi existencia. Cuando era un muchachito, un compañero de clase me planteó una
vez qué haríamos si de pronto nuestros excrementos nos persiguieran. Él se reía, le parecía
divertido, pero yo lo imaginé como la cosa más terrible que podía salir de una mente humana. Tiras
de la cadena y el testigo sigue ahí. Te levantas y te sigue, como un perro fiel, como un compañero.
Ellos nos conocen mejor que nuestras madres. Señalan nuestra vergüenza, se ríen de nuestro inflado
orgullo. No podemos huir nunca de ellos, como tampoco pudieron hacerlo Sófocles, Alejandro,
Aristóteles. Nada excrementicio me es ajeno, pudo dejar escrito Publio Terencio Africano. Para
ellos no lo somos. Para los que te miran. Los que te disecan con la mirada. Los que testifican contra
ti. Los que te desnudan.

Yo no ceso de espiarlos, pero sé que son ellos los que no quitan sus ojos sobre mí.

12. EN EL MOSTRADOR
Ponme dos pechugas de pollo, le dije al carnicero. Mostró su diente de oro en esa sonrisa cínica y
descarada, algo violenta, un gesto hipócrita, como si supiera que vivo de mi mujer y que no me
interesa buscar un trabajo. ¿Algo más?, respondió, y esta vez parecía cansado, aunque sus manos
aún temblaban sobre la pechuga deshuesada. Siempre me ha gustado el fresco de las carnicerías y
las pollerías, dan como un aire aséptico a las tiendas, pero hoy, al ver esa colección de cabezas de
cerdo, de muslos, contramuslos, intestinos, vísceras arremolinadas en forma de espiral, salchichas
gordas y delgadas, rojas y blancas, anchas y estrechas, orejas, tripas, pezuñas, al ver ese museo
frigorífico del vientre y el pellejo, adiviné el rostro sin forma de Eduardo, las piernas disecadas de
Alejandra, las orejas segadas de Álvaro, la piel envirotada de Lúcida, las entrañas de Roberto.
Todos mis amigos, descuartizados, me miraban como te mira ese ojo bóvido inerte cuando pides
unas lonchas de jamón ibérico en el mostrador de la carnicería. Ese ojo bóvido como un cristal
pulido a través del que te habla la muerte. La historia del pensamiento occidental habría sido muy
otra de haber sido el propio Descartes quien se encargara de hacer la compra en la carnicería. Voy
calentando la sartén.

13. FUNERAL
Nunca lo he entendido. Sabemos que vamos a morir como ratas, arrojados como bolsas de basura al
estercolero, y actuamos con total normalidad, excepto en el momento preciso, de cuyo
advenimiento teníamos noticia certera. Llorar ante el féretro es hipócrita. Criminal como la muerte.

Laura me cogía de la mano, y yo se la retiraba todo el tiempo; no quiero ver el rostro del abuelo, ya
te lo he dicho, le han puesto dos bolitas de algodón en las fosas nasales para que no se le escurran
los sesos, no necesito verlo, pero todos los demás, mirones obscenos, gozaban con ansiedad del
macabro espectáculo, igual que cuando la gente come palomitas mientras ve en el cine una película
de terror. Pero Laura insistía, yo tuve que marcharme para no herirla, para evitar que la situación se
volviera aún más violenta, sali del tanatorio y la luz del sol se estrelló en mis ojos, como un
puñetazo; el borracho del pueblo empinaba la cubeta como si no hubiera mañana y yo se la
arrebaté, sin permiso, bebía desesperado sin dejar de mirar al sol, con la esperanza de quedarme
ciego,

La muerte nos humilla. No lloréis ante mi féretro.

14. FRUTA DE TEMPORADA

Mi madre me convirtió en un inútil. Todo lo hacía por mí, todo lo decidía por mí. Hoy ha ido al
mercadillo. Quiere comprar algo de fruta para nosotros, pero como todavía tenemos algunas piezas,
le he dicho que las guarde en su nevera. Y allí siguen, junto a mi dignidad. Sobre ella crece el
sustrato fértil, la mucilaginosa putrefacción.

Hongo de la madre amantísima. No soy capaz de decidir. Vivid mi vida por mí.

15. EL OLOR DE LA LOCURA

La niña, a mi lado- trenzas rubias, mirada inocente de pescado- me preguntó a qué olía la locura.
Miré a mi alrededor, me fijé en esa mujer rolliza con el pelo desordenado que fregaba sin pasión el
pavimento. Huele a lejía, me parece que le dije. La niña me miraba con severidad, sin sonreír.
Estuve todo el día pensando en este tema, confuso, agotado. Puedo imaginarme los colchones
limpios, duros, las habitaciones blancas, el suelo perfumado, la mirada perdida en los abetos.
Alguien que se ríe violando la paz del silencio.
Ayer me contuve, improvisé una nueva ruta. Ahora, cada vez que veo a la señora de la limpieza,
pienso en la locura.

16. SACRIFICIO

Todos somos criminales. Como un Abraham que hubiera asesinado a Isaac.

Las orugas jugaban alrededor de mis piernas, pero yo estaba demasiado borracho para darme
cuenta. He vivido cosas maravillosas, de las que apenas puedo acordarme, porque siempre que las
disfruté estaba ebrio. Las tetas de Julia, los besos con lengua de Leticia. Había una fiesta pero yo
estaba demasiado enfermo para poder disfrutar de ella. Las orugas entraban en mis oídos, como
mineros expertos y ávidos, y yo me reía sin cesar, aunque estaba ciego. De esta experiencia solo
tengo una cifra abstracta, un expediente sin vida. No puedo recordar. No sé donde he vivido. Las
orugas penetran en mi frente como una marabunta de huérfanos. También ellas quieren su
explicación.

¿Qué has hecho con tu vida?, me dijo el viejo. Yo simplemente empujaba su silla, en dirección de
los acantilados. El viento soplaba en nuestro rostro. Nos hería. No he sido nada para nadie. Como la
piedra. Como las olas. Soy Abraham llevando en una silla a Isaac. Soy un criminal.

17. INFECCIÓN

Estuve en el parque, arrojando pequeñas bolitas de pan a los patos. Están sucios y desarrapados. A
lo largo del camino encontré todo tipo de cosas en el suelo: compresas, preservativos, cigarrillos
aplastados, botellas vacías. Tuve que badear un árbol quebrado. El agua del lago era de un amarillo
sucio, del color de una esponja cuando absorbe el orín. Los patos comenzaron a gritar, igual que una
un grupo de hinchas de fútbol cuyo equipo acaba de ganar. Me senté un rato junto a la caña de
pescar abandonada. Una pequeña oruga trepaba por el mango. Esta mañana me di cuenta de que la
infección ha ido a peor. No lo voy a contar, no quiero contarlo. Quiero simplemente que la
naturaleza tome su curso. Como el río que obedientemente desciende de la cumbre. Llevo más de
diez años con esta infección. Es mi compañera, mi confidente. No voy a traicionarla.
18. ALEJANDRO

Es difícil ponerse en el lugar de Alejandro. Cuando llega a la oficina y abre el archivador, se


encuentra con una cabeza humana deformada. Luego se sienta en la mesa e intenta concentrarse en
el trabajo, pero el jefe le hace un gesto con la mano derecha y no le queda más remedio que mirar.
Junto a él, junto a su encargado, una figura blanca y traslúcida se eleva sobre el suelo unos metros
hasta alcanzar el techo. Alejandro pone cualquier excusa para desaparecer y refugiarse en el baño.
Ahora la voz es más grave- puedo soportar casi todas las voces, pero ésa no, ésa me pone los pelos
de punta, me quedo pálido y siento que me voy a desmayar de miedo- y al lavarse las manos, cosa
que hace de forma compulsiva y dolorosa, no puede quitar la vista de las orugas que penetran en sus
venas, incrustándose como raíces firmes bajo la corteza de su piel, y entonces- intento lavarme la
cara con agua fría varias veces, y si no funciona, me pellizco hasta hacerme sangre -, tras ponerse la
píldora en la lengua, retorna rápidamente a su puesto de trabajo, hace un último esfuerzo de
concentración y -lo primero es ordenar el escritorio, eliminar los archivos antiguos, actualizar la
agenda y clasificar las citas urgentes – escucha la voz de un compañero al otro lado.

Alex, ¿cómo lo llevas hoy, chico?- de su boca cuelga una larga lengua sinuosa, de color azulado, el
brillo ambarino de sus ojos traiciona su origen extraterrestre-, y Alejandro hace un gesto indiferente,
sigue tecleando con furia en el ordenador, y al final, cuando regresa a su casa, la madre tiene
preparado el plato de lentejas y el vaso de agua con la píldora que tiene que tomarse antes de
dormir. No se te olvide- le dice la madre cariñosamente, y acaricia su frente con esa suavidad propia
de quien se ha encomendado una labor incondicional de protección-. Toma la pastilla y se mete bajo
las sábanas: el único lugar de este mundo donde no hace frío.

19. SOLO UNA VEZ

Antes, en un tiempo muy lejano, yo no podía dormir a causa de los remordimientos.

Que Juan haga lo que quiera, yo no puedo oponerme a ello; cada cual tiene que responder ante sí
mismo por su actos, exactamente como yo mismo estoy haciendo ahora. Ruth no tenía razón,
porque nuestros secretos no pueden ocultarse por siempre. Ahí están los sueños repetitivos, las
pesadillas que nos quitan el aliento, para recordárnoslo.

Confesaba mis crímenes, pero no podía eliminar mi culpa. Siento ese pequeño desahogo, esa
brevísima pausa en que mi mente se limpia, y, al cabo, como un peso negro e insoportable, retorna
la culpa. La primera vez que me ocurrió fue delante de mi madre; yo tenía diez o doce años de edad,
y mi rostro estaba cubierto por las lágrimas. Tocarse ahí abajo era en aquellos tiempos un crimen
moral, una suciedad que había que extirpar como fuese. Los viejos tótems nos miraban. La
ingenuidad infantil es como un cristal frágil que se rompe con un soplo. Luego ya no se puede
reparar.

Tampoco la suciedad en los ojos, recuérdalo cuando vuelvas a hacerlo: la suciedad de tus ojos, la
costra sobre tus párpados, eso tampoco lo puedes olvidar. Recúerdalo.
La culpa es un gusano que tan solo roe una vez. Después somos como puertas abiertas, quebradas, a
través de las que penetra el viento sucio. Pero ya no nos importa mancharnos.

20. BAJO LAS ANTORCHAS

No tengo teorías, solo retazos, fragmentos que van y vienen, están conmigo un tiempo y
desaparecen. No busquéis en mí una sabiduría que no exista en la ceniza. Busco mi rostro en
azulejos incoloros, pero la llama es débil y no alumbra. Otros que saben, que portan la antorcha.

Y para qué cruzar a través de esos puentes, le dije, para qué esa voz engolada y altiva que quiere
exhibir discernimiento y juicio. Nosotros vamos tras los galgos, corremos con ellos hacia el
precipicio. Necesito ver las olas, os necesito junto a mí. Somos cerdos descabezados, puercos que el
diablo ha poseído. Cristo airado nos señala el rumbo. Allá abajo no hay teoría, lo único que hierve
es la sopa indiferente donde cesaremos.

Camino junto a los que portan la antorcha, pero no me fío de su luz.


21. LISTA DE LA COMPRA

Tengo que comprar:

1. Cinco botes de lejía

2. Espuma de afeitar

3. Candados

4. Una cadena grande de hierro

5. Una sierra eléctrica

6. Un bidón de gasolina

7. Un bote de pintura, unos guantes y una cuerda. Y parches, muchos parches. Parches contra el
dolor del alma.
22. MALOS HÁBITOS

A nosotros nos lo contaba muy a menudo. Hoy se me ha quemado la comida porque estaba ocupado
terminando un relato, decía, y todos sonreíamos y lo tomábamos como una excentricidad suave,
nada reprochable. Pero luego venía otro día y decía que había discutido con su mujer, que,
concentrado en escribir, había descuidado el trato con ella y ni siquiera se había dado cuenta de que
estaba gravemente enferma. ¿Qué tiene que pasar- decía- para que me hagas caso alguna vez, si ni
siquiera hallándome al borde de la muerte merezco tu atención?. La cosa se volvía cada vez más
seria, y un día llegó a perder el trabajo por culpa de su 'hábito'. Su familia le envió al psiquiatra, y
aunque estuvo durante muchos meses luchando contra esa manía impulsiva y feroz, solo la
medicación pudo ayudarlo a tomar el control de la situación. Hace unos días, después de varios
años, lo encontramos sentado en un banco, en la Plaza Santa María. La ceniza de su cigarro se
inclinaba peligrosamente hacia el suelo. Desvaído, nos saludó como si fuéramos unos extraños.
¿Sigues escribiendo?, le dije, y sin pronunciar una palabra, me enseñó el muñón vendado. Su
sonrisa era estúpida, vacía. 'Si tu ojo te molesta, arráncatelo', dijo, y seguimos caminando,
confundidos. Pedro pidió una caña, yo recurrí al vino tinto. Al salir del bar, hacía un calor
espantoso. La ebriedad nos afectó de forma negativa. El banco en el que nuestro amigo se sentaba
hacía unos minutos estaba ahora ocupado por una mujer que daba el pecho a su hija. Pedro se
marchó pronto, tenía cita con el dentista.
23. EL COLECCIONISTA

Mi nombre es Ramiro Martínez y colecciono cabellos. No sé muy bien qué hago aquí, me dijeron
que escribiera en un papel, y eso intento hacer. Como digo, colecciono cabellos. Los busco donde
puedo, en los bancos de los parques, en los mostradores de las tiendas, en los asientos del
ferrocarril. Me gustan sobre todo los rizos largos y de color rojo. Me recuerdan a mi madre. Mi
intención es conseguir juntar todo el cabello posible para formar una cabellera. Ya tengo el
pegamento y las tijeras. Cuando lo consiga, me la colocaré sobre la cabeza, la cabellera, digo, y
saldré a la calle con ella. Iré vestido de mujer, con una falda corta, como hacía mi madre. Me excita
que la gente me mire. Quiero que me miren como se mira un escaparate. Con fruición y deseo. Con
cierto sentimiento de culpa. Ya he terminado y hace calor, ¿puedo salir de aquí?
24. OMNI DETERMINATIO EST NEGATIO

Embelesados tal vez por un instante, pero de inmediato retornamos al papel como quien mira a
alguien del que todavía no se fía por completo, y retiramos la mirada con asco, con culpa,
castigándonos por haber cedido a ese obsceno placer o satisfacción aparente que no era sino una
embriaguez momentánea y ridícula. No, no puede ser de otro modo: nuestra propia escritura, si
revela de verdad lo que hay en nosotros, tiene que provocarnos repugnancia, como lo haría la visión
de nuestras vísceras, nuestras entrañas. El rubor, la náusea, la culpabilidad. Quien escribe comete un
crimen contra sí, del que hay improbable absolución.

25. SOLDADOS DE LA TIERRA


Le dije a Marcos que retirara la comida que Gufi había dejado en el plato, porque luego se seca y ya
no quiere comer más, pero como no me hizo caso, esta mañana me he encontrado con un ejército de
hormigas atraídas por el alimento. La naturaleza, ya se sabe, nunca desaprovecha nada. Ahora me
encuentro hormigas hasta en las bragas. Están por todas partes. (Como se trata de bichos muy
pequeños, Gufi, a pesar de su instinto cazador, es incapaz de reconocerlos, y por tanto, hace como si
no existieran).

Siempre están ahí, al acecho. Nuestra vida cotidiana consiste en retirarlos todo el tiempo que
podamos, pero se trata siempre de un aplazamiento, de una prórroga. Son los soldados de la tierra,
los hijos fieles de la muerte. Y cuando nos despistamos un momento, ya están ahí, llamando a la
puerta. Nunca les abrimos. Pero habrá un día en el que la puerta se abrirá. Y nosotros ya no
podremos impedirlo.

26. TEJER EL HILO QUE NO CESA

Pude comprar 'Esa visible oscuridad', de William Styron, pero una extraña pesadumbre cayó sobre
mí como una oscura e inevitable maldición. Todos los libros a mi alrededor eran cajas con pulgas,
pequeños ataúdes repletos de escoria maloliente y húmeda. Hace mucho calor ahí afuera, le dije a
Natalia. Ella había descendido mucho antes que yo, y lo mejor de todo es que lo había hecho con
una más profunda sabiduría- incluso para descender hay un arte y un talento, que no todos
poseemos- y su rostro de piedra había abandonado hacía tiempo este montón de hojas secas y
amarillas que llamamos vida; pero yo permanecía en la orilla, en la costra, sufriendo esa indigestión
que se empeña en revelarnos la imbatible inanidad en que consiste todo, y sin la capacidad para
forzarla hasta sus últimas consecuencias. Por eso yo sigo siendo un esclavo, y Natalia es libre.

Por eso nos veremos otro día más, en el suburbano, en la oficina, en el viejo supermercado, en la
floristería, en la pescadería o en el cementerio: por eso y por la persistencia de nuestra cobardía, que
es lo único sólido en este mar de espectros, y encenderemos juntos un cigarrillo sin poder mirarnos
fijamente al rostro, porque esto es lo propio de cobardes, retirar la mirada e inclinar el rostro hacia
el suelo. No otra cosa sabemos hacer los que todavía seguimos vivos, y es que es en verdad la única
tarea que se nos pide. No enfrentarnos, no despertarnos, sino perseverar en nuestra obediencia y
seguir tejiendo el hilo que no cesa.

Es el calor de ahí afuera. Creo que se lo dije a Natalia, pero ella ya no estaba allí cuando me di la
vuelta para mirarla.

27. COMO LOS HÉROES DE HOMERO

El viejo pueblo es un ataúd que se pudre poco a poco. Porque incluso los ataúdes se pudren y
desaparecen. Los carteles desteñidos de las antiguas tiendas se inclinan pesadamente hacia el
pavimento, buscando acaso una última absolución. Las viejas arrastran sus cuerpos amorfos como
piedras o losas que hubieran recubierto un cuerpo para contenerlo en su interior. La memoria se
pierde: estos jóvenes de hoy-nómadas, desenraizados- sembrarán sus huellas en países extraños, en
desiertos remotos. La carne caída se seca al ritmo de esta colosal putrefacción: callejuelas como
pieles avejentadas que muestran sus rudimentos colonizados por el polvo. Ese silencio solo habitado
por pájaros y el eterno arado. Mis padres- que viven por aquí cerca- se pudren con la misma
lentitud, envueltos en esa atmósfera de sueño de un mundo etéreo y casi pastoril. Como si los niños
pudieran perpetuar su infancia evanescente. Pero la carne es obstinada, y la luz más débil cada día,
pues como los héroes de Homero somos 'presa de perros y pasto de aves', y las sombras crecen
junto con nuestros infortunios, desdichas, méritos y logros; hay que escapar de aquí cuanto antes,
me digo, hay que huir antes de que la sombra también me alcance a mí

pero ya lo ha hecho, y me ha cubierto con su piel putrefacta: como las viejas escorias de aquella
casa de la esquina, que crecieron sobre la herencia familiar. Como los maizales podridos por la
humedad y el asfalto abandonado. Yo también me pudro poco a poco, junto a aquellos que me
dieron la vida, que me acarician con su mano cadavérica y me envuelven en sus cabellos grises; los
hongos crecen en mis pies iluminados por el cariño materno y las losas de la memoria y la familia,
formando un túmulo sublime, un mausoleo elevado sobre los cadáveres de falsas esperanzas,
huecas profecías y hábitos corruptos; es mi padre elevando la silla en el aire y mi madre llorando en
las esquinas. La sombra ya ha cubierto nuestros ojos; es este animal inmenso cabalgando sobre
nuestros hombros.

Según la Biblia, es fácil ahuyentar al demonio. Simplemente hay que negarlo enérgicamente.
¡Vete!, le dijo Cristo al Diablo en el desierto, y el demonio huyó. Pero no es tan fácil negar el
demonio en uno mismo. ¡Vete de aquí!- le digo-, pero la costra de mi espalda se endurece. En el
cartel desteñido de la tienda se vislumbra, verano tras verano, una palabra incomprensible.

28. AMOR Y ORUGAS

Como un excremento cuyo olor hondo y amargo hemos asimilado en nuestra mente, así la familia:
desecho de amor y orugas, cúmulo de huesos y esperanzas que se elevan en el cielo, ceniza
ahumada por el viento. No podemos sino alejarlo y al mismo tiempo apretarlo contra el corazón. Y
contra la razón.
29. PROMOCIÓN

Aunque yo siempre le veía paseando por aquellos parques abandonados, mirando en los
contenedores, o arrojado como un cuerpo inerte sobre un banco, me parecía un tipo con una
sabiduría especial. Un día me dijo que lo único que tenemos que hacer en la vida, ya se sabe, para
sobrevivir y todo eso, es ocultar de la mejor forma que podamos nuestros muertos. No se refería a
nuestros familiares, sino a unos muertos que están siempre con nosotros. Y si sabes ocultarlos,
decía, entonces ganas la partida. Puedes jugar en otras ligas. Promocionarte. Salir endeble de la
lucha por la vida. Machacar a tus contrincantes. Esas cosas. Me ofreció un poco de su vino pero yo
lo rechacé, no sé muy bien por qué. Hay que ser un asesino profesional para poder sobrevivir, dijo.
Luego terminó el cartón y lo arrojó entre los escombros.
30. LA MANCHA

Voy a todos los lados con mi mancha. Parece tan importante -la mancha, digo- que ya comienzo a
pensar si no será que a través de ella ha nacido el mundo. Y casi me contesto a mí misma. Pero
aunque hubiéramos sido la jodida Afrodita, nadie nos habría quitado las horas de vergüenza, de
dolor y de ira que hemos sufrido a causa del estigma. Tachadas, negadas, y con la misma virulencia
esquizofrénica, codiciadas como si fuéramos un billete de cien euros manoseado por mil hombres.
Compartimos con los animales la degradación violenta a la que somos sometidas en manos de
varones, y con los ángeles el desprecio por la testosterona disfrazada de razón. Culpables por haber
nacido, casi por ser testimonio de los crímenes del otro, nos arrastramos entre serpientes y
pasadizos subterráneos, y al sonido de la campanilla tenemos que bajarnos las bragas y callar. Pero
ya estoy harta, harta de sentir culpa por mi mancha; sueño con una matriz grande como un océano
que se parta sobre las sienes de los hombres, que quiebre sus sueños inmundos de poder,
sometimiento y civilización. Nosotras, las subterráneas, no necesitamos más virilidad. Nos basta
con las sombras que habéis arrojado a nuestro foso. Dejadnos vivir en paz, sin luz, con nuestra
mancha.

31. LA VENGANZA

Jaime ha encontrado un hueso esta mañana en el parque, dice que luego me lo enseñará. (No sé si
nos veremos hoy, creo que en la clase de matemáticas, pero no lo sé con seguridad porque mamá ha
dicho que tiene que llevarme al médico). Tengo muchas ganas de ver el hueso de Jaime, y también
tengo ganas de enseñarle lo que yo he encontrado: un montón de cabello enterrado bajo el suelo. Si
me gusta el hueso, y a él le gusta mi cabello, quizás podamos intercambiárnoslos. Mamá ha dejado
un plato sucio en el fregadero y he encontrado un gusano (lo he guardado en mi caja de secretos).
No me gusta cómo mira el jardinero. Es como si tuviera dos caras, algo así. Una cara buena y una
cara mala. Una cara con la que te da los buenos días y otra con la que te dice cosas malas. Hay una
grieta en el suelo del patio, y me da miedo mirar a través de ella. El jardinero dice que por ahí se
cuelan el mal y los demonios. Hay gente mala, pero Jaime y yo nos vengaremos. Estamos
construyendo sus cuerpos y un día nos vengaremos.

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