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TRES CUENTOS BREVES DE ENRIQUE ANDERSON IMBERT

La muerte

La automovilista (negro el vestido, negro el pelo, negros los ojos pero con la cara tan pálida que a pesar
del mediodía parecía que en su tez se hubiese detenido un relámpago) la automovilista vio en el camino
a una muchacha que hacía señas para que parara. Paró.
—¿Me llevas? Hasta el pueblo no más —dijo la muchacha.
—Sube —dijo la automovilista. Y el auto arrancó a toda velocidad por el camino que bordeaba la montaña.
—Muchas gracias —dijo la muchacha con un gracioso mohín— pero ¿no tienes miedo de levantar por el
camino a personas desconocidas? Podrían hacerte daño. ¡Esto está tan desierto!
—No, no tengo miedo.
—¿Y si levantaras a alguien que te atraca?
—No tengo miedo.
—¿Y si te matan?
—No tengo miedo.
—¿No? Permíteme presentarme —dijo entonces la muchacha, que tenía los ojos grandes, límpidos,
imaginativos y enseguida, conteniendo la risa, fingió una voz cavernosa—. Soy la Muerte, la M-u-e-r-t-e.
La automovilista sonrió misteriosamente.
En la próxima curva el auto se desbarrancó. La muchacha quedó muerta entre las piedras. La automovilista
siguió a pie y al llegar a un cactus desapareció.

El suicida

Al pie de la Biblia abierta –donde estaba señalado en rojo el versículo que lo explicaría todo– alineó las cartas:
a su mujer, al juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se acostó.
Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno.
¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces
disparó su revólver contra la sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien -¿pero quién, cuándo?- alguien le había
cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro balas.
Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel, mucamos y
curiosos acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos.
Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un
balazo en la sien.
Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se fue dando cuchilladas. La hoja se hundía en las carnes
blandas y luego salía limpia como del agua. Las carnes recobraban su lisitud como el agua después que le
pescan el pez.
Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando.
Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la calle el tendal de hombres y mujeres desangrándose
por los vientres acuchillados, entre las llamas de la ciudad incendiada.

Tabú

El ángel de la guarda le susurra a Fabián, por detrás del hombro:


—¡Cuidado, Fabián! Está dispuesto que mueras en cuanto pronuncies la palabra zangolotino.
—¿Zangolotino? —pregunta Fabián azorado.
Y muere.

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