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ZICO

Orlando Mazeyra Guillén

En una esquina del jardín trasero de la casa, escondida


detrás de los geranios, descansa mi mochila. En el fondo de
la tierra también descansa Zico.
Miro el desencajado rostro de mamá y, simulando estar
mejor, le digo que ya no llore. Y que, por favor, me deje solo
un momento. Asiente en silencio. Toma un par de lampas
que son del jardinero y se retira a la cocina. Me agacho, abro
despacio el cierre de la mochila y saco el recuadro de már-
mol que yo mismo hice hacer con la debida antelación. Lo
acomodo con paciencia en el extremo izquierdo del jardín.
Estoy cubierto de sudor, el mediodía del verano me cae en la
cabeza. Pasé toda la mañana cavando: me duele la columna
y me tiemblan los brazos debido al esfuerzo. Me siento dé-
bil, lo cual no es novedad. El silencio se hace denso mientras
leo el mensaje —una sola palabra— que le hice poner en le-
tras doradas.
«Apenas lo vi, me ilusioné», comentó hace muchos años mi
padre mientras le ponía en el hocico una presa de un pollo a
la brasa. Aquel día lo trajo a casa. Comienzos del año 1998. Él
acababa de ascender a coronel y quería darnos un regalo antes
de viajar a una capacitación en La Base Aérea de Las Palmas.
El regalo era, sin duda alguna, chusco. Chusquísimo a la
vista, no había que ser un experto en la materia.
Mi hermana fue la primera que se animó a sacarlo a pasear
al parque, pues yo sentía mucha vergüenza. Se van a burlar de
nosotros, pensé. Mi hermana, en cambio, lo abrazó. Matilde le
dijo: «Cachorrito, eres un ñatito hermoso».
«¿Es una rata?», preguntó Esteban Klepaski, el hijo de uno
de mis vecinos. «¡Te lo advertí!», quise decirle avergonzado a
Matilde pero pudo más mi enfado. «No, imbécil. Es tu viejo,
¿no lo reconoces?», le dije molesto y descubrí la mata de pelos
blancos en su pata izquierda. Todo su lomo era café oscuro,
sus patas también, a excepción del final de la pata delantera
izquierda que era de color nieve. «Es zurdo como yo», pensé.
«Mi viejo no está ciego», me respondió Klepaski mientras
señalaba, burlándose, uno de los ojos de mi mascota. Matil-
de lo tomó en sus brazos y empezó a auscultarle los ojos. Un
inconfundible gesto de lástima presagiaba algo que me iba a
avergonzar aún más: «Es verdad, el perrito tiene como una
nube en el ojo, tendrá que verlo un doctor».
Esteban Klepaski seguía burlándose del cachorro —que,
luego lo sabríamos, tenía una retina desprendida—, pues él
poseía una pareja de finísimos fox terrier muy bien entre-
nados. Si sus amos pronunciaban algo parecido a «bussshca
mata» (con énfasis en la «s»), los animales atacaban al primer
perro o persona extraños que veían cerca. No hay nada más
estúpido que entrenar a un animal para atacar a los demás.
Muchas veces me contaron que a los comandos de la Fuer-
za Aérea del Perú les «regalaban» cachorros: los hacían criar a
sus mascotas, encariñarse con ellas y, luego, matarlas sin mi-
sericordia, abrirles el tórax con un filudo cuchillo, bañarse en
su sangre dando alaridos de guerra. Y tragarse las vísceras del
animal ajusticiado para coronar el espanto que sólo un sub-
normal podría considerar un acto viril que forma el carácter
y prepara para enfrentar al enemigo sin chistar. De ello nada
puedo opinar, porque alguien que es capaz de quitarle la vida
a su mascota me parece un ser despreciable al que todas las
calamidades del mundo deberían perseguir. La más justicie-
ra: la muerte. Sí, cuando me exalto o pierdo los papeles —me
ocurre a menudo cuando pienso en las bestias cavernarias
que piden sangre en Acho, ese recinto taurino que da fe de
que no servimos para nada— me vuelvo devoto de la Ley del
Talión.
Al volver a casa le conté la anécdota de la rata a mamá y, sin
meditarlo mucho, culpé a mi padre por traernos una mascota
chusca. Mamá, en cambio, ya tenía un nombre para el perro:
Ayrton, como el célebre corredor paulista que murió en Imo-
la, Italia.
«¿Ayrton?», le pregunté. «Claro», me dijo, «¿a ti no le en-
canta ver la fórmula 1?».
«El perro es zurdo», le dije mostrándole la pata blanca.
«Entonces se llamará Zico», dictaminó mamá.
Sí, yo nunca lo vi jugar, pero Zico había sido un brillante
futbolista zurdo. Así, poco a poco y casi sin percatarme, ter-
miné encariñándome con Zico que parecía pequinés aunque
no lo era. Parecía perro, aunque —en el fondo— tampoco lo
era. Parecía un ser humano… pero no lo era. Se convirtió en
mi hermano menor. Cuando venían las depresiones, él tam-
bién se ponía triste; se le notaba en el rostro. Nunca me aban-
donaba. Permanecía, con la mirada mohína, recostado al pie
de mi cama. Sólo nos distanciábamos cuando yo viajaba.
Zico vio muchas cosas importantes: mi ingreso a la univer-
sidad, la aparición de los primeros amores e inclusive todavía
lo recuerdo amonestándome con un par de ladridos la vez que
robé algunos adornos de la sala para empeñarlos y poder irme
con mis amigos a pasar la semana santa en las playas de Huan-
chaco (en el norte del país) sin el permiso de mis padres.
Con el paso de los años apareció un problema neurológico
(muy común en los pequineses, según me dijo la veterinaria)
que le provocaba ataques espantosos que lo dejaban asustadí-
simo, con la lengua afuera. Temblando, con las patas tiesas.
—Le dan ataques epilépticos —me explicó la veterina-
ria—. ¿Sabes lo que es la epilepsia?
—No —le mentí porque siempre me avergonzaba recono-
cer delante de extraños que yo había sufrido del pequeño mal.
Ella, entonces, empezó a explicarme cómo eran esos ataques
que yo conocía por propia cuenta. La enfermedad hizo que
nuestra relación fuera más entrañable.
Cuando le venían los ataques, Zico se ponía duro como pie-
dra y no dejaba de jadear. Yo sólo me recostaba con él en el sue-
lo y me quedaba sobando su lomo mientras le acercaba un poco
de agua en un pocillo de plástico (o echándole un poco de agua
mezclada con gotas de clonazepam en el hocico con ayuda de
una pipeta), esperando que Zico se recuperara. A veces tardaba
horas en mejorarse. Yo dejaba de almorzar con tal de perma-
necer a su lado. Le recetaron fenobarbital y se quedaba quieto
durante largos ratos, atontado, torpe. Golpeándose contra las
paredes. Apocado por ese potente medicamento.
Todo empezó a empeorar. No podía exponerse al sol
como a él le encantaba. Cuando salía a pasear al jardín se
ponía mal… Zico dejó de ser el mismo y una artritis fulmi-
nante lo puso en un estado calamitoso. Le tenía que dar la
comida a la boca. Le compramos pañales. Parecía un ancia-
no: decrépito e indefenso.
«Está sufriendo mucho», reflexionó mi padre: «Decidan
ustedes».
—Decide tú, hijo —me dijo mamá—. Es tu perro.
¿Mío? ¡Pero si fue papá quien lo había comprado! Él se
animó a explicarme que en la veterinaria le podían poner
una inyección para que se quedara dormido. Ningún sufri-
miento. Sólo una inyección que lo haría dormir. Una plácida
siesta. Sonaba bien. ¡Excelente! Había un pequeño problema:
Zico no volvería a despertar. La siesta sería eterna. ¿Estaba
de acuerdo? No. Mamá me dijo que si Zico pudiera hablar,
entonces él no dudaría en sugerirnos que le apliquemos la
eutanasia. No conocían a Zico, él, a pesar de sus achaques,
se aferraba a la vida. Claro que sí, por eso no se dejaba morir.
—Mamá, ¿a ti te gustaría que yo te durmiera si contraes
una grave enfermedad?
Su silencio implicó mi victoria: fue como un golazo de Zico
en el Maracaná.
Cómo se esforzaba mi can por volver a ponerse de pie. Yo
lo ayudaba. Él, torpe hasta la lástima, volvía a caerse. Me la-
mía la mano y me miraba como pidiéndome que decidiera.
Es suficiente, pensé.
Un sábado, por la mañana, lo llevamos a la veterinaria. La
mujer, primero, lo indujo al sueño y nos indicó que pasára-
mos a contemplarlo vivo por última vez: «Todavía está dur-
miendo, pueden despedirse». Yo me aferré a él y le besé la
cabecita. Me puse a llorar y le dije: «No te vayas, Zico, yo tenía
que irme primero». Le frotaba el lomo y la veterinaria, ganada
por la triste escena, también mostró algunas lágrimas que me
hicieron pensar que desistiría… que nos diría que mejor no lo
durmiéramos para siempre. No fue así: «No te sientas mal»,
me rogó, «el perrito, en ese estado, ya no disfruta de la vida,
¡cálmate!». Mi madre me sacó de esa sala y lloramos juntos. A
los pocos minutos la veterinaria volvió. «Ya está», nos dijo.
«¿Lo traigo en una bolsa negra?».
Lo traeré yo mismo, le repliqué, nada de bolsas. Entré a
sacar a mi perro muerto y lo llevé a casa pegado a mi pecho.
Ya tenía lista la lápida. Hice un hueco con las lampas del
jardinero y, sí, recé por él. Era conveniente creer en Dios.
Mi hermana me dijo que Zico había captado mi sen-
sibilidad, por eso me quería tanto, más que a los demás:
«Piensa que ahora está corriendo en unos prados inmen-
sos y muy verdes».
Yo sé que está corriendo. Lo que no sé es dónde.
Cuando papá se dio cuenta de la lápida, montó en cólera.
Me dijo que no iba a permitir que su casa se convirtiera en
un cementerio. «Hemos debido enterrarlo en otro lado», me
dijo, «¿además por qué le pusiste ese mensaje? ¿Te parece
bien?». Me quedé callado y me fui a mi habitación mientras
él me advertía que iba a desparecer esa lápida. Por la noche,
a la hora de la cena le dije: «Papá, es que ése es mi deseo».
Nada más. Mi tragedia. La de todos (tengan mascotas o no).
Papá no tocó la lápida. Incluso a veces le pone una rosa.
Quizá entiende que, más que un deseo, es una esperanza,
una frase que devela mi porvenir. Algo que es muy probable
que no ocurra —dicen que, en el otro mundo, nuestras mas-
cotas nos ayudan a cruzar un gran río y yo no sé nadar—,
pero tal vez, en ese rincón impenetrable de nuestros sueños
más puros, se dará: «¡ESPÉRAME!».

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