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AMANECER
VUDU
Relatos De Horror y Brujería
Afroamericana

SELECCIÓN DE JESÚS PALACIOS

VALDEMAR 1993
Para Pedro Duque,
mi hermano en Regla Ocha,
porque él sabe

JESUS PALACIOS
Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3.
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UN PRÓLOGO QUE ES UNA ADVERTENCIA

¡V u—dú! Dos simples sílabas que despiertan en nuestra imaginación el obsesivo


sonido de los tambores, las cimbreantes figuras de bailarines poseídos por
oscuros dioses, ídolos de barro atravesados por alfileres asesinos. Viejas
películas en glamuroso blanco y negro, el lento desgranarse de los blues del pantano, los
ojos en blanco de zombis y muertos vivientes, el ritmo frenético de la rumba,
sangrientos sacrificios al pie de altares desconocidos... Bueno, bueno. Antes de seguir,
una justa advertencia, una necesaria aclaración: el Vudú, como su hermana caribeña la
Santería, es mucho más que esa imagen típicamente de género que hemos evocado
arriba. Son, de hecho, religiones populares afroamericanas cuya verdadera naturaleza
abarca complejos fenómenos sociales, culturales, religiosos e históricos. No en vano los
antropólogos optan, a la hora de referirse al Vudú, por emplear la grafía francesa propia
de Haití, escribiéndolo Vodoun, para diferenciarlo radicalmente del concepto
popularizado por el cine y la literatura fantástica, que lo han convertido prácticamente
en sinónimo de brujería y/o magia negra.
Los interesados en la verdadera esencia de las religiones afroamericanas pueden, y
deben, husmear entre las páginas que Alfred Métraux, Roger Bastide o Wade Davis han
dedicado al Vodoun haitiano, las que Zora Neale Hurston o Robert Tallan dedicaran al
Vudú y el Hoodoo —que en justicia debería escribirse Judú— del Sur de los Estados
Unidos; las que Fernando Ortiz y Lydia Cabrera, entre otros escribieran sobre la
Santería afrocubana, el diario de viaje del director de cine Henri Georges Clouzot a
través del Brasil, del Candomblé y de la Macumba, o las más recientes descripciones de
la moderna Santería neoyorquina, escritas por la portorriqueña Migene González
Wippler.
Porque lo que ahora tenéis entre las manos es un libro de relatos de horror. Todos
están, desde luego, relacionados con su lado más oscuro y siniestro, con las prácticas
mágicas, los hechizos y las maldiciones, las crónicas negras y los asesinatos rituales.
Sería absurdo negar el atractivo morboso que ejerce sobre nosotros esa cara oscura del
Vudú. Ya la simple realidad de la existencia hoy día de religiones basadas en el
sacrificio y las prácticas mágicas, no sólo en países tropicales y “atrasados”, como nos
gustaría creer, sino en el interior mismo de nuestras grandes ciudades, resulta
francamente inquietante para el hombre presuntamente civilizado. Y es que quizá lo
más terrorífico del Vudú sea cómo lo real y lo fantástico se entremezclan en él, de
forma difícilmente discernible. No estamos ante fenómenos sobrenaturales
incomprobables, ante paganismos ancestrales ya desaparecidos, ante criaturas más bien
míticas como vampiros y hombres lobo. Cualquiera que lo desee puede consultar las
incontestables pruebas reunidas en torno al caso de Narcille Clovis, el fenómeno zombi
más documentado de Haití. Y, sin llegar a extremos melodramáticos, cualquier turista
avisado puede asistir a ceremonias y fiestas rituales a lo largo de todo el Caribe y buena
parte de Sudamérica, visitar el Museo del Vudú en Nueva Orleáns, o comprar cualquier
accesorio que necesite para sus hechizos santeros en las muchas “botánicas” del Harlem
Hispano de Nueva York o de la Pequeña Cuba de Miami.
Son estos aspectos únicos, la contemporaneidad de una religión pagana procedente
del Africa oscura y su posible poder real, los que han hecho del Vudú uno de los temas
predilectos de la literatura fantástica y de terror. Desde los tiempos de “Weird Tales”, en
plena era dorada del pulp, el Vudú es presencia continua en el cuento de horror y,
aunque se eche quizá a faltar al arquetípico Hugh B. Cave, autor que residió largas
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temporadas en el propio Haití, de las páginas amarillentas de los pulps hemos


entresacado joyas como Madre de Serpientes de Robert Bloch, Palomos del Infierno del
texano Robert E. Howard —que aporta aquí el mito de la zuwenbi, verosímil invención
del propio Howard—, Papá Benjamín de William Irish —es decir, de Cornell
Woolrich—, y Desde lugares sombríos de Richard Matheson.
Junto a estos relatos de terror clásicos, encontraremos historias que les fueron
narradas a viajeros e investigadores como auténticas y libres de cualquier duda. Attilio
Gatti, Vivian Meik, el célebre William Seabrook —que con su clásico Magic Island
dejó bien establecidas las bases de la leyenda negra del Vudú haitiano—, la periodista
Inez Wallace, Lydia Cabrera, Raymond J. Martínez y el Dr. Gordon Leigh Bromley,
aportan sus experiencias —a veces personales— de la realidad del fenómeno zombi, de
la existencia de sectas secretas africanas y siniestros rituales necrofílicos, del poder de
los antiguos dioses de Africa, de las posesiones o “montas”, y de la terrible eficacia de
hechizos y maldiciones.
Algunos de los relatos que incluimos son estrictamente (!!!) verídicos, como ocurre
con los escritos por el investigador de lo oculto Brad Steiger y su esposa, tanto Los
espeluznantes secretos del Rancho Santa Elena, que narra los famosos sucesos de
Matamoros que inspirarían también a Barry Gifford su novela Perdita Durango, como
La pócima de amor comprada con sangre. Y especial atención, por su realismo de puro
y duro informe policial, merece ¡Asesinado al pie de un altar vudú!, la crónica de
Richard Shrout que nos introduce en las oscuras relaciones que unen la práctica de la
Santería con el narcotráfico y el hampa latina de Estados Unidos. Todo un episodio de
“Miami Vice”.
La mítica conexión entre el Vudú y la música popular queda ejemplificada tanto en
el clásico Papá Benjamín, con su jazzístico y maldito Canto Vudú, como en El Boogie
del Cementerio de Derek Rutherford, un terrorífico Rock’n Roll que haría estremecer de
miedo al mismísimo Screamin’ Jay Hawkins. Y la presencia del cine de terror más
clásico la encontraremos en Yo anduve con un zombi, que diera pie —convenientemente
mezclada con Jane Eyre— a la legendaria producción de Val Lewton, dirigida por
Jacques Torneur, además de, nuevamente, en el relato de William Irish, llevado a la
pequeña pantalla por Ted Post en 1961, y víctima de toda una adaptación inconfesa en
el clásico de episodios Doctor Terror, producido por la británica Amicus Films. Pero,
cuidado, no en Zombi Blanco de Vivian Meik, sin relación alguna con el film del
mismo título. Por cierto, he de confesar aquí que el título de esta antología lo hemos
tomado prestado de Voodoo Dawn, la película —y novela— de John Russo, con la que
el coautor de La noche de los muertos vivientes quiso pagar su deuda con el Vudú.
No quiero dar paso ya a los misterios del Caribe y el Africa profunda sin otra
advertencia: a pesar de nuestro criterio, digamos que geográfico, los relatos no siempre
se ajustan estrictamente a su área territorial, y es que nuestra selección no pretende ser
ni exhaustiva ni, mucho menos, ortodoxa. Como veréis se mezclan en ella los relatos y
los hechos reales, la crónica negra y los cuentos de fantasmas, el Vudú, la Santería y
hasta otros cultos más terribles y desconocidos. Se trata tan solo de explorar —y
explotar— ese lado más siniestro, terrorífico y brujeril del Vudú. Su leyenda negra —
muchas veces falsa, otras no—, su folklore más fantástico, su imagen más pop. Yo, por
mi parte, confieso que siento por el verdadero Vudú y la Santería el mayor de los
respetos y una gran simpatía.
Puede que vosotros, cuando hayáis terminado de leer las páginas que siguen, también
deseéis profundizar más en las religiones afroamericanas. Ya se sabe, si no puedes
vencerles, únete a ellos.
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VOCABULARIO
En todos los relatos seleccionados se han respetado los
términos propios del Vudú y la Santería tal y como los
transcriben sus autores; ello supone que, a veces, el mismo
término aparezca escrito de distinta forma, según el autor y
hasta el relato. Para facilitar la comprensión de algunos de los
textos se incluye un pequeño vocabulario de términos religiosos
afroamericanos, que recoge exclusivamente aquellos que se
nombran en el libro.
Este VOCABULARIO ha sido confeccionado por Jesús
Palacios y Pedro Duque. Al lado de cada término, entre
paréntesis, se dan otras variantes del mismo.

ABAKUÁ (Abakwá, Abacuá): Secta afrocubana, también conocida por el nombre de


Ñañiguismo o ñáñigos, procedente de los pueblos Efik y Ekoi de la Costa Calabar del
Oeste de África. El término Abakuá se refiere al pueblo y la región de Akwa, donde
floreció esta sociedad en el continente africano. Aunque actualmente se la da por
desaparecida, desde mediados del siglo XIX y hasta muy entrado el XX, la Sociedad
Abakuá ejerció una enorme influencia secreta en la vida política y social de Cuba, como
puede comprobarse en la novela que le consagró Alejo Carpentier: Ecue—Yamba—O.

AMARRE: Se llama así en la Santería al acto ejecutado por un brujo o curandero con el
fin de retener a la persona amada, manteniéndola bajo su voluntad. Se trata,
esencialmente, de un hechizo amoroso.

BABALAWO (Babalao): Sacerdote santero dedicado al culto adivinatorio de Fa o Ifá.


Su nombre significa “Padre y dueño del secreto” en lengua yoruba, de cuyo Oráculo de
Ifé africano proviene este culto. Más generalmente, sacerdote santero.

BABALOCHA: Sacerdote santero encargado de las ceremonias de iniciación de los


nuevos santeros.

BAJAR EL SANTO (Coger el Santo, subir el Santo, tener el Santo, etc.): Frase que
se usa familiarmente en la Santería para denominar la posesión física de un creyente por
alguno de los santos u Orichas, llamada a su vez “monta”.

BARÓN SAMEDI: Loa o dios Vudú, señor y guardián de los cementerios, algunas
veces identificado con Guedé, que es representado por una gran cruz colocada sobre la
tumba del primer hombre enterrado en el lugar. Junto al Barón la Croix y el Barón
Cimitière, forma la tríada de los Barones Vudú, todos con herramientas de enterradores.

CANDOMBLÉ (Candombé): Nombre que designa en Bahía (Brasil) ciertos cultos —y


sus prácticas— afroamericanos, muy similares al Vudú y, sobre todo, a la Santería.
Aunque originalmente era africano y yoruba o nago, rindiendo por tanto culto a los
Orixás al igual que la Santería a sus Orichas, posteriormente se han introducido
variantes como el Candomblé Blanco, con divinidades indias autóctonas. Al igual que, a
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veces, las palabras Vudú y Santería, Candomblé puede designar tanto la religión como
sus prácticas, las ceremonias y, al tiempo, el recinto donde se celebran.

DAMBALLAH (Damballah Wedo): Loa o dios Vudú de la lluvia, los ríos y los lagos.
Su símbolo es la serpiente, generalmente una boa constrictor rojiza, y al tratarse de uno
de los Loas más poderosos, temidos y adorados, ha contribuido sobremanera a extender
el error de que el Vudú es un simple culto a la Serpiente.

EBBÓ (Ebó): Palabra yoruba que designa en Santería la ofrenda de frutas y dulces o el
sacrificio de animales cuadrúpedos y de aves que se ofrece a los Orichas para obtener su
favor.

GANGÁNGÁME: Sacerdote o brujo perteneciente a la secta Gangá de la Santería


cubana, de origen congo o bantú, y fuertemente animista. En ella se adora a los espíritus
de los muertos, y está fundamentalmente orientada hacia la magia y los ritos funerarios.

GRIS GRIS: Hechizo mágico Vudú que puede consistir tanto en un simple sacrificio
animal, como en una bolsa llena de objetos mágicos, en un talismán o en un fetiche.
Puede usarse tanto para el bien como para el mal, y ejerce su influencia sobre la suerte
de aquél a quien se le destina. A veces designa un dibujo místico en el suelo, similar a
los vevés haitianos. Es un término propio del Sur de los Estados Unidos, pero procede
del africano Gri—Gri, de igual significado.

GUEDÉ (Ghede): Loa Vudú de la muerte y los cementerios. Designa tanto una
divinidad como a un conjunto de dioses, relacionados siempre con los cementerios, la
muerte, los ritos funerarios y el culto a los antepasados. Procede del pueblo de los
Ghede—vi, casta africana de enterradores llevada como esclavos a Haití.
Paradójicamente, Guedé posee también connotaciones fálicas, siendo también Señor de
la Vida, muy dado a las obscenidades y a la bebida.

IWORO: En lengua yoruba, dícese de los santeros y creyentes que son hijos de
Obatalá.

IYALOCHAS (Yalochas): Sacerdotisas santeras, equivalentes femeninos del


Babalocha o Babalao.

LENGUA: Nombre que se da en la Santería a los rezos y frases litúrgicas que se recitan
en lengua yoruba. Asimismo, la Sociedad Abakuá denomina “lengua” al dialecto
ñáñigo, y en el Vudú se llama “langage” a la lengua usada en los sagrados ritos
africanos.

LUCUMÍ: Nombre que dieron arbitrariamente los cubanos a todos los negros
procedentes de Nigeria, la mayoría de ellos yorubas, por lo cual ha quedado también
como sinónimo de yoruba y de la propia Santería, de predominio nigeriano.

MAMALOI: Familiarmente, nombre con el que se designa a las sacerdotisas Vudú,


sobre todo en el Sur de los Estados Unidos, pero a veces también en Haití.
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OBEAH: Nombre que recibe en algunas islas del Caribe —Trinidad, Martinica,
Jamaica, etc.— la magia afroamericana, y que equivale hasta cierto punto al Vudú y la
Santería.

OMÓ (Omó Oricha): En yoruba, hijo de Santo. Es decir, aquél que ha sido iniciado por
completo en la Santería y elegido ya por su Oricha correspondiente.

ORICHAS (Orischas): Nombre genérico de las divinidades yorubas a las que se rinde
culto en la Santería, y también en el Candomblé brasileño con el nombre de Orixás. Son
el equivalente de los Loas del Vudú, y al ser sincretizados con el Santoral católico, la
palabra Oricha deviene a su vez sinónimo de Santo.

ORO: En yoruba, la palabra que designa el cielo, el lugar de residencia de los Santos u
Orichas.

OUANGAS (Wangas): Maleficios Vudú, actos de magia negra contra un enemigo o


amuletos mágicos que se emplean con fines egoístas o malignos. También mal de ojo.

PALO MAYOMBE (Regla de Palo): Secta afrocubana de origen bantú, inclinada


profundamente hacia la magia y la brujería. Con el nombre de Palo Cruzado se
subordina al sistema yoruba de la Santería, al que complementa con prácticas y dioses
congoleños, siempre con un enfoque más práctico y utilitario. Tal es la forma de este
culto, que Mayombé es a veces el nombre que se le da al espíritu del mal, y el término
mayombero sirve para designar a todos los brujos en general.

PAPALOI: Familiarmente, nombre que se da a los sacerdotes del Vudú.

PATAKÍ (Patakín): Relato cuyo protagonismo puede correr a cargo de los dioses, de
reyes, animales y hasta objetos, de carácter mitológico y moral. Encabeza, acompañado
de un refrán o conseja, cada signo (odu) del Diloggún o Tablero de Ifá, el sistema
adivinatorio yoruba usado en Santería.

PIEDRA (Otán): Piedra sagrada en la que se supone reside el espíritu de un Santo u


Oricha; se guarda en una “sopera” y se le hace el “ebbó” que corresponda a su Oricha.

REGLA DE OCHA (Regla Lucumí): Nombre que se le da también a la Santería. Dos


son las Reglas principales afrocubanas: la Regla de Ocha o Santería, y la Regla de Palo
o Palo Mayombe.

SANTOS: Al llegar a Cuba, los Orichas yorubas fueron asimilados por los esclavos a
los Santos de sus amos, para poder adorarlos y celebrar sus fiestas. Lo mismo ocurrió en
Brasil y en Haití, donde Orixás y Loas tienen sus Santos correspondientes. De este
fenómeno sincrético deriva el término Santería, extendido después a toda Latinoamérica
y Estados Unidos.

SANTISMO: Aunque a veces se le llama también Santería, no debe confundirse con el


culto afroamericano originado en Cuba. Se trata de un sincretismo amerindio propio de
México y la frontera de Estados Unidos, que utiliza prácticas tanto del catolicismo más
ferviente como de viejos rituales aztecas, mayas e indígenas en general. Está
estrechamente relacionado con los artistas imagineros mexicanos y chicanos, muchos de
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los cuales pertenecen a sectas santistas, y sus prácticas, miembros y área de influencia
se guardan en el máximo secreto.

SOPERA: Recipiente donde se guarda y protege el “otán” de un Oricha, así como sus
collares y otros objetos sagrados. Al contacto con el español se debe que este recipiente,
originalmente una vasija de madera o barro, cobrara la forma y la decoración de una
sopera barroca, pintada con los colores de su Santo.

Jesús Palacios & Pedro Duque 1993


Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3

LOS HOMBRES QUE BAILAN CON LOS


MUERTOS

ATTILIO GATTI
LOS MAYORES ASESINOS

L os cocodrilos, gorilas, búfalos, leones, leopardos, serpientes y elefantes se cobran


todos los días en Africa un tributo de vidas humanas que no es muy inferior al
que pagan los hombres en aquel continente a enfermedades tropicales, como la
fiebre de la selva y la fiebre amarilla, el sodoku y kala—azar, la lepra y la enfermedad
del sueño, por nombrar sólo unas pocas.
Sin embargo, por lo que se refiere al Africa Central, tengo la firme convicción de
que, entre todas las fieras y todas las epidemias juntas, no causan tantas víctimas en
hombres, mujeres y niños de la raza negra como las sociedades secretas con sus odiosos
crímenes.
¡Que nadie se llame a engaño! Estas antiguas sectas, que tienen su origen en un
remoto pasado de crueldad, lujuria y barbarie, siguen siendo hoy mismo, a pesar de
todos los esfuerzos de lo que llamamos civilización, unas asociaciones de los mayores y
más implacables asesinos.
Estas fuerzas malignas operan en todas partes y su poder se acrecienta con su
invisibilidad. Se ocultan entre las multitudes negras que hormiguean en los arrabales de
las pequeñas ciudades y de las explotaciones mineras que están en plena actividad; se
filtran en todas las tribus desparramadas a lo largo de los ríos, a orillas de los lagos, en
los bosques, llanuras y selvas; se recatan entre los mismos indígenas que los blancos
tenemos a nuestro servicio o vemos pasar desde el camión.
Para demostrar esto que afirmo voy a relatar un episodio espantoso que nadie, que yo
sepa, ha hecho público hasta ahora.
Se trata de la historia horrible, pero absolutamente auténtica y exacta hasta en sus
menores detalles, fuera de cambios deliberados de nombres, del poblado de Mohoko.
Sin embargo, el lector que quiera explicarse bien cómo es posible que los espeluznantes
e implacables asesinatos de las sectas secretas sigan realizándose hoy día en el Congo
en una gran escala y con casi absoluta impunidad, debe empezar por conocer las
condiciones generales de vida en aquel país. Concretemos el caso a la región de los
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Watza, en la que yo residí por espacio de varios meses durante una de mis últimas
expediciones.
El poblado del jefe Mohoko se hallaba enclavado en ese territorio, tan extenso como
Bélgica, y que es la única población de importancia. Se compone de una docena de
chozas, en las que están instalados comerciantes griegos e indios, y de una docena de
malas casas de ladrillo en las que viven funcionarios belgas, entre los que se cuentan un
médico, un veterinario, el empleado de correos, el recaudador de impuestos y unos
cuantos representantes más del Gran Dios Balduque, ninguno de los cuales tiene nada
que ver con el gobierno de los indígenas. Completan la población un hospital, una
pequeña casa misional, algunos edificios en los que está instalada la Administración, el
Tribunal, la cárcel y una choza muy amplia para la “guarnición”.
Pero el Administrador y sus dos ayudantes tienen que gobernar a una masa humana
de 30.000 a 40.000 personas. No puedo dar cifras exactas, pero éstas que cito son las
mismas que oí en boca del Administrador Territorial, señor Van Veerte. Coincidiendo
con mi estancia en el país se estaba procediendo a la ocupación permanente de grandes
extensiones de territorio; y, como es natural, no disponía aquel señor ni de tiempo ni de
medios para llevar a cabo un censo exacto de la población, que se mostraba muy poco
dócil.
Van Veerte, lo mismo que sus antecesores, conocía de una manera superficial un par
de los diecisiete dialectos hablados entre las tribus que estaban bajo su autoridad. Por
eso tenía que entenderse siempre con los indígenas por medio de su intérprete Sankuru,
natural del país, que llevaba muchos años de policía.
Todo el mundo hablaba de la lealtad de Sankuru. Siendo joven, combatió a las
órdenes de Stanley, cuando el gran explorador norteamericano abrió la región del
Congo al dominio del rey Leopoldo II. Tanto el rey Alberto como el rey Leopoldo III
tuvieron a gala, en sus visitas casuales a la colonia, el prender una nueva medalla a la
blusa azul de Sankuru; medallas que éste, a pesar de su anciana edad, ostentaba con
dignidad propia de un monarca.
Sankuru lo sabe todo y conoce a todos. Y lo que no sabe de primera mano lo
averigua por medio de uno u otro de los veinticuatro policías indígenas que eligió,
entrenó y que están a sus órdenes. Téngase esto en cuenta: los Administradores pasan,
pero Sankuru sigue siempre en su puesto. Por eso los Administradores hacen lo que
Sankuru susurra en el oído blanco en el momento propicio.
No niego que Van Veerte se aconseja mucho y se informa a través de la Misión
católica, que funciona de muchos años atrás, y también del médico, aficionado a la
etnografía local. Pero lo que el padre José conoce, lo sabe a través de Basiri, un
catequista con cabeza de gorila; y la fuente de información del doctor Gablewitch es
Manuel, su ayudante; y, del mismo modo, la enciclopedia viva de Van Veerte es
Sankuru, su intérprete, jefe de su policía... y su gacetillero.
Todo marcharía como la seda si entre Sankuru, Manuel y Basiri no existiese una
vieja enemistad cuyos orígenes nadie ha logrado averiguar, pero que sigue hoy tan viva
como el primer día. Los tres se odian profundamente, y cada cual susurra con frecuencia
al oído de su propio amo el cuento de las pequeñas faltas de que se han hecho culpables
sus enemigos de toda la vida.
Los tres hombres blancos no fomentan abiertamente estas rivalidades, pero se
aprovechan en todo momento de las mismas. No los censuro, ni quiero dar a entender
con esto que no son muy buenos amigos. Todo lo contrario. En cuanto alguno de ellos
se entera de algo referente al servidor del otro, hace cuestión de honor el poner al
corriente al interesado. El padre José se acaricia la roja barba, quejándose de la falta de
caridad cristiana de aquellos paganos, y excluyendo de esta apreciación, como es
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natural, a Basiri, cuyas palabras son casi el Evangelio. El doctor Gablewitch, por su
parte (el doctor es un polaco de muy buen corazón), se ríe a carcajadas y asegura que
todos los indígenas son unos soberanos embusteros; todos, menos su ayudante.
Y el administrador no se toma siquiera la molestia de decir a los otros que Sankuru
es hombre que merece absoluta confianza, y se frota las manos de gusto, si no
materialmente, por lo menos con el pensamiento. Porque está profundamente
convencido de que aquella enemistad entre los tres aliados negros de las autoridades
blancas es un hecho que ofrece grandísimas ventajas.

..........

Había yo llegado a desentrañar este curioso estado de cosas, cuando organicé una corta
expedición de caza que debía tener lugar en Mohoko. Estando ya a punto de emprender
mi safari, se me acercó Manuel, el ayudante del doctor Gablewitch, diciéndome que su
amo le había mandado que fuese a Mohoko. ¿Había inconveniente en que se sumase a
mi safari? Me aseguró que podía serme útil, porque conocía muy bien el camino.
Agregó que había estado muchas veces en aquella región, aunque no en el mismo
Mohoko.
No me fijé de momento en la excesiva insistencia que ponía al decirme esto último,
pero andando el tiempo hube de recordarlo. Estaba muy atareado arreglándolo todo para
salir cuanto antes, y no tenía tiempo para perderlo en conversaciones. Me limité a
decirle que sí y nos pusimos en camino.
Llegué a Mohoko y me encontré con una pequeña comunidad de unos doscientos
indígenas, ariscos, primitivos, pero inofensivos.
Aunque el trato que mantenía con la tribu era muy superficial, me sorprendió
desagradablemente el observar que había entre ellos un gran número de idiotas. Y no
me sorprendió menos el que la comunidad los alimentase y cuidase muy bien, porque
estaba acostumbrado a ver que en Africa los enfermos incurables quedan relegados a la
categoría de parias, de los que todo el mundo se desentiende.
Había hecho yo a Van Veerte el ofrecimiento de que, mientras anduviese por allí,
realizaría con mucho gusto un censo preliminar y se lo enviaría. Me imaginé que sería
juego de niños, y lo dejé para el último día. Pero cuando empecé la tarea vi que era una
cosa complicadísima.
El jefe me recibió agriamente. Y me dijo, además, que estaban enfermos. Las
mujeres se mostraron mohínas, los hombres se declararon casi abiertamente hostiles, y
los chicos recelosos. Y aquellos idiotas, tan gordos y reacios a moverse, lo complicaban
todo llevándome la contraria, permaneciendo en su sitio cuando yo les mandaba que se
apartasen y metiendo la nariz cuando menos los necesitaba.
Sintiéndome incapaz de desenredar aquel embrollo, acabé pidiendo ayuda a Manuel.
Éste se prestó muy solícito y reunió a toda la población, arengándoles con la mayor
energía en su dialecto local. Yo no entendí una palabra, pero lo que Manuel les dijo
surtió mucho mayor efecto que mis coléricas charlas en kingwana, que es el esperanto
de la región. El jefe pareció despertar, todos formaron en línea, y, aunque estaba
oscureciendo, obtuve en menos de una hora resultados tangibles.
Conservo los totales en mi diario: Hombres, 42 casados, 19 solteros; mujeres, 78
casadas, 35 solteras núbiles; niños, 44 de uno y otro sexo.
Saqué la impresión de que al menos el cincuenta por ciento de las hembras y el diez
por ciento de los varones eran imbéciles, o quizá que estaban atacados de alguna
enfermedad desconocida para mí, aunque se hallaban, siquiera en apariencia, bien
alimentados.
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Manuel, con la suficiencia de un médico, me dijo:


—Es la enfermedad del sueño.
Agregó que por eso no los había evacuado, porque temía que la vacuna fuese un
obstáculo para las inyecciones que el Bwana médico habría de ponerles más adelante.
Aquello era un puro disparate, porque no existía la mosca tsé—tsé en aquella parte del
país. Pero era inútil discutir sobre estas cosas con un indígena que desempeñaba las
funciones de algo así como enfermero.
Me fijé de pronto en la esposa más joven del jefe, que iba y venía tímidamente a mi
alrededor. Tuve la impresión de que quería decirme alguna cosa importante, pero que
titubeaba, sin atreverse a dirigir la palabra al hombre blanco. Por fin lo hizo, pero no
tuvo tiempo de explicarse, porque apenas habló dos palabras la cogió Manuel del brazo,
gritándole que volviese a su choza. Quise intervenir, pero ella se libró de las manos de
Manuel y echó a correr, tan asustada y recelosa que no quiso volver ni aun cuando le
envié a decir por éste último que viniese.
Regresamos a Watza, y al llegar a las primeras casas del poblado presenciamos una
escena curiosa.
Van Veerte, seguido a cierta distancia por su jefe de policía, se dirigía hacia su
despacho. Se detuvo para cambiar conmigo algunas palabras. De pronto, como si se
acordase de algo, se volvió buscando a Manuel, el cual se encaminaba ya hacia la casa
del doctor, dando un rodeo para no encontrarse con Sankuru.
—¿Dónde está ese hombre? —preguntó Van Veerte.
La cara de Manuel adquirió una expresión tan elocuente de sorpresa que bastaba para
que el Administrador comprendiese que no adivinaba el sentido de su pregunta.
Inesperadamente se abalanzó Sankuru hacia Manuel, chillando:
—Yo te di la orden de que al volver trajeses contigo al llamado Loko—Loko. Te dije
que el Bwana Administrador quería que compareciese ante el tribunal.
Manuel, tan cortés y bien mirado de ordinario, sufrió una desconcertante
transformación. Fue tan extraordinario el cambio que tanto el Administrador como yo
nos quedamos por un momento mudos y atónitos escuchando el torrente de insultos y
maldiciones que salieron de su boca, contorsionada por el furor.
También Sankuru perdió el dominio de sí mismo. Su actitud respetuosa y casi
meliflua desapareció. Lo único que comprendimos fue que los dos viejos rivales se
acusaban el uno al otro de ser los más cochinos embusteros, y no sé cuántas cosas más,
de todo el país.
Un grito de Van Veerte impuso silencio y el chasquido de su látigo obligó a los dos
hombres a salir corriendo en direcciones opuestas. El Administrador se rascó la cabeza:
—No me lo explico. Ese individuo, Loko—Loko, tenía que comparecer ante el
tribunal para responder de una acusación sin importancia, pero no se presentó. Al saber
que Manuel iba a Mohoko, encargué a Sankuru que le dijese que al volver trajese
consigo a Loko—Loko. Suponiendo que Sankuru olvidase mi orden, o, lo que es más
probable, que Manuel no quisiese ejecutar el encargo, ¿a santo de qué ha venido esta
riña entre ellos?
Iban a ocurrir de allí en adelante muchas cosas que ni Van Veerte ni nadie podía
explicarse.
Empezando por los juramentos que hizo Manuel, afirmando que Loko—Loko no se
encontraba en aquel poblado.
Y porque los dos policías que fueron enviados inmediatamente para que procediesen
a la detención de aquel individuo no regresaron, como debían, a los cuatro días.
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Pasados tres días más, destacó el Administrador al mismo Sankuru con órdenes
terminantes de traer a Loko—Loko, a los dos policías y, para hacer un escarmiento, al
jefe mismo de Mohoko.
Transcurrió una semana. Por fin regresó Sankuru. Venía cansado, abatido... y con las
manos vacías. Todos los que había ido a buscar habían desaparecido.
—Pero esto es un desatino —gritó enojado Van Veerte—. ¿También el jefe ha
desaparecido? ¿Se ha ausentado sin permiso mío? ¡Verdemte!
Sankuru tragó saliva, como si tuviese que hacer un esfuerzo doloroso para continuar
su informe. Se quejó de que en el poblado de Mohoko no le quisieron ni escuchar.
Llegaron hasta amenazarle con matarlo a palos si no se largaba de allí enseguida. Y él,
que había luchado a las órdenes de Stanley y había sido condecorado por dos reyes
blancos, tuvo que apelar a la fuga para salvar la vida.
Las palabras de aquel hombre, el tono patético de su voz, la expresión de vergüenza
que se retrataba en su rostro arrugado, habrían estremecido al hombre más duro. Pero,
mientras hablaba, me cruzó por la cabeza un recuerdo. El de la más joven de las esposas
del jefe. ¿Qué sería lo que quería decirme?
Creí que era mi deber informar a Van Veerte, y en cuanto Sankuru dio fin a su
informe y se retiró, le conté la extraña actitud del jefe y cómo su joven esposa había
intentado hablar conmigo.
Cada palabra mía no hacía sino aumentar la inquietud del Administrador. Cuando
acabé de hablar gruñó:
—Aquí ocurre algo grave, muy grave.
No tardó en poner al corriente de todo al doctor y al padre misionero. También éstos
se manifestaron intranquilos.
El misionero se acarició la barba y dijo:
—Con lo que he oído hasta ahora, me basta para que desee acompañarle a usted, si es
que decide ir a Mohoko.
—También yo le acompañaré —dijo el doctor.
La “tropa” que el Administrador tenía a sus órdenes ascendía a la cifra de un
sargento y cinco soldados. Se los llevaría a todos de escolta, dejando la cárcel de Watza
sin otra guardia que algunos policías. Quizá se viese en la necesidad de hacer frente a
una sublevación y de sofocarla con sólo aquellas fuerzas y los dos blancos que le
acompañarían con sus leales criados.
La cara de Van Veerte era de ordinario inexpresiva, pero yo adivinaba lo que ahora
estaba pensando. Por eso no me sorprendió que aceptase la colaboración de todos los
que se ofrecieron a ir con él, e incluso la mía.
A los dos días, tomadas las medidas necesarias, salimos todos juntos. En la tarde del
segundo acampamos a dos horas de distancia, más o menos, del poblado de Mohoko.
A la mañana siguiente avanzamos con toda clase de precauciones. El sargento y los
soldados iban delante, por si nos habían tendido alguna emboscada. Los policías
formaban la extrema retaguardia de la columna, para impedir que, si nos atacaban con
flechas y lanzas envenenadas, los peones de transporte tirasen sus cargas y saliesen
huyendo.
A medida que avanzábamos se iba haciendo más siniestro el silencio que nos
rodeaba. No se veía aún el poblado, aunque lo teníamos tan cerca que hubiéramos
debido oír voces y gritos.
Nos hallábamos en la última curva de un sendero bastante empinado, cuando llegó
hasta nosotros un grito. Era el sargento quien lo había dado, y venía a todo correr hacia
nosotros.
12

Echamos a correr también a su encuentro..., y vimos a los cinco soldados que


andaban de un lado para otro por el espacio abierto que antes ocupaba el poblado.
Parecían buscar algo; pero ¿cómo es que no veíamos otra cosa que a los cinco soldados?
El poblado había desaparecido.

EL CASO DEL PUEBLO DESAPARECIDO

P arecerá descabellado lo que cuento, pero era la pura verdad. Ya no estaba allí el
poblado.
Mis ojos atónitos, que veinte días antes habían visto allí una gran choza
destinada a las reuniones y el palabreo, unas ochenta chozas grandes, decenas de
graneros y gallineros, no descubrían ahora más que un campo desolado en el que se
divisaban algunas ruinas carbonizadas. De la población, anda; los 218 habitantes se
habían esfumado. Hombres, mujeres y niños. Se habían largado todos.
"¿Adónde? ¿Por qué razón?", nos preguntábamos unos a otros.
Prescindiendo del por qué, no encontrábamos indicación alguna del dónde.
Después de una búsqueda de dos horas, regresaron Sankuru y sus policías muy
abatidos, asegurando que aunque ellos tenían más experiencia que los soldados en estas
cosas, tampoco habían podido hallar el rastro. Ni siquiera podían señalar la dirección
probable, porque la tribu había borrado y confundido con mucho cuidado sus huellas.
Van Veerte estaba en ascuas. No es posible reproducir en letra impresa los
comentarios que hizo, aunque en esencia venían a resumirse en que no era posible que
desaparecieran así como así 218 personas.
Pero el hecho es que habían desaparecido, tan completa y definitivamente que
parecía que nadie sería ya capaz de aclarar semejante misterio, y que sólo quedaría
memoria de él en algún archivo polvoriento y en el epitafio oficial que marcaría el fin
de la carrera colonial del señor Van Veerte.
Por suerte para la majestad de la justicia y para la carrera del Administrador, había
tenido yo un buen día el capricho de ir a cazar cerca del poblado de Mohoko,
brindándome al propio tiempo a hacer un pequeño servicio al Administrador. Esto alteró
por completo el curso de las cosas, aunque no quiero atribuirme por ello ningún mérito.
Algunas preguntas que había hecho a los indígenas y algunos datos que había
recogido; la tentativa que hizo para hablarme la esposa joven del jefe y su fuga; la
escena entre Sankuru y Manuel; la extraña desaparición de Loko—Loko y de los dos
policías enviados en su busca... Con estos frágiles hilos iniciaron su fatigosa
investigación los dos magistrados que destacó, al conocer lo ocurrido, la Administración
de la provincia.
Muy poca cosa, en resumidas cuentas. Pues bien: estos hechos insignificantes fueron
la clave que condujo al descubrimiento de uno de los más espeluznantes misterios del
Congo, según pudo verse al final.
Tuve la suerte de seguir desde el principio aquella investigación, que resultó hasta el
último momento llena de emociones.
Pronto llegamos todos nosotros a convencernos de que la desaparición de Mohoko
era obra de una sociedad secreta. Pero nadie sabía de qué secta se trataba, aunque era
evidente que dominaba con mano de hierro a las poblaciones de todos aquellos
alrededores. Hasta Sankuru y sus policías, Basiri y Manuel, fuentes habituales de
información que nunca fallaban, parecían ahora incapaces de dar con una clave,
sorprender una palabra indiscreta o proporcionar un dato cualquiera. Nos hallábamos
frente a una conspiración de silencio aterrorizado que ni las promesas ni las amenazas
lograban romper.
13

El doctor Gablewitch y el padre José empezaron a visitar, pueblo por pueblo, todos
los de la región. Iban en apariencia para llevar a los indígenas sus consuelos médicos y
espirituales; pero, en realidad, para llevar a cabo, como pudiesen, un censo de cada tribu
y para tomar rápida nota de cualquier señal o coincidencia sospechosa que pudiera
llamar su atención.
Nada de particular descubrieron en los seis primeros poblados que visitaron.
Pero en el séptimo, mientras el doctor se hallaba entregado a sus tareas médicas,
observó que un indígena intentaba escabullirse de puntillas por detrás de la choza, con
la evidente intención de que no le viese. Despachó en el acto un policía en su
persecución, porque el indígena echó a correr al verse descubierto. Aquél lo alcanzó y
se lo trajo a rastras. El indígena gruñía y jadeaba.
El doctor Gablewitch se fijó en los tatuajes circulares que llevaba en el torso;
parecían del mismo estilo que los que yo le había explicado que eran frecuentes en
Mohoko.
El buen doctor, que gustaba de las bromas pesadas, compuso un rostro terriblemente
amenazador y rugió:
—Tú escapabas, y eso demuestra que eres culpable. En castigo, te voy a poner ahora
una inyección que te mate con una agonía lenta y espantosa.
El indígena dejó de forcejear y se quedó suspenso; pero en cuanto vio que el médico
cogió en sus manos una jeringa llena de suero, dio un salto atrás, dando alaridos y
pugnando a brazo partido por desasirse de los policías. Viendo que no lo conseguía,
gritó:
—¡No, Bwana, por favor! ¡Diré lo que sé!
Estas fueron las últimas palabras que pudo pronunciar. El doctor sintió el silbido de
algo que pasaba junto a su oreja..., y una flecha se clavó en el corazón del preso. El
veneno en que estaba impregnado causó un efecto instantáneo.
Se produjo una enorme confusión.
Salió para aquel lugar un magistrado, pero tardó un día entero en llegar. Los dos
blancos, sus criados y los policías no habían conseguido dar en aquellas veinticuatro
horas con una clave. Peor aún: al pedir el magistrado al médico sus notas, éste no las
encontró. Habían desaparecido las listas de nombres, familias, inyecciones, tatuajes y
todas las demás observaciones que había hecho.
El magistrado dio orden a los soldados de que reuniesen a toda la población. Pero
Garao era un pueblo que nos reservaba sorpresas. El número de los individuos que
aparecían con vacunas recientes era bastante superior a la cifra que el doctor recordaba
haber vacunado.
—¡Tráiganme al jefe! —ordenó muy escamado el juez.
Todos salieron llamando al jefe, pero éste no apareció ni supo nadie decir dónde
andaba.
El magistrado gritó a Sankuru:
—¡Tráeme volando al jefe! Como no esté aquí dentro de diez minutos...
Pero transcurrieron diez minutos, y veinte, sin que apareciese. Y fue por último el
magistrado mismo quien tuvo que ir a verlo... en un pequeño calvero donde lo
encontraron Sankuru y sus policías, en medio de un charco de sangre, con la garganta
destrozada por horribles zarpazos de un felino.
—Un akkha —murmuró Sankuru.
Y al mismo tiempo señaló unas huellas del feroz leopardo de las montañas de aquella
región, que estaban claramente marcadas aquí y allá en el fango, alrededor del cadáver
todavía caliente.
14

—Un akkha lo ha matado —repitió con semblante lívido, y al decirlo se restregó las
manos una y otra vez en la blusa azul de su uniforme.
Basiri exclamó entonces:
—¡Ese majadero ha tocado el cadáver!
El magistrado miró a Sankuru y vio las manchas de sangre. Esto le produjo una
repentina turbación, y volvió la vista hacia otro lado. Pudo así descubrir la causa del
súbito silencio que se había producido a su alrededor. La bulliciosa multitud de
indígenas que había ido en pos de él hasta el lugar en que fue hallado el cadáver se
había esfumado.
Había bastado que se pronunciase una sola palabra: “¡Akkha!” para que se
desbandasen todos sin abrir la boca.
A nadie engañó aquella muerte del jefe de Garao. Los animales carnívoros no
atacaban jamás al hombre en pleno día y en los alrededores del poblado. Aquello era
cosa de los Hombres Akkha, los feroces asesinos que acostumbraban a emboscarse en
espera de sus víctimas para clavarles en el cuello unas garras de hierro que se atan a las
manos; los akkhas, que se cubren la cabeza con una piel del auténtico leopardo para
disfrazar así su personalidad; los akkhas, que una vez cometido el crimen dejan
impresas en el lugar unas huellas falsas de felino hechas con un bastón tallado, borrando
antes con sumo cuidado las suyas propias.
Era un asesinato más.
Desde aquel momento, los crímenes se sucedieron rápidamente unos a otros.
Conforme avanzaba la investigación, se iban amontonando los cadáveres. ¡Hasta el
número de cuarenta y siete! Y sin encontrar jamás un rastro, fuera de algunas huellas de
akkha, y esto sólo en algunos casos. Indicaciones que pudiesen guiar las pesquisas,
ninguna. A menos que...
Sí, algo había. Cuarenta y cinco de los cuarenta y siete asesinados tenían la marca de
haber sido vacunados, y dieciocho de los hombres estaban tatuados con círculos. Dos
había que no presentaban señal de haber sido vacunados, pero al examinar sus cadáveres
observó el doctor un detalle curioso.
Ambos tenían el relieve de una cicatriz igual en el estómago, un poco más arriba del
ombligo.
Manuel, el ayudante del médico, brindó una explicación posible de aquel hecho. La
vacuna asustaba en un principio a los indígenas, pero luego se dieron a pensar que tal
vez fuese una gran operación de magia de los blancos. Entonces, algunos de los que no
habían sido vacunados querrían gozar de una protección parecida a la que la vacuna
proporcionaba, y se dirigían al hechicero, y éste les haría una incisión abdominal,
embutiendo en ella algunos de sus sucios medicamentos.
Pero, ¿y los tatuajes de los dieciocho restantes? ¿Qué sentido tenían? ¿Y qué se podía
deducir del hecho de que ninguna de las víctimas hubiese escapado de la vacunación de
Manuel o a la del hechicero? ¿Se trataba de una simple coincidencia? ¿No nos
encontraríamos, según insistían tercamente los magistrados, con alguna pieza del
rompecabezas de Mohoko a la que no veíamos aún el sentido?
Entretanto, el magistrado, Van Veerte, el padre y el médico habían sometido a
interrogatorios, unas veces con halagos y otras de una manera rigurosa, a un buen millar
de indígenas; pero con todo ello estaban en el mismo punto de partida.
También habían encarcelado los magistrados a unos cuantos centenares de indígenas,
con la esperanza de que alguno de ellos cediese y hablase. Tampoco este recurso sirvió
de nada. Poco a poco tuvieron que ponerlos en libertad a todos. A todos, menos a cierta
persona que trajeron en automóvil desde un poblado lejano de otra región, y que quedó
encarcelada en la capital de la provincia. Nadie sabía quién era.
15

Los magistrados me habían pedido, mientras se llevaba adelante la investigación, que


les hiciese ampliaciones de todas las fotografías que yo había hecho en Mohoko. Llevé
a cabo este encargo, que me costó mucho trabajo. Eran fotografías del jefe de Mohoko y
de sus mujeres; de hombres con los torsos tatuados; de un joven cazador al que me
encontré cierto día llevando atado a la muñeca un burdo emblema fálico o erótico; del
pueblo mismo, etc.
Fue tal la satisfacción de los magistrados al recibir aquellas fotografías que tuve la
seguridad de que habían identificado al preso misterioso como a uno de los individuos
que desaparecieron con todo el poblado de Mohoko. Y tantas vueltas le di a este asunto
que adquirí la casi seguridad de que también yo lo había identificado.
Una tarde, estando la mayor parte de los encargados de la investigación en Watza
para tomarse un día de descanso, que se habían ganado muy bien, cogí una de mis
ampliaciones y llamé a Bombo, mi chófer en muchas expediciones. Se la enseñé y le
dije:
—Fíjate bien en lo que voy a decirte, porque hay en ello una buena matabisha para
ti. Tú sabes quién es la persona de este retrato, ¿verdad que sí?
—No, Bwana —me contestó visiblemente intrigado; pero luego se iluminó su rostro
con una expresión curiosa y se corrigió—: Es posible que la conozca.
—Muy bien. ¿Y sabes dónde se encuentra ahora?
Bajó la cabeza, pero no dijo nada. Se diese o no cuenta, su actitud equivalía a
decirme: “Lo sé perfectamente, pero es mejor que no me meta en este asunto.”
—Fíjate bien lo que te digo —agregué—. Esta fotografía te la has encontrado tú
haciendo la limpieza del campamento y la has cogido sin decirme nada a mí. ¿Me
entiendes bien? Cuando estés reunido con alguno de tus amigos, sácala y házsela ver.
Diles que te ha parecido que es de la misma persona que se llevó el magistrado en su
automóvil. Lo único que yo quiero que tú me digas es si alguno de los circunstantes se
interesa especialmente por ella. Si alguien te la pide, dásela. Y dime quién es. Con esto
habrás ganado la matabisha..., que será igual al salario de un mes, ¿estamos?
Bombo cogió la foto y se dio por enterado de mi promesa sin muestras de mucho
entusiasmo.
—Lo que ordenes, Bwana —dijo sin levantar la vista, y desapareció.
Un rato después oí gran vocerío, estallidos de risa y pasos de gente que se acercaba a
mi tienda. Apareció Sankuru, que traía a rastras a Bombo, el cual pugnaba por desasirse.
Venían detrás dos policías y todos mis criados.
Sankuru soltó al detenido, saludó con la mayor gallardía cuadrándose, y dio rienda
suelta a su indignación:
—Bwana —me dijo—: este criado al que quieres como a un hijo y en el que has
depositado tu confianza, es un ladrón y debes castigarlo con severidad.
Cogí la fotografía que él me presentaba indignado y le contesté que no tenía ningún
valor, que yo mismo la había tirado. Sin embargo, lo felicité por su celo, le di unos
golpecitos en el hombro y le obsequié con un paquete de cigarrillos. Y le pregunté de
sopetón quién era la persona de la fotografía aquella.
Sankuru se quedó desconcertado un momento, pero se recobró en seguida. Pero yo
había visto lo suficiente para saber que me contestaría con una mentira.
Con mucha precipitación, y como queriendo soslayar un asunto demasiado peligroso,
contestó:
—No lo sé, Bwana —y para hacer más convincente su mentira, agregó—: Soy viejo
y tengo la vista cansada. No sé siquiera quién puede ser esa mujer.
—Si tan mal estás de la vista —le dije—, ¿cómo has podido ver que se trata de una
mujer?
16

—¡ Muy bien dicho, Bwana! —exclamó riéndose, como si mi salida le pareciese


graciosísima.
Los demás se echaron también a reír. Viendo que no sacaría ni una palabra más de
Sankuru, los despedí a todos.
Ardía en deseos de saber si Bombo había enseñado la fotografía a alguien más, pero
antes quería estar seguro de que Sankuru se había alejado. Me tumbé en mi cama de
campaña.
Pero era tal mi impaciencia que no pude resistir más, y a los cinco minutos me puse
en pie. ¡Bendito sea Dios que tan a tiempo me envió aquel impulso!
El crujir de la cama se confundió casi con el ruido que hizo una tela al rasgarse. En la
almohada en la que un segundo antes descansaba mi cabeza temblaba todavía una
flecha, y la mancha que apareció en la funda me decía sin lugar a dudas que la flecha
estaba embadurnada de veneno.
Todo esto ocurrió en menos tiempo que el que cuesta contarlo. Y, también en un
instante, apagué yo la luz, eché mano al rifle y a una linterna eléctrica y espié por la
parte posterior de mi tienda la negra muralla de vegetación que rodeaba al claro del
bosque en que estaba instalado el campamento, y que por aquel lado no distaba más de
seis metros.
Escuché con gran atención. No oí el menor ruido. Mi linterna tenía dispositivo para
adaptarla al cañón del fusil en las cacerías nocturnas. Las coloqué, las encendí y registré
los alrededores con el foco de luz, adelantando el rifle. Hice bien en mantenerme detrás
de la tienda, porque pasó otra flecha silbando por encima de la luz de la linterna y fue a
clavarse en el suelo a dos pies de distancia de mí. Apagué inmediatamente la luz y
apunté hacia el sitio de donde había venido el chasquido del arco. Disparé, no porque
creyese que iba a dar al hombre, sino para asustarlo y ponerlo en fuga.
Volví a encender la linterna, pero esta vez la llevaba en la mano, porque oí el ruido
que alguien hacía abriéndose paso por entre arbustos y ramas. Pero la oscuridad no me
dejó ver nada.
Mis criados acudieron corriendo. Les di orden de que se quedasen vigilando y que no
permitiesen que nadie se acercase. Entonces pregunté a Bombo cuántas personas habían
visto la fotografía antes de mostrársela a Sankuru, pero le advertí que no pronunciase
nombres, porque no quería poner en peligro su vida. Esto pareció quitarle un peso de
encima y me contestó:
—Una solamente, y me pareció que iba hacia aquella choza que hay por ese lado —y
señaló en la misma dirección de donde habían venido las flechas.
No quería saber más por el momento. Me dirigí rápidamente hacia la casa de Van
Veerte y le insté a que cogiese su revólver y me acompañase.
Estaba seguro de lo que íbamos a ver..., si llegábamos a tiempo, mientras nos
encaminábamos a toda prisa hacia una choza situada a espaldas de la estrecha faja de
selva que había detrás de mi campamento. Pero en el momento de ocultarnos detrás de
un enorme tronco de árbol, ya no estaba tan seguro, y pensaba: “Con tal de que no esté
equivocado ...!”
Desde el interior de la choza solitaria se filtraban tenues rayos de luz.
—No se mueva —susurré al oído de Van Veerte—. Pero fíjese bien en los que salen.
Cuando los haya visto, lo sabrá ya todo.
Al cabo de un rato se apagó la luz; pero entonces se había levantado la luna,
iluminando el panorama con su pálida claridad.
Oímos abrirse la puerta. Fueron saliendo del interior hombres, de a uno, con grandes
intervalos, y se alejaron en silencio, pero nosotros pudimos reconocerlos a todos, sin
género alguno de duda.
17

Al pasar por delante de nosotros el último, me pareció que Van Veerte sufrió un
escalofrío. Quizá el que se escalofrió no fue él, sino yo. Aquel hombre llevaba en la
mano un arco que, puesto vertical, le igualaba a él en altura. Era un arco que parecía el
más apropiado para disparar flechas como la que se había clavado profundamente en la
almohada de mi cama de campaña.

LOS HOMBRES QUE BAILAN CON LOS MUERTOS

A
quel día era domingo.
Aunque debíamos salir todos al siguiente por la mañana para llevar
adelante nuestras investigaciones, celebramos aquella noche un largo consejo
de guerra, durante el cual adoptamos varias resoluciones.
La primera de todas fue la de que nos esforzaríamos en mantener una actitud que no
hiciese sospechar que sabíamos algo.
Segundo, que tendríamos todos muy buen cuidado de no permanecer nunca aislados.
Tercero, que siempre que tuviésemos que referirnos a los cuatro criminales que ya
creíamos conocer, nos referiríamos a ellos con las letras A, B, C y D, aun cuando
hablásemos en francés, inglés o flamenco.
Cuarto, que el más joven de los magistrados se retrasaría, fingiendo una pequeña
indisposición, y no se pondría en camino hasta que nosotros llevásemos ya bastante
adelantado nuestro viaje. Fingiría entonces una agravación de su enfermedad y daría
orden a su chófer de que lo condujese al hospital provincial, y allí ocuparía una cama de
manera que se enterase la gente. Más tarde, adoptando las mayores precauciones para
no ser visto por ningún indígena, sometería a un duro interrogatorio a la mujer que
estaba encerrada en la cárcel de la provincia, poniéndole delante las “confesiones” que
le habían hecho A y sus otros compañeros. He dicho “la mujer” porque mi hipótesis
había resultado exacta, y ya los magistrados no podían ocultar la personalidad de la
presa.
Todo salió a pedir de boca, por aquella vez al menos. Ahora que creíamos conocer
una buena parte del juego, procurábamos alejar sospechas, haciéndonos los tontos
cuanto nos era posible.
Regresamos a Watza el sábado por la tarde, después de una semana de safari. El
magistrado “enfermo” estaba ya sano, nos esperaba y tenía urgente necesidad de tomar
el aire del campo. Como faltaban aún tres horas para que oscureciese y para la hora de
la cena, subimos todos a mi automóvil.
Hicimos alto en la cumbre de una colina pelada. Nadie podría acercársenos en
muchos centenares de yardas a la redonda sin que lo viésemos. Era el lugar más
adecuado para charlar con toda libertad.
El magistrado joven nos confirmó lo que ya nos suponíamos al verlo restablecido.
Después de acosar a la mujer por espacio de varios días, había por fin sucumbido y
hecho una confesión completa.
Aquella conversación resultó la más espeluznante, pero también la de mayor
emoción e interés que he escuchado en mi vida. Parecía como si entre los seis
estuviésemos componiendo una novela de misterio, fuera de que la aportación de cada
uno de nosotros no era un simple fruto de nuestra imaginación, sino un trozo más del
rompecabezas infernal que íbamos poniendo en el lugar que le correspondía.
Cuando finalizamos nuestra conversación el libro estaba completo y el misterio
aclarado. Faltaba sólo aportar las pruebas concluyentes y el desenlace final. Teníamos la
seguridad de que también eso lo tendríamos, si nos acompañaba la suerte, el miércoles
18

por la mañana a más tardar, porque ese día nos encontraríamos todos de vuelta en el
sitio donde había estado emplazado un día el pueblo de Mohoko.
Era evidente que nuestros criminales tenían su cuartel general en este pueblo. Una de
las claves de que disponíamos para obtener esta conclusión era la insistencia con que
Manuel había afirmado que jamás había estado allí antes del viaje que hizo en mi
compañía. Sin duda le asustaba pensar que yo pudiera descubrir casualmente alguna
cosa. Otro indicio era el haber venido conmigo, ya que no se lo había ordenado el
médico, sino que fue él mismo quien se lo sugirió al doctor.
Lo confirmaba también el caso de Loko—Loko. Es probable que no se mostrase
completamente sumiso. Cuando fue citado para que compareciese ante el tribunal con
objeto de responder de una acusación leve, tuvieron buen cuidado los asesinos de que
no se pusiese fuera del control de su mano de hierro, temerosos de que hablase. Los dos
policías que fueron en su busca, y que al ver que aquél había desaparecido armaron
barullo y amenazaron, tuvieron el mismo fin que Loko—Loko. Con estas tres muertes el
total de los asesinatos ascendía a cincuenta.
Todo esto había sido confirmado por la mujer que estaba presa en la cárcel
provincial. Era ésta, en efecto, la más joven de las esposas del jefe de Mohoko, la
misma que quiso hablar conmigo, pero no para advertirme de lo que ocurría, sino
simplemente para pedirme la fotografía que me había visto hacerle.
Pudimos advertir que los miembros de la secta que caían en desgracia no salían
mejor librados que los extraños. Bastaba infringir una regla para que el infractor pagase
su falta con la muerte, aunque perteneciese a la casta privilegiada cuyo emblema era, en
opinión nuestra, el tatuaje de círculos.
Esto se demostraba con lo ocurrido al indígena en Garao, que, cuando el doctor le
amenazó en broma con una inyección mortal, dijo que diría lo que sabía, y en el acto, C
o B, que estaban al acecho, le infligieron el castigo.
Se demostraba también con el caso del jefe de Garao. Se sabía que era hombre de
carácter débil. Cuando el magistrado manifestó su resolución de someterlo a un duro
interrogatorio, temieron también C o D que se fuese de la lengua. Entonces un akkha,
oportuno y eficaz, entró en acción unos minutos antes de que Sankuru y sus policías
llegasen al lugar del crimen.
Y el ejemplo más concluyente era el del jefe de Mohoko, al que designábamos con la
letra B. Indudablemente que era el segundo de a bordo, pero con todo eso, murió a los
pocos días de marcharme yo del pueblo, y la enfermedad que le aquejaba era ya obra del
veneno.
—¡Murió asesinado! —eso fue lo que la joven esposa manifestó al magistrado, y,
según afirmó, lo había matado A, letra con la que seguíamos designando al jefe
supremo de la secta.
Lo peor de todo era el sistema que la sociedad secreta tenía de matar.
—Es lo más espeluznante que oí en mi vida —explicó el magistrado más antiguo—.
Pero me parece que es verdad. El nombre de la secta ya lo indica:¡Los que bailan con
los muertos! Así se llaman ellos mismos.
—Ya me lo estaba imaginando —exclamó el médico sin poderse contener—. ¡Los
muy cochinos y bandidos...!
Y entonces nos explicó ciertas anormalidades que observó en los cadáveres que
aparecían con incisiones abdominales.

..........
19

Al llegar a este punto me adelantaré al curso de los acontecimientos, para completar este
primer informe del doctor Gablewitch con los muchos eslabones de la cadena que aún
faltan y que nos fueron proporcionados por los mismos criminales, especialmente por
A, que resultó ser, según habíamos supuesto nosotros aún antes de que él y veintinueve
de sus cómplices fuesen declarados culpables y condenados a trabajos forzados a
perpetuidad, el jefe supremo de la secta, culpable, según propia confesión, de varios
centenares de asesinatos.
La secta seguía en todos los casos el mismo demoníaco procedimiento. Cuatro o
cinco de sus miembros, enmascarados con pieles de leopardo, se introducían a
medianoche en la choza del que iba a ser su víctima.
Sin necesidad de recurrir a procedimientos de violencia física, caía aquélla “muerta”,
es decir, sin voluntad, ya se tratase de un niño, de una mujer o del hombre más
vigoroso. Los indígenas usaban este calificativo de “muerta” porque no eran capaces de
comprender el gran poder hipnótico que desarrollaban los asesinos de la secta.
Bajo la influencia de esta fuerza hipnótica y obedeciendo al mando de sus verdugos,
el “muerto” se levantaba, salía de la choza y caminaba con el cuerpo rígido hacia donde
ellos lo llevaban.
Y siempre la demoníaca procesión se dirigía al mismo lugar, a un claro de bosque
que había detrás de la aldea de Mohoko, un tétrico calvero del que nadie se atrevía a
hablar en voz alta, pero al que todos los habitantes de la región conocían por el nombre
de “Plaza del Baile con los Muertos”.
Allí estaban reunidos los iniciados, y, al llegar la nueva víctima, empezaba una danza
bruja en la que el “muerto” participaba, sin ofrecer resistencia a cuanto se le ordenaba.
Primero bailaban en grupo. Después, conforme los iba llamando el jefe supremo,
bailaban todos los miembros en pareja macabra con el “muerto”.
A continuación eran conducidas a la plaza aquellas otras víctimas que ya llevaban
“muertas” algún tiempo; eran casi siempre mozas y mujeres jóvenes. Acto seguido, y a
la luz temblorosa de las antorchas, tenían lugar orgías indescriptibles, hacia el final de
las cuales entraban en juego los falos rígidos (como el que yo había visto en la muñeca
de un joven).
Con las primeras luces del día, cuando el frenesí general había llegado a su punto
máximo, se obligaba al nuevo “muerto” a tumbarse boca arriba en el centro de la
enloquecida muchedumbre, y entonces un hechicero le hacía una profunda incisión en la
piel, por encima del ombligo, y la rellenaba de dawa, es decir, de una medicina secreta.
Según manifestaron los acusados, los hechiceros de la secta habían llegado a la
conclusión de que la dawa no surtía los mismos efectos afrodisíacos en los individuos
que habían sido vacunados que en los que no habían recibido la nueva endemoniada
invención del hombre blanco. Por eso tenían los mismos adeptos a la secta tanto interés
en vacunarse, como medio defensivo contra la posibilidad de ser elegidos para
“muertos”; y también, por la razón contraria, procuraban poner fuera del alcance de la
jeringuilla del hombre blanco a los que ya tenían elegidos para víctimas suyas.
Acabada la demoníaca ceremonia en la “Plaza del Baile con los Muertos”, la última
víctima, todavía bajo el influjo del sueño hipnótico, y las demás “muertas” de reuniones
anteriores, eran distribuidas en varias chozas del poblado de Mohoko, en el que los
desgraciados vegetaban hasta que llegaba la noche de la ceremonia definitiva en la que
había de cumplirse su destino.
Durante todo este tiempo los “muertos”, entre los que se contaban muchas más
mujeres que hombres, vivían lo que los de la secta llamaban “una segunda vida”. No
tenían que trabajar y se les alimentaba copiosamente, lo mismo que si fuesen animales
20

cebados por encargo de un carnicero exigente. Su idiotez iba en aumento y llegaban a


perder el uso de sus facultades humanas, no viviendo ya sino con el ansia de satisfacer
los accesos de lujuria que desarrollaba en ellos la sustancia afrodisíaca contenida en la
dawa.
En otros términos, se preparaba desde todo punto de vista a la víctima para las orgías
asquerosas que se celebraban con frecuencia en la siniestra plaza y que terminaban con
el “Banquete del Akkha”. La víctima cuyo sacrificio debía celebrarse quedaba en la
plaza y era sometida a un último tormento. Uno de los miembros de la secta,
enmascarado y revestido con pieles de akkha, salía al centro y obligaba a la víctima a
bailar con él una parodia de la danza de los cazadores, y cuando estaban en ella saltaba a
su cuello, lo mataba y lo hacía pedazos.
Los restantes iniciados se unían entonces al presunto akkha y compartían ávidamente
aquel banquete, que dejaba empequeñecidas las más aterradoras fiestas canibalescas. Y
todo ello bajo la mirada inexpresiva de los demás “muertos—vivos” que un día iban a
sufrir la misma suerte.

··········

Cuando se conocieron todos aquellos horrores no fue cosa difícil encontrar la solución
al problema de la desaparición de los doscientos dieciocho habitantes de Mohoko. Una
mitad aproximadamente eran de otras localidades. No se trataba de idiotas bien
cuidados, como yo había supuesto, ni de individuos atacados de la enfermedad del
sueño, como pretendía Manuel. Eran pobres desgraciados, raptados por la secta en toda
la región, y que vivían en Mohoko bajo los efectos de la diabólica droga para satisfacer
los depravados apetitos de sus adeptos.
Los demás habitantes del poblado eran miembros o familiares de los miembros de la
secta, y tanto mi visita como mis preguntas no pudieron menos que despertar sus
recelos.
Antes de que empezásemos a investigar hicieron desaparecer a todos aquellos
cadáveres ambulantes, matándolos y enterrándolos o, lo que es mucho más probable,
devorándolos, en una fanática sucesión de bestiales banquetes.
Hecho esto, los demás huyeron en todas direcciones, divididos en pequeños grupos,
después de prender fuego a todo lo que no pudieron llevarse.

..........

Al día siguiente de nuestra conferencia, es decir, el lunes, volvimos a recorrer la


distancia que nos separaba de Mohoko.
El martes por la noche acampamos a dos horas de marcha del descampado en que
antes se levantaba el poblado. El miércoles por la mañana nos pusimos en marcha muy
temprano.
Cuando llegamos al descampado de Mohoko, oímos de pronto un agudo silbido. Nos
rodearon por todas partes hombres con uniformes de color kaki. Un oficial belga se
adelantó y nos saludó. Llegaron hasta mis oídos algunas frases sueltas de su
conversación con los magistrados: “Ayer cavamos durante todo el día... en el otro
descampado..., cráneos..., huesos humanos... por todas partes..., docenas, centenares...”
21

Terminada la conversación se volvió el oficial hacia su tropa de soldados negros y,


después de darles la voz de firmes, les gritó enérgicamente:
—Os recuerdo otra vez las órdenes rigurosas que os tengo dadas. Si alguien, sea
blanco o negro, intenta cruzar vuestra línea para escapar, lo tumbaréis de un tiro. Repito,
sea quien sea.
Examiné los rostros de la gente que había ido con nosotros y vi que estas palabras
habían producido una impresión tremenda.
Van Veerte no perdió tiempo con muchas palabras. Dirigiéndose a la caravana, les
habló de este modo:
—Quiero hacer excavaciones en este terreno. El que quiera ganarse un sobrejornal de
dos francos, que coja una azada de ese montón.
Todos los peones de carga se adelantaron en tropel para echar mano a las
herramientas. Van Veerte agregó:
—Quiero que trabajen también los policías, y todos vosotros.
Al oír esto, Sankuru y sus hombres se adelantaron a coger cada cual una azada. Con
gran sorpresa mía, también Manuel, Basiri y sus compinches imitaron su ejemplo.
Cuando se hizo un poco el silencio, habló otra vez Van Veerte, y ahora de un modo
tajante:
—Quitaos las blusas y las camisas. Todos, sin excepción.
Fue una cosa curiosa el ver que individuos como Sankuru, Manuel y Basiri, a los que
se había tratado hasta entonces con toda clase de miramientos, se sometían
humildemente a tal indignidad. Pero algo había en la voz de Van Veerte que no admitía
réplica. Los tres enemigos irreconciliables se desvistieron rápidamente y se pusieron a
trabajar en línea con los demás.
Van Veerte entabló conversación con nosotros y con el oficial, desentendiéndose por
completo de los indígenas, que se habían puesto a trabajar con endemoniada energía,
pero sin orden alguno, y divididos en varios grupos. Al cabo de un rato, y como si hasta
entonces no hubiese advertido lo que estaban haciendo, se volvió hacia ellos y les gritó
con voz de trueno:
—Hatajo de estúpidos, donde yo os he mandado cavar es en la Plaza. No aquí. En el
otro descampado...,¡en la Plaza del Baile con los Muertos!
Todos tiraron las azadas al suelo. Se oyó un disparo, seguido de gritos airados. Se
armó una espantosa baraúnda de tiros, gemidos, voces de mando, golpes de las culatas
de los rifles contra los cuerpos desnudos, ¡un completo pandemónium!
Pero las cosas habían sido calculadas cuidadosamente. La compañía de infantería
indígena había llegado días antes secretamente desde la capital de la provincia y lo tenía
todo ensayado a la perfección. Pronto pasó aquella tormenta y se restableció el orden.
En el extremo más lejano del descampado habían detenido los soldados al grupo de
peones y policías que, al oír aquel temido nombre se desbandaron, poseídos de
indescriptible pánico. Aquella fuga no tenía mayor alcance.
Pero otro grupo de soldados traía a rastras a dos individuos, con tatuajes en sus
torsos, que forcejeaban y daban alaridos como animales salvajes. Finalmente, un tercer
grupo transportaba el cuerpo encogido y sin vida de un anciano y lo dejó en la pequeña
elevación que hacía el terreno donde nos encontrábamos. El más joven de los
magistrados dirigió una mirada fría a aquel rostro lastimoso, acribillado a balazos, y
exclamó:
—Aquí tenemos a nuestro D.
—¡Sankuru! —musitó Bombo, sin dar crédito a sus ojos.
Otro de los magistrados hizo este comentario:
22

—¡Qué bien tramado estaba! Cada uno de ellos ocupaba un cargo de confianza y de
influencia decisiva, aparentando enemistad mortal con los otros dos.
Van Veerte dijo por centésima vez:
—La noche que los vi salir de la choza me pareció estar viendo visiones.
Era ya superfluo que siguiésemos designando a Manuel y a Basiri por las letras A y
C. Los dos estaban heridos, acometidos de un arrebato histérico y echando espumarajos
por la boca.
Cuando vieron el cuerpo inanimado de su compinche, se callaron de repente.
Y también de repente y simultáneamente recobraron la voz, para concentrar sus
acusaciones contra Sankuru, esforzándose desesperadamente por acumular todas las
responsabilidades sobre el muerto.
El doctor no hacía más que gruñir:
—¡Grandísimos cochinos, ratas inmundas...!
Van Veerte y los magistrados observaban cómo Manuel y Basiri eran amordazados,
esposados y ligados con cuerdas. El magistrado decano dijo a los soldados:
—Vosotros me respondéis de que lleguen a la cárcel vivos y sanos. ¡Andando con
ellos!
LOS HOMBRES QUE BAILAN CON LOS MUERTOS
Attilio Gatti, 1949
Trad. Armando Lázaro Ross
Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3

Zombi Blanco

Vivian Meik

G eoffrey Aylett, comisionado en funciones del distrito de Nswadzi, estaba


asustado. En sus veinte años en África nunca antes había experimentado la
sensación de encontrarse tan definitivamente desconcertado. Sentía como si
algo estuviera apretándose contra él, algo que no podía ver ni localizar, y, no obstante,
algo que parecía envolverle y que de una manera inexplicable amenazaba con asfixiarlo.
Últimamente había empezado a despertarse de repente durante la noche, esforzándose
por respirar y casi abrumado por una sensación de náusea. Una vez que ésta
desaparecía, aún permanecía el extraño rastro de un olor horrible e innominado, un olor
que tenía fuertes reminiscencias con las consecuencias de las primeras batallas de la
campaña de Mesopotamia. Aquellos habían sido días de espantosas enfermedades,
cuando el cólera y la disentería, las insolaciones, la fiebre tifoidea y la gangrena habían
campado incontroladas; donde cientos quedaron en el sitio en que cayeron; cuando,
presionados por los enemigos y olvidados por los amigos, los supervivientes se vieron
forzados a abandonar incluso el decoro elemental del entierro decente... Recordó las
moscas y la descomposición, la temperatura de cincuenta grados...
Y ahora, dieciocho años después, cuando despertaba por las noches parecía flotar a
su alrededor como una presencia maligna el mismo olor de la corrupción fétida.
Aylett era, primero y por encima de todo, un hombre racional, acostumbrado a
enfrentarse a los hechos. Sus conocimientos del misterio de África, de sus lugares
recónditos y sus selvas, de su espectral atmósfera, eran tan completos como el de
cualquier hombre blanco —sonrió fantasiosamente al recalcarse a sí mismo lo pequeños
que eran éstos— y buscaría alguna razón concreta que explicara ese vacío de años
23

estrechado con ese horrible hedor. Si fracasaba en conseguir una solución satisfactoria,
se vería obligado a concluir que ya era hora de regresar a casa con un largo permiso.
Con cautela, como era propio de un hombre con su experiencia sobre los modos de
los dioses oscuros, indagó en la profundidad de su alma, pero no pudo encontrar la
respuesta que buscaba.
En el distrito sólo había una conexión entre él y la Mesopotamia de 1915 —un tal
John Sinclair, retirado del Ejército de la India—, pero esa conexión ya era un eslabón
roto bastante antes de la primera aparición de esas asquerosas pesadillas.
Sinclair había sido un camarada oficial en los viejos días, y, siguiendo el consejo de
Aylett, se había instalado en unos miles de acres de tierra virgen en el
comparativamente desconocido distrito de Nswadzi apenas terminar la guerra. Pero
había muerto hacía más de un año, y, lo que era más importante, lo había hecho de
manera natural. El mismo Aylett había estado presente en la muerte de su amigo.
Siendo al mismo tiempo un místico como resultado de su conocimiento de África y
un pragmático como resultado de su educación occidental, Aylett consideró de forma
metódica la verdad trivial de que hay más cosas en el cielo y en la tierra que las que
sueña nuestra filosofía, y repasó en detalle todo el período de su asociación con Sinclair.
Al acabar, se vio obligado a reconocer el fracaso, y, en verdad, analizado lógica o
místicamente, no existía ninguna razón adecuada para relacionar a Sinclair con sus
problemas presentes. Sinclair había muerto en paz. Incluso recordó el absoluto contento
de su último aliento... como si le hubieran quitado una gran carga de encima.
Era verdad que antes de esto, Sinclair —y también Aylett—, durante los dos
primeros años de la Guerra, había pasado un infierno que sólo aquellos que lo habían
experimentado podían apreciar. También era verdad que, en una memorable ocasión,
Sinclair había salvado la vida de Aylett con gran riesgo para la suya propia, cuando
Aylett, abandonado por muerto, había estado tendido bajo el sol con graves heridas.
Naturalmente, jamás lo había olvidado, pero siendo el típico caballero inglés, había
hecho poco más que estrechar la mano de su amigo y musitado algo al efecto de que
esperaba que algún día se presentara la oportunidad de pagárselo. Sinclair había
descartado el asunto con una risa, como algo sin importancia... sólo una obra hecha en
un día de trabajo. Allí había concluido el incidente y cada uno prosiguió su recto
camino.
Como colono, Sinclair había sido todo un éxito. Con el tiempo se había casado con
una mujer muy capaz, quien, eso le pareció a Aylett siempre que se había detenido
durante un viaje en su hogar, estaba muy preparada para la dura existencia de la esposa
de un plantador.
Al principio Sinclair había dado la impresión de ser muy feliz, pero a medida que
pasaban los años Aylett ya no estuvo tan seguro. En más de una ocasión había tenido la
oportunidad de notar los cambios sutiles que experimentaba, a peor, su amigo.
Estancamiento, diagnosticó él, y le recomendó unas vacaciones en Inglaterra. Las
plantaciones solitarias, lejos de los tuyos, tienden a poner a prueba los nervios. Sin
embargo, no siguieron su consejo, y los Sinclair prosiguieron con su vida. Dijeron que
habían llegado a amar mucha aquel lugar, aunque él pensó que el entusiasmo de Sinclair
no era verdadero. En cualquier caso, no había sido asunto suyo.
Eso era todo lo que podía recordar, y se repitió que todo había terminado hacía más
de un año. Pero los viejos recuerdos permanecen. Se encontró reviviendo otra vez aquel
horrible día después de Ctesifonte, cuando Sinclair, literalmente, le había devuelto a la
vida.
Comenzó a cuestionarlo... ociosa, fantásticamente. La tarde se tornó en crepúsculo, la
puesta del sol dio paso a la magia de la noche. Aylett todavía no hizo movimiento
24

alguno para dejar la silla del campamento situada bajo el toldo de su tienda e irse a la
cama. Después de un rato, el último de sus “muchachos” vino a preguntarle si podía
retirarse. Aylett le contestó con aire distraído, con los ojos clavados en los leños del
fuego del campamento.
A medida que pasaban las horas pudo oír el sonido de los tambores nocturnos con
más claridad. Desde todos los puntos cardinales los sonidos venían y se iban, el tambor
contestando al tambor... el telégrafo de los kilómetros sin senderos que el mundo llama
África. Con indolencia se preguntó qué decían, y con qué exactitud transmitían sus
noticias. Extraño, pensó, que ningún hombre blanco haya dominado jamás el secreto de
los tambores.
Subconscientemente siguió su palpitante monotonía. Poco a poco se percató de que
el batir había cambiado. Ya no se estaban transmitiendo opiniones o noticias sencillas.
Hasta ahí podía entender. Había algo más que se enviaba, algo de importancia. De
repente se dio cuenta de que fuera lo que fuere ese algo, en apariencia se lo consideraba
de vital urgencia, y que, por lo menos durante una hora, se había repetido el mismo
ritmo breve. Norte, sur, este y oeste, los ecos palpitaban una y otra vez.
Los tambores empezaron a enloquecerlo, pero no había forma de detenerlos. Decidió
irse a dormir, pero había estado escuchando demasiado tiempo, y el ritmo le siguió. Al
final cayó en un sueño inquieto, durante el cual el implacable y palpitante stacatto no
dejó de martillearle su mensaje indescifrable al subconsciente.
Dio la impresión de que se despertó un momento después. Una niebla palúdica se
había levantado de los pantanos de abajo y había invadido el campamento. Se encontró
jadeando en busca de aliento. Intentó sentarse, pero la niebla parecía empujarle para que
siguiera echado. Ningún sonido salió de sus labios cuando se afanó por llamar a sus
“muchachos”. Sintió que le sumergían cada vez más... abajo, abajo, abajo y todavía
abajo. Justo antes de perder el sentido se dio cuenta de que estaba siendo asfixiado, no
por la densa niebla, sino por una nauseabunda miasma que hedía con todo el horror de
la descomposición...
Al abrir de nuevo los ojos, Aylett miró a su alrededor azorado. Una cara amable y
barbuda estaba sobre él, y oyó una voz que pareció provenir de una gran distancia y que
le animaba a beber algo. Le palpitaba la cabeza con violencia y respiraba con profundos
jadeos. Pero el agua fresca despejó un poco el asqueroso olor que daba la impresión de
aferrarse a su cerebro.
—Ah, mon ami, c’est bon. Creímos que estaba muerto cuando los “muchachos” lo
trajeron. —La cara barbuda exhibió una sonrisa—. Pero ahora se pondrá bien,
hein? Usted es —¿cómo lo dice?— duro, hein?
Aylett se rió a pesar de sí mismo. Vaya, por supuesto, éste era el puesto de la misión
de los Padres Blancos, y su viejo amigo, el Padre Vaneken, plácido y digno de
confianza, le estaba cuidando. Cerró los ojos feliz. Ahora ya no había nada que temer,
pronto todo estaría bien. Entonces, tan súbitamente como había venido, ese terrible y
persistente hedor de muerte y descomposición le abandonó...
—Pero padre —discutió su horrible experiencia después—, ¿qué podría haber
ocurrido? Los dos somos hombres de cierta experiencia de África...
El misionero se encogió de hombros.
—Mon ami, tal como usted dice, esto es África... y no tengo muchas pruebas de que
la maldición de Cam, el hijo de Noé, se haya levantado alguna vez. Los oscuros bosques
son la fortaleza de aquellos cuyos espíritus inconscientes se han rebelado y aún no han
venido para servir tal como primero se ordenó.?Quién sabe? Nosotros... yo no indago
demasiado aquí. Cuando llegué por primera vez, en mi joven idealismo busqué
convertir, pero ahora yo... yo me contento con realizar las curas de las fiebres y heridas,
25

y espero que le bon Dieu lo comprenda. Es lo mismo en todas partes donde está la
maldición de Noé. La civilización no cuenta. Piense en Haití —pasé allí doce años—,
Sierra Leona, el Congo, aquí. ¿Qué puedo decir sobre el ataque que usted recibió por
parte de la niebla? Nada, hein? Usted... usted dele las gracias a Dios por estar vivo, pues
aquí, mon ami... aquí se encuentra la cuna de África, la fortaleza más antigua de los
hijos de Cam...
Aylett observó al misionero con intensidad.
—Padre —preguntó de modo deliberado—, ¿qué es lo que intenta que comprenda?
Los dos hombres, viejos en las maneras de la jungla negra, se miraron con firmeza.
—Mon ami —repuso con calma el sacerdote—, usted es un viejo amigo. En cuestión
de formas de la religión pensamos de maneras distintas, pero ésta no es la Europa
convencional, gracias a Dios, y cada uno de nosotros ha hecho lo mejor según sus
creencias. El mismo Dios no puede hacer más. Así que se lo contaré. He visto esa niebla
antes... por dos veces. Una en Haití y la otra en este distrito.
—¿Aquí?
El padre asintió.
—Estaba en el campamento asistiendo a la escuela catecúmena que hay junto a las
tierras de la señora Sinclair...
—Prosiga —la voz de Aylett sonó baja.
—Como usted sabe, la señora Sinclair ha llevado la plantación desde la muerte de su
marido. Se negó a regresar a casa. Al principio usted, yo —toda la zona— pensamos
que estaba loca por quedarse allí sola, pero... —el misionero se encogió de hombros—
qué voulez—vous? Una mujer es una ley en sí misma. En cualquier caso, ha conseguido
que sea el mayor éxito jamás alcanzado, y hemos de callar, hein?
—¿Pero la niebla?
—Iba a eso. Me cogió por el cuello aquella noche. Yo vivía en la casa, como lo
hacemos todos los que pasamos por allí... África Central no es una catedral cerrada...
pero, aparte de no saber nada acerca de lo que pasó durante varias horas, no me sucedió
nada. —Tocó el emblema de su fe en el rosario, que era parte de su atuendo—. La
señora Sinclair dijo que me vi agobiado por el calor, pero a mí esa explicación no me
basta...
—Sin embargo, eso no explica nada.
—Quizá no... ¡pero la señora Sinclair dijo que no había notado nada peculiar!
—¿Cómo puede ser?
El sacerdote hizo un gesto ambiguo.
—Yo no soy la señora Sinclair —dijo con brusquedad, y Aylett supo que el
misionero no pronunciaría otra palabra sobre ella.
—Cuénteme lo de Haití, padre —pidió.
El cura contestó con voz tranquila.
—Allí comprendimos que estaba producida artificialmente por magia negra vudú,
algo muy real, mon ami, que mi iglesia reconoce, como tal vez sepa usted, y que allí
llaman “el aliento de los muertos”. ¿Por qué...? —volvió a alzarse de hombros.
Aylett giró el rostro y miró con fijeza hacia la distancia. Durante un largo rato clavó
la vista en la línea de las lejanas colinas, sumido en sus pensamientos. Recordó una
imagen en las que esas colinas aparecían como fondo: una fotografía tomada por un
hombre que casi había estado más allá del límite de demarcación para darle la verdad al
mundo. Pero había fracasado. La fotografía mostraba un grupo de figuras. Eso era todo
hasta que uno las estudiaba, y aun entonces nadie creería que se trataba de una
fotografía de hombres muertos... a los que no se permitía morir.
26

Durante horas los dos hombres permanecieron sentados en silencio, cada uno
ocupado con sus propios pensamientos. La noche cubrió el diminuto puesto de la
misión, y desde lejos el sonido de los tambores les llegó transportado por la suave brisa.
De repente, Aylett se volvió hacia el misionero.
—Padre —dijo en voz baja—, desde aquí la casa de los Sinclair sólo está a treinta
kilómetros...
El sacerdote asintió.
—Lo entiendo, mon ami —repuso. Luego, pasado un momento, añadió—: ¿Lo
consideraría una impertinencia si le pidiera que guardara esto en su bolsillo... hasta que
vuelva?
Sacó un crucifijo pequeño.
Aylett alargó la mano.
—Gracias —dijo con sencillez.
El sol se había puesto cuando la machila 1 de Aylett fue depositada en el mirador de
la señora Sinclair. Ella salió a recibirle.
—Me preguntaba si volvería a verle —le observó con calma—. No ha venido por
aquí desde... hace más de un año ya. —Entonces cambió el tono de su voz. Se rió—.
¡Como un oficial de distrito, ha descuidado vergonzosamente sus deberes!
Aylett, con una sonrisa, se confesó culpable, excusándose en base a que todo había
ido tan bien en esta sección que había titubeado en entrometerse en la perfección.
—¿Ha perdido ahora la perfección? —replicó ella.
—En absoluto. Esta visita es mera rutina.
—Hum... Gracias —dijo ella con sequedad—. De todas formas, pase y póngase
cómodo, y mañana le mostraré unas tierras perfectas.
Aylett estudió a su anfitriona con atención durante la cena. Se sintió incómodo por lo
que veía cada vez que la cogía con la guardia baja. Apenas podía creer que esta fuera la
misma mujer a la que él había dado la bienvenida como prometida unos años atrás. La
vida ardua la había endurecido, pero contaba con ello. Sin embargo, había algo más...
una especie de dureza amarga, así lo describió a falta de un término mejor.
Después del recibimiento formal, la señora Sinclair habló poco. Parecía preocupada
por los asuntos de la plantación.
—Mis propios territorios en África —dijo—. Oh, cuánto amo el país, su magia y su
misterio y su vasta grandeza.
Le recordó cómo se había negado a regresar a casa. Pero mañana, comentó, cuando
él viera su África —la plantación—, lo comprendería.
Aylett se retiró temprano, claramente desconcertado. La había visto mirando la
cuidada pulcritud de la plantación antes de darle las buenas noches. De modo
inconsciente ella había alargado las manos hacia la extensión en una especie de
adoradora súplica y, no obstante, bajo la brillante luz de la luna en esa mensual
adoración, él había vislumbrado el contraste de las duras líneas de su cara y la amargura
de su boca. África...
Extenuado como estaba, durmió bien. No sabía si la pequeña cruz que le había dado
el padre tuvo algo que ver con ello, pero por la mañana se había despertado más
descansado de lo que había estado en semanas. Anheló recorrer la plantación.
La señora Sinclair no había exagerado cuando empleó la palabra perfección. Los
campos habían sido limpiados hasta que ninguna brizna perdida de hierba crecía entre
las cosechas; los graneros se alzaban en apretadas hileras; los leños estaban apilados
entre cuerdas; el huerto y el jardín de la cocina eran exuberantes, y el pasto en el hogar
de la granja era el más verde que él había visto en los trópicos.
1
Machila: parihuela, el medio corriente de transporte en los “matorrales”.(N. del A.)
27

—¿Para qué? —su mente subconsciente no dejaba de martillearle—. ¿Por qué... y,


por encima de todo, cómo?
Aylett se había dado cuenta de algo que sólo un experto habría visto. Había muy
poca mano de obra, aunque los trabajadores que andaban por ahí parecían muy
ocupados.
Como si adivinara sus pensamientos, la señora Sinclair los contestó.
—Mis “muchachos” trabajan —dijo con voz monocorde al tiempo que agitó el
látigo de piel de hipopótamo que llevaba.
Aylett enarcó las cejas.
—¿Métodos portugueses? —preguntó con calma, mirando el látigo.
La señora Sinclair se volvió hacia él. Por primera vez notó el antagonismo deliberado
de ella.
—En absoluto; se debe al conocimiento de cómo sacar lo mejor de un nativo, una
facultad que veo que los funcionarios aún no han adquirido.
El oficial del distrito encajó la estocada sin inmutarse.
—Touché —repuso, pero sabía que no se había equivocado en cuanto a la mano de
obra.
Es extraño, pensó, malditamente extraño...
la señora Sinclair no hizo gesto de enterarse de la concesión del punto que le había
hecho. Tenía los labios apretados con firmeza y, al continuar, habló con frialdad:
—Es sólo una cuestión de llegar al corazón de África, ese corazón palpitante que hay
debajo de todo esto... A África no le sirven aquellos que no se entregan con sus propias
almas.
De repente, ella se dio cuenta de lo que estaba diciendo, pero antes de que pudiera
cambiar de tema, Aylett prosiguió con la cuestión. Su voz fue como la de ella.
—Muy interesante... —dijo—, pero nosotros no animamos a los europeos, en
especial a las mujeres europeas, a volverse “nativas”.
No obstante, la última palabra la tuvo la mujer.
—¡La perspicacia de los círculos oficiales! —murmuró. Luego miró a Aylett de
nuevo a la cara—. ¿Sueno como una nativa —preguntó con voz áspera— o parezco una
nativa?
Aylett apenas la escuchaba. La estaba mirando. Sus ojos contradecían sus palabras,
pues si alguna vez vio una expresión tiránica, de maligna perversión en una cara
humana, fue entonces. Empezó a entender...
Se sintió agradecido cuando la inspección terminó, y aliviado de que ella no le
ofreciera la invitación formal para que permaneciera más tiempo.
A ocho kilómetros de los lindes de su territorio tenía una tienda montada detrás de
unos matorrales y raciones para dos días bajo la sombra. Envió a su safari a marcha
ligera rumbo al puesto de la misión, y lo observó hasta que se perdió de vista. Luego se
sentó a la espera de la noche.
—El corazón de África... —repitió para sí mismo, pero su voz sonó lúgubre, y sus
ojos centellearon con fría cólera.
No fue hasta que oyó los tambores cuando Aylett retrocedió por el sendero mal
definido en dirección a la plantación. En el borde del terreno se fundió entre las sombras
de la arboleda y avanzó lentamente junto a los eucaliptos. Se arrastró sin hacer ruido
hasta el mismo árbol que crecía en el jardín que había delante de la casa.
Al poco rato vio a la señora Sinclair salir al mirador. Junto a ella había un nativo
gigante que parecía un diablo obsceno, un médico brujo, siniestro y grotesco, que se
encontraba desnudo a excepción de un collar de huesos humanos que colgaban y
28

traqueteaban sobre su enorme pecho. Manchas de arcilla blanca y ocre rojizo


embadurnaban su cara.
Sólo cubierta en parte por una magnífica piel de leopardo, la mujer blanca descendió
al claro y restalló el látigo que tenía en la mano. Sonó como un disparo de revólver.
Como si se tratara de una señal, Aylett oyó el batir de tambores cercanos. Desde uno de
los graneros se inició la procesión más grotesca que hubiera visto jamás. Los tambores
palpitaron con malevolencia: el breve stacatto que había precedido a la fétida niebla que
casi le había asfixiado. Se tornaron más y más sonoros. El mensaje recorrió las selvas,
fue recibido y contestado. No cabía duda en cuanto a su significado.
Se agazapó más cuando los tambores se aproximaron, con los ojos clavados en la
escena macabra que tenía ante él. Siguiendo los tambores, con la misma regularidad que
una columna en marcha, avanzaban los hombres que trabajaban la perfecta plantación.
Se movían en filas de cuatro, con pies pesados y andar automático... pero se movían. De
vez en cuando el restallido de ese látigo terrible sonaba como un disparo por encima del
batir de los tambores, y entonces Aylett podía ver cómo ese cruel látigo cortaba la carne
desnuda, y cómo una figura caía en silencio, para volver a levantarse y unirse a la
columna.
En su marcha rodearon el jardín. Al acercarse, Aylett contuvo la respiración. Tuvo
que dominar cada nervio de su cuerpo para evitar lanzar un grito. Casi como si estuviera
hipnotizado, observó las caras inexpresivas de los autómatas silenciosos, lentos... caras
en las que ni siquiera había desesperación. Sencillamente se movían a las órdenes del
implacable látigo en dirección a sus tareas asignadas en el campo. Encorvados y
aplastados, pasaron a su lado sin emitir un sonido.
La tensión nerviosa casi quebró a Aylett. Entonces lo comprendió... esos
desgraciados autómatas estaban muertos, y no se les permitía morir...
le vinieron a la mente las figuras de la increíble fotografía; las palabras del padre; la
magia del vudú, reconocida como hecho por la más grande Iglesia Cristiana de la
historia. Los muertos... a los que no se permitía morir... zombis, los llamaban los
nativos en susurros, allí adonde iba la maldición de Noé... y ella lo llamaba conocer
África.
Un terror gélido invadió a Aylett. La larga columna llegaba a su final. La señora
Sinclair la recorría, el látigo restallando sin piedad, la cara distorsionada por una
lascivia pervertida, y el asqueroso médico brujo asomándose maliciosamente por
encima de su hombro desnudo. Ella se detuvo junto al árbol detrás del que él estaba
agazapado. Una única figura encorvada seguía a la columna. Con un jadeo de horror
Aylett reconoció a Sinclair. Entonces el látigo se abatió sobre esa cosa desgraciada que
una vez había muerto en sus brazos.
—¡Dios mío! —musitó Aylett con impotencia—. No es posible...
Pero supo que el vudú del médico brujo le había arrojado esa imposibilidad a la cara.
El látigo restalló de nuevo, lanzando al solitario zombi blanco al suelo. Despacio, se
levantó —sin un sonido, sin expresión— y automáticamente siguió a la columna. Oyó,
como en una pesadilla, increíbles y espantosas obscenidades de los labios de la mujer,
burlas crueles... y el látigo restalló y mordió y desgarró, una y otra vez. En la
vanguardia de la columna los tambores seguían palpitando.
Por último, el horror pudo con él. Aylett se encontró aferrando con desesperación la
diminuta cruz que el padre le había dado. Con la otra mano empuñó el revólver y apuntó
con fría precisión... Disparó cuatro veces a un punto por encima de la piel de leopardo y
dos a la cara embadurnada del médico brujo... Luego se plantó con la cruz levantada
delante del que antaño había muerto como Sinclair.
29

La figura estaba silenciosa, encorvada e inexpresiva. No hizo señal alguna cuando


Aylett se le acercó, pero cuando el crucifijo la tocó un temblor recorrió su cuerpo. Los
párpados caídos se alzaron y los labios se movieron.
—Ya me lo ha pagado —susurraron con gratitud. El cuerpo osciló y se desmoronó.
—Polvo al polvo... —rezó Aylett.
A los pocos momentos lo único que quedaba era un escaso polvo grisáceo. Había
pasado un año tropical, recordó Aylett con un escalofrío... Luego dio media vuelta y,
con el crucifijo en la mano, recorrió la columna...
WHITE ZOMBIE
Vivian Meik
Trad. Elías Sarhan
Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3

LA PALIDA ESPOSA DE TOUSSEL.

W. B. SEABROOK

U n anciano y respetado caballero haitiano, cuya esposa era de nacionalidad


francesa, tenía una hermosa sobrina llamada Camille, una joven mulata de piel
clara a quien presentó y apadrinó en la sociedad de Port—au—Prince, donde se
hizo popular, y para quien esperaba arreglar un matrimonio brillante.
Sin embargo, su propia familia era pobre; apenas se podía esperar que su tío, lo cual
entendían, le diera una dote —era un hombre próspero, pero no rico, y tenía una familia
propia—, y el sistema francés de la dot es el que prevalece en Haití, de modo que al
tiempo que los jóvenes apuestos de la élite se apiñaban para llenar sus citas a los bailes,
poco a poco se hizo evidente que ninguno de ellos tenía intenciones serias.
Al acercarse Camille a la edad de veinte años, Matthieu Toussel, un rico cultivador
de café de Morne Hôpital, se convirtió en su pretendiente, y después de un tiempo la
solicitó en matrimonio. Era de piel oscura y la doblaba en edad, pero rico, cosmopolita
y bien educado. La casa principal de residencia de los Toussel, en la falda de las colinas
y que daba a Port—au—Prince, no tenía techo de paja y paredes de barro, sino que era
un hermoso bungalow de madera, con techo de tejas y amplias terrazas, entre un jardín
de vivas flores de fuego, palmeras y buganvillas. Allí Matthieu Toussel había
construido un camino, guardaba su coche grande y a menudo se lo veía en los cafés y
clubes de moda.
Corría un antiguo rumor de que estaba asociado de algún modo con el vudú o la
brujería, pero tales rumores son normales respecto a casi todos los haitianos que han
adquirido poder en las montañas, y en el caso de los hombres como Toussel rara vez se
toman en serio. No pidió ninguna dote, prometió ser generoso, tanto con ella como con
su apremiada familia, y ésta la convenció para que se casara.
El plantador negro se llevó a su pálida esposa con él de vuelta a la montaña, y
durante casi un año, eso parece, ella no fue infeliz, o, por lo menos, no dio muestras de
ello. Aún bajaban a Port—au—Prince, y asistían de manera esporádica a las soirées de
los clubes. Toussel le permitió visitar a su familia siempre que lo deseó, le prestó dinero
a su padre y arregló todo para enviar a su hermano menor a un colegio en Francia.
Pero poco a poco su familia, y también sus amigos, comenzaron a sospechar que no
todo marchaba tan felizmente como parecía allá arriba. Empezaron a darse cuenta de
que ella se mostraba nerviosa en presencia de su marido, que daba la impresión de que
había adquirido un vago y creciente temor de él. Se preguntaron si Toussel la estaba
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maltratando o descuidándola. La madre intentó conseguir las confidencias de su hija, y


la muchacha gradualmente le abrió el corazón. No, su marido jamás la había maltratado,
jamás le había dirigido una palabra brusca; siempre era amable y considerado, pero
había noches en las que parecía extrañamente preocupado, y en tales noches ensillaba su
caballo y cabalgaba rumbo a las colinas, a veces sin regresar hasta después de que
hubiera amanecido, momento en el que se mostraba aún más extraño y más perdido en
sus propios pensamientos que la noche anterior. Y había algo en el modo en que a veces
se sentaba y la miraba que la hacía sentir que ella estaba, de algún modo, relacionada
con esos pensamientos secretos. Le tenía miedo a los pensamientos y le temía a él. De
modo intuitivo sabía, como lo saben las mujeres, que en sus excursiones nocturnas no se
hallaba involucrada ninguna otra mujer. No estaba celosa. Se encontraba poseída por un
miedo irracional. Una mañana, cuando pensaba que él se había pasado toda la noche en
las colinas, mirando por casualidad por la ventana, así se lo contó a su madre, le había
visto salir por la puerta de una construcción baja que había en su gran jardín, apartada
de los otros bloques, y que él le había dicho que era su despacho, donde guardaba la
contabilidad, los papeles de negocios, y donde la puerta siempre estaba cerrada con
llave.
—Entonces —comentó la madre, aliviada y tranquila—, ¿a qué se debe todo esto?
Con toda probabilidad, esos pensamientos secretos suyos se deben a problemas de
negocios... a alguna mezcla de café que está preparando y que, quizá, no va muy bien,
así que se queda despierto toda la noche en su despacho meditando y calculando, o se
marcha a caballo para ir a reunirse y consultar con otros. Los hombres son así. El asunto
se explica por sí solo. Lo demás no es más que tu imaginación nerviosa.
Y ésta fue la última conversación racional que mantuvieron madre e hija. Lo que
sucedió posteriormente allá arriba en la noche fatal del primer aniversario de bodas lo
entresacaron de los intervalos medio lúcidos de una criatura aterrorizada, temerosa e
histérica, que finalmente se volvió loca de remate. No obstante, los acontecimientos por
los que tuvo que pasar se le quedaron grabados de forma indeleble en la cabeza; hubo
tempranos períodos en los que parecía bastante cuerda, y la secuencia de la tragedia se
pudo deducir poco a poco.
La noche de su primer aniversario Toussel había partido a caballo, diciéndole que no
lo esperara, y ella había supuesto que en su preocupación se había olvidado de la fecha,
lo cual le dolió y la hizo guardar silencio. Se fue a la cama pronto y, por último, se
quedó dormida.
Cerca de la medianoche su marido la despertó; estaba de pie junto a la cama y
sostenía una lámpara. Debía de haber vuelto hacía cierto tiempo, pues ahora se lo veía
vestido de etiqueta.
—Ponte el vestido que usaste en la boda y arréglate —dijo—, vamos a ir a una fiesta.
—Ella estaba somnolienta y aturdida, pero inocentemente complacida, imaginando que
un tardío recuerdo de la fecha le había hecho prepararle una sorpresa. Supuso que la iba
a llevar a cenar y a bailar al club, donde la gente a menudo aparecía bastante después de
la medianoche—. Tómate tu tiempo —añadió él—, y ponte tan hermosa como puedas...
no hay prisa.
Una hora más tarde, cuando se reunió con él en la terraza, preguntó:
—Pero, ¿dónde está el coche?
—No, —repuso él—, la fiesta se va a celebrar aquí.
Y ella notó que había luz en la cabaña, su “oficina”, en el otro extremo del jardín. No
le dio tiempo para interrogarlo o protestar. La cogió del brazo, la condujo por el oscuro
jardín y abrió la puerta. La oficina, si alguna vez había sido tal cosa, se había
transformado en un comedor, iluminado por una luz difusa procedente de las velas altas.
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Había una mesa antigua con un buffet, sobre la que colgaba un espejo, y donde había
platos de carnes frías y ensaladas, botellas de vino y frascas de ron.
En el centro de la estancia estaba puesta una elegante mesa con un mantel de
damasco, flores y reluciente plata. Cuatro hombres, también con trajes de etiqueta, pero
que les sentaban mal, ya se hallaban sentados a la mesa. Había dos sillas vacías en los
extremos. Los hombres sentados no se levantaron cuando la joven enfundada en su
vestido de boda entró del brazo de su marido. Se sentaban encorvados y ni siquiera
giraron las cabezas para saludarla. Delante tenían copas de vino llenas a medias, y pensó
que ya estaban borrachos.
Mientras Camille se sentaba con movimiento mecánico en la silla a la que la condujo
Toussel, ocupando él mismo la que estaba enfrente, con los cuatro invitados situados
entre ellos, dos a cada lado, de una forma antinaturalmente tensa, aumentando dicha
tensión a medida que hablaba, dijo:
—Te pido... que perdones la aparente rudeza... de mis invitados. Ha pasado mucho
tiempo... desde... que... probaran el vino... y se sentaran así a una mesa... con... una
anfitriona tan hermosa... Pero, eh, ahora... beberán contigo, sí... alzarán... sus brazos,
como yo alzo el mío... brindarán contigo... más... se levantarán y... bailarán contigo...
más... harán...
Cerca de ella, los dedos negros de un silencioso invitado estaban cerrados con rigidez
en torno al frágil pie de una copa de vino, ladeada, derramándose. El horror acumulado
en Camille se desbordó. Cogió una vela, la aproximó a la cara macilenta y caída, y vio
que el hombre estaba muerto. Se encontraba sentada a la mesa de un banquete con
cuatro muertos apuntalados.
Sin aliento durante un instante, luego gritando, se puso en pie de un salto y salió
corriendo. Toussel llegó a la puerta demasiado tarde para frenarla. Era pesado y la
doblaba en edad. Ella corrió gritando aún a través del jardín oscuro, un destello blanco
entre los árboles, y atravesó el portón. La juventud y el absoluto terror le prestaron alas
a sus pies, y escapó...
Una procesión de mujeres madrugadoras del mercado, con sus cestos llenos cargados
en burros, que bajaba por la falda de la montaña al amanecer, la encontró allí abajo sin
sentido. Su vaporoso vestido estaba roto y desgarrado, sus pequeños zapatos de satén
blanco deshilachados y sucios, uno de los tacones arrancado allí donde tropezó con una
raíz y cayó.
Le mojaron la cara para revivirla, la subieron a un burro y caminaron a su lado,
sosteniéndola. Sólo estaba medio consciente, incoherente, y las mujeres comenzaron a
discutir entre sí, tal como lo hacen las campesinas. Algunas creyeron que se trataba de
una dama francesa que había sido tirada o se había caído de un coche; otras que se
trataba de una Dominicaine, que había sido sinónimo en el dialecto criollo desde los
primeros días coloniales de “prostituta de lujo”. Ninguna la reconoció como Madame
Toussel; quizá ninguna de ellas la había visto jamás. Estaban discutiendo si dejarla en el
hospital de las Hermanas Católicas en las afueras de la ciudad, en cuya dirección iban, o
si sería más seguro —para ellas— llevarla directamente al cuartel de la policía y contar
la historia. Su sonora discusión pareció despertarla; dio la impresión de haber
recuperado en parte los sentidos y comprender lo que hablaban. Les dijo cómo se
llamaba, el nombre de soltera, y les rogó que la llevaran a casa de su padre.
Una vez allí, habiéndola metido en la cama y llamado a los médicos, la familia fue
capaz de conseguir por el farfulleo histérico de la joven una comprensión parcial de lo
que había sucedido. Ese mismo día subieron a ver a Toussel... a registrar la casa. Pero
Toussel se había ido, y todos los sirvientes habían desaparecido salvo un anciano, quien
dijo que Toussel se hallaba en Santo Domingo. Entraron en la así llamada oficina y
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encontraron aún la mesa puesta para seis personas, el vino sobre el mantel, una botella
volcada, las sillas tiradas, los platos de comida todavía intactos sobre la mesilla, pero
aparte de eso no descubrieron nada.
Toussel jamás regresó a Haití. Se dice que ahora está viviendo en Cuba. La
investigación criminal era inútil. ¿Qué esperanza razonable podían haber tenido de
condenarlo basándose en las pruebas que no se sustentaban solas de una esposa de
mente desequilibrada?
Y en ese punto, tal como me fue relatada, la historia se acababa con un encogimiento
de hombros, quedando en un misterio inconcluso.
¿Qué había estado planeando ese Toussel... qué siniestra, quizá criminal necromancia
en la que su esposa iba a ser la víctima o el instrumento? ¿Qué habría ocurrido si ella no
hubiera escapado?
Formulé estas preguntas, pero no tuve ninguna explicación convincente o incluso una
teoría en respuesta. Hay historias de abominaciones más bien horrendas, impublicables,
practicadas por algunos brujos que afirman levantar a los muertos, pero hasta donde yo
sé, sólo se trata de historias. Y en cuanto a lo que de verdad sucedió aquella noche, la
credibilidad depende de la prueba aportada por una muchacha demente.
Entonces, ¿qué queda?
Lo que queda se puede exponer con unas pocas palabras:
Matthieu Toussel preparó una cena de aniversario de boda para su esposa en la que
se dispusieron seis platos, y cuando ella miró las caras de los otros cuatro invitados, se
volvió loca.

LA PÁLIDA ESPOSA DE TOUSSEL


W. B. Seabrook
Trad. Elías Sarhan
Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3

MADRE DE SERPIENTES

ROBERT BLOCH

E l vuduísmo es algo muy raro. Hace cuarenta años era un tema desconocido, salvo
en ciertos círculos esotéricos. En la actualidad existe una sorprendente cantidad
de información al respecto debido a la investigación... y una sorprendente
cantidad de información errónea.
Recientes libros populares sobre el tema son, en su mayor parte, fantasías puramente
románticas, elaboradas con las incompletas teorizaciones de los ignorantes.
Sin embargo, quizá esto sea lo mejor. Pues la verdad sobre el vudú es tal que a
ningún escritor le interesaría o se atrevería a imprimirla. Parte de ella es peor que sus
más descabelladas fantasías. Yo mismo he visto algunas cosas de las que no quiero
discutir. Además, sería inútil contárselo a la gente, pues no me creería. Y una vez más
quizá sea lo mejor. El conocimiento puede ser mil veces más aterrador que la
ignorancia.
No obstante, yo lo sé porque he vivido en Haití, la isla oscura. He aprendido mucho
por las leyendas, he tropezado con muchas cosas por accidente, y casi todo mi
conocimiento proviene de la única fuente de verdad auténtica: las declaraciones de los
negros. Por lo general, esos viejos nativos del país de la colina negra no son gente
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habladora. Hizo falta paciencia y un trato prolongado con ellos antes de que se abrieran
y me contaran sus secretos.
Ésa es la razón por la que muchos de los libros de viaje son tan palpablemente
falsos... ningún escritor que permanece en Haití durante seis meses o un año podría
ganarse la confianza de aquellos que conocen los hechos. Hay tan pocos que en realidad
los conocen... tan pocos que no tienen miedo de relatarlos.
Pero yo los he descubierto. Dejad que os hable de los viejos días; los viejos tiempos
en que Haití se levantó en un imperio transportado en una ola de sangre.

Fue hace muchos años, poco después de que los esclavos se hubieran rebelado.
Toussaint l’Ouverture, Dessalines y el Rey Christophe los liberaron de sus amos
franceses, los liberaron después de sublevaciones y masacres y establecieron un reino
basado en una crueldad más fantástica que el despotismo que imperaba antes.
Por entonces no había negros felices en Haití. Habían conocido demasiado la tortura
y la muerte; la vida despreocupada de sus vecinos de las Indias Occidentales era por
completo ajena a estos esclavos y descendientes de esclavos. Floreció una extraña
combinación de razas: salvajes hombres tribales de Ashanti, Dambalalah y la costa de
Guinea; caribeños hoscos; vástagos morenos de franceses renegados; mezclas bastardas
de sangre española, negra e india. Mestizos y mulatos taimados y traicioneros
gobernaban la costa, pero había moradores aún peores en las colinas de allende.
Había selvas en Haití, junglas impenetrables, bosques rodeados de montañas e
infestados de ciénagas llenas de insectos venenosos y fiebres pestilentes. Los hombres
blancos no se atrevían a entrar allí, pues eran peores que la muerte. Plantas chupadoras
de sangre, reptiles venenosos y orquídeas enfermas atiborraban los bosques, que
escondían horrores que África jamás había conocido.
Pues es en aquellas colinas donde floreció el vudú verdadero. Se dice que allí vivían
hombres, descendientes de los esclavos fugados, y facciones proscritas que habían sido
expulsados de la isla. Rumores furtivos hablaban de pueblos aislados que practicaban el
canibalismo, mezclado con oscuros ritos religiosos más terribles y pervertidos que
cualquier cosa que hubiera salido del mismo Congo. La necrofilia, la adoración fálica, la
antropomancia y versiones distorsionadas de la Misa Negra eran corrientes. La sombra
de Obeah estaba por todas partes. El sacrificio humano era común, las ofrendas de
gallos y cabras cosas aceptadas. Había orgías alrededor de los altares vudú, y se bebía
sangre en honor de Barón Samedi y los otros dioses negros traídos desde tierras
antiguas.
Todo el mundo lo sabía. Cada noche los tambores rada resonaban desde las colinas,
y los fuegos centelleaban por encima de los bosques. Muchos papalois y hechiceros
conocidos residían en el linde mismo de la costa, pero jamás se los molestó. Casi todos
los negros “civilizados” aún creían en los hechizos y los filtros; incluso los que iban a la
iglesia se entregaban a los talismanes y encantamientos en tiempos de necesidad. Los
así llamados negros “educados” de la sociedad de Port—au—Prince eran abiertamente
emisarios de las tribus bárbaras del interior, y a pesar de la muestra exterior de
civilización, los sangrientos sacerdotes todavía gobernaban detrás del trono.
Desde luego había escándalos, desapariciones misteriosas y protestas esporádicas de
los ciudadanos emancipados. Pero no era sabio meterse con aquellos que se inclinaban
ante la Madre Negra, o provocar la ira de los terribles ancianos que moraban a la
sombra de la Serpiente.
Ése era el rango de la hechicería cuando Haití se convirtió en una república. La gente
a menudo se pregunta por qué existe aún la magia hoy en día; quizá sea más secreta,
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pero todavía sobrevive. Se pregunta por qué los espantosos zombis no son destruidos, y
por qué el gobierno no ha intervenido para erradicar los demoníacos cultos de sangre
que aún acechan en la penumbra de la jungla.
Tal vez esta historia proporcione una respuesta: este cuento secreto y antiguo de la
nueva república. Los funcionarios, al recordar el relato, todavía tienen miedo a interferir
demasiado, y las leyes que han sido promulgadas se hacen cumplir con poca fuerza.
Porque el Culto de la Serpiente de Obeah jamás morirá en Haití... en Haití, esa isla
fantástica cuya sinuosa costa se parece a las fauces abiertas de una monstruosa
serpiente.

Uno de los primeros presidentes de Haití era un hombre culto. Aunque nacido en la isla,
fue educado en Francia, y cursó extensos estudios durante su estancia en el extranjero.
En su acceso al cargo más alto de la tierra se le vio como un cosmopolita ilustrado y
sofisticado del tipo moderno. Por supuesto que aún le gustaba quitarse los zapatos en la
intimidad de su despacho, pero nunca exhibió sus pies desnudos en capacidad oficial.
No me malinterpretéis, el hombre no era un Emperador Jones; sencillamente, era un
caballero de ébano instruido cuya natural barbarie en ocasiones atravesaba su lustre de
civilización.
De hecho, era un hombre muy astuto, Tenía que serlo con el fin de llegar a presidente
en aquellos tempranos días; sólo los hombres extremadamente astutos alcanzaron
alguna vez ese rango. Quizá os ayude un poco que os diga que en aquellos tiempos el
término “astuto” era para un haitiano educado sinónimo de “deshonesto”. Por lo tanto,
resulta fácil darse cuenta del carácter que tenía el presidente cuando se sabe que se lo
consideraba uno de los políticos de más éxito que jamás haya dado la república.
En su corto reinado pocos enemigos se le opusieron; y aquellos que trabajaban contra
él por lo general desaparecían. El hombre, alto y negro como el carbón, con la
conformación física de cráneo de un gorila albergaba un cerebro notablemente capaz
bajo su frente prominente.
Su habilidad era fenomenal. Tenía una perspicacia para las finanzas que le benefició
mucho; es decir, le benefició tanto en su vida oficial como personal. Siempre que
consideraba necesario subir los impuestos, también incrementaba el ejército y lo
enviaba a escoltar a los recaudadores. Sus tratados con los países extranjeros eran obras
maestras de ilegalidad legal. Este Maquiavelo negro sabía que debía trabajar deprisa, ya
que los presidentes tenían una manera peculiar de morir en Haití. Parecían
particularmente sensibles a la enfermedad... “envenenamiento por plomo”, como
podrían decir nuestros modernos amigos gángsters. Así que el presidente actuó deprisa
en verdad, y realizó un trabajo magistral.
Realmente fue notable, a la vista de su pasado humilde. Pues la suya fue una saga de
éxito al estilo del buen Horatio Alger. No conoció a su padre. Su madre era una bruja en
las colinas, y aunque bastante famosa, había sido muy pobre. El presidente había nacido
en una cabaña de madera; todo un entorno clásico para una futura y distinguida carrera.
Sus primeros años habían sido plácidos, hasta que a los trece años lo adoptó un
benevolente ministro protestante. Durante un año vivió con ese hombre amable,
realizando las tareas de un criado en la casa. De repente, el pobre ministro murió a causa
de un oscuro mal; fue de lo más lamentable, pues había sido bastante rico y su dinero
aliviaba gran parte del sufrimiento de esa zona en particular. En cualquier caso, ese rico
ministro murió, y el hijo de la pobre bruja partió a Francia para recibir una educación
universitaria.
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En cuanto a ella, se compró una mula nueva y no dijo nada. Su habilidad con las
hierbas le había proporcionado a su hijo una posibilidad en el mundo, y estaba
satisfecha.
Pasaron ocho años antes de que el muchacho regresara. Había cambiado mucho
desde su partida; prefería la sociedad de los blancos y la de los mulatos de piel clara de
Port—au—Prince. Se sabe que también le prestaba poca atención a su anciana madre.
Su melindrez recién adquirida le hacía ser dolorosamente consciente de la ignorante
simpleza de la mujer. Además, era ambicioso, y no le interesaba publicitar su relación
con una bruja tan famosa.
Porque ella era bastante famosa a su manera. De dónde había venido y cuál era su
historia original, nadie lo sabía. Pero durante muchos años su cabaña en las montañas
había sido el punto de encuentro de adoradores extraños e incluso de emisarios extraños.
Los oscuros poderes de Obeah se evocaban en su sombrío altar de las colinas, y un
grupo furtivo de acólitos residía allí con ella. Sus fuegos rituales siempre brillaban en
las noches sin luna, y se entregaban bueyes en bautismos sangrientos al Reptil de la
Medianoche. Pues era una Sacerdotisa de la Serpiente.
Ya sabéis, el Dios—Serpiente es la deidad real de los cultos a Obeah. Los negros
adoraban a la Serpiente en Dahomey y Senegal desde tiempos inmemoriales. Veneran a
los reptiles de forma peculiar, y existe cierto vínculo oscuro entre la serpiente y la luna
creciente. ¿Curiosa, verdad, esa superstición de la serpiente? El Jardín del Edén tuvo a
su tentador, ya sabéis, y la Biblia habla de Moisés y su báculo de serpientes. Los
egipcios reverenciaban a Set, y los antiguos hindúes tenían un dios cobra. Da la
impresión de estar generalizado por todo el mundo ese odio y adoración por las
serpientes. Siempre parecen ser reverenciadas como criaturas del mal. Los indios
americanos creían en Yig, y los mitos aztecas siguen el modelo. Y, por supuesto, las
danzas ceremoniales de los Hopi son del mismo orden.
Pero las leyendas de la Serpiente Africana son especialmente terribles, y las
adaptaciones haitianas de los ritos sacrificales son peores.

En la época de la que hablo se creía que algunos de los grupos vudú criaban en realidad
serpientes; pasaban a los reptiles de contrabando desde Costa de Marfil para usarlos en
sus prácticas secretas. Había rumores de pitones de unos seis metros que se tragaban
bebés que les eran ofrecidos en los Altares Negros, y de envíos de serpientes venenosas
que mataban a los enemigos de los maestros del vudú. Es un hecho conocido que un
peculiar culto que adoraba a los gorilas había introducido furtivamente en el país a unos
simios antropoides; por lo que las leyendas de la serpiente podrían haber sido
igualmente verdad.
Sea como fuere, la madre del presidente era una sacerdotisa, y tan famosa, a su
manera, como su distinguido hijo. Él, justo después de su regreso, había ascendido poco
a poco al poder. Primero había sido recaudador de impuestos, luego tesorero, y por
último presidente. Varios de sus rivales murieron, y aquellos que se le opusieron no
tardaron en descubrir que era oportuno eliminar su odio; pues aún era un salvaje de
corazón, y a los salvajes les gusta torturar a sus enemigos. Se rumoreaba que había
construido una cámara de torturas secreta bajo el palacio, y que sus instrumentos
estaban oxidados, aunque no por el desuso.
El abismo entre el joven estadista y su madre comenzó a ensancharse justo antes de
su subida al poder presidencial. La causa inmediata fue su matrimonio con la hija de un
rico plantador mulato de piel clara de la costa. No sólo la anciana se vio humillada
porque su hijo contaminó la estirpe familiar (ella era negra pura, y descendiente de un
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rey—esclavo de Nigeria), sino que se mostró más indignada debido a que no fue
invitada a la boda.
Se celebró en Port—au—Prince. Los cónsules extranjeros asistieron, y la crema de la
sociedad haitiana estuvo presente. La hermosa novia había sido educada en un convento
y sus antecedentes se consideraban en la más alta estima. Sabiamente, el novio no se
dignó a profanar la celebración nupcial incluyendo a su desagradable madre.
Sin embargo, ella fue y observó la celebración desde la puerta de la cocina. Y estuvo
bien que no revelara su presencia, ya que habría avergonzado no sólo a su hijo, sino
también a unos cuantos más... dignatarios que a veces la consultaban de manera no
oficial.
Lo que vio de su hijo y de su prometida no fue agradable. El hombre era ahora un
dandy afectado, y su esposa una coqueta tonta. La atmósfera de pompa y ostentación no
la impresionó; detrás de sus máscaras festivas de educada sofisticación, sabía que la
mayoría de los presentes eran negros supersticiosos que habrían ido corriendo a verla en
busca de encantamientos o consejos oraculares en cuanto tuvieran problemas. No
obstante, no hizo nada; sólo sonrió con amargura y volvió a casa cojeando. Después de
todo, todavía amaba a su hijo.
Sin embargo, la siguiente afrenta no pudo pasarla por alto. Fue en la toma del cargo
de nuevo presidente. Tampoco a ese acontecimiento se la invitó, pero ella fue. Y en esta
ocasión no se quedó en las sombras. Después de que el juramento de posesión fuera
recitado, marchó con decisión ante la presencia del nuevo gobernante de Haití y lo
abordó delante de los mismos ojos del cónsul de Alemania. Era una figura grotesca: una
vieja pequeña y fea que apenas medía un metro y medio, negra, descalza y vestida con
harapos.
Naturalmente, el hijo ignoró su presencia. La bruja marchita se pasó la lengua por
sus encías desdentadas en terrible silencio. Luego, con tranquilidad, comenzó a
maldecirlo... no en francés, sino en el dialecto nativo de las colinas. Invocó la ira de sus
sangrientos dioses sobre su cabeza desagradecida, y le amenazó tanto a él como a su
esposa con venganza por su relamida ingratitud. Los invitados quedaron
conmocionados.
También el nuevo presidente. No obstante, no perdió la compostura. Con calma
llamó con un gesto a los guardias, quienes se llevaron a la ahora histérica bruja. Trataría
con ella después.
La noche siguiente, cuando consideró adecuado bajar a la mazmorra a razonar con su
madre, ella no estaba. Había desaparecido, le dijeron los guardias, moviendo los ojos
misteriosamente. Hizo que fusilaran al carcelero y regresó a sus aposentos oficiales.
Estaba un poco preocupado respecto a la maldición. Veréis, él sabía de lo que era
capaz la mujer. Tampoco le gustaron las amenazas que profirió contra su mujer. Al día
siguiente hizo que le fabricaran unas balas de plata, igual que el Rey Henry en los viejos
días. También compró un encantamiento ouanga de un hechicero que conocía. La magia
lucharía contra la magia.
Aquella noche, una serpiente le visitó en sueños; una serpiente de ojos verdes que le
susurró a la manera de los hombres y le siseó con aguda y burlona risa cuando él la
golpeó en su sueño. Por la mañana había un olor reptilesco en su dormitorio, y un
légamo nauseabundo sobre su almohada que emitía un olor similar. Y el presidente supo
que sólo su encantamiento le había salvado.
Aquella tarde su esposa echó en falta uno de sus vestidos parisinos, y el presidente
interrogó a los sirvientes en su cámara de torturas. Descubrió algunos hechos que no se
atrevió a contarle a su mujer, y a partir de ese momento dio la impresión de estar muy
triste. Ya había visto trabajar a su madre con figuras de cera antes: pequeños maniquíes
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que se parecían a hombres y mujeres, vestidos con partes de sus prendas robadas. A
veces les clavaba agujas o los asaba sobre un fuego bajo. Siempre las personas reales
enfermaban y morían. Ese conocimiento hizo al presidente bastante desdichado, y
estuvo más preocupado cuando regresaron unos mensajeros y le dijeron que su madre
había desaparecido de su vieja cabaña en las colinas.
Tres días después su esposa murió de una herida dolorosa en el costado que los
médicos no pudieron explicar. Estuvo en agonía hasta el final, y justo antes de morir se
rumoreó que su cuerpo se puso azul y se hinchó hasta el doble de su tamaño normal.
Sus rasgos estaban carcomidos como con lepra, y sus extremidades dilatadas se parecían
a las de una víctima de elefantiasis. En Haití hay horribles enfermedades tropicales,
pero ninguna mata en tres días...
Después de eso, el presidente enloqueció.
Como Cotton—Matters antaño, inició una cruzada de caza de brujas. Se envió a los
soldados y a la policía a peinar todo el campo. Los espías fueron a los cobertizos de las
cimas de las montañas, y las patrullas armadas se agazaparon en campos lejanos donde
trabajan los hombres—muertos vivientes, con sus vidriosos ojos mirando
incesantemente a la luna. Se interrogó a las mamalois sobre los fuegos, y se asó a los
poseedores de libros prohibidos sobre llamas alimentadas con esos mismos volúmenes
que guardaban. Los sabuesos ladraron en las colinas, y los sacerdotes murieron en los
altares donde solían realizar sacrificios. Sólo se había dado una orden especial: la madre
del presidente debía ser capturada con vida y sin recibir daño alguno.
Mientras tanto, él permaneció sentado en palacio con las brasas de la lenta locura en
sus ojos: brasas que ardieron con llama demoníaca cuando los guardias trajeron a la
bruja marchita, a quien habían capturado cerca de aquella terrible arboleda de ídolos que
hay en la ciénaga.
La llevaron abajo, aunque se debatió y arañó como un gato salvaje, y luego los
guardias se fueron y dejaron a su hijo a solas con ella. Solo, en la cámara de torturas,
con una madre que le maldijo desde el potro. Solo, con un fuego frenético en los ojos, y
un gran cuchillo de plata en la mano...
El presidente pasó muchas horas en su cámara de torturas secreta durante los
siguientes días. Rara vez se lo vio por el palacio, y sus sirvientes recibieron órdenes de
que no debía molestársele. Al cuarto día subió por la escalera oculta por última vez, y la
titilante locura de sus ojos se había desvanecido.
Qué sucedió en la mazmorra subterránea jamás se sabrá con certeza. Sin duda es lo
mejor. El presidente era un salvaje de corazón, y para el bárbaro la prolongación del
dolor siempre aporta éxtasis...
Sin embargo, se sabe que la vieja bruja maldijo a su hijo con la Maldición de la
Serpiente en su último aliento, y ésa es la maldición más terrible de todas.
Se puede obtener cierta idea de lo que pasó conociendo la venganza del presidente,
ya que tenía un sentido del humor lúgubre y la noción de la retribución de un salvaje. Su
esposa había sido asesinada por su madre, quien creó una imagen de cera de ella. Él
decidió hacer lo que sería exquisitamente apropiado.
Cuando subió por la escalera aquella última vez, sus sirvientes vieron que llevaba
con él una vela grande, hecha de grasa de cadáver. Y como nadie vio nunca más el
cuerpo de su madre, hubo conjeturas curiosas respecto a cómo había conseguido la
grasa de cadáver. Pero también la mente del presidente se inclinaba hacia las bromas
macabras...
El resto de la historia es muy sencilla. El presidente fue directamente a su despacho
en el palacio, donde depositó la vela sobre su escritorio. Había descuidado el trabajo en
los últimos días, y tenía muchos asuntos oficiales que atender. Permaneció sentado en
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silencio un rato, mirando la vela con una sonrisa curiosa y satisfecha. Luego ordenó que
le llevaran los documentos y anunció que se ocuparía de ellos de inmediato.
Trabajó toda la noche, con dos guardias estacionados en el exterior junto a la puerta.
Sentado a su mesa, se dedicó a su tarea a la luz de la vela... esa vela hecha con grasa de
cadáver.
Era evidente que la maldición lanzada por su madre al morir no le molestaba en
absoluto. Una vez satisfecho, su ansia de sangre saciada descartó toda posibilidad de
venganza. Ni siquiera era lo suficientemente supersticioso como para creer que la bruja
pudiera volver de la tumba. Permaneció bastante tranquilo allí sentado, todo un
caballero civilizado. La vela proyectaba sombras ominosas sobre el cuarto en penumbra,
pero él no lo notó... hasta que fue demasiado tarde. Entonces, alzó la vista... para ver la
vela de grasa de cadáver retorcerse hasta adquirir una vida monstruosa.
La maldición de su madre...
¡La vela —la vela hecha con grasa de cadáver— estaba viva! Era una cosa sinuosa, y
que se retorcía, moviéndose en su candelabro con un propósito siniestro.
El extremo de la llama pareció brillar con intensidad y adquirir un súbito y terrible
parecido. El presidente, sorprendido, vio la cara ígnea de su madre; una cara diminuta y
arrugada de fuego, con un cuerpo de grasa de cadáver que se lanzó hacia el hombre con
espantosa facilidad. La vela se estiraba como si estuviera derritiéndose; se estiraba y
extendía hacia él de un modo terrible.
El presidente de Haití aulló, pero era demasiado tarde. La resplandeciente llama del
extremo se apagó, quebrando el hechizo hipnótico que mantenía en trance al hombre. Y
en ese momento la vela saltó, mientras la habitación desaparecía en la temida oscuridad.
Era una oscuridad horrible, llena de gemidos y el sonido de un cuerpo debatiéndose que
se hizo cada vez más y más débil...
Estaba inmóvil cuando los guardias entraron y encendieron las luces de nuevo.
Sabían lo de la vela de grasa de cadáver y la maldición de la madre—bruja. Ésa es la
razón por la que fueron los primeros en anunciar la muerte del presidente; los primeros
en meterle una bala en la nuca y afirmar que se había suicidado.
Le contaron la historia al sucesor del presidente, y éste dio órdenes de que se
abandonara la cruzada contra el vudú. Era mejor así, pues el nuevo gobernante no
deseaba morir. Los guardias le explicaron por qué le habían disparado al presidente y
dicho que había sido suicidio, y su sucesor no quiso arriesgarse a caer en la Maldición
de la Serpiente.
Pues el presidente de Haití había sido estrangulado por la vela de grasa del cadáver
de su madre... una vela de grasa de cadáver que estaba enroscada alrededor de su
cuello como una serpiente gigantesca.
MOTHER OF SERPENTS
Robert Bloch, 1964
Trad. Elías Sarhan
Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3

YO ANDUVE CON UN ZOMBI


INEZ WALLACE
39

H aití, esa oscura y misteriosa isla, en la que han surgido figuras tan increíbles
como Christophe —el Napoleón negro—, de fama mundial; donde los ritos del
vudú unen al hombre con lo sobrenatural de tal forma que escapa al
entendimiento... Haití nos ofrece aún otro fenómeno que confunde a los grandes
pensadores y científicos de nuestros días.
Cuando visité la isla por primera vez y escuché las historias que voy a relatar, me
negué a creerlas.
No culparé a nadie por dudar al término de este relato. Pero hoy en día, expresado
fríamente en los libros de leyes de la República, se reconoce oficialmente la existencia
de una práctica de magia metafísica, posiblemente la más repugnante que se pueda
imaginar.
El artículo 249 del Código Penal de Haití, establece lo siguiente: “Se calificará de
intento de asesinato el empleo de sustancias químicas contra cualquier persona a la que,
sin causarle la muerte, se le produzca un coma letárgico más o menos profundo. Si,
después de haberle administrado tales sustancias, la persona fuera enterrada, el hecho
será considerado asesinato, sin tenerse en cuenta el resultado que se derive de ello”.
Sencillamente: es asesinato enterrar a una persona como si estuviera muerta, y
posteriormente sacar su cuerpo para que viva otra vez (al margen de cualquier
resultado).
Y se promulgó esta ley porque se ha comprobado una y otra vez que las artes
misteriosas de la población negra de Haití han conseguido que los muertos salgan de sus
tumbas y lleven una existencia de esclavos sin alma, moviéndose como cuerpos sin
inteligencia individual.
Estos cadáveres vivientes son llamados zombis.
No son espíritus o fantasmas espectrales, sino cuerpos de carne y hueso que han
muerto, pero se mueven todavía, andan, trabajan y, algunas veces, hasta hablan.
El gobierno prefiere decir que se trata de gente drogada, enterrada y desenterrada.
Pero pasa el tiempo y no queda más remedio que admitir la existencia de los zombis
como una realidad.
Cuando oí hablar de ellos por primera vez, cada palabra que escuchaba me
provocaba una sonrisa de incredulidad. Después he llegado a considerar la misteriosa
leyenda de los zombis (los muertos sacados de sus tumbas y obligados a trabajar para
los vivos) como algo más que una leyenda.
Creo —porque lo he sabido a través de fuentes incuestionables— que han ocurrido
estas cosas y que siguen ocurriendo hoy día, a no muchas millas de nuestros
supercivilizados Estados Unidos, en la mágica y misteriosa isla de Haití. He escuchado
fantásticos relatos de hombres y mujeres blancos, de cuya palabra no puedo dudar, y he
leído aún más en cierto libro sobre los zombis.
¿Qué poder psíquico hace posible que estos cuerpos muertos se muevan, actúen,
caminen y bailen como si estuvieran vivos? Y, ¿qué superpoder puede hacer incluso que
hablen en algunas ocasiones?
Desde la misteriosa isla de Haití llegan muchas otras historias de lo oculto, místicos
relatos sobre vudú, magia negra, hechizos, maldiciones y magnetismo animal.
En los oscuros anales de esta misteriosa isla aparecen extraños ritos vudú, y el culto
al negro macho cabrío y a la blanca cabra florece hasta en las ciudades más populosas
de Haití. El vuduísmo está prohibido por la ley, pero incluso los emperadores negros de
la isla lo han practicado y temido.
Pero el fenómeno que los nativos temen en mayor grado (y no sólo los ignorantes
nativos corrientes, sino negros cultivados e incluso doctores del vudú, que creen ser
todopoderosos) es el terrorífico zombi.
40

Porque el zombi y la magia sobrenatural que en él subyace, están más allá aún del
entendimiento de los doctores del vudú, con todos sus negros ritos.
Y este miedo supersticioso al zombi y todo cuanto se relaciona con estas personas
muertas está plenamente justificado.
Los haitianos mantienen que actualmente hay zombis trabajando en los campos de
caña, alrededor de las solitarias mansiones de la isla, y algunos dicen que estos
misteriosos trabajadores muertos existen también en las ciudades más pobladas. Uno
puede reconocerlos porque, excepto en raras circunstancias, nunca hablan y siempre
miran al frente fijamente. Si no se está seguro, podemos cerciorarnos ofreciendo al
sospechoso algo de comida salada, “porque el zombi no puede probar la sal”, e
inmediatamente sabrá que está muerto, haciendo regresar su cuerpo viviente a la tumba,
no importa dónde esté ésta, ¡y nadie podrá detenerlo!
No hace muchos años, cerca del famoso Port—au—Prince, ocurrió un incidente que
inmediatamente me recordó a los zombis. Un hombre blanco, que estaba pasando una
mala racha y había llegado a Haití con el nombre de George MacDonough, se enamoró
de una joven nativa de color, finalizando su amor por ella cuando una muchacha blanca
se enamoró a su vez de él. Así fue como abandonó a Gramercie por Dorothy Wilson, y
se casó con ella.
Pero no había terminado aún con Gramercie, cuyos feroces y primitivos celos
resultaron algo que era mejor evitar. No llevaba aún un año de casado, cuando su joven
esposa cayó misteriosamente enferma y murió. Dos noches después de su entierro se
descubrió que su tumba había sido removida, pero no de una forma tan evidente como
para justificar una investigación.
Seis meses después, una misteriosa historia comenzó a propagarse por Port—au—
Prince. Se decía que en las horripilantes y mágicas laderas de Morne—au—Diable,
próximas a la frontera dominicana, había un grupo de esclavos formado por zombis. El
rumor corrió y corrió, y de pronto un nuevo misterio se unió a aquella historia, cuando
se supo que había una mujer blanca trabajando en el campo de caña. George
MacDonough oyó la historia, al igual que otros muchos colonos americanos.
Como sus compañeros, se rió al principio. Pero luego empezó a pensar en la tumba
profanada de su esposa. En su momento aquel hecho no le había sugerido nada, pero
ahora, ¿tendría alguna relación con estos rumores? Se asustó, dominado por los nervios,
al recordar que la vengativa Gramercie era del mismo distrito del que procedía la
fantástica historia.
Movido por un repentino impulso, se dirigió al interior, hacia Morne—au—Diable,
llevando con él un fiel guía negro y dos amigos. Partió por la noche, en secreto, sin que
se trasluciera nada de la expedición. Su llegada al campo de caña de Gramercie resultó
una completa sorpresa para su antigua novia morena.
Pero la terrible escena que presenció en aquellos campos introdujo la locura en su
corazón, y Gramercie huyó aullando de terror hacia la selva, tratando de escapar a su
venganza. “Porque en los campos, trabajando con los esclavos negros, ¡se hallaba el
cadáver de la esposa de George MacDonough!” Antes de su llegada, Gramercie, oculta
por las altas cañas, había estado haciendo extraños pases en el aire.
Cuando se dirigió hacia su esposa, los azules ojos de ésta le miraron sin comprender,
sin reconocerle. Y al ver que sus repetidos gritos no conseguían respuesta alguna de
ella, acabó por entender. A la caída de la noche llevó consigo su cuerpo de muerto—
viviente a casa. Y de nuevo, al anochecer, al cementerio. Abrió su tumba y le dio a
comer sal, viendo cómo caía a sus pies, ahora ya realmente muerta.
Después, George MacDonough inició la búsqueda de Gramercie, pero ya era
demasiado tarde para poder vengarse él mismo, porque los nativos temen a los zombis y
41

a quienes les obligan a trabajar más que al hombre blanco, y enterados del crimen, antes
de que MacDonough pudiera llegar a Morne—au—Diable para matar a la bruja que
había utilizado con su poder el cuerpo de su esposa muerta, ellos mismos —su propia
gente— la habían asesinado brutalmente.

..........

Un hombre de edad, al que llamaré mayor Hemingway, me dijo que cualquier blanco
que haya vivido en Haití, relacionándose con la misteriosa vida de los nativos, dudaría
mucho antes de decidirse a negar la existencia de los zombis.
—¿Sabe? —me dijo—, una vez que se está fuera de Haití, todas estas cosas vuelven
a uno. Para quien nunca ha estado allí, todo resulta demasiado increíble. La mayoría de
la gente tiene un miedo ancestral al vudú, porque ha sido practicado incluso aquí, en el
Sur de los Estados Unidos. Aunque esto de los zombis parece más difícil de creer, pero
existen, lo sé.
Y me relató la siguiente historia:
“Una vez, durante una sublevación nativa, estaba yo instalado en el distrito de
Morne—au—Diable (un territorio montañoso donde los nativos son tan ignorantes y
supersticiosos como sólo los negros pueden llegar a serlo, y donde florece el vudú.) Una
noche, una bonita muchacha negra vino a pedirme que la ayudara.
Parece ser que dos semanas antes su hermano había muerto y había sido enterrado,
pero ahora ella pretendía haberlo visto trabajando en la casa de un tal Ti Michel, un
pequeño granjero que vivía no muy lejos de donde yo me había instalado.
Había oído hablar de los hechizos y maleficios del vudú, habiendo llegado a creer en
ellos, pero esto era algo nuevo para mí.
Yo le dije:
—¿Qué puedo hacer?
Ella sonrió misteriosamente y me alargó un paquete de azúcar cande (una clase de
mezcla parecida al caramelo.)
—Mañana —dijo—, vaya donde Ti Michel. En los campos verá hombres trabajando
la caña. Los hombres estarán mirando fijamente al frente, con la mirada vacía, sin
hablar. Deles el azúcar cande.
—¿Qué bien les puede hacer el cande?
—Déselo y verá. El cande encubre sal.
Bueno, ya se había despertado mi curiosidad lo suficiente para hacer lo que me
pedía, y lo hice. Al día siguiente di una vuelta por la hacienda del viejo Ti Michel y
descubrí que éste me miraba con gran suspicacia. Miré un poco a mi alrededor y
finalmente recorrí sus campos de caña. Durante todo el tiempo él me observaba como lo
hace el gato con el ratón. Me acerqué a la fila de hombres que cavaban, y él vino tras de
mí.
Entonces, de repente, le llamó su hijo desde otra parte del campo, porque tenía
problemas con uno de los trabajadores, y yo me quedé a no más de tres metros de dos
hombres y tres mujeres que estaban trabajando. Rápidamente me dirigí a ellos, les
hablé, les toqué. No me contestaron, pero se enderezaron cuando les toqué.
¡Nunca olvidaré sus ojos! Era como si mirasen el interior de un viejo pozo en medio
de la noche, ¿entiende lo que quiero decir?
Bueno, les di el azúcar cande, lo tomaron y empezaron a chuparlo. Entonces llegó Ti
Michel corriendo hacia mí; había visto que estaba dando algo a sus trabajadores y
empezó a chillar:
—¿Qué les ha dado? ¿Qué les ha dado?
42

No tuve la oportunidad de responder. De repente, aquellos trabajadores lanzaron un


grito horrible, arrojaron sus herramientas y se volvieron rápidos hacia la pequeña ciudad
cerca de la cual estaba yo instalado, comenzando a marchar en fila de a uno fuera del
campo. Ti Michel me miró sólo durante un instante; después empezó a correr en
dirección contraria. Nunca se le volvió a ver, pero dos semanas más tarde alguien
comentó que habían encontrado una camisa manchada de sangre identificada como
suya. Estos nativos tienen su propia forma de encargarse de la gente como Ti Michel.
Bueno, yo estaba muy interesado en los zombis, así que los seguí. Llegaron a la
ciudad; la gente chillaba y corría por todas partes. Algunos corrieron en dirección al
cementerio, hacia el cual iban ahora los zombis tan rápidos como podían.
No los pude alcanzar; los perdí. Cuando llegué al cementerio, vi un grupo de negros
medio histéricos cavando frenéticamente en cinco tumbas, y cerca de los túmulos
descubrí unos montones informes, negros. (¡Ahora, afortunadamente, los zombis ya
estaban muertos!).
No espero que lo crean, pero yo lo vi.”
..........

La historia de los bailarines zombis de Port—au—Prince es interesante desde el punto


de vista de que arroja alguna luz sobre los terribles ritos mágicos concernientes a la
vuelta desde la tumba de los muertos para trabajar en los campos de caña.
Una mujer negra llamada Bretéche llevaba un local donde se daban exhibiciones de
baile, a muy poca distancia de Port—au—Prince. De educación bastante esmerada, era
conocida por haber estado relacionada con los escenarios desde su infancia, y porque
durante cierto tiempo la gente blanca había frecuentado su establecimiento.
Ahora ya sólo acudía el elemento negro, y ella se convirtió en noticia por su audacia,
pues no se le ocurrió otra cosa que revelar los ritos secretos del vudú en el escenario. De
pronto comenzó a circular un rumor: “ ¡La Bretéche tiene zombis bailando para ella!”
Una investigación oficial reveló la existencia en su casa de siete figuras misteriosas
que bailaban a sus órdenes, siguiendo cada inflexión de su voz, pero sin ninguna
respuesta emocional, moviéndose sólo de manera automática. Jamás se había oído
hablar a alguno de los extraños bailarines. La Bretéche fue llamada a declarar.
A todas las preguntas que se le hicieron respondió no haber cometido asesinato,
puesto que sus bailarines ya estaban muertos. Dijo que sus bailarines habían sido
enterrados y que ella los había desenterrado para ayudarles, y ahora ellos la ayudaban a
ella.
—¿Qué hizo usted?
—Primero hice una figura de barro, así... —Y les mostró de forma rudimentaria
cómo la había hecho. Una figura de barro parecida a un hombre—: así... —Y levantó y
sostuvo una imaginaria figura de barro, empezando a darle aliento, susurrando a la vez
una curiosa especie de ritual.
Luego miró hacia arriba y dijo:
—Después dije: baila, y ellos bailaron para mí.
Los blancos cultos admiten la existencia de los zombis, igual que lo hace el gobierno.
No obstante, éste teme implicarse en cualquier explicación de origen psíquico. En otras
palabras, el gobierno de Haití dice: “¿Zombis? Sí, existen; pero no podemos dar una
explicación. Forman parte del misterio de Haití.”
Una respuesta oficial, en efecto. Pero no puede convencerme de que no hay
realmente muertos vivientes trabajando en los campos de caña de Haití.
43

I WALKED WITH A ZOMBIE


Inez Wallace
Trad. Miguel Hernández
Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3

VENGANZAS Y CASTIGOS DE LOS ORISHAS


LYDIA CABRERA2

L os santos, airados, no solamente envían las enfermedades sino todo género de


calamidades. Del caso de Papá Colás conocido en la Habana a fines del siglo
pasado, se acordarán los viejos. Era “omó Obatalá”. Tenía la incalificable
costumbre de enojarse y conducirse soezmente con su Santo, de insultarle cuando no
tenía dinero. Conozco la historia por varios conductos: sabido es que Obatalá, el dios
puro por excelencia —es el Inmaculado, el dios de la blancura, el dueño de todo lo que
es blanco o participa esencialmente de lo blanco—, exige un trato delicadísimo. La
piedra que habita Obatalá no puede sufrir inclemencias de sol, de aire, de sereno. A
Obatalá es menester tenerle siempre envuelto en algodón —Oú— cubrirlo con un
género de una blancura impecable. En sus accesos de rabia, Papá Colás asía a Obatalá,
lo liaba en un trapo sucio o negro, y para mayor sacrilegio, lo relegaba al retrete.
Obatalá es el Misericordioso; es el gran Orisha omnipotente que dice “yo siempre
perdono a mis hijos”; pero a la larga se hartó de un trato tan canallesco e injustificable.
Un día que a Papá Colás le bajó el Santo, este le dejó dicho que en penitencia por su
irreverencia se diera por preso, permaneciendo en su cuarto durante diez y seis días
junto a los orishas. Papá Colás se encogió de hombros, y muy lejos de obedecer la
voluntad del dios, soltando un rosario de atrocidades, se marchó a la calle sin ponerse
un distintivo de Obatalá, sin llevar siquiera una cinta blanca de hiladillo.
“Yo que conocí a sus hermanas, doy fe que todo eso es verdad; las pobres siempre
tenían el corazón temblando en la boca, comentando su mala conducta y esperando que
el Santo lo revolcara. Colás se portaba con los Santos como un mogrolón (sic) y ellas
decían: El Angel lo va a tumbar”. Y así fue. Dormía Papá Colás frente a la ventana de
su habitación, que daba a la calle, y sin saberse poqué, al pasar el carretón de la basura,
el negro, como un loco (recuérdese que Obatalá, “el amo de las cabezas”, castiga con la
cabeza y arrebata el juicio) armándose de la tranca de la puerta mató al carretonero. Así
diez y seis días de retiro se convirtieron en diez y seis años de presidio para el
desobediente. Un contemporáneo de este santero, tan conocido por sus blasfemias y
rebeldías como por su clarividencia —dicen que para adivinar no tenía necesidad de
consultar sus caracoles, “tan fuerte era su vista”— nos cuenta que los jueces iban a
condenarlo a pena de muerte (garrote); que hubo junta de babalawos y que Orula,
Oshún y Obatalá se negaban a acceder a los ruegos de los demás Santos que pedían su
gracia. Obatalá, después de largas súplicas, solo perdonó y consintió en salvarle la vida
“cuando los blancos pensaron en sentenciarlo con pena de orí (cabeza), y Obatalá, por
tratarse de la cabeza de un hijo suyo, conmutó la pena”. Este Papá Colás, que ha dejado
tantos recuerdos entre los viejos, era famoso invertido y sorprendiendo la candidez de
un cura, casó disfrazado de mujer, con otro invertido, motivando el escándalo que puede
presumirse.

2
En los relatos de Lydia Cabrera seleccionados, se observarán algunas irregularidades de orden
gramatical y tipográfico, que hemos respetado. (N. del E.)
44

Desde muy atrás se registra el pecado nefando como algo muy frecuente en la Regla
lucumí. Sin embargo, muchos babalochas, omó—Changó, murieron castigados por un
orisha tan varonil y mujeriego como Changó, que repudia este vicio. Actualmente la
proporción de pederastas en Ocha (no así en las sectas que se reclaman de congos, en
las que se les desprecia profundamente y de las que se les expulsa) parece ser tan
numerosa que es motivo continuo de indignación para los viejos santeros y devotos. “¡A
cada paso se tropieza uno un partido con su merengueteo!”
“En esto de los Addodis hay misterio”, dice Sandoval, “porque Yemayá tuvo que ver
con uno... Se enamoró y vivió con uno de ellos. Fué en un país, Laddó, donde todos los
habitantes eran así, maricas, mitad hombres, que dicen nafroditos (sic) y Yemayá los
protegía”. “Oddo es tierra de Yemayá. ¡Cuántos hijos de Yemayá son maricas!” (y de
Oshún). Sin embargo, los Santos Hombres, Changó, Oggún, Elegguá, Ochosi, Orula, y
no digamos Obatalá, no ven con buenos ojos a los pederastas. No hace muchos años,
Tiyo asistió a la escena que costó la vida a un afeminado que llamaban por mofa María
Luisa, y que era hijo de Changó Terddún. “La pena era que aquel desgraciado le bajaba
un Changó magnífico. Cuando para sacar a cualquiera de un aprieto lo mandaba a que
se jugase el dinero de la comida o del alquiler del cuarto al número que le decía, nunca
lo engañaba. Ese número que daba Changó Terddún salía seguro. ¡Ah! Pero Changó no
lo quería amujerado, y ya había declarado en público que su hijo lo tenía muy
avergonzado. Fué en una fiesta de la Virgen de la Regla, María Luisa estaba allí y todos
nosotros bromeando con él, ridiculizándolo. En eso, cuando a María Luisa le estaba
subiendo el Santo, llegó otro negrito, un cojo, Biyikén, y le dio un pellizco en salva sea
la parte. Ahí Changó mismo se viró como un toro furioso y gritó: ¡Ya está bueno!
Mandó a traer una palangana grande con un poco de agua y nos ordenó que todos
escupiésemos dentro y que el que no escupiese recibiría el mismo castigo que le iba a
dar a su hijo. María Luisa estaba sano. Era bonito el negrito, y simpático... ¡Una
lástima! Cuando se llenó de escupitajos la palangana, se le vació en la cabeza. Al otro
día, María Luisa amaneció con fiebre. A los diez y seis días, lo llevamos al cementerio.
Changó Terddún lo dejó como un higuito”.
No menos extraña y ejemplar la historia de los Santeros R. y Ch... Ch. Con un
mantón amarillo de seda enredado a la cintura era la Caridad del Cobre, Oshún
panchággara, en persona.
En Gervasio, en el solar de los Catalanes, celebró una gran fiesta en honor de Oshún.
Era espléndida la “plaza” que le hizo a la diosa (plaza se llama a las ofrendas de frutas,
que después de exponerlas un rato ante las soperas del Orisha, se reparten entre los
devotos y asistentes a la fiesta). “Todo lo que se daba allí era por canastas”, me cuenta
un testigo, “las naranjas, los cocos, los canisteles, las ciruelas, los mangos, los plátanos
manzanos, las frutas bombas, todas las frutas predilectas de Oshún, los huevos, además
de los platos de bollos, palanquetas, panetelas borrachas, miel, natillas, harina dulce con
leche y mantequilla, pasas, almendras y azúcar blanca espolvoreada con canela, y
rositas de maíz... Ch. Había gastado en grande para su Santa. La casa estaba llena de
bote en bote. A las doce, cae Ch. con Oshún. R. que está en la puerta borracho, dice: a
mí también ahora mismo me va a dar Santo, y lo fingió. Entra al cuarto, va a la canasta
de los bollos, y se pone a comer bollos con miel. Viene Ch. con Oshún a saludarlo y
éste le manda un galletazo. Lo agarran, y le pega una patada. Le gritamos ¡R. tírate al
suelo! ¡Pídele perdón a Mamá!
—¡Bah! ese es un maricón...
—No es Ch. ¡Es nuestra Mamá!
45

Oshún no se movió. Abrió el mantón, un mantón muy bueno que le habían regalado a
Ch. los ahijados, y se rió. Levantó la mano derecha y apuntando para R. tocándose el
pecho dijo:
—Cinco irolé para mi hijo, y cinco irolé para mi otro hijo.
Y ahí mismo se fué.
Ch. amaneció con cuarenta grados de fiebre y el vientre inflamado. R. amaneció con
cuarenta grados de fiebre y el vientre inflamado... Cinco días después murieron a la
misma hora, el mismo día. No valió que los ahijados trajeran un pavo real y cincuenta y
cinco gallinas amarillas y todo lo que hacía falta para hacerle ebbó. Cinco días después,
asistiendo yo al entierro de Ch., pasaba al mismo tiempo la puerta del cementerio el
entierro de R. Las tumbas están cerca. La madre de Ch., que también era hija de Oshún,
y veinticuatro personas más que eran hijos e hijas de Oshún, en uno y otro cortejo se
subieron y usted las veía reirse y reirse, sin hablar... Hasta que echaron la última
paletada de tierra, las Oshún al lado de la fosa, no dejaron de reir, pero no a carcajadas
como se ríe la Santa, sino con una risa fría y burlona que helaba la sangre, en un silencio
en que no se oía más que la pala y el puñado de tierra cayendo en el hoyo”.
Abundan también las lesbias en Ocha (alacuattá) que antaño tenían por patrón a Inle,
el médico, Kukufago, San Rafael, “Santo muy fuerte y misterioso” y a cuya fiesta
tradicional en la loma del Angel, en los días de la colonia, al decir de los viejos, todas
acudían. Invertidos, —Addóddis, Obini—Toyo, Obini—Naña o Erán Kibá, Wassicúndi
o Diánkune, como les llaman los Abakuás o Ñañigos— y Alácuattas u Oremi se daban
cita en el barrio del Angel el 24 de octubre. Los balcones de las casas se quemaba un
pez de paja relleno de pólvora y con cohetes en la cola; la procesión y los fuegos
artificiales resultaban espléndidos. Allí estaba en el año 1887, “su capataza la Zumbáo”,
que vivía en la misma loma. Armaba una mesa en la calle y vendía las famosas tortillas
de San Rafael. (Las del negro Papá Upa, su contemporáneo, fueron también muy
célebres, y aun las recuerdan algún viejo glotón).
De la Zumbáo, santera de Inle, me han hablado en efecto, varios viejos. Era costurera
con buena clientela, muy presumida y rumbosa. Otros me hablan de una supuesta
sociedad religiosa de Alacuattás. Lo curioso es que Inle es un Santo tan casto y
exigente, en lo que se refiere a la moral de sus hijos y devotos, como Yewá. Es tan poco
mentado como ésta, como Abokú (Santiago Apóstol) y Naná, pues se le teme y nadie se
arriesga a servir a divinidades tan severas e imperiosas. Ya en los últimos años del siglo
pasado, en la Habana, “Inle casi no visitaba las cabezas”. Una sesentona me cuenta que
una vez fue al Palenque y bajó Inle. Todos los Santos le rindieron pleitesía y todas las
viejas y viejos de nación que estaban presentes “se echaron a llorar de emoción”. —
“Desde entonces”, me dice, “no he vuelto a ver a Inle en cabeza de nadie” y tampoco
recuerda más nada de aquella inolvidable visita al Palenque que honró la bajada de San
Rafael, pues tarde, cuando había terminado la fiesta, se halló en el fondo de la casa, en
una habitación, atontada y con la ropa todavía empapada de agua. Deduce que “le dio el
Santo”, Inle, y como es costumbre cuando el Santo se manifiesta presentarle una jícara
llena de agua para que beba y espurrée abundantemente a los fieles, su traje húmedo y
su “sirímba”, (atontamiento) serían prueba de haberla poseído el Orisha.
A Inle se le tiene en Santa Clara por San Juan Bautista, (24 de junio) que aquí es el
día de Oggún, y no por San Rafael, (24 de octubre). Es un adolescente, casi un niño; se
le ofrecen juguetes, y es tan travieso que lo emborrachan la noche del veinte y tres para
que pase durmiendo el día siguiente y no haga de las suyas. Amanece fresco el veinte y
cinco. Era el Santo del famoso villareño Blas Casanova, que en él se manifestaba muy
sereno y “leía el alma de todos”.
46

Yewá, “nuestra Señora de los Desamparados”, virgen, prohibe a sus hijas todo
comercio sexual; de ahí que sus servidoras sean siempre viejas, vírgenes o ya estériles, e
Inle, “tan severo”, tan poderoso y delicado como Yewá, acaso exigía lo mismo de sus
santeras, las cuales se abstenían de mantener relaciones sexuales con los hombres.
No menos conocido que el caso de Papá Colás entre la vieja santería, es el de P.S.,
hijo de una de las más consideradas y solicitadas iyalochas habaneras, de O.O., quien en
un momento de expansión, me lo refiere como ejemplo de la inflexibilidad y del
proceder de un dios agraviado.
“P. era, como yo, hijo de Changó; y como tal era tamborero aunque de afición. Si
cogía un cajón para tocar, el cajón se volvía un tambor. Cantaba que hacía bajar del
cielo a todos los Santos. Pero mi hijo P. se puso en falta con Changó y se perdió. En una
fiesta le dijo así al mismo Santo, en mi propia casa: si es verdad que usté es Santa
Bárbara y dice que hace y que torna, y que a mí me va a matar ¡máteme enseguida! A
ver, ¡que me parta un rayo ahora mismo! y déjese de más historias. Santa Bárbara no le
contestó. Se echó a reír. Yo me quedé fría, y abochornada del atrevimiento del
muchacho. Pasaron los años. El siguió trabajando y divirtiéndose. En los toques que yo
daba en mi casa, Santa Bárbara recogía dinero y se lo daba 3 . Bueno, con eso P. creyó
que a Changó se le había olvidado aquel incidente. Otra falta que cometió fue la de
sonar a varias mujeres de Changó: ¡digo, con lo celoso que es él! Ponga otras cositas
que hizo, unidas a la zoquetería que tuvo con el propio Santo y arresultó que al cabo del
tiempo, y cuando menos se lo pensaba, Santa Bárbara saltó con que se las iba a cobrar
entonces todas juntas, y caro. Por que eso tienen los Santos, esperan para vengarse, dan
cordel y cordel, y arrancan cuando más desprevenido está el que tiró la piedra. Primero
Changó me lo puso como bobo. Después loco. Un día se fué desnudo a la calle y volvió
tinto en sangre. Estuvo amarrado. Pedía perdón y Santa Bárbara lo que contestaba
siempre era: que sepa que yo los tengo más grandes que él, que yo no he olvidado,
aunque cuando me insultó me reía. Y yo su madre, con ser yalocha, sin poder salvarlo.
Tiraba los caracoles para hacerle algo a mi hijo (ebbó) y Changó me contestaba que yo
no podía más que él, que me dejase de parejerías. Oigame, no logré hacerle ni una
limpieza a mi hijo. ¡Nada, con mi santería! Y a padecer como madre. Al fin murió que
no era ni su sombra. Un esqueleto. Cuando se lo llevaron, lo que pesaba era la caja”.
O.O. deja en silencio otro pecado imperdonable que cometió su sacrílego hijo. Es
una llegada suya quien me cuenta que lo que más entristeció a O.O. —y “desde
entonces ella empezó a declinar, eso acabó con ella”— fue lo que hizo con su piedra de
Oshún. “O.O. tenía una piedra africana que era de su madrina lucumisa; su madrina la
trajo cuando vino a Cuba, y se la había dejado a ella. La piedra creció. Se puso enorme.
Parecía por la forma, un melón. Dos hombres no podían moverla. Esa Caridad tenía un
metro de ancho. Como que no había sopera para ella. O.O. la tenía en una batea. En una
mudada, P. se la botó. Sí señora... Dicen muchos que la echó al río, pero no se sabe de
fijo adonde fué a parar la Caridad del Cobre”.
No siempre los Santos, sin embargo, castigan con justicia. Si en el caso de Papá
Colás se comprende que Obatalá aplicara a su hijo un correctivo más que merecido, en
el de Luis S. el rigor de Changó parece tan excesivo como gratuito. Contra el capricho
despiadado de los dioses, contra la antipatía divina que se ensaña en algún mortal, “por
que sí”, no puede lucharse.
Se ataja a tiempo el mal que desencadena el mayombero judío, este tipo que aún
inspira al pueblo un terror en el que hallaremos tan fuertes, tan rancias reminiscencias
africanas: todo se estrella, en cambio contra la mala voluntad irreductible del Santo que
3
Los Santos posesionados de sus hijos le piden dinero a los asistentes a las fiestas para regalarlo a los
tamboreros, demostrándoles con esto que han tocado a su entera satisfacción.
47

“emperra”, “se vuelve de espaldas” y niega su protección o su perdón al hombre


infortunado, sin más pecado que el de haber incurrido en su desagrado, “en caerle
pesado”. Si bien es cierto que el favor de los Orishas se compra, pues son estos muy
interesados, glotones y susceptibles al halago, cuando el Orisha se enterca y se hace el
sordo, no acepta transacción alguna. Y aquí, si el adivino y conjurador, dueño de los
medios de que se vale —coco, diloggún, okpelé, vititi mensu o andilé— para revelar al
hombre el misterio del presente o la incógnita del futuro, es honrado no insistirá en
rogativas que arruinen al sentenciado sin apelación con gastos que implican serios
sacrificios y de los que sólo él se beneficiará mterialmente.
“Cuando el Santo se vira y quiere perder a uno, ¿qué se va a hacer?” Absolutamente
nada. La enfermedad entonces lo saben el babalawo y el gangángáme, no tiene remedio;
ya no existe para este individuo la posibilidad de “un cambio de vida” o de cabeza, esta
operación mágica, universal y milenaria que consiste en hacer pasar la enfermedad de
una persona a un animal, a un muñeco, al que se tratará de darle el mayor parecido con
el enfermo, o a otra persona sana, por lo que muchos se guardan de estar en contacto
directo y aún de visitar santeros e iyalochas enfermos de gravedad, “no sea que cambien
vida”, pues el espíritu más fuerte puede apoderarse de la vitalidad del más debil, robarle
la vida y recuperar la salud. (“Por eso vé Vd. que un santero viejo, ya moribundo revive,
y en cambio se muere el joven que está a su lado”).
Tampoco le salvaría la gracia que un orisha infundiera a una yerba. No valen
rogaciones ni ebbó, sacrificios de aves y cuadrúpedos, tan eficaces que estipulan de
antemano los Santos, especificando su naturaleza en cada caso, mediante los caracoles o
el Ifá.
Luis S., al revés que Papá Colás, no era santero. En un toque de tambor Changó le
pidió “agguddé” —plátano—, y Luis no lo entendió o se hizo el distraido. Es verdad
que no creía mucho en los Santos; detalle de la mayor importancia. Un domingo que iba
de compras al mercado alguien se le acercó y le habló en lengua. En aquel instante
perdió el conocimiento y sin recobrarlo lo llevaron a su habitación en el solar. No
volvió en sí hasta transcurridas cinco horas. Estando aún inconsciente en la cama, su
mujer “cae” con Changó, éste la conduce a casa de su madrina, y allí el Santo refiere lo
ocurrido.
—“Alafi (Changó) ¿pero qué has hecho?” le preguntan. “Etie mi cosinca”, (No he
hecho nada) responde el Santo maliciosamente dándose en la rodilla y encogiéndose de
hombros.
La madrina le retiró el Santo a la mujer de Luis. No se perdió tiempo; se hicieron
rogaciones para desagraviar a Changó. Advertido por la madrina de su mujer, Luis le
sacrificó un hermoso carnero. Pero Changó... “de tan rencoroso, de tan caprichoso que
es”, no quedó satisfecho. El hombre empeoró y su mujer no podía dejarlo solo pues
inmediatamente Alafi lo lanzaba al suelo y quedaba atontado, privado de movimiento
por mucho rato. Explicaba torpemente al volver en sí, que un negro lo elevaba y lo
dejaba caer. “Por la tirria de Santa Bárbara, que se empeñó en acabar con él”, Luis S. al
fin murió de un síncope.

VENGANZAS Y CASTIGOS DE LOS ORISHAS


Extraido de EL MONTE
Lydia Cabrera
Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3
48

PATAKÍ DE OFÚN

RECOGIDO POR LYDIA CABRERA

U n pobre hombre que vivía de su trabajo murió sin dejarle nada a su hijo. Éste,
que era un mozalbete, se debatía en la miseria, y su padre, desde el otro mundo,
penaba por él viéndolo sin amparo, siempre vagabundo, comiendo unas veces,
otras enfermo. Además, tampoco comía el difunto.
Al fin, el padre pudo enviarle un mensaje con un “Onché—oro” —un correo del
cielo, que iba a la tierra.
—Dígale a mi hijo, le pidió, que sufro mucho por él, que quiero ayudarlo y que me
mande dos cocos.
Onché—oro buscó al muchacho, le transmitió el recado de su padre y éste,
encogiéndose de hombros, le dijo:
—Pregúntale a mi padre dónde dejó los cocos para mandárselos.
Cuando el difunto escuchó la respuesta de su hijo, trató de disimular, y dijo
quitándole importancia a aquel desplante:
—¡Cosas de muchacho!
Pero al poco tiempo volvió a encomendarle al Onché otro recado para su hijo. Esta
vez el difunto le pedía un gallo.
—¿Dónde dejó mi padre el gallinero para que yo le mande el gallo que me pide?
El correo le repitió al padre textualmente las palabras del hijo.
Pocos días después, Onché—oro volvió a presentársele al joven. Su padre le
suplicaba esta vez que le mandase un agután, un carnero.
—¡Está bien!, dijo el muchacho sin ocultar su cólera. Si no hay para cocos ni para
gallo, ¿de dónde diablos cree mi padre que voy a sacar el carnero? Nada me dejó, nada
tengo, ¡nada...! pero no se vaya, espere un momento.
Entró en su covacha, cogió un saco, se metió dentro, amarró como pudo la abertura,
y le gritó:
—¡Venga y llévele a mi padre este bulto!
El correo lo cargó y se lo llevó al padre, que al vislumbrarlo desde lejos con su carga
a cuestas, dio gracias a Dios.
—¡Al fin mi hijo me envía algo de lo que he pedido!
Los Iworo y los Orichas que estaban allí reunidos en Oro esperando el carnero,
desamarraron el bulto para sacar al animal y proceder al sacrificio, pero quedaron
boquiabiertos al encontrar una persona en vez del carnero que esperaban.
—¡Estás perdido, hijo mío!, sollozó el padre.
Los Orichas le dijeron al muchacho indicándole una puerta cerrada:
—Abre esa puerta y mira.
Y allí contempló cosas aún más portentosas.
—¡Todas eran para tí!, le explicó el padre. Para dártelas te pedí el carnero.
El joven arrepentido y muy apesadumbrado, le suplicó que lo perdonara y le
prometió mandarle enseguida cuanto había pedido.
—¡Qué lástima!, le respondió el padre, ya no puedo darte cuanto quería. Tú no
podías ver las cosas del otro mundo, pero haciendo “ebó”, tus ojos hubieran obtenido la
gracia de ver lo que no ven los demás, y te hubiera dado lo que has visto. Ya es tarde,
hijo, y lo siento, ¡cuánto lo siento!
49

Y así fue, cómo por ruin y por desoír a su muerto, aquel joven perdió el bien que le
esperaba y la vida.

PATAKI DE OFUN
Extraído de YEMAYÁ Y OCHÚN. KARIOCHA, IYALORICHAS Y OLORICHAS
Lydia Cabrera
Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3

¡ASESINADO AL PIE DE UN ALTAR VUDÚ!

RICHARD SHROUT

N
conocía.
o es un secreto en el vecindario de Miami Beach que Miguel Pérez vendía
drogas. El grupo de la SUI (Unidad de Investigaciones callejeras) de la Policía
de Miami Beach, que investiga los crímenes organizados y los narcóticos, ya le

Aun cuando saben que hay algo ilegal en marcha, no ocurre muy a menudo que los
ciudadanos honrados quieran verse involucrados. De modo que cuando Felipe Beltrán
llamó diciendo que quería ayudar a la policía en una redada de drogas, la detective Lauri
Wonder, que hablaba español, fue a verle.
—Felipe Beltrán llamó acerca de alguien que traficaba en narcóticos en un edificio
de apartamentos que él regentaba —recordó la detective Wonder—. Dijo: “Mire, mi
apartamento se encuentra justo enfrente del suyo. Si vigila a través de esta mirilla” —
¡me está diciendo cómo realizar una transacción de drogas!— “si su hombre se queda en
mi apartamento, pondremos cámaras y todo eso, y él podrá realizar una compra directa
de Miguel Pérez”.
”—Le dejaré usar mi apartamento —dijo Beltrán—, pero yo no quiero verme
involucrado, ya sabe. Sólo quiero estar presente cuando sus polis secretos puedan entrar
en acción y le arresten en cuanto usted reciba la señal.
”—Yo no lo necesitaba —dijo la detective Lauri Wonder—. No lo necesitaba para
nada. Todo el mundo conoce a Miguel Pérez. Quiero decir, yo ando por las calles. Sabes
a quién le puedes comprar. Hace tiempo le compré cocaína a Miguel Pérez. Ya ha sido
arrestado antes.
”—En comparación con los pesos pesados, es un traficante insignificante de unos
gramos. Sin embargo, te podía proporcionar más si querías. Ésa era nuestra intención.
Tenía un apartamento separado de aquel en el que vivía, donde vendía las drogas. Una
mujer iba allí con un cochecito de bebés. Supuestamente, ésa es la forma en la que
entran las drogas.
Llevar a cabo una redada de drogas contra alguien tan insignificante como Miguel
Pérez estaba casi en el nivel más bajo de las prioridades del Departamento de Policía de
Miami Beach. Felipe Beltrán se enfadó mucho cuando no actuaron en el acto ante su
generosa oferta.
A las 23: 30 de la noche del 10 de junio de 1985, una mujer en el edificio de
apartamentos oyó gritos, seguidos de una serie de disparos y el sonido de alguien que
corría. Llamó a la policía y se escondió bajo la cama hasta que llegaron.
El agente Héctor Trujillo estaba patrullando la zona desde la calle 41 hasta
Goverment Cut, un lugar de South Beach desde donde los yates de lujo ponían rumbo al
Atlántico. Llegó a la dirección de la Avenida Pennsylvania a las 23:34. Otras unidades
llegaron al mismo tiempo.
50

La puerta del apartamento de Miguel Pérez estaba entreabierta. Los agentes entraron
con cautela empuñando los revólveres. Vieron el cuerpo de un hombre acribillado a
balazos en el suelo. Registraron las otras habitaciones para cerciorarse de que no había
nadie más. Luego se lo notificaron a la Unidad de Personas del departamento, que, entre
otros crímenes, se encarga de las investigaciones de homicidio en Miami Beach.
Varios sargentos llegaron con un equipo de investigadores. El detective John Murphy
fue nombrado jefe de la investigación, con el detective Robert Hanlon como ayudante.
Enviaron a varios miembros del equipo para empezar a interrogar a los inquilinos del
edificio mientras ellos examinaban la escena del crimen.
En el dormitorio y en la cocina había mesas con jarrones de flores y estatuillas
religiosas, que los detectives reconocieron como altares de Santería. La Santería es una
mezcla de deidades africanas y santos católicos, una religión afín al vudú, que es muy
popular en Cuba y las islas del Caribe, igual que en la zona de Miami. No impone
ninguna restricción moral o ética a sus miembros, pero enseña un sistema de rituales y
ofrendas para atraer la buena suerte y alejar la mala suerte. No es inusual que los
criminales practiquen la Santería, con la esperanza de prosperar en sus asuntos ilegales
y mantener a la policía y a los enemigos lejos.
Evidentemente, a Miguel Pérez no le había reportado ningún bien aquella noche.
Pero lo significativo era que ninguna de las estatuillas de los santos había sido derribada
o movida. Debajo de una había algo de dinero doblado, colocado como una ofrenda a la
deidad que representaba. No se había abierto ningún cajón de las cómodas. No había
pruebas de que el lugar hubiera sido registrado. Nada en el apartamento parecía
cambiado de sitio.
Salvo por el cuerpo, que yacía en un charco de sangre, con un brazo extendido que
dejaba un rastro en el suelo, era una escena tranquila.
Sin embargo, los detectives Murphy y Hanlon vieron que en una mesa había una
bolsa marrón que contenía paquetes de marihuana y paquetes de celofán con una
sustancia blanca que sospecharon que era cocaína, cuidadosamente cerrados y listos
para la venta. Pero las drogas seguían ahí, sin que nadie las hubiera tocado.
Un gran fajo de dinero —491 dólares para ser exactos— sobresalía del bolsillo de la
víctima, para añadir aún más misterio.
—En ese punto —recordó el detective Murphy— tuvimos un pequeño problema.
Nos era imposible comprender de inmediato por qué la víctima había sido asesinada.
Las drogas estaban ahí, el hombre disponía de una gran cantidad de dinero en su bolsillo
izquierdo, que era absolutamente visible, más las joyas que aún llevaba en su persona.
El apartamento no había sido desvalijado.
—Pensamos que se trataba de una especie de venganza —acordó Hanlon— debido al
hecho de que el dinero seguía allí, las drogas seguían allí, y no se habían llevado nada
del apartamento.
No parecía ser una cuestión de drogas, sino un asesinato, puro y simple. Llegaron los
técnicos de la escena del crimen del Departamento Metropolitano de Policía del
Condado de Dade e iniciaron un registro metódico del lugar y de los papeles
acumulados de la víctima, cosas como facturas y recibos.
El técnico Tommy Stoker resumió sus hallazgos:
—Había una nota escrita en español sujeta con una chincheta a la puerta de entrada.
Ponía: “vuelvo enseguida”. Había seis casquillos de balas de nueve milímetros y
algunos proyectiles usados en el suelo. Había agujeros de bala en una ventana, agujeros
de bala en las puertas, agujeros de bala en las paredes.
”Por lo que pude determinar, daba la impresión de que quienquiera que realizara los
disparos, probablemente estaba al pie de la entrada.
51

”Al día siguiente volvimos para examinar el exterior. En el callejón descubrimos


sangre en el cajetín del circuito eléctrico en la pared oeste del edificio. También había
un paquete de cigarrillos con sangre en el celofán.
La doctora Valerie Rao, forense adjunta del Condado de Dade, llegó a las 14:30 para
examinar el cadáver antes de trasladarlo para realizarle la autopsia. Anunció que había
“poca rigidez y un mínimo de lividez posterior”. Cuando se le preguntó qué significaba
eso, sonrió y contestó: “Quiere decir que lleva poco tiempo muerto”.
Era lo único para lo que no necesitaban una teoría que lo explicara. Miguel Pérez
tenía agujeros de bala en el centro del pecho, en la tetilla izquierda, en el antebrazo
derecho por encima del codo, en la parte inferior izquierda de la espalda, en la espalda a
la altura del hombro derecho, en la parte posterior de la rodilla derecha, y en la parte
frontal de la pierna, en la espinilla.
Pero el examen superficial del cuerpo reveló un misterio adicional: la víctima tenía
un área con suturas en el cuero cabelludo de un tratamiento médico muy reciente.
También tenía inexplicados moratones y abrasiones en las rodillas.
Se trasladó el cuerpo. Ya era la mañana del 11 de junio. Los detectives Murphy y
Hanlon iniciaron la investigación de los antecedentes de Miguel Pérez.
—Nos pusimos en contacto con nuestras unidades de investigación y también con la
Agencia Contra la Droga, Inmigración y otras autoridades Federales —recordó
Murphy—, para ver si teníamos a un traficante de drogas importante o sólo un tipo que
se movía al nivel de la calle.
Averiguaron que Pérez tenía un arresto anterior. Su libertad condicional había
expirado el 7 de marzo de 1984. Su vida había expirado un año, tres meses y tres días
después. Por la División de Licencias de Trabajo del Condado de Dade averiguaron que
Pérez tenía una licencia como “vendedor ambulante”. No especificaba qué era lo que
vendía.
Los interrogatorios a los inquilinos del edificio no habían revelado nada. Muchos
sólo hablaban español, y todos estaban asustados. Horas después del mismo día 11, un
detective vio a un hombre que daba vueltas nervioso por el callejón que había detrás de
los apartamentos. Dijo que se acababa de enterar del crimen y pensó que le habían
disparado a un familiar. Se le pidió que fuera a la comisaría, donde le podría interrogar
un agente que hablaba español.
El pariente de la víctima, Phillip Ruiz, fue interrogado en español por el detective
Bob Davis. Contó que a Miguel Pérez le habían golpeado y robado el 9 de junio, el día
anterior al asesinato. Dijo que creía que dos hombres, que vivían a unas cuatro o cinco
calles de distancia, eran los responsables. Sus motivos eran que constantemente se los
veía por la zona, y que él los había visto por el edificio justo antes del incidente. Miguel
Pérez incluso le había descrito a los atacantes.
El detective Charles Metscher le mostró a Phillip Ruiz más de 150 fotografías de
delincuentes conocidos y sospechosos, con la débil esperanza de que uno se pareciera a
la descripción dada por la víctima de aquellos que le habían atacado. Finalmente, Phillip
Ruiz identificó con vacilación una foto. El nombre que figuraba al dorso decía que el
hombre se llamaba Jesús Fernández. Se trataba de una identificación de segunda mano,
basada en el informe verbal de la víctima, y aunque intentarían comprobarla, los agentes
de la ley no tenían mucha confianza en ella.
Una comprobación de los hospitales y clínicas cercanos reveló que Miguel Pérez
había sido tratado en el Hospital Monte Sinaí el 9 de junio por una grave laceración en
el cuero cabelludo. Por lo menos, eso explicaba los puntos frescos que tenía en la
cabeza y las abrasiones en las rodillas. Con toda probabilidad, también explicaba la
52

sangre encontrada en el cajetín eléctrico y el envoltorio de celofán del paquete de


cigarrillos en el callejón.
Quizá no fuera tan inusual que asaltaran a un traficante de drogas. La pregunta era:
¿Los golpes y el robo se relacionaban con el asesinato? De no ser así, poco ganarían
encontrando a Jesús Fernández, el hombre cuya fotografía había sido señalada entre las
más de cien por alguien que con anterioridad había visto al hombre, pero que no había
presenciado el ataque.
Las relaciones de la víctima con otros que vivían en el edificio aún no se habían
determinado. A las 18:30 del 12 de junio, los detectives Murphy y Hanlon localizaron al
encargado del edificio donde había tenido lugar el tiroteo. Éste les explicó que acababa
de empezar en el trabajo y afirmó que no conocía muy bien a los inquilinos.
Les informó a los detectives que el encargado anterior, quien había vivido en un
apartamento de una planta de arriba del edificio, había desaparecido varios días antes
del crimen. Dijo que corrían rumores de que traficaba con drogas. Afirmó no conocer su
nombre.
El vecindario se componía de hoteles que en el pasado habían sido decientes, cuyas
antiguas habitaciones hacía tiempo que habían sido convertidas en apartamentos
pequeños y que se alquilaban por “temporada”, mes o semana. Algunos de los
inquilinos eran ancianos dependientes de la Seguridad Social, familias que vivían de la
caridad y gente de paso que una semana vivía en un lugar y la siguiente en otro.
En las atestadas zonas urbanas donde poca gente sabe algo de sus vecinos y, por lo
general, se preocupan aún menos, siempre hay alguien que tiende a ser curioso por puro
aburrimiento, o, al menos normalmente, siente curiosidad cuando sucede algo fuera de
lo corriente. La cuestión radica en dar con esa persona.
Los detectives decidieron hablar con los residentes de los edificios adyacentes para
ver si alguien podía proporcionarles información relevante. Tuvieron mucha suerte.
Un hombre cuyo apartamento daba al callejón del edificio de la escena del crimen
aún no había sido interrogado por los agentes, y tenía mucho que contar.
El detective Murphy resumió la información.
—La noche del homicidio miró por su ventana y vio un coche más o menos situado
en el centro del callejón. Parecía que había alguien detrás del volante. Salió del
dormitorio y se dirigió al balcón, y cuando llegó allí, el coche ya se encontraba próximo
a la puerta trasera del edificio de apartamentos de la víctima.
”Mientras miraba desde allí, oyó seis o siete disparos. Observó que un individuo salía
del edificio, se metía en el coche y, luego, que el coche emprendía la marcha hacia el
norte por el callejón; el vehículo giró a la izquierda en la Calle Diez y prosiguió hacia el
oeste.
”La descripción que dio del coche era que se trataba de un vehículo oscuro, parecido
a un Camaro o un Firebird. A él le dio la impresión de que podía haber tenido una
especie de emblema en la capota. También describió las ropas que vestían. Le dijo al
detective lo que llevaban puesto el conductor y el pasajero.
”Después de hablar con él, regresamos a la escena y, usando nuestra unidad,
colocamos nuestro coche tal como el testigo creyó verlo y lo fotografiamos.
Hicieron que el testigo mirara las mismas fotografías policiales que Phillip Ruiz
había inspeccionado antes.
—Por último, identificó a alguien que se parecía mucho a Jesús Fernández, pero no
hubo ninguna identificación positiva de nadie —dijo el detective Murphy.
La doctora Valerie Rao informó sobre los hallazgos de la autopsia. Dijo que a Pérez
le habían disparado cinco veces, esclareciendo la impresión inicial causada por puntos
de salida limpios de algunas heridas. Algunos de esos puntos de salida estaban
53

“abiertos” en apariencia, lo que significaba que el cuerpo se hallaba contra algo como
una pared o el suelo, lo cual dificultaba que las balas salieran. Ninguna de las heridas
era de corta distancia.
La víctima tenía un tatuaje de una cruz en el hombro, con cuatro puntos a cada lado
de la cruz. También había un tatuaje de Santa Bárbara, una deidad de la Santería.
El informe de toxicología reveló la presencia de Benzoylecgonina, un metabolito de
la cocaína, en su orina. Pero la forense adjunta advirtió que los estudios demuestran que
es posible tener tales metabolitos en la orina hasta 19 horas después de haber consumido
cocaína, de modo que eso no era particularmente significativo.
Llegaron otros informes de laboratorio. Muestras tomadas de las manos de la víctima
no mostraron que hubiera disparado un arma recientemente. Eso eliminaría cualquier
futura alegación del sospechoso de que lo mató en defensa propia. Las superficies de la
escena del crimen no habían conducido a ninguna huella dactilar, e incluso las 18
huellas dactilares latentes sacadas del exterior de la puerta de entrada resultaron ser
inútiles en cuanto a propósitos de comparación.
En los días que siguieron, la división de homicidios recibió numerosas llamadas
frenéticas de Phillip Ruiz, quien siempre informaba que acababa de ver a los
sospechosos en la zona, pero los detectives jamás pudieron llegar a tiempo para
aprehenderlos.
Gracias a una investigación paciente, los oficiales de la ley descubrieron que la
víctima le decía a la gente que era un vendedor de joyas, pero no encontraron nada que
lo verificara.
El 17 de junio, los detectives rastrearon recibos encontrados en los efectos de la
víctima hasta una agencia de alquiler de coches. Indagaron que Miguel Pérez alquilaba
coches por semana, uno distinto cada mes, lo cual no era una manera muy económica de
alquilar vehículos. Estaba claro que no mantenía su extraño estilo de vida vendiendo
joyas inexistentes.
Gracias a la factura eléctrica y a una referencia de una oficina de bonos de comida
encontradas en el apartamento del hombre muerto, los detectives finalmente fueron
capaces de localizar el 1 de julio a la esposa separada de la víctima. Por medio de un
traductor, les contó que ella y su marido tuvieron una pelea y que se emitió una orden de
arresto contra él por golpearla. Reconoció que había dos apartamentos, uno registrado a
nombre de él y el otro al de ella. Afirmó no conocer nada sobre el tráfico de drogas.
Mencionó que su marido se quedaba petrificado de miedo de alguien llamado Ocana,
debido a una animosidad reinante entre ellos desde Cuba. Dijo que había oído que
Ocana se encontraba en Nueva York o New Jersey... no recordaba cuál. La última vez
que vio a Miguel Pérez fue una semana antes de su muerte.
El 9 de junio, los detectives decidieron interrogar a todo el mundo de nuevo.
Empezaron por Phillip Ruiz, el familiar de la víctima. Parecía estar aterrado. Explicó
que su relación con Miguel Pérez había sido tensa, porque Pérez no aprobaba el estilo
de vida que él llevaba. Entonces, Phillip Ruiz admitió ser homosexual.
Eso no explicaba el terror que experimentaba. Los oficiales de la ley sospecharon
que temía por su vida. Ruiz les contó que había localizado a una mujer y a su amante
para que hablaran con ellos. Les instó a ponerse en contacto con la pareja.
Se pusieron a buscarlos, pero antes de que pudieran ser localizados, el 13 de julio la
mujer fue llevada ante ellos por el Patrullero de Miami Beach, Armando Torres. En una
ocasión el agente había tramitado una denuncia puesta por ella sobre algún asunto, y
ella le saludó en la calle. Le preguntó a Torres: “¿A quienes van a encerrar... a la gente
que lo mató o a la persona que les ordenó ir a matarlo?
54

Tenía información sobre el asesinato de Miguel Pérez, pero por temor a represalias
quería estar segura de que todos los involucrados iban a ser arrestados.
Tan pronto como el agente descubrió que el asunto pertenecía a homicidios, la llevó
a la comisaría. Le dijo que si había suficientes pruebas contra una persona, en verdad
que sería arrestada. Ella decidió arriesgarse. Los detectives Murphy y Hanlon no
estaban de servicio, pero llegaron a las 20:30 para interrogarla.
—Estaba muy nerviosa —recordó Murphy—, y había ciertas cosas que queríamos
tocar para cerciorarnos de que ella sabía lo que había pasado de verdad, pero sin hacerle
preguntas que sugirieran sus respuestas. Salió bien.
Los detectives de Miami Beach graban todos los interrogatorios. Su historia se centró
en alguien apodado “El Chino”, que era amante de una muchacha que ella conocía.
Contó que unos días antes del asesinato se encontraba en la casa de El Chino. Le oyó
quejarse de que no quería pagar una deuda que tenía con Miguel Pérez. El Chino
mencionó que le había dicho a un hombre llamado Ocana y a otro apodado “Jabao” que
“se encargaran de su problema con Pérez”. Les dijo que podían repartirse a medias
cualquier dinero o drogas que encontraran.
Aproximadamente a las 10:00 horas del día del asesinato, relató ella, Ocana fue a su
apartamento mientras Jabao esperaba en el coche. “El problema de El Chino está
resuelto”, afirmó Ocana. Le contó que había apaleado seriamente a Pérez, le había
quitado sus cadenas de oro y lo había abandonado dándole por muerto. Luego Ocana se
marchó.
Aquella noche, a eso de las 23:15 horas, Ocana y Jabao regresaron a su apartamento.
Ocana quería que ella y su amigo los acompañaran a la casa de El Chino a buscar una
cadena y un revólver. Dijo que le habían contado que Miguel Pérez seguía con vida y
que ahora iba a matarlo porque prefería matar a que lo mataran.
Cuando salieron del apartamento, se subieron a un Camaro negro de dos puertas.
Ocana comentó que acababa de robarlo para el asunto de esa noche, ya que su propio
coche era muy conocido en la zona.
En casa de El Chino, éste le dio a su amigo una cadena de oro para que se la
entregara a Ocana, quien estaba esperando en el coche. Le dijo a los oficiales que
reconoció que la cadena pertenecía a Miguel Pérez. Volvieron junto a Ocana y Jabao a
su apartamento. Antes de que ella y su amigo bajaran del coche, Ocana le mostró un
revólver del calibre 38 y Jabao exhibió una pistola negra semiautomática.
Entonces le contó a los detectives Murphy y Hanlon que a eso de las 2: 30 de la
madrugada del siguiente día, 11 de junio, El Chino fue a su apartamento. Le dijo que
Jabao y Ocana habían matado a Pérez y solucionado su problema.
—Ahora no tengo que pagarle el dinero —comentó con placer maligno—. Esa gente
se va a marchar. Pero no puedo ser visto con ellos, así nadie pensará que yo soy quien
los envió a matarlo.
En otro interrogatorio con el amigo de la mujer, Murphy y Hanlon fueron capaces de
conseguir otra pieza de información. Les dijo que el 10 de junio, a eso de las 23:15,
mientras iban en el Camaro negro que Ocana había robado, se pararon en una
gasolinera. Ocana bromeó que iba a llenar el depósito4 con gasolina y luego llenar a
Miguel Pérez con balas.
De acuerdo, los detectives quisieron saber si él conocía los nombres verdaderos de El
Chino, Ocana y Jabao. Claro, contestó la pareja, son Rolando Ocana y Jesús Fernández.
Ella les mostró la fotografía de El Chino y dijo que era Felipe Beltrán, el antiguo
encargado del edificio de apartamentos de la víctima.
4
Juego de palabras intraducible debido a que tank en inglés, entre sus diversas acepciones, se puede usar
para tanque o carro de combate y depósito de gasolina de un vehículo (N . del T.)
55

De antiguos informes de arrestos por robo, los oficiales de la ley consiguieron


fotografías de Fernández y Ocana, que la pareja identificó en el acto. La mujer les
proporcionó el nombre y la dirección de la amante de Fernández, que vivía en Hialeah.
La pareja también les proporcionó la nueva dirección de Beltrán, donde les dijeron que
se había mudado 72 horas antes del asesinato.
Ya tarde, el 16 de julio, los detectives localizaron a la amiga de Fernández. Les contó
que Jesús Fernández estaba en la cárcel, en New Jersey, por un delito de robo. El 17 de
julio los oficiales la llevaron a declarar al cuartel general.
—Al principio —recordó el detective Murphy—, nos soltaba fragmentos y piezas
sueltas, pero no toda la verdad. Poco a poco nos reveló que Ocana y Fernández fueron a
buscarla a su apartamento en Hialeah y la llevaron en coche un trayecto largo.
”Pararon a cenar en la carretera y después la condujeron a alguna parte y la hicieron
bajar del coche. Fernández la apuntó con un arma y le dijo que había llenado de
agujeros a Miguel Pérez. Incluso dijo que le había disparado seis veces y que le
quedaban tres balas.
”Luego la dejaron en algún sitio de la Nacional 27, después de desembarazarse de
algunas pistolas y una escopeta recortada. Se marcharon y ella tuvo que hacer autoestop
para regresar a casa.
A las 4: 00 de la madrugada los detectives la llevaron a la zona de Okeechobee Road,
donde ella creía que habían tirado las armas. Las buscaron, pero fueron incapaces de
encontrarlas.
El 18 de julio llevaron los resultados de su investigación a la oficina del fiscal del
estado y obtuvieron órdenes de arresto para Felipe Beltrán, Jesús Fernández y Rolando
Ocana con cargos de conspiración y asesinato en primer grado. Le notificaron a las
autoridades de New Jersey acerca de las órdenes para Fernández y Ocana.
—Fuimos donde supuestamente vivía el señor Beltrán —recordó el detective
Murphy—. Le encontramos a las 17: 30 en el callejón a una manzana de distancia.
Murphy se acercó desde un extremo y el detective Hanlon y John Quiros desde la
otra dirección y atraparon al asustado sospechoso entre ellos.
—¡Somos oficiales de policía! —gritó Quiros—. Tranquilícese. ¡Está bajo arresto!
Beltrán fue aprehendido sin ningún incidente. Aparentemente, en su mundo era un
alivio verse atrapado entre hombres que sólo eran polis en vez de entre otros traficantes
de drogas que buscaban venganza.
Los oficiales le presentaron un impreso que decía: “Este documento es para
certificar, habiendo sido informado de mis derechos constitucionales de que no se
registre la casa aquí mencionada sin una orden de registro y de mis derechos a negarme
a consentir dicho registro, que desde este momento autorizo a los representantes del
Departamento de Policía de Miami Beach, Condado de Dade, Florida, a llevar a cabo un
registro completo de mi residencia”.
Beltrán negó todo, incluso que conociera a la víctima. Pero firmó el impreso de
autorización de registro de sus habitaciones. Encontraron una pequeña cantidad de
drogas.
—También encontramos —informó luego el detective Murphy— un rollo de bolsas
de plástico transparentes, una balanza de plástico verde, una lupa, cucharas de plástico,
unos alicates pequeños, un cortaúñas, dos frascos de cristal, una bolsa de plástico
grande, un estuche marrón de una pistola, un cargador negro, algunas municiones del 38
Especial, y un revólver Rossi del 38 de tres pulgadas.
Después Phillip Ruiz les contaría que creía que el revólver pertenecía a Miguel
Pérez, la víctima.
56

Beltrán se negó a hablar, negándolo todo. Cuando le mostraron el arma, empezó a


reconocer cosas a regañadientes. Admitió reconocer a la víctima, pero dijo que se había
mudado del edificio varias semanas antes del asesinato. Los oficiales de la ley tenían
pruebas de todo lo contrario: se fue sólo tres días antes.
Cuando se le preguntó acerca de la parafernalia de drogas, Beltrán tenía una
explicación.
—Afirmó —recordó el detective Robert Hanlon— que Pérez vendía drogas y que
quería quedarse algo para él, ya que la policía andaba tras su pista. Dijo que Pérez le
acusó de informarle a la policía sobre él. Lo negó, por supuesto
”Dijo que eran drogas que Pérez le había dado, que todo se trataba de un error, que
no le debía ningún dinero, y que había oído en la calle que Pérez había establecido un
contrato de 10.000 dólares para que le mataran.
A veces la historia cambiaba.
—Le preguntamos por esa parafernalia de drogas, que indicaba que él estaba
traficando —añadió Murphy—. Dijo que la detective Wonder se las dio para que
actuara como mensajero para coger a Miguel Pérez. Eso no nos pareció en absoluto
factible.
Cuando se lo preguntaron a la detective Wonder, ella lo confirmó:
—No tenía permiso de mí o de mi unidad para tener droga alguna cuando no
trabajara como informante confidencial. Y aun cuando lo hiciera, no estaría en posesión
de ninguna droga a menos que tuviera que entregársela a alguien.
”Jamás trabajó para nosotros como confidente —recalcó ella—. Sería estúpido por
mi parte darle drogas de nuestra taquilla de narcóticos y decir que procedían de Miguel
Pérez. Entonces me podrían meter a mí en la cárcel. Ni pensó lo que decía. Se vio
atrapado en su propia mentira.
Beltrán fue encerrado. Los otros dos sospechosos seguían sueltos.
En Newark, New Jersey, había tenido lugar el robo a un bar de la Avenida Prospect
en 26 de junio pasado. Se describió a los atracadores como dos varones de aspecto
hispano. Poco después del robo un sospechoso fue arrestado en la Avenida Bloomfield.
Dijo llamarse Jesús Santiago.
Un poco más tarde, un hombre fue a la comisaría de Belleville, New Jersey, e
informó que un tiroteo acababa de tener lugar a una manzana de distancia, en la Calle
William y la Avenida Washington. En la escena del suceso, los agentes encontraron a
un hombre joven en una furgoneta. Sangraba ligeramente de una herida en la cabeza. La
ventanilla de atrás había sido destrozada por una bala, y se podía ver el proyectil alojado
en la puerta.
La reducida multitud que se había agrupado allí informó que el agresor, un varón
hispano sin afeitar —de un metro setenta y cinco centímetros de altura, complexión
delgada, pelo castaño revuelto, vestido con pantalones oscuros, una camisa azul y
blanca, una cazadora de cuero y una gorra de béisbol— se había dado a la fuga en
dirección a la Calle William.
Los coches patrulla en el acto establecieron un perímetro. Dos oficiales de la policía
de Belleville, Charles Hood y Gregory MacDonald, iniciaron la búsqueda a pie desde el
límite de Newark de regreso hacia Belleville.
—Había unos garajes con las puertas abiertas —recordó el oficial Hood—, y yo entré
en algunos. Entonces vi a un hombre agazapado detrás de una piscina cubierta con una
loneta en un patio trasero. Había otro hombre en el patio con una linterna. Le grité:
“¿Quien es ese individuo?” Me dijo que no lo sabía.
57

”Mientras me acercaba al sospechoso, éste intentó escapar corriendo y salir del patio,
al tiempo que gritaba y me insultaba. Le derribé al suelo y luchamos. Otros agentes
oyeron el estrépito y vinieron en mi ayuda y esposamos al sospechoso.
El oficial MacDonald realizó una barrida circular de la zona. Vio la loneta que cubría
la piscina donde se había visto por primera vez al sospechoso. La levantó y encontró
una pistola de nueve milímetros.
—Cuando volvimos a la escena del crimen —recordó Hood—, había una multitud en
la esquina. Todo el mundo estaba diciendo: “Ése es el tipo que le disparó a nuestro
amigo”. Fue unánime.
El sospechoso dijo llamarse Jesús Jiménez. A diferencia de la población de Miami,
en la que una de cada tres personas habla español, nadie de la policía de Belleville lo
hablaba. Tuvieron un grave problema de comunicación con el sospechoso.
Pero el detective José Sánchez del departamento de robos de la policía de Newark,
New Jersey, nació en Puerto Rico y había vivido allí hasta la edad de 18 años. Hablaba
un español fluído.
—El detective de Miami Beach, John Murphy, me llamó el 18 de julio —recordó
Sánchez—, y por la información recibida, creía que las personas a las que yo
investigaba por robo estaban involucradas en un caso de homicidio en Florida. Me
proporcionó la información en cuanto a sus nombres verdaderos. Mencionó a Rolando
Ocana y a Jesús Fernández. Me dijo que iba a enviarme las huellas dactilares y las
fotografías en el último vuelo con destino Newark.
Sánchez fue a la Cárcel del Condado de Essex a interrogar a “Jesús Jiménez”, que
ahora sabía que era Jesús Fernández, y a “Jesús Santiago”, quien en realidad era
Rolando Ocana.
—Me identifiqué a Fernández —dijo el detective Sánchez— y le dije que estaba allí
para interrogarle sobre un robo en Newark y otras cosas de las que creía que teníamos
que hablar, tales como quién era y cómo había llegado a Newark, y todo lo demás.
”Me contó que había conocido a su compañero, Rolando Ocana, en Miami. Lo veía
desde hacía un par de meses, y algo sucedió allí y tuvieron que irse.
”Le pedí que fuera específico sobre lo que sucedió. Me contó que estaba en Miami
Beach y que Rolando Ocana fue a verlo y dijo: “Vayamos a una casa en la playa. Tengo
que hacer algo, y luego habré terminado”. Así que subió a un coche, que era un Camaro
oscuro.
Fernández le dijo al detective Sánchez que vino a los Estados Unidos en 1980 y que
habitualmente trabajaba en restaurantes en Las Vegas. En ciertos momentos de la
conversación habló a gran velocidad y pareció agitado.
—En algunos momentos de la charla —recordó Sánchez—, a menudo se quedaba en
silencio. Tuve que repetirle las preguntas varias veces. Me contestaba “Ya es suficiente,
no quiero hablar más”. Entonces, yo me acomodaba en la silla y aguardaba hasta que
recobraba la compostura y empezaba a hablar de nuevo.
”Me contó wur estaba con Rolando Ocana, quien conducía un Camaro oscuro en
dirección a la playa. Ocana le pidió que esperara en el coche. Dijo: “estaba esperando y,
de repente, oí disparos. No recuerdo cuántos fueron, pero inmediatamente después vi a
Rolando corriendo de regreso al coche, muy nervioso. Subió y nos largamos.
Fernández afirmó que no podía identificar una fotografía de Felipe Beltrán.
Cuando Sánchez intentó hablar con Ocana, recibió una comunicación distinta.
—En aquella época —dijo Sánchez— no hablaba con nadie. Me echó de la celda, me
insultó y se negó a decirme nada. Quería saber dónde estaba su abogado, y qué hacía yo
allí. Resultó que tampoco quiso hablar con su abogado de New Jersey.
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El detective Robert Hanlon de Miami Beach voló a New Jersey. Hizo que las
autoridades examinaran la pistola que Fernández había escondido debajo de la loneta
justo antes de ser detenido. Se llevó los proyectiles de vuelta a Miami, donde expertos
en armas de fuego determinaron que eran del arma que había matado a Miguel Pérez.
Los sospechosos fueron trasladados al Condado de Dade, Florida, para ser juzgados.
La amiga de Fernández declaró que él le había dicho que le disparó a Miguel Pérez seis
veces y que le quedaban tres balas en la pistola. La acusación fiscal señaló que la pistola
que tenía en el momento de su arresto en New Jersey disparaba nueve balas. Los
sospechosos fueron juzgados por separado y cada uno fue encontrado culpable.
Jesús Fernández y Rolando Ocana recibieron sentencias a cadena perpetua. Felipe
Beltrán fue sentenciado a 10 años de prisión.
El 24 de junio, Phillip Ruiz había regresado al cuartel general de la Policía de Miami
Beach con información que afirmó había temido dar antes. Dijo que Miguel Pérez le
había contado el día que lo apalearon que Beltrán lo iba a matar. También dijo que él
había visto a Beltrán llevando el medallón de Miguel el 4 de julio.
Declaró que Beltrán incluso lo había ido a ver después del asesinato, diciéndole:
“Escucha, el problema no es contigo, era con Miguel”. Por último, a regañadientes,
reconoció que su pariente, la víctima, sí había sido un traficante de drogas.
—Entonces Phillip Ruiz se echó a llorar —recordó el detective Murphy—. El motivo
que nos dio fue que tuvo miedo de contarnos antes que Miguel Pérez traficaba con
drogas debido a que temía que no trabajaríamos en el caso con tanto ahinco si sabíamos
que era un traficante.
”Le dijimos que el trabajo que le dedicábamos a cada caso era el que éste requería.
Todos reciben el mismo tratamiento.

[NOTA DEL EDITOR AMERICANO:


Phillip Ruiz no es el nombre verdadero de la persona así llamada en la historia. Se ha usado un nombre ficticio
porque no hay razón para el interés público en la identidad de esta persona.]

MURDERED AT THE FOOT OF A VOODOO ALTAR


Extraído de la revista Oficial Detective, 1988
Richard Shrout
Trad. Elías Sarhan
Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3.

LOS ESPELUZNANTES SECRETOS DEL RANCHO


SANTA ELENA

BRAD STEIGER Y SHERRY HANSEN STEIGER

E n abril de 1989, varios oficiales de la policía mexicana siguieron a un miembro


de un culto satánico, enloquecido por la droga, que les condujo hasta un gran
caldero negro en cuyo interior encontrarían un cerebro humano, una concha de
tortuga, una herradura, una columna vertebral humana, y varios huesos humanos
puestos a hervir en sangre.
Durante el primer día de excavaciones en los terrenos del Rancho Santa Elena, en las
afueras de Matamoros, México, saldrían a la superficie una docena de cuerpos humanos
59

mutilados. Algunas de las víctimas habían sido acuchilladas, golpeadas, tiroteadas,


colgadas o hervidas vivas. Algunas habían sufrido mutilaciones rituales.
Los monstruos humanos responsables de estos horripilantes actos fueron Adolfo de
Jesús Constanzo, un traficante de drogas y Alto Sacerdote, y Sara María Aldrete, una
joven y atractiva mujer que llevaba una increíble doble vida como Alta Sacerdotisa del
horror y como estudiante honoraria del Texas Southmost College, en Brownsville. La
esencia de este culto el “mal por amor al mal” de Adolfo y Sara, era el sacrificio
humano.
Si bien, por una parte es ciertamente evidente que estas ejecuciones rituales eran
empleadas como una herramienta disciplinaria por Constanzo, el señor de la droga, no
se deben dejar a un lado estos asesinatos como simples y espeluznantes lecciones
motivadas por el propósito de reforzar la obediencia absoluta de los miembros del gang.
Como en todos los casos de sacrificios satánicos rituales, Constanzo prometía a sus
seguidores que así obtendrían el poder de absorber la esencia espiritual de sus víctimas.
Los crueles y horribles asesinatos se realizaban al tiempo que se oraba para conseguir
fuerza, riqueza y protección contra el daño físico y contra la policía.

SANTERIA: UN CULTO DE SACRIFICIO CON CIEN MILLONES DE SEGUIDORES

La madre de Adolfo Constanzo era practicante de “Santería”, una amalgama religiosa


que ha evolucionado a partir de la mezcla de los espíritus adorados por los esclavos
africanos con la jerarquía de santos intercesores de sus amos Católicos Romanos. Lejos
de ser un oscuro culto, la “Santería” tiene como mínimo unos cien millones de
seguidores, la mayoría de ellos en el Caribe y Sudamérica. Aunque los ritos
de “Santería” suelen incluir el sacrificio de aves y animales pequeños, se trata de una
religión esencialmente benigna.
Fue a finales del verano de 1989 cuando Constanzo decidió crear su propio
sincretismo religioso. Comenzando con las creencias de “Santería” de su madre,
introdujo en ellas algunos elementos del vudú. Después, prosiguió añadiendo las
violentas prácticas del “Palo Mayombe”, un maligno culto Afrocaribeño, combinándolo
además con “santismo”, un particularmente sangriento ritual azteca.
Pero, fuera como fuera que Constanzo realizara la mezcla de ingredientes de su
terrible expresión religiosa, el ensangrentado altar sacrificial acabó convirtiéndose en el
centro de su cruel cosmología.

EL DICTADOR MANUEL NORIEGA Y SU BRUJA VUDÚ

Poco después de que el dictador Manuel Noriega cayera del poder, fuentes de la
Inteligencia de los Estados Unidos revelaron que el verdadero gobernante de Panamá
había sido un practicante del vudú, una mujer llamada María da Silva Oliveira, una
anciana sacerdotisa de sesenta años, procedente del Brasil, que practicaba el
“Candomblé” y el “Palo Mayombe”.
Varios testigos han establecido que Noriega creía ciegamente en su collar vudú, en
su bolsa de hierbas, y en cierto encantamiento escrito sobre un trozo de papel para
protegerle. El periodista John South, escribiendo desde la Ciudad de Panamá, capital de
Panamá, cuenta que todos aquellos próximos al dictador eran conscientes de que éste no
hacía ni un simple movimiento sin consultar primero a María.
Cuando los soldados americanos encontraron la casa que Noriega había regalado a su
bruja vudú, hallaron evidencias de hechizos que atentaban contra la vida del ex—
Presidente Ronald Reagan y contra la del Presidente Bush. María había escrito cantos
60

rituales especiales para que Noriega los repitiera sobre las fotografías de sus enemigos,
mientras quemaba velas vudú y polvos mágicos.
De acuerdo con la Inteligencia de los Estados Unidos, la propia red de espionaje de
Noriega le había informado de que las fuerzas estadounidenses planeaban invadir
Panamá el 20 de diciembre de 1989. El dictador ordenó a María que llevara a cabo
inmediatamente un sacrificio que determinara la validez de estos informes de
Inteligencia.
Durante una ceremonia ritual, María degolló y abrió los estómagos de varias ranas,
de forma que pudiera estudiar sus entrañas. Su interpretación de las entrañas la llevó a
predecir la invasión estadounidense para el 21 de diciembre.
Poniendo más confianza en su sacerdotisa vudú que en su red de Inteligencia,
Noriega creyó a María. Consecuentemente, no había puesto a sus tropas en movimiento
cuando las fuerzas de los Estados Unidos atacaron el 20 de diciembre, un día antes de lo
que había profetizado el sacrificio. Y así, Noriega perdió también la oportunidad de
escapar, huyendo por delante del ejército invasor.

THE GRISLY SECRETS OF RANCHO SANTA ELENA


Extraído de Demon Deaths, 1991
Brad Steiger & Sherry Hansen Steiger
Trad. Elías Sarhan
Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3

PALOMOS DEL INFIERNO


ROBERT E. HOWARD

I—EL SILBADOR EN LA OSCURIDAD

G riswell despertó repentinamente con todos los nervios vibrando por una
premonición de inminente peligro. Miró a su alrededor con aire aturdido,
incapaz al principio de recordar dónde estaba o qué hacía allí. La luz de la luna
se filtraba a través de las polvorientas ventanas, y la enorme estancia vacía con su
altísimo techo y el negro boquete de su hogar resultaba espectral y desconocida. Luego,
a medida que emergía de las telarañas de su reciente sueño, recordó dónde se
encontraba y qué estaba haciendo allí. Volvió la cabeza y miró a su compañero, que
dormía en el suelo, cerca de él. John Branner no era más que una alargada forma en la
oscuridad que la luna apenas teñía de gris.
Griswell trató de recordar lo que le había despertado. En la casa no se oía ningún
sonido; fuera, todo estaba igualmente silencioso: el siseo de la lechuza llegaba de muy
lejos, del bosque de pinos. Finalmente, Griswell capturó el huidizo recuerdo. Lo que le
había asustado hasta el punto de despertarle era una pesadilla espantosa. El recuerdo
fluyó ahora a raudales, reproduciendo como en un aguafuerte la abominable visión.
Aunque, ¿había sido un sueño? Tenía que haberlo sido, desde luego, pero se había
mezclado tan extrañamente con recientes acontecimientos reales que resultaba difícil
saber dónde terminaba la realidad y dónde empezaba la fantasía.
En sueños, le había parecido revivir sus últimas horas de vigilia con todo detalle. El
sueño había empezado, bruscamente, cuando John Branner y él llegaban a la vista de la
casa donde ahora se encontraban. Habían llegado por un camino vecinal lleno de baches
61

que discurría entre los numerosos pinares —John Branner y él—, procedentes de Nueva
Inglaterra, en viaje de vacaciones. Habían divisado la antigua casa con sus galerías
cubiertas alzándose en medio de una jungla de arbustos y malas hierbas en el momento
en que el sol se ocultaba detrás de ella.
Estaban agotados, mareados por el traqueteo del automóvil sobre aquellos infames
caminos. La antigua casa desierta excitó su imaginación con su aspecto de pasado
esplendor y definitiva ruina. Dejaron el automóvil junto al camino, y mientras
avanzaban a través de una maraña de maleza unos cuantos palomos se alzaron de las
balaustradas de la casa y se alejaron con un leve batir de alas.
La puerta de madera de encima estaba abierta. Una espesa capa de polvo cubría el
suelo del amplio vestíbulo y los peldaños de la escalera que conducía al piso superior.
Cruzaron otra puerta que se abría al vestíbulo y penetraron en una habitación vacía,
grande, polvorienta, llena de telarañas. Las cenizas del hogar estaban cubiertas de polvo.
Discutieron la conveniencia de salir a buscar un poco de leña y encender fuego, pero
decidieron no hacerlo. A medida que el sol se hundía en el horizonte, la oscuridad
llegaba rápidamente, la oscuridad negra, absoluta, de los terrenos poblados de pinos.
Los dos amigos sabían que en los bosques meridionales abundaban las culebras y las
serpientes de cascabel, y no les sedujo la idea de salir a buscar leña a oscuras. Abrieron
unas latas de conservas, cenaron frugalmente, luego se enrollaron en sus mantas delante
del vacío hogar e inmediatamente se quedaron dormidos.
Esto, en parte, era lo que Griswell había soñado. Vio de nuevo la maltrecha casa
irguiéndose contra los arreboles de la puesta de sol; vio la bandada de palomos que
emprendían el vuelo mientras Branner y él se acercaban a la casa. Vio la sombría
habitación donde ahora se encontraban, y vio las dos formas que eran su compañero y él
mismo, envueltos en sus mantas y tendidos en el polvoriento suelo. A partir de este
punto su sueño se modificó sutilmente, pasando de lo real a lo fantástico. Griswell
estaba asomado a una estancia sombría, iluminada por la grisácea luz de la luna que
penetraba por algún lugar ignorado, ya que en aquella estancia no había ninguna
ventana. Pero a la grisácea claridad Griswell vio tres formas silenciosas que colgaban
suspendidas en hilera, y su inmovilidad despertó un helado terror en su alma. No se oía
ningún sonido, ninguna palabra, pero Griswell intuía una presencia terrible agazapada
en un oscuro rincón... Bruscamente volvió a encontrarse en la estancia polvorienta, de
techo alto, delante del gran hogar.
Estaba tendido en el suelo, envuelto en sus mantas, mirando fijamente a través del
sombrío vestíbulo, hacia un lugar bañado por un rayo de luna, en la escalera que
ascendía al piso superior. Allí había algo, una forma inclinada, completamente inmóvil
bajo el rayo de luna. Pero una sombra borrosa y amarillenta que podría haber sido un
rostro estaba vuelta hacia él, como si alguien agachado en la escalera les estuviera
contemplando. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo, y en aquel momento se
despertó..., si es que en realidad había estado durmiendo.
Parpadeó varias veces. El rayo de luna caía sobre la escalera, en el lugar exacto
donde había soñado que lo hacía; pero Griswell no vio ninguna figura acechante. Sin
embargo, su cuerpo seguía temblando a causa del miedo que le había inspirado el sueño
o la visión que acababa de tener; sus piernas estaban heladas, como si las hubiera
sumergido en agua fría.
Griswell hizo un movimiento involuntario para despertar a su compañero, cuando un
repentino sonido le dejó paralizado.
Era un silbido procedente del piso superior. Suave y fantasmal, iba subiendo de tono,
sin desgranar ninguna melodía determinada. Aquel sonido, en una casa supuestamente
desierta, resultaba bastante alarmante; pero lo que heló la sangre en las venas de
62

Griswell fue algo más que el simple miedo a un invasor físico. No habría podido
definirse a sí mismo el terror que se apoderó de él. Pero las mantas de Branner se
movieron, y Griswell vio que su compañero estaba sentado. La forma de su cuerpo se
dibujaba vagamente en la oscuridad, con la cabeza vuelta hacia la escalera, como si
escuchara con mucha atención. El misterioso silbido aumentó todavía más en
intensidad.
—¡John! —susurró Griswell, con la boca seca.
Habría querido gritar..., decirle a Branner que arriba había alguien, alguien cuya
presencia podía resultar peligrosa para ellos; que tenían que marcharse inmediatamente
de la casa. Pero la voz murió en su garganta.
Branner se había puesto en pie. Sus pasos resonaron en el vestíbulo mientras lo
cruzaba en dirección a la escalera. Empezó a subir los peldaños, una sombra más entre
las sombras que le rodeaban.
Griswell continuó tendido, incapaz de moverse, en medio de un verdadero torbellino
mental. ¿Quién estaba silbando arriba? Vio a Branner pasar por el lugar iluminado por
el rayo de luna, vio su cabeza extrañamente erguida, como si estuviera mirando algo que
Griswell no podía ver, encima y más allá de la escalera. Pero su rostro era tan
inexpresivo como el de un sonámbulo. Cruzó la zona iluminada y desapareció de la
vista de Griswell, a pesar de que este último trató de gritarle que regresara.
Pero de su garganta sólo salió un ahogado susurro.
El silbido fue desvaneciéndose hasta morir del todo. Griswell oyó crujir los peldaños
bajo las botas de Branner. Ahora había alcanzado el rellano superior, ya que Griswell
oyó resonar sus pasos por encima de su cabeza. Repentinamente, los pasos se
detuvieron, y la noche entera pareció contener la respiración. Luego, un espantoso grito
rompió el silencio, y Griswell se incorporó, gritando a su vez.
La extraña parálisis que le impidió moverse había desaparecido. Dio un paso hacia la
escalera, y luego se detuvo. Volvían a resonar los pasos. Branner estaba de regreso. No
corría. Andaba incluso con más lentitud que antes. Los peldaños de la escalera
volvieron a crujir. Una mano, que se movía a lo largo de la barandilla, quedó iluminada
por el rayo de luna; luego la otra, y un escalofrío de terror recorrió el cuerpo de Griswell
al ver que esta segunda mano empuñaba un hacha..., un hacha de la cual goteaba un
líquido oscuro. ¿Era Branner el que estaba descendiendo la escalera?
¡Sí! La figura había cruzado ahora el rayo de luna, y Griswell la reconoció. Luego
vio el rostro de Branner, y una ahogada exclamación brotó de sus labios. El rostro de
Branner estaba pálido, cadavérico; unas gotas de sangre se desprendían de él; sus ojos,
vidriosos, tenían una fijeza obsesionante; y la sangre manaba también de la herida
claramente visible en su cabeza.
Griswell no recordó nunca exactamente cómo consiguió salir de aquella maldita
casa. Más tarde conservó un recuerdo confuso de haber saltado a través de una
polvorienta ventana llena de telarañas, de haber corrido ciegamente a través de la
maleza, aullando de terror. Vio la negra barrera de los pinos, y la luna flotando en una
neblina roja como la sangre.
Al ver el automóvil aparcado junto al camino recobró parte de su cordura. En un
mundo que había enloquecido de repente, aquél era un objeto que reflejaba una prosaica
realidad; pero en el momento en que se disponía a abrir la portezuela, un espantoso
chirrido resonó en sus oídos, y una forma ondulante avanzó la cabeza hacia él desde el
asiento del conductor, mostrando una lengua ahorquillada a la luz de la luna.
Con un aullido de terror, Griswell echó a correr hacia el camino, como corre un
hombre en una pesadilla. Corría a ciegas. Su aturdido cerebro era incapaz de ningún
63

pensamiento consciente, Se limitaba a obedecer al instinto primario que le impulsaba a


correr..., correr..., correr hasta caer exhausto.
Las negras paredes de los pinos surgían interminablemente a su lado, hasta el punto
de que Griswell tenía la sensación de no moverse de sitio. Pero súbitamente un sonido
penetró la niebla de su terror: el inexorable rumor de unos pasos que le seguían.
Volviendo la cabeza, vio a alguien que avanzaba detrás de él..., lobo o perro, no habría
podido decirlo, pero sus ojos ardían como bolas de fuego verde. Griswell aumentó la
velocidad de su carrera, dio la vuelta a una curva del camino y oyó relinchar a un
caballo; vio la grupa del animal y oyó maldecir al jinete que lo montaba; vio un brillo
azulado en la mano levantada del hombre.
Griswell se tambaleó y tuvo que agarrarse al estribo del jinete para no caer al suelo.
—¡Por el amor de Dios, ayúdeme! —jadeó—. ¡La cosa! ¡Ha asesinado a Branner..., y
me está persiguiendo! ¡Mire!
Dos bolas de fuego ardían entre los arbustos en la revuelta del camino. El jinete
volvió a maldecir y disparó tres veces consecutivas. Las bolas de fuego se
desvanecieron y el jinete, librando su estribo del agarrón de Griswell, hizo avanzar su
caballo hacia la revuelta. Griswell dio unos pasos vacilantes, temblando como un
azogado. El jinete desapareció unos instantes de su vista; luego regresó al galope.
—Ha desaparecido —dijo—. Supongo que era un lobo, aunque nunca oí que
persiguieran a un hombre. ¿Sabe usted lo que era?
Griswell se limitó a sacudir débilmente la cabeza.
El jinete, recortándose contra la luz de la luna, le miraba desde lo alto, empuñando
aún en su mano derecha el humeante revólver. Era un hombre robusto, de mediana
estatura, y su ancho sombrero y sus botas le señalaban como un nativo de la región tan
claramente como el atuendo de Griswell revelaba en él al forastero.
—¿Qué es lo que ha sucedido? —preguntó el jinete.
—No lo sé —respondió Griswell—. Me llamo Griswell. John Branner, el amigo que
viajaba conmigo, y yo nos detuvimos en la casa abandonada que hay al otro lado del
camino para pasar allí la noche. Algo... —el recuerdo le hizo estremecerse de horror—.
¡Dios mío! —exclamó—. ¡Debo de estar loco! Alguien se asomó por encima de la
barandilla de la escalera..., alguien que tenía el rostro amarillento. Creí que estaba
soñando, pero tiene que haber sido real. Luego, alguien silbó en el piso de arriba, y
Branner se levantó y subió la escalera como un sonámbulo, o un hombre hipnotizado.
Oí un grito; luego, Branner volvió a bajar con un hacha ensangrentada en la mano, y...
¡Dios mío! ¡Estaba muerto! Le habían abierto la cabeza. Vi sus sesos a través de la
herida, y la sangre que manaba por ella, y su rostro era el de un cadáver. ¡Pero bajó la
escalera! Pongo a Dios por testigo de que John Branner fue asesinado en aquel oscuro
rellano, y de que su cadáver descendió luego la escalera con un hacha en la mano...
¡para asesinarme!
El jinete no hizo ningún comentario; permaneció sentado sobre su caballo como una
estatua, recortándose contra las estrellas, y Griswell no pudo leer en su expresión, ya
que su rostro estaba ensombrecido por el ala de su sombrero.
—Piensa usted que estoy loco —murmuró Griswell—. Tal vez lo esté.
—No se que pensar —respondió el jinete—. Si no se tratara de la antigua casa de los
Blassenville... Bueno, veremos. Me llamo Buckner. Soy el sheriff de este condado.
Vengo de llevar a un negro al condado vecino y se me ha hecho un poco tarde.
Se apeó de su caballo y se quedó en pie junto a Griswell, más bajo que él pero mucho
más fornido. De su persona se desprendía un aire de decisión y de seguridad en sí
mismo, y no resultaba difícil imaginar que sería un hombre peligroso en cualquier clase
de lucha.
64

—¿Teme usted regresar a la casa? —preguntó.


Griswell se estremeció, pero sacudió la cabeza: revivía en él la obstinada tenacidad
de sus antepasados puritanos.
—La idea de enfrentarme de nuevo con aquél horror me pone enfermo —murmuró—
. Pero, el pobre Branner... Tenemos que encontrar su cadáver. ¡Dios mío! —exclamó,
desalentado por el abismal horror de la cosa—. ¿Qué es lo que encontraremos? Si un
hombre muerto anda...
—Veremos.
El sheriff ató las riendas alrededor de su brazo izquierdo y empezó a llenar los
cilindros de su enorme revólver mientras andaban.
Cuando llegaron a la revuelta del camino, la sangre de Griswell estaba helada ante el
pensamiento de lo que podían encontrar en el camino, pero sólo vieron la casa
irguiéndose espectralmente entre los pinos.
—¡Dios mío! —susurró Griswell—. Parece mucho más siniestra ahora que cuando
llegamos a ella y vimos aquellos palomos que volaban del porche...
—¿Palomos? —inquirió Buckner, dirigiéndole una rápida mirada—. ¿Vio usted a los
palomos?
—Desde luego. Una bandada, que salió volando del porche.
Caminaron unos instantes en silencio, hasta que Buckner dijo con cierta brusquedad:
—He vivido en esta región desde que nací. He pasado por delante de la antigua casa
de los Blassenville centenares de veces, a todas las horas del día y de la noche. Pero
nunca he visto un solo palomo, ni en la casa ni en los bosques de los alrededores.
—Había una verdadera bandada —repitió Griswell, sorprendido.
—He conocido a hombres que juraron haber visto una bandada de palomos posados
en el porche de la casa, a la puesta del sol —dijo Buckner lentamente—. Todos eran
negros, excepto uno. Un trampero. Estaba encendiendo una fogata en el patio, dispuesto
a pasar allí aquella noche. Le vi al atardecer y me habló de los palomos. A la mañana
siguiente volví a la casa. Las cenizas de su fogata estaban allí, y su vaso de estaño, y la
sartén en la cual frió su tocino, y sus mantas, extendidas como si hubiera dormido en
ellas. Nadie volvió a verle. Eso ocurrió hace doce años. Los negros dicen que ellos
pueden ver a los palomos, pero ningún negro se atreve a pasar por este camino después
de la puesta del sol. Dicen que los palomos son las almas de los Blassenville, que salen
del infierno cuando se pone el sol. Los negros dicen que el resplandor rojizo que se ve
hacia el oeste es la claridad del infierno, porque a aquella hora las puertas del infierno
están abiertas para dar paso a los Blassenville.
—¿Quiénes eran los Blassenville? —preguntó Griswell, estremeciéndose.
—Eran los propietarios de todas estas tierras. Una familia franco—inglesa. Llegaron
procedentes de las Indias Occidentales, antes de la evacuación de Louisiana. La Guerra
Civil les arruinó, como a otros tantos. Algunos de sus miembros resultaron muertos en
la guerra; la mayoría de los otros murieron fuera de aquí. Nadie vivió en la casa
solariega a partir de 1890, cuando miss Elisabeth Blassenville, la última del linaje,
desapareció una noche de la casa y nunca regresó... ¿Es ése su automóvil?
Se detuvieron al lado del vehículo, y Griswell contempló morbosamente la antigua
mansión. Sus polvorientos ventanales estaban vacíos y oscuros; pero Griswell
experimentaba la desagradable sensación de que unos ojos le acechaban con expresión
hambrienta a través de los cristales.
Buckner repitió su pregunta.
—Sí —respondió Griswell—. Tenga cuidado. Hay una serpiente en el asiento..., o
por lo menos estaba allí.
65

—Ahora no hay ninguna —gruñó Buckner, atando su caballo y sacando una linterna
de las alforjas—. Bueno, vamos a echar un vistazo.
Echó a andar hacia la casa con la misma tranquilidad que si se dirigieran a efectuar
una visita de cumplido a unos amigos. Griswell le siguió, pegado a sus talones,
respirando agitadamente. La leve brisa llevaba hasta ellos un hedor a corrupción y a
vegetación podrida, y Griswell experimentó una intensa sensación de náusea, en la cual
se mezclaban el malestar físico y la angustia mental que provocaban aquellas antiguas
mansiones que ocultaban olvidados secretos de esclavitud, de orgullo de raza, y de
misteriosas intrigas. Se había imaginado el Sur como una tierra lánguida y soleada,
acariciada por suaves brisas que transportaban cálidos aromas a flores y a especias,
donde la vida discurría plácidamente al ritmo de los cantos que los negros entonaban en
los campos de algodón bañados por el sol. Pero ahora acababa de descubrir otro aspecto,
completamente inesperado: un aspecto oscuro, impregnado de misterio. Y el
descubrimiento le resultaba repulsivo.
Cruzaron la pesada puerta de madera de encima. La negrura del interior quedaba
intensificada ahora por el haz luminoso proyectado por la linterna de Buckner. Aquel
haz se deslizó a través de la oscuridad del vestíbulo y trepó por la escalera, y Griswell
contuvo la respiración, apretando los puños. Pero ninguna forma demencial se reveló
allí. Buckner avanzó con la ligereza de un gato, la linterna en una mano, el revólver en
la otra.
Mientras proyectaba la luz de su linterna en la habitación que se abría al pie de la
escalera, Griswell lanzó un grito..., y volvió a gritar, a punto de desmayarse con el
espectáculo que se ofrecía a sus ojos. Un rastro de gotas de sangre cruzaba la
habitación, pasando por encima de las mantas que Branner había ocupado, las cuales
estaban extendidas entre la puerta y las del propio Griswell. Y las mantas de Griswell
tenían un terrible ocupante. John Branner estaba tendido en ellas, boca abajo, con una
horrible herida en la parte posterior de la cabeza. Su mano extendida seguía empuñando
el mango de un hacha, y la hoja estaba profundamente clavada en la manta y en el suelo
que se extendía debajo, en el lugar exacto donde había reposado la cabeza de Griswell
cuando dormía allí.
Griswell no se dio cuenta de que se tambaleaba ni de que Buckner le cogía,
impidiendo que cayera al suelo. Cuando recobró el conocimiento, la cabeza le dolía
terriblemente y todo parecía dar vueltas alrededor.
Buckner proyectó el haz luminoso de su linterna sobre su rostro, haciéndole
parpadear. La voz del sheriff llegó desde más allá de la brillante claridad:
—Griswell, me ha contado usted una historia muy difícil de creer. Vi algo que le
perseguía a usted, pero aquello era un lobo, o un perro salvaje.
”Si está ocultando algo, será mejor que lo escupa ahora. Lo que me ha contado a mí
es insostenible ante cualquier tribunal. Va usted a enfrentarse con la acusación de haber
asesinado a su compañero. Tengo que detenerle. Si es usted sincero conmigo, las cosas
serán mucho más fáciles. Ahora dígame, ¿mató usted a este hombre, Griswell?
”Supongo que ocurriría algo parecido a esto: discutieron ustedes por algo, la
discusión se agrió, Branner empuñó un hacha y le atacó, pero usted consiguió
desarmarle, le abrió la cabeza de un hachazo y volvió a dejar el arma en sus manos...
¿Me equivoco?
Griswell ocultó la cara entre sus manos, sacudiendo la cabeza.
—¡Dios mío! ¡Yo no maté a John! ¿Por qué iba a hacer una cosa así? John y yo
éramos amigos de la infancia. Le he dicho a usted la verdad. No puedo reprocharle a
usted que no me crea. Pero juro por Dios que es la verdad.
La luz volvió a iluminar la abierta cabeza de Branner, y Griswell cerró los ojos.
66

Oyó que Buckner gruñía:


—Creo que le mataron con el hacha que tiene en la mano. Hay sangre y sesos
pegados a la hoja, y unos cuantos cabellos del mismo color que los suyos. Eso empeora
las cosas para usted, Griswell.
—¿Por qué? —gimió Griswell con voz temblorosa.
—Elimina toda posibilidad de alegar defensa propia. Branner no pudo atacarle con
ese hacha después de que usted le abrió la cabeza con ella. La herida es mortal de
necesidad. Debió usted arrancar el hacha de su cabeza, clavarla en el suelo y colocar sus
dedos alrededor del mango para que pareciera que él le atacaba. Una maniobra muy
hábil..., si hubiera utilizado usted otra hacha.
—Pero yo no le maté —gimió Griswell—. No tengo la menor intención de alegar
defensa propia.
—Eso es lo que me intriga —admitió Buckner francamente—. ¿Qué asesino sería tan
estúpido para contar una historia tan descabellada como la que usted me ha contado para
demostrar su inocencia? Cualquier asesino habría inventado una historia que fuera
lógica, al menos. ¡Hum! El rastro de sangre procede de la puerta. El cadáver fue
arrastrado..., no, no pudo ser arrastrado. El suelo está lleno de polvo y se verían las
huellas. Tuvo usted que transportarle hasta aquí, después de haberle matado en otro
lugar. Pero, en ese caso, ¿por qué no hay sangre en sus ropas? Desde luego, puede usted
haberse cambiado la ropa. Pero ese individuo no lleva muerto mucho tiempo.
—Bajó la escalera y cruzó la habitación —murmuró Griswell—. Venía a matarme.
Supe que venía a matarme cuando le vi acechando por encima de la barandilla.
Descargó el golpe donde yo habría estado, de no haberme despertado. Mire aquella
ventana... Está rota: salté a través de ella.
—Sí, lo veo. Pero, si andaba entonces, ¿por qué no anda ahora?
—¡No lo sé! Estoy demasiado trastornado para pensar cuerdamente. Temí que se
levantara del suelo y saliera en mi persecución. Cuando oí aquel lobo corriendo detrás
de mí, creí que era John que me perseguía... ¡John, corriendo a través de la noche con su
hacha ensangrentada y su ensangrentada cabeza!
Sus dientes castañetearon mientras revivía aquel espantoso horror.
Buckner paseó por el suelo el haz luminoso de su linterna.
—Las gotas de sangre proceden del vestíbulo. Vamos. Las seguiremos.
Griswell se estremeció.
—Proceden del piso superior —murmuró.
Buckner le miraba fijamente.
—¿Teme usted subir al piso, conmigo?
El rostro de Griswell estaba gris.
—Sí. Pero voy a subir, con usted o sin usted. La cosa que mató al pobre John puede
estar todavía oculta allí.
—Suba detrás de mí —ordenó Buckner—. Si algo salta sobre nosotros, yo me
ocuparé de ello. Pero, por su propio bien, le advierto que disparo con más rapidez de la
que emplea un gato en saltar, y que rara vez fallo un tiro. Si se le ha ocurrido la idea de
atacarme por detrás, olvídela.
—¡No sea estúpido! —exclamó Griswell.
El furor había barrido momentáneamente sus temores, y aquella enojada exclamación
pareció tranquilizar a Buckner mucho más que todas sus protestas de inocencia.
—Deseo ser justo —dijo—. No puedo acusarle y condenarle sin pruebas. Si es
verdad la mitad solamente de lo que me ha contado, ha vivido usted un verdadero
infierno y no quiero ser demasiado duro. Pero debe comprender lo difícil que me resulta
creerle.
67

Griswell no respondió, limitándose a indicarle con un gesto que estaba dispuesto a


acompañarle arriba. Cruzaron el vestíbulo y se detuvieron al pie de la escalera. Un
rastro de gotas de sangre, claramente visibles en los polvorientos peldaños, señalaba el
camino.
—Hay pisadas de hombre en el polvo —gruñó Buckner—. Hay que subir despacio.
Tenemos que fijarnos bien en lo que vemos, ya que al subir borraremos estas huellas.
Hay un rastro de pisadas que suben y otras que bajan. Del mismo hombre. Y no son de
usted. Branner era un hombre mucho más alto que usted. Hay gotas de sangre en todo el
camino..., sangre en la barandilla, como si un hombre hubiera posado en ella su mano
ensangrentada..., una mancha de algo que parecen...,sesos. Me pregunto...
—Bajaba la escalera, y estaba muerto —se estremeció Griswell—. Agarrándose con
una mano a la barandilla, y empuñando con la otra el hacha que le mató.
—Pudieron transportarle —murmuró el sheriff—. Pero, si alguien le transportó,
¿dónde están sus huellas?
Llegaron al rellano superior, un amplio y vacío espacio de polvo y sombras donde las
ennegrecidas ventanas rechazaban la claridad de la luna y el haz luminoso de la linterna
de Buckner parecía inadecuado. Griswell temblaba como una hoja. Aquí, en la
oscuridad y el horror, había muerto John Branner.
—Alguien silbaba aquí arriba —murmuró—. Igual que las de la escalera; unas van y
otras vienen. Las mismas huellas... ¡Judas!
Detrás de él, Griswell ahogó un grito, ya que acababa de ver lo que había provocado
la exclamación de Buckner. A unos pies de distancia del último peldaño, las huellas de
las pisadas de Branner se detenían bruscamente y luego daban la vuelta, casi pisando las
huellas anteriores. Y en el lugar donde se había detenido había una gran mancha de
sangre en el polvoriento suelo..., y otras huellas que llegaban hasta allí, huellas de pies
descalzos, pequeños pero de pulgares muy anchos. También aquellas huellas retrocedían
a partir de aquel punto.
Buckner se inclinó sobre ellas, gruñendo.
—¡ Las huellas se encuentran! ¡Y en el lugar donde se encuentran hay sangre y sesos
en el suelo! Aquí mataron a Branner, descargándole un hachazo. Unos pies descalzos
procedentes de la oscuridad se encuentran con unos pies calzados; luego, ambos dan la
vuelta. Los pies calzados bajan la escalera, los descalzos retroceden por el rellano.
Proyectó la luz de su linterna a lo largo del rellano; las pisadas se desvanecían en la
oscuridad, más allá del alcance de la luz. A un lado y a otro, las cerradas puertas de
otras tantas estancias eran secretos portales de misterio.
—Supongamos que su descabellada historia fuera cierta —murmuró Buckner, medio
para sí mismo—. Esas huellas no son de usted. Parecen las de una mujer. Supongamos
que alguien silbó, y Branner subió aquí a investigar. Supongamos que alguien le atacó
aquí, en la oscuridad, abriéndole la cabeza. En tal caso, las huellas hubieran sido tal
como son, en realidad. Pero, suponiendo que fuera eso lo que hubiera ocurrido, ¿por qué
no se quedó Branner tendido aquí, donde encontró la muerte? ¿Pudo haber vivido el
tiempo suficiente para arrancar el hacha de manos del que le asesinó, y bajar la escalera
con ella?
—¡No, no! —exclamó Griswell—. Yo le vi en la escalera. Estaba muerto. Ningún
hombre podría vivir un minuto después de recibir tal herida.
—Lo creo —murmuró Buckner—. Pero es una locura. O un plan diabólicamente
hábil... Sin embargo, ningún hombre en su sano juicio elaboraría un plan tan
descabellado pata escapar al castigo de su crimen, cuando un simple alegato de defensa
propia sería mucho más eficaz. Ningún tribunal aceptaría esa historia. Bueno, vamos a
seguir esas otras huellas. Avanzan por el rellano... ¡Un momento! ¿Qué es esto?
68

Con un estremecimiento de terror, Griswell vio que la luz de la linterna empezaba a


amortiguarse.
—Esta batería es nueva —murmuró Buckner, y por primera vez Griswell captó una
nota de temor en su voz—. ¡Vamos! ¡Tenemos que salir de aquí inmediatamente!
La luz se había amortiguado hasta quedar reducida a un débil brillo rojizo. La
oscuridad parecía acercarse a ellos, deslizándose con el paso silencioso de un gato.
Buckner retrocedió, hacia la escalera, llevando a Griswell pegado a sus talones. En la
creciente oscuridad, Griswell oyó un sonido como el de una puerta que se abría
lentamente, y al mismo tiempo las negruras que les rodeaban vibraron con una oculta
amenaza. Griswell supo que Buckner experimentaba la misma sensación que le había
invadido a él, ya que el cuerpo del sheriff se tensó como el de una pantera dispuesta a
saltar.
Pero continuó retrocediendo, sin prisas, luchando contra el pánico que le impulsaba a
gritar y a emprender una loca huida. Una terrible idea hizo brotar un sudor helado de su
frente. ¿Y si el muerto se estaba deslizando detrás de ellos en la oscuridad, empuñando
el hacha ensangrentada presto a descargarla sobre ellos?
Aquella posibilidad le abrumó hasta el punto de que apenas se dio cuenta de que sus
pies alcanzaban el vestíbulo inferior, y sólo entonces descendían, hasta recobrar toda su
fuerza. Pero cuando Buckner proyectó el haz luminoso hacia la parte superior de la
escalera, no consiguió iluminar más que oscuridad que colgaba como una tangible
niebla sobre el rellano superior.
—Esta maldita linterna estaba embrujada —murmuró Buckner—. La cosa no tiene
otra explicación. No puede atribuirse a causas naturales.
—Ilumine la habitación —suplicó Griswell—. Vea si John..., si John está...
No consiguió traducir en palabras su horrible idea, pero Buckner comprendió.
Griswell no habría sospechado nunca que la vista del espantoso cadáver de un
hombre asesinado pudiera inspirarle tal sensación de alivio.
—Todavía está ahí —gruñó Buckner—. Si anduvo después de ser asesinado, no ha
vuelto a hacerlo desde entonces. Pero, aquella cosa...
Proyectó de nuevo la luz de la linterna hacia la parte superior de la escalera,
mordiéndose el labio y rezongando en voz baja. Por tres veces había levantado su
revólver. Griswell leyó en su pensamiento. El sheriff se sentía tentado de volver a subir
aquella escalera, de medir sus fuerzas con lo desconocido. Pero el sentido común le
retenía.
—A oscuras, no tendría ninguna posibilidad —murmuró—. Y, si subo, la luz volverá
a apagarse.
Se volvió hacia Griswell.
—Sería inútil intentar nada. En esta casa hay algo diabólico, y creo que puedo
adivinar lo que es. No creo que asesinara usted a Branner. Lo que le asesinó está ahí
arriba..., ahora. En su historia hay muchos puntos que resultan descabellados; pero,
¿acaso no es descabellado que una linterna se apague sin más ni más? No creo que lo
que haya allá arriba sea humano. Hasta ahora, nunca me había asustado la oscuridad,
pero no voy a subir a ese piso hasta que se haga de día. No tardará en amanecer.
Esperaremos fuera, en aquella galería.
Las estrellas empezaban a palidecer cuando salieron al amplio porche. Buckner se
sentó en la barandilla, de cara a la puerta de la casa, empuñando su revólver. Griswell
tomó asiento junto a él y se reclinó contra los restos de una columna. Cerró los ojos,
acogiendo con placer la leve brisa que parecía refrescar su enfebrecido cerebro.
Experimentaba una extraña sensación de irrealidad. Era un forastero en una región
desconocida, una región que parecía haberse llenado repentinamente de negro horror.
69

La sombra del patíbulo planeaba encima de él, y en aquella sombría mansión yacía John
Branner, con la cabeza destrozada... Como las ficciones de un sueño, aquellos hechos
giraban en su cerebro hasta que se fundieron en un crepúsculo gris mientras el sueño se
apoderaba compasivamente de su alma.
Despertó a un frío amanecer y al recuerdo de los horrores de la noche. La niebla se
arrastraba en jirones por las copas de los pinos. Buckner le estaba sacudiendo.
—¡Despierte! Ya es de día.
Griswell se puso en pie, frotándose los ojos. Su rostro aparecía viejo y gris.
—Estoy dispuesto. Vamos arriba.
—¡Ya he estado allí! —dijo Buckner, con ojos llameantes—. No quise despertarle.
Subí en cuanto amaneció. No encontré nada.
—Pero, las huellas de los pies descalzos...
—Han desaparecido.
—¿Desaparecido?
—Sí, desaparecido. El polvo del rellano ha sido removido, desde el punto donde
terminaban las huellas de los pasos de Branner; ha sido barrido hacia los rincones.
Ahora no existe ninguna posibilidad de seguir las huellas de nadie. Alguien barrió el
polvo mientras estábamos aquí sentados, y no oí ningún sonido. He recorrido toda la
casa. No he visto absolutamente nada.
Griswell se estremeció al imaginarse a sí mismo durmiendo solo en el porche
mientras Buckner llevaba a cabo su exploración.
—¿Qué haremos ahora? Aquellas huellas eran mi única posibilidad de demostrar la
veracidad de mi historia.
—Llevaremos el cadáver de Branner al Ayuntamiento del condado —respondió
Buckner—. Yo explicaré los hechos. Si las autoridades se enteran de la versión que
usted puede darles, insistirán en acusarle de asesinato. Yo no creo que usted matara a
Branner..., pero ningún fiscal de distrito, ningún juez ni ningún jurado creería lo que
usted me ha contado, ni lo que nos sucedió anoche. Déjeme manejar este asunto a mi
modo. No pienso detenerle a usted hasta que haya agotado todas las demás
posibilidades.
”Cuando lleguemos a la ciudad, no diga nada de lo que ha ocurrido aquí. Yo me
limitaré a informar al fiscal del distrito que John Branner fue asesinado por una persona
o personas desconocidas, y que estoy trabajando en el caso.
”¿Está usted dispuesto a regresar conmigo a esta casa y a pasar la noche aquí, en la
habitación en la que usted y Branner durmieron anoche?
Griswell palideció, pero respondió con la misma obstinación con que sus
antepasados habían expresado su decisión de plantar sus cabañas en las tierras de los
pequots:
—Estoy dispuesto.
—Entonces, vámonos; ayúdeme a trasladar el cadáver de Branner a su automóvil.
Griswell se estremeció a la vista del ensangrentado rostro de su amigo a la luz
grisácea del amanecer. La niebla extendía unos viscosos tentáculos alrededor de sus pies
mientras transportaban su macabra carga a través de la maleza.

II—EL HERMANO DE LA SERPIENTE

De nuevo las sombras se alargaban sobre los pinares, y de nuevo dos hombres llegaron
por el antiguo camino en un automóvil con matrícula de Nueva Inglaterra.
Buckner conducía. Los nervios de Griswell estaban demasiado alterados para
permitirle empuñar el volante. Su rostro estaba aún muy pálido, y todo su aspecto
70

revelaba un gran cansancio. La tensión del día pasado en la capital del condado había
venido a añadirse al horror que planeaba sobre su alma como la sombra de un buitre de
alas negras. No había dormido, apenas había comido.
—Prometí hablarle de los Blassenville —dijo Buckner—. Era una gente orgullosa,
altiva, y sin el menor escrúpulo cuando se trataba de imponer su voluntad. No tenían
para sus negros las consideraciones que en mayor o menor escala les guardaban los
otros plantadores; supongo que seguían aferrados a las costumbres de las Indias
Occidentales. Había una vena de crueldad en todos ellos..., y especialmente en miss
Celia, la última de la familia que llegó a esta región. Vino mucho después de que los
esclavos fueran declarados hombres libres, pero miss Celia seguía azotando con su
látigo a su doncella mulata, lo mismo que cuando era una esclava, según dicen los
viejos del lugar... Los negros decían que cuando moría un Blassenville, el diablo le
estaba esperando siempre en los pinares que rodean la casa.
”Una vez terminada la Guerra Civil, los Blassenville fueron desapareciendo con
bastante rapidez. Vivían pobremente de su plantación, que cada día rendía menos.
Finalmente, sólo quedaron cuatro muchachas, hermanas, que habitaban en la antigua
mansión. La plantación era cultivada por unos cuantos negros que seguían viviendo en
sus chozas y trabajaban en calidad de aparceros. Las muchachas, muy orgullosas, se
avergonzaban de su pobreza y no se relacionaban con nadie. A veces pasaban meses
enteros sin salir de casa. Cuando necesitaban provisiones, enviaban a un negro a
comprarlas.
”Pero la gente empezó a hablar de los Blassenville cuando miss Celia vino a vivir
con ellas. Procedía de algún lugar de las Indias Occidentales, de donde era originaria la
familia. Dicen que era una mujer elegante, bella, de poco más de treinta años. Tampoco
ella se relacionó con la gente. Se había traído a una doncella mulata, y la trataba de un
modo que hacía honor a la tradicional crueldad de los Blassenville. Conocí a un viejo
negro, hace unos años, que juraba haber visto a miss Celia atar a la doncella a un árbol,
completamente desnuda, y azotarla con un látigo. Cuando la mulata desapareció, el
hecho no constituyó una sorpresa para nadie. Todo el mundo imaginó que se había
fugado, desde luego.
”Un día de la primavera de 1890, miss Elisabeth, la más joven de las muchachas, se
presentó en el pueblo por primera vez en un año, quizás. Iba en busca de provisiones.
Dijo que todos los negros habían abandonado la plantación. Añadió que miss Celia se
había marchado también sin decir nada. Sus hermanas creían que había regresado a las
Indias Occidentales, pero ella estaba convencida de que su tía estaba aún en la casa. No
aclaró el sentido de estas palabras. Se limitó a coger sus provisiones y regresar a la casa.
”Al cabo de un mes se presentó un negro en el pueblo y dijo que miss Elisabeth vivía
completamente sola en la antigua mansión. Dijo que sus tres hermanas ya no estaban
allí, que se habían marchado una detrás de otra sin dar ninguna explicación. Miss
Elisabeth ignoraba adónde se habían marchado, y tenía miedo de vivir sola en la casa,
pero no sabía adónde ir. No tenía parientes ni amigos. Pero estaba mortalmente asustada
de algo. El negro dijo que permanecía encerrada continuamente en su habitación, con
unas velas encendidas toda la noche...
”Una noche tormentosa miss Elisabeth se presentó en el pueblo montando el único
caballo que poseía, medio muerta de miedo. Al llegar a la plaza se cayó del caballo;
cuando pudo hablar, dijo que había descubierto una habitación secreta en la casa,
olvidada durante un centenar de años. Y dijo que en aquella habitación se encontraban
sus tres hermanas, muertas, colgadas del techo por el cuello. Añadió que alguien la
persiguió con un hacha, y ella huyó de la casa montando en el único caballo que poseía.
71

Pero estaba mortalmente asustada, y no sabía quién la había perseguido. Dijo que
parecía una mujer con un rostro amarillento.
”Inmediatamente, medio centenar de hombres se presentaron aquí y registraron la
casa de arriba abajo. Pero no encontraron ninguna habitación secreta, ni los cadáveres
de las tres hermanas. Lo que sí encontraron fue un hacha en el rellano superior, con
algunos cabellos de miss Elisabeth pegados al filo, lo cual confirmaba lo que miss
Elisabeth había contado. Pero ella se negó a regresar a la casa y mostrarles dónde se
encontraba la habitación secreta; casi enloqueció cuando se lo sugirieron.
”Cuando estuvo en condiciones de viajar, la gente del pueblo reunió algún dinero y
se lo prestaron —era demasiado orgullosa para aceptar limosnas—. Se marchó a
California. No regresó nunca, pero más tarde se supo —cuando envió el dinero que le
prestaron— que se había casado.
”Nadie quiso comprar la casa. Quedó tal como miss Elisabeth la había dejado, y con
el paso de los años la gente fue robando los muebles hasta vaciarla del todo.
—¿Qué opinó la gente de la historia que contó miss Elisabeth? —preguntó Griswell.
—La mayoría opinó que el vivir sola en esta casa la había desquiciado. Pero algunos
creyeron que la doncella mulata, Joan, no había huido, como se dijo. Opinaban que
estaba oculta en el bosque, y saciaba su odio hacia los Blassenville asesinando a los
miembros de la familia. Dieron una batida por todos los pinares con varios perros, pero
no encontraron ni rastro de la mulata. Si había una habitación secreta en la casa, tenía
que estar oculta allí..., suponiendo que la teoría fuese cierta.
—No puede haber estado oculta en la casa todos estos años —murmuró Griswell—.
Y, de todos modos, lo que ahora hay en la casa no es humano.
Buckner hizo girar el automóvil, para dejar la carretera y adentrarse en un camino
vertical que discurría entre los pinos.
—¿Hacia dónde vamos? —preguntó Griswell.
—Hay un viejo negro que vive al final de este camino, a unas cuantas millas de aquí.
Quiero hablar con él. Nos enfrentamos con algo que requiere algo más que el sentido
común de un blanco. Los negros saben más que nosotros acerca de algunas cosas. El
viejo al que vamos a visitar tiene casi cien años, si es que no los ha cumplido ya. Su
dueño le proporcionó cierta educación cuando era un muchacho, y al convertirse en un
hombre libre viajó más de lo que suelen viajar la mayoría de blancos. Dicen que es un
hombre voodoo, un brujo.
Griswell se estremeció, contemplando con inquietud los verdes árboles que les
rodeaban por todas partes. La fragancia de los pinos llegaba a su olfato mezclada con el
perfume de plantas desconocidas. Pero, dominándolo todo, se percibía un indefinible
hedor de materia en descomposición. Una desagradable sensación puso un nudo en la
boca de su estómago.
—¡Un voodoo! —murmuró—. Me había olvidado de eso... Nunca se me había
ocurrido relacionar la magia negra con el Sur. Para mí, la brujería siempre estuvo
asociada con antiguas y tortuosas calles de ciudades portuarias, que ya eran antiguas
cuando en Salem colgaban a las brujas...Para mí, la brujería se relacionó siempre con las
antiguas ciudades de Nueva Inglaterra..., pero todo esto es más terrible que cualquier
leyenda acerca de Nueva Inglaterra. Esos pinos sombríos, esas antiguas mansiones
abandonadas, las plantaciones perdidas, los misteriosos negros, las viejas leyendas de
locura y horror... ¡Dios mío! ¡Qué espantosos terrores antiguos hay en este continente
que los estúpidos llaman “Nuevo”!
—Ahí está la choza del viejo Jacob —anunció Buckner, deteniendo el automóvil.
Griswell vio un claro y una pequeña cabaña agazapada a la sombra de los enormes
árboles. Allí, los pinos daban paso a las encinas y los cipreses, llenos de un musgo
72

grisáceo, y más allá de la cabaña se extendía una ciénaga poblada de una lujurienta
vegetación. De la chimenea de barro de la cabaña surgía una leve espiral de humo
azulado.
Griswell siguió a Buckner hasta la diminuta vivienda. El sheriff empujó la puerta y
penetró en la cabaña. Al encontrarse en la relativa oscuridad del interior, Griswell
parpadeó. Una sola ventana, muy pequeña, daba paso a la luz del día. Un viejo negro
estaba agazapado junto al hogar de tierra, contemplando una olla que hervía al fuego.
Miró hacia ellos cuando entraron, pero no se levantó. Parecía increíblemente viejo. Su
rostro era una masa de arrugas, y sus ojos, negros y vivaces, se velaban de cuando en
cuando como si su mente vacilara.
Buckner hizo un gesto a Griswell para indicarle que se sentara en la única silla que
había en la cabaña, mientras él se instalaba junto al fuego en una banqueta toscamente
labrada, enfrente del anciano.
—Jacob —dijo bruscamente—, ha llegado el momento de que hables. Sé que
conoces el secreto de Blassenville Manor. Nunca te interrogué acerca de ello, porque no
era de mi competencia. Pero anoche fue asesinado un hombre allí, y pueden colgar al
hombre que me acompaña por el asesinato, a menos que me digas qué es lo que alberga
la antigua casa de los Blassenville.
Los ojos del anciano brillaron para volver a apagarse inmediatamente, como si los
achaques de la edad le impidieran concentrarse durante mucho tiempo en una idea.
—Los Blassenville —murmuró, y su voz era suave y cultivada. Se expresaba en un
inglés perfecto, que no recordaba en nada las formas dialectales de los de su raza—.
Eran una gente orgullosa, caballeros..., orgullosa y cruel. Algunos murieron en la
guerra..., otros resultaron muertos en duelos... Algunos murieron en la antigua casa...
Sus palabras se convirtieron en una serie de ininteligibles murmullos.
—¿Qué ocurrió en la casa? —preguntó Buckner pacientemente.
—Miss Celia era la más orgullosa de todos —murmuró el anciano—. La más
orgullosa y la más cruel. Los negros la odiaban; especialmente Joan. Joan llevaba
sangre blanca en sus venas, y también era orgullosa. Miss Celia la azotaba como a una
esclava.
—¿Cuál es el secreto de Blassenville Manor? —insistió Buckner.
La niebla se desvaneció de los ojos del anciano; unos ojos tan oscuros como pozos
iluminados por la luna.
—¿Qué secreto, caballero? No comprendo.
—Sí, me comprendes perfectamente. Durante años y años, la casa se ha erguido allí,
solitaria, con su misterio. Tú conoces la clave para descifrarlo.
El anciano removió el contenido de la olla. Ahora parecía en posesión de todas sus
facultades mentales.
—Caballero, la vida es dulce, incluso para un viejo negro.
¿Significa eso que alguien te mataría si me revelaras el secreto?
Pero el anciano estaba murmurando de nuevo, con los ojos cerrados.
—Alguien, no. Ningún humano. Ningún ser humano. Los dioses negros de la
ciénaga. Mi secreto permanece inviolado, guardado por la Gran Serpiente, el dios que
está por encima de todos los dioses. Enviaría a un pequeño hermano para que me besara
con sus fríos labios..., un pequeño hermano con un cuarto creciente en la cabeza. Le
vendí mi alma a la Gran Serpiente, cuando me convirtió en creador de zuvembies...
Buckner se puso rígido.
—He oído esa palabra antes de ahora —dijo suavemente— de labios de un negro
moribundo, cuando yo era un niño. ¿Qué significa?
El miedo llenó los ojos del viejo Jacob.
73

—¿Qué es lo que he dicho? No, no he dicho nada.


—Zuvembies —le apremió Buckner.
—Zuvembies —repitió maquinalmente el anciano, con los ojos inexpresivos—. Una
zuvembie es una mujer..., en la Costa de los Esclavos las conocían. Los tambores que
susurran por la noche en las colinas de Haití hablan de ellas. Los creadores de
zuvembies son honrados por la gente de Damballah. Hablar de ello a un hombre blanco
significa la muerte..., es uno de los secretos prohibidos del dios Serpiente.
—Estabas hablando de las zuvembies —dijo Buckner suavemente.
—No debía hablar de ellas —murmuró el anciano, y Griswell se dio cuenta de que
estaba pensando en voz alta—. Ningún hombre blanco debe saber que yo bailé en la
Ceremonia Negra del voodoo, y fui convertido en creador de zombies y zuvembies. La
Gran Serpiente castiga con la muerte a las lenguas que hablan demasiado.
—¿Una zuvembie es una mujer? —le apremió Buckner.
—Era una mujer —murmuró el anciano—. Ella sabía que yo era un creador de
zuvembies... Se presentó en mi choza y me pidió el horrible brebaje..., el brebaje
compuesto con huesos de serpientes, y sangre de murciélago, y garras de esparavel, y
otros elementos que no pueden ser nombrados. Ella había danzado en la Ceremonia
Negra..., estaba madura para convertirse en una zuvembie..., lo único que necesitaba era
el Brebaje Negro..., era muy hermosa..., no podía negárselo.
—¿A quién? —preguntó Buckner ansiosamente, pero el anciano hundió la cabeza en
su pecho y no respondió. Parecía dormitar. Buckner le sacudió—. Le diste un brebaje a
una mujer para convertirla en una zuvembie... ¿Qué es una zuvembie?
El anciano murmuró, con voz soñolienta:
—Una zuvembie deja de ser humana. No reconoce ni a parientes ni a amigos. Es un
miembro más del Mundo Negro. Tiene a su mando los demonios naturales:lechuzas,
murciélagos, serpientes y hombres—lobo, y puede manejar la oscuridad de modo que
apague una pequeña luz. Puede ser asesinada por medio del plomo o del acero, pero a
menos que muera así, vive eternamente, y no come el alimento que comen los humanos.
Mora como un murciélago en una caverna o en una casa antigua. El tiempo no significa
nada para la zuvembie; una hora, un día, un año, todo es lo mismo. No puede hablar
palabras humanas, ni pensar como piensa un humano, pero puede hipnotizar a un ser
viviente con el sonido de su voz, y cuando mata a un hombre, puede dar órdenes a su
cuerpo sin vida hasta que la carne está fría. Mientras fluye la sangre, el cadáver es
esclavo suyo. Su mayor placer consiste en asesinar seres humanos.
—¿Y por qué quería ella convertirse en una zuvembie? —preguntó Buckner
suavemente.
—Odio —susurró el anciano—. ¡Odio! ¡Venganza!
—¿Se llamaba Joan? —murmuró Buckner.
El nombre pareció desvanecer las nieblas de senilidad que envolvían la mente del
voodoo. Sus ojos se aclararon una vez más, convirtiéndose en dos círculos duros y
brillantes como húmedo mármol negro.
—¿Joan? —dijo lentamente—. No he oído ese nombre por espacio de una
generación. Al parecer me he quedado dormido, caballeros; no recuerdo nada..., les
ruego que me perdonen. Los hombres viejos se quedan dormidos ante el fuego, como
los perros viejos. ¿Me preguntaban por Blassenville Manor? Caballeros, si les dijera por
qué no puedo contestar a su pregunta, atribuirían mi actitud a simple superstición. Sin
embargo, pongo al Dios del hombre blanco por testigo de que...
Mientras hablaba, extendió el brazo hacia un montón de leña que había junto al
hogar, con la intención de añadir un tronco al fuego. Pero inmediatamente contrajo el
brazo, profiriendo un horrible grito. Cuando el reflejo de las llamas iluminó el brazo del
74

voodoo, los dos hombres blancos vieron que tenía enrollada una pequeña serpiente, que
dejaba caer su puntiaguda cabeza sobre la carne negra, una y otra vez, con silencioso
furor.
El anciano se desplomó, gritando, al tiempo que Buckner entraba en acción.
Poniéndose de pie de un salto, cogió un tronco y aplastó con él la cabeza del reptil. El
viejo Jacob, entretanto, había cesado de gritar y estaba tendido en el suelo, boca arriba,
completamente inmóvil.
—¿Está muerto? —susurró Griswell.
—Tan muerto como Judas Iscariote —respondió secamente Buckner contemplando
al reptil, que continuaba retorciéndose en el suelo—. Esa infernal serpiente le inyectó en
las venas el veneno suficiente para matar a una docena de hombres de su edad. Pero
creo que lo que en realidad le mató fue la impresión.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó Griswell, estremeciéndose.
—Dejaremos el cadáver en aquel catre. Nadie entrará aquí, si tenemos la precaución
de cerrar la puerta de modo que no pueda entrar ningún cerdo salvaje, ni ningún gato.
Mañana lo llevaremos al pueblo. Esta noche tenemos trabajo. Manos a la obra.
A Griswell le repugnaba la idea de tener que tocar el cadáver, pero ayudó a Buckner
a instalarlo en el catre y luego salió apresuradamente de la choza. El sol estaba
hundiéndose en el horizonte, y las llamas rojas del crepúsculo encendían las negras
copas de los árboles.
Subieron al automóvil en silencio y regresaron por el mismo camino que habían
seguido al venir.
—El viejo dijo que la Gran Serpiente enviaría a uno de sus hermanos —murmuró
Griswell.
—¡Tonterías! —replicó Buckner—. A las serpientes les gusta el calor, y esta región
pantanosa está infestada de ellas. La que mordió al viejo estaba oculta entre la leña, al
calor del fuego. El viejo Jacob la importunó, y el animal se defendió. No hay nada de
sobrenatural en esto.
Permaneció unos instantes en silencio y luego añadió, en tono distinto:
—Ha sido la primera vez que veo una serpiente que ataca sin silbar; y la primera vez
que veo a una serpiente con una cresta blanca en forma de cuarto creciente.
Al cabo de un rato, Griswell preguntó:
—¿Cree usted que la mulata Joan ha permanecido oculta en la casa durante todos
estos años?
—Ya oyó lo que dijo el viejo Jacob —respondió Buckner—. El tiempo no significa
nada para una zuvembie.
Cuando llegaron a la vista de la casa, Griswell se mordió el labio superior para
reprimir un estremecimiento. Volvió a sentirse poseído por una indescriptible sensación
de horror.
—¡Mire! —susurró, en el preciso instante en que Buckner detenía el automóvil.
Buckner gruñó.
Desde las balaustradas de la galería se alzó una nube de palomos que emprendieron
un rápido vuelo, recortándose contra la roja claridad del crepúsculo.

III—LA LLAMADA DE ZUVEMBIE

Cuando los palomos hubieron desaparecido, los dos hombres permanecieron unos
instantes en sus asientos, en silencio.
—Bueno, por fin los he visto —murmuró finalmente Buckner.
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—Tal vez los únicos que pueden verlos son los hombres marcados —susurró
Griswell—. Aquel trampero los vio...
—Bueno, veremos —replicó el sheriff tranquilamente, mientras se apeaba del
automóvil, pero Griswell se dio cuenta de que la mano que empuñaba el revólver
temblaba un poco.
Al entrar en el amplio vestíbulo, Griswell vio la hilera de huellas que se extendían
por el suelo, señalando el paso de un hombre muerto.
Buckner había traído unas mantas. Las extendió delante del lugar.
—Yo me acostaré junto a la puerta —dijo—. Y usted lo hará donde lo hizo anoche.
—¿Vamos a encender una fogata? —preguntó Griswell, temblando ante la idea de la
oscuridad que lo invadiría todo cuando se apagara el breve crepúsculo.
—No. Tiene usted una linterna, igual que yo. Nos acostaremos a oscuras, y veremos
lo que sucede. ¿Puede usted utilizar el revólver que le he dado?
—Supongo que sí. Nunca he disparado un revólver, pero conozco su funcionamiento.
—Bueno, a ser posible deje los disparos de mi cuenta.
El sheriff se sentó con las piernas cruzadas sobre sus mantas y vació el cilindro de su
“Colt”, revisando minuciosamente cada uno de los cartuchos antes de volver a
colocarlos.
Griswell paseó nerviosamente arriba y abajo, lamentando la lenta desaparición de la
luz como un avaro lamenta la desaparición de su oro. Se apoyó con una mano en la
repisa del hogar, mirando fijamente las cenizas recubiertas de polvo. El fuego que había
producido aquellas cenizas fue encendido por Elisabeth Blassenville, hacía más de
cuarenta años. La idea resultaba deprimente. Griswell removió las polvorientas cenizas
con el pie. Algo se hizo visible entre los carbonizados restos: un trozo de papel,
manchado y amarillento. Griswell se inclinó y lo sacó de las cenizas. Era un cuaderno
de notas, con tapas de cartón.
—¿Qué ha encontrado usted? —Preguntó Buckner, inclinando el reluciente cañón de
su revólver.
—Un antiguo cuaderno de notas. Parece un diario. Las páginas están cubiertas de
escritura, pero la tinta se ha borrado y no puede leerse nada. ¿Cómo supone que fue a
parar al fuego, sin que ardiera?
—Lo tirarían ahí cuando el fuego estaba apagado —sugirió Buckner—.
Probablemente lo tiró alguien que entró en la casa con el propósito de robar muebles.
Alguien que no sabía leer, probablemente.
Griswell hojeó el cuaderno, forzando la vista para distinguir algo a la escasa luz.
Súbitamente, su cuerpo se puso rígido.
—¡Aquí hay una anotación que resulta legible! ¡Escuche!
Leyó:
“Sé que en la casa hay alguien, además de mí misma. Puedo oír a alguien que
merodea por la noche cuando el sol se ha puesto y en el exterior reina la oscuridad. A
menudo, durante la noche, oigo que alguien araña la puerta de mi habitación. ¿Quién
es? ¿Una de mis hermanas? ¿Tía Celia? Si es una de ellas, ¿Por qué merodea de ese
modo por la casa? ¿Por qué araña la puerta de mi habitación, y huye cuando la llamo?
¡No, no! ¡No me atrevo! Tengo miedo. ¡Dios mío! ¿Qué puedo hacer? No me atrevo a
permanecer aquí..., pero, ¿Adónde voy a ir?”
—¡Santo cielo! —exclamó Buckner—. ¡Ese debe de ser el diario de Elisabeth
Blassenville! ¡Continúe!
—Las páginas que siguen no son legibles —respondió Griswell—. Pero unas páginas
más adelante puedo leer algunas líneas.
Leyó:
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“¿Por qué huyeron todos los negros cuando desapareció tía Celia? Mis hermanas
están muertas. Sé que están muertas. Y tengo la impresión de que murieron
horriblemente, en medio de una espantosa agonía. Pero, ¿Por qué? ¿Por qué? Si alguien
asesinó a tía Celia, ¿por qué tenía que asesinar a mis pobres hermanas? Ellas fueron
siempre amables con los negros. Joan...”
Griswell interrumpió la lectura.
—Un trozo de página está arrancado. Aquí hay otra anotación con otra fecha...
Bueno, supongo que es una fecha, aunque no puedo asegurarlo.
“...La cosa terrible que la vieja sugirió? Citó a Jacob Blount, y a Joan, pero no se
atrevió a hablar claramente; quizá temía...”
—Aquí también falta un trozo de página —explicó Griswell. Luego prosiguió la
lectura:
“¡No, no! ¡Es imposible! Ella está muerta..., o muy lejos de aquí. Sin embargo, nació
y se crió en las Indias Occidentales, y por algunas alusiones que dejó caer, supe que
había sido iniciada en los misterios del voodoo. Creo que incluso bailó en una de sus
horribles ceremonias... ¿Cómo pudo haber descendido a tal grado de bestialidad? Y
este..., este horror. ¡Dios mío! ¿Pueden ser sensibles tales cosas? No sé que pensar. Si es
ella la que merodea por la casa, la que araña la puerta de mi habitación, la que silba tan
espantosa y dulcemente... ¡No! Me estoy volviendo loca. Si continúo aquí sola, moriré
tan horriblemente como debieron morir mis hermanas. Estoy completamente segura de
eso.”
La incoherente crónica terminaba tan bruscamente como había empezado. Griswell
estaba tan absorto en su tarea de descifrar los borrosos rasgos de aquella escritura que ni
siquiera se había dado cuenta de que había anochecido, y Buckner sostenía en alto su
linterna a fin de que él pudiera leer. Despertando de su abstracción, dirigió una rápida
mirada al oscuro rellano.
—¿Qué conclusión ha sacado usted? —preguntó Griswell.
—Lo que había sospechado desde el primer momento —respondió Buckner—.
Aquella doncella mulata, Joan, se convirtió en zuvembie para vengarse de miss Celia.
Probablemente odiaba a toda la familia tanto como a su dueña. Había tomado parte en
las ceremonias del voodoo en su tierra natal, y estaba “madura”, como dijo el viejo
Jacob. Lo único que necesitaba era el Brebaje Negro..., y el viejo Jacob se lo
proporcionó. Asesinó a miss Celia y a las otras tres muchachas, y no asesinó a Elisabeth
por pura casualidad. Ha permanecido oculta en esta casa durante todos estos años, como
una serpiente en unas ruinas.
—Pero, ¿por qué tenía que asesinar a un desconocido?
—Ya oyó usted lo que dijo el viejo Jacob —le recordó Buckner—. Una zuvembie
siente un gran placer al asesinar a un ser humano. Llamó a Branner desde lo alto de la
escalera, le abrió la cabeza, colocó el hacha en su mano y le ordenó que bajara a
asesinarle a usted. Ningún tribunal creería esto, pero si podemos presentar su cadáver,
será una prueba más que suficiente para demostrar que es usted inocente. Aceptarán mi
palabra de que ella asesinó a Branner. Jacob dijo que una zuvembie puede ser
asesinada... Desde luego, al informar de este caso no tendré que mostrarme demasiado
exacto en los detalles.
—Vi que nos acechaba por encima de la barandilla de la escalera —murmuró
Griswell—. Pero, ¿por qué no encontramos sus huellas en la escalera?
—Tal vez lo soñó usted. Tal vez una zuvembie puede proyectar su espíritu... ¡Diablo!
¿Por qué tratar de razonar acerca de algo que se encuentra más allá de las fronteras de la
razón? Vamos a empezar nuestra vela.
77

—¡No apague la luz! —exclamó Griswell involuntariamente. Luego añadió—:


Desde luego. Apáguela. Tenemos que estar a oscuras, como —vaciló—, como
estábamos Branner y yo.
Pero, en cuanto la estancia quedó sumida en la oscuridad, el miedo se apoderó de él
con fuerza insostenible. Se tumbó sobre sus mantas, temblando, tratando de contener los
tumultuosos latidos de su corazón.
—Las Indias Occidentales deben de ser el lugar más horrible del mundo —murmuró
Buckner, una mancha borrosa sobre sus mantas—. Había oído hablar de los zombies,
pero ignoraba lo que era una zuvembie. Evidentemente, alguna droga preparada por los
voodoos para provocar la locura en las mujeres. Aunque esto no explica las otras cosas:
los poderes hipnóticos, la anormal longevidad, la capacidad de controlar cadáveres...
No, una zuvembie no puede ser una simple loca. Es un monstruo, algo que está por
encima y por debajo de un ser humano, creado por la magia que brota en los pantanos y
las selvas negras... Bueno, veremos.
Su voz cesó de sonar, y en el silencio que siguió, Griswell oyó los latidos de su
propio corazón. En el exterior, en los negros bosques, un lobo aulló y las lechuzas
sisearon. Luego, el silencio volvió a caer como una niebla negra.
Griswell se obligó a sí mismo a permanecer inmóvil sobre sus mantas. El tiempo
parecía haberse detenido. Y la espera se estaba haciendo insoportable. El esfuerzo que
hacía para dominar sus alterados nervios bañaba en sudor todos sus miembros. Apretó
los dientes hasta que le dolieron las mandíbulas, y clavó las uñas en las palmas de sus
manos.
No sabía lo que estaba esperando. El espantoso ser volvería a atacar. Pero,
¿cómo? ¿Sería un horrible y melodioso silbido, unos pies descalzos deslizándose por los
crujientes peldaños, o un repentino hachazo en la oscuridad? ¿Le escogería a él, o a
Buckner? Tal vez Buckner estaba muerto ya... En la oscuridad que le rodeaba no podía
ver nada, pero oía la respiración regular del hombre. El meridional tenía unos nervios de
acero. ¿Era que Buckner respiraba junto a él, separado por una angosta franja de
oscuridad? ¿O acaso el monstruo había atacado ya en silencio, y ocupado el lugar del
sheriff?
Así de descabelladas eran las ideas que cruzaban rápidamente por el cerebro de
Griswell.
Experimentaba la sensación de que iba a volverse loco si no se ponía en pie de un
salto, gritando, y huía frenéticamente de aquella maldita casa. Ni siquiera el temor a la
horca podía retenerle tendido allí en la oscuridad por más tiempo. De repente, el ritmo
de la respiración de Buckner se rompió, y Griswell se sintió como si acabaran de echarle
un cubo de agua helada. Desde algún lugar situado encima de ellos empezó a oírse un
melodioso silbido...
Griswell notó que le faltaban las fuerzas, que su cerebro se hundía en una oscuridad
más profunda que la negrura física que le rodeaba. Siguió un período de absoluta
confusión mental, pasado el cual su primera sensación fue la de movimiento. Estaba
corriendo por un camino increíblemente escabroso. A su alrededor todo era oscuridad, y
corría ciegamente. Se dijo a sí mismo que debió de huir de la casa y haber corrido varias
millas, quizás, antes de que su agotado cerebro empezara a funcionar. No le importaba;
morir en la horca por un asesinato que no había cometido no le aterrorizaba ni la mitad
que la idea de regresar a aquella mansión de horror. Estaba dominado por el ansia de
correr..., correr..., correr como estaba haciendo ahora, ciegamente, hasta agotar sus
fuerzas. La niebla no se había disipado del todo de su cerebro, pero tenía conciencia de
que no podía ver las estrellas a través de las negras ramas de los árboles. Deseó
vagamente saber hacia dónde se dirigía. Supuso que estaba trepando por una colina, y el
78

hecho le extrañó, ya que sabía que no había ninguna colina en un radio de varias millas
alrededor de la casa de los Blassenville. Luego, encima y delante de él, notó un leve
resplandor.
Avanzó hacia aquel resplandor como si le empujara una fuerza irresistible. Luego se
estremeció al darse cuenta de que un extraño sonido chocaba contra sus oídos: un
silbido melodioso y burlón al mismo tiempo. El silbido borró todas las nieblas. ¿Qué
significaba aquello? ¿Dónde estaba? El despertar llegó como el golpe aturdidor de una
maza de matarife. No estaba corriendo a lo largo de un camino, ni trepando por una
colina; estaba subiendo una escalera. ¡Se encontraba aún en Blassenville Manor! ¡Y
estaba subiendo la escalera!
Un grito inhumano brotó de sus labios. Y, dominando aquel grito, el fantasmal
silbido adquirió un tono de diabólico triunfo. Griswell intentó detenerse..., retroceder...,
incluso arrojarse por encima de la barandilla. Pero su fuerza de voluntad estaba reducida
a jirones. No existía ya. Griswell no tenía voluntad. Había dejado caer su linterna, y
había olvidado el revólver en su bolsillo. No podía dominar a su propio cuerpo. Sus
piernas, moviéndose rígidamente, funcionaban como piezas de un mecanismo
independiente de su cerebro, obedeciendo a una voluntad exterior. Subiendo
metódicamente, le transportaban al rellano superior, hacia el resplandor que ardía
encima de él.
—¡Buckner! —gritó—. ¡Buckner! ¡Por el amor de Dios!
Su voz se estranguló en su garganta. Había llegado al último peldaño. Empezó a
avanzar por el rellano. El silbido había cesado, pero su impulso seguía conduciéndole
hacia adelante. No podía ver la fuente de la que procedía el resplandor. No parecía
emanar de ningún foco central. Pero Griswell vio una vaga figura que avanzaba hacia él.
Parecía una mujer, pero ninguna mujer humana era capaz de andar con aquel paso
ingrávido, ninguna mujer humana había tenido nunca aquel rostro de horror, aquella
borrosa expresión demencial... Griswell intentó gritar a la vista de aquél rostro, al brillo
del acero que esgrimía la mano en forma de garra, pero su lengua estaba helada.
Luego oyó un sonido que parecía arrastrarse silenciosamente detrás de él; las
sombras fueron hendidas por una lengua de fuego que iluminó una espantosa figura que
caía hacia atrás. Al mismo tiempo resonó un aullido inhumano.
En medio de la oscuridad que siguió al inesperado fogonazo, Griswell cayó de
rodillas y se cubrió el rostro con las manos. No oyó la voz de Buckner. La mano del
meridional sobre su hombro le despertó de su estupor.
Una luz proyectada directamente sobre sus ojos le cegó. Parpadeó, sombreó sus ojos
con una mano y alzó la mirada hacia el rostro de Buckner, que se encontraba en el
mismo borde del círculo de luz. El sheriff estaba pálido.
—¿Está usted herido? —preguntó ansiosamente Buckner—. ¿Está usted herido? En
el suelo hay un cuchillo de matarife...
—No estoy herido —murmuró Griswell—. Ha disparado usted en el momento
preciso... ¡El monstruo! ¿Dónde está? ¿Adónde ha ido?
—¡Escuche!
En alguna parte de la casa resonaba un horrible aleteo, como de alguien que se
arrastrara y luchara en medio de las convulsiones de la muerte.
—Jacob estaba en lo cierto —dijo Buckner en tono sombrío—. El plomo puede
matarlas. La acerté de lleno, desde luego. No me atreví a encender la linterna, pero
había suficiente claridad. Cuando empezó aquel fantasmal silbido, casi tropezó usted
conmigo. Andaba usted como si estuviera hipnotizado. Le seguí por la escalera. Iba
detrás de usted, aunque muy agachado para que ella no pudiera verme y huir. Estuve a
79

punto de disparar demasiado tarde, pero confieso que el verla me dejó casi paralizado...
¡Mire!
Proyectó el haz luminoso de su linterna a lo largo del rellano, hasta detenerlo en una
abertura visible en la pared, en un lugar donde antes no había ninguna puerta.
—¡La entrada secreta que descubrió miss Elisabeth! —exclamó Buckner—. ¡Vamos!
Echo a correr a través del rellano y Griswell le siguió con aire aturdido. Los sonidos
que acababan de oír procedían de algún lugar situado más allá de aquella misteriosa
puerta, y ahora habían cesado.
La luz reveló un angosto pasadizo en forma de túnel que evidentemente conducía a
través de una de las recias paredes de la casa. Buckner penetró en el pasadizo sin la
menor vacilación.
—Tal vez no fuera capaz de pensar como un ser humano —murmuró, iluminando el
camino delante de él—, pero tuvo la astucia suficiente para borrar sus huellas, a fin de
que no pudiéramos seguirlas y descubrir, quizá, la abertura secreta. Allí hay una
habitación... ¡La estancia secreta de los Blassenville!
Y Griswell exclamó:
—¡Santo cielo! ¡Es la cámara sin ventanas que anoche vi en mi sueño, con los tres
cadáveres colgados del techo!
La luz que Buckner paseaba por la estancia de forma circular se inmovilizó
repentinamente. Dentro del amplio anillo luminoso aparecieron tres figuras, tres formas
resecas, encogidas, momificadas, ataviadas con unos vestidos muy antiguos. Sus pies no
tocaban el suelo, ya que estaban colgadas del cuello a unas cadenas suspendidas en el
techo.
—¡Las tres hermanas Blassenville! —murmuró Buckner—. Miss Elisabeth no estaba
loca, después de todo.
—¡Mire! —susurró Griswell con voz apenas audible—. ¡Allí, en aquel rincón!
La luz se movió, volvió a detenerse.
—¿Fue aquello una mujer en otros tiempos? —inquirió Griswell, como si se
interrogara a sí mismo—. ¡Dios mío! Mire ese rostro, incluso en la muerte. Mire esas
manos en forma de garras, con las uñas renegridas como las de una fiera. Sí, era
humana... Lleva aún los harapos de un antiguo vestido de baile, muy lujoso. ¿Por qué
llevaría una doncella mulata un vestido como ése?
—Éste ha sido su cubil durante más de cuarenta años —murmuró Buckner, sin
responder a la pregunta, inclinándose sobre el horrible cadáver tendido en el rincón de
la estancia—. Bueno, Griswell, esto le exonera a usted: una mujer loca con un hacha...
Es lo único que las autoridades necesitan saber. ¡Dios mío! ¡Qué venganza! ¡Qué
horrible venganza! Aunque, pensándolo bien, tuvo que tener una naturaleza bestial. Lo
prueba el hecho de que se iniciara en los misterios del voodoo cuando no era más que
una jovencita...
—¿Se refiere usted a la mulata? —susurró Griswell.
Un escalofrío recorrió su cuerpo, como si intuyera un horror que superaba a todos los
horrores que había experimentado hasta entonces.
—Interpretamos equivocadamente las palabras del viejo Jacob y lo que miss
Elisabeth escribió en su diario —dijo—. Ella debía de estar enterada, pero el orgullo
familiar selló sus labios. Ahora veo claro, Griswell; la mulata se vengó, aunque no del
modo que suponíamos. No ingirió el Brebaje Negro que el viejo Jacob le había
preparado. Lo quería para suministrárselo subrepticiamente a otra persona, mezclándolo
en su comida o en su café. Luego, Joan huyó de esta casa, dejando sembrada en ella la
semilla del infierno.
—¿Ese cadáver no... no es el de la mulata? —susurró Griswell.
80

—Cuando la vi allá afuera, en el rellano, supe que no era mulata. Y aquellos rasgos
contraídos seguían reflejando un parecido familiar. He visto su retrato y no puedo
equivocarme. Ese cadáver es el del ser que en otros tiempos fue Celia Blassenville.

PIGEONS FROM HELL


Robert E. Howard
Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3

EL BOOGIE DEL CEMENTERIO


DEREK RUTHERFORD

T enéis que entenderlo: todos pensamos que el tipo estaba loco. Ahí estábamos,
seis músicos que luchaban, es decir, que luchaban por seguir vivos. No
luchábamos con la música... la teníamos lista, una espléndida mezcla de Shuffle y
Cajun de Nueva Orleans, con un toque de blues por encima. ¡Comida para el alma, tío!
Pero no podíamos comer la música, y la música jamás metía gasolina en la furgoneta o
reemplazaba los amplificadores rotos, así que nos pasábamos los días y las noches
yendo por la carretera de una actuación barata a otra, de cerveza y comida gratis en el
local si teníamos suerte y los dioses tenían puestos sus sombreros de boogie. Hasta que,
un día, ahí apareció él.
Se nos acercó con polvo en el abrigo y en las botas, el pelo plateado y escaso, los
ojos oscuros y hundidos, y la piel consumida y tirante sobre los huesos. Tenía los dedos
largos y deformes y encallecidos. Parecía contar unos cien años, pero se movía como si
tuviera sólo setenta. Un hombre viejo. Sin embargo, podía cantar como un pájaro que
volara por primera vez. Estábamos tocando en un barco, una de esas viejas barcas del
Támesis rehabilitadas como restaurante. Había quizá unas cincuenta o sesenta personas
allí metiéndose chile en la boca y moviendo los pies al ritmo de la música. Era el 4 de
julio, y a pesar de que había todo un océano entre nosotros y los Estados Unidos de
América, la mayoría se lo pasaba en grande y lo celebraba como si hubieran sido los
Brits los que hubieran ganado esa guerra.
Había unos escalones que bajaban hasta el barco —estábamos tocando por debajo de
la línea de flotación—, viejos escalones de madera que eran un poco peligrosos para un
joven, más aún para un tipo viejo con las suelas de los zapatos mojadas y apoyado en un
bastón. Se detuvo a mitad de camino y nos miró, con los ojos profundamente
escondidos en sus cuencas, haciendo que nos fuera imposible aguantarle la mirada. ¡Qué
grima! Bajé la vista a las cuerdas e inicié torpemente unos acordes. Al acabar el primer
pase nos habíamos olvidado por completo de él. Estábamos sentados preparando el
orden de las canciones que tocaríamos en el segundo pase cuando de repente apareció
justo detrás de mí y preguntó con voz suave y cálida (habría apostado pelas que esa voz
no podía salir de nadie que no fuera él) si nos gustaría conseguir una actuación.

—Olvídalo, abuelo —dijo Mark, aunque se rió al hablar para no irritar al viejo.
—Lo digo en serio —afirmó el anciano polvoriento, y nosotros nos reímos y
volvimos a dedicarnos al orden de las canciones—. ¿Cuánto vais a cobrar por esta
noche?
Nadie contestó, y como sentí compasión por él me di la vuelta. De cerca, su piel era
como la corteza de un árbol. Sus dientes del color del maíz.
81

—No mucho —repuse—. Pero nos dan de comer, ¿entiendes lo que quiero decir?
Asintió y supe que lo entendía. Él también había pasado por ello.
—Entonces, ¿qué os parecen quinientas libras? —preguntó.
Sonreí, porque escuchas ese tipo de cosas cada noche: “Yo mismo estoy metido en el
negocio y tengo algunos contactos, ¿qué os parecería una actuación?” “Mi hermano
conoce al guitarrista de tal o cual grupo, quizá os pueda conseguir una actuación” “Me
llamo Elvis Presley, ¿quizá queráis una actuación?” Las habíamos oído todas. Escuchas
a esos tipos porque quieres que vayan a tu siguiente actuación... En nuestro nicho del
mundo del rock’n’roll quieres que cualquier tía tatuada y su hermano colgado asistan a
tu siguiente actuación. Más cuerpos, más cerveza. Más cerveza, más dinero. Así que
sonreí y él supo lo que yo estaba pensando, porque, como he dicho, él mismo ya había
pasado por ello. Pero aún no se rindió.
—Lo único que tenéis que hacer es tocar una de mis canciones —me dijo—. Sólo
una. Las demás las elegís vosotros. Quinientas libras.
Mark levantó la vista de la lista.
—¿Qué ha dicho?
—Quiere darnos quinientas libras por cantar una de sus canciones.
Mark escrutó al viejo y enarcó las cejas como para preguntar si era verdad o si el tipo
estaba loco.
El viejo asintió.
—¿Cuándo sería esa actuación?
El viejo se encogió de hombros.
—Aceptad, y ya arreglaré algo.
Miré a Mark. Él también se alzó de hombros. Miré de nuevo al viejo.
—La tocaremos —dije.
Quinientas libras. Era un montón de dinero por entonces. Como he dicho, pensamos
que el viejo estaba loco.

Se quedó hasta el final de la actuación, y cuando todos los felices comensales se


hubieron marchado y las sillas empezaban a colocarse del revés sobre las mesas, nos
mostró su canción. Tío, cualquiera sabía de dónde había salido ese cabrón, pero el hijo
de puta tenía un clásico en la manga. Rock del pantano que palpitaba al ritmo del
corazón, acordes sencillos que atravesaban unos ritmos sentidos, más que oídos.
Palabras de vudú. Algo salido del profundo Sur. Un latido que se acoplaba al flujo de la
sangre que corría por nuestras venas. Un coro que crecía de ninguna parte y subía y
subía cada vez más hasta que sólo la luna era más brillante.
Sí, cantaba como un pájaro en vuelo. Tocó esa canción una y otra vez, y en cada
ocasión era exactamente igual. Pero nunca se hacía pesada, jamás aburrida. Cada vez
despertaba un nervio. Quizá la había tocado mil veces (y después empecé a preguntarme
si se la había tocado a todos los grupos que hubiera visto nunca y si nosotros éramos los
primeros que alguna vez habían sido capaces de tocársela a él) y la había trabajado hasta
dejarla en su forma perfecta. Nunca olvidaré la expresión de sus ojos cuando
empezamos a cuajar su canción. Por supuesto, a él se la tocamos de manera distinta.
Nosotros teníamos guitarra y piano, bajo y batería. Él usaba sólo una guitarra. Pero
captamos el espíritu y el alma y la esencia. Se le iluminaron los ojos, el color fluyó a sus
mejillas. Sonrió, y no daba la impresión de ser la clase de tipo que lo hacía muy a
menudo. Y luego, lo mejor de todo, sacó un fajo de billetes de esas viejas ropas de
carretera que parecían haberse caído de una caravana y haber sido arrastradas por la
tierra, y desenrolló una cantidad equivalente a doscientas cincuenta libras.
—El cincuenta por ciento ahora. El cincuenta por ciento la noche de la actuación.
82

Entonces se fue y nos dejó ensayando su canción, y maldita sea si no era la mejor
que había tocado en mi vida.
La actuación reforzó la idea que teníamos de lo loco que estaba el viejo. Nos
consiguió una desvencijada sala de pueblo en mitad de ninguna parte y no se lo dijo a
nadie hasta la noche anterior. Nosotros se lo dijimos a unos amigos, pero a las nueve en
punto, cuando Mark dio la entrada a la primera canción, ni siquiera había la suficiente
gente como para formar un equipo de rugby. Humillante. Pero por doscientas cincuenta
libras nos aguantamos la vergüenza.
Guardamos su canción para el final. Todos habíamos acordado que no teníamos nada
mejor que meter detrás. Llegó el descanso, y le pregunté al viejo cómo se llamaba.
Se mostró suspicaz.
—¿Cuándo vais a tocar mi canción? —preguntó.
—Es la última de la noche —le dije.
—Si no la tocáis no cobráis.
—Tranquilo —comenté—. Es la canción condenadamente mejor que he oído en
mucho tiempo. No sólo queremos tocarla esta noche, queremos tocarla todas las noches.
Se relajó y volvió a sonreír.
—Os gusta mi canción, ¿eh?
—Es el motivo por el que necesito tu nombre —indiqué—. Algún día... nunca se
sabe, algún día quizá podamos grabarla.
La sonrisa estalló en una carcajada.
—Algún día pueden pasar muchas cosas.
—Hablo en serio —dije—. Tenemos planes.
—Sois bastante buenos —reconoció—. Pero a veces eso no basta.
Mirándole, supe cuán cierto era. Una canción, lo único que habíamos oído de él, y
podría haber sido otro Hank Williams, otro Jimmie Rogers. Una leyenda. Sin embargo,
era un vagabundo. Un tipo sin hogar, un alma perdida. Un errabundo. De costa a costa,
de ciudad en ciudad. El genio dentro. El frío fuera.
—Bueno, ¿cómo te llamas? —pregunté de nuevo.
—Olvídalo.
—No. Quiero saberlo.
—Robert —contestó por último.
—¿Robert qué?
—Sólo Robert.
—Vamos.
Sacudió la cabeza.
—Si ganáis dinero con mi canción, quedáoslo.
—¿Qué sucede, estás huyendo o algo parecido?
—Puedes ponerlo así.
Lo dejé correr. El tipo estaba loco.

Unas pocas personas más entraron cuando ya había empezado el segundo pase.
Probablemente, clientes habituales, atraídos por los sonidos como una polilla a la luz.
Para cuando llegamos a la canción del viejo, la multitud era casi respetable. Se trataba
de la clase de actuación que había hecho gratis cuando tenía catorce años, y luego,
catorce años después, un viejo estaba pagando cientos de libras por escuchar su canción
en vivo.
Mark dio la entrada. La habíamos llamado El Boogie del Cementerio, porque el viejo
no tenía título para ella. La batería y la guitarra introdujeron el ritmo. El bajo y el piano
incorporaron los acordes. Se estableció la onda y Mark empezó a cantar. Las cabezas se
83

volvieron. Las conversaciones se detuvieron. Todo el mundo supo que esta canción era
un número uno.
Empezamos funky. Gruñendo con esos registros bajos. Aullando en los altos.
Melodías de contrapunto, armonías, y todo el tiempo el latido que se acoplaba con el
flujo de nuestra sangre, la batería con los latidos de nuestros corazones. Una marcha
fúnebre de Nueva Orleans, con un ritmo alto y toques de jazz. Una danza de guerra
africana, oscura y peligrosa. Un blues de Chicago gritando por ayuda. La guitarra de
Hendrix buscando allá arriba vida entre las estrellas. Y todo el tiempo, el latido.
Vislumbré al hombre en la parte de atrás de la sala. Estaba sonriendo y moviendo el pie.
Deseé haber puesto una grabadora. Había algo en el aire esa noche. Llegamos a la mitad
como si fuera una canción que hubiéramos practicado toda nuestra vida. Vi a Pete y a
Marty, nuestra sección rítmica, sonriéndose. Y qué importaba que casi no hubiera nadie.
Éste era el Paraíso. Con una canción como ésa podíamos llegar. Otro verso. El coro.
Baja, crea un poco de tensión, una vez que has rodeado las casas ahí abajo, grave y
funky, y luego vuelve a subir. Más y más alto, la guitarra sacando los acordes un
microsegundo antes para dar la impresión de acelerar sin cambiar el ritmo. Una cosa
muy profesional. Otro coro. Un falso final y luego el de verdad. El Boogie del
Cementerio, chicos. Sufrid.
Aplaudieron como si en el escenario estuvieran los Beatles. Nos miramos. Esa
canción era de otro mundo.
Hicimos un bis, una versión caliente de Let’s Twist Again, porque no había nada más
que una canción acelerada que se pudiera acercar a la atmósfera de El Boogie del
Cementerio. Al terminar, miré al viejo.
Tenía compañía. Un tío joven. Atractivo, alto y delgado. Vestido con un traje de
ejecutivo. Pelo oscuro. Buena piel. Pómulos que las cámaras amarían. Apuesto a que las
mujeres se morían por ese tipo.
Mientras observaba, Robert le dio un fajo de dinero. Con la cabeza señaló en nuestra
dirección como si le dijera “¿Puedes dárselo al grupo?”, y luego dio media vuelta y se
dirigió hacia la puerta, caminando tan rápidamente como nunca antes había visto. En la
puerta, juro que se detuvo y nos lanzó una última mirada, una mirada de tristeza. Una
mirada de disculpa. Luego, desapareció.
El otro tipo no perdió tiempo. Vino directamente hacia el escenario, con el dinero en
la mano. Incluso era más atractivo de cerca: le brillaban los dientes, la piel tenía un tono
saludable, los ojos le centelleaban.
—Buena actuación, chicos —dijo.
—Gracias.
—Escuchad, Robert tuvo que marcharse. Me pidió que os diera esto —alargó el
dinero y yo lo cogí sin pensarlo. Además, ¿qué se suponía que tenía que pensar? Pero en
el instante en que lo tuve en la mano, un frío gélido estrujó mi corazón. Temblé. Algo
más que dinero había pasado entre nosotros—. Me encantó El Boogie del cementerio —
añadió.
No estaba seguro, pero, ¿el viejo no había estado solo cuando tocamos la canción?
Quizá el tipo se encontraba en otra parte de la sala. Aunque en realidad no había
muchos asistentes como para haber ocultado a alguien, y seguro que no noté la
presencia de este tío.
—Es una de las canciones del viejo —comenté.
El tipo atractivo sonrió.
—¿Eso es lo que os contó?
—¿Qué quieres decir?
Sacudió la cabeza, descartando el tema.
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—Seguid tocando, chicos. Ya os volveré a ver.


Y se fue. ¿Qué pasaba con nosotros? Atraíamos a todos los tocados.

..........

Uno: repartí el dinero con los muchachos, y cada vez que les pasaba un billete juro que
temblaban.

..........

Dos: volviendo a casa recordé de repente que Mark había presentado la canción del
viejo como “una canción que nos mostró la noche pasada un extraño”. Jamás mencionó
el título que le habíamos dado.

No puedo decir que las cosas fueran cuesta abajo a partir de ese momento. Tampoco
puedo decir que mejoraran, aunque cada vez que tocábamos El Boogie del Cementerio
hasta el público más muerto cobraba vida. Seguimos en la carretera y los promotores
agarrados nos siguieron robando. Con el tiempo, el grupo se separó. Eso fue hace
mucho tiempo y no puedo recordar las causas. No creo que volviéramos a sentirnos a
gusto entre nosotros.
Y alguien nos estaba siguiendo.
Nunca vimos a nadie. De hecho, nunca mencionamos en voz alta la idea, pero todos
lo sabíamos. Muchas veces capté a uno de los chicos mirando por encima del hombro
como si alguien le hubiera llamado o le hubiera pasado un dedo por la columna
vertebral. A mí también me pasó. Al conducir la furgoneta, mirando por el espejo
retrovisor en busca de algo que no estaba ahí. Ruidos de pasos en salas de ensayo
vacías. Sombras donde no debía haber sombras. Puede haber sido la imaginación. Pero,
¿en todos nosotros? Empezó a atacarnos los nervios. Y, así, al final el grupo se separó.

Después de aquello toqué la guitarra para millones de grupos, una semana aquí, un mes
allí. Siempre tratando de mantener el cuerpo y el alma juntos y, poco a poco,
fracasando. Nunca volví a conseguir esa sensación que experimentamos con El Boogie
del Cementerio. A lo largo de los años se lo toqué a varios grupos, pero ninguno pareció
encenderse como lo habíamos hecho nosotros. En una ocasión, en la parte norte de
Londres, un grupo de tíos jóvenes casi lo consiguió. Yo sentí que mi alma se animaba,
que mis pulsaciones se hacían ligeras, pero no pudieron mantener el tiempo. Empezó a
hacerse una obsesión... encontrar una banda que fuera capaz de tocar El Boogie. Fui
abandonando mis propias actuaciones y me pasé los días vagando por bares y clubes en
busca de los tipos que pudieran aguantarlo. No había nada complicado con la canción,
ningún acorde difícil o notas inusuales, sólo el latido de la sangre a través de las venas
que debía ser el correcto. Y sin embargo nadie podía tocarla.
Me encontraba a unos setecientos kilómetros del lugar al que una vez había llamado
hogar, cuando conocí a Crazy Montgomery Jones y sus Alabama Playboys. Estaban
tocando en la parte de atrás de un pub apagado ante menos de cuarenta personas.
Canciones de blues y soul conocidas que ya habían sido viejas en mi época y que ahora
eran veinte años más viejas. Me quedé de pie en el fondo bebiendo una pinta de cerveza
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negra que se iba recalentando cada vez más, y en el descanso les pregunté qué estaban
ganando.
—No mucho. Pero la cerveza es gratis —me contó el batería.
Sonreí. Yo ya había pasado por ello antes. Sólo que entonces había sido yo el que iba
a ser seducido por una canción.
—¿Queréis una actuación por quinientas libras? —pregunté.
Se rió. Tuve la impresión de que pensaba que estaba loco.

..........

El tiempo es algo raro. No creo que la tocaran tan bien como solíamos hacerlo nosotros.
Le dieron un tratamiento moderno. Compases estridentes y distorsión sónica. Más
notas. Pero consiguieron el latido. Temblé, y durante un momento pensé que fuera lo
que fuere lo que me había estado siguiendo todos estos años, se había acercado y se
hallaba a mi lado. Miré a mi izquierda. Nadie. A mi derecha. Nadie.
A Montgomery Jones, o como se llamara de verdad, le encantó la canción. Me dijo
que era lo mejor que habían oído jamás. Yo habría dicho lo mismo por quinientas libras,
pero creo que lo sentían.
Contraté la noche de un viernes en un centro de la comunidad local. Recordé aquella
actuación que hicimos tantos años atrás, a la que, debido a la inexistente publicidad, no
asistió nadie. Me tomé la libertad de gastarme veinte libras en un anuncio en la prensa
local. Qué demonios, además no era mi dinero. Le debía a un tipo del sur un montón de
pelas. Con los intereses, ahora más. Apuesto que si alguna vez daba conmigo el pago
podría involucrar un par de piernas rotas. Pero necesitaba el dinero para una ocasión
como ésta, y las probabilidades de que el prestamista se topara con un tipo de carretera
como yo eran muy reducidas. En cualquier caso, dos piernas rotas parecían una visión
jodidamente mejor que tener a lo que fuera que iba detrás de mí siguiéndome el resto de
mi vida.
Tocaron bien. Si no espléndida, la multitud era respetable, y al final de la noche,
cuando los Alabama Playboys se lanzaron a El Boogie del Cementerio, la mayoría se
levantó y se puso a bailar. La canción seguía siendo un número uno.
Entonces algo me pasó a mí.
No puedo decir qué. No fue nada específico. Quizá un aligeramiento de las
preocupaciones. Una relajación del alma. Hacia la mitad de la canción empecé a
sentirme bien. Como si hubiera pensado en algo agradable y luego olvidara por
completo qué era, sabiendo únicamente que vendrían cosas placenteras. Cuando el
guitarrista tocó el solo, me descubrí sonriendo. Empecé a mover el pie. Tenían el ritmo,
el latido. Los ocho del grupo. Ahora tenían todo el latido. Vudú. Algo me hizo pensar
en el vudú.
Metí la mano en el bolsillo del abrigo, era viejo, del ejército austríaco de los años 50,
grueso y cálido, y barato. Me protegía bien en las noches frías. Un dinero bien gastado
en la tienda de excedentes del ejército. No me había sentido tan bien en años.
—¿Quieres que le entregue el dinero al grupo?
Miré a la izquierda. No había cambiado nada. Seguía siendo alto y de pelo oscuro y
atractivo, tal como lo recordaba. Nos había dicho que volvería a vernos.
Asentí. El hijo de puta ni siquiera había envejecido. Cogió el dinero de mi mano.
Intenté mirarle a los ojos, pero no pude. Se rió, y, me avergüenza decirlo, yo me
escabullí como un gato asustado, casi derribando a varias personas en mi camino hacia
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la puerta. Con alguna distancia entre nosotros, me paré y le eché un último vistazo a la
banda. El guitarrista me miraba de forma rara. ¿Qué podía hacer? Esbocé una sonrisa
débil, me encogí de hombros en una especie de disculpa y me fui. Era la primera vez
que había estado solo en muchos años.
Fuera, me vi reflejado en la ventanilla de un coche. Ahora tenía una barba salpicada
de gris. Llevaba el pelo largo y revuelto. El abrigo estaba polvoriento. Las botas
gastadas. Un verdadero hombre de la carretera. Un verdadero hombre viejo. Pero por lo
menos era libre.
Me encaminé hacia el oeste. Por primera vez en mucho tiempo me puse a pensar en
el grupo. Me pregunté si algún otro había encontrado a alguien que pudiera tocar El
Boogie del Cementerio igual que nosotros. Sabía una cosa, que si no lo habían
encontrado, nunca dejarían de buscarlo.
Y nunca dejarían tampoco de mirar por encima del hombro.

THE GRAVEYARD BOOGIE


Derek Rutherford
Trad. Elías Sarhan
Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3

PAPÁ BENJAMÍN
WILLIAM IRISH

A
las cuatro de la mañana una piltrafa de hombre entró tambaleándose en el
Departamento Central de Policía de Nueva Orleans. Detrás de él, en una
esquina, un reluciente Bugatti ronroneaba como un gato amodorrado. Era el
mejor auto que jamás se había detenido allí. Atravesó vacilante la sala de espera,
desierta a aquella hora temprana, y traspuso la puerta abierta al fondo. Un soñoliento
sargento de guardia abrió los ojos; un desocupado detective que hojeaba la edición del
día anterior del Times Picayune, sentado en una silla apoyada en las dos patas traseras y
con el respaldo contra la pared, levantó la cabeza. Cuando el cono de luz de la lámpara
que pendía del cielo raso cayó sobre el recién llegado, las bocas de ambos se abrieron y
sus ojos parpadearon. Las dos patas delanteras de la silla del detective se apoyaron
ruidosamente en el suelo. El sargento colocó las palmas de ambas manos sobre el
escritorio y levantó los codos en actitud de cordial recibimiento. Un policía llegó de la
habitación trasera secándose una gota de los labios. También se quedó boquiabierto
cuando vio quién estaba allí. Se acercó al detective y dijo, haciendo pantalla con la
mano:
—Éste es Eddie Bloch, ¿no?
El detective no se tomó la molestia de contestar. Aquello equivalía a decirle cómo se
llamaba él mismo. Los tres se quedaron mirando fijamente a la figura iluminada por el
haz de luz, con un interés respetuoso, casi admirativo. No había nada de profesional en
su escrutinio, no eran los policías estudiando a un sospechoso; eran tipos del montón
mirando a una celebridad. Observaron el ajado esmoquin, el tallo de gardenia que había
perdido sus pétalos y la deshecha corbata. Su abrigo, que colgaba antes de su brazo, se
arrastraba ahora tras él por el polvoriento piso del Departamento de Policía. Dio un
toque a su sombrero, que cayó y rodó tras él. El policía lo cogió y lo limpió. Nunca
había sido adulador, pero ¡aquel hombre era Eddie Bloch!
Era su rostro, más que su personalidad o su indumentaria, lo que atraía las miradas en
todas partes. Era el rostro de un muerto..., el rostro de un muerto en un cuerpo viviente.
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La macabra forma de su calavera parecía asomar a través de su piel transparente; se


podían ver sus huesos como en una placa radiográfica. Los ojos eran los de un obseso,
un perseguido, colocados en enormes cuentas que dividían la cara como una máscara.
Ni el alcohol ni la vida licenciosa podían haber hecho tales estragos. Sólo una larga
enfermedad y el conocimiento anticipado de la muerte podían causarlos. Cuando se
visita un hospital se ven caras así, con ojos en los que ya está muerta toda esperanza...,
que ven ya la fosa abierta.
No obstante, por extraño que parezca, reconocieron al hombre. El reconocimiento
fue lo primero; la observación de su deplorable aspecto vino después, más lentamente.
Quizá se debía a que los tres policías habían sido llamados alguna vez para identificar
cadáveres depositados en la Morgue. Su mente estaba adiestrada en ese sentido, y la
cara de aquel hombre era familiar a miles de personas. No porque hubiese violado el
más leve precepto legal, sino porque había expandido la felicidad en torno a él,
poniendo en movimiento, con su música, millones de pies.
La expresión del sargento de guardia cambió. El policía susurró al oído del detective:
—Parece como si acabara de ser atropellado por el tren.
—A mí más bien me da la impresión de una formidable borrachera —contestó el
detective.
Pero aquellos hombres sencillos, avezados en su profesión, sólo podían explicar el
aspecto del hombre por causas vulgares. El sargento de guardia dijo:
—El señor Eddie Bloch, ¿no?
Este alargó la mano por encima del escritorio para saludarlo. A duras penas podía
tenerse en pie. Movió la cabeza, pero no retiró la mano.
—¿Le ha ocurrido algo, señor Bloch? ¿En qué podemos servirle? —el detective y el
policía se acercaron más—. ¡Corra a buscar un vaso de agua, Latour! —dijo el sargento
ansiosamente—. ¿Ha sufrido un accidente, señor Bloch? ¿Ha sido asaltado?
El hombre se irguió apoyándose en el borde del escritorio. El detective extendió su
brazo por detrás de él por si se caía hacia atrás. Bloch continuaba hurgando en sus
bolsillos. El esmoquin le bailaba a cada movimiento. Los policías notaron que su peso
no debía pasar ahora de cincuenta kilos. Extrajo un revólver, que a duras penas pudo
levantar. Lo empujó, haciendo que se deslizase por el escritorio. Luego dio media vuelta
y, señalándose a sí mismo, dijo:
—He matado a un hombre, ahora mismo, hace un momento. A las tres y media.
Los policías se quedaron mudos de asombro. Casi no sabían cómo hacer frente a la
situación. Estaban en permanente contacto con asesinos, pero éstos tenían que ser
buscados y arrastrados allí a viva fuerza, y, cuando la fama y la fortuna se mezclaban
con un crimen, como ocurre rara vez, diestros abogados y barreras protectoras surgían
por doquier para proteger al asesino. Este hombre era uno de los diez ídolos de
América, o lo había sido hasta hacía muy poco. Hombres como él no mataban a nadie.
No aparecían así, inopinadamente, a las cuatro de la mañana, para plantarse delante de
un simple sargento de guardia y un anónimo detective y mostrar al desnudo su alma
desgarrada en una figura hecha jirones.
Durante un minuto el silencio reinó en la sala, un silencio que podía cortarse con un
cuchillo. Después, Bloch habló de nuevo con acento agónico:
—¡Le digo que he matado a un hombre! No se quede mirándome de ese modo! ¡He
matado a un hombre!
El sargento le contestó amablemente, con simpatía:
—¿Qué le ocurre, señor Bloch? ¿Ha estado usted trabajando demasiado? —se
levantó de su asiento y se acercó a él—. Venga adentro con nosotros. ¡Usted, Latour,
quédese ahí, por si suena el teléfono!
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Cuando lo tuvieron dentro de la habitación trasera, el sargento ordenó:


—¡Tráigame una silla, Humphries! Ahora, beba un trago de agua, señor Bloch. Bien,
cuéntenos todo —el sargento había llevado el revólver con él. Lo pasó por delante de su
nariz y luego abrió la cámara, mirando de reojo al detective—. Sí, ha sido disparado.
—¿Un accidente, señor Bloch? —sugirió respetuosamente el detective.
El hombre de la silla movió la cabeza. Comenzó a temblar, aunque la noche era tibia
y agradable.
—¿A quién fue? ¿Quién era? —agregó el sargento.
—No sé su nombre —murmuró Bloch—, nunca lo supe. Le llaman Papá Benjamín.
Sus dos interlocutores cambiaron una mirada de sorpresa.
—Parece como... —el detective no terminó la frase, se volvió hacia Bloch y le
preguntó con tono indiferente—: Era un blanco, ¿no?
—No, era negro —fue la inesperada respuesta.
El asunto iba tornándose cada vez más disparatado, más inexplicable. ¿Cómo un
hombre como Eddie Bloch, uno de los más famosos directores de orquesta del país, que
cobraba más de mil dólares semanales por tocar en el Maxim’s, había matado a un
ignorado negro y se trastornaba por ello hasta aquel punto? Los dos policías jamás
habían visto cosa parecida; habían sometido a sospechosos a interrogatorios de cuarenta
y ocho horas, de los cuales aquellos habían salido frescos como lechugas comparados
con este hombre.
Había dicho que no fue un accidente ni un asalto. Continuaron interrogándole, no
para confundirle, sino para ayudarle a recobrarse.
—¿Qué hizo el hombre? ¿Olvidó las debidas distancias? ¿Le respondió? ¿Se puso
insolente?
No hay que olvidar que estamos en Nueva Orleans.
La cabeza de Bloch oscilaba como un péndulo.
—¿Perdió usted momentáneamente los estribos? Fue eso, ¿no?
Otro movimiento negativo de cabeza. La condición del hombre sugirió al detective
una explicación. Miró hacia atrás para asegurarse de que el agente no estaba
escuchando. Luego, muy discretamente:
—¿Es usted aficionado a las drogas? ¿Era él quien se las proporcionaba?
El hombre los miró.
—Jamás he probado nada nocivo. Un médico podrá atestiguarlo.
—¿Tenía él algo contra usted? ¿Le causaba molestias?
Bloch tornó a hurgar en sus ropas; éstas seguían bailándose sobre el esquelético
armazón. De pronto, extrajo un gran fajo de billetes, tan alto como largo, más dinero del
que habían visto junto en su vida los dos policías.
—Aquí tengo tres mil dólares —dijo simplemente, arrojándolos como había hecho
con el revólver—. Los llevé esta noche y traté de dárselos. Le habría dado el doble, el
triple, si hubiese pronunciado la palabra, si me hubiera dejado libre. No quiso. Entonces
tuve que matarlo. Era lo único que podía hacer.
—¿Qué es lo que le hacía? —dijeron los dos policías al mismo tiempo.
—Me estaba matando —levantó el brazo y recogió el puño de la camisa. La muñeca
era casi del grosor del pulgar del sargento. El valioso reloj de pulsera de platino que la
rodeaba tenía la correa prendida en el último agujero que era posible hacer, y aún le
quedaba floja como un brazalete—. Ya he bajado a cuarenta y cinco kilos. Cuando me
quito la camisa el corazón está tan a flor de piel que se puede ver cada latido.
Los policías dieron un paso hacia atrás, deseando casi que el hombre no hubiese
entrado allí, que se hubiera dirigido a cualquier otra Comisaría. Desde el comienzo
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mismo habían presentido en el caso algo que superaba su entendimiento, algo que no
puede hallarse en los reglamentos, pero tendrían que afrontarlo.
—¿Cómo? —preguntó Humphries—. ¿Cómo lo estaba matando?
Un destello de tormento asomó a los ojos de Bloch.
—¿No cree usted que ya se lo habría dicho si pudiera? ¿No cree usted que habría
venido aquí hace meses para pedir protección, para que me salvaran, si yo hubiese
podido decírselo y si ustedes pudiesen creerme?
—Nosotros le creeremos, señor Bloch —dijo el sargento tranquilizadoramente—. Le
creeremos todo. Díganos lo que sepa.
Pero Bloch, en cambio, por primera vez espetó una pregunta:
—¡Contéstenme! ¿Creen ustedes en algo que no pueden ver, que no pueden oír, que
no pueden tocar?
—Radio —sugirió el sargento tímidamente, pero la respuesta de Humphries fue más
franca:
—No.
El hombre volvió a hundirse en su asiento y se encogió apáticamente.
—Si no creen, ¿cómo puedo esperar que lo entiendan? He acudido a los mejores
médicos, a los más grandes hombres de ciencia de todo el mundo, y no quisieron
creerme. ¿Cómo puedo esperar que ustedes lo hagan? Dirán sencillamente que estoy
trastornado y se contentarán con eso. Yo no quiero pasar el resto de mi vida en un
manicomio... —se interrumpió y suspiró—. Y, sin embargo, ¡es cierto, es cierto!
Se habían metido en tal embrollo que Humphries decidió salir del paso como
pudiera. Hizo una pregunta sencilla, que hacía tiempo debía haber formulado para
terminar con aquel maleficio.
—¿Está usted seguro de que lo mató?
Bloch estaba físicamente acabado y casi al borde del colapso. Todo el caso podía ser
pura alucinación.
—Yo sé lo que hice, estoy seguro —contestó el hombre con calma—. Ya estoy un
poco mejor. Lo sentí en el momento mismo de liquidarlo.
Si era así, no lo parecía. El sargento echó una mirada a Humphries y se tocó la frente
con gesto significativo.
—¿Qué le parece si nos lleva al lugar del hecho? —sugirió Humphries—. ¿Puede
hacerlo? ¿Fue en el Maxim’s?
—Ya les he dicho que era un negro —respondió Bloch con reproche—. El Maxim’s
no es un lugar cualquiera. Fue en el Vieux Carré. Puedo mostrarles dónde fue, pero no
podré conducir el coche. A duras penas pude venir hasta aquí.
—Haré que conduzca Desjardins —dijo el sargento, y llamó al policía—. Telefonee
a Dij y dígale que espere a Humphries en la esquina de Canal y Royal, en seguida —se
volvió y miró a la informe figura de la silla—. Hágale beber un trago en el camino. No
me parece que resista hasta allá.
Bloch enrojeció levemente: no tenía sangre para más.
—Ya no puedo probar el alcohol. Estoy al cabo de mis fuerzas. Me consumo —dejó
caer la cabeza y luego la levantó—. Pero voy a recobrarme poco a poco ahora que él...
El sargento se llevó aparte a Humphries.
—Si resulta como él dice y no es un sueño, llámeme en seguida. Yo telefonearé
después al jefe.
—¿A esta hora?
El sargento hizo una indicación en dirección a la silla.
—Es Eddie Bloch, ¿no?
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Humphries cogió a éste del brazo y lo hizo levantar con cortés energía. Ahora que las
cosas tomaban un rumbo normal sabía dónde pisaba. Sería siempre considerado, pero
ahora como funcionario, pues eso entraba ya en su rutina.
—Vamos, señor Bloch.
—No haremos informe alguno hasta estar seguros de lo que se trata —dijo el
sargento a Humphries—. No quiero echarme encima a toda la ciudad mañana por la
mañana.
Humphries casi tuvo que sostener a Bloch para salir del Departamento y entrar en el
automóvil.
—¿Es éste? —dijo—. ¡Caray! —lo tocó con un dedo y partieron suavemente—.
¿Cómo pudo usted entrar con este coche en el Vieux Carré sin dar contra las paredes?
Dos levísimos fulgores en la calavera que se reclinaba en el respaldo del asiento eran
los únicos signos de vida que se manifestaban en el hombre que iba a su lado.
—Solía dejarlo a algunas manzanas de distancia e iba hasta allí a pie.
—¡Oh! ¿Fue usted más de una vez?
—¿No lo habría hecho usted tratándose de su vida?
Volvía aquel disparatado asunto, pensó Humphries con disgusto. ¿Por qué un hombre
como Eddie Bloch, astro del micrófono y de los salones de baile, tenía que acudir a un
negro de los bajos fondos rogándole por su vida?
Llegaron rápidamente a Royal Street. Dieron la vuelta a la esquina, Humphries abrió
la portezuela y vio a Desjardins poner un pie en el estribo. Luego se dirigió nuevamente
hacia el centro de la calzada sin detenerse. Desjardins se sentó al otro lado de Bloch,
terminando de anudarse la corbata y abotonarse el chaleco.
—¿De dónde sacó el Aquitania? —preguntó, y luego, mirando a su lado—: ¡Santo
Kreisler, Eddie Bloch! Solíamos escucharlo todas las noches en casa, con Emerson...
—¿Qué te pasa? —lo atajó Humphries—. ¿Comiste guiso de lengua?
—¡Vire! —se oyó una voz sofocada entre ellos, y en seguida dos ruedas llevaron al
Bugatti por la North Rampart Street—. Tenemos que dejarlo aquí —agregó poco
después. Los hombres salieron del coche—. Congo Square, el antiguo lugar de reunión
de los esclavos.
—¡Ayúdalo! —dijo Humphries a su compañero perentoriamente, y lo tomaron cada
uno de un brazo.
Tambaleándose entre ellos, con el inseguro paso de un ebrio, rápido a veces, lento
otras, Bloch les enseñaba el camino; de pronto se encontraban frente a un pasaje que no
habían advertido hasta aquel momento. Era como una rendija abierta entre dos casas, y
tan fétida como una alcantarilla. Tuvieron que colocarse en fila india para pasar. Pero
Bloch no podía caerse; las paredes casi le raspaban los hombros. Uno de los policías iba
delante de él y el otro detrás.
—¿Llevas revólver? —preguntó Humphries por encima de la cabeza de Bloch a
Desjardins, que iba delante.
—¡Me resfriaría sin él! —se oyó la voz del otro en la oscuridad.
Un rayo de luz rojiza surgió de improviso por el marco de una ventana, y un codo
color café tocó al pasar las costillas de los tres.
—Entra, querido —murmuró una voz aguardentosa.
—Ve a lavarte la boca con jabón —aconsejó el nada romántico Humphries por
encima del hombro, sin volverse siquiera.
El rayo de luz se cortó con la misma rapidez que apareciera.
El pasaje se ensanchaba al llegar al fondo de un grupo de casas que databan del
tiempo de la dominación francesa o española, y en cierto trecho pasaba por debajo de
91

una arcada, formando como un túnel. Desjardins se dio de cabeza contra algo y lanzó un
juramento.
—¿Estamos lejos aún? —preguntó secamente Humphries.
—Aquí es —jadeó débilmente Bloch, deteniéndose frente a una sombra negra de la
pared. Humphries la recorrió con su linterna y aparecieron unos escalones carcomidos.
Luego indicó a Bloch que entrara, y éste se echó atrás refugiándose en la pared
opuesta—. ¡Déjeme a mí aquí! No me haga entrar allí otra vez —rogó—. ¡No podría
resistirlo, tengo miedo!
—¡Oh, no! —dijo Humphries con determinación—. Usted nos mostrará el camino —
y lo apartó de la pared.
Como antes, no se mostró rudo, sino simplemente profesional. Dij abrió la marcha
iluminando el camino con su linterna. Humphries llevaba la suya apuntando a los
zapatos de cuarenta dólares del director de orquesta, que caminaba dominado por el
temor. Los escalones de piedra se convirtieron en otros de madera astillada por el uso.
Tuvieron que pasar por encima de un negro borracho, hecho un ovillo, con una botella
debajo de un brazo.
—¡No vaya a encender una cerilla! —aconsejó Dij, tocándole la nariz—. Puede
estallar.
—¡No seas chiquillo! —le soltó Humphries.
Dij era un buen detective, pero ¿se daba cuenta del tormento que sufría el hombre
que iba entre ellos? Aquel no era momento para...
—Fue aquí. Al salir cerré la puerta.
La cadavérica faz de Bloch apareció perlada de gotas de sudor cuando uno de los
policías la iluminó con su linterna.
Humphries abrió la carcomida puerta de caoba que había sido colocada cuando uno
de los Luises era aún rey de Francia y señor de aquella ciudad. La luz de una lámpara
brillaba débilmente en el fondo de la habitación, sacudida su llama por una corriente de
aire. Los policías entraron y miraron.
En una vieja y derruida cama cubierta de andrajos vieron una figura inanimada, con
la cabeza colgando hacia el suelo. Dij puso la mano debajo de ésta y la levantó. La
cabeza subió como una pelota de basket—ball. Luego, al soltarla, cayó y hasta pareció
rebotar una o dos veces. Era un viejo, viejísimo negro, de ochenta años o más. Había
una mancha oscura, más oscura que la arrugada piel, debajo de uno de sus legañosos
ojos, y otra en la fina orla de blanco algodón que rodeaba su nuca.
Humphries no esperó a ver más. Se volvió y salió rápidamente en busca del teléfono
más próximo para informar al Departamento Central que, después de todo, aquello era
verdad y que podían despertar al jefe.
—No le dejes ir, Dij —se oyó su voz desde el oscuro hueco de la escalera—, pero no
le molestes. Frena la lengua hasta que recibamos órdenes.
El espantajo que estaba con ellos trató de salir tras Humphries, mascullando
ininteligiblemente:
—¡No me deje aquí! ¡No me obligue a quedarme aquí!
—No le voy a molestar, señor Bloch —dijo el policía, tratando de calmarlo y
sentándose despreocupadamente en el borde de la cama, al lado del cadáver, para atarse
el cordón de los zapatos—. Nunca olvidaré que fue su Love in Bloom ejecutada por
radio una noche, hace dos años, lo que me animó a declararme a la que hoy es mi
esposa...
Pero el comisario lo haría dos horas más tarde en su oficina, aunque sin gran
entusiasmo. Trataron de ayudar a Bloch lo más posible dentro de las reglas. Era inútil.
El viejo negro no le había atacado, robado, molestado ni secuestrado. El revólver no se
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había disparado accidentalmente, ni tampoco lo había disparado en el calor del


momento o en un acceso de furor. El comisario, en su desesperación, casi dio con su
cabeza contra el escritorio al reiterar una y otra vez:
—Pero, ¿por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
Y por enésima vez obtuvo la misma increíble respuesta:
—Porque me estaba matando.
—Entonces, usted admite que él, en efecto, le atacó.
La primera vez que el comisario le hizo esta pregunta fue con una chispa de
esperanza. Pero ahora, a la décima o duodécima vez, la chispa ya se había apagado.
—Jamás se me acercó. Yo era quien le buscaba para suplicarle. Comisario Oliver,
esta noche me arrodillé ante ese viejo y me arrastré por el suelo de aquella sucia
habitación como un gato, rogando, clamando abyectamente, ofreciéndole tres mil, diez
mil, cualquier suma, ofreciéndole, por último, mi propio revólver y pidiéndole que me
matara con él para terminar de una vez, para que cesara mi tormento. No, ni siquiera ese
rasgo de misericordia. Entonces disparé..., y ahora me voy a sentir mejor. Ahora voy a
vivir...
Estaba demasiado débil para llorar; el llanto exige fuerzas. El pelo del comisario
estaba a punto de erizarse.
—¡Termine con eso, señor Bloch! —gritó. Se acercó a él y le tomó por los hombros
como para refrenar sus propios nervios. Sintió los afilados huesos en sus manos y las
retiró inmediatamente—. Voy a hacer que le examine un alienista.
El montón de huesos dio un respingo.
—¡No, no haga eso! Mándeme a mi hotel...— tengo un baúl lleno de informes
médicos. He visitado a los más grandes especialistas de Europa. ¿Puede usted
encontrarme a alguien más autorizado que Buckholt, de Viena, o Reynolds, de Londres?
Ellos me tuvieron en observación durante meses. Yo no estoy ni siquiera al borde de la
locura y no soy un genio ni de lejos. No escribo la música que ejecuto, soy un mediocre,
falto de inspiración..., en otras palabras, soy un ser normal. Estoy más sano que usted
mismo en este momento, señor Oliver. Mi cuerpo se ha gastado, mi alma también; lo
único que me queda es mi cerebro, pero usted no puede sacármelo.
La cara del comisario se había tornado roja como una remolacha. Estaba a punto de
estallar, pero se dominó y habló suave, persuasivamente:
—Un negro de ochenta y tantos años, tan débil que no podía ni subir la escalera de su
casa y a quién debían meterle los alimentos por la ventana en una canastilla, mata... ¿a
quién? ¿A un blanco vagabundo de su misma edad? ¡Nooo..., nada de eso! ¡Mata al
señor Eddie Bloch, el más famoso director de orquesta de América, que fija su propio
salario dondequiera que vaya, a quien se le escucha todas las noches en nuestros
hogares, que tiene cuanto un hombre puede desear!
Le observaba tan de cerca que los ojos de ambos estaban al mismo nivel. Su voz era
un susurro aterciopelado.
—Dígame una cosa, señor Bloch —luego, con una explosión—. ¿Cómo es eso
posible?
Eddie Bloch aspiró una profunda bocanada de aire.
—Emitiendo mortíferas ondas mentales que llegaban hasta mí por el éter.
El pobre comisario estuvo a punto de desplomarse.
—¿Y dice usted que no necesita asistencia médica? —resolló con dificultad.
Se produjo un revuelo de ropa y ruido de botones, y la chaqueta, el chaleco, la
camisa y la camiseta cayeron uno tras otro en el suelo, en torno a la silla donde estaba
sentado Bloch. Éste se volvió:
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—¡Mire mi espalda! Podrá contar mis vértebras por encima de la piel —tornó a
ponerse de frente—. Vea mis costillas. Observe los latidos de mi corazón.
Oliver cerró los ojos y se volvió hacia la ventana. Estaba en una situación
endiablada. Afuera, Nueva Orleans palpitaba de vida, y cuando se conociera este caso él
se convertiría en el hombre más impopular de la ciudad. Y si, por el contrario, no
lograba penetrar a fondo en el asunto, ahora que había ido tan lejos, se haría culpable de
negligencia en el cumplimiento de su deber.
Bloch, que volvía a vestirse lentamente, adivinó los pensamientos del comisario.
—Querría deshacerse de mí, ¿verdad? Usted está tratando de hallar la manera de
echarle tierra al asunto. Se resiste a llevarme ante el Gran Jurado por temor de que sufra
su reputación, ¿no? —su voz era casi un grito de pánico—. Bueno, yo necesito
protección. No quiero volver otra vez allá... a buscar mi muerte. No quiero salir en
libertad bajo fianza. Si me dejan libre ahora, aún con mi propio consentimiento, serán
tan culpables de mi muerte como Papá Benjamín. ¿Cómo se yo que mi bala puso
término a la cosa? ¿Cómo puede saber nadie qué hace la mente después de la muerte?
quizá sus pensamientos me alcancen aún y traten de apoderarse otra vez de mí. ¡Le digo
que quiero que me encierren! ¡Quiero ver gente a mi alrededor noche y día! ¡Quiero
estar en lugar seguro...!
—¡Chis...! ¡ Por el amor de Dios, señor Bloch! Van a creer que estoy torturándole —
el comisario dejó caer los brazos y exhaló un profundo suspiro—. Está bien, le detendré,
ya que así lo quiere. Le arresto por el asesinato de un tal Papá Benjamín, aunque se rían
de mí y pierda mi puesto.
Por primera vez desde que el asunto había comenzado, arrojó a Eddie Bloch una
mirada de verdadera ira. Tomó una silla, la hizo girar en el aire y la plantó con estrépito
frente a Bloch. Puso un pie sobre ella y apuntó con el índice casi junto a los ojos de
aquél.
—No soy hombre de términos medios. No le voy a encerrar a usted para tenerlo entre
algodones y llevar el asunto con paños tibios. Si la cosa ha de hacerse pública, lo será
completamente. Comencemos. Dígame todo lo que yo quiero saber, y lo que yo quiero
saber es... ¡todo!

..........

Los acordes de Goodnight Ladies se apagaron; los bailarines abandonaron la sala; las
luces comenzaron a apagarse y Eddie Bloch arrojó su batuta y se secó la nuca con un
pañuelo. Pesaría unos ochenta y cinco kilos y se encontraba en toda la plenitud de su
edad. Era un hermoso bruto. Pero ya su cara tenía un acre gesto de disgusto. Los
músicos comenzaron a guardar sus instrumentos y Judy Jarvis subió a la plataforma con
su traje de calle, preparada para irse. Era la cantante de la orquesta y, además, la esposa
de Eddie.
—¿Vamos, Eddie? Salgamos de aquí —ella también parecía ligeramente
disgustada—. Esta noche no he recibido un solo aplauso, ni siquiera después de mi
rumba. Debo estar en decadencia. Si no fuera tu mujer, tal vez me encontraría sin
trabajo a estas horas.
Eddie le palmeó un hombro .
—No eres tú, querida. Somos nosotros los que comenzamos a ahuyentar a la gente.
¿Has notado cómo ha disminuido la concurrencia en las últimas semanas? Esta noche
había más camareros que clientes. El empresario tiene derecho a cancelar mi contrato si
las entradas bajan de cinco mil dólares diarios.
Un camarero se acercó al borde de la plataforma.
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—El señor Graham quiere verle en su oficina antes que usted se retire, señor Bloch.
Eddie y Judy cambiaron una mirada.
—¿No te lo decía, Judy? Vuelve al hotel, no me esperes. Buenas noches, muchachos.
Eddie Bloch pidió su sombrero y poco después llamó a la puerta de la oficina del
empresario.
El señor Graham estaba detrás de una pila de papelotes.
—Esta semana la entrada ha sido de cuatro mil quinientos, Eddie. La gente puede
obtener bebidas y los mismos bocadillos en cualquier parte, pero va a donde la orquesta
le atrae. He notado que hasta los pocos que vienen ni siquiera se mueven de su mesa
cuando usted levanta la batuta. Vamos a ver, ¿qué es lo que ocurre?
Eddie abolló su sombrero de un puñetazo.
—No me lo pregunte. Recibo de Broadway las orquestaciones acabadas de salir del
horno, y echamos los bofes ensayando...
Graham mascó su cigarro.
—No olvide que el jazz nació aquí, en el Sur. Usted no puede enseñarle nada a esta
ciudad. Aquí la gente pide siempre algo nuevo.
—¿Cuándo nos despedimos? —preguntó Eddie, sonriendo por un lado de la boca.
—Termine la semana. Vea si puede resolverlo para el lunes. Si no, tendré que
telegrafiar a San Luis pidiendo la orquesta de Kruger. Lo siento, Eddie.
—¡Qué se le va a hacer! —contestó Eddie, bonachón—. Ésta no es una institución
benéfica.
Eddie salió de nuevo del oscuro salón. La orquesta ya se había ido. Las mesas
estaban apiladas. Un par de viejas negras, arrodilladas, fregaban el parqué. Eddie subió
a la plataforma para retirar algunas partituras olvidadas sobre el piano. De pronto, sintió
que pisaba algo. Se inclinó y recogió una pata de gallina con una tira de tela roja atada a
su alrededor. ¿Cómo diablos había llegado allí? Si hubiese estado debajo de alguna
mesa, habría pensado que un comensal la había dejado caer. Eddie enrojeció. ¿Querría
decir que él y sus muchachos habían estado tan mal esa noche que alguien la había
arrojado deliberadamente mientras tocaban?
Una de las limpiadoras levantó la vista. De improviso, ella y su compañera se
incorporaron, acercándose con los ojos desmesuradamente abiertos, hasta ver lo que
Eddie tenía en la mano. Entonces se dejó oír un doble gemido de irracional espanto. Un
cubo rodó por el suelo y jamás dos personas, blancas o negras, salieron de allí tan
apresuradamente como las dos viejas. La puerta casi saltó de sus goznes, y Eddie pudo
oír todavía sus exclamaciones calle abajo, hasta perderse a lo lejos.
“¡Por el amor de Dios! —pensó el asustado Eddie—. Deben de haber bebido una
ginebra endiablada”. Arrojó el objeto al suelo y volvió al piano a buscar sus partituras.
Una o dos hojas se habían caído detrás y se agachó a recogerlas. Entonces el piano lo
ocultó.
La puerta se abrió otra vez y Eddie vio entrar apresuradamente a Johnny Staats (tuba
y percusión), palpándose de arriba abajo como si estuviera ensayando el shimsham y
recorriendo el piso con la vista... De pronto, se inclinó... para recoger el desperdicio que
Eddie acababa de tirar, y al enderezarse de nuevo con aquello en la mano exhaló tal
suspiro de alivio que hasta Eddie pudo oírlo desde donde estaba. Ello le hizo desistir de
llamar a Staats, como iba a hacer. “Superstición —pensó Eddie—; se trata de su
amuleto, eso es todo, como para otros una pata de conejo. Yo también soy un poco
supersticioso: nunca paso por debajo de una escalera...”
Sin embargo, ¿por qué las dos viejas se habían puesto histéricas a la vista de aquél
objeto? Eddie recordó que algunos de los músicos sospechaban que Staats tenía algo de
95

sangre negra, y habían tratado de decírselo cuando entró a formar parte de la orquesta,
pero él no había querido darles crédito.
Staats se escurrió de nuevo, tan silenciosamente como había entrado, y Eddie decidió
darle alcance para gastarle algunas bromas acerca de la pata de gallina durante el
trayecto hasta su hotel. (Todos vivían en el mismo.) Cogió sus hojas de música, algunas
de las cuales estaban en blanco, y salió. Staats ya se había alejado en dirección opuesta
a la del hotel. Eddie vaciló un instante, pero luego salió detrás de él como movido por
un repentino impulso. Sólo para ver dónde iba o qué se proponía hacer. Tal vez el terror
de las dos negras y la manera como Staats había recogido la pata de gallina no eran
ajenos a su determinación, aunque él no se daba cuenta clara de ello. ¡Y cuántas veces,
después, se lamentó de no haber ido directamente al hotel, a su Judy, a sus muchachos,
y de haberse apartado de la luz y del mundo de los blancos!
No perdió de vista a Staats y así llegó hasta el Vieux Carré. ¡Bueno, adelante! Allí
había una cantidad de lugares, reliquias de otras épocas, en los que cualquiera hubiese
deseado entrar. O quizá tuviera alguna amiga mulata escondida por allí. Eddie pensó:
“Es ruin espiar de este modo a Staats”. Pero luego, ante sus ojos, a medio camino del
estrecho pasaje por donde acababan de meterse, Staats desapareció, aunque no había
visto abrirse ni cerrarse ninguna puerta. Cuando Eddie llegó al último lugar en que le
viera, advirtió una especie de grieta entre dos viejos callejones, oculta por un ángulo del
muro. ¡De modo que era por allí por donde se había metido! Eddie sentía que el asunto
empezaba a cansarle. Sin embargo, se introdujo por allí y siguió caminando a tientas.
De vez en cuando se detenía y podía oír los suaves pasos de Staats un poco delante de
él. Después reemprendía la marcha. Una o dos veces el pasaje se ensanchó un tanto,
dejando pasar un rayo de luna por entre las paredes. Más tarde un hilo de luz anaranjada
se filtró por una ventana y un codo le rozó el vientre.
—Serás más feliz aquí; no sigas adelante —dijo una voz suave.
Era una profecía. ¡Si él lo hubiese sabido!
Pero el impávido Eddie contestó simplemente:
—¡Vete a dormir, trasnochadora!
Y la luz desapareció.
Luego entró en un túnel y se dio un cabezazo que le hizo saltar las lágrimas. Pero, al
otro extremo, Staats se detuvo al fin en una mancha de luz y pareció quedarse mirando
hacia arriba, una ventana o algo así; Eddie permaneció inmóvil dentro del túnel,
levantándose el cuello del esmoquin para ocultar el blanco de su camisa.
Staats se detuvo sólo un instante, durante el cual Eddie le observó conteniendo el
aliento. Finalmente, emitió un extraño silbido. No había nada de casual en eso; era un
sonido difícil de emitir sin práctica previa. Luego se quedó esperando, hasta que, de
pronto, otra figura se acercó a él en la penumbra. Eddie aguzó la vista. Era un negrazo
como un gorila. Algo pasó de las manos de Staats a las de éste —posiblemente la pata
de gallina—, luego entraron en la casa frente a la cual Staats se había detenido. Eddie
pudo oír los arrastrados pasos por la escalera y el crujido de una vieja y carcomida
puerta. Después todo quedó en silencio.
Avanzó hasta la desembocadura del túnel y se puso a mirar hacia arriba. No se veía
ninguna luz por las ventanas. La casa parecía estar deshabitada, muerta.
Eddie agarró la solapa de su esmoquin con una mano y se dio con la otra un puñetazo
en la mandíbula. No sabía qué hacer.
El vago impulso que lo había llevado hasta allí en pos de Staats comenzaba a
debilitarse. ¡Staats tenía curiosos amigos! Algo rara debía de ocurrir en aquel lugar tan
apartado y a esa hora de la madrugada; pero, después de todo, nadie tiene que dar cuenta
de su vida privada. Eddie se preguntaba por qué diablos habría ido hasta allí. No
96

deseaba que nadie supiera que lo había hecho. Ahora se volvería atrás, a su hotel, y se
metería en la cama. Tenía que pensar alguna novedad para el Maxim’s de allí al lunes, o
su contrato sería rescindido.
Luego, cuando ya había levantado el pie para marcharse, una apagada melopea
comenzó a oírse dentro de aquella casa. Era tan suave como un murmullo. Tenía que
atravesar espesas puertas y espaciosas habitaciones vacías y pasar por el hueco de
aquella escalera antes de llegar a él. “Alguna ceremonia religiosa —se dijo Eddie—.
Entonces, Staats profesa un culto, ¿eh? Pero, ¡vaya un lugar apropiado!”
Una pulsación como la de una máquina lejana subrayaba la melopea, y, de vez en
cuando, un bum como el del trueno acercándose a través de la ciénaga la cubría. Sonaba
así: Bum—butta—butta—bum—butta—butta—bum, y la melopea volvía a elevarse,
Eeyah—eeyah—eeyah...
El instinto profesional de Eddie despertó de pronto. Lo ensayó, marcando el compás
con la mano, como si sostuviera la batuta. Sus dedos sonaron como un latigazo.
—¡Oh, dios! ¡Esto es maravilloso! ¡Magnífico! ¡Sublime! ¡Lo que yo necesitaba!
¡Tengo que entrar aquí!
¿De modo que con una pata de gallina bastaba? Se volvió y echó a correr por el túnel
a través del pasaje, siguiendo el camino por donde había venido, bajando aquí y allí, y
encendiendo una cerilla tras otra. Luego se encontró una vez más en el Vieux Carré,
donde los cajones de desperdicios no habían sido retirados aún. Vio una lata en la
esquina de dos callejuelas y la volcó. El hedor subía hasta el cielo, pero se metió en la
basura hasta las rodillas, como un trapero, e introdujo los brazos hasta el codo
esparciéndolas a diestro y siniestro. Tuvo suerte, pues encontró un agusanado esqueleto
de gallina. Le arrancó una pata y la limpió en un trozo de periódico. Luego emprendió el
regreso. Un momento. ¿Y la cinta roja para atarla? Se tanteó de arriba abajo; hurgó en
todos los bolsillos. No tenía nada de ese color. Tendría que prescindir de eso, pero
entonces tal vez fracasaría. Dio la vuelta y corrió por el estrecho pasaje sin preocuparse
por el ruido que producía. Otra vez el hilo de luz anaranjada y el codo de la perseverante
mujer. Eddie se inclinó, la asió por la manga del rojo quimono y rompió una tira de éste.
Palabras soeces, que ni Eddie conocía, cesaron al ponerle en la mano un billete de cinco
dólares. Pronto estuvo al otro extremo del pasaje. ¡Con tal de que la ceremonia no
hubiese terminado aún!
No había terminado. Cuando se había ido de allí, el cántico era débil y apagado.
Ahora era más sonoro, más persistente, más frenético. Eddie no se preocupó de lanzar el
silbido; de todos modos no habría podido imitarlo exactamente. Se zambulló en el pozo
negro que era la entrada de la casa, sintió los grasientos peldaños debajo de sus pies,
alcanzó a subir uno o dos, y de pronto el cuello de su camisa le pareció cuatro números
más chico, pues una manaza lo había aferrado de él por detrás. Algo afilado, que podía
ser desde un cortaplumas de bolsillo hasta una navaja de afeitar, le rozó el cuello debajo
de la nuez, haciéndole saltar unas gotas de sangre preliminares.
—Bueno, me la he ganado —dijo con voz entrecortada.
¿Qué clase de religión era aquella? El Objeto afilado se quedó donde estaba, pero la
mano soltó el cuello de la camisa para coger la pata de gallina. Luego, el objeto afilado
se apartó también, pero no mucho.
—¿Por qué no dio usted la señal?
Eddie se tocó la garganta.
—Estoy enfermo de aquí y no pude.
—Encienda una cerilla, quiero ver su cara. —Eddie obedeció y sostuvo la cerilla un
momento—. No he visto nunca su cara aquí.
—Mi amigo, que está allá, puede decírselo.
97

—¿El señor Johnny es su amigo? ¿Le pidió que viniera?


Eddie pensó rápidamente. La pata de gallina podía tener más fuerza que Staats.
—Esto me dijo que viniera.
—¿Papá Benjamín le mandó eso?
—¡Claro! —dijo Eddie rotundamente. De seguro Papá Benjamín era su sacerdote,
pero aquella era una manera endemoniada de... La cerilla le quemó los dedos; entonces
la arrojó al suelo. Con la oscuridad se produjo un momento de incertidumbre que podía
terminar de cualquier manera. Una gran provisión de mundología y un millar de años de
civilización respaldaban a Eddie—. Me va a hacer llegar tarde. A Papá Benjamín no le
va a gustar.
Subió a tientas la oscura escalera, pensando que en cualquier momento podía sentir
su espalda hecha trizas, pero era mejor que quedarse quieto esperando que se lo
hicieran. Volverse atrás sería atraerse aquello más rápidamente. No obstante, sus
palabras habían surtido efecto y nada le ocurrió.
—En el momento menos pensado vamos a ver pasar por aquí a medio Nueva Orleans
—gruñó, malhumorado, el cancerbero africano, dejándose caer en la escalera como una
foca cansada.
Hizo alguna otra observación acerca de “negros que parecían blancos”, y luego
siguió rascándose.
Llegó al descansillo de la escalera, tan cerca del bum—butta—bum que éste apagaba
todos los demás sonidos. Toda la armazón de la vieja casa parecía temblar. Un hilo de
luz rojiza le indicó dónde estaba la puerta. La empujó suavemente y la puerta cedió. El
chirrido de sus goznes se perdió en el torrente sonoro que surgió del interior. Vio
bastantes cosas y lo que vio incitó aún más su curiosidad. Algo le decía que lo mejor era
entrar tranquilamente, cerrando la puerta tras él antes de que le vieran. El copo de nieve
que estaba al pie de la escalera podía subir y aferrarlo otra vez del cuello. Abrió un poco
más la puerta, se escurrió dentro y la cerró con el tacón de su zapato, apartándose
inmediatamente de allí lo más que pudo. Evidentemente, nadie le había visto.
Era una sala grande y sombría y estaba atestada de gente. Solo la iluminaba una
lámpara de aceite y gran cantidad de cirios que podían parecer brillantes comparados
con la oscuridad de fuera, pero que allí alumbraban débilmente. Las largas sombras
danzantes arrojadas contra las paredes por los que se movían en el centro de la sala eran
para él una protección tan eficaz como podía serlo la oscuridad del exterior. Dio una
vuelta a la sala y una ojeada fue suficiente para revelarle que aquello era cualquier cosa
menos una ceremonia religiosa. Al principio le pareció una juerga, pero allí no se veía
ginebra por ninguna parte y en la danza no intervenían mujeres. Era más bien una
reunión de demonios acabados de salir del infierno. Muchos de ellos se habían quedado
tendidos en el suelo, y los demás pasaban sobre ellos al saltar de un lado a otro, pisando
a veces los rostros, los pechos, los brazos y las manos yacentes. Otros, que habían caído
en una especie de trance, estaban sentados en el suelo, la espalda apoyada en las
paredes, algunos balanceándose y otros poniendo los ojos en blanco y dejando escapar
de su boca hilos de espuma. Rápidamente, Eddie se dejó caer sentado en el suelo y puso
manos a la obra. También comenzó a balancearse, dando golpes en el suelo con los
puños, pero él no estaba en trance. Lo que hacía era tomar notas para un número que
sería un éxito en el Maxim’s. Una hoja de música en blanco estaba parcialmente oculta
debajo de sus muslos y a cada momento se inclinaba para escribir con un trocito de
lápiz.
“Clave de fa —pensó—, puedo decidirlo cuando lo instrumente. Mi, re, do; mi, re,
do. Luego otra vez. Espero que no se me haya pasado nada.”
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Bum—butta—butta—bum. Jóvenes y viejos, gordos y flacos, desnudos y vestidos,


saltaban de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, en dos círculos concéntricos,
mientras las llamas de las velas danzaban locamente y las sombras se agitaban entre los
muros. En el centro de todo aquello, dentro del círculo interior de bailarines, se
encontraba un hombre viejísimo, de tez y huesos negros, que se veía sólo algunas veces
por entre los apretados cuerpos que le rodeaban. Tenía puesta alrededor de la cintura
una piel de animal, y su cara estaba oculta por una horrible máscara. A un lado del
viejo, una mujer rechoncha hacía sonar sin interrupción dos calabazas, marcando el
butta del ritmo de Eddie. Al otro lado, otra mujer batía el tambor: el bum. El viejo
sostenía en alto un ave que chillaba y batía las alas; en la otra mano, un cuchillo de
afilada hoja. Algo resplandeció en el aire, pero los bailarines se interpusieron entre
Eddie y la visión. Lo que logró ver después fue que el ave ya no agitaba las alas.
Colgaba pesadamente y la sangre de sus venas corría por el arrugado brazo del viejo.
“Esta parte no entrará en mi número”, se dijo Eddie. El horrible viejo cayó cerca de
Eddie, que esquivó rápidamente. A su alrededor ocurrían cosas repugnantes. Vio a
algunos de los locos bailarines caer de bruces sobre las rojas gotas y limpiarlas con la
lengua. Luego seguían gateando en torno a la habitación, buscando otras.
“Será mejor que me vaya —se dijo Eddie, que comenzaba a sentir náuseas—.
Debería venir la Policía y arrear con todos.” Sacó de debajo de sus piernas las hojas de
música, ahora llenas de notas, y las guardó en un bolsillo de la chaqueta; luego recogió
las piernas, preparándose para levantarse y salir de aquel antro infernal. Mientras tanto,
una segunda ave, esta vez negra (la primera era blanca); un berreante lechón y un
cachorrillo de perro habían corrido la suerte del primer animal. Los cuerpos no eran
desperdiciados una vez que el viejo los dejaba. Eddie veía suceder cosas en el suelo,
entre los pies frenéticos de los bailarines, y adivinaba otras que le inducían a cerrar los
ojos.
De pronto, levantado ya medio centímetro del suelo, se preguntó qué se había hecho
de la melopea, del choque de las calabazas y del son del tambor y el batir de pies de los
bailarines. Abrió los ojos y vio todo inmovilizado en torno a él. Ni un movimiento, ni
un sonido. Un huesudo brazo del viejo terminaba en una mano tinta en sangre, cuyo
índice apuntaba como una flecha en dirección a Eddie. Éste se dejó caer aquel medio
centímetro. No había podido estar en aquella posición mucho tiempo y, además, algo le
decía que no iba a poder salir inmediatamente.
—¡Hombre blanco! —dijo el viejo con voz alterada, y todos comenzaron a rodearlo.
Un gesto del viejo los inmovilizó otra vez.
Una voz cascada salió por la gesticulante boca de la máscara.
—¿Qué hace usted aquí?
Eddie se tentó los bolsillos mentalmente. Tenía unos cincuenta dólares. ¿Sería
suficiente para comprar su salida? Sentía, sin embargo, la desagradable impresión de
que a ninguno de los presentes le interesaba el dinero, como debiera ser..., aunque fuese
en ese momento. Antes de que pudiera llevar a cabo lo que pensaba, otra voz se oyó:
—Yo conozco a este hombre, papaloi. Déjeme a mí.
Johnny Staats había ido allí enfundado en su esmoquin, con su pelo bien peinado
hacia atrás. Era una ruedecilla en la vida nocturna de Nueva Orleans. Ahora estaba
descalzo, sin chaqueta, sin camisa..., hecha una piltrafa. Una gota de sangre en medio de
la frente le había trazado una línea de sien a sien. Unas plumas de gallina estaban
pegadas a su labio superior. Eddie lo había visto bailar con los demás y arrastrarse por
el suelo. Cuando Staats se le acercó, Eddie sintió erizársele el pelo de asco. Los demás
retrocedieron un paso, tensos, listos a saltar.
Los dos hombres hablaron en voz baja y ronca.
99

—Es el único camino, Eddie. No te puedo salvar...


—¡Cómo! ¡Estamos en el corazón de Nueva Orleans! ¡No se atreverían!
Pero el rostro de Eddie transpiraba abundantemente. No era tonto. La Policía llegaría
con seguridad y registraría el lugar, pero ¿qué encontraría? Sus restos mezclados con los
de las aves, el lechón y el perro.
—Es mejor que te apresures, Eddie. No voy a poder entretenerlos mucho más
tiempo. A menos que lo hagas, no podrás salir vivo de aquí. Puedes estar convencido. Si
trato de detenerlos, yo también caeré. Tú sabes lo que es esto, ¿no? ¡Esto es vudú!
—Lo supe a los cinco minutos de entrar aquí —y Eddie pensó para sí: “¡Tú, hijo de
una tal! Mejor será que le pidas a Mumbo—Jumbo que te encuentre un nuevo trabajo
para mañana por la mañana.” Rió para sus adentros, pero dijo, poniendo cara grave—:
¡Claro que voy a iniciarme! ¿Para qué crees que vine aquí?
Sabiendo lo que ahora sabía, Staats sería la última persona en el mundo que revelara
el origen de aquel nuevo formidable número que él iba a sacar de todo eso, y cuyas
notas ya tenía bien guardadas en el bolsillo. Además, quizá pudiera sacar más material
del acto de iniciación. Una canción o un baile para Judy, que ejecutaría tal vez bajo un
foco de luz verde. Por último, era inútil pretender que allí había bastantes navajas,
cuchillos y otras armas para permitirle salir sin un rasguño.
El rostro de Staats era grave, sin embargo.
—Eddie, no juegues. Si tú supieras lo que yo sé acerca de esto, verías que es más
serio de lo que parece. Si eres sincero y obras de buena fe, está bien. Si no es así, sería
preferible que te dejaras cortar en pedazos ahora mismo.
—¡En mi vida he obrado más seriamente! —dijo Eddie.
Pero en lo más hondo de su ser se reía con todas sus ganas. Staats se volvió hacia el
viejo.
El papaloi quemó algunas plumas y vísceras a la llama de una vela. El silencio era
absoluto. Todos los presentes se arrodillaron al mismo tiempo.
—Salió muy bien —suspiró Staats—. El lo ha leído. Los espíritus están conformes.
“Bueno, por ahora vamos bien —pensó Eddie—. He engañado a las tripas y a las
plumas.”
El papaloi lo señaló.
—Ahora, déjenlo ir. ¡Y guarda silencio! —sonó la voz detrás de la máscara.
Repitió las mismas palabras por segunda y tercera vez, haciendo una larga pausa
entre cada una.
Eddie miró esperanzado a Staats.
—Entonces, ¿puedo irme siempre que no cuente a nadie lo que he visto?
Staats movió la cabeza apesadumbrado.
—Es una parte del ritual. Si te fueras ahora y comieras algo que no te sentara bien,
caerías muerto antes de que terminara el día.
Nuevos sacrificios sangrientos, y el tambor, las calabazas y la melopea comenzaron
de nuevo, pero tan suavemente como al principio. Llenaron un tazón de sangre. Eddie
fue levantado y conducido hasta él por Staats, de un lado, y un negro anónimo, del otro.
El papaloi sumergió su ya ensangrentada mano en el tazón y trazó un signo en la frente
de Eddie. El cántico se elevó detrás de él. La danza comenzó de nuevo. Ahora estaba en
medio de todos. Eddie era una isla de cordura en un mar de selvático frenesí. El tazón se
elevó ante él. Eddie trató de dar un paso atrás, pero sus padrinos lo sujetaron
fuertemente por los brazos.
—¡Bebe! —susurró Staats—. ¡Bebe..., o te matan aquí mismo!
Aun a esta altura del juego se le ocurrió un chiste a Eddie. Aspiró hondamente y dijo:
—Bueno, ingeriremos vitamina A.
100

Staats se presentó al ensayo de la mañana siguiente y se encontró con que otro


músico ocupaba su puesto frente a la batería. No dijo gran cosa cuando Eddie le entregó
un cheque por el sueldo de dos semanas. Eddie escupió ante él en el suelo y gruñó:
—¡Lárgate de aquí, cochino!
Staats sólo murmuró:
—De modo que los traicionas, ¿eh? No quisiera estar en tus zapatos por toda la fama
y el dinero de este mundo.
—Si te refieres a aquel mal sueño de anoche —dijo Eddie—, debo decirte que no se
lo he contado a nadie, ni intento hacerlo. ¡Ah, cómo se reirían de mí si lo hiciera! Sólo
recuerdo lo que puede servirme de algo. ¡Soy blanco!, ¿sabes? La selva para mí no es
otra cosa que árboles, el Congo es un río, la noche sólo sirve para encender la luz
eléctrica —sacó un par de billetes—. Dales esto de mi parte y diles que les pago mis
cuotas desde ahora hasta el día del Juicio y que no necesito recibo. Y si intentan echar
un filtro en mi naranjada, se van a encontrar bailando en una cadena.
Los billetes cayeron en el lugar donde Eddie había lanzado su escupitajo.
—Tú eres uno de los nuestros. ¿Te crees blanco? La sangre lo dice. No habrías ido
allí, no habrías podido soportar la iniciación, si lo fueras. Acuérdate de mirar algunas
veces tus uñas. Mírate en un espejo el blanco de tus ojos. ¡Adiós, cadáver!
Eddie también le dijo adiós. Le saltó tres dientes, le rompió las narices y rodó con él
por el suelo. Pero no pudo borrar la sonrisa de “reconocimiento” que resplandecía aún
en la faz ensangrentada.
Los separaron y los hicieron levantarse y apaciguarse. Staats salió tambaleante, pero
sonriendo por lo que sabía. Eddie, jadeando, volvió a colocarse frente a la orquesta.
—Bueno, muchachos. Todos a una ahora. ¡Bum—butta—butta—bum—butta—
butta—bum!

...........

Graham le concedió un aumento de quinientos dólares, y todo Nueva Orleans se agolpó


en la sala del Maxim’s el sábado por la noche. La gente se tocaba hombro con hombro y
hasta se colgaba de las arañas para ver. “Por primera vez en América el verdadero
Canto Vudú”, anunciaban innumerables carteles por toda la ciudad. Cuando Eddie
empuñó su batuta, las luces se apagaron, y un torrente de luz verde inundó la plataforma
desde abajo; se habría podido oír el ruido de un alfiler al caer.
—Buenas noches, amigos. Aquí están Eddie Bloch y sus Five Chips tocando para
ustedes desde el Maxim’s. van a oír en seguida, por primera vez a través del éter, el
Canto Vudú, el inmemorial himno ritual que jamás hombre blanco alguno ha podido oír
antes. Puedo asegurar que se trata de una transcripción fidelísima, sin una nota de
variación.
Entonces, suavemente y como a lo lejos, la orquesta comienza: bum—bum—butta—
bum.
Judy se preparó para bailarlo y cantarlo. Estaba ya con el pie en el primer peldaño de
la plataforma, esperando que le indicaran su entrada. Tenía un maquillaje color naranja,
un vestido de plumas, un pajarillo artificial sujeto a una mano y empuñaba un cuchillo
en la otra. Su mirada encontró la de Eddie, y éste comprendió que ella quería decirle
algo. Moviendo aún su batuta, se apartó a un lado hasta colocarse a su alcance.
—¡Eddie, no, haz que paren! ¡Interrumpe! Tengo miedo por ti...
—Ya es tarde —contestó Eddie en voz baja—. Hemos comenzado; además, ¿de qué
tienes miedo?
101

Judy le mostró un arrugado trozo de papel.


—Hace un momento me encontré esto debajo de la puerta de tu camerino. Parece una
amenaza. Hay alguien que no quiere que ejecutes ese número.
Eddie, sin dejar de mover su batuta, desdobló el papel con su mano izquierda y leyó:
“Tú puedes atraer los espíritus, pero ¿podrás rechazarlos después? Piénsalo bien.”
Eddie estrujó el papel y lo arrojó al suelo.
—Staats está tratando de asustarme porque lo despedí.
—Estaba atado a un manojito de plumas negras —trató de decirle ella—. No le
habría prestado atención; pero cuando lo vio la doncella, me suplicó que no bailara este
número. Después me dejó plantada...
—Estamos transmitiendo —le recordó él entre dientes—. ¿Me acompañas o no?
Eddie volvió al centro de la plataforma. El tambor resonó más y más alto, del mismo
modo que la noche anterior. Judy dio vueltas en medio de un torrente de luz verde y
comenzó el endemoniado lamento que Eddie le había enseñado.
Un camarero dejó caer una bandeja llena de vasos en medio del silencio de la sala, y
cuando el jefe de comedor acudió, aquél había desaparecido. Había abandonado
sencillamente su puesto, dejando una docena de mesas sin servir.
—¡Maldito sea...! —dijo aquél, rascándose la cabeza.
Eddie estaba al frente a la orquesta, de espaldas a Judy, y al mover su cuerpo a
compás de la música, algún alfiler que probablemente se había olvidado de sacar de su
camisa se clavó de improviso en su espalda, un poco más abajo del cuello, justamente
entre los omóplatos. Eddie dio un respingo y después no sintió nada más...
Judy chillaba, berreaba, se desgañitaba. Pronunciaba palabras que ni él ni ella
entendían, que Eddie había logrado anotar fonéticamente la otra noche. Su cimbreante
cuerpo realizaba todas las contorsiones, naturalmente suavizadas, que aquella
endiablada negra cubierta de grasa y desnuda totalmente ejecutó aquella noche. Clavó el
fingido puñalito en el pajarillo y lanzó al aire imaginarias gotas de sangre. Jamás se
había visto nada parecido. Y, al terminar, en el silencio que cayó de pronto sobre la sala,
se pudo contar hasta veinte: de tal modo se había apoderado de todos.
Después comenzó el ruido. Fue como una avalancha. Más que nunca en aquel lugar,
la gente comenzó a pedir bebidas, y la encargada del lavabo de señoras no podía atender
a las mujeres que se refugiaban allí para desahogar su nerviosismo.
—¡Trata de irte de aquí ahora! —dijo Graham a Eddie en un intervalo—. Mañana
por la mañana me firmarás un nuevo contrato que no te defraudará. Ya tenemos
cobradas seis mil mesas reservadas para la próxima semana. ¡Algunas hasta por
telegrama desde tan lejos como Shreveport!
¡Éxito! Eddie y Judy regresaron en taxi a su hotel, cansados, pero felices.
—¡Esto durará años! Será nuestra ejecución más celebrada, como la Rhapsody in
Blue para Whiteman.
Ella fue la primera en entrar en el dormitorio. Encendió las luces y un minuto
después llamó a Eddie.
—¡Ven a ver esto...! Es algo monísimo. —La encontró con un muñequito de cera en
las manos—. ¡Oh, y eres tú, Eddie! Tan pequeñito y, sin embargo, tan parecido. ¿No es
una cosa perf...?
Eddie lo cogió y se quedó mirándolo. Era él, en efecto. Estaba enfundado en dos
retazos de tela negra que hacían de esmoquin. Los ojos, el pelo y los demás detalles
habían sido trazados con tinta sobre la cera.
—¿Dónde lo encontraste?
—Sobre tu cama, apoyado en la almohada.
102

Estaba a punto de sonreír cuando dio la vuelta al muñequito. En la espalda,


justamente debajo del cuello, entre los omóplatos, había clavado un pequeño, pero
maligno, alfiler negro.
En un primer momento se puso pálido. Ahora sabía de dónde provenía aquello y lo
que quería decir. Pero no era eso lo que le hacía cambiar de color. Acababa de recordar
algo. Se quitó la americana, se arrancó el cuello y se volvió de espaldas a Judy.
—¡Mírame la espalda! Sentí un alfilerazo cuando ejecutábamos el número. Pásame
la mano. ¿Notas algo?
—No..., no tienes nada —contestó ella.
—Debe de haberse caído.
—No puede ser —repuso Judy—. Tu cinturón está tan ceñido que parece incrustado
en el cuerpo. No tuvo que ser nada, pues de lo contrario lo tendrías encima. Te habrá
parecido.
—Escucha. Yo sé cuándo me pincha un alfiler. ¿No tengo ninguna marca en la
espalda? ¿Algún rasguño entre los hombros?
—Nada.
—Será cansancio, nerviosismo —se acercó a la ventana abierta y arrojó el muñeco al
vacío con todas sus fuerzas.
Una desagradable coincidencia; eso era todo. Pensar otra cosa sería darles alas a
ellos. Sin embargo, Eddie se preguntaba qué le hacía sentirse tan cansado. Había sido
Judy la que había bailado y no él. No obstante, se sentía agotado desde la ejecución del
número.
Apagaron las luces y Judy se quedó profundamente dormida. Él, durante un rato,
permaneció en silencio. Poco después se levantó y entró en el baño, cuyas luces eran las
más brillantes del departamento, y se quedó observándose atentamente en el espejo.
“Acuérdate de mirar algunas veces tus uñas. Mírate el blanco de los ojos”, le había
dicho Staats. Eddie lo hizo. Sus uñas tenían un tinte azulado que nunca había notado
antes. El blanco de sus ojos estaba ligeramente amarillento.
La noche estaba tibia, pero Eddie comenzó a tiritar de pies a cabeza. No pudo
dormir... A la mañana siguiente la espalda le dolía como si tuviera sesenta años. Pero
sabía que era por no haber pegado los ojos en toda la noche, no por un alfiler mágico.
—¡Oh, santo Dios! —dijo Judy al otro lado de la cama—. Mira lo que le has hecho.
Y mostró a su marido la segunda página del Picayune Times, que decía:
“John Staats, hasta hace poco miembro de la orquesta de Eddie Bloch, se suicidó
ayer tarde, a la vista de docenas de personas, arrojándose de un bote que conducía él
mismo en el lago Pontchartrain. Estaba solo en ese momento. El cadáver fue recogido
media hora más tarde.”
—Yo no tengo la culpa —dijo Eddie sombríamente.
Sin embargo, sospechó lo que sucedió ayer por la tarde. La noche se acercaba y no
podía afrontar lo que se le venía encima por haber apadrinado a Eddie y traicionado a
los otros. Ayer tarde...
Eso quería decir que Staats no había sido el que dejara aquella amenaza en el
camerino ni el muñequito en la cama. Staats ya estaba muerto a aquella hora..., ya no
era ni blanco ni negro.
Eddie esperó a que Judy se encontrara debajo de la ducha para telefonear a la
Morgue.
—Se trata de Johnny Staats. Trabajó conmigo hasta ayer, de modo que si nadie
reclama su cadáver, envíenlo a una funeraria a mi costa.
103

—Ya lo han reclamado, señor Bloch, esta mañana temprano. Sólo esperamos que el
médico forense certifique el suicidio. Es una asociación de gente de color. Viejos
amigos de él, según parece.
Judy entró en la habitación y le dijo:
—¿Qué te pasa?¡Estás verde!
Eddie pensó: “Ni que hubiese sido mi peor enemigo. No puedo permitir que suceda.
¿Qué clase de horrores van a tener lugar en alguna parte, en la oscuridad?” Los creía
capaces hasta del canibalismo. Tenía el teléfono al alcance de la mano, y sin embargo
no podía denunciarlos a la Policía sin descubrirse a sí mismo, pues tendría que confesar
que había estado allí y que había tomado parte en las reuniones, por lo menos una vez.
Y cuando eso se supiese, ¡bang!¡bang!, adiós reputación. Se le haría la vida
imposible..., especialmente ahora que había ejecutado el Canto Vudú, identificándose
con él en la mente del público.
De modo que, solo otra vez en su habitación, decidió llamar a la famosa agencia de
detectives privados de Nueva Orleans.
—Necesito un guardaespaldas, sólo por esta noche. Que me espere en el Maxim’s a
la hora de cerrar. Armado, desde luego.
Era domingo y los bancos estaban cerrados, pero Eddie tenía crédito en todas partes
y logró reunir mil dólares en efectivo. Cerró trato con un crematorio para que se hiciese
cargo de un cadáver, a última hora de la noche o al día siguiente muy temprano. Quedó
en notificarles adónde debían ir a retirarlo. El pobre Johnny Staats no había podido
librarse de ellos en vida, pero lo iba a lograr después de muerto. Eso era lo menos que
habría hecho cualquiera por él.
Aquella noche, a pesar de las disposiciones de Graham para dar más espacio al
público en el Maxim’s, resultó insuficiente. El número del Vudú era un éxito sin
precedentes. Pero la espalda de Eddie estaba contraída mientras movía su batuta. Era
cuanto podía hacer para mantenerse erguido.
Cuando aquella noche cesó la algarabía, el detective privado ya le estaba esperando.
—Mi nombre es Lee.
—Muy bien, Lee. Venga conmigo.
Salieron y se introdujeron en el Bugatti de Eddie, dirigiéndose a toda velocidad al
Vieux Carré y deteniéndose con un repentino frenazo en el centro de lo que seguirá
siendo Congo Square, llámese oficialmente como se llame.
—Por aquí —dijo Eddie, y su guardaespaldas se escurrió por el pasaje tras él.
—¡Hola querido! —dijo la de los codazos.
Y por una vez, para sorpresa de ella, recibió una respuesta amable.
—¿Qué dices, Eglantine? —observó al pasar el guardaespaldas de Eddie—. ¿Así que
te mudaste?
Se detuvieron delante del caserón, al otro extremo del túnel.
—Bueno, hemos llegado —dijo Eddie—. Vamos a ser detenidos en mitad de la
escalera por un negro gigantesco. Lo que usted tiene que hacer es salir del paso, no
importa cómo. Y voy a ir arriba y usted me esperará en la puerta. Debe tratar de que yo
pueda salir de allí. Probablemente tengamos que bajar entre los dos el cadáver de un
amigo, pero no estoy seguro. Depende de que esté o no en esta casa. ¿Me comprende?
—Perfectamente.
—Encienda una linterna y sosténgala alumbrando por encima de mis hombros.
Un cuerpo enorme, amenazante, bloqueó la angosta escalera, con unas piernas y
brazos de gorila, capaces de un mortífero abrazo. Mostraba sus desmesurados dientes y
esgrimía una hoja de reluciente acero. Lee apartó bruscamente a un lado a Eddie y pasó
delante.
104

—¡Suelta eso, muchacho! —ordenó impertérrito, y esperó a ver si la orden era


acatada.
De todos modos, un arma había sido esgrimida contra los dos blancos. Disparó tres
veces desde una distancia de un metro y dio exactamente donde quería. Las balas se
alojaron en ambas rodillas y en el codo del brazo que sostenía el cuchillo.
—Quedarás inválido para el resto de tu vida —observó con satisfacción—. O tal vez
sea mejor evitártelo —aplicó el cañón del revólver a la sien del coloso caído.
El estampido resonó por la estrecha escalera despertando repetidos ecos.
—¡Vamos rápido —dijo Eddie—, antes de que se lo lleven...!
Saltó por encima de la postrada figura, con Lee tras él.
—¡Quédese ahí! Será mejor que vuelva a cargar mientras espera. Si lo llamo, ¡por
amor de Dios, no cuente hasta diez antes de entrar!
Al otro lado de la puerta se produjo un ir y venir de pies y un excitado aunque
sofocado murmullo de voces. Eddie la abrió rápidamente y la cerró de un golpazo,
dejando a Lee afuera. Todos se quedaron clavados en su sitio cuando le vieron. Allí
estaban el papaloi y otros seis hombres, no tantos como la noche de la iniciación de
Eddie. Probablemente, el resto estaba esperando en alguna parte fuera de la ciudad, en
un lugar secreto donde la ceremonia del entierro, cremación u... orgía debía tener lugar.
Papá Benjamín estaba ahora sin su máscara y sin la piel del animal. En la habitación
no había calabazas ni tambor ni figuras estáticas alineadas contra la pared. Estaban a
punto de salir, pero él había llegado a tiempo. Tal vez estuviesen esperando una hora
determinada. Las ordinarias sillas de cocina en las que el papaloi debía ser llevado a
hombros estaban preparadas, acolchadas con trapos. Había una hilera de cestos
cubiertos de arpillera arrimados a la pared trasera.
—¿Dónde está el cuerpo de Johnny Staats? —gritó Eddie—. Ustedes lo reclamaron y
lo retiraron de la Morgue esta mañana.
Sus ojos se posaron en los cestos y en el manchado cuchillo que yacía en el suelo a
su lado.
—Mucho mejor —cacareó el viejo— es que tú lo hubieras seguido. La fatalidad ya te
tiene señalado...
A estas palabras se elevó un confuso murmullo.
—¡Lee! —llamó Eddie—. ¡Venga! —y Lee se puso inmediatamente a su lado,
revólver en mano—. ¡Cúbrame mientras echo un vistazo por aquí!
—¡A ver, todos ustedes, pónganse en aquella esquina! —rugió Lee, dando un fuerte
puntapié a uno de ellos, que se movía más lentamente que los demás.
Obedecieron, quedándose amontonados, con los ojos fijos y escupiendo como una
bandada de monos. Eddie se dirigió directamente a los cestos y arrancó la arpillera que
cubría el primero. Carbón. El siguiente, café. El otro, arroz. Y así sucesivamente.
Eran, simplemente, cestos de los que las negras suelen llevar en la cabeza cuando
van al mercado. Eddie miró a Papá Benjamín y sacó el rollo de billetes que había
llevado para él.
—¿Dónde lo tienes? ¿Dónde ha sido enterrado? ¡Llévanos allá! ¡Muéstranos dónde
es!
ni un sonido. Sólo un quemante, ondulante odio que casi se podía palpar. Eddie miró
el cuchillo que yacía allí, no ensangrentado, sino sólo gastado, mellado, con hilachas
adheridas, y le dio un puntapié.
—No está aquí, seguramente —le dijo a Lee, mientras se dirigía a la puerta.
—¿Qué hacemos, patrón? —preguntó su satélite.
—Salir volando de este estercolero a respirar aire puro —dijo Eddie avanzando en
dirección a la escalera.
105

Lee era de los que sacan provecho de cualquier situación, cualquiera que sea ésta.
Antes de seguir a Eddie se acercó a uno de los cestos, se metió una naranja en cada
bolsillo de la americana y luego hurgó entre las demás para elegir una especialmente
buena para comer allí mismo. Se oyó un golpe seco y la naranja rodó por el piso como
una bola de bolos.
—¡Señor Bloch! —gritó roncamente—. ¡Lo encontré! —respiraba trabajosamente a
pesar de su rudeza.
Algo como un hondo suspiro partió del rincón donde estaban los negros. Eddie se
quedó inmóvil, mirando, y luego se apoyó en el marco de la puerta. Por entre una capa
de naranjas del canasto, los cinco dedos de una mano surgían verticalmente; una mano
que terminaba bruscamente en la muñeca.
—Es su marca —dijo Eddie con voz entrecortada—. ¡Ahí, en el dedo meñique! La
conozco.
—Bueno, usted dirá. ¿Les disparo? —preguntó Lee.
Eddie movió la cabeza.
—No fueron ellos..., se suicidó. Hagamos lo que tenemos que hacer y larguémonos.
Lee volcó uno después de otro todos los cestos. El contenido de los mismos se
esparció por el suelo. Pero en cada uno de ellos había algo más. Exangüe, blanco como
carne de pescado. Aquel cuchillo, las hilachas adheridas a la hoja. Ahora Eddie sabía
para qué lo habían usado. Tomaron un cesto y lo forraron con una de las mugrientas
mantas de la cama. Después, con sus propias manos, lo llenaron con lo que habían
encontrado y lo taparon con las esquinas de la manta, llevándoselo entre los dos fuera de
la habitación y bajándolo por la oscura escalera, mientras Lee caminaba de espaldas,
revólver en mano, cubriendo la retirada. Juraba como un condenado. Eddie trataba de no
pensar en cuál podía haber sido el destino de esos cestos. El cuerpo del negro seguía
allí, atravesado en la escalera.
Siguieron a lo largo del callejón y por último depositaron su carga en la quietud del
alba de Congo Square. Eddie tuvo que apoyarse en la pared. Se sentía enfermo. Luego
volvió y dijo:
—La cabeza...¿Vio usted si...?
—No, no la pusimos —contestó Lee—. ¡Quédese aquí, volveré por ella! ¡Yo estoy
armado, y después de lo que hemos visto ya puedo soportar cualquier cosa!
Lee tardó sólo unos cinco minutos. Volvió en mangas de camisa. Traía su chaqueta
hecha un rollo debajo de un brazo. Se inclinó sobre el cesto, levantó la manta y un
segundo después la colocó otra vez. El bulto que había traído envuelto en su americana
desapareció. Luego arrojó la americana y le dio un puntapié.
—La tenían escondida en un armario —murmuró—. Tuve que atravesar la palma de
la mano a uno de ellos para que soltaran la lengua. ¿Qué querían hacer?
—Una sesión de canibalismo, tal vez..., no sé... Mejor no pensarlo.
—Traje de vuelta su dinero. Me parece que no les importaba...
Eddie se lo devolvió.
—Bueno, por su traje y el tiempo perdidos.
—¿No va usted a denunciar a esos gorilas?
—Ya le dije que él se había arrojado al agua. Tengo en el bolsillo una copia del
informe médico legal.
—Ya sé, pero ¿no hay alguna ley que prohiba la disección de un cadáver sin
permiso?
—No puedo verme mezclado con esa gente. Destrozaría mi carrera. Tenemos lo que
fuimos a buscar. Ahora, olvídese de lo que vio.
106

Un coche de la funeraria llegó a Congo Square y se llevó el cesto. Los restos de


Johnny Staats emprendieron el camino hacia un fin mejor que el que habían estado a
punto de tener.
—Buenas noches, patrón —dijo Lee—. Cuando me necesite para otra cosita...
—No —dijo Eddie—. Me voy de Nueva Orleans.
Y su mano pareció de hielo a Lee cuando éste se la estrechó.
Así lo hizo. Devolvió a Graham su contrato y una semana después se encontraba
tocando en el corazón de Nueva York. Tenía un criado blanco. El Canto Vudú, desde
luego, seguía haciendo furor. Su programa empezaba y terminaba con él, y Judy seguía
interpretando con clamoroso éxito su número de danza. Pero Eddie no podía deshacerse
de aquel dolor de espalda que había comenzado el día del estreno. Primero, se sometió
durante un par de horas diarias a la acción de los rayos ultravioleta. No sintió mejoría.
Luego se hizo examinar por uno de los más grandes especialistas de Nueva York.
—No tiene nada —dijo la eminencia—. Absolutamente nada: el hígado, los riñones,
la presión..., todo está perfectamente. Debe de ser cosa de su imaginación.
La balanza de su baño le decía lo mismo. Perdía dos kilos por semana, a veces siete.
Y no recuperaba ni un gramo. Más especialistas. Esta vez rayos X, análisis de sangre,
opoterapia, todo lo imaginable. No sirvió. Y el agudo dolor, la laxitud, se extendía
lentamente, primero por un brazo, después por el otro.
Separaba muestras de todo lo que comía, no un día, sino todos los de la semana, y las
hacía analizar. Nada. Ya no era necesario que se lo dijeran. Sabía que ni en Nueva
Orleans, donde había comenzado aquello, le habían echado algo en la comida. Judy
comía de la misma fuente y tomaba el café de la misma cafetera. Todas las noches
bailaba incansablemente y, no obstante, era la imagen de la salud.
De modo que era su imaginación, como todos le habían dicho. “Pero no lo creo —se
decía a sí mismo—. No creo que el clavar un alfiler en un muñeco de cera pueda
producirme dolor a mí. Ni a mí ni a nadie.”
No era su cerebro, entonces, sino el cerebro de alguien que estaba en Nueva Orleans,
que pensaba, deseaba, ordenaba su muerte, noche y día.
“Pero no puede ser —pensaba Eddie—; no hay tal cosa.”
Sin embargo, la había; ocurría ante sus propios ojos y sólo admitía una respuesta. Si
el alejarse unos cinco mil kilómetros sobre tierra firme no servía de nada, tal vez
sirviese cubrir la misma distancia a través del mar. La primera etapa fue Londres y el
Kit Kat Club. Menos, menos, menos, acusaban las balanzas de los cuartos de baño, un
poco cada semana. Los dolores se extendían ahora hasta las caderas. Las costillas
comenzaban a sobresalir. Se moría de pie. Ahora encontraba más cómodo andar con
bastón, pero no por hacerse el presumido, sino para apoyarse al andar. Sus hombros le
atormentaban todas las noches, sólo por haber movido su batuta. Se hizo construir un
atril especial para apoyarse, que le ocultaba a la vista del público mientras dirigía. A
veces, al terminar un número, su cabeza estaba más baja que sus hombros, como si su
columna vertebral fuese de goma.
Finalmente acudió a Reynolds, mundialmente famoso, el más grande alienista de
Inglaterra.
—Quiero saber si estoy cuerdo o loco.
Estuvo en observación durante semanas, meses; le sometieron a todas las pruebas
conocidas y muchas desconocidas, mentales, físicas, metabólicas. Encendían intensas
luces ante sus ojos y observaban sus pupilas; éstas se contraían hasta el tamaño de
cabezas de alfileres. Le tocaron el fondo del paladar con papel de lija: casi se ahogó. Lo
ataron a un sillón que giraba horizontal y verticalmente a tantas revoluciones por minuto
y luego le hacían caminar a través de la sala: hacía eses.
107

Reynolds le sacó una buena cantidad de libras y le dio un informe que abultaba como
la guía de teléfonos, para decirle, en resumen:
—Usted, señor Bloch, es una persona tan normal como cualquiera. Es tan equilibrado
que hasta le falta ese toquecito de imaginación que tienen la mayoría de los actores y los
músicos.
De modo que no era su propio cerebro; la cosa venía de fuera. Todo aquello, desde el
principio hasta el fin, duró dieciocho meses. Trataba de huir de la muerte, mas la muerte
se apoderaba de él lenta, pero segura. Se quedó en los huesos. Sólo podía hacer una
cosa. Mientras tuviera fuerzas para subir a bordo de un barco, podía volver al lugar
donde había comenzado. Nueva York, Londres, París, no habían podido salvarlo. Su
único recurso estaba en manos de un negro decrépito en el Vieux Carré de Nueva
Orleans.
Logró llegar hasta allí, a la misma semiderruida casa, sin guardaespaldas, sin
importarle ahora que lo mataran o no, y casi deseando que lo hicieran, para terminar de
una vez. Pero, al parecer, eso habría sido demasiado fácil y demasiado poco. El gorila
que había dejado por muerto aquella noche se arrastró hasta él en dos muletas, le
reconoció, le lanzó una mirada de odio inextinguible, pero no levantó ni un dedo para
tocarle. Ellos habían marcado ya a ese hombre, ¡mal para quien se interpusiera entre
ellos y su infernal satisfacción! Eddie Bloch subía penosamente la escalera sin
oposición, tan inmune su espalda al cuchillo como si vistiera una coraza. Detrás de él, el
negro se tendió en la escalera para festejar su largamente esperada hora de satisfacción
con alcohol y... olvido.
Encontró al viejo solo en la habitación. La edad de piedra y el siglo XX se
enfrentaban, y la edad de piedra triunfó.
—¡Quíteme esto de encima! —dijo Eddie roncamente—. ¡Devuélvame mi vida...!
Yo haré cualquier cosa, cualquier cosa que usted diga.
—Lo que ha sido hecho no puede deshacerse. ¿Crees tú que los espíritus de la tierra
y del aire, del fuego y del agua, conocen el perdón?
—¡Interceda por mí entonces! Usted me lo atrajo. Aquí tiene dinero, le daré otro
tanto, todo lo que yo gane, todo lo que pueda ganar...
—Tú has tocado lo prohibido. La muerte te ha seguido desde aquella noche. Por todo
el mundo, por el aire que rodea la tierra, has hecho mofa de los espíritus con el canto
que los invoca. Todas las noches tu esposa lo baila. La única razón de que ella no
comparta tu suerte es que no sabe lo que hace. Tú, sí. ¡Tú estuviste aquí, entre nosotros!
Eddie cayó de rodillas y se arrastró por el suelo ante el viejo, asiéndose a sus
vestiduras.
—¡Máteme, entonces, para terminar con esto! ¡No puedo más...! —había comprado
el revólver aquel día con la intención de matarse por su propia mano, pero descubrió
que no podía. Hacía un minuto imploraba por su vida, ahora lo hacía por su muerte—.
Está cargado; todo lo que tiene que hacer es apretar el gatillo. ¡Mire, mire! Yo cerraré
los ojos. Dejaré un papel escrito y firmado diciendo que yo mismo lo hice...
Trató de depositarlo en la mano del brujo y de cerrar los huesudos y arrugados dedos
sobre él, apuntando hacia sí mismo. El viejo lo arrojó lejos de él y cloqueó, regocijado:
—La muerte vendrá, pero de otro modo... Lentamente, ¡oh, tan lentamente!
Eddie permaneció tendido en el suelo, boca abajo, sollozando. El viejo escupió sobre
él y lo rechazó con el pie. Eddie logró erguirse y dirigirse a la puerta. No tuvo ni la
fuerza suficiente para abrirla al primer intento. ¿Era aquella cosa insignificante lo que lo
impedía? Tocó algo con el pie, miró, se inclinó para levantar el revólver y se volvió. Su
pensamiento fue rápido, pero la mente del viejo lo fue más aún. Casi antes de concretar
su idea, el viejo la adivinó. En un instante, se deslizó gateando al otro lado de la cama
108

para poner algo entre los dos. Inmediatamente la situación cambió. El miedo abandonó
a Eddie y se apoderó del viejo. Éste perdió la agresividad, sólo por un minuto,
precisamente cuanto Eddie necesitaba. Su cerebro irradió una luz como un diamante,
como un faro a través de la niebla. El revólver rugió sacudiendo su débil cuerpo y el
viejo cayó tendido sobre la cama, colgante a un lado la cabeza, como una pera
demasiado madura. La armazón de la cama se agitó levemente durante un momento por
la caída, y después todo terminó...
Eddie se quedó allí, tembloroso aún. Después de todo, ¡había sido tan fácil! ¿Dónde
estaba toda su magia ahora? Fuerza, poderío, voluntad, volvieron a circular por sus
venas como si una espita hubiera sido abierta de pronto. La nubecilla de humo que había
quedado en la cerrada habitación flotaba aún en el aire. De pronto Eddie esgrimió el
puño contra el cuerpo muerto en la cama.
—¡Ahora voy a vivir!, ¿sabes? —abrió la puerta, la retuvo durante un instante y
luego bajó a tientas la escalera, pasando al lado del inconsciente guardián, murmurando
siempre el mismo estribillo—: ¡Ahora voy a vivir! ¡Voy a vivir!

...........

El comisario se enjugó la frente, como si estuviese en la cámara de vapor de un baño


turco. Exhaló como un tanque de oxígeno.
—¡Jesús, María y José! ¡Señor Bloch, qué historia! Más me hubiese valido no pedirle
que me la contara. Esta noche no voy a poder dormir.
Aun después de que el acusado fue llevado de allí, necesitó bastante tiempo para
calmarse. El cajón superior derecho de su escritorio le ayudó un tanto..., unos dos
dedos, como también el abrir las ventanas para dejar pasar la luz del sol.
Por último, cogió el teléfono y se puso de nuevo al trabajo.
—¿A quién tiene usted ahí carente de nervios? Quiero decir, un tipo con tan poca
sensibilidad que pueda sentarse sobre un alfiler de sombreros y lo convierta en un clip.
¡Oh, sí, ese charlatán de Desjardins! Lo conozco. Mándemelo.

...........

—No, quédate fuera —jadeó Papá Benjamín con dificultad a su guardián, por la
entreabierta puerta—. Yo me he comunicado con el obiah, y en cambio tú estás sucio.
Estás borracho desde ayer. Toma las convocatorias. Introduce la mano, una vez para
cada una; tú sabes cuántas son.
El inválido negro introdujo su enorme zarpa por la rendija, y por detrás de la puerta
el papaloi colocó una pata de gallina en su palma. Una pata con un trapo rojo atado. El
mensajero la escondió en sus andrajos y volvió a introducir la mano para alcanzar otra.
Veinte veces repitió el acto y luego dejó caer su brazo pesadamente. La puerta empezó a
cerrarse lentamente.
—¡Papaloi! —gimió la figura que estaba fuera—. ¿Por qué escondes la cara? ¿Están
enojados los espíritus?
Había un destello de sospecha en sus ojos. En seguida, la rendija de la puerta se
ensanchó. La arrugada y familiar cara de Papá Benjamín asomó y sus ojos lanzaron
rayos malignos.
—¡Vete! —chilló el viejo—. ¡Ve a llevar las convocatorias! ¿Quieres que haga caer
sobre ti la ira de un espíritu?
El mensajero salió dando tumbos. La puerta se cerró violentamente.
109

Se puso el sol. Era de noche en Nueva Orleans. Salió la luna. Sonaron las campanas
de la medianoche en el campanario de la catedral de San Luis, y apenas se había
extinguido la última nota, un horrible y selvático silbido se oyó frente a la casa envuelta
en el silencio. Una negra rechoncha, con un cesto al brazo, subió pesadamente la
escalera, un momento después abrió la puerta, se dirigió al papaloi, y volvió a cerrarla,
trazó en ella con su dedo una invisible marca y la besó. Luego se volvió y sus ojos se
abrieron de sorpresa. Papá Benjamín estaba en la cama, tapado hasta el cuello con los
inmundos trapos. Los familiares candeleros estaban encendidos. La taza para la sangre,
el cuchillo del sacrificio, los polvos mágicos, todo el atuendo del ritual estaba dispuesto.
Pero colocados alrededor de la cama, en vez de estarlo al otro extremo de la sala, como
siempre.
La cabeza del viejo, sin embargo, se irguió sobre los revueltos trapos. Sus ojos la
miraron sin pestañear; el familiar semicírculo de algodón que rodea su cabeza y su
máscara de ceremonias está a su lado.
—Estoy un poco cansado, hija mía —le dice. Sus ojos se vuelven a la pequeña
imagen de cera de Eddie Bloch colocada bajo los candelabros, erizada de alfileres. La
mujer también mira—. Un condenado está próximo a su fin. Vino aquí anoche pensando
que yo podía ser muerto como cualquier otro hombre. Me disparó un tiro. Yo soplé y
detuve la bala en el aire; ésta dio vuelta y entró de nuevo en el revólver. Pero ¡eso me
cansó tanto! Forzó un poco mi garganta.
Un destello vengativo iluminó la ancha cara de la mujer.
—¿Y él morirá pronto, papaloi?
—Pronto —soltó la agotada figura de la cama.
La mujer rechinó los dientes y agitó los brazos con regocijo. Luego levantó la tapa de
su cesta y dejó escapar una gallina negra, que salió aleteando por la habitación.
Cuando los veinte se reunieron, hombres y mujeres, viejos y jóvenes, el tambor y las
calabazas tornaron a sonar, la cadenciosa melopea comenzó y la orgía se inició.
Lentamente, danzaron alrededor de la cama. Luego, más rápidamente cada vez,
frenéticos, asiéndose unos a otros, haciéndose sangre con cuchillos y uñas, girando los
ojos en un éxtasis que otras razas más frías no conocen. Las ofrendas, plumíferas y
pilíferas, que habían sido atadas a las patas de la cama, chillaban y saltaban alborotadas.
Entre ellas había un monito que ocultaba su cara entre las manos, como un niño
atemorizado, y chillaba. Un negro barbudo, con su desnudo torso brillante como charol,
cogió una de las aterrorizadas aves, la desató y la extendió con ambas manos en
dirección al brujo.
—Estamos sedientos, papaloi; queremos comer la carne de nuestros enemigos.
Los demás hicieron eco a estas palabras:
—Tenemos hambre, papaloi; queremos comer la carne de nuestros enemigos.
Papá Benjamín movió la cabeza a compás del ritmo.
—¡Sacrificio, papaloi, sacrificio!
Papá Benjamín parecía no oírlos. Luego, los trapos se levantaron y emergió un brazo;
pero no el tostado y esquelético brazo de Papá Benjamín, sino uno musculoso y firme
como la pata de un piano, enfundado en sarga azul, blanco en la muñeca y terminando
en un revólver de reglamento de la Policía, con el gatillo montado. El fingido brujo se
puso en pie de un salto, sobre la cama, de espalda a la pared, y recorrió lentamente a
todos aquellos diablos humanos con el cañón de su revólver, se izquierda a derecha,
luego de derecha a izquierda, en línea recta, sin prisa.
El resonante mugido de un toro salió de la grieta de su boca, en vez de la cascada voz
de falsete del papaloi.
—¡Pónganse todos contra aquella pared! ¡Suelten los cuchillos!
110

Pero todos estaban embobados. El paso del éxtasis a la estupefacción no es


instantáneo. Además, ninguno de ellos era muy avispado; de lo contrario, no estarían
allí. Las bocas se abrieron, la melopea cesó, los tambores y las calabazas enmudecieron,
pero seguían apiñados frente a aquel repentino desafío lanzado con el familiar y
arrugado rostro de Papá Benjamín y el fornido cuerpo de un blanco..., demasiado cerca
para que éste se sintiera cómodo. Las ansias de sangre y la manía religiosa no conocen
el miedo al revólver. Se requiere una cabeza fría para eso, y la única cabeza fría en
aquella habitación era el arrugado coco que estaba encima de los anchos hombros del
que esgrimía el revólver. Disparó dos veces y una mujer que estaba a un extremo del
semicírculo, la del tambor, y un hombre al otro extremo, el que sostenía el ave del
sacrificio, cayeron al mismo tiempo lanzando un doble gemido. Los del centro
retrocedieron lentamente por la sala, con los ojos fijos en el hombre que estaba en pie
sobre la cama. Un descuido, un parpadeo y se arrojarían sobre él como un solo cuerpo.
Levantando su mano libre, se arrancó los rasgos del brujo, para respirar más libremente
y ver mejor. La máscara se convirtió en un arrugado trapo ante los aterrorizados ojos de
los negros. Era una mezcla de parafina y fibra llamada moulage. Una mascarilla
mortuoria tomada de la cara del cadáver, que reproducía las más finas líneas del cutis y
hasta su color natural. Moulage. El siglo XX había vencido, después de todo. Detrás de
la máscara apareció, sonriente, sudorosa, la angulosa cara del detective Jacques
Desjardins, que no creía en espíritus, a menos que éstos estuvieran dentro de una
botella. Fuera de la casa se oyó el vigésimo primer silbido de la noche, pero esta vez no
un silbido selvático, sino uno largo, frío y agudo, que servía para convocar a las figuras
ocultas en las sombras de los portales, que habían estado allí esperando pacientemente
toda la noche.
Luego, la puerta fue casi arrancada y la Policía irrumpió en la habitación. Los
prisioneros —dos de ellos gravemente heridos— fueron empujados y arrastrados abajo,
para reunirse con el guardián inválido que había estado durante la última hora bajo
custodia policíaca. Puestos en fila, atados unos a otros, marcharon a lo largo del
tortuoso pasaje hasta salir a Congo Place.
En las primeras horas de aquella misma mañana, poco más de veinticuatro horas
después que Eddie Bloch entrara tambaleante en el Departamento de Policía con su
extraña historia, todo el asunto estaba cocinado y rotulado. El comisario, sentado frente
a su escritorio, escuchaba atentamente a Desjardins. Esparcida sobre la mesa había una
extraña colección de amuletos, imágenes de cera, manojos de plumas, hojas de bálsamo,
ouangas (hechizos de raspaduras de uñas, horquillas para el pelo, sangre seca, raíces
pulverizadas); monedas enmohecidas, desenterradas de las fosas de los cementerios, en
cantidad como no había visto nunca. Todo aquello era ahora la evidencia legal que iba a
ser cuidadosamente rotulada y ordenada para el uso del fiscal en el proceso.
—Y esto —explicó Desjardins, señalando una empolvada botellita— es, según me
dijo el químico, azul de metileno. Es la única sustancia lógica hallada en aquel lugar, y
que había quedado olvidada con un montón de basura que parecía no haber sido tocado
desde hacía años. A qué uso lo destinaba aquella gente, no podía decirlo.
—Un minuto —interrumpió vivamente el comisario—; eso concuerda con algo que
el pobre Bloch me dijo anoche. Él notó un color azulado debajo de sus uñas y otro
amarillento en el blanco de sus ojos, pero sólo después del acto de su iniciación. Esa
sustancia probablemente haya tenido que ver con eso; puede ser que sin que él se diera
cuenta, se la hayan inyectado. ¿Comprende usted? Eso lo destrozó exactamente como
ellos querían. Bloch tomó esas señales como la revelación de que tenía sangre negra.
Ésa fue la brecha por donde penetró el maleficio, quebrantando su incredulidad,
desmoronando su resistencia mental. Era cuanto ellos necesitaban: un punto vulnerable.
111

La sugestión hizo lo demás. Si usted me lo preguntara, le diría que con Staats usaron el
mismo método. No creo que él tuviera más sangre negra que el mismo Bloch, y, en
realidad, según me dicen, la teoría de que la sangre negra puede manifestarse así
después de varias generaciones es una patraña.
—Bien —dijo Desjardins, mirándose sus enlutadas uñas—; si se va a juzgar por las
apariencias, yo debo de ser un zulú pura sangre.
Su superior le miró, y si no hubiese tenido cara de póquer, tal vez habría podido
verse reflejada en ella la aprobación y hasta la admiración.
—Debió de ser un momento peliagudo el que pasó usted cuando los tenía a todos
alrededor, al desempeñar aquella farsa, ¿no?
—¡Pchs! No me impresionó gran cosa —contestó Desjardins—. Lo único que me
molestó fue el olor.

...........

Eddie Bloch —absuelto hacía dos meses al tiempo que ingresaban en la cárcel del
Estado veintitrés ex—vuduístas con penas que variaban de dos a diez años— ascendió a
la plataforma del Maxim’s para iniciar una nueva temporada. Estaba pálido y
desmejorado, pero recobraba lentamente su peso normal. La ovación que se le tributó
era capaz de reanimar a cualquiera. La gente aplaudía a rabiar y le vitoreaba, y eso que
su nombre había quedado fuera del reciente proceso. Los testimonios de Desjardins y
sus compañeros habían hecho innecesarios los de él.
El tema musical que iniciaba era dulce e inofensivo. Luego un camarero se acercó y
le entregó una petición. Eddie movió la cabeza.
—No. ya no está en nuestro repertorio.
Y siguió dirigiendo. Le llegó otra petición, y después otra. De pronto, alguien gritó, y
un segundo después toda la concurrencia hizo eco: “¡El Canto Vudú! ¡Queremos oír el
Canto Vudú!
Eddie se puso aún más pálido, pero se volvió y trató de sonreír, moviendo al mismo
tiempo la cabeza. La gente no se calló. La música no podía oírse y Eddie tuvo que
interrumpir. Desde todos los ámbitos de la sala, como en un partido de fútbol, le
gritaban:
—¡Queremos el Canto Vudú! ¡Queremos...!
Judy estaba a su lado.
—¿Qué le pasa a la gente? —preguntó Eddie—. ¿No sabe lo que eso me ha causado?
—¡Tócalo, Eddie, no seas tonto! —le pidió ella—. Ahora es el momento; rompe de
una vez para siempre con el hechizo; convéncete de que ya no tiene poder sobre ti. Si no
lo haces ahora, no podrás librarte de él jamás. ¡Adelante, yo bailaré con esta misma
ropa!
—Okay! —dijo Eddie.
Golpeó en su atril con la batuta. Hacía algún tiempo que no lo ejecutaba, pero sabía
que podía confiar en su orquesta. Suavemente, como un trueno a la distancia
acercándose cada vez más: ¡bum—butta—butta—bum! Judy remolineó detrás de él y
dejó escapar el grito preliminar: Eeyaeeya!
Judy oyó una conmoción a su espalda y se detuvo tan repentinamente como había
comenzado. Eddie Bloch había caído en el suelo, boca abajo, y no se movió más.
De algún modo, todo el público presintió la verdad. En esa caída había algo
definitivo que se le reveló. Los que bailaban esperaron un minuto y luego se
disgregaron con un ligero murmullo. Judy Jarvis no gritó ni lloró; se quedó allí mirando
fijamente, pensando... El último pensamiento de Eddie, ¿había nacido en su propio
112

cerebro o había venido de fuera? ¿Había estado dos meses en camino desde la
profundidad de la fosa, buscándolo? ¿Buscándolo hasta encontrarlo esta noche, cuando
comenzaba una vez más a ejecutar el canto que lo dejaba a merced de África? Ningún
policía, ningún detective, ningún médico ni hombre de ciencia podría decirlo
jamás. ¿Vino de dentro o de fuera? Todo lo que dijo Judy fue:
—¡Quédense a mi lado, muchachos...! Bien cerca; tengo miedo de las sombras...

PAPÁ BENJAMIN
William Irish
Trad. V. Canoura y H. Maniglia
Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3

EL GRIS GRIS EN EL ESCALÓN DE SU PUERTA


LE VOLVIÓ LOCO
RAYMOND J. MARTÍNEZ

M uchas de las casas viejas de Nueva Orleans fueron construidas cerca de la


acera, y se accedía a ellas por una escalera, por lo general de tres o cuatro
tramos. En la actualidad los foráneos se preguntan por qué se mantienen esos
escalones tan limpios, pero eso es una costumbre respetada desde hace tiempo. Se los
lava todos los días, y a veces, cuando no están perfectamente limpios, se extiende sobre
ellos ladrillo en polvo. Nunca ha habido una explicación satisfactoria para que se eche
ladrillo en polvo sobre escalones del todo limpios. El interior de la casa puede estar
polvoriento y sucio, pero los escalones han de encontrarse relucientes, pues ello le da la
impresión a los transeúntes de que toda la casa está igual de limpia. (Es la mejor
explicación que puedo dar sobre los escalones limpios de Nueva Orleans; puede que
haya una mejor, pero yo no la conozco.)
Había un hombre de moral dudosa que tenía dos nombres, J. D. Rudd y J. B.
Langrast. Hacia 1850 era el propietario de una casa que tenía un gran patio, situada en la
calle Dumaine, y en ella se ganaba la vida vendiendo chatarra que almacenaba en su
terreno, tanto en el interior de la casa como en el patio. Sin embargo, sus escalones
siempre estaban limpios, y cualquier persona que entraba en la morada se quedaba
asombrada al ver la suciedad: las ropas viejas, las sábanas que no habían sido cambiadas
en semanas, y los diversos artículos, como garrafones, muebles rotos, ruedas de
carreteras y pajareras. No obstante, ganaba bastante dinero, pues la mitad de la chatarra
que vendía era robada, y una buena parte la recogía gratis. Compraba muy poco. Sin
embargo, no había día en que no realizara ventas que ascendieran a una suma próxima a
los cien dólares, en aquella época una cantidad considerable.
El motivo por el que utilizaba dos nombres se debía a que tenía dos mujeres, una en
la parte alta de la ciudad y la otra en la parte baja. Ninguna conocía la existencia de la
otra, y, como una hablaba sólo francés y la otra sólo español, no resultaba probable que
se llegaran a conocer y compararan notas. En la zona alta era conocido como Langrast,
y en la baja como Rudd; y cuando estaba en la parte alta vestía un excelente traje a
medida y camisa limpia, de hecho, se vestía como un caballero, mientras que en la parte
baja llevaba ropas de trabajo, pues su esposa de allí, habiendo sido criada en una choza,
113

no era muy exigente. Hasta hoy en día no se sabe por qué quería dos mujeres, ya que
pasaba la mayor parte del tiempo en su cuartel general de la chatarra en la calle
Dumaine, y dormía en una cama apenas apta para animales, y menos aún para un
hombre que a veces se vestía como un caballero y asumía modales adecuados. Vivió
feliz de esa manera durante varios años, y se consideró como un genio del engaño.
Marie Laveau se hallaba en la cúspide de su fama y gloria por esa época, y
asombraba a la gente con sus increíbles logros, pero Langrast la odiaba, a ella y a su
culto, y a todos los individuos que profesaran el vudú. Decía que eran “la escoria de la
tierra, y ladrones que preferían matar y robar.” Siempre que había un asesinato
misterioso en la ciudad él le atribuía el crimen a algún “vudú”. Pero una mañana, al
abrir la puerta delantera de la casa, vio en los lustrosos escalones una cruz y una bolsa
pequeña que contenía la cabeza de un gallo. Eso le enfureció, y fue de inmediato a
informar del asunto a la policía; sin embargo, sólo había recorrido unas calles cuando se
le ocurrió que no se hallaba en posición de atraer publicidad sobre su persona, ya que
estaba usando dos nombres y estaba casado con dos mujeres. Una vez que se hubo
calmado, también pensó que la policía poco podía hacer al respecto. Cuanto más
discretamente viviera, mejor. Dio la vuelta y se preguntó qué podía hacer con la cabeza
de gallo que llevaba con él para mostrársela a la policía, y al ser incapaz de decidirse se
metió en un bar y pidió una copa de whisky. De pie a su lado, en la barra, había un
hombre de aspecto lamentable que parecía estar emborrachándose adrede, pues no
paraba de pedir una copa tras otra.
Cuando Langrast se disponía a marcharse, el hombre le encaró y dijo:
—¿Me ve? Míreme, en una ocasión fui un caballero próspero. Pero míreme ahora.
Soy un mendigo. ¿Por qué? ¿Le gustaría saberlo? Es una historia interesante, y yo se la
voy a contar. Los seguidores del vudú me lanzaron una maldición. Yo estaba
enamorado de una muchacha; pero no voy a hablar de eso... por motivos que conozco
muy bien, motivos sagrados, muy sagrados. El amuleto aparecía cada mañana en el
escalón de mi puerta —cada mañana— y entonces mi suerte empezó a cambiar. Un
sinsonte que venía a cantar a mi ventana todas las mañanas desapareció; mi pececillo de
colores se murió; mi perro, Rex, el animal más bueno que haya vivido alguna vez,
recibió un tiro, y murió en mis brazos, despidiéndose de mí como lo haría un ser
humano. —En ese momento le saltaron las lágrimas—. Yo estaba en el negocio del
tabaco y vendía tabaco cultivado aquí, en el distrito de St. James, y ganaba dinero. Iba
camino de convertirme en millonario, a pesar de que gastaba el dinero a raudales.
Langrast no deseaba oír la historia, y reanudó la marcha, pero el hombre lo agarró del
brazo.
—No tenga prisa; podría sucederle a usted, y le aconsejo que lo escuche para que
pueda estar en guardia. Me llamo John Spiker, y soy de Kentucky.
Langrast estaba asustado. Parecía como si el amuleto ya empezara a actuar sobre él.
—Le invito a una copa —dijo—, y eso es todo.
Mientras John Spiker le indicaba con un gesto al camarero que les llevara dos copas,
Langrast le deslizó la cabeza de gallo en el bolsillo.
Les sirvieron las bebidas y Spiker se puso a hablar de nuevo.
—Sí, como iba diciendo, tenía un carruaje y los mejores hombres de la ciudad me
estrechaban la mano en la calle; pero ahora no me conocen, ni siquiera saben ya mi
nombre, no reconocen mi cara... como si nunca me hubieran visto. Pero deje que le
muestre mi cheque de diez mil dólares anulado, calderilla que...
Metió la mano en el bolsillo, y cuando sintió la cabeza de gallo la cara se le puso
lívida, y pareció incapaz de mover un músculo. Se volvió para ver si había alguien
detrás de él, con la mano aún en el bolsillo apretando la cabeza de gallo. Al rato la sacó,
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la examinó y la arrojó con todas sus fuerzas contra el espejo del bar, rompiendo dos
botellas de whisky.
El camarero se dirigió al cuarto trasero del bar y regresó con una escopeta de doble
cañón que apuntó en dirección de Langrast y Spiker cuando dijo:
—Y ahora largaos, los dos.
—¿Por qué yo? —preguntó Langrast.
—Porque te vi meter esa cabeza de gallo en el bolsillo de Spiker.
Al oírlo, Spiker recordó todas las imprecaciones que había escuchado alguna vez en
el viejo Kentucky y se las soltó a Langrast, jurando que si tuviera un revólver lo
mataría, y declarando que si se encontraba cuando lo tuviera le dispararía en el acto,
pues ese incidente había renovado la maldición lanzada sobre él, prolongándola “ni se
sabe cuánto”.
El camarero, ya calmado, soltó la escopeta y, habiendo disfrutado de los magníficos
insultos de Spiker, dijo que los muchachos podían tomar una copa por invitación de la
casa, y para mostrarles que el amuleto no significaba nada para él, conservaría la cabeza
de gallo en un vaso de su mejor whisky y la mantendría en el estante de los licores.
Spiker no se movió durante un momento; luego, con lágrimas frescas cayéndole por
las mejillas, le estrechó la mano a Langrast. Una vez acabada la copa a cuenta de la
casa, decidieron que se emborracharían juntos, y juraron que “limpiarían Nueva Orleans
del vudú”, y que lo desenmascararían “como el fraude más sucio que existiera jamás o
regresarían a un país civilizado, como Tennessee o Kentucky, donde un hombre podía
dispararte cara a cara, pero que jamás se agacharía para ponerte un amuleto en el
escalón de la puerta, causándote la muerte por una lenta humillación e inanición.”
Casi agotaron el licor del bar, todo a cuenta de Langrast, pues era un hombre
próspero. En algún momento del amanecer se fueron trastabillando a casa, y cuando
Langrast llegó a la suya vio una cruz nueva y otra cabeza de gallo en los escalones. Eso
le volvió loco. Entró en la casa, cogió su escopeta y se puso a destrozar los escalones a
balazos, al tiempo que maldecía el vudú y juraba que iba a matar hasta el último de sus
seguidores que “infestaban esta ciudad”. Los vecinos llamaron a la policía y Langrast
fue encerrado.
Cuando le soltaron, después de pagar una fuerte multa, malvendió su negocio,
abandonó a sus dos esposas y dejó la ciudad.
Treinta años después llegó un anciano a Nueva Orleans procedente del Perú, y se
registró en el Hotel St. Louis como J. B. Langrast. Hablaba español con fluidez y era
muy rico, ya que provocó un impacto en los círculos bancarios depositando medio
millón de dólares en un banco de Nueva Orleans. Pasado un tiempo, se puso a buscar a
la mujer de J. D. Rudd y a la mujer de J. B. Langrast. Descubrió que la señora Rudd
estaba muerta y que la señora Langrast, ahora de cincuenta años, trabajaba como
camarera en el Hotel St. Louis. Se dirigió al restaurante y la reconoció. Pero ella no le
reconoció a él; había envejecido mucho, y como ya casi había olvidado el inglés ella no
pudo recordar su voz... su entonación había cambiado. Pero al final la convenció de que
era su marido y la llevó a Tennessee, que para él era un civilizado en el que deseaba
pasar el resto de su vida... donde un hombre nunca te disparaba por la espalda, ni te
torturaba con amuletos ni te lanzaba una maldición.

GRIS GRIS ON HIS DOOR—STEP DROVE HIM MAD


Extraído de Mysterious Marie Laveau, Voodoo Queen, And Folk Tales Along The Mississippi, 1956
Raymond J. Martínez
Trad. Elías Sarhan
Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3
115

AMERICAN ZOMBIE
DR. GORDON LEIGH BROMLEY

P arís en 1936 era agradable cuando conduje desde el Aeropuerto Le Bourget a la


ciudad, una mañana de primavera. Había embarcado en el primer vuelo desde
Londres en una visita rápida, y mi intención era cubrir un buen número de
investigaciones disparatadas. Un escritor en el periódico parisino Le Temps había
publicado algunos puntos de vista sobre el arte comercial moderno, y yo quería
formularle más preguntas al respecto. Una vez que hube terminado otras entrevistas,
llamé a su oficina y pedí hablar con el señor Henri Champley, mencionando que traía
una carta de su corresponsal en Londres, Robert L. Cru. Me informaron que se
encontraba en la Agence Havas, pero me dijeron que podía dirigirme ya al periódico,
pues esperaban que regresara pronto.
Cuando entré en la oficina no tenía la más mínima intención de realizar ninguna
mención sobre mi propio interés en la magia; sin embargo, madame Tabouis —que dio
la casualidad de presentarse al mismo tiempo que yo— hizo un comentario fortuito
sobre las hazañas de madame Alexandra David—Neel, a quien yo había conocido en
Benarés hace muchos años, antes de que se fuera al Tíbet. Encontré a monsieur
Champley muy interesado en un libro que acababa de terminar de corregir; y estaba
profundamente inmerso en la cultura negra en todos sus aspectos. Ya había publicado
un libro titulado, creo, Route Shanghai; y este nuevo trabajo iba a llamarse Femme
Blanc et l’Homme Noir, o un título similar... aún no lo había decidido. Hacía poco yo
había reseñado los volúmenes de W.B. Seabrook, Magic Island y Jungle Ways; y
cuando hube acabado con mis preguntas corrientes, nuestra conversación se dirigió a las
experiencias de la magia. A pesar de sus muchos viajes, monsieur Champley no alegaba
haber tenido ninguna experiencia íntima con el lado oculto del mundo, aunque había
recorrido todo el Oriente. Con toda probabilidad no se apartó demasiado de los bien
recorridos trayectos de la gente rica. Había visitado los Países Bajos y también las
Indias Orientales; Java y, por supuesto, Bali, e imagino que también Sumatra; pero
incluso allí no buscó contacto con el mundo oculto. Con el submundo corriente del
blanco civilizado, sí; ése era, en verdad, uno de sus intereses como buen periodista y
estudioso de los asuntos mundiales. Estaba francamente alarmado de las relaciones
sexuales del hombre blanco con las mujeres de color, y —lo que a él le parecía más
grave— de las mujeres blancas con los hombres de color. Comprendía, dijo, la
repugnancia alemana hacia esta revolución biológica. Le comenté lo de las colonias
francesas y lo que yo mismo había visto. Reconoció todo: desde Marruecos a Indochina.
Y luego mencionó Haití... y a los zombis; y entonces recordé los relatos de Seabrook.
Después, Henri Champley exclamó con calma:
—¡Por supuesto, yo mismo he visto un zombi! ¡Y no en Haití, sino en Nueva York!
¡Y era una mujer blanca!
Incluso entre los estudiantes de magia, el fenómeno del zombi rara vez se menciona.
El zombi, el vampiro, el profanador de tumbas, y las versiones modernas de los íncubos
y los súcubos... no son nada agradables. Uno necesita tener un corazón valiente y ciertos
conocimientos para examinarlos con frialdad. Entre los Bataks de Sumatra había
116

conocido a los zombis, y aunque en la peor ocasión no estuve solo, su dueña se hallaba
demasiado próxima al distrito para mi gusto.
Le pedí a monsieur Champley que me hablara de esa zombi americana. Hizo una
pausa prolongada antes de empezar. Daba la impresión de que hubiera tratado de olvidar
una experiencia desagradable y que le resultara difícil recordar los suficientes hechos
del acontecimiento.
—¿Recuerda lo que dice madame David—Neel acerca de sus experiencias en el
Tibet? —Asentí, ya que había leído con atención sus libros—. Había un hombre...
varios hombres que se convirtieron en raudos viajeros, ayudados en parte por
encontrarse en un estado casi hipnótico. Bien, ése me parece a mí que es un tipo de
enfoque al zombi; pero ahora su resistencia es mayor. Por lo demás, la criatura puede
estar muerta para este mundo.
Mi propia experiencia coincidía con esa observación. Hay zombis de muchos grados
y varios tipos. Aun en las calles de Londres, a intervalos, se puede ver a los muertos
vivientes realizando alguna tarea por voluntad de sus amos. Pero a mí me interesaba
esta zombi americana.
—Yo estaba en Nueva York —continuó monsieur Champley— y, naturalmente, me
dirigí a Harlem, el principal distrito negro, por razón de mis propios estudios de la
cultura negra.
Había asistido a una reunión de una especie de sociedad secreta, celebrada en un
sótano de la Avenida Lennox, una vez que los “tugurios” corrientes de los negros
habían cerrado. Allí los negros discutieron los aspectos políticos de su futuro. Uno de
ellos, a quien él llamó señor Joshua, caminó con él hasta el mismo Central Park. Bajo la
primera luz del sol, sacaron muchos temas. Hablaron de la atracción entre la gente
blanca y la de color. El señor Joshua se tornó más misterioso cuando surgió el tema de
la “fascinación”, dijo monsieur Champley.
—Joshua insinuó que los negros todavía poseían algunos de los antiguos secretos de
la magia... ésos que se conocían en el Congo, en Guinea, hace siglos. Estos métodos
tradicionales de magia, afirmó, les eran desconocidos a los chinos o a los japoneses. En
cuanto a ello, yo mismo no sé si es correcto.
”Entonces me preguntó si yo sabía lo que era un guédé. El nombre me era
absolutamente extraño. Luego explicó que se trataba de un zombi. En el acto reconocí el
término por el libro de Seabrook, y dije que sí; sin embargo, no conocía nada más que lo
que la ligera descripción allí impresa pudo contarme, lo cual no era mucho, y le indiqué
a Joshua que no estaba en mi terreno.
”—Bien —dijo con orgullo, como si el mago negro tuviera un rango muy alto en la
orden para haber adquirido ese poder (¡y quizá así sea!)—, puede pensar que se trata de
un cuerpo muerto, traído una vez más a la vida antes de que toda la vida haya partido. O
puede decir que es, quizá, un ser humano corriente cuya voluntad ha sido
completamente dominada. Su propia inteligencia está suprimida; nunca más volverá a
emerger. Entiende lo suficiente como para oír y obedecer, ¡pero nunca se eleva a la
consciencia personal!
”—¿Es lo mismo que el hipnotismo? —pregunté.
”—¡Claro que no! No es lo mismo —repuso mi amigo Joshua—. Es una esclavitud
del alma. ¡Y yo la he visto!
Entonces formulé una pregunta:
—¿Cuál es, con precisión, la diferencia entre un proceso de hipnotismo, como el
sistema que empleaban años atrás en el Salpétriere por razones médicas o investigación
psicológica, y este proceso oculto de fascinación que ha producido un zombi? ¿Cuál es
117

la diferencia entre el hipnotismo corriente... y el método aliado, pero no idéntico, del


mesmerismo?
Champley se confesó incapaz de definirla. Yo había visto la práctica tanto del
hipnotismo como del mesmerismo; y tenía la seguridad de que existía una diferencia
considerable. Sin entrar en detalles aquí, consideraba que un proceso se operaba de
forma directa a través de la mente, y el otro, primordialmente, a través del cuerpo. O,
para decirlo de otra manera, se podía mesmerizar a un animal —un gato o una gallina—
, pero no era posible hipnotizar a un ser que carecía de una mente consciente para ser
hipnotizada. Le expliqué, lo mejor que pude, algunos de estos puntos.
—Pero —pregunté—, ¿cómo se produce el zombi? ¿Es una obsesión?
De nuevo Champley reconoció su ignorancia. No lo sabía; no se lo habían contado.
Siguió narrándonos más cosas de su aventura en Nueva York.
—El señor Joshua me habló de un negro misterioso y viejo, a quien él conocía
personalmente, que había afirmado tener el poder de producir y controlar a los zombis.
Primero le había mostrado esa zombi americana a Joshua, como un ejemplo para que él
no temiera el poder de los blancos.
”En una habitación, en un piso más alto de una pensión de Harlem, que en realidad
se hallaba encima del sótano del restaurante donde yo asistí a la reunión de los negros,
había un cuarto cerrado. Allí se escondía esa zombie americana. El negro viejo abrió la
puerta en silencio. Se acercó a la cama, que tenía una figura quieta cubierta con una
especie de mantel barato. Retiró la tela y reveló la cara mortalmente pálida de una mujer
de unos treinta años, de pelo oscuro. Quitó el mantel del todo. Ella tenía los brazos
reposando a los costados, y su torso y extremidades brillaban con una especie de palidez
cerosa. No había ni un punto de color en ella, ni tenía vello, y los pezones eran como las
raíces blancas de alguna planta.
”El negro viejo retrocedió, con los brazos cruzados, al tiempo que musitaba alguna
antigua exhortación del Congo; y al cabo de un momento la mujer se levantó, se cubrió
el cuerpo con la tela y empezó a moverse por el cuarto, realizando diversas tareas
insignificantes, siendo el único sonido el suave roce de sus pies descalzos y el
continuado y profundo cántico del viejo mago. Durante unos diez minutos o así la
escena nos mantuvo en silencio. Entonces, el anciano paró, agitó los brazos con lento
poder, momento en que la mujer volvió a echarse y se puso, una vez más, rígida. No
pudimos detectar ninguna señal o sonido de respiración en todos esos minutos. Volvió a
cubrirla con el mantel y el negro nos hizo un gesto para que nos fuéramos. No
necesitamos una segunda orden. Me alegré de salir al fresco y luminoso aire del día. No
podía creer lo que había visto: ¡sin lugar a dudas una zombi americana, una mujer
blanca en ese estado oculto, ahí, en la Avenida Lennox, en Harlem, Nueva York!
—¡Ya está! —finalizó Champley con cierto nerviosismo, pensé yo, ante el recuerdo
de ese episodio antinatural—. ¡Es todo lo que puedo contarles sobre esa zombi
americana!
—Hay muchas historias de la Misa Negra en París —reconocí—, y en su mayor parte
son leyendas, o algo meramente teatral y sin realidad alguna. Pero parece que lo que
usted vio tuvo la realidad sin la ceremonia.
—Desde entonces —prosiguió el periodista—, he pensado que, quizá, hay otras
clases de zombis. ¿Tipos de magia más moderna, de engaños más modernos? ¡Pero no
debo mezclar este ocultismo con nuestras políticas!
Al ver que recuperaba su humor galo, reí. Yo sabía que el París moderno tenía
muchos misterios, muchos atractivos para los príncipes o los mendigos, algunos de ellos
de naturaleza oculta; y algunos más cálidamente humanos en su inmediatez de encanto
para el hombre corriente.
118

—Una cosa más —recordó—. Jamás averigüé de dónde procede el nombre de


zombi. A la mujer la llamaron guédé.
—Seabrook nos da el nombre de zombi como un término vudú, procedente de Haití
—aventuré. Había escuchado nombres diferentes para la misma criatura en la India y
Sumatra—. La palabra zombi quizá provenga del español antiguo, posiblemente es una
corrupción de es hombre y de sombra 5 . El nombre hindú, chayya, también significa una
criatura de la sombra; pero un fantasma es un bhuth: el doble es el s’arira.
Estos términos no vienen en los diccionarios habituales, ingleses o franceses; ni
siquiera se pueden encontrar en las enciclopedias del ocultismo. La palabra francesa
guédé significa glasto; mientras que guerat significa barbecho. ¿Indica, entonces, ese
término —quizá como un antiguo vocablo de argot parisino que de algún modo llegó a
Haití— “la criatura que es barbecho”, incapaz de un crecimiento del alma? El habla
isleña de las Indias Occidentales tiene muchos dialectos que combinan el francés, el
español y el portugués con las lenguas africanas de los negros; y tal vez se hayan
encontrado nombres nuevos para la antigua y casi olvidada magia del Continente
Oscuro.

AMERICAN ZOMBIE
Dr. Gordon Leigh Bromley
Trad. Elías Sarhan
Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3

LA PÓCIMA VUDÚ DE AMOR COMPRADA CON


SANGRE
BRAD STEIGER Y SHERRY HANSEN STEIGER

L as narraciones de los consortes demoníacos también traen a la mente aquellos


ejemplos en que los satanistas descarriados han buscado crear pócimas de amor
que les dieran un poder ilimitado sobre el sexo opuesto. Un acontecimiento que
tuvo lugar en New Jersey hace unos años es un clásico ejemplo de cómo la combinación
de sexo, vudú y oscuros deseos puede provocar un motivo espeluznante para el
asesinato y el sacrificio humano.
Juan Rivera Aponte había nacido en Puerto Rico y había sido educado en una mezcla
de cristianismo, magia negra y vudú. Siempre desde su infancia había oído a los
hechiceros hablar de una legendaria fórmula que podía darle a un hombre control sexual
completo sobre las mujeres.
Cuando vino a los Estados Unidos, consiguió un trabajo en una granja de pollos en
las afueras de Vineland, New Jersey. Se encargó de traer consigo algunos de los
antiguos libros de magia negra de su familia en su vieja maleta, y una vez que finalizaba
sus tareas en la granja se pasaba las noches indagando en los viejos volúmenes en busca
de la pócima mágica de amor. Aunque esas noches eran más bien solitarias y
deprimentes, en su corazón sabía que pasaría las noches futuras haciendo el amor con
mujeres hermosas.
Su mente enfebrecida se había centrado en una muchacha en particular. Una hermosa
estudiante de instituto de ojos oscuros, cabello negro y un cuerpo que empezaba a

5
En castellano en el original. (N. del T.)
119

florecer había llegado a obsesionarle. Juan sabía que ella era demasiado joven para
casarse, pero la magia la obligaría a entregarse a él.

CONTROL COMPLETO SOBRE LAS MUJERES, QUE LAS CONVIERTE EN “ESCLAVAS DE


AMOR”

Finalmente, en un viejo libro de vudú, encontró la fórmula para una legendaria pócima
“esclava de amor”. Había vuelto las amarillentas y frágiles páginas del antiguo tomo
hasta que sus ojos se clavaron en el texto español bajo el título que prometía Pócimas de
Amor.
Le temblaba todo el cuerpo de ansiedad mientras leía las instrucciones y los
ingredientes. Las alas de murciélago desecadas serían fáciles de conseguir. Las entrañas
de lagarto presentaban pocos problemas.
Confiado, siguió leyendo. Mezclaría y prepararía la pócima de inmediato. Todas las
mujeres que deseaba serían sus esclavas de amor.

POLVO TRITURADO DEL CRÁNEO DE UN NIÑO INOCENTE

Entonces leyó el último ingrediente, y la respiración se le entrecortó ásperamente en la


garganta.
“Rocía la pócima con harina de huesos reseca y triturada de un cráneo humano. El
polvo ha de prepararse del cráneo de un niño inocente.”
Juan soltó el libro y se levantó de la silla de un salto. Aunque quedó
momentáneamente asqueado de horror ante esa cosa sórdida que debía hacer, sabía que
ningún precio sería demasiado alto por su derecho a tener a cualquier mujer que
quisiera.
La noche del 13 de octubre, Roger Carletto, un estudiante de instituto de trece años,
planeaba ir al cine en Vineland con su hermana.
—Un tío me debe un dólar —le dijo a su hermana—. Espérame mientras voy a
pedírselo.
Montó en su bicicleta y pedaleó a toda velocidad por North Mill Road en dirección a
las afueras de la ciudad.
Cuando Roger no regresó en un tiempo razonable, su hermana se lo contó a sus
padres, y después de un intervalo más largo, la familia se lo notificó a la policía. A
Roger Carletto nunca más se lo volvió a ver vivo.
Pasó el invierno, y cuando llegó el deshielo de la primavera, se repitió el dragado de
los ríos y estanques de los alrededores de Vineland en busca del cuerpo del chico
desaparecido.
En el verano todo el mundo se preguntaba qué le había sucedido a Roger Carletto. La
policía aún carecía de pistas sobre su desaparición. Era como si el chico, sencillamente,
hubiera entrado en otra dimensión.

EL CUERPO DESMEMBRADO EN EL GALLINERO

Entonces, en la noche del 1 de julio, las autoridades recibieron por fin su primera pista
en el caso. Los patrulleros Joseph Cassissi y Albert Genetti respondieron a una llamada
nocturna realizada por un granjero de North Mill Road que dijo que su mozo de campo
se había vuelto completamente loco.
Según el joven granjero, su esposa se había despertado durante la noche y había
descubierto a su mozo, Juan Rivera Aponte, paralizado en su cuarto de baño, de pie,
120

como si fuera una estatua de piedra. Tenía un palo en la mano, que comenzó a blandir
ante la pareja, hasta que el granjero se lo arrebató.
Los dos agentes de policía fueron conducidos hasta el cuarto de Aponte, situado
encima del gallinero. Era un hombre delgado, de cabello y ojos oscuros, casi hipnóticos.
Dormía en un camastro rodeado de varias botellas de cerveza vacías. Las paredes del
cuarto estaban cubiertas de fotografías de chicas desnudas y estrellas de cine.
Durante el interrogatorio inicial de Aponte, afirmó que su jefe, el joven granjero,
había matado al niño Carletto y lo había enterrado en el gallinero.
Siguiendo las instrucciones del mozo de campo, la policía se puso a excavar en el
suelo de tierra del gallinero y quedó sorprendida al encontrar el cadáver del muchacho.
El cuerpo estaba vestido sólo con unos pantalones cortos, y le faltaba la parte superior
del cráneo, la mano izquierda y un pie. Siguiendo con la excavación, los agentes
desenterraron el pie y la mano, pero no pudieron encontrar rastro alguno de la parte que
faltaba del cráneo.
Al horrorizado granjero, que estaba demasiado atontado para protestar por su
inocencia, se le pidió que acompañara a los agentes a la comisaría.
El detective Tom Jost no podía creer que el granjero fuera culpable, aduciendo que
tenía fama de ser un hombre muy trabajador y de buen carácter. Aponte había afirmado
que su jefe había matado a Roger Carletto debido a su ascendencia italiana, y que el
granjero odiaba a todos los italianos porque en la Segunda Guerra Mundial habían sido
fascistas. Jost no podía tragarse un prejuicio que se remontaba a la Segunda Guerra
Mundial como un motivo convincente para matar y mutilar a un adolescente.

LIBROS EXTRAÑOS Y ANTIGUOS DE MAGIA NEGRA, VUDÚ Y HECHIZOS DE AMOR

El capitán John Bursuglia tampoco se creyó la historia. Ordenó un registro del cuarto de
Aponte y contrató a un traductor para que le contara qué había en todos esos libros
viejos escritos en español.
Entonces, a la mujer joven que había actuado como intérprete durante los
interrogatorios de Aponte se le asignó la lectura de los libros del mozo de campo. No le
hizo falta más que un vistazo para informarle al capitán Bursuglia que los volúmenes
trataban de vudú, rituales de magia negra e instrucciones sobre cómo hechizar a la
gente.
Varios días después consiguió la total atención del oficial de policía, cuando leyó en
voz alta los ingredientes para una pócima de amor especial, una que requería el cráneo
de un niño inocente.
Después de cinco horas de ser interrogado por los detectives y de dar respuestas
evasivas e insatisfactorias, el puertorriqueño finalmente se derrumbó y confesó el
asesinato de Roger Carletto.
Aponte explicó cómo había necesitado esa pócima de amor con el fin de conseguir a
la chica de sus sueños. Se había estado preguntando dónde podría dar con un joven
inocente cuando Roger Carletto llamó a su puerta. Éste le había prestado un dólar a
Aponte y quería que se lo devolviera.

“HABRÍA MATADO A CUALQUIERA PARA CONSEGUIR ESE CRÁNEO”

—Necesitaba el hueso triturado del cráneo —dijo Aponte con indiferencia—. Habría
matado a cualquiera para conseguir ese cráneo. Dio la casualidad de que Roger fue el
primer niño que apareció.
121

Los horrorizados oficiales escucharon en silencio mientras Aponte describía cómo


había golpeado al muchacho, cómo le había estrangulado con una cuerda y cómo había
enterrado luego el cuerpo en el suelo de tierra del gallinero.
—No dejé de regar la tumba para evitar que el cuerpo se hundiera —explicó—. No
quería que mi jefe viera la depresión en la tierra y sospechara algo.
”Pasados unos meses, desenterré el cuerpo y le saqué la parte superior del cráneo con
un cuchillo de cocina. Luego volví a meterlo en la tumba, le pasé unos alambres al
cráneo y lo colgué dentro del hornillo de mi cuarto. Quería que se secara rápidamente
para poder terminar la pócima.
¿Por qué había irrumpido aquella noche en el hogar de su jefe?
Aponte sólo pudo sugerir que había bebido mucha cerveza y que quizá quería que lo
atraparan. Tal vez su conciencia le había vencido.
—Creo que lo hice con el fin de que viniera la policía y me arrestara.
Las pruebas psiquiátricas indicaron que Juan Aponte conocía la diferencia entre el
bien y el mal. Durante su juicio, el asesino del vudú presentó un alegato de no defensa y
fue sentenciado a cadena perpetua.
—Jamás llegué a completar mi pócima de amor de esclava —se quejó Aponte a un
compañero de celda antes de ser trasladado a una prisión estatal—. Sé que habría
funcionado. Podría haber obtenido el poder para tener a cualquier mujer que quisiera.

THE VOODOO LOVE POTION THAT WAS BOUGHT WITH BLOOD


Extraído de Demon Deaths, 1991
Brad Steiger & Sherry Hansen Steiger
Trad. Elías Sarhan
Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3

DESDE LUGARES SOMBRÍOS

Richard Matheson

E l doctor Jennings giró hacia el bordillo y las ruedas de su Jaguar levantaron una
ola de barro. Pisó con fuerza el freno, sacó la llave con la mano izquierda
mientras con la derecha tanteó en busca del maletín que tenía a su lado. Un
instante después se hallaba en la calle esperando un hueco en el tráfico por el que poder
cruzar.
Alzó la mirada hacia las ventanas del apartamento de Peter Lang. ¿Estaría bien
Patricia? Había sonado asustada por teléfono... trémula, cercana al pánico. Jennings bajó
los ojos y frunció el ceño ante la hilera de coches que no dejaban de pasar. Luego,
cuando se produjo un hueco en la procesión, se lanzó a la carrera.
La puerta de cristal se cerró automáticamente a su espalda mientras atravesaba el
vestíbulo. ¡Padre, date prisa! ¡Por favor! ¡No sé qué hacer con él! La voz sobrecogida
de Patricia reverberó en su mente. Entró en el ascensor y apretó el botón del décimo
piso. ¡No puedo contártelo por teléfono! ¡Tienes que venir! Jennings tenía la vista
clavada delante sin ver nada, ajeno al susurro de las puertas al cerrarse.
Ciertamente, la relación de tres meses de Patricia con Lang había sido problemática.
Aun así, no se sentiría justificado para pedirle que la rompiera. A Lang no se le podía
clasificar entre los ricos ociosos. Cierto, jamás había tenido que enfrentarse a un trabajo
122

en sus veintisiete años de vida. Pero no era indolente o inútil. Era uno de los cazadores
más importantes del mundo, y se movía en el mundo que había elegido con elegante
autoridad. Y a pesar de su aire jactancioso, en él había una vena de humor siempre
dispuesta a manifestarse y un sentido básico de la justicia. Pero lo más importante era
que parecía amar mucho a Patricia.
Sin embargo, este problema, fuera cual fuere, había surgido mientras el doctor se
hallaba fuera.
Jennings parpadeó y enfocó la vista. Las puertas del ascensor estaban abiertas.
Marchó rápidamente pasillo abajo, mientras los zapatos producían un ruido crujiente en
los baldosines encerados del suelo.
Había una nota escrita a mano pegada a la puerta. Pasa. Jennings experimentó un
temblor ante la visión de la apresurada letra de Pat. Cobrando ánimos, entró...
Y se paró en seco. El salón se encontraba revuelto, las sillas y las mesas tiradas, las
lámparas rotas, un puñado de libros lanzados por el cuarto, y por todas partes se veían
diseminados cristales rotos, cerillas y colillas de cigarrillos. Docenas de manchas de
licor ensuciaban la moqueta blanca. En el bar, una botella volcada goteaba whisky por
el borde de la barra; un chirrido regular inundaba la habitación procedente de los
gigantescos altavoces de pared. Jennings se quedó boquiabierto.
Peter debe de haberse vuelto loco.
Se quitó el sombrero y el abrigo, y luego se acercó al equipo de alta fidelidad y lo
apagó.
¿Padre?
—Sí —Jennings oyó con alivio el sollozo de su hija y se apresuró a ir al dormitorio.
Se encontraban en el suelo bajo la ventana. Pat estaba de rodillas abrazando a Peter,
que había encorvado su cuerpo desnudo hasta quedar acurrucado, los brazos apretados
contra la cara. Cuando Jennings se arrodilló junto a ellos, Patricia le miró con ojos
dominados por el terror.
—Intentó tirarse por la ventana —dijo—, intentó matarse.
—Bueno —Jennings apartó los brazos temblorosos de ella y trató de levantar la
cabeza de Lang. Peter jadeó, reculando para evitar su contacto y de nuevo volvió a
encogerse en una bola de extremidades y torso. Jennings observó su silueta contraída, el
movimiento de músculos en la espalda y hombros de Peter. Parecía que había serpientes
retorciéndose bajo la piel tostada por el sol—. ¿Cuánto tiempo lleva así? —preguntó.
—No lo sé —su rostro era una máscara de agonía—. No lo sé.
—Ve al salón y sírvete una copa —ordenó su padre—. Yo me ocuparé de él.
—Intentó saltar por la ventana.
—Patricia.
Ella empezó a llorar y Jennings giró la cara; lo que necesitaba eran lágrimas. De
nuevo trató de estirar el inflexible nudo que era el cuerpo de Peter. Una vez más el
joven jadeó y se apartó de él.
—Trata de relajarte —dijo Jennings—. Quiero que te tumbes en la cama.
—¡No! —exclamó Peter; la voz era un susurro denso por el dolor.
—No puedo ayudarte, muchacho, a menos que...
Jennings calló, con expresión sorprendida. En un instante el cuerpo de Lang había
perdido su rigidez. Estaba extendiendo las piernas y los brazos se apartaban de su tensa
posición ante la cara.
Peter levantó la cabeza. El rostro, cubierto por una barba oscura, estaba lívido, los
ojos perdidos, era la cara de un hombre que aguanta un tormento insoportable.
—¿Qué pasa? —preguntó Jennings, consternado.
Peter sonrió, una mueca desagradable.
123

—¿No se lo ha contado Patty?


—¿Contado qué?
—Me están embrujando —repuso Peter—. Algún...
—Cariño, no —suplicó Pat.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Jennings.
—¿Una copa? —dijo Peter. ¿Cariño?
Patricia se puso con cierta inseguridad de pie y se dirigió al salón. Jennings ayudó a
Lang a echarse en la cama.
—¿Qué es todo esto? —preguntó.
Lang dejó caer pesadamente la cabeza sobre la almohada.
—Lo que dije —contestó—. Embrujado. Maldecido. Hechicero — lanzó una risita
débil—. El bastardo esquelético me está matando. Ya lleva tres meses... casi desde que
Pat y yo nos conocimos.
—¿Estás...?— empezó Jennings.
—La codeína es ineficaz —dijo Lang—. Incluso la morfina... nada. —Jadeó en busca
de aire—. Sin fiebre, sin escalofríos. No tengo ningún síntoma para la asociación de
médicos. Sencillamente... alguien me está matando. —Miró a través de párpados
entrecerrados—. ¿Gracioso?
—¿Hablas en serio?
Peter bufó.
—¿Quién demonios lo sabe? —comentó—. Quizá sea delirium tremens. Dios sabe
que hoy he bebido lo suficiente como para... —La maraña de su pelo oscuro se deslizó
por la almohada cuando miró en dirección a la ventana—. Infiernos, ya es de noche —
dijo. Giró con rapidez—. ¿Hora?
—Las diez pasadas —dijo Jennings—. ¿Qué hay de...?
—Martes, ¿verdad? —inquirió Lang. Jennings se le quedó mirando—. No, veo que
no. —Lang empezó a toser secamente—. ¡Una copa! —gritó.
Cuando sus ojos se dirigieron a la puerta, Jennings miró por encima del hombro.
Patricia había vuelto.
—Se ha caído todo —dijo con voz de niña asustada.
—De acuerdo, no te preocupes —musitó Lang—. No la necesito. Pronto estaré
muerto.
—¡No hables así!
—Cariño, me encantaría morirme ahora mismo —dijo Peter, mirando al techo. Su
ancho pecho se alzó de manera irregular al respirar—. Lo siento, cariño, no hablaba en
serio. Oh, oh, ya empieza de nuevo. —Lo dijo con tanta suavidad que su ataque los
cogió por sorpresa.
Bruscamente, empezó a forcejear en la cama, sus piernas de músculos agarrotados
pateando como si fueran pistones, los brazos cruzados sobre la piel tensa de su cara. Un
ruido como el chillido de un violín osciló en su garganta y Jennings vio que le caía
saliva por la comisura de los labios. El médico fue a toda velocidad en busca de su
maletín.
Antes de llegar a cogerlo, el cuerpo agitado de Peter se había caído de la cama. El
joven se irguió, gritando, con la boca abierta con el frenesí de un animal esclavizado.
Patricia trató de contenerlo, pero, con un rugido, él la apartó bruscamente a un lado y
fue trastabillando hacia la ventana.
Jennings salió a su encuentro con la hipodérmica. Durante varios momentos
quedaron abrazados en una forcejeante lucha, el distendido rostro de Peter a unos
centímetros de la cara del médico, las manos de venas hinchadas en busca de la garganta
de Jennings. Lanzó un grito ronco cuando la aguja atravesó su piel y, dando un salto
124

hacia atrás, perdido el equilibrio, se desplomó. Intentó incorporarse, los ojos


enloquecidos clavados en la ventana. Entonces, la droga entró en su sangre y se quedó
sentado en la postura flácida de un muñeco de trapo. El sopor vidrió sus ojos.
—El bastardo me está matando —musitó.
Le tendieron en la cama y cubrieron sus lentos espasmos.
—Me está matando —repitió Lang—. El negro bastardo.
—¿De verdad cree eso? —preguntó Jennings.
—Padre, míralo —contestó ella.
—¿Tú también lo crees?
—No lo sé —sacudió la cabeza con gesto impotente—. Lo único que sé es que le he
visto cambiar de lo que era a... esto. No está enfermo, padre. No tiene nada. —
Experimentó un escalofrío—. Sin embargo, se está muriendo.
Jennings apartó los dedos del agitado pulso del joven.
—¿Le han visto?
Ella asintió cansinamente.
—Sí —respondió—. Cuando empezó a empeorar, fue a ver a un especialista. Pensó
que quizá su cerebro... —Sacudió la cabeza—. No tiene nada malo.
—Pero, ¿por qué dice que le están...? —Jennings se vio incapaz de pronunciar la
palabra.
—No lo sé —dijo ella—. A veces, parece creerlo. La mayor parte del tiempo
bromea.
—Pero, ¿en qué se basa...?
—Un incidente en su último safari —repuso Patricia—. En realidad no sé qué pasó.
Un nativo zulú lo amenazó; dijo que era un hechicero y que iba a... —Se le quebró la
voz—. Oh, Dios, ¿cómo algo así puede ser verdad? ¿Cómo puede suceder?
—La cuestión, pienso, es si Peter en realidad cree que está sucediendo —comentó
Jennings. Se volvió hacia Lang— . Y, por su aspecto...
—Padre, me he estado preguntando si... si, tal vez, la doctora Howell podría
ayudarlo.
Jennings la miró un momento. Luego, dijo:
—Tú crees en ello, ¿verdad?
—Padre, trata de comprenderlo. —Había un deje tembloroso de pánico en su voz—.
Tú sólo has visto a Peter de vez en cuando. Yo he visto cómo le sucedía día tras día.
¡Algo le está destruyendo! No sé qué es, pero probaré cualquier cosa para frenarlo.
Cualquier cosa.
—De acuerdo —apoyó una mano tranquilizadora en la espalda de ella—. Ve a
llamarla por teléfono mientras yo lo ausculto.
Una vez se hubo ido al salón —la conexión del dormitorio había sido arrancada de la
pared—, Jennings bajó la manta y contempló el cuerpo bronceado y musculoso de
Peter. Temblaba con vibraciones ínfimas... como si, dentro del encarcelamiento químico
de la droga, cada nervio aislado palpitara todavía.
Jennings apretó los dientes. En alguna parte en el centro de su percepción sintió que
la exploración médica sería inútil. No obstante, experimentaba desagrado por lo que
podía estar preparando Patricia. Iba contra la naturaleza científica, ofendía la razón.
También le asustaba.
Jennings vio que el efecto de la droga ya casi había desaparecido. Por lo general,
habría dejado a Lang inconsciente de seis a ocho horas. Y ahora —en cuarenta
minutos— estaba en el salón con ellos, echado en el sofá enfundado en su bata,
diciendo:
—Patty, es ridículo. ¿Qué va a conseguir otra doctora?
125

—¡Muy bien, entonces, es ridículo! —exclamó ella—. ¿Qué quieres que hagamos...
simplemente quedarnos inmóviles y observar cómo...? —fue incapaz de terminar.
—Shhh —Lang acarició su cabello con dedos temblorosos—. Patty, Patty. Tranquila,
cariño. Quizá pueda con ello.
—Tú vas a poder con ello —Patricia le besó la mano—. Es por los dos, Peter. No
seguiré sin ti.
—No hables de esa manera —Lang se retorció en el sofá—. Oh, Dios, empieza de
nuevo. —Forzó una sonrisa—. No, me encuentro bien —le dijo—. Sólo... es una
especie de hormigueo. —La sonrisa se transformó en una repentina mueca de dolor—.
¿Así que esta doctora Howell va a solucionar mi problema? ¿Cómo? ¿Qué es, una
quiropráctica?
—Es una antropóloga.
—Estupendo. ¿Qué va a hacer, explicarme los orígenes étnicos de la superstición? —
Lang habló rápidamente, como si intentara superar el dolor con las palabras.
—Ha estado en Africa —dijo Pat—. Ella...
—Yo también —cortó Peter—. Un sitio maravilloso para visitar. Pero no juegues
con los médicos brujos. —Su risa se tornó en un grito jadeante—. ¡Oh, Dios, negro
esquelético y bastardo, si te tuviera aquí! —Sus manos se extendieron en dos garras,
como si quisiera ahorcar a un atacante invisible.
—Perdón...
Se volvieron sorprendidos. Una mujer joven y negra les miraba desde la entrada del
salón.
—Había una tarjeta en la puerta —explicó.
—Por supuesto; lo habíamos olvidado —Jennings ya se había puesto de pie.
Oyó que Patricia le susurraba a Lang:
—Quería decírtelo. Por favor, no tengas prejuicios.
Peter la miró fijamente, su expresión incluso más sorprendida:
—¿Prejuicios?
Jennings y su hija cruzaron la estancia.
—Gracias por venir —Patricia apretó su mejilla contra la de la doctora Howell.
—Es agradable verte, Pat —dijo la doctora Howell. Por encima del hombro de
Patricia le sonrió al médico.
—¿Has tenido algún problema en llegar hasta aquí? —preguntó éste.
—No, no, el metro nunca me falla.
Lurice Howell se desabotonó el abrigo y giró cuando Jennings alargó el brazo para
ayudarla. Pat miró el bolso que Lurice había dejado sobre el suelo; luego observó a
Peter.
Lang no apartó los ojos de Lurice Howell mientras ella se le acercaba, flanqueada
por Pat y Jennings.
—Peter, te presento a la doctora Howell —dijo Pat—. Fuimos juntas a Columbia.
Enseña antropología en el City College.
Lurice sonrió.
—Buenas noches —saludó.
—No tan buenas —repuso Peter.
Desde el rabillo del ojo Jennings vio la forma en que Patricia se puso rígida.
La expresión de la doctora Howell no se alteró. Su voz no cambió.
—¿Y quién es ese negro esquelético y bastardo que desearía tener aquí? —preguntó.
La cara de Peter se puso momentáneamente en blanco. Luego, con los dientes
apretados para luchar contra el dolor, repuso:
—¿Qué se supone que significa eso?
126

—Una pregunta —dijo Lurice.


—Si está planeando dirigir un seminario sobre relaciones raciales, olvídelo —musitó
Lang—. No me encuentro con ánimos para ello.
—Peter.
Observó a Pat a través de ojos llenos de dolor.
—¿Qué quieres? —demandó—. Ya estás convencida de que tengo prejuicios, así
que... —Dejó caer la cabeza de nuevo sobre el apoyabrazos del sofá y cerró los ojos—.
Dios, clávame un cuchillo —jadeó.
La sonrisa tensa había desaparecido de los labios de la doctora Howell. Al hablar,
miró a Jennings con seriedad.
—Lo he examinado —dijo él—. No hay señal de deterioro físico, ni rastro de lesión
cerebral.
—¿Cómo va a saberlo? —contestó ella con calma—. No es una enfermedad. Es ju—
ju.
Jennings se quedó mirando.
—Tú...
—Ya empezamos —dijo Peter con voz ronca—. Ya lo tenemos. —Se volvió a sentar,
clavando los dedos pálidos en los cojines—. Ésa es la respuesta. Ju—ju.
—¿Lo duda? —preguntó Lurice.
—Lo dudo.
—¿Del mismo modo en que duda de sus prejuicios?
—Oh, Jesús, ¡Dios! —Lang se llenó los pulmones con un sonido gutural, de
aspiración—. Estaba herido y quería algo que odiar, así que elegí a ese asqueroso
bastardo para...—Se dejó caer hacia atrás pesadamente—. Al demonio. Piense lo que
quiera —se llevó una mano paralizada a los ojos—. Sólo déjenme morir. Oh, Jesús,
Dios, déjenme morir. —De repente, miró a Jennings—. ¿Otra inyección? —suplicó.
—Peter, tu corazón no puede...
—¡Al demonio mi corazón! —La cabeza de Peter se movía hacia adelante y hacia
atrás—. ¡Entonces media dosis! ¡No puede negárselo a un moribundo!
Pat se llevó el borde de su tembloroso puño a los labios, tratando de no llorar.
—¡Por favor! —dijo Peter. Una vez que la inyección hubo surtido efecto, Lang se
tumbó, la cara y el cuello llenos de sudor—. Gracias —musitó. Los pálidos labios se
retorcieron en una sonrisa cuando Patricia se arrodilló a su lado y comenzó a secarle el
rostro con una toalla—. Hola, amor —susurró. Los ojos apagados de Peter se volvieron
hacia la doctora Howell—. Muy bien, lo siento, mis disculpas —comentó con
cortesía—. Le doy las gracias por venir, pero no creo en eso.
—Entonces, ¿por qué está funcionando? —preguntó Lurice.
—¡Ni siquiera sé lo que está pasando! —espetó Lang.
—Creo que sí —dijo la doctora Howell; su voz surgía con premura—. Y yo lo sé,
señor Lang. El ju—ju es la magia pagana más terrible del mundo. Siglos de creencia
colectiva serían suficientes para conferirle un poder aterrador. Tiene ese poder, señor
Lang. Usted lo sabe.
—¿Y cómo lo sabe usted, doctora Howell? —contrarrestó él.
—Cuando tenía veintidós años —repuso ella—, pasé un año en un pueblo zulú
realizando trabajo de campo para mi doctorado. Mientras estuve allí, la ngombo se
encariñó conmigo y me enseñó casi todo lo que sabía.
—¿Ngombo? —preguntó Patricia.
—Creía que los hechiceros eran hombres —comentó Jennings.
—No, la mayoría son mujeres —indicó Lurice—. Mujeres astutas y observadoras
que trabajan muy duramente en su profesión.
127

—Fraudes —dijo Peter.


Lurice le sonrió.
—Sí —comentó—. Lo son. Fraudes. Parásitos. Holgazanes. Alarmistas. Sin
embargo... ¿qué cree usted que le está haciendo sentir como si mil arañas se arrastraran
por su cuerpo?
Por primera vez desde que entrara en el apartamento Jennings vio una expresión de
miedo en la cara de Peter.
—¿Sabe eso? —le preguntó Lang.
—Sé por todo lo que está pasando —afirmó la doctora Howell—. Yo misma lo pasé
durante aquel año. Una hechicera de un pueblo próximo me lanzó una maldición de
muerte. Kuringa me salvó de ella.
—Cuéntemelo.
Jennings notó que la respiración del joven se estaba acelerando. Le sorprendió darse
cuenta de que la segunda inyección ya empezaba a perder su efecto.
—¿Que le cuente qué? —dijo Lurice—. ¿Sobre los dedos de largas uñas desgarrando
sus entrañas? ¿Sobre la sensación que tiene de que debe encogerse hasta formar una
bola con el fin de aplastar a la serpiente que se va extendiendo en su vientre? —Peter se
la quedó mirando con la boca abierta—. ¿La sensación de que su sangre se ha
convertido en ácido? —prosiguió Lurice—. ¿Que si se mueve se desintegrará porque
sus huesos han sido chupados hasta quedar huecos? —Los labios de Peter empezaron a
temblar—. ¿Esa sensación de que su cerebro está siendo devorado por una manada de
ratas peludas? ¿Que sus ojos están a punto de derretirse y chorrear por sus mejillas
como si fueran jalea? ¿Que...?
—Ya basta —el cuerpo de Lang tuvo unos escalofríos espasmódicos.
—Sólo he dicho esas cosas para convencerle de que lo sabía —comentó Lurice—.
Recuerdo mi propio dolor como si lo hubiera sufrido esta misma mañana en vez de hace
siete años. Puedo ayudarle si me deja, señor Lang. Haga a un lado su escepticismo.
Usted cree en ello, o no podría hacerle daño, ¿no lo ve?
—Cariño, por favor —pidió Patricia.
Peter la miró. Luego su mirada regresó a la doctora Howell.
—No debemos esperar mucho más, señor Lang —le advirtió ella.
—De acuerdo —él cerró los ojos—. De acuerdo, inténtelo. Por todos los infiernos
que no puedo empeorar.
—Deprisa —suplicó Patricia.
—Sí —Lurice Howell dio media vuelta y cruzó el cuarto para ir a coger su bolso.
Fue al recogerlo que Jennings captó la expresión en su rostro... como si se le acabara
de ocurrir alguna complicación formidable. Ella los miró.
—Pat —dijo—, ven aquí un momento.
Patricia se incorporó de inmediato y se acercó a ella. Jennings las observó durante un
momento antes de volver a posar los ojos en Lang. El joven empezaba a retorcerse de
nuevo. Ya le vuelve, pensó Jennings.
—¿Qué?
Jennings miró a las mujeres. Pat contemplaba a la doctora Howell con expresión
aturdida.
—Lo siento —dijo Lurice—. Debí informarte desde el principio, pero no hubo
ninguna oportunidad.
Pat titubeó.
—¿Ha de ser de esa manera? —preguntó.
—Sí.
128

Patricia miró a Peter con aprensión dubitativa en los ojos. Luego, bruscamente,
asintió.
—Muy bien —repuso—. Pero date prisa.
Sin pronunciar otra palabra, Lurice Howell entró en el dormitorio. Jennings observó
a su hija mientras ésta miraba con fijeza la puerta cerrada.
La puerta del dormitorio se abrió y salió la doctora Howell. Jennings, que en ese
instante giraba desde su posición junto al sofá, contuvo el aliento. Lurice estaba desnuda
hasta la cintura y debajo llevaba una falda fabricada con diversos pañuelos de colores
anudados entre sí. Sus piernas y pies estaban desnudos. Jennings la miró boquiabierto.
La blusa y falda que había llevado antes no habían revelado nada de la sinuosa belleza
de su cuerpo.
Jennings desvió la vista a Pat; su expresión al mirar a la doctora Howell era
inconfundible.
El doctor volvió a observar a Lurice; la expresión de ella al observar la cara del joven
era más difícil de interpretar.
—Por favor, compréndanlo, jamás he hecho esto antes —dijo Lurice, avergonzada
por su silencio escrutador.
—Lo comprendemos —repuso Jennings, una vez más incapaz de quitarle los ojos de
encima.
Un punto rojo y brillante estaba pintado en cada una de sus mejillas cetrinas, y sobre
su cabello rizado llevaba un penacho de plumas parecido a un yelmo, cada una de una
tonalidad castaña con un ojo vívido en el extremo. Sus pechos sobresalían de una
maraña de collares hechos de dientes de animales, madejas de cuentas y abalorios de
brillantes colores y tiras de piel de serpiente. En el brazo izquierdo —atado alrededor
del bíceps con un hilo de lana de angora— colgaba un pequeño escudo de piel moteada
de buey.
Avanzó hacia ellos con un desafío tímido, casi infantil... como si su vergüenza
estuviera equilibrada por el conocimiento de su esplendor físico. Jennings quedó
sorprendido al ver que tenía el estómago tatuado, cientos de diminutos ribetes que
formaban un dibujo de círculos concéntricos alrededor de su ombligo.
—Kuringa insistió en ello —explicó Lurice como si él se lo hubiera preguntado—.
Fue su precio por enseñarme sus secretos. —Sonrió fugazmente—. Conseguí disuadirla
de limarme los dientes hasta dejarlos puntiagudos.
Jennings percibió que estaba hablando para esconder su vergüenza y sintió una
oleada de simpatía hacia ella mientras dejaba el bolso en el suelo, lo abría y empezaba a
extraer su contenido.
—Los ribetes se levantan haciendo pequeñas incisiones en la carne —dijo ella— y
metiendo en cada incisión una pizca de pasta. —Depositó en la mesita un frasco con un
líquido grumoso y un puñado de piedras pequeñas y lustrosas—. La pasta tuve que
hacerla yo misma. Tuve que coger un cangrejo de tierra con las manos y arrancarle una
de sus pinzas. Tuve que desollar una rana viva y la mandíbula de un mono. —Dejó en la
mesita un haz de lo que parecían ser lanzas diminutas—. La pinza, la piel y la
mandíbula, junto con algunos ingredientes de plantas, los molí hasta convertirlos en una
pasta.
Jennings se mostró sorprendido cuando ella extrajo un disco de la bolsa y lo puso en
el tocadiscos.
—Cuando diga Ahora, doctor —pidió—, ¿querrá poner la aguja sobre el disco?
Jennings asintió en silencio.
Cuando se acuclilló para colocar los diversos objetos sobre el suelo, se hizo evidente
que bajo la falda de pañuelos Lurice iba completamente desnuda.
129

—Bueno, puede que no viva —dijo Peter, la cara casi blanca ya—, pero da la
impresión de que voy a tener una muerte fascinante.
—Siéntense los tres formando un círculo —dijo Lurice.
El educado refinamiento de su voz, procedente de los labios de lo que parecía una
diosa pagana impactó a Jennings mientras se acercaba a ayudar a Lang.
El ataque tuvo lugar cuando Peter intentó ponerse de pie. En un instante, se vio
sumido en él, contorsionándose en el suelo, el cuerpo doblado, las rodillas y los codos
golpeando la alfombra. De repente, se dio la vuelta, echó atrás la cabeza y los músculos
de la espalda se le tensaron con tanta fuerza que su espalda se arqueó hacia arriba desde
el suelo. Una espuma blanquecina salía de las comisuras de su boca, sus ojos abiertos
parecían congelados en sus cuencas.
—¡Lurice! —chilló Pat.
—No hay nada que podamos hacer hasta que pase —dijo Lurice. Miró a Peter con
ojos consternados. Entonces, cuando la bata de él se abrió y se retorció desnudo en la
alfombra, apartó la cara, y el rostro se le tensó con una expresión que Jennings, para su
inquietud, interpretó como una expresión de miedo. Luego, él y Pat se agacharon para
tratar de contener el afligido cuerpo de Lang—. Suéltenlo —ordenó Lurice—. No hay
nada que puedan hacer.
Patricia le lanzó una mirada centelleante de asustada animosidad. Cuando el cuerpo
de Peter por fin experimentó un último temblor y quedó inmóvil, cruzó la bata sobre su
cuerpo y volvió a anudarle el cinturón.
—Ahora. Formen el círculo; deprisa —dijo Lurice, obligándose con claridad a
abandonar algún terror interior—. No, debe sentarse solo —indicó cuando Patricia se
situó junto a él, sosteniéndole la espalda.
—Se caerá —dijo Pat con una corriente subterránea de resentimiento en la voz.
—Patricia, si quieres mi ayuda...
Con cierta vacilación, mientras sus ojos iban de las facciones asoladas por el dolor de
Peter a la expresión atormentada de la cara de Lurice, Patricia se apartó de él y se quedó
quieta.
—Con las piernas cruzadas, por favor —indicó Lurice—. ¿Señor Lang? —Peter
gruñó, con los ojos medio cerrados—. Durante la ceremonia, le pediré algo en pago,
bastará algo personal, insignificante.
Peter asintió.
—De acuerdo, empecemos dijo él—. No podré aguantar mucho más.
Los pechos de Lurice se alzaron, temblando, cuando aspiró una bocanada de aire.
—A partir de ahora silencio —murmuró.
Nerviosa, se sentó frente a Peter e inclinó la cabeza. A excepción de la estertórea
respiración de Lang, en la habitación reinó un silencio mortal.
Jennings pudo oír débilmente, en la distancia, los sonidos del tráfico. En vano intentó
desterrar de su mente los malos presagios. No creía en esto. Sin embargo, aquí estaba
sentado, con las piernas cruzadas que ya empezaban a acalambrarse. Aquí estaba
sentado Peter Lang, obviamente próximo a la muerte y sin ningún síntoma que lo
explicara. Aquí estaba sentada su hija, aterrada, luchando mentalmente contra lo que
ella misma había iniciado. Y aquí, lo más extraño de todo, estaba sentada no la doctora
Howell, una inteligente profesora de antropología y una mujer culta y civilizada, sino
una Bruja Africana semidesnuda con sus instrumentos de magia bárbara.
Hubo un sonido traqueteante. Jennings parpadeó y miró a Lurice. En la mano
izquierda asía un haz de lo que parecían lanzas pequeñas. Con la derecha estaba
cogiendo piedras lustrosas y diminutas del montón. Las agitó en la palma como si
fueran dados y las arrojó sobre la moqueta, la mirada clavada en su caída.
130

Observó el dibujo que trazaron en la alfombra; luego volvió a cogerlas. Frente a ella,
la respiración de Peter se hacía cada vez más ardua. Y si sufría otro ataque, se preguntó
Jennings, ¿Tendría que iniciarse de nuevo la ceremonia?
se retorció en el instante en que Lurice quebró el silencio.
—¿Por qué vienes aquí? —preguntó. Miró a Peter con frialdad, casi con ojos
coléricos—. ¿Por qué me consultas? ¿Es porque no tienes éxito con las mujeres?
—¿Qué? —Peter la contempló con perplejidad.
—¿Alguien en tu casa está enfermo? ¿Es la razón por la que vienes a mí? —preguntó
Lurice, con voz imperiosa. De repente, Jennings se dio cuenta de que ella ahora era por
completo una hechicera interrogando a su paciente varón, arrogantemente despectiva
respecto a su rango inferior—. ¿Estás enfermo? —Casi escupió las palabras, echando
hacia atrás los hombros. Jennings miró de manera involuntaria a su hija. Pat permanecía
sentada como una estatua, las mejillas pálidas, los labios formando una línea fina y casi
blanca—. ¡Habla, hombre! —ordenó Lurice, la ngombo altiva.
—¡Sí! ¡Estoy enfermo! —El pecho de Peter se sacudió en busca de aire—. Estoy
enfermo.
—Entonces, habla de tu enfermedad —dijo Lurice—. Cuéntame cómo llegó a ti.
O bien Peter ya se hallaba en tal estado de dolor que cualquier noción de resistencia
quedó destruida... o había sido atrapado por la fascinación de la presencia de Lurice.
Probablemente era una combinación de ambas cosas, pensó Jennings mientras
observaba cómo Lang empezaba a hablar, la voz dominada, los ojos presos de la mirada
ardiente de Lurice.
—Una noche entró ese hombre furtivamente en el campamento —dijo—. Trataba de
robar algo de comida. Cuando le perseguí, se puso furioso y me amenazó. Dijo que me
mataría.
La voz del joven era tan mecánica que Jennings se preguntó si Lurice había
hipnotizado a Peter.
—Y llevaba, en una bolsa a su costado... —la voz de Lurice parecía impulsarle como
el de una hipnotizadora.
—Llevaba un muñeco —dijo Peter. La garganta se le contrajo al tragar saliva—. Me
habló.
—El fetiche te habló —repitió Lurice—. ¿Qué te dijo?
—Dijo que moriría. Dijo que, cuando la luna fuera como un arco, yo moriría.
Bruscamente, Peter tembló y cerró los ojos. Lurice volvió a tirar los huesos y los
contempló. De repente, arrojó las lanzas diminutas.
—No es Mbwiri ni Hebiezo —dijo—. No es Atando ni Fuofuo ni Sovi. No es Kundi
o Sogbla. No es un demonio del bosque lo que te devora. Es un espíritu maligno que
pertenece a un ngombo que ha sido ofendido. El ngombo ha traído el mal a tu casa. El
espíritu maligno del ngombo se ha pegado a ti en venganza por tu ofensa contra su amo.
¿Lo entiendes?
Peter apenas fue capaz de hablar. Asintió con movimientos espasmódicos.
—Sí.
—Di: Sí, lo entiendo.
—Sí —tembló—. Sí, lo entiendo.
—Me pagarás ahora —le dijo ella.
Peter la miró durante varios momentos antes de bajar la vista. Sus dedos rígidos
buscaron en los bolsillos de la bata y salieron vacíos. De repente jadeó y los hombros se
encorvaron hacia delante cuando un espasmo de dolor recorrió su cuerpo. Hurgó en los
bolsillos una segunda vez como si no estuviera seguro de que se hallaran vacíos. Luego,
frenéticamente, se quitó el anillo del dedo anular de la mano izquierda y lo extendió. La
131

mirada de Jennings saltó a su hija. Su cara era como de piedra mientras observaba a
Peter entregar el anillo que ella le había regalado.
—Ahora —dijo Lurice.
Jennings se puso de pie y, tambaleándose debido a la insensibilidad de sus piernas, se
acercó al tocadiscos y colocó el brazo de la aguja en su sitio. Antes de que hubiera
regresado al círculo, el cuarto quedó inundado con el batir de tambores, un cántico de
voces y un batir de palmas bajo e irregular. Con los ojos clavados en Lurice, Jennings
tuvo la impresión de que todo se estaba desvaneciendo en los extremos de su visión, que
Lurice, sola, era visible bajo una luz levemente nebulosa.
Ella había dejado el escudo de piel de buey en el suelo y sostenía el frasco en la
mano. Quitó el tapón y bebió el contenido de un único trago. De manera vaga Jennings
se preguntó qué era lo que había bebido.
La botella cayó con un ruido sordo sobre la moqueta.
Lurice empezó a bailar.
El comienzo fue lánguido. Al principio sólo se movieron sus brazos y hombros, el
inquieto y sinuoso gesto sincronizado con la cadencia de los tambores. Jennings la miró,
imaginando que su corazón había alterado su ritmo al de los tambores. Observó la
contorsión de sus hombros, los movimientos serpentinos que hacía con los brazos y las
manos. Oyó el crujido de sus collares. El tiempo y el espacio habían desaparecido para
él. Podía haber estado sentado en el claro de una selva, contemplando las contorsiones
somnolientas de su danza.
—Batid las manos —ordenó la ngombo.
Sin titubeos, Jennings empezó a batir al ritmo de los tambores. Miró a Patricia. Ella
hacía lo mismo, los ojos todavía clavados en Lurice. Sólo Peter permaneció inmóvil, la
mirada al frente, los músculos de su mandíbula temblando mientras apretaba los dientes.
Durante un fugaz momento, Jennings volvió a ser un médico que observaba preocupado
a su paciente. Luego, girando, se vio atraído otra vez a la insensata fascinación de la
danza de Lurice.
Los tambores comenzaron a acelerar el ritmo, tornándose más sonoros. Lurice inició
un movimiento dentro del círculo, girando despacio, los brazos y hombros aún en gestos
ondulantes. Sin importar dónde se situara, sus ojos quedaban clavados en Peter, y
Jennings se dio cuenta de que sus ademanes eran en exclusiva para Lang... movimientos
de aproximación, de acercamiento, como si lo que buscara fuera tentarlo a ir a su lado.
De repente, ella se inclinó, se sacudió con abandono, oscilando los pechos de lado a
lado y agitando los collares con su salvaje rostro flotando a centímetros de la cara de
Peter. Jennings sintió que los músculos de su estómago se contraían cuando Lurice pasó
sus dedos en forma de garra sobre las mejillas de Peter, luego se irguió y giró, los
hombros echados hacia atrás con negligencia, exhibiendo los dientes en una mueca de
celo salvaje. Al instante, ya había dado la vuelta para mirar de nuevo a su cliente.
Se inclinó una segunda vez, en esta ocasión avanzando y retrocediendo delante de
Peter con movimiento felino, con un canturreo rabioso en la garganta. Por el rabillo del
ojo Jennings vio que su hija adelantaba el torso. La expresión de su cara era terrible.
De repente, los labios de Patricia se abrieron como en un grito silencioso.
Agachándose, Lurice se había cogido los pechos con dedos penetrantes y los empujaba
a la cara de Peter. Éste la miró con el cuerpo tembloroso. Canturreando de nuevo,
Lurice retrocedió. Bajó las manos y Jennings se puso tenso al ver que se estaba quitando
la falda de pañuelos. En un momento había caído sobre la alfombra y ella volvió a
centrarse en Peter. Fue en ese instante cuando Jennings comprendió lo que había
bebido.
132

—No —la voz llena de veneno de Patricia le hizo girar con el corazón acelerado. Ella
se estaba poniendo de pie.
—¡Pat! —susurró.
Ella le miró y, durante un momento, se observaron. Luego, con un violento temblor,
volvió a dejarse caer al suelo y Jennings ya no le prestó atención.
Lurice estaba de rodillas delante de Peter, meciéndose hacia adelante y atrás y
frotándose los muslos con las manos. Parecía que no podía respirar. Su boca abierta no
dejaba de aspirar aire con ruidos jadeantes. Jennings vio que le caían gotas de sudor por
las mejillas; las vio brillar en su espalda y hombros. No, pensó. La palabra salió de
manera automática, la vocalización de algún terror alienígena que pareció crecer,
ahogarle. No. observó las manos de Lurice volver a coger sus pechos. Los tambores
palpitaban y aullaban en sus oídos. El corazón le latía con fuerza.
¡No!
Las manos de Lurice se habían extendido súbitamente y abierto la bata de Lang. La
respiración de Patricia era ronca, sorprendida. Jennings sólo captó un vistazo de su cara
distorsionada antes de que su mirada volviera a verse atraída hacia Lurice. Tragado por
el frenético batir de los tambores, el aullido de la voz canturreante, las explosivas
palmadas, sintió como si su cabeza empezara a atontarse, como si la habitación se
moviera. En una neblina de ensueño, vio las manos de Lurice estirarse hacia Peter. Vio
una expresión de pesadilla en la cara del hombre cuando la tortura cerró un vicio a su
alrededor... un tormento que era tanto carnalidad como agonía. Lurice se acercó a él.
Más cerca. Ahora su cuerpo bañado en sudor se contorsionó a centímetros del suyo
propio.
—¡Dámelo! —su voz fue bestial, voraz—. ¡Dámelo!
—Apártate de él. La advertencia gutural de Patricia sacó a Jennings del trance. Giró
y la vio adelantarse hacia Lurice... quien, en ese instante, se pegó al cuerpo de Peter.
Jennings se lanzó hacia Pat, sintiendo que debía hacerlo. Ella se retorció con frenesí
en sus manos, mientras su aliento cálido caía sobre sus mejillas, y con el cuerpo
violento en su cólera.
—¡Apártate de él! —le gritó a Lurice—. ¡Quítale las manos de encima!
—¡Patricia! —espetó Jennings.
—¡Suéltame!
El grito de agonía de Lurice los paralizó. Aturdidos, la vieron separarse de Peter y
caer de espaldas, con las piernas dobladas y los brazos cruzados sobre la cara. Jennings
experimentó una oleada de horror. Dirigió la mirada hacia el rostro de Peter. La
expresión de dolor se había desvanecido. Sólo permanecía una perplejidad atontada.
—¿Qué pasa? —preguntó Patricia.
La voz de Jennings sonó hueca, atemorizada.
—Se lo ha quitado —dijo.
—Oh, Dios mío... —contempló a su amiga, espantada.
La sensación que tiene de que debe encogerse hasta formar una bola con el fin de
aplastar a la serpiente que se va extendiendo en su vientre. Las palabras invadieron la
mente de Jennings. Observó el ondulante reptar de músculos bajo la carne de Lurice, la
contorsión espasmódica de sus piernas. En el otro extremo de la habitación, el disco
terminó, y, en la súbita quietud, pudo oír un agudo gemido que vibraba en la garganta
de Lurice. La sensación de que su sangre se ha convertido en ácido, que, si se muere, se
desintegrará porque sus huesos han sido chupados hasta quedar huecos. Con ojos
perturbados, Jennings la observó padecer la agonía de Peter. La sensación de que su
cerebro está siendo devorado por una manada de ratas peludas, que sus ojos están a
punto de derretirse y chorrear por sus mejillas como si fueran jalea. Las piernas de
133

Lurice se enderezaron. Giró hasta ponerse de espaldas y empezó a mover los hombros.
Sus piernas se encogieron hasta que sus pies quedaron apoyados sobre la alfombra. Su
estómago osciló con una respiración torturada, los pechos hinchados oscilaron de lado a
lado.
—¡Peter!
El horrorizado susurro de Patricia hizo que Jennings levantara la cabeza con
brusquedad. Los ojos de Peter brillaban mientras miraba el cuerpo tenso de Lurice.
Había empezado a apoyarse sobre las rodillas, con una expresión inhumana en las
facciones. En ese momento sus manos se alargaron hacia Lurice. Jennings lo cogió de
los hombros, pero Peter no pareció darse cuenta. No dejó de estirarse hacia Lurice.
—Peter. —Lang intentó hacerlo a un lado, pero Jennings apretó con más fuerza—.
Por el amor de Dios... ¡usa la cabeza, hombre! —le ordenó—. ¡La cabeza!
Peter parpadeó. Miró a Jennings con los ojos de un hombre que acababa de despertar.
Jennings apartó las manos y dio rápidamente media vuelta.
Lurice yacía inmóvil de espaldas, con los ojos oscuros mirando al techo. Se inclinó
sobre ella y apoyó la yema de un dedo bajo su pecho izquierdo. Los latidos de su
corazón casi eran imperceptibles. Le miró de nuevo los ojos. Tenían la mirada vidriosa
de un cadáver. De repente, se cerraron y un temblor prolongado, torturador, recorrió a
Lurice. Jennings la observó con la boca abierta, incapaz de moverse. No, pensó. Era
imposible. No podía estar...
—¡Lurice! —gritó.
Ella abrió los ojos y le miró. Después de unos instantes, sus labios se movieron
débilmente e intentó sonreír.
—Ya ha acabado —susurró.

El coche avanzaba por la Séptima Avenida con las ruedas siseando en el barro. Junto al
asiento de Jennings, la doctora Howell iba inmóvil debido a la extenuación. Una
avergonzada y arrepentida Pat la había bañado y vestido, después de lo cual Jennings la
había ayudado a subirse a su coche. Justo antes de dejar el apartamento, Peter había
intentado darle las gracias, pero, incapaz de hallar las palabras, le había besado la mano
y dado media vuelta sin decir nada.
Jennings la miró.
—¿Sabes? —dijo—, si yo no hubiera visto lo que de verdad sucedió esta noche, no
me lo creería jamás. Todavía no estoy seguro de creerlo.
—No resulta fácil de aceptar.
—¿Le contaste a Patricia lo que iba a pasar?
—No —repuso Lurice—. No podía contarle todo. Intenté prepararla para el impacto
que se le avecinaba, pero, por supuesto, tuve que reservar parte. De lo contrario quizá
habría rechazado mi ayuda... y su novio habría muerto.
—Era un afrodisíaco lo que había en esa botella, ¿verdad?
—Sí —contestó ella—. Debía soltarme. Si no, las inhibiciones personales me habrían
impedido hacer lo que era necesario.
—¿Qué pasó justo antes del final...? —comenzó Jennings.
—¿El aparente deseo del señor Lang por mí? —preguntó Lurice—. Sólo fue un
trastorno del momento. La súbita extracción del dolor le dejó, durante unos segundos,
sin voluntad propia. Si lo desea, sin una contención civilizada. Era un animal el que me
quería, no un hombre.
134

Minutos después Jennings aparcó delante del edificio de apartamentos de la doctora


Howell y se volvió hacia ella.
—Creo que los dos sabemos cuánta enfermedad dejaste expuesta... y curaste esta
noche —comentó.
—Espero que sí —dijo Lurice—. No por mí, sino... —sonrió un instante—. No por
mí realizo esta plegaria —recitó—. ¿Lo conoce?
—Me temo que no.
Escuchó en silencio mientras la doctora Howell volvía a recitarlo. Luego, cuando él
hizo ademán de bajarse del coche, ella le contuvo.
—Por favor, no hace falta. Ahora me encuentro bien.
Abriendo la puerta, bajó y se detuvo en la acera. Durante unos momentos se miraron.
Después, Jennings alargó el brazo y le apretó la mano.
—Buenas noches, querida —dijo.
Lurice Howell le devolvió la sonrisa.
—Buenas noches, doctor.
Jennings la observó atravesar la calzada y entrar en el edificio. Luego, poniendo de
nuevo el coche en marcha, dio un giro en forma de U y emprendió el regreso a la
Séptima Avenida. Mientras conducía, en voz baja repitió el poema de Countee Cullen
que Lurice le había recitado:

No por mí realizo esta plegaria


Sino por esta raza mía
Que extiende desde lugares sombríos
Oscuras manos en busca de pan y vino.

Los dedos de Jennings se apretaron sobre el volante.


—Usa tu cabeza, hombre —dijo—. Tu cabeza.

FROM SWADOWED PLACES


Richard Matheson
Trad. Elías Sarhan
Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3.

INDICE
Introducción
Vocabulario

AFRICA

-Los hombres que bailan con los muertos


-Zombi blanco

HAITI

-La pálida esposa de Toussel


135

-Madre de serpientes
-Yo anduve con un zombi

CUBA

-Venganzas y castigos de los Orishas


-Patakí de Ofún

MIAMI

-Asesinado al borde de un altar vudú

MEXICO

-Los espeluznantes secretos del rancho Santa Elena

NUEVA ORLÉANS

-Palomos del infierno


-El Boogie del Cementerio
-Papá Benjamin
- El Gris Gris En El Escalón De Su Puerta Le Volvió Loco

NUEVA YORK
-American Zombie
-La pócima de amor comprada con sangre
-Desde lugares sombríos.

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