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muerte puede serlo tanto enfrentada a la desidia del lugar en donde todos
prefieren marcharse del mundo antes que descubrir qué es lo que carcome su
cuerpo. La sala que contenía llantos, gritos, jadeos, quejidos, rezos deplorables,
había sido el lugar en el que se atendía la vida agonizante para darle una
esperanza solo a los acompañantes de los moribundos, porque quienes padecían
del dolor de la incertidumbre estaban encerrados bien en sillas cuadriculadas y
rechinantes, bien en habitaciones atestadas, bien y por suerte en el consultorio
vacío del doctor de turno.
Unas veces se veían los rostros recuperar la esperanza con una pequeña
sonrisa cómplice que atestiguaba el humor raso de la pobreza ya manchada por
la tradición, sobretodo dándole lugar a la aceptación del tumor de la enfermedad
que se riega más en el cerebro que en el órgano afectado. Entendiendo que solo
hace falta un cuerpo sano para enfermarse, los pacientes sacaban provecho de
las horas que a fuerza, compartían con otros dolientes y entre quejidos y risas
se recetaban remedios naturales para cualquier tipo de padecimiento.
Los enfermeros tan pálidos como sus pacientes, golpeaban las puertas con los
codos para entrar y no infectar sus guantes de látex, abriéndose paso a la
urgencia número 67 de su turno a la noche; Jean Paul preocupado porque se
había acabado la penicilina en el piso 3 intenta calmar al hombre que se
retuerce sobre la última silla de ruedas disponible y con una voz suave le pide
que haga caso a su naturaleza y paciente espere una respuesta de un doctor
que cumplirá su turno en un par de minutos, mientras el papeleo de entrada está
listo para ordenar una nueva caja de penicilina para el piso de hospitalización
una vez la señorita de atención al cliente termine de redactar su permiso para
salir de la ciudad el día de mañana por el duelo de su padre.
Jean Paul no se deja ver los ojos aunque sea lo único que esté descubierto, de
arriba abajo él tiene un traje blanco de enfermero esterilizado por su madre en
casa con soflán suavitel ya manchado por algunas horas de sudor, el cabello lo
lleva engominado y sus abundantes cejas no les permite a los pacientes saber si
en realidad se interesa por sus dolencias o, con mucho malgenio, cumple con
sus horas de turno para salir pronto a descansar y continuar con su vida de
Jean Paul fuera de las puertas de este hospital.
Nadie podría saber acerca de la vida de un hombre que solo repite de manera
mecánica algunas frases tediosas que parecen contenerse vacías: “media dosis
de clonazepam, ¿ha presentado en las últimas horas fiebre, diarrea, náuseas?,
¿es alérgico a algún medicamento?, ¿ha sido operado recientemente?, ¿quién es
su doctor tratante?, le vamos a aplicar buscapina compuesta para el dolor y un
antibiótico por las siguientes 24 horas para ver cómo responde la inflamación, le
voy a poner un catéter endovenoso en esta manito, tiene la vena muy delgada,
¿ha ingerido licor en las últimas horas?, siga a la sala de observación si el dolor
persiste me llama”.