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Así como se puede pensar de algunos de los lugares más frívolos, ni la propia

muerte puede serlo tanto enfrentada a la desidia del lugar en donde todos
prefieren marcharse del mundo antes que descubrir qué es lo que carcome su
cuerpo. La sala que contenía llantos, gritos, jadeos, quejidos, rezos deplorables,
había sido el lugar en el que se atendía la vida agonizante para darle una
esperanza solo a los acompañantes de los moribundos, porque quienes padecían
del dolor de la incertidumbre estaban encerrados bien en sillas cuadriculadas y
rechinantes, bien en habitaciones atestadas, bien y por suerte en el consultorio
vacío del doctor de turno.

Unas veces se veían los rostros recuperar la esperanza con una pequeña
sonrisa cómplice que atestiguaba el humor raso de la pobreza ya manchada por
la tradición, sobretodo dándole lugar a la aceptación del tumor de la enfermedad
que se riega más en el cerebro que en el órgano afectado. Entendiendo que solo
hace falta un cuerpo sano para enfermarse, los pacientes sacaban provecho de
las horas que a fuerza, compartían con otros dolientes y entre quejidos y risas
se recetaban remedios naturales para cualquier tipo de padecimiento.

Los enfermeros tan pálidos como sus pacientes, golpeaban las puertas con los
codos para entrar y no infectar sus guantes de látex, abriéndose paso a la
urgencia número 67 de su turno a la noche; Jean Paul preocupado porque se
había acabado la penicilina en el piso 3 intenta calmar al hombre que se
retuerce sobre la última silla de ruedas disponible y con una voz suave le pide
que haga caso a su naturaleza y paciente espere una respuesta de un doctor
que cumplirá su turno en un par de minutos, mientras el papeleo de entrada está
listo para ordenar una nueva caja de penicilina para el piso de hospitalización
una vez la señorita de atención al cliente termine de redactar su permiso para
salir de la ciudad el día de mañana por el duelo de su padre.

La fila para los reclamos y quejas es inalcanzable a la vista del consultorio 5 en


donde se atiende pediatría, y a falta de niños, geriatría, pero las voces inundan
la sala de espera y Torrealba, el guardia de la entrada, cordialmente intenta
acallarlas con algunos de sus chistes viejos que han funcionado en el horario de
la mañana, pero que a las altas horas de la noche son inaudibles para los oídos
trasnochados de aquellos acompañantes que, ignorantes del sistema de atención
de pacientes de urgencias, esperan que el TACK les sea tomado de inmediato,
reclamando, cada uno de manera individual, una dolencia nunca antes sentida y
que pudiera agravarse en cuestión de minutos, llamando negligencia por parte
de la clínica el hecho de que no haya suficientes doctores una noche de
domingo.
El ventilador interno del dispensador de agua aclimata la sala de espera con un
sonido que se ahueca en el fondo del oído y que después de unos minutos pasa
imperceptible al oído del más sensible paciente o de la más irritada
acompañante, el frío que despiden los ventanales de aire acondicionado
permiten que se dé entre pacientes y acompañantes un momento de regocijo en
donde ambos abrazados duermen después de media hora de espera una débil
siesta pequeña sobre las incómodas y apiladas sillas de metal. Las teclas del
dispensador de mecato hacen un ruido diferente por cada valor, con lo cual se
reconoce, en la melodía, la urgencia de la fatiga como el costo de la misma. Los
niños, resfriados o infectados, ungidos en fiebre y muertos del dolor conversan
estridentemente con sus madres sobre su tarea incompleta para el día de
mañana y no dejan espacio de reflexión para los jóvenes, que sin cargador para
su celular, se preguntan qué harán si la vida se les va por entre los sifones de
un hospital de mala muerte.

Parece que los más viejos, acostumbrados a estas situaciones de emergencia,


entienden que lo mejor para sostener el dolor es fruncir la cara y los brazos
sobre el regazo y buscar bien adentro a un dios que los ampare en que caso de
que al doctor se le complique algún paciente y no pueda atender ahora. Saben, y
lo entienden por experiencia propia, que la vida no está ni siquiera en esas
manos desinfectadas que con golpecitos en la espalda intentan buscar la raíz de
todo problema, mirando con ojos para adentro, en esos grandes libros de
universidad, la cura más pronta a un dolor incesante.

Jean Paul no se deja ver los ojos aunque sea lo único que esté descubierto, de
arriba abajo él tiene un traje blanco de enfermero esterilizado por su madre en
casa con soflán suavitel ya manchado por algunas horas de sudor, el cabello lo
lleva engominado y sus abundantes cejas no les permite a los pacientes saber si
en realidad se interesa por sus dolencias o, con mucho malgenio, cumple con
sus horas de turno para salir pronto a descansar y continuar con su vida de
Jean Paul fuera de las puertas de este hospital.

Nadie podría saber acerca de la vida de un hombre que solo repite de manera
mecánica algunas frases tediosas que parecen contenerse vacías: “media dosis
de clonazepam, ¿ha presentado en las últimas horas fiebre, diarrea, náuseas?,
¿es alérgico a algún medicamento?, ¿ha sido operado recientemente?, ¿quién es
su doctor tratante?, le vamos a aplicar buscapina compuesta para el dolor y un
antibiótico por las siguientes 24 horas para ver cómo responde la inflamación, le
voy a poner un catéter endovenoso en esta manito, tiene la vena muy delgada,
¿ha ingerido licor en las últimas horas?, siga a la sala de observación si el dolor
persiste me llama”.

La sala de urgencias huele a lo que huelen los hospitales, a alcohol en mayor


parte pero sobretodo a desidia, a desesperanza, a irrigación, a rabia, a
desespero, a una muerte de a pocos. Las paredes blancas se manchan cada
noche con isodine o con sangre, no se sabe bien pues cada 12 horas la limpieza
general viene y despercude apenas esos manchones que aterran tanto la
primera vez que se les ve y que por accidentes inevitables le dan color a las
cárceles de medicina.

Pasadas los obligados 30 minutos de espera para los pacientes que no


presentan una urgencia de tipo uno, un paciente escucha su nombre completo
en voz de un joven doctor que entreabre la puerta para dar paso a la que es su
cita número 120 del día; sin pensarlo y casi olvidando el dolor en la silla, el
paciente corre detrás agarrado de la mano de una acompañante preocupada,
preparada con las palabras precisas que dirá al doctor cuando éste se disponga
a escucharla, palabras que son entorpecidas cuando el joven doctor sin mirar a
los ojos al paciente recita mecánicamente las preguntas necesarias para llenar
el formato que tiene frente a su computador: ¿Qué lo trae acá?. Pues verá
doctor, esta mañana él sintió un dolor muy fuerte en la parte baja del abdomen y
unos... ¿Cuándo presentó el primer síntoma? En horas de la tarde. ¿Le ha
proporcionado algún medicamento? No, no señor, bueno, yo le di un agüita de...
¿Ha presentado fiebre, diarrea, náuseas? Sí doctor, le dio fiebre pero yo le puse
unos pañitos y se le calmó, pero ahora (le toca la cabeza) se le está subiendo
otra vez. ¿Cuántos años tiene? 31. Bueno, espere en la salita que ahora el
doctor le llama. En los ojos de la señora cabe una preocupación y una
impotencia que si llegara a rebosarse desordenaría a causa de un solo grito el
escritorio del doctor... Gracias. Y vuelve entonces, sin ninguna respuesta a sus
muchas preguntas a la silla fría que se convertirá en su lugar de paso en tanto
despachan a los otros pacientes que han llegado antes que ella y que ahora
parecen resignados al funcionamiento del reloj de pared, la virtud de la
paciencia será aquella que la embargará durante los próximos 130 minutos,
debido al estado en la enfermedad que presenta el paciente que para ningún
doctor resultará primordial.

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