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LOS COBARDES NO VAN AL CIELO

AUTOR: EDWIN WALTER TOVAR CHUMPITAZ


- Es la próstata, está inflamada, la llaman Prostatitis -Me dice el doctor-, la próstata
es una glándula pequeña ubicada debajo de la vejiga, al inflamarse no permite
actuar a este último, es por eso que tiene dificultades para orinar.

- Y… ahora ¿Cómo me curo, Doctor?

- Le estoy recetando Tansilucina, por quince días, en ese periodo y siguiendo el


tratamiento la próstata volverá a su tamaño natural

¿La próstata? ¿Comó así me fue a dar?, hace meses empecé a tener dificultades
para orinar, no le dí importancia, pensé que sería una infección pasajera. De un
momento a otro se ha complicado, me cuesta hacerlo, es sumamente incómodo,
espero, que con el tratamiento acabe pronto.

Seguí el tratamiento al pie de la letra, nada de esfuerzos, ni deportes, la dieta


consistía en alimentos sin grasa ni guisos. Mejoré por unas semanas, me sentí feliz
y revitalizado, sin embargo, no duró mucho esa felicidad, volvieron los
inconvenientes para orinar, unas cuantas gotas lagrimeaba mi pene, y luego nada,
se secó, como un maldito dique seco. Es doloroso retener los orines en tu interior.
Sientes que vas a explotar. No hubo de otra, me llevaron de emergencia al hospital,
el diagnóstico: necesitaba operarme -extirparme en realidad- la próstata, mientras
eso ocurría me colocaron una sonda para descargar la úrea de mi vejiga, la usaré
hasta que me operen.

La sonda termina en una bolsa al que llegan los orines y que hay que estar vaciando
constantemente, esta bolsa cuelga de mi lado derecho, siendo visible externamente.
Regreso al penal en una “ambulancia” que no es ambulancia, es un vehículo para el
traslado de internos al que llaman así, antiguamente se le conocía como “perrera”.
Mientras voy devorando kilómetros y nos alejabamos de la ciudad rumbo al penal,
pienso en lo que me toca vivir, no basta con la sentencia, ni estar privado de
libertad, ni estar lejos de tu familia, ni tener un recurso con que subsistir, no basta
todo eso, ¿Hasta cuando Dios?, no existe sosiego, no ha concluido, aún hay más: la
enfermedad.

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De vuelta al pabellón con mi bolsita colgando de mí, siento las miradas de los
demás internos, mientras recorro mis pasos, me regalan miradas de pena o
compasión, veo algo más profundo en aquellas miradas, puedo leer, hasta incluso,
oler el miedo, miedo a enfermarse, miedo a estar en mi lugar. Y me compadecen
porque saben que nadie está libre de eso. Me compadecen en agradecimiento de
no estar en mi lugar,

Debo acostumbrarme a mi nuevo estilo de vida, sigo con la dieta, ahora ha sido
extremado, nada de arroz ni fideos, incluso la sal, bastantes verduras, de
preferencia tomate y espinaca, en carnes, solo pescado y que sea oscuro, por el
Omega 3. Duermo del lado derecho pendiente de la bolsa que la colocó en un balde
por si se rebalsa, tengo los ojos muy abiertos con la sonda, me ha ocurrido si está
mal colocada, la sangre se filtra en la orina, debo tener cuidado. El reposo en este
estadío es absoluto. Y queda rezar bastante. Seas creyente o no debes hacerlo.

A rezar, si te da una emergencia, ¡Dios me libre!, eres casi hombre muerto, en el


tópico pastillas casi no hay, calculo que es el presupuesto del estado para ello, ¿te
duele la cabeza?, Paracetamol, ¿Tienes fiebre?, Paracetamol, ¿Alguna infección?,
Paracetamol, ¿Algún músculo estirado?, Paracetamol, hasta para la diarrea te dan
Paracetamol. Es el santo grial de la medicina canera, o simplemente es lo que hay.
El paracetamol lo cura todo. Así que a rezar, rezar para que nada malo te pase. Más
aún si no tienes plata.

Comienzan los chequeos previos a la operación, un ir y volver del hospital,


severamente enmarrocado soy trasladado por aquella incómoda “ambulancia”. Es
una ruleta rusa, llegó y no me atienden, a pesar de la cita y cómo me encuentro,
“vuelva otro día”, nueva cita. Regresamos otro día, lo mismo. Es una rueda y yo soy
“el hámster” corriendo por mi vida. El sistema médico peruano es de lo peor, se dice
que el Perú ha avanzado bastante económicamente, no sé para quién, lo único que
compruebo es que el ministerio de salud está hecho una mierda. Si a cualquier hijo
de vecino le cuesta ser atendido, imagínate a un preso, le cuesta el doble, o el triple,
o quizá esperar un milagro. No importa el delito, soy un preso, llamado por los
hombres libres “lo peor de la sociedad”, y como tal se nos trata. A la sociedad no les

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bastó la sentencia y la cana, no, “¡debes morir allí maldito bastardo!”. Así es este
país de hipócritas, falsos devotos y de doble moral.

Mientras me paseo por los hospitales, un novel virus de China hace estragos en los
países donde se ha instalado, los médicos no saben cómo tratarlo, y los científicos
no saben cómo referirlo. Hasta la prensa farandulera da cámara a curanderos con
recetas mágicas para curar este mal. Hasta que llegó el virus al Perú, todos presos
de miedo -sin ofender a nadie-, y el más miedoso sin duda el presidente “fiu-fiu”,
dispone la inmovilización nacional y confinamiento general. Todos presos. La cana
perfecta: en casa, los hijos y la esposa. ¿Irónico no? Como todo se cierra, se cortan
mis chequeos y exámenes. ¿Hasta cuándo madre mía?

Muchos compañeros decían un mes, dos, o tres. Yo era más realista, intuía que esto
iba para lejos. Pese a los cuidados extremos, el virus entró al penal, ¿Cómo?, por
los mismos técnicos. De una población de dos mil y pico, murieron veintiocho,
catorce por mil, un índice alto. Mucho más que la media nacional. Se fueron “el
viejo” Hernandez, “burrito” Rodriguez, “el ñato” Flores, “el cholo” Quispe y mi gran
amigo Cirilo “el rocoto” Huallpa. La mayoría eran pacientes diabéticos o hipertensos,
los más débiles, los llamados “vulnerables”.

El presidente del Perú nos floreaba con la “comba”, la curva y tantas huevadas más,
puro floro. Los que no murieron, igual la pasaron mal, se cerró la visita por algo más
de dos años, ¡dos añazos! sin ver a tu familia, sin un beso o un abrazo de los tuyos.
Mientras, los padres, hermanos, esposas, hasta hijos morían. Y no solo eso,
muchas relaciones se rompieron, ya sea por enfermedad, necesidad o lo que fuera.
Los primeros cuatro meses no hubo paquetes. Los que estábamos enfermos nos
tocó pujar, particularmente, necesitaba sondas y sus accesorios, tuve algunas en
stock para los primeros meses, luego, un técnico caritativo, de esas almas limpias
que siempre encuentra uno en el camino, me hizo el favor de comprarlas y
traermelas, eso sí, mi esposa y mi hija me apoyaron económicamente con mis
medicinas, mil gracias a ellas y bendiciones. ¿Y los que no tenían cómo comprar su
medicina? Sin duda fue un tiempo terrible.

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Y no solo para nosotros; el miedo a la enfermedad desconocida y su consecuencia,
la muerte, también hizo mella en nuestros custodios, varios técnicos murieron, otros
se aislaron y algunos renunciaron. Era el Armagedón, ya ni entraban a los
pabellones, echaban llave a la puerta principal, se sentaban fuera y ahí se
quedaban. Con la paila era igual, venían con sus trajes de astronautas, abrían el
candado y lanzaban la carreta con las ollas y baldes que contenían la comida, ver
esos carritos entrando sólos como empujados por fantasmas daba risa y miedo a la
vez, los trabajadores del consorcio se cagan -literalmente- de miedo, nosotros
repartimos la paila y devolvíamos las ollas y baldes vacíos de la misma forma que
nos lo enviaban. Toda una locura.

Sobre todos los miedos, el ser humano teme más a la muerte. Si entendieran que la
muerte nos ronda desde que comenzamos a vivir, podríamos aceptarla tal cual es:
una cita al que inevitablemente tenemos que asistir.

Y esa muerte se ensañó con mi familia, antes del COVID, había muerto mi hermana
Fanny, luego Eva, dos años después se fue mamá, y fue el dolor más profundo. Ya
con el virus, le tocó a mi hermano mayor, Flaviano, luego a Fredy, y finalmente a mi
hermana más querida, Camila. Y no sé porqué he dicho “finalmente”, faltaba alguien
más, cuando ya tenía dos vacunas anticovid, y pensé el dolor concluido, mi viejo, se
enfermó de pulmonía y a los noventa y dos años, tres meses y once días más sus
noches, dejó este valle de lágrimas. Me quedé con las lágrimas y el adiós en las
manos, tenía la ilusión de verlo cuando recuperara la libertad, no se pudo. Arrastro
una maldición: no he podido enterrar a ninguno de mis muertos, en siete años de
prisión mi familia fue asolada y a nadie pude despedir. Felizmente aún tengo a mi
esposa e hija sanas, es el único arraigo en esta madre tierra, todo lo demás fue
arrasado.

Hace dos meses han vuelto a llevar internos al hospital, debo comenzar todo desde
el principio, unos días antes me he estado sintiendo bastante mal, un dolor en todo
el cuerpo, un abatimiento ha caído sobre mi, mi ánimo está por los suelos. El dolor
es más fuerte en la ingle, y la zona pélvica. Me hacen los chequeos respectivos, me
piden uno adicional en el INEN, ¿Perdón?¿Dijeron INEN?, si no me equivoco es un
hospital especializado en cáncer, me calman indicando que sólo es un exámen de

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descarte. Lo realizo, le pido a Dios que no sea nada malo, los dolores persisten y
tengo mucho cansancio, duermo a toda hora y no tengo ganas de levantarme.

Al cabo de unos días, me llaman del tópico, han llegado todos los exámenes.
Camino custodiado por un técnico, esposado, desciendo por una rampa larga,
recorro las estructuras de cemento, concreto y más concreto, rejas, concertinas y
cerros pelados, es el paisaje canero, monótono, frío, y desesperado, como el cielo
de Lima; está gris como siempre, gris como mi alma, es Julio, y hace frío, ese frío
anconero que muerde los huesos. Y que cala el espíritu.

Me espera el Dr. Becerra, médico del penal, veo los resultados en el escritorio, me
invita a sentarme, inicia un monólogo de varios minutos, hace un intervalo para que
pueda realizarle preguntas que considero necesarias. Me deja con mi soledad un
tanto, y luego conversamos un tanto más. Conclusión: No habrá operación, y se
suspende el tratamiento.

Pensativo, vuelvo trás mis pasos andados, ya no llevo marrocas como al bajar, el
custodio se ha relajado, se inicia una débil y cobarde garúa, aquella salpicadura del
cielo, medio rosquete, sin llegar a lluvia, característica de esta ciudad; el pensar me
ha llevado al recuerdo de mi madre, Esperanza, y lo que me decía de niño, “Tienes
que ser valiente, no llores, levanta la cabeza, los cobardes no van al cielo”,
asumiendo el consejo, reprimo unas gotas que desean brotar de mis ojos, “valiente”,
¡carajo!, ella tendría las palabras exactas en este momento aunque eso le lacere el
corazón, pero no está, hace mucho su sombra dejó de reflejarse en el sol. Pienso en
mi mujer y mi hija, las extraño, daría la vida por un abrazo, un beso y un “te quiero”,
no va a poder ser, ¿Como mierda les digo?

- ¿Todo bien? -una voz chillosa me saca de mi encierro mental, es mi custodio quien
pregunta.

- Nada en realidad -medito mis palabras-, pronto dejaré este penal.

- ¿Ya está tu libertad?

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Dudo, al final contesto:

- Sí, mi libertad.

Suena la radio del técnico, “Leo, Leo”, “Leo aquí responde”, “tienes que ir a base a
recoger un “indio” más”, “copiado, bajo”.

- Debo ir a recoger un interno, espérame acá. No te vayas a ir eh.

- ¿A dónde?, no hay forma de fugarse- le contestó encogiendo los hombros y


poniendo una cara de interrogación.

Mi respuesta le hace sonreir, lo veo volverse, estoy agotado, bastante diría yo.
Busco donde apoyarme, veo un parapeto, me siento, levanto la mirada al cielo, me
hundo en mis pensamientos, no aguanto más, pronuncio un débil “disculpame
mamá” y me pongo a llorar.

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