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Apolo y Dionisos, fundamento del

arte, en El Nacimiento de la


Tragedia de Friedrich Nietzsche
Por Lina Castaño C.

¡Ah descendencia de mortales! ¡Cómo considero que vivís una vida igual a nada! Pues ¿Qué

hombre, qué hombre logra más felicidad que la que necesita para parecerlo y, una vez que ha dado

esa impresión, para declinar? Teniendo este destino tuyo, el tuyo como ejemplo ¡oh infortunado

Edipo!, nada de los mortales tengo por dichoso.

Coro Edipo Rey.

Introducción

El presente escrito pretende entrar en las consideraciones dadas


por Nietzsche en su libro El nacimiento de la tragedia acerca de la
relación Apolo-Dionisos, en la complejidad de su movimiento. Las
distintas formas de arte que cada uno de estos instintos produce
desde su ámbito y el paulatino desarrollo que alcanza en la
tragedia la meta suprema de sus fines, dada la armonización de
principios.

Esto es, el proceso que lleva a cabo la duplicidad en todas sus


fases pre-trágicas: lo titánico, lo homérico, lo dionisíaco, lo dórico,
nuevamente lo dionisíaco en la forma de la lírica, instancias que
abarcan los capítulos 1, 2, 3, 4, 5, 6 del libro. Seguidamente el
recorrido por los capítulos 7 y 8 dedicados a la presencia del coro
trágico, como el germen más inmediato del que surge la tragedia.
En el capítulo 9 la figura del héroe trágico en la máscara de Edipo.
A continuación un recorrido por el texto que Nietzsche dedica al
Drama musical griego en sus estudios preparatorios. Finalmente se
hará el recorrido por los capítulos del 19 al 25, donde el desarrollo
de la duplicidad Apolo-Dionisos vuelve a cobrar vigencia en cuanto
a las posibilidades del resurgimiento de la tragedia en nuestros
días.

No se indagará en la fase comprendida entre los capítulos 10 y 18


por ser el énfasis de estos la decadencia de la tragedia en manos
del socratismo, donde se establece un tajante cambio en la
economía de instintos, ya no Apolo-Dionisos sino Apolo-Sócrates y
la absolutización de la idea.

La intención conjunta de este trabajo será dilucidar el particular


fundamento del fenómeno de la tragedia y cómo se presentan las
fuerzas artísticas de lo apolíneo y lo dionisíaco a este respecto. La
aproximación será un cercano acompañamiento de escritura frente
a lo que cada capítulo dilucida al respecto del tema propuesto
destacando con citas propias del libro aquellos momentos que
intercedan en la valoración total.

La pregunta general del texto se concentra en la importancia de lo


expuesto por Nietzsche en este escrito de juventud de abundante
temática y que precisamente por su extensión recobro en detalle
en la conjunción de la duplicidad y con ella la importancia en la
estética contemporánea, no sólo por el quiebre tajante que tiene
respecto a la tradición en el tratamiento de la tragedia sino, y
sobre todo, del arte:

- Qué quiere decir mirar la vida desde la óptica del arte y


viceversa.

- El arte como intuición inmediata, no como intelección.

- El arte como suplemento metafísico de la vida.

- En qué consiste la metafísica del artista.

- El valor en tanto fuerza que puso el pueblo griego en la


consideración de su arte.
- Relación Ser-Arte-Vida.

- Lo dionisíaco como principio rector de la estética nietzscheana.

- Afirmación del arte en tanto afirmación de la existencia.

- Concepto de transfiguración para decir el arte como suplemento


metafísico de la vida puesto junto a ella para superarla.

- La existencia y el mundo justificados sólo como fenómeno


estético.

El arte en Nietzsche desde las formas, según su valor, que cada


cultura posibilita a aquellas fuerzas dadoras de arte frente a las
cuales el hombre, la sociedad y el tejido del mundo empírico son
tan sólo medios de su despliegue. En ese sentido, arte ajeno a los
fines utilitarios de lo político, lo ético, lo cultural o pedagógico. El
pueblo griego es para Nietzsche el baluarte de tal aproximación
por su abundancia, por su potencialidad, por la capacidad
afirmadora de la existencia y por su aptitud para el sufrimiento,
aptitud de suyo artística. Ahí la visión lúcida de Nietzsche, potencia
de la vida que hace arte, potencia salvadora.

1.

En el capítulo 1 Nietzsche propone la duplicidad Apolo-Dionisos


como principio generador del arte. Estos términos dan nombre a
dos instintos que tienen como característica principal la lucha
constante y la reconciliación tan sólo periódica. Principios
antitéticos, su marchar juntos se establece en la discordia.
Excitándose mutuamente engendran frutos nuevos cuando su
apareamiento periódico se consuma, el cual sólo es posible gracias
a lo que Nietzsche llama un milagroso acto metafísico de la
voluntad helénica.
La lectura de El Nacimiento de la Tragedia, debe ubicarse en la
forma como permite una cultura desarrollar tales instintos. En la
manera como cada pueblo asume y enfrenta los placeres y
horrores de la existencia. En su valor.

Nietzsche lleva a cabo su labor desde la óptica de la estrecha


relación que guarda la sensibilidad frente al dolor y la búsqueda
inmensa de belleza en el pueblo griego. Esto es, la concepción del
pesimismo de la fortaleza que amplía el concepto del sufrimiento
haciéndolo plenamente fundamento de su discurrir. Si hay un
enfrentamiento cara a cara con el dolor y el sufrimiento es porque
la plenitud de su existencia así lo dicta. Hace del dolor no un
anquilosado dominio sino la potencia plena que quiere vivir al
punto de decir que “sólo como fenómeno estético están
eternamente justificados la existencia y el mundo”1. El sufrimiento
se percibe por fuera del espíritu empobrecido en la resignación.

El pueblo griego conoció el horror y el espanto de la existencia y a


ellos hizo frente. No los desconoció, ni excluyó, ni escondió. A la
esencia del mundo imprimió la fuerza suprema de la luz que en su
ilusión crea las formas del arte. A cada rasgo lumínico, figuras
fabuladoras, está la presencia de Dionisos en su condición irruptiva
e itinerante. Vuelve ligero y jubiloso lo de suyo agobiante.

El hombre griego hace pasar la duplicidad por el estado de visión,


con Apolo intensifica el ojo en la figura, con Dionisos establece el
puente que lo aproxima a la visión de lo inconmensurable. Las dos
fuerzas se miden en la aproximación que cada una tiene con la
forma. Ahí la pasión del movimiento.

“Esos dos instintos tan diferentes marchan uno al lado de otro, casi siempre en abierta discordia entre

sí y excitándose mutuamente a dar luz frutos nuevos y cada vez más vigorosos, para perpetuar en

ellos la lucha de aquella antítesis, sobre la cual sólo en apariencia tiende un puente la común palabra

“arte”: hasta que finalmente, por un milagroso acto metafísico de la “voluntad” helénica, se muestran
apareados entre sí, y en ese apareamiento acaba engendrando la obra de arte a la vez dionisíaca y

apolínea de la tragedia ática.”2

Apolo entrega su arte escultórico, Dionisos la música. En medio de


ellos, en apariencia, el arte, como puente de su encuentro
discordante. El acto que engendra la creación artística, provoca el
fruto de su mutua donación.

Es siempre el placer, su búsqueda, el aliciente mayor de la


transfiguración certera. El dolor y el sufrimiento sólo pueden ser
comprendidos desde el placer, la vida desde el sello de lo eterno.
Dionisos es eterno e indestructible placer que pasa por el
desfallecimiento y el sufrimiento redimiéndose.

Apolo es el dios de todas las fuerzas figurativas. Tiene el sabio


sosiego del dios escultor que se conserva en la mesura y deja
fuera de sí las emociones más salvajes, siempre está amparado en
la solemnidad de la bella apariencia, aun cuando permanezca en lo
tumultuoso.

“Se podría designar a Apolo como la magnífica imagen divina del principium individuatonis, por cuyos

gestos y miradas nos hablan todo el placer y sabiduría de la “apariencia” junto con su belleza.”3

Dionisos intensifica las emociones al punto de la pérdida de la


subjetividad, del olvido de sí, en torno al volcamiento hacia un
estado que lo emparenta con sus dioses, es la licencia hacia una
comunidad superior que en concordancia con la naturaleza vibra
en entusiasmo. Con Dionisos se establece la alianza, la comunidad
de la fiesta que funda la reconciliación de los hombres entre sí, y
con la naturaleza.

Abre el espacio del estremecimiento para superponerlo al


ordenado y delimitado de la cotidianidad. Allí la vida en la
intensificación de sus formas bulle en los danzantes.
El rasgo de la mutua necesidad en la relación Apolo Dionisos
provoca que ninguna de las dos fuerzas sucumba a la violencia de
su opositor. Si bien en ciertos momentos hay prelación de la una
sobre la otra, la intención, por la necesidad, no genera la
liquidación sino la perpetuación de su lucha que es la de la fuente
de la creación, el impulso que hace que Dionisos ponga su fuerza
en Apolo y viceversa. La constante es medir sus fuerzas. Entregar
significa generar.

Uno da al otro lo que cada uno guarda mientras marchan juntos.


Lo que recoge la discordia de sus pasos es la posibilidad de
entregar el principio de unificación en el arte. Su diferencia latente
alcanza en el instante de sus encuentros lo eterno y plural desde lo
cual la vida se despliega. A cada paso, en el determinado tiempo,
el encuentro se condensa al modo de lo que se entrega. La historia
de la duplicidad es la historia de sus encuentros, del modo de sus
encuentros, del perfeccionamiento paulatino hacia la fusión plena
que se da en la tragedia ática.

Lo que siempre se conserva es la tensión entre la forma visible


(Apolo) y lo que tras ella se esconde como fundamento de su
aparecer (Dionisos). Dionisos intenta en Apolo mostrarse, Apolo
accede a la provocación intensificando su poder que protege los
ojos del furor.

El arte viene del desequilibrio y no de la fijeza. La profunda


inestabilidad es la cualidad más propia de la duplicidad.

Previo al pleno desarrollo y perfección de la duplicidad en la


tragedia ática y su posterior decadencia a manos del socratismo la
relación Apolo Dionisos pasa por cuatro etapas: titánica, homérica,
dionisíaca y dórica.
En un primer momento Apolo se opone a Dionisos. En este punto
el desconocimiento de las fuerzas es latente aunque marchen
juntas.

2.

En el capítulo 2 Nietzsche asemeja la duplicidad para hacerla más


comprensible, a los estados del sueño y la embriaguez.

Apolo. El sueño.

El sueño provoca el tipo de arte figurativo, del que la bella


apariencia es presupuesto. El artista apolíneo guarda una estrecha
relación con sus imágenes. Su ojo, que aquí sólo puede ser solar,
contempla en una inteligibilidad total aquello que pasa. La figura
entera se le hace comprensible en el instante mismo de su
contemplación. Deleite inmediato de la mirada ante el flujo de
imágenes. Ojo apolíneo-ojo figurativo. Ve la forma, nada más que
forma, y en forma, a su vez se traduce su creación. El ojo delinea
lo que hay. Lo que figura ser es lo que el ojo apolíneo ve, y no
aquello de lo que es figura.

Observar e interpretar es función del poeta. Su creación interpreta


la figura onírica por la forma de su realidad diurna; así lo da a
conocer. Trata de dar forma nueva a aquello que le otorga el
sueño, cruzando el umbral que les comunica. Contemplación y
minuciosidad hay en su mirada. Relación directa. El ojo diurno da
forma nueva a la verdad que el sueño regala. Y la verdad en Apolo
la de la bella apariencia donde el concepto no media aún.

“El sueño nos permite sumergirnos en las fuentes mismas de la vida fisiológica y coincidir con la

fuerza productiva, siempre una y la misma, que da origen a las fuerzas de la naturaleza igual que a

las imágenes psíquicas. Gracias al sueño podemos descubrir la más profunda de todas nuestras

analogías, de todas nuestras concordancias rítmicas con la naturaleza; podemos comprender cómo el

acto creador del poeta, que él toma por un acto de su yo, es el mismo acto que crea a los seres

vivos.”4
Para Apolo hay forma y nada más que forma. La bella apariencia
es placentera a la mirada de manera inmediata. La mirada se
arriesga en la forma. Allí nada sobra, nada falta.

Apolo es forma y luz. Apolo es línea. Línea en la medida, línea en


la forma, línea en la sustentación del mundo, a todo se le pone
límites, su comprensión y verdad están en la configuración de las
líneas, en el armazón que se construye, en lo que ordenadamente
se integra.

Todo pasa a través de la mirada y ella presta la emoción de la


apariencia. Pero la emoción está en la imagen, en la pura forma.
Imágenes del sueño que surgen de la vida y vuelven a ella a
través del ojo que vela dormido.

La realidad onírica trae a su vez el sentimiento traslúcido de su


apariencia. Apariencia y sensación de apariencia. Sensación que no
censura y hace que la vida se despliegue en la diversidad de sus
dimensiones con la gama de sensaciones que el sueño le presta.
Allí una especie de estado de perfección que se hace superior a la
realidad diurna. En el sueño el ojo mira las figuras de la intimidad.

La bella apariencia protege la individualidad de aquello que ve.


Tranquilidad para mirar. La tranquilidad de quien se sabe en la
apariencia. Y la apariencia es siempre apariencia a pesar del
horror.

Esa línea que comunica la realidad diurna con la onírica es


consciencia de lo apariencial, comunicación y separación, giro en el
ojo que mira. Línea leve y perceptible que soporta la comunicación
entre el ojo y lo mirado. Apolo la establece en la mesura, la
impasibilidad, la solemnidad, el sabio sosiego. La confianza no
inocente de quien se sabe en medio de la tormenta, amparado en
el principio de individuación. Y lo que allí se juega es placer,
sabiduría y belleza. El flujo de emociones que el sueño le otorga le
mantiene alejado de sucumbir a la excitación.

El ojo apolíneo es luminoso, claro, inmediato. Nada desvía, nada


pone en duda. La imagen se muestra en lo que es, su profundidad
es la figura que emerge en su transparencia.

Apolo intensifica el poder lumínico del ojo. El artista apolíneo


plasma lo que sueña. De la figura del sueño hace la figura de su
arte teñido con la potestad de la bella apariencia. Es el recorrido
de la transfiguración. No copia de copia a la manera platónica. El
aumento de visión hace ver la figura en la consciencia de su
apariencia, la intuición del fondo abismal. Ahí la aptitud plástica de
su ojo.

El recorrido de la duplicidad va de la forma a la intensidad, de la


intensidad a la forma. La forma y lo que le desborda. Se revela en
la conjunción de lo que vela por lo que devela. Ocurre que de
tiempo en tiempo Dionisos pulsa la forma, la habita, y así se
muestra e intensifica la figura pues la deja flotando en la
intensidad. La amalgama abre el ritmo incesante de la mutua
provocación.

“Esta duplicidad de significados, que es una fecunda contradicción de desarrollos, puede ser expresada

diciendo que el problema que Nietzsche plantea inicialmente, la liberación de lo dionisíaco, la fuga del

caos al mundo de las apariencias ordenadas y definidas, tiende a transformarse en el de la

liberación de lo dionisíaco, en el sentido del libre ejercicio de una fuerza metaforizante, de una

vitalidad inventiva originaria que no se contenta con haber alcanzado un plano de (relativa) seguridad

y libertad a partir del temor (aquella que por ejemplo está garantizada por la ciencia, al menos en

líneas generales), precisamente porque no eran simplemente el temor y la necesidad las cosas que

originariamente la impulsaban.”5
Dionisos. La embriaguez.

Por oposición, la apariencia, en el terreno de lo dionisíaco, genera


también conocimiento, pero esta vez por la vía del espanto y el
éxtasis. Desgarrado de su centro, del cual en su origen se hizo uno
con el mundo, el hombre en la embriaguez dionisíaca retorna.
Reconciliación que se abre a la comunidad en el olvido de sí.

Por una pequeña grieta accede a lo Uno primordial, aquello que de


más íntimo le mantiene aún en concordancia con la naturaleza
toda, al punto de ser la obra de arte en que la naturaleza canta
sus dones. “El ser humano no es ya un artista, se ha convertido en
una obra de arte”6. La naturaleza tiembla en el hombre, su hijo
perdido hecho ahora materia de su manifestación. El mundo es la
prodigalidad de la creación que atraviesa los cuerpos danzantes en
la intensidad del ritmo que le impele al movimiento.

El hombre en el olvido de sí se entrega a la enajenación que da la


naturaleza a la embriaguez de sus miembros. Es uno con la
naturaleza que le hace obra de arte, pero a su vez se hace
palpable el desencuentro, su no pertenencia a ese centro que fue
su origen.

Lo extático es la aproximación a lo más íntimo del ser. El vibrar


por la distancia de su centro es el encuentro con su centro.

Dionisos está en el cuerpo, en la intensificación del movimiento


corporal, a merced de la embriaguez, dominio de su más puro
conocimiento. Lugar en que la vida se afirma en la plenitud de sus
formas, punto en el cual el arte se establece como estimulante.

Dionisos: presencia en lo súbito. Lanza fuera que es proyección de


la experiencia interior. Y ese estar fuera se experimenta como
dicha y desgarramiento. En la aniquilación de su individualidad
está la posibilidad de la unidad perdida, en ese instante pleno.

“En la alegría más alta resuenan el grito del espanto o el lamento nostálgico por una pérdida

insustituible. En aquellas festividades griegas prorrumpe por así decirlo, un rasgo sentimental de la

naturaleza, como si esta hubiera de sollozar por su despedazamiento en individuos.”7


Dionisos es la desmesura entera de la naturaleza dicha en placer,
dolor y conocimiento. Desmesura como verdad.

3.

Nietzsche muestra el grado de predominancia que cada fuerza va


madurando en su mutua oposición. El momento homérico hablará
de tal desarrollo.

En cuanto al sueño, es decir a la relación que mantuvo el pueblo


griego con sus arquetipos, la aptitud plástica de su ojo. El sueño
se establece como un mundo claro y ordenado de líneas y
contornos, de colores precisos. Espacio de perfección en el cual
Homero se constituye en estandarte, en tanto imitador de las
gestas heroicas que provocan beneplácito y orgullo a la comunidad
entera.

Por otro lado, lo dionisíaco, ajeno en principio a esta cultura


fundada en lo apolíneo surge como visitante que trastoca el orden
establecido. Contra el tipo de bárbaras festividades los griegos
estuvieron protegidos durante mucho tiempo por la figura de
Apolo. Esa defensa contra el influjo de ritos extranjeros (bárbaros)
está consignada en el arte dórico.

Dos vertientes ven sucumbir el orden apolíneo. Por un lado a


través del influjo de fiestas extranjeras hechas de voluptuosidad y
crueldad donde el desbordamiento sexual era su centro. Y por
otro, desde dentro, desde el centro mismo de su imperio como un
germen que brota de la misma raíz de la cultura que rige Apolo.
Como aquello que brota del seno mismo de la luminosidad
apolínea. Es pues, una visita tanto de fuera como de dentro.
Dionisos se concibe como el visitante que aunque extranjero ocupa
siempre un privilegiado lugar en el panteón de los dioses natales.

“El estatuto de extranjero marca profundamente la personalidad de Dionisos. Tanto en el modo de

relación que favorece, como en su vocación para revelarse enmascarado. Cuando los dioses entran en
procesión a lo largo de un friso, la máscara es para Dionisos la insignia de su divinidad: enarbola la

facialidad tan espontáneamente como Hermes lleva el caduceo. El vaso Francisco hace surgir los

grandes ojos abiertos, fijos sobre el espectador que contempla el desfile de los olímpicos. A través de

la máscara que le confiere su identidad figurativa, Dionisos afirma su naturaleza epifánica de dios que

no cesa de oscilar entre la presencia y la ausencia.”8

Ante estos hechos, la figura de Apolo que durante mucho tiempo


logró salvaguardar su integridad, no pudo más que transigir ante
el visitante y entablarse en la reconciliación. Momento que se
constituye en el más importante de la cultura griega. La pregunta
en adelante irá encaminada a tratar de mirar sus términos.

Si se habla de reconciliación, se habla de acuerdo, de los


pormenores y desavenencias del intento de armonización, que en
principio no podía ser más que abrupto. Se habla de lo que cada
uno da de sí, siendo consciente de la presencia de su adversario, y
esa presencia establece de por sí límites claros y precisos para
cada cual.

Ahora el movimiento se hará de conformidad a esas líneas


fronterizas y a su invasión. Y la mutua donación tiene entre sí el
tremendo abismo que ahora parece insalvable. Cada uno sabe de
la fuerza que se le opone no en la amenaza sino en la
complementariedad. Apolo acepta al extranjero Dionisos para
conservar su hegemonía divina. Dionisos debe manifestarse ahora
bajo la veladura apolínea. La resistencia inicial no es más que el
presentimiento de la fecundidad.

Ante el tratado de reconciliación las festividades dionisíacas


adoptan el carácter de días de redención y transfiguración, y no ya
de barbarie descomunal. Lo bárbaro de lo dionisíaco primitivo sufre
el trastocamiento de la mesura apolínea. De lo bárbaro se pasa a
lo artístico. De lo desenfrenado a lo contenido. Días en que el
desgarramiento del principio de individuación es fenómeno
artístico.
La reconciliación significa mezcla y ambigüedad. Esas son las
coordenadas de los seguidores de Dionisos. La alegría festiva
resuena desde las profundidades del horror. Espanto y júbilo son
las nuevas máscaras. Dionisos en el mundo apolíneo es el
movimiento al borde del exceso. El borde es Apolo circundando la
fuerza, salvaguardándola del exterminio.

Ambigüedad es la afección resonando desde su contrario. Desde la


alegría el horror como una fuga que atraviesa el danzante. El brillo
de los ojos en el colapso de la plenitud y las lágrimas. El cuerpo
abismado en intensidad.

El Apolo homérico sin la llegada de Dionisos corría el riesgo del


anquilosamiento y lo dionisíaco en la misma medida se salva del
furor, de sucumbir ante su desbordada fuerza.

Uno de los hechos que más claramente muestra el influjo


dionisíaco está dado en el ámbito musical. Con horror y espanto
fue recibida la música dionisíaca. Es la llegada de un sonido
estremecedor que combina melodía y armonía con sonidos que
quieren romper, algo allí aspira a exteriorizarse. Un sonido que no
podrá más que arrasar con el sonido rítmico de la cítara donde
éstos son tan sólo insinuados.

Para la llegada de tal música, fue necesario un nuevo mundo de


símbolos más completo y en expansión que combinara la rítmica,
la dinámica y la armonía y que además tuviera en cuenta la
expresión corporal entera.

La reconciliación trae consigo la intención de una forma simbólica


expansiva acorde a las pretensiones expresivas de ese nuevo
visitante que es tan sólo el velo que pone Apolo a un mundo
descomunal. En esa concordancia nace el ditirambo dionisíaco.

“En el ditirambo dionisíaco el hombre es estimulado hasta la intensificación máxima de todas sus

capacidades simbólicas; algo jamás sentido aspira exteriorizarse, la aniquilación del velo de Maya, la
unidad como genio de la especie, más aún, de la naturaleza. Ahora la esencia de la naturaleza debe

expresarse simbólicamente; es necesario un nuevo mundo de símbolos, por lo pronto el simbolismo

corporal entero, no sólo el simbolismo de la boca, del rostro, de la palabra, sino el gesto pleno del

baile, que mueve rítmicamente todos los miembros.”9

A pesar de lo abrupto de su llegada la acomodación ante el cambio


es paulatina. Se podría decir que era una visita para la cual el
pueblo griego se preparaba sin advertirlo, en el centro de su
ímpetu luminoso crecía el germen de una fuerza colosal ante la
cual había tanto espanto como familiaridad.

4.

En el capítulo 3 Nietzsche indaga los cimientos del mundo


olímpico.

Sobre la necesidad descansa el modo de vida del pueblo griego


para afrontar la adversidad y crear el espejismo de la belleza. Ese
modo de vida es exuberancia, riqueza, excitabilidad, ímpetu que
supera, encubre, sustrae a la mirada el designio de la sabiduría
silénica. Ante el destino siempre incierto, ante
la moira despiadada, ante aquella naturaleza abrumadora
representada en sus mitos, se pone el velo que sustrae la mirada
hacia un mundo artístico. Delante del horror y el espanto, el
hombre griego pone bajo el mandato de Apolo el velo que viene
del sueño y se manifiesta en las imponentes figuras de los seres
olímpicos. La mirada es ahora cubierta, velada por Apolo para
poder ver sin sentirse oprimido, iluminada para poder vivir.

“Estirpe miserable de un día, hijos del azar y de la fatiga, ¿por qué me fuerzas a decirte lo que para ti

sería muy ventajoso no oír? Lo mejor de todo es totalmente inalcanzable para ti: no haber nacido,

no ser,  ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es para ti – morir pronto.”10

El hombre griego afrontó el dolor poblando el mundo de dioses. Al


dolor se sustrae por medio de la creación colectiva de seres fuertes
y luminosos que enaltezcan la existencia a la vez que procuren, en
esa medida, una nueva valoración. Valoración establecida en el
sentido de transfiguración. Cambio en la configuración del mundo
que lo haga aparecer menos cruel.

Delante del horror de la existencia se pone la resplandeciente


criatura onírica de los olímpicos. Mundo intermedio, artificio, que
encubre la desgarradura de lo que intenta velar, y con el cual se
alcanza la victoria sobre el padecimiento.

Entre el ojo y el sentimiento de dolor frente a lo que ve, el gozo


exuberante que por exceso de luz protege del enfrentamiento cruel
con el trasfondo del que se ha hecho apariencia. Mundo intermedio
que ahora es soporte. Un abismo luminoso potencia la vida plena
en tanto la honra.

Si puebla de dioses su mundo es para ver su fragilidad humana en


la sobreabundancia. Enaltecida y magnánima. Los cuerpos divinos
son la exaltación más pura de su espiritualidad. Son los dioses
para la alegría y el perecimiento, para que en ellos la
intensificación de las emociones, de los sufrimientos y, de las
alteraciones ondulantes de la existencia se realicen, se divinicen, y
en esa medida sean dignas de vivirse porque allí se justifican.

En manos del hombre griego el padecimiento va transformándose


lentamente, pasando de un mundo titánico del horror a uno del
gozo y la alegría. “A la manera como las rosas brotan de un
arbusto espinoso”11. Este movimiento tiene como sustento el
proceso transfigurador que a modo de espejo pone la voluntad
helénica ante sí. El fondo de dolor y sufrimiento sigue siendo el
mismo, lo que se transforma es la fenomenalidad en que la
voluntad se hace visible a los hombres. Lo apariencial gana un
nuevo ordenamiento que se asienta en un tipo de pensamiento
ingenuo.
El espejo refleja lo velado, convierte en seres luminosos la tétrica
oscuridad de la sabiduría silénica, la existencia es un peso del que
hay que deshacerse. Pero ese espejo transfigurador potencia la
luminosidad del existir que induce a seguir viviendo, sean cuales
sean las condiciones de ese vivir. Lo que importa es la vida en
vida, el preservarse en ella. Y el dolor entonces ya no está puesto
en existir propiamente sino en dejar de hacerlo. El lamento no está
en la dificultad de la vida sino en lo ineludible de la muerte.

En un sentido más hondo, el padecimiento y el dolor puestos en


manos del hombre griego son los gestores del este anhelo. La
muerte que desea la vida para ser vivida.

“Pues la verdad, “falseada”, deviene apariencia, el arte es el pensamiento de la verdad de la

apariencia, de la no-verdad. El anhelo de sentido ya no ha de traicionar más la forma; superficie y

profundidad dejan de ser opuestos. La máscara del arte, que no es disfraz, sino mentira que reconoce

que lo es, gracias a una superabundancia de vida que permite desear la ilusión, la confusión de

personalidad.”12

La voluntad se glorifica en sus criaturas, a su vez glorificadas tras


enfrentar su dolor en las figuras de sus seres olímpicos. La
voluntad crea el ámbito, prepara el espacio para que ese mundo
intermedio sea posible. Voluntad que a sí misma desea verse en el
proceso de su transfiguración.

La victoria del instinto apolíneo sobre el reino del dolor y el


sufrimiento se da por la vía de la apariencia. Lo olímpico hecho de
ilusión hace de suyo excitable la capacidad de sufrimiento. El
desarrollo del instinto artístico apolíneo es la producción de un tipo
de arte ingenuo donde la apariencia es su gestor.

“El mismo instinto que da vida al arte, como un complemento y una consumación de la existencia

destinados a inducir seguir viviendo, fue el que hizo surgir también el mundo olímpico, en el cual la

“voluntad” helénica se puso delante un espejo transfigurador.”13


5.

Lo ingenuo, concepto al que Nietzsche otorga una nueva


valoración, tiene que ver entonces con el quedar enredado en la
belleza de la apariencia. Ingenuidad que de tono apariencial ve
mermada su capacidad de asombro. No es un primer peldaño, una
actitud previa, sino un estadio avanzado dentro de su
consideración del mundo dado que ha pasado, en su lucha heroica,
sobre el horror y la barbarie constituyendo el asentamiento de su
necesidad.

Apolo derrota titanes hasta alcanzar el orden divino de la alegría.


La ilusión es la posibilidad de jugar la ronda del horror, dada la
aptitud plástica de su ojo. Tan plena de luz es la ficción que
desentrañar su fundamento es ir a la pregunta por la necesidad
donde la vida le desborda. Todo pasa por el ojo y el valor lo da la
vida.

Lo que está en juego es el talento para el sufrimiento y la


sabiduría que se pone para afrontarlo. Talento que es correlativo al
artístico.

El acento de su creación está en el anhelo de bienestar, en la


armonía que se arma de ilusión y ficción, engaño, para poder vivir.
Lo que cubre su necesidad se halla por encima de categorizaciones
que hablen en términos de bueno y malo, pues allí se manifiesta
un tipo de existencia que se afronta en la dimensión de sus
matices y se goza en ella. Todo lo existente está divinizado. Todo
el acontecer humano tiene la misma resonancia en el relieve
configurado de sus vivencias.

“Mentir, en el sentido extramoral es lo que Nietzsche, con su inveterada afición por las expresiones

forzadas, llama la desviación consciente de la realidad que se encuentra en el mito, el arte, la

metáfora etc. La adhesión intencional a la ilusión, aunque se tenga consciencia de su naturaleza, es

una forma de mentira en un sentido extramoral; y mentir es simplemente el estímulo consciente e

intencional de la ilusión.”14
La necesidad de la relación Apolo Dionisos obedece también a una
provocación. Dionisos acompaña a Apolo porque éste provoca la
fuerza de aquel. Si van juntos es porque la medida de sus
respectivas fuerzas debe ser puesta en constante comparación. Así
la entrada de Dionisos a la égida apolínea viene de fuera, es lo
bárbaro, pero igual viene de dentro, es lo que cubre.

En las fronteras de lo que Apolo pone en su consideración del


mundo se encuentra Dionisos, tejiendo lo que por borroso y oscuro
Apolo enfrenta en brillante luz. Dionisos abre la consciencia a
aquello que para el mundo apolíneo no era del todo extraño pero
que debía apartar con un delicado velo. Dionisos en el mundo
apolíneo es la apertura de lo que se mantiene oculto. La afección
en todas sus consecuencias pero ahora con el rasgo impasible que
pone Apolo y ahí el límite que evita el total desenfreno.

6.

El núcleo de contradicción y sufrimiento, fundamento del mundo,


abre su manifestación, la vía de la que se sirve es la apariencia.
Apariencia quiere decir forma que le contenga y le haga visible. Un
primer nivel es la resultante de las leyes que rigen tiempo, espacio
y causalidad, realidad empírica de la que hacen parte las cosas del
mundo de orden inmediato, entre las cuales se cuenta el hombre.

En un grado más alto, elevado sobre el primero emerge la


apariencia configurada en las imágenes del sueño que provocan el
tipo de arte ingenuo. La realidad empírica es reflejo, el sueño,
apariencia transfigurada de tal reflejo, apariencia de apariencia.
Satisfacción aún más alta del ansia primordial de apariencia.

Los instintos artísticos descubren su omnipotencia en el ferviente


anhelo de apariencia de lo Uno. En ello consiste su perpetuación
que mantiene a cada instante la realidad que nos circunda. La
satisfacción del anhelo primordial es movimiento incesante,
continua búsqueda de mostración que lleva a la apariencia a ser su
necesidad suprema de redención. El arte ingenuo proviene del
volcamiento del fondo íntimo del mundo bajo la redención que le
recupera en forma sensible. De ello habla Nietzsche en el capítulo
4.

“Si prescindimos por un instante de nuestra propia “realidad”, si concebimos nuestra existencia

empírica, y también la del mundo en general, como una representación de lo Uno primordial

engendrada en cada momento, entonces tendremos que considerar ahora el sueño como la apariencia

de la apariencia y, por consiguiente, como una satisfacción aún más alta del ansia primordial de

apariencia.”15

En un primer momento la apariencia es reflejo del dolor primordial.


A partir de allí una nueva apariencia se alza sobre la primera
(apariencia de apariencia). “Un luminoso flotar en una delicia
purísima y en una intuición sin dolor que irradia desde unos ojos
muy abiertos”16, que no ve quien está preso en la primera
apariencia.

Aquí la apariencia se hace símbolo ya que contiene el mundo


apolíneo de la belleza tanto como su substrato, acentuando su
necesidad recíproca.

El dolor empuja al individuo a engendrar la visión redentora. La


redención por la vía de la apariencia es la disposición de Apolo. El
dolor y la contradicción se hacen imagen visible transfigurándose,
hacen al individuo acceder a la visión extasiante y tranquila. El
dolor vuelto placer de la mirada en que la vida ingenia sus formas.
El horror se transmuta en deleite, su culmen es la imagen bella.

En la primera apariencia, lo Uno primordial cobra cuerpo humano,


lo redime en la forma de la angustia, el dolor crea sus gestos, se
despliega en el flujo incesante de sus lamentaciones, en el
desvanecimiento de sus miembros al clamor de las plegarias. El
sufrimiento atraviesa la mirada en la intensificación de la
individualidad, incrementa sus límites intentando compasión en
manos que claman cielo.

Es el reflejo tormentoso el que engendra las figuras tranquilas del


sueño. El ojo se abre a la luminosidad de la bella apariencia
cegándose en la delicia de las formas que contempla. Se revela la
serenidad desde la inconsistencia. La mirada sufre el olvido, el
dolor queda en la apertura del ojo, lo hace tan suyo que ya no lo
padece ni lo siente como tal, sino como el flujo liviano que decanta
la imagen tras su ascenso. Imagen que contiene el mundo
apolíneo de la belleza tanto como su substrato silénico.

El sueño permite la entrada del hombre sin distingo alguno, pero


siempre enmarcado en los confines de su individualidad. Lo Uno
primordial se manifiesta en la multiplicidad onírica y simbólica de
los durmientes. Las figuras del sueño son el espacio íntimo de la
visión, en cada uno se crean las formas al abrigo de la noche que
cubre la claridad pura y nítida. Provee una forma de conocimiento
que no escapa de sí.

Apolo permite la contemplación serena, pues aborda los límites de


la individualidad siendo divinización del principio de individuación.
Los parámetros que le rigen son los límites que sostiene la
mesura. Dentro de ello se indica el conocimiento de sí, el cual se
pone iguales límites. Quien sabe qué es lo que debe conocer se
sabe bello. Tal conocimiento que envuelve la belleza se mueve en
lo que puede verse sin forzar la mirada, lo que Apolo vela en la
inmediatez de creerlo único y verdadero, aunque en su silencio
presienta lo que se debate tras tanta cordura. Apolo intenta el
desconocimiento de lo titánico y lo bárbaro, en ello pone su fuerza
mientras padece en su interior el crecimiento del germen
dionisíaco.

La resistencia se vuelve protección. Apolo construye murallas para


mantener su imperio en el equilibrio y la justa medida. Presiente lo
que la luminosidad redime y allí pone los bastiones de su eticidad.
La muralla es protección y en tanto protección, afirmación de la
fuerza dionisíaca que se le opone. La medida se opone al espíritu
de desmesura y ésta marca los límites de su fundamento. Dionisos
necesita de ello para finalmente arrasarlo.

“La desmesura se desveló como verdad, la contradicción, la delicia nacida de los dolores hablaron

acerca de sí desde el corazón de la naturaleza.”17

Frente al imperio creado por el artificio apolíneo Dionisos arrasa de


nuevo e instala la desmesura como la más alta sabiduría. Expone
el fondo íntimo del mundo que provoca en los hombres el
despojamiento de su templanza. El velo vuelve a ser descorrido y
la conciencia del substrato que le contiene manifiesta, guiado por
Dionisos, el placer, el dolor y el conocimiento que intensifican sus
himnos bajo la forma del baile y el canto estremecedor.

El individuo es sacado de su ilustrada comodidad para dar paso a


las convulsas sensaciones de la embriaguez dionisíaca. El
conocimiento imbricado en la desgarradura que supone el
rompimiento de los límites de la individuación, hacia uno que se
muestra ilimitado.

La apariencia se rompe en demasía, ya no es la imagen que se


contempla sino la encarnación de la fuerza desbordada en los
sentidos que no guardan. Su movimiento es entrega, es dar y
darse.

Dionisos desenfrena el artificio apolíneo desde el corazón de la


naturaleza. Apolo accede a ese arrasamiento en la forma del arte
dórico que trae una nueva disposición del mundo, acorde a los
lineamientos de la frontal lucha.

Dionisos domina a Apolo.


7.

En el capítulo 5 Nietzsche se ocupa del desarrollo de la duplicidad,


allí donde se asienta el germen que hará nacer la tragedia y el
ditirambo dramático. Será pues la discusión del artista llamado por
la tradición subjetivo (Arquíloco) en contraposición al objetivo
(Homero). Arquíloco será el nuevo baluarte para explicar el
fenómeno del lírico como artista dionisíaco.

El estado preparatorio al que se ve abocado el artista, surge tanto


de sí como ante sí. Disposición y arrobamiento son su manera de
estar a todo lo largo del proceso creador. Entrega pródiga a la
fuerza que le sobreviene y que involucra todo lo que él es en el
abandono de su subjetividad, y que en última instancia le
permitirá ser uno con el movimiento.

El proceso de creación artística del lírico comienza con la


identificación plena con lo Uno primordial, esto es, con el dolor y la
contradicción del mundo en su profundidad. Identificación significa
entrega. Arrobamiento llevado a cabo en un tiempo preciso acorde
a los lineamientos rítmicos que la música impulsa. El artista se
entrega, se da, se funde. La fuerza musical penetra su
individualidad desintegrándola, para que sea el silenciamiento de
su voluntad lo que haga presencia. Lo que significa una suerte de
impulso para la cual no se ve forzado sino sagazmente envuelto
por el ánimo creador que se le presenta en forma de música. La
compenetración hace del artista dolor primordial.

En un segundo momento la identificación con lo Uno primordial


produce una réplica del mismo. La identificación, tanto entrega
como réplica, se gesta en la música y es ella quien reproduce el
dolor del que se ha hecho cautivo el artista. El lírico es dolor
primordial vertido en música del mundo. El dolor se hace sensible
simbólicamente, visible por medio de la música, que se gesta a
manera de reflejo. La música impulsa el movimiento total pero
debe pasar por el arrobo que provoca en el artista para ser vista
como tal. Imagen y símbolo.

En un tercer momento la música cobra imagen. Bajo la égida de


Apolo lo Uno primordial a su paso por la música se hace sensible
en imagen onírica simbólica. El dolor liberado en la música
desemboca en imagen, reproducido allí se manifiesta al artista
acorde al conjunto de figuras de su individualidad, como un
segundo reflejo. La imagen es él mismo en unidad con el corazón
del mundo. Imagen que deja ver el dolor y la contradicción bajo el
efecto placentero que da la apariencia. Apolo toca con su laurel al
artista provocando el resplandor de las formas simbólicas.

Todo este proceso deja atrás su subjetividad. Sus pasiones y


apetitos individuales habrán de redimirse.

Un dormir en actitud descuidada y azarosa es la presencia del


genio lírico para que hable la fuerza de Dionisos, que cruza su
cuerpo desbordándose en imagen, tras el entramado que se teje
en concordancia con las figuras oníricas. Tanto dolor confina la voz
adormecida del artista al arbitrio de lo que en tal estado se atreve
la fuerza de Dionisos. Tanto dolor tiene que surgir, no puede más
que mostrarse, tanta es su fuerza.

Tras ese proceso el yo del lírico resuena desde la desintegración de


su yoidad empírica. Viene desde la destrucción del yo de la
particularidad en aras del yo universal, acorde a la fuerza del
mundo. Abismo del ser que es desintegración del ser de la
subjetividad. Bifurcación de un yo en manifiesta unidad con el
fondo íntimo del mundo. El artista se entrega a la profundidad de
su caída para redimirse luego en símbolo hecho de la oquedad del
mundo. Todo este proceso transformador anuncia la efusión de la
fuerza dionisíaca que adquiere en su momento culminante la forma
de la poesía, del ditirambo y en su máxima expresión la de
tragedia. Penetrando al fondo, a través de las copias que forma la
apariencia, el yo de su individualidad sucumbe para dar paso al yo
que emerge de lo realmente existente. Destruye el yo diciendo yo.

El lírico está plenamente involucrado con el movimiento creador.


Es tanto dolor primordial como eco de tal dolor. La cólera, la furia,
la pasión desenfrenada con que llena su poesía son la resultante
de la provocación de la fuerza dionisíaca desplegada desde el
fondo íntimo del mundo, que hermana la complejidad del ser. Lo
que habla en el lírico es de carácter universal. La pasión del lírico
es la puesta en marcha de la fuerza, mundo.

“En verdad Arquíloco, el hombre que arde de pasión, que ama y odia con pasión, es tan sólo una

visión del genio, el cual no es ya Arquíloco, sino el genio del mundo, que expresa simbólicamente su

dolor primordial en ese símbolo que es el hombre Arquíloco: mientras que ese hombre Arquíloco,

cuyos deseos y apetitos son subjetivos, no puede ni podrá ser jamás poeta.”18

El arte del lírico no proviene de una idea clara y precisa, sino de


una particular forma de ánimo que impulsa la música. El objeto se
presenta en la culminación del movimiento creador, no es su punto
de partida la idea.

Lírico dolor y eco del dolor, tanto su encarnación como su efecto.


Dolor entrañable hecho de la posibilidad de manifestación
sustancial que le precia de ser fuente de su proceder. El acto
creador del lírico involucra la fuente entera de sus afectos y el
anclaje simbólico de su individualidad.

Al no partir de la imagen el arte lírico no es imitativo. No surge de


lo que ven sus ojos acerca de la realidad que habita sino que
emerge de la fuerza de su ser en concordancia con el fundamento
inmutable del mundo.

En el arte que parte del objeto, arte épico o escultórico, regido por
Apolo, no se involucra el creador con lo creado. Todo sucede con el
abismo de por medio que separa el ojo de aquello que mira y que
con el velo de la apariencia siempre será bello y tranquilo. Las
pasiones son imagen, sólo imagen que deleita sin afectación. El ojo
apolíneo ve la expresión de la afección pero no su convulsión.

“Homero, el anciano soñador absorto en sí mismo, el tipo de artista apolíneo, ingenuo, mira

estupefacto la apasionada cabeza de Arquíloco, belicoso servidor de las musas, con el firme

sentimiento de que sólo a estos dos se los ha de reputar por naturalezas igual y plenamente

originales, de las cuales sigue fluyendo una corriente de fuego sobre toda la posteridad griega.”19

Escuchemos a Homero:

“Yo entretanto subí por la isla a invocar a los dioses

por si alguno quería señalarme la vía del regreso;

avancé al interior, me perdieron de vista mis gentes

y, lavando mis manos en sitio abrigado del aire,

mi plegaria a los dioses alcé que poseen el Olimpo.

ellos luego en mis ojos vertieron un plácido sueño,

mas Euríloco en tanto incitó funestísima traza:

“Escuchadme, ¡oh amigos!, por muchos que sean vuestros males;

cualquier muerte es odiosa a los pobres humanos, mas nada

tan horrible, en verdad, como hallar nuestro fin por el hambre.

¡Vamos pues! Acosemos las vacas del Sol y, cogiendo

las mejores, hagamos cumplida hecatombe a los dioses.

Si atracamos en Itaca al fin, nuestra tierra paterna,

lo primero será levantar un magnífico templo

Al dios Sol Hiperión y llenarlo de ofrendas preciosas,

mas si, airado por mor de las vacas de cuernos erguidos,

determina en unión de otros dioses perder nuestra nave,

mejor quiero morir de una vez boquiabierto en las olas

que ir dejando pedazos de vida en la isla desierta.”20

El lírico se debate en la violencia de su ser. Su yo proviene de todo


este proceso en el que se ve inmerso al punto de ser la imagen
que proyecta. Efigie cuerpo del dolor del mundo.
La música dionisíaca es la que más cerca se encuentra de lo
inefable. Escuchamos el escuchar del lírico desde el silencio de su
soledad. Dispuesto a lo que la melodía de las cosas pone a sus
oídos. Abierto e ilimitado, vasto mar del que sólo conocemos su
movimiento incesante. Llega el momento de escuchar el infinito
resplandor de la voz entre las voces para lo que persista sea lo que
queda resonando en las almas de los hombres. Que lo abierto e
ilimitado sea lo que más oculto permanezca es el misterio que
mantiene viva la palabra, huella de la música.

La música es de Dionisos, la palabra de Apolo. La imagen surge del


ímpetu dionisíaco y lo conserva. Dionisos lanza chispas Apolo teje
la imagen. Y en el poema las dos fuerzas en suprema tensión
aunque el predominio sea dionisíaco.

No somos del arte sus creadores auténticos, ni siquiera sus


espectadores sino figuras del andamiaje completo, alegorías del
proceso transformador que realiza la naturaleza en la vastedad de
su dominio. Cada hombre respecto al arte se comporta a la
manera de la figura que se pone en aras de lograr una bella
creación de conjunto, para la cual participa sin apenas notarlo,
pero que sostiene su existencia y desazón. El hombre es en
relación con él el auténtico creador, imagen y proyección artística.

No somos el objeto por el cual el arte se ejerce, su ambición no


está dirigida hacia nosotros, hacia la pretensión de hacernos
buenos y mejores, porque lo que allí se juega es la vida y su
fuerza, el tejido del conflicto del ser que como conflicto no caduca
en razones éticas y morales.

Lo que sí nos es lícito suponer de nosotros mismos es que para el verdadero creador de ese mundo

somos imágenes y proyecciones artísticas, y que nuestra suprema dignidad la tenemos en significar

obras de arte – pues sólo como fenómeno estético están eternamente justificados la existencia y el

mundo.21
El arte, en esta estética de la fuerza que Nietzsche propone, no
busca fomarnos porque se ocupa de dar a ver lo humano sin
reparos. Todo lo que sucede es en lo humano, más allá de precisar
su valor en las tablas que cada pueblo se impone.

Únicamente al artista le es dado advertir lo que sucede en todo el


movimiento creador, al punto de aproximarse a su certeza siendo
por un instante espectador, creador, crítico, sujeto y objeto de lo
que se crea en él, para él, para sus semejantes que le aplauden.
Siéndolo todo divisa la penumbra y la fascinación de lo que allí se
debate.

Escuchemos a Arquíloco:

Corazón, corazón, perplejo y aturdido por penas / sin salida. ¡Levanta! Haz frente a los contrarios / y

al enemigo que te empuja, aguanta. / Si vences, no te enorgullezcas ante el pueblo, / y si eres

derrotado no te tumbes ni gimas / en casa. Con la fortuna, alégrate, y en la desgracia / no te aflijas

demasiado. Comprende que el ritmo de la vida es alterno.

 (Menor fuera mi muerte en la pena de mi hermano) / si su cabeza y sus hermosos miembros, con

puros ropajes, / Hefesto hubiese envuelto para el fúnebre fuego; / (pero a pesar de ello quiero

bromear y reír) / pues nada mejora con lágrimas ni hago nada peor / si no busco amigos, placeres y

fiestas.

¡Infeliz!, por deseo de amor / yacía inerte, y con dolores agudos los dioses / perforaban mis huesos.

Arquíloco.

Cuando nuestras almas estén entre los brazos de las olas...

Sé cantar el ditirambo, hermosa canción / de Dionisos, cuando el rayo del vino llega al alma.22
8.

Nietzsche se refiere al fenómeno de la canción popular como el


vestigio perpetuo de una unión entre lo apolíneo y lo dionisíaco, en
tanto es ésta el espejo musical del mundo en su dolor y
contradicción. Espejo de la fuente eterna, de la suprema
generadora. Así lo expone en el capítulo 6.

“Las estrofas de la canción popular se pueden comparar aquí a cuencos que se presentan a la fuente

que mana clara. Abundante e impulsiva llena los primeros recipientes festivos que para ella se han

preparado. Pero ellos no agotan su caudal. Y el pueblo acaba llevando finalmente todos los cuencos de

su uso cotidiano y deja que se hagan llenos y pesados. Y los niños extienden el hueco de las

manos.”23

La melodía es lo primero y universal, de ella surge todo lo que la


lírica es: apariencia onírica paralela a la melodía originaria. Medida
que condensa la intensidad.

La fuerza de la melodía originaria está amparada en su soberanía


torrencial y arrasadora, inaplicada, a ella el pueblo se acerca para
intentar oír lo que el fondo del mundo dice. Ella no intenta nada,
no provoca acción ni acontecimiento, está ahí perenne adoptando
con la ayuda apolínea las formas de su discurrir.

La música irrumpe, altera, convoca, incita, provoca porque ese es


su movimiento mas no su pretensión. Vasto mar del que sólo
conocemos su movimiento incesante, su esencia irruptiva llena de
matices que se caracterizan por su multiplicidad, palpable en la
canción popular donde la impronta de la fuerza dionisíaca deja sus
huellas.

Incesantemente entrega. Se repite el movimiento pero lo que se


genera es infinito, siempre nuevo y de lo que se habla es de lo
mismo, del fondo íntimo del mundo. Y lo que se dice se vale de la
armonía que agrada a los oídos de quienes le escuchan
extendiéndose a su cuerpo cuando se propicia el baile.

Con la llegada de este principio las imágenes irregulares y


desiguales acordes a su torrencialidad se sobreponen a las
tranquilas que se gestan en la épica. Dionisos crea su propio
lenguaje que se diferencia del épico apolíneo en su color,
estructura sintáctica y vocabulario.

Lo que viene sobre el mundo épico es la emancipación por el


lenguaje que se ha agotado ya en su imitación de las apariencias y
de las imágenes y lo que quiere es penetrar el misterio del ser que
sólo puede incitar la música. Y en este sentido la música ya no es
tampoco imitación de las gestas heroicas, su descripción.

Con Arquíloco se instaura un estado de poesía en el que el


lenguaje hace un supremo esfuerzo de imitar la música.  Este
hecho encamina la exploración del sonido y la palabra, palabra y
música hacia la soberanía dionisíaca musical, por la que todo
acontece.

La melodía originaria ejerce su poder. La imagen que nace de la


música no es apariencia (copia de copia) sino representación
simbólica. En este proceso Apolo potencia su fuerza figurativa a
dar imagen a esa melodía originaria pero una imagen que parte de
la música misma y no de la realidad empírica. Imagen acorde a la
irrupción de la fuerza.

“Este es el fenómeno del lírico: como genio apolíneo, interpreta la música a través de la imagen de la

voluntad, mientras que él mismo, completamente desligado de la avidez de la voluntad, es un ojo

solar puro y no turbado.”24

Lenguaje: reflejo del reflejo que la música contiene. En su


universalidad el lenguaje sólo puede propiciar particularidades. La
palabra en la poesía lírica se ve supeditada a la violencia de la
fuerza musical que es finalmente donde encuentra su intensidad.
La palabra está siempre entonces con el fundamento del mundo,
no está desligada sino concebida al interior de lo que Dionisos
muestra. La música imprime la intensidad de la palabra, la llena de
significación, imprime su efecto.
La palabra es la resonancia de la música, lo que la música deja en
los oídos de la comunidad reunida. Huella. Fuente de la que todos
beben y a todos sacia porque a todos pertenece. Si la música que
hace surgir la palabra del lírico es del mundo, el acontecimiento de
su difusión es de carácter popular. La canción popular hace visible
su universalidad.

Tan sólo un rasgo de la música es suficiente para proveer de


expresión la palabra poética. En su carácter universal contiene en
potencia todo el mundo de imágenes, palabras y conceptos.
Potencia que abre la apariencia, que hace de la potencia visión.

Que la música se desborde en imágenes es obra de un pueblo


exuberante, pleno de juventud y de frescura creativa. Sólo un
pueblo así permite que su capacidad lingüística sea incitada por
Dionisos.

Lo que intenta la música es la analogía que despierta la apariencia


dada. La música lleva la prelación. La imagen siempre está
subordinada a la música, debajo de ella. Ésta apenas soporta a
aquella sin que medie la necesidad plena, no interesa la unión ni la
correspondencia entre ambas, pues no hay nada que predetermine
su choque. Lo que sustenta su encuentro es el ejemplo fortuito
que tiene como fin un concepto universal.

9.

Lírica: fulguración imitativa de la música en imágenes. Imitación


abrupta, repentina, caprichosa. Imitación inmediata que no
permite la mediación del intelecto del hombre. El corazón del
mundo en su más pura expresión.

El lírico en el movimiento creador se ve sometido al ímpetu de la


música y simultáneamente al sosiego de la contemplación
apolínea. Quietud y movimiento le mantienen en el límite que le
arranca de sí para crear y no sucumbir al desbordamiento de su
pasión. No es ni Apolo ni Dionisos, es en el límite que les une y les
separa.

Su forma de interpretar es la imagen, el proceso es igual para


cualquier artista lírico pero lo que suscita la música en cada
imagen es obra de cada artista en particular y que se desarrolla
diferenciándose de los demás por su propia configuración
simbólica, sus particularidades.

El lírico ve a través de la música y ella misma lo mantiene


protegido de lo que se vislumbra agitado y torrencial, que tan sólo
presiente en su misterio y profundidad pero queda insatisfecho a
plenitud. La imagen lo protege del arrebato.

No puede interpretar la música directamente sino a través de la


imagen que da la voluntad. Interpreta a partir de la interpretación
que le ha dejado ya la música al aparecer como voluntad.

“Con el lenguaje es imposible alcanzar de modo exhaustivo el simbolismo universal de la música,

precisamente porque esta se refiere de manera simbólica a la contradicción primordial y al dolor

primordial existentes en el corazón de lo Uno primordial, y, por tanto simboliza una esfera que está

por encima y antes de toda apariencia. Comparada con ella toda apariencia, es antes bien, sólo

símbolo; por ello el lenguaje,  en cuanto órgano y símbolo de las apariencias, nunca ni en ningún lugar

puede extraverter la interioridad más honda de la música, sino que, tan pronto como se lanza a imitar

a esta, queda siempre únicamente en un contacto externo con ella, mientras que su sentido más

profundo no nos lo puede acercar ni un sólo paso, aun con toda la elocuencia lírica.”25

Nietzsche se guía para la caracterización de la música dionisíaca en


los preceptos de Schopenhauer en su libro El mundo como
voluntad y representación. La música se concibe como expresión
del mundo de donde deriva su lenguaje propiamente universal.
Universalidad que no es abstracta sino completa y clara. De
naturaleza intuitiva y determinada. Expresa los movimientos de la
voluntad de manera inmediata, sin materia, siguiendo el en sí de
la cosa, y no su apariencia, ya que su influjo su mueve en la
esencia verdadera de todas las cosas.

La música que viene de Dionisos es, respecto a lo físico, lo


metafísico y respecto a la apariencia, la cosa en sí. La música
corporaliza la voluntad atendiendo la totalidad de sus
manifestaciones de modo inmediato. Ahí la intuición de la fuerza
musical por dar a ver la esencia del mundo, que se impone como
sabiduría dionisíaca.

Son dos efectos los que la música ejerce sobre la facultad artística
apolínea: Por un lado, la música incita a intuir simbólicamente la
universalidad dionisíaca. Por el otro, hace aparecer además la
imagen simbólica en una significatividad suprema.

El ejemplo más representativo de esta fuerza musical es el


nacimiento del mito que en su máxima expresión se llama mito
trágico: aquel que habla en símbolos acerca del conocimiento
dionisíaco.

El proceso de este acontecimiento viene de la fuerza que hace


nacer la imagen. La música fuerza a la imagen apolínea a dar la
esencia dionisíaca.

Bajo este presupuesto lo trágico se constituye en el lugar donde la


música alcanza su simbolización suprema, donde encuentra la
expresión simbólica de su auténtica sabiduría dionisíaca.

Lo trágico que se desprende del espíritu de la música, hace


comprender la alegría por la aniquilación del individuo. Es
precisamente en esos ejemplos donde puede apreciarse el
fenómeno del arte dionisíaco. Su soberanía detrás del principio de
individuación. Esto dice: la vida eterna más allá de toda apariencia
y de toda aniquilación.
El arte dionisíaco es simbolismo trágico. Eternamente crea,
eternamente compele a existir, eternamente se apacigua con el
cambio de las apariencias.

En la mudabilidad de las apariencias se percibe la corriente de la


vida eterna. El fenómeno apariencial es la prueba de su
omnipotencia y abundancia. La vida se prolonga en la dinámica del
constante nacer y perecer. Vida que bulle no en las apariencias
sino detrás de ellas.

10.

En el capítulo 7 Nietzsche sigue los presupuestos de la tradición


filológica de su tiempo en el sentido de asentar en el coro el origen
de la tragedia, pero su apreciación acerca de éste es
completamente innovadora.

Su disquisión comienza por decir que el coro trágico no establece


la diferenciación ficcional con las figuras del escenario. No advierte
si lo que allí se le presenta es ficción o realidad. En este sentido lo
que se genera en el coreuta es un sentimiento de identificación
plena. Lo que allí se teje está para el sátiro en la misma onda
rítmica.

De aquí se desprende lo ajeno que se mantiene frente a una


consideración naturalista, por cuanto lo que sucede en el coro de
la escena no es representar o mostrar de manera literal lo que
ocurre en la realidad empírica, siguiendo sus mismos preceptos de
tiempo, espacio y causalidad, para que quien asista establezca su
diferencia con la ficción del escenario y su realidad. No satisface a
quien va al teatro con el ánimo de observar todos los aspectos de
su cotidianidad y salir proclamando lo identificado que se sintió con
los sujetos de la escena que le hablan de lo que necesita
corroborar.
El coro está en un suelo “ideal”, por encima de las
categorizaciones de lo empírico. La tragedia se fundamenta en un
fingido estado natural donde se han colocado fingidos seres
naturales. Tal simulacro es la transfiguración apariencial que
intenta hacer extender la manos hacia lo inconmensurable con los
ojos inyectados de luz. Así el coro insiste con la misma realidad y
credibilidad en el hombre griego, toda vez que se encuentra bajo
la admisión del mito y del culto.

“Pero no es éste un mundo fantasmagórico interpuesto arbitrariamente entre el cielo y la tierra; es

más bien, un mundo dotado de la misma realidad y credibilidad que para el griego creyente poseía el

Olimpo, junto con sus moradores.”26

El sátiro es el fingido ser natural que puebla la escena. Ser


primordial por el que la sabiduría dionisíaca se manifiesta en su
extrañeza y fascinación, por ser la alianza que el hombre advierte
con el corazón del mundo. Lugar donde se establece la unidad que
le despoja de las leyes de la necesidad y la causalidad, del deber
ser del ciudadano común, ser de la discontinuidad que vive en la
escisión de sus semejantes y del mundo.

Las diferencias son ahora cubiertas con el sentimiento de unidad.


El coro de sátiros es la corporalización del consuelo metafísico que
detrás de la mudabilidad de las apariencias acentúa el carácter
placentero de la existencia por su derroche en el crear y en el
perecer. Las apariencias no son más que la intensidad de las
formas impulsadas en la agitada corriente de la vida que aparecen
y desaparecen en su profunda indestructibilidad.

“Con este coro es con el que se consuela el heleno dotado de sentimientos profundos y de una

capacidad única para el sufrimiento más delicado y más pesado, el heleno que ha penetrado con su

incisiva mirada tanto en el terrible proceso de destrucción propio de la denominada historia universal

como en la crueldad de la naturaleza, y que corre peligro de anhelar una negación budista de la

voluntad. A ese heleno lo salva el arte y, y mediante el arte lo salva par sí - la vida.”27
Un elemento letárgico se levanta del éxtasis dionisíaco para crear
el abismo que olvida la realidad cotidiana, pero una vez ésta
vuelve a la consciencia se le recibe como náusea. El conocer que
detiene el obrar. El precio de haber llegado a tocar la verdad del
mundo arrastra la indisposición de la consciencia. Desubicado el
espíritu crecido en la ilusión palidece en su nueva incertidumbre, y
sólo puede ver lo espantoso y absurdo del ser.

La descarga dionisíaca es la náusea que altera el estado de visión


e inmoviliza la acción. El cuerpo sucumbe al poder de la excitación
dionisíaca con ojos y brazos cansados. El deseo constreñido de
permanecer completamente inmóvil. Nada vale la pena intentar. El
absurdo crece sus múltiples espejos en el escepticismo mortal. El
grávido espíritu de la pesadez.

Pero el arte provoca el estímulo bajo un nuevo estado de cosas


que le acercan a un estado sublimador.

“Aquí, en este peligro supremo de la voluntad, aproximase a él el arte, como un mago que salva y que

cura: únicamente él es capaz de retorcer esos pensamientos de náusea sobre lo espantoso o absurdo

de la existencia convirtiéndolos en representaciones con las que se puede (la cursiva es mía) vivir.”28

Aquí la tragedia, entendida como obra de la intensidad dionisíaca


que en el coro satírico imprime toda su fuerza. Lo dionisíaco
potencia el afán encubridor que crea el simulacro del coro trágico.
El fingimiento es la forma como en este punto se muestra la
desmesura. Abre el ver en que fluye la energía creadora en toda
su libertad. No encubre nada. Se hace en la apariencia sin excluirla
porque no es ni el temor ni la inseguridad lo que guían su
proceder. Está a un paso de acceder a la glorificación del
sufrimiento en apariencia visible.

11.

Frente al coro trágico el hombre ordinario se ve contagiado por lo


que allí se desata junto al vértigo del que la sucesiva
transformación le hace presa. Identificado con el sátiro se hace
uno con el coro que asciende al rostro cambiante de Dionisos. Así
lo vemos en el capítulo 8.

Todo arte dramático necesita de esa capacidad de transformación


que establece el hombre con el nuevo mundo que se le presenta,
por cuanto su identificación es con la verdad del existir a la cual no
puede permanecer ajeno ni distante, sino que impulsa su
inconsciencia (para conocer esa verdad) en el contagio epidémico
que sufre en comunidad.

“Este proceso del coro trágico es el fenómeno dramático primordial: verse uno transformado a sí

mismo delante de sí, y actuar uno como si realmente hubiese penetrado en otro cuerpo, en otro

carácter.”29

En esa condición el sátiro está expuesto a lo que el movimiento


dionisíaco disponga. Su entrega se ha despojado ya de cualquier
rígida sentencia para que su cuerpo sea transmutado por la
intensidad. No hay más tiempo que el instante. Es el pleno
acontecer de ese hombre vuelto otro, arrojado al vértigo del
eterno placer. Su presente es la totalidad de su existir. No aspira
ni a la seguridad ni a la estabilidad.

El en sí está fuera, y es ello lo que logra la identificación. El juego


placentero de verse otro alcanza la consumación con lo Uno
primordial. La transfiguración habla desde el espacio natural
fingido como contagio que involucra toda la capacidad creadora de
símbolos de la fuerza dionisíaca en el hombre.

“El temor, la debilidad, la necesidad de defensa, son todos ellos aspectos constitutivos del mundo

puramente apolíneo, del universo de los límites definidos, donde cada cual es rey o pueblo, padre o

hijo, amo o siervo. En la identificación dionisíaca con el hombre natural, el sátiro supera todo este

mundo de las divisiones y de los conflictos, y asumiendo precisamente la máscara hasta el fondo,

realizando una total salida de sí y una completa identificación, redime la máscara de todo elemento de

mentira y de engaño, se transfiere a un mundo donde el ser continuamente distintos y el


transformarse sin pausa no son ficción y disfraz, sino consecuencia e indicio de una recuperada

vitalidad originaria.”30

Tras la máscara no hay más que la vida que bulle. El abandono de


las formas ordenadas apunta a lo inconmensurable, sin embargo
ese ir al ser natural implicado su nuevo conocimiento es
contranatural. Lo dionisíaco rompe con el orden natural de los
acontecimientos, de las jerarquías entre dioses y hombres junto
con las leyes y tabúes.

“La esfera de la poesía no se encuentra fuera del mundo, cual fantasmagórica imposibilidad propia de

un cerebro de poeta: ella quiere ser cabalmente lo contrario, la no aderezada expresión de la verdad,

y justo por ello tiene que arrojar fuera de sí el mendaz atavío de aquella presunta realidad del hombre

civilizado.”31

La huida es recuperación de la capacidad generadora de


apariencias que hacen del mundo un constante cambio. Ir al
corazón del mundo potencia tal capacidad. El camino es de la
apariencia a la apariencia que pasa por el estremecimiento
dionisíaco. Es el paso de la realidad cotidiana a un estado que
habla de un ansia mayor de apariencia, ahí el arte que involucra al
ser en su existencia más íntima y que hace plenamente justificable
la vida. El arte como el artificio necesario para poder vivir.

La tragedia es pleno acontecer donde se actualiza la imagen de


Dionisos a su paso por las figuras de la escena. Exalta lo
extraordinario. No representa nada, es presencia pura porque
no hay elaboración de conceptos, de ideas, de una pasión que
quiera ser confrontada en la
escena, guarda en ese sentido el carácter de manifestación festiva
que se valida en la fluidez espontánea e intensa del movimiento.
Es el encuentro mágico que funda comunidad en el acontecer.
“Coro dionisíaco que una y otra vez se descarga en un mundo
apolíneo de imágenes.”32
Dentro de la escena lo único que puede ser considerado como
realidad es el coro. En su devenir y perfeccionamiento el coro
alcanza el drama, todo lo que constituye la escena propiamente
dicha, palabra, música baile, son descargas corales transfiguradas
en visión. Es el logro de la potencia que hace figura la visión
colectiva.

El drama será entonces la manifestación apolínea sensible de


conocimientos y efectos dionisíacos. En él el coro será el elemento
que provoque la excitación dionisíaca en los oyentes, la atmósfera
plena que recibe en la figura del héroe el estado de visión, que no
viene tanto de la figura como de su propio éxtasis, pues el
sufrimiento del dios con el que ya se ha identificado se traspone al
héroe. La atmósfera es la del ritual donde ahora se ha condensado
armoniosa y bellamente la duplicidad, en excitación y ojo
obnubilado. Instante del florecimiento de la “voluntad helénica”.

Las apariencias no son ya objetivaciones de la torrencialidad


dionisíaca, todo ello se ha vuelto claridad y solidez, forma épica,
donde Dionisos habla en el lenguaje de Apolo, en una sucesión
simbólica de carácter completamente abierto.

12.

En la tragedia el diálogo lo da Apolo. El héroe habla con un


lenguaje transparente y bello, de gran precisión y claridad donde
el mito se proyecta constante. Esa es la superficie de la tragedia
donde se muestra pleno de luz la parte visible del héroe. Ahí el
engaño apolíneo del que se sirve Dionisos para dar al ojo
expectante el horror sin perturbación, muestra sus gestos más
terribles protegiéndole, hace del horror la enajenación en la
belleza más conmovedora.

Nietzsche habla de Edipo como el personaje más doliente de la


escena griega en el capítulo 9. En medio del pueblo enfermo, del
dolor y la podredumbre, surge la figura altiva de Edipo como el
único de los mortales capaz de derrotar a la peste tal como lo hizo
tiempo atrás en su enfrentamiento ante la Esfinge.

En aras de la purificación de la ciudad, Edipo investido con las


ropas del soberano, presencia del poder y el saber, se pone en la
marcha sinuosa de su destino. Actúa con el convencimiento mortal
de su alta posición sin advertir que el ambiente sombrío que cubre
la ciudad es el reflejo de lo que se suscita en su devenir. Es
adentro donde se genera la peste y la agonía y a ello asistimos con
el ojo pleno de gozo.

“El mito parece querer susurrarnos que la sabiduría, y precisamente la sabiduría dionisíaca, es una

atrocidad contra naturaleza, que quien con su saber precipita a la naturaleza en el abismo de la

aniquilación, éste tiene que experimentar también en sí mismo la disolución de la naturaleza.”33

Su actuar está por encima de cualquier orden natural o precisión


moral. La alegría por la palabra apolínea va desatando el modo de
su obrar de tal forma que apenas presentimos lo que desborda su
palabra y su noble presencia. Edipo paciente de su acontecer, es
incapaz de ver en los primeros signos oraculares la verdad, por el
velo de la apariencia que colma su bienestar y su certeza. En la
claridad daimónica, la hybris turbadora en cada diálogo se inflama
más y más, pereciendo lentamente en el malestar que él cree es
de la ciudad. Edipo prosigue su caída, camina, busca, ordena,
recorre, se pierde.

El camino es lento, pues el silencio de la verdad que se dice a


través del malestar es el inicio de su ceguera, el oráculo le dicta el
conocimiento de sí y en cada asomo de la verdad la sensación del
abismo.

Edipo, mácula de la tierra, de la ciudad y del mundo. Sumido


desde su nacimiento en lo prohibido representa la mancha que
debe esconderse. Es la victoria sobre la Esfinge pero la exaltación
de la monstruosidad. Lo que los hombres pretenden ocultar, lo que
los dioses sacan a la luz, la verdad que no soporta el ocultamiento
prolongado y en su salida después de la contención la fuerza de la
desgracia aliada a su movimiento.

En todo el fulgor de su lucidez Edipo encuentra su desgracia y su


noche. Desgarrados sus ojos, desgarrada su mirada, su certeza
invadida y vencida su verdad, se ve a sí mismo. Dolor y saber
desgarran sus ojos pero aclaran la mirada. Excediendo el límite de
lo posible, Edipo el que llegó a ver demasiado se sume en la noche
que reclama a gritos su presencia. Resplandor de la verdad
derivado de la profunda noche que le consume. Edipo es el
sentimiento de la angustia suprema. Edipo nos abre el abismo,
vivimos en su sed el peligro y el dolor. La desnudez tranquila que
queda tras la conciencia clara pero el camino de la errancia
continua.

“El personaje más doliente de la escena griega, el desgraciado Edipo, fue concebido por Sófocles como

el hombre noble que, pese a su sabiduría, está destinado al error y a la miseria, pero que al final

ejerce a su alrededor, en virtud de su enorme sufrimiento, una fuerza mágica y bienechora, la cual

sigue actuando incluso después de morir él.”34

La potencialidad del héroe en la tragedia se despliega en el poder


de sus efectos. Edipo es la imagen de luz puesta en el tejido
misterioso de la tragedia, que mediante su movimiento atraviesa
la mirada del espectador al punto de develar su desgracia como la
corriente que vibra desde el placer por el continuo cambio de las
apariencias. La transfiguración de tal lucidez gira en la alianza que
encumbra la palabra.

13.

Acerca del drama musical griego.

La única forma de arte en la cual podemos intuir el drama antiguo,


aunque de modo idealizado, es la ópera (igual sucede en el caso
de la comedia ática nueva respecto a la comedia nueva de
Shakespeare), sin embargo, ésta se presenta como una caricatura
mentirosa y artificial de lo que fue aquella dado que adolece de lo
principal, el brotar no de la erudición sino de un instinto natural, es
decir, de una fuerza inconsciente llegada desde la vida propia del
pueblo, donde pone su huella el paso de Dionisos.

Esto significa un tipo de arte que implique la fuerza natural de la


comunidad y de un aire festivo y carnavalesco, no entonces del
academicismo propio de las artes modernas que con el paso del
tiempo se han visto poco a poco delimitadas en frías arcas para el
disfrute de unos cuantos que ostentan el saber, y que tienen como
principal valorador de la eficacia de su arte, la consecución de un
efecto determinado en el público.

La falencia de las artes modernas está en la intención de volver a


la música de la antigüedad y el arte en general de manera docta, y
se ha perfilado así la contradicción y atrofia de lo antiguo. En aras
de la habilidad y el virtuosismo, la fuerza instintiva del arte griego
se malogra en la complejidad erudita, y estos conceptos son los
que finalmente imprimen el carácter de las artes modernas. Música
figurativa. Música literatura. Música para leer. Ya no la potencia
rítmica en el oído sino en la uniformidad del ojo.

El extravío del gusto ha devenido axioma en cuanto se


compromete la particularización por la unidad y en ella radica su
dominio. Todo esto lo rebate Nietzsche en la concepción según la
cual todo arte auténtico debe crecer y evolucionar dentro de una
noche profunda. Esto habla de la presencia y el influjo de Dionisos.

Y es precisamente desde esa mirada que debe ser el acercamiento


a lo que es el drama antiguo aun con la dificultad que impone no
tener más que jirones y fragmentos de lo que fue tal arte, sentido
sólo en el sabor del texto escrito y con la sensibilidad de hombres
modernos, tan fragmentada por formas de arte que implican el
disfrute de uno o dos sentidos, pero no ya el goce como hombres
enteros: estamos “rotos en pedazos por las artes absolutas”35 que
a su vez, han extraviado el gusto para contemplar en su
manifiesta dimensión el drama antiguo, en tanto arte total. La
extrañeza sin embargo es el aliciente para tal acercamiento a su
luminosidad, a su veta solar.

“Si somos sinceros, declaremos que no la entendemos bien. Aun la filología no nos ha adaptado

suficientemente el órgano para asistir a una tragedia griega. Acaso no haya producción más

entreverada de motivos puramente históricos, transitorios. No se olvide que era en Atenas un oficio

religioso. De modo que la obra se verifica más aun que sobre las planchas del teatro, dentro del ánimo

de los espectadores. Envolviendo la escena y el público está en una atmósfera extrapoética: la

religión. Y lo que ha llegado a nosotros es como el libreto de una ópera cuya música no hemos oído

nunca, es el revés de un tapiz, cabos de hilos multicolores que nos legan de un envés tejido por la fe.

Ahora bien, los helenistas se encuentran detenidos ante la fe de los atenienses, no aciertan a

reconstruirla. Mientras no lo logran, la tragedia será una página escrita en un idioma del que no

poseemos diccionario.”36

El drama antiguo, en tanto arte total, nuestra su magnitud en tres


aspectos: El actor, el poeta, el oyente (público).

El actor: semejante a un guerrero, adiestradas sus fuerzas en la


exaltación y el movimiento que el drama le exigía, elevado sobre
la condición cotidiana de ser hombre. Al interior del cuerpo mismo
del lenguaje, las potencias dionisíacas a su través igualándose a la
palabra, haciéndose de ella en su ritmo y en su forma como ungido
por cierta capacidad alucinatoria, que revierte tanto en él como en
el público que le disfruta.

El actor, al igual que todos los elementos de la tragedia, es un


medio (medium). Para Nietzsche su condición versa en la
capacidad que tiene de transformarse en el personaje como
viéndolo flotar a su alrededor.

“El actor teatral intenta alcanzar el modelo del hombre dionisíaco en el estremecimiento de la

sublimidad, o también en el estremecimiento de la carcajada: va más allá de la belleza, y sin embargo


no busca la verdad. Permanece oscilando entre ambas. No aspira a la bella apariencia, pero sí a la

apariencia, no aspira a la verdad pero sí a la verosimilitud.”37

El oyente: El drama ático convoca un tipo de oyente que va con


sus sentidos festivamente estimulados, un tipo de público que
conserva, aunque quizá ya de manera velada, el entusiasmo de las
fiestas hechas de comparsas de hombres enmascarados, de seres
que cantan y saltan con ropas hechas para la ocasión a plena luz
del día, como infectados por la suficiencia solar. Su ir al teatro
evidencia la presencia dionisíaca puesta ahora en un movimiento
más evolucionado que ha ido procurando elementos para un tipo
de espectador que sea acorde al drama.

Hay una atmósfera común que permite la evolución del instinto


dionisíaco tanto en la expresión artística del drama como del
oyente que se acerca a él para entrar en un estado de ánimo
tranquilo, que le invita al recogimiento y que sin embargo, como
cualquier otra actividad de la ciudad se hace en público. Un
aspecto de su intimidad en el que va hacer frente a lo que dice el
drama acompañado de otros hombres iguales a él que se
estremecen.

Hay en esa sincronía evolutiva, en el drama y en el espectador que


asiste, un aire de extrañeza que convoca con mayor intensidad, y
ello viene dado por el hecho de que la representación se hace en
intervalos de tiempo muy medidos, no de manera consecutiva y
cotidiana, lo que provoca que siempre se esté esperando y que
cada vez que pasa es como si fuera la primera vez.

El instinto dionisíaco motiva sus sentidos al punto del disfrute de


ser hombre y hombre entero, toda vez que su mirada debía
apartarse de lo que se conserva en primer plano como ciudadano
común, para encontrarse en ese desvío con su ser mas íntimo, que
se le devela en una especie de epidemia colectiva, a plena luz del
día, sin los trucajes de las escenografías y los reflectores. Como si
la noche profunda de la que sale infringiera el poder de la luz en
penetrantes manchas.

Lo que incita profundamente es la música que hace de la pasión


del héroe, compasión en el oyente, que le acompaña en el
padecer. El drama es padecimiento transfigurado más que acción.
Diferente a la concepción aristotélica que pone la acción como
centro y motor de la escena.

El elemento incitador es “el impulso primaveral que explota con


una fuerza extraordinaria, un irritarse y enfurecerse, teniendo
sentimientos mezclados, que conocen al aproximarse la primavera
todos los pueblos ingenuos y la naturaleza entera”38. Primavera:
comienzo, luz, nacimiento, color, exuberancia, desbordamiento,
totalidad, intensificación, alegría, fiesta, aroma, comunidad,
vitalidad, fuerza, ruptura.

“El drama musical griego es, para todo el arte antiguo, ese ropaje libre: todo lo no-libre, todo lo

aislado de cada una de las artes queda superado con él; en su común festividad sacrificial se cantan

himnos a la belleza y a la vez a la audacia. Sujeción y, sin embargo, gracia, pluralidad, y sin embargo,

unidad, muchas artes en actividad suprema y, sin embargo, una sola obra de arte –eso es el drama

musical antiguo–.”39
14.

La Ópera.

En el capítulo 19 Nietzsche se introduce en el fenómeno de la


ópera para mostrar el tipo de arte propio de la cultura socrática.
Intentará resolver la relación imagen-música-palabra en esta
forma de arte frente a la profundización de la misma relación en la
tragedia griega mostrando la radical diferencia que les separa en
cuanto a medios y fines. Añade a esto las condiciones de una
posible resurrección de la tragedia griega.

Como rasgo característico se da en la ópera el predominio de la


palabra sobre la música en la forma del recitado,
modo semimusical de hablar, donde más que cantar se habla,
donde el habla se apoya en la música para demostrar el
virtuosismo de la voz, la cual se debate en la alternancia entre la
lírica y la prosa. Con mayor locuacidad lo hace si a ello agrega la
resonancia de su pathos. La voz se estira en la partitura textual y
se amortigua en su efecto. El cantante tiene la necesidad de
descargarse en la música.

Este alternarse del discurso afectivamente insistente, pero cantado sólo a medias, y de interjección

cantada del todo, que está en la esencia del stilo rappresentativo, este esfuerzo, que alterna con

rapidez, por actuar unas veces sobre el concepto y sobre la representación, y otras sobre el fondo

musical del oyente, es algo tan completamente innatural y tan íntimamente opuesto a los insitintos

artísticos así de lo dionisíaco como de lo apolíneo, que es preciso inferir un origen del recitado fuera

de todos los instintos artísticos.”40

Esta música es el reducto de la necesidad de la palabra en su


relación estrecha con lo que pretende producir en el oyente. La
música entre la palabra y su particular efecto se presenta en dos
direcciones. Por un lado resalta la palabra; por el otro, acentúa la
pasión en el oyente. La música está hecha para la representación
de la imagen, agudiza su intencionalidad más no su intensidad.

Esta música está volcada hacia la sensualidad y la distracción. Se


preserva dispersa en los devaneos de la palabra cantada para el
oído meloso del oyente lego que disfruta de aquella música desde
su ilustración artística y su contoneo intelectual, vaga superficie,
impropia para lo que significa la potencia musical. Su virtud sólo
puede venir de una necesidad no artística.

La dinámica de la progresión auditiva va por un lado desde la


palabra en tanto acto recitativo y por el otro desde la música. Las
dos se verifican en su independencia, a pesar del carácter servil de
la música, nunca se establece el encuentro que potencie la
capacidad creadora, toda su relación se reduce al amañado
servicio del cual sólo puede resultar una mezcolanza  y no ya la
mezcla equilibrada y perfecta de la tragedia, dado que los
elementos en su esencia no guardan ninguna relación. En la
tragedia, música e imagen se potencian mutuamente desde su
esencia, y en ello estriba su realización. En la ópera valdría decir
que no hay fuerzas que marchen una al lado de la otra en abierta
discordia y generando de sí nuevas criaturas, sino que ni siquiera
se reconocen entre sí. La relación opera en la alternancia, bien sea
sobre el concepto, sobre la representación o sobre la musicalidad
del oyente.

La palabra y la música han avanzado tanto en su mortal


independencia que la intención de sus efectos cae en una suerte
de estilización que no guarda ya ninguna relación con la fuente de
su origen. Es sólo una amalgama exterior. Son dos entes que no
se entregan ni a la concordancia ni a la discordancia. Allí no hay ni
juego, ni lucha, ni movilidad.

Aun cuando la ópera fue considerada como la resurrección de la


música antigua, su fundamento parte de una necesidad no-estética
que apunta a la nostalgia y el idilio. Surge de una aproximación
histórica que olvida las fuerzas que le hicieron posible. Al punto de
considerar el recitado “como el redescubierto lenguaje de aquel
primer hombre”.41

La ópera viene de la entrecortada percepción que revuelve


principios y estilos en un mosaico sin unidad y que ha atrofiado ya
su oído para la música. Aun cuando tiene orejas grandes no es
capaz de entregarse al goce musical. Es el hombre serio y grave
por antonomasia que parece haber crecido por fuera de la infancia
del mundo, y quizá de su propia infancia.

Nostalgia, idilio, pathos son las palabras de la ópera. Su premisa la


consideración del hombre primitivo como hombre natural y por lo
tanto artista.
Bajo el lente del hombre teórico el tipo de arte que produce viene
a acondicionarse en su época como el desvío de la esencia
artística. La impotencia artística crea su especie de arte. Los
postulados de la cultura alejandrina hacen surgir la ópera desde
una exigencia no musical, donde ésta es un mero agregado de la
palabra. Por lo tanto se suplanta el goce musical que brinda
Dionisos por la retórica intelectual de la maraña de palabras y
sonidos. Por lo tanto la imagen no viene dada por la música sino,
en el mejor de los casos, por la argucia maquilladora del decorado,
que como tal es externo en su exposición.

A su vez aparece el hombre artístico primitivo que hace de


su pathos fuente de expresión. La esencia creadora la dan sus
afectos de lo cual con claridad dice Nietzsche nada artístico puede
surgir.

No basta el hombre sensible como potenciador de arte, eso sólo lo


puede decir el jovial optimismo del hombre teórico que ve el ideal
como no inalcanzable y la naturaleza como no perdida. No es el
presentimiento de una pérdida insustituible sino la jovialidad del
eterno reencontrar.

A este ojo, en su consideración del mundo, le está vedado llegar a


percibir en qué consiste el proceso del artista griego y en
extensión la complejidad de la tragedia. La ópera es por esa vía su
imitación cómoda y superflua que la pone en el plano de la
realidad idílica. Tanta es su capacidad volcada al exterior y venida
desde el exterior que decae en la diversión, apariencia de
apariencia que no roza ni por un instante lo Uno primordial.

La tendencia que seduce en el arte de tinte socrático-alejandrino


es el entendimiento. Ese es el nuevo instinto dentro de la nueva
economía. Sigue la forma de la dialéctica que se debate en los
términos de claridad, demostración, explicación y lógica. La verdad
en el arte que produce tal tendencia pretende llegar y dar cuenta
de los problemas esenciales escapando de la realidad y
refugiándose en el ideal. Es la lógica racional henchida en
detrimento de los demás instintos, en detrimento de la música, de
Dionisos.

“El optimismo latente en la génesis de la ópera y en la esencia de la cultura representada por ella ha

conseguido despojar a la música, con una rapidez angustiante, de su destino universal dionisíaco e

inculcarle un carácter de diversión, de juego con las formas: con ese cambio sólo sería lícito comparar

acaso la metamorfosis del hombre esquileo en el hombre jovial alejandrino.”42

La escena socrática está poblada de emociones que dictaminan


razones, ilustra la verdad, muestra los imperativos bajo los cuales
el hombre debe regir su cotidianidad. Excita la sensibilidad hasta el
límite de las afecciones.

El espectador que produce este tipo de arte es la especie del crítico


y su característica es la incapacidad de ser lúcido frente a la
unidad en tensión, a la convergencia en pugna, su ojo necesita la
disección de la forma y por ende de la excitación. No puede
entender la sobriedad en la ebriedad, entiende lo uno o lo otro.

15.

En el pueblo griego se concentran dos instintos de suyo ajenos


entre sí. Uno que apunta a la formación del Estado, la organización
de la polis en su estructura social que abarca la plenitud de la
formación política paralela a un crecido vigor bélico que defiende
tal estructura. Y otro instinto efusivo y orgiástico, su fondo vital
más íntimo, que en repetidas ocasiones viene como visitante bajo
la forma de ritos orgiásticos y fiestas de transfiguración. Bajo estos
presupuestos hablará Nietzsche en el capítulo 21.

El pueblo donde se encuentran este par de instintos opta por la


mediación de los mismos en una tercera vía que no va en
detrimento de ninguna sino en su efusión plena. No sale del
orgiasmo por el camino de la nada absoluta propia del budismo ni
se anquilosa en la rigidez del sistema político cuyo más alto
desarrollo alcanzó el imperio romano, con toda la carga que esto
tiene de impulso en la oratoria y en las leyes más sagradas del
derecho moderno, en la ausencia de música.

El instinto político del pueblo griego, pese a las constantes y


fuertes corrientes dionisíacas, se mantiene firme sin sufrir
menoscabo alguno, templado en la condición de asumir tal
corriente en tanto es su certera mediación.

El pueblo griego fue capaz de soportar las dos fuerzas en las


mismas condiciones de intensidad aunque este equilibrio no se
haya caracterizado por su perdurabilidad en el tiempo tal como
vale a las cosas inmortales y perfectas.

El mismo pueblo que halla en la guerra la expresión de su


necesidad política es el mismo que encuentra en la tragedia la
bebida curativa necesaria.

La tragedia sería pues el estado intermedio que en su soberanía


permite por la vía de los efectos: excitar, purificar y descargar. La
tragedia es la medicina y a su vez el resultado del equilibrio. La
mezcla perfecta para no sucumbir la da el pueblo mismo desde sus
raíces más profundas. Catalizador necesario que está en la misma
dimensión de los efectos porque hacen parte de sus mismos
vigorosos sentimientos.

La tragedia absorbe en sí lo que cada fuerza lleva en su estado


potenciándola. En tanto las absorbe las libra de perecer a su
particular tendencia. Actúa la tragedia entre el calor y la
contemplación, entre la excitación del instante y la perdurabilidad.
Mezcla. Allí alcanzan una mayor significatividad. Es la tensión en
su expresión más alta la cual instaura desde ese nuevo poder una
soberanía que no hace concesiones.
En la tragedia la música alcanza su perfección. Junto a la música
está el mito trágico y el héroe trágico sobre el que recae toda la
fuerza dionisíaca y en esa medida descarga al espectador de sus
sufrimientos.

El mito trágico por su parte, en otro movimiento, impide al


espectador unificarse con el sufrimiento del héroe y le provoca el
presentimiento de un placer superior que se esconde tras la
entrega del héroe es su aniquilación y derrota.

El mito nos protege de la música, de igual manera que es él el que por otra parte otorga a ésta la

libertad suprema. A cambio de esto la música presta al mito, para corresponder a su regalo, una

significatividad metafísica tan insistente y persuasiva, cual no podrían alcanzarla jamás, sin aquella

ayuda única, la palabra y la imagen.”43

Entre la música y el oyente dionisíaco: el mito. Telón en el que se


proyectan las vicisitudes del héroe en la consciencia de su
apariencia detrás del cual ruge Dionisos.

La tragedia despierta en el símbolo del mito la apariencia de que la


música es sólo el medio a través del cual éste se hace perceptible.
Por tal engaño la música puede desplegar su poder de contagio y
excitación. En su sentido más alto la música se expresa con la
protección del engaño apolíneo, la libertad se conserva en los
límites de seguridad que da Apolo. La música se regala en el
engaño. En contrapartida la música da al mito una gran
significatividad metafísica.

En la corriente agitada, furtiva y dinámica de la música se


interpone Apolo con el mito y el héroe trágico, símbolos
universales que hablan en boca de la música de manera más
nítida.

Dionisos vibra en la máscara de Apolo seduciendo el oído del


oyente dionisíaco. Dionisos proyecta su furor anunciándose como
Apolo, hundiendo su potencia en la esplendencia solar y no
turbada. Libera la carga sufriente en gozo por la forma.

Lo que hay en la naturaleza del ser es música. Nietzsche en sus


consideraciones se dirige a quienes viven bajo un estado de ánimo
musical. Deleznable para naturalezas de ánimo socrático.

Impúdica en su cimiente profundísima, la música insta a Apolo al


restablecimiento del individuo que puede pasar por el orgiasmo y
su turbulencia porque en su centro lo ampara la apariencia. Apolo:
bálsamo saludable de un engaño delicioso.

Sin la presencia de Apolo, el mito pasaría a nuestro lado sin


ninguna significatividad, como en su esencia más pura agitaría los
miembros, arrasaría en la excitación pero nada habría que
amparara el ojo para la contemplación.

Con la música, la imagen intercede por el abismo del ser, desde


allí habla el sufrimiento que quiere pasar y dejarse al olvido
porque a la base siempre corre el placer y su perpetuo anhelo de
eternidad.

La figura del héroe trágico guarda la presencia ensordecedora de


la voz del mundo en su dolor y contradicción, sobre su espalda
recae el peso del sufrimiento que desmembra su cuerpo a los ojos
complacidos del espectador, por lo que de allí se desprende de
noble placer. Anhelar al morir, dice el héroe, no morir de anhelo.

La compasión y el temor, instancias señaladas por Aristóteles en


su Poética, nos salvan de unificarnos con el tormento del héroe
mientras el mito nos salva de la unificación con la idea del mundo.
El dolor se instala en la compasión, como agujas en los ojos
intercede para no caer en las manos del dolor que aturde los
miembros e inmoviliza el paso de la agitación dionisíaca que se
resuelve en placer. El corazón puede palpitar impasible en
perpetuos espasmos rítmicos.
“De este modo lo apolíneo nos arranca de la universalidad dionisíaca y nos hace extasiarnos con los

individuos; a ellos encandena nuestro movimiento de compasión, mediante ellos calma el sentimiento

de belleza, que anhela formas grandes y sublimes; hace desfilar ante nosotros imágenes de vida y nos

incita a captar con el pensamiento el núcleo vital en ellas contenido.”44

La compasión nos salva de perecer, en comunidad, y una nueva


comunidad se abre, la de la desgracia. La compasión es el
desgarramiento como experiencia colectiva guardada en la
perfecta distancia del dolor del héroe.

Pensamiento, palabra, símbolo, nos salvan de la efusión


incontrolada del fondo primordial. Ello no sería posible en el
hombre natural. Sin el artificio de su desarrollo cultural la tragedia
no tendría sentido alguno. La tragedia sólo es posible en un pueblo
que ha alcanzado la cumbre de su devenir, que ha permitido el
equilibrio de sus propias fuerzas a

favor de la abundancia de la vida. La cultura donde no prima la


negación por el insulso orden.

El conocimiento en la tragedia es posible en el juego de las


apariencias. La luz que da el mito sobre el fondo primordial es
agujero de sombra y luz. Nos lleva a la contemplación del
individuo arrancándonos de la universalidad dionisíaca.

Dionisos usa la máscara de Apolo para llevar la mirada al centro


del individuo que se debate en la escena pues allí está concentrado
su flujo. La imagen concreta para que el ojo aprecie los detalles
que bordean e incitan la pasión del héroe. Allí el ojo está en la
alucinación de la figura por lo que de allí se contiene. La imagen
capta el ojo, el éxtasis de los miembros que danzan se proyecta en
el ojo. El cuerpo es todo en el ojo que en la imagen sublime funde
su orgiasmo.

Ese es el engaño, la imagen expuesta como si la música la hiciera


más visible. La música que alcanza el pensamiento. La relación
Apolo-Dionisos en su armonización hace de la música la potencia
de visión. El mundo de la escena ampliado hasta el infinito e
iluminado desde adentro es la relación que abarca la línea
melódica frente a la figura.

La perfeccion de tal relación está en la nitidez y claridad de la


imagen. Las figuras de la escena se simplifican ante nosotros en la
línea melódica. La música hace ver más. Amplía desde adentro el
mundo visible de la escena. La desmesura dionisíaca es luz plena
en la escena. Imagen hecha de mágica música.

El engaño apolíneo bajo cuyos efectos el drama se expone, al final


deja ver que la música es la auténtica idea del mundo y el drama
tan sólo un reflejo de esa idea, la figura viviente no puede venir
más que de la línea melódica. Dionisoses el ritmo que pulsa la
imagen.

La figura a pesar de las descargas de luz siempre será apariencia y


la música será la donadora infinita. Apolo habla en las
particularidades de la escena pero Dionisos arrasa en su efecto de
conjunto más allá de todos los efectos artísticos apolíneos.

Dionisos en el juego de la escena, danza, se metamorfosea,


imprime su poder, penetra en la figura del héroe, transgrede la
forma por la alegría y la multiplicidad. Se muestra en lo que le
vela. Y ahí se debate el juego estético.

Dionisos aparece en la máscara del héroe alegre que soluciona el


dolor originario y el sufrimiento en su propio tormento de una
manera bella y mesurada.

Dionisos afirma el dolor del héroe en su aspecto exterior no en su


interioridad o psicologismo. El carácter está por fuera de él, no
dentro. Máscara. La pasión que le arrebata es el tejido luminoso de
su corporalidad. Héroe ligero, héroe jugador. Justa proporción de
la pasión, en alegría se resuelve la forma del tormento.
Los sufrimientos de Dionisos en la escena bajo formas apolíneas
son la afirmación de su sentencia musical que en cada onda
melódica encuentra la manera de profundizar en la superficie de
cada pasión o cada dolor en particular. A su paso, el dolor cobra la
ligereza que invoca la penetración lúdica por lo múltiple. Alegría.
Secuencia que forma las imágenes de su aniquilación.

“La difícil relación que entre lo apolíneo y lo dionisíaco se da en la tragedia se podría simbolizar

realmente mediante una alianza fraternal de ambas divinidades: Dioniso habla el lenguaje de Apolo,

pero al final Apolo habla el lenguaje de Dioniso: con lo cual se ha alcanzado la meta suprema de la

tragedia y del arte en general.”45


16.

En el capítulo 22 Nietzsche se pregunta por el fenómeno del efecto


que trae en el oyente estético la experiencia de la tragedia.

La fuerza visiva que se abre ante sí, introduce al espectador en la


corriente de la escena. La visibilidad y la transfiguración están en
un grado de intensificación suma. En primera instancia las fuerzas
apolíneas con la potencia de la individuación hacen que el ojo del
espectador se aquiete a favor del movimiento escénico.

En el oyente se opera un doble mecanismo: el de la alegría por la


perfección del héroe y a su vez la alegría por su aniquilación.

- Mira el mundo transfigurado de la escena y sin embargo lo niega.

- Ve ante sí el héroe trágico y sin embargo se alegra de su


aniquilación.

- Comprende hasta lo más íntimo el suceso de la escena y sin


embargo le gusta refugiarse en lo incomprensible.

- Siente que las acciones del héroe están justificadas y sin


embargo se exalta más cuando esas acciones aniquilan a su autor.
- Se estremece ante los sufrimientos que caerán sobre el héroe y
sin embargo presiente en ellos un placer superior mucho más
prepotente.

- Ve más y con mayor profundidad que nunca y sin embargo desea


estar ciego.46

Todo esto no es más que la intensificación de los efectos apolíneos


a causa de Dionisos. En el desbordamiento apolíneo Dionisos
desarrolla su fin.

Las fuerzas apolíneas imponen en el espectador la capacidad


suprema de comprensión, lo hace ver, ve más, transforma, hace
de su ojo la potencia que se conmueve mientras penetra su
claridad.

Va hasta el límite en que el ojo y la luz hacen la imagen. Hasta el


límite en que su individualidad le preserva. Punto cero de su
contemplación. Punto cero del ojo que se extasía en la belleza de
la imagen. Punto en que esa imagen adquiere total nitidez y
comienza entonces a manifestarse en su impenetrabilidad y
desconocimiento. La risa de Dionisos señalando lo que allí se
esconde.

La imagen que proyecta el mito incita el desbordamiento apolíneo.


Con la ayuda de la música la imagen vibra en el ojo del espectador
hasta el punto en que el exceso de luz por su proximidad y
excitación le enceguece.

“El mito trágico  sólo resulta inteligible como una representación simbólica por medios artísticos

apolíneos; él lleva el mundo de la apariencia a los límites en que ese mundo se niega a sí mismo e

intenta refugiarse de nuevo en el seno de las realidades verdaderas y únicas.”47

En la tragedia sin embargo las excitaciones apolíneas no enajenan


la voluntad por la contemplación. La contemplación incita los
movimientos contrarios de su intención. En cada proximidad del
ojo frente a la imagen se interpone la negación y el deseo de
regresar, de volver, de refugiarse de nuevo en el punto de partida.
El movimiento apolíneo no se justifica en sí mismo. La
individuación queda a merced de la dinámica dionisíaca de la
escena.

El ojo en la fuerza apolínea es el que alcanza la imagen y presiente


lo que hay detrás de ella. El ojo del espectador trágico. El derroche
de la línea le lanza a lo que se esconde. A lo que le sustenta.
Belleza de la forma en que el mito se alza a la superficie. La
consciencia de su movimiento hacia la imagen y la provocación de
ella que no lo despoja de su voluntad. Con ello el mundo que se
descubre tras la aniquilación.

El renacimiento de la tragedia sólo es posible si los efectos trágicos


apuntan a fines netamente estéticos, si se conserva fiel a su
naturaleza artística, de la excitación apolínea-dionisíaca en su
fraternal alianza, experiencia de la tragedia como arte en sí
misma. Esto significaría despojar el arte de tendencias morales o
de tinte sociológico.

Experiencia de los sucesos más terribles de la existencia que bajo


la soberanía que opera en la tragedia, armonización de principios,
están en el juego dionisíaco que afirma todo en su mutabilidad, en
el nacer y perecer y no pretende endilgarse valores educadores ni
moralizantes que alivien el oído atrofiado del espectador docto. De
la comunidad que menoscaba el poder del arte como ente
soberano que en sí mismo potencia las fuerzas del ser
precisamente porque no se gobierna en términos de utilidad,
servicio, bienestar, justicia, poder, educación, moral, ilustración o
entretención.

El arte en sí, no está en los estrechos límites de la comodidad que


brindan las leyes morales y civiles, la organización social. Su
fuerza es multiplicadora de estremecimiento que se entrega a un
placer harto superior. Está fuera de los rígidos esquemas del
sacrificio, la autoinmolación, el padecimiento para alcanzar una
especie de recompensa superior o el sufrimiento por la
resurrección.

La tragedia se percibe en su inmediatez y en su furtivo acontecer.


Instante de perfecta redondez. Nada sobra, nada falta. La
existencia pues como juego estético y allí justificada.

El arte enfermo concentra su excitación en la confrontación política


que hierve su sangre, allí donde los problemas políticos imponen
su furor y en el peor de los casos niega la fiesta a favor de la
producción o la reflexión.

17.

En el escenario sucede el milagro del mito: imagen compendiada


del mundo. Síntesis de la fuerza apolínea, potencia de los dioses
en su más claro esplendor. Capítulo 23.

En el pueblo griego la vivencia del mito se dio de una manera


directa. El mito es la patria sagrada que acerca al hombre a la
divinidad y enaltece el ánimo colectivo. La fuente de su sabiduría
que liga todas las instancias: arte y pueblo, mito y costumbre,
tragedia y estado. Fuerza natural que imprime el carácter de un
pueblo en su expresión conjunta, símbolo de su más alta unidad.
Crecimiento a base de las representaciones que ha creado y
expandido la cultura. El Olimpo en movimiento.

El ocaso de la tragedia a causa de la disociación de principios fue


también la aniquilación del mito. El suelo ancestral e íntimo había
quedado en jirones, disperso en la intemporalidad, de la
inapetente unidad. El derrumbamiento mítico da paso a una
conciencia histórica que intenta preservar desde el presente las
alusiones del pasado, el presente se hace presa del pasado
convirtiéndose en su servidor, pero no hay presencia real en
ningún fundamento. El tejido de sus vivencias tiene el olor cansado
de sus ruinas, queda fuera la progresión metafísica de su
semblante.

“El arte griego y, en especial la tragedia griega retardaron sobre todo la aniquilación del mito: era

preciso aniquilarlos también a ellos para poder, desligados del suelo patrio, vivir desenfrenadamente

en el desierto del pensamiento, de la costumbre y de la acción.”48

Desterrado el mito, las imágenes adquieren el color rancio de los


monumentos que expone la humanidad en su decadencia
creadora. Busca y busca la expresión en la diversidad cultural pero
no tiene el vigor necesario, ni es cauce propicio para que la fuerza
del arte avive su presencia. Los dioses no existen, y si los hay
vienen de la pobreza, de la negación, del favoritismo que apela a
razones y a adecuadas conductas. Ninguna presencia se alza al
encuentro de lo eterno porque la pretensión de su devenir es
preservar, mantener en el saco cosido a retazos las debilitadas
estructuras.

18.

Dentro de los efectos que provoca la tragedia encontramos el


engaño apolíneo, el cual nos salva de quedar presas de la
arremetida dionisíaca en la música, de unificarnos con ese
movimiento, hecho que a su vez provoca la descarga tranquila de
la excitación musical en ese tejido apolíneo. El mundo visible de la
escena, iluminado desde dentro, capta el ojo, pero a diferencia de
lo que ocurre con el arte netamente apolíneo el ojo no se queda en
la contemplación apacible, en su captación hay algo que le induce
a seguir mirando, a ir más allá de ese mirar, a absorber lo que la
imagen vela.

Dos procesos se instauran en la visión. Los dos están en la misma


relación de coexistencia y ocurren en la simultaneidad de la
proyección.
En la tragedia se proyecta ya no la imagen como exaltación de la
figura sino la imagen que simboliza el mundo interno del cual se
desprende y hacia el cual el ojo quiere penetrar. Pero ocurre el
efecto de la abundancia lumínica. El ojo presa en la imagen que se
acerca para ver más queda encandilado, hechizado, y esto le
impide penetrar. La ceguera a causa de la abundante luz impide la
revelación de lo que encubre, no hay zonas de sombra que
descansen su deseo. El mito apela al hechizo.

Nietzsche recurre a este fenómeno para explicar la génesis del


mito trágico en le capítulo 24.

El mito trágico se entreteje en el placer por la apariencia y a su


vez en la negación de ese placer en aras de uno que presiente
superior a aquel, producto de la aniquilación de la primera
apariencia, de la más visible. Se pregunta Nietzsche por la
tendencia que provoca que el héroe en su lucha deba entregarse a
su propia aniquilación a base de los continuos tormentos, del
dolor, de su sufrimiento, para dar a la mirada de quien lo
contempla el presentimiento de un placer superior.

La respuesta no puede venir de que así suceda en el movimiento


de la vida, o de creer que la tragedia muestra los sufrimientos del
héroe para alcanzar en nosotros una ejemplificación de la manera
correcta de obrar ante determinadas circunstancias, de mostrar
que ese sujeto superior a cualquiera de nosotros se debate en la
creciente amenaza de su porvenir.

“El arte no es sólo una imitación de la realidad natural, sino precisamente un suplemento metafísico

de la misma, colocado junto a ella para superarla. En la medida en que pertenece al arte, el mito

trágico participa también plenamente de ese propósito metafísico de transfiguración, propio del arte

en cuanto tal.”49

La tragedia no es la lucha del héroe contra el destino, ni la


elocuencia de la justicia, ni la transgresión de la norma moral
frente a la civil, o la familiar frente a la civil, ni la inducción a
la catharsis. La descarga que nos haga livianos para irradiar
renovada vitalidad en la cotidianidad.

La tragedia ha de ser vista desde su fundamento, explicada como


se iluminan las imágenes de la escena, desde adentro. La perfecta
tensión dada en la relación imagen-música en su presencia pura y
viva.

No viene de la vida, no es imitación literal y naturalista de ella. Es


por el contrario su suplemento metafísico. Con el poder del arte el
mito logra la capacidad transfiguradora que supera la realidad de
la vida. El mito trágico exige la búsqueda de su placer en el
terreno estético, vale decir metafísico, aun cuando junto a ella se
presenten efectos morales, no se queda allí solamente. El placer es
superior a lo que cualquier pretensión moralizadora intente.
Entonces la respuesta por la necesidad de representar el contenido
mítico, su terrible contenido, de mostrar el proceder agobiante del
héroe debe darse en la pureza de la sustentación estética sin el
influjo de ningún otro medio explicativo.

La relación del arte con la vida no es de imitación sino de


transfiguración. No es directa sino volcada al desdoblamiento. No
preserva la vida en su quietud sino que la expone e incita a los
límites de su propia abundancia. Afirma todo lo que es, aniquila las
imágenes que crea porque su poder es irruptivamente creador,
porque la penetración de su singularidad implica el juego continuo,
que no el juego por el juego pero sí la audacia de entregar al azar
todo lo que capta a su paso. En ello estriba el goce perpetuo y con
ello la capacidad alucinante de ver lo horroroso y descarnado de la
existencia como un juego estético, donde precisamente la vida
puede justificarse.

Entender esto implica elevarse hasta una consideración metafísica


del arte, lugar donde “la voluntad juega consigo misma en la
plenitud de su placer”50. La respuesta no arranca de presupuestos
culturales o sociales o psicológicos o religiosos. El arte desde
adentro es la pregunta por el ser.

19.

El juego que establece la voluntad se da por vía directa en la


música. Dionisos hace en el mito y la música la profunda
capacidad de sus efectos, que brotan de la eterna fuente del placer
primordial. Nietzsche apela a la disonancia musical como a la
instancia que provoca el deseo de mirar e ir más allá del mirar que
en una misma relación implica oír y querer ir más allá del oír. Ojo
y oído alternando es su potencia de visión.

Espacio que alterna la forma por la onda musical que se ilumina


desde adentro. Cada una entrelazada incitando el ojo y el oído
para agolparse finalmente en la ilusión de una visión
superior detrás de la cual Dionisos se transforma y se renueva
continuamente. Cuando el ojo cree alcanzar, pese al
enceguecimiento lumínico, lo que se esconde, Dionisos instaura
una nueva apariencia, se encubre en la superficie de la imagen, se
entrega en la máscara más próxima. Así la atención se concentra
en el movimiento y no se dispersa en razones. Ahí Dionisos en la
disonancia. Este es el énfasis del capítulo 25.

“Si pudiéramos imaginarnos una encarnación de la disonancia - ¿y qué otra cosa es el ser humano? –

esa disonancia necesitaría, para poder vivir, una ilusión magnífica que extendiese un velo de belleza

sobre su esencia propia.”51

El espacio de visión en la escena es la música. El oído abierto a la


corriente dionisíaca apunta con mayor vehemencia al ojo audaz y
lúcido que le anima. La serenidad del oyente estético va en la
penetración por lo discordante. Apolo templa en los distintos
elementos de la escena la quietud que se debate en el vértigo.
Impasibilidad que ha pasado ya por los pasos de lo
inconmensurable.
Dionisos no deja la imagen tranquila, ni el ojo en su contemplación
plácida y quieta que da Apolo, aunque es por Apolo que tal libertad
de entrega musical arrasadora hacia la forma se realiza. Es Apolo
en Dionisos, Dionisos por Apolo la síntesis de la alianza fraternal
en la tragedia, la solidez de lo inconsistente. Cada fuerza
mediando el movimiento hacia la expresión más plena.
Entrelazando en mutua afirmación lo patético de la condición
humana y alzando sobre ella la irrupción del goce. Dentro de la
disonancia emerge el anhelo, el aspirar a lo infinito mientras se
multiplica la caída de lo individual en medio del placer.

El arte de nuestro tiempo alcanza muy poco las condiciones de


posibilidad de un verdadero arte. Sus cimientos son raquíticos. No
hay mitos. No hay música. La capacidad dionisíaca está presa en el
carácter abstracto, el arte es delectación de la figura, entretención,
publicidad.

El arte ha sido invadido por los medios de comunicación, aparcado


en la estrecha pantalla del televisor, que podría considerarse como
la logia de la producción de imágenes bajo las cuales crece la
cultura mientras rasguña las telas de lo que considera clásico, en
el mejor de los casos con un acercamiento histórico cuando no
mercantil.

El optimismo socrático manosea con creces el carácter de la


música y el mito queda envuelto en razones, encerrado en el
concepto que marca la pauta para todo lo que produce, tanto en el
arte como en la ciencia. Al debilitarse el mito se debilita
igualmente la música y la aptitud dionisíaca de un pueblo queda
completamente dispersa. Todo su caudal queda en la memoria que
conserva, que guarda para futuras expresiones. Lejos queda la
tragedia como hecho de la presencia intensa perenne en el olvido.

Por la vía docta, el acercamiento a la tragedia es un claro


sinsentido. En la contemplación trágica no importa lo que sucede
sino lo que acontece, fuera de la escena, fuera de la penetración
musical, del ánimo festivo y religioso, la tragedia quedaría
reducida a relato representado. El espacio de la visión es la
música. La tragedia no es texto.

Tanto la música como el mito trágico vienen de una esfera artística


más allá de lo apolíneo. Lo dionisíaco se muestra a la base de
cualquier pretensión artística, la fuente perenne que provoca la
multiplicidad de las apariencias en imágenes siempre nuevas y
siempre bellas. Ese es el manto de ilusión que se extiende en el
individuo a causa de Apolo y que insta a seguir viviendo, atrapa en
la belleza e incita en la apariencia. Apolo y Dionisos

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