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Renato sigue buscando al Renato escritor

Por Pablo Gamba


Música de fondo: Pedro Navaja en versión instrumental. Una luna de cuarto de
dólar brillaba sobre Park Avenue y sobre el cuchillo que una sombra esgrimía, con sed de
sangre, contra Renato Rodríguez, venezolano, de profesión barrendero, carpintero, cocinero
o lavaplatos, según hiciera falta, con una novela publicada, Al sur del Equanil, y una gran
inseguridad acerca de su vocación de escritor. Un solo pensamiento cortó como una centella
el negro abismo de su miedo: “Si este tipo me mata, no voy a poder terminar el libro”. Y
sus puños fueron detrás de las palabras.
Cuando la policía llegó, ya se habían invertido los roles de víctima y victimario.
“Si en un momento en que estoy a punto de perder la vida, en lo único que se me
ocurre a mí pensar es en el libro que estoy escribiendo, será que para eso vine yo al
mundo”, se dijo a sí mismo, mientras la ambulancia lo trasladaba al hospital.
Estas dudas en cuanto a la escritura ya estaban planteadas en la ópera prima de
Renato, como un motivo fundamental. Por si fuera poco, cuando fue publicada, Al sur del
Equanil recibió más críticas que elogios, por su desbaratada sintaxis, sus aparentes
problemas de puntuación y ortografía, sus abigarradas rupturas espacio-temporales y el uso
de un “vocabulario soez”, amén de insólitas conjeturas acerca de las “influencias” de su
autor.
–Los comentarios que se hicieron me parecieron de lo más divertidos. Casi todos
estaban de acuerdo en que no sabía escribir. Incluso, hasta me ofrecieron unas trompadas. A
mí un tipo me agarró una noche en el bar “El Encuentro” y me dijo: “¿Usted es el que
escribió Al sur del Equanil?" Yo pensé: “¡Por fin!, un admirador, un fan”. Y el tipo me dice:
“Salte pa’ fuera, pa’ meterte cuatro coñazos”. Y cosas así.
Renato bebió un sorbo de un licor de su propia invención, hecho con caña blanca,
anís estrellado, una gota de agua de rosas... y otros ingredientes que no logro recordar. Lo
rodeaba el escrupuloso orden del pequeño cuarto donde vivía desde hacía seis años, en una
pensión de La Victoria, a una hora de Caracas, adonde fui aquella tarde a entrevistarlo.
–Algunos me atribuían algunos pequeños méritos –dijo después–. Pero, en cuanto a
la ubicación del estilo del libro, había cosas disparatadas. Veían influencias del nouveau
roman, las cuales yo no descarto porque cuando yo vivía en Francia, el nouveau roman
estaba presente en todas partes. Unos decían que yo era el Henry Miller margariteño.
Incluso generaron en mí una curiosidad, porque yo me puse a leer después todos esos
autores.
–¿Cuáles fueron, para ti, tus verdaderas influencias? –pregunté, mientras él me
servía otro trago, observando de reojo, y con mal disimulado disgusto, cómo mi mano
derecha se apoyaba, sin soltar el bolígrafo, sobre las sábanas limpias de su cama.
–A mí, el empujón a la escritura me lo dio Tosta García, porque un vecino que tenía
yo me regaló un ejemplar de Don Secundino en París. Yo me leí mi Don Secundino y
aquello me causó un gran entusiasmo. También hay en Al sur del Equanil otra cosa, que es
el lenguaje escatológico que hizo enrojecer a un montón de gente aquella época, porque en
aquella época uno no podía decir “coño”, ni “vaina”, ni nada así. Pero el lenguaje
escatológico está presente en Antonio Arráiz, en Puros hombres, y en Quevedo también. La
otra influencia es la de Enrique Bernardo Núñez, porque en Cubagua hay una ruptura del
tiempo, un descuajaringue total del tiempo. Eso está presente también en Al sur del Equanil
y me lo criticaron también.
En realidad, la propia existencia de la novela se debió, según él, a un equívoco. El
escenario del mismo habría sido un bar de Bello Monte, donde Renato, Salvador
Garmendia y un grupo de amigos estaban celebrando anticipadamente la caída del
gobierno, atribuyéndole el éxito a un intento de golpe militar que acabó en el más rotundo
fracaso. Al parecer, a nuestro hombre se le ocurrió inventar que estaba escribiendo un libro
y que se llamaba Al sur del Ecuador. Pero los efectos del alcohol transformaron el título en
Al sur del Equanil, que casualmente era el nombre de un tranquilizante muy conocido en
aquella época. Luego de oír aquello, Garmendia murmuró, “qué cosa tan buena”,
refiriéndose con seguridad al medicamento, según recuerda Renato. Pero desde entonces
comenzó a correr el rumor: “Renato Rodríguez tiene una novela. Salvador Garmendia dice
que es bien buena. Se llama Al sur del Equanil”. Y hubo que escribirla.
En poco tiempo, sin embargo, Al sur del Equanil cayó en el olvido. Hasta que por
fin el destino le hizo encontrar el lector que habría de hacerle justicia, más allá de nuestras
fronteras. Según Renato, aquello ocurrió en México. A Juan Rulfo le atribuye el mérito de
su redescubrimiento.
–Durante una visita que hizo a Venezuela, Rulfo no dejó de preguntar por mí.
Luego se acercó un poco más a mí y colocó una mano contra su boca, como si no
quisiera que nadie se enterara de lo que iba a decir:
–Pero hubo gente que le dijo que yo me había ido y no quisieron darle mi dirección
en Nueva York, adonde yo efectivamente me había marchado.
Independientemente de la veracidad de esta explicación, lo cierto es que Al sur del
Equanil se vio súbitamente catapultada a la fama a comienzos de los setenta. Monte Ávila
la reeditó con un prólogo de Orlando Araujo, y Jesús Sanoja Hernández la proclamó
precursora de lo que llamó el “desenfado”. El repique de la gloria llegó hasta la Gran
Manzana, donde Renato se había instalado con todas sus dudas acerca de su capacidad para
escribir. Allí recuerda haber recibido una carta del editor argentino Jorge Álvarez,
pidiéndole un manuscrito nuevo para publicarlo. Esto fue más que suficiente para instarlo a
remprender afanosamente la búsqueda del escritor que pudiera ser, o no.
–Aquella vaina me abrió a mí el cielo. Yo trabajaba por las mañanas en un estudio
de televisión, en el “Merv Griffin Show”. Mi trabajo consistía en limpiar. A las once
agarraba para la casa (tenía un pequeño cuchito, en la calle 13) y páquiti, me bañaba,
descansaba, comía un poco y me ponía a escribir.
Aquel afán, sin embargo, no dio los frutos esperados.
–Un día me pregunté: “¿Qué estoy haciendo? Yo no estoy escribiendo; yo estoy
produciendo una novela para Jorge Álvarez”. Entonces, dejé de escribir y me puse a
bonchar. Me llamaban “pierna de goma”, porque no me perdía ni un baile.
Hasta que ocurrió el incidente de Park Avenue, donde la escritura se le reveló como
su verdadero destino, rescatándolo de la noche neoyorquina. Cuando le sacaron los
dieciocho puntos de sutura que le tomaron en ambas manos, como consecuencia de aquella
aventura, pudo por fin culminar El bonche, su segunda novela, que no fue publicada por
Jorge Álvarez sino por Monte Ávila, en 1976. A El bonche se sumaron, nueve años
después, La noche escuece y ¡Viva la pasta!, publicadas por el propio autor tras su regreso
a Venezuela. Luego vino una nueva pausa de más de una década hasta Ínsulas, puesta en
circulación por Fundarte en 1996, y Quanos, un libro de relatos –o cuasi novelas como
Renato prefiere llamarlas– que Monte Ávila dio a conocer en el 97.
Además de estos títulos, tiene una quinta novela inédita: El embrujo del olor a
huevos fritos.
–El embrujo... fue una cosa que me ocurrió, porque yo tuve un trabajo en Nueva
York en que me tocaba freír huevos desde las seis de la mañana hasta las diez y esa vaina
me produjo una psicosis. El olor a huevos fritos me perseguía y tenía pesadillas en que las
gallinas me sometían a juicio, como a una especie de criminal de guerra.
–Ínsulas y Quanos parecieran marcar una ruptura con lo que tu venías haciendo. Es
como si estuvieras en busca de un estilo más depurado –comenté, esta vez con una cerveza
en la mano.
–En Ínsulas yo retomo algunos aspectos de Al sur del Equanil, la infancia y cosas
así, con otra tónica. Eso fue consecuencia de algo que probablemente se me produjo a mí
cuando fui a ver en el museo Guggenheim una exposición global de Torres García. La
exposición era cronológica, desde sus comienzos hasta sus últimos trabajos. Es curioso
cómo me acordé de la culebra que se muerde la cola. Porque en sus últimos trabajos, él
retoma los temas de los primeros, pero con otra óptica y otra técnica también...
Permaneció en silencio durante un instante, antes de continuar:
–A lo largo de la vida, el pintor, el escritor, van sintiendo el efecto de su actividad.
Es como los alquimistas, que al mismo tiempo que iban manipulando sus materiales, la
transformación que iban produciendo, a medida que iban avanzando y descubriendo cosas,
actuaba también dentro de ellos. Se transformaban los materiales y se transformaban ellos
también.
–¿?
–Quanos es diferente –continuó–. En Quanos no hay primera persona. Esas historias
las escribí pensando en el cine. La técnica que empleé fue imaginarme que estaba viendo la
película y contar la película que yo estaba viendo.
Este comentario sobre el cine me sirvió de pretexto para despejar una incógnita que
tenía rato planteándome, acerca de unas extrañas hojas cuadriculadas, con números en cada
casilla, que Renato tenía junto a su computadora. ¿Sería la “escalera” para el guión de un
film? O...
–Renato, eso que tienes junto a la computadora, ¿es una lista de capítulos de una
novela?
–¿Qué cosa?
Se volvió hacia el objeto señalado y luego contestó:
–No. Ahí llevo el registro diario de mis gastos. Es la disciplina fiscal.
Luego agregó:
–Yo soy buen administrador. Una vez trabajé en una fábrica de muebles, que
empezó con un obrero. Uno de los socios, un obrero y yo, en un rinconcito, llevando las
cuentas. Y al año, la fábrica tenía 32 obreros. No tenía más, porque eran obreros
especializados y no era fácil conseguirlos.
Además de esta insólita faceta “empresarial”, Renato me habló de otra no menos
desconocida: su trabajo como periodista.
–A la casa donde yo vivía, en Amherst, el pueblo donde nació Emily Dickinson,
llegaba un periódico, Community Voice, de un pueblo vecino, llamado Northampton y
resulta que tenía una página en español. Era una catástrofe. Yo creía que aquí, en un barrio
marginal, hablaban mal, pero ¡qué va! Aquello me indignó y le escribí una carta al
periódico, quejándome, en inglés, pero en términos bien atrevidos. A los diez días recibí
una respuesta de la Jefa de Redacción, donde me decía que si estaba tan interesado en la
calidad de la sección, por qué no me venía a trabajar como corrector de pruebas. Entonces
comencé a corregir y a colaborar. Allí publiqué algunos artículos, “miniensayos” como los
llamo yo, uno sobre Henry David Thoreau y otro sobre Griffith, el creador del cine como
arte, y después seguí. Me gustó la cuestión, porque resulta que en Griffith y en Thoreau hay
una serie de informaciones que pueden ser útiles para muchas personas, pero esas personas
tal vez no tienen tiempo para buscarlas, ni conocimiento sobre las fuentes.
Después insistió en mostrarme sus fotografías. En una de ellas, salía con su traje de
primera comunión –la foto había sido cortada por la mitad, para eliminar la cabeza de su
padre. En otra, estaba acompañado por el fundador del Apra peruano (!), Víctor Raúl Haya
de la Torre, y fue tomada en París. En una tercera, Renato sostenía una cuerda de la cual
pendía un enorme dragón chino, que esculpió en Nueva York para un restaurante.
–Yo también expuse con El Techo de la Ballena, en la librería “Ulises”, de Félix
Alvarado. Era una exposición de cualquier cosa, que organizó Juan Calzadilla. Yo le
pregunté a si me dejaba exponer con ellos. Él me preguntó “¿qué haces tú?”, y yo le dije,
“yo hago esculturas”. Llamémoslas esculturas por llamarlas de alguna manera. Eran unos
corotos de metal, unas formas que yo hacía con la ayuda de mi amigo Pedro Briceño.
Porque él tenía un taller y yo iba allí con mis cachivaches y le decía “sóldame aquí”,
“sóldame acá”. Hasta que él me dijo: “Chico, por qué tú no te metes a escultor. Tú tienes
cierto sentido de la forma y del volumen”.
Además de mostrarme dos de sus dibujos de gatos, Renato no quiso que me fuera
sin haberme leído dos poemas –o “peomas”, como los llama– que yo de inmediato copié.
Durante veinte años Renato se propuso escribir un “peoma” al año, los cuales han sido
reunidos por él en un libro inédito, titulado De otra demora. Se aclaró la garganta y dijo,
primero en inglés:
Every body is sitting in his own stone age
All things are brand new
Languages haven’t yet been created at the tower of Babel
Rain is all over
and something is rotting
atop Mount Ararat
Matters not the awesome silence
when every fucking word is elsemeaning
I read the newspapers and ask to myself
How much in God we trust?
While I wait for an answer
I will turn on
my T.V. box

Y luego, en español:
La arena
bajo el peso del pie milagroso
humedecida
esponja y cruje
azul ardiente la espesura
hiende
hiere
la luz
la umbrosa intimidad
del regreso perenne del cangrejo
y la piedra
desciende voluntariamente
–¿Qué estás haciendo ahora, Renato? ¿Estás escribiendo algo? –fue mi última
pregunta.
–No estoy haciendo nada de nada –contestó, con mal disimulado disgusto, aunque
luego agregó, en un tono bien distinto: –Estoy terminando cosas.
Esta pausa podría deberse, según me dijo, a un nuevo mensaje del destino, el cual
trajo de vuelta sus eternas dudas, acerca de si es o no es escritor. Lo recibió hace poco,
mientras viajaba en la parte posterior de un camión que le dio la cola cuando iba a visitar a
unos amigos suyos que viven cerca de La Victoria.
–Resulta que me caí del vehículo en marcha y, cuando iba en el aire, no pensé en
escribir ni en nada de eso, sino en una botella de ron que llevaba en la mano, en una bolsita
de plástico. Eso me hizo revisar un montón de cosas, qué era lo que realmente quería y qué
no quería...
Hace 34 años, el narrador protagonista de Al sur del Equanil, parecía tener una
respuesta contundente para la pregunta que ha perseguido a su autor, a lo largo de toda su
vida: “En literatura el único fracaso posible es no escribir y yo he escrito”. Pero Renato
nunca se ha dejado convencer por su propio personaje.

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