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Allende en su laberinto HISTORIA EN PLANOS CERRADOS, por Pablo

Gamba

Salvador Allende sigue siendo motivo de reflexión para el cine, a 42 años del
golpe de Estado que puso fin a la vía democrática al socialismo intentada en
Chile por el gobierno de la Unidad Popular. Miguel Littín considera que no es
un tema agotado, y dedicó su más reciente filme, Allende en su laberinto
(2014), a la jornada en la que el “compañero presidente”, como lo llamaban,
perdió la vida y comenzó la dictadura de 17 años de Augusto Pinochet.

El principal argumento para ver esta coproducción chileno-venezolana es el


director. Littín no sólo fue uno de los cuatro realizadores con los que surgió el
nuevo cine chileno en 1968-1969, junto con Aldo Francia, Raúl Ruiz y Helvio
Soto. El chacal de Nahueltoro (1969), dirigida por él, ha pasado a la historia
como una de las obras más importantes del nuevo cine latinoamericano, con la
ventaja de ser más accesible para el público que Dios y el diablo en la tierra
del sol (Deus e o diabo na terra do sol, 1964) de Glauber Rocha, por ejemplo.

Littín fue designado para presidir el estudio del Estado, Chile Films, durante el
gobierno de Allende, y dirigió Compañero presidente (1971), película en la
que el presidente socialista, partidario de la lucha electoral, es entrevistado por
un teórico de la guerrilla: Régis Debray. Fue además director de una obra
monumental que podría ser inscrita en la que Raúl Ruiz llamaba “cultura
Quilapayún” –La tierra prometida (1973), coproducción con Cuba terminada
en el exilio–, pero también de un filme de sandinismo en almíbar: Alsino y el
cóndor (1982). Por si fuera poco, tiene fama de cineasta intrépido. Se infiltró
en su país, en plena dictadura, para filmar Acta general de Chile (1986).
Gabriel García Márquez lo contó en La aventura de Miguel Littín clandestino
en Chile.

Allende en su laberinto no tiene nada del acartonado oficialismo que Ruiz


criticaba por contraproducente para la revolución. Pero ir al extremo opuesto
es el principal problema aquí. El retrato de Salvador Allende que se hace en
este filme –un personaje diminuto, pusilánime, medio ridículo incluso–
pareciera una toma de posición extemporánea a favor de la lucha armada que
defendía en Chile en aquella época el MIR de Miguel Henríquez. El análisis
de lo ocurrido que Patricio Guzmán hizo en La batalla de Chile (1975-1979)
es más profundo, complejo y sutil, a pesar de la cercanía de los hechos. Lo que
prima en Allende en su laberinto es el juicio sumario y con sentencia previa.
Quizás por eso es una perfecta coproducción con Venezuela, donde la
izquierda llegó al poder con los votos pero ha buscado mantenerse también
con apoyo militar.

Dos decisiones determinan el alcance de la película. La primera fue que el


pueblo quedara fuera de campo, filmando incluso en planos cerrados lo
sucedido a Salvador Allende el día del golpe, en los espacios de encierro de su
residencia y el Palacio de la Moneda, que fue bombardeado. Si el “compañero
presidente” dice que ni el golpe ni su muerte podrán detener los procesos
sociales, con esa manera de contar la historia no pude tenerse la menor idea de
a qué se refieren sus palabras. Allende sin pueblo, lógicamente, no es nada.

También queda fuera de campo el ajedrez político. Desde poco después del
comienzo, cuando un emisario informa a Allende que la Unidad Popular no lo
acompaña y se entera de que Pinochet no responde sus llamadas porque está al
frente del golpe, la suerte está echada. Lo real y lo imaginario, lo que sucede y
lo que podría suceder, se mezclarán y confundirán irónicamente en la
narración modernista que se irá desarrollando, y las pocas cosas que pasan se
alternan con reflexiones en las que el presidente dice lo que el director quiere
que diga.

La segunda decisión clave fue presentar desde el comienzo a un personaje de


bata y pantuflas, que sale de la residencia presidencial con un cheque en
blanco firmado en el bolsillo y con un botón abierto del saco que se pone
sobre el suéter, luego de vacilar sobre cómo vestirse. El desafío podía haber
sido ir levantando, desde esa estampa doméstica, la dignidad y el pensamiento
de quien se convirtió en la esperanza mundial de establecer democráticamente
el socialismo. Pero eso no pasa de algunos chispazos. Hasta queda sin peso
dramático la interrogante que persiste en relación con las últimas horas de
Allende, por más que la ciencia forense lo aclare: ¿se suicidó o lo mataron?

Lo curioso de esta manera de ver al personaje es que pareciera justificar lo que


ningún demócrata debe aceptar. Si Allende fue un bobo, aunque con buenas
intenciones y lleno de dignidad, como aquí se lo retrata, el golpe habría sido
una respuesta necesaria, de gente que no estuviera entrampada en un laberinto
como ese. Porque consta en la historia que los militares chilenos demostraron
gran voluntad y seriedad para encarcelar, torturar y asesinar con el fin de
liquidar los procesos sociales, y hacerlos tan invisibles como en esta película.
La otra opción es que lo hubiera hecho entonces la guerrilla –o unas fuerzas
armadas supuestamente de izquierda, como las de Venezuela, en la
actualidad–. El maniqueísmo de Los condenados de la tierra sigue cerrando
planos mentales.

ALLENDE EN SU LABERINTO, Chile-Venezuela, 2014. Dirección y guión:


Miguel Littín. Producción: Cristina Littín. Fotografía: Cristián Petit-Laurent.
Montaje: Rudolfo Wedeles. Sonido: Frank Rojas, Mauricio López, Mauricio
Castañeda. Música: Juan Cristóbal Meza. Diseño de producción: Carlos
Garrido. Dirección de arte: Sebastián Accorci, Yuruaní Rodríguez. Elenco:
Daniel Muñoz, Aline Küppenheim, Horacio Videla, Juvel Vielma, Gustavo
Camacho, Roque Valero. Distribución: Cines Unidos.

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