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Correo del Maestro Editorial En este número

Overoles azules1
Roberto I. Pulido Ochoa[*]

Develar una parte de la historia de la educación en México, a través de la memoria


heredada, es una tarea contra la expulsión y el olvido. Mi historia está cargada de una cultura
magisterial: padre, hermanos, tíos, sobrinos, todos somos maestros o maestras. He acumulado un
saber magisterial de varias generaciones, de ahí la importancia de narrar en primera persona mi
historia como maestro.

Una autobiografía es ante todo el relato de una


vida; como toda obra narrativa es selectiva y,
en tanto tal, inevitablemente sesgada.

PAUL RICOEUR, Autobiografía intelectual

▲ Overoles azules

Frente a la memoria adquirida, transmitida o heredada, existe la memoria directa, a veces


llamada espontánea, que es nada menos que la experiencia vital, propia, de los individuos o
grupos, y que es, esencialmente, la memoria viva.

En la historia de la educación, la exploración de la memoria de la infancia recién comienza. […]


Indagar la memoria de la infancia permite, de manera particular, una comprensión del pasado
desde una mirada centrada en el presente, habilitando el desplazamiento entre distintas
temporalidades para recuperar un tiempo que se escabulle (Carli, 2011: 23).

▲ El internado José Amarillas

Vivía con mi madre, escribana que trabajaba en el Registro Público de la Propiedad en


Tlaxcala, y estudiaba la primaria en el internado General de División José Amarillas,[2] de ese
mismo estado. Seis años de mi vida, de los siete a los trece, plenos de alegrías y tristezas,
ilusiones y desesperanzas, paz y guerra. Ese lugar me dejó una gran huella. Además, fueron
años importantes en la educación en México, un momento coyuntural, sobre todo para muchos
de nosotros, hijos de militares, campesinos, obreros y, como yo, de maestros rurales.[3]

General de División José Amarillas Valenzuela, militar que participó en la Revolución mexicana

En el internado vestía con uniforme de mezclilla color azul marino, de una sola pieza y con
bolsas por todos lados. Arriba, en la camisola, tenía dos bolsas de parche, una de ellas del
tamaño exacto para acomodar mi lápiz y con una pequeña abertura para guardar el dinero; la
bolsa del lado derecho tenía una solapa con su botón. El pantalón tenía bolsas alargadas sobre
ambas piernas, donde siempre cargaba el juguete de la temporada: trompo, balero, yoyo,
canicas, tacón, matatenas con semillas de chabacanos, etc. Al costado, otra bolsa para el peine
y dos bolsas más de parches atrás. El overol azul era el imaginario de nuestro futuro como
potenciales obreros.
Cada juguete tenía un significado y una historia en mi vida, y en cierto sentido eran objetos
de deseo.

Benjamin retoma de Proust la idea de que la reminiscencia de la infancia surge en el contacto


azaroso con los objetos. […] En los objetos se leería la alteridad, las huellas del pasado, de una
memoria de la infancia perdida en tiempos de la reproducción técnica masiva de los objetos de
consumo. La historia de los juguetes se distingue de su reflexión sobre el juego, entendido como
lugar en el que se hacen presentes las huellas de la generación anterior (Carli, 2011: 29).

Presidente Adolfo López Mateos visitando el internado


“General de División José Amarillas”, 1963

Cada lunes nos entregaban el uniforme limpio que me acompañaba todos los días, semanas y
meses del año; no recuerdo un mal olor, pero seguramente, después de varios días, el aroma
sería muy especial. El overol azul no sólo nos cubría, también servía como caja de
herramientas. Ahí guardábamos unos cuchillos pequeños que elaborábamos con los flejes de las
cajas que llegaban al internado. Esos instrumentos nos servían para partir el pan, pues les
sacábamos filo en los talleres y los forrábamos de cacha, con dos palitos de madera e hilo
cáñamo.
Bajo el uniforme sólo usábamos calzón y camiseta de manta aun en invierno. No obstante,
pocas veces tuve frío, aunque mis manos, en la época invernal, siempre estaban cuarteadas
hasta sangrar, y no se diga las mejillas, pero eso era común entre los compañeros. Usaba las
botas negras de militar que recibíamos dos veces por año del gobierno federal. Me llegaban a la
mitad de la pantorrilla y las amarraba de forma cruzada dentro de los ojillos con agujetas de
cuero muy resistentes. Pocas veces las boleábamos, pero nos servían para jugar, marchar y
patinar, claro, en el cemento. Muchas veces, de tanto usarlas, se les hacía un agujero en la suela
que cubríamos con un pedazo de cartón. Fueron unas excelentes compañeras de viaje.[4]
Inés Dussel plantea:

La modernidad configuró un régimen de apariencia singular que tuvo efectos en los modos en que
los sujetos se relacionan consigo mismos y con los otros, y que la escuela tuvo un papel destacado
en establecerlo. […] El delantal blanco establecía una estética austera y monocromática del
espacio escolar, que permitía identificar rápidamente la trasgresión. En EE. UU., los uniformes
fueron usados para las escuelas de las minorías (indígenas, mujeres) como forma de
disciplinamiento riguroso del cuerpo y de la incorporación de otras pautas estéticas y corporales
(2005: 65).

El primer día de clases llegué al internado acompañado de mi madre; antes de retirase, ella
me dio una moneda de 50 centavos que guardé en mi bolsa izquierda, era un Cuauhtémoc de
cobre grande y un tanto opaco. Estaba muy contento por entrar a la escuela, ahí aprendería a
leer y a escribir, un oficio, jugar, cantar y a enfrentarme a una nueva vida. Recuerdo en especial
a los compañeros que inundaban el patio escolar imitando un mar azul inmenso.
A las seis de la mañana nos levantaban gritando: “¡Arriba todos!”. Si no te despertabas, de
un tirón te quitaban las cobijas, así que no podías ocultar nada, pues te sorprendían. Muchas
veces sentía temor de haberme orinado, ya que el jefe del dormitorio, un compañero más
grande, pasaba revisando y descubriendo a los bomberos, que eran denunciados y objeto de
burlas por mucho tiempo.
Tendía mi cama y me aseguraba de que estuviera bien hecha y sin ninguna arruga, pues no se
podía sólo “estirar las cobijas”. Mi cama era individual, de fierro, con tambor de resortes y
colchón de borra semidura. Al tenderla la cubría con un par de sábanas, una cobija y la colcha
de rayas de colores naranja o amarillo. Las sábanas eran de manta y cada lunes nos entregaban
un par muy limpio. Recuerdo el placer que sentía los lunes por la noche al meterme en la cama,
cuando la manta blanca y limpia cubría mi cuerpo.
Los dormitorios eran galerones con veinte o treinta camas a cada lado, que años después
fueron cambiadas por literas. Tenían grandes ventanales y lámparas para iluminarlos. Por la
noche, antes de dormir, un compañero realizaba con la corneta el “Toque de silencio” y esa
melodía me permitía tener un momento de paz para iniciar mis sueños. Ese sonido, alrededor
de las ocho de la noche, también significaba que ya nadie podía salir al baño o rondar por los
dormitorios. Uno en la penumbra podía pensar largo rato y mirar al techo, que era muy alto;
nuestra imaginación no tenía barreras. Estas escuelas se construyeron para hijos de los militares
combatientes de la Revolución Mexicana, de ahí su disciplina militar.

En el marco de esta concepción del pasado, la memoria de la infancia forma parte de un proyecto
de restitución de la experiencia, pero no de la experiencia entendida como la “máscara” del adulto,
sino de esa “otra” experiencia vivida, esa experiencia descalificada en los tiempos modernos. La
experiencia de la infancia vuelve a ocupar un lugar central ante la pobreza de la experiencia de la
vida moderna y de la nueva barbarie (Carli, 2011: 29).

Una noche, cuando seguramente el olor de mis calcetines era insoportable, quise lavarlos en
la fuente que se encontraba al centro de los dormitorios y me descubrió don Beto, el conserje
de la escuela, quien me reprendió verbalmente y me acompañó a mi habitación. Sentía en la
mano los calcetines mojados y sabía que no podía dejar el trabajo a la mitad, así que esperé un
rato más e insistí en volver a la fuente y terminar de lavarlos. Ahora estoy seguro de que don
Beto me escuchó, porque esperó a que terminara de lavarlos, bueno… de mojarlos, porque no
recuerdo haber tenido jabón, cuando lo descubrí parado atrás de mí, se acercó y me indicó que
me fuera a dormir y que lo buscara el sábado antes de irme a casa. En ese momento no presté
mucha atención a su indicación, pero cuando llegó el sábado y lo busqué en su oficina me
entregó una carta cerrada para doña Julia. Ese acto me sorprendió, aunque no comenté nada.
Doña Julia era la mamá de un compañero llamado Gildardo, que vivía en la misma vecindad
que yo. Vivíamos en el Vecinito, famosa calle por estar muy cerca del convento franciscano del
siglo XVI.
Desde ese día, mi relación con don Beto fue distinta; el secreto y la complicidad fueron
elementos que me hicieron sentir diferente a todos mis compañeros. La carta y su escritura
viajaban conmigo del internado al Vecinito. No sé cuántas cartas salieron del internado ni
recuerdo si tenían respuesta, lo que tengo presente es que no duró mucho mi papel de
mensajero, pero me permitió comprender mejor el poder de la escritura y sus significados.
Al despertar una mañana descubrimos que un compañero pequeño, posiblemente de primer
año, se había orinado en la cama. No era la primera vez, pero en esta ocasión se escuchaba gran
gritería burlándose de su situación. La verdad es que en el fondo de nuestras burlas había
mucho miedo y pena por él. Ese día, un compañero le amarró con un hilo el prepucio con el
propósito que la orina no saliera, pero el chico se asustó, comenzó a llorar y su lamento atrajo
al prefecto al lugar donde se encontraba el niño. Yo observaba la situación desde lejos y veía a
la bola de mirones que rodeaban al compañero, que ya lloraba a gritos. Fue un verdadero
escándalo del que tuvo conocimiento hasta el director y también fue nuestro tema durante el
desayuno, en el que se escuchaban risas y murmullos. No tengo presente si yo también reí, lo
que sí recuerdo es que tenía una sensación de vacío y temor.
A la mañana siguiente, mientras estábamos formados en el patio de la escuela y en silencio,[5]
el director se acercó al micrófono y dijo muchas cosas en contra del acto ocurrido a nuestro
compañero; no recuerdo muy bien sus palabras, pero sí su rostro, rojo y alterado. Creo haber
tenido como ocho o nueve años, y la escena de ese día me impactó, pues ese acontecimiento
desgarrador no fue interpretado adecuadamente por las autoridades. Los años pasaron y fue
necesario abrir un lugar especial para los que se orinaban aislando a los diferentes, a los
apestados. Difícil de creer. El internado era un espacio cerrado en el que cada acontecimiento
nuevo nos permitía hablar sobre el tema hasta en tanto no llegara uno nuevo. Al poco tiempo, el
compañero humillado se fue de la escuela.
En Facebook existe una página que aloja a muchos exalumnos de diferentes generaciones del
internado, y a partir del relato que subí sobre mi infancia, pude despertar sus recuerdos, y
muchos comentaron su propia historia alrededor de esos acontecimientos con los mal llamados
bomberos:

Es cierto, el dormitorio de los bomberos siempre existió, al menos cuando llegué, en el 57, ya
estaba (Oexj Caleb Nasif, 2015).

En mis tiempos ya no había problema si te orinabas, pues hicieron un dormitorio de los bomberos.
Yo me dormía a veces ahí porque eran “cuatachos” y te daban posada cuando te escapabas y de
regreso encontrabas tu dormitorio cerrado (Paco Espinola, 2014).

Y ¡¡¡sí!!!, era el dormitorio número 6, el de los bomberos, ¡¡jaja!! (Alfonso Rodríguez, 2014).

Es revelador que el problema sobre la falta de control de esfínteres siga, en la actualidad,


causando sorpresas y sarcasmos.
Después de levantarnos, iniciaba la clase de Educación Física, todos brincábamos y yo me
veía volando, dando vueltas y usando los brazos como alas, flexionando el cuerpo y gritando,
haciendo carreras y cambios de dirección. Disfrutaba sentir el frío en mi cara, que se ponía roja
y en invierno morada, tanto, que sólo se aliviaba un poco al usar la crema de nombre Teatrical,
que era muy grasosa. Me gustaba el brillo que ponía en manos y mejillas, por eso fue la
primera crema que le regalé a mi madre con mi Pre, que era un dinero que varias veces al año
nos daban por parte del gobierno. Cuando lo recibíamos era un día de verdadera fiesta, pues
podíamos comprar muchas cosas con siete pesos y cincuenta centavos, que era toda una
fortuna.

Alumnos del internado en el dormitorio, en la década de los ochenta y dormitorio actual

Luego del ejercicio seguía un baño con agua fría, gritos y más gritos. En invierno el baño era
más tarde, por lo que temprano únicamente nos lavábamos con agua helada el rostro sudado, lo
que me provocaba un placer inmenso. Alrededor de las siete de la mañana, nos formábamos y
marchábamos al paso de cadencia por cuatro, escuchando la banda de guerra que llamaba para
la hora del desayuno. El corneta se lucía llamando a comer: ¡Tatata!, ¡Tatata!, ¡Tatatatatatata!,
que significaba: ¡A comer, a comer, soldaditos del cuartel!
En Facebook, les pregunté a algunos compañeros del internado sobre las prácticas cotidianas
de marchar como soldados:

Ya se me había olvidado la pinche agua fría en la mañana (Paco Espinola, 2014).

¿Y qué me dices de marchar en las noches? (Alfonso Rodríguez, 2014).

Sí, con los zapatos que todavía acostumbro a usar (Paco Espinola, 2014).

Especialmente cuando se acercaban los desfiles, ¡y don Moisés enojado porque se escuchaba
como aguacero! (Alfonso Rodríguez, 2014).

Qué bellos recuerdos, y cuando nos desia don moy ese pecho y nos formaba y te pegaba en el
pecho diciéndote que tenías que ver el pecho de el tercer compañero no?? para que todos
fueramos parejitos (Aletza Soy Yo, 2014).

En el internado marchábamos todo el tiempo y en todas las direcciones sin reflexionar en


cuanto al control que se ejercía sobre nuestra vida. Michel Foucault, en su investigación sobre
cuerpos dóciles, analiza cómo en el transcurso de la historia han permeado los diferentes
mecanismos de control del cuerpo, como blanco de poder.

Comienzos del siglo XVII: “Acostumbrar a los soldados, que marchan en fila o en batallón, a
marchar a la cadencia del tambor. Y para hacerlo, hay que comenzar por el pie derecho, a fin de
que toda la tropa se encuentre levantando un mismo pie al mismo tiempo” [L. de Montgommery,
La milicie française, ed. de 1636, p. 86] (1976: 155).

El acto queda descompuesto en sus elementos; la posición del cuerpo, de los miembros, de las
articulaciones se halla definida; a cada movimiento le están asignadas una dirección, una
amplitud, una duración; su orden de sucesión está prescrito. El tiempo penetra el cuerpo, y con él
todos los controles minuciosos del poder (1976: 156).

Ha habido, en el curso de la edad clásica, todo un descubrimiento del cuerpo como objeto y
blanco de poder. Podrían encontrarse fácilmente signos de esta gran atención dedicada entonces al
cuerpo, al cuerpo que se manipula, al que se le da forma, que se educa, que obedece, que
responde, que se vuelve hábil o cuyas fuerzas se multiplican (1976: 140).

La disciplina procede ante todo a la distribución de los individuos en el espacio. […] Colegios:
el modelo de convento se impone poco a poco; el internado aparece como el régimen de
educación si no más frecuente, al menos el más perfecto (1976: 145).

El comedor tenía mesas para 12 o 14 alumnos, incluyendo al jefe, que se sentaba en la


cabecera. Cuando estaba en primer año, mi lugar era en la orilla y suponía que cuando fuera
grande ocuparía el más cercano al poder.
Desayunábamos frijoles con caldo en un plato de metal hondo, una taza de café con leche, un
bolillo y una pelona, que era el pan de dulce. Recuerdo la delicia de comer con hambre, aunque
a veces encontraba en mi plato de frijoles una tremenda piedra, pero ya había desarrollado el
instinto de buscarlas en mi boca, por si algo extraño aparecía. Lo que más disfrutaba era
cuando comíamos nata, esa cena era una de las mejores del año. Llegaba a nuestra mesa en un
platón de metal grande que alcanzaba para todos, pues era una buena porción. Entonces
aprovechaba la oportunidad para sacar mi cuchillo, abrir el pan telera y mezclar la nata con los
frijoles, quedando una rica torta compuesta, así llamada en Tlaxcala. Por supuesto que no la
comía en ese momento, era una práctica de todos los compañeros esperar el esparcimiento
antes de dormir para disfrutar semejante manjar; cada bocado merecía comerlo lentamente al
ritmo del juego.

Las “reminiscencias escolares” evocan la vida cotidiana de los niños y de la escuela, y una cadena
de asociaciones permite acceder a recuerdos aparentemente olvidados (los sabañones provocados
por el frío, la batata asada para calentar las manos, las fiestas patrias, los trabajos manuales, las
lecturas). La escuela era escenario de experiencias infantiles que se recuperan en una memoria
visual, auditiva, olfativa, sensible. Se trata de una memoria subjetiva que no renuncia a la lectura
cultural y política (Carli, 2011: 42).

Por esos días de mi vida, de primero y segundo año de primaria, todo sucedía sin sobresaltos;
de hecho, yo era uno de los consentidos del jefe de mesa, quien me inducía a pelear a golpes
cotidianamente. Una mañana durante el desayuno, sin tener un motivo específico y casi sin
darme cuenta, ya estaba en franca pelea con un compañero de mesa. No tenía miedo a los
golpes ni a sentir la adrenalina de la confrontación, ya mi hermano en casa me había instruido
para defenderme. En peleas anteriores, el jefe de mesa me alentaba, era como mi entrenador.
No recuerdo cómo terminó ese pleito, pero sí los regaños de mi entrenador, que estaba furioso
conmigo, pues mi contrincante era su hermano y yo no lo sabía; ese fin de semana no fui a mi
casa, me quedé arrestado por 24 horas.[6] La vida en el internado tenía ese componente, no
dejarse, no verse débil, para poder sobrevivir. Teníamos un maestro de nombre Pascual, que
tenía unos guantes de box colgados en el salón y cuando veía alguna pelea invitaba a los niños
a ponérselos; si aceptaban, les indicaba: “El primero que pegue en la panza es el que gana”. La
gritería no se hacía esperar, la recuerdo perfectamente. El maestro Pascual nos enfrentaba a
retos con reglas y todos le obedecíamos. Él también fue mi entrenador de basquetbol y uno de
los mejores que he tenido; era chaparrito, regordete y moreno, siempre alentándonos a una vida
mejor.
Entrábamos al salón de clases marchando y nos íbamos sentando por parejas en los
mesabancos de madera, que tenían la parte superior un tanto inclinada hacia nosotros, con una
ranura para colocar el lápiz y un hueco donde poner el tintero, que no ocupábamos porque
pasamos del lápiz al bolígrafo. Bajo la tabla había un espacio donde colocar nuestros cuadernos
y libros, y bajo el asiento, otro espacio más.
Recuerdo pasar de un salón moderno por la
mañana a un salón antiguo por la tarde, ambos
con la misma estructura: el pizarrón de color
verde al frente, un escritorio del lado
izquierdo y una maestra o maestro frente a
nosotros. El internado tenía dos edificios de
distintas épocas, el antiguo era enorme, con
patios grandes y con fuentes. Es posible que
mis primeros años haya tomado clases en éste,
porque recuerdo que cuando aprendí a leer y a
escribir lo hice en un salón enorme con un
pizarrón de pared a pared, en el que la maestra
me indicó que escribiera mi nombre. Yo copié Viejo autobús del internado
lo que estaba escrito en algún lugar que decía
“puto”, pero un compañero se dio cuenta y me ayudó a escribir correctamente lo que se me
pedía, y como la maestra estaba distraída, no se dio cuenta. Ese primer año aprendí a leer y
saqué casi diez de promedio, no sé cómo lo hice, pero recuerdo que en vacaciones tomé un
libro de química y mientras mi madre planchaba le leía en voz alta; seguramente no entendí
nada, pero esa escena la tengo muy presente.
Si algún recuerdo agradable de las clases tengo son los libros de texto:[7] eran grandes, igual
que sus letras, y con muchos dibujos y fotografías. Me maravillaba cuando llegaban a mis
manos, nuevos y con un olor muy especial, como si hubieran salido del horno. Me gustaba
hacer montañas con ellos, ya que eran muchos; en ellos podía leer, dibujar, escribir, etc., tenían
esa cualidad y no recuerdo que algún maestro me reprimiera a causa de los libros. Eran los
únicos textos que tenía en mi casa, y en vacaciones los podía leer. Recuerdo en sus páginas el
poema de José Martí “Cultivo una rosa blanca” y muchas imágenes se vuelcan en mi mente al
evocar mis primeros libros.
La hora de la comida iniciaba, por lo regular, con una sopa de pasta, luego una porción
generosa de arroz, que a veces acompañábamos con un poco de salsa Búfalo, que le daba un
toque pintoresco a nuestra comida y un sabor extraordinario. El guisado consistía en un
pequeño pedazo de carne con salsa y frijoles con caldo. Tengo claridad de que, en los primeros
años del internado, cada uno de nosotros comía en un plato hondo donde cabía una buena
porción de comida, a diferencia de los últimos años, en que llegaron platos nuevos muy
relucientes y también de metal, sólo que ahora tenían tres divisiones: dos partes iguales para
sopa y arroz, y una mitad del plato para el guisado y los frijoles. Los nuevos platos relucientes
me dejaban casi siempre con hambre. Eran los años sesenta y algo nuevo se estaba gestando.
Por la noche cenaba una porción de frijoles con un bolillo y un café con leche.
Nunca hice tarea. Algunas tardes tenía la clase de carpintería o mejor dicho asistía al espacio
de juego en el salón de carpintería. El maestro siempre estaba elaborando o componiendo
mobiliario de la escuela, así que nos preguntaba: “¿A qué van a jugar hoy?”, y nosotros
rápidamente nos poníamos de acuerdo, decidíamos el tema, nos dividíamos en grupos y le
informábamos al maestro. Entonces él nos daba las instrucciones de cómo fabricar los
instrumentos (armas) de indios o soldados y nosotros corríamos a buscar la madera y los clavos
para elaborar nuestros artefactos de juego. El maestro nos guiaba: “Córtale bien”, “Tengan
cuidado con el serrucho al cortar”. Al terminar el trabajo nos acercábamos a él mostrándole el
arma realizada para recibir su aprobación. Luego venía la hora del juego, y el taller inmenso,
con muchos escondrijos, era perfecto para luchar a muerte, e imaginar lo que veíamos en las
películas de Hopalong Cassidy, con el actor William Boyd. Películas de vaqueros buenos y
malos, con balazos y caballos a toda velocidad que nos deleitaban con sus tramas y escenas; no
recuerdo diálogos, pero sí la música que acompañaba las películas. Muchos fines de semana
asistíamos al cine Matamoros para ver todo tipo de películas, casi todas mexicanas; era la
época de auge del cine nacional. Las que más me gustaban eran las de luchas, de indios y
vaqueros. El cine, en pleno centro de Tlaxcala, era casi igual al de la película italiana Cinema
Paradiso, del director italiano Giuseppe Tornatore, desarrollada en la Italia de la posguerra y
con música de Ennio Morricone. Muchos años después, cuando vi esta cinta, recordé mi cine
Matamoros y puedo asegurar que muchas cosas eran similares: las películas, los anuncios, las
noticias, los asistentes, las bancas, los dulces y el vendedor de golosinas ofreciendo muéganos,
dulces, chocolates, etc.; todo un mundo de ilusiones vivía en ese espacio novedoso. Recuerdo
la anécdota de cuando don Julito se sentó en una banca descompuesta y su cuerpo voló
materialmente hacia atrás cayendo con los pies hacia arriba, lo que provocó las carcajadas de
los asistentes a la sala. Me gustaba mucho el cine; con frecuencia veía películas en inglés
subtituladas y puedo asegurar que fue ahí donde aprendí a leer más rápido, sin abrir la boca y
sin deletrear.
Las bancas amontonadas en el taller de carpintería eran las montañas, los muebles viejos
servían de escondite, el espacio libre nos permitía luchar cuerpo a cuerpo. Esas eran mis tardes
de tarea, jugar y escuchar la lluvia como marco perfecto para mi imaginación. Ese era el único
taller de libertad, pues en los demás, la vida era de mucha disciplina. Cuando pasaba por algún
otro, podía observar que mis compañeros estaban trabajando y en silencio. Recuerdo muy bien
el de talabartería, con los alumnos sentados en los bancos y en sus piernas la piel que estaban
trabajando; la seriedad de estos salones me impresionaba. El internado tenía el objetivo
fundamental de enseñarnos un oficio y una forma de sustento para ayudar a nuestras familias,
que usualmente vivían de forma precaria.

Cuando tenía diez años, nos cambiamos de


casa y salimos de la vecindad donde
rentábamos gracias a que mis padres pudieron
construir dos cuartos. La vida me cambió. Sin
embargo, recuerdo el contraste de mi situación
precaria con la de otros compañeros, cuyos
padres, muchos de ellos campesinos pobres,
los visitaban con regalos (casi siempre
comida) que traían desde sus pueblos lejanos.
Una imagen que tengo muy grabada en la
memoria tiene que ver con los padres de mi
gran amigo Alejandro Pantoja. Ellos lo
visitaban una vez al año, y, como algunas
veces se quedaba los fines de semana en mi
casa, llegó su padre cargando una enorme
sandía para mi madre como agradecimiento
Actividades que se realizan en el internado
por ese cobijo; ese día fue muy especial.
También me tocó participar en los grandes festivales y pasábamos muchas horas ensayando
los bailables o tablas gimnásticas. Nos preparábamos para festejar sobre todo el 10 de mayo.
Iniciaba el festival como a las nueve de la mañana y terminaba como a las doce del día. Eran
horas y horas de actividades. Cada grupo presentaba su bailable, y, si era del agrado del
público, lo podía repetir; los aplausos indicaban qué tanto había gustado el número. Los bailes
regionales eran básicos en los festivales del internado y nos lucíamos en grande. Yo recuerdo
uno que conmemoraba la Revolución Mexicana y que no sólo exhibimos en la escuela, además
viajamos a la Ciudad de México a presentarlo, y creo que ese fue el primer viaje que hice fuera
de mi pueblo. Nuestra representación mostraba la vida en el campo durante esa época. Me
recuerdo vestido de revolucionario, sentado y comiendo con otros compañeros y mujeres unas
tortillas frías, una estampa que empezaba a ser estereotipada. En contraste, vi por primera vez
el “Baile de la pluma” del estado de Oaxaca y sus movimientos y el colorido de sus penachos
fueron para mí deslumbrantes. Ahora sé que esos grandes festivales en las escuelas, cuya
preparación y ensayos iniciaban meses atrás y actualmente son criticados por promover la
pérdida de clases, tienen como origen una política cultural que José Vasconcelos promovió para
movilizar a la población rural que vivía monótonamente después de la Revolución Mexicana, e
interesarla en la transformación del país desde lo educativo.
Cuenta José Vasconcelos en sus memorias, concretamente en El desastre, los
acontecimientos que ocurrieron alrededor de su renuncia como secretario de Educación Pública
durante el mandato del presidente Álvaro Obregón, en el contexto de la inauguración de un
estadio deportivo:

Cuando llegué con Obregón, en el coche presidencial […] una multitud de más de setenta mil
almas aclamó el comienzo de los juegos. Un desfile de atletas y mujeres jóvenes, ágiles,
consumaron ejercicios acompañados de música. Luego, un coro de doce mil niños cantó desde
uno de los brazos de la enorme gradería. Un grupo de mil parejas en traje nacional bailó en la
arena un jarabe. Otros grupos bailaron danzas españolas, lo único admitido en la ceremonia fue lo
español y lo mexicano. Ninguna música inútil, ninguna representación que no fuese resultado de
alguna de las actividades cotidianas de nuestras escuelas (1938: 251-252).

Durante las vacaciones regresábamos a casa, pero había compañeros que se quedaban en el
internado porque sus pueblos estaban muy lejos o no tenían dinero para viajar. En esos periodos
de asueto podía coincidir con mi padre, ya que siendo él maestro teníamos las mismas
vacaciones y también regresaba a casa. Eran días de comidas familiares y muy largas
sobremesas. Teníamos una mesa de madera donde los cinco hermanos y mis padres cabíamos
perfectamente. Ese fue el lugar donde pude escuchar los relatos de mi padre acerca de su vida
como maestro rural y su trabajo por dieciocho años en las Misiones Culturales. Mi padre
contribuyó, sin tenerlo claro, a la formación de una conciencia crítica en mi vida posterior. Él
llegaba a casa como intelectual cardenista, con noticias e historias de su vida como maestro
inscrito en un movimiento revolucionario que no acababa de despegar y que se enfrentaba a
inercias y gestaciones de un modelo que hoy tenemos más claro, el modelo neoliberal.[8]
Ysabel Gracida –autora de diversos materiales didácticos sobre lengua y literatura– y Carlos
Lomas –especialista en educación– narran de manera excelente la vida en las escuelas:

[…] la escuela ha sido y sigue siendo uno de los territorios por excelencia de la memoria (y de la
memoria literaria). El recuerdo de aquellos años del colegio tan lejanos, entre maestros y
maestras, entre colegas y camaradas, entre amores y desamores, entre sonrisas y lágrimas,
oscilando entre el aburrimiento y el jolgorio, estimula en la edad adulta el ejercicio de la memoria
y de la imaginación y nos invita a volver a mirar el tiempo pasado de la infancia y de la
adolescencia. El fulgor de aquella maestra tan afectuosa, el miedo a aquel profesor inolvidable por
el dolor infringido, el olor ácido del internado, el color grisáceo del húmedo asfalto del patio del
colegio, el sonido continuo y estrepitoso de la algarabía sin tregua en la tregua del recreo, el
áspero tacto de las pizarras y el agudo silbido de las tizas, el sabor de los caramelos, los
altramuces, los cacahuates y el regaliz al salir de clase, la angustia de los exámenes y el temor a
los castigos nos sitúan en un tiempo en el que se conjugan, como un verbo irregular, el placer con
el deber, la alegría con la tristeza, la ilusión con el desencanto y el amor con el odio (2007: 13-14).

Finalmente puedo comentar que los relatos escritos por las maestras y maestros son
estrategias novedosas de formación y autoformación que han construido nuevos espacios de
comunicación, donde la voz es escuchada y valorada al documentar la “vida en las aulas”. Los
relatos son la muestra de que los docentes son sujetos de saber que generan un conocimiento
pedagógico propio y tienen una conciencia política que propone otros caminos para transformar
la educación. ♦

▼ Referencias

NOTAS
*

1. Título inspirado en la historia de un obrero italiano narrada en el libro Overol azul de Tommaso Di Ciaula (1978).
2. Las escuelas para hijos de militares se plantearon en el periodo del general Lázaro Cárdenas del Río, en 1935. “Eran necesarios [los
establecimientos] porque los constantes cambios de lugar del padre (militares) daban como resultado que se malograra la educación de sus hijos.
[…] se brindaba a los hijos de los juanes, alojamiento, ropa, alimento y cuidados. […] En 1938 se abrieron sucursales en Tlaxcala, Torreón,
Zacatecas, Chiapas, Puebla y Mérida” (Lerner, 1979: 134).
3. En los años de 1958-1959, cuando ingresé al internado, en México se vivieron luchas espontáneas y alternativas institucionales de telegrafistas,
petroleros, maestros y ferrocarrileros. El país venía de una economía que aún sufría las consecuencias de las recientes devaluaciones del peso y un
alto índice de emigración de los pobladores de zonas agrícolas a zonas industriales. En ese contexto, “[e]l año de 1958 fue de gran efervescencia
laboral y los maestros del MRM [Movimiento Revolucionario del Magisterio] estuvieron entre sus principales protagonistas. Ese mismo año las
movilizaciones […] conmovieron al país. Las luchas tenían sus orígenes en demandas económicas, pero su aspiración por la democracia sindical
tenía implicaciones mucho más amplias, que sacudirían las estructuras mismas del PRI. A una década del charrazo y en pleno milagro mexicano, los
trabajadores mostraban con su inconformidad las condiciones laborales que las estadísticas del milagroso crecimiento económico ocultaban. Su
presencia desmentía otro mito, el de la llamada paxpriísta. La represión del gobierno sería un presagio de la brutalidad oficial que se cometería 10
años después en la plaza de Tlatelolco” (Padilla, 2008: s/p).
4. Durante mis estudios en el internado, Adolfo López Mateos era el presidente de la república (1958-1964), y muchos apoyos económicos los
recibíamos del gobierno federal, lo que respondía, por un lado, a las demandas de la Revolución Mexicana de otorgar educación a las clases más
necesitadas, y por otro, se vivía una etapa llamada de “Desarrollo Estabilizador”. De 1954 a 1970, el crecimiento promedio anual del producto
interno bruto por persona era de 3.4 por ciento. Carlos Tello plantea que: “En la práctica, el Desarrollo Estabilizador fue una división del trabajo
entre el gobierno, por una parte y, por la otra, los empresarios, los obreros (incluyendo maestros y burocracia) y los campesinos, en la que cada quien
ponía algo de su parte” (2010: 67).
5. Michel Foucault, en Vigilar y castigar, revisa el control minucioso del cuerpo, que analiza históricamente en hospitales, conventos, ejércitos,
escuelas, y dice: “En estos esquemas de docilidad, que tanto interés tenían para el siglo XVIII, ¿qué hay que sea tan nuevo? No es la primera vez,
indudablemente, que el cuerpo constituye el objeto de intereses tan imperiosos y tan apremiantes; en toda sociedad, el cuerpo queda prendido en el
interior de poderes muy ceñidos que le imponen coacciones, interdicciones y obligaciones. Sin embargo, hay va- rias cosas nuevas en estas técnicas.
En primer lugar, la escala de control: no estamos en el caso de tratar el cuerpo, en masa, en líneas generales, como si fuera una unidad indisoluble,
sino trabajarlo en sus partes, de ejercer sobre él una coerción débil, de asegurar presas al nivel mismo de la mecánica: movimientos, gestos,
actitudes, rapidez; poder infinitesimal sobre el cuerpo activo” (1978: 140).
6. Ysabel Gracida y Carlos Lomas, en su libro Había una vez una escuela…, nos permiten reflexionar sobre los acontecimientos cotidianos en las
aulas. Nuestras autobiografías tienen la intención de contribuir a la memoria histórica de la educación en México y permiten también contrastar la
escuela que vivimos cuando pasamos por esa etapa. Dicen: “La escuela es un tiempo y un lugar donde no sólo se enseñan y aprenden unas cosas y se
dejan de enseñar y se olvidan otras. Es también un tiempo y un lugar en el que ocurren cosas divertidas y también tristes; donde unos y otros
estudian las lecciones, escriben en los cuadernos, juegan en el patio y conversan en las felices horas del recreo; donde habitan las ilusiones y también
los desencantos; donde afloran las sonrisas, aunque a veces también aflora el llanto; donde se sufre con el dolor del fracaso y se goza con el placer
del éxito; donde se dormita cuando sobreviene el hastío de las horas en la monotonía de las aulas y donde se escriben mensajes en los pupitres a
golpe de bolígrafo o a punta de navaja.
En 1959, el secretario de Educación Pública, Jaime Torres Bodet, propuso al presidente de la república, Adolfo López Mateos, la publicación y
distribución gratuita por parte del Estado, de libros de texto a todos los alumnos que cursaran educación primaria: “Su uso obligatorio representaba,
más que leyes y decretos, un excelente conducto para asegurar una base cultural uniforme y avanzar en el proceso de integración nacional. Martín
Luis Guzmán, destacado novelista de la revolución mexicana, presidió la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos. Las protestas se
desataron al anunciar que los textos serían obligatorios. Autores de textos, libreros, editores y la Unión Nacional de Padres de Familia se
manifestaron en contra de la obligatoriedad, tachándola de anticonstitucional, antidemocrática y antipedagógica. Además, la inquietud política del
momento contribuyó a intensificar y diversificar las protestas. El triunfo de la revolución cubana en enero de 1959 y el peligro imaginado de una
conjura comunista aterrorizaba a muchos; además, la declaración de López Mateos en relación con la orientación ideológica de su gobierno –de
“extrema izquierda” dentro de la Constitución–, vino a exacerbar los ánimos y a vincular los textos gratuitos con una supuesta injerencia comunista
en el medio educativo” (Greaves, 2010: 204).
7. En 1959, el secretario de Educación Pública, Jaime Torres Bodet, propuso al presidente de la república, Adolfo López Mateos, la publicación y
distribución gratuita por parte del Estado, de libros de texto a todos los alumnos que cursaran educación primaria: “Su uso obligatorio representaba,
más que leyes y decretos, un excelente conducto para asegurar una base cultural uniforme y avanzar en el proceso de integración nacional. Martín
Luis Guzmán, destacado novelista de la revolución mexicana, presidió la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos. Las protestas se
desataron al anunciar que los textos serían obligatorios. Autores de textos, libreros, editores y la Unión Nacional de Padres de Familia se
manifestaron en contra de la obligatoriedad, tachándola de anticonstitucional, antidemocrática y antipedagógica. Además, la inquietud política del
momento contribuyó a intensificar y diversificar las protestas. El triunfo de la revolución cubana en enero de 1959 y el peligro imaginado de una
conjura comunista aterrorizaba a muchos; además, la declaración de López Mateos en relación con la orientación ideológica de su gobierno –de
“extrema izquierda” dentro de la Constitución–, vino a exacerbar los ánimos y a vincular los textos gratuitos con una supuesta injerencia comunista
en el medio educativo” (Greaves, 2010: 204).
8. Cecilia Greaves analiza bien esta etapa y comenta que Miguel Alemán (1946-1952), el primer presidente civil del México posrevolucionario,
expresó reglas muy claras de su juego político: “Habría que erradicar toda tendencia izquierdista y no simplemente modificar los términos. El
hincapié en el nacionalismo, la exaltación de la patria, sus héroes y sus símbolos patrios fue una constante de su discurso oficial. La mexicanidad no
sólo se enfocó a la formación de buenos ciudadanos, sino a alcanzar una homogeneidad de cultura y voluntad colectivas, sin tomar en cuenta la
pluralidad étnica y lingüística nacional. El nuevo esquema quedó inmerso en el contexto del desarrollo económico que caracterizó a su gobierno.
Muy lejos habían quedado las intenciones de Vasconcelos de esperar de la escuela elemental la ‘redención’ y el mejoramiento del pueblo, o la tarea
asignada por la escuela socialista de guiar la transformación de la sociedad. La consigna ahora era adecuar la educación a las necesidades
industriales del país. Urgía contar con técnicos preparados” (2010: 200).

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