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Escatologia
Escatologia
2.2 Los mitos del eterno retorno y la concepción cíclica del tiempo
Casi todos los sistemas religiosos conocidos admiten que el orden de las cosas de este
mundo ha de tener un fin. Al especificar, sin embargo, las causas, unos concebirán como
innato a la naturaleza de las cosas la necesidad de un término. Otros, por el contrario, están
persuadidos que esta terminación es trascendente a la realidad de las cosas, de ahí la
necesidad de admitir una voluntad superior que determine el cómo y cuándo del postrer
cataclismo. La concepción del tiempo influye determinantemente en la forma de entender las
postrimerías.
Aquellos sistemas sujetos al orden cíclico, espacial, creen que el fin del cosmos es
algo obligado. La destrucción repetirá una vez más la ruina primordial acaecida en el
antetiempo. Los aztecas esperaban este fin que sería el quinto de una serie que jamás
terminaría. En el hinduismo se cree que cada edad del mundo termina en una disolución
(Prahlaya). Como estos ciclos han de irse repitiendo, siempre quedará como una semilla de
vida después del caos.
Otros sistemas religiosos admiten un tiempo lineal, más o menos irreversible. Éstos
creen que el fin cósmico será debido a un acto de la divinidad provocada por las injusticias de
los humanos. Esta concepción se integra a veces a la anterior en un todo: una serie de
cataclismos cíclicos abocarán al gran fin definitivo.
Ante la visión de una llanura llena de huesos, Ezequiel formula la pregunta de «estos
huesos podrán revivir» a la que contesta con mucha cautela: «Señor Yahwéh, Tú lo sabes»
(Ez 37,3). Queda claro que atribuye a Dios sabiduría y poder, y no excluye una resurrección
universal, pero no la afirma todavía como parte integrante del tesoro de la fe del pueblo
escogido.
Dios sacará a los muertos del sheol para que participen en el Reino. El profeta Daniel
es tajante: la vida nueva en la que entrarán los resucitados no será semejante a la vida del
mundo presente, sino que será una vida transfigurada (Dan 12,3). La proclamación de una
resurrección real en el apocalipsis de Daniel es indiscutida e indiscutible: «muchos de los que
duermen en el polvo de la tierra se despertarán, éstos para la vida eterna, aquellos para el
oprobio, para eterna ignorancia» (Dan 12,2).
Tal es la esperanza que sostiene a los mártires en medio de sus pruebas: se les puede
arrancar la vida corporal, pero el Dios que les creó es quien les resucitará. Este es el
testimonio de 2 Mac 7,9.11.22; 14,46.
En el NT, Jesucristo enseña la verdad de la resurrección, que desde el tiempo de los
Macabeos pertenecía ya de modo general –pero no unánimemente aceptada– a la fe del
judaísmo: los fariseos creen en la resurrección, no así los saduceos. Jesús defiende
decididamente la fe en la resurrección frente al sentido materialista de los saduceos (Mt
22,31ss), pero también corrige la opinión de los fariseos, para quienes la resurrección era un
mero volver a la vida terrena. Con respecto a la resurrección de vida o gloriosa, se dice en el
Evangelio según San Juan que Cristo resucitará en el último día a quienes creen en Él (Jn
6,39.40.43); condición para esta resurrección gloriosa es la obediencia a la Palabra de Dios (Jn
5,24-30), y la unión con Jesús a través de la fe y la comunión eucarística (Jn 6,54-57;
11,25.26).
En Cristo resucitado tenemos el modelo del cuerpo glorioso resucitado. Como sucede
con Cristo, hay una cierta continuidad entre el cuerpo actual y el glorioso: San Pablo lo
presenta con la imagen de la semilla en 1 Cor 15,35-49 donde dice que lo que se siembra en
corruptibilidad se recoge en incorrupción. En 1 Cor 15 San Pablo también explica que Cristo
resucitó como primicia: todos los demás miembros de su Cuerpo Místico participaremos de su
suerte, su destino será nuestro destino. Su resurrección es ya el comienzo de la resurrección
total (1 Cor 15,23).
9.2 El Juez
«Cristo es Señor de la vida eterna. El pleno derecho de juzgar definitivamente las obras
y los corazones de los hombres pertenece a Cristo como Redentor del mundo. "Adquirió" este
derecho por su Cruz. El Padre también ha entregado "todo juicio al Hijo" (Jn 5,22; cf Jn 5,27;
Mt 25,31; Hch 10,42; 17,31; 2 Tm 4,1). Pues bien, el Hijo no ha venido para juzgar sino para
salvar (cf Jn 3,17) y para dar la vida que hay en él (cf Jn 5,26). Es por el rechazo de la gracia
en esta vida por lo que cada uno se juzga ya a sí mismo (cf Jn 3,18; 12,48); es retribuido
según sus obras (cf 1 Cor 3,12-15) y puede incluso condenarse eternamente al rechazar el
Espíritu de amor (cf Mt 12,32; Hb 6,4-6; 10,26-31)» (CIgC 679).
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Categoría empleada por los medievales para referirse a algo intermedio entre el tiempo y la eternidad.
a una comunidad e intimidad de vida con Él, sólo los impíos permanecen en el sheol. El sheol
se convierte así, de común «domicilio de los muertos», en infierno.
La profecía de Isaías se cierra con un cuadro grandioso sobre la restauración mesiánica
de Israel, y más en concreto de Jerusalén. Todos los pueblos vendrán a contemplar la gloria
de Yahwéh y a ofrecer en Jerusalén su ofrenda. Los peregrinos, a su salida de Jerusalén,
encontrarán el espectáculo terrible de los cadáveres de aquellos que fueron rebeldes a
Yahwéh: «Entonces saldrán y verán los cadáveres de los hombres que pecaron contra mí;
ciertamente, su gusano no morirá ni se extinguirá su fuego, y serán abominación para todo
viviente» (Is 66,24). En esta visión de Isaías no se trata estrictamente del infierno. Lo que los
peregrinos ven arder son cadáveres sin vida. Pero la descripción se hace con los elementos
que Jesús utilizará más tarde para describir el castigo escatológico, es decir, el infierno.
Aunque Isaías no localiza con precisión el sitio de las cercanías de Jerusalén donde esta
escena se desarrolla, parece que puede localizarse con toda probabilidad como el valle de
Hinnom. En ese valle se había rendido culto a Baal Melek. Ajaz habría sido el primero en
hacer pasar allí a sus hijos por el fuego en honor del dios falso. El nombre del valle no era
sino una alusión al nombre del antiguo propietario jebuseo. Pero Hinnom significaba, según
parece, «gemido», con lo que Ge-Hinnom (valle de Hinnom) tuvo pronto la resonancia
simbólica de «valle del gemido». A esta resonancia podía muy bien aludir la predicación
profética de Jeremías, seguramente paralela al pasaje ya citado de Is 66,24. Por todas estas
razones, Is 66,24 no es sólo una descripción hecha con los rasgos que Jesús aplicará al
infierno en su predicación, sino que su localización de Ge-Hinnom ha sido ocasión de la más
corriente denominación neotestamentaria del infierno: la «gehenna». En Mc 9,43-48 se aplica
al infierno el nombre de gehenna, describiéndolo con las imágenes de Is 66,24 (el gusano que
no muere y el fuego que no se extingue).
En el NT, la seriedad del anuncio del castigo escatológico no va a ser en modo alguno
atenuada; se insistirá netamente en ella. Las ideas fundamentales son:
(1) el destino de los justos y el de los impíos en el estadio escatológico es diverso (Mt
13,49; 24,40ss);
(2) el castigo conlleva “pena de daño” o exclusión de Dios: el destino de los impíos
implica la exclusión definitiva de la «vida eterna» (Mt 7,23: nunca jamás os conocí,
apartaos de mí los que obráis la iniquidad; 25,41: apartaos de mí, malditos; 1 Cor 6,9:
los injustos no heredarán el Reino de Dios); en la Constitución Benedictus Deus se define
que las almas de los que mueren en pecado mortal actual, en seguida después de la
muerte, descienden a los infiernos donde son atormentadas con penas infernales;
(3) el castigo conlleva “pena de sentido” o sufrimiento: se habla de un dolor sensible,
expresado con la palabra «fuego», el cual se concibe como eterno (Mc 9,43-48 que
emplea la descripción de Is 66,24: fuego que no se extingue y gusano que no muere; Mt
13,41ss y 49ss: llanto y rechinar de dientes);
(4) el castigo es eterno (Apoc 14,11; Mt 25,41; 2 Tes 1,7ss).
12.3 Infierno y pecado: las penas del infierno; el infierno como privación de la
visión de Dios y frustración metafísica
«Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios,
significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este
estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo
que se designa con la palabra "infierno"» (CIgC 1033).
«La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien
únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las
que aspira» (CIgC 1035).
13.3 Naturaleza y sentido de la muerte: la muerte como pena, y como final del
estado de peregrinación terrena; la muerte del cristiano como muerte en
Cristo
«La muerte es consecuencia del pecado. Intérprete auténtico de las afirmaciones de la
Sagrada Escritura (cf Gen 2,17; 3,3; 3,19; Sab 1,13; Rom 5,12; 6,23) y de la Tradición, el
Magisterio de la Iglesia enseña que la muerte entró en el mundo a causa del pecado del
hombre (cf DS 1511). Aunque el hombre poseyera una naturaleza mortal, Dios lo destinaba a
no morir. Por tanto, la muerte fue contraria a los designios de Dios Creador, y entró en el
mundo como consecuencia del pecado (cf Sab 2,23-24). "La muerte temporal de la cual el
hombre se habría liberado si no hubiera pecado" ( GS 18), es así "el último enemigo" del
hombre que debe ser vencido (cf 1 Cor 15,26)» (CIgC 1008).
«La muerte fue transformada por Cristo. Jesús, el Hijo de Dios, sufrió también la
muerte, propia de la condición humana. Pero, a pesar de su angustia frente a ella (cf Mc
14,33-34; Hb 5,7-8), la asumió en un acto de sometimiento total y libre a la voluntad del
Padre. La obediencia de Jesús transformó la maldición de la muerte en bendición (cf Rom
5,19-21)» (CIgC 1009).
«Gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo. "Para mí, la vida es
Cristo y morir una ganancia" (Flp 1,21). "Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con él,
también viviremos con él" (2 Tm 2,11). La novedad esencial de la muerte cristiana está ahí:
por el Bautismo, el cristiano está ya sacramentalmente "muerto con Cristo", para vivir una vida
nueva; y si morimos en la gracia de Cristo, la muerte física consuma este "morir con Cristo" y
perfecciona así nuestra incorporación a Él en su acto redentor» (CIgC 1010).
«En la muerte Dios llama al hombre hacia Sí. Por eso, el cristiano puede experimentar
hacia la muerte un deseo semejante al de San Pablo: "Deseo partir y estar con Cristo" (Flp
1,23); y puede transformar su propia muerte en un acto de obediencia y de amor hacia el
Padre, a ejemplo de Cristo (cf Lc 23,46)» (CIgC 1011).
«La muerte es el final de la vida terrena. Nuestras vidas están medidas por el tiempo,
en el curso del cual cambiamos, envejecemos y como en todos los seres vivos de la tierra, al
final aparece la muerte como terminación normal de la vida. Este aspecto de la muerte da
urgencia a nuestras vidas: el recuerdo de nuestra mortalidad sirve también para hacernos
pensar que no contamos más que con un tiempo limitado para llevar a término nuestra vida»
(CIgC 1007).
«La muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de
misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para
decidir su último destino. Cuando ha tenido fin "el único curso de nuestra vida terrena" ( LG
48), ya no volveremos a otras vidas terrenas. "Está establecido que los hombres mueran una
sola vez" (Hb 9,27). No hay "reencarnación" después de la muerte» (CIgC 1013).
En la Constitución Benedictus Deus, de Benedicto XII, está implícitamente definido que
la muerte es el final del estado de peregrinación y que después de ella no es ulteriormente
posible decidir a favor o en contra de Dios; en efecto, según la Constitución, los estados de
salvación y de condenación (gloria e infierno), que son eternos y, por tanto, inmutables,
empiezan en seguida después de la muerte; todavía más importante es que tales estados son
puestos en relación con la situación que el hombre tiene cuando muere.
13.4 La metempsicosis
El Concilio Vaticano II enseña la irrepetibilidad de la vida humana contra la idea de
metempsicosis: «Es necesario que vigilemos constantemente para que, terminado el único
curso de nuestra vida terrestre (cf Heb 9,27), merezcamos entrar con Él a las bodas y ser
contados entre los bendecidos» (LG 48).
13.5 El juicio particular; muerte y juicio; la relación entre juicio particular y juicio
universal
«La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o
rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo (cf 2 Tm 1,9-10). El Nuevo Testamento habla
del juicio principalmente en la perspectiva del encuentro final con Cristo en su segunda venida;
pero también asegura reiteradamente la existencia de la retribución inmediata después de la
muerte de cada uno como consecuencia de sus obras y de su fe. La parábola del pobre Lázaro
(cf Lc 16,22) y la palabra de Cristo en la Cruz al buen ladrón (cf Lc 23,43), así como otros
textos del Nuevo Testamento (cf 2 Cor 5,8; Flp 1,23; Hb 9,27; 12,23) hablan de un último
destino del alma (cf Mt 16,26) que puede ser diferente para unos y para otros» (CIgC 1021).
«Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en
un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación (cf Cc de
Lyón: DS 857-858; Cc de Florencia: DS 1304-1306; Cc de Trento: DS 1820), bien para entrar
inmediatamente en la bienaventuranza del cielo (cf Benedicto XII: DS 1000-1001; Juan XXII:
DS 990), bien para condenarse inmediatamente para siempre (cf Benedicto XII: DS 1002).
«A la tarde te examinarán en el amor (San Juan de la Cruz, dichos 64)» (CIgC 1022).
El juicio final no se puede concebir como una repetición del juicio particular que
acontece al momento de la muerte; no es una revaloración o reexamen sino una confirmación
del juicio particular.
La teoría de la decisión final en el momento de la muerte. Tanto los datos
bíblicos como los de la Tradición y el Magisterio eclesiástico impiden aceptar que después de la
muerte se den ulteriores posibilidades de decidir a favor o en contra de Dios. La teoría de la
decisión final supone que en el último punto de la línea de la vida, no antes ni después de la
muerte, sino en el instante de la muerte, todo hombre tendría la ocasión de una plena decisión
sobre su destino eterno. Entre los autores que defienden esta teoría están Klee, Glorieux y
Boros.
5
Concilio de Trento, Ses. 6ª, Decreto sobre la justificación, canon 30: DS 1580. Cf también Concilio de Florencia, Decreto para los griegos: DS 1304.
6
Congregación para la doctrina de la fe, Carta Recentiores episcoporum Synodi, 7.
7
El Decreto sobre el purgatorio de la Sesión 25ª hace una referencia explícita a la definición de la Sesión 6ª: “la Iglesia Católica, ilustrada por el Espíritu
Santo, apoyada en las Sagradas Letras y en la antigua tradición de los Padres, ha enseñado en los sagrados Concilios y últimamente en este ecuménico
Concilio que existe el purgatorio”.
14.4 Diferencia esencial entre el infierno y el purgatorio
Es teológicamente equivocado entender el estado de purificación para el encuentro con
Dios, de modo paralelo con el estado de condenación. No se puede hacer un planteamiento
teológico de ambas situaciones como si la diferencia existente entre ellas consistiera solamente
en que la condenación sería eterna y la purificación, temporal. En tiempos recientes, la
Congregación para la doctrina de la fe ha insistido en que la purificación postmortal es “del
todo diversa del castigo de los condenados” 8. Se trata, pues, de la diferencia que existe entre
el estado postmortal de un alma abierta a Cristo y el de otra que le está definitivamente
cerrada. En realidad, un estado cuyo centro es el amor, y otro cuyo centro sería el odio no
admiten planteamientos teológicos análogos.
8
Congregación para la doctrina de la fe, Carta Recentiores episcoporum Synodi, 7.