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Escatología

1.0 Objeto de la escatología


Definición. La escatología se puede definir como la reflexión creyente acerca del
contenido último de la esperanza cristiana. Suele llamarse también tratado sobre los
novísimos (muerte, juicio, infierno y gloria).
Etimología. El término escatología viene del griego e)/sxata que significa: las cosas
últimas, y lo/goj.
Objeto. La escatología es un estudio teológico que trata sobre las realidades últimas,
es decir, posteriores a la vida terrena del hombre y posteriores al final de la historia de la
humanidad.
Una escatología equilibrada tiene que incluir en primer plano las realidades últimas,
pero debe, a la vez, esforzarse por subrayar la actitud que esas realidades últimas exigen
existencialmente de nosotros, sobre todo en cuanto que son objeto de nuestra esperanza. Lo
escatológico es «ya» realidad en Cristo resucitado y tiene «ya» un comienzo en nosotros por la
misma vida de la gracia, a la que, como vida que es, corresponde un determinado tipo de
actitud; sin embargo, en nosotros «todavía no» ha llegado lo escatológico a su cumplimiento.
Esta dialéctica está perfectamente expresada en estas palabras: «Queridos, ya somos ahora
hijos de Dios, pero todavía no se ha manifestado lo que seremos; sabemos que, cuando se
manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal como es» (1 Jn 3,2).
Cristo es ‘la realidad última’ (el novísimo) de la creatura. Como alcanzado es cielo;
como perdido, infierno; como examinante, juicio; como purificante, purgatorio. Cristo es aquel
donde lo finito muere y aquel por lo que para Él y en Él resucita. Los «estados» que
constituyen el más allá se definen por una diversa relación a Cristo. De este modo, todo el
tratado tiene que tener, inevitablemente, una fuerte orientación cristológica. Cristo debe ser el
centro de toda reflexión sobre la escatología.

1.1 Escatología general y escatología particular; la escatología intermedia


Escatología particular o individual. Se refiere a los novísimos del hombre: su
muerte, su juicio y su premio o castigo (muerte, juicio, infierno y gloria).
Escatología general o colectiva. Se refiere a los novísimos del mundo. También la
humanidad tiene sus postrimerías, su juicio final, su salvación o condena colectivas, sus
nuevos cielos y sus nuevas tierras.
Escatología final. La que trata de las cosas posteriores a la conclusión de la historia
de la humanidad.
Escatología intermedia. Aquella que se extiende para cada hombre desde su propia
muerte hasta el final de los tiempos, es decir, hasta la resurrección de los muertos.
2.0 Historicidad de la Revelación

2.1 Temporalidad e historicidad del hombre


El hombre creyó desde los albores del tiempo en una sobrevivencia bien personal, bien
colectiva. La persona se continúa en su propia identidad tras los diversos pasos por los que
atraviesa en su vida. Existe un más allá donde esa misma persona revive o continúa viviendo
una existencia nueva.
Como síntesis de este pensamiento y, a la vez, como dato verificable, los sumerios
rodeaban, desde los comienzos de su historia, a los muertos, de los más exquisitos cuidados:
jamás les faltaban ofrendas en sus tumbas, las llamadas «comidas de los espíritus»; un prolijo
ritual acompaña al difunto más allá de la muerte; de ello da fe la «Estela de los Buitres». Las
ideas de este pueblo, puente entre el megalítico más reciente y la época histórica propiamente
dicha, han sido decisivas para el pensamiento sobre la escatología de toda la antigüedad.
Para comprender su existencia y comprometerse, el hombre ha de conocer el fin, objeto
y destino de los sucesos. Si las cosas son, es porque sirven para algo; la historia como
movimiento en el tiempo ha de tener una meta, una finalidad, un telos. Conociendo éste, será
posible dar sentido a los acontecimientos individuados.

2.2 Los mitos del eterno retorno y la concepción cíclica del tiempo
Casi todos los sistemas religiosos conocidos admiten que el orden de las cosas de este
mundo ha de tener un fin. Al especificar, sin embargo, las causas, unos concebirán como
innato a la naturaleza de las cosas la necesidad de un término. Otros, por el contrario, están
persuadidos que esta terminación es trascendente a la realidad de las cosas, de ahí la
necesidad de admitir una voluntad superior que determine el cómo y cuándo del postrer
cataclismo. La concepción del tiempo influye determinantemente en la forma de entender las
postrimerías.
Aquellos sistemas sujetos al orden cíclico, espacial, creen que el fin del cosmos es
algo obligado. La destrucción repetirá una vez más la ruina primordial acaecida en el
antetiempo. Los aztecas esperaban este fin que sería el quinto de una serie que jamás
terminaría. En el hinduismo se cree que cada edad del mundo termina en una disolución
(Prahlaya). Como estos ciclos han de irse repitiendo, siempre quedará como una semilla de
vida después del caos.
Otros sistemas religiosos admiten un tiempo lineal, más o menos irreversible. Éstos
creen que el fin cósmico será debido a un acto de la divinidad provocada por las injusticias de
los humanos. Esta concepción se integra a veces a la anterior en un todo: una serie de
cataclismos cíclicos abocarán al gran fin definitivo.

2.3 La incidencia de la Revelación sobre los conceptos de tiempo e historia


El tiempo no es solamente un cauce o una meta, sino una realidad que, ella misma está
siendo traspasada y transformada por la esperanza escatológica. No se trata de abolir el
tiempo profano como realidad vieja y mala, para instaurar un tiempo sagrado como medida
nueva y distinta, según concibieron muchas religiones primitivas. Se trata más bien de
transignificarlo, de forma que, sin dejar de ser tiempo, queda transido y transformado en una
perspectiva nueva.
La escatología del AT se refiere tanto a la suerte de cada individuo, cuanto a la suerte
de Israel, de los pueblos y de la humanidad. La peculiaridad de la escatología del AT radica en
estar íntimamente vinculada a la historia, que se siente determinada en su curso, depurada en
sus metas y conducida hacia su pleno cumplimiento. La historia bíblica es como un signo de la
acción más íntima y comunicativa de Dios. Según el pensamiento bíblico Dios se manifiesta en
la historia y por la historia, dándole su verdadero sentido y significación.
La escatología judía del tiempo de Jesús reflejaba las diversas formas de la escatología
de Israel. Por una parte, al menos según muchos, tenía un carácter material, centrado en la
expectación del Mesías como un Rey victorioso y justo, que había de liberar a Israel de la
esclavitud extranjera, derrotando a todos sus enemigos y sometiéndolos a su imperio. Esta
concepción política predominaba en la masa del pueblo, que era conducido a repetidas
insurrecciones contra la dominación de los romanos. Otros soñaban con una era paradisíaca,
en la que una tierra extraordinariamente generosa brindaría toda clase de frutos sin esfuerzo
alguno por parte del hombre. Frente a estas concepciones materialistas existía una esperanza
de orden espiritual, centrada en la expectación del Mesías como sacerdote del linaje de Aarón,
que conocería y proclamaría la Ley con la máxima autoridad, y celebraría en el Templo el culto
más depurado y los sacrificios más agradables a Dios. La escatología judía nunca supo
integrar la dimensión histórico-temporal y el nivel eterno-espiritual del Reino de Dios.
El NT recoge del judaísmo el mensaje de la esperanza en una plenitud salvadora en el
fin de los días; pero se aparta claramente de aquél en su actitud fundamental. La diferencia
más profunda radica en que el judaísmo pone su esperanza escatológica en un futuro que no
ha llegado todavía, mientras que para el cristianismo primitivo, con Jesús, ha llegado ya el
tiempo del cumplimiento y el fin de los días ha comenzado ya. Ha comenzado, pero no se ha
clausurado. El NT distingue entre una escatología presente y otra futura, pero sin establecer
una ruptura entre ambas, ya que el acontecimiento salvífico es uno. Esta unidad es
importante desde el punto de vista teológico, porque sólo así se puede evitar el peligro de
considerar los acontecimientos finales al margen de una fe actual y consciente, despojados de
su acuciante inserción en la vida cristiana. La existencia cristiana debe estar informada por los
esjata, pues hemos sido salvados, pero salvados en esperanza (Rom 8,24).

4.0 El Reino de Dios como objeto de la Revelación divina

4.1 Cristo como la personificación del Reino de Dios


«El Reino de los cielos ha sido inaugurado en la tierra por Cristo. "Se manifiesta a los
hombres en las palabras, en las obras y en la presencia de Cristo" ( LG 5). La Iglesia es el
germen y el comienzo de este Reino. Sus llaves son confiadas a Pedro» (CIgC 567).
«La Iglesia es el Reino de Cristo “presente ya en misterio” (LG 3).» (CIgC 763).

4.2 La instauración del Reino de Dios y la derrota de los poderes antidivinos; la


incorporación y crecimiento en el Reino de Dios
«Al liberar a algunos hombres de los males terrenos del hambre (cf Jn 6,5-15), de la
injusticia (cf Lc 19,8), de la enfermedad y de la muerte (cf Mt 11,5), Jesús realizó unos signos
mesiánicos; no obstante, no vino para abolir todos los males aquí abajo (cf Lc 12,13.14; Jn
18,36), sino a liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la del pecado (cf Jn 8,34-36),
que es el obstáculo en su vocación de hijos de Dios y causa de todas sus servidumbres
humanas» (CIgC 549).
«La venida del Reino de Dios es la derrota del reino de Satanás (cf Mt 12,26): "Pero si
por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios"
(Mt 12,28). Los exorcismos de Jesús liberan a los hombres del dominio de los demonios (cf Lc
8,26-39). Anticipan la gran victoria de Jesús sobre "el príncipe de este mundo" (Jn 12,31). Por
la Cruz de Cristo será definitivamente establecido el Reino de Dios: "Regnavit a ligno Deus"
("Dios reinó desde el madero de la Cruz", himno "Vexilla Regis")» (CIgC 550).
«Todos los hombres están llamados a entrar en el Reino. Anunciado en primer lugar a
los hijos de Israel (cf Mt 10,5-7), este reino mesiánico está destinado a acoger a los hombres
de todas las naciones (cf Mt 8,11; 28,19). Para entrar en él, es necesario acoger la palabra de
Jesús: ‘La palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo: los que escuchan
con fe y se unen al pequeño rebaño de Cristo han acogido el Reino; después la semilla, por sí
misma, germina y crece hasta el tiempo de la siega’ (LG 5)» (CIgC 543).

4.3 Carácter escatológico del Reino de Dios; el Reino de Dios y el cosmos


«"Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos" (Rom
14,9). La Ascensión de Cristo al Cielo significa su participación, en su humanidad, en el poder y
en la autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: Posee todo poder en los cielos y en la
tierra. El está "por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación" porque el Padre
"bajo sus pies sometió todas las cosas" (Efe 1,20-22). Cristo es el Señor del cosmos [soberanía
cósmica] (cf Efe 4,10; 1 Cor 15,24.27-28) y de la historia [soberanía sobre los hombres]. En él,
la historia de la humanidad e incluso toda la Creación encuentran su recapitulación (Efe 1,10),
su cumplimiento transcendente» (CIgC 668).
«Desde la Ascensión, el designio de Dios ha entrado en su consumación. Estamos ya en
la "última hora" (1 Jn 2,18; cf 1 Pe 4,7). "El final de la historia ha llegado ya a nosotros y la
renovación del mundo está ya decidida de manera irrevocable e incluso de alguna manera real
está ya por anticipado en este mundo. La Iglesia, en efecto, ya en la tierra, se caracteriza por
una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta" ( LG 48). El Reino de Cristo manifiesta ya
su presencia por los signos milagrosos (cf Mc 16,17-18) que acompañan a su anuncio por la
Iglesia (cf Mc 16,20)» (CIgC 670).
«La Iglesia "sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo" ( LG 48), cuando Cristo
vuelva glorioso. Hasta ese día, "la Iglesia avanza en su peregrinación a través de las
persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios" (San Agustín, civ. 18,51; cf LG 8). Aquí
abajo, ella se sabe en exilio, lejos del Señor (cf 2 Cor 5,6; LG 6), y aspira al advenimiento
pleno del Reino, "y espera y desea con todas sus fuerzas reunirse con su Rey en la gloria" ( LG
5). La consumación de la Iglesia en la gloria, y a través de ella la del mundo, no sucederá sin
grandes pruebas. Solamente entonces, "todos los justos desde Adán, 'desde el justo Abel
hasta el último de los elegidos' se reunirán con el Padre en la Iglesia universal" ( LG 2)» (CIgC
769).

4.4 Iglesia y Reino de Dios


«"Cristo, por tanto, para hacer la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el Reino de
los cielos" (LG 3). Pues bien, la voluntad del Padre es "elevar a los hombres a la participación
de la vida divina" (LG 2). Lo hace reuniendo a los hombres en torno a su Hijo, Jesucristo. Esta
reunión es la Iglesia, que es sobre la tierra "el germen y el comienzo de este Reino" ( LG 5)»
(CIgC 541).
El Reino de Dios está ya incoado, se hace presente entre nosotros y, al propio tiempo,
es un Reino que no es de este mundo. Como realidad presente el Reino de Dios es la Iglesia;
y como realidad futura es el Reino de los Cielos. Es decir, el Reino de Dios se desarrolla en
dos momentos: uno terrestre, la Iglesia, y otro celeste, la bienaventuranza eterna. No como
dos realidades diferentes, sin ninguna continuidad entre ellas, sino por el contrario, la Iglesia
tendrá su plenitud en la gloria del Cielo, cuando llegue el tiempo de la resurrección de todas
las cosas (cf Act 3,21).
5.0 La Parusía o segunda venida de Cristo: el objeto de la esperanza cristiana
Mientras que el cristiano medio actual mira a la Parusía y a los acontecimientos conexos
con ella con un sentimiento de miedo, para el cristiano primitivo la Parusía es objeto de
esperanza: se desea que suceda cuanto antes; a ser posible, durante la propia vida; se
prefiere ser sobrevestido por a gloria de la transformación que acompañará la venida triunfal
del Señor, en vez de tener que ser vestido después que la muerte haya desnudado al hombre
de su cuerpo terreno (2 Cor 5,4; cf 1 Cor 15,51). Ya Jesús, al enseñarnos el Padrenuestro,
nos ordenó pedir cada día «venga tu reino», frase que es una petición de que la Parusía
venga. San Pablo ha expresado al final de la primera carta a los Corintios la misma petición:
maranatha (1 Cor 16,22). En todo caso, esta actitud oracional que pide que la segunda
venida del Señor se realice cuanto antes, sería ininteligible sin dos presupuestos: (a) que la
Parusía es deseable para el cristiano que procura ser fiel a Cristo; (b) que la Parusía se puede
acelerar por la oración.

5.1 La Sagrada Escritura


El sustantivo parusía (griego parousi/a, del verbo pareimi, que significa estar presente,
hacerse presente) tiene una doble acepción conforme a los dos sentidos fundamentales del
verbo: presencia y llegada. En relación con el sentido específicamente cristiano, desde el
punto de vista de la filología se presentan dos problemas: ¿qué relación de dependencia existe
entre el uso neotestamentario de la voz parusía y su uso en el helenismo?, ¿cuál es el origen
de la expresión aplicada a la segunda venida de Cristo? En cuanto a lo primero, merecen
destacarse dos tipos de parusía en el mundo helenístico: la de los soberanos y la de los dioses.
Aquella tenía lugar cuando las solemnes visitas de los príncipes o de los emperadores a las
ciudades importantes y se consideraba como introductiva de una nueva era; la segunda se
verificaba en las intervenciones divinas en las celebraciones mistéricas, en las experiencias
místicas del hermetismo y en el neoplatonismo. El sentido religioso, evidente en el segundo
tipo de parusía, aparece frecuentemente también en las primeras.
En cuanto al uso bíblico en el AT, ni el hebreo ni el arameo poseen el sustantivo
correspondiente. La raíz que sirve para significar las intervenciones divinas o mesiánicas es el
verbo «venir», en sus diversas formas. En la experiencia religiosa de Israel tienen un relieve
excepcional las teofanías de Yahwéh, que «viene» para librar a su pueblo de la cautividad de
Egipto. Por otra parte, culmina en el establecimiento de una situación totalmente nueva que
es la Alianza. Yahwéh, sin embargo, no abandona a su pueblo en su historia posterior, sino
que «viene» de nuevo para liberarlo en circunstancias difíciles. A partir de estas experiencias
vividas por Israel, se va formando la esperanza escatológica: porque Yahwéh ha venido en el
pretérito, se espera que vendrá en el futuro. Su venida se espera y añora tanto más cuanto
más se deteriora la situación política en tiempos de la cautividad en Babilonia. Pero esa
esperanza se convierte en escatológica cuando se esperan simultáneamente, con una cierta
superposición de planos, la liberación del destierro en Babilonia y la implantación perfecta y
definitiva del Reino de Dios; esta liberación futura aparece a los ojos de Israel en un cierto
paralelismo con la venida pretérita de Yahwéh para la liberación de Egipto.
Estas esperanzas se concretizan en torno a un término técnico: «el día de Yahwéh»
(Am 5,18; Jl 1,15; Is 2,12-22). La idea primera del término encierra la esperanza de que un
día Yahwéh intervendría en modo guerrero y aniquilará a los enemigos de Israel, que son
también sus propios enemigos (aspecto liberador). Por este último elemento, el «día de
Yahwéh» significa para el pueblo salvación, restauración y felicidad definitiva. Este día
aparece también como el día del juicio de Dios sobre los gentiles, pero también como día de
juicio sobre Israel. Los elementos descriptivos del «día de Yahwéh» son apocalípticos. El
mismo carácter apocalíptico tienen las descripciones positivas, es decir, no catastróficas, de
manantiales paradisíacos. Lentamente se ponen en conexión estas ideas expuestas con la
esperanza mesiánica. En Gen 49,10, en las bendiciones de Jacob se utiliza, por primera vez, el
verbo «venir» a propósito del Mesías. Es en Dan 7,13ss donde la conjunción de ambas líneas
culmina: la «venida» del «Hijo del hombre» sobre las nubes del cielo para llegarse al «Anciano
de días» y recibir de Él un reino eterno y universal. Con este pasaje, el establecimiento
escatológico —definitivo, y por ello último— del Reino queda unido a la esperanza mesiánica.
La originalidad del NT en cuanto a la Parusía radica en haber separado los planos hasta
entonces superpuestos (la venida del Mesías y el establecimiento último y definitivo del Reino
de Dios). Ello se realiza mediante la introducción de la idea de dos venidas mesiánicas. El
Mesías ha venido, pero vendrá de nuevo. Este es el anuncio de los ángeles a los apóstoles el
día de la Ascensión. La idea está claramente contenida en el discurso escatológico sinóptico
(Mt 24,1-25.46; Mc 13; Lc 21,5-36), y en la solemne declaración de Jesús ante el Sanedrín (en
Mt 26,64 Jesús cita a Dan 7 para responder a la pregunta del Sumo Sacerdote sobre si Él es el
Hijo de Dios), que no puede atribuirse a una creación redaccional de la comunidad, sino que
debe mantenerse con una historicidad que en cuanto al contenido remonta a Jesús. La
separación de las dos venidas es una consecuencia de la teología de la encarnación, con lo que
ésta tuvo de asunción de «la condición de esclavo» en virtud de un anonadamiento de sí
mismo (cf Flp 2,7).
En San Pablo, las epístolas a los Tesalonicenses (de los documentos más primitivos del
NT, escritas alrededor del año 50-52), constituyen el grupo más importante sobre el tema de
la Parusía. En 1 Tes (estrechamente dependiente del discurso escatológico sinóptico, en
especial Mateo) describe las condiciones en que se verificará la Parusía introduciendo algunas
especificaciones al esquema de Mateo. Así, la Parusía que éste encuadra en la tercera parte
de su discurso, en San Pablo se convierte en la venida al final de los tiempos; la trompeta que
en San Mateo anuncia la reunión de los fieles, en San Pablo es la señal de la resurrección de
los muertos. La aparición del Hijo del Hombre para el juicio, en San Pablo significa la bajada
de Cristo para reunirse con los resucitados. En todo ello no hay contradicción, sino más bien
una precisión y prolongación del pensamiento de Jesús. El tema de las señales precursoras de
la Parusía se desarrolla más ampliamente en 2 Tes 2,3-10. En esta perspectiva, San Pablo
supone próxima la Parusía (1 Tes 4,15). La Parusía no es más que la culminación del
acercamiento de Dios a los hombres.

5.2 Carácter público de la vuelta de Cristo; su explicación teológica; la Parusía


como victoria
El término técnico Parusía se reserva para referirse a la venida gloriosa del Mesías que
clausura la historia; nunca se llama Parusía a la venida del Mesías en la humildad. En la
Parusía se realizan las notas que esta palabra tenía en el helenismo: se trata de la venida en
gloria de un rey. No olvidemos, sin embargo, que la parusía de un rey se concebía como
introductiva de una nueva era. Esta concepción se aplica a Cristo glorioso, que viene para
inaugurar un nuevo eón. La Parusía también reviste las notas que los profetas atribuyen al
«día de Yahwéh» (triunfo sobre los enemigos, juicio, salvación o condenación definitiva). Ya
es característico que también se llame a la Parusía «el día del Señor». Cristo destruirá a todos
los enemigos: «el último enemigo que quedará anulado será la muerte» (1 Cor 15,26), pues
será entonces cuando la resurrección de los muertos tenga lugar. Esta victoria de Cristo sobre
los enemigos incluye también el juicio definitivo sobre la humanidad (Mt 25,31-46), que se
realiza sobre la base de los comportamientos tomados durante la vida terrena y que encierra
la bivalencia de salvación y condenación.
6.0 El momento de la Parusía
El NT recalca insistentemente que no se pueda datar el fin del mundo. «Cuanto a ese
día o a esa hora, nadie la conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre» (Mc
13,32; Mt 24,37-44; 25,1-40). Nadie podrá saber con seguridad la fecha del fin del mundo
hasta que llegue; cogerá a los hombres por sorpresa; vendrá de improviso, como ladrón
nocturno. Ni Cristo ni sus Apóstoles determinaron jamás el tiempo de la Parusía, pues siempre
y con plena claridad dijeron que había de venir cuando menos se pensase. Lo mismo puede
venir hoy que mañana. Recalcan, en cambio, la necesidad de estar preparados. Las
circunstancias que reclaman nuestra curiosidad no entran en el objeto de la catequesis
apostólica.

6.1 El escatologismo consecuente: sus presupuestos cristológicos y su concepción


de la Iglesia
Los principales representantes de la escatología consecuente son Johannes Weiss y
Albert Schweitzer. Las tesis de esta escuela pueden resumirse en las siguientes proposiciones:
(1) Jesús primero, y después los Apóstoles, habrían concebido el fin del mundo como
muy próximo, inminente, sufriendo, por tanto, un error;
(2) Jesús habría concebido su misión y su obra y formulado su moral en vistas
exclusivamente a la proximidad de este fin;
(3) debido a esto, el Reino que él ha predicado pertenecería totalmente a la época
subsiguiente al fin del mundo, es decir, sería pura y exclusivamente escatológico;
(4) en consecuencia, Cristo no habría pensado en la fundación de una Iglesia y la
constitución de ésta se debería a la caída de tensión en la espera escatológica por parte
de la comunidad postapostólica, que se habría organizado al advertir que el fin de la
historia se retrasaba.
Esta posición, al suponer un error en Cristo, debe negar previamente que Jesucristo sea
Dios, o al menos sostener una doctrina de la Encarnación incompatible con el dogma definido.
Es en realidad un fruto de la corriente racionalista, ya que sus autores, aun reaccionando
frente al protestantismo liberal, llevan en realidad hasta sus últimas consecuencias los
postulados de éste, presentando así a Jesús como un soñador apocalíptico. Por otra parte el
escatologismo consecuente, al postular que el Reino de Cristo no habría de comenzar más que
tras la catástrofe final, se ve abocado a negar la autenticidad o a desfigurar el sentido de
aquellos textos en que Jesús habla del Reino de Dios como ya presente o creciendo poco a
poco.

6.2 El núcleo esencial de la revelación neotestamentaria frente al escatologismo


consecuente
Basta leer las parábolas para comprobar que el Reino de Dios está ya presente y crece
lentamente. Antes del fin del mundo ha de ser predicado el Evangelio a todas las naciones.
Por otra parte, presentar el mensaje de Cristo como pura o exclusivamente escatológico, no
sólo va contra el contenido global de los Evangelios, sino que resulta incoherente con la figura
de Jesús, que, aparece siempre sereno, equilibrado, atento a los pequeños detalles de la vida
diaria y lejos de todo fanatismo apocalíptico.
La interpretación escatológica consecuente no sólo choca, pues, contra textos concretos
sino que desfigura el mensaje cristiano en su conjunto. Cristo aparece ciertamente en los
Evangelios consciente de que la hora suprema ha llegado y con ella la plenitud de los tiempos;
pero esta plenitud no se hace consistir en un acontecimiento apocalíptico futuro, sino en la
propia persona de Cristo en la que llega a su punto culminante la historia de la salvación, la
historia de las intervenciones de Dios en la vida de la humanidad.

6.3 La escatología cumplida


Desarrolla esta teoría C. H. Dodd en su obra The interpretation of the fourth gospel,
Cambridge, 1953. Para Dodd tanto las parábolas del Reino de Dios como las frases que hacen
referencia al mismo tema, ya se han cumplido en Jesús. Esto fuerza al hombre a tomar una
decisión. El hombre ante el hecho de la consumación del Reino de Dios no puede permanecer
indiferente, entra en una crisis personal y existencial. Como todo está ya cumplido, no existe
una verdadera expectación del futuro y lo único que ocurre es que el hombre ante la marcha
de la historia se ve constantemente forzado a tomar nuevas decisiones, teniendo siempre
presente el hecho liberador de la Redención ya consumada, de el Reino de Dios realizado
plenamente en y por Jesucristo. La «desescatologización» de Dodd es el primer paso para la
«desmitologización» radical, para la cual Bultmann propone una «interpretación existencial»
del mensaje del NT.
Para R. Bultmann lo escatológico no es tanto el futuro, sino el presente que debe ser
informado, guiado por la fe. Según él, la predicación eclesiástica llama al hombre a que vuelva
a su existencia verdadera y auténtica luchando, una y otra vez, contra su debilidad,
desesperación y pecado. Jesús es el ejemplo decisivo de esto; y por ello y en este sentido se
puede hablar de que Él ha realizado la Redención. Coincide con Dodd en que no es
importante ni posible determinar la realidad histórica de lo que se propone en la predicación.
Interesa muy poco que sea un acontecimiento real el hecho de la Resurrección, y lo mismo
podríamos decir de los demás aspectos de la Revelación; incluso no es importante que
podamos afirmar la existencia de Dios. Lo decisivo es más bien la respuesta que esta
predicación encuentra en nosotros. De nada nos aprovecharía que Jesús hubiera resucitado
de entre los muertos en un momento determinado de la historia si a nosotros no nos llevara a
tomar decisiones personales y a modificar nuestra vida. En cuanto la predicación eclesiástica
provoca decisiones de parte de cada hombre, en ese sentido lo escatológico está operante y
presente ya.
Frente a la escatología cumplida de Dodd se levanta O. Cullmann con su tesis sobre el
distinto valor que tiene el tiempo en la Biblia. Tiempo que ésta presenta como tendencia a un
fin absoluto de tipo histórico, y no como un tiempo cerrado en sí mismo a semejanza de los
ciclos evolutivos de la naturaleza. Para él, existe una tensión. El Reino está presente pero en
su plenitud está todavía por venir (futuro cumplimiento). Su visión acerca de la profecía como
común denominador de la historia y del mito opone un fuerte reparo a la teoría
desmitologizadora de Bultmann, y tiene el mérito de poner de manifiesto, tanto frente a la
«escatología consecuente» de Weiss y Schweitzer como frente al existencialismo puntual de
Bultmann, el valor de la historia. Pero tiene el defecto de falta de radicalidad y confusión en
algunos planteamientos.

6.4 Textos escriturísticos sobre el fin del mundo


Dos grandes grupos:
(1) textos de “inminencia” (Mc 13; Mt 10,23; 1 Tes 4);
(2) textos de “incertidumbre”, entre los que se distinguen dos tipos:
(a) los de parábolas, que apuntan a una ley de gradualidad del plan salvífico (el trigo
y la cizaña: Mt 13,24-30; la levadura: Mt 13,33 y Lc 13,20; el grano de mostaza: Mt
13,31, Mc 4,30-32 y Lc 13,18);
(b) los textos de vigilancia, que utilizan la comparación del “ladrón” (Mt 24,43; 1 Tes
5,2; 2 Pe 3,10; Apoc 16,15).

7.0 Presagios de la vuelta de Cristo: predicación del Evangelio en todo el mundo;


el anticristo y la gran apostasía; conversión del pueblo elegido
Tres son las señales principales que según la Sagrada Escritura precederán al juicio
divino: la predicación del Evangelio a todo el mundo, la gran apostasía, y el anticristo. A estos
signos se añade tradicionalmente, basándose en San Pablo, un cuarto: la conversión del
pueblo judío.
Cristo no vendrá hasta que la Buena Nueva haya sido predicada en todo el mundo. «Y
esta buena nueva del reino se predicará en el mundo entero y se promulgará a todos los
pueblos, y entonces vendrá el fin» (Mt 24,14).
El tema de la gran apostasía aparece unido al del anticristo en 2 Tes 2,1-3: «Y os
rogamos hermanos, que, por lo que toca a la venida de nuestro Señor Jesucristo y a nuestra
reunión con Él, no os dejéis fácilmente conmover en vuestra alma o perturbar ni por el espíritu
ni por palabras, ni por carta atribuida a nosotros, como si el día del Señor estuviera ya
inmediato. Que ninguno os engañe de ninguna manera, porque antes tiene que venir la
apostasía y rebelarse el hombre impío, el hijo de perdición, el que se opone y rebela contra
todo lo que lleva el nombre de Dios o es objeto de culto, llegando hasta sentarse él en el
templo de Dios, exhibiéndose a sí mismo como Dios». El pasaje paulino no es de unánime
interpretación, sobre todo en lo que se refiere a la figura del hombre impío, que puede
identificarse con la figura del «anticristo» que encontramos en San Juan (cf 1 Jn 2,18.22; 2 Jn
4,3).
En cuanto a la conversión del pueblo judío, cuya predicción parece deducirse con
claridad de Rom 11,25-26, baste decir que no puede precisarse la extensión de dicha
conversión, ni mucho menos el tiempo que mediará entre ella y el fin del mundo.

7.1 Importancia y finalidad de los signos


Es imposible precisar que una determinada situación histórica cumpla las profecías de
Cristo; es imposible además saber el tiempo que media entre su cumplimiento y el fin, así
como es imposible decir si estas señales se han cumplido ya o no. Las señales sobre el fin del
mundo tienen como objeto no satisfacer nuestra curiosidad sino «impulsar el corazón de los
hombres a someterse al juez venidero» (Santo Tomás, Sum. Th. Supal. q73 a1); su anuncio
constituye una exhortación a la vigilancia.

8.0 La resurrección de los muertos

8.1 Sagrada Escritura


Aunque en el AT no se halle ningún término hebreo para designar la resurrección, de
su realidad se habla cuando se declara expresamente la existencia de una vida futura después
de la muerte. Es precisamente en torno al tema de la muerte y al de la suerte del justo o del
pecador como se revela la verdad de la resurrección.

Ante la visión de una llanura llena de huesos, Ezequiel formula la pregunta de «estos
huesos podrán revivir» a la que contesta con mucha cautela: «Señor Yahwéh, Tú lo sabes»
(Ez 37,3). Queda claro que atribuye a Dios sabiduría y poder, y no excluye una resurrección
universal, pero no la afirma todavía como parte integrante del tesoro de la fe del pueblo
escogido.
Dios sacará a los muertos del sheol para que participen en el Reino. El profeta Daniel
es tajante: la vida nueva en la que entrarán los resucitados no será semejante a la vida del
mundo presente, sino que será una vida transfigurada (Dan 12,3). La proclamación de una
resurrección real en el apocalipsis de Daniel es indiscutida e indiscutible: «muchos de los que
duermen en el polvo de la tierra se despertarán, éstos para la vida eterna, aquellos para el
oprobio, para eterna ignorancia» (Dan 12,2).
Tal es la esperanza que sostiene a los mártires en medio de sus pruebas: se les puede
arrancar la vida corporal, pero el Dios que les creó es quien les resucitará. Este es el
testimonio de 2 Mac 7,9.11.22; 14,46.
En el NT, Jesucristo enseña la verdad de la resurrección, que desde el tiempo de los
Macabeos pertenecía ya de modo general –pero no unánimemente aceptada– a la fe del
judaísmo: los fariseos creen en la resurrección, no así los saduceos. Jesús defiende
decididamente la fe en la resurrección frente al sentido materialista de los saduceos (Mt
22,31ss), pero también corrige la opinión de los fariseos, para quienes la resurrección era un
mero volver a la vida terrena. Con respecto a la resurrección de vida o gloriosa, se dice en el
Evangelio según San Juan que Cristo resucitará en el último día a quienes creen en Él (Jn
6,39.40.43); condición para esta resurrección gloriosa es la obediencia a la Palabra de Dios (Jn
5,24-30), y la unión con Jesús a través de la fe y la comunión eucarística (Jn 6,54-57;
11,25.26).
En Cristo resucitado tenemos el modelo del cuerpo glorioso resucitado. Como sucede
con Cristo, hay una cierta continuidad entre el cuerpo actual y el glorioso: San Pablo lo
presenta con la imagen de la semilla en 1 Cor 15,35-49 donde dice que lo que se siembra en
corruptibilidad se recoge en incorrupción. En 1 Cor 15 San Pablo también explica que Cristo
resucitó como primicia: todos los demás miembros de su Cuerpo Místico participaremos de su
suerte, su destino será nuestro destino. Su resurrección es ya el comienzo de la resurrección
total (1 Cor 15,23).

8.2 La doctrina patrística


Los testimonios patrísticos que afirman y testifican la resurrección son abundantísimos.
Escribieron sobre el tema, entre otros, San Justino, Atenágoras, San Ireneo, Tertuliano,
Orígenes, San Metodio, San Cirilo de Jerusalén, San Gregorio de Nisa, San Juan Crisóstomo y
San Agustín.
Los Santos Padres se defienden de filósofos e intelectuales que consideraban la
resurrección como imposible y absurda (dada la concepción platónica del hombre como un
alma encarcelada en un cuerpo), dando las siguientes respuestas:
(1) Dios puede realizar la resurrección del hombre como pudo crearlo;
(2) Los milagros de Cristo, y especialmente las resurrecciones realizadas por Él,
demuestran su poder para realizar también la resurrección futura y definitiva;
(3) Apelan a ciertas semejanzas naturales que dan verosimilitud a la idea de
resurrección: el sol, que se pone para renacer al día siguiente; las flores, que caen para
reverdecer; etc.;
(4) Oponen una nueva concepción del hombre a la concepción neoplatónica: el hombre
no es alma sola, sino que consta de cuerpo y alma;
(5) Dan una nueva valoración al cuerpo, fundada en el hecho mismo de la creación del
cuerpo humano por Dios y acrecentada por el hecho de la Encarnación del Verbo;
(6) Supuesta la nueva concepción del hombre, defienden la idea de resurrección como
retribución para el hombre en cuanto tal.

8.3 Identidad del cuerpo resucitado con el cuerpo terreno; universalidad de la


resurrección; relación entre gracia y resurrección; Eucaristía y resurrección
Notas de la resurrección:
(1) universalidad de la resurrección: afecta a todos los hombres, tanto los justos como
los pecadores;
(2) tiene sentido distinto en los justos y en los pecadores, en los primeros para
glorificación y en los segundos para condenación;
(3) “identidad”: el cuerpo resucitado es el mismo cuerpo que perteneció al alma durante
la vida terrena pues no se trata de una reencarnación, sino de una resurrección, de
modo que por la unión del cuerpo y el alma se tenga de nuevo la unidad completa vital
humana;
(4) tiene una anticipación (incoación) en el Bautismo: en el Bautismo comienza nuestra
resurrección.
Gracia y resurrección. Los cristianos mueren y resucitan sacramentalmente con Cristo
en el Bautismo (Rom 6,5). Vivir «en Cristo» es el presupuesto para «estar siempre» con Él.
La unión entre nuestra resurrección y la de Jesucristo descansa sobre la base de la unión
místico-sacramental de todos los cristianos con Cristo, Cabeza viviente de la Iglesia viviente.
Gracias al Espíritu de Cristo, presente en nosotros por la gracia, somos como englobados en la
misma vida de Cristo, y si no rompemos ese contacto, llegaremos hasta donde ha llegado Él
(Rom 8,11).
Eucaristía y resurrección. Jn 6,55: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida
eterna, y yo lo resucitaré en el último día». Jn 6,57: «El que come mi carne y bebe mi sangre,
permanece en mí y yo en él». La resurrección para la vida eterna se fundamenta en una
comunidad con Jesús, en el hecho de que uno permanezca en Cristo y Cristo en uno.

9.0 El juicio universal


«El día del Juicio, al fin del mundo, Cristo vendrá en la gloria para llevar a cabo el
triunfo definitivo del bien sobre el mal que, como el trigo y la cizaña, habrán crecido juntos en
el curso de la historia» (CIgC 681).
«Cristo glorioso, al venir al final de los tiempos a juzgar a vivos y muertos, revelará la
disposición secreta de los corazones y retribuirá a cada hombre según sus obras y según su
aceptación o su rechazo de la gracia» (CIgC 682).

9.1 Sagrada Escritura y Magisterio


En el AT, la mentalidad teocrática del pueblo y, en especial, el hecho de que todas las
relaciones entre Yahwéh e Israel fueran concebidas bajo la forma de la Alianza, determinó el
carácter de la actividad judicial de Dios. Los profetas anunciarán muchas veces la severidad
de Yahwéh como juez que convoca a su pueblo a un pleito solemne. Ya no le servirá al
pueblo invocar la alianza realizada, sino que tendrá que responder a las acusaciones de
idolatría y de infidelidad. La idea de juzgar/juicio es inseparable de la idea de reino/dominio:
el soberano justo da a cada uno según sus obras y coloca a cada uno en su lugar
correspondiente.
En el NT la noción de juicio adquiere una actualización cristológica: antes se hablaba de
Yahwéh, ahora es Cristo el juez. La idea de juicio ocupa un lugar importante en el NT. Según
los Evangelios sinópticos, toda la predicación de Jesús está dominada por ella. Así, los cinco
grandes discursos que, como bloques literarios, estructuran el evangelio de San Mateo, hacen
contínua referencia a la actividad judicial: sermón de la montaña (Mt 5-7); instrucción a los
discípulos (Mt 10); parábolas del Reino (Mt 13); diatriba contra los fariseos (Mt 23); discurso
escatológico (Mt 24-25). El objeto del juicio es el cumplimiento de la ley; pero la ley
entendida, no como un código de normas jurídicas solamente, sino en cuanto «cumplida», es
decir, como relación interior hacia Dios y hacia los hombres. En la recolección final, la
sentencia judicial discriminará entre los justos y los malos. Esta última intervención judicial de
Dios, que se describe con rasgos apocalípticos, tendrá lugar en un momento inesperado. Ello
exige que se adopte una actitud fundamental de alerta y de vigilancia.
El juicio final no es un acontecimiento aislado, sino que se está realizando ya y está
siendo prefigurado en los sucesos históricos, como la destrucción de Jerusalén. El juicio final
es el que más aparece en los sinópticos. El mismo no se puede concebir como una repetición
del juicio particular que acontece al momento de la muerte; no es una revaloración o
reexamen sino una confirmación del juicio particular.

9.2 El Juez
«Cristo es Señor de la vida eterna. El pleno derecho de juzgar definitivamente las obras
y los corazones de los hombres pertenece a Cristo como Redentor del mundo. "Adquirió" este
derecho por su Cruz. El Padre también ha entregado "todo juicio al Hijo" (Jn 5,22; cf Jn 5,27;
Mt 25,31; Hch 10,42; 17,31; 2 Tm 4,1). Pues bien, el Hijo no ha venido para juzgar sino para
salvar (cf Jn 3,17) y para dar la vida que hay en él (cf Jn 5,26). Es por el rechazo de la gracia
en esta vida por lo que cada uno se juzga ya a sí mismo (cf Jn 3,18; 12,48); es retribuido
según sus obras (cf 1 Cor 3,12-15) y puede incluso condenarse eternamente al rechazar el
Espíritu de amor (cf Mt 12,32; Hb 6,4-6; 10,26-31)» (CIgC 679).

9.3 Materia, medida, objeto y efecto del juicio


Es un punto central de la Revelación que el juicio universal es un juicio definitivo que
Dios pronuncia sobre la vida humana fijando irrevocablemente el destino personal
bienaventurado o infortunado. No será posible rectificar porque el juicio de Dios fija lo que ha
decidido la propia libertad humana durante la vida. Dios no busca la condenación de nadie, ya
que quiere que todos los hombres se salven; lo que Dios hace es declarar la verdad objetiva
del comportamiento de la libertad, midiendo la responsabilidad y evaluando el mérito de forma
que aparezca evidente y sin apelación posible el tenor de la sentencia que ya será
irreformable.
Aunque no se puede disimular la terribilidad del juicio de Dios, que arranca del hecho
mismo de comparecer una criatura ante la Majestad infinita, sin embargo, presenta condición
alternante y está suavizada por la revelación de la misericordia divina; será tremendo para los
impíos; para los que han luchado por ser fieles está lleno de esperanza. Cristo ha prometido
que tomará la defensa de sus discípulos en presencia de su Padre y delante de sus ángeles.

10.0 La ruina y renovación del mundo: la recapitulación de todas las cosas en


Cristo

10.1 Los milenarismos


Milenarismo es la doctrina que espera un reino temporal de Cristo y sus santos sobre la
tierra al fin del mundo. El nombre milenarismo (del latín mille que significa mil) proviene de la
duración de mil años atribuida a este reino intermedio entre el mundo actual y el eterno.
El milenarismo tuvo su origen en el judaísmo tardío, que fijó una duración limitada al
reino mesiánico. Del judaísmo pasó a algunos ambientes cristianos primitivos, que creyeron
encontrar un apoyo es ese sentido en algunos textos del Apocalipsis de San Juan. El texto
clave fue Apoc 20,1-6, donde se habla de un ángel que encadena al diablo en el abismo,
mientras que las almas de los mártires reviven y reinan con Cristo durante mil años. Ésta es la
primera resurrección. Pasados los mil años, a Satanás se le da una cierta libertad de acción,
pero es vencido. Luego viene el juicio universal y la sanción definitiva. La exégesis más
común afirma que se trata de todo el periodo de la Iglesia, o bien se dice que el milenio
comienza con el cese de las persecuciones romanas. Si se atiende a textos paralelos, se
puede completar la explicación. San Juan quiere tranquilizar a los cristianos que se inquietan
de la suerte de los mártires. Para ello enseña que ya desde ahora los mártires son
bienaventurados, viven con Cristo en espera del juicio final. Nada tiene de extraño que use el
término de resurrección para indicar la felicidad de los mártires, ya que es propio del lenguaje
semita designar una dicha completa mediante la idea de resurrección. En suma, el Apocalipsis
de San Juan no tiene carácter milenarista.
El milenarismo desenfoca la visión cristiana de la historia, que nos dice que la Parusía
coincide con el fin de la historia presente y la introducción del estado definitivo y eterno sin
ningún reino intermedio: lo que se le promete al cristiano no es una era de bienestar en esta
tierra, sino un don más pleno y radical, es decir, la plenitud absoluta de los cielos.
«Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que
sacudirá la fe de numerosos creyentes (cf Lc 18,8; Mt 24,12). La persecución que acompaña a
su peregrinación sobre la tierra (cf Lc 21,12; Jn 15,19-20) desvelará el "Misterio de iniquidad"
bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución
aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura
religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un seudo-mesianismo en que el hombre
se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne (cf 2
Tes 2,4-12; 1 Tes 5,2-3; 2 Jn 7; 1 Jn 2,18.22)» (CIgC 675).
«Esta impostura del Anticristo aparece esbozada ya en el mundo cada vez que se
pretende llevar a cabo la esperanza mesiánica en la historia, lo cual no puede alcanzarse sino
más allá del tiempo histórico a través del juicio escatológico: incluso en su forma mitigada, la
Iglesia ha rechazado esta falsificación del Reino futuro con el nombre de milenarismo (cf DS
3839), sobre todo bajo la forma política de un mesianismo secularizado, "intrínsecamente
perverso" (cf Pío XI, "Divini Redemptoris" que condena el "falso misticismo" de esta
"falsificación de la redención de los humildes"; GS 20-21)» (CIgC 676).

10.2 La doctrina de la Iglesia; el Concilio Vaticano II


La doctrina del Concilio sobre la escatología está contenida en la Constitución dogmática
Lumen Gentium, capítulo VII, números 48-51 y en la Constitución pastoral Gaudium et Spes
en la parte I, capítulo 1, números 18, 20 y 21, y en la parte I, capítulo 3, número 39.
Puntos sobresalientes de Lumen Gentium:
(1) se afirma el carácter paradójico de la escatología cristiana, como algo futuro, pero ya
comenzado;
(2) la fuerza que mueve y lleva a la Iglesia desde esta incoación de lo escatológico a su
plenitud es el Espíritu Santo;
(3) se pone de relieve el aspecto cósmico de la escatología: «también el mundo todo,
que está íntimamente unido con el hombre y por él llega a su fin, será perfectamente
instaurado en Cristo»;
(4) se subraya el valor de la actividad terrena para construir la ciudad celeste, aun en el
campo profano;
(5) porque la Iglesia terrestre es una realización sólo incompleta de lo escatológico, se
subraya la índole transitoria de las varias instituciones de la Iglesia;
(6) en cuanto al más allá, se fija en primer lugar en la perspectiva de la salvación, que es
descrita por su elemento esencial: la visión de Dios;
(7) se trata la perspectiva de la condenación, describiendo el infierno con términos
bíblicos, incluso con palabras del mismo Jesús;
(8) los dos estados fundamentales y definitivos de salvación y condenación se dan
«terminado el único curso de nuestra vida terrestre»;
(9) se da una enseñanza explícita sobre el juicio particular;
(10) la resurrección final es afirmada y puesta en conexión con el «fin del mundo»;
(11) se afirma la comunión de los santos «en la misma caridad de Dios y del prójimo»;
(12) se afirma la retribución plena para los justos (visión beatífica), ya desde la muerte y
antes de la resurrección final;
(13) en la comunión de los santos se alude al purgatorio;
(14) se describe la actividad de los bienaventurados en favor nuestro como intercesión;
(15) esta plegaria de los bienaventurados forma parte de la liturgia celeste, la cual se
une al culto de la Iglesia peregrinante y lo ennoblece;
(16) la actitud de la Iglesia terrestre con respecto a los fieles difuntos que se purifican en
el purgatorio es la de ofrecer sufragios por ellos;
(17) la actitud de la Iglesia terrestre con respecto a los bienaventurados es, ante todo,
de veneración y de petición de intercesión;
(18) los fieles que pertenecen a la Iglesia peregrinante deben tomar, con respecto a los
santos, una actitud de imitación de sus ejemplos;
(19) además, con respecto a los bienaventurados, debe darse en nosotros una múltiple
relación personal de amor, gratitud e invocación;
(20) Cristo es el término último de toda esta relación nuestra a los santos;
(21) nuestra unión con los santos «se realiza en forma nobilísima» en la liturgia;
(22) se presentan varias disposiciones pastorales tendentes a fomentar y encauzar las
actitudes antes descritas para con los hermanos que se encuentran en los otros dos
estadios eclesiales.

10.3 Qué se entiende por fin del mundo


El fin del mundo es un anuncio contenido en la Sagrada Escritura: a él, por tanto, se le
aplican las características del género de profecía. Estas son:
(1) lo predicho no es simplemente algo venidero, sino un acontecimiento que se relaciona
con el núcleo más íntimo de la historia: la realización de la salvación o condenación de
los hombres;
(2) la predicación hecha es una profecía, en sentido propio, es decir, no es una
conclusión basada en la experiencia, ni un pronóstico consistente en descubrir en el
acontecer presente indicaciones sobre lo por venir que de forma oculta nos sea ya
contemporáneo;
(3) debido a su carácter profético, el fin del mundo es un acontecimiento futuro cierto,
claramente determinado en cuanto a su facticidad y envuelto en oscuridad en cuanto a
sus detalles y su fecha; dentro de esa oscuridad, sin embargo, pueden trazarse tres
coordenadas claras:
(a) el fin del mundo no es un aniquilamiento;
(b) el fin del mundo es una misteriosa transformación de todo lo creado;
(c) el final de los tiempos es consumación de la acción redentora de Cristo.

10.4 Los nuevos cielos y la nueva tierra


En las descripciones bíblicas del final del mundo se utilizan con frecuencia imágenes de
catástrofes sociales y cósmicas. Es evidente que no deben interpretarse al pie de la letra:
nadie sabe con certeza ni de su extensión ni de su intensidad. Los «nuevos cielos y nueva
tierra, en los que habite la justicia» (2 Pe 3,13) apuntan no a una aniquilación, sino a una
purificación que da lugar, no a un nuevo ciclo, sino a un mundo totalmente renovado y
definitivo. Esta purificación no consiste en una «autocatársis» proveniente de la misma
evolución de la historia, sino que es producida por la voluntad salvífica y juzgadora de Dios.
Finalmente, la purificación se extiende también a los elementos materiales.

11.0 La vida eterna

11.1 Sagrada Escritura y Magisterio


En el AT, cuando la palabra «vida» se aplica al hombre, se dice muchas veces
refiriéndola a su vida natural. Teológicamente es mucho más importante subrayar que Dios
tiene la posesión de la vida en su sentido más pleno. Él es el Dios vivo, el eternamente vivo
en oposición a los ídolos muertos. Dios es dador de la vida: Gen 2,7 nos describe a Dios
después de haber formado el cuerpo del hombre «insuflando en sus narices aliento de vida».
La vida humana es sagrada porque viene de Dios. Por otra parte, Sab 1,13ss explica que Dios
no creó al hombre para la muerte sino para la vida: «...que no fue Dios quien hizo la muerte ni
se recrea en la destrucción de los vivientes; Él todo lo creó para que subsistiera...».
El que ya la misma vida natural no fuera concebida por los judíos como mera existencia
(plano biológico), sino que implicara un matiz de plenitud, constituido por una serie de bienes
concomitantes, hace comprender el sentido bíblico de vida cuando se utiliza en el plano de lo
escatológico. Hay una dimensión religiosa en el término: hay más vida cuanto más unido se
está a Dios, fuente de la vida. Por eso el pecado, que es alejamiento de Dios, es siempre una
disminución de la vida. En Dan 12,2 hay una conexión entre la resurrección de los justos y la
vida eterna.
En el NT la expresión «vida eterna» es un término frecuente en los Evangelios, tanto
en los sinópticos como en San Juan. Pero mientras que en los sinópticos se habla de ella en
futuro, es decir, como de una realidad escatológica que se pone en conexión con la
resurrección final, en San Juan se habla de la vida eterna como de una realidad ya presente.
La categoría «vida», muy importante en San Juan, se torna cristocéntrica en el NT. La «vida»
se encuentra primariamente en el Logos (Jn 1,4), Cristo es la Vida en persona. Hay ya en el
presente una incoación de la vida eterna por la fe: «Quien cree en el Hijo, posee vida eterna»
(Jn 3,36). Tiene vida eterna el que acepta la oferta de Cristo: «...el que beba del agua que yo
le dé no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de
agua que brota para vida eterna» (Jn 4,14). La vida eterna es estar con Cristo (Flp 1,23; 1
Tes 4,17). Para San Pablo y San Juan la vida eterna encierra la idea de visión de Dios, que
incluye el conocimiento intelectual pero que es más que eso, es estar junto a Él (1 Jn 3,2; 1
Cor 13,12). Jesús establece muchas comparaciones para describir la vida eterna. San Pablo
dice: «...ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para
los que le aman» (1 Cor 2,9).
El principal documento del Magisterio sobre este tema es la Constitución Benedictus
Deus de Benedicto XII (DS 1000). Su objetivo principal era definir cuál es el estado de las
almas en seguida después de la muerte (antes de la resurrección y el juicio final). Sin
embargo, con esta ocasión se define en qué consiste la bienaventuranza celeste, la cual es
esencialmente la misma antes y después de la resurrección. Ante todo, se trata en él de la
«vida eterna», cuyo elemento primario se coloca en la visión de Dios inmediata e intuitiva
(presente en cuanto presente). Consecuentemente a esta visión se da el gozo. Finalmente se
insiste en la eternidad de la visión y el gozo. Teniendo en cuenta que la Constitución
Benedictus Deus es una verdadera definición «ex cathedra», su doctrina debe ser considerada
como perteneciente a la fe católica definida.
Elementos claves de la noción de vida eterna:
(1) la intimidad o unión con Dios (Flp 1,23; 1 Tes 4,17; 2 Cor 5,8);
(2) la visión intuitiva de Dios: la teología antigua la definía como puro conocimiento o
contemplación intelectiva, pero abarca mucho más, es un ver a Dios cara a cara (1 Jn
3,2: le veremos tal como es; 1 Cor 13,12: conoceré plenamente al modo que yo mismo
he sido conocido);
(3) el amor de Dios (1 Cor 13,8: la caridad jamás decae);
(4) el gozo (Mt 25,21: entra en el gozo de tu Señor);
(5) la eternidad (Lc 16,9; 2 Cor 5,1; 1 Cor 9,25; 1 Pe 5,4).

11.2 Vida eterna como divinización, suprema actividad y eterno descanso; la


visión de la esencia divina; sobrenaturalidad, eternidad y desigualdad de la
felicidad del cielo
La vida eterna en su estadio escatológico es deificación o divinización (es
absolutamente sobrenatural), ya que ella en ese estadio no es sino manifestación de la
realidad de hijos de Dios que ya tenemos en nuestro interior. En la justificación, Dios se nos
da para ser poseído de un modo nuevo, que supera las fuerzas naturales: en la línea
intelectual, por la fe; en la línea del deseo (amor de concupiscencia), por la esperanza, y en la
línea del amor de benevolencia, por la caridad. La vida eterna en el estadio escatológico es
desarrollo de esta situación: el punto de partida sigue siendo Dios presente que se nos da para
ser poseído: la fe se convierte en visión; el deseo (la esperanza), en gozo del Bien ya poseído;
mientras que el amor permanece, intensificándose, en cuanto que corresponde al mayor
conocimiento (visión en lugar de fe) que el bienaventurado tiene del Bien supremo, que es
Dios.
La visión de la esencia divina es inmediata e intuitiva, sin embargo admite
diversos grados de perfección. Aunque inmediata e intuitiva, no es infinita, sino limitada.
En cada bienaventurado, el grado de intensidad de la visión responde al estado en que el
hombre se encuentra cuando llega a la gloria celeste y al «lumen gloriae» 1 que se le concede,
consecuentemente, a ese estado. Evidentemente, un grado concreto supone la existencia de
posibles grados mayores; pero porque el grado corresponde a la capacidad concreta de este
bienaventurado, es plenamente saciativo.
No se puede aceptar una concepción de la visión de Dios como progreso
permanente; al menos, tal progreso no puede estar postulado por una indigencia de la
1
Siendo Dios siempre omnipresente, está siempre presente e indistante a mi propio entendimiento, el cual ahora no lo ve, porque la visión de Dios supera
sus fuerzas naturales. El entendimiento necesita un aumento de sus fuerzas naturales para ver a Dios. Ese aumento de fuerza, que se le da como don estable
y permanente, se llama, en terminología teológica, «lumen gloriae».
creatura. Afirmar ese progreso continuo porque sólo así se sacia la criatura, parece que es
trasladar al más allá categorías meramente terrestres y, además, destruir la única explicación
posible de que la visión beatífica sea «deificación». Sin duda, Dios podría conceder grados
más perfectos de visión. Hay muchas razones para pensar que concede un aumento intensivo
con la resurrección corporal. No hay razón alguna para suponer otros aumentos.
La visión se concibe como éxtasis en Dios. Hay en ello una cierta participación de la
inmovilidad de Dios, que no es quietud de muerte, sino de plenitud de vida (quietud
característica del acto puro en oposición al movimiento); hay así en el bienaventurado una
cierta participación de la eternidad de Dios. Pero, porque participación no es igualdad, la
situación del bienaventurado no pierde toda relación temporal: en otros planos de conciencia
hay actos sucesivos, tanto en la escatología intermedia (aspecto psicológico de la comunión de
los santos) como en la final (donde la corporeidad verdadera y real hace más fácil la
concepción de sucesión y movimiento). No se trata de un tiempo unívoco con el nuestro, pero
tampoco se puede suprimir toda noción de temporalidad, pues ello equivaldría a la confusión
de la eternidad divina con el «aevum» 2 (única participación de la eternidad de que la creatura
es capaz).

11.3 La comunidad de los bienaventurados en Cristo


«Por su muerte y su Resurrección Jesucristo nos ha "abierto" el cielo. La vida de los
bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por
Cristo quien asocia a su glorificación celestial a aquellos que han creído en Él y que han
permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que
están perfectamente incorporados a Él» (CIgC 1026).
«En la gloria del cielo, los bienaventurados continúan cumpliendo con alegría la
voluntad de Dios con relación a los demás hombres y a la creación entera. Ya reinan con
Cristo; con Él “ellos reinarán por los siglos de los siglos” (Ap 22,5; cf Mt 25,21.23)» (CIgC
1029).
«“Creemos que la multitud de aquellas almas que con Jesús y María se congregan en el
paraíso, forma la Iglesia celestial, donde ellas, gozando de la bienaventuranza eterna, ven a
Dios como Él es, y participan también, ciertamente en grado y modo diverso, juntamente con
los santos ángeles, en el gobierno divino de las cosas, que ejerce Cristo glorificado, como
quiera que interceden por nosotros y con su fraterna solicitud ayudan grandemente a nuestra
flaqueza” (SPF 29)» (CIgC 1053).

12.0 La retribución del impío

12.1 La existencia del infierno en la Revelación


En el AT la idea de infierno se va preparando por evolución en el modo de concebir el
sheol. La concepción más primitiva concibe el sheol como lugar indistinto, un auténtico común
«domicilio de los muertos». En la predicación profética comienza a hacerse distinción de
grados en el sheol: el impío (se piensa sobre todo, pero no exclusivamente, en los
perseguidores de Israel) va a lo más profundo del sheol (Ez 32,22ss; Is 14,15), lo que hace
suponer un estrato menos profundo, aunque dentro del sheol, para los justos. El grado
definitivo de evolución lo constituyen los salmos místicos (Salmos 16, 49 y 73): el justo espera
ser liberado por Dios del sheol, y que Dios lo lleve consigo. Es claro que si el justo va con Dios

2
Categoría empleada por los medievales para referirse a algo intermedio entre el tiempo y la eternidad.
a una comunidad e intimidad de vida con Él, sólo los impíos permanecen en el sheol. El sheol
se convierte así, de común «domicilio de los muertos», en infierno.
La profecía de Isaías se cierra con un cuadro grandioso sobre la restauración mesiánica
de Israel, y más en concreto de Jerusalén. Todos los pueblos vendrán a contemplar la gloria
de Yahwéh y a ofrecer en Jerusalén su ofrenda. Los peregrinos, a su salida de Jerusalén,
encontrarán el espectáculo terrible de los cadáveres de aquellos que fueron rebeldes a
Yahwéh: «Entonces saldrán y verán los cadáveres de los hombres que pecaron contra mí;
ciertamente, su gusano no morirá ni se extinguirá su fuego, y serán abominación para todo
viviente» (Is 66,24). En esta visión de Isaías no se trata estrictamente del infierno. Lo que los
peregrinos ven arder son cadáveres sin vida. Pero la descripción se hace con los elementos
que Jesús utilizará más tarde para describir el castigo escatológico, es decir, el infierno.
Aunque Isaías no localiza con precisión el sitio de las cercanías de Jerusalén donde esta
escena se desarrolla, parece que puede localizarse con toda probabilidad como el valle de
Hinnom. En ese valle se había rendido culto a Baal Melek. Ajaz habría sido el primero en
hacer pasar allí a sus hijos por el fuego en honor del dios falso. El nombre del valle no era
sino una alusión al nombre del antiguo propietario jebuseo. Pero Hinnom significaba, según
parece, «gemido», con lo que Ge-Hinnom (valle de Hinnom) tuvo pronto la resonancia
simbólica de «valle del gemido». A esta resonancia podía muy bien aludir la predicación
profética de Jeremías, seguramente paralela al pasaje ya citado de Is 66,24. Por todas estas
razones, Is 66,24 no es sólo una descripción hecha con los rasgos que Jesús aplicará al
infierno en su predicación, sino que su localización de Ge-Hinnom ha sido ocasión de la más
corriente denominación neotestamentaria del infierno: la «gehenna». En Mc 9,43-48 se aplica
al infierno el nombre de gehenna, describiéndolo con las imágenes de Is 66,24 (el gusano que
no muere y el fuego que no se extingue).
En el NT, la seriedad del anuncio del castigo escatológico no va a ser en modo alguno
atenuada; se insistirá netamente en ella. Las ideas fundamentales son:
(1) el destino de los justos y el de los impíos en el estadio escatológico es diverso (Mt
13,49; 24,40ss);
(2) el castigo conlleva “pena de daño” o exclusión de Dios: el destino de los impíos
implica la exclusión definitiva de la «vida eterna» (Mt 7,23: nunca jamás os conocí,
apartaos de mí los que obráis la iniquidad; 25,41: apartaos de mí, malditos; 1 Cor 6,9:
los injustos no heredarán el Reino de Dios); en la Constitución Benedictus Deus se define
que las almas de los que mueren en pecado mortal actual, en seguida después de la
muerte, descienden a los infiernos donde son atormentadas con penas infernales;
(3) el castigo conlleva “pena de sentido” o sufrimiento: se habla de un dolor sensible,
expresado con la palabra «fuego», el cual se concibe como eterno (Mc 9,43-48 que
emplea la descripción de Is 66,24: fuego que no se extingue y gusano que no muere; Mt
13,41ss y 49ss: llanto y rechinar de dientes);
(4) el castigo es eterno (Apoc 14,11; Mt 25,41; 2 Tes 1,7ss).

12.2 El error del universalismo; la doctrina del Magisterio


El universalismo es la tendencia a afirmar que todos se salvarán, porque el infierno o
es temporal y tiene sentido purificatorio, o simplemente no existe. El término técnico con el
que se designa esta doctrina es el de apokatástasis.
En el siglo III tiene lugar la crisis origenista. Orígenes concibe las penas del infierno
como pedagógicas e interpreta las expresiones neotestamentarias que hablan de eternidad
como meras amenazas; sería el modo según el cual debemos hablar al pueblo, el cual, de otro
modo, no se abstendría de pecar; pero el verdadero sabio cristiano (el «gnóstico») sabe que
esas penas, aunque sean terribles y hayan de durar por largo tiempo, se encaminan a sanar y
han de tener fin.
Después de haber sido condenada la posición de Orígenes en el Sínodo del año 543,
hay consentimiento unánime tanto entre los Padres occidentales como entre los orientales
(con al única excepción de San Máximo el Confesor). Ya antes del Sínodo, la oposición a las
ideas origenistas había sido enorme, aunque algunos Padres llegaron a afirmar la
apokatástasis: así Dídimo de Alejandría y San Gregorio de Nisa conciben el infierno como una
pena purificatoria, por la que todos serán conducidos a la salvación. San Jerónimo, que en
cierto tiempo defendió esta opinión, la atacó después muy fuertemente. La principal definición
de la eternidad del infierno tuvo lugar en el Concilio IV de Letrán, presidido por Inocencio III.
Los albigenses eran universalistas no porque concibieran el infierno como purificatorio,
sino porque negaban la existencia del infierno mismo, ya que, según ellos, la purificación de
las almas se continuará por encarnaciones sucesivas, mientras sean necesarias, hasta que se
consiga la purificación y salvación de todas.

12.3 Infierno y pecado: las penas del infierno; el infierno como privación de la
visión de Dios y frustración metafísica
«Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios,
significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este
estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo
que se designa con la palabra "infierno"» (CIgC 1033).
«La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien
únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las
que aspira» (CIgC 1035).

12.4 Diversidad y carácter definitivo del infierno


«En efecto, antes de reinar con Cristo glorioso, todos debemos comparecer "ante el
tribunal de Cristo para dar cuenta cada cual según las obras buenas o malas que hizo en su
vida mortal (2 Cor 5,10); y al fin del mundo "saldrán los que obraron el bien, para la
resurrección de vida; los que obraron el mal, para la resurrección de condenación" (Jn 5,29; cf
Mt 25,46)» (LG 48).
«La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas
de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente
después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, "el fuego eterno" (cf DS 76; 409;
411; 801; 858; 1002; 1351; 1575; SPF 12) (CIgC 1035).

12.5 La doctrina sobre el limbo


Limbo proviene del latín limbus, palabra de etimología incierta, que significa algo que
sujeta. De ahí pasó a expresar en teología un lugar y estado que detiene la consecución del
destino plenario que Dios ha preparado para el hombre. Concretamente ha significado el lugar
y situación de los justos del AT que aguardaban la venida de Cristo para tener expedita la
puerta de la salvación sobrenatural operada por su muerte en Cruz, Resurrección y Ascensión
a los cielos. En la literatura más reciente, aun conservándose esa significación, la palabra
limbo se emplea sobre todo para significar el lugar y situación en que se encuentran los niños
–o personas que se les equiparan– que mueren sin haber recibido el sacramento del Bautismo.
A falta de datos específicos en la Sagrada Escritura, es necesario recurrir al
pensamiento de los Padres que han afirmado claramente la existencia del limbo (como San
Gregorio Nacianzeno y San Agustín), y tener presentes los datos dogmáticos y los
presupuestos teológicos en que fundamentan esa afirmación. Estos presupuestos son
principalmente: (a) distinción esencial entre lo natural y lo sobrenatural, (b) herencia
universal del pecado original y sus consecuencias, (c) gratuidad de la salvación, (d)
canalización de la gracia salvífica a través de los sacramentos, en este caso el Bautismo, que
es necesario, con necesidad de medio, para salvarse, (e) voluntad salvífica universal de Dios.
Fue armonizando todos estos datos, y teniendo en cuenta la misericordia de Dios y también su
justicia, como los Padres de la Iglesia y los teólogos llegaron a la conclusión de que el limbo es
solución inevitable como lugar y estado de aquellos que habiendo muerto antes de llegar al
uso de razón y sin Bautismo, y por tanto con pecado original pero sólo con él, son privados de
la visión de Dios, que es don gratuito y sobrenatural, aunque no sean castigados con penas
aflictivas, sino que pueden gozar de la felicidad natural que hubiese alcanzado el hombre en el
estado de naturaleza pura.
El Magisterio de la Iglesia no ha definido la existencia del limbo, pero ha confirmado los
presupuestos y principios de los que se deduce su existencia. En resumen, es necesario
afirmar la existencia de una privación de la visión beatífica para los no bautizados, en cuanto
pena del sólo pecado original. A esta situación es a lo que los teólogos llaman limbo: su
existencia es por eso una doctrina común y segura.

13.0 La muerte, fin de la existencia terrestre

13.1 La “situación intermedia” entre muerte y resurrección


La situación intermedia comprendida entre la muerte y la resurrección se conoce como
escatología intermedia. En ella se da la retribución plena, inmediatamente después de la
muerte, que es el fin de la prueba y el comienzo de la retribución. Es dogmático que tanto la
vida eterna para el justo que no tenga nada de qué purificarse, como el infierno para el impío,
comienzan no con la resurrección final, sino en seguida después de la muerte, en cuanto a sus
elementos sustanciales (visión de Dios en el primer caso, y penas de daño y de sentido en el
segundo). Cielo e infierno son, en cuanto a sus elementos sustanciales, la misma realidad
antes y después de la resurrección. Estas son las dos características de la retribución:
inmediata y plena.
Sagrada Escritura. Lc 16,19-31: la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro,
muestra que para los impíos el infierno en sentido estricto se sigue después de la muerte. Flp
1,20-24: San Pablo en la cautividad habla de la posibilidad de su muerte, dejando ver que
para los santos la vida eterna en sentido estricto se sigue después de la muerte. Lo mismo se
expresa en 2 Cor 5,6-8.
Crisis medieval sobre la retribución. Juan XXII mantuvo una posición vacilante
respecto a la inmediatez de la retribución después de la muerte. En seis homilías
pronunciadas desde fines de 1331 hasta mayo de 1334, afirmó que las almas de los santos,
antes del juicio final, están en el cielo y contemplan la Humanidad de Cristo, pero no ven la
esencia divina; los condenados no irán al infierno hasta que los bienaventurados entren en
posesión de la vida eterna (es decir, después de la resurrección y el juicio final). Juan XXII no
pretendía en aquellas homilías hablar autoritativamente; él mismo llamaba a su doctrina
«opinión». Por eso no es extraño que el mismo Sumo Pontífice mandara a los teólogos a
investigar sobre esta cuestión. Juan XXII murió el 4 de diciembre de 1334. El día antes de su
muerte hizo leer, delante del Sacro Colegio Cardenalicio, una declaración que tenía propósito
de publicar en forma de bula, por la cual revocaba la posición expresada en las homilías. En
realidad la solución al asunto, que iba a ser definitiva, se encuentra ya en la bula preparada
por Juan XXII, y que su sucesor Benedicto XII hizo publicar: la Constitución Benedictus Deus.
Dice: «las almas de los santos..., en las que no hubo nada que purgar cuando murieron, ni
habrá cuando morirán... en seguida después de su muerte [ mox post mortem]..., vieron y ven
la esencia divina»; «las almas de los que mueren en actual pecado mortal en seguida después
de su muerte [mox post mortem] bajan a los infiernos». La doctrina contenida en ella, fue
definida, de nuevo, en el Decreto para los griegos del Concilio de Florencia.
Precedentes en el período patrístico. En los siglos II y III, algunos Padres
afirmaron que los justos y los impíos reciben, sin duda, una retribución diversa en seguida
después de la muerte; esa retribución, sin embargo, no sería plena, sino meramente incoada;
la retribución plena no les sería concedida sino después de la resurrección final. Constituían
una excepción, dentro de esa ley general, los mártires, los cuales, en seguida después de
morir por Cristo, son recibidos en el cielo.
El tema en la teología protestante (siglo XX). Hay dos teorías:
(1) Teoría de la muerte total del individuo. Al morir el hombre desaparece totalmente.
Lo que acontece en la resurrección es una recreación. No hay conexión entre las dos
existencias. Se interrumpe la historia personal cuando Dios vuelve a crear de la nada.
(2) El individuo, al morir, se sitúa fuera del tiempo. En ese momento se da la
resurrección y la Parusía. Esta teoría ha tenido algunos seguidores en la Iglesia Católica.
Aunque está claro que no se puede aplicar el mismo esquema de tiempo en esta vida
que en la futura, ni en la Sagrada Escritura ni en la Tradición aparece mencionada esta
tesis. Por el contrario, se habla de almas separadas que esperan (Apoc 6,9-11).
La escatología católica es una escatología de doble fase: primero, muerte, juicio particular y
retribución; después, resurrección y juicio universal al llegar el fin el mundo con la Parusía. La
escatología protestante es de fase única: se dan la retribución y la resurrección enseguida que
se muere.

13.2 La inmortalidad del alma


Hay una pervivencia del alma, incluso en estado de separación del cuerpo.
«La Iglesia enseña que cada alma espiritual es directamente creada por Dios (cf Pío XII,
Enc. Humani generis, 1950: DS 3896; Pablo VI, SPF 8) –no es "producida" por los padres–, y
que es inmortal (cf Cc. de Letrán V, año 1513: DS 1440): no perece cuando se separa del
cuerpo en la muerte, y se unirá de nuevo al cuerpo en la resurrección final» (CIgC 366).
«En la muerte, separación del alma y el cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la
corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con su
cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida
incorruptible uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús» (CIgC
997).

13.3 Naturaleza y sentido de la muerte: la muerte como pena, y como final del
estado de peregrinación terrena; la muerte del cristiano como muerte en
Cristo
«La muerte es consecuencia del pecado. Intérprete auténtico de las afirmaciones de la
Sagrada Escritura (cf Gen 2,17; 3,3; 3,19; Sab 1,13; Rom 5,12; 6,23) y de la Tradición, el
Magisterio de la Iglesia enseña que la muerte entró en el mundo a causa del pecado del
hombre (cf DS 1511). Aunque el hombre poseyera una naturaleza mortal, Dios lo destinaba a
no morir. Por tanto, la muerte fue contraria a los designios de Dios Creador, y entró en el
mundo como consecuencia del pecado (cf Sab 2,23-24). "La muerte temporal de la cual el
hombre se habría liberado si no hubiera pecado" ( GS 18), es así "el último enemigo" del
hombre que debe ser vencido (cf 1 Cor 15,26)» (CIgC 1008).
«La muerte fue transformada por Cristo. Jesús, el Hijo de Dios, sufrió también la
muerte, propia de la condición humana. Pero, a pesar de su angustia frente a ella (cf Mc
14,33-34; Hb 5,7-8), la asumió en un acto de sometimiento total y libre a la voluntad del
Padre. La obediencia de Jesús transformó la maldición de la muerte en bendición (cf Rom
5,19-21)» (CIgC 1009).
«Gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo. "Para mí, la vida es
Cristo y morir una ganancia" (Flp 1,21). "Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con él,
también viviremos con él" (2 Tm 2,11). La novedad esencial de la muerte cristiana está ahí:
por el Bautismo, el cristiano está ya sacramentalmente "muerto con Cristo", para vivir una vida
nueva; y si morimos en la gracia de Cristo, la muerte física consuma este "morir con Cristo" y
perfecciona así nuestra incorporación a Él en su acto redentor» (CIgC 1010).
«En la muerte Dios llama al hombre hacia Sí. Por eso, el cristiano puede experimentar
hacia la muerte un deseo semejante al de San Pablo: "Deseo partir y estar con Cristo" (Flp
1,23); y puede transformar su propia muerte en un acto de obediencia y de amor hacia el
Padre, a ejemplo de Cristo (cf Lc 23,46)» (CIgC 1011).
«La muerte es el final de la vida terrena. Nuestras vidas están medidas por el tiempo,
en el curso del cual cambiamos, envejecemos y como en todos los seres vivos de la tierra, al
final aparece la muerte como terminación normal de la vida. Este aspecto de la muerte da
urgencia a nuestras vidas: el recuerdo de nuestra mortalidad sirve también para hacernos
pensar que no contamos más que con un tiempo limitado para llevar a término nuestra vida»
(CIgC 1007).
«La muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de
misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para
decidir su último destino. Cuando ha tenido fin "el único curso de nuestra vida terrena" ( LG
48), ya no volveremos a otras vidas terrenas. "Está establecido que los hombres mueran una
sola vez" (Hb 9,27). No hay "reencarnación" después de la muerte» (CIgC 1013).
En la Constitución Benedictus Deus, de Benedicto XII, está implícitamente definido que
la muerte es el final del estado de peregrinación y que después de ella no es ulteriormente
posible decidir a favor o en contra de Dios; en efecto, según la Constitución, los estados de
salvación y de condenación (gloria e infierno), que son eternos y, por tanto, inmutables,
empiezan en seguida después de la muerte; todavía más importante es que tales estados son
puestos en relación con la situación que el hombre tiene cuando muere.

13.4 La metempsicosis
El Concilio Vaticano II enseña la irrepetibilidad de la vida humana contra la idea de
metempsicosis: «Es necesario que vigilemos constantemente para que, terminado el único
curso de nuestra vida terrestre (cf Heb 9,27), merezcamos entrar con Él a las bodas y ser
contados entre los bendecidos» (LG 48).

13.5 El juicio particular; muerte y juicio; la relación entre juicio particular y juicio
universal
«La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o
rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo (cf 2 Tm 1,9-10). El Nuevo Testamento habla
del juicio principalmente en la perspectiva del encuentro final con Cristo en su segunda venida;
pero también asegura reiteradamente la existencia de la retribución inmediata después de la
muerte de cada uno como consecuencia de sus obras y de su fe. La parábola del pobre Lázaro
(cf Lc 16,22) y la palabra de Cristo en la Cruz al buen ladrón (cf Lc 23,43), así como otros
textos del Nuevo Testamento (cf 2 Cor 5,8; Flp 1,23; Hb 9,27; 12,23) hablan de un último
destino del alma (cf Mt 16,26) que puede ser diferente para unos y para otros» (CIgC 1021).
«Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en
un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación (cf Cc de
Lyón: DS 857-858; Cc de Florencia: DS 1304-1306; Cc de Trento: DS 1820), bien para entrar
inmediatamente en la bienaventuranza del cielo (cf Benedicto XII: DS 1000-1001; Juan XXII:
DS 990), bien para condenarse inmediatamente para siempre (cf Benedicto XII: DS 1002).
«A la tarde te examinarán en el amor (San Juan de la Cruz, dichos 64)» (CIgC 1022).
El juicio final no se puede concebir como una repetición del juicio particular que
acontece al momento de la muerte; no es una revaloración o reexamen sino una confirmación
del juicio particular.
La teoría de la decisión final en el momento de la muerte. Tanto los datos
bíblicos como los de la Tradición y el Magisterio eclesiástico impiden aceptar que después de la
muerte se den ulteriores posibilidades de decidir a favor o en contra de Dios. La teoría de la
decisión final supone que en el último punto de la línea de la vida, no antes ni después de la
muerte, sino en el instante de la muerte, todo hombre tendría la ocasión de una plena decisión
sobre su destino eterno. Entre los autores que defienden esta teoría están Klee, Glorieux y
Boros.

14.0 La purificación después de la muerte: el purgatorio

14.1 Testimonios de la Sagrada Escritura, de la patrística y la tradición litúrgica


El Concilio Vaticano II recuerda que, con respecto a las almas de los difuntos que
después de la muerte necesitan todavía de la purificación, la Iglesia, desde sus primeros
tiempos, ofreció sufragios por ellos. El punto de partida de esta práctica debe colocarse en un
texto del AT: «... y pasaron a la súplica, rogando que quedara completamente borrado el
pecado cometido. El valeroso Judas recomendó a la multitud que se mantuvieran limpios de
pecado, a la vista de lo sucedido por el pecado de los que habían sucumbido. Después de
haber reunido entre sus hombres cerca de 2.000 dracmas, las mandó a Jerusalén para ofrecer
un sacrificio por el pecado, obrando muy hermosa y noblemente, pensando en la resurrección.
Pues de no esperar que los soldados caídos resucitarían, habría sido superfluo y necio rogar
por los muertos; mas si consideraba que una magnífica recompensa está reservada a los que
duermen piadosamente, era un pensamiento santo y piadoso. Por eso mandó hacer este
sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado » (2 Mac
12,42-46). El texto supone que los caídos en aquella batalla, aunque han incurrido en una
superstición, no pueden ser equiparados simplemente con los “impíos”; por éstos no habría
tenido sentido interceder, ya que la remisión de su pecado de impiedad no es posible después
de la muerte, sino que están definitivamente excluidos de la resurrección “para la vida” (cf 2
Mac 7,14).
La situación moral de tales caídos es compleja: no son impíos, pero han cometido un
pecado. En tal caso, “pueden ser librados de su culpa pecaminosa por oración de intercesión
y por el sacrificio”. Si el texto inspirado aprueba la manera de pensar de Judas, está
suponiendo una situación intermedia entre salvación y condenación, en la que se da una
liberación de cierto tipo de pecados, que no son tales que por ellos deba considerarse un
“impío”.
Llama la atención la alusión frecuente en el período patrístico (San Agustín, San
Cesáreo de Arles, San Gregorio Magno, San Julián de Toledo) a un mismo texto paulino: «Y la
calidad de la obra de cada cual, la probará el fuego. Aquél, cuya obra, construida sobre el
cimiento, resista, recibirá la recompensa. Mas aquél, cuya obra quede abrasada, sufrirá el
daño. Él, no obstante, quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego » (1 Cor
3,13b-15). Este pasaje es discutido hoy en cuanto a su valor teológico en relación con la fe en
el purgatorio. Sin embargo, no se debe buscar en él una idea desarrollada de purgatorio, sino
su núcleo esencial, la idea fundamental que luego se desarrollaría en el dogma del purgatorio.
Este es uno de los textos que han servido para que la Iglesia explicitara la doctrina del
purgatorio.
Por otro lado, al hablar de las almas de los difuntos, San Agustín distingue tres
situaciones morales posibles: los muy buenos, los no muy malos y los muy malos; a las que
corresponden respectivamente: no necesidad del auxilio de sufragios, posibilidad de ese auxilio
o imposibilidad de él.
Aunque en las oraciones que en los primeros siglos decían los cristianos por los
difuntos, no aparezca todavía desarrollado el modo como deba concebirse el estado en que se
encuentran las almas por las que se ora, el hecho de que se orara por ellas es importante para
entender el progreso posterior del dogma del purgatorio, pues muestra que existía la
persuasión de una situación que no es todavía la plenitud de comunión con Cristo, ya que en
ella los difuntos necesitan de las oraciones de los fieles que viven en la tierra.
Hay también otras religiones ajenas al cristianismo donde también se tiene el
convencimiento de la necesidad de purificación postmortal; téngase por ejemplo no pocos
sistemas reencarnacionistas.

14.2 Naturaleza y propiedades de las penas del purgatorio


La Iglesia siempre ha mantenido el principio en virtud del cual cualquier mancha es
impedimento para el encuentro íntimo con Dios y con Cristo. Ello ha de entenderse no sólo de
las manchas que rompen y destruyen la amistad con Dios, y que, por tanto, si permanecen en
la muerte, hacen el encuentro de Dios definitivamente imposible (pecados mortales), sino
también de las que oscurecen esa amistad y tienen que ser previamente purificadas para que
ese encuentro sea posible.
El concepto de pecado que no rompe la amistad con Dios, se fue estructurando al
distinguir entre los pecados veniales y los pecados mortales.
Aún después del perdón en virtud del cual se excluye ya la pena eterna; la Iglesia
piensa que, recibida la gracia de la justificación, puede permanecer lo que ella llama un “reato
de pena temporal”, del que hay que liberarse por actos de penitencia en esta vida o purificarse
en una situación posterior a la muerte. La existencia de estas reliquias del pecado, aun
después de que el pecado mismo ha sido perdonado, explica toda la praxis de una penitencia
personal o satisfacción en el sacramento del perdón” antes de la muerte 3. Sólo si nos
hacemos conformes a Cristo, podemos tener comunión con Dios (cf Rom 8,29) 4, y tal
conformidad no es plena mientras existen en la persona manchas y reliquias del pecado.
El Credo del Pueblo de Dios de Pablo VI hace mención del “fuego del purgatorio”,
expresión que fue polémica en la discusión con los griegos durante los tiempos medievales.
3
El sacramento de la unción de los enfermos “limpia las culpas, si alguna queda aún para expiar, y las reliquias del pecado” antes de la muerte (cf Concilio
de Trento, Ses. 14ª, Doctrina sobre el sacramento de la extremaunción, c. 2: DS 1696).
4
«Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos».
“Creemos que las almas de todos aquellos que mueren en la gracia de Cristo —tanto las que
todavía deben ser purificadas con el fuego del purgatorio, como las que son recibidas por
Jesús en el paraíso en seguida que se separan del cuerpo—, constituyen el Pueblo de Dios
después de la muerte”. Si al morir el justificado, está manchado con pecados veniales o reatos
de pecados mortales ya perdonados, no puede entrar en la comunión plena con Cristo. Ha de
purificarse previamente. Ello supone que su amor impedido al Señor se ve retardado en
poseer a la persona amada. Es claro que un amor impedido así en el acceso a Aquel al que
ama, padece dolor y por el dolor se purifica. Es la gran intuición de santa Catalina de Génova
en su Trattato del purgatorio. Esto muestra que, para una explicación teológica del
purgatorio, en vez de acudir a un pretendido paralelismo temporal con la condenación, que no
puede mantenerse, deben tomarse más bien, como punto de referencia, las experiencias
místicas de purificación del alma.

14.3 Algunas consideraciones en torno a los estados de justificación y purgatorio


La coexistencia del estado de justificación con las limitaciones de pecados veniales y
reliquias del pecado no tiene cabida dentro de las ideas luteranas sobre la justificación
extrínseca. En lo que respecta al hombre justificado por la fe fiducial, Dios sólo mira a la
justicia de Cristo que es infinita, y no tiene sentido la necesidad de una purificación ulterior por
parte del hombre.
Por el contrario, en una concepción católica de la justificación tiene todo su sentido la
continua invitación a la purificación. Incluso el que se ha lavado, debe liberar del polvo sus
pies (cf Jn 13,10). Para los que no lo hayan hecho suficientemente en la tierra por la
penitencia, la Iglesia cree que existe un estado postmortal de purificación 5, o sea, “una
purificación previa a la visión de Dios”6: este estado de purificación se conoce con el nombre
de purgatorio. Como esta purificación tiene lugar después de la muerte y antes de la
resurrección final, el purgatorio pertenece al conjunto de realidades que llamamos escatología
intermedia.
Por el hecho de estar justificado no se puede decir sin más que se posee ya la plena
purificación. Pero la purificación plena es condición indispensable para la comunión celeste
con Cristo. Por ello, si no se ha realizado en la tierra de modo completo, es necesaria una
purificación postmortal previa al encuentro escatológico con el Señor.
Para Lutero, 2 Mac 12,46 sería un texto válido en sí mismo, pero el libro en que se
encuentra no sería canónico. La doctrina de la justificación extrínseca por la fe sola obliga a
rechazar la existencia del purgatorio, es decir, se pasó de la negación de base bíblica a una
negación sistemática del purgatorio como inconciliable con las ideas luteranas más
fundamentales sobre la justificación. En la crítica a la existencia del purgatorio coinciden todos
los reformadores protestantes.
Como confirmación de estas conexiones entre el modo como se concibe la justificación,
y la afirmación o negación del purgatorio, el Concilio de Trento se ocupó doctrinalmente de
esta purificación postmortal en la Sesión 6ª en el Decreto sobre la justificación; el Concilio
definió que el hecho de haber recibido la justificación no implica necesariamente que no quede
en el justificado “reato alguno de pena temporal que haya de pagarse en este mundo o en el
otro en el purgatorio, antes de que pueda abrirse la entrada en el reino de los cielos”. 7

5
Concilio de Trento, Ses. 6ª, Decreto sobre la justificación, canon 30: DS 1580. Cf también Concilio de Florencia, Decreto para los griegos: DS 1304.
6
Congregación para la doctrina de la fe, Carta Recentiores episcoporum Synodi, 7.
7
El Decreto sobre el purgatorio de la Sesión 25ª hace una referencia explícita a la definición de la Sesión 6ª: “la Iglesia Católica, ilustrada por el Espíritu
Santo, apoyada en las Sagradas Letras y en la antigua tradición de los Padres, ha enseñado en los sagrados Concilios y últimamente en este ecuménico
Concilio que existe el purgatorio”.
14.4 Diferencia esencial entre el infierno y el purgatorio
Es teológicamente equivocado entender el estado de purificación para el encuentro con
Dios, de modo paralelo con el estado de condenación. No se puede hacer un planteamiento
teológico de ambas situaciones como si la diferencia existente entre ellas consistiera solamente
en que la condenación sería eterna y la purificación, temporal. En tiempos recientes, la
Congregación para la doctrina de la fe ha insistido en que la purificación postmortal es “del
todo diversa del castigo de los condenados” 8. Se trata, pues, de la diferencia que existe entre
el estado postmortal de un alma abierta a Cristo y el de otra que le está definitivamente
cerrada. En realidad, un estado cuyo centro es el amor, y otro cuyo centro sería el odio no
admiten planteamientos teológicos análogos.

8
Congregación para la doctrina de la fe, Carta Recentiores episcoporum Synodi, 7.

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