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POR QUÉ SOY UN REALISTA (CIENTÍFICO CRÍTICO) Y ME PARECE MUY BIEN

QUE TÚ NO LO SEAS
Hace unas semanas, un apreciado amigo y colega, profesor en una universidad española,
escribía un tuit que borró al día siguiente, no sé bien por qué razón. El tuit decía
aproximadamente lo siguiente: “¿Qué idea filosófica es tan claramente falsa que muy
probablemente ni siquiera el filósofo que la propuso se la creía?”. Él mismo comenzaba con
una respuesta: “Kant: el mundo en sí es incognoscible”. Seguían otras propuestas
variopintas añadidas por otros tuiteros, como estas: “Berkeley: cuando dejo de percibir una
cosa, ésta sigue existiendo porque Dios la percibe”, “Nietzsche: no hay hechos, solo
interpretaciones”, “Putnam: no hay distinción entre hechos y valores”, “Latour: Ramsés II
no pudo morir de tuberculosis porque el bacilo de Koch fue descubierto (construido
socialmente) en el siglo XIX”. Yo añadí una menos clara quizás, y pese a mi admiración
por el autor: “Van Fraassen: nuestras teorías científicas actuales tienen éxito no porque nos
proporcionen verdades aproximadas sobre entidades inobservables, sino porque las que no
tenían éxito las hemos abandonado”.
Pues bien, el realismo es la teoría filosófica que explica por qué todas estas ideas son falsas.
El realismo crítico ha sido desarrollado fundamentalmente, con notable éxito, a partir de los
años 70 en el ámbito filosófico de habla inglesa. La pérdida de influencia del empirismo
lógico propició a finales de los 50 la aparición de corrientes críticas, entre ellas, una de
corte historicista y antirrealista, representada fundamentalmente por el libro de Thomas
Kuhn "La estructura de las revoluciones científicas", publicado en 1962, y otra basada en
una visión realista de la ciencia, representada inicialmente por Jack J. C. Smart, Wilfrid
Sellars, Karl Popper y Grover Maxwell; a los que siguieron Richard Boyd, Hilary Putnam
(durante un tiempo), Alan Musgrave, Ilkka Niiniluoto, Jarret Lepin, Philip Kitcher, Mario
Bunge, Susan Haack y Stathis Psillos, entre muchos otros autores que podrían citarse.
Según una interesante encuesta publicada en la revista Philosophical Studies (Bourget y
Chalmers 2014), el realismo científico, una variante del realismo crítico, es la posición
mayoritaria entre los filósofos actuales de orientación analítica que trabajan en
universidades de dicho ámbito filosófico. Algo más del 75% se declara en su favor, siendo
ésta la respuesta que más votos consigue en toda la encuesta, mientras que sólo el 11.6% se
declara en favor del antirrealismo, que es una de las posiciones filosóficas que menos
respaldo recibe. Aunque esto, por supuesto, no constituye un argumento en favor del
realismo.
Pero si bien su resurgimiento tiene solo unas décadas, el realismo contaba con algunos
antecedentes importantes. En la época contemporánea, podemos apreciar un cierto interés
por el realismo a finales del siglo XIX y el inicio del XX. Es el caso, por ejemplo, del
‘realismo crítico’ desarrollado dentro del neokantismo por autores como Oswald Külpe y
August Messer; del realismo epistemológico defendido por algunos marxistas, como
Vladimir I. Lenin; del realismo fenomenológico de Alexander Pfänder y Nicolai Hartmann;
o del neorrealismo propugnado por Franz Brentano, Alexius Meinong, William P.
Montague, Ralph Barton Perry, George Edward Moore y Bertrand Russell. Incluso dentro
del empirismo lógico, enemigo de cuestiones metafísicas y epistemológicas, como es bien
sabido, hubo autores con claras simpatías realistas, como Hans Reichenbach y Herbert
Feigl.
Pero ésta es, sin duda, una situación que no debe extrapolarse a todos los ámbitos culturales
en los que se desarrollan tradiciones filosóficas. La división entre la filosofía analítica y la
filosofía continental (si aceptamos estos términos controvertidos) marcó una diferencia
también en la aceptación del realismo. La filosofía continental quedó en su mayor parte en
manos de corrientes abiertamente antirrealistas, cuando no neo-idealistas, como la
fenomenología (en su orientación más influyente), el existencialismo, la filosofía neo-
nietzscheana, las corrientes heideggerianas, el estructuralismo y postestructuralismo, el
deconstruccionismo y la hermenéutica; aunque en la actualidad se está produciendo una
recuperación de las ideas realistas dentro de esta tradición gracias al Nuevo Realismo
(Maurizio Ferraris, Markus Gabriel, Mauricio Beuchot, etc.) y al Realismo Especulativo
(Graham Harman, Quentin Meillassoux, Alberto Toscano, etc.).
Los físicos tienen algunas buenas razones para no ser realistas (aunque según estudios
sociológicos recientes, la mayoría lo sean), ya que una de sus teorías, la mejor confirmada
de toda la historia, la teoría cuántica, es difícilmente compatible con el realismo, al menos
en su interpretación tradicionalmente más aceptada, la llamada ‘interpretación de
Copenhague’. La teoría cuántica no atribuye valores definidos a ciertas propiedades de los
sistemas cuánticos hasta tanto no hayan sido observados o medidos. Esas propiedades, de
hecho, sólo adquieren un valor en el proceso mismo de medición, de modo que puede
decirse –y así lo hace la interpretación de Copenhague– que no existen tales propiedades
con independencia del dispositivo experimental ni, por tanto, del observador. Hay
interpretaciones realistas de la teoría cuántica, pero son minoritarias (aunque el número de
sus partidarios parece estar creciendo en los últimos años) y el coste a pagar por ellas es la
aceptación de acciones instantáneas a distancia entre dos partículas que han interactuado en
el pasado, o universos que se bifurcan tras un acto de medición, u otras rarezas ontológicas
que resultan sumamente disuasorias.
¿Es esto una peculiaridad de la Física o es una situación que puede ser extendida a otras
ciencias? Si esto último fuera el caso, el realismo científico tendría entonces muy difícil la
defensa de su causa, porque no parece muy recomendable una filosofía sobre la ciencia que
no pudieran compartir una buena parte de los científicos. Pero afortunadamente las cosas no
son así. Fuera de la Física, en disciplinas científicas como la Química o la Biología, las
posiciones antirrealistas no están ni mucho menos extendidas, ni cuentan en su favor con
interpretaciones decididamente antirrealistas de teorías bien asentadas. Y, por otra parte, en
la Física se puede adoptar una perspectiva local y defender una interpretación realista de
ciertas teorías –la mecánica de fluidos, pongamos por caso– y no de otras, o sobre ciertas
entidades teóricas y no sobre otras. E incluso dentro de una teoría como la cuántica, se
podría asumir una actitud realista con respecto a la carga eléctrica del electrón y una
posición no realista con respecto a la posesión simultánea de una posición y un momento
determinados por parte de dicha “partícula”. Nada obliga, en efecto, a que el realista lo deba
ser respecto a todo lo que la ciencia le pone por delante.
Las razones de los filósofos para no aceptar el realismo son más brumosas y mucho más
variadas. Buena parte del antirrealismo filosófico contemporáneo, especialmente el de fuera
de la filosofía de la ciencia, encuentra sus raíces en dos ideas muy influyentes a lo largo del
siglo XX. Por un lado, la tesis de Nietzsche sobre los límites de nuestro lenguaje y el
carácter insoslayablemente interpretativo de nuestras diversas perspectivas sobre el mundo;
por otro, la crítica de Heidegger a la dicotomía sujeto/objeto y su insistencia en que
desvelamos la realidad y nos relacionamos con ella de modos que están siempre
históricamente condicionados. Ambas ideas han llevado a buena parte de la comunidad
filosófica que no tiene el inglés como lengua de trabajo a considerar como anatema la vieja
concepción del conocimiento como una representación verdadera de una realidad objetiva.
Por decirlo con el título de un libro de Gianni Vattimo, es hora de ir diciendo “adiós a la
verdad".
Un malentendido frecuente es identificar el realismo con el realismo ingenuo, es decir, con
la idea de que nuestra mente es un receptor pasivo de la información que le llega del
exterior (un “espejo de la naturaleza”) y que nuestras teorías científicas nos permiten
acceder al punto de vista de Dios: una perspectiva única que refleja sin distorsiones la
realidad tal cual es en sí misma. Puede que en el pasado algunos realistas defendieran algo
semejante, aunque en mi opinión sería arduo encontrarlos, pero el realismo actual no tiene
ninguna dificultad en reconocer el papel activo del sujeto en el proceso de conocimiento y
el carácter culturalmente construido de nuestros lenguajes y de nuestros esquemas
conceptuales. Como no tiene dificultad en admitir que el mundo es susceptible de ser
categorizado y conceptualizado legítimamente de muy diversas maneras y que no existe la
conceptualización perfecta. Sólo que el realista no cree que eso impida un conocimiento
genuino de la realidad. Por decirlo de otra manera, lo que el realista no acepta es la validez
de lo que el filósofo australiano David C. Stove nominó, previo concurso público, como “el
peor argumento del mundo”. ¿Conocéis la historia?
Hace unos años tuvo lugar un pequeño concurso filosófico que, pese a su carácter casi
anecdótico y a lo poco que ha sido comentado, considero de gran interés didáctico. Lo
convocó en 1985 el filósofo australiano David Stove, profesor en la Universidad de Sidney,
para elegir el peor argumento del mundo. Los criterios de valoración que eligió fueron tres:
la atrocidad intrínseca del argumento, su grado de aceptación entre los filósofos y el grado
en el que había escapado de las críticas. Ahí es nada. Hubo, según nos cuenta Stove, diez
argumentos que fueron presentados como candidatos, pero el premio se lo llevó –how
else?– el que el propio Stove tenía en mente al convocar el concurso y que posteriormente
dio en llamar ‘la Joya’ (the Gem). Dice así:
Sólo podemos conocer las cosas:
- cuando mantienen una relación con nosotros
- bajo nuestras formas de percepción y comprensión
- en tanto que caen bajo nuestros esquemas conceptuales
etc.
Por lo tanto
No podemos conocer las cosas como son en sí mismas.
En el fondo, el argumento equivale a decir que, dado que tenemos mente, no podemos
conocer; o, dado que tenemos que usar un lenguaje, no podemos hablar de la realidad. Por
razones muy variadas, los lenguajes, los esquemas conceptuales, los sentidos, etc. son
considerados invariablemente por los defensores del argumento como impedimentos y no
como medios para conocer la realidad.
Tengamos mejores candidatos al premio o no, y pese a la controvertida personalidad de
Stove y a su desmesurada acidez crítica, hemos de reconocer que, tal como está formulado,
el argumento es claramente falaz. Para establecer válidamente la conclusión habría que
añadir como premisa adicional que el hecho de que conozcamos las cosas bajo esas
condiciones necesarias que las diferentes versiones del mismo postulan (a través de nuestros
esquemas conceptuales, de nuestros lenguajes, de nuestras capacidades cognitivas, bajo
nuestras formas de percepción y comprensión, etc.) impide conocer cómo son las cosas con
independencia de nuestra mente. No hace falta decir que hasta ahora nadie ha probado
semejante cosa, aunque sólo sea porque para establecer eso de forma concluyente habría
que tener un conocimiento independiente de cómo son las cosas en sí mismas, lo cual
parece ser algo imposible según la propia conclusión del argumento; o, bien, haber aportado
alguna prueba indirecta, pero fehaciente, de que nuestras capacidades cognitivas conducen
al error sistemático, lo cual tiene toda la pinta de ser un empeño contradictorio. Para los
realistas, en cambio, los lenguajes, los esquemas conceptuales, los sentidos, son medios y
no impedimentos para conocer la realidad.
Aclarados estos puntos, es momento de señalar lo que el realismo sostiene y qué añade a
ello el realismo científico.
El realismo defiende fundamentalmente las siguientes tesis:
(1) Existe un mundo que, al menos en algunas de sus características, es independiente de
cualquier acto de conocimiento. En particular, su mera existencia no depende de la
existencia de sujetos cognoscentes. (Realismo ontológico).
(2) El mundo es cognoscible de forma adecuada, aunque perfectible; incluso en aquellos
aspectos que no son observables. Tal conocimiento lo es de dicho mundo, y no –o no
exclusivamente– de algo que el sujeto cognoscente ponga en él. Así pues, podemos alcanzar
ciertas verdades sobre el mundo. (Realismo epistemológico).
(3) Nuestros enunciados sobre el mundo serán verdaderos o falsos en función de su
correspondencia o falta de correspondencia con la realidad independiente. (Realismo
semántico).
Por su parte, el realismo científico cualifica y precisa estas tesis en relación con la ciencia y
añade alguna otra. El realismo científico, además de lo anterior, sostiene lo siguiente:
(a) Las teorías científicas nos proporcionan un conocimiento de ese mundo independiente,
no de los meros fenómenos.
(b) El enorme éxito predictivo de nuestras teorías científicas ha de deberse a que éstas
contienen muchas afirmaciones verdaderas acerca de la realidad.
(c) Estas afirmaciones verdaderas no se restringen sólo al ámbito de lo directamente
observable, sino que en principio pueden ser también enunciados que contienen términos
teóricos referidos a entidades no observables.
(d) Las teorías científicas actuales son mejores que las del pasado no sólo porque resuelven
más y mejores problemas, sino porque son más verdaderas.
A los defensores del realismo científico les gusta pensar que el punto fuerte de su posición
está en la tesis (b). De hecho, si bien aquí la he presentado como una tesis, la forma que
suele tomar en sus textos es la de un argumento en apoyo del realismo: el argumento de “no
hay milagros”. Planteado de esta forma, diría algo así: El sorprendente éxito predictivo de la
ciencia –que resulta especialmente manifiesto en la predicción de hechos desconocidos o en
la precisión extrema de ciertas predicciones cumplidas– sería un milagro si las teorías
implicadas no fueran al menos aproximadamente verdaderas. Un éxito así, continuado y
repetido en circunstancias muy diversas, sólo es posible si, de alguna manera, nuestras
teorías “han tocado hueso” en la realidad y la han “cortado por sus junturas”.
Pero no sería desencaminado afirmar que más que querer explicar el sorprendente éxito
predictivo e instrumental de la ciencia, el realismo científico pretende explicar el modo
mismo en que procede la ciencia. Las teorías científicas no se someten a prueba buscando
su implementación tecnológica (aunque esto importa), ni comprobando su simplicidad o
coherencia (aunque esto importa), ni preguntando si alguna comunidad cultural, incluyendo
comunidades científicas, está dispuesta a aceptarlas. Se someten a prueba viendo si se
adecúan a la evidencia empírica, es decir, viendo si son empíricamente confirmadas. En
esto el realista coincide con el empirista constructivo a lo van Fraassen. La diferencia entre
ambos está en que el realista cree que la adecuación empírica no corrobora únicamente a las
entidades y propiedades observables, sino que su apoyo ha de extenderse también a las
entidades y propiedades no observables. Dejarlas fuera podría parecer un acto prudente
desde el punto de vista epistemológico, pero, por un lado, es discutible que quepa hacer una
distinción precisa entre lo observable y lo no observable, y, por otro, establecería una
separación entre unas entidades/propiedades y otras poco justificable sobre argumentos que
no tuvieran una fuerte carga antropológica (¿por qué lo que es o no observable para un ser
humano debe marcar una diferencia ontológica?).
El realismo viene por grados. No es una posición monolítica. Se puede ser un realista
mínimo, un realista de sentido común, y afirmar que lo único que podemos sostener con
ciertas garantías es que hay entidades independientes de nuestra mente y que la ciencia
logra dar con algunas, pero al mismo tiempo mantenerse cuidadosamente a distancia del
espinoso asunto de la verdad en la ciencia (o en la vida o donde sea). A estos realistas
mínimos se les suele designar como realistas sobre entidades. En mi opinión, sin embargo,
ningún realismo que merezca el nombre puede dejar de tomar algún compromiso, por
mínimo que sea, con el asunto de la verdad; y obviamente hay teorías de la verdad que no
podrían ser consideradas como realistas por mucho que se intentara, como es el caso de las
teorías coherentistas, de las teorías deflacionarias, de las teorías pragmatistas, y, en general,
de las teorías que pretenden caracterizar la verdad en función de ciertas condiciones
epistémicas en lugar de en función de la relación que nuestros enunciados guardan con la
realidad.
El realismo (y ya termino) está plagado de problemas. En particular, el realismo científico
ha recibido dos críticas muy poderosas, aunque una más que la otra. La menos poderosa es
el argumento de la infradeterminación de las teorías, y la más poderosa, el argumento de la
metainducción pesimista. Yo creo que el realismo ha dado respuestas buenas, pero no
enteramente convincentes. No podemos entrar aquí en ese interesante debate. A ello hay
que añadir que la noción de verdad como correspondencia es bastante problemática (aunque
en mi opinión menos problemática que cualquiera de sus alternativas posibles). Así que,
dada esta situación, me parece muy bien si no aceptas el realismo. Así el debate continúa y
yo me aburro menos. Es cuestión de sopesar argumentos y no hay un algoritmo para decidir
cuáles son mejores, y además cada vez estoy más convencido de que detrás de estas
posiciones en debate hay también una diferencia de caracteres y de gustos.

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