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Eduardo Pinzón-Espinel

CASI LO OLVIDO

En cualquier momento olvidaré todo, menos a desplegar mis


alas en libertad -pensó, momentos antes de volar hacia la luz.

DEDICATORIA
A mis padres.
A todos mis ancestros, de quienes soy producto y expresión. Por ellos abrigué
durante años la esperanza de escribir historias.
A Germán, mi hermano, que se nos adelantó en el camino de regreso y fue
paradigma de coherencia y dignidad, maestro de la alegría, insomne buscador
de la verdad y ejemplo de solidaridad con los excluidos.

AGRADECIMIENTOS

• A Nelly, incansable lectora, aguda crítica y amorosa inspiración de todas


las horas.
• A mis hijos, por animarme a realizar el viejo sueño de escribir, mucho
antes de empezar a olvidar.
• A mis hermanos, custodios de la historia familiar, por su paciencia en la
espera.
• A la familia Infante Olano por su invaluable aporte histórico.
• A Marlén Forero, Sandra Aguancha, Martha Oliveros, Luis Miguel
Coronado, Jorge Sierra y Reynaldo Caballero, por compartir de manera
generosa sus vivencias con Germán.
A MANERA DE PRÓLOGO
“Casi lo olvido”, una crónica del camino hacia la luz.
Celso Román
Eduardo Pinzón Espinel, colega Médico Veterinario y escritor, compañero de estudios en la
Universidad Nacional de Bogotá, generosamente me ha pedido escribir un comentario a su
libro “Casi lo olvido”.
Desde las primeras páginas este texto deslumbra como una crónica de vida en la cual el
autor teje paso a paso su propia historia entrelazada con muchas vidas, para darnos a
conocer lo que me atrevo a llamar un camino hacia la luz en el destino de su hermano
Germán, quien llega a convertirse en el protagonista fundamental del libro.
Eduardo nos plantea un recorrido que abarca la historia de Colombia en general y de
Boyacá, Tunja y Toca en particular. Una cuidadosa indagación de su árbol genealógico nos
invita a conocer las profundas raíces de sus apellidos más lejanos, incluso desde los Yánez-
Pinzón que viajaron con Colón.
Poco a poco Eduardo nos lleva por el devenir de la familia hasta el año de 1841 cuando se
encuentran Asiscla Guerrero Febres-Cordero con Aristides Infante Correa, después de una
odisea por caminos de herradura y senderos coloniales -el camino de la sal, el de las ollas-
desde Colombia hasta Venezuela, cuando las travesías eran avatares a veces llenos de
riesgos.
Los apellidos familiares vivieron desde entonces la historia cruenta de Colombia,
incluyendo la Guerra de los mil días (1898-1902), la subsiguiente violencia liberal-
conservadora y luego los regímenes que el país heredó del Frente Nacional hasta este
presente en el cual peligra la Paz tan difícilmente lograda con el grupo rebelde de las
FARC.
En ese devenir del tiempo aparece una secuencia de personajes inolvidables que se
describen en magníficas narraciones en el recorrido de un pasado que nos maravilla, a
través de episodios como el combate entre el toro cerrero de Virolín y el león del circo -que
recuerda al Quijote enfrentándose a una fiera que bostezaba de aburrimiento-; o la tragedia
de “Pampero” el caballo entero de pelaje moro overo, encabritado del Patón Luis Jiménez,
quien se fue de Boyacá y se volvió un casanareño que jamás volvió a usar cotiza, zapatos o
alpargatas.
Cuando despierta la conciencia, el autor nos describe su infancia, ese espacio mágico de
descubrimiento del mundo que el poeta Rainer María Rilke llamara la verdadera patria de
todo hombre y con sus hermanos vivimos la magia de Tunja cuando el eje de la vida era la
casa de la familia, desde donde la ciudad podía ser explorada hacia cada uno de los puntos
cardinales de lo que entonces era el universo.
La adolescencia llegó con la rebeldía a través del arte, pues en el libro se perfila la música
como un eje que nace con el violín del bisabuelo Aristides Infante Correa hasta la guitarra
de Eduardo, en quien florece ese talento que le permitió financiar parte de sus estudios
superiores como integrante de un conjunto, así como participar en la divulgación de la
llamada música protesta tan reconocida en los claustros universitarios. Allí se cruzaron
nuestros caminos, pues Eduardo compuso la música para un poema mío, en honor a una
indígena Sikuani llamada Sinique, muerta en uno de tantos operativos militares. El talento
de Germán, mientras tanto, se reflejaba en el teatro y el despertar de la conciencia social en
la lucha estudiantil.
Los llamados de la magia entretejen otra secuencia paralela a la vida de la familia, que se
inician en el texto con la visión que tiene Próspero Pinzón, el padre de Eduardo, poco antes
de morir. Esa y otras situaciones llevan al autor del libro a comprender que se puede
acceder al pasado ancestral escudriñando para rescatar recuerdos entre los olvidos.
Con la madurez del autor se inicia otra búsqueda que me atrevería a llamar espiritual, por
cuanto se entreteje con el pasado del enigmático tío Eduardo Infante un ser evolucionado,
un alma antigua y sabia, que buscaba las tres esencias fundamentales: paz, amor y libertad.
Luego viene la búsqueda a través del Reiki, la psicología transpersonal y las luces de Elkin
Torrado, un amigo del alma e intuitivo sanador por destino, que le dan sentido al libro.
Cada vez más se perfila con claridad el destino manifiesto de Germán a través de un
hermoso encuentro con Carmina, la Cabecita Parlante y el Maestro que poco a poco y con
reiterada magia, le revelan el camino para encontrar los tres pares de alas que lleven su
espíritu hacia la perfección.
La realidad de la violencia nacional aparece a medida que Germán crece en conocimientos
y liderazgo, también lo sigue la sombra gris de la violencia oficial, que lo llevan a predecir
su fin: en una agenda de 1990, tres años antes de su muerte escribió: “Si ‘desaparezco` (que
en Colombia equivale a la muerte) o si soy asesinado, solo habrá́ un responsable: El
Estado y en concreto los servicios de inteligencia”.
Le tendieron una trampa infame, pero él ya había ganado las alas de la perfección
espiritual.
El libro se convierte en un amoroso y fraternal homenaje a Germán, que nos convierte a los
lectores en un hermano del alma, en una parte de nuestro corazón.

Celso Román

1. ARCANAS HUELLAS EN EL ETERNO PRESENTE


Ahora sabemos que los recuerdos no están fijos ni congelados, como
los tarros de conservas en la alacena que menciona Proust, sino que
se transforman, se disgregan, se re ensamblan y re categorizan con
cada acto de recordar.

Oliver Sacks, Alucinaciones.

Había llovido toda la noche y el río Grande amaneció colmado, pero transcurría sin
desbordarse a lo largo de su cauce. Durante la madrugada creció con toda el agua que
escurrió desde el páramo, donde lavó rocas gigantes, acarició el tapete de musgo y el gris
afelpado de los frailejones, para luego drenar por cuantos arroyos y cañadas halló a su paso,
saltando sobre fondos pedregosos hasta las verdes vegas, donde remojó los pastizales que
suelen mantener las riveras a salvo del deslave.
Junto con mi esposa y los niños habíamos salido temprano desde Tunja, a unos 28
kilómetros de allí, para saber cómo evolucionaba la salud de mi padre, que llevaba meses
en cama, como consecuencia de una insidiosa artrosis y otras molestias.
El sol estaba alto en el cielo despejado de la mañana y se sentía un aire suave y frío, señal
de que tendríamos un hermoso día, en medio del crudo invierno que reinaba desde hacía
más de un mes.
El mismo casete que siempre nos acompañó en los paseos de familia, cuando los niños aún
no pedían otras músicas, nos dejaba oír Honesty de Billy Joel, a volumen medio mientras
pasábamos sobre un puente sin barandas por el cual llegamos al otro lado del río y tras un
suave recodo a la derecha, el motor pidió más fuerza para encarar la última cuesta, por la
cual llegamos hasta una meseta de suave caída, desde donde se apreciaba Toca, tierra de
mis padres, con toda la belleza de una colorida vitela enmarcada por el inmenso cian añil
de un cielo sin nubes.
Era día de mercado y para llegar a nuestro destino había que tomar un ramal a la izquierda,
antes del pueblo. Después de recibir la bienvenida de mi madre, el ser más amoroso que
conozco y que ha sido decisivo factor de cohesión familiar desde que tengo memoria,
pasamos con los niños a la habitación de su abuelo y lo saludamos; durante un rato
hablamos acerca de sus achaques y al momento de salir para dejarlo descansar, me hizo
señas para que me quedara.
Entonces con cierta prisa, como si temiera olvidar algún detalle, empezó a contarme la
manera sorprendente como el jueves anterior había ido desde su cama de enfermo hasta
“La Tribuna”, nuestra finca en Suaita, muy lejos de allí.
Al comienzo pensé que había entrado en una suerte de desvarío ante-mortem, pero hizo su
relato tan claro y preciso, que pasé del escepticismo inicial al franco asombro, mientras iba
describiendo cada paraje como si lo conociera desde siempre, refiriendo detalles que yo
desconocía, a pesar de haber recorrido la finca varias veces a caballo. Habló con seriedad
pero sin solemnidad, con esa seguridad de quien cuenta algo cierto, sin pretender
dramatizar ni bromear.
Daba la impresión de que hubiera andado cada sendero y recodo del río, pues enfatizaba
sobre aspectos que le habían llamado la atención y describió con ojos bien abiertos la
cascada que se precipitaba lenta desde una gran peña, que hacía de límite natural a los
potreros altos de la finca y que al caer sobre una gigantesca superficie de granito, formaba
una piscina natural casi elíptica, antes de buscar salida y convertirse en la quebrada que
dividía en dos los potreros de pasto imperial, para ir a morir con sus últimas espumas en el
río.
Me previno sobre el mal estado del puente colgante por el que se accedía a la casa principal
y pendía sobre el río de aguas color whisky, debido a los taninos que le aportaba a su
caudal un viejo robledal que lo bordeaba desde bien arriba, luego de nacer de una pequeña
laguna cerca al páramo de La Rusia.
Era una estructura sin estribos, soportada por dos gruesas guayas de acero entorchado,
ancladas a cuatro columnas de concreto, dos a cada extremo y luego una serie de tablones -
de los cuales faltaban varios-, asegurados a las guayas, que hacían de piso y que debido al
prolongado uso ya mostraban un precario estado. Me dijo que la casa, aun cuando rústica le
había gustado, pero que el potrero que quedaba en su parte posterior estaba lleno de
maleza, lo cual le daba mala apariencia al conjunto.
Mientras yo trataba de disimular el impacto que me causó tal revelación, busqué las
palabras precisas, hasta que logré interrumpir sutilmente su narración para prometerle que
en cuanto estuviera mejor y pudiera acompañarme, lo llevaría a conocer la finca, a pesar de
tener la certeza de que a su manera ya la había conocido y que quizá nunca se recuperaría
de esa complicada condición de salud.
Fue así como antes de su muerte, que se produjo dos meses después, comprobé algo que ya
intuía: que hay maneras de ir sin desplazarse, sólo con la firme y sostenida intención de
hacerlo, una vez se entra en cierto estado modificado de conciencia.
Cuando algunas personas saben, de manera aún desconocida, que se acerca su muerte, hay
instancias no dilucidadas del alma, que permiten visiones como aquella, que con gran
detalle y nitidez, tuvo Próspero, mi padre.
El jueves anterior, cuando según su narración estuvo en la finca, yo me encontraba allí solo,
pendiente de entregar un lote de novillos el viernes temprano y había vuelto después del
mediodía, cansado del viaje desde Duitama; luego de comer algo, me puse a hojear unos
periódicos viejos, alumbrado con luz de vela hasta que el sueño me venció a eso de las diez
de la noche.
Allá las noches son silenciosas y a veces sobrecogen el espíritu, máxime sabiendo que por
aquella época, año de 1984, la casa habitada más cercana estaba a dos kilómetros y que tal
como había ocurrido recientemente, una columna guerrillera pasaba de noche,
aprovechando lo despoblado del área y tratando de conectar con el resto del frente, que
operaba en San José de Pare, dada la cercanía que había por aquella ruta desde arriba de
Coromoro, su sede habitual.
Calculo que eran las dos de la mañana cuando desperté súbitamente, sin que se hubiera
producido algún ruido que lo justificara y en cuanto fui consciente, me encontré sentado en
la cama, con una desconocida sensación de pánico, al tiempo que un repentino e intenso
frío atravesó mi cuerpo de la espalda al vientre y siguió de largo por la habitación.
Permanecí un buen rato en estado de confusión, con dificultad para respirar, hasta que con
esfuerzo hice acopio de valor y voluntad para respirar lenta y profundamente. Sólo un largo
rato después pude conciliar el sueño. El sábado siguiente, mientras mi padre me contaba su
experiencia, comencé a sentir un frío similar y tuve la certeza de que su inopinada visita me
pilló dormido.
Viajar en la forma tan peculiar como lo hizo, sin tener un método, indica que todos
podemos ir con la mente no solo a un lugar determinado y deseado, sino que existe la
opción de ir atrás en el conocido tiempo lineal, en busca de ancestros tan lejanos como
aquellos que fueron sometidos y desterrados hace más de cinco siglos, para saber de su
cosmovisión, su sistema de creencias y sus sueños, para entender qué los impulsó a vivir en
tan difíciles entornos y como domaron sin hacerle daño la naturaleza feroz e impenetrable,
para hacerse a un lugar donde vivir.
Cuentan que cierto día, mientras cumplía con su rol de creador único y omnipotente, un
dios divinamente solo y presa de desconocido tedio, inventó el holograma, diseño
maravilloso que le permite al todo estar en cada una de sus partes. Tan extraordinario
prodigio sucedió al amanecer del día séptimo de la creación, cuando decidió tomar un
respiro y luego de que el ángel amanuense se retirara a descansar.

Desde entonces, cada una de sus criaturas somos a su imagen y semejanza y co creadores
de lo que hemos llamado la realidad. Para darle equilibrio a tal invento y hacerlo adaptable
a nuestra naturaleza voluble, nos dio el libre albedrío para usarlo a voluntad y crear
ilimitadamente.

Comparto con quien abriga la esperanza de conocer nuestras ancestrales raíces y


comprender, sin que nadie lo tenga que explicar, quiénes somos, cómo supimos de nuestra
misión en este sector del universo, para qué propósito de aprendizaje estamos aquí y si es
cierto, como se ha dicho, que provenimos de alguna de las Pléyades, quizás de Alcione,
o de otra de tantas y tan remotas galaxias.
Entender el proceso empírico que los llevó a establecer relaciones causales entre ritmos y
ciclos naturales como las fases lunares, con el continuo ir y volver de la savia a través del
parénquima, o el eterno oscilar de la monumental masa de agua en las mareas.
Posiblemente supieron más de lo que pensamos sobre la sincronía entre las emociones y el
maestro del ritmo o músculo corazón, puesto que mientras aquellas se mantienen
armónicas, es regular su palpitar, pero cuando se desbordan lo convierten en su esclavo y
termina danzando frenético al ritmo que le impongan.

¿Cómo supieron con tanta antelación del cambiante clima? ¿Cómo establecieron la
asociación entre el ciclo lunar, los ciclos femeninos y las épocas de siembras y cosechas?
Es seguro que ellos lo supieron antes de que alguien pensara siquiera en la idea semilla de
la tecnología.

El inagotable recurso de la mente humana y su maravilloso sentido de la imaginería,


posibilita que alguien deseoso de averiguar estas y otras respuestas, emprenda un viaje
hasta el más alto de los tepuyes de Chiribiquete y la otra punta de esta huella geológica,
recorriendo la cima plana e imponente del monte Roraima, una colosal roca clavada en
territorio de la Guayana venezolana, que dadas sus características morfológicas de
elevación solitaria, es considerada por algunas tradiciones aborígenes de América como el
árbol de la vida.

Entonces aquel soñador estará simultáneamente en los dos extremos del coloso mineral,
que como gigantesca anaconda discurre bajo la superficie de la gran llanura, desde el
escudo de la Guayana al noreste, atravesando el sur de Venezuela, para emerger en
territorio del Guaviare colombiano, antes de ir a morir entre las blandas arenas de Playa
Güío, sobre el otrora interminable océano verde-azul, que hoy es apenas un inmenso
cultivo industrial, por cuenta de la avaricia humana y de un poder que soslaya el pasado y
permite complacido que las gigantes máquinas devoren la selva.

Curioso por naturaleza, nuestro viajero hará un alucinante recorrido a través del laberinto
de Chiribiquete, a lo largo de su interior umbrío, sobre un piso húmedo de largas avenidas,
donde aún vibra la vida orgánica, atravesando tupidos bosques primitivos que se conservan
incólumes entre láminas altísimas de granito y están poblados por abejas, micos, paujiles,
dantas, pumas y aves de singulares cantos.

En uso del infantil asombro del que sea capaz, se integrará a la danza vital de la flor y el
trino, del rugir felino en la rama alta y la caricia del viento que sopla desde el río, en el
escenario de un monte bajo hasta cuyo centro acuden para brillar a la luz del mediodía
todas las heliconias en multicolor coreografía, enmarcada por caprichosas lianas bordadas
por la paciente mano del tiempo, que suben hasta el alto dosel del bosque tupido, a cuya
sombra quizás pervivan pueblos aborígenes jamás contactados.

Volará luego por un sombrío firmamento vespertino y cabalgará sobre voluptuosas nubes
hechas arrebol, que matizan el horizonte de la tarde, mientras es cruzado por una enorme
bandada de corocoras, que miran desde arriba su reflejo en el gran espejo del jagüey.
Buscará con paciencia sobre la senda recién hollada del jaguar, hasta ver huellas de
pequeñas pisadas aborígenes, que de repente cobran vida y con el fondo de unas voces
graves y ceremoniales, al ritmo de recias pisadas sobre el suelo polvoriento, harán su relato
del momento en que el invasor español rompió su paz a punta de arcabuz y los desplazó
hasta lo más recóndito de la selva, convertida desde entonces en su trinchera y su hogar.
Nada nuevo ni desconocido, eso está claro, como tampoco el hecho de constatar que
compartimos su genoma, el mismo que ha sido tantas veces ofendido, perseguido y cazado.
Tras escalar por elevados andamios de varas, avanzará gateando un trecho sobre la
empalizada que alguien armó antes, hasta cuando el estruendo lo detenga para escucharla
explosión de truenos con ecos graves y prolongados, permitiendo que la lluvia lave su
humanidad y toda la flora, lenta y generosamente hasta impregnar el suelo, universo de las
hormigas, que todo consumen y movilizan de manera colaborativa, tal como tendrá que ser
el mundo futuro.
Cuando la lluvia cesa, será uno con la “Gran Diosidad”, inmerso e inmóvil en una resina
tras lúcida de miel vegetal. Una brillante luz, como aquella que llega a veces para disipar
las dudas, le dejará ver todo el largo proceso del ámbar, que en su elemental espacio
cristalino guarda desde el pleistoceno fluorescentes gotas de rocío, restos fósiles de polen y
fragmentos multicolores de alas de mariposa.
Y justo antes de despertar, se recostará satisfecho y cansado bajo la sombra de un
almendro, disfrutando cada visión, tal como lo hubiera hecho aquel aricuna, cuando logró
comprender que la belleza del atardecer, siempre había estado en sus ojos.

La historia del mundo ha sido jalonada por hitos en forma de pestes, crisis, guerras,
acuerdos y fronteras, sobre una línea de tiempo. Pero a un viajero del pensamiento
cuántico, por llamarlo de alguna literaria manera, le da igual estar en el París del medioevo
o en la Bogotá de abril de 1948: nada en aquellos entornos tiene tono sepia, olor añejo,
atmósfera de peste u olor a muerte. Para quien sabe sentir y observar sin usar los sentidos,
le basta el mágico sentido de la imaginería, que no es un don puesto que a todos nos ha sido
dado, pero que con la práctica puede llegar a serlo.

Orar es quizás el acto más poderoso del ser humano, a pesar de que nos han hecho creer
que cuando oramos, lo hacemos a un dios lejano y por ende dual y juzgador, para pedir que
nos sucedan cosas o con el fin de eliminar cosas que nos estén ocurriendo.

Ambas son peticiones imposibles de cumplir, pues cuando oramos con devoción, es decir,
cuando cada uno lo hace a conciencia y conectado con el alma UNA, nos dirigimos a
nuestra propia química cerebral, al Dios / Diosa que cada uno es, en conexión con todos los
demás.

Oramos en verdad para cambiar la forma de percibir las cosas y si lo hacemos bien, las
cosas cambian y entonces desaparece la visión engañosa de la realidad que conocemos y
las cosas se ven como realmente son.

Ahora bien, lo que hagamos con aquello que nos suceda y que mediante la oración
pretendemos cambiar o evitar, es otra cosa y a pesar de que hace siglos alguien nos
clasificó como “sapiens”, es la emoción la que nos caracteriza y nos define.

La emoción, cualquiera que sea, aparece como reacción justo en el momento en que nos
pasan las cosas, de suerte que la emoción que primero aparezca jugará a favor de la
comprensión y la aceptación de aquello que nos ocurre y nos lleva al aprendizaje, o luchará
infructuosamente contra aquello, dejando que lo doloroso y tóxico nos abrume, nos bloquee
y nos enferme.

Todo depende pues de nuestra capacidad para reconocer la emoción que aparece, para
hacerla consciente y finalmente para tramitarla de manera correcta y sin buscar culpables.
Por eso a veces es necesario enfermar para sanar.

Se ha dicho con razón que nuestra conciencia crea la experiencia de la vida y que mientras
no se logre comprender esta verdad, viviremos la vida de otro, o alguien vivirá la nuestra.
En otras palabras -si me lo permites-: mientras no te des cuenta de cómo son las cosas, solo
podrás ser espectador de tu existencia.
En cambio, cuando entiendas y sientas que tu conciencia crea tu realidad, serás el
protagonista de escenas donde a veces será preciso actuar de bueno y otras de malvado, en
ocasiones de poderoso y algunas de humilde servidor, todo según un libreto que te llega de
alguna parte, sin previos avisos ni manual, así que siempre estarás improvisando, una de las
formas más favorecidas de aprender.

Algunas escenas dolorosas y dramáticas del pasado familiar pueden ser contempladas
amorosamente desde la conciencia, con el fin de hacer una lectura diferente, dándoles otro
significado.

Si a raíz de un hecho luctuoso se hubiera producido disrupción en la jerarquía del grupo


familiar, éste regresará a su estado armónico, una vez percibido el hecho de manera
correcta y en consecuencia, seguirá siendo recordado con su nuevo significado.

El pensamiento opera como punto de transformación en cualquier lugar del universo. El


tiempo, en cuanto invento humano, es relativo y no es considerado factor relevante. El acto
de recordar, en cambio, es en sí mismo cuántico, hecho que se vino a evidenciar gracias al
descubrimiento de los neuropéptidos, que no son pensamientos pero se desplazan a su lado,
tienen su misma dinámica y comparten sus frecuencias.

El eterno presente es multidimensional y en consecuencia, personas corrientes, actores,


escritores, algunos poetas y lectores, cada vez en mayor número, observan y actúan en
escenas propias y ajenas de otrora, en esta versión surrealista de Hollywood del
subconsciente, donde suceden las cosas en paralelo con nuestra realidad habitual.
Cuando se logra, mediante la imaginería, estar en la escena con el mayor detalle posible,
hay un recurso mágico para mejorar la experiencia y es el colorido. Para los gustos están
los colores, dijo la señora de las telas y tenía razón, pues el colorido de la escena sólo se lo
puede aplicar aquel que recuerda y sabe cómo llegar a su escena. Para los coloridos están
los recuerdos, digo yo. El colorido se regala desde el espíritu, que es la fuerza del alma y
consigue iluminar y mejorar cada escena, o degradarla según el caso.
Escuchar al abuelo evocador y vivaz, contar con palabras sentidas e invocadoras ante un
auditorio embelesado alguna historia de hace años, o disfrutar la callejera presentación de
un cuentero de oficio, cuando enriquece el texto con un gracioso contexto, aportando
intención y dándole ciertos énfasis y acentos acordes con la historia, son ejemplos que dan
idea de lo que significa el colorido.
Cuando el poeta arrobado y nostálgico pinta de gris aquella escena de amor, con tonos de
distancia y soledad, el resultado es deprimente, a pesar de que los amantes de su historia
hayan sido felices. Suele ocurrir y su efecto puede llegar a ser más dramático aún, cuando
alguien decide ponerle música para convertirla en canción.
Pero si vas a un funeral, de sí sombrío y solemne y decides aplicarle un colorido, con
pinceladas de amor y tonos de rojo, verde y amarillo, sobre un fondo azul celeste, podrás
transformarlo en algo bonito, alegre y probablemente sanador.
Ahora regreso a un viejo y conocido escenario para hacer la “toma dos” de algunas escenas
dramáticas del pasado familiar, esta vez de la manera correcta, es decir, sin la presencia del
conflicto. Hacerlo a conciencia me exigió pedir perdón y perdonar sin restricciones. El
resultado fue sanador, no sólo para mí, sino para el grupo familiar.
Antes de comenzar a escribir este libro, supe que no disponía de suficiente información ni
material escrito, pero pudo más mi confianza en que iban a aparecer, ya fuera porque se
abriera algún portal entre dimensiones o porque la vida me los trajera. El caso fue que la
información llegó oportuna y de fuente confiable.

Desde hace algo más de medio siglo y coincidiendo con la entrada en la era de Acuario,
nuestro complejo mundo tiene una nueva conciencia, es decir, una manera nueva y
diferente de darse cuenta de los hechos a su alrededor y de percibir las emociones propias y
ajenas, de un modo trascendental que sólo puede denominarse como una conciencia
espiritual.

Hace mucho tiempo, durante el denominado renacimiento, solamente unos pocos y


privilegiados, dotados con el don de la observación consciente, fueron capaces de notar
luces y sombras allí donde nadie las veía, de percibir matices e intenciones invisibles a la
vista y a la conciencia de la mayoría de los seres corrientes y fue seguramente gracias a esa
ventaja, que tales seres se destacaron en las artes, la espiritualidad y la sanación.

En éstos maravillosos tiempos de cambio, quienes ya sienten en su interior ésta forma


diferente de percibir, que son cada vez más, empiezan a tener impresiones claras de la
manera como discurre su propia existencia, notando que incluso hechos aparentemente
fortuitos ocurren de manera “oportuna”, en términos de algo que puede denominarse como
el plan perfecto, en sincronía con el origen: esa fuente de luz, sabiduría y poder que
llamamos Dios.

Este libro reúne una serie de hechos que recordé, otros que me contó mi madre, algunos
que leí, unos pocos que me contaron testigos de los hechos y aquellos que surgieron de mi
intuición -cada que fue preciso-, por obra y gracia de una licencia que me concedí, con la
mejor intención.

Quiero hacer un homenaje al espacio de consciencia que se abre en este momento de


tránsito evolutivo; intento reivindicar el hecho y el derecho de re significar recuerdos,
dotándolos de sentido y contexto, habiendo recurrido cuando fue necesario a hermanos y
parientes mayores, verdaderos oráculos con sentido de lo parental cuando regalan cada
reunión con historias y anécdotas, dándole forma y esencia a la tradición oral, que desde el
comienzo del tiempo entreteje una generación tras otra con hilos de recuerdos.

Escribo sabiendo que luego tendré que borrar, volviendo una y otra vez sobre el texto,
corrigiendo tanto como sea necesario, supongo que de la manera en que procede un
escultor, cuando mazo y cincel en mano va retirando poco a poco el mármol que le sobra al
diseño, hasta quedar satisfecho con su obra.

Por eso no creo que este texto se parezca a ninguno de los memoriales que escribió mi
padre, muchos de ellos manuscritos. Eran cortos, impecables, fundamentados y sin
enmendaduras de principio a fin. Sólo él podía hacerlo así y conseguía que uno creyera que
era fácil hacerlo, incluso cuando utilizó aquella Olivetti 82 que me legó antes de su muerte.

Este antiguo proyecto literario rodó por mi mente y jugueteó alrededor de mis prioridades,
siendo basteado en hojas sueltas y guardado de a pocos en carpetas durante mucho tiempo.
Pero llegó el día en que por fin me reté a escribirlo hasta terminarlo, después de aplazar su
escritura muchas veces, hasta el punto que casi lo olvido.

2. EL AMOR CABALGÓ DESDE LEJOS

Ella lo amó hasta el punto de abandonar su cálido hogar paterno en


Mérida para irse con el dueño de su vida a esta tierra hermana.
Él la adoró con todo el fuego de su alma y en ella puso el colmo de
sus aspiraciones.
Edelmira Olano y Pompilio Infante.
Que yo recuerde, nunca oí hablar de mi familia paterna cuando fui niño. Alguna vez le
pregunté por ella directamente a mi padre. Me miró y luego, sin evadir mi pregunta ni
responderla con vaguedad, simplemente la ignoró. Para mí, eso fue una muestra clara de
que lo sabía pero no quería hablar del tema. Esa manera proverbialmente lacónica de
comunicación familiar, fue una característica que compartió con sus hermanos.

Una de las pocas ocasiones en las cuales se refería a su familia, era cuando lo hacía como
cantando una ronda y decía sus apellidos: Pinzón, Infante, Villate, Guerrero, Torres,
Guerrero, Correa, López, Febres-Cordero.

Mi madre sabía algo de la historia familiar de mi padre, pero muy poco y solo por la parte
del tío Antonio y su familia, con quienes pudo compartir. Quizás por todo aquello, mi
abuela paterna permaneció en mi mente tal como se veía en la única fotografía que conocí
de ella, retocada en el estudio fotográfico de Rómulo Zabala en Bogotá. Allí aparece como
una dama de amplia frente y gesto adusto. Siempre vi esa fotografía al lado de otra, donde
se veía a un señor de bigote poblado, ojos claros un tanto oblicuos y rasgados, muy
parecido al Señor Gillette, el de las cuchillas de afeitar.

Los dos personajes estuvieron tan congelados en el tiempo fotográfico, que aquellas
imágenes en blanco y negro ni siquiera mudaron a sepia, aun cuando el fondo de ambos
retratos se fue oscureciendo, dentro del espacio de sendos marcos de madera, colgados en
alguno de los muros de la casa, hasta que algún día no los vi más. Así fue como durante
muchos años supe que aquel sector de mi árbol genealógico permanecería en una zona
oculta, a salvo de mi curiosidad.

Hace poco, con la idea de éste libro rondando persistente, el asunto asumió la dimensión de
una asignatura pendiente y aplazada por décadas sin razón alguna. Entonces resolví mirar
sin temor mi pasado familiar con legítima curiosidad, guiado por mi espíritu y siguiendo mi
intuición.

Me he permitido traer, antes de olvidar, un pasado hasta ahora desconocido por mí, por
hallarlo fascinante y porque me permitió descubrir la manera como algunos de mis
antepasados supieron tener propósitos consistentes para sus vidas, sorteando dificultades y
tragedias, aun cuando a veces les hicieran sentir que todo en derredor se derrumbaba sin
remedio.

Asiscla Guerrero Febres-Cordero era el nombre completo de una hermosa y delicada joven,
hija de Don Miguel Guerrero, general del ejército venezolano, quien por razón de su rango
había ido años atrás con su familia, desde su natal Barinas a establecerse en Mérida, que
por el año de 1841, era una pequeña población en pleno crecimiento, ubicada sobre los
andes venezolanos, en el estado de su nombre.

Hasta allí llegó a principios de enero de 1860 el joven Arístides Infante Correa, procedente
de Colombia. A la sazón había cumplido veintitrés años e iba buscando un destino, armado
con el ímpetu propio de su edad y la esperanza de ser bendecido por la fortuna.

Traía consigo el vuelo de su sensibilidad artística, la destreza obtenida de su experiencia


como educador en escuelas rurales, y la fortaleza física nacida de algunos años dedicado al
trabajo, bregando por sacarle frutos a la tierra, mientras que sus alforjas guardaban con celo
el modesto saldo de su herencia, sumado a lo poco que había ahorrado, criando ganado y
cultivando cebada en la pequeña parcela que con mucho fundamento había trabajado en
Tibasosa, tierra de sus padres.

Entre sus pertenencias lo acompañaba, muy bien empacado y protegido, un violín que años
atrás había adquirido en Bogotá, cuando guiado por su sensibilidad y favorecido con el don
de la armonía, tomó lecciones particulares con un profesor italiano. Aprovechó al máximo
cada sesión, gracias a su disciplina y a unos dedos largos, ágiles y finos de su mano
izquierda, que sabían deslizarse sobre las cuerdas para aprisionarlas con suavidad y
precisión sobre el mástil, mientras eran frotadas con las fibras tensadas por el arco,
sostenido e impulsado por su mano diestra.

Por eso creyó estar en condiciones para ejercer como instrumentista, ya fuera como solista
o haciendo parte de alguna orquesta, oportunidades que no encontró en Sogamoso, ni en
Duitama, poblaciones cercanas a Tibasosa.

Su tío Nicolás Correa, esposo de Asiscla y apenas quince años mayor que él, lo había
invitado reiteradamente en cartas motivadoras, en las cuales le contaba acerca de los
nuevos aires culturales que refrescaban el ambiente de esa provincia, preñados de
oportunidades para un joven talentoso como él, al tiempo que le dejaba saber de los planes
que tenía con su esposa, con quien había contraído matrimonio apenas dos años atrás.

Llegó a Mérida luego de largas jornadas a caballo, único medio de transporte, a principios
de aquel mes de enero y luego de acomodarse en casa de su tío, notó la holgura con la cual
vivían los Correa Guerrero, ajenos a todo aprieto económico, como el que al final había
precipitado su viaje desde la lejana Colombia.

Al saberse libre de la necesidad de trabajar la tierra para obtener el sustento, se dejó seducir
por la idea de dedicarse de lleno a la práctica del violín, labor que demandaba la mayor
parte de sus días, mientras aparecía la esperada oportunidad de mostrar sus dotes como
intérprete.

Con motivo de “La quema de Judas”, festividad tradicional que se celebra el domingo de
resurrección en todo el estado, rico en un folklor casi siempre asociado con temas
religiosos, Arístides y su violín brillaron con una calidad y un sonido insuperables, al
interpretar varias piezas musicales de la tradición merideña, que él aprendió con relativa
facilidad.

De ahí en adelante empezó a ser invitado a festividades no solo religiosas, sino a variados
eventos culturales, cumpleaños y demás ágapes familiares. Al poco tiempo y con gran
dedicación, consiguió unos “buenos riales” que le permitieron hacerse a una modesta pero
digna vivienda cerca de la gran casa de su tío.

Nicolás y su joven esposa, se habían convertido en sus mecenas y además en sus mejores
promotores, de suerte que para 1866 Arístides, además de sus frecuentes actuaciones como
solista ya estaba vinculado y había participado en varias presentaciones de una modesta y
naciente orquesta de Cámara, que infortunadamente no logró consolidarse.

A finales de 1866 Nicolás cayó enfermo, víctima de un “tabardillo pintado o fiebre


tifoidea”, según el diagnóstico clínico de la época y poco a poco se fue de este mundo,
desdibujado hasta desaparecer por cuenta de unas fiebres muy altas e insidiosas que
acompañaron a las complicaciones orgánicas propias y que no pudieron ser controladas por
la medicina de entonces.

Asiscla, presa de un agudo dolor que punzó hasta atravesar su pecho tras la muerte de
Nicolás, duró un mes completo llorando su inesperada viudez. Si bien no tuvieron
descendencia, la suya fue una pareja muy feliz y nunca se habían planteado siquiera la
peregrina noción de la muerte, pues siempre y sin decirlo, pensaron que esa era una
condición propia de los demás. Simplemente se amaban en presente y habían excluido de
sus vidas la idea de toda desdicha.

Arístides estuvo al tanto de la enfermedad de su tío y cuando sobrevino su muerte sintió


que perdía una gran porción de su propio ser. Padeció una inédita suerte de orfandad sólo
comparable con la que tuvo que atravesar con ocasión de la muerte de su padre, a quien
amó y respetó como nadie.

La muerte de Nicolás fue una pena compartida por Asiscla y Arístides, situación que los
hizo cada día más cercanos en el dolor. Él, sinceramente solidario, apoyando el duelo y
proporcionándole consuelo en cotidianos encuentros, que terminaban por lo regular en
ensayos de violín y ella agradecida por su compañía, admirándolo cada vez más como ser
humano y como artista, en una atmósfera cálida e íntima que fueron construyendo sin
proponérselo.

Alguna tarde se dieron cuenta que estaban enamorados y debieron asumirlo con madurez,
convencidos de que ese amor que todo entiende y todo perdona, había logrado mediante
algún sortilegio arrancar dulcemente la espada que atravesaba el pecho de Asiscla y poner
una luz brillante en la frente y los ojos claros de Arístides. Ese amor acabó uniéndolos.

Fue imposible ocultarlo por más tiempo y puesto que la pacata sociedad merideña no
aceptó su nuevo estatus de enamorados, apenas ocho meses después de la partida de
Nicolás, programaron su boda sin muchos preámbulos y la llevaron a cabo en sobria
ceremonia, acallando la molesta maledicencia, mientras empezaban a organizar sus cosas
con el propósito de poner rumbo hacia Colombia.
Un amor triunfante y vivificado, viajó a caballo tras la promesa de un remanso tranquilo
donde levantar su hogar y construir una familia. Ese mismo amor los condujo en jornadas
legendarias sobre el espinazo de una cordillera arisca y casi tan inexpugnable como los
valles profundos y sofocantes que luego de descender iban encontrando a su paso, a lado y
lado de los ríos, a través de territorios surcados por intrincados caminos reales, que hicieron
preciso la compañía de un guía.

Aquel grupo migrante siempre iba encabezado por Vidal Gamba, casanareño curtido y
baquiano de muchas travesías, antiguo conocido de Arístides que respondió desde
Sogamoso a su llamado y acudió junto con dos peones, a quienes les fue confiado el
cuidado de las bestias, en labores cotidianas que implicaban el suministro oportuno de agua
y pasturas, pesebrera donde descansaran, aseo y mantenimiento de sogas, aperos, sillas y
herraduras.

Vidal hacía lo propio, gestionando por anticipado los servicios de hospedaje y comida en
conocidas posadas a lo largo de la ruta, siempre atento y pendiente de que las estadías
resultaran lo más cómodas para la joven pareja y la comida que les suministraran fuera de
la mejor calidad.

En tales posadas, que también eran guaraperías, los hombres pasaban la noche en los
corredores y las mujeres en una pieza grande, al fondo de la estancia.

Los llamados caminos reales, fueron trazados y construidos por indígenas que habitaban
esos territorios y debían movilizar sus productos para canjearlos en otros lugares. La
necesidad y el ingenio fueron forjando el comercio y los caminos quedaron como cicatrices
en la piel de la tierra, formando poco a poco toda una red, con nombres pintorescos
derivados del tipo de comercio que por allí transitara.

Durante la época de la colonia, los españoles aprovecharon esos caminos indígenas y los
complementaron con algunas obras como puentes y canales de aguas lluvias, pero en cada
región siguieron llamándolos por su antigua denominación. Es así que nuestro grupo tuvo
que haber pasado por el camino de la miel, el de la sal y el de las ollas, cuando ya
transitaban por la provincia de Vélez, camino a Tunja, tiempo después de coronar con gran
dificultad el páramo de Berlín.
A lo largo de la ruta, que en algunos tramos evidenciaba la intervención de manos y
herramientas indígenas capaces de tallar la dura roca, se veían de tanto en tanto y bien
prendidos de la roca, núcleos coloridos de vegetación parásita, que como gigantescos
floreros adornaban los altos muros de montaña, donde no faltaban copetones, calandrias y
cucaracheros, compartiendo en paz aquel limpio cielo.

Cada nuevo día, luego de un desayuno tempranero para lograr la fresca de la mañana y
después de que los peones cargaran los totumos con guarapo, masato o aguarrús, el grupo
retomaba el camino.

Detrás del guía iban tres burros catalanes de buena alzada e inteligentes aunque parezca
ironía; negros de pelaje pero con vientre y pecho blanco, cargados con petacas que
contenían menaje, ropa y algunos mínimos enseres.
Tras los burros cabalgaban los recién casados, acomodados sobre sendos caballos muy bien
aperados y atrás, en fila y conectadas mediante un largo lazo, las bestias de remuda, que
eran dos yeguas y un macho romo.

Aciscla iba sentada de medio lado sobre el lomo de una yegua alazana, en su silla
femenina, vestida muy a la moda con vestido largo de mangas, que protegían su piel del sol
y el frío. Llevaba su cabeza cubierta con alguno de sus elegantes sombreros y cuando era
necesario, protegía su rostro del quemante sol con una sombrilla.

Al cabo de tres meses de arduas jornadas al sol y al agua, pero habiendo disfrutando cada
palmo de paisaje que el camino les regaló, el grupo llegó al poblado de Toca, cualquier
tarde asoleada, para aprovisionarse de velas, café, panela y chocolate, de paso para la
vereda de Chorrera, destino final de tan monumental viaje. Ambos iban agotados, pero
felices.

Con los rayos del sol poniente como fondo, coronando la loma de Raiba y proyectando
haces claros sobre el índigo infinito, donde se veían las estrellas que cada atardecer
anuncian la inminencia de la noche, cruzaron el cerco y por fin llegaron a su destino, “un
campito”, tal como entonces llamaban a éste tipo de propiedad, y que Arístides había
heredado de sus padres.

En realidad eran doce hectáreas de fértil tierra, cruzadas desde la montaña por dos
quebradas de agua cristalina y un manantial que surtía la casa de agua fresca, permitiendo
que jarras y damajuanas se mantuvieran llenas y que las jofainas, al pie de los aguamaniles,
estuvieran dispuestas para efectos del aseo personal.

Por instrucciones que Arístides había dado al nuevo mayordomo, mediante carta que había
enviado antes de partir desde Mérida, todo estaba listo, de manera que fue cuestión de
desempacar una petaca con ropa de cama y preparar el lecho matrimonial, para disponerse
a descansar, luego de una buena sopa boyacense, rematada con chocolate caliente y pan
fresco.

Vidal dispuso lo propio para el descanso de las bestias y esa noche, por primera vez en
meses, descansó en una buena cama. Al día siguiente, muy temprano, puso rumbo a
Sogamoso junto con los peones que había traído, luego de negociar uno de los burros con
Arístides y recibir el pago acordado, que no fue poco.

Mi bisabuelo retomó los trabajos de labranza con la ayuda de dos peones y al poco tiempo
habían cercado algunos potreros y levantó un corral para manejar el ganado que empezó a
adquirir gradualmente. Toda la energía que tenía en esos años, le alcanzó para volver a
ejercer la enseñanza en la escuela de Toca y pueblos vecinos, e interpretar el violín cuando
era requerido, a veces por paga y otras por pura amistad.

Para cuando nació Manuel, su primogénito, el hogar era cálido y amoroso alrededor de la
naciente familia, que había hecho de aquel lugar un tranquilo remanso de amor compartido.
Luego vinieron al mundo Pedro, Herminia, Clotilde, María y Anita.

Pedro murió siendo muy joven, en una época caracterizada por una alta mortalidad infantil.
Los varones recibieron educación en la Escuela Normal de Tunja y las mujeres en algunos
liceos de la misma ciudad.

Aún jóvenes, el bisabuelo los llevó a vivir a Bogotá y continuó su labor como Maestro de
escuela, oficio mal reconocido e itinerante que lo llevó durante años de pueblo en pueblo.
María y Anita también contrajeron matrimonio y terminaron organizando sus respectivos
hogares en Bogotá.

Con el tiempo, Manuel mostró su capacidad intelectual y fue un excelente estudiante,


ventaja que luego supo aprovechar en Bogotá, donde completó sus estudios y llegó a tener
un alto cargo en el Banco de la República, lo cual le permitió años más tarde ayudar
económicamente a sus hermanas, cuando así lo requirieron.
Herminia, la primera hija de la familia, cuya procedencia vine a descubrir apenas ahora, la
misma del gesto adusto en la vieja fotografía que terminó guardada en mi casa materna,
fue mi abuela paterna. Siendo muy joven, por ahí en 1890, conoció en Toca a Antonio
Pinzón Villate que se desempeñaba como maestro de escuela y tras un par de años de
noviazgo, bajo circunstancias que no pude precisar, pero que obviamente debieron estar
determinadas por normas estrictas que apenas permitían socializar a los novios en cuanto a
visitas, salidas y alguna que otra fiesta, terminaron comprometiéndose y luego contrajeron
matrimonio alrededor de 1893.

Algún tiempo después de que naciera la menor de las hijas de Doña Asiscla, ésta enfermó y
murió, dejando al bisabuelo en gran desolación, triste momento que marcó su final como
amorosa y feliz pareja. Fue su compañera por muchos años y su desaparición los dejó a
todos desolados.

Arístides, hombre fortalecido por duras jornadas de campo y todavía con arrestos, buscó
pacientemente una madre para sus hijos y la halló en Toca. Celia Neira, excelente esposa,
cabeza y nervio de una nueva familia: los Infante Neira, que tuvieron en su orden a
Arístides, Carlos, Celia y Tránsito, primos hermanos de mi padre por parte de padre.

Clotilde, la cuarta hija del primer matrimonio, asumió voluntariamente el rol de tía y fue
como una segunda madre para los menores de ambos hogares, labor que cumplió hasta los
noventa años, cuando murió. Fue ella la personalización y el dulce resumen de un amor que
vino cabalgando desde Venezuela y tuvo su segunda versión en Toca.

Tesón es el sustantivo masculino que acompañó al bisabuelo y fue su impronta y su escudo


en cada empresa que emprendió. Anduvo con él durante largas jornadas a caballo, lo
acompañó insomne en tantas inspiradas interpretaciones en el violín, largas noches de
pasión, tiernas escenas de hogar e iluminadas sesiones académicas en lejanas escuelas
rurales.

Fue un hombre digno y honesto que enaltece mi árbol genealógico desde una alta rama, lo
cual me honra y enorgullece. Su presencia en ésta escena logró, una vez reconstruida su
historia y establecido su parentesco con Herminia Infante, traer hasta el presente la imagen
revaluada de mi abuela desde aquella sombría fotografía para llenarla de flores, de cariño
colorido y de jovialidad, en su dimensión de mujer, de hija y de madre.

Luego de retomar su lugar en la jerarquía familiar, la abuela Herminia vive nítida, colorida,
iluminada y sonriente en nuestras memorias.

Se requiere valentía y una enorme generosidad para compartir historias familiares con
escenas dolorosas y trágicas, cuando el interés al narrarlas no es precisamente histórico, ni
editorial. En mi caso, llevo tanto tiempo haciendo borradores de historias, que no recuerdo
exactamente cuál fue mi interés inicial. Es posible que en aquel tiempo, cuando empecé a
interesarme por conocer algo de la historia de mi familia, hubiera querido ser un escritor
famoso, de la misma manera y con la misma vehemencia infantil con las que también quise
ser policía, bombero o piloto.

Cuando Edelmira y Pompilio, madre e hijo, escribieron relatos cortos y cartas, es muy
probable que no tuvieran interés distinto al deseo de registrar el devenir de sus sencillas
historias para evitar que cayeran en el olvido. Hay mucho amor a Dios en cada párrafo y se
percibe la gran unión y solidaridad que siempre estuvo presente en sus vidas, a pesar de las
dificultades. Por eso los admiro y los respeto.

Hace aproximadamente 14 años obtuve mi jubilación como docente y de inmediato inicié


un ciclo de diez años como terapeuta Reiki, para lo cual me había preparado al lado de
Álvaro, mi Maestro. Recién había salido el último consultante que atendí esa tarde y me
preparaba para salir del pintoresco consultorio, donde no cobraba nada por la consulta hasta
que Álvaro me hizo caer en la cuenta de que durante una consulta se daba un intercambio
de energía, donde yo aportaba parte de mi energía sanadora y el consultante me retribuía
con parte de su energía, considerando que el dinero es una forma de energía.

Al principio llevé una cajita decorada con arte ruso que me hizo mi esposa, para que al
final, cada consultante depositara voluntariamente algo de dinero, según sus posibilidades,
pero semanas después constaté desencantado –tras mirar cuánto habían dejado, antes de
cerrar la cajita- que luego de que una señora que había llegado en camioneta de alta gama,
con chofer, dejó dos mil pesos, un señor de apariencia humilde contó las monedas para
pagar el bus y luego depositó con gusto lo que le quedaba: quince mil pesos. Esa manera de
miseria al revés hizo que me propusiera solucionar de inmediato esta inequidad,
estableciendo un valor fijo por consulta y gratis para los pobres.

- ¡Hola Eduardito! --me saludó desde la puerta Sandra, una amiga médium
con gran poder espiritual, que eventualmente me ayudaba en algunos
casos que requerían de su apreciado don.

Venía acompañada por su amiga Liliana y se veían algo apresuradas. Nos saludamos
afectuosamente.
- Y ¿ya estás de salida?
- Sí Sandrita, ¿por qué?
- Porque “me está llegando” un mensaje para ti. Así que acuéstate en la
camilla.

Lo hice sin dudarlo, luego de quitarme la chaqueta y los zapatos. Mientras me acostaba
boca arriba sobre la camilla, empezó a decir en voz alta “La Gran Invocación” y se ubicó
en la cabecera tras de mí, mientras que cerraba los ojos y ponía sus manos sobre mi cabeza.
Algunos segundos después y sin descomponer su posición inicial,

- ¿Quién es el Tío Eduardo? -preguntó.


- No tengo ningún tío con ese nombre -respondí, tras repasar mentalmente
durante unos segundos.

Luego de un rato en silencio, lenta y pausadamente comenzó a decir, con esa seguridad de
quien sabe bien de qué está hablando:

- Son varios asuntos los que Eduardo te quiere comunicar…:


• Que fue un ser muy espiritual y Mago blanco Rosacruz, con una práctica muy
evolucionada, para lo cual se preparó en París.

• Que aún se siente mal por algunos ensayos que hizo en plan de exploración.
• Que tiene para mí un “regalo blanco”, cuyo símbolo es una blanca flor de loto, que
recibiré de Edelmira.

• Que lo mío no son las piedras semipreciosas, sino la esmeralda y el rubí; esmeralda
en mano derecha entre el dedo medio y centro de la palma; rubí, entre los dedos
pulgar, índice y medio de la mano derecha; en ambos casos, la mano izquierda hace
de “Laser”.

• Que hace muchas vidas él fue mi padre y desde entonces hay una conexión especial
entre los dos.

Tomé detallada nota de aquella sesión y hace poco, cuando revisaba documentos y apuntes
para este libro, vi que aquello ocurrió en septiembre de 2006.

Inicialmente recibí el mensaje con algo de escepticismo, pero algún tiempo después lo
asocié con lo poco que sabía de mi familia paterna y recordé que una hermana menor de
Eduardo Infante, hijo de un primo hermano de mi padre, se llama Edelmira, lo cual me
condujo al mencionado “Tío Eduardo”. Posiblemente la denominación de tío fue una
especie de pista.

Ya tenía bastante adelantada la escritura de éste libro, cuando a mediados de febrero de


2020, poco antes de que una molécula maliciosa y asesina como cualquier dictador
caribeño, nos obligara a permanecer en casa para darle un respiro a la naturaleza y una
oportunidad maravillosa para reflexionar acerca de cómo estamos haciendo las cosas, acudí
donde Edelmira Infante, hija de la autora, a quien encontré al frente de su tienda naturista
en el centro de Tunja. Fuimos con mi hermana y mi intención era que me ayudara a
resolver algunas preguntas acerca de mi familia paterna.

A mi primera pregunta respondió con un sincero y sereno “No tengo idea” y lo mismo
ocurrió con la segunda, pero luego me dijo que en su casa había varios ejemplares de un
libro, en el que probablemente estarían todas las respuestas que yo buscaba.

Me prometió que al día siguiente traería uno de ellos. Vine desde Toca, donde estaba
alojado en casa de mi madre y efectivamente me entregó “INFANTE. Un legado de amor,
nobleza y tesón”, hermoso libro escrito por su hermano Pompilio, sacerdote, y por su
madre Edelmira, en afortunada compilación que hiciera su nieto Didio Andrés Peña. Fue
así como obtuve, de manera inesperada, una valiosa información sin la cual no hubiera sido
posible terminar dignamente mi obra.

Después de escuchar acerca de mi proyecto y en nombre de su familia, que es también la


mía, me entregó este “regalo blanco” que ya en el 2006 me había anunciado una amiga
médium, como parte de un mensaje que Eduardo Infante me envió desde algún ignoto
plano astral, en un hecho sorprendente mas no inexplicable para mí.

El libro, muy bien ilustrado, trae en su primera parte unas inspiradas semblanzas del padre
y el abuelo de Eduardo, ambos con el mismo nombre: Arístides. Cuenta Edelmira con
sentida prosa, acerca del nacimiento de Eduardito, su hijo: “Después a los diez meses le dio
bronquitis, ahí si lo vimos como muerto, tanto que el Amito se arrodilló en el patio con las
manos juntas pidiéndole a Dios y llorando que no nos quitara el chinito. Yo permanecía las
noches con él alzado porque se ahogaba de la tos. Por fin llegó el médico Sánchez, hizo
abrir puertas y ventanas y que le dejáramos la piecita a él solo, le dio varios remedios y así
se fue mejorando. Ya comenzamos a ponerle los vestidos del otro.”

Lo llamaron Eduardo para evocar al fallecido, alrededor de cuyo nacimiento sus padres y
en general su familia, abrigaron gran ilusión. Este segundo Eduardo fue muy enfermizo
durante su primer año de vida y sus padres pensaron que también moriría, pero contra todo
pronóstico empezó a recuperarse poco a poco y a crecer sano y vigoroso en su natal
Tibasosa.

A los quince años era un muchacho alto, de buena contextura y con cierto aire a Rodolfo
Valentino, actor de moda en el cine mudo de la época. Hay un hecho que llamó mi atención
y decidí analizarlo con más detalle y se relaciona con el segundo Eduardo de la familia
Infante Olano, nacido pocos meses después de que un primer Eduardo muriera siendo muy
niño.

Las ropas de su hermano habían sido confeccionadas por sus tías, con enorme ilusión y
cariño. Lo anterior no tendría mayor significado a primera vista, de no ser porque en
cuestión de las energías de los seres, un campo que ha sido estudiado en profundidad
durante mucho tiempo, la ropa guarda no solo la energía propia de quien la haya usado,
sino mucho de su información sutil, anotando al margen que nuestra conciencia se mueve
precisamente en y alrededor de campos sutiles, que más que energéticos son intensamente
informacionales.

Usar ropa de alguien fallecido siempre ha sido desaconsejado, al punto que quienes
administran centros de acogida para personas desvalidas de la tercera edad, piden a sus
benefactores y donantes, que en lo posible la ropa que donen sea nueva.

La razón para que así lo soliciten tiene relación con que si quien haya usado las prendas
sufrió de depresión, por ejemplo, independientemente de la edad a la que haya muerto, o si
padeció de esquizofrenia o cualquiera otra patología mental, hay demasiada información de
sufrimiento y confusión, que eventualmente puede penetrar a través de las estructuras
sutiles del nuevo usuario, que para este caso sería un adulto mayor, pudiendo en casos
llevar a estados de depresión, confusión y angustia.

No necesariamente debe haber sido un paciente psiquiátrico, sino cualquier persona que
cargue en mayor o menor proporción conflictos en su emocionalidad, que puedan generar
sufrimiento y confusión. Pero tratándose de un niño, que apenas acaba de llegar a este
plano, ajeno a cualquier conflicto emocional o mental, la información que trae y porta lo
hace similar a una hoja en blanco, sobre la cual se irán escribiendo las experiencias que
conforman su personalidad. Al nacer, olvidamos todo nuestro plan y los propósitos
acordados desde antes. Nuestra tarea es en realidad “recordar” que somos maravillosos
seres de luz, aunque entre el ego, nuestra mente y nuestra emocionalidad, lo dificulten. Por
eso alguien dijo que vivir es recorrer el camino desde el ego hasta el alma.

Intuyo que el primer Eduardo fue un ser evolucionado, un alma antigua y sabia, cuya
estructura sutil portaba la información de un ser equilibrado y armónico con relación a las
tres esencias fundamentales: paz, amor y libertad. Posiblemente vino a este plano de
aprendizaje, denso y doloroso, solo a completar un largo periplo de existencias, mediante
las experiencias de nacimiento y muerte, antes de trascender, dejando así y para siempre el
Samsara, o rueda de vidas y muertes sucesivas.

Pudiera formularse una hipótesis algo traída de los cabellos según la cual “el tío Eduardo”,
recibió tal conocimiento y tanta luz luego de nacer, que muy pronto fue un adelantado de su
propio proceso, a pesar de que su estructura no fuera capaz de asimilar de forma natural
todo lo que recibió.

Pero para desgracia de tal hipótesis, se sabe en cambio, que el alma de cada ser acuerda con
sus guías espirituales -antes de nacer- un plan para cada existencia, que incluye retos y
obstáculos a superar con el fin de “recordar” quienes somos, puesto que tal plan desaparece
de nuestra conciencia al momento de nacer.

Y también se sabe que los retos, las pruebas y los desafíos aparecerán en diferentes
momentos, ciertamente los más oportunos de acuerdo con el proceso de evolución de cada
quien. Cada reto superado mediante el aprendizaje que trae implícito, nos acerca al
propósito que traemos.

Pienso que en el caso del sobreviviente “tío Eduardo”, se perdió aparentemente por el
camino, puesto que en su plan estuvo perfectamente convenido, que a la existencia que le
correspondió no vino a aprender, sino a enseñar.

¡Y qué cosas puede enseñar un ser confundido!, que pasa su existencia sintiéndose poco
amado y cuya alma estuvo de acuerdo con que su personalidad estuviera imbuida de
tristeza y remordimientos. ¿Por qué razones un alma decide planear experimentar una
enfermedad grave en su vida?

La respuesta desde la perspectiva del reino espiritual es que vino a enseñar compasión,
comprensión y amor incondicional a los miembros de su entorno familiar. De otra parte,
hubo muchas razones que pueden considerarse altruistas, pues una enfermedad grave como
la que tuvo, logra cambios importantes en cualquier sistema de creencias, juicios y valores,
amén de lo que puede lograrse en materia del equilibrio kármico, si consideramos que un
enfermo con estas características, puede llegar a ser cuidador de un enfermo similar en otra
existencia y en cada situación, ambos van a ganar un escalón en su ascenso evolutivo.

En un fragmento de la carta que Eduardo le escribió a su hermano Pompilio, el sacerdote,


se percibe claramente su desajuste, mucho más emocional que mental: “En medio de las
confusiones de mi vida triste y desordenada, en medio del vagar de mi imaginación por
todos los campos del vivir humano, en medio de mis complicadas enfermedades del cuerpo
y del espíritu, que aún persisten y persistirán a través del tiempo, que me hacen sufrir en
formas muy grandes; en medio del caos y de la anarquía que han dado en reinar en mi alma
en los últimos tiempos, en medio de todo eso y a pesar de todo ello, la imagen tuya se me
presenta muchísimas veces, como mi querida tabla de salvación…”

En una nota al pie de página, Pompilio expresa: “Es el resumen de su mal y de su terrible
tragedia. ¡Pero los sistemas absurdos de entonces para curarlo fueron contraproducentes y
lo hicieron víctima! …Esa carta hoy día es una acusación para todos los que quizá pudimos
hacer algo, y por cobardía no lo hicimos.”

La historia recién conocida logró traer desde un nebuloso pasado, de una parte la imagen de
mi abuela Herminia, pequeñita de cuerpo pero muy grande cuando tuvo que sacar adelante
a sus hijos, haciendo visible por primera vez su vida ante nuestros ojos, para reivindicar
todo el amor que prodigó de madre, a pesar de una esforzada y difícil existencia.

De otra parte, el plan arriesgado que los guías espirituales de Eduardo, las almas de su
grupo y él mismo acordaron para su existencia, (que incluyó una amplia gama de
vicisitudes, y que si bien contó con todo el potencial para que sus familiares y conocidos
aprendieran valiosas lecciones), tuvo mucha desdicha para él mismo, incluyendo
imposturas y traiciones planeadas, desajustes en todos los campos de su vida, rematando
con una terapia equivocada al final, que complicó aún más –si era posible- su triste
situación.

Tengo la certeza, no obstante, de que el alma eterna evolucionó en gran medida tras los
aprendizajes hechos durante su paso por esta tierra en el cuerpo de Eduardo y ha tenido la
recompensa de la luz, entendiendo que el equilibrio se obtiene al experimentar tanto la
oscuridad como la claridad, en un plano como el nuestro, donde existen el bien y el mal.

Basta una mirada consciente y compasiva sobre las dificultades y luchas de mis ancestros,
lo mismo que sobre sus logros y alegrías, para sintonizar con la opción idónea que
armoniza toda la estructura familiar, poniendo orden en la jerarquía y perdonando, si
hubiera algo que perdonar. Por eso ocupé con sincera humildad mi sitio en el orden
familiar, con la intención de sanar cualquier desarmonía, antes de retomar el tramo final de
mi camino.

3. LO VERDADERO ES TRANSPERSONAL Y EMOCIONAL


(Algunos elementos para sanar)

Guerras y sangre
y exterminio y muerte,
ese es tu porvenir y tu memoria;
esa es, ¡oh! Patria¡ tu maldita suerte
y esa será tu maldecida historia
Eugenio Castro (1850)

La historia de la humanidad fue escrita durante siglos por cronistas oficiosos, que por tal
condición resultaron nefastos para la verdad. No estuvieron ahí cuando sucedieron los
hechos, pero después los narraron con lujo en el detalle y pretendido rigor. La verdad cayó
bajo toneladas de imaginación.
Por suerte, aunque los hechos puedan modificarse de manera truculenta en un intento por
cambiar la historia, la verdad permanece y al final el mundo supo que el ingrato oficio de
escribir la historia de reinos y países, por encargo y por cuartillas, se hizo a posteriori
desde los perfumados despachos del vencedor.
Sólo cuando aquellos subalternos a destajo tuvieron que dejar sus anacrónicos atriles, la
historia empezó a ser contada tal cual, por parte de ponderados librepensadores y otras
veces por iconoclastas de toda estirpe y de ningún bando. Entre todos y poco a poco
abrieron un vedado portal por donde entró la brisa fresca de la verdad, de la mano de las
revoluciones.
Los verdaderos historiadores de academia, aparecieron después, pero pronto empezaron a
ser desplazados por cronistas asalariados y subalternos del poder de turno, precursores de
los periodistas obsecuentes que hoy se tornan sumisos ante sus empleadores, generalmente
incondicionales del poder, a cambio de un salario.
Estos últimos siguieron el ejemplo de los historiadores oficiosos, pero ya no como
laboriosos narradores de una gesta, sino como cronistas de lo inmediato, en un medio que
sacrifica la verdad en aras de la noticia liviana y sensacionalista y en el que las mentiras de
hoy traslapan las de ayer, de suerte que al final resulta algo turbio y engañoso que no se
parece a la verdad, aunque la mayoría lo consuma con avidez.
Infortunadamente, la afable relación entre las naciones y la verdadera historia duró poco,
con el advenimiento de regímenes totalitarios que, en complicidad con la justicia
institucional y los medios de comunicación, han construido el fatídico montaje de una
conspiración del silencio, que ha echado mantos negros y cortinas de humo sobre todo
aquello que no les interesa ni les conviene que se sepa. La nueva historia de la humanidad
sólo se conocerá muchos años después, cuando se descorra el velo y ya hayan sucedido los
crímenes, los saqueos y las guerras. Por ahora seguimos en la historia oficial, que a su vez
es la verdad oficial.
Así que como “la verdad” sobre lo que realmente sucede está convenientemente oculta e
inaccesible, cada vez somos más quienes preferimos conocer “la propia verdad personal”,
pero no por eso intransferible.
Por fortuna y casi como una tabla salvadora para quienes desean saber la verdad acerca de
sus ancestros, por dolorosa que sea, desde otra esquina del mundo, los orientales, que
siempre nos han orientado, abrieron hace siglos un gran portal que dejó franco el paso a un
mundo paralelo de luz y realidad inmaterial, donde siempre habrá prodigios para contar. La
meditación es desde hace mucho su principal vehículo y además es factible, está disponible
y es gratuita.
Toda esta apertura hacia la espiritualidad abrió espacio para que otros campos del saber
escribieran, éstos sí de manera inteligente y desinteresada, la otra historia, una que recoge
los resultados de verdaderos diálogos con el alma.
La psicología es un ejemplo, en especial la psicología transpersonal, que apareció hace más
de un siglo y desde entonces ha abordado de manera nada ortodoxa las dinámicas que a
diario se producen tras los conflictos en la familia, unidad básica de la estructura social.
La mencionada disciplina intentó algo a primera vista poético para entender e impactar toda
esta problemática, pero paradójicamente sus hallazgos no fueron nada poéticos y por el
contrario se han ubicado a la vanguardia de una terapia, que sin dejar de ser científica,
puede considerarse una terapia de las almas.
En toda familia hay herméticos secretos, pecados inconfesables, amores clandestinos y
oprobiosos comportamientos, que la mayoría de las veces no llegan a ser conocidos, pero
cuando lo son muy pocas veces son entendidos y en los muy pocos casos que logran
comprenderse, se quedan sin ser tratados.
Ocurre que tras la muerte de los protagonistas, tales comportamientos quedan en el campo
astral como restos energéticos con significado emocional, los cuales han sido denominados
de varias maneras y una de ellas es la de “fantasmas”, que ocupan espacio en el ámbito
emocional del grupo familiar durante períodos indeterminados, para reaparecer en algún
momento y manifestarse en la vida de uno o algunos de sus miembros.
En el mejor de los casos, quien reciba uno de tales adefesios, podrá con mucho trabajo
hacerlo consciente, para luego asumirlo y encararlo de frente y sin temor, con el fin de
aprender las lecciones que traiga y restablecer de esta manera su propio equilibrio, la
armonía del grupo y volver –si es el caso- al orden jerárquico familiar. En éste sentido, las
Constelaciones Familiares hacen un apoyo maravilloso y eficaz.
Desde la óptica espiritual, área que comparte lo transpersonal, cada fantasma que aparece
en la existencia de alguien, constituye un reto planificado por su propia alma inmortal
desde antes de su nacimiento.
Ahora bien, los seres humanos vivimos las consecuencias de nuestras decisiones, que en
caso de ser equivocadas afectan al grupo familiar o a alguno de sus integrantes. Ahí surgen
los conflictos emocionales, que generalmente no son percibidos por desconocimiento, con
las consecuencias en términos de la violencia intrafamiliar, que sabemos va en aumento.
En los casos de mi padre y el de mi abuelo materno, ocurridos alrededor de 1900, ambos
sufrieron respectivamente el súbito abandono del padre y la ausencia del mismo, que por
razones que no se conocieron al final, nunca regresó de la guerra. Ambas fueron
situaciones dolorosas que debieron padecer junto con sus madres y sus pequeños hermanos.
El daño infligido queda registrado en el campo emocional de quien lo padece, como
información propia de un comportamiento traumático y aun cuando es muy probable que
en los dos casos hubiera sido tramitado y superado en alguna medida por quienes lo
sufrieron, es igualmente probable que alguna porción hubiera quedado como fantasma en
cada uno de los campos emocionales de quienes los sucedimos en la línea familiar.
Los descendientes portamos esta información de trauma en recónditos lugares de nuestro
ser, que es mucho más que nuestro cuerpo físico, al lado de la información del
comportamiento que lo ocasionó y cualquiera de las dos, o ambas, pueden manifestarse
después de los año, ante los estímulos adecuados o los retos planificados del alma,
desencadenando comportamientos similares a los que ocasionaron el trauma, en este caso el
abandono, sea fortuito o intencional.
De acuerdo con lo expuesto, se podrá dar el caso de una nieta que de pronto se sienta
abandonada o se perciba como no querida, lo mismo que algún bisnieto que abandone su
familia, deje abandonado un proyecto o renuncie sin justificación a un trabajo.
En esta línea de pensamiento, es posible que la oveja negra de la familia sea en realidad el
sueño realizado de algún bisabuelo que murió frustrado y triste, pero cuyo patrón de
comportamiento haya podido viajar a través de tres generaciones, para manifestarse en
aquel bisnieto ludópata o aquella bisnieta promiscua.
Lo deseable es hacer consciente tal tendencia una vez revelada, para exponerla a la luz
sanadora de la conciencia, eliminando todo temor y duda, y así permitir que actúe el amor
incondicional, sanador por excelencia.
Conocer la historia familiar debería ser aprendizaje ineludible en esta escuela de la vida, no
con el ánimo de ostentar heráldicas vanidades, sino para saber si nuestro actuar en la vida
corresponde a algún modo conocido, puesto que cada uno de nosotros es el producto de una
madre y un padre, cuatro abuelos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos, treinta y dos tras
tatarabuelos o choznos y así hasta el infinito.
Pero si tenemos en cuenta que nuestros padres, abuelos y un largo etcétera tuvieron
hermanos, es de imaginar la inmensa red que se va formando sobre los territorios habitados
del planeta, hasta que al final somos la humanidad, en donde todos somos parientes: una
gran tribu de humanoides con lenguaje articulado y proceder errático, gracias al cual ha
sido posible la evolución, puesto que el error humano es necesario en todo aprendizaje.
Seguramente la revisión no tenga que ir más allá de los cuatro abuelos y los
correspondientes tíos abuelos, pero será suficiente incluso con menos información, si se
examina con atención la historia de cada uno: sus luchas, su salud, sus logros, sus apegos y
aversiones. Seguramente habrá pistas que nos permitan dar explicaciones a algún proceder
y corregir, si es que hay que hacerlo.
Muchas personas desconocen y por eso generalmente niegan el hecho de que nuestras
desgracias en materia de relaciones de pareja, o la infortunada manera de superar las crisis
o los tropiezos económicos, guarden relación con la historia familiar.
Hay, no obstante, explicaciones cada vez más científicas que propugnan por una verdadera
relación causal entre la historia familiar y la forma de enfrentar y resolver las situaciones
que a diario nos pone en frente la vida.
Alguna de tales explicaciones se relaciona con la hipótesis de que nuestras células
originarias, óvulo y espermatozoide, contienen información emocional “impresa” en forma
de descargas eléctricas que se producen en el momento en que alguno, o ambos de los
progenitores, vivieron su emoción dramática e intensa y que una vez inscritas en las
células, marcan las del cuerpo del descendiente, para que posteriormente se manifiesten
cuando sea que defina actitudes frente a diversos retos y situaciones problemáticas que
plantea la vida. Un hecho violento, una muerte, un “sentirse poca cosa”, o haber sido
abusada o abusado de niño, marcan todo un inconsciente emocional. Las células tienen
memoria.
La vida nos presenta una y otra vez situaciones problemáticas, relacionadas justamente con
algún reto que no hayamos resuelto, hasta que lo superemos. Los humanos tropezamos
muchas veces con la misma piedra y no somos conscientes de ello. Volveremos a hacerlo
una y otra vez hasta que aprendamos, cosa que puede ocurrir en esta vida, o en una
próxima.
Si no hemos entendido el temor a ser abandonados, hecho que traemos impreso desde antes
de nacer, la vida nos llevará a situaciones que nos hagan sentir ese temor en forma de celos
u otras formas de inseguridad, hasta que en algún momento lo superemos y sigamos con
nuestra vida.
Bert Hellinger, uno de los exponentes de la psicología transpersonal, afirma que por cada
descendiente sanado, hay un ancestro liberado. Esto significa que cuando algunos ancestros
dejaron pendientes y sin resolver asuntos como una ira no tramitada, un deseo de venganza
no cumplido, un crimen o una culpa sin asumir, se abre un “campo de compensación
arcaica” y el inconsciente familiar designa a un descendiente para concluir aquello que
quedó inconcluso.
Tal descendiente, desde el momento de su concepción queda atrapado en ese designio y no
puede hacer cosa distinta que repetir ese pasado, hasta que se dé cuenta.
Cuando llega a ser consciente del designio, logra liberarse del pasado, para asumir su
presente, con todas sus prerrogativas, actos y emociones, sin culpar a los demás. De esta
manera, entra en un nuevo campo: el de la autonomía, muy parecido a la madurez
emocional.
Todo este proceso, que lleva años en desarrollarse, es completamente inconsciente,
mientras la vida nos va enviando situaciones “espejo” de aquello que haya vivido el
antepasado, para que nosotros las vivamos, pero desde el presente autónomo y adulto.
En cuanto asumimos conscientemente el conflicto, el asunto pendiente de resolver por parte
del ancestro, se resuelve “en paralelo” y en ese momento sucede la liberación de la carga
prevista en el campo de compensación.
La vida es la gran maestra y los fantasmas emocionales asumen diversas formas, según las
lecciones que traigan, de suerte que pueden aparecer como alguna adicción, en forma de
comportamiento neurótico, pero también como conducta cruel o en forma de alguna
dolorosa afrenta, así como encarnando alguna enfermedad crónica, todas ellas variables
dolorosas que traen ocultas sus enseñanzas sanadoras, que salen a la luz sólo con ser
conscientes del problema y eventualmente de su origen. No es fácil, pero es posible.
Los seres humanos venimos con toda la potencialidad para resolver estos asuntos
problemáticos. Pero a veces hay situaciones que abruman por su complejidad o su gravedad
y es necesario buscar ayuda. Por suerte hay terapeutas idóneos.
Con el fin de completar espacios en blanco, propios de una historia con secretos y escasa
información, fue necesario recurrir al consejo y las luces de Elkin Torrado, mi amigo del
alma e intuitivo sanador por destino, que escuchó mi narración desde su corazón y tras
reflexionar y meditar, me fue dando a conocer en cada caso aquello que consideró útil,
amable y verdadero.
Elkin ha sido terapeuta alternativo, antes incluso de que alguien decidiera acuñar tal
denominación, anotando que quien lo haya hecho ignoró que en realidad todas las
medicinas son alternativas, en tanto son buscadas como otra opción para curar, por quienes
padecen dolores y malestares, cada vez que resulta insuficiente el arsenal terapéutico de la
medicina oficial, que en ésta perspectiva es solo una alternativa más.
Esta época a veces caótica que nos ha tocado vivir, ha sido afortunada al contar con los
sanadores, seres heridos en el alma que aprenden a sanarse a sí mismos y en ese
aprendizaje adquieren la capacidad para sanar a otros, en un proceso natural, compasivo y
espontáneo.
El sanador es básicamente un ser insatisfecho, que no se conforma con aquello que otros
hacen para adaptarse a la realidad que les toca vivir y tal descontento es el que lo lleva a
reparar su alma herida.
Todos nacemos heridos, pero el sanador siente demasiado sus heridas, al convivir con ellas
en una cotidiana experiencia. Es difícilmente adaptable. Es más lo que siente que lo que
piensa y por tal razón un sanador no es precisamente el más inteligente. En cambio, sufre
mucho. En éste punto, es inevitable pensar en Eduardo Infante, que tuvo comprometida su
emocionalidad durante mucho tiempo y hoy se sabe que su sensibilidad fue tan grande
como su sufrimiento.
Por lo anterior es que los sanadores desarrollan una gran capacidad de regeneración
emocional y espiritual, induciendo ya sea por contigüidad, empatía o resonancia, profundas
transformaciones en los demás. Estar en la presencia de un sanador, es decir, muy cerca de
su estructura armónica y ordenada, hace que nos sintamos bien, antes incluso de que
empiece a hablar.
Sin embargo, no es alguien al que se acude para conseguir la sanación, sino alguien que
logra despertar en quien lo consulta, la conciencia necesaria para sanar por sí mismo. Es
como el buen maestro: no enseña realmente, pero logra seducir al estudiante para que haga
los aprendizajes necesarios. Inspira a aprender.
Elkin fue uno de los primeros hippies emprendedores en estas latitudes e hizo parte de una
comuna en alguna vereda de Chía. De acuerdo con la filosofía de paz y amor, muy propia
de la incipiente y sicodélica era de acuario, era menester crear un entorno mágico y alejado
del bullicio citadino para que quienes exaltaron hasta niveles místicos el contacto con la
energía natural de la Pacha Mama, tuvieran una existencia armónica.
En cierto momento cerró el ciclo, le agradeció a aquel espacio maravilloso, salió de Chía y
se dedicó a la herbolaria; es decir, hizo un salto cuántico desde el ritual recreativo y
espiritual con la marihuana, al riguroso conocimiento científico de los principios activos de
muchas plantas, haciéndolo un verdadero propósito, que dio sentido a su vida y enderezó su
rumbo.
El reiki encontró a Elkin mientras andaba en esa búsqueda y ocurrió en el momento
preciso, pues el alumno debe estar listo cuando aparece el maestro, ésta vez en forma de un
Instructor de reiki de quien obtuvo los alineamientos y los tres niveles básicos, para
convertirse en un canal idóneo de energía armonizadora, a través del cual pudiera fluir la
esencia de esta milenaria práctica, que se mantuvo oculta durante siglos en monasterios
budistas del Tibet, hasta que un monje franciscano, el japonés Mikao Usui, la encontró a
principios del siglo veinte, la entendió y la puso al servicio de la humanidad.
Tuvo acceso a algunos maestros que le permitieron aprendizajes significativos en la
práctica de una meditación a secas, sin la vana pretensión de lo trascendental, ni de cierta y
determinada iluminación, reservada sólo para privilegiados iniciados.
Alguna vez me confió que la meditación precisa de gran valentía, pues estar en silencio y a
solas consigo mismo no es nada fácil. Medio en broma me dijo que la primera vez que se
encontró con su yo superior, una vez entró en estado meditativo, literalmente no supo que
decir, pues nunca fue bueno entablando conversación con un desconocido.
Sin duda, Elkin es habitado por un alma antigua, con el poder de un espíritu inquieto,
sincero y valiente, que sabe de asociaciones intuitivas y conexiones con espíritus de la
naturaleza.
Hace años, una hermosa vidente que no percibió la pasión que el tímido consultante sentía
por ella y luego de que Elkin lanzara las monedas que al azar conformaron sus hexagramas
del I Ching, ella le dijo que su misión era servir como vínculo, para propiciar la resolución
de conflictos entre entidades del alto astral.
Como quiera que Elkin apenas pudo vislumbrar parcialmente aquella revelación, asumió
que la vidente, en una especie de elegante quite torero, había logrado sortear su empeño
varonil. No le pidió explicaciones, pues pensó que pondría en evidencia su
desconocimiento acerca de estos temas, lo cual le restaría posibilidades frente a las
pretensiones muy humanas que de todas formas siguió abrigando por ella.
Le dolió mucho, pero pronto lo superó. Así es Elkin: siente intensamente, es
tremendamente apasionado, pero inevitablemente humano.
En cuanto supo del extraño viaje de mi padre hasta nuestra finca en Suaita, me dio algunas
explicaciones poco racionales para mí. Luego entendí el por qué: la espiritualidad no tiene
nada que ver con lo racional, a no ser por el lenguaje articulado que usa y los números
racionales para explicarse, a través de la numerología.
- “Parece tomado de un fantástico relato” -pensó-, pero ahora sé que es real,
-concluyó, respirando profundamente tras interrumpir aquella meditación
alrededor de nuestra naturaleza emocional, en la que llevaba inmerso un
largo rato.
A menudo lo hace para tener algo de diálogo interno y puntualizar algo antes de concluir,
así sea de manera preliminar, pero luego, tal como en ésta ocasión, recompuso su posición
y continuó tirado sobre el diván donde solía acomodar a sus pacientes, para seguir sumido
en su casi onírica introspección, de la cual dejó el siguiente registro que me permito
transcribir:
- Hay un plano profundo del ser, conocido como el subconsciente, donde no
existe la materia en ninguna de sus formas y todo es conciencia pura.
Allí la información fluye por líneas de vacío, hechas del mismo material
del universo y residen las antiguas memorias de las emociones
esenciales, sin nombres en ningún idioma para no contaminarlas de
manera alguna.
- En aquella misma instancia, están los profundos anhelos, las heridas del
alma, las dolorosas partidas, las tristes despedidas, los gloriosos retornos,
las ausencias y los abandonos. Comparten este espacio infinito con los
recuerdos entrañables y unos más que otros están disponibles para que
los seres emocionales y amnésicos que somos, logremos echar mano de
ellos a voluntad.
- Es cuestión de recordar para traerlos a la mente consciente y darles un
nuevo significado, o un nuevo sentido que los valorice en beneficio del
saber consciente y de nuestra felicidad, que vive allí dormida con sueño
liviano y a medio cobijar solo con unos pocos recuerdos felices,
esperando el momento de venir saltando hasta el portal del presente, al
llamado de la evocación, el afecto, la pasión, la música o la situación que
nos haga felices. Aparece entonces una felicidad radiante y expresiva,
ataviada según la ocasión con vívidos tonos Dopamina, Endorfina,
Oxitocina o Serotonina.
Gracias a las largas conversaciones con Elkin, hoy comprendo que somos seres muy
complejos en nuestra emocionalidad y que la historia familiar está llena de ausencias y
abandonos, realidad que aplica para la historia de los países. Es sólo cuestión de magnitud,
pero la complejidad persiste.
Con el propósito de evitar las subjetividades propias de una versión única, quien se adentre
en su propia historia, debe averiguar en ramas cercanas de su árbol por diversas visiones y
versiones alrededor de cierta situación trágica, dramática o dolorosa que haya marcado
significativamente la vida de su grupo, evitando tomar partido al lado de la presunta
víctima o a favor del villano, según sea la fortaleza y la consistencia de los lazos afectivos.
El ego, ese niño malcriado que nos habita y llega a veces a dominarnos, tiende a perpetuar
viejos comportamiento y se resiste con pataletas, proclamando desde adentro que actúa de
tal o cual manera por la sencilla y única razón de que es así y no puede cambiar.
Desde esta perspectiva de cosas por arreglar en tiempo y espacio, nadie debería señalar
acusadoramente al miembro de familia que trata de restablecer el orden a través de una
adicción cualquiera, o mediante una conducta oprobiosa y censurable, pues en realidad está
librando una dura e incomprendida batalla.

Hay que entender las razones que tuvieron los ancestros de cada quien para haber asumido
determinada actitud, a partir del conocimiento de la historia familiar. Debe haber muchas
razones, pero las siguientes parecen constituir, de acuerdo con los más esclarecidos guías,
un listado de las principales:

- Hay que respetar el destino de cada antepasado, como resultado de las


decisiones que tomó, autónomamente o que alguien tomó por él,
seguramente de buena fe.

- Amar lo que hay de ellos en mí, sin tratar de luchar contra algo
inmodificable. Aceptarlos sin reproches, reconociendo su libre albedrío.

- Buscar hasta descubrir el amor que subyace en el grupo familiar y que


permanece en el tiempo, para fortalecer vínculos afectivos rotos o
deteriorados.

- Debemos agradecer todo su esfuerzo para lograr que el destino del


descendiente fuera diferente.

- El hecho de honrar sus vidas es una luminosa razón, pues nos honra
cuando reconocemos que ellos son el origen de la vida de cada uno de
sus descendientes.

- Transformar, en caso de que exista, el resentimiento en aceptación, de


manera amorosa y compasiva.
La historia de Colombia registra el 11 de Mayo de 1900, como el día que la serranía de
Canta, entre Bucaramanga y Lebrija, fue escenario de una inédita lucha entre hermanos,
que a golpes de machete y yatagán, dejó el luctuoso saldo de 2.500 cadáveres mutilados
para la vergonzosa historia de Colombia, país habitado desde siempre por un grupo humano
que aprendió a odiar a sus hermanos desde el principio de su vida como nación y que
parece tener una atávica fascinación por la violencia.
En un tinglado hecho a imagen y semejanza de la fragilidad institucional imperante, el
conservador Manuel Antonio Sanclemente, anciano decrépito y autoritario, fungía como
presidente de una Colombia aquejada por la galopante crisis económica que dejó como
herencia el segundo mandato de Rafael Núñez, poeta cartagenero aficionado a la política,
que derogó la Constitución Federalista de Rionegro, reemplazándola por la de 1886 de
corte centralista, la cual tampoco logró estabilizar el país político y en cambio mejoró
ostensible y convenientemente la relación entre la Iglesia Católica y el Estado.
Desde entonces y por largas décadas, la Iglesia Católica no tributó y si captó adeptos desde
los púlpitos. Con el paso de los años ésta práctica llevó a hacer viable la dominación
conservadora, con una estrategia consistente en muchas mentiras repetidas sin nada de
pudor, que ha continuado durante muchos años y ha sido perfeccionada por diversos grupos
entronizados en el poder, hasta nuestros días.
Justo el 3 de Mayo de 1900, día de la Santa Cruz, una semana antes de que las tropas
liberales y conservadoras rompieran fuegos y calaran bayonetas en la batalla de
Palonegro, nació en Toca, departamento de Boyacá, Próspero Pinzón, homónimo del
General conservador que aquel día reclamó para sí la victoria de esta batalla fratricida, que
le dio a Colombia una nefasta y sangrienta entrada al siglo veinte.
Su padre, Antonio Pinzón Villate, que también fue el padre de Marceliano, Antonio,
Carmen y Luis Alejandro, se distinguió como formador de jóvenes en un tiempo en el cual
se hacía realidad en cada banco escolar aquello de “la letra con sangre entra”.
Bajo la autoridad y la energía abrumadora de Don Antonio y mediante una disciplina
escolar francamente espartana, que incluía maltrato y castigo, cada uno de aquellos
muchachos, casi sin darse cuenta terminaba convertido en un apasionado por el
conocimiento, aun cuando su estructura emocional saliera seriamente afectada.
Sus primeros alumnos, además de sus hijos, fueron algunos jóvenes de Toca, como Plinio
Mendoza Neira, Elpidio y Rafael Jiménez, entre otros. Con sus hijos fue mucho más
exigente y duro en los castigos, asunto sobre el cual ellos jamás hablaron durante el resto
de sus vidas, juzgo que por pura dignidad.
El Maestro Antonio era honrado y respetuoso de la ley como el que más, virtudes que por
entonces abundaban por fortuna y que transmitió a sus discípulos como indeleble impronta.
Pero actuó de manera incoherente, puesto que nunca aplicaron para su cotidiano proceder
como padre y esposo.
A pesar de que trató de ser buen proveedor en lo económico, no logró hacerlo en lo
afectivo, en esa época y con aquella sociedad machista, en la que la mujer aún no era objeto
de derecho, debido a que entonces no habían sido escritas las leyes que actualmente
protegen a la mujer y los hijos menores.
Se sabe que fue un hombre de mal carácter y pese a tal condición poco favorable para el
ejercicio del magisterio, lo ejerció en Toca, Susacón, Sativanorte y Boyacá (Boyacá),
lugares que durante mucho tiempo soportaron sus métodos, pero también y cosa paradójica,
respetaron su memoria al menos mientras sobrevivieron aquellos que fueron sus
estudiantes.
Su personalidad, demasiado distante de la ternura y el amor compasivo, no le permitió ser
un esposo cariñoso y un padre afectuoso con sus hijos, a quienes sólo dispensó el trato
distante, estricto y frío que cualquier tosco suboficial suele dar a sus soldados.
Cualquier día de 1910, cuando el menor de los hijos era apenas un bebé, Antonio Pinzón
Villate salió de su casa sin despedirse de nadie. Siguió ejerciendo su magisterio en
diferentes municipios, pero nunca regresó a Toca ni a los suyos, dejándolos en total
abandono y desprotección; nunca se supieron los motivos que tuvo, si fue que tuvo alguno,
para no volver a su hogar, con su familia.
Mientras tanto, doña Herminia Infante Guerrero, mujer pequeñita, trigueña y santa, que
durante años cargó su matrimonio y el trato huraño de Antonio como si se tratara de una
pesada cruz, actuando con la católica resignación de muchas esposas de la época, tuvo que
arreglárselas sola en Toca.
Así sola, bregando para sacar adelante a sus hijos, contó por fortuna con la ayuda de los
Infante Neira, sus hermanos medios. Siendo aún muy jóvenes, los muchachos Pinzón
Infante optaron por diferentes caminos y destinos.
El enfado, el enojo y la ira son emociones humanas legítimas y de ninguna manera pueden
ser consideradas pecaminosas, ilegales o contra natura. Somos seres emocionales, a pesar
de la fama de sabios o sapiens: nada más lejano a la realidad. En el curso del mismo día
saltamos de una emoción a otra y luego a otra, sin darnos cuenta.
Las emociones proceden del campo subconsciente, que supera en diez veces nuestro estado
normal de vigilia consciente. Por esta razón, hay emociones que nos abruman cuando
surgen inesperadamente, tanto que en ocasiones terminan en infarto y muerte.
Con emociones como el enojo o la ira, actuamos exactamente como no debe hacerse: las
reprimimos, cuando no es que “las vomitamos” sobre el objeto de nuestra ira, ambas
erróneas maneras de tramitarlas. Hoy se sabe que hay que hacerlas conscientes apenas
aparezcan, para tramitarlas, en vez de reprimirlas o de tratar de ignorarlas. Pero todo indica
que el abuelo Antonio Pinzón Villate nunca lo supo.
Su familia y sus paisanos no volvieron a saber de él, hasta cuando alrededor de 1938, en
triste condición de pobreza y aquejado de dolorosa enfermedad, la muerte fue por él a una
habitación de inquilinato en el barrio El Carmen de Tunja. Estaba al cuidado de una mujer
que diariamente iba a llevarle sus alimentos y que muchos años atrás había sido su alumna
en Susacón.
Algunos buenos vecinos, conmovidos por la situación del viejo Antonio y convocados por
Celestino Ayala, alpargatero de oficio, dieron muestra de solidaridad humana haciendo
colecta para comprar un modesto ataúd y así lograr al menos sepultarlo con algo de
dignidad. Ningún familiar de Antonio Pinzón Villate asistió a su sepelio.
Para la fecha del fallecimiento de su padre, Marceliano, que años atrás se había radicado en
Cali, iba llegando a Puerto Carreño, lugar a donde más tarde arribó Antonio desde
Villavicencio; Luis Alejandro, que resultó ser un excelso ebanista, llevaba años radicado
en Venezuela; Carmen se casó con el joyero Jorge Argüello y se radicaron en Bogotá.
Próspero andaba haciendo su vida entre Toca y Bogotá. Ninguno supo de la muerte de su
padre, ni de las condiciones en las cuales terminaron sus días.
Contrastar dos historias que sucedieron simultáneamente en el mismo territorio y comparar
dos personalidades, tan diametralmente opuestas como el cenit y el nadir, nos permiten ver
cómo lo parental se complementa en cada descendiente, que manifiesta en mayor o menor
grado ciertas características que moldean de manera maravillosa las diferentes
personalidades, según la proporción heredada de una y otra fuente.
Se trata de mostrar para comparar dos modalidades de trauma familiar, pues mientras
Antonio Pinzón fue el típico padre que abandona a su familia, un esforzado bisabuelo
materno, buen padre y buen esposo, tuvo que vivir unas lecciones diferentes, para otros
aprendizajes, no solo suyos, sino de quienes quedaron huérfanos muy jóvenes.
Antes de 1900 vivían en cercanías de Toca Aniceto Espinel y su esposa Jerónima López,
trabajando con esfuerzo su heredad para levantar a tres pequeños hijos. De carácter opuesto
al de Antonio Pinzón, Aniceto fue analfabeta y siendo de temperamento tranquilo, vio en la
sinrazón de la guerra una oportunidad para sacar adelante su familia, sólo por la posibilidad
de conseguir algo más que lo necesario para una mínima supervivencia familiar.
Sin sectarismo alguno a pesar de su filiación liberal, en tiempos de dura radicalidad,
resolvió emprender semejante aventura y pronto estaba haciendo fila como soldado raso en
el ejército liberal de Rafael Uribe Uribe, junto con algunos copartidarios de Toca y
Siachoque, que participaron en algunos combates sin mayor trascendencia, en los que
dieron muestra de disciplina y actitud de lucha, que por entonces era principalmente cuerpo
a cuerpo.
Cerca de Cúcuta, en la batalla de Peralonso, la desgracia hizo presa de Aniceto, cuando
encontrándose rezagado de la vanguardia, quedó a merced del bando enemigo, recibiendo
una grave herida en el pecho.
No fueron suficientes los esfuerzos del enfermero que acudió tan pronto como los
conservadores se alejaron lo suficiente y murió en medio del dolor y la angustia sobre el
campo de batalla; al igual que otros muchos liberales, no alcanzó a celebrar la victoria de
ese día y seguramente sus últimos pensamientos fueron para su mujer y sus pequeños que
quedaron en precaria situación lejos de allí. Su familia nunca volvió a saber de él y se
supone que fue enterrado en el mismo campo de batalla.
No obstante haber sido derrotados aquel día, los conservadores se reagruparon para
alcanzar de ahí en adelante contundentes victorias, hasta sellar la suya en la batalla de
Palonegro. Hay analistas que aseguran, que si los liberales hubieran actuado como
guerrillas, otra hubiera sido su suerte, pero cometieron la errónea osadía del combate
abierto, para morir de manera absurda a manos de un ejército gubernamental inclemente,
atizado por el odio hacia la enseña roja de los liberales, en una absurda guerra civil que
nunca debió ocurrir.
La familia de Aniceto lo esperó infructuosamente en Toca, mientras Jerónima, su joven
viuda, tuvo que hacerse cargo de Vicente, Severo y Helena, hijos del matrimonio.
Jerónima era alegre como un cascabel y sobresalía por ser como era, en una comunidad
mayormente melancólica. Fue hábil cardando e hilando lana, pero sobretodo bailando
torbellino, pues además era dueña de una graciosa figura, que aunque pequeñita, era
armónica y muy bien proporcionada.
En esas andanzas de jolgorio se enamoró de un músico itinerante y producto de tal relación
nació Misael, que desde pequeño se mostró hosco y solitario y ya de adulto terminó
viviendo como ermitaño arriba de Toca, en el páramo de La Cortadera, donde construyó
una pequeña casa con troncos de frailejón y la techó con juncos y palmiche.
Recorrió muchas veces ese páramo y esquivaba en lo posible las áreas pobladas cuando
alternaba sus escasas salidas a mercar, unas veces en Siachoque y otras en Toca, pero nunca
regresó sobrio a su rancho del páramo.
Del padre de Misael nunca se volvió a tener noticia y posiblemente ni siquiera se enteró de
que hubiera tenido un hijo boyacense. A nadie le consta, pero posiblemente Misael llegó a
ser feliz entre sus borracheras de guarapo fuerte y su eterna obsesión por la rueda Pelton.
Abandonar la familia, dejar de un momento a otro una amistad, un trabajo o un proyecto,
pueden ser manifestaciones del “fantasma de quien abandona”, comportamiento
desestabilizador por excelencia, que salta entre generaciones y acerca del cual no hay un
entendimiento satisfactorio y menos aún por parte de quien lo padece, pues generalmente lo
encubre con el argumento de que procede de tal o cual manera porque esa es su naturaleza
y no la puede cambiar.
El abandono es oprobioso y cruel; produce mucho sufrimiento y pena a quienes quedan
bajo él, pero también sufre quien decide abandonar, pues debe convivir en adelante con el
auto reproche, el rechazo, la soledad y la culpa, que en suma lo hacen infeliz.
De otra parte, la ausencia que trae consigo la muerte es inevitable y al contrario de lo que
ocurre con el abandono, es superable para quienes sobreviven al ausente y si bien es
dolorosa al principio, con el tiempo se va haciendo soportable, hasta que el recuerdo de
quien fallece empieza a brillar más fuerte que el dolor de su partida.

4. AMPULOSA CELEBRACIÓN DE LA MAJESTUOSA CEREMONIA


CONFUSA

Este rimbombante título surge de una afortunada asociación mental entre dos hechos: el
primero de ellos, una creación colectiva del grupo de teatro Los Espantapájaros, del cual
hizo parte mi hermano Germán, obra que fue representada en Tunja a mediados de1967 y
cuyo título habla por sí solo. El segundo hecho tiene que ver con la celebración del primer
centenario de la batalla de Boyacá, celebrado en Tunja en el año de 1919, coincidiendo con
una peste y con toda una serie de inconvenientes oficiales y extraoficiales.
Supe de aspectos algo exóticos durante esta celebración, gracias a un hermoso texto que leí
hace años y que se publicó por allá en 1940, en alguna revista de historia, aunque sí tengo
claro que sus autores eran hermanos entre sí y me parece que eran de apellido Rodríguez.
Entonces, como homenaje a la esclarecida memoria de Germán, que actuaba larguísimos
monólogos y recitaba de memoria “El sueño de las escalinatas” de Jorge Zalamea, en
reconocimiento al talento narrativo de los presuntos hermanos Rodríguez y en honor a mi
pésima memoria, va mi versión de los hechos con la intención de darles un nuevo impulso
para impedir que queden olvidados de nuestra historia, como tantos otros de la
tragicomedia nacional en que quedó convertida nuestra malhadada libertad, que nos llegó
hace dos siglos y a la fecha no hemos podido entenderla, para hacer realidad conceptos
como nación, democracia y Estado.
Tunja fue trazada y levantada durante la época de la colonia, sobre la suave ladera de San
Lázaro y para 1919 mostraba construcciones de estilo castellano, aún sólidas y algunas de
estilo republicano. La ciudad viva, representada en sus gentes, era todo un rico yacimiento
de mitos, anécdotas, pequeñas tragedia e inocentes comedias, en una de las ciudades con
más historia, desde la época de la colonia e incluso desde antes.
Historias como aquella de las muy agraciadas mestizas Inés y Juanita de Hinojosa, llevadas
al libro y reconocidas por el gran público, fué apenas una muestra de la riqueza en materia
de crónicas de alcoba y amores secretos, con el trasfondo cómplice de estrechos pasadizos
y animadas chicherías, en “la muy noble y muy leal”, como se le ha llamado a la fría
capital del departamento de Boyacá.
El telón de fondo para la historia local de esa época fue pintado con trazos de escándalo y
chisme, y el telón de boca decorado con líneas abstractas de incómodos secretos en tonos
pálidos, que conforman en conjunto un perfecto marco para los pocos cronistas y escritores
que han sabido lee su recóndita belleza, oculta tras las andanzas clandestinas de la casta
que dominó la ciudad a su antojo y definió su destino desde el poder, pero también de
alcahuetas que desde los sórdidos entramados de su bajo mundo, coadyuvaron, oficiando a
veces de cupidos y otras de celestinas, según fueran los requerimientos, las intenciones y el
nivel de fogosidad de los amantes.
En una época de tabúes y abominaciones de la concupiscencia, la ronda de las bajas
pasiones se desataba en cuanto el farolero que dispensaba la pálida iluminación durante las
primeras horas de la noche, a lo largo de la calle real, ahogaba a eso de las diez el último
farol con el ahumado capuchón, izado al final de una larga vara.
A partir de aquel momento, toda esa lujuria contenida empezaba a deslizarse como mil
sombras reptiles sobre la superficie empedrada de sus calles, a través de pasajes secretos,
evadiendo bocacalles y plazas, hasta ubicar cada anhelado objetivo, cada dermis palpitante
y cada pliegue en silencio apasionado y a oscuras hasta llegar al paraíso, que para
infortunio de los amantes no era eterno y acababa justo en cuanto el pálido tul del alba se
levantaba desde el rocío.
Esas madrugadas heladas supieron bien de apasionados besos y furtivas despedidas, bajo el
marco del portón, cuando la culpa, la apariencia y la pasión consumida y hastiada los
empujaba a llegar hasta sus propios lechos, si acaso era que alcanzaban a sortear el camino
de regreso a salvo de beatas madrugadoras y chismosas tras los postigos.
Pasaban figuras embozadas y sigilosas rompiendo la bruma, ya se tratara del agraciado
criollo que había vencido la resistencia de la dama prestante, del patético noble en
decadencia bajo su amplia capa, de alguna criolla con alma cortesana y raudo andar,
tratando de que sus almidonadas enaguas no rompieran todo aquel silencio, o de una que
otra dama de sociedad, satisfecha y recién acomodada en su perfumado corpiño, bajo el
disfraz de mozo.
Ese amanecer también supo y calló que tras las sombras del alba se amaron una viuda
devota y cierto cura que por su culpa solía llegar tarde a celebrar misa de cinco en Santa
Bárbara, mientras el director del seminario abandonaba a hurtadillas el gran dormitorio de
los seminaristas.
Escaseaban por entonces los santos, pero el diablo se movía a sus anchas del brazo de
clérigos prevalidos de santa autoridad, que antes que andar, levitaban entre el sahumerio
vaho de una devoción hipócrita y sufriente, que colmó de abusos los espacios monacales,
principalmente de la sacristía para dentro.
En agosto de 1919, con motivo del centenario de la batalla de Boyacá y los 380 años de su
fundación hispánica, una junta especial de notables elaboró los preparativos de algo que a
la postre resultó ser una extraña celebración, en cuyo discurrir algunas actividades de la
programación oficial no resultaron tal como habían sido planeadas.
Es de anotar, aunque no justifique toda la inoperancia oficial, que la gripa española daba
sus últimos coletazos en una ciudad que la había padecido desde el año anterior y donde se
alcanzaron a registrar cerca de trescientos muertos.
La noche del 6 de agosto hubo vísperas con cohetes, castillos y toda suerte de juegos
pirotécnicos que mostraban una colorida alegoría con temas de la patriótica celebración,
elaborados por polvoreros que trajeron de Ubaté y al final, como broche de oro, veintiún
cañonazos que resonaron fuerte por toda la ciudad, desde El Jordán hasta Teta de Agua, con
la potencia propia de una batería artillera emplazada en el centro de la plaza de Bolívar, al
tiempo que las iglesias echaban a vuelo las campanas.

Pero algo salió mal en los cálculos del artillero oficial, encargado de disponer y operar con
precisión los cañones y ante el asombro de los asistentes, una de las esferas de hierro
arrojadas por entre la candela de alguno de los cañones, fue a dar directamente contra la
puerta grande de la catedral, que saltó hecha astillas por entre una infernal humareda, sin
que por fortuna hubiera muertos ni heridos que lamentar.
Los organizadores dijeron al día siguiente, que semejante incordio era sin duda una
arremetida de los amigos de Belcebú, que así actuaban contra la santa madre iglesia y las
buenas costumbres católicas. No hubo investigaciones exhaustivas –aún no se habían
descubierto- y tampoco proclamaron excomunión alguna. Las fiestas continuaron.
Como si fuera Semana Santa, los tunjanos sacaron sus mejores galas de unos armarios de
tres cuerpos a los que llamaban “cómodas”, hermosos muebles de madera, ornamentados
con tallas y generalmente con la puerta central en tablero sellado, que lucía un espejo
biselado de cuerpo entero.
Lo hicieron sin el menor recato y sin prever que sus famélicos piojos, acostumbrados a
largos ayunos, fueran a caminar horondos a la vista de todos, sobre gruesas solapas de paño
inglés o se mostraran trepando sobre la sedosa superficie de un femenino talle forrado en
gro.
Durante los siguientes días y según la programación, se llevaron a cabo corridas de toros,
paradas militares, una revista de gimnasia, uno que otro grandilocuente y patriótico
discurso, tal como ameritaba la ocasión y toda clase de actos acrobáticos y artísticos, en
honor de los gloriosos generales y los muy valerosos soldados patriotas de la gesta
libertadora.
Para la preparación del primer canopy extremo del que se tenga noticia en Colombia,
aseguraron previamente el extremo de un largo cable a una columna del campanario de la
catedral y lo ataron por el otro extremo a un poste enterrado en el centro de la plaza, que
para entonces tenía piso en tierra.
Un intrépido soldado, distinguido en el batallón por sus habilidades en el funambulismo
extremo, se arrojaría desde lo alto del campanario, aferrado como mejor podía del gancho
de una polea que había sido acoplada al cable, con la ayuda de un precario sistema de
frenado.
Al salir del campanario y bien azorado como estaba, el joven asustó a las palomas que a esa
hora dormían y que al escuchar el escándalo alzaron vuelo a su alrededor, haciendo que por
un movimiento brusco, soltara de su mano la horqueta de guayacán que le habían dado
como freno y con la cual había practicado durante las cinco noches anteriores, una vez
terminados los actos programados en la plaza principal.
Dando volteretas, la horqueta cayó estruendosa sobre el empedrado atrio de la catedral,
lugar privilegiado de observación que a esa hora se hallaba atestada de invitados de honor.
Impactó sobre el piso a escasos centímetros del sillón que a manera de trono ocupaba
Monseñor Eduardo Maldonado Calvo, obispo de Tunja, hombre muy espiritual y probo,
que antes de ser sacerdote fue militar, según me contó Antonio, mi amigo escritor.
De haber muerto aquella noche, Monseñor ni siquiera se hubiera enterado de su
beatificación como protomártir boyacense, pues como generalmente ocurre, tan elevado
honor le hubiera sido otorgada por el Vaticano siglos después de su muerte, tras una larga
investigación y verificación de algún milagro, por lo menos.
Al caer violentamente sobre el piso, la horqueta rebotó como resorte para ir a golpear fuerte
en toda la amplia cadera derecha de la esposa de uno de los cuatro alcaldes que tuvo la
ciudad en 1919, como síntoma de una institucionalidad frágil y deleznable, mucho más
débil en todo caso que los huesos de la señora en cuestión, que resistieron sin sufrir fractura
alguna, a pesar de haber sido retirada rápidamente del lugar para brindarle la atención
médica del caso.
Después se supo que desde que ocurrió aquel doloroso incidente, además de quedar
sumamente impedida para la marcha, la matrona en cuestión se negó a acompañar al señor
Alcalde a los actos que por protocolo reclamaran su presencia, en condición de primera
dama.
El arrojado soldado, ajeno totalmente a este desagradable incidente y ya sin su salvador
sistema de freno, bajó como un proyectil y sólo gracias a sus reflejos juveniles pudo
soltarse de la polea a escasos tres metros del suelo, cayendo aparatosamente sobre un
arrume de enjalmas que providencialmente alguien había olvidado allí desde esa tarde y
que al sonoro impacto de los cuarenta y ocho kilos, soltaron su carga de polvo, paja y
ácaros a varios metros a la redonda, en medio de la aclamación y los vítores del respetable
público. El muchacho se puso en pie de inmediato y levantó los brazos para recibir la
ovación.
Días antes, la geografía boyacense había sido recorrida por un circo itinerante, jubiloso y
colorido en sus letreros, pero vergonzante en sus finanzas, a tal extremo que ya habían
obligado a sus propietarios, forzados por la necesidad, a vender tres ovejas amaestradas que
saltaban a través de aros en llamas alrededor de la pista, animadas por el payaso, que
también hacía de portero y acomodador.
Cierta mañana recibió la visita de una comisión de notables y bajo una carpa destemplada
que se deshacía al sol y al agua, cerraron el negocio de compra de un león algo viejo, pero
con la fiera apariencia de gran felino y aún con arrestos para rugir de madrugada.
Nadie sabe con exactitud de quién fue la idea, pero se cree que tal como ocurre cuando
algún personaje carismático se equivoca y los demás terminan siguiéndolo a ciegas, se
decidió programar y organizar para el cierre de la celebración la lucha a muerte entre aquel
león africano y un toro arisco que trajeron de Virolín, caserío en la ruta entre Duitama y
Charalá al pie del páramo de La Rusia, mayormente cubierto por amplias laderas de pastos
naturales, salpicadas de tanto en tanto por gigantescas rocas, como si alguna vez hubieran
sido bombardeadas con aerolitos de cuarzo.
Es probable que para la febril imaginación de los organizadores, el león encarnara la
España imperial que nos sometió por siglos; el toro, en consecuencia, al pueblo que se
levantó contra el tirano y lo derrotó, alcanzando así su libertad. Pero esto es apenas una
conjetura, pues en aquel momento, que se sepa, no se entregó justificación alguna de la
simpar batalla.
Armaron una gradería de madera y un ruedo en la plaza de Bolívar, escenario magno que a
las tres de la tarde del día programado estaba abarrotado de público de todas las edades y
condiciones sociales, que antes que morbosos espectadores, eran una masa desprevenida e
inocente, convocada por un espectáculo nunca antes siquiera imaginado en la ciudad.
Había soldados armados apostados en ciertos sitios estratégicos, con el fin de brindar
seguridad a los asistentes. Con el paso de los minutos era evidente que aumentaba la
excitación, el nerviosismo y los empujones para conseguir un mejor sitio en la gradería.
Con excepción de quienes habían transportado a la fiera en su jaula desde el circo, nadie
había visto en su vida un león; mientras tanto, el ejemplar encerrado en su estrecho
habitáculo, ubicado justo bajo el palco de las autoridades que presidían el espectáculo,
bostezaba de aburrimiento y hambre, pues su última cena consistió en dos pollos gordos
que le arrojaron vivos la tarde anterior. De vez en cuando ensayaba un rugido.
A una orden del señor alcalde trajeron al toro debidamente asegurado por varios rejos,
tensados desde diferentes puntos del ruedo, buscando mantener intacta su cornamenta.
Asustado, mugía y babeaba al aire de la tarde. El público respondía con gritos y rechifla.
Al tratar de acomodarse en su jaula, el león tocó sin querer con su cadera la puerta y ésta se
abrió. En realidad la puerta había estado abierta desde la tarde anterior, cuando bajaron la
jaula del carro de yunta y posiblemente ni siquiera el animal lo había notado. El gran gato
la empujó con su hocico, como jugando y la puerta se abrió del todo, haciendo chillar los
goznes oxidados.
Cuando alguien que fungía como alguacilillo de aquella peculiar corrida sin toreros ordenó:
- ¡Traigan el león, el combate va a empezar! -la fiera ya no estaba en su
jaula. Había ingresado al amplio espacio bajo los palcos, caminando con
algo de dificultad, tras su largo encierro, olisqueando su inesperada
libertad al ritmo de un andar cansino que con cada paso hacía mecer su
oscura melena, que como el resto de su pelaje amarillo opaco, estaba
salpicado de aserrín.
El pánico se hizo sentir en forma de un súbito silencio en cuanto el mismo alguacilillo de
antes, gritó con toda la fuerza que le permitió el susto:
- ¡El león escapó!
Muchos saltaron al ruedo, pero el toro ya estaba libre de amarras y maneas, embistiendo
fiero en todas direcciones y derribando gente a diestra y siniestra. Como pudieron, los
asistentes regresaron a las graderías, sin embargo, muchos fueron pateados y golpeados por
el toro, o por la multitud; alguno llegó a ser herido por corneada y se lo llevaron de
inmediato para ser atendido.
En las graderías no faltó quien, presa del pánico, agarrara a otro y otro más y todos
cayeron hechos un ovillo en medio de una atronadora gritería, seguros de que si se salvaban
del toro, el león los devoraría de todas maneras.
Todo era algarabía y confusión, mientras caían cuerpos, zapatos, sombrillas, carteras; un
teniente del ejército trató de controlar el caos y ordenó a los soldados ubicar y reducir a
toda costa al león, que para ese momento nadie sabía dónde estaba.
- ¡Parece que el león va directo hacia allá! - grita alguien angustiado.
- ¡Ay cuidado!, viene hacia aquí - chilla una dama de estola y tocado que ya
ha perdido sus zapatos.
- No corran que es peor - dijo con mal disimulado pánico un obeso
ciudadano con problemas de movilidad.
Un soldado, al ver que el león regresaba solo a su jaula le avisó al teniente, quien ordenó ir
de inmediato tras él. Los soldados partieron veloces hacia donde les habían indicado y
prepararon los fusiles en cuanto tuvieron el león a tiro, pero para fortuna del espectáculo, el
teniente llegó corriendo justo a tiempo para evitar a gritos que dispararan.
El gran gato entró solo a la jaula e hizo de inmediato una rápida observación a través de los
barrotes, antes de dejarse caer, seguramente cansado por el esfuerzo y toda esa escandalosa
barahúnda. Alguien muy sagaz que no alcanzó a dejarse ver por la velocidad que llevaba,
cerró la puerta de la jaula y aseguró el cerrojo.
Los palcos y graderías desnudaron su fragilidad al paso de la estampida humana, pues se
rompieron en varios puntos y al final había gente con fracturas y diversos traumas por
doquier. El orden y la calma regresaron y entonces se anunció que el combate había sido
aplazado para el día siguiente, a la misma hora. Un animalista que llegó desde el futuro le
llevó dos gallinas recién despescuezadas al hambriento león, que también bebió agua fresca
y luego se echó plácido a dormir, sin haber digerido aún toda la agitación vespertina.
Esa noche no hubo otro tema de conversación en Tunja y sus alrededores. Se preguntaban
cómo había sido posible el hecho, casi milagroso, de que el león no atacara a nadie.
A pesar de que muchos ciudadanos de bien y prestantes señoras de la Legión de María se
opusieron a que el día siguiente se realizara tal espectáculo, la mayoría del pueblo quería
saber cómo terminaría el combate y manifestó su voluntad de asistir el día siguiente, así
fuera con heridas, moretones y rasguños.
Esa tarde fue cálida, como cosa rara en Tunja y la plaza, que había sido reparada y
reforzada en trabajo incesante se llenó por completo; muchos asistentes llegaron cojeando y
otros lucían vendas en sus cabezas y cabestrillos para mantener quietos sus brazos.
Había vendedores de toda clase de golosinas de dulce y de sal, desde los batidillos traídos
de Moniquirá y las repollas de Arcabuco, hasta el chicharrón toteado de Runta. Quizás por
los nervios, el público consumió todas esas viandas con voracidad, sin despegar su vista del
ruedo y del espacio bajo sus asientos, no fuera que el león volviera a fugarse.
Trajeron al toro en medio de la gritería del público y ya solo, en la mitad del círculo central,
que habían cubierto con arena y aserrín, bufaba mientras con las pezuñas de sus remos
delanteros levantaba todo aquel material del piso, lanzándolo para que cayera libre y en
abanicos sobre sus lomos.
Era un ejemplar de unos cuatro años, de pelaje blanco con manchas café oscuro, de buena
alzada, fuerte tren posterior y un poderoso cuello; cabeza y morrillo característicos del cebú
y unos cuernos largos, puntiagudos y bien implantados en su cabeza totalmente blanca.
Metía miedo al verlo ahí, arrancando a medias y volteando con agilidad para apoyarse en
las patas y embestir cuando era provocado desde las graderías.
Los gritos del público eran más fuertes, cuando el chillar de las ruedas viejas y oxidadas de
la jaula del león, lograron acallar esa algarabía, anunciando lentamente su aparición por
debajo del palco principal.
Un largo toque de redoblante se escuchó desde el sitio que ocupaba la banda municipal y
cuando terminó se produjo un silencio tan solemne y tan completo, que se escucharon
ladridos lejanos durante varios segundos, mientras que el vuelo de una bandada de palomas
se alzaba entre la polvareda hacia la torre de la catedral, sin que se interrumpiera el silencio
que se prolongó aún por otros segundos, como si nadie respirara, como si el escenario
estuviera vacío.
Mientras tanto, la puerta de la jaula había sido abierta lentamente, mediante una cuerda que
el encargado de hacerlo tensó deliberadamente despacio, desde la parte trasera. El león
también se incorporó lentamente, como si supiera que su momento se acercaba y miraba
hacia el ruedo con curiosidad, sin entender lo que pasaba allá afuera, ni por qué todo se
quedó en silencio al terminar el redoble.

Con la puerta de la jaula totalmente abierta y el paso franco hacia la arena, las miradas del
toro y el león se encuentran y cada uno supo de la presencia del otro: el depredador y la
presa mirándose fijamente, tan atentos como el público, que continuaba en total mutismo,
aunque algunos espectadores mostraban ya manos crispadas y gran expectación.
El símbolo imperial de la corona emerge lentamente de la profundidad de su jaula, mientras
que un toro arisco y muy criollo, recién soltado de los rejos que lo mantenían inmovilizado,
representando fielmente al pueblo que un siglo atrás se había liberado del chapetón opresor,
estaban frente a frente, ante los ojos alertas de miles de tunjanos, que aún magullados por
los golpes de la tarde anterior, permanecían interesados, lo cual no les impedía eructar sin
pudor.
Alguien logró meter un palo por entre los barrotes de la jaula hurgando los ijares del león,
que al reaccionar terminó con medio cuerpo fuera de la jaula; un nuevo golpe con el palo
en las costillas y ahora el león estaba de cuerpo entero sobre el ruedo, en medio de
exclamaciones de la multitud, que pronto se acallaron de nuevo, cuando toro y león
reaccionaron con movimientos propios de cada especie, al verse enfrentados.
El león voltea a mirar hacia la jaula, quien sabe si buscando refugiarse allí para no dar
pelea, pero la puerta de hierro se cerró de golpe con gran ruido de óxido frotado. Haya sido
o no de manera instintiva, pero el rey de la selva entendió por fin que debía ir sobre su
presa.
Tensó toda su musculatura y entonces pareció más grande y fiero, entrecerrando un poco
sus ojos para visualizar mejor a su presa, al tiempo que recogía sus músculos faciales,
logrando primero un rictus de sonrisa, que al pronunciar la contracción muscular y echar
adelante su cabeza, permitieron apreciar toda su salvaje actitud de rey de la selva. Sus
colmillos se vieron completos por primera vez.
En toda la gradería resonó un gruñido ronco, al tiempo que inició un trote decidido hacia el
toro que al notarlo retrocede un poco hacia la barrera, pero sólo lo necesario para apoyar
todo el peso sobre sus patas, que como un par de resortes le permitieron tomar justo el
impulso necesario para lanzarse hacia adelante como un proyectil disparado.
El público explotó simultáneamente con la arremetida del toro, pero no se supo si tal
algazara, que se oyó desde los linderos de Oicatá hasta Runta, se produjo en apoyo a la
reacción del toro, o por el terror que producía el inevitable encuentro.
La distancia que separaba a las dos bestias fue recorrida en un par de segundos, el mismo
tiempo que duró el tunjano éxtasis, embebido de valor patriótico y entonces el toro, que
llegó con la cabeza prácticamente contra el suelo, la levantó con fuerza y sus astas afiladas
rompieron la piel del vientre, por debajo de las costillas del león.
Sangre caliente, tripas rojas y vísceras azules volaron por los aires y toda esa gente
enmudeció de inmediato.
Toda la fiesta y la celebración queda de pronto convertida en una escena horrible, en un
crimen, en un montón de despojos de la selva africana en suelo americano. El toro
ensangrentado mira de cerca la agonía del león, mientras un público silente y crispado no
puede dar crédito a sus ojos.
Todos creían y esperaban ver un combate monumental, pero aquello solo duró breves
segundos. Algunos espectadores sin asco y con nervios templados dieron una última mirada
a ese montón de horror, antes de encaminarse cabizbajos a sus casas, sin haber entendido
de que se había tratado toda esa carnicería, o que cosa quisieron significar los
organizadores con aquella bestialidad.
Todo esto ocurrió exactamente cien años después de que Bolivar, Santander, Córdoba,
Rondón y O’Leary, entraran victoriosos a Santafé y que de inmediato, como si fuera su
primer acto de gobierno, abandonaran a su suerte la famélica y menguada tropa y así,
olvidados y despreciados, terminaran siendo los primeros habitantes de calle de Bogotá.
Mientras tanto, el Presidente Bolívar y su alta oficialidad se dedicaban a celebrar hasta los
límites del escándalo y a pensar en nuevas guerras libertarias, con todo y su saldo de terror
y muerte.
Icónicos jefes que fueron capaces de la audacia guerrera, del sacrificio, de jornadas
imposibles e insólitas estrategias para engañar y derrotar al enemigo, no pudieron descifrar
los códigos del poder, pues tener ideas divergentes no ha sido problema ni obstáculo
insalvable, mientras haya la inteligencia necesaria para entender las diferencias y una
actitud serena y reposada para conciliar y llegar a acuerdos que apunten al bien superior de
la sociedad.
Si las miles de vidas entregadas en sacrificio patriótico durante la campaña libertadora,
resultaron en una estéril ofrenda, visto lo sucedido en éstos últimos dos siglos, que
evidentemente empezaron mal cuando los dos máximos líderes de la gesta, antes siquiera
de inaugurar la república, ya tenían ideas diferentes e irreconciliables sobre la dirección del
poder.
Por eso hay que considerar si ese imperdonable gesto fue apenas el inicio de una patria
boba, ciega y amnésica que recibió sin estar pidiendo su libertad a costa de la sangre, el
sudor y el sacrificio de unos pocos, pero que nunca ha sido capaz de entenderla y menos
aún, de disfrutarla.
Por eso hemos ido de guerra en guerra, sufriendo violencias de todo tipo, producto de odios
aprendidos e intereses mezquinos, que en vez de disminuir, cada vez han escalado en su
capacidad de crueldad, máxime a partir del momento en el que el narcotráfico irrumpió
como financiador de la política y corrompió aún más las tres ramas del poder.
En 2019, segundo centenario de la espuria independencia y como deshonrosa ratificación
de la ampulosa celebración de hace un siglo, dos jóvenes que portaban la bandera nacional,
colgados sin sus debidas líneas de vida de un helicóptero, acabaron destripados sobre la
pista del aeropuerto Olaya Herrera de Medellín.
Colombia, en términos de su propia conciencia colectiva, es un niño autista abusado por un
poder cruel que se oculta tras los símbolos desuetos de nacionalidad; en tales condiciones
ha sido incapaz de tener la visión y el control suficientes para despegar institucionalmente
como nación digna y soberana.

5. QUEDARSE O IR TRAS LA QUIMERA


Lo que hay tras cada decisión

El pasado humano se llama memoria.


El futuro humano se llama deseo
Carlos Fuentes

Cuando la vida aprieta con sus rigores y es necesario replantear el rumbo, o cuando la vida
no sigue nuestro plan y es preciso pararnos a pensar, pesa más en la decisión que al final se
asuma, lo que indica el guía que vive en nuestro subconsciente, que la opción inteligente e
ilustrada de la razón. Lo anterior no significa que el guía muestre siempre la decisión
apropiada, pero lo que sí es seguro, es que toda decisión que se tome de manera
inconsciente, es la inapropiada, siendo que ambas son opciones del libre albedrío, jugando
con el plan ineludible al que final se llega por diversos caminos.

Ante una situación que nos lleva al límite y debemos definir entre salir al mundo para
explorar opciones o quedarnos para insistir una vez más, siempre aparece la emoción como
reacción, para que de manera armónica, -es lo deseable-, entre ella y la razón definan qué
hacer, frente al dilema que se plantea.

Pero para eso habría que tener inteligencia emocional, entendida como la capacidad de
poder “leer” la emoción que aparece, entenderla y encontrar la razón y el oficio de esa
emoción, para finalmente utilizarla a favor de la solución del problema.
- Es que como se les ocurre irse. El mundo es grande y el que no tenga plata
para pagarse el viaje, pues que se quede en la casa -dijo Elkin
impostando la voz en actitud teatral, como imitando a un anciano.
- Exactamente en esos términos era que se pensaba en nuestro barrio -le
respondí -, quizás para consolarnos. Nadie había salido del país, de
manera que si alguno lo hacía era un evento social de trascendencia, con
masivo acompañamiento y despedida en el aeropuerto y luego a su
regreso, el recibimiento con bandera, pancarta y músicos.
- Hoy es otra cosa -completó Elkin-. Un joven o una muchacha con historia
de crédito, arma su tour mochilero y se reporta desde Tailandia un par de
días después.

En un intento por entender éste complejo asunto, alguien pudiera creer erróneamente que
irse es huir y que no hacerlo es morir un poco, pero en una perspectiva ecuánime, quedarse
está definido casi siempre por la falta de oportunidades y solo excepcionalmente se debe a
la incapacidad de reinventarse, de abandonar una zona de confort, de negarse a aprender y
quedarse entretenido girando en un carrusel de feria, repasando una y otra vez la misma
lección, sin terminar de aprenderla.

Quien así procede, va por su existencia repitiéndose una y otra vez hasta el agobio, metido
en una perversa espiral que lo arrastra hasta convertirlo en alguien que camina alrededor y
cada vez más lejos de un destino enaltecedor o al menos digno. Al final, se habituará a
llevar a cuestas el peso muerto de algo tan pesado que acabará por hacerle inclinar su lomo
en homenaje a una existencia fútil.

Irse del lugar de su juventud sin haber soñado un propósito claro, sólo por obedecer a un
pálpito, es un acto de evasión de sí mismo, con la vana pretensión de convertirse en otro.

Las diversas razones e impulsos que subyacen tras la decisión de salir del hogar o quedarse,
siempre que sean verdaderas, permiten valorar todo juicio que proceda de la razón y toda
intuición que venga del subconsciente, pero principalmente aquello que provenga de la
entraña misma de la consciencia.
Pero suele ocurrir que somos proclives a los mandatos de la razón, mientras que ignoramos
o soslayamos los mensajes y las alertas de nuestro subconsciente.

Sin proponérselo, tal como lo hicieran en Toca cuando eran muy jóvenes y decidieron irse
temprano de la casa, pero esta vez llevados por una especie de mecanismo de reloj interior,
los Pinzón Infante decidieron que era hora de buscar destino. Corría el año de 1933 y eran
tiempos difíciles para todos, cuando sintieron urgencia por abandonar su lugar de
residencia.
Próspero, que viajaba a Toca con frecuencia y Carmen, ya casada con el joyero Jorge
Argüello, estaban radicados en Bogotá; Marceliano vivía en Cali, Luis Alejandro en
Caracas y Antonio en Villavicencio, llevando cada uno su vida como mejor podía.
Los cuatro varones tomaron el mismo rumbo, aunque no al mismo tiempo, para encontrarse
luego en un espacio abierto y espacioso donde convergen el Orinoco y el Meta, sobre las
vastas sabanas de la recién creada Comisaría Especial del Vichada, en un lugar apacible y
elemental al sureste de su capital, Puerto Carreño.
Marceliano fue quien encontró el lugar y llegó decidido a probar suerte como colono, con
el propósito de convertirse en ganadero. Los demás fueron llegando como si los hubiera
convocado algún acuerdo tácito de almas.
Una vez superados los inconvenientes propios de la instalación en el lugar que eligió para
levantar la casa del fundo, luego de haber sembrado su huerta y conducir el agua desde un
manantial cercano y después de arreglar por las buenas con dos colonos que tenían
topocheras dentro del perímetro próximo al sitio destinado para la vivienda, inició la
construcción de una casa grande con pisos y muros armados de tablones de cedro oloroso,
que mandó cortar a unos aserradores que vinieron de Puerto Carreño. Las cubiertas de
palma de moriche, las contrató con un techador guahibo que había quedado libre en esos
días de un compromiso en el fundo vecino.
Luis Alejandro, el menor de los hermanos, vino con su esposa y se encargó de hacer los
muebles para los corredores, el comedor y las alcobas. En cuanto terminó, partieron de
regreso a Caracas, a seguir con sus vidas y él a continuar con su trabajo de ebanista.
Desde aquel lugar perdido del mapa, Marceliano colonizó un buen tajo, cuando las extensas
sabanas iban hasta la línea del horizonte y las distancias se medían en tabacos. Cada colono
trabajaba y usufructuaba la extensión que alcanzaba a dejar libre de monte sobre aquellas
vírgenes sabanas, tan grandes, que era impensable cercarlas.
Se dedicó entonces a tumbar mata de monte para hacerle espacio a pequeños lotes de
novillos que iba adquiriendo al otro lado de la frontera; sus dominios fueron los
despoblados y vírgenes terrenos contiguos a un pequeño núcleo poblado llamado Casuarito,
que hacía frontera con Venezuela.
Al poco tiempo arribó desde Villavicencio su hermano Antonio, que a diferencia de
Marceliano, iba pensando en el comercio del caucho, pues sabía que por ahí cerca estaban
establecidas las grandes caucheras del alto Orinoco.
Joven de diplomáticas maneras, Antonio fue adentrándose en esos terrenos y si bien no
encontró la vorágine que José Eustasio Rivera vivió y sufrió entre el Putumayo y el
Amazonas y que luego narró magistralmente desde su casa en Sogamoso. Tuvo tantas y tan
serias dificultades, que más de una vez alcanzó a temer que acabaría devorado por la
manigua, como Arturo Cova.
Para aquel joven acostumbrado a la ciudad, hubo dificultades de adaptación que lo hicieron
desistir del negocio del caucho y prefirió organizar sus cosas al lado de su hermano,
comprando de a poco y recibiendo en compañía lotes de novillos para engordar, pero
siempre pensando en el comercio de otras mercancías, que fue finalmente a lo que se
dedicó. El fundo así constituido, con el tiempo llegó a ser conocido como “La Pinzonera”.
Aseguraba la maledicencia, especie de habladuría que surge cuando van siendo las seis de
la tarde y los peones se encaminan a la cocina, convocados por las primeras sombras y el
olor a café recién colado, que en La Pinzonera no faltaban las peleas y rivalidades entre
hermanos, pero que se sepa, ninguno de los implicados lo corroboró jamás.
Por ahora dejaré el asunto como si hubiera sido producto de lenguas malintencionadas,
pero una parte de mí, que sabe del carácter y el temperamento de los Pinzón, me esté
gritando que así fue.
La Pinzonera, un fundo cerrero al comienzo, empezó a crecer y a adquirir ingresos que se
fueron convirtiendo en ganado, hasta ser un reconocido hato, gracias al trabajo esforzado
de arrojados vaqueros, cabresteros que sabían de los cantos para conducir el ganado,
sogueros y culateros que eran verdaderos acróbatas enlazando y trayendo de regreso a
cualquier orejano que saliera de la fila y al liderazgo de rudos caporales que supieron lidiar
no solo con la vacada y los grandes lotes de novillos en trabajos de llano, sino con los
trabajadores para estimularlos a cumplir su tarea, a veces por entre charrascales y otras
vadeando caños y raudales a punta de tesón y perrenque.
La Pinzonera fue grande sobre todo, gracias a la ventajosa condición que representaba
manejar el ciclo completo de la ganadería en una región bastante porosa de frontera, lo cual
permitía jugar con los precios del ganado en pie, en un mercado que no marcaba todavía
grandes fluctuaciones.
Marceliano parecía dispuesto a poblar esas sabanas y no solo a punta de ganado, sino
gracias a una libido normalmente exacerbada, mediante la cual había logrado preñar a cerca
de 50 muchachas indígenas. Cuando Próspero llegó desde Toca, aproximadamente en el
año 35, se puso de oficio a bautizar con su nombre a muchos de los pequeños mestizos,
producto de las andanzas de su hermano mayor, tras ponerse de acuerdo con el padre de
cada nativa, pues en tales etnias son ellos quienes portan la autoridad de cada núcleo
familiar.
Resultó que por un curioso capricho de mi padre, todos esos pequeños mestizos fueron
bautizados. Unos se llamaron Próspero, otros Próspero Pinzón y otros tantos Ramón, que
era el complemento de su nombre con el que treinta y tantos años atrás lo bautizaran en
Toca. No obstante, el que tuvo que darle un atado a cada madre, por insinuación que le
hiciera Próspero, fue Marceliano. Fue así como cada una iba llegando y salía de la
Pinzonera con su vaca recién parida
Beatriz Uvieda, recia llanera venezolana casada con Luis Alejandro, lo conoció bien y
contaba que tenía gentiles maneras y era algo solitario; que leía mucho y permanecía
durante largos ratos en su hamaca, donde fumaba tabaco aparentemente a disgusto, con la
excusa de espantar los insidiosos mosquitos vespertinos, que de todas maneras terminaban
picando, así fuera a través de los toldillos.
Ella narró como aprovechaba los pocos momentos frescos del día para escribir cartas de
amor a dos novias que había dejado en Toca. Contó que nunca fue hábil para montar a
caballo y menos para los trabajos del llano, y menos luego de padecer un terrible ataque de
“coloraditas”, unas pequeñas garrapatas ávidas de sangre que insertan todas sus diminutas
garras en la piel de su víctima, mientras succionan tanta sangre que llegan a duplicar varias
veces su tamaño; en tal situación es necesario quemarlas con la lumbre ardiente del tabaco,
produciendo inevitables quemaduras en la piel, como daño colateral.
En cierta ocasión fue mordido por una serpiente de cascabel y de no ser porque un chamán
del pueblo guahibo amorí andaba de paso por el hato rezando un ganado y a punta de cortes
y emplastos alejó el peligro del veneno, posiblemente hubiera muerto allí mismo. En
aquella ocasión, el efecto indeseable del procedimiento fue el desarrollo de una várice
interna que lo acompañó por el resto de sus días.
Siempre existió una marcada y justificada animadversión de Marceliano hacia Próspero,
debido a que durante una temporada en la que éste visitó la casa de Marceliano en Cali,
aproximadamente en 1928, Pinita, hija de Marceliano resultó embarazada y nació Mariela,
a quien mi hermano Ricardo conoció cuando ya era una adulta mayor y cuenta que era
como ver la versión femenina de Próspero, es decir, talla baja, constitución robusta, cuello
corto y grueso y ojos grandes, verdes y saltones.
De los dos o tres años que Próspero vivió en el Vichada, fue muy poco el tiempo que
permaneció en La Pinzonera y prefirió radicarse en Puerto Carreño, donde gracias a su
experiencia previa como secretario del Doctor Gabriel Venegas, eminente Magistrado de la
Corte Suprema de Justicia, fue nombrado desde Bogotá como Comisario Especial.
Cuando la justicia era honrada y justa, aquel ilustre magistrado firmaba sin titubear fallos y
ponencias que le preparaba su joven secretario, en quien confiaba a ojo cerrado. El cargo de
Comisario lo desempeñó durante casi dos años.
Un día cualquiera decidió regresar a Toca, corriendo el riesgo de ir preso, a pesar del
pánico que le tenía a la cárcel, según me confió mi madre hace poco, a sus 98 años, cuando
la memoria lejana toma el comando de los recuerdos, mientras la memoria reciente se
adormece.
La Pinzonera tuvo un mal final, pues como dijo alguna vez Próspero, “Anochecieron ricos
y amanecieron en la cochina calle”, refiriéndose a sus hermanos, pues él no llegó a tener
ganado propio. Definitivamente la ganadería no fue lo suyo.
Ocurrió cualquier noche de un largo invierno del año 1946, cuando por causa de las
inundaciones, unas mil ochocientas cabezas habían sido reunidas en potreros altos que
estaban contra la línea fronteriza y fue justo por allí que los cuatreros, al amparo de las
sombras, los sacaron hacia Venezuela, tal como sucedió en muchas ocasiones ante la
impotencia de los dueños de hato y la inoperancia de las autoridades en ambos lados de la
frontera.
Por otra parte, el motivo por el cual Próspero salió huyendo de Toca y fue a parar a Puerto
Carreño, no fue otro que un desafortunado incidente a raíz de la envidia que le tenía un tal
Quintiliano Pineda, si aceptamos que tal emoción autodestructiva siempre ha sido
admiración con rabia.
Durante los años de la llamada “Violencia”, que más que un período de la historia de
Colombia, terminó siendo su estado habitual, Pineda, apodado Quintín, quien no alcanzó a
ser su contradictor político, pues nunca argumentó nada de lo que dijo y solo era capaz de
practicar de manera cotidiana una ira sectaria, que lo llevó a convertirse en sicario, cuando
a este vocablo aún le faltaban casi cuarenta años para hacerse popular en Colombia y llegó
enredado entre fajos de dólares del narco, para sentar reales inicialmente en Medellín.
Siempre se supo que fue Quintín quien en varias oportunidades trató de matarlo, situación
que llevó a Próspero a aguzar ojos y oídos, a comprar un revólver Smith & Wesson y a
mejorar su puntería para no fallar si era que algún día tuviera que actuar en legítima
defensa.
Parece que la bronca empezó cuando pillaron a Quintín tratando de vender en la feria
semanal de Siachoque, unas novillas que habían sido robadas en Toca. Cuando la policía lo
condujo ante el juez, Quintín manifestó que sólo estaba tratando de vender un ganado que
Próspero Pinzón le había entregado en Toca. El ganado fue devuelto a sus potreros y luego
de una breve verificación se demostró que Próspero no tuvo nada que ver con ese enojoso
asunto, pero Quintín fue condenado a ocho meses de cárcel y de allí salió odiando a
Próspero.
A partir de entonces, Quintín presionó al joven Próspero hasta el punto que una noche de
menguante, pero con una luna generosa, se produjo una brutal escena que acabó por torcer
para siempre sus destinos.
Ocurrió en la casa donde Próspero vivía en Toca, de propiedad de María Pinzón, prima de
Antonio, su padre. Allí vivía también un hermano de María a quien llamaban El Bobo
Jorge, hombrón muy alto y barrigón, pero que no tenía nada de idiota; era en cambio
taimado y malicioso como el que más.
Esa noche, Próspero se disponía a poner la tranca, para asegurar por dentro el portón de la
casa y luego de pasar bajo el marco del tras portón, inició el recorrido de seis u ocho metros
por un corredor a cielo abierto, franqueado por altos muros laterales que hacían lindero con
las casas vecinas.
A poco de caminar, notó dos tenues sombras de lo que parecían ser dos pies, que la luz de
la luna proyectaba por debajo del espacio entre el portón y el piso.
Tuvo la certeza de que había alguien del lado de la calle; ese corto trecho le pareció eterno
y cuando por fin llegó, tembloroso y pálido pero en silencio, se inclinó un poco,
acercándose lo más que pudo, hasta que su ojo derecho quedó casi pegado al ojo de la gran
cerradura de hierro y entonces pudo ver que quien estaba del otro lado, también miraba por
el mismo ojo de la cerradura.
Sin pensarlo, sin mirar y presa de un miedo desbordado, buscó con los dedos crispados de
su mano derecha, tanteando sobre una repisa lateral donde sabía que permanecía un viejo
geranio y cuando encontró un clavo oxidado, lo agarró con toda su fuerza al tiempo que
retiraba su cabeza de la puerta y lo introdujo sin más por el agujero de la cerradura, con una
mezcla de rabia y repulsión.
Entonces la paz de las diez de la noche fue rota por un grito desgarrador que debió ser
escuchado en todo el pueblo, mientras todos los perros empezaban a ladrar y los pasos
torpes de alguien que huía precipitadamente resonaban calle abajo.
Quintín no menguó sus fechorías y al contrario, inició abiertamente su papel de agitador y
maltratador abusivo, aupado y a la sombra de la policía política que aterrorizaba a los
opositores del gobierno, cuando en vez de ideas y un mínimo respeto por las diferencias, se
agitaban trapos rojos y azules.
Meses después, Próspero hablaba con dos amigos en una esquina de la plaza principal,
frente a la casa de Carlitos Infante. Se acercaban las seis de la tarde, momento en que se
producía un tácito toque de queda, cuando se oyeron nítidamente tres disparos que
provenían de algún lugar cuadras debajo de allí, en dirección al río.
Los tres estaban armados y reaccionaron de inmediato, llevados por la gritería de la gente
que anunciaba que alguien huía e iniciaban la persecución; llegaron corriendo y se sumaron
a un pequeño grupo que perseguía a quien con toda seguridad acababa de asesinar a un
señor de apellido Díaz y quien en su precipitada huida había entrado en una casa
abandonada, metros abajo de donde la gente señalaba.
Próspero y Marco Tulio Jiménez fueron los primeros en ingresar a la casa y revólver en
mano se repartieron la búsqueda. Afuera, los demás rodearon rápidamente para evitar la
fuga y dos más saltaron una tapia para cubrir la parte posterior.
Todos esperaban ansiosos que se produjera en cualquier momento una especie de captura
civil del asesino, pues no obstante la cercanía del cuartel de la Policía y a pesar de la
algarabía, ningún agente se había presentado. En realidad nunca acudieron.
El silencio era audible en todo el espacio de aquella casa abandonada, cuando Próspero se
sobresaltó al escuchar que las tablas del zarzo chirriaron, justo encima de donde estaba
empuñando con sus dos manos el revólver 38 largo. Sin darle tiempo a la vacilación, hizo
un disparo hacia dónde provino el ruido y de inmediato se oyó un pesado bulto que se
desplomó sobre el tablado del zarzo, que al instante soltó un montón de polvo, mezclado
con pedazos de argamasa de revoque y viejos granos de maíz, por entre los desvencijados
tablones.
- ¡Le di! –gritó Próspero, sin dejar de apuntar con su arma y buscando con
la mirada a Marco Tulio, para luego descubrir con ojos muy abiertos,
como por el agujero que había dejado el tiro caía un pequeño hilo de
sangre.
Salió discretamente de la escena, mientras guardaba el revólver en la chapuza que colgaba
del cinturón, bajo su chaqueta de paño oscuro, mientras que con su mano libre empezaba a
librarse de todo ese polvo que le cayó encima.
A la casa de la tía María llegaron más tarde con la noticia de que el tuerto Quintín estaba
gravemente herido y que en ese momento era llevado hacia Tunja. El tío Jorge le ayudó a
organizar una pequeña maleta y algo para que comiera en el camino y esa misma noche
salieron él y Marco Tulio Jiménez por el camino hacia Paipa, para llegar a Sogamoso y días
después viajar hasta Puerto Carreño. Fue una larga jornada y todo el tiempo Próspero sintió
el peso de la culpa por que supuestamente había matado a un hombre y agobiado además
por el miedo de tener que ir a pagar su delito a la cárcel.
La memoria local registró que muchos años después, “Quintín” Pineda murió de viejo en
Bogotá, solo y pobre. A pesar de que muchos en Toca le auguraron una bienaventurada
estancia en el reino eterno del perdón, es muy probable que en algún plano de la justicia
divina y en compañía de Santos Ruiz, el sargento Lemus, Héctor Neira y Pacho Molano,
sigan asediados por un ejército de rojos demonios “cachiporros”.
De los hermanos de mi padre sólo recuerdo al tío Antonio, a quien conocí poco antes de su
muerte en Villavicencio. A sus hijos, mis primos, los hemos ido conociendo y queriendo
poco a poco y mantenemos una relación amable y fluida.
La abuela Herminia Infante, a pesar de todo lo que padeció y calló, siempre supo salir
avante, juzgo que gracias a la auspiciosa luz que siempre brillen su frente, que representa la
capacidad de adaptación, la inteligencia emocional y un gran poder de intuición, lo cual
guarda relación en primer lugar con el hecho de que la frente está inmediatamente arriba de
los ojos, que junto con la boca son los órganos eléctricos por excelencia.
La frente está en medio de las orejas, estructuras cartilaginosas apenas recubiertas de piel,
que además de cumplir su función auditiva, tienen un rol vital en la percepción de señales
provenientes del llamado “campo”, el cual contiene literalmente toda la información del
universo, conformando en conjunto una pantalla justo sobre el neo cortex, cerebro frontal o
verdadero cerebro humano.
Todos tenemos una frente, pero las personas de frente amplia son más intuitivas e
inteligentes que el promedio, pues además de las razones expuestas, tienen por lo general
un bien constituido sexto chakra en la zona del entrecejo, estructura virtual que junto al
punto maravilloso o punto de síntesis que se ubican cerca de allí.
Siempre he creído, sin ninguna evidencia que lo soporte, aunque se sabe que la frente es el
norte y el polo de programación, que tal particularidad provino de algún Infante explorador
que vino de España y sabía leer códigos ocultos que le permitieron ir justo allí donde
hubiera destinos de realización y trascendencia.
Si tal característica muy probablemente heredable es el “gen Infante”, es entendible por
qué, según el grado de su manifestación entre los Pinzón Infante y las generaciones
recientes, se han dado casos de verdaderos nómadas, de familias completas que emigraron,
pero también el de algunos parientes que han optado por quedarse a vivir cerca del hogar
nativo.
Han sido más quienes actuaron como si terminada su crianza, se operara una diáspora que
los lanzara hacia destinos lejanos. Tales son los casos de Sor Lucila de L’Assomptión,
Secretaria General de las Hermanitas de los Pobres, en La Tour Saint Joseph, Francia, cuyo
nombre de familia es Adela Infante Olano, o sus hermanos Guillermo que vive en Lyon,
Eduardo que vivió muchos años en Paris, Pedro que aún vive en España y Mario, que
recorrió Latinoamérica como alto funcionario de la OEA, todos ellos primos de mi padre.
La línea Espinel es definitivamente sedentaria en esta materia y prueba de ello son al
menos dos verdaderos ermitaños, uno en el páramo de La Cortadera y el otro netamente
urbano, pero en general han sido escasos, por no decir que nulos los casos de algún Espinel
que haya emigrado.

En cambio, la línea de los Pinzón de segunda generación, nietos ya con biznietos de


Próspero sí lo han sido. Tal es el caso de mis sobrinas y sobrinos Pinzón que están
desperdigados por el mundo, desde Budapest hasta Sidney, y más recientemente mi hija
Laura que está radicada en New Castle, en el Reino Unido.
Arístides Infante Correa se distinguió como migrante cuando a mediados del siglo
diecinueve llegó a Venezuela buscando destino y fortuna, siendo muy joven. Irse, volar
lejos como opción de vida, fue algo que los Infante Olano, nietos de Arístides, no sé si
conscientemente escogieron, cuando en el interregno entre las dos guerras partieron hacia
Europa y se establecieron en París.

El bosque de Meudon en los suburbios de Paris es un lugar muy popular para pasear los
domingos, pero muchos ignoran que en realidad se trata de un punto de magia druida y tal
como ocurre con la iglesia de Notre Dame, construida inicialmente sobre las ruinas de una
antigua capilla de los Templarios, éste pequeño bosque es un centro mágico, que tiene
ocultas bajo varias capas de estratos vegetales y minerales que se han depositado a lo largo
de siglos, piedras monolíticas en disposición circular, con cierta ubicación y determinada
orientación que no dejan duda sobre su origen. Poblado en toda su extensión por robles y
castaños, tiene cierta aura de misterio que le otorga una atmósfera especial, aún para
quienes lo frecuentan para actividades al aire libre.

En el plano artístico, Paris vivió un renacimiento importante y surgieron artistas con


renovado aliento y desbordante creatividad. Solidarios socialmente como verdaderos
militantes del arte, denunciaron a través de sus obras la dominación francesa sobre sus
protectorados y colonias de ultramar.

El pop art surge entonces como un verdadero azote contra los excesos capitalistas,
preparando el camino que desembocaría más tarde en la revuelta de París de 1968. Lo
contestatario de la ironía inteligente izó su pabellón y ya no lo arriaría jamás.

El verano de ese año fue inclemente con las gentes del centro de Europa. El golpe de calor
y su consecuente deshidratación cobraron la vida de más de un centenar de personas y los
habitantes de Paris no pudieron lidiar con las elevadas temperaturas; ni siquiera los vecinos
de las riveras del Sena o de sus afluentes lograron ponerse a salvo y eso que desde la
superficie del agua venían leves pero frecuentes corrientes de aire frío.

Cierta tarde de Julio cerca de Meudon, un grupo de estudiantes recibía clase con Georges
Canaveilles II, Maestro de Sabiduría Arcana, mientras luchaban para no desfallecer ante un
insufrible resistero, a pesar de que todas las ventanas del gran salón permanecían abiertas.

La Escuela de Alta Magia de París, fundada en 1850, siguió desde el principio los
lineamientos del Archimago Halkel de Way y sólo recibía en sus aulas cada tres años a
hombres célibes en grupos de 21, tras superar una entrevista ante diez avezados profesores
y aprobar un examen de admisión.

Uno de los postulantes del año anterior, Eduardo Infante, aprovechando que Georges había
hecho pausa para beber un poco de agua, se levantó a preguntar:
- ¿Maestro, el alma es capaz de recordar?
Todos voltearon bastante amodorrados hacia el lugar del que provino esa profunda voz y
donde justamente estaba aquel latinoamericano que aparentaba más de los 23 años que
tenía. Habitaba un alma antigua, según se lo había dicho luego de la entrevista de admisión
el Director Emérito de la Escuela.
El Maestro hacía su disertación alrededor de la taumaturgia o arte de los prodigios y no se
sorprendió con la pregunta, pues sabía lo inquieto que era aquel estudiante y conocía su
capacidad para hallar asociaciones insospechadas entre diferentes tópicos.
-
Es evidente que el alma no recuerda –subrayó- de la forma como usted
parece imaginar, pero el alma sabia y eterna siempre sabe, joven amigo”
-respondió pausadamente y prosiguió: la mente, como atributo humano,
apenas si puede recordar; pero el alma es perfecta por su naturaleza
divina. Cuando logramos entrar en estado de meditación, obtenemos
certezas que provienen justamente del alma; por la misma razón, la
intuición, el más importante de nuestros sentidos internos, se manifiesta
y nos interpela mediante certezas y nunca en forma de sospechas o
conjeturas. La intuición es el sabio susurro del alma.
Tras un momento, durante el cual Eduardo asimiló la respuesta, volvió a requerir a su
Maestro:
- ¿Es posible, de alguna manera, posponer la muerte?
- “El hombre no muere. Se mata” -dijo el Maestro, citando a Lavoisier-, y
agregó: mucha razón le asistió a este sabio hombre cuando lo dijo,
considerando que hace apenas unos siglos el promedio de vida fue de
140 años; de otra parte, claro que la muerte se puede aplazar, sólo con
dejar los hábitos que conducen a la enfermedad.
Poco tiempo después Eduardo aprendió que uno muere justamente cuando ha terminado de
aprender las lecciones que vino a tomar con el fin de evolucionar, independientemente de la
edad que se tenga.
A lo largo de su experiencia académica, en tiempos del inicio de la diáspora de los Infante
por Europa, Eduardo llegó a comprender sistemas conceptuales complejos en diferentes
áreas de la ciencia, la espiritualidad y la humanística, antes de entrar en la fase práctica, la
cual debió asumir en el gran laboratorio del mundo, hasta llegar a concluir que el
conocimiento sólo es validado en el compromiso social y el servicio a los demás.
Dedujo racionalmente que todo es vibracional, que hacemos parte del mundo de todas las
posibilidades y que el aprendizaje se trata en últimas de implicarse profundamente en el
conocimiento, para luego explicarse y finalmente dar razón de los conceptos, los sistemas y
(siguiendo en orden de complejidad) los sistemas conceptuales.
Supo entonces y entendió, tal como muchos ya lo han hecho, que la felicidad sólo existe en
el mundo conceptual, pero que es posible vivir felizmente el ahora, en el momento
presente. Comprendió que en toda pérdida hay inmerso un aprendizaje, que todos tenemos
un alma totalmente afín con nuestra conciencia, que todas las almas son UNA y que cada
ser humano a lo largo de la vida puede ir asumiendo distintas áreas de su conciencia, para
hacer de la existencia un vuelo armónico.
No obstante y tal como ocurre con los seres evolucionados espiritualmente, Eduardo tuvo
que atravesar por muchos infiernos y crisis, antes de asimilar y apropiarse de cada cosa que
aprendió. Este tipo de personalidad, característico de los grandes Maestros de la
humanidad, se caracteriza por una emocionalidad compleja, que a veces les hace malas
jugadas y literalmente los golpea mediante estados depresivos profundos a lo largo de sus
vidas. Es como si tuvieran que avanzar con fuertes vientos en contra. Como si al final
hubiera un premio precioso que les costara mucho alcanzar, pero no pueden declararse
derrotados en ningún momento, a pesar de todo.
En el París de entonces, Eduardo compartía un apartamento con su hermano Guillermo, de
quien apenas he visto una que otra fotografía, en las cuales llama la atención su
extraordinario parecido con el cantante mexicano Pedro Infante.
El apartamento no era grande, pero cada uno tenía espacio suficiente. Eduardo practicaba
en un piano de pared, apoyado en uno de los muros del estudio y sobre el cual nunca
faltaba un jarrón pletórico de rosas, mientras que Guillermo había logrado acomodarse con
sus caballetes al fondo del apartamento, en lo que originalmente debió ser el patio de ropas,
cubierto por una espléndida marquesina que lucía sus brillos incluso durante el inclemente
invierno y que había sido elaborada como vitral sobre un diseño estilo art decò.
La actividad principal de Eduardo durante sus años en París fue el estudio del piano con
profesores de gran prestigio, habiendo logrado destacadas presentaciones como concertista
en escenarios de Europa; no obstante y atendiendo el llamado de una voz interior que le
pedía respuestas a muchas inquietudes existenciales, dedicó tres años a la Escuela de Alta
Magia de París. Regresó a Colombia años después, alrededor de 1954.
Guillermo era poeta por instinto y pintor de profesión. Llegó a Paris unos años antes que
Eduardo y eligió ubicarse colina abajo de Montmartre, al sudeste, por donde se accede al
pintoresco Pigalle. Dejó varios libros, entre ellos uno de poemas titulado Espina de clavel,
ilustrado por él mismo. Debió haber vendido muchos cuadros, pues se supone que fue con
el producto de la venta que se pudo sostener dignamente en París.
Todo ese entorno era un hervidero de creatividad artística y Guillermo, que también era
excelente ejecutante de la guitarra, tuvo que haber compartido veladas de deliciosa
bohemia con figuras icónicas del arte, que por entonces se abrían camino en la meca del
arte de los óleos y los pinceles, llenando estudios y terrazas con olor a trementina, aceite de
linaza y aguarrás, en una especie de ritual cotidiano, que retaba desde el alma a hermosear
hasta el delirio un lienzo, tarea que casi siempre lograban a punta de delicados trazos, luz,
color e inspiradas pinceladas.
Elkin estuvo muy al tanto de la elaboración de este texto. Tan desaliñado y melancólico
como parece, es a la única persona que soporto mirando lo que hago, cada vez que escribo
y pasa de vez en cuando, mirando sobre mi hombro desde atrás. Simplemente mira sin
decir nada y luego continúa en lo suyo.
Siempre he valorado sus sugerencias, que suele hacer cuando dejo de escribir, sabiendo que
vienen de alguien como él, que posee tres cualidades de las que yo carezco: persistencia,
disciplina y fe en sí mismo. Así que con algo de disimulo, pero buscando su aprobación,
comenté en voz alta apenas llegué a este punto de la narración:

- Bueno, creo que este capítulo puede terminar aquí.


- Un capítulo -empezó a decir pausadamente, mientras me acercaba una
taza de café- tal como ocurre con cualquier obra de arte, nunca termina.
Se abandona –y luego concluyó-: el truco está en tener la malicia
suficiente para decidir con exactitud en qué punto se abandona la obra,
pues obedeciendo a alguna ley del caos, de esta manera quedará
perfectamente inacabada.

6. DIAS LARGOS Y LUMINOSOS.


!Luna, te jodites!,de hoy en adelante tenés que ir a alumbrar a los pueblos.

Esta frase que quedó para la historia, fue pronunciada


por “Marañas”, personaje típico de la vieja Medellín,
la noche que inauguraron el alumbrado público,
mientras la luna salía por Santa Elena.

De niño me asomaba por una de las ventanas de arriba, que daba sobre la calle, sostenido
de los barrotes de madera que me mantenían a salvo de caer. Eran torneados y pintados
originalmente de verde oscuro, aunque habían perdido su brillo luego de varios años de
estar expuestos al sol y al viento, lo cual les confería olor y sabor característicos. Eso era
cuando mi madre y yo éramos inseparables. A ella le tocaba trabajar por toda la casa,
mientras yo no hacía otra cosa que correr inquieto tras ella, de un lado para otro,
descubriendo ese mundo maravilloso que tenía al frente.
Yo debía tener tres años y era feliz observando detalles de mi mundo, que empezaba allá
abajo sobre la superficie de la calle con todos sus detalles, un roto en el asfalto allí, una
mancha de aceite allá, el camión de Don Julio estacionado durante días y bien arrumados
contra la acera los medios ladrillos con los que mis hermanos armaban las porterías para
jugar banquitas.
Mi mirada iba ascendiendo lentamente por los antepechos de ladrillo pintados de color rojo
colonial, que guardaban cada antejardín y luego repasaba detalles conocidos de las casas
del otro lado de la calle. Un poco más arriba y luego de entretenerme con el vuelo de los
copetones que salían de las copas casi negras de unos pinos, mi vista pasaba sobre el lugar
donde se supone que estaba el parque Santander y ante mis ojos aparecía la iglesia de San
Francisco en toda su humilde y solitaria torre blanca.
Mi particular recorrido cotidiano seguía hasta enfocar a lo lejos unas lomas en tonos pastel,
entre amarillas y rojizas, vestigio erosionado de grandes cultivos de trigo que hubo allí
durante la colonia, que del otro lado tutelan a Soracá y siempre allí enhiesto, sobre la línea
del horizonte levemente ondulado, se erguía cual coloso vigía la conocida silueta de un
centenario eucalipto que siempre me sorprendió con su enorme tamaño en medio de tanta
aridez. Siempre lo conocí como “Arbol solo”.
En ese tiempo de mi niñez, comenzando la década de 1950, supe luego que la pequeña
población de Toca llevaba años de bucólico transcurrir sin sobresaltos, como grupo humano
mayormente rural, que centraba su supervivencia en las actividades agropecuarias. Su
centro urbano no pasaba de mil quinientos habitantes y a lado y lado de las calles, que
habían sido trazadas por sus fundadores, se ubicaban las viviendas. Eran casas de adobe y
tapia con techos de paja y algunos en teja de barro; las que estaban en el marco de la plaza
y otras, muy pocas, eran grandes y pertenecían a gente solvente y distinguida, aunque poco
conocida, al decir de Julio Roberto. Algunas de dos plantas, pero todas tenían portón, un
largo zaguán, tras portón, uno o dos patios interiores con chambrana y amplios corredores,
donde siempre había variedad de plantas de jardín y al fondo de la casa un solar con su
huerto y algunos frutales de tierra fría.
Las calles y la plaza principal eran en tierra apisonada y casi no había aceras. Escaseaban
los peatones de día, pues muchos madrugaban a sus labores en el campo, pero en cambio
abundaban los burros y caballos con sus cargas, en un fluido intercambio entre el poblado y
las fincas, mientras que en las noches, luego de que los pobladores llegaran de sus parcelas
tras un día de trabajo, la oscuridad hacía difícil salir a la calle y a no ser por una urgencia o
para atender alguna llamada en la Oficina de Teléfonos, los habitantes preferían quedarse
en casa.
A mediados de los años cincuenta habían asfaltado las calles principales. La plaza, que los
días sábados se convertía en plaza de mercado -eso lo recuerdo bien-, mostraba un mejor
aspecto. Cuando se requería de atención médica, había que ir hasta Tunja, mientras que las
urgencias menores eran atendidas en su casa por Doña Isabelina de Urrutia, enfermera
empírica, a donde fui llevado una vez cuando tenía seis años.
Mi hermano Germán y yo participábamos en una procesión del Divino Niño. El me llevaba
de la mano, minutos antes, cuando el cortejo con el cura a la cabeza entró por una esquina a
la plaza. Detrás de nosotros marchaba el encargado de la pólvora y llevaba abrazadas varias
docenas de cohetes envueltos de manera precaria en su propia ruana. Ni mi hermano ni yo
lo habíamos visto. Esto lo supimos después.
Con el fin de empezar a lanzarlos artefactos explosivos en cuanto recibiera la orden del
priosto de la festividad, encendió un cigarrillo y no vio inconveniente en dejarlo puesto en
su boca. En algún momento, cayó algo de lumbre encendida sobre los cohetes y de
inmediato se prendió la mecha del primer cohete y otro y otro; el imprudente se asustó y
por reflejo soltó su pirotécnica carga justo sobre mi frágil humanidad. Germán tuvo que
soltarme, antes de salir corriendo con los demás.
Cuando me di cuenta, estaba debajo de toda esa pólvora. El ruido era ensordecedor y antes
de quedar inconsciente, recuerdo haber visto como la gente corría en todas direcciones,
mientras que la pólvora, que dejaba un gran chispero sobre mi cuerpo con cada artefacto
que salía despedido, reventaba estruendosamente contra muros y ventanas de las casas del
marco de la plaza. Según dijo mi madre después, me salvé por un verdadero milagro de
Santa Bárbara, patrona de los polvoreros, pues además del gran susto, sólo tuve una herida
en la piel, por quemadura y no se alcanzaron a afectar mis oídos, a pesar de que durante
una hora, después de despertar en casa de doña Isabelina, solo oía ruidos.
Durante mis vacaciones escolares, que generalmente pasaba en Toca, el tiempo iba lento y
había tardes en las que hasta el silencio era audible y sólo era interrumpido por alguna
mosca que pasaba zumbando, por los niños que pasaban jugando en dirección a la vega del
río, o por alguna muchacha corriendo con su mandado, con su recado o simplemente con el
deseo de que alguien la viera pasar.
Había tardes que se resistían a discurrir, aletargadas sobre el bendecido sopor de una paz
sin justificación ni explicaciones, al punto que en varias ocasiones la mirla ceniza que solía
cantar a eso de las tres, encaramada en el durazno del huerto, se rehusó a hacerlo por
respeto al reverencial silencio de la tarde.
Doña Lastenia, que no era beata de oficio a pesar de la fama, hacía rendir aún más la tarde,
pues le alcanzaba para tomar onces hasta tres veces y sin afán, en diferentes casas, gracias a
su innato don de la conversación amena. Ella, ajena a toda murmuración y siempre amable
y discreta, recibía las atenciones de sus amigas, que ellas expresaban con generosidad
invitando a un espumoso chocolate en leche, variedad de pan, queso y algún postre cuando
había.
Las mañanas, en cambio, comenzaban cuando aún estaba oscuro y la actividad en las
cocinas era intensa. Era la hora de los fogones de leña, del carbón encendido con brasas
renovadas y atizadas a punta de “china de esparto” o a físico pulmón, antes de que todos
esos buitrones ahumados anunciaran la mañana desde su propia altura con caprichosos
penachos blancos, dóciles al rumbo que marcara el viento, sobre el celeste fondo limpio y
muy azul.
Era el momento de la mujer piadosa, pero también el de la beata redomada que desde muy
temprano encaminaba sus pesados pasos hacia la iglesia, en olor de santidad y naftalina,
seguidas ambas por las muchachas a su servicio, que les llevaban el catre, un asiento
plegable y portátil, hecho a la medida de sus matriarcales asentaderas.
Era la hora del café oscuro en agua de panela y también del tinto con alma de aguardiente
que servían desde las seis donde la Mona Santos. Era, en fin, la hora del olor a pan caliente,
saliendo a raudales del horno grande, desde el fondo de la casa de mi “Madrecita” Matilde
Guerrero.
Era la hora de traer los caballos de sus potreros, para que los dueños de finca y sus
ayudantes salieran hacia las labores del campo, luego de desayunar trancado, pues por
humilde que fuera el hogar, no faltaba la humeante changua con huevos y almojábanas,
chocolate, queso y pan a voluntad.
Las cosas tenían para mí amplios rangos de colores, sabores y olores, algo que con el
tiempo va cambiando, pues los colores de las cosas se van desvaneciendo en la memoria
visual y tienden a adquirir tonos grises, mientras que los olores y sabores se van diluyendo
en la distancia del tiempo, hasta tornarse francamente insípidos para la evocación.
Por eso, percibir un olor o un sabor de aquellos de mi infancia, sea en una cocina, una
iglesia, una tienda o una habitación, es evocar de inmediato situaciones, colores, lugares y
personas. Es quedar inmerso, suspendido e hipnotizado durante largos segundos en un
amable dejà vú.
La hora de la comida era ocasión para la tertulia y la anécdota, de recrear sencillas historias
que surgen desde y hasta el imaginario común, siempre con un halo misterioso, adobado de
cierta dosis de terror, que a fuerza de tanto contarse se vuelven de dominio público.
No obstante, siempre hubo nuevas versiones, dependiendo del narrador, como cuando
alguno nos confió en secreto y en voz baja, que habían visto al diablo en forma de un
enorme perro negro con ojos de candela, que arrastraba cadenas enormes, cuyos eslabones
macizos resonaban por toda la calle central, cada vez que aparecía de madrugada,
generalmente en el mismo lugar y que sólo en tres grandes saltos iba desde la esquina
donde Sixto Jiménez hasta bien arriba de la esquina del cementerio, cerca de la casa de
Jovino, el herrero.
Escuché alguna vez de una lúgubre procesión de almas en pena, una tras otra en larga fila,
rezando en latín y portando velas en sus manos. Mientras aquel espectral cortejo hacía su
recorrido, todas levitaban medio metro sobre el piso e iban desde la puerta de la Capilla del
Humilladero, atravesaban en diagonal la plaza y subían por la calle real, hasta una sombría
capilla al fondo del cementerio, por una estrecha calzada entre los altos y delgados
cipreses, pasando luego sobre un puente ensombrecido bajo la fronda de unos sauces
llorones a lado y lado y bajo el cual pasaba un inmóvil arroyo de agua verduzca.
También circulaban por el correo de las tiendas, imprecisos rumores de emboscadas y
asesinatos, a pesar de que en Toca no pasaron de diez los casos, cuya muerte se le pudo
asignar a la llamada violencia política, mientras que casi todo el país vivía las
consecuencias del odio fratricida que condujo a un inédito baño de sangre, patrocinado y
avivado desde los aristocráticos despachos y exclusivos clubes bogotanos, por parte de
aprovechadores del poder económico y oportunistas del poder político de entonces y de
siempre.
- ¿Quién anda ahí? -preguntó en voz alta el Jefe de la Policía laureanista.
Frente a cinco hombres del Resguardo de Rentas, había entrado a media noche, tras
derribar a medias el portón de la casa de Alberto Jiménez, reconocido jefe liberal, dueño de
un cáustico humor y una afortunada rima, incluso en situaciones que pusieran en inminente
peligro su vida.
Habían dejado todo el estropicio posible tras esculcar en los cuartos, antes de salir al solar.
Nadie respondía, mientras que Alberto se ocultaba de la mejor manera posible tras unas
matas de chisgua. El jefe, a quien la gente del pueblo llamaba “Guasaruco”, volvió a
preguntar:
- ¿Quién anda ahí?
Para entonces tres de los agentes del resguardo ya estaban demasiado cerca y Alberto,
sabiendo que no tenía modo de escapar, se levantó lentamente en la penumbra, con sus
manos abiertas arriba de la cabeza y dejó para la posteridad su famosa respuesta:
- Yo soy Alberto Jiménez y me encuentro aquí cagando. Que cagar no es
un delito, ni la mierda es contrabando.
En otra ocasión, a mediados de 1950, un gran afiche que mostraba a Laureano Gómez
sonriente, con la expresión que se supone tiene la hiena cuando sabe cercana a su indefensa
presa, amaneció colgado de un muro, al lado derecho de la puerta de la Alcaldía.
Durante todo el día fue evidente la indignación y el ambiente tenso, en aquel pueblo
mayoritariamente liberal, cuando el asunto de la preferencia política era radical y
dicotómico, con parcialidades fanáticas que se hacían matar por echar vivas a su partido y
agitar un trapo azul o uno rojo.
Cortos de palabra como han sido las gentes de Toca y evidente como era la indignación de
los liberales, le dejaban saber mensajes y consignas en monosílabos a sus copartidarios
cada vez que se cruzaban en la calle y así, casi de manera cifrada, empezaron a buscar la
manera de que la afrenta del afiche no quedara impune.
Al día siguiente el anuncio amaneció untado de arriba a abajo con algo untuoso que parecía
excremento humano y luego de que el Jefe Guasaruco fuera informado de tal despropósito
y después de que examinara la sustancia con cuidado, resultó que efectivamente sí era.
De inmediato, las autoridades civiles y militares se reunieron en la oficina del alcalde y
resolvieron individualizar la culpa, la cual recayó en el pobre Alberto Jiménez, al cual
fueron a buscar de inmediato a su casa. Allí mismo le notificaron que sería conducido hasta
la Alcaldía Municipal, en calidad de capturado, sin más detalles.
La plaza, al frente de la alcaldía, mostraba gran afluencia de gente poco antes de las nueve
de la mañana y los espíritus estaban enardecidos, sentimiento que inicialmente se expresó
mediante un murmullo de pequeñas protestas, pero que fue creciendo paulatinamente entre
los indignados copartidarios de Alberto y siguió creciendo hasta llegar al clímax de la
exaltación cachiporra, cuando apareció el reo esposado en la esquina, en medio de un par
de uniformados barbajanes.
Allí estaba Alberto, de pie y esposado, frente al sucio afiche, justo al lado de la puerta de la
Alcaldía, cuando apareció el Alcalde Municipal, al tiempo que Guasaruco miraba
inquisidor a los ojos del acusado, esperando una delación, una disculpa, una explicación o
simplemente para poder humillarlo y escarmentar frente al público, antes de encerrarlo.
Se acalló por un momento la vocinglera muchedumbre y entonces Alberto, que había fijado
su mirada por largos segundos en el afiche, dijo en voz alta:
- ¡Quién sería el mierda, que le echó mierda a esta otra mierda!
Una escandalosa carcajada resonó por toda la plaza y logró de esta manera liberar una
cantidad de tensión acumulada, que bien pudiera haber terminado en asonada, al paso que
iba. Alberto fue empujado dentro de la Alcaldía y pagó su castigo en calabozo durante una
semana.
Mi padre y algunos liberales contaban sus personales anécdotas, emboscadas y huidas
milagrosas con las cuales salvaron sus vidas, pero de manera ingenua creían que un par de
años serían tiempo suficiente para sanar heridas y pasar la página de la violencia, cuando
en realidad la violencia nunca cesó, pues para ese mismo año de 1950, Guadalupe Salcedo
ya estaba en Casanare al frente de la guerrilla liberal, que resistió al embate conservador
luego del asesinato de Gaitán.
Cada nuevo día allá en Toca, el vórtice de mis antiguas memorias, un grupo humano que se
reconocía entre sí y apreciaba su propia seguridad, así se tratara de identificar y llevar ante
la autoridad a un forastero con sospechosas intenciones, o simplemente echar de menos y
salir a buscar una gallina que llevaba perdida dos días, continuaba con su febril actividad
agrícola una semana tras otra, marcada siempre al final por el pago y el mercado el día
sábado y la misa de once el domingo.
Había un bus que prestaba el servicio de transporte de pasajeros y carga; salía de
madrugada para Tunja y regresaba ya de tarde, hacia las cinco. Era el equivalente
municipal de la nave espacial que salía a diario con la misión de explorar el espacio
exterior, para regresar triunfal a la base cada tarde, con su carga de nuevas maravillas y la
noticia de que había una vida mejor.
Don Rafael Salamanca era el propietario del bus, mientras que su hijo Álvaro hacía de
conductor y administrador, siempre con la abnegada colaboración de un ayudante de
nombre rarísimo, sonoro e intuyo que muy griego: ¡Teoclas! Y lo escribo así, con signo de
exclamación, porque siempre escuché ese nombre gritado a voces por el conductor o por
Doña Carmen, su madre, pero nunca, que yo haya escuchado, lo llamaron o se refirieron a
Teoclas con algo de cariño o al menos de consideración.
La única referencia del dichoso nombre que hallé hace poco, aparece en un antiguo texto
que narra acerca de un oficial de la armada romana que fue enviado por Julio César a
rescatar unas naves en algún lugar de las costas mediterráneas, pero para mí, Teoclas, el
original, seguirá siendo aquel hombre de talla baja, complexión fuerte e incierta edad, que
cargaba y descargaba el bus del señor Salamanca sin ninguna ayuda, anunciaba la salida,
cobraba los pasajes, entregaba el cambio y conocía todas las casas y todas las tarifas entre
Toca y Tunja por la vía de Siachoque.
La llegada del bus cada tarde era un acontecimiento festivo y polvoriento y desde antes de
la esquina de la Escuela, a la entrada del pueblo, comenzaba a anunciar su arribo con gran
resoplar de cornetas hidráulicas. Todos esperaban con ansiedad por alguien o por algo,
mientras tomaba el último recodo hacia la Calle Real por la gran casa esquinera de Abigail
Ochoa, luego de hacer sonar espasmódicamente los frenos de aire.
Era un bus Chevrolet modelo 1948 y traía sin falta la prensa del día, para que algunos
pocos ilustrados la leyeran a la luz de un servicio domiciliario tan débil como los
filamentos de cada bombillo, tanto que mi abuelo Vicente decía que era necesario prender
una vela para encontrar el bombillo.
Transportaba sobre el techo, adecuado para tal fin, el surtido de abastos para las tiendas,
conformado por harinas, azúcar, gaseosas, galletería, dulces, cigarrillos y licores. La
cerveza, en cambio, llegaba en camión, generalmente antes del sábado, pues todas las
tiendas debían quedar muy bien surtidas para el día de mercado.
Es proverbial desde entonces el consumo de cerveza en Toca, supongo que en parte debido
a que apenas unos años antes se había prohibido por ley el consumo de chicha, bebida
fermentada de cereales, con un poder casi alucinógeno y bastante laxante por cierto, de la
cual apenas quedó el “santo guarapo”, como una variante refrescante para paliar las duras
jornadas bajo el sol de tierra fría.
No obstante, aún funcionaba alguna que otra chichería, con el corrupto beneplácito de los
funcionarios de rentas departamentales, que en teoría se debían ocupar de hacer cumplir la
ley, pero que en cambio, pasaban cumplidamente por sus coimas y eran atendidos con la
mejor chicha, al mejor estilo de una incipiente cultura de la corrupción.
No había sábado sin borrachos y sin heridos por riñas callejeras, que por fortuna no
pasaban de agresiones a puños, patadas o a físico golpe de bordón, un rústico garrote de
unos dos centímetros de grosor, elaborado generalmente en naranjo, que aún portan los
campesinos con cinta elaborada de cuero curtido de res que pende de un extremo y que
además de servir como arma contundente, lo usan para señalar algo, como apoyo de la
marcha, para arrear el ganado y para disuadir el asedio de perros bravos en los caminos
rurales.
Julio Roberto Malaver usaba el bordón para equilibrar su andar de potro recién nacido, que
mostraba sin reato por las calles del pueblo; hombre de familia conocida, tomó distancia de
la cordura siendo joven. Era un lector incansable y hablaba algo el francés y también
armaba frases en inglés.
Tras una larga semana de reflexión, salía sin falta los sábados y luego de beber algunas
cervezas, este singular tribuno ya estaba listo para que todo aquello que su acalorada mente
había elaborado, se expresara a voz en cuello desde los insondables vericuetos de un
espíritu libre.
Lo recuerdo parado en cualquier esquina, con esa cojera antigua que nunca disimuló, su
barba descuidada y un raído sombrero de fieltro y ala corta, que arriscaba a medida que iba
aumentando la vehemencia de su perorata, dejando ver su blanca frente; ningún sábado
dejó de usar aquella vieja ruana café que no pasaba de la cintura y una botella de cerveza
siempre medio vacía en la mano izquierda, la misma con la que apoyaba su bordón.
Miraba al auditorio desde el fondo de unos ojos hundidos, antes de comenzar cada parte de
su discurso, unas veces con expresión de ira y otras con expresión socarrona que sabía
remarcar mediante una sonrisa apenas sugerida y entonces soltaba lo más parecido a una
ráfaga verbal de Mauser.
Desde la profundidad de su pecho sacaba una voz de tenor, cascada pero potente, fácil para
la ironía grandilocuente, con la que siempre consiguió aniquilar a sus demonios de turno,
ya se tratara de un alcalde en ejercicio de su impotente autoridad, un mal vecino de los que
nunca faltan, o los psiquiatras que alguna vez lo rotularon en alguna categoría, pero
fracasaron al pretender traerlo a punta de choques eléctricos, desde un mundo que él mismo
creó a la medida de su delirio, hasta ésta doliente realidad de los seres ecuánimes.
Anunciaba catástrofes apocalípticas para las gentes de Toca, a quienes siempre reprochó
por su proverbial conformismo, pero nunca le oí obscenidad ni palabrota alguna. Por eso se
ganó mi respeto y el de algunos paisanos que lo regalaban con vivas y aplausos, mientras le
renovaban su cerveza recalentada y tantas veces agitada durante el interminable discurso,
que solía ir de once de la mañana a cuatro de la tarde, sin pausa para almorzar.
Entrando a Toca, frente a la portada de la hacienda San Pedro y al fondo del solar de una
casa grande, luego de atravesar una estrecha puerta hecha con dos tablas burras, juntadas
con tres cuartones y que giraba con dificultad sobre una bisagra hechiza, se ingresaba a la
precaria enramada donde vivía Paula Pineda, que no era pobre, pero le gustó vivir como si
lo fuera.
Nunca supe su edad, pero desde que la conocí, hasta que dejé de verla, mostraba la misma
apariencia. Quizás por eso y por las variadas y nada convencionales artes a las que se
dedicaba, gozó de fama de bruja y quizás gracias a ella ninguna señora del pueblo quiso
ganar su antipatía.
Para preparar y aplicar emplastos de hierbas era muy solicitada, lo mismo que para curar
niños “descuajados”, pero no tenía inconveniente si era llamada para desterrar de alguna
alcoba al malvado duende que martirizara por las noches a uno de los cónyuges, pues
nunca se supo de alguno que acechara y confundiera a los dos miembros de la pareja.
En cierta ocasión fuimos con mi primo Ricardo Jiménez a llevarle un gato entero, con el fin
de que lo castrara, otra de sus habilidades. Había que llevar al paciente dentro de un costal,
de los que se usaban para empacar papa, lo más ajustado que se pudiera, aunque para Paula
nunca estaba lo suficientemente “achicado”.
Luego de manipular costal y gato, cuidando que sus manos siempre estuvieran lejos de las
uñas y los colmillos del asustado felino, consiguió que los testículos aparecieran por entre
sus encogidos miembros posteriores; los expuso sacándolos por entre las fibras del costal y
fue hasta la cocina por la afilada navaja que usaba como escalpelo.

Antes de cortar, sacó del fogón un puñado de ceniza reposada, que trajo en una hoja de
chisgua y colocó sobre la mesa, al lado del costal. El corte fue limpio y rápido, mientras
que sosteníamos lo mejor que podíamos para inmovilizar al paciente. De inmediato aplicó
la ceniza sobre la herida que casi no sangró, al tiempo que soltó la cabuya con la cual
habíamos cerrado el costal. El gato salió de inmediato, dando maullidos de dolor y dejando
una nube de ceniza a lo largo de su veloz recorrido.
Dos días después apareció el gato donde mi tía Romelia y podría jurar que sus maullidos
cuando pedía comida, en la cocina, sonaron algo aflautados.

El listado de los personajes pintorescos que habitan mis recuerdos de aquellos años en
Toca, no termina ahí. La señorita Maria Elena Acevedo fue por varios años la telefonista y
siempre trabajaba de pie. Alta y dueña de una tez blanca, que lograba enaltecer a punta de
polvo de arroz, hasta lograr un tono alabastrino, llenaba todo el espacio del despacho con
su aroma de agua de alhucema.
Tenía un timbre sensual a pesar de su voz potente y siempre me intrigó ese raro poder con
el que lograba que la gente percibiera su oficio de telefonista, no en su real condición de
servicio al público, sino como la graciosa dispensa de un favor, que prodigaba con
excepcional deferencia.
“Chichío”, apodo familiar con que se conocía al bueno y formal Urbano Amézquita, fue
citador del servicio telefónico, empleo que complementaba con el de sacristán de la iglesia,
hasta cuando una dolorosa artrosis lo jubiló de ambos cargos a la fuerza, apenas un par de
años antes de su muerte.
Corría sin descomponer su figura alta y erguida hasta la casa del citado, para avisar que
tenía una llamada telefónica y entonces el interesado y sus acompañantes iban de vuelta
tras él y en cuanto llegaban a la oficina de teléfonos, nadie podía sustraerse de la teatral
faena de la dama del teléfono.
No obstante, el protagonismo de Doña Maria Elena era compartido con un gran aparato
Siemens, empotrado en una caja de madera oscura, que brillaba en su parte superior por
cuenta de un par de grandes timbres parecidos a los de bicicleta. El auricular de baquelita
negra estaba al final de un cable del mismo color que se desprendía de la caja.
El micrófono, del mismo material del auricular, tenía forma de torneado cartucho; una
manivela lateral, que conectaba con el magneto al interior de la caja y era el encargado de
proveer la energía necesaria para establecer la comunicación con una central ubicada en
Tunja.
Ella tomaba con delicadeza el auricular, asegurándose de que el dedo meñique de su mano
izquierda quedara levantado, en un gesto de femenina elegancia, mientras que el resto de su
mano aseguraba el auricular sobre la oreja del mismo lado, dejando su mano derecha libre
para dar manivela y operar las clavijas.
Se ubicaba muy derecha para hablar de frente al micrófono y luego de dar varias vueltas a
la manivela para conferirle vida a esa caja maravillosa, empezaba una tentativa para
conseguir comunicar a dos personas, labor que todos sabían que no era nada fácil.
- Tunja…Tunjita…Tunja, el citado está listo!...Tunja… -más manivela y
ruidos ininteligibles…desconectaba una clavija y luego otra, para luego
conectarlas en otros orificios del tablero…-:más manivela...
- Tunjita, Tunja, Tunja! –nunca se descomponía ante la dificultad.
- Tunja, ah! buenas noches, necesito línea para Pajarito. Sí. Pa ja ri to!..si
señora yo sé, no es fácil Pajarito a ésta hora. Y por Sogamoso no se
puede? Sí claro…-más manivela y luego de insistir…
- Bueno, entonces deme Pajarito por el lado de Chiquinquirá…
Finalmente y tras un par de minutos, lograba la comunicación y entonces el citado debía
hablar ante el público presente, muy fuerte para poder ser escuchado al otro lado del largo
alambre de cobre.
Eran los tiempos heroicos de la comunicación telefónica sin la privacidad de las cabinas,
pero luego de sesenta años de desarrollo vertiginoso de la tecnología, nos permite una
comunicación nunca antes soñada. Fui de aquellos lectores de las historietas en el
suplemento del periódico dominical y cuando el fantasioso creador de Dick Tracy lo
dibujaba comunicándose por medio de un reloj de pulsera con pantalla, nunca imaginé que
tal cosa fuera a ser realidad.
A unos pasos de la oficina de teléfonos quedaba la casa de las Infante. Ir allá, generalmente
en compañía de mi madre, equivalía a traspasar un portal en la insondable dimensión del
tiempo. Típica construcción de arquitectura republicana, estaba ubicada en una esquina de
la plaza y se levantaba maciza en dos plantas de gruesos muros de tapia pisada. En la planta
inferior funcionaba un almacén de misceláneos, de propiedad de Carlos Infante, tío
materno de mi padre.
Por lustrosas escaleras de cedro negro ascendíamos hasta cruzar bajo el marco de una
puerta tallada, enmarcada por tres lados mediante vitrales en verde y amarillo que daba
acceso al segundo piso.
Trasponer aquel portal era como llegar al mismísimo reino de los sabores y los olores
inolvidables, que sólo eran posibles allí, pues desde la entrada se percibía con generosidad
un aroma inconfundible y no bien definido entre vainilla y azahares, con suaves notas de
miel y nuez moscada.
Era la casa de Anatilde y su esposo Carlos Infante Neira, a quien todos llamábamos
Carlitos. Allí vivían las hijas del matrimonio, Anatilde, Celia y Beatriz y sus tías paternas
Tránsito y Celia. Permanecían arregladas como para sesión fotográfica, incluso cuando,
ataviadas con impecables delantales bordados, preparaban deliciosas viandas cada vez que
tenían invitados.
La cocina era un gran salón con comedor auxiliar y estufa de carbón con horno, seis
hornillas y calentador de agua, donde no se veía hollín por ninguna parte. Fragantes,
delicadas, amables y generosas, ocupaban su vida en atender con lujo de detalles a sus
invitados y hacer todo lo necesario para mantener la casa en perfecto orden y aseo.
Los muebles, verdaderas obras maestras elaboradas en Europa por dedicados ebanistas,
habían llegado a principios de siglo por barco hasta Barranquilla y de ahí por el río
Magdalena hasta el puerto de Honda, desde donde fueron llevados por ferrocarril a Bogotá,
para finalmente ser transportadas a lomo de buey hasta Toca. Ensamblados sin usar un solo
tornillo con maderas africanas muy similares por su textura y su veteado al granadillo o el
flormorado, algunos tenían superficies con hojillados en oro y otros, bordes tallados, pero
todos parecían recién elaborados.
Dispuestas por toda la casa había piezas de cristalería que jamás volví a ver, en tonos de
verdes, azules y rojos, además de hermosas vajillas checas y alemanas, que usaban a diario
y en las cuales servían platos y postres que preparaban con maestría. Recuerdo con especial
énfasis un dulce de pequeños duraznos criollos rebozados en un almíbar rosado, que
servían en recipientes de cristal verde con bordes dorados; los duraznos, al igual que las
papayuelas, de las que también hacían dulce, eran cultivados en el solar de la casa.
Al ver servidos tales manjares, con sus brillos y sus aromas que se anunciaban ante mis
ojos golosos, yo debía controlar mi deseo por devorarlos a dentelladas, pero aprendí a
degustarlos lentamente, tomando pequeñas porciones con unas cucharitas de plata, hasta
despegar el último pedacito de pulpa, desde unas semillas pequeñitas y labradas, maniobra
que hacía con la boca cerrada, cuidando de que no fuera a salir despedida la escurridiza
semilla, cosa que estuvo a punto de ocurrirme en más de una ocasión.
El local del tío Carlos siempre estaba reluciente y en sus estanterías y mostradores de nogal
tallado había de todo lo imaginado, en un estricto orden que su hermana Tránsito, a quien
siempre llamamos Tatico y estuvo al frente del negocio durante muchos años, renovaba con
frecuencia; hilos, ropa para hombre y mujer, cortes de tela y paño, radios, linternas y
lámparas Coleman, como aquella que cerca de las siete, todas las tardes, encendía
ritualmente Luis en el patio interior de la casa de mis abuelos.
Luis Jiménez, ayudante de panadería y mandadero, llenaba el tanque con ayuda de un
embudo metálico y el ambiente entonces se llenaba de ese indescriptible olor que tenía la
gasolina cuando aún no le agregaban alcohol; cerraba el tanque muy bien y entonces
bombeaba 30 veces, contadas una por una, para luego acercar un fósforo hasta el piloto que
como por arte de magia hacía que la caperuza elaborada en una fina malla de asbesto,
parecido a nylon incombustible, se iluminara con brillo majestuoso.
Después era menester graduar la intensidad de la luz, mediante un mecanismo de paso de
gasolina evaporada y aire a presión al interior de la caperuza y finalmente había que
colocar con cuidado la cubierta de vidrio, mientras los vapores hechos pura luz
inauguraban otro olor inolvidable y su brillo iluminaba todo, hasta la superficie inferior de
los aleros del patio, que relumbraban sobre el fondo oscuro de un cielo de terciopelo
índigo, tachonado de estrellas.
A Luis Jiménez, hijo de Adelina y padre desconocido le decían “Campín” desde chico y era
ayudante de panadería, pero además el muchacho de los mandados en la casa de mis
abuelos, quienes lo habían adoptado y le habían ayudado a que hiciera tres o cuatro años de
escuela. De complexión fuerte y muy hábil en las labores del campo, se ganó el cariño de
los viejos, que con el tiempo lo hicieron su ahijado. Era de temperamento alegre y buen
carácter, pero sobre todo muy servicial.
Le gustaba estar pendiente de todo y no le importaba hacer labores que no le
correspondían, cuando veía que era necesario. Cierta vez tuvo un desafortunado accidente
que marcó su vida, cuando montó a pelo y sin permiso un caballo de mi padrino Helí
Jiménez.
“Pampero” era un excelente caballo entero de pelaje moro overo, también llamado
“pataconiado” debido a los pequeños círculos de pelo más claro, del tamaño de un patacón,
en ancas, lomo y pecho. Según su andar, era un caballo trochador con mucho brío, pero
aún muy asustadizo o “pajarero” como se le decía a una bestia con ese temperamento,
debido a que apenas estaba a medio amansar. Luis lo sabía.
Aquella mañana Luis salió temprano después de tomar café negro; luego de caminar
algunas cuadras pasó por un portillo de tapia y tras cruzar un lote en barbecho alto entró a
la callejuela que iba por el borde del río hasta la finca La Jasa.
Era menos de un kilómetro de ahí al potrero donde pasaba la noche el caballo, así que en
cuestión de unos minutos de andar rápido, llegó. Para entonces sus alpargatas de lona
blanca y suela de caucho estaban empapadas, pero como acostumbraba a andar descalzo,
no le importó.
Abrió el broche de la cerca y empezó a caminar hacia el caballo, ofreciéndole el lazo y
hablándole, tal como había aprendido desde niño. Pampero lo dejó acercar, pero cuando
Luis trató de pasarle el lazo por detrás de las orejas, saltó a un costado y por un rato estuvo
correteando de un lado para otro y evitando su cercanía, en una rutina que Luis conocía
bien.
Un par de minutos más y el bozal estuvo puesto. Como de costumbre, Luis se disponía a
llevarlo de cabestro, luego de abrir el broche, pero algún demonio rural que había tenido
una mala noche lo tentó y entonces Luis acercó a Pampero a una piedra grande en el centro
del potrero y decidido lo montó a pelo.
Acostumbrado el caballo por su amansador a la rienda y el freno, no bien alcanzó Luis a
acomodarse, cuando Pampero se lanzó en veloz carrera con toda su fuerza. Pasaron raudos
por el broche abierto y Luis ya no tenía control sobre el caballo, ni sobre sus alpargatas,
que cayeron una primero y después la otra; como pudo medio aseguró su sombrero y tomó
el lazo con fuerza, en un intento por controlar a la bestia, que ya para entonces estaba
desbocada.
Cuando caballo y jinete, hechos uno en veloz carrera, tomaron por la callejuela en
dirección al pueblo, Luis sintió que su corazón iba a explotar y comenzó a ver todo como
en cámara lenta, mientras trataba que el caballo fuera por el centro de la estrecha vía, pero
al contrario, iba cargado sobre el costado que daba a la orilla del río.
Cuando estaban llegando a la curva, sólo a unos metros de la vía principal, el caballo trató
de frenar, pero el impulso que llevaba era tan grande, que caballo y jinete se fueron contra
la cerca de alambre de púas, cayendo estrepitosamente. Luis no alcanzó a sentir en ese
momento como las púas cortaban piel y músculos de brazo y pierna de su lado izquierdo.
Afortunadamente mi tío Pedro, médico recién graduado, estaba de vacaciones en casa de
los abuelos y apenas llevaron a Luis sin sentido y sangrando mucho, procedió a limpiar y
suturar las heridas.
Mientras Luis, todavía avergonzado por su falta, se recuperaba días después, prometió en
silencio irse del pueblo a buscar destino lejos de allí; después se supo que aquel día
también decidió que jamás volvería a montar a caballo y prometió andar descalzo por lo
que le quedara de vida.
Muchos años después de que Luis partiera una mañana en el bus del Señor Salamanca, con
el fin de cumplir su promesa, volví a tener noticias suyas, pero esta vez me hablaron de
Luis Patón, tal como fue conocido y respetado en los llanos de Casanare a donde llegó y de
donde nunca salió, porque se quedó a vivir en el corazón de la gente.
Supe que no volvió a usar zapatos y que sus grandes pies le sirvieron para recorrer fundos,
hatos y caneyes, donde era muy apreciado por los cultivadores de arroz para sembrar al
voleo, pues le rendía mucho y hacía muy bien ese oficio.
A donde llegaba era acogido con cariño por ser un hombre servicial y buen trabajador,
características que favorecieron su labor como gestor social y animador en la organización
de comunidades dispersas. Con los años se ganó el favor de los electores, que lo llevaron al
Concejo Municipal de Aguazul.
En el Patón Luis se reúnen dos características para resaltar: su responsabilidad, puesto que
después de cometer aquel error de joven, aprendió lo que debía aprender y asumió con
propiedad su destino; por otra parte, difícilmente se encuentra un personaje de tal
originalidad y carisma como Luis, lo que hizo que en él se reconociera a un hombre
verdaderamente auténtico.
Es inevitable mencionar en este listado de personajes pintorescos a mi tío abuelo Severo
Espinel, un personaje querido y siempre recordado por mis hermanos, mis primos Jiménez
y los amigos que nos acompañaron muchas veces desde Bogotá en la época de fiestas, a
principios de Enero, cuando en su casa y con las atenciones de Tulita, su esposa, lo mismo
que de sus hijas e hijos, todos éramos acogidos con cariño.
Anfitrión jovial y dicharachero, respondía al saludo de cada uno por el nombre y sin
confundirse. No era tan formal como mi abuelo Vicente, su hermano mayor y quizás por
eso y por su agudo sentido musical hizo parte de la banda de músicos de Toca, como
instrumentista del bombardino.
En ocasiones entraba muy alegre a las siete de la mañana, luego de haber salido en la
madrugada a tomarse unos tragos de aguardiente, muy bien camuflados con café negro, en
la tienda de la Mona Santos, otro personaje para la historia local, que daba razón de todo lo
que se le preguntara, siempre pulcra detrás del mostrador, arrumando tapas de cerveza en
diferentes montoncitos, para llevar las cuentas de tantos borrachos despistados o mañosos.
Pero cuando el tío abuelo tenía que ponerse bravo, hacía honor a su nombre, como cierta
vez que terminada la verbena, decidimos irnos para una finca cercana, de propiedad de
Severito y como para los irresponsables borrachitos en fiestas, todo es permitido y nada es
difícil, armamos fogata sobre el tamo seco de una cebada que habían cosechado, sin
percatarnos que detrás de nosotros estaba la gran máquina cosechadora y esparcidos por ahí
unos bidones llenos de gasolina y aceite lubricante.
Uno a uno nos fuimos quedando dormidos al calorcito de la fogata y también por efecto de
ese aguardiente boyacense anisado y dulzón, pero muy efectivo para emborrachar hasta los
límites de la franca y declarada intoxicación, máxime tratándose de unos muchachos que
apenas empezábamos a incursionar en esas etílicas experiencias.
El caso es que casi a las siete de la mañana y ateridos por el hielo de la madrugada que aún
blanqueaba la superficie de los barbechos cercanos, fuimos levantados a físico rejo por el
tío Severo, que encolerizado y con razón, repartía su castigo democráticamente, de suerte
que no se salvaron ni nuestros invitados de Bogotá, que supieron ese día a que sabe “la
cáscara de ganado” tal como coloquialmente denominan a una pela con fuete.
- ¡Chivatos sin oficio! –gritaba, mientras se acomodaba la ruana y
preparaba el rejo, para el siguiente viaje de bordón.
Mientras corría hacia el pueblo, que por fortuna estaba a escasas cuadras, sentí que mi
cabeza iba a reventar en cualquier momento, al tiempo que una sed intensa quemaba mi
garganta reseca. Llegamos casi al tiempo, pero el tío no apareció en todo el día. Por fortuna
cuando llegó ya no recordaba el incidente de esa mañana, o simplemente no quiso volver
sobre el asunto.

Siendo muy niño me atrapó la música, la cual siempre ha tenido sobre mí el poder de
transportarme en el tiempo de los recuerdos. No me ocurre con todas, pero hay algunas
melodías que en cuanto empiezan a sonar, debo dejar lo que esté haciendo para permitirme
volar a un tiempo y a cierto lugar, que puedo recrear con mucho detalle. Una de ellas es
Isla de Capri, interpretada por Alberto Gómez. Esta antigua grabación del cantante y actor
argentino, constituye uno de mis más entrañables recuerdos auditivos. Desde el primer
compás, la Orquesta Típica Víctor logra de manera cálida y vibrante que surja luminoso
sobre la pantalla de mi mente el escenario de mi lejana niñez, despertando un asombro
tantas veces renovado, que después de los años conservo por ventura.

Esta orquesta fue creada en 1920 por la RCA y estaba conformada por los mejores músicos
instrumentistas, que grababan de manera exclusiva en los estudios de la compañía
discográfica, pero la orquesta como tal jamás se presentó en público, por lo cual fue
llamada “la orquesta invisible”, tal como siempre la he considerado. Con el encanto sonoro
de los viejos gramófonos, empieza con varios compases de tango, para que la media voz
hermosamente matizada del cantor, dibuje con suaves trazos una evocación romántica, que
según nos cuenta sucedió “en una isla lejana de Capri’’.
Mientras escucho puedo imaginar unos bien definidos surcos de acetato, girando a 78
revoluciones por minuto sobre la nivelada superficie de una torna mesa, mientras la aguja
de acero anclada al brazo móvil excita los finos relieves de cada surco, convirtiéndolos por
la magia fonográfica en voz y sonido.
Cada vez que escucho esta canción, evoco la finca “Armenia”, de propiedad de mi abuelo
Vicente, un día de paseo en el que había bastantes invitados compartiendo la abundancia de
carne de res bien asada, acompañada de cerveza, papas saladas y guacamole con huevos
duros y ají. No había menú para niños, de suerte que disfrutamos parejo de todas esas
delicias, con sobremesa de bebida gaseosa, o refajo para los mayorcitos.
Buscábamos sitios lejos de los adultos para jugar con los primos de mi edad y recuerdo
claramente que en cierto momento, cuando empezó a sonar esta canción en el viejo
tocadiscos del abuelo, dejé de correr y quedé atrapado de inmediato en un suave trance que
me llevó a otra parte, sobre la sensación arrulladora de una desconocida e inolvidable
melodía.
Y no fue su letra lo que causó el encantamiento, sino el conjunto del color antiguo de la
grabación, los instrumentos, la voz, el ritmo y la armonía. Eran tiempos de asombro y
magia, como lo que ocurrió ese mismo día con aquella fotografía que nos tomara mi tío
Álvaro Espinel en la parte alta de la finca, cerca al potrero “El Coro”.
Lo hizo con una cámara Rolleiflex antigua, de cajón, de aquellas que había que colocar más
abajo del pecho y obligaban al fotógrafo a inclinarse con reverencia artística y respeto ante
su objetivo, eso sí muy bien apoyado sobre las piernas, para visualizar en un pequeño
espacio de uno por dos centímetros el objeto a fotografiar sobre la superficie cóncava de
una gruesa lente y luego, sin moverse y aguantando la respiración, tocar el obturador sólo
con la fuerza necesaria, para que la fotografía en blanco y negro no fuera a quedar
“movida”.
La magia ocurrió varios meses después, luego de que revelaran el rollo fotográfico en
Estados Unidos y entonces la pudimos contemplar por primera vez. En ella aparecemos los
tres hermanos, desplazados hacia la derecha en un encuadre perfecto. Germán en actitud de
disparar una inofensiva escopeta neumática de diábolos. A su lado Matilde, con expresión
de molestia en su rostro, cubriéndose los oídos con sus manos ante la inminencia de un
disparo que nunca se hizo, pero que nos ha mantenido pendientes por décadas, mientras
exista esta magnífica fotografía.
Yo casi no me veo, oculto detrás de Germán, sentado y con los puños cerrados,
aparentemente más aterrorizado que mi hermana. En esta fotografía hay algo de
anticipación en el tiempo y las cosas, pues mientras Matilde y yo mostramos indignación
por el uso del arma, Germán apunta resuelto e inamovible hacia un punto alto y lejano.
Un viernes por la tarde, día de mercado en Tunja, estaba mirando hacia la calle como de
costumbre, desde mi alto alminar de barrotes de madera, cuando en la acera de enfrente un
hombre de ruana y sombrero golpeaba en el estómago a otro, al que tenía arrinconado
contra el muro bajo que hacía de barda en la casa de los Ortiz.
Me quedé mirando como aquellos dos adultos jugaban, un poco brusco quizás, hasta que el
que estaba contra la barda cayó; el de ruana y sombrero corrió calle abajo y entonces vi
con claridad que aquel hombre yacía sobre la acera, muy pálido y en medio de un charco
de sangre; en ese momento de confusión y desconcierto no pude entender que a mis seis
años hubiera presenciado un asesinato; tuve la muerte tan cerca como la calle que me
separaba de aquella barbaridad; mi inocencia se quebró y sufrí más allá del llanto. Bajé las
escaleras corriendo, sin saber cómo contarle a mi madre lo que acababa de ver. No me
salían las palabras. Ese temor intenso que yo no comprendía, me empujó a sus brazos.
Eso fue muchos años antes de saber que la muerte nos acompaña insomne y sin mostrar
afán desde el mismo momento en que nacemos; agarrarme con firmeza del delantal que mi
madre usaba desde temprano en la mañana, fue mi fortaleza y mi coraza. De esa manera
conocí aquel concepto que después conocí designado con la palabra “seguridad”.
De mi vida antes de los cuatro años apenas tengo algunos recuerdos y sólo a partir de los
seis o siete años fui consciente de mi identidad, cuando me vi en medio de una familia de la
cual hacía parte y a partir de ese momento mis padres, hermanos, primos, amigos y
vecinos, tomaron su lugar como referentes e inicié la exploración de mi propia identidad,
que después de pasados algunos años me devolvió desde el fiel espejo de una incipiente
personalidad, la imagen de un muchacho tímido, en cuyo interior bullía una gran
imaginación, con muchas palabras por decir y un ovillo de emociones por desenredar.
Todo aquello que era y sentía lo empecé a identificar como el “yo mismo”, sin importar
mucho el nombre que entonces le di. Sabía mi nombre con el que años antes fui bautizado
y eso me bastaba para distinguirme del resto de la prole y de la humanidad.
Pocos años después, una tarde cualquiera, mi hermana Matilde, única mujer en medio de
siete hombres, estaba aplanchando su uniforme de colegio, muy cerca de la ventana que
una vez fuera mi observatorio del mundo, cuando sintió un dolor que luego definió como
un “quemonazo”, un poco debajo de las falsas costillas del lado izquierdo, al tiempo que
uno de los vidrios de la ventana se rompiera de extraña forma, pues sólo quedó un orificio
circular de unos dos centímetros de diámetro y una línea oblicua que llegaba hasta el marco
de la ventana.
Ella llevaba un grueso saco de lana, de aquellos que mi madre tejía en las madrugadas,
frente a su máquina Brother, y con lo cual conseguía algunos ingresos adicionales, tejiendo
sacos por encargo.
Al llevarse las manos al sitio que le dolía, necesariamente subió un poco el saco y algo
quedó entre sus dedos, que poco a poco logró primero tocar, para luego observar con
cuidado. Era el plomo de una bala, disparado desde lejos, puesto que en la tarde silenciosa
no se escuchó algo parecido a un disparo con arma de fuego.
Sólo en ese momento, el pequeño dolor se cambió por un gran susto y ella, como yo años
atrás, bajó corriendo las escaleras para contarle a mi madre. Hubo varias hipótesis y la
imaginación de todos intentaba escenas, que iban desde una bala perdida, lo cual era
demasiado improbable por entonces, hasta un misterioso francotirador lejano y silencioso,
intentando en vano un asesinato, lo cual era menos probable en la ciudad que nos vio
crecer, pues Tunja era muy tranquila para entonces. El caso es que el incidente no pasó por
fortuna de un susto y con el tiempo se fue olvidando.
Los recuerdos de niñez parecen más largos y luminosos desde la distancia del tiempo. A
comienzos de los años cuarenta mi abuelo Vicente había comprado una casa esquinera de
dos pisos en Tunja. Era muy grande y tenía tres o cuatro locales sobre la calle 12 y entrada
por la carrera 10. Allí vivía mi tía Lucrecia con su familia y para nosotros era como la
segunda casa, donde los juegos nunca cesaban, pues su estructura espaciosa se prestaba,
empezando por su gran portón de madera con artesonados en talla, un ancho zaguán
empedrado y un tras portón que desembocaba en una amplia escalera que empezaba a la
izquierda y a poco de subir se bifurcaba, que recuerdo siempre pintada de café oscuro y
conducía por ambas ramas al gran patio con marquesina en el segundo piso, bordeado por
un amplio corredor enchambranado, que daba acceso por el sur a las habitaciones y al este
a un amplio hall, donde varias habitaciones habían sido arrendadas a la Academia
Boyacense de Historia.

Allí conocí a un personaje que difícilmente podrá ser olvidado por la historia local, pues
fue un apasionado por los personajes, los hechos y las fechas. Con autoridad y erudición
incuestionables, lo recordaré siempre como la persona que más supo de nuestra memoria
local hecha historia.

Era Don Ramón C. Correa, quien quizá debido a su dedicación no le prestó la necesaria
importancia a su propia vida para tomarse demasiado a pecho su misión en esta vida y por
eso se resistió con tenacidad a morir, seguramente por un temor extraño a que nadie
quedara para husmear en documentos arrumados y sin clasificar, que se habían acumulado
año tras año sobre su gran escritorio; por eso fue que en su condición de Secretario
Perpetuo de la Academia Boyacense de Historia, llegó a una avanzada edad, cercana a los
100 años y recuerdo que a las últimas sesiones a las que pudo asistir, debió ser llevado
literalmente cargado por un pariente suyo.

Desde el cuarto que servía como dormitorio de mis primas, cierto día encontré la forma de
abrir una puerta que estaba clausurada y comunicaba con un salón lleno de libros sin
clasificar, supongo, porque había literalmente de todo; pasaba allí tardes enteras, luego de
cerrar lo mejor que podía la mencionada “puerta clausurada”.

Ese vértigo recién conocido de quien lee historias a escondidas y cada vez con renovado
asombro, me permitió descubrir mundos mágicos en diferentes géneros y con la misma
ingenuidad que entré a hurtadillas al salón de la historia, también sustraje uno que otro
libro, que fue engrosando mi biblioteca personal y en la que inicialmente sólo había una
colección de cuentos colombianos, que gané como premio en un concurso infantil de
cuento, patrocinado por la Alcaldía de Tunja.

Más tarde entró a esa biblioteca un ejemplar del Quijote de la Mancha, que me quedó mal
empastado cuando el profesor Osorio, en la cátedra de Artes Industriales, nos enseñó a
empastar al estilo tradicional, esto es, desarmando el libro nuevo en cuadernillos, para
luego ser cosidos uno a uno y adosados a un lomo y finalmente recibir las tapas duras; el
caso es que los cuadernillos quedaron mal pegados y al tratar de abrir el libro para leer, éste
solo permitía ver la mitad de cada página; el lomo rojo, con letras doradas si me quedó bien
y por años sirvió como elemento decorativo, entre otros libros y revistas. A veces a causa
de otras lecturas y ocupaciones y en varias ocasiones por haberlo dejado apenas
comenzado, hoy puedo decir sin rubor, que jamás leí completo El Quijote de La Mancha.

No fui el único que sacó a hurtadillas algo de aquel salón, aunque si el único que lo hizo
con sana intención. Un día, mientras estaba viendo con interés las hermosas ilustraciones
de la revista American Heritage, oí que alguien entró al salón por la otra puerta y me fui a
esconder lo más rápido que pude tras un anaquel, pues ya no había tiempo para salir hacia
el cuarto de mis primas.

Desde mi escondite pude ver de quien se trataba: era un hijo de Don Ramón C, actuando
como un furtivo ladrón de historia, que con tranquilidad se dirigió al sitio donde reposaban
viejas ediciones de Repertorio Boyacense, revista oficial de la Academia; tomó las que le
cupieron en un maletín amarillo de cuero y salió rápidamente.

Después lo vi muchas veces tratando de vender las revistas en oficinas públicas, en


cafeterías del centro de la ciudad, o durmiendo la borrachera en un banco del parque
Santander, pero eso sí, con su maletín de cuero bien agarrado a dos brazos sobre el pecho.

La casa era bastante grande y aún existe pero muy reformada; a principios del siglo anterior
fue sede del Batallón. El lado oeste del patio estaba ocupado por lo que antes fue un gran
comedor, el cuarto del servicio, un gran baño y el acceso hacia la cocina y patio de ropas,
todo gigantesco para una familia, así fuera numerosa.

Al fondo del patio de ropas y doblando a la derecha había un largo corredor en forma de
túnel que llevaba al “área oscura” de la casa, no porque le faltara luz, sino que como casi
no era utilizada, su energía se fue tornando densa y además por un hallazgo que hicimos
con mi hermano Ricardo en el patio de atrás, que correspondía al primer piso. Bajamos un
día desde el corredor enchambranado que rodeaba el patio desde el segundo piso por tres
costados, a explorar aquel lugar, donde se habían ido acumulando trebejos, variados objetos
inservibles y muebles desechados; llamó nuestra atención un oscuro y pequeño cuarto de
techo bajo, en un rincón del patio y sin pensarlo dos veces entramos.

No tuvimos que agacharnos para entrar y no recuerdo cuál de los dos ingresó primero por
la estrecha puerta de hierro, que el tiempo había arrancado a medias del muro lateral con
todo y sus gruesos pernos; luego de retirar de la entrada unas llantas viejas del automóvil
de Gabrielito (el esposo de mi tía) y remover algunas cajas de cartón que tapaban el paso,
ya era visible el fondo, aunque con dificultad.

Debimos volver atrás para retirar del todo las llantas y las cajas, buscando que entrara la luz
necesaria hasta el fondo y cuando volvimos a entrar a la carrera quedamos paralizados del
susto: un esqueleto humano incompleto pero perfectamente identificable, en posición
sentado, nos recibió y ya éramos tres los que permanecimos inmóviles por algunos
segundos allí, hasta que tras recuperar el aliento salimos corriendo para no volver jamás.

Después supe que nadie, antes ni después, dijo haber visto aquel esqueleto y por tal razón
pienso que seguramente la osamenta que ciertamente vimos con mi hermano, perteneció a
un soldado que un día tuvo un mal sueño, en el cual moría olvidado en ese oscuro
calabozo.

7. ALAS DE PAZ
La paz no es la ausencia de guerra; es una virtud, un estado de la mente,
una disposición a la benevolencia, la confianza y la justicia.
Baruch Spinoza

A mediados de la década de los cuarenta, durante el siglo pasado, los cañones de la


segunda guerra retronaban en el centro de Europa. Las noticias abundaban y eran
disparadas a través de teletipos que hacían eco en las salas de redacción de los periódicos
bogotanos, días y hasta semanas después. Esto fue antes de los pequeños transistores, que
todo cambiaron, iniciaran la era de la inmediatez y la miniaturización de los instrumentos,
que luego de setenta años nos lleva pasos adelante de la nanotecnología, pero abrumados
bajo el ingente volumen de noticias e información.
Con la década delos cincuenta empezó la sorprendente aventura del descubrimiento y la
fantasía infantil para los dos hermanos que todavía no íbamos al colegio. Todo el día detrás
de mi madre, mientras hacía sus quehaceres. Prefería tenernos cerca, para ver qué
estábamos haciendo. Todavía no llegaba la televisión a Colombia, pero la radio vivía su
época de oro.
Aquellos días transcurrían en una casa grande, donde se prodigaba el cariño y siempre se
escuchaba la radio. Era música de esa que alimenta el gusto musical en un niño, mezclada
con los pintorescos comerciales radiales, como el inolvidable anuncio del “Coctail
Chatelain Tres Estrellas”, que empezaba con el sonido de unos cascos de caballos trotando
-¿o serían cebras?-, y cada hora las noticias del “Reporter Esso”, anunciado mediante un
pregón muy sonoro.
Las radionovelas eran el postre de los hogares. Historias blancas y supuestamente
formadoras en valores, pero con estereotipados personajes en un ambiente en el cual los
ricos no siempre eran malos, los buenos eran casi bobos, los pobres no siempre eran buenos
y los criminales dejaban demasiadas pistas.
La ilusión sonora que le confería el ambiente realista, se lograba de una manera artesanal,
mediante incendios de papel celofán, pasos a punta de golpes que alguien producía
calculadamente sobre una mesa, e iban de unos lentos pasos para no ser escuchados, hasta
una huida a la carrera. Lograban tormentas con una lata de zinc y un sin número de
artificios que al final hacían que títulos como “El derecho de nacer”, “Kalimán y Chan Li
Po”, llegaran al imaginario popular, sin olvidar aquellos dramas lacrimógenos del cubano
Felix G. Cagnet, con fondos musicales de órgano Hamond que crispaban o enternecían,
según fuera la intensidad y la intención con que trascurriera el libreto.
Pero también había programas de música en vivo como La Hora Philips y de humor blanco
o malicioso, según los elencos y los gustos: Montecristo, Emeterio y Felipe Los
Tolimenses, Eberth Castro, Los Chaparrines, La Simpática Escuelita de Doña Rita y El
Tremendo Juez y la Tremenda Corte.
Aquella década encontró a una Colombia rural, donde la llamada “violencia” llenó los
campos de sangre, desplazamiento forzado y terror. Lo mismo ocurrió en pequeñas
poblaciones desperdigadas sobre las cordilleras y tal cual capital de provincia. Bogotá se
mantuvo al margen del derramamiento de sangre, hasta cuando asesinaron a Jorge Eliécer
Gaitán en la carrera séptima y a partir de entonces la historia de nuestra violencia cambió
para peor.
Pero tanto antes, como después del 9 de Abril, gentes de pequeños municipios y veredas
tuvieron que lidiar con la amenaza y la persecución por motivos políticos, resistiendo hasta
donde pudieron el desplazamiento violento hacia las grandes ciudades, movimientos que
dieron origen a los llamados cinturones de miseria.
La gente excluida y perseguida tenía que verse a diario cara a cara con la muerte, pero a
pesar de todo y haciendo de tripas corazón, siguieron con sus vidas en la precaria condición
de sobrevivientes. Hoy, pasados sesenta y más años, se vive en iguales o peores
condiciones, a pesar del cinismo de Estado, imbricado en todos los aparatos de control y
justicia.
A mediados de 1955 la Vuelta a Colombia y yo éramos casi de la misma edad, pues ella iba
por su quinta versión, mientras yo aún no cumplía los seis años; el país vivía con pasión
esta competencia deportiva particularmente ruda, en condiciones que hacían de los
participantes unos super hombres.
A lado y lado de las vías, que apenas superaban la condición de caminos de herradura,
tristes escenarios de polvo, piedras y barro por donde circulaban con dificultad
organizadores, ciclistas, mecánicos, acompañantes y periodistas, mientras que
aparentemente todos los colombianos, sin importar la edad, estábamos pendientes de la
transmisión de cada etapa, pegados de aquellas pequeñas maravillas sonoras, con alma de
transistor y corazón de pilas grandes, porque no había más.
Esa vibrante fiesta era mucho más que deportiva y era vivida y sufrida por toda la familia, a
pesar de que la señal llegaba con múltiples interferencias hasta cada receptor, ubicado por
lo general en la mesa de centro de las salas, al centro de cualquier corrillo en calles y
oficinas, o al borde mismo de las carreteras. Lo que muchos colombianos no supieron, fue
en gran proporción imaginada por los narradores, ante la falta de una tecnología que
permitiera transmitir simultáneamente desde varios sitios.
Por las escotillas de coloridos transmóviles apenas se asomaban las cabezas -con gorra y
unos gigantescos audífonos- de los narradores, dueños de unos vozarrones increíbles,
haciendo derroche de un léxico especializado y una portentosa imaginación mientras
pasaban por campos y pequeñas poblaciones apenas conocidas. Era frecuente ver cómo las
larguísimas antenas que se erizaban desde arriba de los transmóviles, golpeaban los muros
de las calles y los cables de la energía al tomar cada esquina.
A punta de iluminada imaginación pero sin mala fe, Carlos Arturo Rueda, Pastor Londoño,
Julio Arrastía y otros precursores de la narración y el análisis deportivo, dibujaban con
verbo alegre y florido paisajes, muchachas hermosas y multitudinarias llegadas que sólo
existían en su imaginación, inaugurando así una novedosa modalidad de poesía deportiva,
que poco a poco construyó su propia narrativa y a fuerza de tanto ser escuchada se volvió
historia.
Para los chicos había una versión fantástica y casera de la Vuelta a Colombia, que incluía
varias etapas sobre la calle, la acera o sobre el piso de cualquier parte de la casa, superficies
que gracias a un recorrido convenido y dibujado previamente con tiza, permitía el
desplazamiento veloz de tapas de cerveza rellenas con cáscara de naranja, pero que para
nosotros eran ni más ni menos que Ramón Hoyos Vallejo, Jorge Luque, Honorio Rúa, o
Roberto “Pajarito” Buitrago, avanzando en sus caballitos de acero al impulso de
calculados golpes de dedos sobre una geografía a escala de nuestra fantasía.
Con excepción de varios trances que debió superar milagrosamente mi padre, mi familia no
fue víctima directa de la violencia política, puesto que mientras vivimos en Tunja el horror
nos pasó lejos y por eso la vida transcurría sin sobresaltos y en relativa paz, en aquella casa
grande de la carrera 14, en numerosa compañía y mucho amor fraterno, sin que faltaran las
rivalidades propias de la convivencia. Así llegamos al año de 1962.

Eran las once de la mañana de un viernes cualquiera y la plaza de mercado era escenario de
todo un febril movimiento de gente, canastos y bultos, de un lado para otro. Los coteros
eran los ruidosos protagonistas de la jornada, cuando pasaban presurosos llevando atados
de cebolla junca aún mojados al hombro, cajas de tomates o pesados bultos de papa.
Había de todo y para todos en medio de aquel incesante pregón, de vendedores que trataban
de vender a como diera lugar frutas, verduras, canastos, pomadas, aliños y mercaderías de
toda especie y procedencia.

A media mañana y ubicado en su puesto de cada ocho días, un culebrero con evidentes
rastros de paludismo, sospechoso acento y atuendo indígena, presentaba su prolongada
tentativa de sacar a la venenosa serpiente Margarita de una caja de madera, cascada de
tantos manotazos con los que llamaba la atención de los curiosos, cada que los veía
distraídos; de vez en cuando anunciaba que ahora si estaba listo para hacerse morder el
antebrazo, llegando incluso a mostrar la culebra, frente a unos habituales espectadores de
probada e incondicional curiosidad. Pero Margarita seguía durmiendo.

El negro brillante y obeso del puesto de los aliños, con sus ciento veinte kilos, bigote a lo
King Camp Gillette y pecho enmarañado de cerdas brillantes que lucía sin pudor mientras
coqueteaba descaradamente con la muchacha que pasara cerca, anunciaba el largo listado
de su oferta, dominando todo el espacio de la entrada sur con su potente e impostada voz de
pregonero, sentado como un rey en su aromático trono del azafrán, el comino y la canela.

Las vivanderas pobres que no tenían derechos bajo la cubierta de la plaza, tenían que
arrumar como fuera sus productos en unos puestos muy pequeños en las orillas de las
aceras, luego de haberlos ganado a fuerza de madrugar y ser más avispadas que el resto.
Ellas cobraban menos que dentro de la plaza, porque las frutas y verduras ya habían pasado
el punto de madurez y empezaban a mostrar su condición de redrojo. Su clientela era la
gente más pobre.

No faltaban los ladrones (que andaban con malicia de hiena), ubicaban cada distraída
víctima para caer sobre ella y sacarle con disimulo o sin él lo que hubieran traído de dinero
para mercar. Una desconfiada campesina hacía cuentas mentales frente al puesto de
abarrotes, contando con disimulo las monedas que había reunido, tras desatar el pañuelo
donde las había escondido en el seno, tanteando a ver si le alcanzaban para echar algo al
canasto.

Cada pordiosero aparecía y ocupaba silenciosamente su sitio, haciendo su mejor esfuerzo


por despertar la culposa conmiseración y así lograr algunas monedas o algo de mercado
gratis para llevar a su casa. Algunos se las ingeniaban para lograr lo suyo en silencio, pero
otros se valían de algún defecto físico, que dramatizaban teatralmente, como aquel que
tenía las piernas atrofiadas y se tenía que arrastrar con la fuerza de sus brazos sobre un
pedazo de llanta. Pedía gritando muy fuerte algo parecido a “ata ata ata batata”. Varias
tardes lo vi bien ebrio, hablando con la dificultad propia de su estado, pero al fin y al cabo
hablando.

En esa escala de pequeñas cosas que se compraban y se vendían se movía aquella economía
de provincia, ajena a especulaciones financieras, bolsas de valores, deflaciones e
inflaciones. Nadie allí estaba interesado en cambiar el estado de cosas, pues la vida fluía
naturalmente.
La plaza de mercado aún mostraba la estructura casi intacta de su magnífico diseño
republicano, luego de más de 40 años de funcionamiento ininterrumpido. La parte interior
estaba llena de “puestos”, escriturados a sus propietarios, condición que se heredaba al
morir su titular. Los servicios sanitarios se le habían olvidado al diseñador y como la
necesidad es madre de la creatividad, máxime tratándose de éstas necesidades, las
“marchantas”, así llamadas por una acepción muy bogotana del “marchand” francés, que
terminó en galicismo de forzosa adopción, habían desarrollado una solución, que si bien
no era la más ortodoxa, funcionaba de manera ecológica y autosustentable, amén de
constituir un no despreciable rubro de ingresos.
Siempre tenían a disposición tarros grandes, generalmente de pintura o de galletas y
suficientes bolsas llenas de tierra negra que traían del campo; cuando aparecía una
necesidad fisiológica mayor, se deslizaban a la parte posterior del puesto y encubiertas bajo
amplios faldones y delantales, lo hacían dentro del tarro, que luego tapaban con abundante
tierra.
Pocas semanas después, unos hermosos mirtos de verde follaje, pepas grandes, rojas y
brillantes, empezaban a crecer vigorosos para ser ofrecidos a las señoras que los buscaban
para lucir en sus casas y presumir con sus amistades. Llegaron a ser tan apetecidos, que
alcanzaron a venderse para Bogotá.
A esa hora, un muchacho de unos quince años iba por el costado oriental y volteó para
atravesar diagonalmente la plaza. Llevaba algo de afán para ir a almorzar a su casa, luego
de terminar la jornada escolar de la mañana, cuando la curiosidad lo hizo detener frente a
un grupo de personas que hacían semicírculo alrededor de un extraño mueble, parecido a
una mesa alta y cuadrada, apoyada contra el muro que daba sobre el "Hoyo de la papa", una
depresión del terreno que desde muchos años atrás era el mercado mayorista del producto
estrella de la agricultura boyacense.
En la parte superior del mueble había un cubo de madera que no pasaba de cuarenta
centímetros de altura, con vidrio en sus caras laterales y una tapa arriba, recubierta en su
cara interna con terciopelo azul índigo.
Dentro se veía la cabeza de una hermosa joven que llevaba por tocado un turbante de
terciopelo verde oscuro, rematado al frente por un broche dorado en el cual brillaba un gran
rubí de fantasía.
Se abrió paso para ver mejor, sin quitar la vista de la singular escultura, justo cuando ésta
giró y fijó sus grandes ojos verdes en los del muchacho, que por puro reflejo estuvo a punto
de correr, pero se contuvo al notar que la cabeza aquella empezó a hablar, para responder
una pregunta que alguien le acababa de hacer desde el público.
«La cabeza –se dijo mentalmente- está realmente viva», pero lo inexplicable era que si bien
la cabeza cabía en aquella pequeña caja, no entendía en donde estaba el resto del cuerpo,
cuyo rostro por cierto no presentaba las típicas facciones de enana, como para justificar que
su cuerpo cupiera doblado e incómodo en tan diminuto receptáculo. Por el contrario, su
rostro llamaba la atención por la belleza de sus facciones, el tono moreno claro de su piel y
esos impactantes y bellos ojos.
- No temas -dijo alguien en voz baja, detrás de él-. Es mi hija y de verdad
habla, sólo que tiene un aspecto bastante raro, ¿cierto?
Era un hombre que a simple vista tenía más de cuarenta años, delgado, de piel cobriza, en
cuyo rostro llamaban la atención sus ojos azules; hablaba de manera pausada, con una voz
grave muy agradable y todo en él generaba confianza.
Tenía una chaqueta azul marino, bajo la cual llevaba una sencilla camisa de lino crudo;
completaba su vestuario un pantalón gris claro que parecía grande para su talla y unos
zapatos forrados en terciopelo azul oscuro, con sendas hebillas doradas, muy similares a
aquellos de color rojo o púrpura que usan algunos altos jerarcas de la iglesia.
- Ah, mis zapatos –dijo, al notar que la mirada del muchacho se había
detenido allí, luego de mirar de arriba a abajo–. Ellos son mi poder sobre
la tierra, –comentó sonriendo algo malicioso y completó-: en realidad
son un símbolo de poder, como tantos otros símbolos que hay. Nada
importante, pero funciona para mí.
Fue así como encontró a estos dos singulares personajes, si era que la solitaria cabeza
contaba como uno. Entre preguntas del público y respuestas de la mujer y a veces de su
ocasional interlocutor con zapatos de hebilla, fue conociendo con creciente interés acerca
de su historia.
- Muchacha, ¿para usted que es el mundo? -gritó desde el público un señor
alto, con abrigo de paño inglés y conocido en la ciudad por su fama de
escritor, aunque en realidad nunca escribió algo medianamente digno de
ser leído.
- Usted sueña con conocer el mundo, ¿verdad? –respondió de inmediato la
joven, mientras empezaba a girar para mirar quién le había preguntado.
- “Esa no es una respuesta” -pensó el muchacho casi por reflejo, con
justificada desconfianza.
- Esa no es una respuesta -gritó quien había hecho la pregunta, como si
estuviera haciendo eco de la afirmación mental del muchacho, mientras
que en su rostro se dibujó una sonrisa socarrona.
- No es la respuesta que usted quería, es cierto, pero había que empezar por
ahí, Don Julio –dijo la muchacha y prosiguió-: sé que usted sueña con
conocer el mundo, pero el mundo empieza dentro de usted. Su mundo
interior es tan grande como al universo. De manera que cuando usted
quiera mirar dentro, seguramente sabrá de usted mucho más que lo poco
que sabe del simple deseo de su ego. Entonces descubrirá su propia
verdad y podrá escribir sin dificultad acerca de ella.
El muchacho, que para entonces había olvidado su afán, no podía creer lo que estaba
escuchando. Olvidó de momento al padre, que seguía a su lado, para seguir concentrado en
el hermoso portento de la caja, que estaba por terminar la repuesta a la pregunta de aquel
hombre, que ahora se veía achicado en medio del grupo de curiosos.
-Sólo en ese momento, Don Julio, usted podrá salir a conocer el mundo
exterior, donde habrá mucha gente deseosa de leer sus libros y saber
quién es usted. Pero para que no se vaya desencantado de la Cabecita
Parlante, voy a responder con mucho gusto a su pregunta: “el mundo es
un océano de caos, con unas pocas islas de orden”.
Algunos, que conocían al profesor Julio Rodríguez lo miraron con pena. Estaba pálido, con
una expresión que era mezcla de evidente molestia y franco asombro.
Cuando ella terminó, se produjo un silencio pesado y mientras que ya eran todos los que lo
miraban, Julio empezó a buscar la salida por entre los asistentes. Luego de caminar unos
veinte pasos, detuvo su marcha a medias, volvió a mirar hacia el corrillo y luego apretó el
paso hasta desaparecer tras la esquina más cercana.
El muchacho observó todo sin perder detalle, mientras retornó su atención, que ahora se
dividió entre el hombre de la chaqueta azul y la enigmática cabeza en la caja.
A una señal de invitación que hizo el hombre, los dos se separaron del corrillo y tras un
buen rato de conversar, supo que aquel singular espectáculo se llamaba “La Cabecita
Parlante” y que ella y “El Maestro”, como se hacía llamar su padre, estaban recorriendo el
país de feria en feria, de mercado en mercado, hasta tener el capital suficiente para
radicarse en Bogotá, donde planeaban abrir un Centro de Metafísica y Yoga; él atendería lo
relacionado con metafísica, mientras que ella sería la instructora de yoga.
Le dijo que a una cuadra de allí tenía su consultorio y lo invitó para que fuera el día
siguiente, sábado. Allí le presentaría formalmente a su hija y hablarían un rato. Por las
señas que le dio, supo que se trataba de la pensión de doña Graciela, clienta de Anita, su
madre, que era modista; doña Graciela era conocida en toda la ciudad por su pensión
acogedora y central, pero yo la conocí muchos años después por su amabilidad y por los
deliciosos tamales que preparaba.
Se despidieron ya cerca de las doce y el muchacho corrió tres cuadras hasta su casa, con la
imagen aún nítida de la cabeza parlante. “¡Qué cabeza!”, pensó, y luego sonrió
mentalmente al ponderar su exclamación, cayendo en cuenta que no sabía qué admiraba
más, si el precioso rostro de la muchacha o su sabiduría a tan corta edad.
A las doce en punto, luego de despedir el acto, el Maestro cubrió con una gruesa cortina
negra la mesa con todo y el cubo que contenía la cabeza, y empezó a empujar el carromato
hacia el lugar cercano donde se alojaban y a donde aquel muchacho curioso había sido
invitado para ir el día siguiente.
El sábado llegó muy temprano a la pensión, como una hora antes de lo convenido, pero
cayó en cuenta de que había sido lo mejor, pues dispondría de un buen rato, antes de que a
las diez empezara la consulta al público. Doña Graciela lo reconoció de inmediato cuando
salió a abrir la puerta de la pensión y lo hizo pasar.
- Siéntate por favor -dijo amablemente el Maestro, que ya estaba en el salón
del segundo piso, muy bien iluminado bajo la marquesina.
Estaba acomodado en un amplio sofá de ratán, con gruesos cojines forrados en tela brocada
de fondo dorado y un hermoso diseño de flores magenta, al tiempo que lo invitaba con un
gesto para que lo acompañara desde una silla puesta al frente.
Delgado y moreno, con abundante pelo negro y unos vivaces ojos negros y achinados, el
joven se sentó sin dejar de seguir al Maestro, pues desde cuando lo conoció el día anterior,
sintió que aquella especie de santón hablaba con verdad y conocimiento y no de la manera
dogmática, llena de fatalismo y culpa con la que sus profesores de religión y filosofía le
habían pretendido enseñar.
- No sé si lo sepas, pero desde niño uno debe aprender a vivir en
conciencia, es decir, dándose cuenta de lo que va ocurriendo y de cómo
la vida nos van presentando las cosas para que aprendamos. Es la única
manera de vivir plenamente, de evitar trampas que nos pone la mente y
de tener una existencia armónica, lejos de conflictos consigo mismo y
con los demás.

- ¿Quieres tomar algo? -interrumpió desde atrás la conocida voz de la


Cabecita Parlante, que acababa de entrar, pero esta vez de cuerpo entero,
llevando entre sus manos una pequeña bandeja y un pocillo con
contenido humeante.

El Maestro los presentó como había prometido, pero tal como suele ocurrir en estas
presentaciones, mientras el muchacho decía su nombre, -Germán, de manera simultánea
con el nombre de ella, no lo pudo escuchar y así confundido por la emoción, tampoco acató
a decir su apellido.
Ya no se atrevió a preguntar por el nombre de la muchacha ni a decir su apellido, aunque de
alguna manera sintió que ella ya lo sabía. Para Germán, mi hermano, ella siguió siendo la
“Cabecita Parlante".
Le había recibido de pie el café con leche que le ofreció y volvió a sentarse. Mientras ella
se retiraba del lugar, Germán pudo observar durante breves momentos esa figura menuda y
grácil que mientras se dirigía hacia la puerta parecía flotar en el aire. El maestro observaba
en silencio.
- En el alma reside la conciencia y se sabe que tiene seis territorios – dijo
retomando su explicación, con evidente dominio del tema, explicable por
tratarse (estoy seguro de eso) de un Maestro del tiempo entre nosotros;
alguien que estuvo en los albores y también a lo largo del conocimiento
acumulado de la ciencia y de la conciencia-. Tales territorios -continuó-,
entendidos como conceptos, están dispuestos en tres pares sobre una
línea vertical que representa el tiempo, donde el extremo superior es el
nacimiento y el inferior la muerte. Como tres pares de alas, deben ser
conquistados a lo largo de la vida, mientras recorremos el sendero que va
desde el ego hasta el alma, haciendo uso de los argumentos que nos
brindan los arquetipos propios de cada territorio y así poder volar en paz,
amor y libertad a través de nuestra existencia.
Luego expuso, de manera pausada y tranquila, que “el primer par de alas” corresponde a la
seguridad y la identidad. Ser consciente de la seguridad nos permite sentir que estamos
protegidos en este mundo, lo cual genera esa sensación cierta y tranquilizadora de nuestra
propia seguridad.
Explicó también como El inocente y el huérfano son los dos arquetipos que nos permiten
entender el concepto de la seguridad, como la preciosa resultante de la prudencia y la
confianza. El inocente, por su misma condición, se sabe seguro y da por sentado que el
mundo es bueno. Vive en el paraíso. La inocencia, a diferencia de la ignorancia, no desea
nada; es abundante, está colmada, es pura; es una forma de ignorancia que no pretende ser
erudita, porque no lo requiere. La ignorancia, por el contrario, es pobre porque siempre
quiere más y por tal razón transcurre por el camino del deseo, que genera sufrimiento.
Se sorprendió al escuchar la frase con que el Maestro dio inicio a la siguiente explicación,
antes de entenderlo bien:

“La parte más importante de la historia del paraíso, es su pérdida”, pues nos
deja una preciosa enseñanza y es que cada quien puede construir su propio
paraíso interior. El huérfano se lamenta del paraíso perdido y al conocer tal
pérdida aprende a tomar precauciones, es decir, a ser prudente. La identidad,
por otra parte, significa darse cuenta de quién es cada uno de nosotros en su
individualidad, pero en un entorno de diversidad, lo cual nos permite
reconocer nuestra propia identidad, como seres únicos que somos. Nos
enriquece como individuos y tal identidad permite que cada uno de nosotros
descubra su “yo mismo individual”, único e irrepetible.

Pudo captar la esencia de los dos primeros territorios y de sus correspondientes arquetipos.
En ese momento recordó algo que para él fue muy importante cuando era niño y decidió
compartirlo con el Maestro.

- Cuando tenía 3 o 4 años, tuve un amigo invisible para los demás; se


llamaba “Luisamagué”, -dijo Germán-. Yo jugaba y hablaba con él de
todo, pero con el tiempo lo fui dejando de ver. Al principio lo empecé a
ver borroso y algo intermitente, situación que fue aumentando hasta que
finalmente desapareció.
- Los demás no veían a tu amigo -dijo el Maestro- porque Luisamagué sólo
estaba ahí para jugar contigo y luego de acompañarte por un tiempo,
volvió a la dimensión de donde ambos, tú y él, vinieron. Aquel ser lo
hizo en condición de guía temporal.
- Yo me sentía seguro en su compañía -dijo Germán-, a pesar de que en la
casa no me creyeron y asociaban aquello con mi imaginación infantil.
- Ese ser del cual me hablas vino a enseñarte seguridad, a través de la
confianza en ti y en los demás, eso está claro. Pero la prudencia, su
valioso complemento, la vas a tener que aprender de otros maestros,
incluida la gran Maestra Vida - señaló como colofón del diálogo.
A pesar de estar viviendo la adolescencia y de entender lo que significa esta etapa crítica
del desarrollo de la personalidad, Germán creía que tenía algún terreno ganado en cuanto a
su propia identidad, pero aceptaba de buena gana que era necesario consolidar este primer
territorio.
- Para cuando logres comprender los conceptos de seguridad e identidad,
tendrás la visión y el control necesarios y desplegarás tu primer par de
alas, alcanzando así la primera esencia: la paz.
Y continuó:
- Y también habrás adoptado, casi sin que te enteres, los arquetipos del
territorio que te resulten de utilidad. Eso va a suceder de manera gradual
y en plena conciencia. El alma es eterna y sabe todo acerca del ser de luz
que cada uno de nosotros es y ha sido; aquel ser que apenas logramos
vislumbrar durante nuestra fugaz existencia.
Luego, citando a Shakespeare, cuando nos dio claves para reconocer el inmenso océano de
nuestro desconocimiento:
- “Son muchas las cosas entre el cielo y la tierra, que el hombre desconoce”.
Esto último lo puso a pensar en que a pesar de su edad ya tenía definidos intereses de tipo
intelectual. Quería saberlo todo y entender el porqué de las cosas y en eso se veía a sí
mismo diferente de la mayoría de muchachos de su edad, que andaban inconscientes, como
receptáculos pasivos de aquello que les “dictaran” en sus clases, o embebidos en las
fantásticas aventuras de Tarzán, Buck Rogers o El Enmascarado de Plata.
Germán había leído obras de Fiódor Dostoyevski, Nicolai Gógol, Anton Chejov y a la edad
de 15 años había logrado conformar un grupo de estudio sobre marxismo, que se reunía en
el taller de avisos publicitarios de Benigno Duque, a donde regularmente asistían sus
amigos Luis Coronado y Luis Galindo, además de un par de estudiantes universitarios y
algunos obreros intelectualmente inquietos. En éste sentido, Germán no sólo tenía claro
quién era, sino que había logrado vislumbrar su rol en el mundo, indudablemente afín con
el servicio a los demás.
Infortunadamente el grupo de estudio se fue desvirtuando por falta de interés y disciplina
de la mayoría de sus integrantes. Germán lo notó y no volvió a ir por allí. En eso actuó con
prudencia. El taller de Benigno se volvió un lugar de reunión para el ocio, que fue llevando
a quienes lo frecuentaban, inicialmente a una inofensiva pero absorbente afición por el
ajedrez, que luego se convirtió en disculpa para faltar al trabajo y al estudio. Finalmente,
algunos se dedicaron a actividades francamente delincuenciales, hasta que Benigno, luego
de caer en Bogotá durante un robo, pagó tres años en la cárcel de El Barne.
A raíz de estos hechos, sobre los cuales mi padre no tuvo una información clara y completa,
le prohibió a Germán la amistad con Luis Coronado, pero como ellos si sabían lo que había
ocurrido, siguieron siendo amigos.
Eran casi las once cuando terminó el revelador primer encuentro entre Germán y aquel
Maestro del tiempo. Su hija apareció de nuevo para anunciar que acababa de llegar el
consultante de las diez, justo cuando Germán era acompañado por el Maestro hasta la
puerta y ambos salieron con él hasta la calle para despedirlo.
- Ahora ya lo sabes Germán: vivir en conciencia y en el tiempo presente,
que es el único real. La seguridad será factor básico para consolidar tu
identidad y ambas favorecerán la expresión de la solidaridad,
fundamento de tu misión. Esa es la tarea -le dijo al despedirse desde la
puerta, en compañía de “Cabecita Parlante”.
De manera intuitiva y apoyado en la lectura de textos muy orientadores, Germán fue
entendiendo primero y luego adoptando los dos arquetipos de la identidad: por una parte el
buscador, como aquel ser que emprende su travesía solitario hasta encontrar la libertad de
pensamiento, condición previa y necesaria de la libertad de expresión, lo cual le permitirá
identificarse como ser pensante y actuante.
El amante representa al ser que comprende que toda la belleza del paisaje está dentro, en el
alma, y a ella se accede a través del silencio, para volver al centro, a su ser, ganando
conciencia y logrando así conquistar los territorios del primer par: las alas de la paz.
La sintergética hizo importantes aportes para una mejor comprensión del concepto de la
conciencia, al establecer que el neurotransmisor que actúa en esta “crisis del despertar”, es
la serotonina, y que tomar conciencia de este primer par de alas nos provee de visión y
control.

En algún lugar de su conciencia, desarrolló aquel sentido que en adelante le permitió tener
certezas, reemplazando poco a poco y sin conflicto, la dependencia de una autoridad
vertical con la que siempre tuvo problemas, por una interdependencia colaborativa,
amorosa y horizontal, basada en la solidaridad.
Con el vuelo que le había dado a su vida el sentirse responsable por asuntos de la política
universitaria, complicados en la medida de tantos y distintos pareceres, pero gratificante
cuando se concretan alrededor del debate reivindicaciones para el estamento estudiantil. Lo
asumió haciendo uso del liderazgo, poniendo el alma, el pecho y toda la fuerza de su
personalidad carismática.
Visto desde la distancia y sin obviar ni minimizar sus impertinencias, se puede afirmar que
mientras Germán fue prudente, su trabajo político le sirvió no solo para ser más consciente
de la tarea que tenía al frente, sino para actuar con la desconfianza que precisó una época
de gran represión oficial y persecución a los líderes, tal como suele ocurrir cada vez que
quienes detentan el poder de manera despótica, ven amenazados sus intereses por el
accionar inteligente y comprometido de gente pensante.

8. ESQUINA SUR
A medida que pasan los años -cuando nos vamos despidiendo
de sueños y proyectos- más nos acercamos a la tierra de
nuestra infancia; no a la tierra en general, sino a aquel
pedazo, a aquel ínfimo -¡pero tan querido, tan añorado!-
pedazo de tierra en que transcurrió nuestra niñez.
Ernesto Sábato

Lo que logra quedar fijo en la mente y luego aparece con el acto de recordar los hechos
vividos hace tiempo, no es el hecho recordado en sí, sino aquella atmósfera que incluye
formas, consistencias, texturas, sabores y olores. Esta particular característica de la
evocación, tan propia de los seres humanos, puede explicarse si consideramos que antes
que “sapiens”, somos seres emocionales y muy sensoriales, más aún cuando somos niños,
llevados a conocer todo por la curiosidad natural.
Hace poco exploraba en Tunja lo que había sido mi vecindario, cuando alguna vez fui un
niño feliz, pero esta vez quise hacerlo desde el conocimiento y la experiencia que me han
dejado los años. Mientras caminaba por esas calles que ahora me parecían descoloridas y
sin el aire transparente que recuerdo, pude elaborar a partir de simples asociaciones de
ideas, un lugar convergente y lo empecé a denominar como “esquina sur”, nombre algo
poético que corresponde a aquella que todavía está ubicada al sur de mi casa paterna, la
misma que nos vio nacer a los ocho hijos y que durante años constituyó el único patrimonio
familiar.
De tal esquina parten o llegan, según como se quiera ver, tres rutas que corresponden, dos
de ellas a la carrera catorce, una rumbo al sur y otra al norte y una tercera a la calle 22
hacia el occidente. En el imaginario de mi infancia seguramente era sólo una esquina, pero
ahora he logrado darle un nuevo significado que me va a permitir entender algo de mi
andar por la vida, a partir de mi lejano pasado, el cual pretendo evocar con la mayor
fidelidad en mi mente.
De esta manera, la esquina sur representa el encuentro de tres mundos diferentes y
complementarios, que me permiten entender y explicar muchos aspectos de mi vida que no
tenía claros y acerca de los cuales había sectores oscuros, pero que ahora he podido
desvelar, para una mejor visión de ésta existencia sobre el complejo mundo que aún me
acoge y me maravilla.
EL SENDERO ANCESTRAL parte en dirección al alto de San Lázaro y me lleva a mi
primer mundo. Por allí y cuando mucho a cinco cuadras se abandonaba el casco urbano y
aparecía la zona rural con sus barbechos y sus campos de cultivo, hecho que me logra
conectar inicialmente con la historia de mis abuelos maternos, campesinos de Toca, pero
también en una perspectiva profunda y anterior a mis ancestros muiscas.

Atraviesa tal sendero El Carmen, barrio que por entonces era un conglomerado obrero, a
pesar de contar con unas pocas casas de dos pisos, como la de Don Antonio Sotelo, el
propietario de la Panadería Marsella, la casa enrejada de enfrente, que ocupaban los
Cárdenas y unas pocas más, donde habitaban familias de clase media, con algún nivel de
solvencia económica.

Pero la mayoría de las casas, desde ahí hasta la salida para Villa de Leiva, eran de
estructura modesta y estaban habitadas por familias de origen rural, desplazadas por alguna
de las múltiples violencias que nos han llegado sin haberlas pedido, que trajeron consigo su
rica cultura campesina, donde no faltaban en el patio gallinas, ovejas o cerdos, para reforzar
su precaria economía doméstica.

Esto era cuando Villa de Leiva vivía la bucólica paz de su secular anonimato, con sólo tres
tiendas y una panadería por comercio. Su gran plaza empedrada y desierta se veía entonces
mucho más grande, al punto que si alguien hubiera querido, la hubiera podido atravesar
desnudo al medio día, sin que nadie lo notara.

En las viejas casas coloniales vagaban fantasmas de ricos colonos españoles, que de tanto
derribar arrayanes, alisos y robles sin contemplación, para sembrar de trigales sus colinas,
desmenuzaron la capa vegetal. Luego vino el viento de los siglos y se llevó toda esa tierra
cernida y seca, hasta desnudar los primeros caracoles fósiles que fueron vendidos a las
orillas de los caminos como artesanía.

Todo este largo proceso empezó cuatro o cinco siglos atrás, cuando sus viejas cañadas eran
cruzadas por unos ríos tan grandes que podían mover pesadas piedras de molino para
romper granos y hacer harina. En ese desierto, dicen, hubo un mar interior, o acaso el gran
mar llegaba hasta Villa de Leiva, no se sabe.

Cerca al cruce de caminos, donde parte la carretera a Leiva, están “Los Cojines del
Diablo”, centro ceremonial de los muiscas y puente sagrado que me lleva hasta mis
antepasados aborígenes y evocó a mi bisabuela Jerónima López, que a pesar de su tez
blanca como polvo de arroz, hacía evidente esa antigua alma muisca con formas de cariño
y generosidad, cada vez que la visitábamos en su casita de la vega del río y nos ofrecía
habas tostadas y harina de siete granos para remojar en agua de panela.

La parte frontal de los “Cojines del Diablo”, dos grandes rocas en forma de cojines, puestas
allí en honor del Dios Sol, daba hacia el naciente y cuentan que en aquel lugar sacrificaban
ritualmente niños y vertían su sangre sobre las piedras, con la intención de que el sol
“bebiera” su sangre a través del calor de sus primeros rayos. La cosmovisión del pueblo
muisca era así de dramática y no hacía concesiones.

Solo desde hace unos pocos años, este lugar ceremonial ha sido denominado oficialmente
como “Las piedras del Zaque”, seguramente que con alguna académica intención, pero para
mí seguirán siendo Los Cojines del Diablo.

Partiendo de allí, girando un poco hacia el norte y luego de sortear un portillo abierto sobre
una tapia de piedra, mis hermanos y yo ingresábamos a la propiedad de Arístides Infante,
tío de mi padre y de Edelmira Olano, su esposa.

Era una casa grande, erguida en lo alto de una pequeña colina. Un camino, sembrado a lado
y lado de rosas de varios colores y tamaños, daba acceso a la puerta principal. Alrededor
había prados y cerca de la casa un pequeño lago a cuyas orillas crecían unos juncos
desperdigados, con aguas de tono esmeraldino opaco, donde flotaban siempre unos grandes
lotos y a veces nadaban tres o cuatro gansos, que anunciaban la llegada de visitantes a
graznido limpio, saliendo del agua veloces, aleteando mientras atacaban como si fueran
perros bravos.

Me veo aquella tarde de cualquier mes, vistiendo pantalón corto y rodeando la casa a
prudente distancia con algo de temor, aprovechando que los gansos nadaban con placidez y
no notaron mi pequeña presencia de nueve años, mientras yo buscaba la manera de que
alguien me viera desde adentro y me invitara a pasar.

Se escuchaba una exquisita melodía interpretada al piano, la misma que tiempo después
volví a escuchar en Transmisora de la Independencia y supe que se trataba de la Sonata
para piano Nº 42 de Haydn, que a partir de entonces se convirtió en una de mis preferidas.
Me senté sobre el césped y escuché atento hasta el final.

Cuando volví a intentar que alguien me viera y estuve más cerca del amplio ventanal sobre
el costado norte de la casa, mirando a través de mis lentes, quedé impactado en cuanto
enfoqué claramente la imagen que apareció ante mí. Era un hombre algo entrado en años
que me pareció muy alto desde donde yo estaba. Vestía impecable traje negro y una boina
que me pareció algo extraña, en comparación con los sombreros que acostumbraban los
señores.

Pasados algunos segundos intenté un torpe saludo con mi mano, pero aquel hombre al otro
lado del ventanal sólo respondió levantando un poco la cabeza, con una expresión que
interpreté como “ya te vi”.

Pude ver su rostro y su cabello abundante y cano que salía por debajo de la boina. Era muy
delgado y lucía pálido en extremo; pensé que su frialdad al responder mi saludo se debió a
que mi gesto no fue lo suficientemente evidente, pero ahora supongo que yo apenas fui un
punto que llamó su atención.

El saludo a voces de Edelmira desde la puerta principal, me hizo retornar abruptamente y


casi corriendo fui a su encuentro para saludarla y darle el recado que mi madre le enviaba.

Me invitó a pasar y luego busqué la manera de asomarme al salón donde antes había visto
al singular hombre de negro, pero allí sólo había un gran piano negro en todo el centro, un
banco de madera al frente del teclado y una mesa lateral de mármol gris, que soportaba un
florero de bronce sin pulir, colmado de rosas rojas dispuestas al azar, ya algo mustias.

El sol de la tarde daba pleno sobre el piano, dibujando en el aire unas franjas de luz donde
flotaban todas esas partículas de polvo como galaxias brillantes, sobre el fondo oscuro del
salón, ocupado de lado a lado por la gran biblioteca.

Ya en mi casa le pregunté a mi madre por aquel personaje, algo excéntrico y me dijo que se
llamaba Eduardo, que era uno de los hijos de Arístides y que a ella le parecía que no estaba
en sus cabales. Tiempo después, supe por César, el menor de los Infante, que siendo joven
había ido a Europa donde estudió piano y llegó a ser un reconocido concertista, aunque ya
estaba retirado de tal actividad, Había llegado recientemente a Tunja acusando quebrantos
de salud y era muy parco al hablar, razón por la cual sus allegados pensaban que padecía
algún tipo de desorden mental, a pesar de que cuando salía de su habitual ostracismo, se
comunicaba con discernimiento y dialogaba de manera coherente.

Después lo vi varias veces caminando por el corredor externo de la casa y a veces se


detenía durante largos ratos a observar en silencio el lago de los lotos, siempre muy serio e
invariablemente vestido de negro.

Algún tiempo después Eduardo murió serenamente en la casa de sus padres. En una
hermosa agenda con pasta de ebonita y filigrana de plata y nácar, que en vida cuidaba con
celo, aparecen muy bien organizados diversos tópicos acerca de espiritualidad y metafísica,
entre los cuales y con el nivel de detalle que permitía el conocimiento de entonces, hay un
artículo bajo el título de La conciencia alada.
Comparé aquellos apuntes con mis anotaciones de sintergética, una ciencia de la conciencia
que nos llegó de la mano del Maestro Jorge Carvajal, cuando este médico antioqueño vio
que la medicina alopática, deshumanizada y atomizada en tantos compartimentos como
especialidades existen, logró mediante sus valiosos aportes darle un nuevo enfoque que
volvió a mirar al ser humano como un todo, de manera integral, amorosa y compasiva.

En términos conceptuales y con relación a la conciencia, la visión sintergética del Dr.


Carvajal, coincide con la que aparece en el texto que dejó Eduardo y con las enseñanzas del
Maestro del tiempo que Germán conoció en Tunja. Tres visiones convergentes de una
misma verdad.

Caminaba cierto día por el barrio Belén en Manizales, cuando el irresistible olor a pan
fresco me tomó literalmente por la nariz y me condujo al interior de una panadería muy
bien dotada, limpia y acogedora. Mientras terminaba el refrigerio, observé al hombre que
había permanecido tras la caja registradora y al cual inicialmente no le presté atención.

Con algo de esfuerzo lo reconocí y era César Infante, cuarenta y tantos años después de
haberlo visto en Tunja. Después de presentarme, porque no me pudo reconocer,
conversamos un buen rato. Hacía años estaba dedicado al negocio de la panadería y antes
había estado radicado en Fusagasugá y en una o dos localidades más; hacía poco había
llegado con su familia a Manizales, a montar su negocio y a juzgar por lo que se veía les
estaba yendo bien.

Me contó acerca de un grave accidente que sufrió su hermano Mario, quien estaba radicado
en Bogotá y a quien tampoco volví a ver. Luego, ante mi interés por saber de Eduardo, me
confió que efectivamente había estudiado en la Escuela de Alta Magia de París alrededor
de 1940, lo cual sólo se vino a saber luego de su muerte, ocurrida alrededor de 1960.

Desde entonces honro su memoria y acostumbro referirme a él de manera respetuosa pero


informal como “Super Eduardo”. Luego de aquella sesión con una médium, algún tiempo
atrás, invoco su presencia y su asistencia cuando debo superar algún problema y la verdad
es que he sentido su compasiva presencia, actuando a favor de mis circunstancias, desde
algún plano en donde habita su alma antigua, sabia y amorosa.

Una cuadra arriba de la esquina sur, funcionaba un lugar llamado “El Epicentro”, peculiar
nombre para un piqueteadero típico que abría al público solamente sábados y domingos y
en donde además de servir unos platos de la cocina criolla que se veían deliciosos, aunque
no hacían parte de mis preferencias gastronómicas de aquella época, se jugaba a las cartas y
a la taba, juego de azar muy propio de la región, que utilizaba falanges óseas de cerdo y
donde cada carilla tenía su propio color, valor y significado.

También expendían chicha en un local adyacente al solar, cuando había sido prohibida por
el estado, gracias al beneplácito de “la higiene”, como llamaban entonces a los inspectores
de salubridad y los “chicheros” del resguardo de rentas departamentales, que la consumían
gratis a cambio de ignorar su existencia. Varias veces fui a comprar chicha en una botella
de vino bien lavada, para que mi madre nos preparara una delicia llamada “mazamorra
dulce”, que se servía caliente con quesito picado y pan, para aliviar el proverbial frío
tunjano.

Pero la razón por la cual yo asistía furtivamente después de almuerzo, a veces en compañía
de Ricardo, era para ver como ejecutaban el tiple, el requinto, la bandola y la guitarra, un
grupo de músicos que allí se reunían para tocar música tradicional colombiana y algo del
folklor argentino y ecuatoriano, por puro gusto y amistad, pero premiados con el aplauso de
los asistentes. Desde el solar de mi casa se alcanzaba a escuchar cuando los músicos
empezaban a afinar los instrumentos y de inmediato íbamos corriendo hacia allí.

La empatía que se da espontáneamente entre músicos, sobre todo si sus encuentros son
frecuentes, es requisito para hacer buena música. Esta es una verdad que conocen los
ejecutantes que improvisan interpretando jazz, pero parece que aquel grupo lo hubiera
sabido desde siempre, porque el disfrute era total, al punto que daba la sensación de que
para ellos no existiera el público, sino ellos con sus instrumentos y sus eventuales errores,
que lograban superar a punta de buen humor.

Allí conocimos a Don Rafael Niño, gran intérprete del requinto, cuando ya superaba los
sesenta años. También a un sastre de apellido Gallego, paisa alcohólico y muy callado, que
tenía su taller por ahí cerca e interpretaba magistralmente la guitarra, hasta cuando el
aguardiente le engarrotaba los dedos.

Eran también asiduos visitantes los hermanos Porras, albinos y casi ciegos, pero con un
oído prodigioso, que les permitía saltar de un instrumento a otro e interpretarlos todos con
maestría, además de ser dueños de un chispeante sentido del humor.

Cuando empezaba don Rafael a puntear un torbellino, los Porras entraban con el
acompañamiento preciso, en el tiempo indicado y hacían preciosas armonías. En general,
aquellos hermanos albinos tenían un amplísimo repertorio y por eso participaban en casi
todo lo que interpretaba el grupo de músicos amigos. Debía ser por eso que en Tunja había
un dicho para cuando alguien se pegaba para ir a todas partes: “Acompaña más que los
Porras”.

Era tanta la compenetración con la que hacían música los Porras, que se entendían - no con
los ojos, puesto que siempre llevaban gafas oscuras-, sino por señas; uno de ellos, luego de
acomodarse una ruana, tan blanca como su cabello y ubicar los dedos de su mano izquierda
sobre el pequeño diapasón de la bandola, mientras tomaba una delgada plumilla para hacer
vibrar las cuerdas entre pulgar y el índice de su mano derecha, hacia una señal con la
cabeza al tiempo que iniciaba el punteo del pasillo Esperanza y en el momento preciso
llegaban a apoyarlo la guitarra marcante de Gallego y el tiple de su hermano; antes de
iniciar la segunda parte era Gallego quien hacía la seña, levantando levemente su mano y
luciendo unas uñas larguísimas, para empezar con la introducción en punteo de guitarra.

No siempre utilizaban los cuatro instrumentos y a veces se lucía en solitario uno de los
Porras con el acordeón o Don Rafael con un torbellino de Ariza, una contradanza
republicana o un pasillo de Morales Pino, que sonaban espectaculares en ese requinto
chiquinquireño.

Entre el público vi varias veces al Loco Palacios, visitante habitual y muy querido, quien
con licencia del público o sin ella, tocando la dulzaina y golpeando rítmicamente el
mostrador, una mesa o lo que hubiera cerca, de suerte que si la dulzaina, por aquellas cosas
del entusiasmo escénico no le daba, entraba en trance y emitía sonidos que imitaban
diversos instrumentos, para entrar luego a cantar, casi sin separar los dientes, en un rictus
que le impedía vocalizar correctamente, pero su entusiasmo contagioso hacía que todo se le
perdonara. El Loco Palacios tenía la energía de un terremoto y ahora entiendo el nombre
del peculiar restaurante: “El Epicentro”.

La calle 22 era pendiente, y el escaso tráfico automotor de entonces nos permitía gozar
como locos en nuestros deslizadores de ruedas, ya fueran unos patines de cuatro ruedas que
nos prestaban los Sotelo, modernos artículos deportivos con adaptador extensible de talla,
que nos permitía usarlos a todos, y llevaban cordones para asegurar a los pies, en patinetas
o en carros de ruedas esferadas, o rodamientos, que eran nuestra especialidad. No había
cascos protectores, ni coderas, ni guantes especiales, pero nada importaba, pues aunque
nosotros tampoco conociéramos el término adrenalina, la sentíamos actuar con intensidad.

Primero fueron las patinetas y cada quien trataba de hacer la suya mejor, más rápida y
estéticamente mejor que las de los demás. Al principio con dos ruedas y luego con tres,
para darles mayor estabilidad.

Por cuenta del ingenio de Germán, se hizo una innovación que le confirió mucha eficiencia
a nuestros deslizadores. Usando una correa de ventilador desechada, cortada en tramos de
longitud suficiente para cubrir todo el perímetro de la rueda esferada, la correa era
asegurada con alambre bien templado para asegurarla en su posición, resultando así unas
ruedas mucho más veloces, silenciosas y duraderas.

Conseguíamos las correas de ventilador regaladas en cualquier taller de la plaza de


mercado, pero no así las ruedas esferadas, especialmente las más grandes, que eran nuestras
preferidas. Cierta vez fuimos a buscarlas al taller del “Chiflado Rodríguez” reconocido
mecánico tunjano, famoso porque tenía las manos multadas, es decir, no podía darle un
puño a nadie, por prescripción judicial. Era el único en Tunja capaz de levantar del suelo un
gigantesco yunque que aún usaba en su taller y había heredado de su padre, herrero de
profesión.

Lo hicimos para ver si, tal como conseguíamos las correas, allí pudieran tener unas ruedas
que ya no usaran.
- Señor Rodríguez, buenos días–saludamos desde la entrada, tratando de
que nos oyera por sobre el ruido de un compresor en funcionamiento.
- Entren chinos. A la orden -dijo mientras se limpiaba las manos con una
bayetilla sucia.
- Estamos buscando ruedas de esferas de las más grandes, -le dije.
- Esas los consiguen allá arriba, donde Don Daniel Espinosa.
- No señor, es que buscamos viejas –repliqué.
- Ah bueno, ahí si toca que vayan al ancianato.

EL BULEVAR DE LOS ARQUETIPOS ocupaba exactamente la cuadra donde vivíamos,


entre las calles 22 y 23, junto a los vecinos con quienes crecimos y compartimos por años,
a lado y lado de la calzada a medio pavimentar, que hacía de lindero entre los barrios El
Carmen y el Popular. Allí tuvimos muchos amigos de juegos, en una época de socialización
forzosa, ante la inexistencia de ordenadores, teléfonos celulares y juegos de video.

Un arquetipo es un concepto básico, una semilla, la esencia primigenia sobre la cual se crea
algo, tal como ocurre con la geometría, considerada como el arquetipo del universo. No es
exacto afirmar que tal o cual vecino hubiera sido mi arquetipo, en términos de que hubiera
sido mi modelo para la vida y yo hubiera sido una copia exacta, así yo hubiera sido una
versión mejorada.

Pero si considero las decisiones que más tarde tomé con relación a qué estudiar y qué
aficiones y gustos ir desarrollando en el futuro, y dadas las características de algunos de
ellos en cuanto a su ocupación principal, para centrarme sólo en ese aspecto, creo que el
concepto de arquetipo aplica perfectamente.

Nunca hasta ahora me lo había planteado, pero varios de los vecinos de mi cuadra se
constituyeron en figuras arquetípicas, con las cuales acabé resonando tiempo después, sin
saberlo ni proponérmelo, en cuanto a que fui desarrollando mi personalidad alrededor de
ciertos gustos y apetencias en términos de mis aficiones, las vocaciones que tuve y los
trabajos y empleos en los que me desempeñé.

Empezaré por el Doctor Mejía, esposo de Julita Angulo y padre de Carlos, Pastor y Danilo,
quien fue Médico Veterinario Salubrista. Fue el primer Médico Veterinario que se dedicó al
área del saneamiento ambiental en la Secretaria de Salud de Boyacá, cargo al que llegué
varios años después, precisamente como Jefe de esa División. La coincidencia en este caso
fue triple: profesión, postgrado y empleo, para no mencionar la obesidad, aspecto en el
cual, reconozco que el Dr. Mejía me superó con creces.

Cada fin de mes venía a la casa del Doctor Bueno, abogado que vivía por la misma acera de
nuestra casa, en la esquina sur, un terapeuta homeópata, el Doctor Piñeros, que sabía de
iridología y herbolaria, pero su fuerte era la homeopatía unicista tradicional, a pesar de que
el Dr. Rekeweg en Alemania, recién había establecido los principios teóricos y la
terapéutica de la homotoxicología.

Mi madre me llevó varias veces donde el Dr. Piñeros en condición de paciente y a pesar de
mi corta edad yo observaba como hacía su trabajo, como lograba averiguar a punta de
preguntas que le hacía a mi madre, acerca de mis preferencias y aversiones alimentarias, o
como exploraba mis iris con una gran lupa y una linterna que llevaba en la frente, en busca
de huellas de alguna disfunción orgánica en las superficies de mis dos iris.

Al final siempre se sentaba al otro lado del escritorio, mientras seguía haciendo
recomendaciones puntuales y procedía a empacar unos pequeños glóbulos en bolsitas de
papel, marcadas con el nombre de la sustancia afín con la dolencia que hubiera podido
caracterizar, además de dar indicaciones de la dosis.

La homeopatía llegó a mi vida cuando ya pasaba de los cincuenta años, pero ya adulta y
evolucionada, bajo el nombre de homotoxicología, disciplina a la cual dediqué algunos
años de mi vida, primero en plan de capacitación y luego en la práctica, con pacientes
humanos y animales. En homeopatía, el concepto de resonancia adquiere un significado
especial, puesto que “lo semejante resuena con lo semejante”, que en este caso describe con
exactitud la figura del arquetipo, como el modelo que vi de niño e impresionó de tal manera
mi subconsciente, que tuvo que pasar casi medio siglo para que cualquier día resonara
fuerte y se manifestara.

También estudié iridología con un maestro yucateco y la ejercí durante años, como parte de
mi arsenal terapéutico. Hoy creo, basado en las evidencias y en múltiples vivencias, que
cada uno recorre su plan de vida y conoce a las personas que debe conocer, en el momento
que debe conocerlas.

Enseguida de la casa de Julita de Mejía vivió el Padre Bello, de quien fui un estudiante más
en bachillerato y que para efectos de este particular bulevar es el arquetípico maestro, capaz
de despertar en sus estudiantes el interés por el conocimiento en general y por el de cierta
área del saber en particular.

No fui su mejor estudiante, pues más que cuestionador fui contestatario e irreverente,
actitudes nada deseables para que un profesor ejerza la docencia, máxime tratándose de
áreas como religión y filosofía, que fueron las cátedras que me orientó. No obstante, su
paciencia, su sapiencia y su buena actitud hicieron que se ganara mi respeto.

Encontré la docencia casi a los cuarenta años, de manera inesperada y creo que más por
intuición que por formación en pedagogía, la cual recibí años después de estar ejerciéndola
y creo haber cumplido dignamente como docente, quehacer del cual me jubilé en la
Universidad de Caldas.

Don Julio Niño era un rico hacendado que vivía al frente de nuestra casa. Tenía grandes
extensiones en Cucaita y Sora. Sus hijos fueron amigos de casi todos mis hermanos, porque
allá también había una numerosa prole. Aun cuando nunca conocí sus haciendas, admiraba
su autoridad, su persistencia y su capacidad de trabajo.

Un poco hacia el norte, sobre la misma acera de nuestra casa, vivió Don Evangelino
Hernández, propietario de unas fértiles y extensas tierras en Arcabuco y a pesar de que
fueron diametralmente opuestos en cuanto a temperamento y carácter, puesto que Don Julio
era bonachón y el segundo un cascarrabias, fueron dos figuras arquetípicas para una de mis
actividades preferidas, las cuales no resultaron tan rentables para mí, aun cuando me dieron
grandes satisfacciones.

De hecho, cuando terminé mis estudios de Medicina Veterinaria, mi propósito era


convertirme en asistente técnico de grandes hatos ganaderos, pero como suele ocurrir,
cuando uno hace planes, el gran planificador de arriba sonríe socarronamente, pues ha
dispuesto otras lecciones de vida para diferentes aprendizajes.

Fui de aquellos que se gradúan por ventanilla y por esos días recibí mi primera oferta de
trabajo, la cual me hizo un muchacho como de mi edad y sin mayores detalles. Sólo me
dijo que era para trabajar en los llanos orientales y en ganadería, lo cual llenaba totalmente
mis expectativas. Me dio una tarjeta y días más tarde llamé y concertamos una cita.

Se trataba de una organización incipiente de narcotráfico, en 1975, cuando nadie hablaba


aún de cocaína, pero ya tenían un pequeño laboratorio y sabían procesarla cerca de
Acacías. El hombre que habló conmigo en su oficina del Centro Internacional en Bogotá
me dijo de frente y sin anestesia que se trataba de que semanalmente yo, mediante una
cirugía relativamente sencilla, introdujera un kilo de cocaína, empacada en una manguera
especial, dentro del rumen de diez novillos que despachaban para el matadero de Bogotá, y
que me desplazara luego a una bodega a la entrada de Bogotá, para retirar la cocaína y
suturar. Así de sencillo.

Cuando le dije que ese no era el trabajo que yo deseaba, me habló de una enorme cantidad
de dinero por cada viaje que llegara sin tropiezos al matadero central, pero a pesar de la
tentadora oferta mantuve mi negativa y salí de aquella oficina con la sensación de que me
hubieran dictado un auto de detención o algo así.

Quizás debido a aquel desagradable hecho y a la frustración que me produjo, frente a mi


ideal de trabajo profesional, terminé dedicado a la Salud Pública, pero conservé el sueño de
finquero, posiblemente estimulado desde los arquetipos mencionados y con los años tuve
una finca ganadera en Suaita, otra pequeña cafetera en Chinchiná y terminé viviendo en
una todavía más pequeña, cerca de Manizales.

Cuando fui Jefe de la Sección de Alimentos en la Secretaría de Salud de Boyacá recibí una
oferta irresistible, según el abogado de los productores de leche, que me pidió suspender
los controles en carretera y se apareció en mi oficina con cheque en blanco para que yo le
pusiera la cifra. Después de mi airada negativa, salió sin conseguir su objetivo.

Tanto en el caso de los narcotraficantes, como en el de los “lactotraficantes”, creo que la


figura arquetípica que obró a favor de mi actuar responsable fue la figura arquetípica de mi
padre, hombre de una honestidad a toda prueba.

Enseguida de la casa de los Duarte, vivió durante años un trompetista moreno, de cabello
muy negro y abrillantado con alguna goma de las que se usaban por entonces, cuyo nombre
olvidé, pero sí recuerdo que hacía parte de la orquesta sinfónica de Boyacá y la Banda de
música del Batallón Bolívar. Algo tuvo que ver aquel trompetista en su papel de arquetipo
y algo mi temprana afición por la música, para que durante años ésta fuera mi actividad
preferida, de ser posible como parte de una agrupación profesional en Bogotá, la cual me
permitió financiar la última etapa de mi carrera profesional, o como músico solista que
guitarra en mano acompañó muchas noches a los comensales de dos reconocidos
restaurantes bogotanos.

Es muy probable que tales figuras arquetípicas fueran inspiradoras para las opciones que
debí tomar, entendiendo que las decisiones verdaderamente importantes en la vida de
alguien no pasan de cuatro: qué estudiar, dónde vivir, si casarse o no y cómo vivir su
jubilación.

Pero también queda abierta la posibilidad de que en todo esto jugaran su papel tantas
elaboraciones inconscientes que lo llevan a uno a decisiones que al final resultan siendo ni
muy conscientes, ni muy autónomas, como cuando “decidí” estudiar medicina veterinaria.

Antes de sortear los dos exámenes que debí aprobar para ser admitido en la Universidad
Nacional, pedí a mi hermano Alejandro, que heredó de mi padre la buena caligrafía, que
me ayudara con el formulario de inscripción. Llenó todos los espacios en blanco, pero
cuando llegó al de “Carrera que desea estudiar”, tuve un bloqueo y no acertaba a definir por
cual. Le pedí que leyera todas las opciones posibles de un listado en orden alfabético y
varias veces interrumpió para mirarme extrañado, ante mi indecisión. Sólo cuando iba
llegando al final y leyó “medicina veterinaria”, le dije: ¡esa!

LA RUTA DE LOS DESEOS es el tercer mundo, pero no el menos importante; atravesaba


el costado oriental de la plaza de mercado, incluida la cuadra desde la esquina sur y más
allá, ocupada durante mucho tiempo por varias agencias de buses para el transporte de
pasajeros, que nosotros llamábamos “la cuadra de los buses”. Fue para mí ante todo “el
mundo del contraste”, porque a punta de observar conflictos humanos cotidianos en vivo y
en directo, obtuve mi temprana cuota de aprendizaje acerca de la sociología, que forjó por
contraste mi sentido de la equidad, la solidaridad y la inclusión social.

Cuatro coperas amanecidas, sentadas alrededor de una mesa en la puerta del “Café Berlín”,
asoleando su resaca a las diez de la mañana, o algún borracho tirado sobre la acera, eran
imágenes corrientes de la cuadra que configuraba mi tercer mundo; hoteles de mala muerte
con servicio por días y por ratos, restaurantes para los pasajeros que debían consumir sus
viandas de afán, antes de continuar el viaje, bares con grandes tragamonedas Wurlitzer y
salas de billar, eran todos engranajes de una febril actividad de aquella máquina que
empezaba a funcionar muy temprano en la mañana y sólo cesaba pasada la media noche,
cuando “el músculo duerme y la pasión descansa”.

Debido al auge de la música ranchera, que ingresó a Tunja de la mano del cine mexicano en
la década del cincuenta, su mejor momento, las rocolas de los bares de la 14 tenían copadas
sus listas, hechas sobre pequeños rectángulos con letras y números, con rancheras de Jorge
Negrete, huapangos plenos de falsetes de Miguel Aceves Mejía, boleros rancheros de Pedro
Infante, gritos campechanos de Antonio Aguilar y canciones clásicas de Pedro Vargas, Flor
Silvestre y Amalia Mendoza, entre otros muchos.

En Tunja se escuchaba vallenato sólo cuando los hermanos Poncho y Emiliano Zuleta, que
estudiaban en la Universidad Pedagógica, andaban de parranda, es decir, cada ocho días; la
música carranguera estaba chiquita en Ráquira y la salsa aún no había zarpado de New
York.

En cambio la ranchera reinaba a sus anchas, principalmente en la carrera 14, desde una
tienda llamada Los Vicentes, hasta la esquina de Luisito el Marica, sector conocido como
Alto México y de ahí hasta el Café Berlín, al que se conocía como Bajo México.
En cierta ocasión, siendo niño, debí presenciar una escena que pasado el tiempo y con
mejor conocimiento de la realidad social, me presentó de bulto las dos caras de la muy
digna y muy leal ciudad de Tunja en aquellos años de mi adolescencia.

La solemne procesión de la Virgen del Milagro, Patrona de Tunja, descendía en olor de


católica santidad, mirra e incienso por la carrera 14, buscando la esquina de Los Vicentes,
para tomar rumbo hacia la Plaza de Bolívar y finalmente a la Catedral, presidida por una
cruz alta y ciriales y encabezada por el Señor Obispo, las autoridades civiles y militares,
luciendo sus mejores galas y ensayando gestos circunspectos y de una mal disimulada
afectación posible dada la solemne ocasión.

Una gran cantidad de fieles seguían el cortejo y coreaban los cánticos y alabanzas que el
cura Reyes, párroco de El Topo, sede de la Santísima Virgen, dirigía por altoparlantes.
Desde los balcones y tras los postigos abiertos de las ventanas, los vecinos que optaron por
ver pasar la procesión para evitarse el calcinante sol de mediodía, miraban, ellas con velos
y pañoletas y ellos con la cabeza descubierta, mientras los aviones a chorro de la Fuerza
Aérea Colombiana cruzaban el cielo hermosamente azul de la ciudad.

Cuando mis hermanos y yo buscábamos una mejor ubicación en la parte delantera de la


procesión, sorteando gente en los portones de las casas, casi tropezamos con un singular
grupo de personajes del sector, que reconocimos enseguida: la “Tuerta Flor” y otras dos
trabajadoras sexuales de Alto México, acompañaban a Eduardo Torres Quintero, uno de los
poetas mayores de Tunja, autor de una versión al castellano del Cantar del Mio Cid, todos
evidentemente amanecidos y ebrios a más no poder, sentados al borde de la acera,
aplaudiendo la procesión, mientras se pasaban una botella de aguardiente a medio vaciar.

− Viva la Santísima Virgen y abajo el hijueputa diablo -gritó el bardo con la


potencia que le permitieron sus ahumados bronquios.

Recuerdo que debido a la corta distancia a la que estábamos del Café Berlín, en casa se
escuchaba todas las noches algo de la melodía, pero sobretodo el bajo arrullador que
sonaba al son que yo quería mientras me quedaba dormido, escuchando tangos de época
con Roberto Maida y Hugo del Carril, canción popular con el Conjunto América y Los
Pamperos, boleros de Eva Garza, Roberto Ledesma y La Panchita, valses de Julio
Jaramillo y Olimpo Cárdenas, entre muchos otros.

Yo viví con intensidad los tres mundos, pero siempre pasaba con recelo por la cuadra de los
bares, sobre todo cuando tenía que hacerlo de noche. No obstante, a medida que fui
creciendo, supe observar cómo se movía aquel sórdido mundo y conocí personajes
asombrosos como aquel hombre pequeño y con evidentes problemas neurológicos, que
adoptaron los dueños del restaurante La Rosa; producto de tales problemas que le
ocasionaron una semi parálisis, conducía con mucha dificultad un carrito al que le adaptó
timón de auto y en el que llevaba mercados a domicilio.

Era mudo y nunca se supo cómo llegó a estas tierras, pero siempre se le veía con un raído
traje militar y gorra, durante los desfiles de las fiestas patrias, bregando a seguir torpemente
el paso de los militares. Con el tiempo se supo que conservaba entre sus objetos personales,
documentos y recortes de periódicos que demostraban que alguna vez fue piloto de la real
fuerza aérea griega, herido de gravedad en combate durante la segunda guerra mundial, al
ser derrotados por el ejército invasor italiano, en el curso de la campaña de los Balcanes.

También conocí personajes de novela negra como el manco Román Aparicio,


contrabandista, reducidor y proxeneta que se movía por esa cuadra como pez en el agua y
era reconocido en el bajo mundo por su capacidad para salir airoso de sus frecuentes
quiebras, demasiado rápido si se quiere y casi siempre de maneras inexplicables.

Su apariencia atemorizaba, pues además de manco era tuerto y mostraba sin pudor una
barba descuidada mal avenida con la gran cicatriz que cruzaba su rostro desde la base de la
oreja derecha, hasta un poco arriba de la comisura labial del mismo lado, señal que en
realidad no decía nada de su peligrosidad, pero si lo hacía de manera inequívoca de quien
se la infringió.

Contrastaba su figura descompuesta con unas maneras suaves, que sabía remarcar sin llegar
a ser meloso, con una serena mirada de su único ojo, el izquierdo y un tono suave al hablar,
que uno no se creía a primera vista, pero como todo tramposo, sabía lucir extrañamente
elegante, a pesar de todo.
Como muchos jóvenes de mi edad y compañeros de colegio, aprendí a bailar bolero pegado
al talle de alguna copera y de ninguna en particular. En mi caso, “El Sótano” en Alto
México fue la escuela de baile e íbamos con “El Pollo” o con el Gordo Medina temprano,
cuando las muchachas todavía no tenían demasiado trajín sirviendo trago y lidiando con
borrachos. Extrañamente no controlaban entonces la entrada de menores de 21 años, edad
considerada en aquel tiempo como indicadora de la mayoría de edad.

Con el tiempo y de transitar cuatro veces al día por la cuadra de los bares, conocí a muchos
de sus protagonistas, como a Domingo Parra, un agricultor de Sora que se radicó en la casa
de nuestro vecino, el maestro Pirazán y ocupaba una pieza del primer piso, con acceso
desde la calle. Cojo y enfermizo, gozaba de una afición descontrolada por el alcohol y las
prostitutas, que ya lo conocían y sabían de las artimañas que utilizaba para no pagarles por
sus servicios.

La discreción y la inteligencia nunca fueron lo suyo, a pesar de los años que llevaba encima
como una carga; por eso el vecindario todo se enteraba de sus dramas pasionales, turbios y
truculentos, que en varias ocasiones requirieron la presencia de la policía, siempre en
defensa de las trabajadoras sexuales, engañadas y humilladas por éste “sátiro de Tras del
alto”, que así se llamaba la cercana vereda de dónde provino.

9. RETRATO DE FAMILIA
Porque todo río tiene su manantial

Quedé gratamente sorprendido cuando hace poco supe que una de mis sobrinas,
profesional, joven y bonita, radicada hace años en Vancouver, con pareja estable y dos
lindos hijos, que se supondría poco o nada interesada en conocer detalles de su estructura
ancestral, le preguntó a su padre si sabía de comportamientos sociales que pudieran ser
calificados como problemáticos, así como de conflictos emocionales o mentales graves que
se hubieran presentado dentro de su línea paterna, con el fin de hacer lo necesario para
“borrarlos de su programa y no cargarlos más”. También quiso saber sobre casos de
comportamientos virtuosos, que ella denomina “las cosas poderosas que me dejaron”, con
el fin de hacerlas visibles y agradecerlas.
A pesar de que este es un relato con cierto porcentaje de ficción, espero aportar algo al
respecto, mediante una fotografía que elaboré a partir de algunas anécdotas de sus tíos,
complementada con uno o dos arquetípicos hallazgos por el lado de la línea materna de su
padre, los cuales aparecen en otro capítulo y al hacer parte de su legado, pueden ser útiles
en la tarea que se propuso.

Para empezar es necesario revisar brevemente un hecho, sin ánimo de profundizar en el


tema: nuestra genética familiar se extiende más allá de los ancestros “moros” que salieron
de Mauritania en África y se lanzaron a la conquista de España, durante la arremetida del
Islam sobre Europa en el siglo VII, para que luego de siglos de dominación, implantaran
cultura e información genética en la naturaleza humana de los españoles, entre ellos los
navegantes violentos, tramposos y crueles que alguna vez y a regañadientes vinieron con
Colón.

Regresar sobre los registros fotográficos de la familia, en las figuras de nuestros ancestros
próximos que aparecen en los álbumes, cada vez más escasos, es una manera de ver nuestra
forma de andar por la vida a través del tiempo, dando sentido al enunciado que afirma que
los demás son nuestros espejos.
Hijos y nietos terminan reproduciendo ciertas características físicas de padres y tíos en
principio, pero también de abuelos, tíos abuelos y bisabuelos, para no ir más allá. Pero
profundizando en ciertos personajes clave, también podemos saber de virtudes, defectos y
dificultades de adaptación y así como una fotografía del abuelo cuando tenía veinte años,
puede resultar una copia casi exacta de alguno de sus nietos, también ocurre que extrañas
neurosis y fobias de una abuela pueden aparecer en algunas nietas o nietos, en mayor o
menor proporción.
Si uno o más descendientes muestran problemas de actitud, adaptación y comportamiento
social, esto sólo será explicable cuando haya un registro fidedigno de la memoria familiar,
capaz de aclarar que quien padece éste tipo de alteración sólo está replicando la patología
de algún ancestro. Infortunadamente tal registro nunca se lleva.
Así que resulta más fácil saber de la familia mediante una narración, que a pesar de ser una
aproximación, nos da mejor idea de las virtudes, limitaciones, actitudes y defectos, que una
fotografía antigua y por ende muy formal, o un anacrónico escudo de armas, que a pesar
del blasón, la orlada cimera, el colorido burelete con penachos, sus torres enhiestas y uno
que otro león alado, sólo es fantasía pictórica, que con el culto por los abolengos y la idea
de las “familias bien del pueblo”, son quimeras que nos dejaron los conquistadores de estas
tierras.
Recuerdo cuando era un plan maravilloso irnos en familia, con nuestras mejores galas, al
estudio fotográfico de Don Servando Villamil, donde inicialmente todos observábamos
como colocaba las luces con precisión geométrica sobre el rectángulo de un pequeño set.
Luego, después de darnos precisas indicaciones de cómo distribuirnos sobre ese espacio, se
retiraba lentamente y sin dejar de observar el grupo hasta la gran cámara montada sobre un
trípode.
Entonces se ponía a calibrar el encuadre, cambiaba unos lentes y definía cuál era el chasis
más apropiado, de entre varios que tenía, verificando que tuviera montada la placa, hasta
que finalmente se ocultaba de toda partícula de luz bajo un paño negro, desde el cual con su
mano libre, nos hacía la señal de quedarnos muy quietos para accionar el mecanismo
obturador y lograr fotografías que han resistido décadas sin apenas cambiar su tono blanco
y negro original, a un leve sepia oscuro.
En las fotografías de esa época se suelen observar rostros adustos, severos, enojados,
temerosos y en ocasiones inexplicablemente alegres en medio de un grupo muy formal y
hasta solemne. Muchos aparecen con “cara de fotografía”, expresión coloquial que se
refiere a la forma en la cual se acostumbra a posar, unas veces con rostro inexpresivo y
otras con un patético y poco creíble rostro de inocencia absoluta, o por el contrario, con
gesto demasiado afectado, pero nunca con la expresión natural que el modelo tendría antes
y después de posar para el fotógrafo.
La distribución espontánea de los individuos en el espacio físico, antes de la foto, da pistas
sobre la estructura jerárquica y es de utilidad como elemento de trabajo en constelaciones
familiares y en la aproximación diagnóstica durante la práctica de la sintergética, cuando se
trate de entender alguna disrupción traumática de la jerarquía familiar, en cuyo caso,
mediante los movimientos necesarios y de manera consciente, tal disrupción puede ser
revertida, por arte de conciencia mágica.
Pero una fotografía de esa época no permite generalmente hacer algún análisis, bajo los
criterios antes citados, puesto que el fotógrafo intervenía el grupo, modificando las
posiciones iniciales en favor de su propio criterio estético, al llevar a uno de los integrantes
desde la izquierda del grupo para ubicarlo al extremo contrario; en tales casos, es muy
probable que el individuo que ha sido trasladado, aparezca en la fotografía con signos
corporales y faciales de incomodidad, ya sea en la expresión de su rostro, o con brazos
tensos y manos crispadas, porque su sitio natural dentro de la estructura jerárquica ha sido
alterado sin querer.
En la búsqueda que hice a través de mi memoria, sobre los personajes que alguna vez
vivieron en el intrincado y complejo follaje de mi parentela, con el ánimo de hacerles un
espacio en éste retrato, hallé a Carlitos Infante, tío materno de mi padre, a quien recuerdo
como el primer exponente del slow food que conocí en persona. Empezaba a tomar la sopa
a las once y terminaba su postre pasada la una y media, cuando íbamos saliendo para la
jornada escolar de la tarde.

Excelente conversador, el inefable Carlitos acostumbraba llegar puntual y me parece verlo


en su traje impecable de paño oscuro “raya de tiza”, camisa blanca y corbata. Era frágil, de
talla baja, tez trigueña y ya pasaba de los setenta. Masticaba despacio hasta la sopa,
mientras hacía evocaciones familiares con mis padres, que lo miraban con disimulada
impaciencia mientras consumía su almuerzo con proverbial parsimonia.
Cuando se pensaba que cierto tema ya estaba agotado, ellos trataban de conversar lo menos
posible, pero él no requería que le dieran pie para recomenzar con renovado entusiasmo
alguna anécdota de su vida en Toca, donde era ciertamente un personaje.
La ascendencia paterna, a partir del abuelo Antonio Pinzón Villate y su padre Antonio
Pinzón Torres, hombre de tez blanca y ojos verdes, con claro fenotipo europeo, pero
mestizo por cuenta de un alfarero guane que como artesano de la necesidad, amasó alguna
vez su pobre arcilla terracota para convertirla en vasijas de cocina, para que luego de cien
años de desechadas por inservibles, un guaquero embaucador las hallara en predios que
luego hicieron parte del cantón de Vélez en la provincia del mismo nombre, sitio de
fundación de Puente Nacional y asiento de los primeros Pinzón de la Nueva Granada. Don
Antonio se enamoró de Dolores Villate, hermosa joven rubia, nieta de españoles y se
casaron con el beneplácito de los padres de la novia. Ellos fueron los padres del abuelo
Antonio.

Es de suponer que mi abuela Herminia Infante cayó deslumbrada alguna vez ante la
personalidad avasalladora de Antonio, cuando todavía no mostraba asomos del energúmeno
que vino luego. Fue una buena mujer, víctima de abandono por parte de su esposo,
situación adversa que supo superar con dignidad, en aquellos tiempos de notoria
supremacía machista, cuando las mujeres preferían aferrarse a una oprobiosa dependencia,
antes que quedarse “para vestir santos”.

En un intento por reivindicar mi apellido paterno de la maledicencia que aún quede, recurro
a una conocida versión según la cual, “Pinzón” fue realmente el mote con el que la
tripulación de las tres carabelas designó a los hermanos Yáñez, hábiles pilotos portugueses,
pero pendencieros irredentos que habitualmente se comportaban como unos pajaritos
callejeros muy agresivos, los pinzones, que abundaban en la península ibérica y ahora son
endémicos del planeta con parientes hasta en la isla de Pascua, donde lucen plumaje
colorido y muestran variadas preferencias alimentarias.

Según tal versión, al llegar y establecerse en América, los Yañez ya habían adoptado el
Pinzón como parte de su apellido. Fueron conocidos como Yañez-Pinzón y se convirtieron
en los primeros Pinzón de estas tierras, aunque lo único que nunca cambió de los antiguos
Yañez fue su carácter pendenciero, al parecer muy dominante como característica
heredable. Con el tiempo y según los diferentes pareceres, se fueron diferenciando los
Yáñez por un lado y los Pinzón por otro.

Pero hay mucho de Yañez en Pinzón y es por eso que obstinación va con mi apellido, algo
que sin querer me causa gozo, cuando veo que juega igual con caprichoso, aquel que no
oye consejos ni razones y aún abatido por adversos climas, a veces sin proponérselo hace
rimas.

Y coherente con eso de que la herencia tira, es propio decir que tenemos afinidad con la
impaciencia, con la ansiedad y con la ira, y con una gran desazón si a otro hay quedarle la
razón, porque crítico indomable y rezongón, es algo que define a los Pinzón.
De otra parte, el Espinel que marca la línea materna por cuenta del abuelo Vicente, llegó
con un apellido aún notable en Navarra, el cual puede tener vínculos lejanos con el
sacerdote, escritor y músico español del Siglo de Oro, Don Vicente Espinel, homónimo de
mi abuelo y autor del libro “Vida del escudero Marcos de Obregón”, amén de cientos de
poemas escritos con tal genialidad que a la postre le permitieron transformar la estructura
de la décima española, para consolidar una que en adelante y en su homenaje fue conocida
como espinela. Aquí un ejemplo de una de tales variantes, escrito en pintoresco español
antiguo:

No hay bien que del mal me guarde,


temeroso y encogido,
de sin razón ofendido
y de ofendido cobarde.
Y aunque mi queja, ya es tarde,
y razón me la defiende,
más en mi daño se enciende,
que voy contra quien me agravia,
como el perro que con rabia
a su mismo dueño ofende.
Nuestro Vicente creció y se hizo muchacho entre surcos de papa y yuntas de bueyes,
debiendo asumir desde muy niño responsabilidades que no correspondían con su edad.
Invitado inicialmente por su tío Clodomiro López, trabajó por la comida en labranzas de
páramo y cuando estuvo un poco más grande, lo hizo como jornalero de un señor Moreno,
perteneciente a una rica familia de Siachoque.

Con algún dinero prestado y otro propio, adquirió su primera yunta de bueyes y los
respectivos aperos, incluido el arado, con lo que logró que le rindieran sus labores en la
casa materna y también pudo alquilar la yunta a algún vecino que necesitara arar.

Conoció así la vida del trabajo esforzado, porque la necesidad acosaba con el día a día, a
pesar de lo cual fue adquiriendo progresivamente los conocimientos necesarios para
cultivar la tierra y sacarle ganancias a la cría de ganado bovino.

Siempre tuvo mucha visión para los negocios y pronto vio una oportunidad en el transporte
de mercancías hacia Bogotá y desde allí a Tunja y Toca. Fue así como con un capital que
logró conseguir, adquirió primero tres mulas, que acabó de criar y amansar en
“Tierragrata”, la primera de muchas propiedades rurales que adquirió en su larga vida como
ganadero y agricultor de papa, cebada y trigo, principalmente.

Aquellas tres mulas poco a poco rentaron lo suficiente para hacerse con una pequeña recua
de mulas y así empezó su vida como arriero, estimo que alrededor de 1905, dura actividad
que emprendió sin abandonar sus labores agrícolas.

En Moniquirá cargaba zurrones de miel, llenos a reventar y los llevaba hasta Bogotá, en
titánicas jornadas de cuatro y cinco días, teniendo que parar en posadas o sitios donde la
arriería de entonces disponía de mangas para pasar la noche los animales y amplios
zaguanes en los que los arrieros, rendidos de sueño y cansancio, dormían sobre enjalmas.
Muy de madrugada se preparaban para continuar el camino, luego de que arrieros y
animales hubieran desayunado.

Según contaba mi abuelo, en esas posadas tocaba dormir “con un solo ojo”, para poder
estar pendiente de los animales y la carga. Alguna vez se quedó dormido en una posada de
Villapinzón y al despertar de madrugada, salió hasta la cerca y no vio sus bestias y luego de
buscarlas por el potrero donde habían quedado, tampoco las encontró.

Apenas las encontraron llegando a Ventaquemada después de mediodía. Afortunadamente


no se salieron del camino. Les habían robado los lazos con los que las tenía aseguradas y
parece que una vez sueltas, escaparon del potrero. Perdió un día y eso era muy grave en la
arriería, porque tuvo que quedarse en la misma posada, duplicando así los gastos de la
jornada, además de tener que comprar lazos nuevos.
Una vez entregada la miel en las chicherías del centro de Bogotá, salían para Zipaquirá y
cargaban la recua con sal en grano, que era la forma como se comercializaba entonces este
mineral, antes de que por ley tuvieran que agregarle yodo, para combatir el coto, patología
que abundaba en nuestro país y era causada por deficiencia de este mineral. Comenzaba
entonces la vuelta para Boyacá, a donde llevaban la sal a diferentes distribuidores en Tunja,
Moniquirá y Toca.

Hizo muchas veces ese recorrido de ida y vuelta, pero sometió sus pulmones a demasiado
frío en esas noches, durmiendo casi a la intemperie, un riesgo excesivo que la vida le vino a
cobrar tiempo después, ya entrado en los setenta años.

Matilde Guerrero, nuestra abuela materna, fue descendiente de algún muisca de muy
español apellido, aunque moreno y de talla baja, que seguramente vivió y fue feliz a pesar
de las duras jornadas que debió cumplir a la intemperie, por remotos andurriales fríos de
Siachoque y Toca, en uno de los altos valles interandinos de Boyacá.

Su proverbial laboriosidad y la generosidad que prodigó como madre, abuela y


bisabuela, tuvieron que provenir necesariamente de esa prodigiosa mezcla, entre sus
ancestros muiscas, que durante siglos habitaron esas tierras y donde desarrollaron su
cultura alrededor de la agricultura, los tejidos, la orfebrería y la cocina, y almas bondadosas
de las muchas que también había entre los colonos españoles, encarnadas en gentes buenas
y alegres.

Con ese carácter bondadoso de la abuela Matilde y una serena discreción, pudo dirigir el
hogar en épocas duras y también, una vez establecidos en esa casa grande de la calle real,
donde adicionalmente veía por la buena marcha del negocio de panadería, que incluía la
compra y recepción de insumos para la panadería y la tienda, que traía el señor Salamanca
de Tunja, el transporte de la leña que traían del campo en varias bestias, la elaboración del
amasijo, su horneado y finalmente la venta del producto en la tienda que daba a la calle
real.

El abuelo no intervenía en el negocio de la panadería. Era como si mediante un tácito


acuerdo hubieran decidido que él se dedicaría a los negocios de agricultura y ganadería, lo
cual copaba todo su tiempo. Sin embargo, y cosa curiosa, los ingresos de ambos negocios
iban a dar al mismo arcón de madera que mantenían con candado al pie de su cama.

La autoridad de la abuela no era de aquellas que tenían que hacerse notar con altisonancia,
como tampoco lo era el tono de su voz, siempre suave y hasta cariñoso con todos, pero
usando las palabras precisas, de manera que no hubiera disculpa de sus trabajadoras por
causa de malos entendidos. Se hizo querer y respetar por todos quienes hombro a hombro
laboraron con ella y hasta le sobraba amor para interceder por algún trabajador ante Don
Vicente.

- A ver mis chinitas, moviendo sus manitas –solía decir cuando entraba al
salón del amasijo y no encontraba a Elodia, Pola y Venturita con las
manos en la masa.

De inmediato sus ayudantes retomaban el trabajo y al rato las latas estaban llenas de
mogollas, pan de cachito, colaciones y roscones, antes de ser llevadas al gran horno de
leña, al fondo del salón.

Con Espinel va muy bien ser generoso, muy amable anfitrión, bueno sin duda, siempre
presto a brindar algún consejo y también si se requiere de una ayuda. Los Espinel son
fuente de fino buen humor y cuando se requiere hacen lo necesario para mejorar las
relaciones, armonizando discretamente las diferencias sin señalar culpables, a punta de
inteligencia emocional, que no es otra cosa que poder leer aquello que sentimos como
emoción de momento, entenderla y hallar la razón y el oficio de tal emoción, para luego
gestionarla a favor de nuestro desarrollo como seres, pero en términos más sencillos
consiste en tener y aplicar el conocimiento y la habilidad para armonizar relaciones y
compartir dando, es decir y en últimas, amando.
El legado Espinel Guerrero nos llegó con una cocina sabrosa, buena mesa y gusto por el
pan recién horneado, que no es impropio, ni es pecado. Tenía una sabia frase que usaba
para rematar alguna conversación en la cual me aconsejaba acerca de diferentes tópicos,
pues siempre sus diálogos con nosotros, sus nietos, tenían una clara intención formadora,
sin que se notara o tuviera el tono molesto que a veces tienen esas orientaciones: “Que la
culpa no quede en ti”, sentencia que lleva implícita una bella invitación al perdón
incondicional consigo mismo y con los demás, para poder ir por la vida sin cargar con el
peso de culpas propias y ajenas.
El modo de ser de mi madre, en ese sentido, fue similar al de la abuela Matilde, y de la
misma manera el actuar de mi padre se parecía al del abuelo Vicente, en tanto que no
intervenía en las actividades que mi madre ideaba con el fin de aportar con el ingreso
económico, ya fuera prestando el servicio de hospedaje y alimentación a estudiantes
universitarios o elaborando costuras y tejidos por encargo.
De tan humano maridaje, afortunado por demás si lo vemos como un precioso insumo para
construir personalidad, pero también complejo territorio de posibilidades y contrastes,
procedemos quienes por algún pulsar sincrónico del universo, hacemos parte de una familia
que aprende todos los días para dejar huella, que como señal luminosa marque nuestro
fugaz paso, en forma de positivo testimonio para un mundo mejor, en función del servicio y
a pesar de nuestros defectos.
Predomina en ciertos procederes el carácter paterno y en otros se evidencia el materno, de
suerte que es imperativo el vivir consciente para evitar que esa bendecida aleación se
convierta en pugna interior, y para que la armonía resultante se manifieste en la forma
cotidiana de sentir, actuar, pensar y decir.
Volviendo atrás hasta el comienzo de los años cuarenta, se veía a un Próspero cansado de
su auto destierro a Puerto Carreño, el cual duró casi tres años. Por eso, aperado con un
pequeño capital, al cual sumó los ahorros que tenía guardados en casa de su tía María
Pinzón en Toca, decidió regresar para retomar su noviazgo con Anita, a quien encontró
aprendiendo modistería en la casa de Abigail Molano. Muy enamorado siguió visitándola
para formalizar su relación, hasta que un buen día le propuso matrimonio y ella aceptó,
previo permiso de sus padres, tal como se acostumbraba en ese tiempo.
Ella recuerda que Próspero volvió del Vichada muy pálido y delgado, posiblemente debido
a los paludismos a repetición que padeció y cuenta con pícara sonrisa que tenía la cabeza
más pequeña, tanto que el sombrero Stetson de fieltro que siempre usó, se le veía grande;
en cambio sus grandes ojos verdes tenían un brillo diferente y a fuerza de mirarla
lánguidamente, tal como acostumbraban los galanes del celuloide en las películas mudas de
entonces, logró enamorarla, aunque con el necesario refuerzo de palabras bonitas y tal cual
poema.
La otra novia y destinataria de muchas cartas desde Puerto Carreño, todas cumplidamente
respondidas, estaba recién casada e instalada en una casa grande a las afueras del pueblo.
Antes de que Próspero se casara, la buscó de manera persistente pero con mucha
discreción, con el fin de saber por qué de pronto había resuelto unirse en matrimonio, sin
haberle comentado nada en tantas perfumadas cartas que le envió a Puerto Carreño.
Y aunque al final nunca lo supo, fue la pasión que renacía en cada clandestino encuentro la
que hizo que pronto Ana Bertha quedara embarazada. Meses más tarde nació un vivaz
muchacho, que vino a ser el primogénito de aquel matrimonio, que creció y llegó a ser
compañero de juegos de mis dos hermanos mayores, de Ciro, el menor de mis tíos
maternos y de Carlos, primo hermano de mi madre.
Luego del matrimonio, celebrado meses más tarde en la Catedral de Tunja y oficiado por
Monseñor Cuervo, Próspero y Anita se radicaron en aquella ciudad fundada por españoles
en la ladera del Alto de San Lázaro, en las estribaciones altas de un valle frío, sobre la
cordillera oriental de Colombia.
Empezaron a vivir en pareja, dentro de ciertas limitaciones económicas, pues ninguno
provenía de familia pudiente, a pesar de que mi abuelo Vicente nunca desamparó a mi
madre, supongo que como gesto de gratitud por haber sacrificado, como hija mayor, la
posibilidad de estudiar una carrera profesional, por dedicarse a ayudar en la casa de una
familia numerosa, donde solamente los cuatro hijos menores pudieron ir a la universidad,
finalizar estudios y graduarse.
En 1944 se instalaron en una casa grande de dos plantas, con dos patios y un solar,
propiedad que compraron por mil doscientos pesos a Chava Díaz y Vidal Neira. Allí
vivimos los Pinzón-Espinel durante treinta años.
En esos tiempos no era raro encontrar una familia con ocho hijos y tampoco lo era que
todos vieran la luz primera en casa, en la cama matrimonial, recibidos con pericia y afecto
por la comadrona de siempre, la Mamá María a quien recuerdo enérgica, robusta y rosada,
siempre pulcra y dispuesta para estos menesteres.
El día de cada parto había un extraño revuelo por toda la casa y con alguna disculpa que
nos comunicaba mi madre o la misma María, terminábamos en la casa de la tía Lucrecia,
con almuerzo incluido. Al regreso, celebrábamos alegres porque la familia había crecido.
Mi madre fue la administradora, función harto complicada cuando había más de doce bocas
para alimentar, pero afortunadamente nunca faltó la muchacha “de adentro” y la señora
María Estepa, quien sirvió al frente de la cocina con buen criterio por más de veinte años,
hasta que aceptó de mala gana ir al ancianato, aunque nunca fue abandonada, ni olvidada,
pues todos seguimos pendientes de su salud y de vez en cuando la visitábamos; a veces
venía a casa, acompañada por Hortensia, una mujer robusta y tez rosa claro que se convirtió
en su ángel de la guarda al final de su vida.
El sueldo de mi padre no alcanzaba para los gastos de ocho hijos estudiando, de manera
que mi madre tuvo que buscar la manera de ayudar en la economía familiar. Como la casa
era grande y había dos cuartos en la primera planta, más un cuarto pequeño que venía a ser
como la trastienda del local que daba a la calle, se los arrendaba a estudiantes
universitarios, servicio que incluía la alimentación.
Mi madre tenía buenas amigas en entidades de beneficencia y ayuda, gracias a lo cual nos
surtían con alguna frecuencia de harina, aceite y leche en polvo, en cajas que venían
marcadas con la leyenda “Alianza para el progreso”. De otra parte, había unos pocos
ingresos derivados de la modistería y los sacos de lana que hacía en una máquina tejedora,
generalmente en horas de la madrugada.
Próspero solía escribir palabras en el aire y estoy seguro de que las veía con detalle, pues
en el lenguaje articulado que empleamos sus hijos, juega su basa en esta materia el linaje
paterno; en mi caso, cuando dudo sobre la correcta escritura de una palabra, debo verla
escrita y si acaso su ortografía es incorrecta, la veo contrahecha y deforme, como si le
faltara algo; pero si luego la escribo correctamente, aparece nítida y hermosa, como debe
ser.
Lo de mi padre con la ortografía era materia muy seria y en mi caso se propuso a que
mediante dictados que me hacía los domingos, antes de irme para cine, lograra conocer lo
mejor posible la correcta manera de escribir las palabras, cosa que fui aprendiendo a punta
de coscorrones que me daba, uno por cada error.
En ocasiones lo vi escribir una frase completa, supongo que “diseñada” para enfatizar
argumentalmente alguno de sus excelentes memoriales, siendo evidente que mantenía un
fluido y permanente diálogo interior en función de la escritura.
Pero también sabía de versos y en ocasiones yo lo miraba de reojo mientras trataba de
construir alguno, en un ejercicio mental mucho más exigente que la prosa jurisprudencial a
la que estaba habituado, puesto que hay que tener en cuenta el número de sílabas de cada
verso, los acentos, algo de ritmo y la rima correspondiente.
Lo hacía sobre el mantel mientras compartíamos el almuerzo y sin que él lo hubiera dicho
alguna vez, siempre supe que amaba las palabras; entornaba sus ojos de color verde - gris,
mientras con el dedo índice de su mano derecha le daba vuelo a cada palabra que dibujaba,
en un vano intento por hacer que volara hacia algún texto imaginado, ignorando que las
volutas y los crespones con que solía embellecer las palabras, pronto se desvanecerían y se
harían uno con el efímero entorno.
Fue un excelso calígrafo, arte que llegó a dominar a fuerza de practicar con tinta, mango,
pluma y papel secante, de aquel que venía montado sobre un chasis de piso curvo para
pasarlo con suavidad sobre el texto fresco y así evitar manchones.
Calculo que durante más de veinte años hizo escrituras y memoriales a mano, como
Notario que fue en su natal Toca. Su propia firma llevaba esa impronta caligráfica, con
absoluta simetría entre las dos letras P de nombre y apellido, elaboradas como óvalos que
remataban en sendos ganchillos, y luego dos óvalos externos que encerraban el cuerpo de la
rúbrica y remataban abajo en un sobrio lazo central.
Siempre atendió las solicitudes de gentes del campo que venían buscando su ayuda,
después de que por alguna equivocada gestión orientada por otros, generalmente abogados
titulados, se vieran envueltos en pleitos frente a la administración pública.
Luego de escuchar con atención como le contaban lo ocurrido y tras darles un severo
regaño por haber atendido las instrucciones equivocadas de quien quiera que los hubiera
metido en problemas, se sentaba al frente de su máquina de escribir y casi siempre sin
correcciones y de un tirón, elaboraba unos memoriales magistrales que a la postre lograban
hacerlos salir con bien.
Por eso el pago era anticipado y generalmente en especies. Llevaba luego hasta la cocina
sus honorarios en forma de gallinas vivas, huevos, frutas, verduras y quesos, aunque la
variedad era siempre una sorpresa para todos.
No fue un escritor en el estricto sentido de la palabra y creo que nunca se lo planteó como
propósito de vida. No obstante, sus numerosos memoriales y cartas fueron hechos con
pureza idiomática, claridad y contundencia argumental, que envidiaron muchos
magistrados cuando trabajó en Bogotá.
Tampoco fue un poeta de oficio, puesto que el volumen de su producción poética nunca se
conoció realmente, pero hasta en eso fue honesto y modesto. Se limitó a intentarlo y lo
poco que se conoce de su producción puede considerarse como una digna tentativa.
No se conformó con el simple rol de amanuense, pues hasta dentro del estrecho margen de
maniobra que permite una escritura pública, siempre tuvo la luz suficiente para la
creatividad. Fue gran admirador de la literatura y la buena poesía, las que prefirió disfrutar
como lector.
Nunca fue bueno hablando, como para asignarle dotes oratorias, pero a la hora de escribir a
mano e inclusive en una máquina Olivetti 82 que me legó, lo hacía con una facilidad
envidiable. Por eso pienso que eso de hacer versos me llegó por herencia y siempre
agradezco ese don que vino adherido en algún cromosoma, como ancestral bendición.
A veces mi padre cantaba en latín con su voz grave de barítono lírico, alguna que otra pieza
de música religiosa que seguramente aprendió en su juventud y Ricardo cuenta que una vez
lo oyó cantar “Torna a Sorrento” en italiano; celebraba la música de Leo Dan y Palito
Ortega, pero se preguntaba con algo de disgusto, quien le habría dicho al señor Manzanero
que era cantante.

No fue amigo del alcohol ni de las parrandas y apenas recuerdo escasas ocasiones en las
que lo vi tomando uno o dos tragos de whisky. Por eso no mostró agrado cuando mi madre
me regaló a escondidas mi primera guitarra, quizás temeroso de que con el tiempo llegara a
convertirme en serenatero, o en un borrachín, según sus palabras.
De joven fumó, pero más o menos a los cincuenta años dejó de hacerlo y nunca recayó en
el hábito; cuentan que cuando trabajó en Bogotá en el Poder Judicial, que así se llamaba esa
rama del poder público en una época de jueces probos e insobornables, lo primero que
asomaba de Próspero en una esquina eran la barriga y el cigarrillo, que le gustaba llevar en
la boca.
Usó sombrero de fieltro como muchos en su época y hasta sus últimos años se lo quitaba
como gesto de buenas maneras cuando saludaba a una dama. Siempre lo vi vestir traje de
paño de tres piezas, incluyendo el chaleco, prenda donde acostumbraba enredar sus
pulgares en un aprendido gesto de elegancia.
Rindo homenaje sincero y respetuoso a su memoria con uno de varios poemas inéditos de
su autoría, escrito durante su estadía en el Vichada, alrededor de 1939 y que Anita Espinel,
mi madre, a sus 96 años dictó de memoria a mi hermano Jorge. No se le conoce título y me
he permitido llamarlo:
‘’TORMENTA’’
Ha comenzado la estación lluviosa;
el padre sol despide sin ternura
sus ígneos rayos sobre la llanura
que espera refrescar su faz borrosa.
De repente aparece allá en el cielo
una columna de color rojizo,
que sobre opaco pedestal macizo
es ocultada por oscuro velo.
El can intransigente y valentón
que no se amolda con el pobre gato
proscribe de su jeta el alegato
y se asocia con Pancho en un rincón.
La noble anciana triste y solitaria
que vegeta en el caney cercano,
toma la biblia en su débil mano
para elevar a Dios una plegaria.
Salta la carne de su frágil seno
al oír el zigzag del primer rayo
y abrazando la cruz del tres de mayo,
confunde su plegaria con el trueno.

Siempre tuvo uno o dos gallos de pelea en el solar de la casa, muy bien acomodados, cada
uno en su guacal, para evitar que se pelearan entre sí. Mis hermanos mayores, a fuerza de
verlo entrenar gallos mediante la práctica del “careo”, aprendieron y le colaboraban en esa
tarea.

En varias ocasiones lo acompañé a la gallera, una veces a la del negro Pertuz, cerca del
retén sur y otras a la que funcionó arriba del parque Pinzón. En ésta última recuerdo cuando
Manuelito Sánchez, amigo de la familia, muy contento y hablador, le dio una noche de
borrachera por comprar gallos y luego de cerrar cada negocio y pagar, salía hasta su
campero que estaba al frente de la gallera, abría la puerta, echaba de cualquier forma al
gladiador trasnochado y luego cerraba.

Es de imaginar la orgía de sangre que ocurrió dentro de aquel vehículo, de lo cual sólo se
enteró al otro día en Toca, víctima de tremenda resaca, en un tiempo en el que se conducía
en perfecta ebriedad, mientras los ángeles de la guarda hacían derroche de habilidad al
volante.

Después me decía en su modo de hablar atropellado, que si hubiera comprado sólo dos
gallos, pero cada uno en su guacal especial, o al menos en una talega de la que usan para
pesarlos antes de pelear, hubiera hecho un gran negocio. Claro está que en la borrachera en
la que andaba aquella noche, dudo que haya sido consciente de haber comprado al menos
un gallo.

El cuidador de los gallos de mi padre era un tocano apodado “Culebrín”, quien


aprovechaba el brandy que le proporcionaba y en vez de usarlo en su totalidad para
masajear vigorosamente los perniles del gallo, algo se tomaba. También algo del dinero que
le daba para maíz y otros insumos, lo invertía para completar lo de su aguardiente. Pero lo
poco que les daba a los gallos, gracias a su excelente genética, los mantenía con arrestos
para la riña.

Mi padre sabía que en ese tiempo no muchas personas se comprometían a preparar gallos
ajenos, así que con resignación lo mantuvo en su oficio. Obviamente que en tales
condiciones y a medio entrenar, los gallos no rendían a la hora de pelear. Yo lo sabía y a
pesar de eso perdí varias veces que aposté a los gallos de mi padre, así que sin que él lo
supiera, empecé a apostar a los gallos rivales. Fue así como varias veces regresé a casa con
un gallo muerto bajo la ruana, para que lo beneficiaran en la cocina, pero con unos pesos
extras en el bolsillo y una sonrisa que tuve que disimular por estrategia.

Los gallos y los caballos fueron sus dos pasiones. Los fines de semana y sin falta “sellaba”
-así se decía- su formulario del 5 y 6, luego de hacer unos complejos aprontes que incluían
consultas en revistas especializadas como “La Fija” y “La Meta”, y revisar sus apuntes
sobre resultados históricos, que llevaba con orden y detalle, acerca de qué ejemplares eran
buenos y en qué distancias, con qué peso sobre sus lomos, qué jinetes y si se comportaban
mejor en pista seca o húmeda, de arena o de grama.

Nunca fue al hipódromo de Techo y lo más que ganó fue un acierto de 5, pero persistía con
entusiasmo tras la esquiva fortuna, mientras celebraba cada carrera que acertaba, pendiente
de la radio todos los domingos en la tarde.

Años antes, a mediados de los cuarenta, la familia empezó a crecer con el nacimiento del
primogénito, Jorge Antonio. Cuenta mi madre que por poco se convierte en millonario
desde pequeño, pues la señorita María Antonia Sánchez, la mujer más adinerada de Toca,
propietaria de haciendas y propiedades urbanas y sin herederos a la vista, pidió a mis
padres ser la madrina de bautizo, gesto excepcional de su parte.
Ella misma, acompañada por Refugio y Mercedes, dos mujercitas con evidente retraso
mental que siempre iban vestidas como niñas y la seguían a todas partes, llevó a casa un
finísimo ajuar, pero debió resignarse ante la voluntad de mi padre, que ya había decidido
hacer padrinos de su primogénito a Antonio, su hermano, quien junto con su esposa estaban
de visita en Toca por esos días.
El infante Jorge Antonio lució su magnífico ajuar en la pila bautismal, pero se perdió la
oportunidad de ser un rico heredero. Al cabo del tiempo, como si se tratara de una película
de intriga, fue su mayordomo quien se quedó con toda esa inmensa fortuna.
Jorge estuvo a punto de morir joven una tarde mientras jugábamos banquitas en la calle y
de pronto pasó por entre nosotros un hombre en veloz carrera hacia el norte; todos
quedamos quietos y mirando en silencio sin saber qué hacer, hasta cuando tres o cuatro
personas aparecieron en la esquina sur gritando:
- ¡Atájenlo!,
- ¡Cójanlo!,
- ¡Ladrón!
- ¡Vamos! -gritó alguien de nuestro grupo y salimos en su persecución a
toda carrera.
Cuando llegamos a la esquina ya éramos al menos diez gritando para que alguien lo
detuviera. De pronto el ladrón paró en seco y volviéndose hacia nosotros disparó en varias
ocasiones el arma que llevaba en su mano y que no habíamos visto. Jorge estaba parado en
toda la esquina y uno de los tiros dio en el muro, justo arriba de su cabeza, que de
inmediato quedó cubierta de pañete y revoque blanco.
Al rato y pasado el susto, le pedimos que se ubicara al pie del hueco que dejó el plomo en
el muro y comprobamos atónitos que si hubiera estado bien parado y no un tanto agachado
como estaba cuando aquel hombre hizo los disparos, el tiro le hubiera dado justo en la
frente. El ladrón huyó calle abajo y cumplió el objetivo de cubrir su huida.
El segundo hijo, Alejandro de Jesús, vino a la vida un 25 de diciembre y seguramente por
tal razón y por ser un bebé rosado y rollizo, fue muy pretendido para representar al niño
Jesús en pesebres y dramatizaciones en vivo. De joven intentó ser cura dominico y alcanzó
a estudiar interno parte de su bachillerato en un seminario cercano a Bogotá, pero la
hermosa hija del portero hizo que abandonara su vocación y optó desde entonces por
convertirse en físico culturista y avezado galán, mientras terminaba su bachillerato en
Tunja. Lo de galán le quedó para siempre.
Aún joven se destacó como hábil bolichero, tanto que estuvo a punto de ser campeón
departamental de bolos como coequipero del Mono Montaña, a no ser porque mi padre,
luego de una semana de advertirle que no se quedara celebrando cada noche con amigos y
licor, le hiciera pasar un mal trago.
Alejandro no atendió las advertencias y la noche en que se jugaba la final, se vestía en su
cuarto con el uniforme de su equipo, el Totogol, que iba invicto y sería el seguro campeón,
de no ocurrir nada imprevisto. Don Próspero ingresó al cuarto con una silla en la mano y
tras cerrar, recostó la silla asegurándola contra la puerta, se sentó y tranquilamente le
anunció:
- Usted no sale de aquí, joven.
Alejandro no podía creer lo que le estaba ocurriendo, pero finalmente mi padre se salió con
la suya, al impedir que saliera de la casa, a pesar de sus ruegos, de amenazar con tirarse por
la ventana y de los insistentes llamados que le hacían por una emisora local. El campeonato
lo perdió por doble w.
Alejandro se ha distinguido por ser a lo largo de su vida nuestro oficioso y persistente
canciller, manteniendo una larga relación con parientes que sólo él conoce. Por eso ha sido
valiosa fuente de información y una ayuda invaluable en la revisión que me llevó a este
retrato de familia.
Luego nació Próspero Germán, la versión rebelde e intelectual de aquel liberal radical que
fue mi padre de joven y del moderado gaitanista que fue en su madurez, pero ambos
contestatarios a su modo.
Una mañana soleada de mediados de julio de 1963, cuando las vacaciones de medio año
eran muy largas, se encontraron en el Barrio Santa Lucía de Tunja los hermanos Galindo:
Luis, Hernán y Cesar, Luis Miguel Coronado y Germán. No pasaban de 14 años en
promedio.
Acordaron ir a La Cascada, hermoso paraje al oriente de Tunja, frecuentado por los jóvenes
de entonces en procura de una caminata y un chapuzón, aventura que resultaba siempre
fascinante. Luego de una hora de andar estuvieron allá, pero en vez de bañarse, Luis
Galindo que era el mayor del grupo les propuso ir caminando hasta Toca, ya que él hacía
poco había estado allá – según dijo- y aprovechando que quedaba cerca.
Todos aceptaron e iniciaron enseguida la caminata a eso de las diez de la mañana. Con
entusiasmo juvenil avanzaron alegres y casi una hora más tarde avistaron un pueblo al que
Luis identificó como Toca.
- ¡Llegamos! -dijo.
Avanzaron con renovado entusiasmo, pero al llegar constataron que aquello era Chivatá.
Sin perder el ánimo y luego de que Luis afirmara que Toca estaba cerca, caminaron otra
hora y pasaron por el alto del Pino, muy cerca de “Armenia”, la finca del abuelo Vicente.
Ahí enseguida estaba el Rio Grande y sin pensarlo dos veces tomaron el aplazado baño en
un escaso y frio caudal que apenas les llegaba a las rodillas.
Con mucha hambre y ateridos por el helado baño reanudaron la caminata y cerca de las
cuatro de la tarde llegaron por fin a Toca. Un poco antes, Germán se había adelantado y
como era el único que contaba con algunas monedas, se dirigió a una tienda y compró
“bananos”, unos pequeños dulces de la época que venían en tarros de lata y que
efectivamente contenían esencia de banano.
Los estaba esperando en la puerta de la tienda y le entregó un “banano” a cada uno.
Obviamente que aquello –pensaron- era sólo el aperitivo de un incierto y ya tardío
almuerzo, pero no obstante cada uno lo degustó lentamente, como si se tratara de todo un
manjar, puesto que no habían consumido alimento alguno desde el desayuno.
Afortunadamente el hambre los llevó hasta la casa de Severo Espinel y Tulita Jiménez, tía
de Luis Miguel, quien les proporcionó agua de panela caliente con queso y mogollas. Ese
fue su almuerzo tan anhelado por el grupo de pequeños caminantes.
Más tarde, esperaron la salida de un camión cargado con papa, que los trajo de regreso a
Tunja, ya entrada la noche. Cuando alguna vez Luis me contó esta anécdota, destacó no
solo el espíritu aventurero de cinco niños, sino la generosidad de Germán al premiar la
triunfal llegada a Toca con un “bananito” para cada uno.
Inquieto desde muy joven por lo que ocurría en el mundo y atento a los desarrollos que iba
teniendo el movimiento de la izquierda en Colombia, a partir del triunfo de la revolución
cubana, fue testigo informado del nacimiento del grupo sacerdotal La Golconda y su
posterior apuesta política por la transformación nacional, desde donde se nutrió el naciente
ELN con sus principales cuadros, como el cura Domingo Laín, Manuel Pérez y José
Antonio Jiménez.
Cuando cursaba quinto de primaria, tuvo la iniciativa de leer primero con buen criterio el
periódico Voz Proletaria y luego la osadía de vender esta publicación que era y sigue
siendo el órgano de difusión oficial del Partido Comunista colombiano. No obstante,
Germán jamás se alineó con ningún grupo o partido político, limitándose a ejercer
dignamente su rol como líder universitario, estudioso, persistente y carismático. Por quien
sintió una admiración especial fue por el cura Camilo Torres, al punto que siempre se
declaró camilista convencido.
Generoso hasta los límites de lo extremo, Germán no tenía ninguna dificultad para regalar
sus propias prendas de vestir a algún compañero de la universidad en dificultades
económicas y tal cosa no se hubiera sabido de no ser porque mi madre siempre lo notaba.
Conocía por su nombre a los pordioseros de “la vuelta al perro”, sendero urbano del centro
histórico de Tunja y se detenía a conversar con ellos, aunque no tuviera dinero para darles.
Terminó cuarto de bachillerato y decidió alistarse en la Escuela Militar de Cadetes para
formarse como oficial del Ejército. En esa época se podía ingresar a la Escuela con cuarto
de bachillerato y allí era bautizado como “ovejo”, o siendo bachiller y entonces lo
denominaban “recabro”.
Luis, su amigo, trató de disuadirlo para que no fuera e insistió en que seguramente no iba a
aguantar, pero Germán lo hizo de todas maneras. Quería tener la experiencia militar.
Permaneció allí aproximadamente dos años, hasta que fue expulsado por causas que no
llegamos a conocer de manera precisa en casa, pero siempre supimos que tenía un conflicto
con la autoridad absurda del medio castrense, que se imponía mediante la injusticia, la
humillación y los malos tratos.
Más tarde, cuando su amigo Luis se graduó como bachiller hizo lo propio y entró en la
misma Escuela Militar, pero curiosamente permaneció sólo año y medio, al considerar que
su experiencia castrense ya era suficiente.
Las andanzas de Germán por la Tunja de entonces, tuvieron una particular relación con
cierta cafetería. En una ocasión invitó a dos amigas de la universidad a “La San Carlos”,
que para entonces era el sitio más solicitado del centro, pero al momento de pagar la cuenta
se dio cuenta que no tenía dinero.
De pronto se asomó a la puerta uno de los pordioseros amigos de Germán y él se levantó de
la mesa con alguna disculpa y salió a encontrar al hombre en la puerta; con discreción lo
llevó hacia la calle y allí le contó el aprieto en el que andaba. Momentos después regresó y
llamó a la mesera para pagar la cuenta.
- Es mejor tener amigos que plata, -pensaba, mientras salía de la cafetería,
feliz y abrazado de Corina y Ángela.
En una Semana Santa fuimos con Germán al teatro Cultural a ver la película El mártir del
calvario, una dramática versión de la pasión de Cristo. El teatro estaba lleno y a la salida,
una vez terminada la proyección, observamos cómo había gran cantidad de mujeres
llorando, afectadas emocionalmente por la muerte de Jesús en el filme.
Yo me distraje un momento saludando a un amigo que también salía del teatro, cuando
escuché la inconfundible voz de Germán, que se había subido en una especie de tarima y
decía en tono teatral:
- ¡No lloréis por mí buenas mujeres de Jerusalén! -exclamó seguido por una
perorata evidentemente improvisada, con ese verbo que había afinado en
su oficio de actor.
Lo sorprendente es que mientras yo trataba de desmarcarme de Germán y con disimulo
buscaba la salida por entre el tumulto, a él le hicieron corrillo y al final lo aplaudieron.
Por esa misma época, Germán vivió con sus compañeros de teatro una intensa bohemia y
eso, a sus diecisiete años, más o menos, fue reprochado por mi padre y con razón. Estaba
tomando licor casi todas las noches y ya varias veces le había advertido que de seguir así,
tendría su merecido castigo.
Tal como se había vuelto costumbre, la hora de la comida en familia, a eso de las siete de la
noche, era el espacio indicado para que mi padre dijera lo que tenía que corregir de tal o
cual de los hijos, según él mismo hubiera notado, o mi madre se lo hubiera dicho, pero
durante esa semana Germán estuvo ausente de todas las horas de comida, de suerte que
toda nuestra solidaridad estaba al lado de mi padre, que sólo esperaba el momento para
ajustar las cuentas con nuestro díscolo hermano.
El siguiente domingo Germán no se levantó a desayunar, pues había llegado a la
madrugada. Pasó la mañana en la cama. El almuerzo fue anunciado por mi madre desde la
cocina y fuimos llegando al comedor. El ambiente era tenso y mi padre, que ocupaba un
extremo de la mesa, se veía particularmente disgustado.
Germán pasó frente al comedor hacia el baño y poco después regresó, cuando ya habíamos
empezado a almorzar. Mientras se sentaba en su puesto y luego de saludar, nos miró a las
caras y de inmediato notó el disgusto general, sabiendo perfectamente la causa del mismo.
De pronto soltó la cuchara que ya había tomado del lado del plato de la sopa, colocándola
con cuidado en el sitio de donde la había retirado, se levantó y adquirió un tono serio y
hasta solemne.
- Veo que están disgustados y con razón por mi comportamiento de los
últimos días. Por eso he pensado seriamente en una solución justa y
práctica para todos.
La expresión de su rostro se iba tornando de seria a dramática y entonces remató:
- Creo que lo mejor es que se vayan.
Mi padre intentó decir algo, pero en cambio se levantó y buscó la salida del comedor.
Cuando salió, hubo un momento de silencio, mientras todos mirábamos a Germán que
esbozaba una leve sonrisa, la cual nos fue contagiando, hasta que todos nos convertimos en
cómplices de la escena de teatro que acababa de protagonizar nuestro querido
espantapájaros.
Una o dos semanas después y ya en tono serio le comunicó a mi padre que había hecho las
averiguaciones del caso y entonces decidió ingresar a la Escuela Militar de Cadetes en
Bogotá, a donde partió a iniciar esa fase de su vida que nos dejó enseñanzas a todos, pero
sobre todo a él que tuvo que padecerlas en carne viva.
Después de tres varones, nació Herminia Matilde, a quien le dieron la bienvenida a este
valle de lágrimas con el mágico legado de portar los nombres de las dos abuelas. Padeció el
bullying de siete hermanos cuando tan reprochable comportamiento aún no tenía nombre ni
siquiera en español y, -unos más que otros-lo ejercimos con algo de inocencia y con algo de
crueldad, tan propia de los niños.
Ella nunca fue la sumisa hermana y siempre contó con el respaldo de la autoridad paterna,
lo que le permitió salir bien librada e incluso le alcanzó para ejercer con mucha solvencia
su sarcasmo y agudo sentido del humor.
Cierta vez tuvimos un inconveniente Ricardo y yo para levantarnos a trotar, pues el
despertador se había dañado y recurrimos a nuestra hermana, para que nos despertara un
poco antes de las cinco de la mañana y así lo hizo. Siempre hemos tenido un cariño
inmenso por Matilde, quien renunció voluntariamente a su vida en Bogotá, para acompañar
la vejez de mi madre con dedicación y amor incondicionales, labor que aún desempeña. Por
eso reconozco con algo de sarcasmo, que resultó ser “hija única de familia numerosa”.

Llegamos trotando como de costumbre a la cancha de fútbol de la universidad y le dimos


varias vueltas a la pista atlética; de allí tomamos rumbo a la salida de la universidad, sobre
la vía a Paipa. Subimos a la glorieta y nos fuimos a buen tranco por la avenida, hasta la
salida a Bogotá, en un recorrido de aproximadamente ocho kilómetros. Todo estaba en
silencio, cuando a esa hora normalmente veíamos pasar buses urbanos tomando sus
habituales rutas, pero en fin, no estábamos cansados y decidimos seguir trotando
nuevamente por la avenida, para hacer tiempo mientras el día terminaba de aclarar.

Cuando llegamos a la casa, un poco más cansados que otras veces y extrañados porque aún
estaba oscuro, miramos el reloj del comedor. Eran las tres de la mañana. Nos miramos y sin
decir palabra entendimos que Matilde nos acababa de hacer una chanza de marca mayor.
No hubo más remedio que irnos de nuevo a la cama y esperar a que amaneciera por
segunda vez, evitando en lo posible encontrarnos con ella, pues con seguridad que no nos
iba a rebajar la burla.

En 1949 nací yo, el quinto y el único a quien resolvieron bautizar con nombre sencillo;
nuestro país vivía por entonces una violencia más de toda su historia de violencias, que
sólo cambian de muertos y que ignoran a pesar de todo los gobernantes de turno,
repitiéndolos mismos empolvados discursos de amor a la patria y saludos a la bandera.

Tendría diez o doce años cuando el maestro Cárdenas y su familia llegaron a la casa vecina
y con ellos la recién fundada Academia de Cerámica de Boyacá. Había pocos estudiantes y
yo entraba a veces a curiosear pero nunca tuve acceso a la arcilla, que traían de unos
yacimientos muy cercanos a Tunja. El maestro y sus alumnos aprovecharon el alto muro
del patio, que limitaba con nuestra casa y elaboraron una monumental alegoría al Zaque, la
máxima autoridad del pueblo chibcha.

Esa obra ya no existe, pero en mi memoria aún persisten las magníficas figuras a las que
consiguieron dar un acabado verde oxidado con brillos dorados. Me atraía la idea de la
escultura, pero desafortunadamente esa no fue la oportunidad propicia, debido a que el
horario del colegio no me lo permitía.

Cierto día, durante una de mis incursiones solitarias al solar de la casa, me llamó la
atención una piedra semienterrada y tras esforzadas tentativas logré sacarla del todo con
ayuda de un cabo de pala desechado que usé como palanca. Era una roca caliza de unos
veinte kilos y luego de observarla con atención, noté que su forma se parecía mucho a la
cabeza de un león y sólo tendría que quitar un poco de aquí y algo de allá, así que de
inmediato puse manos a la obra.

Dediqué varias tardes a la talla del pétreo felino, protegido del sol bajo las latas de una
enramada que habíamos armado para jugar a la escuela. Luego de dañar y luego enterrar
para que no lo notaran, unos destornilladores que usé como cincel, mi obra quedó digna de
exponer al público.

A nadie le conté, por supuesto, que cuando desenterré la piedra ese león ya casi rugía y
quienes vieron mi obra se sorprendieron con el resultado. Allá en el solar quedó mi primera
y única escultura, que poco a poco debió ser cubierta por la maleza de los sesenta años que
lleva ignorada por los curadores de arte y el público amante del arte; es posible que en dos
o tres siglos algún arqueólogo-robot la encuentre y concluya que en el paleolítico hubo
leones en el altiplano boyacense.

De niño me gustaba contar historias. Recuerdo que el desayuno era mi espacio preferido
para compartir aquello que recién había soñado; juro que soñaba historias aunque siempre
resultaba sometido a las burlas de mis hermanos mayores, que no obstante esperaban hasta
el final. En más de una ocasión la historia quedó inconclusa, cosa que no fue problema
para mí, pues les decía que mi sueño había llegado hasta ese punto, cuando apareció un
visible anuncio de “continuará”, y era cuestión de quedar dormido esa noche para
completar la historia.
José Ricardo arribó a la familia un año después y quizás por esa razón compartimos
aventuras y fuimos compañeros de juegos, sustos y pilatunas. Doña Trina, a quien
llamábamos “La vecina Churca”, debido al denso ensortijado de su cabello entrecano, tuvo
durante varios años una pintoresca tienda en uno de los locales de la casa de Doña Blanca
de Páez, nuestra vecina.
En realidad nunca comprábamos nada allí porque olía a estiércol de gato y la tendera era
sucia de verdad; preferíamos ir donde “El vecino Barrigón” una casa más allá, donde
comprábamos unos dulces de azúcar con figura humana que llamaban “borrachos”, rellenos
de licor almibarado y también los deliciosos “liberales”, bizcochos rojos tipo brazo de
reina, que han permanecido entre mis antojos favoritos hasta nuestros días.
Algunos de nuestros amigos del barrio, que generalmente y sin que lo planeáramos,
resultaban ser por lo regular los más gamines, nos contaron que una semana antes habían
ido a “pescar gallinas” a Tras del Alto, la vereda que queda detrás del alto de San Lázaro.
- ¿Cómo así? –le pregunté a Cherele.
- Es con nylon de pescar y un grano de maíz.
- Jajaja -reímos con Ricardo.
- ¡Claro! Si uno asegura el grano a la punta del nylon y la gallina se lo
come, ya no puede devolverlo y ahí es cuando uno jala y se “pesca” la
gallina.
Sin pensar siquiera en que íbamos a cometer un pecado, además del delito de robo,
castigado por Dios y por los hombres, empezamos a averiguar por el tal hilo y a conseguir
el maíz. El sábado teníamos todo listo y arrancamos en plan de “pesca” en dirección de la
salida a Leiva.
Después de comprobar que ese día se habían escondido todas las gallinas, en evidente y
clara conspiración jurídico-moral, para evitarnos la cárcel y las llamas eternas del infierno,
decidimos regresar decepcionados. A poco de caminar vimos dos palomos a la orilla de la
carretera y cuando notamos que no se asustaron con nuestra cercanía, decidimos ir
cautelosamente hacia ellos.
Con mucha maña los rodeamos y en menos de lo que canta un gallo, llevábamos bajo los
sacos de lana dos gordos palomos, sin saber qué hacer con ellos. Al pasar frente a la tienda
de La Churca, Ricardo se adelantó y le mostró el palomo.
- ¿Ese zuro es para la venta, niño?
- Si señora, -respondió Ricardo, luego de mirarme con complicidad mal
disimulada.
- ¿Y tiene más?
- Claro que sí -le respondí, sacando mi palomo y mostrándolo, pero ya
dentro de la tienda.
- Están bonitos. Yo los necesito para un remedio; si les sirve esta plata,
tomen y pongo a calentar agua para pelarlos de una vez.
- Bueno Doña Trina, pero no vaya a decir que nosotros se los vendimos -le
dijo Ricardo, mientras recibía un par de billetes doblados.

Mientras le entregábamos los palomos noté que ambos tenían sendos anillos de cobre en
una de sus patas. Ella se dirigió a la cocineta de gasolina que tenía ahí mismo, detrás del
mostrador, luego arrimó una olla con agua y la puso a calentar.
No recuerdo cuánto nos pagó, pero el caso es que segundos después entramos a la casa con
plata y sin culpa alguna porque según convinimos, esos palomos no los robamos de
ninguna propiedad, sino que los encontramos en la vía pública, lo cual era cierto.
Al rato escuchamos unos gritos en la calle; eran dos señoras preguntando si alguien sabía
de dos finas palomas mensajeras que se habían robado en Tras del Alto.
Días después se supo, porque todo se sabía en aquel vecindario, que Doña Trina se había
curado de la anemia que venía padeciendo, gracias a unos glóbulos de ferrum metallicum
que le había recetado el Dr. Piñeros. Todo lo hizo aquella buena mujer para mantener a
salvo nuestro secreto.
Mario Vicente nació enseguida y muy pronto debió enfrentar una poliomielitis, siendo
necesaria su hospitalización por un largo período en el Instituto Roosevelt de Bogotá, a
donde mi madre viajaba con frecuencia. No debió ser fácil su estancia y el hecho de que a
tan corta edad debiera soportar varias cirugías, pero fueron experiencias que lograron
fortalecer su sentido de responsabilidad con sus cosas, en un acelerado proceso de
maduración.
Salió de tal experiencia lejos de casa, pero durante varios años tuvo que usar un aparato
ortopédico, que a manera de exoesqueleto soportó su pierna y le permitió caminar y seguir
con su vida ya al lado de su familia. Recuerdo que era muy susceptible y varias veces mi
madre nos reprochó al notar que le contradecíamos por cualquier nimiedad.
- No le lleven la contraria al niño -nos decía.
Supongo que en su mente elaboró de manera muy suya e inocente la orden que mi madre
nos dio, pero con esa lógica infantil que siempre resulta invencible, de manera que cuando
lo contrariábamos de alguna manera, él nos reclamaba airado y a media lengua:
- ¡No me lleven mi contaia, que mi contaia es mía!
Durante una tarde deportiva en el parque Santander y mientras cursaba cuarto año de
primaria, un compañero en son de broma pesada le hizo zancadilla y cayó aparatosamente.
Se incorporó lentamente, sin llorar y soportando el dolor del golpe, sólo para observar con
impotencia como aquel pequeño malandro se burlaba de él. Al rato los hicieron formar y
así en fila regresaron al colegio, que quedaba cerca.
Estaba sentado en su pupitre cuando Tovar, el mismo compañero que lo derribó, se le
acercó con intención de molestarlo. Cuando estuvo a una distancia suficiente, Mario le
soltó un tremendo derechazo, tan fuerte que lo derribó entre las dos filas de pupitres. El
profesor, que había observado los dos incidentes, el del parque y el puñetazo de Mario, los
llamó adelante, al pie del escritorio, mientras todo el curso guardó silencio con
expectación.
- Joven Tovar -llamó al primero, haciendo la indicación de que se acercara-.
Vi lo que usted le hizo a Pinzón allí en el parque y eso no se hace, ya que
su compañero tiene dificultad para mantenerse en pie. Eso merece un
castigo y espero que el curso lo entienda.
A continuación lo tomó por un brazo, lo acercó y le asestó un fuerte coscorrón que hizo que
el muchacho se tomara la cabeza a dos manos y se fuera a su puesto llorando del dolor.
- ¡A ver Pinzón! - dirigiéndose a Mario-, usted no debió reaccionar
violentamente. Con haberme dicho hubiera sido suficiente, a pesar de
que yo me di cuenta.
Lo tomó por el brazo como lo había hecho con Tovar y cuando Mario cerró los ojos para
asimilar su castigo, el profesor sólo le tocó la cabeza.
Días después era entrega de notas y Tovar iba perdiendo el año. No vino su madre sino su
abuela, que era lideresa política de un sector popular al sur de la ciudad. Cuando supo que
iba mal sobre todo en aritmética, llamó al profesor director de grupo a un lado y
conversaron durante un rato. Enseguida la abuela se dirigió al puesto de Mario y le pidió el
favor de que le ayudara con Carlos, yendo a su casa para reforzar la aritmética.
Indudablemente, ella le había preguntado al profesor por algún estudiante que pudiera
ayudar a Carlos.
Mario le comentó a mi madre, que había ido para recibir las notas y se encontraba en la
parte de atrás del salón. Ella le dijo que no había inconveniente y entonces se pusieron de
acuerdo para la hora en que tal refuerzo se daría.
Durante muchas tardes Mario trató infructuosamente de que Carlos entendiera, pero
definitivamente el muchacho fue incapaz de lograr la abstracción que requieren las
matemáticas, así fuera en el nivel básico de la aritmética. Mario nos contaba que de todas
maneras las onces que daban donde doña Máxima, la abuela, eran lo máximo.
Años después y ya graduado como arquitecto y planificador urbano, Mario estaba cierto día
en su oficina, revisando unos planos, cuando sintió la presencia de alguien frente a su
escritorio.
- Qué pena Arquitecto, traté de anunciarme, pero no había nadie en la
recepción y la puerta estaba abierta –dijo un oficial del ejército, de
impecable uniforme, al tiempo que extendía su brazo derecho, en
ademán de saludar.
- Mucho gusto, Mario Pinzón -dijo mi hermano, que no dejaba de mirar al
extraño visitante.
- Yo lo conozco Mario. Fuimos compañeros en primaria y apenas me
contaron que usted era el Director de Planeación, vine a saludarlo. Soy
Carlos Tovar.
- Y ¿por qué anda disfrazado así? -dijo Mario, al tiempo que explotaba en
tremenda carcajada.
- Jajajaja, usted no cambia -dijo Carlos -. Pues recuerde como era yo de
cerrado para el estudio. Después de terminar con mucho trabajo el
bachillerato, me puse a pensar que iba a hacer del futuro, si yo para lo
único que servía era para “hacer caso”. Entonces no me quedó de otra:
¡la milicia hermano!
Luis Guillermo fue el menor y en casa solíamos decir que “Memo cogió cansado a Don
Próspero”, quien luego de haber sido estricto con los primeros siete, fue laxo en su
formación, lo cual no significa que el muchacho haya crecido sin padre. En realidad, el
diálogo formador entre padre e hijos fue muy escaso, situación entendible si nos
remontamos a sus años de niño, cuando tuvo que soportar maltrato, bajo la férrea disciplina
de un padre que no supo de cariño ni de diálogo con sus hijos, antes de que los abandonara.
No obstante, tal carencia fue ampliamente suplida por nuestro padre mediante su ejemplo
de honestidad y corrección en sus relaciones con los demás. El aprendió por contraste y
nosotros viendo su ejemplo. Debe haber hijos afortunados de dedicados padres formadores,
pero ese no fue nuestro caso. Nuestro padre fue simplemente ejemplar.
Memo siempre ha manifestado libremente y sin filtro lo que trajo como legado parental en
materia de actitudes y comportamientos ante el mundo, la vida y las relaciones con los
demás, haciéndose refractario a toda forma de indicación o sugerencia que alguien le haga.
El resultado, desde ese punto de vista, es que de los ocho hijos es el más auténtico y parece
que no ha comprendido -a mi modo de ver-, que no vino a este mundo a aprender, sino a
enseñar.
Debía tener cuatro años un día que mi madre trajo mamoncillos en el mercado y por
experiencia siempre he creído que es criminal darle una de tales frutas a un niño, por
tratarse de una semilla bastante grande, rodeada de un mucílago que la hace demasiado
resbalosa y que puede irse y obstruir las vías respiratorias o las digestivas altas. El caso es
que se tragó una de esas pepas y luego de la angustia que debió pasar con el solo hecho de
sentir que pasaba con dificultad a través del esófago, debió sufrir la burla de sus hermanos.
En general, todos los niños hemos sido bastante crueles y no consideramos el sufrimiento
de otros. A alguno de los mayores, para complicar aún más la situación de por sí estresante,
se le ocurrió decirle que cuando alguien se tragaba una pepa de esas, le salía una mata de
mamoncillo en la barriga.
Luego de una hora, Matilde cayó en cuenta de la ausencia de Luis Guillermo y tras
buscarlo infructuosamente por toda la casa, se lo contó a mi madre y al momento todos
andábamos en su busca. Nada. A Matilde se le ocurrió salir a buscar a la calle y a las casas
vecinas. Todos fuimos. Nada.
Decidieron ir a la emisora local mi madre y Matilde. Era viernes y andaban con rumores de
robo de niños, así que procedieron a arreglarse para ir a la emisora. Matilde buscaba sus
zapatos y al agacharse para mirar bajo su cama, ahí estaba dormido profundamente.
Matilde lo despertó; le dijo que todos estábamos preocupados buscándolo. Que saliera ya
para ver si la pepa le había causado algún problema.
- Yo no salgo de aquí -dijo.
- ¿Cómo así? Salga ya mismo de ahí y si no llamo a mi mamá, -le dijo
Matilde.
- No señora, porque yo voy a vivir aquí debajo de la cama.
- Jajaja, que son esas ideas.
- Claro, porque cuando empiecen a crecer las ramas de la mata, las tablas de
la cama las van a trancar.

La inocencia fantástica del niño tiende a desaparecer paulatinamente, hasta que para el
adulto solo es un borroso recuerdo en sepia.
La convivencia, tratándose de una familia numerosa como la nuestra, cada uno con
carácter, temperamento y personalidad diferente, no está exenta de roces de variada
intensidad, que a veces se llegan a exaltar hasta la ira, momento en el cual las cosas pueden
salirse de control. Unos más que otros, respondemos a lo que en determinado momento
consideremos agresión, de manera rápida, irreflexiva y a veces agresiva, haciendo honor al
legado Yáñez - Pinzón.
Es nuestro ego en forma del niño malcriado que se quedó a vivir con cada uno de nosotros,
que no acepta que el otro exponga libremente un punto de vista diferente y lo percibe como
una afrenta. No admite que alguien opine diferente. Tengo la certeza de que todos hemos
estado trabajando para acallar el ego y a fe que lo hemos conseguido en gran medida.
El concepto de “drama de control” aparece en el libro La novena revelación, de James
Redfield y considero que es de gran ayuda para entender las complejas relaciones que se
dan al interior de la familia. El drama es aquella manera particular que tiene cada persona
para controlar a los demás y para obtener energía de alguien, atrayendo primero su atención
para luego tomar parte de su energía vital.
Es un mecanismo inconsciente de control que descubrimos de niños, cuando luego de
representar determinada escena, generalmente llamada pataleta, vemos que nos da
resultado, en términos de conseguir lo que queremos. De ahí en adelante vamos
perfeccionando la escena, cada vez que requerimos atención y además descubrimos que al
completar nuestro pequeño drama, sentimos como recompensa el bienestar derivado de la
energía que –sin saberlo- le “robamos” al otro.
Lo hacemos cada vez que requerimos tener la razón, conseguir aprobación o simplemente
lograr algo que deseamos. En el curso de la vida familiar se da un verdadero festival de
teatro emocional, con un intercambio intenso de energía, puesto que cada uno de sus
miembros anda perfeccionando su propio y personal drama, incluyendo a los padres.
Se han identificado cuatro modalidades de “drama de control”, aun cuando puede haber
más y una misma persona puede combinar dos o más modalidades. Se ha designado como
EL INTIMIDADOR, a aquel que actúa de modo agresivo, amenazando física, verbal o
psicológicamente al otro, para obtener su atención y poder robar su energía. Es un proceso
inconsciente, de manera que como todo lo que nace del subconsciente puede ser a veces
abrumador, pero no implica maldad y por tanto nada de culpa.
EL INTERROGADOR, que es la segunda modalidad, monta su escena preguntándole al
otro de manera insistente acerca de algo o de alguien, o porqué hizo o dejó de hacer, hasta
lograr que caiga en mentira, imprecisión o equivocación, momento que aprovecha para
meterse por ese boquete de debilidad y hacer que el otro se sienta débil o culpable y ahí es
cuando roba su energía.
EL DISTANTE o AUSENTE es una modalidad pasiva, en la que quien dramatiza busca
captar la atención del otro, mostrándose distante e indiferente, para el “olvidado”, por
intriga o simple curiosidad, se involucre en el drama; la puesta en escena es como una
trampa que coloca para que el otro caiga y generalmente lo logra.
EL POBRE DE MÍ o VÍCTIMA es el más pasivo, pero quizás el más frecuente de los
dramas y sucede cuando quien dramatiza le cuenta al otro todas las cosas terribles que le
están ocurriendo, sugiriendo que si el otro no le ayuda, las cosas empeorarán
irremediablemente, hasta un punto en el cual el otro se siente culpable, momento en el cual
roba su energía.
Una vez que uno es consciente, identifica y comprende su drama o dramas de control,
entendiendo además donde se originó cuando era niño, queda libre y puede ser más que esa
actuación inconsciente que ha representado desde la infancia, dejando de culpar a los
demás por sus problemas y encontrando un sentido más elevado para su vida y entendiendo
o al menos teniendo más claro quién es en realidad.
Recurrí a Elkin, tal como lo he hecho tantas veces, pero ahora con mayor razón, tratándose
de mi familia, pues la percepción que yo tenga como parte interesada pudiera dar al traste
con el ejercicio por causa de algún juicio parcial. En cambio, el juicio que Elkin haga al
respecto será imparcial.
Luego de tomar anotaciones detalladas y de un juicioso análisis, Elkin llegó a las siguientes
conclusiones, las cuales leyó en voz alta:
- Don Próspero tuvo como sus principales características las de ser honrado,
formal, responsable, poco afectuoso, poco ambicioso, intelectual,
introvertido, serio y susceptible; en materia de dramas de control pudiera
estar en la categoría de “intimidador”, al momento de impartir disciplina,
puesto que la interacción con sus hijos se limitaba a un diálogo
ocasional, no necesariamente con intención formadora; sobre lo que
ocurría en las vidas de los hijos, siempre supo mucho más Doña Anita,
que a su vez –si lo consideraba necesario o importante- se lo contaba a su
esposo.
- Ella ha sido solidaria, generosa, piadosa, trabajadora, recursiva, voluble,
simpática, afectuosa, sociable, con sentido del humor y es posible que
algunas veces actuara como “víctima” frente al esposo, pero no hay
suficiente evidencia.
- De lo anterior se concluye que ninguno de los dos tuvo que recurrir a los
dramas de control, o lo hicieron muy eventualmente, al suponer que
bastaría con la buena voluntad de alguno de los hijos para modificar
algún comportamiento reprochable.
- Cada hijo tomó algunas características del padre y otras de la madre, como
insumos para construir personalidad. Hay dos características presentes en
todos, pero una de ellas –la susceptibilidad frente al juicio y la crítica- se
hace evidente en todos. Otra característica materna, la volubilidad, sólo
en algunos casos.
- Ricardo y Matilde tienen cada uno el 50% de características paternas y el
50% maternas, hecho que puede tener dos lecturas: la primera ,equilibrio
y armonía como una buena mixtura de lo mejor de sus padres; la
segunda, como una mezcla generadora potencial de conflicto interior, si
se considera que conviven características no deseables de los dos.
- El hijo mayor y el menor tienen características similares, mucho más
afines con lo materno, mientras que Mario y Eduardo reflejan más el
lado paterno. Alejandro y Germán tienen preponderancia de las
características maternas.
- Todos trabajan de manera constante y en alguna medida consciente,
tratando de evitar que el mal carácter llegue a entronizarse en su
personalidad, dados antecedentes conocidos en la línea paterna.
- En materia de dramas de control, los hermanos en los que predominan
características maternas, han utilizado, inconscientemente, ya se dijo, los
dramas de la víctima y el de interrogador, en combinación con el
distante.
- Germán demostró tener más inteligencia emocional que todos sus
hermanos y fue necesario salir de su entorno familiar para aprender a
darle manejo a sus relaciones con bandos en conflicto. En tal sentido,
utilizó como elemento conciliador algo de la volubilidad materna, que
supo utilizar a su favor en el curso de las diferentes negociaciones, pero
sin llegar a renunciar a sus principios y objetivos. Su inteligencia estaba
justamente en saber adaptarse para negociar sobre la marcha.
Yo escuché atento todo el análisis y hubo un silencio prolongado cuando terminó su
lectura. Entonces decidí hablar.
- Eso no fue exactamente lo que encontré -le dije, algo molesto, mientras le
mostraba mis observaciones, que de manera prolija había consignado en
varias páginas, con lujo de detalles.
- Perdóname, pero preferí hacer un resumen, una especie de fotografía -me
respondió Elkin.
- Fotografía que te quedó mal encuadrada y sin la suficiente nitidez -anoté
con desencanto–. Sólo muestras la luz resplandeciente de la bondad.
Parece una fotografía con exceso de exposición.
- No fue por eso -replicó–. Justamente, no quise exponer demasiado la
fotografía y por eso no ves sombras, pero espero que comprendas que se
trata del retrato de tu familia.
Elkin se refería obviamente a las llamadas sombras o aspectos desfavorables de cada
arquetipo, que en este caso es cada conjunto de características, tanto maternas como
paternas, teniendo en cuenta que un arquetipo como El Bienhechor, que en esencia da todo
de sí, proyecta la sombra de un “mártir sufriente, padre o madre excesivamente
controlador, comportamientos culposos y conductas permisivas que ayudan a mantener y
encubrir adicciones ajenas, para poder sufrir por los demás.” Cada ser, en su complejidad,
es un universo y cada fotografía muestra sólo un instante de la realidad, aunque es
innegable que nos da buenas pistas.

No se trata de profundizar en un análisis de tipo psicológico, puesto que sería irresponsable


de mi parte por no tener el conocimiento para hacerlo. No obstante, quise continuar con el
somero análisis, pero ya dejé en paz a mi familia y deseché los apuntes de mi presunto
estudio.

Mi ego, ya inmaduro por esencia, suele salir armado en defensa de algún territorio que
siente amenazado. No acepta que me equivoque y toma la indicación o sugerencia que otro
me haga, así sea de manera amable y bien intencionada, como una intromisión inaceptable.
Es decir, de común acuerdo mi ego y yo terminamos actuando como cualquier tirano, de
esos que tanto me molestan y que suelo someter a mi crítica feroz.

El problema que subyace al lado de tal comportamiento, es que quien lo presenta acaba
lastimando a la gente que más quiere, por pura contigüidad, pues en el curso de la
convivencia, quiérase o no, es necesario con frecuencia hacer señalamientos, con la sana
intención de que las cosas mejoren para bien, o al menos eso cree.

Como es imposible vivir sin el ego y me gasto la vida tratando de que no interfiera,
generalmente al rato caigo en la cuenta de mi reacción desbordada. Hace años no hacía
nada para reparar el daño, pero últimamente –ya era hora- soy capaz de buscar un diálogo,
pedir perdón, ofrecer disculpas o todas las anteriores, según el caso.

- ¡Ya basta, no más! -gritó Elkin desde el otro lado del estudio, desde donde
había estado escuchando mientras yo leía en voz alta esta parte final.

- Qué es todo eso, por favor. Si quiere le traigo el látigo para que se flagele
a sus anchas –remató.

- Elkin, amigo, permíteme concluir esta humilde catarsis en paz -respondí.


10. ALAS DE AMOR

En medio del odio me pareció que había dentro de mí un amor


invencible. En medio de las lágrimas me pareció que había dentro
de mí una sonrisa invencible. En medio del caos, me pareció que
había dentro de mí una calma invencible. Me di cuenta, a pesar de
todo, que en medio del invierno había en mi un verano invencible. Y
eso me hace feliz. Porque no importa lo duro que el mundo empuje
en mi contra, dentro de mí hay algo mejor empujando de vuelta.
Albert Camus
Este texto de Camus escrito en 1953, describe de manera perfecta el espíritu y el talante
que le permitieron a Germán seguir adelante con su lucha solitaria por la causa de los
derechos humanos, a pesar de la adversidad, del tiempo transcurrido y de los daños. Llegó
un momento, a mediados de 1968, cuando la represión oficial arreció principalmente sobre
los líderes sociales, obreros y estudiantiles, de manera que fue preciso que Germán pasara a
la semiclandestinidad. Pasaba las noches en diferentes domicilios para no ser ubicado,
mientras que telefónicamente coordinaba la logística requerida para asistir a foros y
reuniones, siempre en sitios públicos.

En Mayo de 1968 el mundo fue testigo de un movimiento estudiantil de tipo anarquista en


toda Europa, pero con características de mayor espectacularidad en París. Poco a poco el
mundo se enteró de “Daniel el Rojo” (Daniel Cohn-Bendit), un francés - alemán que logró
poner en jaque al gobierno francés de entonces.

La anarquía surge y reaparece como respuesta desesperada y muchas veces individual a


regímenes despóticos que se tornan sordos ante al reclamo social. El aspecto de la anarquía
que le complica la vida a los déspotas, es la de ser muy contagiosa, por lo cual escala muy
rápido a fenómeno de masas, resultando en una peligrosa y explosiva válvula de escape que
puede ir a una violencia mayor, que siempre se sabe cuándo y cómo empieza, pero nadie
puede prever cómo termina.

La historia ha registrado a Daniel Cohn-Bendit como anarquista y por eso siempre será
recordado. Pero no ha recibido el mismo reconocimiento, la misma prensa, ni el mismo
espacio en la memoria de la opinión pública, aquel ciudadano que evolucionó a partir de su
posición anarquista y llegó a ser líder de la defensa medioambiental en el parlamento
europeo. Quizás la inmediatez le dio énfasis al primero, pero no hubo un suficiente
seguimiento por parte de los medios, al segundo.

El mes de Mayo de 1968 pasó a la historia por una gigantesca agitación social sin
precedentes que empezó en Francia, pero se regó como un gran incendio por el mundo. Un
mayo inolvidable sin duda para el sector estudiantil, que se movilizó y tomó las calles para
cuestionar todo el sistema imperante: los modos de producción, la familia, los hábitos
sexuales, la universidad y la sociedad de entonces como estructura.

Fueron miles y miles de estudiantes, que de una u otra manera vivían ese mundo oprobioso
de la guerra de Vietnam, que compartían, aunque no entendieran bien los sueños
revolucionarios de Mao y el Che, que se afiliaban sin pensarlo dos veces a la nueva
izquierda y bebían en las fuentes de la filosofía de Marcusse, de la novedosa y radical
liberación femenina, de la minifalda y la píldora anticonceptiva.

Soñadores imberbes pero resueltos que se enfrentaron a la policía protegidos por barricadas
y enarbolaron como consigna todo lo que salió de la entraña de una vieja impotencia tantas
veces sufrida: “Seamos realistas, pidamos lo imposible”.

Mientras que el mundo miraba perplejo hacia el París de Mayo del 68, en Colombia -y bajo
la consigna de “la tierra para quien la trabaja”-, hubo movilizaciones campesinas lideradas
por la ANUC (Asociación Nacional de Usuarios Campesinos), contra el esquema agrario
semifeudal que históricamente le ha impedido al campesino que la trabaja, su acceso a la
propiedad de la tierra, situación que persiste y ahora es peor, como resultado de una larga
cadena ininterrumpida de gobiernos de derecha y ultraderecha, afines y proclives al
despojo, mediante el uso de múltiples violencias.

Los indígenas organizados en el CRIC (Consejo Regional Indígena del Cauca) y guiados
por los ideales de su líder Quintín Lame, fallecido en 1967, defendían sus derechos y eran
apoyados por estudiantes de las universidades públicas, mediante amplias movilizaciones.

Y mientras tanto, a este lado del Atlántico, Germán amó profundamente a Marlén Forero,
su primer amor y su cómplice en aquella bohemia de literatura y revolución, que empezó
alrededor de 1966 y aún no termina, habiéndose centrado inicialmente en los entornos
universitarios y recientemente en las redes sociales, que son el nuevo y magno foro
mundial.

Por esos días, el joven líder universitario fue elegido Presidente del Consejo Estudiantil de
su universidad y ella estuvo a su lado en cada asamblea, en todas las presentaciones del
grupo de teatro, en las lecturas de poemas y en cada mitin o tropel que se presentó. Ella
paseaba orgullosa de su mano por todos los lugares de Tunja, ciudad que fue testigo de su
apasionado amor.

Los Espantapájaros, ese entrañable grupo de locos por el arte teatral, conocían de una
modalidad de teatro que apareció en Uruguay y consistía en algo que el grupo insurgente de
Los Tupamaros denominó como “Teatro invisible”, es decir, se montaba una escena sin que
nadie, excepto los actores, supiera de su existencia.

Germán y su grupo pusieron en práctica esta modalidad en sitios públicos del centro de la
ciudad, pero sobretodo en el transporte público. El pretexto para empezar la obra podía ser
cualquier cosa, como pedirle a alguien que abriera la ventana porque hacía mucho calor ahí
dentro y entonces aparecían los actores opinando sobre lo que el primero había dicho, ya
fuera apoyándolo o contradiciéndolo. En ese momento ya tenían la atención del público y
mediante un diálogo muy audaz e inteligente, siempre improvisado, llegaban al momento
social del país y comenzaba un verdadero debate, en el cual - con mucha frecuencia - los
pasajeros terminaban involucrados.

Hacía una larga semana que Marlén y Germán no sabían el uno del otro y eso era la
eternidad para ellos, dada la intensidad de su relación. Germán había tenido que salir de
Tunja porque los servicios de inteligencia del estado estaban a punto de detenerlo, pero de
manera creativa y a través de correos humanos quedaron de verse en La San Carlos,
cafetería que quedaba a pocos metros y diagonal al cuartel de la Policía.

El enamorado siempre actúa tal como lo hace un buen borracho, es decir, suele ser audaz,
desinhibido y no le teme a nada. Germán llegó primero; llevaba una gabardina gris, boina y
unas grandes gafas de utilería, con montura de aro redondo. Siempre actuó teatralmente
cuando se encontraba en situación de riesgo, pero en esa época era como si siempre
estuviera en la piel del protagonista de su propia y muy teatral historia. Eligió una mesita
tras una de las columnas al fondo del salón, se sentó y no alcanzó a llamar a la mesera
cuando apareció Marlén.

El encuentro fue todo un concierto de besos y caricias que fueron en crescendo y


simplemente ocurrió que a ellos les pareció que a su alrededor no existía nada ni nadie; se
dejaron llevar. Aquel delicioso derroche de hormonas fue interrumpido de manera abrupta
por el administrador del lugar, que vino y los echó del establecimiento por inmorales y
además por no consumir, ignorando que aquellos dos estaban a punto de ser consumidos
por la pasión.

Eran las once de la mañana de cualquier día frío de Tunja y la plaza de Bolívar se fue
llenando de personas, que como obedeciendo a una secreta señal empezaron a llegar por
sus cuatro esquinas. Los había de todas las edades y condiciones sociales y económicas. A
las doce ya se contaban cerca de mil, más los curiosos que siempre abundaban por allí y
unos cuantos empleados públicos que salían a almorzar a esa hora, pero la curiosidad los
picó.
Por entonces, año de 1968, en Colombia se daba una reactivación de las luchas
estudiantiles, a partir de la dinámica que le dio al movimiento la conformación de consejos
estudiantiles con una nueva agenda, cuyo objetivo principal era impedir la Privatización de
la Universidad Pública, ante la injerencia de fundaciones norteamericanas como las
Misiones Rockefeller y Nebraska, que efectivamente pretendían privatizar la universidad y
dictar las clases en idioma Inglés.

En cierto momento, cuando los asistentes agrupados en el centro de la plaza estaban


enardecidos y las consignas y pancartas al aire terminaban por conferirle al momento un
cierto clímax de expectativa, apareció Germán por entre la multitud. Esperó en su lugar
mientras los estudiantes gritaron unas cuantas consignas alusivas al motivo que los
convocaba e inició su intervención. No había amplificación.

A puro pulmón y pleno de convicción, expuso con claridad la situación problemática que
tenía a todo el estudiantado protestando contra el gobierno de Lleras Restrepo, que a la
sazón luchaba por implementar una reforma constitucional que terminó siendo aprobada en
diciembre de ese mismo año y de la cual nacieron una serie de adefesios antidemocráticos,
incluyendo los auxilios parlamentarios, germen de toda corrupción.

Llamó a la solidaridad con el movimiento y señaló los peligros de un gobierno títere que
actúa de espaldas al pueblo y en favor de mezquinos intereses de los potentados de siempre
y a través de ellos de voraces intereses extranjeros.

Apenas a un par de metros de donde estaba Marlén y mientras que a su lado Germán
levantaba su voz en vibrante discurso, había dos ancianitas tunjanas que cada vez que el
orador hacía una pequeña pausa, comentaban entre sí sobre la inteligencia de “ese
muchacho” y le pedían a Dios que ojalá alguien como él llegara a la presidencia de la
república para cambiar todo ese estado de cosas. Marlén se conmovió hasta las lágrimas.

Más tarde, le contó a Germán la escena de las ancianitas y coincidieron en que


precisamente el sistema haría hasta lo imposible, tal como siempre lo había hecho, para
impedir que un líder social, cualquiera que fuera su origen político, pero con verdadera
proyección y capacidad llegara a esa instancia del estado.

Cuando las cosas empezaron a ponerse difíciles para la libre movilización de Germán a
través de Tunja y luego de dos o tres detenciones arbitrarias por parte del ejército, con el
propósito de menguar su ímpetu de joven rebelde, debieron planear con cuidado cada uno
de sus esporádicos encuentros, a los cuales no pensaban renunciar.

El sitio preferido para sus encuentros, dadas las circunstancias, no pudo ser más
imaginativo ni loco: el Cementerio Central de Tunja, donde generalmente la paz de los
sepulcros no es interrumpida, a no ser por el llanto estridente de una recién viuda al
momento de depositar la urna fúnebre en su lugar. Sin testigos que pudieran ver,
aprovecharon cada encuentro para amarse mejor, seguros de que en materia de amor de
pareja, recibe más quien más entrega.

El amor fue el aliciente que le hizo desplegar del todo ese primer par de alas y fue además
de humano y carnal, un amor profundo e ilustrado, que bebió de las mejores y más
esclarecidas fuentes. A mediados de 1970, su sentimiento era la verdad misma y muestra de
ello fue la dedicatoria que escribió en la primera página en blanco de Hamlet, que le regaló
a su amada sin que mediara alguna celebración de esas con que el comercio exalta muy
conveniente el amor o la amistad.

Hace poco, mientras ordenaba su biblioteca, Marlén se encontró con este texto, nacido de
lo más intenso del espíritu de escritor y poeta que por andar en otras lides, Germán nunca
exploró como hubiera podido.

“Marlene: Hoy es un día especial. Tiene para mí una doble importancia. Hoy hace 17 años
sucedió el asalto al Cuartel Moncada, augurio de una liberación definitiva. Hoy he tenido la
tentación de buscar en Shakespeare algo que llene mi vacío y mi nostalgia. He tratado de
recordar un soneto que aprendí hace tiempo y que hoy he reconstruido totalmente.

¡Oh cruel! Si contra mi pacto contigo,


cómo puedes decir que no te adoro,
o que no pienso en ti cuando deploro,
más olvido no haber para conmigo?

¿A quién odias, que llame yo mi amigo,


o desprecias que obligue mi decoro?
¿Y si me miras con rencor no lloro,
por buscar en el llanto mi castigo?

O ¿qué méritos tengo tan perfectos


que puedan desdeñar tu gentileza,
si mis dolores adornan mis defectos
y al brillo de tus ojos me doblego?

Pero ódiame. Sé de tu flaqueza:


amar a los que ven y yo soy ciego.

William Shakespeare

Le adora en el dolor y la esperanza,

Su Germán

Julio 26/70”

Enamorados como estaban y sin contarle a nadie y menos en sus casas, como si su decisión
fuera otro acto de teatro invisible o una estrategia de evasión al cerco militar, el domingo
20 de diciembre de 1970 se casaron en misa de nueve, en el más increíble de los lugares: el
puente de Boyacá, la cuna de la libertad, lo cual resulta muy paradójico para quien crea que
casarse es justamente lo más parecido a perder la libertad.
Desde hacía meses habían estado averiguando en las parroquias de Tunja y en todas les
habían dicho que era imposible casarlos, debido a que ninguno de los contrayentes había
llegado a la mayoría de edad, que para esa época estaba fijada en los 21 años.

El día convenido llegaron antes de las siete y buscaron desayuno en el único


establecimiento parecido a un restaurante, muy cerca de la iglesia, allí donde el olor a
changua con buen cilantro salía libremente hasta la calle.

Fueron atendidos por quienes parecían ser los propietarios, un matrimonio muy amable,
sin duda boyacense. Como eran los primeros clientes, tuvieron el privilegio de ser
atendidos con huevos revueltos con cebolla y tomate, además de unas arepas de mazorca
recién hechas y queso, acompañamiento perfecto para el chocolate. Dicen que para casarse
y para morir hay que estar muy bien alimentado. Eso da valor para esos momentos.

Ya en la pequeña iglesia, llena como todos los domingos, los asistentes vieron pasar por
entre las dos filas de bancas a los novios, que caminaban lento para ir a ocupar su sitio
frente al altar, en dos reclinatorios que habían puesto allí para ese fin. Los parroquianos
hablaban bajito entre ellos, sorprendidos por la vestimenta de los novios, nada
convencional y muy distinta al tradicional traje oscuro del novio y el vestido blanco de
boda de la novia.

Ella llegó con una maxi ruana de vivos colores, que apenas dejaban ver los bluyines y los
zapatos de diario. Germán llevaba pantalón caqui y una chaqueta leñadora a cuadros negros
y rojos. Cuando el párroco José Antonio Sabogal, quien a sabiendas obvió el requisito de la
mayoría de edad, constató que no habían llevado argollas, arras y demás accesorios de
boda, supuso –por lo que pudo ver- que tampoco habían llevado padrinos y efectivamente,
los habían olvidado.

El cura preguntó a los asistentes si alguno quería ser padrino de la boda, mientras los
novios voltearon a mirar a la concurrencia, esperando ansiosos a que alguien aceptara, para
que la ceremonia pudiera continuar. Por suerte, los dueños del restaurante en donde habían
desayunado minutos antes, se pusieron en pie y vinieron hasta el altar, orgullosos,
sonrientes y con cara de padrinos.

Al terminar la misa, pasaron al despacho parroquial, donde el buen cura alcahueta les
entregó la partida de matrimonio, con todas las formalidades del rito católico. El mismo
domingo, casi al frente de la iglesia, tomaron un bus sobre la carretera central y viajaron de
luna de miel a Bogotá. Allí se quedaron toda la semana en casa de Alfredo, tío de Marlén,
un buen hombre que a solicitud de la recién desposada, tuvo el delicado encargo de llamar
a los padres de la novia para contarles del matrimonio.

Los suegros de Germán, a quienes él no conocía, vivían en Bucaramanga. Contestó la


mamá. Alfredo le contaba con todo el tacto del que era capaz, que su hija Marlén se había
casado y que en ese momento estaba ahí en su casa, con el esposo. Mientras hablaba hacía
caras de angustia y de tanto en tanto miraba a los novios.

Los padres de Marlén no quisieron hablar con ella y el papá le mandó decir que la recibiría
en su casa, con la condición de que le mostrara la partida de matrimonio.

Vivieron un tiempo en Tunja en un pequeño apartamento cercano a la iglesia de Las Nieves


y cuando Marlén se graduó como Licenciada en Idiomas, se fue a vivir a Cúcuta, a donde
Germán la visitaba cada vez que podía. Después de algún tiempo fueron los dos a la casa
de los padres de Marlén y efectivamente el señor Forero no les permitió pasar de la puerta
hasta que leyó detenidamente la partida de matrimonio, mientras que furtivamente miraba a
Germán. El yerno les cayó bien a los suegros y a toda la familia. Al final hicieron buena
amistad.

Pero definitivamente “la distancia es como el viento”, tal como lo cantó hermosamente
Domenico Modugno y así mismo como aquella pareja tan particular lo comprobó con el
tiempo, pues al principio avivó el fuego de la pasión, pero acabó por apagarla, por intensa
que haya sido, a pesar de que Marlén hizo todo lo posible por salvar la relación en cada
encuentro y en cada conversación telefónica. Pero no sólo fue la pasión, pues en honor a lo
que se conoce de las relaciones de pareja, es el diálogo y el acompañamiento cotidiano, lo
que las sostiene y las fortalece.

En 1973 terminaron su relación en los mejores términos. Germán le confesó con sinceridad
que la amaba todavía, pero no quería que sufriera más por su culpa, agradeciéndole cada
una de las veces que había llorado toda una noche, angustiada sin saber que le había
pasado, ni dónde estaba. También le expresó con cariño, que sus ideales políticos por las
causas sociales eran demasiado fuertes y no pensaba renunciar a ellos, ni cambiarlos al
menos por entonces, por la seguridad de un hogar y el calor amable de una familia. Fue una
despedida verdaderamente amorosa, que contó con toda la comprensión por parte de
Marlén y todo el amor y la gratitud de Germán.

Sin abandonar sus ideales, había visto la posibilidad de desarrollar su rol revolucionario en
campos distintos a los del debate político y la agitación, en los que ya llevaba bastante
tiempo y había sufrido la detención y la tortura. Para entonces ya había egresado de la
UPTC como profesional y su mira estaba en la docencia universitaria. En este sentido,
había recibido una atractiva oferta de su amigo Zaid Cuadros, rector de la Universidad de
Pamplona, pero quería explorar otras posibilidades en las universidades de la costa norte.

Los altos mandos del ejército nunca le perdonaron haber escapado al final del cerco que
impusieron alrededor de la Universidad, luego de una toma estudiantil de varios días, con
el fin de que la ciudadanía visibilizara los elementos del conflicto entre un estado proclive
al marchitamiento fiscal de la universidad pública, por la vía de obstaculizar el ejercicio de
la autonomía institucional, mediante el recorte de alternativas de poder por parte de
profesores y estudiantes, mientras fortalecía su poder en el Consejo Superior, máxima
instancia de poder de la universidad, designando otros miembros externos con voz y voto.

Por eso comenzó un seguimiento implacable para capturarlo a como diera lugar,
posibilidad que en varias ocasiones se frustró gracias al respaldo que Germán tenía entre la
comunidad tunjana, que admiraba en él al líder carismático de una justa causa. Nunca, sin
embargo, dejó de asistir a las actividades políticas que requirieran su presencia, en las que
al menos en esos tiempos, los organismos de seguridad se atrevían a irrumpir con el fin de
proceder –en el mejor de los casos- a su detención.

Debió pasar varias noches en diferentes casas de amigos, con el propósito de burlar a sus
cazadores, situación que llegó a molestar incluso a mi padre, habitualmente ajeno a éstas
incómodas circunstancias.

Por aquellos días Marlén recibió una llamada de Germán. Había sido informado por un
amigo que la inteligencia del ejército iba a allanar el pequeño apartamento que compartían
cerca de la iglesia de Las Nieves y era urgente quemar algunos documentos que lo podían
comprometer.

Ella vino rápidamente de Samacá, donde trabajaba como docente y cuando iba llegando al
apartamento se encontró con Ricardo y mi primo Ricardo Helí a quienes les contó muy
angustiada la situación y de inmediato la acompañaron al apartamento.

Estaban pensando cómo iban a hacer para quemar todo ese papel por ahí cerca, y habían
visto la posibilidad de hacerlo contra uno de los muros externos del cementerio, que
quedaba a dos cuadras, cuando Ricardo vio por la ventana que había dos autos cerca a la
puerta del apartamento. Eran los mismos que habían participado en un allanamiento a
nuestra casa días antes.

Seleccionaron rápidamente documentos que pudieran resultar comprometedores, unos


libros de propaganda maoísta y ejemplares de Voz Proletaria, para terminar haciendo un
montón sobre el piso embaldosado del baño en aquel apartamento, que solamente tenía una
pequeña alcoba, cocina y baño.

Procedieron rápidamente a prenderle fuego a aquella pira izquierdista y casi terminan


asfixiados con todo ese humo. Salía despedida una gran fumarola marxista leninista,
mientras millones de pavesas rojas pro chinas volaban por todo el espacio de aquel mínimo
apartamento. Cuando por fin todo quedó convertido en ceniza, salieron a la calle tosiendo y
con los ojos rojos. Los autos del presunto allanamiento ya no estaban, de manera que el
allanamiento había sido abortado a última hora.

A mediados de 1974, Germán asistió a un pleno de dirigentes estudiantiles en Bogotá y se


prometió a sí mismo que sería el último, lo cual cumplió a cabalidad. Llegó donde un
amigo que vivía a media cuadra de la calle 26 con carrera 18, casi al frente del Cementerio
Central. Le gustaba ir y volver caminando a la sede del evento, la Universidad Nacional,
siempre interactuando con la gente, pues su actitud ante la vida era la de un ser sencillo y
sensible, que tenía llegada fácil a la gente y una evidente capacidad de empatía, que sabía
de la risa espontánea y hasta escandalosa y del abrazo cálido, siempre atento a las
expectativas y el sentir de la gente del común, sin sentirse más ni menos que nadie.

Cierta tarde que venía disfrutando de la hermosa vista hacia Monserrate, iluminada por el
sol de los venados, llamó su atención una mujer que caminaba al otro lado de la portada
metálica del Cementerio Alemán, contiguo al cementerio central. Detuvo su caminar y se
acercó a la cancela de hierro forjado, donde atrajo su mirada una palabra escrita en
caracteres negros sobre fondo blanco. En sobrio estilo gótico y en todo el centro de la parte
superior se leía FRIEDE.

Del otro lado todo estaba dispuesto de una manera sencilla y de buen gusto, conformando
un conjunto de cierta solemnidad, en donde se evidenciaba el sello de otra cultura. Le gustó
la forma y el arreglo que le habían dado a unos arbustos dispuestos en determinados lugares
del jardín, seguramente para no robar el protagonismo que en aquel lugar tenían las tumbas,
sencillas y con lápidas en las que solo se leía el nombre y las fechas de nacimiento y
muerte, en un tipo de letra sin curvas ni ornamentos.

- Friede significa paz en alemán y ese arbusto que te ha gustado se llama


rodamonte -dijo dirigiéndose a Germán la mujer que acababa de llegar
sin ser notada.
Confundido, se frotó los ojos para comprobar que aquello que estaba viendo era real y
cuando tuvo cerca a la mujer, debió no obstante, mirarla dos veces.
- ¡Cabecita parlante! -gritó, mientras reía a carcajadas.
- Pues a mí también me dio trabajo reconocerte, Germán -dijo ella con
picardía mal disimulada, mientras abría la puerta y lo invitaba a pasar.
- Tanto tiempo sin verte… -titubeó Germán, con gesto de recordar un
nombre…
- Carmina -dijo al instante, como si se lo estuviera recordando.
Claro, Carmina –se apresuró a decir, exculpando un supuesto olvido.
Sabemos de tu vida hasta ahora y admiramos tu lucha limpia y solidaria,
- dijo Carmina sonriente, pero luego con un tono algo solemne continuó-:
has sorteado con audacia muchas pruebas, manteniendo intactos tus
ideales, gracias a que desplegaste a tiempo las alas del primer par.
- No sé qué responder Carmina. Por mi parte me siento a veces abrumado.
Supongo que sabes de mi matrimonio fracasado…
- No hay fracaso en el aprendizaje, Germán. Pero quiero que hables con mi
padre sobre lo que te espera en adelante.
Caminaron el corto trecho que había hasta la casa por un camino amplio, limitado a lado y
lado con guarda parque verde pálido muy bajo; la casa de una planta, techada con teja de
barro, estaba rodeada de setos recién podados.
− Y a propósito, ¿qué ha sido de la vida de tu padre?
− Muy bien. Está aquí adentro -señaló –sigue, por favor.
El Maestro salió a la puerta y saludó a Germán afectuosamente, como si lo hubiera visto el
día anterior, tanto que lo hizo sentir como en casa.
− “Estoy en un cementerio” - pensó Germán, ponderando la ironía, mientras
que un inevitable flash mental le recordó encuentros con Marlén en el
cementerio de Tunja.
Carmina volvió desde el interior de la cálida habitación con una taza de café negro que
Germán aceptó gustoso y estuvieron los tres conversando animadamente durante al menos
una hora, al cabo de la cual tanto Germán como sus amables anfitriones quedaron enterados
de lo que había pasado en los últimos doce años con la vida de todos.
− Es evidente que no solo has conquistado tu primer par de alas, sino que
las has desplegado -afirmó sonriendo el Maestro.
− Visión y control -dijo Germán, pensando en voz alta y luego narrando
algo de los largos días que debió pasar en un calabozo de la Brigada de
San Gil y las torturas que debió soportar, reconociendo que si bien
habían socavado en algo el control que tenía sobre asuntos que podía
manejar, hicieron más justificados sus miedos, aguzaron su prudencia y
le permitieron conservar intacta su visión de futuro.
− Es inevitable, pero es cuestión de que definas con más cuidado tus
objetivos, tratando conscientemente de tomar menos riesgos.
− En eso he pensado últimamente y creo que luego de este pleno al que
asisto, voy a ejercer mi actividad profesional en otra ciudad y tengo
buenas posibilidades en universidades de la costa atlántica. Precisamente
viajo mañana a Barranquilla para aplicar en una convocatoria de la
Universidad del Norte.
− Es hora de que te enamores de la vida. De tu vida, dejando de lado todo
aquello que la ponga en riesgo. Tienes un buen terreno ganado en
términos de autenticidad, pues por lo que conozco de tu vida, solo es
cuestión de afinar, alineando el ser que ahora eres con la nueva
responsabilidad que a partir de ahora adquieres.
Antes de finalizar tan revelador encuentro, el Maestro le explicó los dos territorios del
segundo par de alas, es decir, la responsabilidad y la autenticidad, haciendo énfasis en
los cuatro arquetipos:
- El guerrero va en busca del Santo Grial. Conquista territorios lejos de su
hogar. Obedece a un llamado de confrontación por un gran desafío con
obstáculos. Es la huella del huérfano que nos convierte en fieros
guerreros, tratando de evitar el sufrimiento. Lucha por los demás con
altruismo y no lo hace por un bien personal, sino por un bien mayor.
Hay, no obstante, poca o ninguna necesidad de violencia.
- El bienhechor da todo de sí aunque sufra por los demás. Obedece a un
llamado que lo lleva a responder por el bienestar de los demás. Hay
conflicto para resolver entre las necesidades propias y las de los demás,
con tendencia a sacrificar las propias. El bienhechor aprende a cuidar de
sí mismo y a amar con firmeza. Finalmente desarrolla la capacidad para
vivir como cree que es correcto y además enriquecedor. El guerrero y el
bienhechor son los arquetipos que te van a conducir a la responsabilidad.
- El Destructor sufre una pérdida y ésta hace que sienta un gran dolor, que
lo lleva a perder sus ilusiones, pero además todos los esquemas que no
son auténticos. Enfrenta y acepta la muerte y la convierte en su aliada.
Crea y recrea la vida a partir de la destrucción del viejo orden.
- El Creador se permite averiguar qué cosas quiere crear, hacer o tener a
partir de ensoñaciones y fantasías.
Germán no le perdía palabra ni pausa al Maestro, que tomó un aliento antes de abandonar
el tono que traía y decir, a manera de corolario:
- La lucha por el bien y la justicia será tu misión y te hará amorosamente
responsable. Es el momento de construir en el presente, con tu familia;
vas a convertirte en un guerrero bienhechor y compasivo. El amor – y lo
enfatizó-, es la esencia que debes conquistar. Responsabilidad y
autenticidad, como fases superiores de los territorios del primer par,
tienen a la Dopamina como el neurotransmisor protagonista y la esencia
que se alcanza es el amor, que nos dota de escucha y compromiso.

Se despidieron con un abrazo y Germán prometió volver pronto, al regresar de


Barranquilla. Carmina lo acompañó hasta la entrada del cementerio y duraron otro buen
rato hablando y riendo como niños, hasta que Germán se despidió cuando ya estaba oscuro.
Una semana estuvo Germán en Barranquilla y regresó con su nombramiento bajo el brazo;
pasó al apartamento de su amigo y luego de tomar un baño y cambiarse de ropa, salió a
buscar a Carmina, pues la distancia le había dejado saber que su compañía era necesaria en
aquel momento de su vida y desde la última vez que la vio, su recuerdo habitaba el gran
espacio de sus sentimientos.
Bajó por la calle 26 y la cruzó una cuadra antes del Cementerio Alemán, a cuya puerta
llegó despacio y miró a ver si de pronto Carmina estaba afuera de la casa. Como no la vio,
buscó el timbre y oprimió el botón. Esperó. Al momento apareció una señora rubia, alta y
corpulenta, que Germán enseguida “clasificó” como alemana.
− Deben tener visita -pensó Germán.
Ella caminó sin prisa hacia la cancela y estaba como a dos metros cuando miró a Germán y
él pudo ver sus ojos azules, confirmando su apreciación.
− Buenos días -se adelantó a saludar Germán, rogando que la señora hablara
algo de español.
− Sí señor, buenos días. A la orden -dijo en perfecto español, que Germán
interpretó como una dicción sin rastro de acento.
− Qué pena molestarla Señora, sería tan amable, ¿la señorita Carmina?
− ¿Quién?
− Carmina -cayó en la cuenta que ignoraba su apellido-. Ella vive aquí -
agregó.
− No sumercé, aquí no vive la tal…¿cómo me dijo que se llama?
− Carmina, la hija del Maestro -aclaró Germán, mientras caía en la cuenta
que una vez había conocido a una señora rubia y de ojos azules
despachando en una tienda rural en Viracachá.
− No sé de quién me habla. Aquí vivimos mi esposo y yo hace dieciocho
años, los mismos que llevamos de administradores.
El rostro de Germán ensayó una sonrisa, pensando que se trataba de una broma o algo así,
mientras aquella boyacense, presunta bisnieta del Coronel O’Leary, del General James
Rooke o de cualquier soldado de la Legión Británica, volteó después de mascullar un “que
Dios me lo bendiga”.
Ya no cabía duda alguna: Carmina y El Maestro no habitaban este plano de la realidad y
solo aparecían de vez en cuando, de manera sincrónica y sólo para dejar pistas de algo que
si bien Germán no había entendido en un principio, se trataba ni más ni menos que de
claves de un plan de vida, proporcionadas por parte de entidades que, como viajeros del
tiempo, enunciaban postulados que años después la visión sintergética les dio forma, en
cuanto tiene que ver con la carta de navegación que el terapeuta consulta y verifica con su
consultante, a fin de establecer en qué parte del proceso de toma de conciencia se encuentra
y cuáles son aquellos arquetipos que de manera particular caracterizan su conflicto.

11. LA REVOLUCIÓN ESTÁ EN EL AIRE.

El carácter revolucionario de los pueblos, junto con su persistente resistencia ante el


opresor, han sido constantes históricas, así como lo han sido las condiciones oprobiosas en
las cuales se desarrolla el trabajo humano, fuente de capital. A partir de la revolución
industrial, todo se hace más evidente en la medida que factores objetivos del avance social
como el capital y el trabajo, se racionalizan y son objeto de estudio, hasta que cada uno
tiene sustrato teórico propio y se convierten en conceptos básicos de economía.
Las poderosas élites del capital, acumulado gracias a tal estado de cosas, surgen y asumen
posiciones dominantes y privilegiadas en cada sociedad, gracias al trabajo de grandes
masas de la población en condiciones oprobiosas. Tales élites, generalmente ilustradas e
indefectiblemente aliadas del poder, han perfeccionado a través del tiempo mil maneras
legales e ilegales, pero generalmente injustas, sólo con el propósito de mantener esa
supremacía.

Resistir es, por tanto, en infinitivo y en presente, la manera digna e inteligente de romper
pacientemente las ataduras y las mordazas que un brutal destino les ha impuesto a miles de
millones de seres y que aprietan con diferentes dolores hasta hacer daño diariamente.
Resistir es asumir con entereza el hecho de estar vivos y conscientes, para tratar que un
futuro de justicia social esté cada vez más cercano.

Hoy nuestro mundo llega a un momento crítico, donde las condiciones de esa relación entre
el capital y el trabajo, cambian de manera dramática por obra y gracia de los procesos de
nanotecnología, automatización, especulación financiera, tecnología de la comunicación,
teletrabajo y mayor velocidad de los procesadores de información, todos ellos a favor de la
acumulación de capital dinero y en consecuencia, de un mayor desempleo y una creciente
pauperización, llegando de hecho a afectar a la clase media, que tradicionalmente había
permanecido ausente de los procesos libertarios.

Por eso, Yuval Noha Harari, visionario de nuestra era, tiene toda la razón al afirmar: “Quizá
en el siglo XXI las revueltas populares se organicen no contra una élite económica que
explota a la gente, sino contra una élite económica que no la necesita”.

En Colombia, el nacimiento del Frente Unido en 1965, con el cura Camilo Torres a la
cabeza, mientras se desempeña como capellán de la Universidad Nacional, constituye
importante insumo para el proceso revolucionario, hecho que fue auspiciado por la
Federación Universitaria Nacional FUN.

Mientras tanto, el Ejército de Liberación Nacional (ELN) apenas está surgiendo como una
“guerrilla estudiantil”, a partir de movimientos que se dan en la Universidad Industrial de
Santander, en Bucaramanga y en la Universidad Nacional, sede principal de Bogotá.

La universidad es una larga conversación entre la inteligencia humana y la sociedad. Se


interpelan mutuamente y ambas aprenden, en un ejercicio de varios niveles, en el que el
primero de ellos es el diálogo interno del estudiante universitario, dinámico y altamente
existencial, puesto que conlleva elementos de su propia vivencia, en contraste dialéctico
con sus expectativas y el grado de sensibilidad social al cual haya logrado llegar.
Otro diálogo es el que se da en forma de intercambio entre saberes, si consideramos que
nuestra realidad es variopinta y tiene infinitas aristas, diversas tonalidades y múltiples
puntos de vista. Por fortuna y mediados por el método científico, los saberes se
complementan cuando se trata de investigar realidades complejas.
Esta conversación escala finalmente hasta el entorno social, cultural y económico de la
región que constituye su área de acción, donde el componente de investigación, junto con
la acción de extensión, llega hasta esa realidad con el fin de incidirla mediante el
conocimiento, para transformarla.
De manera que la acción política que se haga en la universidad, lo que pretende aunque rara
vez así se exponga, es actuar de manera transversal en los tres niveles de esta larga
conversación.
La noche del 12 de febrero de 1967, en la gélida y brumosa Tunja, Germán va al
apartamento donde viven varios estudiantes de la UPTC, que hacen parte de un colectivo
llamado MUFLA, a planear las actividades para el homenaje a Camilo Torres Restrepo,
asesinado en San Vicente de Chucurí un año antes, exactamente un martes 15 de febrero de
1966.
Algunos se encargan de redactar e imprimir en mimeógrafo un manifiesto, otros de
elaborar carteles y algunos de viajar a Bogotá con el fin de invitar a la señora madre de
Camilo, doña Isabelita, para que participe en un conversatorio en las instalaciones del
Concejo Municipal de Tunja. Un grupo más se propone hacer los preparativos para rendir
honores a Camilo en el patio de la universidad.
Mi hermano recibe el encargo de motivar al estudiantado con un encendido y vibrante
discurso, tal como efectivamente ocurre, así como de hacer parte de la mesa principal en el
Concejo, junto a doña Isabel. Esa noche hacen estandartes con la imagen de Camilo y
banderas de diferentes movimientos revolucionarios.
De acuerdo con lo planeado, la comisión que viaja a Bogotá regresa con doña Isabel,
extraordinaria mujer que acompañó solidariamente a su hijo en todo su proceso
revolucionario, hasta despedirlo –quién sabe con cuántos temores y angustias-. Poco
después muere en un combate con el ejército, actividad para la cual no estaba
suficientemente preparado.
El lunes 13 de febrero de 1967 a las tres de la tarde el Concejo Municipal está colmado por
estudiantes y ciudadanos que desean conocer a Doña Isabel. Con todas las características
de una señora bogotana de clase media, delicada y pulcra, logra estremecer a los asistentes
con su entrañable historia de lucha y amor solidario de madre al lado de Camilo, narrando
episodios para ella épicos en su sencillez, como cuando salía a las calles bogotanas a
vender el Frente Unido, periódico creado por Camilo como estrategia revolucionaria,
dirigido a las clases populares, para hacer oposición al frente nacional.
Un estudiante lee la carta de despedida de Camilo y luego Germán toma la palabra. Habla
con sentimiento profundo, exaltando el talante revolucionario de Camilo y soñando con que
su sacrificio no resulte inútil. Cuando termina el acto, emocionante y evocador, tal como
había sido concebido por sus organizadores, doña Isabel sale del brazo de Germán y
entonces Reynaldo Caballero, que caminaba muy cerca, escucha cuando ella dice: “Germán
es ahora mi hijo”.
El miércoles siguiente, fecha exacta del primer aniversario, los actos empiezan a las nueve
de la mañana en la UPTC. La revolución está en el ambiente y en el aire que se respira. Esa
anhelada posibilidad de cambio, que hace siglos vive en el inconsciente colectivo y
permanece por ventura intacta, alentando a todos los guerreros anónimos, a los que sin
desfallecer se atreven a levantar la voz y a los que ven cerradas todas las posibilidades
pacíficas y terminan optando por la lucha armada.
Algunos estudiantes proclaman arengas y lanzan sus discursos. Los estandartes, elaborados
por estudiantes anónimos hasta esa madrugada, se agitan rompiendo el viento frío, que
paradójicamente contrasta con la sangre que bulle caliente en cada integrante de la masa
enardecida.
Germán, de pie bajo el emblemático reloj de la plaza central deja oír sus palabras llenas de
revolución y de amor solidario por los pobres, al pedir una universidad pública con acceso
para todos. Luego sube el volumen y el tono de su voz para rematar con una proclama a la
cual recurre con frecuencia: “¡La universidad es del pueblo y para el pueblo!”. Se oyeron
vivas a Camilo.
Cuando termina de hablar, el estudiantado se pone en movimiento hacia el centro de la
ciudad, pero en la portería de la universidad el ejército impide el paso. Empieza la pedrea.
Los estandartes se unen a la lucha y entonces son gases lacrimógenos contra estandartes, el
bolillo contra la encendida consigna, la fuerza opresora contra la razón. Un bus se detiene
frente a la universidad y en un minuto es incendiado por encapuchados.
A partir de ese momento, el día es de intenso tropel, con la muerte rondando cerca.
Germán permanece al frente y a pesar de la motivación que él mismo había encendido,
dirigió aquella jornada con serenidad, sin rabia y sin miedo.
Son cerca de las seis de la tarde de un viernes cualquiera, a mediados de 1971 cuando
Germán llega corriendo a la casa. Por fortuna hay alguien en la puerta abierta y entra con el
impulso que trae, pero pide -muy agitado- que por favor cierren rápido y aseguren con
tranca. Casi al mismo tiempo asoma por la esquina sur un piquete de soldados que toma
posición de la calle frente a la casa. Llegan pronto más unidades en un camión y proceden a
rodear la manzana.

Comienza así otro sitio por parte del ejército y esta vez parece que están resueltos a
detenerlo a como dé lugar. Lo han perseguido por varias cuadras y han visto cuando entró
corriendo a la casa.

Mi padre había vuelto de su trabajo hacía poco y en cuanto oye el alboroto y ve por la
ventana de su habitación lo que ocurre, se pone al frente de la situación y le indica a Jorge
que vaya a cerrar y trancar muy bien la puerta del local que da sobre la calle, donde
funciona un pequeño almacén de abarrotes.

Para esa época yo estaba en Bogotá, estudiando en la Universidad Nacional y participando


en el proceso político, ya fuera como animador de la protesta, o participando en grupos de
estudio donde se analizaban los grandes problemas nacionales, puesto que la universidad
pública es y será el escenario idóneo del debate político. En ocasiones también
participamos con mis compañeros de estudio en mítines, asambleas y no faltó una que otra
pedrea, sin consecuencias que lamentar.

Nada se logra fácilmente en Colombia y cada pequeño avance en la reivindicación social,


en términos de conquistas populares o estudiantiles, tiene infortunadamente un alto costo
en vidas humanas.

Todos están tensos en casa y cuando mi padre dimensiona lo delicado de la situación,


empieza a dirigir una especie de resistencia familiar. Hasta entonces no había acompañado
a mi hermano en ninguna de sus acciones políticas y por el contrario, con la mejor
intención y seguramente que por evitar problemas, en una ocasión le prendió fuego a un
montón de libros y revistas soviéticas y chinas, por considerar que eran material subversivo
y se constituían en un peligro de ser halladas durante algún allanamiento como el que
estaba por iniciarse, muy común por esos días.

El teléfono suena sin parar y mi madre recibe llamadas de vecinos, que angustiados
preguntan qué ocurre y cómo pueden colaborar. En cierto momento mi madre habla con
Germán. Ella quiere saber qué piensa hacer para salir con bien de aquella situación. Él le
pide que lo comunique primero con doña Blanca, la vecina de al lado y luego llama a doña
Cecilia, esposa de un médico amigo y ambos intelectuales y simpatizantes de la causa
revolucionaria.

Mientras tanto, Guillermo y Ricardo suben al solar, para vigilar que nadie ingrese por la
parte posterior. En eso están cuando llega Germán y les pide que lo ayuden a subir el muro
que separa nuestra casa de un patio posterior de la casa vecina, que da al segundo piso en el
sitio más alejado de la calle. Antes de subir le pasa una bolsa a Ricardo, para que una vez
esté arriba se la entregue.

- Y ¿qué lleva ahí, hermano? –pregunta Ricardo.


- Ese es mi pasaporte, -responde Germán con picardía.
Rápidamente lo ayudan y llega al patio, donde lo están esperando Doña Blanca y una de
sus hijas, según habían convenido por teléfono. Pregunta dónde está el teléfono y se dirigen
hacia allí. De inmediato habla con doña Cecilia, que hace rato espera esa llamada. Luego
de uno o dos minutos que dura la conversación, Germán les da las gracias y ellas a su vez
le desean suerte. El baja las escaleras y queda solo y pendiente en el zaguán.

Momentos antes habían golpeado en la puerta de la casa y mi padre se adelantó muy


resuelto a abrir, con un martillo en la mano. Después confesó que si hubiera tenido que
usarlo, lo hubiera hecho. La puerta es de dos hojas y luego de quitar la tranca, la abre,
atravesando su robusto cuerpo entre el zaguán y un capitán que se identifica de inmediato.
Mi padre pregunta muy sereno, con ese vozarrón que tenía a sus setenta y un años:

- ¿Qué desea joven?


- Vengo en nombre de la ley a buscar a Germán Pinzón, que debe ser su
hijo.
- Efectivamente, es mi hijo - carraspea para aclarar la voz, luego continúa-:
ahora yo, en nombre de esa ley que dice usted representar, le pregunto si
tiene una orden de allanamiento.

- ¿Orden? Hasta donde sé, los agentes del orden no necesitamos órdenes.
Yo tengo mis órdenes y a usted le ordeno que se haga a un lado para
proceder.

- ¡Pero sobre mi cadáver! –responde mi padre, sin perder el control de la


situación, pero encarando de cerca al oficial mientras muestra con
discreción el martillo, antes de continuar.

- Conozco mis derechos y sólo cuando usted me muestre una orden de


autoridad competente, lo dejo pasar.

El Capitán retrocede un poco para ordenarle a un soldado que lo comunique con el


comando a través del radioteléfono y justo en ese momento mi padre hace lo propio,
cerrando la puerta y trancando.

- ¡La orden ya está en camino! -grita el oficial desde afuera.

Sin duda mi padre los había puesto a gestionar algo con lo que ellos no contaban, pues dada
su arrogancia daban por hecho que entrarían a la casa sin que hubiera ninguna resistencia y
es muy posible que además los hubiera sorprendido, no solo con la petición de una orden
formal, sino con su actitud digna y muy resuelta.

El caso es que a pesar del trámite que debían hacer, los militares saben que Germán está
adentro de la casa y que sólo es cuestión de que llegue la orden, para proceder a su
detención, o retención, como se quiera llamar el atropello.

La tensión crece en el vecindario. El teléfono hace rato que dejó de timbrar y mi padre se
entera por Ricardo de que Germán ya está en la casa vecina, lo cual no logra tranquilizarlo
del todo. A todas estas, nadie ha pensado en la comida, a pesar de que van siendo las siete y
mi madre camina intranquila de un lado para otro.

La orden de allanamiento se demora y el oficial insiste en varias ocasiones a través del


enorme radioteléfono, que debe ser cargado por un soldado de mediana estatura.

Según lo convenido telefónicamente, Cecilia sale de su casa en el centro de la ciudad, pero


cerca de la casa y aborda su automóvil familiar, un Buick Riviera modelo nuevo, color vino
tinto que acostumbran a mantener siempre impecable. A los pocos minutos aparece el auto
llegando a la esquina sur, por la carrera 14 y luego de frenar un poco continúa, tomando la
orilla izquierda de la vía, contra nuestra acera. Se acerca lentamente y estaciona justo frente
a la puerta de la casa de Doña Blanca.

Varios vecinos llegan hasta donde están los militares, a unos metros apenas del auto y
preguntan qué está pasando, mientras el Capitán habla por radioteléfono con sus superiores,
en medio de un corrillo de soldados. La noche ha caído del todo y sus sombras no alcanzan
a ser disueltas por la tenue luz de la luminaria que pende del poste de alumbrado público.

En una serie de movimientos que pasan desapercibidos por el grupo de militares a la puerta
de nuestra casa, e incluso para los vecinos que habían llegado a curiosear, la puerta de la
casa de doña Blanca se abre silenciosamente, casi simultáneamente con la puerta trasera
izquierda del auto, que la elegante conductora deja a propósito medio abierta.

Sale un sacerdote lentamente y voltea su tronco hacia la puerta de la casa en ademán de


despedirse con la mano de alguien que ha salido a despedirlo. Entra al auto por la puerta
que encuentra entre abierta, ocupa el asiento y cierra suavemente tras de sí.

La conductora debe pitar y así consigue que los soldados que rodean al oficial le permitan
pasar. Para cuando llega minutos más tarde una patrulla con la orden de allanamiento y el
capitán puede por fin entrar a revisar exhaustivamente, luego de que mi padre hubiera leído
en su totalidad el documento, verificando todas las formalidades de ley, Germán ya está a
salvo, en un bus rumbo a Bucaramanga y sin la sotana que le había prestado su amigo, el
padre Sabogal, para una obra de teatro.

Allá permanece una semana en casa de unos amigos de la universidad. A los dos días de
haber regresado, es retenido, ésta vez sin el mínimo respeto por sus derechos. Existe una
especie de itinerario manuscrito en hojas de cuaderno, que Germán logró sacar de alguna
manera desde su encierro que duró una semana en el batallón Bolívar de Tunja.

«Viernes

10:00 A.M. Bajo a la universidad. El bus se para frente a la entrada. Hay soldados en la
portería y policías con cascos blancos, escudos y bolillos que se pasean de un lado a otro.
Entro. He caminado como unos 20 pasos y me interceptan dos policías.

- Un momento. A usted lo necesita mi sargento en la guardia, digo, en la


portería.
Regreso. Un sargento pequeño y gordo está apostado en la puerta.

- ¿Usted es NN?(sic)
- Sí.
- Espere un momento que mi mayor quiere hablar con usted.
Me siento en una banca a esperar.

10:10 A.M. Entran el negro y Gustavo. Se acercan y yo les digo que me tienen detenido.
Que sigan. El sargento se da cuenta y me pregunta quiénes son ellos. Le respondo que son
dos compañeros que van para clase. El sargento ordena a dos soldados que los detengan,
pero los compañeros corren y se pierden no sé dónde. A los soldados les pesa mucho el
fusil y no pueden correr tras ellos. Se regresan.

10:20 A.M. El sargento me ordena pasar a la parte de atrás de la casa de la portería. Se


estaban reuniendo ya algunos compañeros que me preguntaban por qué estaba ahí. En la
parte trasera hay cuatro soldados sentados. Se me ordena sentarme allí, junto a ellos. Les
pregunto que cuando bajará el carro para subir a la brigada.

- No demora, -me contesta uno. El sargento lo llama.


- No sabe que está prohibido hablar con los detenidos, ¡maricón!.
- Sí mi primero.

Les pido la hora.

- No tengo conocimiento -me contestan casi al tiempo.

10:30 A.M. Baja un camión. Subimos 5 soldados y yo. Me miran con recelo. No hablan
ni una palabra. Al rato llegamos al batallón y se me hace entrar a una pieza, amplia, con
cuatro camas. Me siento a esperar.

10:45 A.M. Abren la puerta. Me ordenan salir. Afuera, un hombre de cine con una
cámara en las manos me toma por un brazo.

- Colóquese derecho. Mire al frente. Así. Click. Ahora voltéese, un poquito


más. Quieto. Click. Puede pasar de nuevo a la pieza.

11:30 A.M. Abren nuevamente la puerta.

- Salga. Un carro está parado al frente. Suba. En el carro llevan comida en


cantinas y ollas. Papas, arroz compacto y de color amarillo y agua de
panela.

Se detiene frente a la brigada. Me ordenan bajar y seguir a la guardia. Luego me mandan


con un soldado.

- Llévelo a los calabozos. A la parte de afuera.


Los soldados bajan a almorzar.

12:00 Nuevamente a la guardia. No había orden de subirme. Otra vez hacia abajo. Esta
vez suben a la parte trasera un teniente y un capitán. Adelante van dos empleadas, una de
ellas encinta. Ambas hacen chistes con los oficiales. En el recorrido me preguntan por la
universidad, por el gobierno, etc.
Cuando llegamos nuevamente al batallón, las empleadas le piden al comandante de
guardia que me dé almuerzo del casino de suboficiales. Este responde que no se puede
porque toca pagar con un vale. Nuevamente a la pieza. Llega mi almuerzo: un plato con
papas y arroz. En el fondo la sopa. Además un jarro de agua de panela. El resto del día lo
paso encerrado en la pieza. Me impacienta el que no sepa por qué me han detenido. Nadie
viene a visitarme.

7:00 P.M. Me traen dos cobijas y dos sábanas. En otra cama hay una manta y al lado una
mochila de fique. Es de un campesino. Lleva un mes detenido por las invasiones, según
me dicen. Durante el día no ha estado aquí; parece que le estaban haciendo un
interrogatorio.

7:20 P.M. Llega el campesino, pero el comandante de guardia le ordena sacar sus cosas.
Lo llevan a los calabozos detrás de la pieza. Tiendo la cama y me acuesto. Quedo dormido
rápidamente.

Sábado

5:00 A.M. Me despierta el alboroto de un grupo de soldados. La guardia que entra a


guardar en un armario los ponchos y chaquetas (lo llaman fiyackets). A medida que los
entregan se van numerando…1…2…3…

- ¡Animal!, ¡numérese! Qué número, ¿ah? El soldado mira la chaqueta y le


responde al suboficial:

- No tiene mi cabo.
- No, gran güevón. ¡Numérese usted!
- 4…5…6…
5:30 A.M. Me levanto, me baño y leo por enésima vez el periódico de hace un mes.

7:00 A.M. Desayuno. Un jarro de agua de panela con chocolate y un pan grande.

9:00 A.M. Llegan Humberto y la señora. A través de la puerta lo oigo hablar con el
comandante de guardia. “Está incomunicado por orden de mi coronel”. Al fin permiten la
entrada de doña Cecilia. Me trae cigarrillos y comida. Hablamos un largo rato. Humberto
espera afuera. Le mando pedir un libro prestado y me lo envía: Principios fundamentales
de Economía. Lo empiezo a leer de inmediato.»

En este punto, el manuscrito no sigue un orden cronológico. Esa no fue la primera vez que
Germán estuvo detenido, o mejor retenido irregularmente, puesto que al final no hubo
cargos contra él. Pero el itinerario de aquella infamia continúa en el manuscrito y
seleccioné dos episodios que me parecieron muy descriptivos:

«Ayer vino un teniente. Estaba de civil. Borracho.

- Compañero -me gritó y empujó la puerta-. Usted no me conoce, claro,


pero un hermano que estudia ingeniería sí. Conque usted es el que arma
mierderos y no deja estudiar, ¿ah? Pero eso es la verraquera compañero.
¿Si leyó lo que dice a la entrada del batallón? “Aquí se entra para
aprender a amar la patria. Se sale para servirla”. Cuando aprenda a amar
la patria, lo sacan compañero. Y se fue.

Un rato después, un sargento creo, no sé, está parado sobre las nalgas de un soldado boca
abajo. Este grita con todas sus fuerzas.

La fanfarria ha pasado tres veces por la guardia. Cuando trato de entender el problema de
las crisis periódicas, me interrumpe el sonido de los cueros destemplados. Entonces decidí
buscar un pedazo de papel para escribir esto.

En un cuartucho maloliente, frente a la guardia, estoy con cuatro camas vacías y un


armario lleno de ropas militares. Aún no me han dicho por qué, pero ayer me sacaron
fotografías de frente y de perfil.

Durante todo el día gritan afuera encolerizados:

¡Guardia!, ¡Formar!, ¡Relevo!, ¡Mar!, ¡A formar cabrones! Soldadito malparido:


¡me va a mamar gallo o qué!

- Colombia patria mía, te llevo con amor en mi corazón y creo en tu


destino…

- ¡Empiece de nuevo!, ¡duro!, ¡más duro!


- ¡Colombia patria mía, te llevo con amor en mi corazón!…
Acurrucado, espero en un rincón que alguien venga a enseñarme así el “Amor a la
Patria”»

Fue por esta época que la Universidad Nacional –sede Bogotá-, donde yo estudiaba, había
sufrido uno de sus habituales cierres y tuve que regresar temporalmente a Tunja, con mi
familia. Varias veces pensé en abandonar el estudio por esta causa y otras tantas por
dedicarme de lleno a la música, pero al final ganó mi persistencia por terminar la carrera
profesional.

En la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, UPTC, reinaba la agitación


estudiantil a partir de un cese de actividades académicas. Germán era líder estudiantil y
actuaba como coordinador de aquel movimiento. A sus 24 años, era reconocido y gozaba
de credibilidad por parte de las bases estudiantiles, pero en cambio los organismos de
seguridad del Estado lo tenían en la mira, por considerar –supongo- que su liderazgo
representaba un grave riesgo para la institucionalidad.

Cierta mañana y luego de hablar con mi madre, me desplacé hasta la universidad. Ella
quería saber si Germán necesitaba algo, pues llevaba tres días sin ir a la casa y era posible
que necesitara alguna ropa, que de todas maneras yo le llevé en una bolsa. Estaban en una
toma pacífica con asamblea permanente, se habían interrumpido las clases y había un
bloqueo en la entrada principal, para impedir que entraran buses y demás vehículos hasta el
fondo de la alma mater.

En el centro de la ciudad me contaron que durante esa mañana se desarrollaba una


asamblea general de estudiantes para tomar decisiones sobre el curso que debía tomar el
movimiento y pensé que allí lo encontraría en cuanto llegara a la universidad.

Al entrar me crucé con un numeroso grupo de estudiantes que iban hacia la entrada
principal. Yo seguí en sentido contrario hacia el teatro Fausto y luego supe que iban a
bloquear la vía hacia Sogamoso. Creo que fui de los últimos en entrar, pero pensé que salir
nuevamente sería cuestión de que Germán me ayudara, puesto que allí sólo muy pocos me
conocían.

Casi al mediodía, en el Teatro Fausto y luego de hablar con Germán y entregarle la bolsa
con ropa, vinieron a contarle que el ejército estaba sitiando la universidad y que justo en
ese momento terminaban de rodearla, labor bien complicada, puesto que el área que
ocupaba la sede era muy extensa e iba desde la vía a Paipa, sobre la cual aún queda el
acceso principal, siguiendo al sur hasta la glorieta norte, volteando por la salida a
Arcabuco, rodeando por encima hasta la actual Normal de Señoritas y bajando por detrás
hasta el Pozo de Donato.

Se verificó que efectivamente estábamos sitiados y que además habían cortado el servicio
de acueducto, situación que se obvió pronto –al menos de manera parcial- gracias a un
manantial que había en terrenos de la universidad.

Ante la evidencia de aquella presión por parte del gobierno para lograr que terminara la
toma pacífica, que ya iba para su cuarto día, allí todo era actividad y se empezaron a
conformar diferentes comisiones con el propósito de tener una organización ante la nueva
situación.

De inmediato se puso en marcha un dispositivo de seguridad y definieron turnos de


guardia, enfatizando en los puntos por donde se creía que pudiera llegar un intento de
retoma por parte de la fuerza pública, como se ha denominado a policía y ejército desde
que tengo memoria, como si de verdad se tratara de la fuerza del pueblo.

Había un escuadrón muy peculiar de vigilancia, integrado por estudiantes de la costa


atlántica, armados con bates de béisbol que se echaban al hombro como si fueran fusiles y
periódicamente iban marchando en formación con el fin de presentarle informe a Germán.

“Qué chistoso, parecen niños grandes jugando a la guerra” -pensé.

Apenas en ese momento caí en la cuenta de mi condición de prisionero de las


circunstancias, situación compleja, considerando que yo no era estudiante de aquella
universidad y que por entonces ser estudiante de la Nacional era de por sí subversivo para
las autoridades.

Para mi alegría encontré a dos de mis compañeros de bachillerato que participaban en la


toma. Antonio Ramírez “Tojín” y Víctor Carreño, amigos entre sí por el fútbol y amigos
míos durante el bachillerato. Nos pusimos al día y supieron pronto en qué andaba yo en ese
lugar y a qué me dedicaba en Bogotá. Charlamos durante un buen rato, hasta que nos
separamos porque tenían turno de vigilancia.

Esa noche fue particularmente fría y brumosa y no tuve otra opción que buscar refugio en
la cafetería, donde hubo café toda la noche y logré aprovechar algo del calor que despedían
las ollas donde no se dejó de preparar comida. El cansancio me llevó hasta un rincón bien
protegido de corrientes de aire y a pesar del intenso frío me quedé dormido sobre una mesa
de ping pong, cobijado con un arrume de pancartas.

Al despertar como a las seis de la mañana y saber que no iba a tener cómo bañarme ni
cambiarme de ropa, fui consciente de que yo no pertenecía a aquel lugar y que mi
solidaridad no era tanta como para quedarme hasta el final, en una época de intensa
represión oficial. Respetaba los motivos y la modalidad de lucha y rogaba porque Germán
saliera con bien de allí, pero yo no estaba preparado y entonces empecé a pensar en la
forma de salir pronto, máxime cuando mi madre estaba pendiente de mi regreso desde el
día anterior.

Estando en la cafetería desayunando con café y pan, supe que a la madrugada un escuadrón
de soldados intentó desplazar a los estudiantes de la entrada principal, pero luego de una
pedrea, los soldados fueron repelidos y la portería quedaba nuevamente dominada por los
estudiantes.

Luego me fui por los alrededores del colegio donde hice mi bachillerato y mientras recorría
el campo de deportes de mi antigua escuela, anexa a la universidad, por los lados del Pozo
de Donato, me encontré con una niña como de diez años que venía entrando.

- Hola, buenos días, - saludé - ¿para dónde vas?


- A llevarle el desayuno a mi papá, que trabaja aquí. Es celador.
- ¿Y por dónde entraste?
- Allí por el Pozo -señaló con su brazo y siguió su camino.
Me acerqué lo más que pude por el camino que rodea el Pozo, observando cada rincón del
horizonte cercano, que encontré vacío, pero cuando estaba dispuesto a correr hacia mi
libertad, llegó un camión del ejército y tuve que retroceder a la carrera. El grupo de
soldados que no alcancé a ver y que me hubieran detenido sin duda, se levantaron
rápidamente del piso para proceder al cambio de guardia.

Cuando regresaba me encontré de nuevo con la niña.

- Con cuidado a la salida niña, porque hay soldados -le dije.


- Mi mamá y mi hermana me están esperando allá.
- ¿Y no te da miedo?
- No señor. Nosotras vivimos en la casita que hay al frente y un Teniente nos
dijo que podíamos traerle comida a mi papá.
- Ah bueno, pero de todas maneras ande con cuidado.
En ese momento llegaba una señora que supuse era su mamá y la tomó de la mano,
mientras me miraba con desconfianza.

- No se preocupe señora, sólo le estaba diciendo que tuviera mucho cuidado.


La mujer miró a la niña y ésta hizo un gesto de aprobación, como expresando que yo decía
la verdad.
- Pues yo ando con ganas de irme porque no estudio aquí y en la casa no saben
de mí desde ayer -le dije, con ganas de lograr su comprensión.
- Anoche no hubo soldados por este lado. Llegaron como a las tres de la
mañana, pero hoy no se sabe -dijo antes de alejarse con la niña.

Toda la mañana hubo pedreas frente a la portada principal, sobre la carretera central y
llegaba el inconfundible y molesto olor de los gases lacrimógenos hasta donde yo estaba,
en la plazoleta central. Al medio día fui de los primeros en la cola del almuerzo y cuando
terminé volví a encontrarme con Víctor y Antonio, que aún tenían los ojos muy irritados, al
igual que su ánimo.

Les conté lo que había pasado esa mañana y la posibilidad de escapar al cerco por el lado
del Pozo de Donato. Víctor a su vez nos contó que como a las diez de la mañana había
tenido que correr por el sendero interior, paralelo a la vía a Paipa, hasta el Pozo y allí no
había visto soldados.

Coincidimos inicialmente en nuestra intención de salir por allí, pero Antonio nos hizo caer
en la cuenta de que escapar de noche y por ese lugar no nos garantizaba nada, porque de
todas maneras quedaríamos aislados, con el ejército en la Glorieta Norte, entre nosotros y
nuestras casas.

Nos planteó en cambio la idea de que una vez al otro lado del Pozo, subiéramos por la
carrilera del tren hacia la glorieta y faltando unos cien metros giráramos hacia la izquierda
para salir por el lado de las casa fiscales y entrar al barrio Maldonado, atravesando la
avenida, manteniéndonos todo ese trayecto a cuadras de la policía.

Nos gustó la idea y la empezamos a pulir a lo largo del día, cuidando de que en lo posible
no quedaran aspectos sin estudiar y sin tomar las previsiones del caso.

Esa noche comimos liviano y más tarde nos encaminamos hacia el Pozo. Debían ser las
diez de la noche. Al llegar con sigilo al sitio donde hablé con la niña y su mamá en la
mañana, notamos que habían cortado la iluminación en el sector. La noche era muy oscura,
pero de todas maneras decidimos seguir adelante.

Acordamos mantenernos muy cerca y agachados, llamándonos regularmente en voz baja


para no ser detectados. Esto para asegurarnos que íbamos los tres juntos, en la dirección
correcta y sin tropiezos. Aparte de mi propia respiración agitada, no se escuchaban sino los
sapos, habitantes del pozo y uno que otro ladrido lejano.

En ese estado de expectación y con la adrenalina circulando veloz es posible, sin embargo,
ser consciente del olor del pasto y del refrescante aroma que regalaban las hojas de un
joven eucalipto que ahora me cubría.

- Víctor –llamé-, ¡Tojín!


- Aquí vamos, -respondieron casi en coro, muy cerca.
Y entonces regresó el silencio, matizado con menos sapos pero interrumpido de vez en
cuando por los camiones que llegaban con sus cargas por la vía a Sogamoso y aplicaban los
frenos al ver las señales de pare que los estudiantes les mostraban en la portería principal
de la universidad. No se escuchaban voces cerca, lo cual me tranquilizó un poco y
avanzamos en silencio otro trecho en plena oscuridad.
Cuando pensé que habíamos avanzado bastante y casi llegábamos al límite de la
universidad, llamé de nuevo:

-¡Antonio! …-hubo silencio-, ¡Víctor! …-tampoco hubo respuesta-,


¡Tojín!, ¡Víctor!

Sentí un escalofrío, que se hizo peor cuando ninguno de los dos respondió por tercera vez a
mi llamado.

- Los cogieron - pensé, - y ahora vienen por mí.


La boca reseca y una sensación de erizamiento en la piel de la nuca, me indicaron que
debía huir y mientras más rápido, mejor. Pensé en llamarlos una última vez (pero no me
salió la voz) y además en que si los soldados me oían, les iba a quedar más fácil
localizarme.

Emprendí camino de regreso en silencio y a tientas, intentando tranquilizarme para poder


recorrer en la oscuridad el mismo camino andado, pero angustiado y lleno de dudas, hasta
que vi luces conocidas y encaminé mis pasos hacia allí.

Superado en gran medida el susto, entré a la cafetería y me encontré de frente con una
oleada de calor, pues parece que además de la baja temperatura que se sentía esa noche
afuera, también había descendido mi propia temperatura.

Antes que nada, iba a contarle lo ocurrido a Germán, así que empecé a buscarlo con la
mirada, pero en esas me encontré con Winston, un estudiante santandereano, amigo de
Germán y le pregunté por él. Me contó que lo acababa de dejar en la portería de la
universidad y entonces decidí buscar primero una taza de café, antes de ir hacia allá.

Víctor casi se atraganta con la papa salada que se estaba comiendo, apenas me vio,
mientras señalaba hacia mí con la otra mano, para que Antonio me viera. Los miré con
rabia mientras me acercaba, pensando en que me habían dejado botado, pero luego me
sorprendí, cuando me explicaron lo que había ocurrido.

En la oscuridad y como había varios senderos alrededor del Pozo, yo tomé por un lado y
ellos dos por otro, de manera que mientras yo andaba, supongo que a unos diez metros de
ellos, llamándolos en voz baja, ellos hacían lo mismo y como no les respondí, pensaron que
los soldados me habían descubierto.

Luego de reírnos un buen rato por lo ocurrido, decidimos que si nos íbamos a ir, debía ser
esa noche y por el puesto estudiantil de la portería, aprovechando que Germán se
encontraba allí. Nos encaminamos resueltos y al llegar Germán nos propuso que dejáramos
que fuera un poco más tarde para hacerlo, al tiempo que nos previno en cuanto a que el
escape sobre un camión tenía sus riesgos y que si el ejército que hacía retén en la Glorieta
Norte, a unos 800 metros de allí, nos pillaba, lo más seguro era que nos llevaran detenidos,
luego de una buena golpiza.

Le dijimos que de todas maneras nos íbamos y empezamos a observar cómo era el discurrir
de los camiones hacia la glorieta. Al cabo de una hora ya sabíamos que de los camiones
que los estudiantes hacían parar frente a la universidad, el ejército paraba uno sí y otro no.
También pudimos comprobar que los únicos y los primeros que íbamos a intentar un escape
por esa vía, éramos nosotros tres, pero luego del rato que llevábamos esperando, se nos
unieron otros tres.

Antes de que el grupo fuera más grande, resolvimos que en el próximo camión que pasara y
que según nuestro cálculo de probabilidades no iba a ser detenido en el retén, partiríamos.
Cuando hicieron detener el siguiente, el mismo Germán, parado en el estribo de la puerta
habló con el conductor, para recomendarnos.

Escuché cuando Germán le dijo que el número de la placa del camión quedaba registrado y
que si intentaba pasarse de vivo y delatarnos o algo así, de todas maneras tendría que
volver a pasar por ahí y entonces debería atenerse a las consecuencias.

Cuando el hombre aceptó, Germán nos dijo en voz baja que subiéramos por la parte que
daba contra la universidad y nos ocultáramos bajo la carpa, creo que para evitar que la
policía, que estaba del otro lado de la vía, nos viera. Así lo hicimos y en últimas fuimos
como diez los que nos arriesgamos y subimos.
Era un gran camión cargado con bultos de cemento que aún estaba caliente y supuse que
venía de una planta cementera que había en Nobsa, cerca de Sogamoso. Apenas me estaba
acomodando bajo la carpa, en un sitio que yo mismo seleccioné, producto de mi
observación, que me indicaba que el lugar a donde los soldados llegarían más tarde, en caso
de que el camión fuera detenido, era justamente el lado contrario de aquel por donde
subimos.

Así que bajo esa pesada carpa y en el punto escogido, escuché cuando el camión empezó a
andar lentamente, al golpe de los cambios que hacían que el motor roncara de maneras
distintas y características. Traté de mantener la calma, pero mi corazón estaba más
revolucionado que el motor.

Ese trayecto me pareció una eternidad, a pesar de tener a nuestro favor la probabilidad de
que el camión no fuera detenido. Cuando me di cuenta, estaba inhalando polvo de cemento,
pero afortunadamente estaba muy a la orilla de la carpa y luego de levantarla un poco para
tomar aire fresco, miré hacia afuera y comprobé que efectivamente había policías sobre la
carrilera y que ya estábamos muy cerca del retén. O pasábamos, o pasábamos.

- ¡Alto! –gritó alguien desde el retén, mientras mi corazón quiso huir de mí


y empezó a galopar.

El motor desaceleró súbitamente al tiempo que los frenos resoplaron hasta detener la
pesada carga. Se escuchaban claro las voces de los soldados insistiendo que se detuviera y
estacionara a la orilla de la vía.

- ¡Ahí arriba vienen unos muchachos! -gritó el camionero, al tiempo que


descendía rápido del vehículo.

Yo caí de un salto y creo que empecé a correr antes de tomar contacto con el asfalto; corrí
como nunca antes lo había hecho. Recordé cuando Germán me dijo alguna vez que los
soldados no pueden correr como lo hace uno, por el peso del fusil. No quise voltear a mirar
a pesar de escuchar cuando algunos de mis compañeros gritaban al ser golpeados por los
militares. Corrí y corrí y sólo me detuve transcurridas por lo menos seis cuadras, solitarias
a esa hora. Podía escuchar con claridad como mi corazón palpitaba fuerte dentro del pecho
y en la boca un sabor parecido a lo que debe saber la sangre.

No continué por la avenida Colón, sino que tomé un atajo que yo conocía bien desde
cuando estudiábamos en la Escuela y lo recorríamos a diario con Ricardo. Era por donde
alguna vez funcionó el Centro de Zoonosis, luego el Matadero y recientemente
construyeron el nuevo Hospital San Rafael.

Llegué a la casa después de medianoche, agotado pero sabiendo que pude huir con bien
para poder contarlo algún día; mi madre pudo saber de mí y cuando le conté sucintamente
lo ocurrido, quedó preocupada por la suerte de Germán. Mi padre no se levantó, pero
seguramente supo de mi llegada, por la forma como me miró al día siguiente mientras me
sentaba a desayunar.

Después del mediodía llegó Germán y mientras almorzaba nos contó que esa madrugada la
policía, respaldada por el ejército entraron y lograron en un rápido movimiento retomar la
portería, que llevaba tres días en poder de los estudiantes. Nadie salió herido por fortuna.

Esa mañana hubo asamblea general y luego de un largo debate los estudiantes acordaron
desalojar, no sin antes pactar como condición de su salida, que a nadie se le pidiera
documento de identidad.

A las once de la mañana y por entre una calle formada por soldados, los estudiantes en una
fila de a tres y en absoluto silencio salieron.

Germán lucía diferente y nos contó que había tenido que rasurarse barba y bigote, pues
como andaban tras él, y de seguro iban a estar mirando atentos a la salida para capturarlo,
salió muy bien afeitado y peinado hacia atrás, ataviado con una bata blanca de laboratorio y
mezclado con un grupo de estudiantes costeños. Ahí jugaron a su favor el color de piel y
sus dotes de actor, para mimetizarse y lograr salir de esa situación extrema.

Mi padre nunca hablaba del tema si no era para recriminar lo que hacía Germán como líder
estudiantil, pero creo que íntimamente se veía reflejado en su hijo y actuaba de esa manera
pensando en la seguridad. Al fin y al cabo, cuando joven también fue militante de un
partido de oposición, con ideario claro, que predicaba la igualdad, el cambio, el gobierno
para el pueblo y por el pueblo y propendía por un Estado al servicio de los menos
favorecidos.

De otra parte, su acendrado sentido de la justicia estaba sin duda más cercano de la causa
solidaria de Germán, cuya lucha era por una universidad autónoma y foco del debate
nacional sobre los grandes temas sociales, para una mejor educación, por el derecho a la
tierra y en fin, por una sociedad más justa.

Pienso que más bien lo hacía por protegerlo y porque entendió que en los años setenta la
represión oficial y sus métodos de tortura y desapariciones, fácilmente podían convertir a
Germán en una víctima más. Por su parte, el ejército se sintió burlado por Germán, al saber
que pasó enfrente de sus narices y no pudieron reconocerlo, a pesar de que varios oficiales
y un perfilador de la inteligencia, con varias fotografías recientes le hacían seguimiento y
estaban presentes a la hora del desalojo.

Un año después regresé a la UPTC, ésta vez invitado por un grupo de estudiantes a ofrecer
un recital de música social o “de protesta” como se llamaba entonces, compartiendo con
otros cantautores. Vine acompañado por David Pineda como guitarrista y con nosotros vino
un muchacho boyacense de origen campesino, con un talento y una autenticidad
indiscutibles. Era Jorge Veloza Ruiz, a quien acompañábamos cuando cantaba “La lora
revolucionaria” y algunas otras de sus primeras composiciones, donde ya mostraba su
preferencia por la música campesina.

En esa oportunidad estrenamos una canción con letra de Celso Román y música de mi
creación, cuando Celso ya escribía bonito pero no lo sabía. La tituló Sinique, por el nombre
de una niña de la etnia guahibo, asesinada por el ejército en el curso de un “hecho
aislado”…”Una tarde en los esteros, muchas balas, muchas botas, dejaron sobre la tierra la
sangre de flores rotas…”

Para ese momento Germán ya hace parte de una nefasta lista negra y entiende que la
prudencia se ha convertido en cuestión de vida o muerte. Ya está trabajando sin saberlo en
su segundo par de alas, pues han transcurrido casi diez años desde su encuentro con el
Maestro del tiempo en la plaza de mercado de Tunja y desde entonces no ha tenido noticias
suyas.
El caso es que se ha echado sobre los hombros la responsabilidad que implica ser líder, en
una época particularmente complicada en lo social, sin el beneplácito de nuestro padre,
pero con la cariñosa e incondicional complicidad de nuestra madre, que sufría con cada
cosa que le contaban del movimiento estudiantil, alertándonos y pidiéndonos que
tuviéramos cuidado con lo que hacíamos.

Un año después, Reynaldo acompaña a Germán a Bogotá, para dialogar con sacerdotes del
grupo Golconda, entre ellos René García, con quien organizan una presentación en el
paraninfo de la UPTC, para conmemorar otro aniversario de la muerte de Camilo y el
descubrimiento de una placa alusiva a su sacrificio.
El Paraninfo está colmado. El cura René entra acompañado de un grupo de estudiantes y
ocupa el centro de la mesa, donde además están Reynaldo y German, quien como
Presidente del Consejo Estudiantil hace la presentación del sacerdote y luego una
disertación acerca de “La filosofía en los procesos revolucionarios”.
Desde el comienzo de sus estudios, Germán participa en el debate estudiantil alrededor de
la política universitaria, aprovechando cada espacio y cada foro, lo mismo que su propio
bagaje intelectual, construido con esfuerzo y disciplina de lectura desde muy joven.
Haber estado al tanto de lo que ocurría en los diferentes estamentos institucionales, su
cercanía con los trabajadores y sus luchas y el hecho de que leía analíticamente todos los
documentos que llegaban a sus manos, le permitieron una clara lectura y una comprensión
global de la universidad en diferentes momentos y en diversas áreas de la misión
institucional.

En 1968 Jorge Sierra llega a estudiar Ingeniería Metalúrgica a la UPTC, carrera con la que
su padre siempre soñó y decide hacerlo como una forma de tomar revancha en nombre de
su padre, con los supervisores de planta que algún día lo fastidiaron en Acerías Paz Del
Rio.
No es el típico “primíparo”, pues viene de hacer dos años de Ingeniería Mecánica en la
Universidad de América, en Bogotá. Políticamente también tiene experiencia y por eso
muy pronto contacta con las cabezas del movimiento estudiantil. Así es como ve por
primera vez al Presidente del Concejo Superior Estudiantil, el “Compañero Germán”, y
termina siendo uno de sus mejores amigos, en una época muy edificante e inspiradora para
toda su vida. Jorge evoca a propósito, que en el libro De mis Amigos, Henry Miller
escribió: “Cuando digo Amigos, lo hago con “A” mayúscula, porque éstos son del Alma”,
para significar la calidad de su amistad con mi hermano.
En una primera etapa, que transcurre en la universidad, conoce al Germán actor de teatro,
con una capacidad histriónica como el que más y al que equipara con Gustavo Angarita,
reconocido actor colombiano, no sólo por su parecido físico, sino por cierto énfasis
dramático con el que ambos actúan.
Viajan ambos a Bogotá con el propósito de ver “Marat Sade“, la obra de Peter Weiss donde
Gustavo hace el papel de Marat y Jorge recuerda a Germán recitando largos parlamentos de
esta grandiosa obra. También en su compañía conoce Ubú rey, obra de Alfred Jarry, de
donde le queda a mi hermano uno de los apodos con que fue conocido en el entorno teatral.
Igualmente conoce La Orgía de los Treinta de Enrique Buenaventura, en el montaje del
Grupo de Teatro del Valle y recuerda que el mismo autor lo felicitó por su papel en esta
obra, cuando participaron en un festival de teatro universitario. Germán es no solo amigo
de Jaime Barbini, sino su actor preferido y con él fundan en Tunja Los Espantapájaros,
grupo de teatro donde Guillermo Valencia, el talentoso “Teofagos Bacinilla” es su principal
exponente y un verdadero hermano para sus compañeros actores. Tiene una pierna más
corta y una cojera evidente que, sin embargo, casi nadie nota cuando está arriba del
escenario.
En medio de una de tantas revueltas estudiantiles, varios estudiantes, entre ellos Jorge y
Teófagos son expulsados de la universidad, señalados de haber participado, encapuchados,
en una toma al Concejo Superior Universitario. Germán cuenta que Teófagos, tiempo
después, le dice que no se explica cómo, entre tantos estudiantes, alguien lo hubiera
identificado precisamente a él. Luego de una ruidosa carcajada le dijo: y… ¿acaso cuántos
cojos había en la toma?
El humor negro es de su misma naturaleza y suele definir las cosas y los hechos a su
manera, como si tuviera su propio diccionario. Cierta vez llega al apartamento de Jorge en
Tunja y le cuenta entre risas que lo habían visitado “los niveladores de la propiedad
privada”. En otra ocasión le comenta que su compañero de cuarto se había ido de visita a
donde “las compañeras que nos detienen los flujos”.
Por sus maneras gentiles y consideradas en su trato con las damas, Germán es objeto de
afecto especial por parte de ellas, que se manifiesta espontáneamente, tal como ocurre en
cierta asamblea estudiantil, en la cual se decide por mayoría levantar el paro que exige la
salida del rector de la época, luego de que la universidad fuera cerrada y los estudiantes
enviados a vacaciones.
Al terminar su intervención y claramente frustrado declara levantada la asamblea y dice
que si todos deciden abandonar la causa, él se va a quedar solo, caminando por los pasillos
de la universidad con una pancarta que diga “Abajo el rector”. De inmediato, algunas
estudiantes se muestran conmovidas hasta el llanto por su gesto y se acercan a Germán para
ofrecerle su compañía incondicional con tal de que no se quede solo. El movimiento
continúa al regreso de vacaciones y al final logran sacar al rector.
Por la misma época, varios dirigentes estudiantiles son expulsados de la universidad, entre
ellos Jorge y Germán, hecho que los lleva a solicitar empleo como profesores en dos
localidades del norte de Boyacá. Jorge y otro estudiante van a la Normal de San Mateo,
mientras que Germán viaja hacia El Cocuy.
Cierto fin de semana Germán llega sorpresivamente de visita a San Mateo y los encuentra
justo cuando están finalizando una reunión con la Junta de Padres de Familia, quienes al
salir los invitan a departir con “una amarga”, como le dicen por esos lados a la cerveza.
Germán queda incluido en la invitación y la etílica celebración se extiende por varias horas.
Ya entrada la noche les dice que debe regresar al Cocuy; se levanta para ir al baño y
aprovecha para comentarle a Jorge en voz baja:
- Menos mal que por aquí la gente es muy sana y no sabe del movimiento
estudiantil que se vive en el país.
Pero mientras Germán está en el sanitario, el presidente de la Junta de Padres los llama a un
lado y les pregunta:
- ¿Ustedes si conocen a este señor que vino del Cocuy?
Ellos se miran sorprendidos ante la inesperada pregunta, pero antes de que alguno pueda
responder, les dice:
- Él es Germán Pinzón, el famoso guerrillero de Tunja.
En ese momento Germán viene del inodoro y les sonríe, como queriendo decir “ya sé de
qué hablan”. Toma su morral y se despide de todos, diciéndoles que el último bus para
Cocuy está de salida. Acuerdan con sus amigos que pronto irán a devolverle la visita, lo
cual no alcanzó a suceder, puesto que a los pocos días son llamados a presentarse en la
Secretaria de Educación. Allí se enteran de que a raíz de un requerimiento de la Junta de
Padres de Familia, han sido retirados de sus cargos.
El último periodo de esa gran amistad ocurre cuando Germán lo acoge en su apartamento
de Barranquilla y Jorge logra valorar la amistad y la solidaridad de su amigo en sus
verdaderas dimensiones. En esa época, Jorge se vincula como profesional a una reconocida
empresa y tiene ocasión de compartir ratos agradables con Germán y su familia.
Al poco tiempo, Germán es nombrado decano de psicología en la universidad donde labora
y es tal su interés por la causa social y el dominio de su área, que además de desempeñar la
decanatura saca el tiempo para compartir su conocimiento como catedrático en otras
universidades. De ahí nace otro mote que se gana en Barranquilla como el “profesor
buseta”, o simplemente “profe”.
Y es de esa manera como lo saluda un guarda de tránsito municipal, cuando en alguna
ocasión lo acompaño en su viejo Volkswagen por el centro de Barranquilla, mientras
hablamos de la preocupante corrupción en el sector público:
- ¡Ajá Profe, y tú qué!
Germán responde al saludo sacando su brazo izquierdo con la mano estirada y cuando está
bien cerca le entrega un billete. Luego, con ese acento costeño que de tanto vivir allá se le
alborota a veces, me dice:
- Ahí donde lo ves, ese man está pasado de la pea. Yo lo conozco. Lo
nombraron por recomendación política y sólo le dieron el uniforme. No
le pagan sueldo, así que tiene que rebuscarse como pueda.
- Claro que sí, para arriendo, el mercado, los servicios…
- No, que va. Es pa’ mamar ron.
Germán participó activamente como líder especialmente en dos huelgas. Una que pretendió
reivindicar como derecho el servicio de cafetería estudiantil, cuando quisieron eliminarlo y
otra que reclamó el cambio de Rector, ambas con resultados positivos para los reclamos del
estudiantado.
El discurso de Germán fue siempre contundente. El tono de su voz, la manera muy natural
de gesticular y su presencia física, logran efectos casi hipnóticos en el auditorio, a medida
que sus claros argumentos se van transformando en sutiles órdenes, casi subliminales y con
efectos altamente motivadores.

Germán luce carismático, navegando con solvencia dialéctica a través de su discurso


inteligente. Tiene una voz agradable y potente, gracias a su entrenamiento teatral, e ideas
maduras pero serenas acerca de la lucha que se libra. Por aquella época ya ha desplegado su
primer par de alas y en consecuencia tiene claros los conceptos de seguridad e identidad, en
cuanto a territorios de la conciencia.

Cuentan que en varias ocasiones dijo que “morir por la revolución es ganar un puesto de
honor en la historia” y a pesar de que jamás dijo pertenecer a grupo político alguno,
siempre se declara camilista convencido. Disfruta con las tertulias que se hacen en las
residencias estudiantiles y tiene fluida conversación con los estudiantes, quienes lo admiran
por ser muy cercano a sus preocupaciones y sus luchas.
Es indudable que la vida clandestina que le toca llevar, en una ciudad pequeña como Tunja,
cumple idóneamente su cometido como maestra de la prudencia, tarea bastante complicada
para un líder como él, que no puede claudicar en su lucha por causa de un exceso de
prudencia que logre inmovilizarlo.

El escritor Carlos Morales, que por entonces estudia en la UPTC y conoce a Germán, se
refiere a él en un libro de su autoría cuando, acompañado por el líder bumangués Jaime
Arenas, lideran una marcha en Tunja:
“Mientras avanzábamos por las empinadas calles de Tunja, Jaime Arenas arengaba y
nosotros repetíamos como un eco:

¡Todas las mañanas cuando sale el sol!


¡Todas las mañanas cuando sale el sol!
¡Sale Pastrana para el exterior!
¡Sale Pastrana para el exterior!
¡Robándose la plata de la educación!
¡Robándose la plata de la educación!
¡Y haciéndose el marica por televisión!
¡Y haciéndose el marica por televisión!

La marcha llegó triunfal hasta la calle aledaña a la Gobernación de Boyacá, donde esperaba
un escuadrón de policías que nos impidió el ingreso a la plaza de Bolívar. Los primeros
manifestantes les dijeron en tono de ruego:

- Déjenos pasar, es una marcha pacífica.


- No se puede. Órdenes superiores –les respondieron.
- Es una marcha pacífica- insistió Germán Pinzón.
- ¡No se puede!
Empezaron los empellones: los estudiantes empujábamos a los policías y estos respondían
con igual ímpetu.

Alguien tiró la primera piedra. Los policías respondieron con garrote. La siguiente rompió
un cristal de la gobernación, justo el de la oficina de mi tío, que a la sazón se desempeñaba
como secretario privado del gobernador. Infortunadamente para mi tío, quien fisgoneaba
haciendo cocos por la ventana, la piedra lo escalabró en la frente en el preciso momento en
que comprobaba que el que la lanzaba era nadie menos que su propio sobrino.

La pelea tomó proporciones épicas y pronto se convirtió en una verdadera batalla campal.
La policía lanzaba gases y nosotros les respondíamos con las piedras que las muchachas
traían afanosas en sus ruanas de colores. La policía ganaba terreno. Los estudiantes nos
replegábamos calle abajo, hacia la plaza de las Nieves.

El ejército apareció por la esquina del colegio Salesiano. Quedé acorralado y eché a correr
por la única calle que quedaba libre de fuerzas armadas. Tras de mí escuchaba las pisadas
de un soldado que me perseguía, su mano próxima a agarrarme de la chaqueta. Ya estaba a
punto de entregarme temiendo una “bala perdida”, cuando la mamá de un compañero de
estudios, que estaba parada frente a la puerta de su casa, me reconoció y me dejó entrar. El
soldado que me perseguía recibió el golpe seco del portazo en las narices.
Pasados los años y bien guardados los recuerdos de las luchas estudiantiles, Reynaldo es
invitado a Paipa con motivo de una reunión de líderes de izquierda y de otras corrientes, en
plan de reflexión y pensando desde entonces en la forma de aclimatar algún proceso hacia
la búsqueda de la paz.
En la mesa están el cura Bernardo Hoyos, Antonio Navarro Wolf y el General Matallana,
entre otros. De pronto Reinaldo es abrazado con fuerza por la espalda y cuando voltea a ver
encuentra a Germán Pinzón muerto de la risa. Le dice: “¿se asustó?”. Ambos ríen de la
broma y luego charlan por un buen rato. Le cuenta que viene con la delegación del cura
Hoyos y que está de docente en la Universidad del Atlántico. Parece que esta es la última
vez que este par de entrañables amigos se ven.
Cierto día anunciaron que de Bogotá había partido una marcha de estudiantes de la
Universidad Nacional que protestaban por el cierre de la universidad. Yo estaba en Tunja y
ese día me sumé a la marcha que tenía como destino Bucaramanga. Durante varias noches,
previas al arribo de los marchantes, los activistas de la UPTC hicieron estandartes con las
figuras de Camilo Torres Restrepo, el Che Guevara y Jorge Eliecer Gaitán.
El día que iba a llegar la marcha fueron a esperarlos a un monumento que en aquella época
llamaban y creo que aún llaman “Los Hongos”, al sur de Tunja. Cuando llegaron los
estudiantes de la UPTC con sus estandartes y consignas, ya estaba presente un grupo de
estudiantes también de la UPTC, que llevaban brazaletes y estandartes con las figuras de
Mussolini y el generalísimo Francisco Franco. Eran dirigidos por el profesor Corsi Otálora
y representaban la ultraderecha combatiente. Germán los miro y luego les dijo a quienes
iban con él a la vanguardia:
- ¡Vamos a asustarlos!
Arreciaron, cada grupo con sus propias consignas, hasta que la cercanía impedía entender
alguna de ellas. El caso es que se formó una batalla campal a punta de estandartes entre los
dos grupos de estudiantes y algunos resultaron heridos a golpe de estandartes, o mejor, de
los palos que los soportaban.
Reinaldo recuerda que Germán lo buscó después de la inédita batalla y le dijo, en medio de
una sonora carcajada: me dieron un Mussolinazo por las costillas, pero yo reaccioné y les
di su buen ¡Camilazo!
León Humberto Mojica fue otro amigo de Germán y compañero de jornadas en esa lucha
revolucionaria que siempre deja más frustraciones e indignación que alegrías, pero quien es
auténticamente revolucionario lo sabe. León, sin embargo, continúa fiel a ese destino y
lleva bastante tiempo dedicado a la literatura, al punto de tener reconocimientos al interior
del país y fuera de él. Me autorizó para transcribir algunos apartes de un poema “de largo
aliento”, como él mismo dice y que hace parte de su libro “Por el sendero del poema”.
Me he permitido titularlo:
GERMÁN PINZÓN, GUERRERO SOLITARIO
Guerrero solitario
del radical debate de consignas
urdiendo a la asamblea general
tramado con estrategias sintetizadas.

Con las últimas colillas


emerge tu voz grave
con aquel dejo tímido de decisión y,
como epidemia, el sectarismo
va doblegando su sabiduría,
dejando vislumbrar en el silencio
el desafío de la tarde sin horario
reglamento vigilante
seduciendo a los audaces amantes
de la libertad,
la justicia,
la verdad…

Debo aclarar que mi intención


nunca ha sido divisionista.
Se trata sencillamente
de una moción de orden
en el sentido de que,
teniendo en cuenta
lo avanzado de la hora
y la importancia del debate,
así sea sin permiso académico
la asamblea continúe
después de que los compañeros almuercen
y los novios hayan retozado plenamente
en los prados del campus universitarius…

Tómese una mi soldado de la patria


que las ruanas lo protegen del sargento
¿o es que ahora los hijos le cascan a los padres?
Por las calles una quebrada arisca
se desborda…

Artista de la arenga
sin ser paternalista o pedagogo.
Preciso. Sin pedantería erudita
para obnubilar.
De Serrat a Bienvenido Granda.
Ellos son de Boyacá y cantan en Barranquilla.
Aquel pequeño bar preferido de Daniel Santos
el único jefe que reconocemos.
¿Cuál comisión negociadora?
que las directivas bajen
y le expliquen a las estudiantes…

A aquel que despierta a Santa Clara


desde donde la historia
disparó una utopía
que ahora navega solitaria en el caribe
y de cuya tripulación seguramente
haces parte junto a Martí, Sandino, Camilo”.

12. ALAS DE LIBERTAD


No existe la libertad, sino la búsqueda de la libertad, y esa
búsqueda es lo que nos hace libres
Carlos Fuentes

He logrado comprender que se nace con una hoja en blanco entre las manos, para ir
escribiendo cada aprendizaje que se haga a lo largo de la vida. Sin embargo, hay millones
de seres que no alcanzan a escribir nada, pues por paradójico que resulte, un hecho como el
aborto sólo produce un único aprendizaje y es para el alma. Es posible que alguno de tales
seres haya logrado escribir muchas hojas en alguna vida anterior, pero en ésta sólo vino a
aprender cómo es eso de morir antes de nacer.

Todos los aprendizajes conducen a la libertad, como objetivo final de la existencia y más
que peregrinos, los seres humanos somos vagabundos que –sin saberlo- andamos buscando
un camino de regreso a la casa, que tiene obstáculos en forma de retos y dificultades de
todo orden que permiten el ejercicio de la inteligencia, en forma de opciones de adaptación.

Como todo final, esta particular historia de poder y libertad también tiene su comienzo y
para eso hay que ir a 1976 en algún sector de la ciudad de Barranquilla, a donde mi
hermano llegó, buscando su camino.

Un gran árbol de acacia, de los escasos sobrevivientes de su especie en toda la ciudad, cuyo
acelerado proceso de urbanización casi había hecho desaparecer las frondosas acacias de
las avenidas, pero sobretodo de los solares tradicionales, junto con chirimoyos, guanábanos
y mameyes.

En aquella esquina, la centenaria acacia acogía en su fronda una variedad de pájaros con
sus nidos y regaba su democrática sombra sobre el pavimento caliente, encima el cual se
juntaban los usuarios del servicio público de transporte. Por eso se acercaban hasta allí
también los de taxis, pues sin ser un sitio oficialmente autorizado para el acopio de
pasajeros, la informalidad costeña le había dado su aprobación en forma de costumbre.

Esa mañana, a las seis y media, tal como acostumbraba de lunes a viernes, Sandra ya estaba
ahí lista, con unos libros bajo el brazo y un gran bolso de lona que pendía de su hombro.
Morena hermosa y altiva, esa mañana lucía un vestido blanco con grandes cayenas rojas
que lograban resaltar su graciosa silueta en aquella esquina, casi sola a esa hora.
Aparece un taxi y se acerca despacio. Ella camina muy lento hasta el borde de la acera.
Desde adentro alguien abre la puerta trasera y ella sube. El coche amarillo parte de
inmediato y entonces la esquina queda vacía y triste.
Al lado del conductor va Fabio Franco con pinta de cachaco recién bañado y en la banca de
atrás Sandra Aguancha se acomoda al lado de Germán Pinzón. Los tres trabajan como
orientadores del área de sicología en la Escuela Normal de Sabanalarga y por comodidad
comparten el transporte. Todos se habían conocido en la Universidad de la Costa, donde
Germán es profesor de sicología. Sandra estudia en esa licenciatura y Fabio no está
vinculado con la universidad.
El taxi los lleva hasta el sitio de estacionamiento de los buses que viajan a Sabanalarga,
donde suelen tomar el vehículo de turno. Esta rutina se repite todos los días.
Entre Sandra y Germán empieza a surgir algo más que una cordial amistad entre colegas.
Viajan a diario muy juntitos y cualquier día, así como jugando, sus manos se encuentran
pero no tienen ganas de volver a su sitio habitual en el extremo de cada uno de sus brazos y
por eso se toman, nerviosas al principio y luego más colaborativas, volando a través del
estrecho espacio entre sus cuerpos, puesto que cuatro manos sienten más que dos, hasta que
cierto día sucedió aquello que sabiamente sentenció algún poeta loco: “Cuando el amor de
tu vida sostiene tu mano entre las suyas, ya no es tu mano, sino tu corazón”.
Así fue como nació el amor y en esa cálida atmósfera surgió también una amistad a prueba
de todo, que se mantuvo firme y supo ser leal incluso cuando alguna vez mermó la llama
del amor pasional. Con Germán, cuenta Sandra, nunca faltaban las anécdotas y las
situaciones a veces surrealistas en el día a día.
Espontánea y desabrochada para hablar, como buena costeña, recuerda que mientras
Germán estaba en plan de conquista, pero deseaba con ansiedad que ya fuera la colonia y
ella por decirle que estaba yendo muy rápido, simplemente le dijo que no fuera
“culipronto”. Germán reaccionó sonriendo, con esa expresión de niño que lo caracterizaba.
Hubo entre los dos una relación amorosa franca, sin secretos ni deslealtades, donde ambos
reconocieron su condición humana y por lo tanto la naturaleza imperfecta de su amor. Y
tanto fue así, que cuando Germán -tiempo después-, conoció en Cartagena y se enamoró de
Marta Oliveros, Sandra lo supo por él mismo y no hubo conflicto, pues ellos nunca
terminaron su relación de amistad, aun cuando ya no convivieran como pareja.
En algún momento, Sandra llegó a recriminar a Germán por no asumir plenamente su
relación con Martha, pero él le respondió con franqueza que aún la amaba, tanto como a
sus dos hijas y que la opción de terminar esa relación simplemente no la podía considerar,
pues frente a la disyuntiva que ella le planteaba, era incapaz de resolver, optando por una
de las dos.
Oriana, la mayor de sus hijas, heredó de su padre esa enorme capacidad de disfrute que
siempre le permitió a mi hermano soslayar hasta donde fue posible los momentos difíciles
y en esa medida ella goza de la vida y le “mama gallo” a las dificultades. Rosana, la menor,
es sicóloga y además la expresión viva del sentimiento, que vive en su voz encantadora y
en cada una de sus interpretaciones, cada vez que se para sobre la tarima, como profesional
del canto.
Sandra amó a Germán sin egoísmo, tal como es el verdadero amor. Recuerdo a propósito
algo que leí alguna vez en un texto de Osho y que retrata ese acuerdo consensuado y libre:
“Te amo si estás conmigo, pero si no estás conmigo, también te amo”.
El amor, que es emoción pero también es sentimiento, cumple la muy importante tarea de
despertar el espíritu, por dormido que esté, para impulsarlo a la acción y si el espíritu es la
fuerza del alma, ya vemos en que altos niveles espirituales se desempeña.
Germán llevaba casi diez años trabajando en docencia universitaria, actividad que
desarrollaba entre Cartagena y Barranquilla y estaba en ese proceso de adaptación a la
cultura costeña, tras relacionarse y lograr importantes vínculos con círculos académicos e
intelectuales de la región.
De no ser por una antigua preocupación que por suerte desaparecía por temporadas, sólo
para reaparecer tozuda a recordarle su vigencia con cada amenaza y cada atentado, hubiera
podido sentir la libertad de manera plena, tal como aquella a la que todos aspiramos. No
obstante, tenía lo que se pudiera llamarse calidad de vida, pues casi no había diferencia
entre lo que tenía y aquello a lo cual aspiraba. En esa medida era feliz.
Martha Oliveros y Germán se encontraron en 1980. Ella fue a la Universidad del Norte
para presentar examen de admisión en la Facultad de Psicología y Germán, quien cuidó el
examen fue un profesor –según ella- cachaco, alto, de cabello negrísimo y amplia sonrisa.
El grupo de aspirantes era de 120 jóvenes, de los cuales escogerían 60.
Martha entregó su examen al amable profesor y salió. No cruzaron palabra, pero durante
los dos años siguientes Martha lo vería por los pasillos de la Universidad con su andar de
carro “emprimerao” y siempre sonriente, acompañado por estudiantes que le seguían como
si se tratara del mismo Sócrates enseñando desde la mayéutica.
Cuando Martha llegó a quinto semestre, Germán fue su profesor en una asignatura llamada
Historia y Sistemas de la Psicología, basada en el estudio de las raíces filosóficas de la
psicología. Martha recuerda que su dominio del tema lo hacía un profesor brillante. Podía
moverse con erudición y propiedad desde el positivismo hasta la fenomenología,
recorriendo en el espacio que hay entre esos dos extremos, todas las vertientes psicológicas
y filosóficas: el psicoanálisis, el marxismo, el capitalismo, la escuela de Frankfurt, las
corrientes pragmáticas de Norteamérica e Inglaterra. Lo empezó a admirar como a un
apasionado y estudioso docente.
Los años de su formación fueron pasando y en 1984 Martha inició prácticas profesionales
en un prestigioso colegio de Barranquilla, al tiempo que se dedicaba a desarrollar su trabajo
final de grado.
Cierto día de noviembre de ese año, ya casi para terminar su recorrido académico y
graduarse, estaba en una reunión social en casa de una de sus compañeras de clase, cuando
llegó el conocido profesor Pinzón, quien también había sido invitado. Por primera vez
conversaron ellos dos de cosas que no eran académicas y ella se sorprendió cuando
Germán, cuatro años después, recordó que aquel día del examen de admisión, ella tenía un
vestido verde. Y era cierto.
Esa noche, al terminar la reunión, Germán se encargó de “repartir” a algunas invitadas,
entre ellas Martha. Con el tiempo descubriría que él tenía la costumbre de hacerlo con
cuanto amigo, vecino o conocido pudiera llevar en su famoso escarabajo.
Martha fue la última en ser llevada hasta su casa y desde ese momento no se volvieron a
separar. Al poco tiempo, Germán le entregó las llaves de su casa en la playa y una vez que
ella entró, sólo salió el día que las circunstancias los obligaron a un exilio dentro del país.
Un día Martha me confesó sinceramente que lo que Germán significó y aún representa en
su vida no es algo sencillo ni breve de describir.

- Lo más sencillo sería decir que es el padre de mis hijos. Real y


contundente, pero muy insuficiente. También puedo decir que Germán
fue mi marido. Igual, es real. Hasta el último segundo de su vida me sentí
y me siento su mujer. Y nunca he dejado de sentirme soltera por viudez.
En seguida me confió, con palabras llenas de amor y una digna expresión en su rostro:

- Pero nada de eso basta para expresar lo que significó en mi vida. Germán
fue mi manera de descubrir el mundo y la vida, “la de acá”, como una
vez el mismo me escribió. Fue mi puerta de entrada al goce del placer
más grande que yo puedo tener: la alegría de la conversación y el
encuentro con el otro. Germán fue mi Alter Ego.
Después me habló de sus diferencias, que entre ambos aprendieron a compartir para
suavizar. Ella terminó por aceptar que no había manera de que Germán hiciera cuentas, ni
que estuviera pendiente de facturas, pagos, etc. De eso se encargaba Martha. Punto. Y
continuó:

- Con Germán encontré también mis habilidades para la cocina y disfruté en


su compañía cuidando las plantas y el jardín, incluido el arbusto de
marihuana que él sembró en nuestro pequeño patio. Para su decepción,
resultó macho y nunca dio semillas, pero adornaba muy bellamente
nuestra jardinera.
Ellos podían amanecer conversando y escuchando Radio Habana Cuba, o cualquier otra
emisora del mundo. Hablando de todo y de nada.

- Invariablemente, cada noche al llegar de la Universidad- me dijo, -


esperaba a que me sentara a su lado y escuchara, con lujo de detalles, la
narración de lo que le había ocurrido ese día.
Germán era la alegría, el humor negro y fino, capaz de reírse de sí mismo, lo cual es la
esencia del verdadero buen humor y el reflejo de la inteligencia superior. Martha y mi
familia coincidimos en que su buen carácter y su temperamento alegre y tranquilo
constituyen aquello con lo que debemos quedarnos: su risa, su felicidad contagiosa, su
generosidad y aquella dulzura que poseía y prodigaba a borbotones.
En el conjunto residencial La playa, lugar apacible y alejado de Barranquilla, transcurrió su
vida de pareja que ya entonces compartían con Camilo Germán, su primer hijo. Allí
compartían con vecinos que terminaron siendo también su familia, entre ellos Álvaro Ortiz
y su esposa Rosita.
Las anécdotas son muchas, pero Martha recuerda una que considera genial.

- En alguna ocasión, Germán fue a la casa de nuestros amigos a compartir


unas cervezas con Álvaro. Al llegar el momento de despedirse, hacia la 1
o 2 de la madrugada, Germán le dice a Álvaro: “Hermano, nos tocó con
las puticas de siempre, a usted con la Rosita y a mí con la Martica,
porque no hay pa’ más. Allá me dejó prendido el bombillo rojo”.
Reímos de buena gana y luego Martha Oliveros, mi querida cuñada, termina su versión
abreviada de lo que yo supongo fue toda una vida de alegrías compartidas.

- Ese era él… así no más. Por mi parte, seguiré toda mi vida encendiendo el
foco rojo de la puerta de mi corazón, para que cada vez que Germán pase
lo vea y sepa que algún día nos volveremos a encontrar. Y entonces,
volveremos a reír, a conversar y a contarnos todo lo que durante este
tiempo ha estado pendiente.
Recuerdo que alguna vez, conversando con Germán en Toca, me dijo que aprender era un
ejercicio de la inteligencia y tenía como propósito crecer como persona en busca de realizar
algo en lo que se ha puesto la intención y el interés, no como una fría meta, sino como un
sueño y remató con una definición que no sé si era de su autoría o la aprendió de tantas
lecturas que hacía: “La inteligencia es la capacidad de adaptarse”.
Viendo ahora esa definición y asociándola con el concepto de la neuro plasticidad, que
conoce y explica bien el científico Rodolfo Llinás y que no es otra cosa que la adaptación
del tejido cerebral a nuevos retos de aprendizaje, cobra valor y vigencia aquella definición.
Parte de su costeña adaptación era disfrutar de la rica variedad de comida típica, ya fuera en
algún restaurante popular de Basurto o donde El Boni en Cartagena, o en un kiosco a la
orilla del mar en Puerto Colombia. Amaba todo lo popular, principalmente tratándose de
gastronomía, pues siempre le rehuyó a la culinaria sofisticada y los platos con nombres en
francés.
Debían ser las tres de la tarde de un claro domingo de mediados de agosto de 1983 y
andaba solo, luego de almorzar con sancocho de sábalo, donde Doña Mery, típico
restaurante que conocí años atrás, en compañía de Germán, mi hermano Guillermo y
Arturo Espinosa.
Mientras caminaba y pensaba, uno de sus pasatiempos favoritos, Germán recorría el
trayecto entre el malecom y las playas de Miramar, al borde de Puerto Colombia. Iba
planeando mentalmente un seminario que debía orientar la semana siguiente en la
Universidad del Norte y decidió disfrutar de la buena sombra que brindaba aquel lugar,
sentado en la banca de una solitaria lancha que estaba allí, amarrada de un cocotero.
Había transcurrido un rato cuando se le acercó un hombre con todas las características de
pescador y Germán pensó que se trataba del dueño de la lancha.
- Ajá Profe, ¡cómo va esa buena vida!
- Muy bien amigo; por aquí caminando y aproveché para descansar un rato.
Mientras miraba al pescador, cayó en la cuenta que lo había llamado “profe”, cosa que le
extrañó, pues con ese mote lo conocía mucha gente en Barranquilla, pero no así en Puerto
Colombia, a donde sólo iba esporádicamente.
- Pues con las alas que tienes ya no deberías caminar sino volar Germán.
- ¿Maestro? -preguntó Germán, mientras buscaba en esa piel curtida y
cubierta con una barba corta y entrecana, las facciones del viejo
conocido.
- Claro que soy yo y antes de que me lo preguntes, Carmina siempre te
recuerda, desde el plano a donde trascendió hace ya cinco años.
- ¡Qué tristeza me da!. Siempre la extraño y pienso en ella Maestro. A
ustedes les agradezco por su sabia orientación, la cual he seguido hasta
donde ha sido posible.
Cualquiera que los hubiera visto conversando, el uno sentado y el otro de pie, bajo la
sombra de aquel cocotero, jamás hubiera imaginado que se trataba de un encuentro entre
seres de diferentes planos de la realidad, retomando una antigua conversación alrededor del
complejo asunto de la conciencia.
En occidente sabemos de la materia, pero de una materia que contamina el conocimiento
incipiente que tenemos de la conciencia, haciendo que tengamos dificultad acerca de
conceptos como el poder y la libertad, a diferencia del mundo oriental, donde nos aventajan
en la conceptualización y por ende en la comprensión de tales asuntos.
- Es claro que no estoy aquí para modificar aquello que llaman destino, sino
para modular y en lo posible orientar la manera como lo vas asumiendo,
a medida que se presenta.
- Lo entiendo perfectamente, Maestro.
Se sentó al lado del profesor que se había convertido en alumno y sin más rodeos comenzó
a hablarle del tercero y último par de alas. Para entonces Germán ya había cumplido 37
años y a pesar de que ejercía su docencia con solvencia y su vida con decoro, se enfrentaba
a diario con un fantasma del pasado que lo perseguía como su sombra.
- Reconozco que has llegado a tal nivel de evolución, gracias a tus lecturas
principalmente, muy afines con tu área de desempeño, que ahora ya
puedes buscar los territorios del poder y la libertad, claro está, previo un
estudio en profundidad de los dos conceptos, de manera que puedas
completar tu dotación de conciencia, o sea, completar tus tres pares de
alas, pero vamos por partes.

Tras una pausa, añadió:

- Cuando descubres tu ser, te liberas de moldes y ataduras para conocer la


libertad en paz. Libertad significa tener el poder para ser, hacer, ir y
sentir lo que tu corazón te diga. Significa vivir bajo la dirección interna
de un espíritu pacífico y tranquilo, de lo íntimo y no bajo la presión de
aversiones, temores y apegos. Es poder desplegar las alas en un despertar
luminoso.

- ¿Crees que estás listo para darte cuenta del valor y la importancia de la
libertad verdadera, del poder?
- Creo que sí Maestro -respondió Germán, luego de oír el eco de las últimas
palabras del Maestro.
- Has llegado al comienzo del tercer nivel de conciencia, con las
herramientas idóneas para conquistar tu tercer par de alas, el más
poderoso de todos –dijo el Maestro a manera de motivación inicial.
Se acomodó al lado de Germán y entonces su explicación se hizo mucho más precisa y
detallada, entendiendo que el alumno ya tenía una clara comprensión de los dos niveles
anteriores de conciencia y que había expresado su deseo de entrar en dominio del
conocimiento que le permitiría completar una plena conciencia.
Le confió que solo pocos seres alcanzan a conocer y entender el poder y la libertad en todo
su verdadero significado, pues la mayoría de seres, por desconocimiento, pero
principalmente por falta de conciencia, se confunden y se quedan con algo parecido al
libertinaje y al poder físico, económico, político o sexual que pueden ejercer sobre los
demás.
Lo ilustró acerca de todo aquello que a la luz reveladora de la sintergética se sabe con
certeza. El poder tiene dos arquetipos: el sabio y el gobernante. La libertad, por su parte,
tiene otros dos arquetipos: el mago y el bufón.
El sabio comprende con toda claridad que su poder no solo es exterior, sino interior y se da
cuenta de que la verdad no está afuera, es decir, no depende de sentidos externos. El sabio
busca la verdad, con objetividad, pero también es consciente de que la verdad es compleja;
por tal razón percibe las verdades como relativas y asume la subjetividad como condición
humana inherente.
El verdadero poder consiste en ser capaz de ser uno mismo, cuando se tiene claro el
propósito por el cual se vive y se lucha, dejando atrás todos los personajes que uno ha
representado para otros a través de la vida. Una vida sin propósito, no vale la pena de ser
vivida.
En la medida que uno sea capaz de ser “el que es” y se permita actuar como tal, no sólo
sentirá el poder de ser auténticamente feliz, sino que experimentará la clara sensación de
libertad. La única obligación que todos tenemos en esta vida, es la de ser felices.
El tercer par de alas comprende el poder, en cuanto a ser consciente y ejercer con
propiedad aquello de lo que es capaz y la libertad de ser uno mismo. El neurotransmisor
encargado es la Vasopresina y al conquistar este par de territorios se consigue la esencia de
la libertad. Si lo logramos, tendremos en adelante con qué enfrentar los desafíos, la forma
de salir de las rutinas y principalmente, la palabra precisa.

Ser feliz no es estar alegre todo el tiempo, sino sentir y disfrutar esa sensación de saber que
uno está en el camino correcto, con un propósito claro y sin que sea significativa la
diferencia entre lo que se tiene y lo que se desea.
En todo reino hay un gobernante que sustenta el poder, que toma posesión de su territorio y
lo distribuye de manera justa y equitativa, es decir, distribuye el cuerpo físico entre todas
las células, cual luminoso holograma; distribuye el cuerpo energético en todos y cada uno
de los chakras o centrales energéticas y el cuerpo sutil, o alma, lo distribuye entre todos los
cuerpos que lo conforman.
Por lo anterior, el gobernante acepta la responsabilidad por el estado en que se encuentra su
vida, trata de curar las heridas y se preocupa por el bienestar del grupo al que pertenezca, o
mejor aún por la sociedad y el planeta. Cuando la gratitud se despierta y se manifiesta en el
gobernante, éste se convierte en mago.
Nuestro mago interior es el alma, que conoce las leyes del ritmo, en cuanto sabe identificar
períodos de abundancia y de carencia, de altas y bajas, de salud y de enfermedad. Por eso
sabe administrar los recursos del ser, considerando los ritmos naturales, es creador y por tal
razón es consciente de que él mismo está detrás de la inspiración. Vence el mal que lo
debilita y aprende a aceptar la voluntad del universo.
El bufón es el que goza de la vida, el único en el reino que puede burlarse hasta del rey y
sabe que no le pasará nada, porque el rey es él mismo. El bufón conoce todos los pasajes
secretos del reino y por eso hace el viaje al interior del mismo cada vez que lo desea. Frente
a la crisis, nos ayuda a salir dándonos gratitud, que nos conduce a percibir la crisis con
levedad, al restarle importancia a aquello que sea que nos agobia.

El siguiente texto es la transcripción de un manuscrito de Germán, encontrado tras su


muerte, en una agenda de 1990, es decir tres años antes de su muerte.

«Si “desaparezco” (que en Colombia equivale a la muerte) o si soy asesinado, sólo habrá
un responsable: El Estado y en concreto los servicios de inteligencia. Todavía más
específicamente, los comandantes de los organismos correspondientes a la Policía (SIJIN) y
Ejército (B2) y algunos agentes bajo su mando. Tengo la certidumbre de que estas acciones
son planeadas siempre por los propios comandantes de estos organismos y ejecutadas por
grupos de su confianza o por agentes que para el efecto se trasladan de una a otra
guarnición por todo el país.
En todas las brigadas existen estos grupos de sicarios (en algunas los llaman “Giles”).
Tienen un estatuto especial en los batallones y en algunos casos trabajan para los carteles
del narcotráfico. Sus miembros se reclutan entre los sujetos más descompuestos,
depravados y enfermos de las tropas. Generalmente son capaces de cometer los más
degradantes, criminales y cobardes actos de violencia (tortura, violaciones, asesinatos,
secuestros, extorsión, etc.)
Como la mayoría de los crímenes que cometen todos los días, el mío será un acto absurdo,
inútil, estúpido. Jamás he pertenecido a ninguna organización guerrillera. En mi época de
estudiante universitario fui un activista político de izquierda en grupos estudiantiles y
juveniles, que si bien es cierto simpatizaron con la lucha armada, se fueron disolviendo o
fueron engrosando diversas organizaciones legales.
Mi actividad fundamental en los últimos 18 años ha sido la docencia. Tremenda situación
para quienes como yo no tenemos otra alternativa que enfrentarnos a la posibilidad
cotidiana de ser asesinados. Sin una organización que nos proteja o nos envíe al exilio.
Enfrentado a buscar los medios para sostener a mis hijos, a caminar las mismas calles, a ser
un blanco fácil. A resignarme a morir sin esa exaltación póstuma que alienta a los que
tienen en el martirio una meta o una salida. ¿Quién, me pregunto, sino mis propios asesinos
van a reivindicar mi muerte como un acto de guerra, como un triunfo pírrico sobre “el
enemigo”?
Al Juancho no le valió de nada su invalidez. Nadie se conmiseró de su triste condición, de
nada le valió declarar que no creía en la guerrilla y en su proyecto mesiánico y autoritario.
De nada le valió que las propias organizaciones de izquierda lo consideraran una persona
que no merecía confianza, un provocador o un soplón. El no adoptó esta actitud por temor
o por táctica. ¡No! Simplemente pensaba así. Algo que aterra de verdad no es tanto la
decisión criminal de los asesinos, sino su estupidez. ¿Qué es lo que para ellos es
“subversivo”? ¿Quién para ellos es peligroso? ¿Qué es lo que pretenden proteger?
De nada le valió todo esto. Simplemente estaba en la lista. ¿Y quién elabora las listas?
Tengo la impresión de que es la guerra que se hace desde los escritorios. La guerra de los
que no están asumiendo los reales riesgos de la guerra. Un manejo burocrático de informes
de inteligencia que no se verifican, de datos de hace 20 o más años, como en mi caso.
Después de la cárcel y la tortura, de allanamientos en los que nada encontraron, después de
hacerme huir de mi tierra, de haberme sacado de mi trabajo. Después de 21 años de
ausencia absoluta de pruebas en mi contra, estoy en la lista, irremediablemente.»
A comienzos de Junio de 1993, Germán obtuvo su grado de Magister en Educación de la
Universidad Pedagógica Nacional, en Bogotá, postgrado al cual aplicó para mejorar su
posición en el escalafón docente, pero adicionalmente para escapar del asedio al que había
sido sometido en Barranquilla, por quienes buscaban eliminarlo físicamente, luego de
sobrevivir a un atentado en su casa de la playa en Puerto Colombia.
En los últimos tiempos dedicaba su conocimiento y experiencia a la promoción y defensa
de los derechos humanos, labor en la cual colaboró de manera solidaria desde Bogotá, con
el profesor Antanas Mockus, mientras adelantaba sus estudios.
Durante el tiempo que duró el postgrado, vivió en un apartamento que quedaba justo un
piso arriba del que ocupaba Matilde en Chapinero. Había aprendido a tomar mínimas
precauciones para no quedar expuesto a un eventual nuevo atentado.
Luego de un trabajo de diez años para conquistar los territorios de la consciencia, estaba
centrado en los del poder y la libertad. Había logrado modular sus miedos al comprender
que no podemos modificar, por mucho que lo intentemos, aquello que deba suceder con
nuestra vida. Unos lo llaman destino, otros creen que venimos a este plano de la realidad
con ciertos aprendizajes por hacer, los cuales requieren de determinadas lecciones y
también de las circunstancias que las propicien.
Había aprendido a respetar su propia libertad para vivir los ritmos y ciclos naturales y
sentía el poder de estar agradecido por todo, confiriéndole así levedad a sus preocupaciones
y temores.
No obstante, sabía que era posible que volvieran a atentar contra su vida y sin que llegara a
ser obsesivo, cambiaba sus rutas con frecuencia, llegaba temprano al apartamento y evitaba
rutinas en sus desplazamientos. Toda esa elaboración consciente le había permitido en
cambio, volcar su interés hacia quienes precisaban de ayuda en materia de derechos
humanos.
Era sábado, pasadas las tres de la tarde y Germán estaba leyendo, cuando sonó el teléfono.
- ¿Hablo con Germán Pinzón? -dijo la voz femenina al otro lado del
teléfono.
- Si señora -respondió, convencido que se trataba de una certificación que
habían quedado de entregarle en la universidad.
- Qué pena molestarlo, pero supe que usted trabaja con derechos humanos y
ocurre que tenemos un problema. Nuestro hermano desapareció y ya va
para un mes de eso. Estamos angustiados.
- Lo siento mucho señora. Yo no puedo hacer nada, pero hay una oficina en
el centro y si quiere con mucho gusto le digo con quien…
- No Don Germán -interrumpió -hemos ido a donde nos han dicho sin
ningún resultado. Alguien, en la oficina del profesor Mockus nos
recomendó hablar con usted.
- Ah, ¿pero ustedes ya fueron allá?
- Sí señor y a la Fiscalía, pero nada.
- En ese caso tendríamos que reunirnos con su grupo familiar. Yo tomaría
alguna información acerca de su hermano y de las circunstancias de la
desaparición, para llevarla a la oficina.
- Muchas gracias. Yo tengo una pequeña cafetería en Chapinero, al lado de
la iglesia de Lourdes -dijo la mujer y de inmediato le dictó la dirección.
- Estoy cerca y si no tiene inconveniente, ya mismo voy para allá -dijo
Germán, pero antes preguntó:
- Perdón, ¿cuál es su nombre?
- Muchas gracias de nuevo. Me llamo Amparo -dijo, antes de colgar.

La cafetería era pequeña y el espacio comprendido entre la puerta de entrada y la vitrina


refrigerada al fondo, era ocupado por dos mesitas con tres sillas cada una, las cuales se
mantenían generalmente ocupadas, pues ahí atendían todo lo de greca y cafetería.
El local funcionaba desde muy temprano en la mañana, hasta las diez de la noche. Pacho
era muy hábil conduciendo la bicicleta de los domicilios y hacía entregas en el populoso
sector de Chapinero alto. Trabajaba desde que era niño con su tía Maruja, propietaria del
negocio, quien le tenía mucho cariño y confianza.
Doña Maruja no había querido ampliar su negocio, pues el local que ocupaba había sido
antes la sala de su casa y mientras lo mantuviera así, se ahorraba el arriendo, puesto que
vivía sola en el segundo piso. Pacho vivía como a diez cuadras de ahí para arriba, sobre la
carrera tercera.
Eran las tres y media de la tarde cuando Amparo entró a la cafetería. Tres hombres
ocupaban la mesa cercana a la entrada y a una señal suya se movieron rápidamente,
tomando por la fuerza a Maruja, para luego llevarla al interior de la casa. Pacho estaba
entregando un domicilio.
Uno de ellos, el más fornido, le tapó la boca con una mano, mientras con la otra
inmovilizaba sus brazos, abrazándola. El local quedó solo por un momento. Amparo se
puso rápidamente un delantal y pasó tras la vitrina refrigerada.
Pacho llegó momentos después y cuando no vio a su tía y en cambio encontró que una
desconocida estaba “despachando”, corrió hacia el interior de la casa, donde los hombres
que habían entrado lo dominaron fácilmente. Los dos fueron amordazados y llevados a un
depósito pequeño que estaba detrás del local.
- Nos vamos a llevar al chino -dijo el que parecía estar al mando. Un rubio
de estatura mediana, con pelo largo y barba descuidada.
- Entrégueme la llave del garaje, -le exigió a Maruja el fornido; ella,
temblorosa, le entregó un llavero, indicándole con la mirada cuál era la
llave.
- Si llega a avisar a la policía, no lo vuelve a ver y usted también se muere,
¿entiende? -le gritó el que aún no había hablado, mostrándole al
muchacho y luego apuntándole a la cara con un revólver.

A continuación desataron a Maruja, no sin antes recordarle lo que le pasaría a su sobrino y


a ella, si llegaba a decir algo. Mientras que uno abrió el garaje desde adentro, otro fue por
la camioneta, que estaba cerca y la guardó. Cerraron de nuevo el garaje por dentro.
Germán acostumbraba informar hacia donde salía, como aquella tarde cuando bajó al
apartamento de Matilde y le dijo que iba a salir hasta el parque de Lourdes a hacer una
vuelta, pero no demoraría. Ella había estado recostada, cuidándose una gripa que se le
había complicado con laringitis y luego de escucharlo asintió con la cabeza y regresó a su
habitación.
Llegó pronto al parque de Lourdes, tras recorrer nueve o diez cuadras por la carrera trece y
pronto ubicó la cafetería. Entró y no tuvo necesidad de preguntar, pues una mujer con
delantal, muy atractiva por cierto, salió de atrás del mostrador y fue a su encuentro.
- Usted debe ser Don Germán, ¿cierto?
- ¿Doña Amparo?
- Sí señor, siga y hablamos aquí dentro, en la casa, porque aquí no hay
donde -dijo, mientras le mostraba una puerta que comunicaba el local
con la casa, al tiempo que le ordenaba a la mesera…
- Marujita, atienda mientras conversamos aquí adentro con Don Germán y
ya sabe, mucho cuidado.

Luego de invitarlo gentilmente a que se sentara en una de las sillas, alrededor de una mesa
que parecía servir de comedor, hizo lo propio, pero volvió a levantarse de inmediato.
- Mis hermanos están por llegar. ¿Qué le provoca mientras tanto?
- No señora, gracias -dijo Germán amablemente.

Pasados unos minutos, durante los cuales hablaron de la familia de Amparo, pero en vista
de que sus hermanos no llegaban, ella entró en el tema que los había convocado y empezó a
contarle, al tiempo que Germán iba anotando en su agenda; inicialmente le hizo saber que
su hermano Hernando, había sido líder comunitario durante varios años en uno de los
barrios populares, arriba de Chapinero, contra los cerros orientales…
Germán no supo en qué momento fue golpeado desde atrás y después ya no supo de sí
durante un largo rato. Al recobrar la conciencia y a pesar del dolor en la parte posterior de
la cabeza, Germán se dio cuenta de que había sido amordazado y atado de pies y manos, de
la misma forma en que habían procedido con el joven que lo miraba aterrorizado a su lado,
ambos recostados sobre el piso de lo que parecía ser una camioneta cerrada, o quizás, por
su forma rectilínea y una especie de claraboya en el techo, bien pudiera ser un pequeño
furgón.
Aparentemente llevaba un buen rato de recorrido cuando salió de una vía principal por
donde iba e ingresó a una calle lateral, de acuerdo con lo que se percibía desde donde
permanecían, sin saber hacia dónde eran conducidos.
El vehículo se detuvo y luego se oyó cuando alguien abrió una de las puertas delanteras. Se
escucharon unos pasos sobre la calle y luego se abrió la puerta trasera. Subió un hombre
que de inmediato desató al muchacho y finalmente le retiró de un tirón la cinta con la cual
había sido amordazado.
- Bueno chino, váyase de aquí y coma callado. Nosotros ya sabemos dónde
vive. ¡Pilas!
Pacho bajó de un salto y corrió hasta perderse de vista. Nuevamente el secuestrador cerró
desde afuera la puerta trasera y al momento el vehículo continuó su recorrido.
Tuvo que ser indefinible el sentimiento de impotencia que invadió a Germán, quien varias
veces había estado a centímetros de las fauces del monstruo y conocía su poder y su
extrema crueldad. Recordó cuando una vez fue torturado en el batallón de San Gil, atado de
pies y manos mientras era golpeado salvajemente. Justo en aquel momento, tirado sobre el
frío metal de la carrocería de aquel vehículo, supo que había logrado conquistar sus tres
pares de alas y estaba listo para volar.
Sabía exactamente el tamaño de la afrenta y todo parecía indicar que no había tiempo para
detener la marcha de aquello que estaba sucediendo. Respiró profundo y trató de ponerse
cómodo. Pensó:
- “Para quienes mueven desde arriba los hilos del asesino, alguien que
dedique su tiempo y su esfuerzo a la causa de los derechos humanos es
un objetivo militar, de tanto valor como el más sanguinario de los
terroristas. Y esa idea tan perversa, pone en igualdad de condiciones al
terrorista y al defensor de la vida, ante la superestructura inamovible y
fría que llaman Estado”.
La noche de los verdugos invisibles era joven y la víctima estaba servida.
En una habitación insonorizada y sombría, al fondo del garaje de un motel, cerca al centro
de Bogotá, tres hombres y una mujer habían bajado de un pequeño furgón a su víctima de
turno y habían llegado al lugar escogido y debidamente acondicionado.
El espacio estaba iluminado por un reflector que daba sobre la cabeza del torturado y
alcanzaba a proyectar sombras deformadas de tres actores sobre cuatro muros sucios: Ahí
estaban Germán y sus dos verdugos, quienes apenas precisaban de una silla para el
condenado, unas sogas y los instrumentos de tortura. En una esquina había una mesa y
sobre ella una greca de café, algunas toallas, una jarra con agua y tres vasos.
La mujer, una vez cumplida la orden que recibió, es decir, coordinar el entrampamiento y
acompañarlos al lugar, conduciendo el furgón, salió de allí en silencio y sin despedirse.
Lo que siguió no tuvo guion, pero tampoco espacio para la compasión, pues cualquier
sentimiento cedió su lugar a la irracional y clandestina rutina del verdugo, que pretende que
el condenado confiese algo que por inexistente es inconfesable, a fuerza del dolor infligido,
pero que de todas maneras ejecutan como parte de una especie de juicio grotesco, sin
cargos, sin defensa y sin juez.
Lo golpearon repetidamente en el cráneo, con odio y método aprendidos. Lo hicieron por
turnos y en cortas sesiones cada vez, pero sólo donde había cuero cabelludo, de tal manera
que no quedaran huellas visibles del traumatismo, con la fuerza y la intención precisas para
no matar, experticia conseguida seguramente tras una práctica de años.
Utilizaron unas bolsas diseñadas a propósito para que no produzcan heridas ni alcancen a
romper la piel, instrumentos de muerte debidamente codificados y probablemente
amparados por alguna licencia internacional.
Procedieron por turnos y sin cubrir sus rostros, con la certeza de que al final ya no habría
quien recordara y actuaron bajo la protección de alguna confiable y segura impunidad.
Pero Dios estuvo allí. Siempre estuvo presente en el dolor, el terror y la impotencia. En la
rabia y en la soberbia, pero también en la plena conciencia de quien sabe que ha cumplido
su propósito y está a punto de volar en libertad, con su poder intacto.
No eran las ocho de la mañana de un frío y gris domingo bogotano, cuando un automóvil
de placas particulares subió por la calle 53 en dirección este y se detuvo apenas unos
metros arriba del edificio donde vivía Germán. Alguien vio cuando descendió con
dificultad y alcanzó a notar cómo fue ayudado desde dentro del auto, que al alejarse
rápidamente iba ocupado por tres hombres.
Llegó hasta la puerta del edificio sin zapatos y caminando de manera errática.
Durante un rato se quedó ahí como ido, en medias y con la cédula de ciudadanía en una
mano. De no haber sido por Héctor, el compañero de Matilde, que salía a esa hora, se
hubiera quedado ahí con esa expresión de asombro quien sabe por cuánto tiempo más.
- No le vaya a decir nada a Matilde -le dijo Germán.
Héctor pensó que estaba ebrio, por el aspecto que tenía y por eso soslayó la advertencia. Lo
ayudó a entrar y cuando pasó con Germán del brazo frente al apartamento de Matilde, lo
hizo detener mientras entró y le dijo que Germán había llegado.
Momentos después, cuando Matilde subió, lo encontró tratando de salir por la ventana del
pasillo que daba a un patio interior, para ingresar a su apartamento del tercer piso por la
ventana de la cocina, que generalmente estaba abierta.
- No Germancito, qué está haciendo, espere.
- No sé qué hice las llaves -respondió.
Ella notó que tenía dificultad para moverse y pensó, tal como Héctor, que había estado
bebiendo. Tenía un hematoma abajo del pómulo izquierdo y le preguntó qué le había
pasado.
- Me atracaron anoche y me robaron –contestó, hablando con algo de
dificultad.
Luego de que mi hermana abriera el apartamento con un duplicado que siempre llevaba en
su llavero, Germán entró directamente a su cuarto y se quedó dormido enseguida. Matilde
cerró y bajó a su apartamento.
Jorge, que andaba de visita en Bogotá y tenía un apartamento cerca, pasando la calle, llegó
hacia el mediodía para invitarlos a almorzar. Matilde se disculpó por el malestar que tenía,
pero acompañó a Jorge hasta el apartamento de arriba a ver cómo seguía Germán.
Al rato, luego de que Germán se diera un baño y se cambiara, salieron a almorzar a uno de
los muchos restaurantes del sector, en compañía de Héctor, que ya había regresado. De
vuelta, Germán tropezaba demasiado, según anotó posteriormente Héctor y Jorge observó
que su posición al andar se fue tornando algo “simiesca”.
Jorge les dijo que iba a entrar un momento a su apartamento con el fin de despedirse de
Adrianita y Diego, sus hijos y Germán, dijo que también quería entrar. Subieron por el
ascensor.
Un rato después de que Jorge saliera hacia Tunja, Germán, que había estado recostado en
una de las camas, se sentó súbitamente y presentó vómito en proyectil, signo evidente de
grave daño neurológico a nivel cerebral y aunque sus sobrinos no lo sabían, fue tal el
impacto que les causó, que decidieron llevarlo de inmediato al Hospital San Ignacio, el más
cercano que había.

Permaneció en cuidados intensivos luego de que los médicos decidieran inducirle un coma,
debido a la masiva inflamación de su cerebro. En ese estado, las funciones vitales deben ser
apoyadas por instrumentos y equipos, pero se sabe que quedan resquicios no muy bien
identificados, a través de los cuales la conciencia permanece y el sentido de la audición
mantiene su función.

Antes de morir, lo cual ocurrió el miércoles 18 de Junio en la mañana, tuvo un destello de


conciencia: en cualquier momento olvidaré todo, menos a desplegar mis alas en libertad -
pensó, momentos antes de volar hacia la luz.

Me correspondió ayudar a cargar el féretro durante su sepelio, tomando una de las asas de
la parte delantera, y mientras caminaba con el cortejo hacia el altar, por el piso brillante de
aquella larga nave central, empecé a acariciar la idea de hacer algún día un homenaje a su
vida y su legado.
Desolado, tal como quedamos todos en mi familia y sin posibilidad de saber exactamente
quiénes fueron sus asesinos, decidí aplicar mi capacidad de imaginería a esta narración,
sabiendo de antemano que si bien no pude saber la plena verdad, por lo menos deja a los
verdugos en manos de la incorruptible e ineludible justicia divina y a nosotros lejos de
algún remedo de juicio, que en cada audiencia nos hiciera sentir de nuevo víctimas.
Es muy probable, tal como dijo alguien que lo conoció bien, en inspiradas palabras durante
su sepelio, que Germán hubiera invitado a sus torturadores a tomar café, antes de que
empezara la larga noche del martirio, una vez que asumió con entereza su condición de
víctima del sistema que nos domina a través de múltiples miedos, hecho que a la vez nos da
pistas para entender que el problema no está en la dominación en sí misma, sino en que
permitamos que tal dominación ocurra sin que hagamos algo para identificar el miedo,
encararlo y descubrir que es falso.
A pesar de la persistente lucha para que los derechos humanos prevalezcan, sigue vivo y
actuante un sistema que privilegia a los victimarios sobre las víctimas, a través del silencio,
de las falsas imputaciones, de la construcción de falsos delitos y de una impunidad
rampante, que ha convertido a toda jurisprudencia en retórica letra muerta, que sobrevive
paquidérmica e inútil, flotando sobre toneladas de expedientes que esperan su preclusión
por vencimiento de términos.
Antes de entrar a ese espacio de luz que apareció al frente, en medio del estado de coma,
Germán se vio de niño con el uniforme azul de Lobato y la pañoleta anudada al cuello que
le hizo mi madre, durante alguna de sus salidas en excursión a Sáchica, Motavita o a la
finca San Ricardo, en Tunja, divirtiéndose con sus compañeros de manada.
Recorrió sus años de colegio en Tunja y luego hasta la época universitaria, donde le surgió
del alma el don del liderazgo, que asumió resuelto a pesar de sufrir varios atentados contra
su vida, de haber estado preso y tener que padecer torturas, de las cuales logró salir con
heridas, pero con la fuerza de su espíritu intacta.
Revivió mentalmente su noviazgo con Marlene Forero y luego su matrimonio en la
parroquia del Puente de Boyacá. Los años de semiclandestinidad luego de su paso por la
Escuela Militar, pasaron ante sus ojos vertiginosamente y evocó entonces su romance con
Yadira Román, del cual quedó su hijo Germán Alberto.
Recordó los años de hogar, tiempo y amor compartidos sin ambages ni mentiras entre
Cartagena y Barranquilla, donde pudo ejercer la paternidad, el más sagrado de los
magisterios, con la amorosa y solidaria compañía de Sandra y Martha, mujeres inteligentes
que supieron sacar adelante a sus hijos, ambas con el respaldo de Germán, al tiempo que
ejercían sus profesiones.
Pensó en cada uno de ellos y de la manera más fidedigna los tatuó en su mente, consciente
como estaba, de que al momento de morir viene el ángel custodio de la vida y de la muerte
y amorosamente borra todos nuestros recuerdos de esta existencia, para que cuando
regresemos en otro cuerpo, traigamos solamente las lecciones aprendidas y las tareas que
nos sean asignadas para seguir evolucionando.
Los misteriosos y providenciales encuentros con el Maestro del tiempo se revelaron vívidos
en la pantalla de su mente, primero en Tunja, luego en Bogotá y finalmente en Puerto
Colombia.
Cuando definí el título de éste último capítulo, luego de ensayar varios y borrar otros
tantos, entró un colibrí por la ventana entreabierta de mi estudio; voló hasta quedar frente a
mí, fijo en un lugar a unos treinta centímetros arriba de la pantalla del ordenador, mientras
movía vertiginosamente sus alas durante unos tres segundos, antes de volver por donde
entró, sin vacilar. Me levanté rápido y logré ver cuando se dirigió hasta el limonero que
crece frente a la ventana, donde se posó.
Por detallar la iridiscencia de su verde plumaje, los visos magenta que explotaban en su
pecho y el halo luminoso alrededor de su vigoroso aletear, no vi sus ojos, pero estoy seguro
que me miraron compasivamente desde los confines de un alma conocida.
He oído que cuando un colibrí se nos acerca sin temor, es el alma de un ser querido que nos
quiere saludar. Esta vez fue más que eso. Sentí cercana el alma de Germán para hacerme
saber que es feliz, que me anima a seguir adelante con esta narración y que allí donde se
halla está en paz y al tanto de la familia.
También percibí una reiteración a la prudencia, la que siempre nos pidió si llegaba a ser
objeto de asesinato, en cuanto a que no era prudente que expusiéramos nuestras vidas
tratando de averiguar quiénes lo habían hecho. Él ya los perdonó. El mensaje fue recibido y
entendido desde entonces.
Dijo alguna vez Sri Paramahansa Yogananda: “Cuando llegaste a este mundo, tú llorabas
mientras los demás sonreían. Deberías vivir tu vida de tal manera que cuando partas de este
mundo, todos lloren mientras tú sonríes”.

Sin pretender hacer alguna interpretación, puesto que el pensamiento es sabiamente claro,
pienso que cuando una persona como Germán, que vivió honestamente en función del
servicio a los demás, que amó incondicionalmente, sin filtro, sin condición y sin culpa,
llega al bardo de su propia muerte, parte envuelto en la amable atmósfera de la verdadera
libertad, con una gran sonrisa en su rostro.

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