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ANEXO 4| Cuento

Los seis sirvientes


En tiempos pasados vivía una reina anciana que era muy
malvada y su hija era la
doncella más hermosa bajo el sol. La anciana, sin embargo, no
tenía ningún otro
pensamiento que tratar de llevar la humanidad a la destrucción y
cuando un pretendiente aparecía, ella decía que quienquiera
deseara tener a su hija, debía realizar
primero una tarea que ella asignara. Si fallaba, trabajaría como
su esclavo por el
resto de su vida.
Muchos habían sido deslumbrados por la belleza de la hija y se
habían arriesgado,
pero nunca pudieron llevar a cabo lo que la anciana les impuso
hacer, así que ella
no tuvo ninguna piedad para nadie; se quedaron para siempre al
servicio de la anciana como esclavos. El hijo de cierto rey que
también había oído de la belleza de
la doncella, dijo a su padre:
—Déjame a mí ir allá, quiero pedirla en matrimonio.
—Nunca —contestó el rey—; si llegaras a ir, eso sería tu
esclavitud.
Por ello, el hijo cayó en cama y estaba gravemente enfermo.
Durante siete años estuvo así y ningún médico podía curarlo.
Cuando el padre vio que no había ninguna
esperanza, con un corazón muy triste le dijo:
—Bien, ve allá, e intenta tu suerte, ya que no sé de ningún otro
remedio para tu mal.
Cuando el hijo oyó aquello, se levantó de su cama y sintiéndose
bien otra vez, con
júbilo salió a su camino.
Y sucedió que cuando guiaba a su caballo a través de un brezal,
vio desde lejos
algo como un gran montón de heno sobre la tierra, pero cuando
estuvo más cerca, pudo ver que era el estómago de un hombre,
que se había acostado allí. Su
estómago parecía una pequeña montaña. Cuando el hombre
grande y gordo vio al
viajero, se levantó y dijo:
—Si usted necesita algún ayudante, tómeme a su servicio.
El príncipe contestó:
—¿Y qué podría hacer con un hombre tan grande como tú?
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—Ah —dijo él—, eso no es nada, cuando me estiro bien, soy tres
mil veces más
gordo.
—Si ese es el caso —dijo el príncipe—, puedo hacer uso de ti,
ven conmigo.
Entonces el hombre grande siguió al príncipe y al ratito se
encontraron a otro hombre que yacía en tierra con su oído
puesto sobre el césped.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó el hijo del rey.
—Escucho —contestó el hombre.
—¿Y qué estás escuchando tan atentamente?
—Escucho todo lo que sucede en el mundo, ya que nada evita
mis oídos; hasta
oigo el crecimiento de la hierba.
—Dime —dijo el príncipe—, ¿qué oyes en la corte de la vieja
reina que tiene a la
hermosa hija?
Entonces, él contestó:
—Oigo zumbar el látigo que golpea la espalda de un
pretendiente.
El hijo del rey dijo:
—Puedes servirme, ven conmigo.
Y siguieron adelante. Luego vieron yaciendo un par de pies y
parte de un par de
piernas, pero no podían ver el resto del cuerpo. Cuando habían
andado una gran
distancia, llegaron al tronco del cuerpo y por fin, a la cabeza
también.
—¡Caray! —dijo el príncipe—, ¡qué tipo tan alto eres!
—Ah —contestó el hombre alto—, no es nada en absoluto aún;
cuando realmente
estiro mis miembros, soy tres mil veces más alto, y más alto que
la montaña más
alta en la tierra. Entraré de buena gana en su servicio, si usted
me acepta.
—Ven conmigo —dijo el príncipe—, puedes servirme bien.
Y continuaron adelante y encontraron luego a un hombre
sentado en el camino
quién tenía cubiertos sus ojos. El príncipe le preguntó:
—¿Tiene ojos débiles que no puedes mirar la luz?
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—No —contestó el hombre—, pero no debo quitarme la venda,
pues lo que miro
con mis ojos, se rompe en pedazos, ya que mi vista es demasiado
poderosa. Si
usted puede usar eso, me alegraré de servirle.
—Ven conmigo —contestó el hijo del rey—. Podré hacer uso de
ti.
Ellos siguieron adelante y encontraron a un hombre que yacía en
la caliente luz del
sol, temblando y temblando de frío por todas partes de su
cuerpo, sin un miembro
que se estuviera quieto.
—¿Cómo puedes temblar cuando el sol brilla tan caliente? —
preguntó el hijo del
rey.
—Soy de una naturaleza completamente diferente —contestó el
hombre—. Mientras más calor haya, más frío estoy yo, el hielo
penetra por todos mis huesos; y
mientras más frío haya, más caliente me pongo. En medio del
frío, no puedo soportar mi calor y en medio del calor, no puedo
soportar mi frío.
—Realmente eres un compañero extraño —dijo el príncipe—,
pero si quieres entrar a mi servicio, sígueme.
Siguieron adelante y encontraron a un hombre de pie quien
estiraba un largo cuello
y miraba alrededor de él, pues podía ver sobre todas las
montañas.
— ¿Qué estás mirando con tanto interés?—preguntó el hijo
del rey.
El hombre contestó:
—Tengo ojos tan agudos que puedo ver dentro de cada bosque y
campo, colina y
valle, por todo el mundo.
El príncipe dijo:
—Ven conmigo, si es tu voluntad, ya que también puedo
necesitar a alguien así.
Entonces el hijo del rey y sus seis sirvientes llegaron a la ciudad
donde la reina
anciana moraba. Él no le contó quién era, pero dijo:
—Si usted me da a su hija hermosa, realizaré cualquier tarea que
me encomiende.
La bruja estuvo encantada de atrapar a tan galante joven en su
red, le dijo:
—Te pondré tres tareas: si eres capaz de realizarlas todas, tú
serás el dueño y
esposo de mi hija.
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—¿Cuál es la primera?
—Debes traer mi anillo, que se me cayó en el Mar Rojo.
Entonces el hijo del Rey se fue a casa, se reunió con sus
sirvientes y les dijo:
—La primera tarea no es fácil. Un anillo debe ser sacado del Mar
Rojo. Vengan,
encuentren algún modo de hacerlo.
Entonces el hombre con la vista aguda dijo:
—Veré donde está —y miró hacia abajo, en el agua, y dijo—: está
pegado allí, en
una piedra puntiaguda.
El hombre alto los llevó a todos hasta allá, en tres zancadas de
sus largas piernas,
para decir cuando llegaron a la orilla:
—Yo lo sacaría pronto, si pudiera verlo.
—¡Ah!, ¿es eso todo? —gritó el hombre grande.
Y se acostó, puso su boca en el agua, hacia donde todas las olas
se dirigieron,
justo como si aquello fuera un remolino, y él terminó de beber el
mar entero, de
modo que quedó tan seco como un prado. El hombre alto se
inclinó un poco, y sacó
el anillo con su mano. Entonces el hijo del Rey se alegró cuando
ya tenía el anillo,
y lo llevó a la vieja reina. Ella quedó sorprendida, y le dijo:
—Sí, este es el anillo correcto. Has realizado sin peligro la
primera tarea, pero
ahora viene la segunda. ¿Ves el prado delante de mi palacio?
Trescientos bueyes
gordos se alimentan allí y deberás comerlos todos completos:
carne, piel, pelo,
huesos, cuernos y todo. Luego, abajo en mi sótano hay
trescientos barriles de vino,
y debes beberlos todos también. Y si un pelo de los bueyes o una
pequeña gota
del vino es dejada, quedarás esclavizado inmediatamente.
—¿Puedo invitar a alguien a esta comida? —preguntó el príncipe
—. Ninguna comida está bien sin alguna compañía.
La anciana se rió con malevolencia y contestó:
—Puedes tener un invitado por compañerismo, pero no más.
El hijo del rey fue adonde sus criados y dijo al hombre grande:
—Tú serás mi invitado hoy y comerás intensamente.
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En ese momento, el hombre grande se estiró y se comió a los
trescientos bueyes
sin dejar un solo pelo. Luego preguntó si solamente iba a tener
eso de desayuno.
Entonces se bebió el vino directamente de los barriles sin
necesidad de un vaso y
lamió la última gota de sus uñas. Cuando la comida estuvo
terminada, el príncipe
fue donde la anciana y le dijo que la segunda tarea también ya
había sido realizada.
Ella se extrañó de eso y dijo:
—Nadie ha hecho nunca tanto antes, pero todavía queda una
tarea.
Y ella pensó para sí: “¡No te me escaparás, y no te quedarás sin
ser mi esclavo!”
Le dijo al príncipe:
—Esta noche traeré a mi hija a tu cámara y pondrás tus brazos
alrededor de ella,
pero cuando se sienten juntos, evita el dormirte. Cuando den las
doce, vendré, y si
ella no está entonces en tus brazos, estarás perdido.
El príncipe pensó que la tarea era fácil, definitivamente solo
debía mantener sus
ojos abiertos.
Sin embargo, él llamó a sus criados, les dijo lo que la anciana
había dicho, y comentó:
—Quién sabe qué traición estará al acecho detrás de eso. La
previsión es una
cosa buena de mantener en cuenta y ustedes velarán porque la
doncella no vaya
a salir de mi cuarto otra vez.
Cuando la noche cayó, la anciana vino con su hija, y la dejó en los
brazos del príncipe. Entonces el hombre alto rodeó a los dos en
un círculo, y el hombre grande se
colocó en la puerta, de modo que ninguna criatura viva pudiera
entrar.
Allí estuvieron los dos sentados, y la doncella no dijo nunca una
palabra, pero la
luna brillaba por la ventana en su cara y el príncipe podía
contemplar su belleza maravillosa. Realmente él la miraba
fijamente, y se sintió lleno de amor y felicidad; y
sus ojos nunca se sintieron cansados. Así duró hasta las once,
cuando la anciana
dijo unas palabras mágicas sobre todos ellos para dormirlos y, en
ese mismísimo
momento, la doncella fue sacada de la habitación.
Entonces todos ellos durmieron profundamente hasta las doce
menos cuarto,
cuando la magia perdió su poder y todos despertaron de nuevo.
—¡Ah, miseria y desgracia! —gritó el príncipe—. ¡Ahora estoy
perdido!
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Los fieles criados también comenzaron a lamentarse, pero el
hombre oyente dijo:
—Silencio, quiero escuchar.
Entonces, él escuchó durante un instante y les dijo:
—Ella está en una roca, a trescientas leguas de aquí, lamentando
su destino. Solo
tú, hombre alto, puedes ayudarla; si te levantas bien alto, estarás
allí en un par de
pasos.
—Sí —contestó el hombre alto—, pero el de los ojos poderosos
debe ir conmigo,
así podremos destruir la roca.
Entonces el hombre alto montó al de los ojos vendados en su
espalda y en un
parpadear de ojos estaban en la roca encantada. El hombre alto
inmediatamente
quitó la venda de los ojos del otro. Él no hizo más que mirar
alrededor y la roca
estalló en mil pedazos.
El hombre alto tomó la doncella en sus brazos, la regresó en un
segundo, luego
trajo a su compañero con la misma rapidez y, antes de que
fueran las doce, todos
ellos se sentaron como se habían sentado antes, completamente
alegres y felices.
Cuando dieron las doce, la bruja anciana vino, mostrando una
cara malévola, que
parecía decir: “Ahora ya él es mío!”, ya que ella creyó que su hija
estaba en la roca
a trescientas leguas. Pero cuando ella la vio en los brazos del
príncipe, se alarmó
y se dijo: “Aquí hay uno que puede más que yo!”
No se atrevió a hacer ninguna oposición y fue obligada a darle su
hija, pero le susurró en su oído,
—Es una desgracia para ti tener que obedecer a gente común y
que no puedas
elegir a un marido a tu propio gusto.
Con eso, el corazón orgulloso de la doncella se lleno de cólera y
meditó una venganza. A la mañana siguiente ella hizo que
trescientos grandes bultos de madera
fueran reunidos juntos para una hoguera y dijo al príncipe que
aunque las tres
tareas habían sido realizadas, ella todavía no sería su esposa
hasta que alguien
estuviera listo a sentarse en medio de la madera encendida y
aguantar el fuego.
Ella pensó que ninguno de sus sirvientes se dejaría quemar por el
príncipe, sacrificándose por él, y que por el amor que sentía por
ella, él mismo se colocaría sobre
el fuego y luego ella sería libre. Pero los sirvientes dijeron:
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—Cada uno de nosotros ha hecho algo, excepto el hombre del
fuegui-frío, ahora
será su oportunidad.
Y lo pusieron en medio del montón de madera, y prendieron el
fuego. Entonces la
madera comenzó a quemarse, y hubo fuego durante tres días
hasta que toda la
madera se consumió. Y cuando las llamas se habían consumido,
el hombre del
frío-calor estaba ahí de pie entre las cenizas, temblando como
una hoja de álamo
temblón, y diciendo:
—Nunca sentí tal helada durante toda mi vida; ¡si esto hubiera
durado mucho más,
ya estaría entumecido!
Como ya ningún otro pretexto podía ser encontrado, la hermosa
doncella quedó
ahora obligada a aceptar a aquel joven desconocido como su
esposo. Pero cuando
iban para la ceremonia, la anciana se dijo: “No puedo soportar
esta desgracia”.
Por eso envió a sus guerreros tras ellos con órdenes de reducir a
todo el que se
les opusiera y que le trajeran de regreso a su hija.
Pero el hombre oyente había afilado sus oídos y había escuchado
las órdenes de
la anciana.
—¿Qué haremos? —preguntó el hombre grande.
Pero ya él sabía qué hacer y escupió detrás del carro un par de
veces un poco del
agua de mar que había bebido, y un gran mar se levantó en el
que los guerreros
fueron atrapados y ahogados. Cuando la bruja vio lo sucedido,
envió a sus caballeros armados; pero el hombre oyente escuchó
la agitación de las armaduras y quitó
la venda de un ojo del hombre de los ojos poderosos, quién miró
un rato fijamente
a las tropas del enemigo, y todas sus piezas saltaron en pedazos
como el cristal.
Entonces, el joven y la doncella continuaron su camino tranquilos
y cuando había
terminado la ceremonia, los seis sirvientes decidieron terminar
sus servicios, y
dijeron a su señor:
—Sus deseos están satisfechos ahora, ya no nos necesita,
seguiremos nuestro
camino y buscaremos nuestras fortunas.
El príncipe les pagó sus servicios y se fueron.
A media legua del palacio del padre del príncipe había un pueblo
cerca del cual un
porquero atendía su piara y cuando llegaron allí, el príncipe dijo
a su esposa:
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—¿Sabes quién soy realmente? No soy ningún príncipe, sino un
pastor de cerdos
y el hombre que está allí con aquella piara, es mi padre. Nosotros
dos tendremos
que ponernos a trabajar también y ayudarlo.
Entonces él bajó con ella a la posada y en secreto pidió a los
posaderos llevarse
la indumentaria real durante la noche. Así que cuándo ella
despertó por la mañana, no tenía nada para ponerse, y la esposa
del posadero le dio un viejo vestido y
un par de medias de estambre, lo que le pareció que debía
considerarlo un gran
presente, y dijo:
—¡Si no fuera por el bien de su marido yo no le hubiera dado
nada en absoluto!
Entonces la princesa creyó que él realmente era un porquero y
atendió la piara con
él, y pensó:
—He merecido esto por mi altivez y orgullo.
El trabajo duró toda una semana y no pudo soportarlo más, ya
que tenía llagas en
sus pies. Luego llegó un par de personas que preguntaron si ella
sabía quién era
su marido.
—Sí —contestó—. Él es un porquero y acaba de salir con cuerdas
para tratar de
realizar un pequeño trato.
Pero ellos dijeron:
—Sólo venga con nosotros y la llevaremos donde él.
Ellos la llevaron hasta el palacio y cuando ella entró en el salón,
allí estaba su esposo con su vestido real.
Pero ella no lo reconoció hasta que él la tomó en sus brazos, la
besó y le dijo:
—Sufrí mucho por ti y ahora tú también has tenido que sufrir por
mí.
Y luego otra boda oficial real fue celebrada y, quien les ha
contado todo esto, hubiera deseado estar en la fiesta.
Cuento de los hermanos Grimm
Enseñanza del cuento:
Cuando se hace una labor o trabajo, siempre hay que buscar y
usar la herramienta
que sea más útil para cada caso.

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