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En tiempos pasados vivía una reina anciana que era muy malvada y su hija era la
doncella más hermosa bajo el sol. La anciana, sin embargo, no tenía ningún otro
pensamiento que tratar de llevar la humanidad a la destrucción y cuando un
pretendiente aparecía, ella decía que quienquiera deseara tener a su hija, debía
realizar primero una tarea que ella asignara. Si fallaba, trabajaría como su
esclavo por el resto de su vida.
—Ven conmigo —contestó el hijo del rey—. Podré hacer uso de ti.
—¿Cómo puedes temblar cuando el sol brilla tan caliente? —preguntó el hijo
del rey.
—Soy de una naturaleza completamente diferente —contestó el hombre—.
Mientras más calor haya, más frío estoy yo, el hielo penetra por todos mis
huesos; y mientras más frío haya, más caliente me pongo. En medio del frío, no
puedo soportar mi calor y en medio del calor, no puedo soportar mi frío.
—Realmente eres un compañero extraño —dijo el príncipe—, pero si quieres
entrar a mi servicio, sígueme.
El hombre contestó:
—Tengo ojos tan agudos que puedo ver dentro de cada bosque y campo, colina
y valle, por todo el mundo.
El príncipe dijo:
—Ven conmigo, si es tu voluntad, ya que también puedo necesitar a alguien así.
Entonces el hijo del rey y sus seis sirvientes llegaron a la ciudad donde la reina
anciana moraba. Él no le contó quién era, pero dijo:
—Si usted me da a su hija hermosa, realizaré cualquier tarea que me
encomiende.
La bruja estuvo encantada de atrapar a tan galante joven en su red, le dijo:
—Te pondré tres tareas: si eres capaz de realizarlas todas, tú serás el dueño y
esposo de mi hija.
¿Cuál es la primera?
Entonces el hijo del Rey se fue a casa, se reunió con sus sirvientes y les dijo:
—La primera tarea no es fácil. Un anillo debe ser sacado del Mar Rojo. Vengan,
encuentren algún modo de hacerlo.
Y se acostó, puso su boca en el agua, hacia donde todas las olas se dirigieron,
justo como si aquello fuera un remolino, y él terminó de beber el mar entero, de
modo que quedó tan seco como un prado.
El hombre alto se inclinó un poco, y sacó el anillo con su mano. Entonces el hijo
del Rey se alegró cuando ya tenía el anillo, y lo llevó a la vieja reina. Ella quedó
sorprendida, y le dijo:
—Sí, este es el anillo correcto. Has realizado sin peligro la primera tarea, pero
ahora viene la segunda. ¿Ves el prado delante de mi palacio? Trescientos bueyes
gordos se alimentan allí y deberás comerlos todos completos: carne, piel, pelo,
huesos, cuernos y todo. Luego, abajo en mi sótano hay trescientos barriles de
vino, y debes beberlos todos también. Y si un pelo de los bueyes o una pequeña
gota del vino es dejada, quedarás esclavizado inmediatamente.
Le dijo al príncipe:
—Esta noche traeré a mi hija a tu cámara y pondrás tus brazos alrededor de ella
pero cuando se sienten juntos, evita el dormirte. Cuando den las doce, vendré, y
si ella no está entonces en tus brazos, estarás perdido.
El príncipe pensó que la tarea era fácil, definitivamente solo debía mantener sus
ojos abiertos.
Sin embargo, él llamó a sus criados, les dijo lo que la anciana había dicho, y
comentó:
—Quién sabe qué traición estará al acecho detrás de eso. La previsión es una
cosa buena de mantener en cuenta y ustedes velarán porque la doncella no vaya
a salir de mi cuarto otra vez.
Cuando la noche cayó, la anciana vino con su hija, y la dejó en los brazos del
príncipe.
Allí estuvieron los dos sentados, y la doncella no dijo nunca una palabra, pero la
luna brillaba por la ventana en su cara y el príncipe podía contemplar su belleza
maravillosa.
Entonces todos ellos durmieron profundamente hasta las doce menos cuarto,
cuando la magia perdió su poder y todos despertaron de nuevo.
Cuando dieron las doce, la bruja anciana vino, mostrando una cara malévola,
que parecía decir: “Ahora ya él es mío!”, ya que ella creyó que su hija estaba en
la roca a trescientas leguas.
Pero cuando ella la vio en los brazos del príncipe, se alarmó y se dijo: “Aquí hay
uno que puede más que yo!”
No se atrevió a hacer ninguna oposición y fue obligada a darle su hija, pero le
susurró en su oído.
—Es una desgracia para ti tener que obedecer a gente común y que no puedas
elegir a un marido a tu propio gusto.
Con eso, el corazón orgulloso de la doncella se llenó de cólera y meditó una
venganza.
A la mañana siguiente ella hizo que trescientos grandes bultos de madera fueran
reunidos juntos para una hoguera y dijo al príncipe que aunque las tres tareas
habían sido realizadas, ella todavía no sería su esposa hasta que alguien
estuviera listo a sentarse en medio de la madera encendida y aguantar el fuego.
Ella pensó que ninguno de sus sirvientes se dejaría quemar por el príncipe,
sacrificándose por él, y que por el amor que sentía por ella, él mismo se
colocaría sobre el fuego y luego ella sería libre. Pero los sirvientes dijeron:
A
—Cada uno de nosotros ha hecho algo, excepto el hombre del fuegui-frío, ahora
será su oportunidad.
—Nunca sentí tal helada durante toda mi vida; ¡si esto hubiera durado mucho
más, ya estaría entumecido!
Como ya ningún otro pretexto podía ser encontrado, la hermosa doncella quedó
ahora obligada a aceptar a aquel joven desconocido como su esposo. Pero
cuando iban para la ceremonia, la anciana se dijo: “No puedo soportar esta
desgracia”.
Por eso envió a sus guerreros tras ellos con órdenes de reducir a todo el que se
les opusiera y que le trajeran de regreso a su hija.
Pero el hombre oyente había afilado sus oídos y había escuchado las órdenes de
la anciana.
Pero ya él sabía qué hacer y escupió detrás del carro un par de veces un poco del
agua de mar que había bebido, y un gran mar se levantó en el que los guerreros
fueron atrapados y ahogados. Cuando la bruja vio lo sucedido, envió a sus
caballeros armados; pero el hombre oyente escuchó la agitación de las
armaduras y quitó la venda de un ojo del hombre de los ojos poderosos, quién
miró un rato fijamente a las tropas del enemigo, y todas sus piezas saltaron en
pedazos como el cristal.
Entonces, el joven y la doncella continuaron su camino tranquilos y cuando
había terminado la ceremonia, los seis sirvientes decidieron terminar sus
servicios, y dijeron a su señor:
A media legua del palacio del padre del príncipe había un pueblo cerca del cual
un porquero atendía su piara y cuando llegaron allí, el príncipe dijo a su esposa:
—¿Sabes quién soy realmente? No soy ningún príncipe, sino un pastor de cerdos
y el hombre que está allí con aquella piara, es mi padre. Nosotros dos tendremos
que ponernos a trabajar también y ayudarlo.
Entonces él bajó con ella a la posada y en secreto pidió a los posaderos llevarse
la indumentaria real durante la noche.
Así que cuando ella despertó por la mañana, no tenía nada para ponerse, y la
esposa del posadero le dio un viejo vestido y un par de medias de estambre, lo
que le pareció que debía considerarlo un gran presente, y dijo:
Ellos la llevaron hasta el palacio y cuando ella entró en el salón, allí estaba su
esposo con su vestido real.
Pero ella no lo reconoció hasta que él la tomó en sus brazos, la besó y le dijo:
—Sufrí mucho por ti y ahora tú también has tenido que sufrir por mí.
Y luego otra boda oficial real fue celebrada y, quien les ha contado todo esto,
hubiera deseado estar en la fiesta.