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Torero Recogiendo Los Pasos PDF
Torero Recogiendo Los Pasos PDF
Alfredo Torero
Colección
Insumisos Latinoamericanos
www.librosenred.com
Dirección General: Marcelo Perazolo
Dirección de Contenidos: Ivana Basset
Diseño de cubierta: Emil Iosipescu
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INSUMISOS LATINOAMERICANOS
Cuerpo Académico Internacional e Interinstitucional
Directores
Eduardo Andrés Sandoval Forero
Robinson Salazar Pérez
Comité de Redacción
Eduardo Sandoval
Marcela Galeano Bedoya
Corrección de estilo
Amelia Suárez Arriaga
ÍNDICE
Palabras sentidas 7
Introducción 13
Editorial LibrosEnRed 77
PALABRAS SENTIDAS
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Alfredo Torero
exilios intelectuales y políticos; así como los productos del quehacer, fuera
y desde fuera, de tales protagonistas.
La Escuela Nacional de Antropología e Historia de México, con motivo del
Segundo Coloquio Internacional “José María Arguedas” de Antropología
y Literatura (1999), encontró en el perfil académico y humano de Alfredo
Torero un participante excepcional, dada su lectura y cercanía con José
María Arguedas. Debemos decir que nuestro lingüista rebasó todas las
expectativas cifradas en él. Nos trajo algo más que una ponencia de cir-
cunstancias, entregándonos un texto que por su extensión y profundidad
debió tener mejor suerte, mejor tiempo y oportunidad de edición. Torero
rompió las fronteras disciplinarias por su necesidad de entender la lógica
cultural del mundo andino.
La rectificación ha llegado por fin con la obra de Torero. Su inclusión en
la colección Insumisos Latinoamericanos pareciera estar hecha a la medida
del autor. Los que lo conocen, saben que fue un insumiso probado y con-
feso a lo largo de su existencia, abrazando con fervor a su Perú profundo y
a su América Latina toda. Los lectores sabrán apreciar las muchas ventanas
acerca de la historia intelectual que nos abre Alfredo, tomando como pre-
texto al inolvidable José María Arguedas, novelista, antropólogo y folklo-
rista andino.
Para Alfredo Torero, decir Arguedas -el suyo, el que conoció desde sus
muchas cercanías y hermandades-, era también un modo de darse él
mismo, y así puede ser también leído. El desarraigo de Arguedas pudo ser
mirado desde el vivido por Torero, más allá de las distancias de sus diferen-
ciados procesos y experiencias. Alfredo nos acompañó puntualmente en el
coloquio arguediano. Sesión a Sesión hizo sentir el peso de sus palabras,
rememoró sus pesquisas interdisciplinarias y sus lecturas latinoamericanas,
al mismo tiempo que reactivó sus redes intelectuales mexicanas. El pro-
fesor peruano, más allá del evento, actualizó su mirada sobre el México
profundo y el académico. México lo había calado afectivamente de nueva
cuenta, ya lo tenía presente en su memoria y en su vida.
Pocos saben que Alfredo Torero en el curso del año de 1978, apostó a la
posibilidad de venir a México, las adversas condiciones políticas y acadé-
micas de su país de origen no le dejaban muchas opciones. Así nos los
hizo saber Alfredo a través de su amiga Susana Uzategui, haciéndonos
llegar como carta de presentación cinco ejemplares de su libro Historia
Social del Quechua (1974). Bajo tales circunstancias, nos tocó explorar la
posibilidad de una estancia académica en la Escuela Nacional de Antropo-
logía e Historia (ENAH), su condición de espacio receptor de muchos exi-
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INTRODUCCIÓN
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LA VOZ ANTIGUA DE HUAROCHIRÍ
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de ellas tuve una vivencia trágica en abril de 1966, cuando vino a mi casa
hacia las dos de la mañana -yo solía estar leyendo o escribiendo en mi sala
hasta la madrugada y José María padecía de insomnios que calificaba de
atroces- para indagar por un antiguo texto quechua que estábamos tradu-
ciendo y que creía -dijo- haber dejado en mi poder; como yo no lo tenía,
me solicitó que lo acompañara a buscarlo al Museo de Historia Nacional,
del cual era director; puesto que el museo ocupaba una gran casona colo-
nial que daba frente a un parquecillo recoleto y solitario (y en la que se
había alojado Simón Bolívar durante su campaña del Perú), mi amigo me
dio una explicación en broma acerca de su deseo de pedirme compañía:
él no quería ir solo en la noche porque temía que allí “penaran” y sabía
que yo no tenía miedo a las “penas”. Simplemente sonreí y lo acompañé,
porque me complacía conversar con él y porque pensaba mitigar así su
insomnio.
Charlamos por más de una hora en el museo. Como de paso, me pre-
guntó si alguna vez yo había deseado suicidarme; le dije que sí, en París,
en una situación de intensa fatiga, de ‘surmenage’. Recordamos cómo
se había quitado la vida el antropólogo francés Alfred Metraux: ingi-
riendo una alta dosis de somníferos en un bosquecillo de París, después
de escribir una carta en que expresaba su repudio por el trato que, en
el marco de la competitividad capitalista, da la sociedad occidental a la
gente de edad: marginándola y privándola de toda función social, de
toda razón de ser; en tanto que, dentro de los pueblos llamados primi-
tivos, los ancianos son respetados y consultados, cumpliendo un papel
en la colectividad hasta el fin de sus días. Luego José María me confesó
que el período más negro de su vida había sido aquél en que aceptó y
desempeñó el cargo de director de la Casa de la Cultura [a principios del
primer gobierno de Belaúnde]. Hablamos algo más, y me llevó después
de vuelta a casa en su auto.
En realidad, me había y se había tendido una trampa: dos horas más tarde,
cuando apenas me acostaba, llegaron presurosos a mi casa Sybila, su esposa,
y el lingüista peruano Alberto Escobar; al despertarse en la mañana, Sybila
no había hallado a José María, pero sí unas cartas en las que éste anun-
ciaba que iba a suicidarse; acudió entonces a Alberto y luego a mí para dar
con él. Supuse que había regresado al local del museo, y era así: fue encon-
trado allí exánime, bajo el efecto de una poderosa dosis de barbitúricos. Se
le internó de inmediato en el Hospital del Empleado, donde estuvo hasta
la siguiente noche sin conocimiento; pero pudo ser salvado.
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voz eran calmos y revelaban como una paz interior. Nada nos autorizaba
a abordarlo con inquisiciones; y si, aún así, lo hubiésemos hecho, habría
contestado con un risueño ademán.
Era, pues, del todo probable que las cartas que yo llevaba ahora en mis bol-
sillos dijeran algo similar a lo de las que en 1966 dejó encima de una mesa
de su casa. Pero ¿qué podía hacer? ¿abrir los sobres y leerlas?; José María
sabía que no cometería una incorrección tal y, además, que ‘entendía’ su
contenido. Todo estaba bien amarrado. Deshice el andar por la alameda y
fui a tomar mi auto para partir a Lima. Sobre el parabrisas hallé una nota
de Arguedas en que me rogaba lo buscara para un último encargo; ya en
el despacho, me pidió ‘por un momento’ las cartas, sacó dos de sus sobres y
escribió algo -tal vez ‘rectificó’ fechas-, las puso en sobres nuevos que cerró
después de añadir un billete en uno de ellos, y me las devolvió. Como me
quedé en pie, quizá inquisitivo, vacilando para partir, me miró y me pre-
guntó algo que seguramente había estado meditando: “¿Crees, Alfredo,
que entre los jóvenes estudiantes habrá un nuevo Mariátegui?”; yo creía
que sí y eso le dije; entonces exclamó: “¡Gracias!”, se irguió y me dio un
abrazo casi triunfal.
EL CRUCERO DE LATAUZACO
Conocía desde años atrás las obras de José María y lo admiraba como
escritor -su novela Los ríos profundos fue conmigo a París, y con frecuen-
cia volvía a leer sus páginas-; pero nuestra amistad personal se inició a
mediados de 1965, siendo él director del Instituto Nacional de Historia, y
continuó en la Universidad Agraria, a la que ambos habíamos ingresado
como profesores de la Facultad de Ciencias Sociales. La revista de la uni-
versidad, Anales Científicos, había acogido un artículo mío, “Los dialectos
quechuas”, que habría de resultar fundacional en la dialectología y la his-
toria interna y externa de la familia lingüística quechua. Arguedas, eximio
hablante del dialecto ayacuchano, había ingresado inicialmente a tiempo
parcial, en l962, para dictar un curso de quechua de cuatro horas, el el cual
lo remplacé más tarde cuando tomó períodos de licencia; incluso, empe-
zamos a desarrollar juntos una nueva metodología de enseñanza; en 1967
pasó a ser profesor a tiempo completo, con despacho en nuestro local.
Al entablar amistad, le sorprendió descubrir que yo había visto casi todos
los pueblos y caminos de la sierra por los que él, forzoso andariego desde
su infancia, había transitado; y que sabía de muchos más en el Perú y parte
de Bolivia; pero, naturalmente, sin una profundidad comparable a la que
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más graves. Matos se opuso, arguyendo que ya se había hecho los gastos
y estaba casi todo impreso, incluso un estudio biobibliográfico del etno-
historiador francés Pierre Duviols sobre Francisco de Avila, y únicamente
se esperaba en breve el estudio etnohistórico en base a los textos hua-
rochirenses prometido por el antropólogo rumano-norteamericano John
Murra. Luego de larga puja, se consiguió que Matos consintiera al menos
en el cambio de un número reducido de segmentos breves y en el reem-
plazo de dos ‘suplementos’ quechuas que cerraban la traducción. Sugirió,
además, que yo hiciera prontamente un estudio lingüístico del dialecto
huarochiriense, que se incluiría en el libro por editar, estudio mediante el
cual podría enmendar algunos errores de la transcripción paleográfica; y
propuso emprender más tarde una segunda edición debidamente corre-
gida.
Estos argumentos parecieron convencer a Arguedas, y nos pusimos a intro-
ducir las enmiendas y, por mi parte, a la redacción del estudio lingüístico.
Infelizmente, cuando me hallaba avanzando en éste, sufrí una gravísima
peritonitis que me tuvo al borde de la muerte por más de un mes y me
reclamó otros dos meses de recuperación. Mi estudio quedó en nada por
la urgencia de la publicación, y ésta salió en esos meses bajo el título de
Dioses y Hombres de Huarochirí, con la transcripción paleográfica fallada,
la hermosa traducción de Arguedas y el excelente trabajo de Duviols, y sin
el estudio etnohistórico de John Murra.
Yo había apostado a Arguedas -sobre seguro- que el antropólogo rumano-
norteamericano no haría el estudio etnohistórico sobre los textos de Hua-
rochirí; porque éstos, en lugar de sustentar sus tesis -místicas, innatistas, de
sociedades andinas siempre solidarias, sin ricos ni pobres, y de ‘archipiéla-
gos multiétnicos’ cuyos recursos explotaban sin conflictos las más diversas
etnias-, las contradecían flagrantemente, con sus Huatyacuri comedores
apenas sólo de papas, y sus Tutaykire conduciendo guerreros desde las
punas para despojar violentamente a los yungas costeños de sus valles cáli-
dos y de sus preciadas tierras de coca.
Latauzaco es el nombre de un cerro situado en algún punto de las ver-
tientes oceanopacíficas del Perú central, en camino de la costeña ciudad
de Lima al pueblo serrano de Huarochirí; allí se daban (¿o se dan?) cita,
de tiempo en tiempo, desde época inmemorial, los zorros mágicos que se
menciona en uno de los textos en quechua de Huarochirí. De los zorros, el
uno llega a la cita bajando de la sierra, y el otro, subiendo de la costa.
Creo que la fuerte compenetración que José María y yo alcanzamos
pudo darse porque él era un ‘zorro de arriba’ que había sabido bajar
al litoral, y yo, un ‘zorro de abajo’ que había sabido subir al Ande. El
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EL DEMONIO FELIZ
Rumbo al centro de Lima, en los más o menos sesenta minutos que se
requería durante las horas de congestión vehicular para hacer el trayecto
de La Molina a la librería “El Sótano” -donde debería encontrar a los des-
tinatarios de los sobres: a Sybila, secretaria, y Francisco Moncloa, el propie-
tario- fui examinando la situación y recordando los temas principales de mi
extensa charla con Arguedas. Se me hacía claro que, al dejar la última nota
sobre el parabrisas del coche, la intención de José María había sido la de
asegurarse que yo partiese; en cuanto lo hubiese verificado, apenas per-
diese mi carro de vista, haría su tentativa de suicidio; ya la habría hecho,
entonces. Yo únicamente había podido prolongar su vida un día, el de la
víspera, cuando no adelanté nuestro encuentro.
Al empezar nuestra charla, el 28, no me aventuré a inquirir cuál era la
cuestión que le preocupaba tratar. Me sugirió salir en su carro o en el mío
por los alrededores del campus adonde no hubiese ocasión de toparnos
con alguien que pudiese interrumpirnos; y así lo hicimos, alternando de
coche y yendo a varios lugares vecinos y tranquilos a lo largo del día, salvo
en cortos momentos de atención en oficina; pero José María no planteó un
asunto en particular; estuvo jovial y relajado casi todo el tiempo, y pasa-
mos, como en ratos de ocio, de un tema a otro, aunque tocando los que
más cercanos sentíamos: Cuba -donde yo había estado en 1965 y él en 1968
como jurados de los premios Casa de las Américas, él de Literatura, yo de
Ensayo-; la derrota de las guerrillas en el Perú y en Bolivia; la muerte de
Che Guevara; el Mayo 68 de París; las resistencias estudiantiles en el Perú
a la Ley universitaria impuesta por el gobierno de Velasco; la adhesión
de algunos ‘progresistas’ a ese gobierno militar; la guerra de Vietnam; la
imposibilidad de instaurar el sistema socialista por la vía pacífica; el futuro
de nuestro país inmenso, hermoso y diverso.
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EL ÚLTIMO DIARIO
El Rectorado de la Universidad Agraria me encomendó que organizara
todo lo relativo al velatorio y al sepelio de José María, con plena auto-
ridad y de acuerdo con los deseos expresados al respecto por el escritor
en sus últimos documentos. A mi vez, pedí la asesoría y el respaldo activo
de todos los estamentos universitarios, en particular del estudiantil, como
José María lo había reclamado.
Escogí para velarlo un pequeño y acogedor edificio junto al Rectorado que
había sido el antiguo local de la biblioteca, asignado después para oficinas,
al que se dejó libre para instalar la capilla ardiente. El local estaba rodeado
de jardines y césped y a su vera, casi en la puerta de entrada, se erguía un
hermoso pisonay, el árbol cantado con lirismo en varias narraciones argue-
dianas.
El velatorio duró toda la noche. Hubo ofrendas florales de diversas ins-
tituciones, entre ellas las de varias organizaciones de izquierda, incluido
el Partido Comunista ‘oficial’. Celia, Sybila y amigos de todos los tiempos
vivieron a recogerse un momento. Afuera, grupos de trabajadores y de
estudiantes encendieron fogatas.
El desfile mortuorio se inició cerca de la plaza Dos de Mayo, adonde con-
fluyeron profesores y estudiantes de La Molina, San Marcos, la Cantuta
y otras universidades, así como delegaciones de trabajadores. Desde allí
hasta el Cementerio El Angel, donde se efectuó el sepelio, los estudiantes
fueron enarbolando banderas de Cuba y Vietnam y entonando “La Inter-
nacional”, en tanto que, alrededor del féretro, iban ‘danzantes de tijeras’
bailando al sonido de violines y arpas. Todo lo que José María había que-
rido ver y oír.
En el cementerio, en medio de autoridades universitarias, los amigos más
cercanos y Sybila y el edecán presidencial, se realizó la ceremonia oficial;
en la que habló con plena libertad -como lo había estipulado Arguedas-
el entonces presidente de la Federación de Estudiantes de la Universidad
Nacional Agraria, Alberto González, mientras yo me limité a leer en voz
alta el “¿Ultimo diario?” arguediano. Durante la inhumación misma, Nelly
-la hermana- y Racila Ramírez entonaron juntas yaravíes andinos.
Un antiguo amigo de José María, a la vez su abogado, José Ortiz Reyes,
quien en l937-1938 sufrió con él prisión en la cárcel de El Sexto por sus
comunes acciones antifascistas y de respaldo a la República Española, escri-
biría al día siguiente, 5 de diciembre, en su diario: “El sepelio fue ayer.
Numeroso acompañamiento. Los estudiantes lo llevaron desde el hospi-
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nico, castellano incluso. Esto es, que el conjunto de rasgos ‘originales’ del
grupo lacustre propuesto se había disociado.
Tras la conquista de América y los consiguientes aportes étnicos foráneos,
este proceso ha producido muchas situaciones peculiares. Una de éstas,
en la que han resultado armónicamente asociados rasgos étnicos de la
más disímil procedencia, es la de los garífunas o ‘caribes negros’. Ya los
primeros navegantes y soldados españoles habían advertido en las islas
Antillas una intensa contienda desatada por grupos lingüísticamente
caribes contra poblaciones arahuacas. En una de las Pequeñas Antillas,
la isla hoy llamada San Vicente, guerreros caribes habían aniquilado a la
población masculina arahuaca y posesionándose de sus mujeres; la socie-
dad resultante, a través de la crianza materna, adoptó entonces la lengua
arahuaca -el iñeri o ‘caribe isleño’- como medio de comunicación. Más
tarde, de los siglos XVI a XVIII, esclavos negros fugitivos de otras islas
fueron llegando en número creciente a San Vicente y tomando para sí
mujeres indias, hasta hacer predominante en la población isleña rasgos
somáticos y culturales africanos, pero conservando en lo esencial el iñeri.
Estos ‘caribes negros’, rebelados contra el poder colonial inglés, fueron
masivamente trasladados a fines del siglo XVIII al litoral de la actual Hon-
duras, donde en parte permanecieron y en parte se extendieron hacia la
costa atlántica de Nicaragua y hacia Belice, lugares en los que se mantie-
nen relativamente aislados, desenvolviendo su peculiar cultura. De este
modo, el arahuaco, a través de uno de sus idiomas, puso pie por primera
vez en Centroamérica, y descendientes de africanos hablan hoy en ame-
rindio.
De 1492 a hoy, muchos grupos indígenas se han ‘recompuesto’, fusionán-
dose y adoptando un idioma común; éste puede ser una lengua amerin-
dia, como el quechua, por ejemplo, o una ‘mixtura’ de las que hablaban
los grupos originarios (como el callahuaya del noreste boliviano, ‘híbrido’
del puquina que usaban los oriundos del lugar y del quechua que trajeron
consigo los ‘mitimaes’ o colonos incaicos); o puede, asimismo, consistir en
un idioma de origen europeo: esto es, que se pudo mudar a una habla no
americana sin dejar de ser amerindio.
En cuanto a corrimiento de una lengua amerindia a otra entre grupos indí-
genas, han sido muy numerosos los casos observados en los siglos recien-
tes. Los más estuvieron condicionados por la necesidad de las economías
coloniales europeas de extender entre los nativos las lenguas indígenas
‘más generales’ ante la imposibilidad de difundir sus propias lenguas -cas-
tellano, portugués, etc.-, por entonces enteramente minoritarias; de este
modo, se ‘facilitó’, por ejemplo, la extensión de las variedades más gene-
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Es importante subrayar que las sociedades andinas, a las que las huestes
españolas hallaron reunidas en su expresión política imperial, el Tahuan-
tinsuyo, habían alcanzado un nivel civilizatorio que en muchos aspectos
superaba al de Europa. Poco podía ofrecer ésta, en verdad, a pueblos que,
en un esfuerza de milenios, habían logrado desarrollar la agricultura más
diversificada del mundo, tanto en especies y variedades, cuanto en tecno-
logías aplicadas para producir vida vegetal desde el nivel del mar hasta el
nivel del hielo: en los arenales áridos, en las punas gélidas o en las empina-
das laderas, quitándole tierra al cielo; que habían avanzado sorprendente-
mente en procesamientos y almacenamiento alimentarios, estructura vial y
organización poblacional; que si bien no habían inventado la rueda -inser-
vible en los médanos costeños, la infructuosa serranía y las marañas de
la jungla- sí habían, en cambio, domesticada ‘inventado’ a la llama, todo
terreno y frugal; que habían obtenido más de 400 variedades de papas,
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DE 1930 A 1960
(I). Los años treinta estarán marcados en el Perú por los gobiernos mili-
tares y por la agitación sindical y social, conducida por el Partido Comu-
nista Peruano (P.C.P.) y, sobre todo, por el Partido Aprista Peruano (P.A.P.),
fundado en l931 por Víctor Raúl Haya de la Torre. Hay igualmente movi-
mientos fascistizantes, como la Unión Revolucionaria, de Luis A. Flores; y
el propio P.A.P. asumirá rasgos mussolinianos. El nazi-fascismo campea en
Alemania e Italia, y los ojos del mundo se dirigen hacia España, que inicia
la República y que pronto, de 1936 a 1939, se verá arrasada por una guerra
civil, a uno de cuyos bandos, al antirrepublicano, apoya militarmente el
nazi-fascismo, hasta que la República es derrotada y se produce la diáspora
de la ‘España peregrina’. José María, hemos visto, se porta como activo
defensor de los ideales republicanos, y va a pagarlo con un año de cárcel
en la prisión de “El Sexto”, en Lima, experiencia que narrará años después,
en 1961, en una novela que lleva el nombre de esa prisión.
Entretanto, estalla la Segunda Guerra Mundial, y en el Perú se inicia, ese
mismo año de 1939, el gobierno civil y plutocrático de Manuel Prado, al
cual se aproximará el P.C. peruano, en especial cuando, en 1941, la U.R.S.S.
y los Estados Unidos entran como aliados en el conflicto mundial, contra el
‘eje’ de Alemania-Italia-Japón. Frente a la actitud conciliadora que asume
el P.C. ante los intereses de la plutocracia nativa y de los Estados Unidos,
José María -por entonces, profesor en Sicuani, centro de manufacturas tex-
tiles de la sierra sur peruana- abandonará el franco activismo pro-P.C. que
estaba desenvolviendo en los años de 1939 a 1941 y que se percibe en su
correspondencia con Manuel Moreno Jimeno (Forgues, 1993: 61-131).
Años después, cuando Arguedas y Emilio Choy coincidían en sus visitas a
mi casa -y sucedía con creciente frecuencia-, solían recordar aquellos años
de ‘defensismo’ y conciliación del P.C. peruano; Choy reconocía ante José
María que éste había advertido más lúcida y tempranamente la línea clau-
dicante y contraria a los intereses populares que tomaba ese partido, y
se había desvinculado críticamente de él. No sería improbable que la casi
sistemática oposición que en El Sexto asume Gabriel -el personaje que
encarna a Arguedas en esa novela- frente a las postulaciones de los presos
comunistas, tuviese su verdadera raíz en las ulteriores reacciones que le
produjo la práctica colaboracionista del P.C. con el gobierno pradista; ni
sería improbable tampoco que de allí procediese la grave depresión que
lo atacó desde 1944 (por “las caídas hondas de los Cristos del alma”, como
diría nuestro admirado poeta César Vallejo).
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Como se puede advertir, las vivencias que tuve en mi niñez en el valle cos-
teño de Huaura fueron muy diferentes de las que experimentó José María
durante su infancia en los valles de la sierra sur peruana.
En la propia costa, sin embargo, había marcadas diferencias de algunos
valles a otros, a veces contiguos, en razón de sus particulares historias; y
esto se expresaba también en los pueblos matrices. El valle de Chancay
estaba dividido desde siglos atrás en grandes latifundios; Huaral mismo, a
diez kilómetros del mar, era un pueblo cautivo, mitad perteneciente a la
hacienda Esquivel, algonera y rentista, mitad a la hacienda Huando, naran-
jera y empresarial capitalista. El dinamismo de Huaral -que lo tenía- pro-
cedía en buena parte de su función de feria permanente para el comercio
entre la costa, Lima incluida, y la sierra, comprendido el altiplano de Junín;
miles de personas, de todas las razas y procedencias, iban y venían y se agi-
taban diariamente en el gran mercado en que consistía la ciudad: negros
del núcleo afroperuano de Aucallama, indias con polleras, chinos filosófi-
cos, japoneses alertas, yugoeslavos arribados no sé por dónde y con qué
esperanza, y el amasijo resultante de todo ello, en el que naufragaba toda
pauta de conducta y campeaba un libertinaje sexual obvio y obsesivo.
El valle de Huaura era otra cosa. La mayor parte de la llanura aluvial, su
fértil y ancha margen izquierda, nunca fue latifundizada; se conservó
como propiedad de ayllus de indios, más tarde barrios de ‘cholos campiñe-
ros’; esto es, que se subdividió en chacras familiares, medianas o pequeñas,
productoras de frutas y panllevar para su venta en la plaza de mercado
de Huacho, o su canje contra productos del mar con los pobladores de los
barrios de Chaquila y Carquín, exclusivamente dedicados a la pesca y a la
salazón de peces. Algunas manufacturas huachanas ganaron cierta fama,
como la fabricación de salchichas, la cestería y la talabartería. Poseía la
ciudad algunas fábricas y un ferrocarril de vía estrecha, que la conectaba
con Huaral y Ancón-Lima hacia el sur; con Supe, Barranca y Paramonga
hacia el norte, y con Sayán hacia su serranía vecina. Todos los barrios, pes-
queros o chacareros -y estos últimos eran muchos, repartidos por el valle-
conservaban fuertes patrones de conducta social y mantenían la mayor
distancia de los ‘blanquitos’ de la ciudad. Cuando yo era niño, en la cam-
piña y en las caletas de pescadores todas las mujeres vestían de negro y
todos los hombres de azul.
La margen derecha del valle, más estrecha y larga, estaba fragmentada
en grandes latifundios que cultivaban sobre todo la caña de azúcar, salvo
en Végueta, pequeño pueblo al borde del mar y con grandes lagunas
de totora, que se conservó campiña, como la de Huacho. Las plantacio-
nes cañeras habían pertenecido en buena parte a la Compañía de Jesús,
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hasta la segunda mitad del siglo XVIII, y explotado como mano de obra a
esclavos negros; los descendientes de éstos estaban ya casi enteramente
absorbidos por la población indígena del valle en el presente siglo. En esa
margen derecha estuvo durante el período colonial la sede administrativa
del valle, la ciudad de Huaura, donde el general San Marstín proclamó
la independencia del Perú en 1820, un año antes que en Lima -gracias al
apoyo que dieron a sus tropas los indios-cholos de los ayllus-barrios de
Huacho y Végueta.
En Huacho se iniciaron, en 1911, las luchas por las jornadas de trabajo de
ocho horas, con una huelga en la que los obreros y gremios tuvieron el
apoyo activo de la campiña, que cercó la ciudad y la privó de alimentos.
José Carlos Mariátegui, a quien los huachanos damos por nacido en Huacho
-donde, al menos, vivió su niñez y adolescencia-, habla con entusiasmo de
la campiña, y expresa la esperanza de que el ferrocarril que unía el puerto
con Sayán se extendiera pronto hasta Cerro de Pasco. Sin embargo, hoy
ese ferrocarril ya no existe -fue malamente desmantelado, y dispersada su
maquinaria, durante el primer gobierno de Fernando Belaúnde-; la proxi-
midad de Lima ha succionado los recursos de Huacho y sus empresas; su
campiña se ha esterilizado virtualmente, debido a la parcelación minifun-
dista y la sobreexplotación, y su antaño riquísimo mar se ve hoy, tras los
furiosos años de extracción masiva de la anchoveta para volverla harina
exportable, casi vacío y muerto.
Sólo le han quedado los límpidos manantiales de su playa-oasis y sus bellí-
simas puestas de sol.
Cuando, terminada la guerra, la fábrica de Esquivel dejó de ser rentable,
y mi padre tenía que volver a Huacho y yo a algún colegio de secundaria
religioso (en mi pueblo no existía todavía un colegio nacional secundario),
gestioné y obtuve una beca para ir interno a Lima, al Colegio Nacional de
Guadalupe. Para mí fue ver cumplido un sueño. Mi padre también había
estudiado allí y me había hablado mucho de ‘su’ colegio; éste tenía una
bien ganada fama de rebelde, que se acentuó en los años de 1944 a 1948, en
que estudié allí (coincidiendo con los años en que Arguedas estuvo de pro-
fesor, aunque no fui alumno suyo). Había en ese colegio una riqueza aún
mayor, sin embargo: los mil internos de todas las provincias del país, como
he dicho. Casi todo ellos habían tenido por primera lengua un habla que-
chua, o aymara, o idiomas de la selva. Todas las lenguas del Perú reunidas.
En Esquivel mismo había empezado a aprender quechua buscando con-
versación con las señoras que venían de Pacaraos, un pueblo de la serranía
del valle de Chancay, para trabajar en la paña del algodón. Pero en Gua-
dalupe advertí que ‘mi habla’ de Pacaraos no era la misma que las de mis
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FIN DE CICLO
Hasta los tiempos de mi juventud, y aún después, se creyó que una verda-
dera revolución popular en el Perú procedería del Ande, porque allí estaba
la población más numerosa, la más explotada y urgida, la recia e históri-
camente capaz de domeñar la más contrastada y difícil geografía del pla-
neta. El criollo costeño miraba con sentimientos de recelo al Ande: ahí se
habían dado los Túpac Amaru y Túpac Catari, los Atusparia, las monto-
neras crecientemente victoriosas durante la ocupación chilena. González-
Prada había señalado que allá estaba el verdadero Perú; y las rebeliones y
ocupaciones de tierras que ocurrieron en torno a 1960 parecían confirmar
el aserto. Hacia el Ande se vuelve, pues, Arguedas para encontrar el motor
de la revolución; y nacen Rendón Willka y Todas las sangres.
Todavía en l972, cuando estuve preso con otro profesor de la Universidad
Agraria por ponernos junto a los obreros en huelga al saber que el campus
iba a ser asaltado por las fuerzas policiales, un agente de investigaciones,
que me interrogaba, quiso mofarse de mí diciéndome que ‘la revolución
no iba a hacerse en Huacho, sino en Apurímac, donde costaba sudores
sobrevivir, mientras en Huacho, con sólo echar un anzuelo al mar, se con-
seguía al momento la comida familiar para todo el día’.
Pero los términos de esa realidad así descrita habían cambiado. De un lado,
ya el mar no era la mar; estaba casi sin peces que se dejaran coger, ni aves
que dieran guano para abonar sin gran costo las tierras agotadas. Y el
Ande, por su parte, había venido resolviendo, o creyendo resolver, sus más
acuciantes problemas con la migración hacia Lima, la costa o los valles de
la vertiente amazónica. Decenios atrás, hacia los años treinta o cuarenta,
se habían trasladado a la capital los más adinerados o los grandes comer-
ciantes, dejando establecidas en el interior sus redes de succión. Luego
vinieron las familias de recursos medios: la composición de mi internado
del Guadalupe de mediados de los cuarenta prefiguraba la de la población
que migraría a Lima a mediados de los sesenta. Luego, desde principios
de los setenta, ocurrió la riada de los cientos de miles que sólo traían su
cuerpo consigo.
Las guerrillas del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria) y del FLN
(Frente de Liberación Nacional) habían buscado en la sierra a mediados de
los sesenta el apoyo de una población que a la sazón optaba por la fuga. El
mismo soporte campesino había imaginado Arguedas. Demasiados y muy
drásticos cambios en muy corto tiempo a escala humana para subvertir
los escenarios mentales al mismo ritmo; y no es nada fácil estar dentro del
fuego y mirarlo de lejos.
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mismo, con el voto favorable mío, de otro profesor amigo y del tercio estu-
diantil en el Consejo de Facultad, se tendría la victoria asegurada. Les indi-
qué que Arguedas se encontraba en plena redacción de su novela y que,
justamente por eso, acababa de solicitar una licencia sin goce de sueldo, y
estaba por partir a Chimbote. Me rogaron, de todas maneras, que intentase
persuadirlo para que retirara su solicitud de licencia y diera su aprobación
al proyecto. Prometí hacer esa misma noche la gestión, pero acompañado
por el presidente del tercio, Sr. Enrique Solari, para que expresase perso-
nalmente el compromiso estudiantil.
Llegamos tarde a la casa de José María, situada en Chosica, a más de una
hora en auto de Lima. La conversación fue larga y difícil; él defendió su
deseo de concluir antes que nada la novela, y la necesidad de gozar del
tiempo de licencia; y no cedió en su posición.
Después de este encuentro, José María volvió a Chimbote a continuar sus
observaciones y escritura, y debió quedar considerando la sugerencia que
le habíamos hecho. El caso es que, pocos días después, llegando tarde a mi
casa, hallé una nota suya en la cual me decía que, ‘ya que los estudiantes
lo querían, aceptaba la propuesta’ y que ‘la novela podía esperar’.
Comuniqué de inmediato telefónicamente la ‘buena nueva’ a Solari; y al
rato llegaron dos estudiantes del tercio con el profesor Walter Quinteros,
para comunicarme una decisión inesperada: en algún nivel de la jerarquía
de V.R. se había acordado no postular la candidatura de Arguedas, ‘porque
traería riesgos’. Ni los estudiantes ni Quinteros quisieron o pudieron espe-
cificar más. Intenté de inmediato, por diversos canales, obtener que, vista
la aceptación de José María, la decisión se modificase; pero sólo obtuve la
confirmación de que era definitiva. Pedí, entonces a Alfredo Stecher, ex
presidente de la Federación de Estudiantes de la Agraria, que fuera con-
migo a Chosica, puesto que Arguedas le tenía estimación; pero se excusó
arguyendo que no podía intervenir en una cuestión interna de CC.SS..
Solari, por su parte, estuvo inhallable.
Partí solo a casa de Arguedas. Fue una conversación dolorosa. Traté de
dar la mala nueva de la manera menos directa, menos hiriente, haciendo
valer ante mi amigo los mismos argumentos que él había esgrimido para
rechazar la candidatura en la visita anterior: que mejor continuara escri-
biendo la novela; que para decanaturas o rectorados había tiempo; que
la vida en la Universidad lo agotaría -como efectivamente había sucedido
antes, cuando tuvo la dirección del departamento de Sociología- ... En un
momento, Sybila se retiró; quedaba claro; José María me preguntó si era
una decisión de los estudiantes; le respondí que, de todos modos, los impli-
caba. No entramos en pormenores.
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que se mató Arguedas, se pondría una gran roca, una simple gran roca de
esas cristalinas que había visto algunas veces en las punas. Lo estaba pen-
sando, cuando, repentinamente, al fondo de la explanada, por la derecha,
apareció un remolino violento que vino removiendo y alzando los pedrus-
cos; giró varias veces en el terreno frente a mí, ondulando y resonando sus
aristas; luego se dirigió a la izquierda, hacia otro edificio, trepó por sus
paredes y se fue por sus techos. Nunca había visto en el campus un espec-
táculo así. Cada cual tiene su modo.
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LA VIGENCIA DE LA OBRA ARGUEDIANA
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habría podido servirle para presentar ‘un caso’ ante otros especialistas,
siempre y cuando conservase la más absoluta reserva sobre la identidad del
paciente. John Murra sabía bien, por su parte, que tal material no podía ser
puesto con nombre propio ante nadie más que Arguedas y Lola Hoffmann.
¿Por qué, entonces, lo publicó?. ¿Qué ventaja reportó tal falta de ética a
la doctora Hoffmann y al propio doctor Murra? ¿Qué o quién estuvo atrás
de todo?
Extrañeza, de otro lado, por el grado de abierta confidencialidad que se
advierte en algunas de las cartas dirigidas por Arguedas a John Murra;
éste trató, evidentemente, de ganarse la confianza de José María con sus
protestas de fe pro-indígena, y de conseguir el máximo de información -y
no sólo a través de Arguedas- acerca de lo que ocurría en el ‘terreno antro-
pológico’ peruano, de modo de estar presente allí cizañeramente. ¿Qué le
dijo en sus propias cartas a fin de suscitar tales confidencias? ¿Por qué no
las ha publicado (puesto que seguramente las conserva bien archivadas,
como conservó las del escritor peruano), si sólo el conocimiento de ellas
da la clave para captar plenamente algunos giros desconcertantes de la
parte publicada? ¿Por qué no ha incluido en la selección epistolar que nos
presenta las cartas con que Lola Hoffmann lo tuvo al tanto de su paciente
Arguedas? ¿Qué papel jugó Murra en la desestabilización emocional de
José María -cosa que se entrevé en algunos párrafos de la correspondencia
arguediana-?
Hay, sin duda, en ciertas misivas de Arguedas a Murra o Lola Hoffmann,
notas que pueden interesar a un biógrafo o a un investigador de su obra;
pero la mayoría tiene un contenido afectivo o muy personal; y algunas,
además, están trucadas en fechas y datos [por ejemplo, en la carta 55
(p.169) hace decir a Arguedas: “Anteanoche en casa de Alfredo Torero
escuché un llanto general de amigos por tu decisión de no hacer publicar
tu libro”. Quienes solían visitarme (Pablo Macera, Emilio Choy -terror de
Murra-, etc.) y yo mismo, sabíamos demás lo que el antropólogo rumano-
norteamericano hubiese podido escribir, así como las réplicas que cabría
formularle].
Henri Favre, uno de los críticos que intervino en la mesa redonda de 1965
sobre Todas las sangres, escribe, por su parte, un artículo a la vez resentido
y desdeñoso. Dolido, en primer lugar, porque José María no le hubiese
rendido desde el día de conocerlo las atenciones debidas a un investigador
francés, por más joven que fuere, y que sí había recibido de otros repre-
sentantes de la inteligentsia limeña, sorprendentemente atentos a todos
los avances de las ciencias y las letras europeas; en segundo lugar, porque
estudiosos peruanos como Alberto Flores Galindo, Nelson Manrique y
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novela, Los ríos profundos, y cuyas obras, aunque éxitos parciales o fraca-
sos, son siempre interesantes y a veces turbadoras” (Vargas: 1996:9).
Añade, acto seguido. que su interés por José María se debe esencialmente,
no a sus libros, sino a que se trató de un caso patético, por su escisión entre
dos mundos, su vida triste, sus traumas de infancia, sus crisis de adulto y
su suicidio. En otras palabras, si Vargas Llosa desciende a escribir un libro
sobre un autor de dudosa calidad literaria, es porque lo patético de su exis-
tencia le brinda suficientes materiales como para elaborar un buen folletín.
Y punto. El lector puede continuar adelante; pero el veneno está echado.
Y seguirá destilando a lo largo del ensayo:
Vargas Llosa utiliza sistemáticamente el lado peyorativo de las compara-
ciones y símiles para descalificar la producción arguediana y anular su sig-
nificado: “Todas las sangres, publicada en 1964, es la novela más larga
y más ambiciosa que Arguedas escribió, aunque, tal vez, la peor de sus
novelas” (Vargas, l996: 254). Se entiende que, si ésta es tal vez la peor, las
demás van de malas a pésimas.
Con su acto suicida, además -afirma-, José María trata de que el lector
otorgue a las páginas de El zorro de arriba y el zorro de abajo una valía de
que carecen: “... no hay duda, ese cadáver inflige un chantaje al lector; lo
obliga a reconsiderar juicios que el texto por sí solo hubiera merecido, a
conmoverse con frases que, sin su sangrante despojo, lo hubieran dejado
indiferente. Es una de sus trampas sentimentales” (Vargas, l995: 300).
Vargas Llosa, no queda duda, teme a Arguedas; teme que en la posteridad
la presencia arguediana sobreviva a la suya. Por ello, trata de convertirlo
en ferviente propugnador de una utopía ‘arcaica’, cargo que ni su propio
ensayo, lleno de adjetivaciones, pero confuso e impreciso, logra demostrar;
y que, naturalmente, las obras y la vida de José María refutan por entero.
Hay que preguntar a Mario Vargas Llosa, declarado admirador del Estado
de Israel, por qué no consideró ‘arcaica’ la utopía sionista, que desde prin-
cipios del siglo XX, pugnó por la formación de un Estado judío en la ‘tierra
prometida’ al pueblo de Jehová sobre suelo árabe palestino, y por la resu-
rrección, entre otras antiguallas, del hebreo, lengua muerta?. Si los inte-
reses económico-políticos más poderosos del mundo, sobre todo los de
Estados Unidos de Norteamérica, se conjugaron para hacer realidad esa
utopía y revivir al hebreo, hoy lengua oficial de Israel, ¿es claro que lo
‘arcaico’ no existe en abstracto, y que cualquier utopía deja de serlo si la
respalda el dinero?
Habría que preguntarle, asimismo, acerca de la utopía neoliberal, de la
que es conspicuo predicador, y de las ventajas de las privatizaciones -en
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PARA VIVIR
Arguedas escogió, para morir, los gloriosos años 60; los de la solidaridad
planetaria, de la generosidad sin límite ni fronteras; los del asalto al cielo.
Mas sentía que habíamos quemado las alas y que venía el repliegue, la
caída. Y quiso irse en un tiempo de ilusión y dejando un mensaje de espe-
ranza. Suélese decir que, mientras hay vida, hay esperanza; pero eso no
es tan cierto. Porque puede haber una vida sin esperanza de que se logre
ahora lo más caro para el individuo; y esto es agonía. Y puede haber espe-
ranza más allá de la vida: la esperanza de que vendrá un mundo nuevo,
justo y solidario -otros años 60, pero victoriosos. Con los ojos puestos en
ese mundo venidero, y con la alegría de haber combatido por su forja, con
el arma o con el alma, se vivirán muchas vidas aunque venga una muerte.
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BIBLIOGRAFÍA
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Acerca del Autor
Alfredo Torero
ESTUDIOS
Doctorado en Lingüística, Universidad de París (Sorbona)
1963-1965.
Licenciatura de Letras. Universidad de París (Sorbona) 1960-1963.
Derecho. Universidad Nacional Mayor de San Marcos 1950-1956 (Egresado
en 1956).
GRADOS
Doctor en Lingüística, 1965. Universidad de París, con la tesis: Le puquina,
la troisiéme langue générale du Pérou. Bajo la dirección de André Mar-
tinet. Grado convalidado en el Perú por la Universidad Nacional Mayor
de San Marcos.
Licenciado en Letras, 1963. Universidad de París.
CARGOS OCUPADOS
Vicerrector de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM),
1985-1990.
Director del Instituto de Investigaciones Lingüísticas, Facultad de Letras y
Ciencias Humanas, UNMSM, 1982-1992.
Director Decano del Programa de Lingüística. Literatura y Comunicación
Social, UNMSM, 1977-1980.
Jefe del Departamento de Lingüística de la UNMSM. 1975-1977.
Jefe del Departamento de Sociología de la Universidad Nacional Agraria
La Molina. 1968-1969.
Director de la Maestría de Comunicación Social de la Universidad Nacional
Agraria. 1969-1972.
ACTIVIDADES LABORALES
Periodismo
Agencia France-Presse, de 1954 a 1965; de 1954 a 1960 en Lima; de 1961 a
1965 en París.
PARTICIPACIÓN EN CONGRESOS
Congreso Internacional de Americanistas: 1966, 1970, 1972, 1974.
Congreso del Programa Interamericano de Lingüística y Enseñanza de Idio-
mas (PILEI) y de la asociación de Lingüística y Filología de América Latina
(ALFAL). México, 1968. Río de Janeiro. 1970.
Primer y Segundo Coloquio de Estudios Andino. Aix-en-Provence. 1976 y
1989.
Primer Seminario Nacional de Educación Bilingüe. Lima. 1972. Presidente.
Primer Congreso del Hombre Andino. Arica-Iquique-Antofagasta. 1973.
Congreso Peruano del Hombre y la Cultura Andina: Fundador en 1963 y
participante en sus celebraciones.
Primer y segundo Seminario de Ciencias Sociales del Norte Peruano, 1984
y 1986.
Segundas Jornadas Internacionales de Lengua y Cultura Amerindias. Valen-
cia. 1993.
Primer Congreso de Historia de la Lengua Española en América y España.
Valencia. 1994-1995.
Primer Congreso Europeo de Latinoamericanistas. Salamanca. 1996. Coor-
dinador del Taller de las Lenguas amerindias. Estado actual. Perspectivas
y tareas.
Diversas conferencias internacionales sobre problemas de Lingüística,
general o americana, Etnolingüística y Enseñanza de idiomas, conferen-
cias, seminarios, etc.
PUBLICACIONES
1964 “Los dialectos quechuas”; en Anales Científicos de la Universidad
Agraria. Vol. II, Núm. 4. Lima.
1968 “Procedencia geográfica de los dialectos quechuas de Ferreñafe y
Cajamarca”, en Anales Científicos de la Universidad Nacional Agraria.
Vol. VI, Núm. s.3-4. Lima.
1970 “Lingüística e Historia de la Sociedad Andina”; en Anales Científicos
de la Universidad Nacional Agraria. Vol. VIII, Núm. s.3-4. Lima.
1974 El Quechua y la Historia Social Andina. Ed. Universidad Particular
Ricardo Palma. Lima. 2° Ed. 1980. La Habana.
1983 (1978) “La familia lingüística quechua”; en América en sus lenguas
indígenas. Ed. UNESCO- Monte Avila Editores. Caracas.
1984-1985 “El Comercio lejano y la difusión del quechua. El caso de Ecua-
dor”; en Revista Andina. No. 6. Cuzco. Debate continuado en 1985 en el
Núm. 7.
1986 “Deslindes lingüísticos en la costa norte peruana; en Revista Andina.
Núm. 8. Cuzco.
1987 “Lenguas y Pueblos Altiplánicos en torno al siglo XVI”; en Revista
Andina. Núm. 10. Cuzco.
1989 “Areas toponímicas e idiomas en la sierra norte peruana. Un trabajo
de recuperación lingüística”; en Revista Andina. Núm. 13. Cuzco.
1990 “Procesos lingüísticos e identificación de dioses en los Andes Centra-
les”; en Revista Andina. Núm. 15. Cuzco.
1990 “Comentarios sobre el llamado quechua costeño”; en Revista Andina.
Núm. 16. Cuzco.
1992 “Acerca de la familia lingüística uruquilla (Uru-Chipaya)”, en Revista
Andina. Núm. 19. Cuzco.
1993 “Principios metodológicos para el estudio de la familia lingüística
quechua”; en Estado actual de la clasificación de las lenguas indígenas
de Colombia. Ed. Instituto Caro y Cuervo. Bogotá.
1993 “Fronteras lingüísticas y difusión de cultos en los Andes Centrales; el
caso de Huari y de Contiti Viracocha”. En Actas del 2° Coloquio de Estu-
dios Andinos. Aix-en-Provence.
1993 “Lenguas del nororiente peruano. La Hoya de Jaén en el siglo XVI”,
en Revista Andina. Núm. 22. Cuzco.
1994 “El idioma particular de los incas”. Actas de las II Jornadas Internacio-
nales de Lengua y Cultura Ameridindias. Valencia.
1996 “Las sibilantes del quechua yunga y del castellano en el siglo XVI”.
Actas de las II Jornadas Internacionales de Lengua.
1999 “Testimonio sobre José María Arguedas”, ponencia presentada en el
Segundo Coloquio Internacional “José María Arguedas” de Antropolo-
gía y Literatura, Escuela Nacional de Antropología e Historia, México.
2003 Idioma de los Andes. Lingüística e Historia, Instituto Francés para
América Latina y editorial Horizonte, Lima.
2003 “El altiplano del Collao-Charcas como área lingüística” ponencia pre-
sentada en el 51º Congreso Internacional de Americanistas, Santiago de
Chile.
Otros títulos de la colección Insumisos Latinoamericanos