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V. Güeso cambia de dueño
Un día Vicenta pide permiso para acompañar a su hermana Antuca en el pastoreo, pues quería ir al campo a
buscar ratanya (una planta que servía para dar tinte morado a los tejidos). Su padre aprovecha para
encargarle que trajera pacra (hierba que servía para engordar al ganado). Cumplido su cometido, Vicenta se
despide de su hermana. De pronto aparecen dos jinetes con aire amenazante. Vicenta se esconde detrás de
una roca y los reconoce: son los cholos Julián y Blas Celedón, hermanos bandoleros, muy temidos en la
región. Recuerda que años atrás ella había bailado con el Julián en una fiesta pero su padre se había
opuesto a que la cortejara pues el cholo ya tenía muy mala fama. Julián atrapa a Güeso con un lazo, pues
quería un perro de la muy afamada cría de los Robles para entrenarlo como conductor de ganado robado.
Wanka y los otros perros se acercan ladrando a los intrusos y a su encuentro les sale Güenamigo, el perro de
los bandoleros, pero Julián lo contiene para evitar una pelea desigual. Wanka espera solo la orden de su ama
para lanzarse contra los forajidos, pero el Blas apunta su carabina amenazando con disparar, por lo que
Antuca se apresura a alejar a sus perros y calmarlos. Cuando se entera por boca de ellos mismos de que se
trataban de los famosos “Celedonios” queda helada de conmoción. Suplica llorando por su perro, pero los
bandoleros la amenazan y se llevan a Güeso arrastrándolo por el camino. No bien se alejan, la Vicenta sale
de su escondite y se va a consolar a su hermana, quien no cesaba de llorar.
VI. Perro de bandolero
Los bandoleros se llevan a Güeso, pero este, muy terco, no quiere avanzar. Lo flagelan; finalmente, el Blas lo
marca con hierro candente. Muy adolorido, no le queda al perro sino seguir a los bandoleros para no recibir
mayores maltratos. Luego de un largo recorrido llegan a una cabaña, donde los reciben una pareja de
esposos llamados Martín y Pascuala. Los bandoleros se alimentan y se disponen a dormir, dejando a Güeso
atado a una viga con una soga. El perro intenta escapar, royendo la soga. Ya estaba a punto de romper la
última hebra cuando es descubierto por Julián. Lo ata entonces con una soga de cerda. Gueso se siente
entonces perdido, sin esperanza ya de huir. Muy de mañana parten los Celedonios y llegan a Cañar, un valle
profundo lleno de monte tupido, escondite ideal de ladrones, a cuyo lado corre el río Marañón. Después de
cierto tiempo, Güeso se acostumbra con sus nuevos dueños y termina por encariñarse con Julián, quien lo
suelta y lo junta con el Güenaamigo para que aprendiera a ser perro abigeo o conductor de reses robadas.
Güeso conoce entonces a los amigos de los Celedonios: el Santos Vaca, el Venancio Campos, bandoleros
todos. Un día Güeso ve de lejos a Antuca y a su rebaño; parece recordarlos pero luego de un rato regresa
corriendo donde Julián, decidiendo así su destino, el ser un “perro de bandolero”. El amor de Julián es Elisa,
bella chinita del pueblo de Sarún, a quien embaraza. Su peor enemigo es Chumpi, apodado el Culebrón, un
alférez de gendarmes, el cual le sigue tenazmente los pasos pero siempre era burlado. El Güeso y el
Güenamigo se convierten en aliados valiosísimos de los Celedonios ya que con sus ladridos avisan cuando
los gendarmes se hallan cerca.
VII. El consejo del rey Salomón
En aquel año no hubo buenas cosechas. Las lluvias escasearon y las mieses de la mayoría de las chacras
no alcanzaron su plenitud. La comida empezó a escasear. Los Robles se enteran que las chacras de la
Martina se han perdido y que para colmo, recibe la visita de su cuñada, la cual tenía problemas con su
marido y no quería volver donde él. Aprovechando este percance, don Simón cuenta la historia de un hombre
que no era feliz debido a que su esposa siempre le causaba problemas y lo comparaba con su anterior
marido, el “difuntito”, diciendo que éste había sido más bueno. El hombre, desesperado, visita al rey
Salomón, el cual le aconseja sabiamente que vaya a ver lo que hacía un arriero con su burro, en un cruce de
caminos, y que haga lo mismo. El hombre observa que el arriero, cada vez que su burro quería ir en la
dirección contraria a la que él quería, le sonaba las orejas con un palo; el animal le obedecía entonces.
Entonces el hombre va a su casa, y cuando su esposa le sale a su encuentro amenazando con irse, coge un
palo y le da duro, tal como vio hacer al arriero con su burro. La mujer le suplica entonces que no la pegue
más, y desde ese día no volvió a molestar al esposo.
VIII. Una chacra de maíz
La casa-hacienda de Páucar, propiedad de don Cipriano, contaba con una represa que almacenaba el agua
de una quebrada. De modo que en torno a ella verdecían los alfalfares y germinaban los maizales, lo que
contrastaba con la desolación del contorno. A una de esas chacras de maíz ingresan los perros Manolia y
Rayo, seguidos por Shapra y Wanka. Se alimentan de la pulpa jugosa de los choclos aún tiernos. Guiados
por su fino olfato, Zambo y Pellejo los imitan. Pero el hacendado decide frenar los estragos. Una noche, don
Rómulo Méndez, el empleado de la hacienda, coloca una trampa, donde al día siguiente muere Rayo,
aplastado por una piedra enorme. Los demás perros huyen pero Shapra y Manolia sucumben bajo las balas
de los guardianes. Los sobrevivientes no volvieron más a la chacra de maíz.
IX. Las papayas
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Don Fernán Frías, el subprefecto de la provincia, encomienda una misión al alférez Chumpi, conocido como
el Culebrón: capturar a los Celedonios, vivos o muertos. Chumpi recibe la colaboración de los hacendados y
ordena arrear unas vacas a Cañar, refugio de los Celedonios, como señuelo para atrapar a los bandidos. A
Cañar llega el cholo Crisanto Julca, para avisar a los Celedonios que había divisado una vacada de la que
podían echar mano fácilmente. Sin sospechar la trampa se duermen esa noche. De madrugada los
despiertan los ladridos de los perros. Se dan cuenta entonces que los gendarmes estaban muy cerca. Tratan
de huir por una quebrada, pero notan que han sido rodeados. En la balacera mueren el Crisanto y el
Güenamigo. Los hermanos Celedonios se ocultan en una cueva, junto con el fiel Güeso. Allí resisten varios
días, sin comida ni agua. Un gendarme, cansado de esperar, se acerca a la cueva dispuesto a acabar con los
Celedonios, pero estos lo matan a balazos. Una esperanza renace en los Celedonios cuando ven asomar de
lejos a su amigo, el Venancio Campos, junto con un segundo suyo. Pero el Venancio no se atreve a enfrentar
a los gendarmes, superiores en número. Pasan los días y a los mismos gendarmes se les agotan las
provisiones. Ya no hay ni frutas qué coger de los árboles a excepción de unas cuantas papayas que recién
pintaban de maduras. Simulan entonces retirarse, pero antes, el Culebrón envenena las frutas que
quedaban, utilizando una jeringuilla que para el efecto había comprado en el pueblo. Los hermanos bajan
entonces de su escondite confiados, y sacian la sed con el agua de un arroyo. Pero no encuentran nada para
comer, y solo divisan las papayas, las que se apresuran a derribar y devorar ávidamente. Blas siente primero
los estragos del veneno, luego Julián. Caen ambos al suelo, retorciéndose de dolor, y entonces llega el
Culebrón y los remata a tiros. Güeso trata de defender a su amo, y es también baleado, cayendo muerto al
lado de Julián.
X. La nueva siembra.
Luego de un año malo para las cosechas, las nuevas lluvias parecen anunciar una naciente época de
fecundidad del suelo. Don Cipriano, junto con sus empleados y peones, ara y siembra los campos, ayudado
por las yuntas de bueyes. Los granos de trigo y cebada son depositados en los surcos. Junto con su
mayordomo don Rómulo Méndez, don Cipriano es el último en abandonar las labores. Regresan ambos a la
casa-hacienda donde les espera la comida lista. Esa noche llueve, por lo que se presiente que la siembra
promete una buena cosecha.
XI. Un pequeño lugar en el mundo
Pero las lluvias solo duraron una semana. Luego la sequía continuó. El indio Mashe y cincuenta indígenas,
quienes habían sido expulsados de Huaira por el terrateniente don Juvencio Rosas, llegan hasta la hacienda
de Páucar y ruegan a don Cipriano Ramírez para que los reciba. El hacendado los acoge porque iba a
necesitar trabajadores para las futuras siembras. Les da permiso para que se asienten en sus tierras, así
como cebada y trigo para que coman, mientras durara la sequía. Mashe, quien tiene una esposa y dos hijas
solteras, es recibido temporalmente por la familia Robles, mientras busca un pequeño lugar en el mundo
donde vivir. El Timoteo observa detenidamente a una de las hijas de Mashe, la Jacinta. Pero la época es tan
mala, al punto que no se puede estar pensando en buscar pareja.
XII. “Virgen Santísima, socórrenos”
Gente muy devota de los santos, cada uno de estos tiene la virtud de conceder favores específicos, que los
creyentes invocan con rezos y demás ceremonias. La favorecedora de las lluvias es la Virgen del Carmen del
pueblo de Saucopampa. La gente decide sacarla en procesión. Los Robles se unen al cortejo. Simón
recordaba una anécdota del pueblo de Pallar, cuando la imagen de la Virgen que cargaban los fieles cayó
sobre las rocas destrozándose completamente; la gente, mientras tanto, seguía cantando el tradicional
himno: “Eso se merece nuestra Señora, eso y mucho más, nuestra Señora”. Pero Simón, incansable
narrador, esta vez ni siquiera intenta traer a colación su historia pues el ánimo de la gente se hallaba por los
suelos. Su mujer y sus hijos iban tras él, en silencio. Timoteo deseaba más que nadie que se acabara la
sequía para poder sembrar y a la vez tomar como su mujer a la Jacinta.
XIII. Voces y gestos de sequía
Pasaron varios días desde la procesión y seguía sin llover. Las sementeras ya habían muerto pero los
campesinos seguían anhelando la lluvia. Esta llega al fin pero solo dura algunos días. La sequía continúa. Un
cielo azul alumbrado por un sol ardiente cubre el horizonte. Wanka pare pero sus cachorros son arrojados a
una poza. Era la única manera de librarles de una muerte más penosa por el hambre. Simón guarda las
semillas de trigo, arveja y maíz para el año entrante. Hombres y animales en medio de la tristeza gris de los
campos, vagan languidecientes, fatigados y descarnados.
XIV. “Velay el hambre, animalitos”
El ganado no tenía qué comer y es dejado suelto en los campos. Pero apenas encuentran alimento con qué
calmar el hambre: solo paja seca, chamiza e ichu reseco. Uno tras otro los animales son sacrificados y
comidos por los campesinos. Los perros llevan la peor parte. Muy flacos, deambulan por el pueblo en busca
de sustento que casi nunca encuentran. Una vez Juana regresa indignada a su bohío luego de visitar la
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capilla de San Lorenzo, en Páucar: habían robado el manojo de espigas que cada año se ofrendaba al santo.
Para ella era un sacrilegio nefando. La Antuca seguía saliendo a pastear a las ovejas junto con sus perros,
pero ya no era como antes. Ella misma había enflaquecido y para colmo, ya no se encontraba con el Pancho.
Viendo el paisaje tan desolador y sus animales raquíticos, les dice tristemente: “Velay (he aquí) el hambre,
animalitos”.
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Llega noviembre. El cielo se cubre de nubes densas. Y las primeras gotas de lluvia levantan polvo. Es,
indudablemente, el fin de la sequía. El júbilo estalla entre los hombres y animales. Una tarde Simón Robles miraba
desde el corredor y una sombra le hizo volver hacia otro lado. Era la perra Wanka, escuálida, quien retornaba para
ocupar su puesto de guarda de ovejas, de las que solo quedaban dos pares. Simón la llama y la perra se acerca a
restregarse cariñosamente a su amo. Conmovido, Simón la acaricia y le habla con ternura, llorando de emoción. “Y
para Wanka las lágrimas y la voz y las palmadas del Simón eran también buenas como la lluvia”.