Está en la página 1de 50

91

Capítulo 4. Reproduciendo el Cuzco


colonial

1 PARA ENTRAR EN CONTACTO con las monjas de Santa Catalina o de Santa Clara —ya fuera en
el siglo XVII, cuando sus conventos eran nuevos, u hoy, más de tres siglos después—, hay
que ingresar al locutorio. Estas habitaciones llevan el nombre de su función, locutio, habla
o plática: son las estaciones de escucha del convento con el mundo. Pero impresiona más
lo que se ve que lo que se escucha. La mirada del visitante queda captada de inmediato
por las gruesas barras de hierro de la gran reja (también llamada red o grada), colocada
para impedir todo contacto físico entre las personas de ambos lados. Hasta la mirada
queda impedida por su enrejado, la característica dominante de todo locutorio. 1 Entonces,
al igual que ahora, lo único que podía fluir libremente entre las personas sentadas a cada
lado era la conversación. Aquí la disciplina es notablemente visible, la separación y
disciplina de la vida enclaustrada y contemplativa forjada en sólidas barras.
2 Las monjas se referían al mundo que se hallaba al otro lado de su reja como “el siglo”, el
mundo secular. La implicación es clara: allá los proyectos mundanos tenían sus altos y
bajos, comienzo y fin, en tanto que dentro de los claustros el tiempo era distinto,
avanzando sólo para volver al punto desde el cual partió, pasando por los maitines,
primas, tercias, laudes y así sucesivamente. Al entrar a los claustros, las monjas habían
vuelto la espalda al mundo y atado el tiempo a la rueda del ritual. Pero por supuesto que
las exigencias de la propiedad y la posesión requerían de ellas algún tipo de participación
con quienes vivían en conformidad con las jerarquías y el tiempo mundanos. De este
modo, el locutorio es un curioso lugar intermedio: reconoce y niega simultáneamente el
paso de los siglos. Es el espacio intermedio de una misión necesariamente delicada, el
punto donde las monjas interrumpían sus rondas de oraciones para encontrarse con los
que vivían en el siglo.
92

Las monjas y sus visitantes delante de la reja de un locutorio, Santa Catalina. Fotografía de K. Burns.

3 Las monjas escuchaban constantes advertencias acerca de los peligros de estos


encuentros. Sus superiores masculinos se aseguraban de ello, usando herramientas tales
como el manual de Antonio Arbiol sobre la observancia adecuada de la vida religiosa, para
transmitir severas lecciones acerca de los peligros que el locutorio entrañaba. “Nuestro
Serafico Doctor San Buenaventura”, advertía Arbiol, “le dá el horroroso titulo de
contagiosa, y pestilente, á la conversacion, que tiene la persona Religiosa con los Seglares:
porque como la peste, y contagio se pega de los enfermos á los sanos”, jamás en sentido
contrario. Así, en la conversación la monja corría “mucho peligro, que se le pegue algo del
siglo” mundano. Arbiol consideraba que el uso del locutorio era un mal necesario, pues
“el trato de las cosas temporales es muy delicado, y molesto por su misma naturaleza para
las verdaderas Esposas de Christo. Si se pudiese disponer, que las Religiosas nunca
tratasen de intereses temporales con los Seglares, esto sería de mucho consuelo de las
almas felices, consagradas á Dios, y de mucha edificacion para el Mundo; pero segun los
malos siglos en que vivimos, es muy dificultoso” (Arbiol 1776: 467,491).
4 Las órdenes restringían cuidadosamente el tipo de interacción que podía darse en un
locutorio. Las monjas podían hablar con los visitantes sólo a ciertas horas del día y en
presencia de una “escucha”, una oyente encargada de vigilar cada conversación en la reja
y de reportar cualquier cosa no decorosa a su superiora para que se tomaran acciones
disciplinarias. Según la regla de las clarisas, las barras de la reja debían estar provistas de
filudos clavos y cubiertas con una cortina negra, “en tal manera, que las Hermanas no
puedan ver a los de fuera, ni ellos a ellas” (Constituciones generales 1689: fol. 1lv). En suma,
se hacía todo lo posible por evitar los peligros de la penetración del mundo externo en los
locutorios y hacer que fueran remansos callados y estrictamente decorosos.
5 Sin embargo, los locutorios cuzqueños eran cualquier cosa menos un remanso. Las
notarías de la ciudad nos cuentan una historia sumamente distinta. El registro de los
archivos sugiere que a medida que Santa Clara y Santa Catalina se convertían en
93

conventos grandes, su entrada y locutorios se llenaban de vida e incluso de actividades


ruidosas. A través de ellos fluían los padres y madres, hermanas, hermanos, hombres y
mujeres de negocios, solteros, viudas y bebés. Las monjas continuamente se involucraban
con sus visitantes en “las cosas temporales” de diverso tipo, utilizando a veces un
intérprete para los quechua-hablantes cuyos asuntos necesitaban ser registrados en la
hegemónica lengua española. Y la reja podía resultar ser un activo sumamente útil; se le
podía usar en forma bastante eficaz cuando las cosas no iban bien: una monja podía
simplemente retirarse a los claustros cuando algo no salía como ella deseaba. O podía
aprovechar el claustro para rehusar presentarse, manteniendo así a un candidato a
interlocutor esperando días en la reja.2
6 Los locutorios tampoco estaban siempre callados. Los de Santa Clara y Santa Catalina
podían resonar con la música coral e instrumental de una velada (ADC, Cabildo, Justicia
Ordinaria, Causas Civiles, leg. 11 [1683-89]; Esquivel y Navia 1980, 2: 294). O con gritos y
violencia, como en 1682, cuando Francisco de Tapia buscó la inmunidad eclesiástica
dentro de Santa Clara y fue arrastrado del locutorio por las autoridades locales en una
ruidosa lucha (AAC, XXXVIII, 2, 22, año de 1682).3 Ocasionalmente alguien podía incluso ir
más allá, como en el caso de don Antonio de Losada y Novoa, que se abalanzó dentro de
los claustros de Santa Catalina una mañana de 1678 con su espada y daga desenvainadas,
asaltando a las monjas a fin de atacar a una de sus hijas en el convento por insultar su
honor y volverle la espalda. Había ingresado tan adentro y desatado tal escándalo que su
única esperanza de escapar a un severo castigo era alegando un ataque de locura (AAL,
Apelaciones del Cuzco, leg. 24 [1676-78], documentos referentes a la violación de clausura
por Losada y Novoa; véase también Martín 1983: 223-28).
7 A lo largo de los años, muchos hombres han escrito sobre el mundo del locutorio. Desde
mediados del periodo colonial, casi toda ciudad importante del Perú contaba por lo menos
con un convento de mujeres enclaustradas —la capital virreinal de Lima tenía varios—,
muchas de las cuales parecen haber mantenido vivaces conversaciones con sus visitantes
en la reja. Lo que estos observadores comparten es una inclinación a usar esta actividad
para medir el supuesto fracaso de las monjas en cumplir con sus votos de pobreza,
castidad y obediencia. Los eclesiásticos regañaban a las monjas por su contacto “excesivo”
con los seglares, y periódicamente intentaban imponer una disciplina más estricta. Otros
vieron en los locutorios un lugar de deseos sublimados, en donde los varones se ponían en
ridículo participando en un cortejo platónico de monjas específicas.4 Y los historiadores,
en la medida que siquiera han advertido la presencia de los conventos, igualmente han
tendido a criticarlos por su desgobierno (Martín 1983: 201-2, 215, 234). Estos retratos han
servido para relegar locutorios, monjas y conventos a las márgenes de la historiografía
colonial peruana, en donde aparecen (cuando lo hacen) como algo simplemente
secundario en el drama central del Perú colonial.
8 Pero ver los locutorios en meros términos anecdóticos es ignorar un espacio crucial en
donde se forjaron las relaciones coloniales. Las monjas los usaron para crear alianzas
ricamente matizadas con cuzqueños de todo tipo, adaptando extensamente las normas
mundanas del matrimonio, la familia y la herencia para adecuarlas a sus propios fines. Y a
medida que el Cuzco se convertía en un próspero emporio colonial con su propia
aristocracia distintiva, los conventos alcanzaron su propio cénit. Sus locutorios pasaron a
ser uno de los lugares más transitados del centro de la ciudad, vitales para la
conformación de aristócratas y plebeyos. Para captar plenamente la lógica que operaba en
estos espacios, así como su importancia para la conformación de las relaciones coloniales,
94

debemos primero atravesarlos e ingresar dentro de los claustros. Para mediados del siglo
XVII, las monjas del Cuzco se habían forjado allí un complejo papel reproductivo, que
simultáneamente reflejaba y sustentaba el esplendor barroco de la floreciente ciudad
alrededor suyo, dominada por los criollos.

Guamán Poma (1615) muestra a una monja recibiendo una limosna de una visitante bilingüe. Él alaba
a las monjas por el amor y la caridad que muestran a los indios y contrasta su generosidad con la
vanidad y el egoísmo de las “señoras del mundo”.

EL ORDEN DE LAS COSAS


9 Pasando los locutorios de Santa Clara y Santa Catalina, dentro de los edificios de piedra
que los nativos cuzqueños construyeron para las monjas a comienzos del siglo XVII, yacía
un espacioso mundo, cuidadosamente configurado para el ritual. Cada monasterio sigue
ocupando un gran terreno en el centro del Cuzco, al interior de grandes manzanas
rodeadas por tiendas. Antes ocupaban mucho más espacio. Fuera de su iglesia, donde se
celebraba misa para el público, cada convento tuvo alguna vez no sólo extensos ambientes
de vivienda y trabajo, sino también patios espaciosos, jardines, fuentes y, en el caso de
Santa Clara, una gran huerta. Eran verdaderas ciudades dentro de la ciudad, cerradas
detrás de elevados muros de piedra y macizas portadas de madera.
10 Para el mundo exterior son más visibles las espléndidas iglesias de Santa Clara y Santa
Catalina. Ellas se encontraban entre los teatros más brillantes de la región donde
escenificar uno de los eventos culturales más suntuosos y espectaculares de su época, la
misa católica romana. Las monjas no escatimaban gasto alguno para adornarlas,
encargando inmensos y magníficos lienzos para sus muros y tallas y esculturas barrocas
para sus altares. Contribuir a mejorar la iglesia conventual era el más grande anhelo de
toda madre superiora. En 1660 la priora Isabel de la Purificación incluso se negó a dejar su
cargo a tiempo, para que redundara en beneficio suyo la gloria de haber completado un
95

retablo particularmente espléndido para la iglesia de Santa Catalina. (Su comunidad se


lamentaba de que el demonio hubiese tentado a su priora, cuyo periodo en el mando
había sido por lo demás ejemplar: AAL, Apelaciones del Cuzco, leg. 16 [1659-60], apelación
de Santa Catalina, 1660.) El efecto visual de tan lujoso expendio de energías artísticas
sigue siendo deslumbrante. Las monjas se aseguraban de que la música de la misa fuera
igualmente suntuosa y conmovedora: desde su coro al fondo de la nave, escondidas de la
mirada del público tras una cortina, ellas brindaban un elaborado acompañamiento coral
e instrumental a la administración de los sacramentos por parte del sacerdote. Tan
importante era la calidad de la música que las monjas se esforzaban por preparar
cantantes e instrumentistas excepcionales, contratando profesores de música para que
impartieran lecciones diarias de arpa y órgano en el locutorio.5
11 Fuera de sus iglesias, el ápice de la arquitectura conventual, el interior de Santa Clara y
Santa Catalina es rara vez descrito en la documentación de archivo. Sin embargo, es claro
que ambos conventos se expandieron en el siglo XVII. En 1655, apenas cinco años después
del devastador sismo que destruyó una parte sustancial de las habitaciones de las monjas,
Santa Clara estaba construyendo un costoso claustro nuevo. Las monjas cubrieron parte
de los gastos mediante un trueque: Diego de la Cuba, un artesano, instaló el piso de parte
del nuevo claustro a cambio de que las clarisas se comprometieran a proporcionarle
trabajadores indígenas y aceptaran a dos de sus hijas como monjas (ADC, Lorenzo de
Messa Andueza, año 1655: fols. 1707-16, 4 de agosto de 1655). Por su parte las dominicas
de Santa Catalina, cuyos claustros habían sido dañados con mayor severidad por el
terremoto de 1650, no sólo estaban reconstruyendo su convento sino que lo estaban
ampliando, comprando y luego cercando varias calles y casas adyacentes (ASCS,
“Inventario de noviembre”: fol. 275, 1683, permiso para que Santa Catalina cerque tres
casas que las monjas habían adquirido).
12 Dentro de estos espacios había habitaciones comunes donde cocinar, comer y dormir: la
cocina, el refectorio y el dormitorio del convento.6 Había también una “sala de labores”
especial, en donde las monjas y las novicias se ocupaban en practicar habilidades
domésticas como el bordado, el tejido y el arreglo de flores, produciendo “labores de
manos” de diversos tipos para el consumo local. Algunas mujeres llegaron a ser expertas
cocineras, enriqueciendo la cocina de la ciudad con sus recetas. La vida conventual
permitía estas labores a pequeña escala porque eran, en palabras de Arbiol, “[l]os empleos
proprios de mugeres delicadas... y la buena Religiosa se está quieta, y sola, elevando su
corazon á las alturas, mientras sus manos trabajan, y no están ociosas” (Arbiol 1776: 597).
13 Pero de lejos, la característica más notable del interior de los conventos, en unas fuentes
por lo demás silenciosas, era la división de sus habitaciones en celdas separadas y
privadas. Para mediados del siglo XVII, esta forma organizativa se había difundido
bastante como una alternativa al dormitorio común, tanto en el Cuzco como en otras
partes del virreinato (Martín 1983: 175, 181, 196-98). Santa Clara y Santa Catalina
evidentemente contaban con muchas de ellas, algunas de las cuales podían ser bastante
grandes, hasta de ocho habitaciones. Muchas celdas tenían su propia cocina, patio y hasta
gallineros. Algunas contaban con altares para devociones privadas.7 Gran parte de los
recintos monásticos del Cuzco llegaron tal vez a semejar barrios de habitaciones
independientes de este tipo, que la documentación a menudo describe como “casas”.
14 El comportamiento de las monjas dentro de estos espacios estaba extensamente
regimentado por las reglas y constituciones de su orden, ellas mismas un edificio macizo
de intrincadas prescripciones. Leerlas permite alcanzar cierta idea del peso cumulativo de
96

siglos de prácticas conventuales, ya que todo aspecto concebible de la vida de una monja
parece estar cubierto, incluyendo los detalles de cómo debían llevarse los hábitos. Los
puntos específicos variaban según las determinaciones tomadas de tiempo en tiempo
dentro de cada orden. Por ejemplo, en 1639 las autoridades franciscanas que se habían
reunido para revisar las constituciones de las clarisas, exhortaron a las monjas a que
durmiesen en un dormitorio común y “euitar[an] las celdas profanas que se han
introducido, a titulo de tener vn aposento donde recogerse”. (Los franciscanos parecen
haber sentido que iban a perder esta batalla, puesto que unas líneas más tarde ordenaron
a las monjas con celdas privadas que procurasen “con todas veras resplandezca en ella la
santa pobreza, ... evitando toda curiosidad, y adorno, contentandose con vna Cruz, y vna
Imagen”: Constituciones generales 1689: fols. 34, 39). Asimismo buscaron imponer una
reglamentación más estricta en el locutorio, ordenándoles que “no toquen arpas,
guitarras, o otros instrumentos, cantando cantares profanos, ni bailen, ni dancen, aunque
sea con sus habitos”, dado que esas actividades iban contra la “modestia Religiosa” (
Constituciones generales 1689: fol. 37). Estas prohibiciones y prescripciones abundan en las
constituciones a las cuales se esperaba que obedecieran las clarisas y dominicas; ningún
detalle era demasiado pequeño como para no merecer ser reglamentado.
15 Ingresar a este mundo cuidadosamente estructurado significaba que una mujer debía
aprender sus reglamentos durante un prolongado
16 aprendizaje, conocido como el noviciado. Este periodo comenzaba con un ritual de
separación del mundo y de sumisión a la madre superiora, la nueva autoridad. Los
reglamentos y constituciones de las dominicas esbozan los pasos cuidadosamente. La
novicia debía postrarse “en medio del capitulo, y preguntandole la madre Priora, que
pedis? Responda, la misericordia de Dios, y la vuestra, mandele luego leuantar, y
declarandole las aspereças de la Orden, y respondiendo, que las quiere lleuar, diga la
Prelada, el Señor que començó el bien en vos, el lo acabe, y vistale el Abito, señalandole
vn año de prouacion, y no menos” (Espinosa, ed., 1677: fols. 29v-30). Cada novicia se
alejaba entonces un paso más de su identidad mundana: tomaba un nombre religioso, a
menudo el de una santa por la cual tenía una devoción particular. Así transformada, podía
instalarse en las habitaciones de las novicias, en donde viviría por un año con las demás
de su clase, bajo la estrecha supervisión de una profesora, la monja conocida como la
“maestra de novicias”, cuya obligación era instruirle y disciplinarle.
17 En su año de prueba, las novicias eran preparadas exhaustivamente en las reglas y
prácticas de su orden. Su profesora podía asignarles lecturas espirituales, como las vidas
de los santos, y tomarles examen para asegurarse de que hubiesen aprendido las lecciones
correctas. Las novicias de Santa Clara deben haber escudriñado la crónica de Diego de
Mendoza, obviamente escrita justo con una finalidad didáctica como ésta en mente.
Mendoza proponía un ideal de distancia extrema entre el mundo de afuera y la vida
enclaustrada y contemplativa: las monjas modelo jamás iban al locutorio; se humillaban a
sí mismas efectuando labores manuales, aun si eran hijas de alguna persona importante y
acaudalada. Y siempre obedecían las órdenes de sus superioras con presteza y sin
discusión, sin importar lo que les costara a ellas. Mendoza alaba a la monja Bernardina de
Jesús, en particular, por su obediencia ejemplar. Un día, nos relata,
auiendo vna Religiosa hecho llamar al Barbero, para que la sacassen vna muela, que
tenia dolorida; por yerro le lleuaron a la celda de esta sierua de Dios [Bernardina]
que estaua bien agena de sacarse muela, ni diente, y diziendola el Barbero, que
venia por mandado de la Abadesa a sacarla vna muela; y respondiendo, que no tenia
necessidad de sacarse muela alguna; juzgando la Religiosa enfermera, que de temor
97

se escusaua, que era mandato de la Prelada, que se la sacasse, y porque no


pareciesse, que el temor del dolor se anteponia a la obediencia, dixo, que aunque no
le dolia ninguna muela, ni tenia accidente, que se las obligasse a sacar, que por la
obediencia, no sola vna, sino todas, podian sacarselas, que todas las ofrecia; y
preguntandola el Barbero, que qual muela auia de sacarle, respondio, que la que
quisiesse, porque a ella ninguna le dolia (Mendoza 1976: 440).
18 De modo que el hombre escogió un diente sano de la boca de Bernardina y lo extrajo. El
convento se maravilló al correrse la noticia del incidente: ¡el barbero había sido llevado a
la celda de la monja equivocada! Pero según Mendoza, Bernardina estaba “muy gustosa de
auer obedecido a su Prelada, mas que si huuiera quedado con su muela en la boca”.
19 La novicia podía ser admitida formalmente a la comunidad como monja una vez que había
aprendido estas lecciones a satisfacción de su maestra, proceso éste que comprendía
varios pasos. Para las clarisas venía primero un examen exhaustivo: la abadesa debía
elegir a “dos Religiosas que la examinen, si sabe rezar el oficio diuino, y de como entiende
la Regla que ha de professar; y dando las dichas Religiosas testimonio, en plena
comunidad de como está bien instruida en todo, le darán la profession” (Constituciones
generales 1689: fols. 22v-23). En ambas órdenes, las monjas congregadas votaban sobre si
admitir o no a la novicia; la mayoría de los votos le permitía pasar adelante. Una
autoridad eclesiástica masculina la examinaba aún más para ver si tenía la edad suficiente
para tomar los velos, y si su decisión expresaba su libre voluntad. (Según el Concilio de
Trento, ella debía tener por los menos dieciséis años para que su profesión fuera válida, y
hacerlo sin coacción alguna.) En el camino debía garantizarse el pago de su dote, así como
otros gastos acostumbrados. Si todas estas cosas se daban sin problema, se permitía a la
novicia profesar siguiendo el ritual acostumbrado. En el día señalado, ella se arrodillaba
delante de la madre superiora, colocaba su mano en la de ella y tomaba los votos
solemnes de pobreza, castidad y obediencia, con lo cual las monjas le daban el velo negro
y la recibían en medio de cantos y una celebración como esposa simbólica de Cristo (véase
ADC, Francisco Hurtado 1616: fols. 1115-15v, con respecto a la profesión de Isabel Arias, 9
de agosto de 1616).
20 De ahí en más, la vida de una monja giraba en torno a un antiguo objetivo central: el de
rezar a nombre de la humanidad pecadora. Se consideraba que las oraciones de las
esposas espirituales de Cristo tenían una eficacia singular; al igual que las de los padres
ermitaños de la Iglesia que vivían en los desiertos, las oraciones de una monja ganaban
por su pureza y dedicación, y su libertad de otros objetivos rivales. De este modo, sus días
consistían en un constante ir y venir de su celda al templo, guiado por el tañido de las
campanas. Las horas canónicas brindaban la estructura básica de las actividades de cada
día. Las monjas se levantaban temprano para comenzar el día rezando y se iban a dormir
después de completar las oraciones nocturnas; en total, cada día incluía maitines, laudes,
primas, tercias, sextas, nonas, vísperas y completas. Sin embargo, no todos los días eran
exactamente iguales. Las comunidades conventuales observaban un extenso calendario de
fiestas de santos y otras ocasiones especiales, entre ellas Navidad, la temporada de
cuaresma de penitencia y ayuno, y la Pascua o Semana Santa. En tales ocasiones, unos
sacerdotes visitantes podían dar sermones especiales y los ayunos terminaban con
comidas festivas. Cada comunidad asimismo marcaba el día de su santa patrona con
celebraciones en honor suyo.
98

Una de las imágenes usadas por Guaman Poma (1615) para mostrar el orden y buen gobierno es la
de una monja arrodillada delante de su abadesa; ella está literalmente bajo obediencia.

21 Quien dirigía la comunidad era la abadesa o priora, elegida por el voto mayoritario de las
monjas para que cumpliera un mandato de tres años. Las reglas y constituciones le daban
un enorme poder. Era responsabilidad suya supervisar las finanzas del convento y
satisfacer las necesidades de todas las integrantes de su comunidad “con discreción, y
caridad, como prudente, y advertida Madre de Familias [sic]” (Constituciones generales
1689: fol. 38v). Ella guardaba las llaves del locutorio y una de las tres necesarias para abrir
el arca conventual, la “caja de tres llaves”. La priora recibía y hacía los pagos, trabajando
estrechamente con los diversos apoderados del convento, sus mayordomos y
administradores, así como con su supervisor eclesiástico (siempre un fraile franciscano en
el caso de las clarisas, y una alta autoridad diocesana en el de las dominicas). Y la
responsabilidad por la disciplina en los claustros descansaba en última instancia en ella.
La priora reunía a las monjas en forma regular para que pudieran declarar sus faltas
públicamente, siendo corregidas y recibiendo su castigo de ella. En los casos de
infracciones severas, podía condenar las monjas a diversos castigos, que iban desde una
dieta a pan y agua, a latigazos y la encarcelación en la cárcel conventual. 8 Tan poderosa
era la madre superiora que las reglas estipulaban que las monjas debían escoger una
lideresa “que resplandezca por virtudes, y que presida mas por santas costumbres, que no
por Oficio. Y guarde su comunidad con honesta vida, porque provocadas las Hermanas
por su exemplo, la obedezcan mas por amor, que por temor” (Constituciones generales 1689:
fol. 15v).
22 La responsabilidad por mantener el orden estaba igualmente repartida entre diversas
funcionarias del convento. Cada trienio, las monjas elegían una superiora o vicaria para
que sirviera como segunda en mando de la madre superiora. Ésta confiaba bastante en
ella y en las “madres de consejo”, un grupo escogido de monjas seleccionadas por su
99

experiencia y habilidad para que actuaran como sus asesoras más cercanas. Ninguna
decisión empresarial importante era tomada por la superiora sin consultar primero con
las madres de consejo, la mayoría de las cuales habían sido ellas mismas superioras. 9 El
resto de las funcionarias del convento estaba a cargo de supervisar lugares particulares o
de realizar tareas específicas. Entre las más estratégicas estaban las de guardiana de los
principales puntos de contacto del convento con el público: la portera, responsable por
abrir y cerrar las puertas del convento; la tornera, que manejaba el compartimiento
cilindrico y giratorio colocado en el muro junto a la entrada del convento, mediante el
cual artículos pequeños eran admitidos o salían de él; y las rederas y escuchas, cuya
obligación era vigilar y oír todas las conversaciones en el locutorio. La depositaria era
responsable de llevar la cuenta del dinero. Otras funcionarias estaban a cargo de asegurar
una observancia ritual adecuada: la sacristana se encargaba de que todo estuviese en
orden para la misa; la vicaria de coro dirigía las oraciones de las monjas; la maestra de
novicias, como ya vimos, manejaba todos los aspectos de la preparación y disciplina de las
ingresantes. Otras se encargaban de la inspección y el aprovisionamiento: la supervisión
de la cocina y el refectorio, la despensa, la enfermería y así sucesivamente.
23 Para permitir que las monjas se concentraran en sus oraciones, las labores más pesadas de
los claustros eran realizadas por las “freylas donadas” o “hermanas legas”. Estas mujeres,
que llevaban permanentemente el velo blanco, estaban a cargo de “todos los oficios
humildes” del convento, “como son cozina, enfermeria, roperia, de tal manera, que de
ninguno por humilde que sea, se puedan escusar,... teniendo siempre en la memoria, que
entraron en el Convento para servir a las Religiosas, y no para ser servidas” (Constituciones
generales 1689: fol. 59). Al igual que con las monjas, se esperaba que las donadas
completaran su noviciado, tomaran los votos, llevasen una dote a la comunidad (aunque
menor que la de las monjas) y participaran en las oraciones diarias. Sin embargo, sus
oraciones estaban restringidas para que pudieran dedicar más tiempo a sus tareas, y no se
les permitía votar en las elecciones conventuales u ocupar un alto cargo. La constitución
de las clarisas estipulaba que no debía haber más de una donada por cada diez monjas. 10
La de las dominicas asimismo ordenaba que no tuviesen más de un “numero moderado”
de donadas a su servicio.11 Lo mejor de todo, indicaban las reglas, era que las monjas no
contaran con estas auxiliares en la medida de lo posible.

PRÁCTICAS
24 Apenas si sorprende que Arbiol y otros consideraran que el locutorio era un mal necesario
y un lugar peligroso: en las actividades llevadas a cabo en la reja, era posible que
colapsara la distancia con las prácticas del mundo secular que se exhortaba a las monjas a
conservar. De ahí los fuertes barrotes y aguzados clavos de hierro, las cortinas, las atentas
escuchas. Las novicias solamente podían ver a los miembros de su familia tres o cuatro
veces en el transcurso de su año de noviciado, ya que se las consideraba especialmente
vulnerables a las influencias y lazos mundanos. Pero las mismas reglas y constituciones
permitían la anulación parcial de la división estricta (literalmente blindada) entre las
mujeres enclaustradas y el mundo externo. Las criadas seculares podían ayudar a las
monjas con sus tareas, y podía recibirse internas seculares “por vrgente y graue causa, o
por la calidad grande de la persona” (Constituciones generales 1689: fol. 61). En el transcurso
de los años, las monjas del Cuzco forjaron generosas interpretaciones de estas
disposiciones. No solamente hicieron un extenso uso de sus portadas y locutorios, sino
100

que llevaron mujeres seculares a los claustros para que vivieran por lapsos que oscilaban
entre unos cuantos días y varios años. De hecho, para mediados del siglo XVII, Santa Clara
y Santa Catalina habían tomado un número tan grande de mujeres y niñas seculares que
las monjas profesas constituían una minoria entre las residentes de sus propios
conventos. Según el clérigo Vasco de Contreras, Santa Clara tenía más de 300 mujeres
para 1649, 150 de ellas monjas; Santa Catalina tenía unas 250, 100 de ellas monjas
(Contreras y Valverde 1983: 178, 188).12
25 ¿Quiénes eran estas seglares? Las más visibles de lejos eran las “niñas seglares” que
abundan en la documentación de los archivos conventuales. Algunas fueron depositadas
con las monjas para su cuidado temporal, como Francisca, hija de un comerciante
itinerante llamado Pedro Francisco de Abreu, quien en 1655 aceptó pagar un internado a
las monjas de Santa Catalina hasta que él regresara por ella.13 Muchas jóvenes se
establecían con una hermana, prima o tía enclaustrada, como doña Ana de Losada, que en
1678 vivía en Santa Catalina con su hermana monja doña Josefa (AAL, Apelaciones del
Cuzco, leg. 24 [1676-78], expediente contra don Antonio de Losada y Novoa por violación
de clausura). La mayoría era enviada por sus familiares para un periodo de aprendizaje.
Una extensa lista de Santa Catalina muestra a casi un centenar de niñas ingresadas al
convenro entre 1651 y 1658, incluyendo no sólo a jóvenes criollas de la elite como doña
Catalina de Valdes y Zárate, la hija de un rico hacendado local, sino también a por lo
menos dos “indias”: Micaela B., hija del curaca de Quiquijana, y Tomasa Sisa, una niña de
nueve años de edad, internada por su padre a una tasa de 30 pesos anuales por “ratione
educationis”.14
26 Otras muchachas arribaban en condiciones más precarias: las bebés que caían bajo el
cuidado de las monjas cuando un padre las colocaba furtivamente dentro del torno. Usado
todavía hoy en muchos conventos, el torno era para pasar cartas, pequeños presentes y
cosas de ese tipo. A través de él ocasionalmente pasaban infantes a las sorprendidas
manos de la monja tornera al otro lado, dado que sus compartimientos rotatorios eran lo
bastante grandes como para contener a un bebé.15 Años después, estas criaturas podían
seguir siendo llamadas “expuestas”, muchachas que literalmenre habían sufrido esa
experiencia.16
27 De este modo, las monjas se convirtieron en madres (adoprivas), cuidando expósitas y
huérfanas junto con sus parientes femeninas. Ellas convertían sus celdas en guarderías
infantiles: “la crié y la eduqué desde sus primeros pañales”, sostuvo una monja de Santa
Clara de una muchacha específica, y muchas otras podían decir lo mismo. 17 Se suponía
que las seglares debían alojarse por separado de las monjas profesas, pero esta separación
no era cumplida estrictamente cuando se trataba de criaturas, si se la cumplía en
absoluto.18 Una monja podía enseñar a sus jóvenes pupilas a leer y escribir, y a cantar y
tocar instrumentos musicales.19 El fuerte cariño que desarrollaban por las criaturas a las
que criaban queda en evidencia en varios documentos, al igual que en los presentes que
muchas de ellas daban a sus jóvenes pupilas. Las monjas se referían a sus criaturas como
“mis muchachas” y “mis niñas”.20
28 En suma, las monjas del Cuzco redefinieron para sí mismas las instituciones del
matrimonio y la familia. Para ellas, la maternidad no requería del sexo conyugal o el
matrimonio secular, y la familia no necesitaba contar con una cabeza patriarcal. Más bien,
su experiencia maternal se dio dentro de una forma espiritual del matrimonio, y su
reconversión de las relaciones familiares las puso al frente de sus propias unidades
domésticas (aunque bajo la autoridad de sus superioras). No quebraron ni sus votos de
101

castidad ni los de obediencia. Al criar muchas niñas del Cuzco hasta que llegaban a ser
adultas, las monjas también se reproducían a sí mismas. Muchas niñas seglares crecieron
para ser novicias y monjas, un resultado que en muchos casos era la intención explícita de
sus familias. Otras salieron por no “hallarse”, como dijera una mujer, y abandonaban los
claustros.21
29 Sin embargo, no todas las niñas criadas por las monjas eran libres de partir al alcanzar la
adultez. Esto es particularmente obvio en el caso de las criaturas que entraban al claustro
como esclavas. Por ejemplo, una pelea familiar estalló en 1646 cuando Feliciana de San
Nicolás, una monja de Santa Catalina, se rehusó a entregar una esclava de ocho años
llamada Gerónima, a la cual había estado criando en el claustro. Ella insistía en que
Gerónima le había sido dejada en el testamento de su hermano y que no la habría recibido
en caso contrario, pues en ese entonces la niña apenas si tenía un año y dos meses de edad
(AAC, LXXIII, 3, 55 [1646]: fols. 2-2v, 20 de febrero de 1646, declaración de la monja doña
Feliaciana de San Nicolás). Estas “donaciones” podían incluir tanto a muchachos como a
muchachas, algo que otra donación deja en claro. En 1642, una india llamada María Panti
regaló dos muchachos nacidos esclavos a María Jesús, su nieta enclaustrada (ADC, Alonso
Beltrán Luzero, 1642-43: fols. 105-7v, 13 de enero de 1642). Uno de ellos era una niña de
dos años y medio llamada Isabel; el otro era su hermano adolescente Gaspar. Panti
especificó que la niña debía servir a su nieta dentro del convento, en tanto que el
muchacho debía trabajar afuera como sastre y entregar su salario a su ama. Es posible que
la monja María Jesús eventualmente le haya puesto de aprendiz, tal como lo hiciese Inés
de Terrazas, otra monja que en 1661 consiguió colocar a su esclavo Leonardo Terrazas de
aprendiz con un maestro de sastre, a través de un apoderado franciscano (ADC, Lorenzo
de Messa Andueza, 1661: fols. 138-138v, 4 de febrero de 1661, asiento de aprendiz). 22
30 De este modo, las monjas estaban reproduciendo activamente las relaciones de
servidumbre de las cuales dependía la sociedad colonial que les rodeaba. Ellas estiraron
los límites del dominio para permitir la esclavitud dentro de los claustros, haciendo
posible que para mediados del siglo XVII, Santa Clara y Santa Catalina contaran con una
panoplia de esclavos y sirvientes. El hecho de que las futuras monjas y sus esclavos
pudiesen crecer juntos dentro de la misma celda sugiere que ellas no veían contradicción
alguna entre su búsqueda de una pureza espiritual y su control de otras personas como
propiedad, siempre y cuando este control fuera ejercido en conformidad con sus votos
monásticos. Una monja podía tener a su mando sirvientes personales durante toda la
vida, si sus superioras le daban permiso para ello. Estas cosas fueron naturalizadas del
todo en el monasticismo colonial cuzqueño.
31 ¿Y qué hay de la gran población de criadas y donadas, señalada con tan gran orgullo por
Vasco de Contreras? Las filas de las sirvientas de las monjas parecen haber sido más
numerosas que las de sus esclavas enclaustradas, o para el caso que las de las niñas
seglares. Indudablemente que las sirvientas tenían que llevar el peso del lavado, barrido,
el cuidado de jardines y huertas, y el cocinar para la comunidad conventual.
Infortunadamente son poco menos que invisibles en la documentación. Se les prestaba
muy poca atención: cómo llegaron al claustro y sus motivos para ello, dónde vivían,
cuánto tiempo permanecían, cómo se identificaban a sí mismas. Una criada
ocasionalmente sellaba su compromiso con la vida religiosa de clausura tomando los
votos simples de donada. En 1652, Santa Catalina contaba con dieciocho de estas
hermanas legas, y probablemente con docenas más de mujeres y muchachas criadas sin
102

profesar (ASCS, “Inventario de los instrumentos respectivos a la fundación”, doc. 27: fol.
250, 20 de abril de 1652).23
32 Varias docenas, e incluso centenares de sirvientas probablemente eran huérfanas y
expósitas criadas dentro de los claustros. Que las monjas criaban algunas huérfanas para
que fueran sirvientas, es algo que queda en claro con sus peticiones para recompensar a
sus mejores criadas. Por ejemplo, en 1743 Gregoria de Santiago y Valenzuela buscó dejar
—después de muerta— su celda de Santa Catalina a “dos huerfanas que estoi criando”,
sosteniendo deberles “su servicio personal”. Su contemporánea Josefa del Carmen hizo un
pedido similar, especificando un detallado orden sucesorio en el cual ella extendía el
control sobre las vidas de “sus muchachas” más allá no sólo de su muerte, sino de las de
ellas. En su petición de 1742 buscaba dejar “un gallinerito con su seldita” a Josefa
Labaxonera, su favorita, “a quien la [h]e criado desde su niñes, para que sirbiese el coro
como lo [h]a estado sirbiendo, y para que pueda tener donde bivir durante sus dias, y
despues de ella Thomasa Meseta, juntamente con todas las muchachas que estoi criando a
quienes les devo sus servisios personales y fallecidas que sean todas mis muchachas entre
en el gose mi Monasterio” (ADC, Asuntos Eclesiásticos, leg. 3 [1739-50], solicitudes
concedidas el 2 de abril de 1743 y el 5 de octubre de 1742).24
33 De modo que las monjas de Santa Clara y Santa Catalina construyeron sus propias y
complejas unidades domésticas coloniales, con bebés y adolescentes, sirvientas y esclavas
—tal vez todos al mismo tiempo— dentro de sus espaciosas celdas. Las monjas se
convertían en las matriarcas de sus propias familias alternativas, las cuales muchas veces
comprendían a sus sobrinas, hermanas y otras parientes. Ellas criaban, educaban y
supervisaban; hablaban de “sus muchachas” usando afectuosos diminutivos
condescendientes: “una cholita ahijadita mía”, “una donadita”, “una indiecita que estoy
criando”. Las abadesas y prioras del Cuzco aceptaban estas familias íntegramente
femeninas, e incluso permitían que las monjas dejasen el uso de sus celdas y gallineros a
las muchachas y mujeres de su elección: en suma, que recrearan la herencia dentro de los
protocolos de la vida religiosa enclaustrada.25 Las viudas, en particular, parecen haberse
beneficiado con esta generosa interpretación del voto de pobreza conventual. Muchas de
ellas tomaban los hábitos y llevaban consigo sus posesiones mundanas, reservándose el
derecho de usufructo durante toda su vida: doña Mariana de Rojas, por ejemplo, una
viuda que pasó a ser novicia, donó sus propiedades a Santa Clara en 1631, reservándose
para sí su usufructo durante el resto de sus días (ADC, Alonso Beltrán Luzero, 1630-31:
fols. 580-81v, 9 de diciembre de 1630, y 57-58v, 18 de enero de 1631). Años más tarde, una
viuda y su hija tomaron los votos en el mismo convento, dando luego poder a un
apoderado para que administrara sus negocios: en realidad, ellas estaban mudando su
unidad doméstica dentro de los claustros (AAC, XXV, 1, 13 [1741], 13 de septiembre de
1741).
34 ¿Cómo se relacionaban estas unidades domésticas y familias alternativas enclaustradas
con sus contrapartes patriarcales del Cuzco? Al preparar a generaciones de jóvenes, ¿las
monjas acaso fueron una extensión de las unidades domésticas seculares, simplemente
obedeciendo la voluntad de los patriarcas del Cuzco? El lenguaje de los protocolos
notariales pareciera sugerir eso. “[L]as entré Monjas”, dice el testamento de Juan de
Vargas (1633), quien había puesto a tres de sus sobrinas en Santa Catalina (ASCS,
“Inventario de las escrituras del mes de octubre”, doc. 20, 26 de febrero de 1633). En 1655,
Diego de la Cuba colocó a sus hijas en los claustros dominicos, “con yntento y voluntad de
dexarlas monxas profesas mediante la voluntad de dios nuestro señor” (ADC, Lorenzo de
103

Messa Andueza, 1655: fols. 1707-17v, 22 de agosto de 1655). Pero el caso nada usual de don
Antonio de Losada y Novoa muestra cómo se podían usar los claustros para frustrar y
subvertir la autoridad patriarcal.
35 Según todas las versiones, la mañana del 30 de abril de 1678, don Antonio violó los
claustros de Santa Catalina de modo dramático. Los testigos dijeron que entró corriendo
esgrimiendo su espada y daga, en loca persecución de su hija, la monja profesa doña
Josefa de Losada, y la persiguió hasta la celda en donde Feliciana de San Nicolás yacía
enferma en cama. Antes que el mayordomo lograra controlarle, don Antonio había cogido
a su hija debajo de la cama, hiriendo de paso a la monja enferma. Él mismo únicamente
admitió haber entrado “algunos pasos” dentro del claustro, “por caussa urgentissima y de
defenssa de mi honrra por aver tenido noticia que querian sacar del dho. Monasterio a mi
hija Doña Ana de Lossada para efecto de cassarla desygualmente con Joseph de Quintana
fundidor, y presipitado con la yra de tan grande injuria, y ageno de toda deliveracion,
entré algunos passos de la puerta adentro por evitar tan gran daño en perjuycio de mi
honrra”. El frustrado patriarca acusó a doña Josefa de ser la casamentera. Al
preguntársele cómo podía haber arreglado enlace tan deshonroso, respondió “con mucho
denuedo y desacato, que su hermana avia de hacer lo que ella quisiese, y no lo que
quisiese este confessante”, tras lo cual le volvió la espalda. El representante de don
Antonio alegó circunstancias atenuantes: desafiar al padre “en materia tan grave como la
eleccion de estado de que pende el onor de la familia ... es la mas ardiente provocacion del
mas severo castigo y la escusacion mas Justa del mayor delito” (AAL, Apelaciones del
Cuzco, leg. 24 [1676-78], expediente de 1678 en contra de Losada y Novoa). La
documentación está infortunadamente trunca y el resultado de este caso no está claro.
Con todo, es evidente que por lo menos una monja desafió activamente la autoridad
patriarcal desde la seguridad relativa de sus claustros.
36 Pero las monjas actuaron de diversos modos para reforzar las instituciones del
matrimonio y la familia en la sociedad que les circundaba, incluso cuando usaban el poder
de la maternidad para configurar y controlar sus propias unidades domésticas. Para
empezar, ellas recibían a las ocasionales mujeres “depositadas” o “penitenciadas”,
enviadas a los claustros por las autoridades eclesiásticas en castigo por supuestamente
haber violado o desafiado las fronteras de la decencia. El adulterio, una vida licenciosa, el
robo: estas infracciones al orden moral oficialmente sancionado del Cuzco, o la sospecha
de haberlas cometido, podían hacer que una mujer cayera en un convento contra su
voluntad. Para estas seglares, el claustro estaba pensado como una prisión yerma. Y todo
indica que las monjas aceptaban su papel de carceleras, humillando y aislando a las
depositadas, que se quejaban de los maltratos y la mala alimentación. En 1704, por
ejemplo, Petronila Serrano apeló su caso en Lima, quejándose de haber sido tenida
“reclusa y presa” en Santa Catalina durante más de cinco meses, sin que se le dijeran los
cargos por los cuales estaba depositada allí; su representante legal hizo notar que tenía
varios meses de embarazo y que corría peligro de perder su criatura (AAL, Apelaciones del
Cuzco, leg. 36 [1704-6]).26
37 Las monjas del Cuzco asimismo recibían mujeres que buscaban un refugio de un
matrimonio violento. Aquellas a las cuales sus maridos les pegaban podían guarecerse en
los claustros, como lo hiciera Cipriana Villalba. Ella se quejaba del alcoholismo y el
adulterio de su marido, además de su violencia: en medio de la procesión del Corpus
Christi, decía, él le había dado tal golpe en el estómago que casi la mató. Cipriana
solicitaba a las autoridades eclesiásticas del Cuzco que le concedieran permiso para vivir
104

en uno de los conventos de la ciudad, junto con sus tres pequeños hijos. 27 El caso de
Cecilia Aymulo tuvo un comienzo bastante distinto: ella fue depositada en Santa Catalina
en castigo por haber intentado dar muerte a su marido arrojándolo a un río furioso. Tres
años más tarde, cuando su marido (que de algún modo había logrado liberarse) intentó
obtener su libertad, Aymulo se resistió alegando, en primer lugar, que jamás había
deseado casarse con él, y que únicamente lo había hecho porque sus padres la habían
obligado. Para ese entonces era una de las criadas del convento. Había pasado de
prisionera a refugiada, ganando al mismo tiempo una considerable libertad de
movimiento, y sus “dentradas y salidas” evidentemente molestaban y despertaban las
sospechas de su marido, el cual logró convencer a las autoridades diocesanas de que le
devolvieran a su esposa contra su voluntad.28
38 Estas huellas esclarecen aún más la relación entre los claustros y el orden social
cuzqueño. Al aceptar, contener y disciplinar a mujeres cuyo matrimonio de algún modo
había llegado a un punto de quiebre —mujeres cuyas vidas ya no eran regidas por un
marido, o que se rehusaban a serlo—, los conventos hicieron que fuera más fácil defender
las convenciones del matrimonio mundano. Tal vez sirvieron de tiempo en tiempo para
frustrar los deseos del jefe patriarcal de una unidad doméstica, como sucediera en el caso
de don Antonio de Losada y Novoa y sus hijas. Sin embargo, los monasterios en general
facilitaron el funcionamiento del patriarcado al nivel de las unidades domésticas
cuzqueñas: además de monjas, también producían jóvenes casaderas, brindaban una
salida para las golpeadas refugiadas del matrimonio, y castigaban a las infractoras cuando
así se les ordenaba, reforzando la autoridad de sus superiores eclesiásticos varones. En
otras palabras, haber redefinido el matrimonio para sí mismas como una forma de
compromiso espiritual, no impedía que las monjas patrocinaran la institución del
matrimonio mundano. Por el contrario: sus conventos eran un baluarte que lo defendía. 29

DISTINCIÓN: FORMANDO “MONJAS” DE MÁS DE UNA


CATEGORÍA
39 Pata mediados del siglo XVII, los dos conventos glandes del Cuzco se iban haciendo
bastante estratificados a medida que crecían y prosperaban. Mientras las monjas hacían
sus rondas de oración, llevadas por las campanas conventuales de sus celdas al templo y
viceversa, una población igualmente grande se movilizaba a su propio y nada alabado
paso, trazando con sus desplazamientos las rondas de la servidumbre. Las sirvientas y
esclavas se apuraban entre la cocina y el refectorio, la lavandería, la enfermería y el
dispensario; los yanaconas indígenas que vivían en los patios adyacentes a los claustros
iban y venían con cargas de alimentos y provisiones. Los padres periódicamente llamaban
en la reja y traían nuevas, chismes y presentes a sus hijas enclaustradas. Y a través de
estos muy variados tratos, el orden conventual de las cosas no sólo reflejaba la cada vez
más grande complejidad barroca de la sociedad colonial hispano-andina, sino que
también la producía.
40 Las monjas profesas conformaban la elite privilegiada de sus mundos cerrados, pero ellas
también estaban divididas jerárquicamente. Pata mediados de siglo una no se convertía
simplemente en una monja profesa, sino en una de velo negro o velo blanco. Este criterio
diferenciador era el mismo que tan profundamente enfureciese a los fundadores de Santa
Clara en 1565; ellos objetaron que se le usara para organizar relaciones desiguales dentro
105

de los claustros entre mestizas y españolas. El cabildo había insistido en que todas las
monjas llevasen el mismo hábito y velo, porque “lo contrario les pareció que era poner en
la dha. casa división, discordia, cisma y enemistad perpetua entre las dhas. rreligiosas”
(Angulo, ed., 1939: 71). A pesar de todo, ellas habían revivido la alguna vez controversial
distinción entre las portadoras de velos blancos y negros. Aunque su constitución
únicamente prescribía dos categoría de mujeres profesas, las monjas y las donadas, las
mujeres de Santa Clara y Santa Catalina crearon una tercera categoría intermedia: una
clase permanente de monjas de menor jerarquía. Una lista de las mujeres que profesaron
en este último convento entre 1654 y 1679 muestra que si bien las monjas de velo negro
eran el grupo más numeroso, el de velo blanco también era grande: la razón entre ambos
grupos era de alrededor de 5:2 (véase el Apéndice 5).
41 ¿Qué significaba pertenecer a la categoría intermedia del velo blanco? En términos de la
dote, era pagar exactamente la mitad del monto requerido de las monjas de velo negro.
Para mediados del siglo XVII, la dote completa había sido fijada en 3,312 pesos y 4 reales;
de este modo se esperaba que una monja de velo blanco llevase 1,656 pesos y 2 reales. 30
(Las donadas traían bastante menos, por lo general 500 pesos). Estas monjas recibían
menos que las de velo negro cuando la comunidad distribuía los presentes navideños, y
también se les asignaban raciones más pequeñas. No se les permitía votar en las
elecciones conventuales, ni tampoco podían ocupar cargos importantes.31 Los indicios
documentales más claros del estatus de las monjas de velo blanco provienen de Santa
Clara, en 1683. Habiendo comprado y cercado unas casas para ampliar sus claustros, las
monjas decidieron convertir parte del espacio adicional en una nueva enfermería para las
de velo negro, y usar el antiguo local para las de velo blanco y las donadas (AAC, LXXVI, 2,
24, auto concerniente a las tres casas y un callejón añadidos a Santa Clara, 19 de
noviembre de 1683).
42 Así, estas monjas parecen haber cumplido el papel de donadas, detallado en las
constituciones de sus órdenes. Formaban parte del cuerpo sustancial de criadas de sus
claustros, presumiblemente supervisando las numerosas filas de donadas, sirvientas y
esclavas colocadas debajo de ellas en la jerarquía conventual.32 Sus decisiones quedaban
limitadas a este nivel cotidiano de los asuntos monásticos; al igual que las que se hallaban
debajo suyo, no tenían voz en el gobierno o en los negocios de su comunidad. Sin
embargo, de recibir el permiso apropiado podían controlar propiedades. Muchas monjas
de velo blanco tenían celdas privadas donde podían formar sus propias unidades
domésticas con criaturas y sirvientes. Por ejemplo, en 1735 Ignacia de San Martín, “monja
de velo blanco”, donó su celda en Santa Catalina a su sobrina doña Francisca Sampac, a
quien había “criado desde su niñes a quien le devo su servicio personal y muchos
comedimientos de su Padre Don Mathias Sampac mi hermano y Doña Martina Guarilloclla
su legitima muger dignas de remuneracion”. Ignacia sostuvo que la donación le dejaba
con suficientes recursos para ella y sus sirvientes (AAC, LXI, 3, 53, expediente del 19 de
junio de 1806, conteniendo papeles concernientes a la donación del 20 de diciembre de
1735: fols. 11-I4v).
43 ¿Por qué razón organizar relaciones tan desiguales dentro de la elite conventual? Las
monjas del Cuzco ciertamente no fueron las únicas en hacerlo: Luis Martín, cuyas
investigaciones se concentran en Lima, muestra que en el transcurso del siglo XVII, los
conventos grandes de la capital virreinal se estratificaron en forma similar. Martín ve la
diferencia entre las monjas de velos negro y blanco como más social que económica. A las
primeras las caracteriza como una “aristocracia cerrada” de mujeres que “pertenecían,
106

aunque no siempre a la elite económica del virreinato, ciertamente sí a los estratos


sociales más altos del Perú colonial” (Martín 1983: 179, 183). El mero pago de la dote
completa no aseguraba la aceptación a este nivel. De otro lado, pertenecer a una familia
distinguida podía incluso bastarle a una mujer sin dote para alcanzar el velo negro.
44 También en el Cuzco, las distinciones reforzadas por los velos negro y blanco tendieron a
ser más sociales que económicas. El caso de doña Martina de Ugarte ayuda a esclarecer las
fronteras entre ambas categorías. Después de ser recibida en Santa Catalina como novicia
para monja de velo blanco, un clérigo local dio 3,312 pesos y 4 reales para su dote, para
que así pudiera más bien tomar el velo negro, “rreconociendo la sangre noble que le
asiste”.33 Casos similares confirman que en el Cuzco, al igual que en Lima, la pobreza no
necesariamente era un impedimento para las mujeres que deseaban ser monjas de la más
alta categoría, siempre y cuando el linaje actuase como compensación. 34
45 La ilegitimidad tampoco era un obstáculo insuperable para aquellas consideradas nobles.
En 1644, la cuestionada elección de doña Mencía de San Bernardo como priora de Santa
Catalina trajo consigo una decisión trascendental sobre este punto. Doña Juana de los
Remedios, la candidata perdedora (por un solo voto), sostuvo que doña Mencía no debió
ser admitida como monja de velo negro en primer lugar, y mucho menos habérsele
permitido postular a priora, pues era “hija natural”, nacida a padres que podrían haber
contraído matrimonio legalmente pero que no lo habían hecho en el momento de su
nacimiento.35 La iracunda doña Juana pasó a sostener que doña Mencía había usado sus
conexiones familiares para esquivar el hecho de que era una “persona ynabil e yncapas
por no ser lexitima avida de lexitimo matrimonio”. Quienes se unieron a su causa la
acusaron de usar sobornos, promesas y otras tácticas de presión para cortejar los votos,
que incluyeron “músicas y saraos” en su celda. Hasta llegaron a aducir una conspiración
para tomar el poder entre las monjas ilegítimas, afirmando que “los mas votos que tuvo la
dicha doña Mensia fueron tanbien perssonas yligitimas para hacer acto poçetivo [=
posesivo] de su favor para quando les llegasse a ella[s] su vez yntençion que basta para
anular los dichos votos por ser especie de simonía”. Cuando la apelación del caso llegó a
Lima, el representante de doña Mencía sostuvo que el supuesto impedimento “facilmente
se vence” por su linaje: ella era noble, la hija natural de don Diego Pérez Martel. En la
legislación castellana, sostuvo, los hijos naturales de los hidalgos gozaban de todos los
privilegios debidos a sus padres. Las autoridades eclesiásticas al parecer coincidieron: la
elección de doña Mencía fue ratificada (AAL, Apelaciones del Cuzco, leg. 6 [1644-45]).
46 En adelante, la ilegitimidad de este tipo no parece haber preocupado a las monjas de
Santa Clara y Santa Catalina, siempre y cuando las candidatas al velo negro fueran hijas
de padres de gran alcurnia. Y si bien la mayor parte de las de velo negro eran legítimas,
los archivos asimismo guardan muchos ejemplos de monjas que eran hijas naturales,
incluyendo a doña María Costilla Gallinato, una descendiente del conquistador Gerónimo
Costilla que fue monja de velo negro en Santa Catalina.36 Sin embargo, tal vez su
ilegitimidad influyó en la elección que su familia hizo del convento: la mayoría (si no
todas) de sus parientes enclaustradas habían tomado el velo negro en Santa Clara.
47 De este modo, en el Cuzco como en Lima, las monjas de velo negro incluían, en palabras
de Martín, a muchas mujeres de “los estratos sociales más altos”. Ciertamente hubo
también monjas de velo negro cuyas familias no eran acaudaladas o prominentes; por
ejemplo, en la década de 1680 doña María Tristán de Najera laboriosamente reunió su
propia dote preparando y vendiendo conservas de durazno dentro de Santa Clara (ADC,
Corregimiento, Causas Ordinarias, leg. 25 [1689-90], exp. 517, año 1690). Sin embargo, las
107

más visibles en los archivos conventuales son las hijas criollas legítimas de las familias
más aristocráticas y poderosas de la región: mujeres como doña Lucía Costilla de Untarán
y doña Constanza Viviana Costilla, descendientes del conquistador Costilla; como doña
Ana María Arias Maldonado, una descendiente del astuto conquistador Diego Maldonado,
“el Rico”; y como doña Catalina de San Alejo y doña Juana de Salas y Valdés,
descendientes de Juan de Salas, uno de los primeros colonos españoles del Cuzco. Muchas
de estas mujeres ocuparon altos cargos en el convento. Por ejemplo, ambas Costilla fueron
abadesas de Santa Clara en el siglo XVII.
48 Entretanto, afuera de los muros del convento, las familias de estas mujeres se ocupaban
en monopolizar los mejores recursos y puestos coloniales del Cuzco: haciendas, esclavos y
mayordomos, beneficios, corregimientos y oficios en el cabildo. Para la década de 1670,
una nueva pretensión de estatus iba apareciendo entre los linajes criollos más
acaudalados: la nobleza titulada. El primer cuzqueño en conseguir un título para sí mismo
y su familia fue don Antonio de Mendoza y Costilla, otro descendiente más del
conquistador Costilla, que se convirtió en el primer marqués de San Juan de Buenavista en
1671. En 1687 se le unió don Pedro de Peralta y de los Ríos, un arequipeño que había
vivido la mayor parte de su vida en el Cuzco, convertido en primer conde de la Laguna de
Chanchacalle en 1687, y su cuñado don Diego de Esquivel y Jaraba, primer marqués de San
Lorenzo de Valle-umbroso. Se ignora el monto que estos hombres pagaron por sus
privilegios, pero deben haber pagado muy bien a la corona porque títulos tan exaltados
no eran baratos (Rezabal y Ugarte 1792: 157, 168). Y al mismo tiempo esgrimían sus
diversos recursos y conexiones para consolidar extensos intereses empresariales en la
región: grandes empresas como la hacienda productora de maíz y textiles que los Esquivel
habían construido justo al sur de la ciudad del Cuzco. Las mujeres de la elite de Santa
Clara y Santa Catalina, y esta elite mundana, estaban estrechamente emparentadas y se
reforzaban mutuamente, reproduciendo un orden social al cual dominaban.
49 Pero en el Cuzco, la “nobleza” era definida en forma distinta que en otras partes del
virreinato, y lo había sido desde la conquista de los incas. Las indias nobles constituían un
componente numeroso y altamente consciente del estatus en la elite cuzqueña de
mediados del periodo colonial, como lo atestiguan su vestimenta, títulos y propiedades,
así como su papel prominente en las ceremonias públicas de la ciudad (véase Rowe 1957).
En el colegio jesuita fundado en 1622 específicamente para educarlos, los hijos de los
curacas de la región aprendían cómo comportarse como gentilhombres cristianos, al
tiempo que leían las memorables palabras de su predecesor Garcilaso sobre las glorias de
los incas. Cada parroquia de la ciudad tenía sus propios alcaldes ordinarios andinos, que
cada año elegían un alférez inca para que represenrara a la nobleza incaica en la
procesión anual del Corpus Christi y en otras ocasiones importantes. Podemos vislumbrar
el peso que estas instituciones y actores habían asumido para el tardío siglo XVII, por el
hecho de que en 1696 el obispo del Cuzco se quejó al rey de ellos. “Los Indios Alferezes
que en cada un año son elegidos en las Parrochias desra Ciudad... estilan dar banquetes
muy costosos, empeñandose de suerte en ellos, que quedan destruidos... [y] convidan a
todos los que los acompañan assi Españoles, como Indios” (Obispo Mollinedo, 28 de mayo
de 1696, AGI, Audiencia de Lima, 306).
50 Como lo sugiere la preocupación del obispo, los “indios nobles” y “españoles” locales no
eran grupos aislados. Literalmente hablaban el mismo idioma, pues los hijos de la elite
criolla aprendían el quechua de sus nodrizas, y los de la elite indígena aprendían el
español de sus profesores religiosos (ya fueran jesuitas o monjas). 37 Y, claro está, los
108

intereses entrelazados, así como un tipo de “comunidad imaginada” firme y


genealógicamente enraizada, contraponían a esta elite nativa con los nacidos en otros
lugares. Ellos eran los herederos del legado incaico. Incluso tenían un nombre para los
españoles nativos enviados a ejercer el poder colonial en su región: estas desagradables
personas eran denominadas “guambos”. Aunque los criollos podían casar a sus hijas con
estos hombres para conseguir una ventaja competitiva, los peninsulares seguían siendo
forasteros y podían fácilmente despertar la hostilidad de sus parientes políticos. 38 En uno
de sus mejor conocidos (aunque tal vez apócrifo) momentos de altanería, el marqués de
Valleumbroso sostuvo públicamente que él era un apu —dando a entender así que
gobernaba el Cuzco legítimamente— y que los funcionarios españoles eran enviados a la
región sólo para gobernar a sus guambos (AGI, Audiencia de Lima, 492, citado en Colin
1966: 144).
51 Dada su noble cuna y el papel vital de sus padres en el sostenimiento del dominio colonial
en la región, sería de esperar encontrar “indias nobles” entre la elite de los conventos
cuzqueños. Después de todo, durante sus primeros años tanto Santa Clara como Santa
Catalina se jactaban de contar con incas en sus comunidades, y en 1619 una hija de don
Melchor Carlos, el inca asimilado, fue aceptada como monja en Santa Catalina (ASCS,
“Inventario de noviembre”, doc. 6: fol. 44, Lima, 27 de noviembre de 1619). Algunos años
más tarde las monjas dominicas recibieron a doña Feliciana Pinelo, una segunda
descendiente de los incas, hija natural de doña María Manaria y nieta de doña Magdalena
Mamaguaco.39 Y por lo menos en un caso subsiguiente, las dominicas aceptaron a una
integrante de la elite indígena en la categoría del velo negro: en diciembre de 1660
extendieron un crédito a don Diego Quispe Guamán, curaca del pueblo de Pausa, en
Parinacochas, para que su hija legítima, doña Antonia Salinas, pudiera tomar el velo
negro (ASCS, Inventario de diciembre, doc. 13: fol. 90, 16 de diciembre de 1660).
52 Sin embargo, para finales del siglo XVII el velo nuevamente volvía a ser una frontera
prominente que separaba a las andinas de españolas y criollas en la vida práctica de los
claustros. De las mujeres que profesaron en Santa Clara y Santa Catalina alrededor de ese
entonces, y que fueron identificadas claramente como parientes de curacas y otros
principales indígenas, casi todas tomaron el velo blanco. Este fue, por ejemplo, el caso de
doña Antonia Viacha, descrita como una “india novicia” y sobrina del curaca de
Colquepata en Paucartambo, don Gaspar Viacha. En 1708 ella profesó como monja de velo
blanco en Santa Clara, aunque solamente pudo llevar 1,000 pesos de dote. Las monjas
decidieron que descontar el resto “seria muy justo el que se le rremunerasse en alguna
manera lo mucho que [h]a servido a este monasterio” (ADC, Gregorio Básquez Serrano,
1708-9: fol. 201v, 15 de junio de 1708).40
53 Otras mujeres llegaron de familias de caciques más distinguidas y prósperas que doña
Antonia, pero su legitimidad y la riqueza de sus padres no les aseguraba un lugar en las
filas de la elite conventual que tomaba las decisiones. Doña Úrsula Atau Yupanqui, que
tomó el velo blanco en Santa Catalina en 1713, era hija legítima de doña Petrona Cusi y
don Francisco Atau Yupanqui, este último principal de la parroquia de San Sebastián y del
ayllu Sucsu, que se describía a sí mismo como “uno de los veinte y quatro electores del
numero de las ocho parroquias de Yngas nobles y Alferes Real que he sido”. Don Francisco
pudo reunir 2,500 pesos en efectivo para la dote de su hija, bastante más de lo necesario
para el velo blanco (ADC, Francisco Maldonado, 1713: fols. 587-88v, 25 de noviembre de
1713; ASCS, “Inventario de mayo”, doc. 80, 1 de mayo de 1717). La profesión de doña
Josefa de San Cristóbal en Santa Catalina, en 1717, es similar: aunque era de origen
109

legítimo y había heredado toda la hacienda de sus padres, doña Juana Tomasa Cusimantur
y don Cristóbal José Sinchi Roca, “cacique y gobernador” de la parroquia de Belén, ella
también fue recibida en la categoría del velo blanco (ADC, Matías Ximénez Ortega,
1717-18: fols. 325-28v, 1 de julio de 1717).41
54 Estos casos muestran que hacia comienzos del siglo XVIII, la legitimidad y la prosperidad
no bastaban para garantizar el velo negro, ni siquiera para las hijas de mayor jerarquía de
la elite andina del Cuzco. Como monjas de velo blanco podían controlar propiedades, y
por lo regular así lo hicieron. Los archivos notariales contienen numerosos ejemplos de
estas mujeres en la reja, haciendo tratos en quechua a través de los servicios de un
intérprete: doña Josefa de San Cristóbal, por ejemplo, fue al locutorio de Santa Catalina
más de una vez para concluir la venta de propiedades que su padre le había dejado (ADC,
Matías Ximénez Ortega, 1717-18: fols. 325-28v, 1 de julio de 1717; Pedro José Gamarra,
1739: fols. 152-55v, 14 de mayo de 1739). Pero su estatus las apartaba de los altos cargos y
de las decisiones de negocios importantes de sus comunidades. De este modo, aunque sus
familias invirtieron en Santa Clara y Santa Catalina, incrementando con sus dotes los
recursos de los cuales dependían los conventos, las monjas indígenas no tenían papel
alguno en la elección de las dirigentes del monasterio o en la toma de decisiones acerca de
las inversiones conventuales. Su alcance quedaba limitado —al parecer cada vez más— a
los “oficios humildes” del convento.42
55 ¿Por qué razón las familias de estas mujeres no enviaban a sus hijas más bien a un
recogimiento o beaterio local? Para finales del siglo XVII, el Cuzco contaba con varias
comunidades que iban de las pequeñas y precariamente dotadas al beaterio más estable y
poblado de Las Nazarenas. Las beatas de esta última institución pedían una dote de 500
pesos a sus ingresantes profesas, a ser invertida en la economía local, y parecen haberse
especializado en educar muchachas; de este modo, su institución se parecía
estrechamente a Santa Clara y Santa Catalina.43 Los beaterios típicos eran más pequeños,
dependían más de las limosnas y las ganancias de las beatas, y eran comparativamente
pobres. Algunos funcionaron inicialmente en las márgenes de la vida religiosa formal, a
juzgar por un informe de la diócesis en 1689 que arrojó un total de nueve beaterios tan
sólo en las parroquias de San Blas y el Hospital de Naturales: todos pobres, y varios
ligados a las iglesias de las órdenes masculinas. Pero en estas instituciones, una mujer
india podía ocupar una posición de importancia, e incluso convertirse en abadesa
(Villanueva Urteaga, ed., 1982: 230-33).
56 Los curacas y otros principales indígenas en realidad sí aprovecharon esta alternativa,
como lo hiciera don Manuel García Cotacallapa, curaca de dos pueblos en la provincia de
Carabaya que vivía en el Cuzco con su mujer, doña Marta Puraca. Para 1761, la pareja
había enviado cuatro hijas a Las Nazarenas. Una había profesado como beata, otra estaba
a punto de hacerlo, y dos más estaban siendo criadas en el beaterio (AAC, XXXI, 1, 18). De
haber llevado sus hijas esas dotes a uno de los conventos de la ciudad, habrían sido
recibidas como donadas, muy por debajo de las monjas profesas de velos negro y blanco
en el orden conventual. En Las Nazarenas no tenían que enfrentar este tipo de
subordinación estructural.
57 Sin embargo, las beatas del Cuzco podían ser tratadas con una profunda falta de respeto
por cuzqueños que no habrían osado pronunciar insultos en los locutorios de Santa Clara
o de Santa Catalina. Un juicio abierto en 1689 por la “yndia abadessa” del beaterio de
Nuestra Señora del Carmen, sugiere que colocar una hija en un convento podía ser más
atractivo para los nobles indígenas que la alternativa del beaterio.
110

58 La abadesa Magdalena de San Juan Bautista acusó a don Pedro de la Roa de haberles
inflingido agravios verbales del tipo más injurioso. En la noche del 30 de octubre de 1689,
dijo ella, de la Roa había enviado “unas mestiças” a que tocaran las puertas del beaterio,
pero no fueron admitidas. El mismo de la Roa fue entonces, exigiendo entrar, pero las
puertas permanecieron cerradas “por ser ya tarde y [h]ora sospechosa y no desente para
que el rrecojimiento de tantas donsellas se abriese como el quería”. Entonces comenzó a
gritar indignadamente “que eramos [todas] unas putas y que de noche metiamos hombres
por ensima de los texados y que pariamos ay dentro todo con fin de des[h]onrrar dicho
beaterio y quitarnos la [h]onrra y presunçion de todas nosotras” (ADC, Corregimiento,
Causas Ordinarias, leg. 25 [1689-90], exp. 505, 31 de octubre de 1689). Los testigos
confirmaron esto y añadieron los vituperios de de la Roa: que “si no abrian la puerta las
echaria del, azotandolas primero”; que las beatas eran borrachas, que las mataría, las
golpearía y así por el estilo. ¡Irónicamente, de la Roa era por ese entonces el protector de
indígenas oficial de la ciudad!
59 Tal vez las beatas de Las Nazarenas se salvaron de estas ofensas. Pero eran evidentemente
marginales con respecto a los conventos grandes en otro sentido: ellas disciplinaban a las
mujeres marginales de la sociedad que las rodeaba, en mayor medida que Santa Clara o
Santa Catalina. Por ejemplo, cuando en 1704 la encinta Petronila Serrano solicitó ser
liberada de su confinamiento en Santa Catalina, las autoridades eclesiásticas la
transfirieron más bien a Las Nazarenas (AAL, Apelaciones del Cuzco, leg. 36 [1704-6],
petición de 1704). Con el tiempo, éste pasó a ser el repositorio favorecido por las
autoridades locales para confinar a las infractoras femeninas, aunque ellas seguirían
pidiendo a Santa Clara y Santa Catalina que también aceptasen algunas depositadas hasta
bien entrado el siglo XIX. Pareciera que Las Nazarenas (y, tal vez, otros beaterios menos
visibles) gradualmente fue asumiendo el papel de prisión y asilo para mujeres que huían
de relaciones abusivas de diverso tipo.44
60 En suma, los beaterios estaban significativamente más cerca del mundo secular que los
conventos, por lo menos en ciertos aspectos, y eso ayudó a hacer que estos últimos fueran
la opción más atractiva para los curacas que buscaban colocar a sus hijas en posiciones
conmensu rabies con su rango.45 Los beaterios representaban las márgenes algo raídas de
la vida religiosa. Los claustros de Santa Clara y Santa Catalina eran la opción más honrosa
para los cuzqueños preocupados por su propia reputación y la de sus hijas. Después de
todo, los vecinos del Cuzco no se medían a sí mismos según el estatus y la autoridad de los
beaterios de su ciudad, sino por los de sus conventos.
61 Fue así que las monjas del Cuzco se involucraron activa e íntegramente en la
reproducción de una elite colonial distintiva en el Cuzco. Los Esquivel y Costilla, Quispe
Guamán y Atau Yupanqui: todos enviaron a sus hijas a los claustros, y todos remontaban
orgullosamente sus raíces genealógicas al siglo XVI y más allá, a los incas, los
conquistadores españoles y, en algunos casos, a ambos. Tal vez algunos de estos nobles
criollos e indios de elite se consideraban a sí mismos parientes de sangre; es posible que
hayan mamado la leche materna de las mismas nodrizas andinas. Por cierto que bajo el
dominio colonial compartían el poder local en forma sumamente desigual. Las familias
criollas como la de los Esquivel estaban expandiendo sus pretensiones rápidamente para
finales del siglo XVII, aprovechando una coyuntura favorable para comprar su paso por
nuevos umbrales de poder y prominencia.46 Los curacas, en cambio, que durante largo
tiempo habían aceptado su papel contradictorio en las estructuras locales de poder, veían
cómo sus privilegios se les escapaban en formas significativas, al mismo tiempo que el
111

colonialismo hispano seguía reduciendo y empobreciendo a sus comunidades. Y los


conventos ayudaron a afianzar estos arreglos cada vez más desiguales. Ellos reflejaban la
distancia entre los desiguales señores del Cuzco, con los distintos velos con los cuales las
monjas vestían a las hijas aristocráticas de la ciudad.

CLAROSCURO COLONIAL: EXCESO BARROCO Y SED


DE AUSTERIDAD
62 Para el tardío siglo XVII, los claustros de Santa Clara y Santa Catalina rebalsaban, y el
tamaño y opulencia de los conventos despertaba cierta ansiedad. El atractivo
quintaesencialmente barroco de los interiores ricamente adornados de las iglesias
conventuales, sus altares enchapados en oro y sus espejos que jugaban con la luz y la
imagen de los fieles, que parecían haber sido copiados deliberadamente por las monjas
que llevaban cosidos a sus hábitos adornos que llamaban la atención: todo esto fue vivido
con cierta intranquilidad, al menos por algunos cuzqueños.47 ¿Cuándo llegaba la riqueza a
ser un exceso peligroso, y los votos de pobreza monástica de las monjas estirados hasta no
ser reconocibles?
63 Ya en 1656, el franciscano Diego de Mendoza había dado a entender que las monjas de
Santa Clara estaban pasando de las interpretaciones permisibles al ámbito peligroso del
exceso sensual. Su descripción de la austeridad de las fundadoras del convento hablaba a
sus lectores del siglo XVII con detalles enfáticos y admonitorios. Según su versión, las
fundadoras se ocupaban de las tareas más humildes, no permitiendo que las sirvientas
actuaran por ellas. Abjuraron de las viandas apetecibles, desaprobando los “regalos de
cozina” y de las monjas que pasaban demasiado tiempo cocinando (“hechas perpetuas
cozineras, y ministras de la gula”). De hecho, las más nobles de ellas eran las más
humildes y las que más se humillaban a sí mismas. Cuando se introdujeron cambios que
amenazaban con ablandar a las monjas, ellas protestaron. Catalina de los Ángeles, por
ejemplo, “Iloraua (abrasada en zelo de su santa regla) quando veia introducir habitos
delicados, y curiosos, que desdezian de su primitiuo estado, y clamaua, que tiene que
hazer la gala, con la penitencia? que busca el profano asseo, en la mortificacion? tristes de
nosotras, que se nos ha entrado el mundo a la Religion!” (Mendoza 1976: 386, 398, 453-54).
64 Diego de Mendoza no estaba solo en su temor de que las monjas de su tiempo hubiesen
abandonado la senda de la austeridad (Martín 1983: 201-42; AAL, Papeles Importantes, leg.
18, exp. 3-7, 10-12, 14, 21, 22). La preocupación con la laxa observancia que éstas hacían de
sus reglas y constituciones se estaba registrando indirectamente en la devoción cada vez
más grande que los cuzqueños tenían por Nuestra Señora del Carmen y por Teresa de
Ávila, la austera reformadora de la orden carmelita.48 La influyente monja española
(frecuentemente citada por Mendoza) acababa de ser canonizada en 1622, y sus obras
ampliamente leídas resonaban con autoridad espiritual. Teresa condenaba lo mundanal
en los claustros con particular vehemencia. En muchos conventos, advertía, el “camino de
salvación” tenía “más peligro [s] que en el mundo”; por lo tanto, los padres debían
preferir “casarlas muy bajamente, que meterlas en monesterios semejantes”. Sus
denuncias alcanzaban un climax resonante: “¡Oh grandísimo mal, grandísimo mal de
religiosos (no digo ahora más mujeres que hombres) adonde no se guarda religión!...
Usase tan poco el de la verdadera religión, que más ha de temer el fraile y la monja que ha
112

de comenzar de veras a siguir del todo su llamamiento a los mesmos de su casa, que a
todos los demonios” (Teresa de Ávila 1990: 159).
65 La primera cuzqueña movida a actuar por las admoniciones de Teresa fue doña Leonor
Costilla (1592-1662?), una nieta del conquistador Gerónimo Costilla. Al igual que las
fundadoras doña Lucía de Padilla y doña Beatriz Villegas antes de ella, Costilla era una
viuda acaudalada. Después de la muerte de su marido en 1641, hizo una fortuna
administrando el floreciente ingenio azucarero de Pachachaca y suministrando panes de
azúcar al Cuzco y Potosí. Para finales de esa década, sus propiedades valían 200,000 pesos.
Y aunque su familia había respaldado durante largo tiempo a Santa Clara, donde su joven
hermana era una madre de consejo, Costilla decidió más bien dedicar la mitad del valor de
sus bienes a la fundación de un nuevo convento de monjas carmelitas reformadas. El
primer paso era conseguir la aprobación formal de la corona. Desafortunadamente para
Costilla, el real decreto de 1651 que autorizaba su fundación se perdió en alguna parte del
camino al Cuzco, y para cuando llegó un duplicado en 1644, ella había fallecido hacía ya
dos años.
66 Pero para ese entonces el proyecto había ganado impulso local. Subrayando que un
convento carmelita sería de gran importancia para el servicio de Dios y la reforma de las
costumbres, el obispo reclutó a otro fundador para que hiciera las inversiones necesarias:
don Antonio de Zea (1619?-1699), un español acaudalado. Zea, oriundo de la villa de
Salteras, cerca de Sevilla, había pasado la mayor parte de su vida en el Perú desde que
llegase como un muchacho alrededor de 1625. Hizo fortuna consiguiendo corregimientos
lucrativos: cuando apenas tenía veinte años de edad fue corregidor de Abancay (1632-36),
luego tuvo el mismo cargo en Yucay (1642-46) y en Andahuaylas (1653-56). Se estableció
en el Cuzco, fue varias veces alcalde ordinario y solicitó exitosamente el ingreso como
caballero en la prestigiosa orden militar de Santiago. Zea casó tarde en su vida con una
criolla local llamada doña Ana María de Urrutia Matajudíos (1624-1702). La pareja no tuvo
hijos, al igual que doña Leonor Costilla y su marido. Ellos también convertirían en su
heredera a una fundación monástica.
67 La ceremonia de fundación comenzó el 9 de marzo de 1673, con la colocación de la
primera piedra de la iglesia conventual en presencia de las autoridades de la ciudad. Para
establecer el nuevo convento se habían pedido carmelitas desde Charcas, en el Alto Perú,
y seis de ellas habían llegado al Cuzco para mediados de octubre, tres monjas profesas y
tres novicias. En la tarde del 22 de octubre de 1673, una procesión solemne las acompañó
de la catedral a su nueva morada. Los notables del lugar escoltaron a las monjas, dos
señoras principales y dos regidores por cada una de ellas, a medida que pasaban por la
plaza central para tomar residencia en un edificio que seguía en construcción (Esquivel y
Navia 1980, 2: 131-33).
68 Así, en un contrapunto a la opulencia barroca cada vez más grande del Cuzco, el más
austero de sus conventos, el monasterio carmelita conocido simplemente como Santa
Teresa, fue fundado a medida que la ciudad se aproximaba al cenit de su “siglo de oro”. El
tercer y último de los conventos del Cuzco sería durante largo tiempo el más pequeño y
sencillo.49 En conformidad con los términos de la estricta regla teresiana, no habría más
de veintiún monjas en la comunidad. Éstas no aceptarían educar muchachas seculares,
como sí lo hacían sus contrapartes franciscana y dominica. La iglesia conventual de Santa
Teresa era (y es) la más simple y la menos ornamentada de las tres. Y las monjas pueden
muy bien haber sido estrictas en la observancia de sus reglas, pues los archivos locales
guardan pocos casos de conflictos dentro de los claustros.
113

69 Pero la práctica de la vida monástica por parte de las carmeliras semejaba la de las otras
dos órdenes, en varias formas fundamentales. Si la austeridad definía un estilo carmelita
distintivo del desprendimiento, y distinguía a estas monjas de las de las otras dos órdenes,
ella no impidió que fueran servidas o que prosperaran colectivamente.50 Su observancia
de la pobreza religiosa también dependía de la acumulación de unos bienes sustanciales y
del acceso al trabajo indígena. Las monjas de Santa Teresa esperaban el mismo monto en
las dotes de las nuevas ingresantes, y las invirtieron en censos para generar una renta
constante. Ellas adquitieron una serie de propiedades rurales y urbanas a través de
donaciones y compras, administrándolas con mayordomos en la forma acostumbrada,
arrendándolas y vendiéndolas a censo a personas de la localidad. Y las carmelitas también
trazaron distinciones en su comunidad entre las monjas de velo blanco y las de velo
negro. En el Cuzco, hasta la regla monástica más estricta y austera podía ser moldeada por
sus practicantes para que coincidiera con el orden colonial de las cosas. 51

CONCLUSIÓN: UNA CUESTIÓN DE INTERPRETACIÓN


70 ¿Las monjas del Cuzco quebraron sus reglas y fueron contra sus votos al convertir sus
celdas en unidades domésticas altamente estratificadas, y sus locutorios en vivaces salas
de visita? Podría parecer evidente que así lo hicieron. Por ejemplo, las constituciones de
las clarisas las limitaban explícitamente a una donada por cada diez monjas y les
ordenaban que usaran criadas sólo en ausencia de aquellas. Pero las monjas de Santa
Clara evidentemente consideraban a las sirvientas como un complemento de las donadas
antes que como una alternativa, admitiendo pata mediados del siglo XVII a docenas de
mujeres en ambas categorías. Hasta multiplicaron sus filas, creando una compleja
jerarquía de servicio dentro de sus claustros: monjas de velo blanco, donadas, sirvientas y
esclavas. ¿Acaso esta no es una clara evidencia de que las monjas quebraron sus propias
reglas? Tal vez desde la perspectiva del temprano siglo XXI, pero no si prestamos atención
a las relaciones históricamente específicas de los cuzqueños del XVII y sus normas,
incluyendo las reglas y votos de la vida religiosa.
71 Las monjas del Cuzco de mediados de la colonia evidentemente entendían sus reglas no
simplemente como interdictos a ser obedecidos o violados, sino como ocasiones para la
interpretación, para la aplicación de la teoría a la práctica caso por caso. En suma, ellas
comprendieron el medio sumamente casuístico en el cual vivían y lo aprovecharon al
máximo.52 Sus reglas y constituciones les daban poder para actuar como intérpretes
competentes y tomar innumerables decisiones cotidianas sobre cómo cumplir mejor con
sus votos de pobreza, castidad y obediencia. Al hacerlo usaron cada voto para reconstituir
una institución social de modo que sirviera a sus fines. Practicar la pobreza no significaba
rechazar las propiedades sino tomar un enfoque colectivo con respecto a ellas, a fin de
promover la misión monástica de la comunidad. Del mismo modo, practicar la castidad
significaba redefinir el matrimonio como un compromiso espiritual, uno que en modo
alguno excluía la maternidad. Y la obediencia, tal como la practicaron las monjas del
Cuzco, significaba redefinir la familia, desplazando la fuente de mando legítima, del padre
patriarcal a la madre superiora.
72 Todas estas medidas podían ser tomadas sin romper o necesariamente perjudicar los lazos
de parentesco. Si bien los padres patriarcales del Cuzco no siempre podían conseguir los
resultados que esperaban de sus vínculos con los conventos (como don Antonio de Lozada
114

aprendió a la mala), para reformular sus relaciones con las instituciones de la propiedad,
el matrimonio y la familia, las monjas de hecho dependían de unos estrechos lazos con sus
parentelas. Ellas se reprodujeron a sí mismas y a sus familias a través de estas relaciones
mutuamente sustentadoras. Esto lo podemos ver muy bien en los negocios llevados a cabo
en los locutorios conventuales, los cuales estaban constantemente ocupados con visitas
entre las monjas y las novicias, y sus diversos invitados. La reja era sumamente
permeable, regulando antes que inhibiendo el flujo de palabras, hijas, dotes y crédito, y la
intensidad de su circulación es evidente en los archivos cuzqueños.
73 Con el tiempo, estas prácticas crearon bastante más que unos lazos fuertes y recíprocos
entre los conventos y las familias locales. También inscribieron relaciones profundamente
jerárquicas entre los miembros de la elite nativa del Cuzco colonial: los aristócratas
criollos de la ciudad y los “indios nobles” de los cuales dependían sus fortunas. Las monjas
y los conventos jugaron así una parte vital en la producción de una hegemonía hispana
descentrada en los Andes provinciales, anclando el dominio colonial en un punto
altamente estratégico del imperio americano de España. Como veremos en el siguiente
capítulo, unos intereses materiales sumamente sustanciales estaban en juego en esta
producción imperial de larga duración.

NOTAS
1. La reja era (y en muchos conventos sigue siendo) doble, en conformidad con los deseos de
Clemente VIII, quien ordenó que se pusieran “por lo menos dos Rexas fuertes, y espesas, una
interior, y la otra el espacio notable de mas de media vara, y estén tan espesas las varas de hierro,
que no se pueda poner la mano, aunque sea delgada” (Arbiol 1776: 474). Las constituciones de las
clarisas especificaban que ella debía estar hecha de “plancha de hierro, sutilmente agugereada”,
para así limitar mejor la visibilidad (Constituciones generales 1689: fol. 1lv).
2. Véase, por ejemplo, un conflicto de 1787 por propiedad entre doña María Dominga Almiron y
Villegas y una monja de Santa Catalina (AAC, LXXIII, 2, 40 [año de 1787]: fol. 2).
3. Don Agustín Jara de la Cerda, un criollo prominente y regidor, fue acusado de haber violado los
derechos de Tapia a la inmunidad eclesiástica. Él sostuvo haberlo retirado de un patio que no
estaba cubierto por la inmunidad por ser “lugar donde viven y avitan los Yndios y demas gente
del servicio de dicho Monasterio” (ibíd.: fols. 9-9v).
4. Perry (1990: 80) señala que estos apegos, conocidos como “devociones de monjas”, eran
comunes en España y fueron satirizados por Quevedo y por Góngora.
5. Por ejemplo, el 26 de abril de 1664, Tomás de Herrera acordó dar lecciones de música en arpa y
órgano a las monjas y novicias de Santa Clara durante dos años (ADC, Lorenzo de Messa Andueza,
año 1664: fols. 4l8-18v). Las comunidades conventuales muchas veces descontaban o renunciaban
a toda la dote para ayudar a que profesaran buenas intérpretes de música y cantantes.
6. En AAC, XVII, 2, 24 (año 1682), las monjas de Santa Catalina mencionan que su convento tenía
estos espacios para la observancia de la “vida común”. Sin embargo, muchas monjas no los
usaban, como doña Juana de los Reyes Guzmán y de Quirós, una monja dominica que solicitó ser
excusada de tomar sus comidas en el refectorio debido a su enfermedad (ADC, Alonso Beltrán
Luzero, 1640-41: fols. 202-202v, 21 de marzo de 1640).
115

7. AAC, LXI, 3, 53, describe “una Casa bastante comoda con ocho quartos, y su respectivo
adoratorio”, donada a Santa Catalina en 1806 por una monja que ansiaba profesar. Otra celda,
descrita en una venta de 1656, tenía su propia “despencita, un hor-nito y una alacena”, y una
puerta a la cual había que instalarle la chapa (ADC, Lorenzo de Messa Andueza, 1656: fols. 101-2,
10 de enero de 1656).
8. Para las prisiones, infracciones y castigos conventuales véase la Regla de N.P.S. Agustín
(Espinosa, ed., 1677: fols. 40v-42); Constituciones generales (1689: fol. 41).
9. Estas asesoras fueron denominadas “madres de consejo” por las clarisas, “discretas” por las
dominicas y “clavarias” por las carmelitas.
10. Alternativamente, la comunidad podía aceptar hasta una criada por cada diez monjas. Las
Constituciones generales (1689: fols. 59v-61) dejan en claro que ellas sólo debían ser aceptadas en
conventos que no contaban con donadas que hicieran las tareas pesadas.
11. En sus términos, legas (Espinosa, ed., 1677: fol. 30).
12. Lo mismo era cierto de varios de los conventos de Lima; hay un censo detallado de diciembre
de 1783 en AAL, Papeles Importantes, leg. 18, exp. 20.
13. El internado fue fijado en 150 pesos anuales (véase ADC, Lorenzo de Messa An-dueza, año
1655: fol. 2220-20v, 23 de noviembre de 1655). Mujeres y muchachas de toda edad podían ser
internadas por un padre o marido. Marcos de la Cuba, por ejemplo, aceptó pagar 150 pesos al año
a las clarisas para que internaran a su mujer e hija (ibíd., año 1656: fols. 537-38, 4 de marzo de
1656).
14. ASCS, “Inventario de los instrumentos respectivos a la fundación”, doc. 27; para ejemplos de
estos contratos véase Lorenzo de Messa Andueza, 1655: fol. 599, 5 de abril de 1655, referente al
internado y educación en Santa Clara de Melchora de Chaves, niña de diez años, y fols. 884-85, 13
de mayo de 1655, sobre la de Juana de Gaona; en cada caso el costo era de 50 pesos al año.
15. Estos actos sólo eran registrados raramente; por ejemplo, en el testimonio de Tomasa de San
José contra una residente de Santa Catalina llamada Pascuala Tito. La primera atestiguó que la
segunda le había gritado insultos, diciéndole entre otras cosas que “yo era botada al torno y
recogida a un pesebre sucio” (AAC, XXXVII, 1,10 [1795]).
16. Por ejemplo, en el momento en que tomó los votos, doña Juana de Tapia fue descrita como la
expuesta de la monja que la había criado en Santa Catalina (“su expuesta”) (véase ADC, José Tapia
Sarmiento, años 1769-71: fols. 170v-71, 30 de julio de 1770; véase también Martín 1983: 79-85).
17. La monja Victoria de San Gabriel, de Santa Clara, describió a su ahijada Lorenza Cabrera como
“una cholita ahijadita mia... a quien la crié y la eduqué desde sus primeros pañales” (AAC, LXXXII,
1, 9 [1823]). A partir de mediados del siglo XVII, innumerables documentos mencionan niñas
criadas por monjas “desde que nació”, “desde tierna edad”, “desde su niñez”.
18. En los documentos que he visto casi no hay mención alguna de “seglarados”.
19. Por ejemplo: una monja de Santa Catalina llamada Rosa Vergara y Cárdenas, que dijo que la
monja que la crió le enseñó “en las primeras letras, y tanbien en el canto de organo” (AAC,
paquete no. 45 [319-20], años 1692-1922, exp. 5 [1827]). La misma monja también había criado a la
madre de Rosa dentro del convento.
20. Véase, por ejemplo, ADC, Gregorio Básquez Serrano, 1708-9: fols. 363-65v, 14 de julio de 1709,
en donde una monja dominica recibe permiso de su priora para donar una celda a cada una de las
dos huérfanas a las que había criado.
21. Doña María Dominga Almirón y Villegas dejó Santa Catalina, contrajo matrimonio y partió de
la ciudad. Años más tarde intentó reclamar la celda que le dejase la monja que la crió, pero había
sido tomada por Josefa de la O, otra monja, que se enfureció con Al-mirón y Villegas y la dejó
parada en la reja sin satisfacerla (AAC, LXXIII, 2, 40 [1787]).
22. Algunas monjas heredaban esclavos al fallecer sus parientes; véase, por ejemplo ADC, Pedro
José Gamarra, 1762-63: fols. 4-5v, sobre una clarisa que heredó dos de ellos de su hermana.
116

23. Martín (1983) describe a las donadas de Lima como un “amortiguador” entre las mujeres
profesas y las que no lo eran, y como “sirvientas exaltadas” que estaban “segregadas de las
criadas y esclavos y situadas socialmente un peldaño por encima de ellas, en la compleja
estructura jerárquica del convento”. Este muy bien podría haber sido el lugar de las donadas del
Cuzco.
24. Sin embargo, no todas las huérfanas eran criadas para sirvientas. Doña Manuela de San
Martín, de Santa Catalina, evidentemente crió a dos huérfanas para monjas y recibió el permiso
de su priora para dejar una celda a cada una de ellas (ADC, Gregorio Básquez Serrano, 1708-9: fols.
363-65v, 14 de julio de 1709).
25. Gibbs (1989) llamó la atención sobre la compra de celdas dentro de los conventos por parte de
los cuzqueños; véase también en Martín (1983: 192-200) la formación de “haces familiares” en los
conventos limeños.
26. Véase también ADC, Asuntos Eclesiásticos, leg. 5 (1768-70), que contiene el caso de 1770 de
Angela Angulo, cuyo marido la había entregado a Las Nazarenas por adulterio, a pesar de
rechazar los cargos repetidas veces; y AAC, XXVI, 3, 44, acerca de Jacoba Oquendo, entregada a
Santa Catalina por su madre en 1831, por desobediencia.
27. Sin embargo, la sentencia en el caso de Cipriana Villalba, ropavejera, no aparece en los
documentos disponibles (véase AAC, XII, 5, 84 [1773]).
28. Para el aparente intento de Aymulo de matar a Eusebio Pérez, su marido, arrojándolo al río,
véase (AAC, XLIII, 4, 68 [1771]).
29. Los conventos del Cuzco absorbían funciones que estaban repartidas entre una gama más
grande de instituciones en ciudades más grandes. Florencia, por ejemplo, tenía un lugar
específico para las “mal casadas” (Cohen 1992).
30. Estos montos permanecieron estables hasta el temprano siglo XIX (ASCS, “Libro de
profesiones”).
31. Treinta y nueve mujetes, demasiado pocas para haber incluido a las monjas de velo blanco,
votaron en una cuestionada elección de priora de Santa Catalina en 1644, apelada a Lima (AAL,
Apelaciones del Cuzco, leg. 6 [1644-45]).
32. Nótese que de esta forma, las monjas del Cuzco reconvirtieron en complementarias a dos
categorías que sus constituciones consideraban como alternativas: donada y criada. Entonces, los
conventos del Cuzco tuvieron cinco categorías de mujeres enclaustradas, en lugar de dos: monja
de velo negro, monja de velo blanco, donada, criada y esclava.
33. En otra parte, el clérigo agregó que él ayudaba a Ugarte “atendiendo a su Umilldad Virtud y
buena sangre” (ADC, Alejo González Peñaloza, 1732-35, 5 de diciembre de 1733).
34. Véase, por ejemplo, ADC, Alejo Fernández Escudero, 1721: fols. 620-21v, 1 de septiembre de
1721: dos curas locales conciertan el pago de dotes de sus sobrinas. Años más tarde las mujeres,
Magdalena y Bernarda de Esquivel, asumirían una posición dominante en Santa Clara, siendo
cada una de ellas abadesa siete veces.
35. Para las diversas formas de ilegitimidad en este periodo, véase Mannarelli (1993).
36. Doña María era la hija natural de don Gerónimo Costilla Gallinato (ADC, Gregorio Básquez
Serrano, 1708-9: fols. 455-55v, 12 de diciembre de 1709).
37. Hay numerosos contratos de nodrizas en el ADC, y Clave (1989: 358-61) llamó la atención
sobre ellas.
38. Véase, por ejemplo, el caso de un comerciante español que enojó al poderoso y arrogante
marqués de Valleumbroso (Lavallé 1988).
39. De este modo, doña Feliciana era bisnieta del Inca Túpac Amaru (el padre de doña
Magdalena); véase Hemming (1970: 507). Para 1677 figura entre las madres de consejo (AAC, XLIX,
1, 16 [23 de diciembre de 1677]).
117

40. Don Gaspar impuso un censo de 2,000 pesos sobre sus tierras en Paucartambo, a fin de
sustentar a doña Antonia en Santa Clara. A ella se le hizo un descuento por haber “enseñando a
otras de bajonera por que no ayga falta en este dho. combento” (ibíd.: fols. 210-12v).
41. Doña Agustina Suta, ñusta, hija de don José Tamboguaso, “Ynga alférez real” y gobernador
del pueblo de Taray, en Calca y Lares, fue asimismo recibida como monja de velo blanco en Santa
Catalina, treinta años más tarde (ADC, Alejo González Peñaloza, 1744-50, 26 de agosto de 1747).
42. Esta limitación podría haber reflejado el empobrecimiento general de los indios nobles del
Cuzco, pero se requieren mayores investigaciones para aclarar este punto.
43. En el siglo XVIII, Las Nazarenas estuvo a punto de convertirse en convento (los papeles
relevantes se encuentran en AGI, Audiencia del Cuzco, 64).
44. Tal vez los conventos del Cuzco servían para dar refugio y disciplinar a mujeres seculares
“españolas” (esto es, españolas, criollas y/o acomodadas), en tanto que los beaterios tomaban las
seculares penitenciadas y refugiadas “indias” y/o pobres.
45. Como veremos, los caciques ganaban algo más que un estatus remozado asociándose
estrechamente con los conventos cuzqueños: también podían obtener crédito y beneficios
espirituales.
46. Los estudios en curso de Manuel Burga, Carolyn Dean, David Garrett y Ann Wight-man
contribuirán significativamente a nuestra comprensión de esta elite segmentada, y de esta crítica
coyuntura a mediados del periodo colonial.
47. Véase en ADC, Asuntos Eclesiásticos, leg. 1 (1713-34), exp. 6, una orden eclesiástica para que
las monjas de Santa Catalina retiraran los “ribetes” de sus hábitos.
48. Véase AGI, Audiencia de Lima, 333, informe de don Fernando de Castilla Altami-rano, Cuzco,
16 de junio de 1647, quien informó a la corona haber visto “en esta ciudad particular devoçion a
la adbocaçion de Nuestra Señora del Carmen”.
49. Una intrigante posibilidad es planteada por un contrato en ADC, Pedro José Ga-marra, 1741:
fols. 357-59v, 28 de febrero de 1741, en donde la viuda de don Alonso Guampu Tupa y su hija
venden un bien mediante un intérprete quechua. Tal vez en Santa Teresa se permitió, en el siglo
XVIII, que las indias nobles tomaran el velo negro. Que criollas prominentes también ingresaron a
él queda claro en ADC, Pedro José Gamarra, 1749: fols, 337-37v, 14 de julio de 1749.
50. Por el contrario, su austeriad las libraba de gastos considerables y, como eran una comunidad
más pequeña, su patrimonio tenía mayor alcance.
51. Santa Teresa recibió las profesiones de monjas de velo blanco a la tasa local estándar: 1,165
pesos, 2 reales corrientes (ADC, Alejo Fernández Escudero, 1711: fol. 485, 7 de julio de 1711).
52. La raíz de casuística es el latín casus, “caso” o “posibilidad”. Para tener cierta idea de cómo
funcionaba una mente legal escolástica véase Arbiol (1776: 162), en lo que respecta a las
categorías de licencias que las monjas podían recibir de sus superiores: “Hay licencia general, y
particular, clara, expresa, tacita, interpretativa, o presunta”. Definió cuidadosamente a cada una
de ellas; la última, la “licencia tacita, interpretativa, o presunta”, se llamaba así porque “aunque
no está concedida en terminos expresos, claros, y formales... se tiene por cierto, con bastante
fundamento, que el Prelado, y la Prelada la concederían, si se les pidiese”.
118

Capítulo 5. Produciendo el Cuzco


colonial

1 UNA VISITA AL LOCUTORIO no era una cosa trivial para las monjas del Cuzco; tampoco lo era
para sus visitantes. Los cuzqueños se acercaban a la reja para crear vínculos sostenidos
con ellas, muchas veces invirtiendo en este proceso a sus hijas y sus dotes. Podemos ver la
ansiedad que podía rodear a tales encuentros en el Tesoro de la lengua castellana (1611):
Sebastián de Covarrubias define al “locutorio” con una hábil sinécdoque como “[l]a red
por donde libran las religiosas”. Librar aún resuena con el primer significado dado por
Covarrubias —“dar libertad y sacar de aflición y cuydado y peligro”—, pero él da otros dos
que se refieren no a la liberación, sino a confines específicos, el de los claustros y el de los
negocios. El verbo resulta una encrucijada semántica de liberadores, comerciantes y
monjas: “Librar y dar librança es remitir con escritura o cédula alguna partida. ... Librar,
[también] sinifica el salir la religiosa a hablar a la red, lo qual algunas vezes se dirá con
más propiedad enredar que librar”. Así comienza un retozón paseo cervantino por las
definiciones de Covarrubias. Enredar podía significar muchas cosas, incluyendo el “[m]eter
en la red”, pero su sentido figurativo común era (y sigue siéndolo) mezclar o “travar
muchas cosas, unas con otras”: relatar una historia al revés o embrollar las partes de un
proverbio, como el mentecato de Sancho Panza. También podía significar enredarse tanto
con alguien que resultaba difícil liberarse. De este modo, el juego de palabras de
Covarrubias transmite un indicio, con un toque de humor misógino, de que la confusión y
los embrollos le podían esperar al visitante que buscaba tratar con las monjas. 1
2 Al menos un cuzqueño podría haber redactado él mismo las definiciones de Covarrubias.
El 23 de diciembre de 1678 el marqués de Buenavista, don Pablo Costilla, bisnieto de
Gerónimo Costilla, prestó varias joyas valiosas a su hermana, doña Constanza Viviana
Costilla, abadesa de Santa Clara, “para una fiesta que tubo” (ADC, Cabildo, Justicia
Ordinaria, Causas Civiles, leg. 11 [1683-89]).2 Entre ellas estaba un extraordinario anillo
con treinta y un diamantes que jamás regresó a él. En su lugar don Pablo recibió uno
mucho menos valioso, con lo cual comenzó a hacer “varias diligencias” para recuperar el
original. Ninguno de sus contactos informales funcionó. Entonces el anillo
repentinamente reapareció cinco años más tarde ante los ojos de su esposa, en 1683, al
pedirle a un hombre de la localidad que le arreglase el tomar prestadas “algunas
boquinganas para el adorno de la santissima trinidad para la fiesta que se hiso en la
119

Yglesia del comvento de nuestro Padre San Augustín”. Para su sorpresa, el anillo perdido
de su marido se encontraba entre las joyas que su corredor tomó prestadas de personas
locales a pedido suyo. Ella le avisó a su marido de inmediato y esta vez Costilla abrió juicio
para recuperar su valiosa propiedad.
3 El caso del anillo robado de don Pablo Costilla creó una auténtica red de enredos, con
testimonios contrapuestos y un final trunco. Todos los testigos coincidían en una cosa:
Costilla había prestado el anillo a su hermana la abadesa en diciembre de 1678, para que
ella pudiera vestir para una fiesta a su hija, la monja doña Juana Rosa Costilla. De este
modo, todo el asunto surgió debido al deseo de los Costilla de que doña Juana Rosa
asistiera lujosamente ataviada a las festividades navideñas en el locutorio de Santa Clara.
Esta inversión tenía sentido, por varias razones. Las ostentosas exhibiciones en ocasiones
solemnes eran cruciales para que una familia noble defendiera su reputación honorable (y
la vestimenta era un tipo de exhibición especialmente crucial, a juzgar por el nivel de
ansiedad suntuaria del Cuzco colonial). Los Costilla asimismo defendían la tradición
familiar: ellos habían sido unos distinguidos benefactores de las monjas clarisas desde los
tiempos de Gerónimo Costilla. Entonces, ¿por qué razón a don Pablo le fue tan difícil
recuperar su propiedad de Santa Clara? Después de todo, su hermana era la abadesa. Aun
así, él pasó cinco años de infructuosos contactos antes de abrir juicio, e incluso al hacer
esto no tomó medidas contra el convento. ¿Por qué razón, este poderoso patriarca evitó
chocar con las monjas?
4 Para empezar, porque las clarisas eran parientes. Pero las medidas de Costilla también
tenían perfecto sentido en términos de negocios. El estaba dispuesto a hacer bastante
para evitar arriesgar el buen crédito de su familia con Santa Clara. Sus antepasados se
habían enriquecido al establecer una estrecha asociación con el convento, y los Costilla
habían seguido invirtiendo allí durante varias generaciones, enviando a sus hijas a que
vivieran en el monasterio y enterrando a sus difuntos en un lugar de honor denrro de la
iglesia conventual. Las monjas habían respondido ampliamente, invirtiendo en los Costilla
y otorgándoles crédito en forma de censos, garantizados por la hacienda Suriguaylla. El
pago atrasado de estos censos no era un problema para ellas siempre que el balance
general de favores y buena voluntad mantuviera a la familia en buena posición. (Tener a
los Costilla en el nivel más alto de los asuntos conventuales ayudaba: a lo largo del siglo
XVII, doña Lucía y doña Constanza Costilla fueron varias veces abadesa y madre de
consejo.) Sin embargo, para finales del siglo XVII la relación evidenre-mente era tensa. El
hijo de Costilla se estaba atrasando en el pago de los censos de la hacienda Suriguaylla, la
cual había estado en la familia por generaciones. Los esfuerzos de don Pablo por cultivar
buenas relaciones con las monjas finalmente no lograron evitar que Santa Clara le abriera
juicio para cobrar los pagos atrasados.3
5 Como este conjunto de embrollos particulares sugiere, estar en buenos términos con las
monjas del Cuzco valía bastante para familias como los Costilla. Ellos, los Valverde y otras
familias necesitaban del crédito para mantener boyantes a sus empresas. Con los censos
que obtenían en los locutorios de Santa Clara, Santa Catalina y Santa Teresa financiaban
los funerales de sus parientes, la compra de cargos municipales y la ampliación y mejora
de sus obrajes, ingenios y haciendas. Las monjas, por su parte, necesitaban censatarios
confiables. Sus reglas les prohibían estrictamente gastar sus dotes y las obligaban más
bien a invertirlas. Así, los tres conventos de clausura del Cuzco constantemente buscaban
oportunidades para invertir en cuzqueños que pudieran cumplir con sus requisitos.
Estructuralmente, las monjas y los cuzqueños sedientos de crédito formaban una pareja
120

perfecta. Pero al interior de estas estructuras mayores de compromiso había suficiente


espacio para maniobrar e impedir que los participantes se dieran mutuamente por
sentados. Las monjas podían hacerlo ofreciendo algo más de flexibilidad financiera a sus
clientes importantes: por ejemplo, periodos de gracia para el pago de los censos. Los
Costilla también hicieron lo suyo, haciendo servicios y favores a las monjas, como
prestarles joyas con las cuales incrementar el lustre de una fiesta particularmente
importante.4 Una vez que vemos la lógica de estos flujos —esta circulación de hijas, dotes
y crédito—, es posible ver cómo la producción quedó ligada vitalmente a la reproducción
a través de los locutorios del Cuzco, y la espiritualidad a la economía de las monjas. A
través de sus hijas y de sus tratos en los locutorios, los curacas y criollos producían y se
reproducían a sí mismos, buscando un buen crédito y obteniendo la gracia. El resultado de
estos múltiples contactos fue una economía saturada de deudas que sellaban y sostenían
los vínculos espirituales. En cierto sentido, para los cuzqueños de la elite esta saturación
podría haber sido una señal de su bienestar espiritual, tanto como el esplendor barroco de
sus iglesias.

CRÉDITO Y OTRAS RELACIONES DURADERAS


6 Durante largo tiempo ha sido un lugar común que las economías coloniales
hispanoamericanas eran pobres en efectivo por exportar su plata a España. Pero aún no se
exploran del todo las implicaciones que esta (macro)situación tuvo para las economías
regionales de las Américas, en particular la medida en que la escasez de dinero en efectivo
hizo que personas e instituciones forjaran relaciones crediticias entre sí. 5 La complejidad
escolástica de los contratos que mediaban estas relaciones tal vez explica esto, así como el
hecho de que estos instrumentos cambiaban a lo largo del tiempo y entre regiones, a
medida que sus usuarios les modificaban estratégicamente. Los contratos a veces también
eran verbales, de modo que las fuentes escritas no reflejan todo este toma y daca entre los
acreedores y deudores coloniales.6 No obstante, los archivos dan una rica imagen de la
conformación de unas relaciones coloniales a través del crédito. Al escudriñar las
complejidades microeco-nómicas de las relaciones manifestadas en los censos y otros
tipos de obligación, podemos trazar conexiones importantes entre las formas de actividad
económica y la explotación colonial.7
7 La enorme importancia del crédito en la economía colonial hispanoamericana se hace
cada vez más evidente.8 Con el tiempo, cada ciudad y región forjó su propio conjunto de
prácticas y de alternativas institucionales. El aparato institucional del crédito se hizo
particularmente complejo allí donde la actividad mercantil era más densa, como en Lima
o en Ciudad de México. Los comerciantes limeños fueron acreedores activos, individual y
colectivamente. Hombres como Juan de la Cueva podían ascender desde una actividad
comercial de escala relativamente pequeña, a participar en créditos a gran escala y en la
creación de “bancos”. Además, para finales del siglo XVII las instituciones eclesiásticas
limeñas estaban en expansión y prosperaban. Las órdenes regulares pasaron a ser
acreedores activos a medida que las profesiones, donaciones, legados y expropiaciones
(en el caso del Santo Oficio de la Inquisición) iban canalizando una gran cantidad de
recursos a sus arcas.9
8 En el Cuzco, la primera fuente institucional de crédito importante fueron las
comunidades indígenas de la región. Parte de su tributo iba cada año a las cajas de
comunidad, en teoría para ayudar a cubrir las necesidades de la comunidad misma; sin
121

embargo, estos fondos fueron muy pronto aprovechados para extender crédito a personas
que no formaban parte de ellas.10 Para el tardío siglo XVI, las cajas locales de la región
habían sido integradas a una entidad más grande conocida como la caja de censos de
indios, con base en el Cuzco y manejada por funcionarios españoles y criollos, que
tampoco hicieron nada por afirmar la seguridad económica de las comunidades de
indígenas (aunque una ubicación centralizada indudablemente hizo que para los criollos
cuzqueños resultara más fácil obtener crédito).11 Las operaciones de crédito transferían
grandes cantidades de recursos de la caja de censos de indios a familias como las de los
Costilla y Esquivel, que se prestaron bastante de los recursos de las comunidades andinas
sin molestarse por cumplir con sus pagos anuales. El agotamiento resultante de la caja
creó serios problemas para los indígenas del Cuzco. Según Luis de Monte-mayor, el
protector oficial de naturales, para 1599 se debían más de 50,000 pesos a las comunidades,
y grandes sumas habían sido gastadas en fútiles esfuerzos por cobrar los censos impagos.
Para empeorar las cosas, los montos recolectados a nombre de estas comunidades jamás
les habían sido entregados, haciendo que les fuera imposible cumplir con su tributo
(ASCS, “Inventario de agosto”, doc. 1: fols. 5v-8, 28 de junio de 1599). En este caso, la
irresponsabilidad de los prestatarios es profundamente significativa: evidentemente no
cultivaban a las comunidades indígenas como sí lo hacían con las monjas. (¡Irónicamente,
estas relaciones fundamentalmente hostiles no parecen haber dañado su crédito para
futuros préstamos!) Hombres como Diego de Esquivel y Jaraba se quejaron cuando, a
mediados de la década de 1650, los oficiales reales reaccionaron al escándalo ajustando las
formas de cobro y a los deudores morosos. Sin embargo, pasarían décadas antes de que
esta fuente particular de crédito llegase a reflotar.12
9 Al mismo tiempo que los fondos comunales se iban agotando, las instituciones
eclesiásticas de la ciudad iban captando una gran cantidad de recursos y se convertían en
importantes fuentes de crédito por derecho propio.13 Las monjas siguieron extendiendo
crédito, ral como lo habían hecho desde la fundación de Santa Clara. En primer lugar,
ellas permitieron que los cuzqueños cumplieran con las dotes de sus hijas imponiendo
obligaciones sobre propiedades específicas. Esto permitió que hombres como Rodrigo de
Esquivel usaran sus recursos para otros fines. Imponer un censo sobre su propiedad en
1582, para que su hija doña Mencía pudiera tomar el velo negro en Santa Clara,
significaba que Esquivel no tenía que pagar a las monjas los 3,312 pesos, 4 reales de dote
(y si conservaba ese monto podía invertirlo más bien en su obraje de Quispicanche); sólo
tenía que pagarles el 5 por ciento de este monto cada año (165 pesos, 2 reales). En segundo
lugar, las monjas usaron el mecanismo del censo al quitar para otorgar créditos de sus
arcas, invirtiendo una cantidad significativa del dinero que recibían de las dotes y los
réditos de los censos. En las fuentes escritas no es fácil distinguir los censos-gravamen y
aquellos que se otorgaban al recibir un principal, todos los cuales fueron contraídos como
censos consignati-vos (Bauer 1983; para los censos consignativos, su historia y variantes
véase von Wobeser 1989). En todo caso, ambos pueden ser vistos como operaciones
crediticias que dieron a los cuzqueños una flexibilidad sumamente necesaria en una
economía pobre en efectivo, permitiéndoles conseguir algo que deseaban —la profesión
de una hija o una infusión de capital— sin tener que desembolsar una gran suma.
10 Las monjas no eran los únicos acreedores institucionales de gran nivel en el Cuzco. Había
muchas alternativas, entre ellas las órdenes monásticas masculinas que, al igual que las
de las monjas, estaban expandiéndose en el siglo XVII, tanto en número como en términos
de los recursos que controlaban. Los Costilla, por ejemplo, evidentemente cultivaban no
122

sólo a las clarisas sino también a los agustinos del Cuzco, quienes estaban desarrollando
extensos vínculos financieros con la elite propietaria de la región, del mismo modo que
las monjas (ADC, Alonso Belrrán Luzero, 1630-31: fols. l45-53v, 14 de febrero de 1631).
Estos vínculos eran fortalecidos por las profesiones de los varones de los Costilla: el
marqués don Pablo de Costilla tenía un hermano en el convento de San Agustín del Cuzco,
Fray Lorenzo, así como una hermana en Santa Clara, y eventualmente llamó Agustín a
uno de sus hijos.14 Los mercedarios, dominicos, jesuitas y betlemitas también tenían
grandes casas en el Cuzco y aprovecharon el mecanismo contractual del censo para
extender crédito a personas del lugar.15 El clero secular de la ciudad también hacía lo
mismo a través de instituciones diocesanas como la fábrica de la catedral y el juzgado
eclesiástico, y diversas cofradías y capellanías (varias de las cuales eran administradas por
monjas y frailes) recibían y prestaban recursos.16 Todas estas instituciones eclesiásticas
utilizaban el censo al quitar como una parte crucial de su estrategia inversora a largo
plazo. A través de los censos desplegaron sus fondos en respaldo de diversas actividades
económicas regionales. Esto puede verse claramente en la historia crediticia de
innumerables propiedades de la región: haciendas, obrajes, ingenios. 17
11 Sin embargo, para la segunda mitad del siglo XVII, Santa Clara y Santa Catalina parecen
haber sido los acreedores institucionales más grandes del Cuzco.18 Décadas de dotes,
donaciones, legados y otros ingresos proporcionaron un impresionante conjunto de
recursos a invertir. Por ejemplo, la renta anual de Santa Clara se incrementó casi cinco
veces en el transcurso del siglo, a medida que sucesivas generaciones de monjas tomaban
los velos (véase el cuadro 2). Sus ingresos cayeron fuertemente después del severo sismo
de 1650 —según una versión, hasta apenas 10,000 pesos anuales— y aún no se habían
recuperado para 1690, cuando eran de alrededor de 24,000 pesos. Con todo, las monjas
recibieron 17,900 pesos ese año como pago por los censos. En cuanto a Santa Catalina, una
lista preparada en 1684 de contratos pagaderos al convento (en su mayoría censos al
quitar) tiene 166 entradas distintas, que suman más de 297,433 pesos de principal. Si las
monjas lograron cobrar sobre esto la tasa acostumbrada de 5 por ciento, entonces
recibieron más de 14,870 pesos en ese año.19 En comparación, en 1676 el monasterio de
San Agustín, tal vez la más rica de las casas conventuales masculinas, cobró 11,116 pesos
por censos, sobre 78 obligaciones distintas.20
12 Las monjas individuales también eran fuente de crédito. Con permiso de su superiora,
ellas podían prestar de su “peculio”, fondos personales que les eran dados por parientes o
benefactores. Estos tratos aparecen con frecuencia en los registros notariales. En 1688,
por ejemplo, doña Feliciana de San Nicolás y Pinelo, una descendiente de los incas y
monja de velo negro en Santa Catalina, dio (con la aprobación del obispo) mil pesos a un
clérigo local (ASCS, “Inventario de febrero”, doc. 28, 7 de febrero de 1668). Para cuando
falleció en 1688, la monja dominica Juana del Carmen contaba con extensos intereses de
negocios: un inventario enumeraba cinco contratos de crédito distintos, que iban de 500
pesos a 1,500 pesos, sumando un total de 4,600 pesos (ASCS, “Inventario de junio”, doc. 46,
inventario de los bienes de la madre Juana del Carmen, fallecida el 5 de junio de 1688). Los
tratos de estas monjas eran realizados a través de censos, dándoles (por lo menos en
teoría) un ingreso anual constante con el cual mantenerse a sí mismas y a quienes vivían
en sus celdas. Ocasionalmente usaban sus fondos personales para extender un crédito de
corto plazo, mediante obligaciones contractuales.
123

Cuadro 2. Ingreso anual de Santa Clara, años escogidos

Fuente: para 1602, Angulo, ed. (1939: 170-76); para 1650 y 1690, Archivo de Santa Clara, Cuzco,
“Volumen de varias escrituras que pueden servir de títulos”: fols. 466-67, 19 de julio de 1690, informe
de la abadesa Gerónima de Villena y Madueño al rey.

13 Los cuzqueños ávidos de crédito se movilizaban rápidamente en cuanto éste estaba


disponible. Tan pronto como una mujer profesaba y llevaba su dote a las arcas
convenruales, aparecía un prestatario local para sacar el dinero nuevamente. Por
ejemplo, el domingo 19 de diciembre de 1780, Manuela de San Bernardo hizo los votos
para convertirse en donada en Santa Catalina, llevando consigo una dote de 500 pesos. Al
día siguiente, el 20, doña Jerónima de Carranza y Urrutia logró recibir los 500 pesos a
través de un censo, ofreciendo su casa y tierras como garantía (ASCS, “Inventario de
diciembre”, doc. 30, 20 de diciembre de 1700). Muchos censos asimismo incluyen el monto
exacto de la dote de una monja o donada: 3,312 pesos, 4 reales (la de una monja de velo
negro); 1,656 pesos, 2 reales (una de velo blanco); y 500 pesos (una donada). Las monjas
llevaban un registro de cuánto se había invertido de la dote de cada cual. En otras
palabras, ésta no desaparecía simplemente en el fondo común (por lo menos no desde el
principio); años después de pagada e invertida, todavía se la podía conocer como la dote
de una religiosa específica. A veces era partida y prestada a una o más personas locales, lo
cual se apuntaba en los libros conventuales para que los mayordomos pudieran cobrar los
pagos anuales debidos de las personas correctas.21
14 Contar con parientes dentro de los claustros podía ayudar a asegurar los términos
crediticios de una familia, en particular si la hija era elegida como cabeza de su
comunidad. De ahí en adelante seguiría siendo poderosa por años como parte de las
madres de consejo que administraban los negocios conventuales. Su familia podía ganar
muchas cosas con esta asociación: para empezar, información interna sobre los créditos.
Conseguir esto antes que los competidores significaba saber quién estaba por hacer un
pago a las arcas conventuales. Las monjas mismas probablemente facilitaban el flujo de
información, notificando a aquellos con quienes tenían estrechas relaciones. Los notarios
también se encontraban en excelente posición para hacerlo: dado que se les llamaba para
formalizar la contratación y anulación de censos, ellos sabían quienes estaban en trance
de pagar los créditos y podían pasar la voz a las partes interesadas. 22 Los administradores
y mayordomos de Santa Catalina o Santa Clara también habrían sido un contacto
sumamente valioso al cual conocer, o mejor aún, que tener en el círculo familiar. No
extraña que las abadesas y prioras muchas veces pusieran a parientes cercanos en estos
cargos cruciales, manteniendo así una información financiera vital dentro de la familia.
Las monjas también sellaban relaciones estrechas con sus notarios extendiéndoles crédito
y aceptando a sus hijas como monjas de la más alta categoría. 23
15 Sin embargo, para recibir crédito no era necesario contar con que una pariente tuviera un
alto cargo en el convento. Y una estrecha relación con un monasterio no impedía
124

establecerla con otros. Los seis hermanos Dueñas Castillejo son un buen ejemplo. En 1644
comenzaron a pedir crédito a las monjas de Santa Clara, garantizándolos con sus
haciendas en los ricos campos de cultivo al sur de la ciudad. Veintiséis años más tarde,
cuando vendieron “hatun Lucre”, la propiedad tenía obligaciones por censos que
sumaban 32,000 pesos, casi las dos terceras partes de su valor de 50,000 pesos (ADC,
Lorenzo de Messa Andueza, 1670: fols. 805-9v).24 Estos censos habían sido concertados en
ocho transacciones distintas con las monjas (véase el cuadro 3). Todos, salvo uno, eran
censos al quitar que ahora no se encuentran en los registros notariales. El que aún existe,
de diciembre de 1646, indica que los hermanos estaban en proceso de expandir Lucre
comprando más de 200 fanegadas de tierras al rey. Cuando los oficiales reales llegaron en
el transcurso de su visita a regularizar los títulos y conseguir dinero para la real hacienda,
los hermanos aprovecharon la oportunidad para comprar títulos a las atractivas tierras
vecinas, más que duplicando el tamaño de sus posesiones (antes de apenas 120 fanegadas).
25
Entonces, es muy posible que los créditos dados por Santa Clara les hayan brindado los
recursos que necesitaban para comprar más tierras. Los hermanos vendieron parte de su
propiedad en agosto de 1670, tal vez por no poder cubrir los altos gastos incurridos (1,600
pesos al año). Pero apenas tres meses más tarde, Gerónimo Dueñas Castillejo estaba de
vuelta en el locutorio sacando otro crédito de Santa Clara, así como de Santa Catalina,
garantizándolos esta vez con una propiedad llamada Chinicara. Estos préstamos también
resultaron ser insostenibles a largo plazo, y para 1675 Dueñas Castillejo había acordado
dividir su cosecha con las monjas de Santa Catalina, dado que de otra forma no podría
cubrir su deuda con ellas. Las propiedades de los hermanos eventualmente terminaron
entre las de los Costilla y los Esquivel, quienes asumieron el pago de los censos que habían
alimentado tanto el ascenso como la caída de los Dueñas Castillejo (ADC, Lorenzo de
Messa Andueza, 1670: fols. 1062-69v, 1 1 de noviembre de 1670; ASCS, “Inventario de
junio”, doc. 38, 25 de junio de 1675; ADC, Gregorio Básquez Serrano, 1708- 9: fols. 119-27,
15 de marzo de 1708).
16 ¿Qué otras cosas hacían los cuzqueños con los créditos que obtenían en los locutorios de
su ciudad? Los contratos infortunadamente rara vez especifican el fin para el cual se
buscaba crédito en los conventos. Pero algunos sí lo hacen. Doña Antonia Siclla, por
ejemplo, tomó a censo 1,500 pesos de las monjas de Santa Catalina en 1673, para pagar el
funeral de su difunto marido don Gerónimo Uscaquiguartopa, cacique del pueblo de
Pumaquiguar.26 El aspirante a regidor don Manuel Soriano de Lezama se acercó a las
monjas de Santa Catalina en 1679, en busca de dinero con el cual comprar su cargo
municipal. Su difunto padre le había dejado el título de regidor, pero Lezama no tenía los
fondos con los cuales pagar a la real hacienda la tercia del valor del cargo, y así se apuró
en tomar a censo 1,500 pesos del convento antes de que el título fuese subastado (ASCS,
“Inventario del mes de henero”, doc. 38, 7 de enero de 1679). Las órdenes monásticas a
veces recurrían a otra de ellas en busca de crédito con el cual financiar empresas
mayores. En 1747, por ejemplo, el provincial franciscano explicó a las clarisas su
“nesesidad urgente” de tomar prestados 10,000 pesos para costear el viaje transatlántico
de “misioneros y suxetos hispanos para la alterna-tiba”: la práctica en su orden de
alternar españoles con criollos en los cargos más altos. Las monjas aceptaron otorgarle la
cantidad requerida (ADC, Pedro José Gamarra, 1747: fols. 151-57v, 2 de junio de 1747,
obligación por un monto de 10,000 pesos por tres años, con pagos anuales de 500 pesos
[5%]; véase Tibesar 1955).
125

Cuadro 3. Los censos de Dueñas Castillejos con Santa Clara, 1644-70

Fuente: Archivo Departamental del Cuzco, Protocolos Notariales, Lorenzo de Messa Andueza, 1670:
fols. 805-9v.

17 Buena parte de los censos que revelan su finalidad muestran que los censuatarios
deseaban hacer mejoras de capital en una hacienda, ingenio, obraje o heredad. Podían
simplemente indicar que el crédito estaba destinado a “aviar” o “refaccionar” una
propiedad (por ejemplo, “aviar mi hacienda”, “refaccionar estas fincas“). Las monjas de
Santa Clara permanecieron a este nivel de generalidad contractual en 1676, cuando
tomaron a censo 13,500 pesos del Colegio de San Buenaventura, en parte para “aviar”
Pachar (ADC, Lorenzo de Messa Andueza, 1676: fols. 1159-68v, censo fechado el 3 de
noviembre de 1676). Don Felipe Sicos, principal de San Sebastián, tomó mil pesos a censo
en 1718 para “refaccionar” su chacra de 48 topos en su pueblo (ASCS, “Inventario de
noviembre”, doc. 37, 9 de noviembre de 1718). Sin embargo, en otros casos los censatarios
eran más específicos. Los jesuitas se dirigieron a las monjas dominicas de Santa Clara en
1647, en pos de mil pesos que necesitaban “para efecto de conducir agua para el dicho
colexio de San Bernardo” (ASCS, “Inventario de diciembre”, doc. 9, 10 de diciembre de
1647). En 1709 el capitán Dionisio de Osorio y su hermano Juan de Osorio, hacendados en
Limatambo, tomaron a censo mil pesos de una monja de Santa Clara para adquirir muías,
rejas de arado y otros equipos para una hacienda que acababan de heredar (ADC, Gregorio
Básquez Serrano, 1709, leg. 53: fols. 6-12, 9 de enero de 1709).27
18 Un caso particularmente ilustrativo de las transacciones proviene de los registros del
notario Pedro de Cáceres, quien manejó el grueso de los negocios de Santa Clara en los
años finales del siglo XVII. En 1696 y 1697 estaba cerca del final de su carrera y era algo
descuidado con los documentos que rubricaba. Entre éstos se hallaba un grupo de censos
contraídos por la abadesa y las monjas de Santa Clara con diversos terratenientes
cuzqueños; el notario consiguió las firmas de todos ellos pero olvidó anotar sus negocios.
Las firmas en el protocolo de Cáceres adornan el margen inferior de varias páginas vacías.
Años más tarde, las abadesas de Santa Clara descubrieron para su decepción que gracias a
esta negligencia no podían aducir detalle alguno de los censos. Se ocuparon entonces en
arreglar las cosas. Se prepararon listas de las transacciones que Cáceres no había
ejecutado correctamente, las cuales fueron ahora completadas y legalizadas
retroactivamente. Muchos de los contratos faltan actualmente en los protocolos del
notario, pero los que han sobrevivido indican que las personas en cuestión recibieron
crédito de las monjas. Esta secuencia de censos asimismo sugiere el volumen de los censos
realizados por el convento. Pareciera que en apenas siete meses, por lo menos 21,468
126

pesos ingresaron y salieron de las arcas conventuales, entregados en crédito a diversas


personas locales (véase el cuadro 4).

Cuadro 4. Censos de Santa Clara, diciembre 1696-julio 1697

Fuente: Archivo Departamental del Cuzco, Protocolos Notariales, Pedro de Cáceres, 1696: fols. 403-4v;
1697: fols. 44l-57v.
Nota: estas listas, compiladas en 1712 y 1728, incluyen otras actividades. Los seis censos aparecen
en ambas, y todos salvo el quinto son evidentemente créditos.

19 En estas transacciones, los vínculos entre las monjas y sectores específicos de la economía
regional son especialmente claros. Don Andrés Arias Sotelo y su madre viuda, doña
Agustina de la Borda, solicitaron 8,000 pesos de Santa Clara para mejorar sus ingenios
azucareros a lo largo del río Apurímac, afirmando que usarían el capital para instalar
equipos de molienda y arreglar canales de regadío. (Ellos declararon que el valor de sus
propiedades era de 90,000 pesos, con 13,000 pesos de deudas pendientes, principalmente
con otros acreedores eclesiásticos.) Blas Montalvo de Herrera, de Abancay, podría muy
bien haber estado realizando mejoras de capital en un ingenio azucarero, pues él también
era un hacendado en esa región. Por su parte, don Diego de Almonasi y doña Catalina
Álvares tomaron a censo 2 mil pesos para ampliar su chorrillo (ADC, Pedro de Cáceres,
1696: fols. 397-432v). Al hacer que sus fondos estuvieran disponibles como crédito, las
monjas ayudaban al crecimiento de algunas de las más importantes actividades
productivas de la región: en el siglo XVII, el azúcar y los textiles eran las principales
exportaciones regionales al mercado de Potosí.28
20 Los censos al quitar no eran los únicos contratos que las monjas realizaban en sus
locutorios. También administraban grandes cantidades de bienes raíces, que para el siglo
XVII servían en su mayor parte el mismo cometido que los fondos procedentes de las
dotes: generar un flujo constante de rentas. Las monjas otorgaban sus bienes raíces
urbanos a los cuzqueños mediante arrendamientos de corto o largo plazo (estos últimos
por lo común llamados “ventas a censo” o “ventas por tres vidas”). 29 Los arriendos a
menudo resultaban desventajosos. Los arroyos que corrían por la ciudad hacían que
muchas propiedades fueran vulnerables a las inundaciones, y una alta tasa de cambio de
127

los arrendatarios también podía causar un serio deterioro. Tal fue, por ejemplo, el caso de
una residencia en la plaza de armas que Santa Clara vendió en 1697, después de haberla
arrendado por años. La casa fue descrita como vieja y maltratada, y el contrato señala que
muchos arrendatarios simplemente “se yban sin pagar[le]” al convento (ADC, Pedro de
Cáceres, 1697: fols. 236-43v).-30 Las monjas comprensiblemente preferían los arriendos de
largo plazo, por lo general conocidos como una venta a censo. Si el arrendatario deseaba
ser liberado del contrato podía, con la aprobación de las monjas, pasarle el arriendo a otra
persona. O podía renunciar formalmente a él y permitir que el convento comenzara de
nuevo, como hiciera Pedro Rodríguez, quien dejó el Cuzco en 1631 y se fue al campamento
minero de Cailloma, renunciando al arriendo de la casa que había ocupado desde 1627,
permitiendo que las monjas la alquilaran a Marcos Falcón, un maestro escultor y dorador,
y su esposa (ADC, Alonso Beltrán Luzero, 1630-31: fols. 745-54v, 26 de noviembre de 1631).
21 Las propiedades rurales necesitaban que las monjas usaran algunas de las mismas
estrategias administrativas. Algunas no eran lo suficientemente valiosas como para
merecer que se contratase un mayordomo, y las monjas y sus apoderados preferían
venderlas a censo que arrendarlas. Por ejemplo, tal fue el caso de la hacienda Yanaguara,
que las monjas dominicas vendieron a censo en 1648. (En una petición adjunta, su
mayordomo señaló que eso era del todo preferible al arrendamiento porque los inquilinos
administraban mal las propiedades y vaciaban los campos y casas, robándose los aperos y
“las cerraduras y llaves y aun las puertas y dexan las cassas que es menester para
aderesarlas gastar mas que dan de los arrendamientos”.)31 Con otras propiedades valía la
pena to-marse las molestias y gastos de dedicarles una supervisión más estrecha, ya que
ellas brindaban directamente a las monjas carne, leche, quesos, cereales, azúcar y otros
productos. Para administrar estas propiedades claves conttataban mayordomos que
remitieran provisiones a la ciudad en forma regular. Ese fue el caso de una estancia
llamada Caco. Ubicada al sur del Cuzco, en la provincia de Azángaro, esta estancia
perteneció a las monjas de Santa Clara entre el siglo XVI y el tardío XIX.32 Durante tres
siglos las clarisas dependieron de Caco, de sus mayordomos y de sus pastores y vaqueros
nativos para que enviaran al convento queso, charqui, ovejas, terneros y sebo. 33 Del
mismo modo, Santa Catalina y Santa Teresa tuvieron estancias y haciendas cruciales para
el sustento de sus comunidades, que producían y remitían esas provisiones a ellas. Las de
Santa Catalina comprendían la hacienda productora de cereales de Guambutío y el
ingenio productor de azúcar y melaza de Yllanya, este último avaluado en 100,000 pesos a
finales del siglo XVII.34
22 Las monjas y sus apoderados administraban de cerca sus propiedades más valiosas, a
veces hasta agresivamente. Por ejemplo, las monjas seguían ampliando vigorosamente la
hacienda de Pachar mucho después de que Gerónimo Costilla hubiese realizado la primera
toma de posesión de las clarisas. En 1621 vendieron unos campos de cultivo excelentes en
el valle de Urubamba, para así comprar tierras adyacentes a Pachar que eran “de mas
utilidad y provecho” (ADC, Cristóbal de Lucero, 1621-22: fols. 281-89v). 35 La hacienda
también creció gracias a prácticas menos agradables. En la década de 1650, Juan Quicho y
su hijo Pedro, dos indígenas de Huarocondo, lucharon denodadamente contra la
usurpación de sus tierras por parte de dos haciendas: Pachar y Silque (esta última
propiedad en ese entonces de un hacendado llamado Alonso de Soria). Según los cargos
presentados por los Quicho, los mayordomos de ambas haciendas les acosaban, incluso
enviando a sus secuaces para que les llevaran a trabajar a Silque durante la siembra, a
pesar de que ellos podían mostrar títulos válidos a sus tierras que Sebastián, el padre de
128

Juan Quicho, sostenía le habían sido entregadas por Pachacuti Inca Yupanqui. Los
notablemente resistentes Quicho siguieron su caso hasta Lima, y en 1654 el virrey les
concedió una protección formal del acoso. Pero ni aun así se les dejó en paz. Por último, el
viejo Juan Quicho, enfermo y habiendo gastado casi todos sus bienes, llegó a un arreglo
con sus adversarios. En 1658 aceptó donar a Santa Clara seis topos de los campos
adyacentes a Pachar a cambio de una parcela comparable de tierra en otro lugar, en
donde él y sus nietos pudiesen vivir sin ser molestados. Las clarisas aceptaron recibir a
dos de sus nietas en el convento como parte del trato (ADC, Colegio de Ciencias, leg. 33:
fols. 89-94).36 (Podemos preguntarnos si el empobrecido Quicho alguna vez se acercó al
locutorio a visitarlas.)
23 Las monjas ocasionalmente aceptaban vender el excedente producido en sus haciendas. 37
¿Tenían participación en otras empresas locales? Las de Santa Clara de Huamanga sí: para
finales del siglo XVII tenían su propio obraje. Según una petición presentada por su
administrador en 1666, las monjas solicitaron “que en un asiento que tienen nombrado
Pomacocha puedan poner dos o tres telares y en ellos se les puedan texer unos saialetes
para tunicas y Baietas Blancas para sabanas por quanto no gastan liensso en sus camas y
polleras para debaxo para su abrigo, y fresadas para sus camas y algunas jergas para el
abrigo de dichas camas y para costales para acarrear el trigo y legumbres que necesitan
para su sustento” (ASE Registro 10, exp. 22). El pedido fue al parecer concedido, pues una
relación posterior muestra que Santa Clara de Huamanga ganaba hasta 15,000 pesos al
año con la venta de tejidos de lana (ASF, Registro 10, exp. 5, “Razón de la entrada y gasto
que tiene el obrage de Pomacocha del monasterio de Santa Clara de esta ciudad de
Guamanga”).38 Es del todo posible que este tipo de arreglo haya existido en el Cuzco,
donde los obrajes fueron un puntal de la economía colonial, aún cuando hasta ahora no ha
aparecido ninguna evidencia de ello.39 El caso de Huamanga sirve para recordar la amplia
gama de papeles que las monjas llegaron a tener en las actividades económicas de sus
regiones. Ellas mismas participaban en la producción, al mismo tiempo que permitían que
otros lo hicieran extendiéndoles crédito.40
24 Una vez establecidos estos lazos, los participantes no estaban dispuestos a romperlos, sino
todo lo contrario. Cuzqueños como don Pablo Costilla y don Diego de Esquivel
consideraban que sus intereses quedaban bien servidos con una larga asociación con las
monjas, incluso cuando el monto original de sus censos había sido pagado varias veces.
Como ya vimos, ellas hacían bastante más que darles dinero, y conservar unas buenas
relaciones era un objetivo de largo plazo. Además, 5 por ciento no sólo era la tasa
estándar del crédito eclesiástico, sino una buena tasa, a juzgar por las escasas evidencias
referentes a los juicios por usura. Los prestamistas particulares podían cobrar el doble o
más.41 Las monjas, por su parte, ciertamente no deseaban una redención frecuente de los
censos. Ni tampoco deseaban verse envueltas en un procedimiento legal prolongado y
costoso para recuperar los réditos atrasados de sus censatarios, si es que podían evitarlo.
25 De este modo, las monjas estaban dispuestas a mostrar una considerable flexibilidad
cuando los tiempos eran duros y las personas se atrasaban en sus pagos. Podían iniciar
acciones legales contra cualquiera que incumpliera con el pago de un censo por dos años
consecutivos, algo que las leyes castellanas de Toro dejaban en claro. Cuando estos juicios
eran exitosos, las propiedades que el deudor había ofrecido como garantía de su censo
eran subastadas en un “concurso de acreedores” para satisfacer a estos últimos. Las
monjas a veces iniciaban estos procedimientos con relativa presteza. Sin embargo, en
muchos casos estaban dispuestas a esperar por varios años —e incluso décadas— antes de
129

hacerlo.42 Eran especialmente clementes si el censatario demorón era un pariente


poderoso y tan leal como don Pablo Costilla o don Diego de Esquivel.
26 Los marqueses de Valleumbroso son un buen ejemplo. Para finales del siglo XVII, las
propiedades de los Esquivel habían acumulado deudas con Santa Clara por un valor de
más de 25 mil pesos, y de más de 28,500 pesos con Santa Catalina por diversos censos, y el
marqués de Valleumbroso no era puntual con sus pagos. En enero de 1707 dio a la abadesa
de Santa Clara más de 8,300 pesos para cubrir más de seis años de deudas. Estas
irregularidades deben haber hecho que para las monjas fuera difícil manejar sus finanzas,
pues un año en el cual el marqués no cumplía con sus pagos significaba que el convento o
bien debía arreglárselas sin 1,255 pesos de renta, o bien debía buscarlos en otro lugar.
Pero apenas un año más tarde, en marzo de 1708, el marqués estaba de vuelta en ese
mismo locutorio sacando otros 8,500 pesos (ADC, Gregorio Básquez Serrano, 1707: fol. 32,
3 de enero de 1707; 1708-9: fols. 119-27v, 17 de marzo de 1708).43 La red estrechamente
entrelazada de parentesco, poder local e influencia mantenía íntimamente conectados a
los conventos con los Esquivel. Después de todo, sus hijas y parientes estaban entre las
mujeres que supervisaban las decisiones del monasterio. Y los aristócratas íntimamente
relacionados del Cuzco eran los más grandes terratenientes en derredor: aquellos cuyos
bienes podían conseguirles un censo tras otro.

ESTRATEGIAS FAMILIARES: POR QUÉ LAS FAMILIAS


SE “CASABAN” CON MONASTERIOS
27 Al frecuentar los locutorios de Santa Clara, Santa Catalina y Santa Teresa, los cuzqueños
con propiedades podían satisfacer varias necesidades de una sola vez, buscando ganancias
y la salvación sin contradicción alguna. De este modo se mantenían no sólo a sí mismos
sino también a las monjas que criaban a sus hijas y oraban por el bienestar de su alma.
Ver estas conexiones nos permite revisar varios supuestos comunes sobre los
monasterios: para empezar, la noción de que las dotes no eran económicamente
productivas y de que los conventos por lo general “congelaban” bienes y los retiraban de
la circulación económica.44 Un examen más estrecho del Cuzco del siglo XVII muestra
exactamente lo contrario. También se asume que para la elite, los conventos eran una
suerte de opción de contingencia, una salida decorosa para familias con demasiadas hijas
que casar, o muy pocos recursos con los cuales arreglar matrimonios ventajosos. 45 Este
ciertamente puede haber sido el caso de muchas familias. Pero la historia cuzqueña
sugiere una lógica muy distinta.
28 Dados los beneficios que podían recibir al colocar sus hijas en los claustros, las familias de
la elite podían buscar casarse con los conventos a través de ellas. Los beneficios espirituales
eran obvios. Una hija o parienre en los claustros podía rezar constantemente por la
salvación de su familia extensa. Los beneficios materiales también podían ser
sustanciales. Como ya vimos, los conventos participaban en el negocio de dar crédito de
sus arcas, y contar con parienres dentro de ellos podía muy bien incrementar la
posibilidad que uno tenía de competir exitosamente por una parte de los fondos
disponibles. Si la hija lograba ingresar al círculo de las dirigentes como abadesa o priora,
o como integrante de las madres de consejo, ella podía controlar la distribución de
decenas o centenares de miles de pesos entre los potenciales censatarios del Cuzco. Y para
130

quienes no lograban cumplir con sus pagos, ellas podían interceder y obrener una gracia,
en más de un sentido.
29 La decisión de colocar los hijos en los claustros también podía beneficiar a una familia en
el futuro. Dado que los novicios de ambos sexos por lo general renunciaban a sus derechos
de herencia, colocar hijos e hijas en las órdenes religiosas era una estrategia que una
familia podía seguir para consolidar su patrimonio. Bajo la legislación castellana,
practicada en las colonias hispanoamericanas, cada hijo legítimo recibía parte de las
propiedades de sus padres, la cual debía reservarse para este fin. 46 Sin embargo, en el
marco legal de la herencia partible habían formas de pasar la mayor porción posible de la
riqueza familiar a un hijo específico. Una de ellas era que los padres designaran un
heredero para que recibiera el grueso de la herencia a través de una práctica conocida
como la “mejora” (que podía proceder por tercios, quintos o ambos, en el caso de las
“mejoras del tercio y del quinto”). Otra era que los hijos ingresaran a una orden religiosa
y renunciaran a su derecho sobre la herencia.47
30 Ambas estrategias fueron empleadas por los Peralta, que habían adquirido el título de
condes de la Laguna de Chanchacalle en 1687, uniéndose así a las filas recientemente
establecidas de la aristocracia titulada del Cuzco. En su testamento, la primera condesa
eligió a su hija doña Petronila de Peralta para que heredase el grueso de su propiedad
mediante una mejora del tercio y del quinto, indicando que ella debía ser administrada
por monjas dominicas específicas para que generaran una renta con la cual cubrir los
gasto de doña Petronila. Una modificación posterior depositó más bien el íntegro de las
propiedades familiares en el hermano de doña Petronila. Las nuevas estipulaciones
obligaban a don Diego de Peralta a honrar un censo de 20 mil pesos sobre su patrimonio, a
pagar mil pesos anuales a su hermana, y también a remitirle provisiones específicas:
“treynta panes y dos borregos cada semana y para su despensa en cada un año dose
cargas de maiz en cuyo numero entra el maiz paracay, el negro culli, el sacsa, la chochoca,
y dose cargas de papas, y otras dose de chuño, y estas legumbres pan y carne se entiende
durante los dias de dicha señora Doña Petronila de Peralta“. Doña Petronila
evidentemente parece haberse mantenido no sólo a sí misma sino a toda una unidad
doméstica en su celda (ADC, Gregorio Básquez Serrano, 1708-9: fols. 195-200v, 232v-36, 7
de noviembre y 29 de diciembre de 1708).48
31 Una familia acomodada podía enviar a sus hijas al convento incluso en las mejores épocas,
tal vez hasta una hija única. Doña Petronila de Peralta, única hermana del segundo conde
de la Laguna de Chanchaca-lle, es un ejemplo de ello y doña Mencía de Esquivel, única
hermana de don Rodrigo de Esquivel y Cáceres, otro. Y el árbol genealógico de los Costilla
muestra que hombres y mujeres ingresaron a las órdenes regulares del Cuzco en casi cada
generación. Para finales del siglo XVII, los clanes criollos más ricos y poderosos de la zona
frecuentemente recurrían a la estrategia probada por el tiempo de aliarse con
comunidades monásticas, enviando a sus hijos a los claustros.49 Para estos clanes, esas
alianzas representaban bastante más que la falta de mejores alternativas. Eran, en
realidad, una forma de matrimonio ventajoso.
32 ¿Acaso la voluntad de una hija afectaba estas decisiones? Los decretos de la Iglesia
insistían en que la libre voluntad de una mujer fuera respetada en los asuntos del
matrimonio espiritual, así como del temporal. Según el Concilio de Trento, nadie podía
forzar a una mujer a que entrara a un convento en contra de su voluntad.50 Sin duda que
muchas lo hicieron con una fuerte vocación religiosa, que coincidía con el deseo que sus
padres tenían de que profesaran. Pero otras fueron evidentemente presionadas por su
131

familia para que fueran en contra de sus deseos. La monja doña María Juana de Guemes,
hija de don Pedro de Guemes, protestó en 1677 que su padre, un acaudalado regidor, la
había forzado a que renunciara a su propiedad en términos que satisfacían la voluntad de
él y no la suya (AAC, XLIX, 1,16, doc. del 23 de diciembre de 1677, concerniente a la
profesión de doña María Juana de Guemes en Santa Catalina). Y en 1720, Rafaela Centeno
relató que su padre la había obligado a convertirse en monja. Luego de la muerte de su
madre el padre de Centeno la había llevado, a ella y sus tres hermanas, a vivir en el obraje
de Taray. Casó a Luciana, la hermana mayor, con un hombre de la localidad. Entonces,
recordaba, ”empesó a rogarle a la otorgante ... con sus lagrimas y cariños a que fuese
religiosa... prometiendole mucha renta, y reparticion de sus bienes y de los que dejó la
dicha Da. Thomasa Martines de la Paz su Madre y le obedesió con todo rendimiento al
dicho su Padre por el respeto y amor que le tenia, y entro a este dicho Monasterio donde
profeso y que nunca llego el caso de que se hiziese dicha reparticion y todos los dichos
bienes quedaron siempre en poder de dicha Da. Luziana Zenteno su hermana” (ADC,
Pedro José Gamarra, 1753-54: fols. 425-27v, 3 de octubre de 1754).51 Si bien el caso de
Centeno ciertamente no puede tomarse como representativo, sí muestra el papel enérgico
que los padres podían tener en la decisión de sus hijas de profesar. No era distinto en el
caso de los matrimonios temporales: el objetivo supremo era salvaguardar los mejores
intereses de la familia.
33 Los patriarcas europeos, claro está, hacía tiempo actuaban en forma similar. Las cabezas
patriarcales de las unidades domésticas de la elite anteponían los intereses familiares y
casaban a sus hijos en conformidad con ello, ya fuera un matrimonio temporal o uno
espiritual. Al tomar medidas para reforzar el derecho de las mujeres a decidir si profesar
o no, el Concilio de Trento respondía a unas prácticas europeas profundamente
arraigadas de reproducción social (incluyendo la de consagrar niños al culto y la de casar
niñas que aún no alcanzaban la adolescencia). Las estrategias familiares que los
cuzqueños implemen-taron a través de sus hijos y de los conventos de su ciudad,
inscribieron estas viejas prácticas europeas en un nuevo terreno andino.
34 Sin embargo, en el Cuzco, estas estrategias reprodujeron una elite dividida y dieron lugar
a resultados contradictorios e intensamente coloniales. Podremos apreciar esto mejor si
volvemos a los locutorios. Entrando o saliendo de ellos, un Esquivel o un Costilla podría
haberse topado con don Andrés Tecse Amau Inca, maestro platero y principal de San
Sebastián. A comienzos de 1697, don Andrés y su esposa, doña María Suta Asa, se
enteraron de que alguien acababa de cancelar un censo pagando a las monjas de Santa
Clara el principal de 1,656 pesos, 2 reales, y se apresuraron a retirar estos fondos.
Ofrecieron como garantía la casa que poseían en el centro de la ciudad, así como la casa,
maizales y huertas que tenían en San Sebastián, una de las ocho parroquias “indias”. El
contrato (uno de los que fuera legalizado años más tarde, gracias a la negligencia del
notario Pedro de Cáceres) muestra que esta no era la primera visita que la pareja hacía a
un locutorio. Sus propiedades ya llevaban un censo anterior por 2 mil pesos, a favor de las
monjas de Santa Catalina (ADC, Pedro de Cáceres, 1697: fol. 105, 5 de marzo de 1697).
35 ¿Qué tipo de relaciones cultivaban con las monjas los miembros de la nobleza andina
como don Andrés Tecse Amau Inca y doña María Suta Asa? ¿Acaso estas relaciones
diferían de las que eran creadas por criollos como don Pablo Costilla? Las fuentes indican
que los curacas, principales y sus esposas a menudo iban a ver a las monjas por varias de
las mismas razones que los criollos del Cuzco. Doña Antonia Siclla necesitaba un censo
con el cual pagar el funeral de su marido y cancelar sus deudas. Doña Petrona Cusi, esposa
132

de don Francisco Atau Yupanqui, principal de San Sebastián, compró “una celda y su
solarcito” dentro de Santa Catalina para que allí viviera su hija doña Úrsula Atau
Yupanqui, monja de velo blanco (ADC, Matías Ximénez Ortega, 1711-14: fols. 106v-8v, 6 de
octubre de 1713; el precio fue de 580 pesos). Don Cristóbal Mancoturpo, curaca de
Azángaro, arregló con dos monjas dominicas la compra de las haciendas Llaullicancha y
Llaullipata, en la parroquia de San Cristóbal. Al fallecer don Cristóbal sin cancelar el
precio de 6 mil pesos, las monjas iniciaron un juicio pero luego llegaron a un arreglo con
su hijo, don Alejandro Mancoturpo (ADC, Pedro José Gamarra, 1741: fols. 369-70v, 19 de
septiembre de 1741). Estos casos y otros más muestran que los indios nobles que estaban
dispuestos a ofrecer bienes raíces aceptables como garantía podían recibir crédito de las
monjas, y así lo hacían. También podían recibir en arrendamiento una propiedad de ellas.
Por ejemplo, en 1741 el cacique principal de la parroquia de Belén, don Antonio Díaz
Uscamaita, actuó a través de un intérprete para alquilarle una casa en el Cuzco a Nicolasa
de los Remedios, monja de Santa Catalina que servía como mayordomo de la cofradía de
Nuestra Señora de la Encarnación (ADC, Alejo González Peñalosa, 1744-50, 1 de julio de
1745).
36 Además, en la reja, muchos curacas y principales acordaban imponer censos a sus
propiedades para permitir que sus hijas ingresaran a la vida religiosa: mujeres de
apellidos tales como Atau Yupanqui, Guamán Cusitopa, Quispe Guamán, Sinchi Roca,
Guampu Tupa, Tecse, Tam-boguaso. Sus hijas también celebraban tratos en el locutorio,
muchas veces en quechua e inmediatamente registrados en español a través de un
intérprete. Vendían tierras y casas y prestaban dinero, con frecuencia a personas que
parecen haber sido criollos.52 Y al igual que muchas de las criollas de elite dentro del
convento, las monjas andinas vivían en sus propias celdas y formaban sus propias
unidades domésticas. Podían incluso ser mantenidas y atendidas por esclavos. Esto por lo
menos fue indicado por la donación que la viuda María Panti hiciera en 1642 a su nieta,
enclaustrada en Santa Clara: a saber, los servicios de dos esclavos afro-peruanos, el sastre
adolescente Gaspar y su hermana Isabel, de dos años y medio de edad (ADC, Alonso
Beltrán Luzero, 1642-43: fols. 105-7v, 13 de enero de 1642).53
37 Pero las relaciones establecidas con las monjas por las familias de la elite andina fueron
asimismo distintas, en formas cruciales, de las que establecieron los criollos de la región.
Las hijas de curacas y principales no estaban a cargo de los negocios del convento. Sólo
rara vez llegaban a ser monjas de velo negro y ninguna fue abadesa o priora. Como ya
vimos, para comienzos del siglo XVIII las monjas criollas excluían cada vez más a estas
mujeres del nivel más alto de los asuntos conventuales. A las mujeres de la elite andina se
les permitía profesar principalmente como monjas de velo blanco, incluso cuando sus
familias eran relativamente prósperas y podían costear la dote completa del velo negro.
Entonces, aunque la aristocracia andina contribuía recursos sustanciales a los conventos
cuzqueños, sus hijas no podían influir en la distribución del crédito y otros recursos
conventuales entre los pobladores locales. Únicamente podían administrar sus fondos
personales, siempre y cuando contaran con el permiso de su superiora.
38 Es muy posible que para el temprano siglo XVIII, los integrantes de la elite andina hayan
estado colocando más recursos en los conventos de lo que obtenían. Es más, las monjas
parecen haber sido menos flexibles y clementes con ellos que con otros prestatarios. Hay
un indicio de esto en el juicio que Santa Teresa abriera en 1764 contra don Melchor Queso
Yupanqui, principal de Belén, y su esposa, doña Josefa Pilco Sisa. La pareja había recibido
crédito de las monjas en dos censos distintos de 200 pesos cada uno, el primero de ellos
133

hacía más de veinte años. Las monjas carmelitas buscaron embargar la casa de la pareja
después de tres años sin pagos, aduciendo su incumplimiento en el pago de apenas 60
pesos (20 pesos anuales, sobre un principal de 400 pesos). Para los conventos cuzqueños
esto realmente era poca cosa.54
39 ¿Por qué razón los curacas aceptaron lo que parecen haber sido términos cada vez más
desfavorables en su relación con las monjas del Cuzco? Podría ser que algo más que una
reputación honrosa haya estado en juego, como lo muestra un fascinante contrato de
1746. En este año, don Tomás Thopa Orcoguaranca, curaca de Guayllabamba cerca de
Yucay, buscó y obtuvo 500 pesos con un censo de las monjas de Santa Teresa para pagar el
tributo debido a su corregidor, quien había amenazado con embargar sus bienes y los de
su mujer, y con enviarle a prisión si no pagaba (ADC, Alejo González Peñalosa, 1744-50, 15
de septiembre de 1746). No contamos con más detalles, pero podemos imaginar el dilema
de don Tomás: podía desafiar al corregidor (y terminar en la cárcel), obligar a su
comunidad a entregar la suma impaga (y arriesgarse a resentir sus vínculos con sus
parientes), o endeudarse él mismo. Cuando se le exigía demasiado, una comunidad podía
presentar resistencia a su curaca. Presionado por las autoridades coloniales y tal vez
temiendo este tipo de resultado, don Tomás prefirió más bien acercarse al locutorio, y un
censo de las monjas le permitió salir de este apuro.
40 En cierto sentido, este acuerdo de 1746 era algo usual. La simbiosis flexible de conventos y
elites locales fue probada y reforzada una vez más, manteniendo a flote a una familia de la
elite y en funcionamiento a las relaciones coloniales. Así como un Costilla podía evitarse
problemas mediante un ruego especial en los locutorios del Cuzco, un Thopa
Orcoguaranca también podía hacer lo mismo. Ambas familias habían cultivado buenas
relaciones con las monjas del Cuzco, selladas por las profesiones de sus hijas. En 1743, tres
años antes del choque entre don Tomás Thopa Orcoguaranca y su corregidor, una hija de
don Alejo Thopa Orcoguaranca Lan de Bisnay (principal de Guayllabamba, e
indudablemente emparentado con don Tomás) había sido recibida como monja en Santa
Clara (ADC, Pedro José Gamarra, 1743: fols. 486-87v, 1 de julio de 1743). Con toda certeza,
las monjas de los conventos cuzqueños ya habían visto Thopa Orcoguarancas en sus
locutorios y se sentían cómodas ayudándoles a salir de una situación difícil.
41 Pero ningún criollo noble estuvo jamás en la posición de don Tomás (aunque los criollos sí
podían tener sus propias crisis de deudas). El incidente de 1746 solamente podría haberle
acaecido a un curaca, es-rructuralmente vulnerable a la demanda de tributo por parte del
corregidor. Visto en esta forma, en términos de las diferencias estructurales y coloniales
entre las elites cuzqueñas, el caso señala la situación contradictoria y asediada en la cual
muchos curacas se encontraban para la década de 1740. Las tensiones, en el Cuzco y por
todos los Andes, se incrementaban marcadamente en este periodo y las rebeliones
estallaban constantemente, como lo mostrase Scarlett O’Phelan (1985); Steve Stern (1987)
ha propuesto por ello denominar las décadas de mediados del siglo XVIII como la “era de
las insurrecciones andinas”.55 Para don Tomás Thopa Orcoguaranca, obtener crédito de
las monjas del Cuzco puede haber apaciguado las profundas contradicciones coloniales,
pero para muchos curacas la situación se había vuelto insostenible. El precio por
consentir el dominio indirecto de España en los Andes era algo que muchos miembros de
la elite andina ya no estaban dispuestos a pagar.
134

CONCLUSIÓN: LAS CONSECUENCIAS ECONÓMICAS


EN EL LARGO PLAZO
42 En este capítulo hemos visto que los conventos y monjas del Cuzco perpetuaron
flexiblemente el orden colonial, con curacas tomando principales a censo de las monjas
para pagar el tributo, los criollos haciendo lo mismo para expandir algunas de las
propiedades más grandes y valiosas de la región, y ambos grupos de la elite colocando a
sus hijas en los conventos de la ciudad, aunque en términos desiguales. Para finales del
siglo XVII, esta simbiosis flexible había sido nutrida por centenales de acuerdos alcanzados
en los locutorios del Cuzco. Varias generaciones de mujeres habían tomado los votos,
incrementando los fondos conventuales con sus dotes. Ni bien una monja profesaba y
llevaba su dote a las arcas del monasterio, un censatario local se presentaba para sacar el
dinero nuevamente. La “edad de oro” del Cuzco fue laboriosamente construida a este
nivel microeconómico y microdevocional, mediante incontables acuerdos de este tipo.
43 Es más, desde este punto de vista podemos comprender una paradoja pocas veces
señalada: cómo, en apenas unos cuantos años, el Cuzco cayó del cenit de su supuesta
“edad de oro” a las turbulencias de la “era de las insurrecciones andinas”. El límite de un
periodo casi toca al del otro, e incluso se traslapa.56 ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo fue que
un próspero periodo del pasado cuzqueño repentinamente dio lugar a unos
sorprendentes tumultos y una marcada decadencia? Esta caída, al parecer precipitada, se
comprende mejor si nos cuidamos de especificar en realidad al ascenso y caída de quién
nos venimos refiriendo —el de la elite propietaria de la región—, y si reflexionamos
detenidamente sobre las consecuencias a largo plazo de los vínculos que crearon a través
de una constante acumulación de obligaciones, cuidadas durante generaciones en los
locutorios del Cuzco, en lo que Michel Foucault habría llamado el nivel capilar de los
flujos de poder. Debajo de la prosperidad de muchas familias yacían unas bases inestables,
cargadas cada vez más de deudas. Habían llegado a depender del tipo de obligaciones aquí
descrito, hasta un nivel peligroso.
44 Hemos visto que entre la elite cuzqueña, las deudas creaban rela-ciones, importantes y
productivas. Los censos constituían un lazo que permitía muchas cosas y no eran
únicamente una carga. La cercanía entre los cuzqueños de la elite y los conventos se
expresaba en gestos realizados una y otra vez en los locutorios mediante la entrega y
recepción de diversos tipos de recursos. Si cada generación deseaba reafirmar las
conexiones, así como mantener e incluso expandir el patrimonio familiar, una estrategia
lógica era imponer un censo tras otro sobre las casas, chacras y estancias de la familia
(una estrategia practicada en forma extrema por los hermanos Dueñas Castillejo).
45 Sin embargo, el resultado cumulativo podía eventualmente resultar devastador para las
finanzas familiares. Cuantas más obligaciones colocaba la familia sobre sus principales
propiedades productivas, tanto más altos eran los réditos anuales que debía pagar, ya
fuera a monjas, frailes, clérigos u otros, y tanto mayor era el riesgo de atrasarse
dramáticamente al golpear una serie de años malos: por ejemplo, cuando las sequías
secaban la tierra y mataban los cultivos, o cuando granizaba, o cuando los terremotos
destrozaban las acequias. Un deudor podía aliviar su situación cancelando
ocasionalmente un censo, pero no era fácil conseguir las grandes sumas necesarias para
ello. Ni siquiera el parentesco con los acreedores podía garantizar una gracia infinita
135

sobre los pagos atrasados. Bajo presión, los cuzqueños podían mover sus censos: mediante
un “traspaso”, se les podía levantar de una propiedad particularmente gravada y
colocarlos más bien en otra. Algunas personas consolidaban sus deudas mediante la
estrategia de formar una gran obligación que cubrir y cancelar las otras, más pequeñas;
cultivar un solo acreedor tenía sentido en tanto que ahorraba energías. Pero estas eran
tácticas oportunistas, no una estrategia viable a largo plazo.
46 Una fuerte dependencia de los censos podía ser ruinosa y esto planteaba una amenaza
aún más grande en la medida que llegó a abarcar no sólo a las familias sino a toda la
región. Para comienzos del siglo XVIII, las abadesas y prioras del Cuzco vislumbraban este
peligro y expresaron su profunda preocupación por la saturación cada vez más grande de
las propiedades de la región con una densa capa de deudas. Se quejaban de que las
donaciones caritativas y dotes se quedaban en las arcas conventuales durante meses, pues
no había ningún lugar seguro en donde invertirlas: las haciendas y casas de la región ya
estaban “acensuadas”, esto es cubiertas con censos. Sus quejas pronto crecerían hasta
formar un coro.

NOTAS
1. Covarrubias (1987: 653) desarrolla los posibles embrollos bajo “grada”, narrando el frustrado
deseo masculino: “El italiano la llama grata, y cuentan de un galán que, viendo a su dama en una
reja, y estando desfavorecido della, le dixo: ‘¡o ingrata ingrata!’; la primera voz sinifica ser
ingrata, y la segunda estar en la reja, o detrás de la red, como loca”.
2. Tales préstamos y empeños de joyas evidentemente formaban parte del circuito colonial de
créditos y alianzas.
3. En su testamento (ADC, Antonio Pérez de Vargas, 1689-92: fols. 172-80), don Gerónimo Costilla
Gallinato, hijo de Costilla, indicó que Suriguaylla le pertenecía y era objeto de una disputa con
Santa Clara por el pago de censos. Al parecer se llegó a un arreglo, pues la hacienda permaneció
en la familia y siguió siendo usada para conseguir crédito de las clarisas (véase ADC,
Corregimiento, Causas Ordinarias, leg. 49 [1768], exp. 1096, “Autos que sigue el monasterio de
Santa Clara contra las haciendas nombradas Suriguailla”).
4. Los Costilla se diversificaron cultivando también a otros posibles prestatarios como los
agustinos, por ejemplo.
5. Para recientes contribuciones y una visión global de la dinámica de las economías andinas,
véase Larson y Harris, eds. (1995), Clave (1989).
6. Martínez López-Cano (1993: 38) señala la relativa invisibilidad documental del crédito
“privado”. Un caso de un contrato verbal de 1696 se menciona en ADC, Pedro de Cáceres, 1696:
fols. 285-88, 7 de septiembre de 1696.
7. Hasta hace poco, el crédito era visible sobre todo desde el punto de vista de la hacienda: véase
Clave y Remy (1983), Guevara Gil (1993).
8. Cummins (1988: 431-40) ilumina sus elaborados subterfugios; véase también Martínez López-
Cano, ed. (1995). Nuevas investigaciones peruanas han perfilado a los comerciantes de Lima
(Suárez 1995).
136

9. Hamnett (1973) llamó la atención sobre esta tendencia. Quiroz (1994: 202-5) señala que la
Inquisición llegó a ser uno de los más grandes acreedores eclesiásticos de Lima.
10. Stern (1982: 81, 97-100) señala el funcionamiento de estas cajas dentro del “gran plan” de
Toledo para el dominio colonial hispano.
11. Para más información sobre la caja de censos de indios de Lima véase Quiroz (1994: 206-9).
12. Las quejas de don Diego figuran en AAC, II, 1, 12 (1657). Véase también Cevallos López (1962);
Martín Rubio (1979).
13. Gibbs (1979) fue el primero en llamar la atención sobre esto.
14. Agustín pasó a ser miembro del clero regular, pero se unió a los franciscanos del Cuzco.
15. Los archivos del Cuzco guardan una extensa documentación sobre las finanzas de estas casas
conventuales, incluyendo muchos censos de diversos tipos. Las órdenes masculinas extendían y
recibían crédito localmente. Los franciscanos, en cambio, parecieran haber estado relativamente
libres de estos tratos.
16. Por ejemplo, en 1715 las monjas dominicas prestaron 1,000 pesos, la mitad de los cuales
pertenecía a la cofradía de las Animas “fundada en este Monasterio” (ASCS, “Inventario de
agosto”, doc. 49, 9 de agosto de 1715).
17. Por ejemplo, la hacienda Santotis (Guevara Gil 1993). Los agusrinos y betlemitas tuvieron
varias haciendas en la región de Ollantaytambo, al igual que los miembros de la Iglesia secular
(Glave y Remy 1983).
18. Se requieren más investigaciones para que el panorama crediticio del Cuzco se escla-rezca.
Los jesuitas de esta ciudad probablemente fueron prestatarios sedientos de crédito con mayor
frecuencia de lo que prestaban, pues tenían grandes empresas y colegios que mantener. Para el
papel de los comerciantes en el crédito véase Escandell-Tur (1993: 51-128).
19. ASCS, “Inventario de marzo”, doc. 31, lista titulada “Memoria de las escrituras cobrables, que
entregó la señora María de los Remedios, priora que fue, a la señora Catalina de San Ambrosio y
Mendoza, priora actual”, 2 de marzo de 1684. En 23 de las 166 entradas no se puede establecer el
monto del principal. Dado que la transacción promedio era de más de 2,000 pesos, el principal
faltante podría haber llegado a 46,000 pesos, incrementando el total a 343,433 pesos y el ingreso
anual del convento hasta 17,172 pesos.
20. ADC, lista manuscrita de 78 puntos titulada “Memoria de los censos que al presente pagan los
censuatarios del Cuzco, que se hizo en 29 de febrero de 1676”, insertada en la parte posterior de
un volumen copiado a mano de la biblioteca del convento de San Agustín (se trata de Lorenzo de
Niebla 1565).
21. Son numerosos los ejemplos de este tipo de “seguimiento” de las dotes de mujeres específicas;
véase, por ejemplo, ADC, Pedro de Cáceres, 1697: fols. 450-57v.
22. Hoffman (1996) muestra que los notarios parisinos a menudo actuaban para sus clientes como
corredores. Los notarios del Cuzco, poseedores de una valiosa información de negocios,
probablemente hicieron lo mismo. Esto explicaría la rapidez con la cual las personas pasaban al
locutorio una vez que un censo había sido vuelto a pagar a las monjas.
23. Martín López de Paredes, un notario que manejó buena parte de los negocios de Santa
Catalina en el tardío siglo XVII, hizo un contrato para recibir 1,000 pesos de las monjas en un
censo del 23 de junio de 1663 (ASCS, “Inventario de las escrituras del mes de junio”, doc. 30).
24. Esta pareciera ser la primera fase de consolidación del muy conocido complejo del obraje-
hacienda de Lucre (Escandell-Tur 1993: 86-119).
25. Participaron en una transacción usual en la época: la composición de tierras (véase ADC,
Lorenzo de Messa Andueza, 1645-47: fols. 2137-46v; Clave y Remy 1983: 87-92; Guevara Gil 1993:
174-86).
26. Doña Antonia Siclla garantizó su préstamo con sus casas en la ciudad del Cuzco (“barrio de la
Calle Nueva”), y con su casa y huerta en el valle de Guancaro (véase ASCS, “Inventario de marzo”,
doc. 29, 14 de marzo de 1673).
137

27. Su abuela les dejó la hacienda Ancaypava, a condición de que se prestaran mil pesos para
mejorarla.
28. La documentación de Santa Catalina y Santa Teresa asimismo refleja las activas inversiones
hechas por las monjas en muchos ingenios azucareros de la región del Cuzco.
29. En el siglo XVI, estas transacciones habían dado al convento un retorno del 7.14 por ciento
anual, al igual que los censos al quitar. Después de que la tasa fuera bajada por la corona a
comienzos del siglo XVII, los contratos especificaban un pago anual del 5 por ciento del valor de
cada propiedad.
30. Véase en AAC, XIX, 3, 47, petición del 3 de octubre de 1778, una declaración explícita de las
desventajas que tenía el arriendo de propiedades del convento.
31. El mayordomo y los testigos adicionales también dijeron que la venta a censo era preferible a
contratar costosos mayordomos, pues “muchas veces no se hallan mayordomos de fidelidad”
(ASCS, “Inventario de julio”, doc. 19: fols. 134-36, 30 de julio de 1648).
32. Caco aparece en una lista de los activos de Santa Clara en 1872 (véase AAC, C-LVIII, 4, 47,
Abadesa Luisa La Torre al obispo del Cuzco, 27 de septiembre de 1872).
33. Para contratos del XVIII referentes a Caco véase ADC, Matías Ximénez Ortega, 1717-18: fols.
149-54; Alejo Fernández Escudero, 1724: fols. 464-72; Pedro José Ga-marra, 1729-31: fols. 268-70;
1743: fols. 101-4, 148-50; 1755: fols. 106-10; 1762-63: fols. 248-50; 1766: fols. 420-22; 1767: fol. 48;
Juan Bautista Gamarra, 1774-76: fols. 174-75; Anselmo Vargas, 1797-98: fol. 615.
34. Para administrar Yllanya, las monjas usaron los contratos de arrendamiento, así como ventas
a censo (el alquiler era pagadero en azúcar y “melados”). En 1710, ellas dieron el ingenio a don
Miguel de Mendoza y Valdés en 5,000 pesos anuales, en una “venta de por vida” (ASCS,
“inventario de junio”, doc. 48, 14 de junio de 1710). Santa Catalina conservó Guambutio e Yllanya
hasta bien entrado el siglo XX.
35. Los campos en cuestión, situados junto al río Urubamba, fueron vendidos a Hernando Mejía
Duran, quien pagó 7,200 pesos en dos barras de plata y cuatro bolsas de dinero. Las monjas
pensaban usar el dinero para ampliar Pachar.
36. Para el temprano siglo XVIII, Pachar había sido ampliado aún más y las monjas pudieron
vender la hacienda a censo al 5 por ciento de su valor, o 2,000 pesos anuales (ADC, Gregorio
Básquez Serrano, 1711: fols. 20-25, 15 de enero de 1711; Matías Xi-ménez Ortega, 1715, 14 de
agosto de 1715). La importancia de Pachar se refleja en su contrato desusadamente detallado, el
cual especificaba que si el contratante no lograba llevar a tiempo los cereales especificados al
convento, las monjas le podrían cobrar el costo de una cantidad equivalente del mismo al precio
de mercado.
37. Por ejemplo, en 1658 el comerciante Diego de Molina compró una pequeña cantidad de maíz
(ADC, Lorenzo de Messa Andueza, 1658: fols. 1056-56v, 3 de septiembre de 1658). Las
constituciones de las clarisas explícitamente preveían una venta tal (Constituciones generales 1689:
fol. 68).
38. Según este documento no fechado, este obraje produjo 30,000 varas de tela en un año,
vendidas a 4 reales cada una. Del ingreso resultante de 15,000 pesos, 4,727 fueron pagados a los
trabajadores indígenas y 3,100 pesos fueron distribuidos entre las monjas, donadas y criadas.
39. Mörner (1978: 82) menciona al paso que los dueños de los obrajes del Cuzco incluían a “uno
que otro convento”.
40. Véase, por ejemplo, la detallada relación hecha por Llopis Agelán (1980: 809-40) de las ventas
de cereales, aceite de oliva y otros productos agrícolas excedentes para las monjas dominicas de
Regina Coeli en Zafra, entre la década de 1770 y la de 1830.
41. Tapia Franco (1991: cap. 2) cita un caso presentado ante las autoridades limeñas a comienzos
de la década de 1640. Una mujer arregló con un hombre el préstamo de 4,400 pesos pero no le dio
más que 4,000, por lo cual él la denunció por cobrar interés (10%).
138

42. Algunos casos extremos podrían no ser sino descuidos o problemas para mostrar la
documentación legal relevante, y no generosidad o clemencia de parte de las monjas. Por
ejemplo, un censo por 3,000 pesos que estuvo impago durante 38 años y 8 meses. Para cuando las
monjas de Santa Clara abrieron juicio para recuperar el censo, las deudas sumaban 5,800 pesos
(ADC, Pedro José Gamarra, 1769: fols. 269-75v, 1 de agosto de 1769). Unos cuantos años después,
las clarisas se sumaron a un juicio abierto por otro acreedor contra la hacienda de Aguacata, en
Abancay. Las monjas sostenían que la propiedad llevaba dos censos pagaderos a ellas y se
sumaron al juicio para recuperar 3,400 pesos de principal y 13, 428 pesos, 1 real en pagos
adeudados: casi setenta y nueve años de réditos impagos.
43. El marqués ofreció como garantía su hacienda de Chinicara, que ya tenía un principal de 6,000
pesos en censos pagaderos a las monjas de Santa Catalina.
44. Martín (1983: 178), por ejemplo, sostiene que “mediante dotes y donaciones, algunos de los
conventos [de Lima] habían acumulado una gran cantidad de capital y bastantes bienes raíces
urbanos de primer orden. Todos estos activos estaban congelados en manos de una comunidad
religiosa, [y] no contribuyeron al flujo normal de riqueza dentro de la sociedad virreinal”.
45. Para tomar un ejemplo representativo, en su estudio de las finanzas conventuales mexicanas,
Reyna (1990: 33) dice lo siguiente: “En principio, las familias económicamente poderosas
procuraban que sus hijas contrajeran matrimonio ventajoso; sin embargo, cuando éstos no se
llevaban a cabo, el ingreso al convento era lo mejor para la buena reputación y conservación de la
fortuna de la familia”. Sin embargo, véase Soeiro (1978), quien hace un trabajo convincente
explicando (y no asumiendo) la utilidad del convento como una opción de contingencia para las
elites en tiempos difíciles.
46. Esto se conocía como la “legítima” de un hijo. Una familia también podía establecer un
mayorazgo, una estrategia que parece haber sido usada con más frecuencia en el siglo XVI que
después.
47. Antes de tomar sus votos, las novicias por lo general renunciaban a sus propiedades en el
mundo, designando a aquellos que las heredarían en lugar suyo; de ahí la frecuencia en el
registro documental de la renunciación a su legítima por parte de mujeres. En un interesante
caso de 1677, una monja de Santa Catalina sostuvo que su padre la había presionado para que le
diera el control total de su herencia, y ella recibió permiso para re-escribir los términos de su
renuncia (véase AAC, XLIX, 1,16 [1677], 23 de diciembre de 1677).
48. En adelante, su hermano luchó para conservar el patrimonio de la familia y las cosas parecen
haber empeorado rápidamente. Para cuando falleció en 1727, sin herederos, el segundo conde de
la Laguna estaba abrumado por las deudas.
49. Desde la Edad Media, como lo muestra Johnson (1991: 13-34), la profesión religiosa era
individual, pero estaba fuertemente influida por las consideraciones familiares.
50. Tampoco se podía mantener fuera a una mujer si era de suficiente edad y comprensión
(Schroeder, ed., 1978: 228-29).
51. Francisca, la hermana de Rafaela, también entró a Santa Clara. Según Rafaela, a ella y a
Francisca les habían dejado 10,000 pesos cada una en el testamento de su padre, pero Luciana y
un cómplice habían escondido el testamento y robado la herencia.
52. En 1741, por ejemplo, Juana Francisca de Jesús, viuda de don Alonso Guampu Tupa, y su hija
Pascuala Magdalena Teresa de Jesús, ambas monjas de clausura en Santa Teresa, vendieron una
casa en la ciudad a un comerciante llamado don Eusebio de Be-tancur en 400 pesos (ADC, Pedro
José Gamarra, 1741: fols. 357-59v, 28 de febrero de 1741).
53. Esta donación hecha por María Panti, identificada por el notario como “yndia”, habría de
durar por toda la vida de su nieta.
54. ADC, Alejo González Peñaloza, 22 de marzo de 1741, para el primer censo (200 pesos); para el
embargo véase ADC, Corregimiento, Causas Ordinarias, leg. 46 (1763-65), exp. 1002, Santa Teresa
v. don Melchor Queso Yupanqui y doña Josefa Pillco Sisa, 1764.
139

55. Véase O’Phelan Godoy (1985) y Stern (1987). Stern subraya la importancia de la rebelión de
Juan Santos Atahualpa, desatada en los Andes centrales en 1742.
56. Esta caracterización depende de cómo se periodice la historia de la ciudad entre mediados y
finales del periodo colonial, un punto sobre el cual los historiadores aún están lejos del consenso.
Para Cahill, la “edad de oro” de las familias de la elite criolla cuzqueña perduró durante todo el
siglo XVIII, hasta 1780; en “Repartos ilícitos” (1988: 473), Cahill concentra su análisis en los
repartos. Los estudios de Luis Miguel Clave y Neus Escandell-Tur tienden a confirmar esta
impresión, por lo menos en lo que respecta a los clanes más grandes y poderosos de la elite. Por
cierro que hasta ahora ningún historiador ha sostenido la existencia de una edad de oro para la
mayoría nativa de la región; si, como lo sugiere Ann Wightman, la población tributaria andina se
estaba recuperando demográficamente para el siglo XVIII, ella todavía estaba lejos de vivir algo
“dorado”. Los curacas y principales son otra cosa; los estudios actualmente en curso debieran
decirnos más sobre sus experiencias y lealtades.

También podría gustarte