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Million dolar baby

Clint Eastwood

Hay ocasiones en que el espectador se queda sin respuesta al concluir


la proyección, incapaz de dar crédito a lo que acaba de ver, literalmente
noqueado por la fuerza del relato que le acaban de contar, conmovido por la
profundidad de sus personajes, sobrecogido por la intensidad de drama que
se ha desarrollado ante sus ojos. Ésta es una de esas ocasiones. Frankie
Dunn es entrenador de boxeo; dueño de un gimnasio, es un tipo poco
comunicativo, arisco en el trato y cruel en ocasiones. Vive solo y soporta el
rechazo de su hija, que lo ha alejado definitivamente de su vida por algo que
desconocemos; él le sigue enviando cartas pero todas son puntualmente
devueltas intactas. Frankie es un hombre atormentado, amargado, que alivia
su dolor con la lectura de Yeats, el aprendizaje del gaélico (se agarra como
a un clavo ardiendo a sus raíces irlandesas), la asistencia diaria a misa (que
ha mantenido durante veintitrés años), y las conversaciones teológicas con
un paciente sacerdote. Todo ello conforma un personaje duro (cuya
evolución se puede seguir en el rostro de Clint Eastwood y su magistral
interpretación), seco, sobrio, de expresión lapidaria y cortante, justo lo que
necesita para sobrevivir, para sobrellevar su sufrimiento. Un personaje
necesitado de redención que ha levantado una verdadera muralla que cierra
todo acceso a su mundo interior; sin embargo, esa barrera empezará a
tambalearse con la llegada de Maggie Fitzgerald.
Eddie Scrap es un antiguo boxeador que tuvo que retirarse tras
perder un ojo en un combate (Frankie no intervino). Ahora se ocupa del
gimnasio de su amigo, que también se ha convertido en su casa. Eddie es la
voz en off que cuenta la historia. Solo al final sabremos a quién se la cuenta
y por qué.
En ese ambiente opresivo y asfixiante irrumpe un día Maggie
Fitzgerald, una joven que trabaja como camarera desde los trece años y que
no duda en recoger las sobras de los clientes para
mantenerse. Humilde, pero luchadora y obstinada,
sonríe en lugar de llorar y soporta las reiteradas
negativas de Frankie a entrenarla. Siendo niña, Maggie
perdió a la única persona que la trataba con afecto, su
padre; después se convirtió en una joven desarraigada
cuya familia recurre a la mentira y al delito (su
hermano está preso y su hermana engaña a la
seguridad social). A pesar de considerarse “basura” y
de saber que es algo mayor para iniciarse en el boxeo,
vuelca en él sus ahorros y sus esperanzas de salir de la miseria. Maggie,
mujer de pocas ideas aunque claras y firmes, confía en que el boxeo la
sacará del oscuro presente y del negro futuro que la aguarda. Solo le falta
encontrar a alguien que crea en ella.
El boxeo, el gimnasio, es el marco donde tiene lugar el encuentro
entre estos tres seres heridos, desgarrados emocionalmente, que han
soportado golpes más duros y dolorosos que los que se reciben en el
cuadrilátero. El boxeo es el contexto, es la excusa, un subgénero
cinematográfico que hace posible el encuentro y el comienzo de unas
relaciones humanas que llevarán al espectador a unos territorios que no
imagina. Más allá de la relación entre maestro y pupilo, entre entrenador y
boxeadora; al margen de la mirada omnipresente del antiguo boxeador que
ha visto posibilidades en Maggie, la película plantea cuestiones mucho más
profundas, aunque presentes en otras obras de Eastwood, como el
sentimiento de culpa por los pecados o los errores del pasado (una
hemorragia imposible de contener, que condiciona y oscurece el presente),
el valor de la amistad forjada a lo largo de años de fracasos y sinsabores, el
mismo fracaso que conduce al reconocimiento de la propia madurez, y la
conciencia de la orfandad, de la pérdida del padre, que lleva a la angustia.
La primera parte de la película presenta a los personajes, el ambiente
del gimnasio de Frankie y el rechazo de éste a las peticiones de Maggie.
Conocemos entonces su tenacidad (ella es la única chica en el gimnasio y
tendrá que soportar algunas provocaciones). “La magia del boxeo –dice la voz
en off- es presentar batalla más allá de la resistencia, arriesgarlo todo por
un sueño que no ve nadie excepto tú”). La escena central de esta parte tiene
lugar la noche en que Maggie cumple treinta y dos años. Se encuentra
entrenando sola, y hasta ella se acerca un sorprendido Fankie (que ha sido
abandonado por el único púgil prometedor que tenía con el argumento de que
no podía aprender nada más de él). Maggie se desahoga: celebra que se ha
pasado otro año trabajando de camarera, recuerda el penoso estado de su
familia, asegura que solo se siente bien allí, entrenando, y reitera que no
pide caridad ni favores, sino un entrenador. Eastwood cuenta todo esto en
planos progresivamente más cortos, que muestran la crudeza de la situación
pero con contención y sobriedad, sin cargar las tintas. La escena concluye
con un primer acuerdo y un apretón de manos. Siguen las enseñanzas del
entrenador (“Protégete en todo momento”, le dirá una y otra vez) y el
proceso de aprendizaje de Maggie, contado magistralmente a través de una
prolongada elipsis a partir del movimiento de sus pies: entrenando, en su
casa, practicando en el trabajo; y concluye con el propio Frankie, agachado,
colocándoselos correctamente mientras escuchamos a Eddie, la voz en off:
“Para formar boxeadores tienes que decaparles hasta llegar a la madera”.
Concluido el aprendizaje, ella, impaciente, pregunta: “¿Puedo pelear?”,
aunque también se ha atrevido a preguntar a su entrenador si tiene familia.
Por toda respuesta, y ante la desolación de la chica, Frankie la deja en
manos de otro preparador. Sin embargo, en el primer combate, se da cuenta
de su error, vuelve a hacerse cargo de Maggie, y le promete no abandonarla.
Tras el aprendizaje comienza la carrera boxística de
Maggie, plagada de triunfos por KO. Sin rival, Frankie
la sube de categoría y en el primer combate se rompe
la nariz, pero ella insiste a su entrenador para que
detenga la hemorragia y le coloque el tabique nasal.
Después, en el hospital, tras dejar KO a su
contrincante y mientras los médicos la atienden,
Eddie comenta: “Hay heridas demasiado profundas o
cercanas al hueso, y por mucho que lo intentes no
eres capaz de parar la hemorragia”. Y el sacerdote,
tras la misa diaria de Frankie, reflexiona en voz alta:
“No tengo ni idea de por qué vienes a misa”. Poco
después, ante la sugerencia de Eddie de que cambie de entrenador, Maggie,
que a pesar de sus triunfos sigue trabajando como camarera, reacciona
afirmando que jamás abandonará a Frankie. La voz en off añade: “A Maggie
siempre le gustaba noquearlos en el primer asalto”. La carrera de Maggie
seguirá imparable: triunfa en Europa, donde es conocida como Mo cuishle,
expresión procedente del gaélico (lengua originaria de Irlanda), acuñada por
Frankie, que el público corea en los combates.
Esta segunda parte de la película no solo muestra el ascenso de
Maggie en su carrera como boxeadora, también, y sobre todo, presenta el
crecimiento de la relación de carácter paterno-filial que se establece entre
Frankie y ella. El entrenador empieza a convertirse en el amado padre que
Maggie perdió siendo niña y ella, a su vez, en la hija que viene a llenar el
vacío y la soledad de aquél. Las viejas heridas de ambos parecen empezar a
restañarse. Vemos las cartas devueltas sin abrir por Katie, la hija de
Frankie, entramos en la humilde vivienda de Maggie (no tiene vídeo ni
televisión); lo vemos regalarle un batín antes de pelear en Londres y
escuchamos sus consejos (“cómprate una casa sin hipoteca”), recomendación
que ella seguirá al pie de la letra: comprará una casa para su madre e
invitará a Frankie a que la acompañe a conocerla y entregarle las llaves. El
resultado no puede ser más desalentador: su familia rechaza ásperamente el
regalo con el argumento de que al ser propietarios de una vivienda pueden
perder las ayudas del gobierno. En lugar de la casa, “¿Por qué no me diste el
dinero?”, le espeta su madre. Y Maggie acusa este inesperado golpe. En el
camino de vuelta confiesa a Frankie: “Solo te tengo a ti”. “Sí, pero me
tienes”, responde él. Después se detienen a tomar tarta de limón en el
mismo bar donde ella la tomaba con su padre. La complicidad es absoluta:
“Ahora ya puedo morirme e ir al cielo”, dice Frankie. Esta escena, filmada
también en planos cortos y en intensos y contenidos primeros planos, se
revelará premonitoria, anticipatorio del drama final en el recuerdo que
Maggie hace de su perro.
El momento cumbre de la carrera de Maggie, la pelea en Las Vegas
por el título mundial, se convierte en el comienzo de la tragedia. Su rival,
apodada “la osa azul”, es conocida por su juego sucio, y una de esas acciones
antirreglamentarias provoca un insospechado y repentino giro de guión:
golpeada por la espalda, Maggie se desploma sin que Frankie pueda retirar a
tiempo la banqueta. El drama se apodera del escenario, de la pantalla, de los
espectadores. Eastwood muestra la tragedia con varios recursos: un primer
plano de Eddie (está viendo el combate por televisión) cuyo rostro indica
que ha comprendido el alcance de lo sucedido, un plano cenital del
cuadrilátero y otros desde el suelo, desde la perspectiva de la propia
Maggie. El siguiente plano nos la presenta ya en el hospital, intubada.
Conocemos el diagnóstico (médula espinal fracturada) y escuchamos el
lamento de la joven: “No debí bajar la guardia”, no debió haberse girado. Por
un momento olvidó la máxima de su entrenador, protegerse en todo
momento.
La enfermedad y la muerte de Maggie ocupan la parte final de la
película. Frankie, al tiempo que se entrega en cuerpo y alma a la enferma (la
cuida, limpia sus úlceras), se resiste a aceptar la realidad y consulta a los
mejores especialistas sin que ninguno le dé esperanzas. También volvemos a
verlo en la iglesia, rezando. Maggie ingresa en un centro de rehabilitación.
Allí, con la ayuda de un poema de Yeats, ambos imaginan un futuro que todos
sabemos que nunca llegará. Éste es el texto:
Me levantaré y partiré ahora, partiré hacia Innisfree,
y construiré allí una pequeña cabaña, hecha de arcilla y zarzas:
nueve surcos de judías tendré allí, y un enjambre de abejas,
y solitario viviré en el claro rumoroso.
Y algo de paz allí encontraré, pues la paz gotea lentamente,
gotea desde los velos de la mañana hacia donde el grillo canta;
allí la medianoche es toda un tenue brillo, y el mediodía un fulgor púrpura,
y lleno está el atardecer de las alas del pardillo.
Me levantaré y partiré ahora; pues siempre, día y noche,
escucho, junto a la orilla, el suave chapotear del agua del lago,
y mientras permanezco sobre la calzada, o sobre la gris acera,
lo escucho en lo más profundo de mi corazón.

(La isla del lago de Innisfree, William Butler Yeats)

A partir de aquí los hechos se precipitan: Maggie rompe con su familia


(ya lo había hecho antes cuando confesó a Frankie que solo lo tenía a él), las
úlceras empeoran y el doctor avisa de que es posible que pierda la pierna
(noticia que hunde a ambos), y ella insiste en saber qué significa Mo cuishle,
la expresión que tantas veces ha escuchado en sus peleas. De paso, dice a
Frankie que le recuerda a su padre (una sincera declaración de cuáles son
las relaciones entre ambos), al tiempo que le pide que no la obligue a leer
más a Yeats. Frankie le hace una nueva propuesta: ir a la universidad, en silla
de ruedas, pero Maggie recuerda a su perro y le anuncia, en un largo y
conmovedor monólogo acompañado por el sonido inquietante del respirador,
del tubo de oxígeno, que ya no desea seguir viviendo. Ahora el que queda
noqueado es Frankie.
No hay palabras para ponderar la interpretación de Eastwood en el
conjunto de la obra y singularmente en esta parte final en que se
desencadena el drama: sereno y sobrio pero sin sentimentalismos, elegante
y contenido para mostrar el dolor, moderado incluso cuando llora. Narrado
en claroscuros (una penumbra que sugiere las sombras interiores de los
personajes), con interminables silencios, con un ritmo pausado (con el ritmo
pausado con que crecen las relaciones humanas), todo en el relato parece
verdad y desprende sinceridad, no hay artificiosidad en el tratamiento de
las emociones, en el manejo de los sentimientos. Eastwood narra una
terrible tragedia con una admirable contención, y hace que el espectador
haga suyo el drama de los personajes obligándolo a sufrir con ellos su
intensa y dolorosa experiencia.
El tiempo se acaba (Maggie ha intentado
suicidarse mordiéndose la lengua) y un angustiado
Frankie consulta al sacerdote (“Ella quiere morir y yo
quiero que se queda conmigo. Manteniéndola viva la
estoy matando”), pero quien lo convence para que
acceda a los deseos de la joven es Eddie (“Yo te encontré una boxeadora y
tú la convertiste en la mejor que podía ser”). Finalmente, en una escena
memorable, Frankie mantiene una última conversación con Maggie, en la que
le desvela el significado de "Mo Cuishle" (“mi amor, mi sangre”). Un emotivo
primer plano de ella expresa su agradecimiento y sirve como despedida.
Después, Frankie desconecta el respirador y le inyecta adrenalina. Ya
muerta, el rostro de Maggie recobra la serenidad.
Frankie no vuelve al gimnasio (sí vemos un plano del bar donde tomó
tarta de limón junto a Maggie) y Eddie (asombroso Morgan Freeman en su
creación de un personaje hecho de bondad, tristeza y conformismo) cierra
el relato afirmando que escribe esta carta a la hija de Frankie para que
sepa cómo era su padre en realidad.
Million Dolar Baby es mucho más que una película sobre el boxeo.
Convierte al boxeo en una metáfora de la vida. Los personajes se ven
enfrentados al dolor y a la muerte (realidades tratadas con enorme respeto
y sensibilidad), sometidos a dudas y dilemas morales, asomados al abismo
que separa la realidad de sus deseos. Con todo ello, Clint Eastwood sacude la
conciencia del espectador, obligado a mirar de frente, quizá con un nudo en
la garganta, encogido, semejante drama de amor y dolor.

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