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Los Consejos de San Agustin
Los Consejos de San Agustin
A La Juventud
(…pero validos para cualquier edad de
la vida terrena…)
Eudaldo Formerít
1
CONTENIDO
I. 23 CONSEJOS DE SAN AGUSTÍN A LA JUVENTUD........................3
2. CONSEJO: LA SOBRIEDAD..........................................................8
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I. 23 CONSEJOS DE SAN AGUSTÍN A LA
JUVENTUD
A modo de prólogo
.
Agustín de Hipona, san Agustín, en el año 386,
inmediatamente después del momento milagroso de su
conversión y unos nueve meses antes de su bautismo, que fue
la noche de Pascua del año siguiente, dejó su cátedra de
retórica en Milán. Habían terminado las vacaciones
«vendímiales», y alegando una enfermedad no comenzó el
nuevo curso. Se retiró a una finca, situada a unos treinta y
cinco kilómetros de Milán.
Un grupo de amigos
No fue solo. Siempre pensó que la búsqueda de toda verdad,
dada la naturaleza social del hombre, debe hacerse en grupo
y en clima de amistad. Le acompañaron: Mónica, su madre;
su hermano Navigio; su hijo Adeodato; su gran amigo Alipio;
sus primos Rústico y Lastidiano; y Licencio y Trigecio,
alumnos suyos. Allí permanecieron hasta la Cuaresma,
porque, junto con Adeodato y Alipio, tenían que prepararse
como catecúmenos, en Milán, para recibir las aguas
bautismales.
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experiencia de vivir el clásico «ocio tranquilo», ahora
iluminado por la verdad cristiana.
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En las palabras del Papa en una audiencia semanal de
febrero de 2008 -la quinta alocución que dedicó al santo
obispo de Hipona-, Benedicto XVI se refirió a su
«peregrinación “a Pavía, en abril del año 2007, para venerar
los restos de san Agustín. Confesó: «De ese modo le expresé
el homenaje de toda la Iglesia católica, y al mismo tiempo
manifesté mi personal devoción y reconocimiento con
respecto a una figura a la que me siento muy unido por el
influjo que ha tenido en mi vida de teólogo, de sacerdote y de
pastor».
Encontrar la verdad
San Agustín en su juventud vivía como todos los demás y, sin
embargo, había en él algo diferente. Como la mayoría de los
jóvenes, recordó el Papa en la ciudad italiana de Pavía «fue
siempre una persona que estaba en búsqueda. No se
'contentó jamás con la vida como se presentaba y como todos
la vivían. La cuestión de la verdad lo atormentaba siempre.
Quería encontrar la verdad».
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Por eso, la juventud de hoy, afirmó el Papa en Pavia, precisa
también escuchar a san Agustín y particularmente sus
consejos, porque «los jóvenes, en especial, necesitan recibir
el anuncio de la libertad y la alegría, cuyo secreto radica en
Cristo. Él es la respuesta más verdadera a las expectativas de
sus corazones inquietos por los numerosos interrogantes que
llevan en su interior».
Eudaldo Formerít,
Padre de familia, catedrático de Metafísica en la Universidad
Central de Barcelona
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1. CONSEJO: LA LIMPIEZA DE CORAZÓN
La Castidad
Estas tres indicaciones naturales o de sentido común de este
primer consejo están precedidas de la exhortación a tener
«limpio» el cuerpo y el alma que las incluye.
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infidelidad matrimonial- pertenece a la lujuria, vicio opuesto
a la virtud de la castidad.
La hipocresía
Tampoco se puede «ver a Dios» si falta la limpieza de corazón
entendida en otro sentido -que expresa una división más
profunda que afecta a la propia interioridad- que se
denomina hipocresía. A la sencillez y franqueza se opone este
vicio, la hipocresía, un tipo de mentira, un faltar a la verdad
que no se hace con palabras, sino con hechos. Con esta
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simulación especial se aparenta exteriormente lo que no se
es en realidad.
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Dado que, advierte san Agustín, «por ciertos oficios de la
sociedad humana nos es necesario ser amados y temidos de
los hombres, insiste el adversario de nuestra verdadera
felicidad (el diablo) en esparcir en todas partes como lazos
estas palabras: "¡Bien, bien!", para que, mientras las
recogemos con avidez, caigamos incautamente, y dejemos de
poner, Señor, en tu verdad nuestro gozo y lo pongamos en la
falsedad de los hombres, y nos agrade el ser amados y
temidos no por motivo tuyo, sino en tu lugar» (Conf. X, 36,
59).
2. CONSEJO: LA SOBRIEDAD
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el filósofo griego Platón, dirigen las líneas fundamentales del
buen obrar humano.
La humanidad de la templanza
Debe notarse igualmente que cuando san Agustín se refiere a
esta virtud o a cualquier otra, no lo hace considerándolas
como algo abstracto que no tiene incidencia en la vida
humana, sino que, por el contrario, las evoca como hábitos y
actos que configuran el comportamiento humano concreto.
No habla de la sobriedad o de la moderación, sino del hombre
o del joven «moderado».
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como les corresponde en el orden de la naturaleza humana.
Se les da así un valor mayor, pues si se les permite que
enajenen nuestra interioridad y la dominen, pasan a
convertirla en víctima de un despotismo inhumano.
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la templanza, también los demás deben ayudar a cada
persona con la educación.
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dinero, lo que se posee es un veneno, algo que en nuestro
interior produce un grave trastorno y hasta la muerte. En
este caso, la avaricia actúa como un tóxico que disminuye o
destruye la esperanza y, por tanto, lleva a la desesperación.
Materialismo y hedonismo
Además de su valor intrínseco, este consejo era de capital
importancia por las circunstancias en que vivían los jóvenes
de la época del santo doctor de la Iglesia. La juventud de
Italia y del mundo civilizado de entonces estaba educada en
el materialismo y rodeada de un ambiente completamente
hedonista y obsesionado con el placer.
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no como un medio, sino como un fin último que se antepone a
la justicia y al amor para con Dios y el prójimo.
La avidez del dinero, raíz de todos los males.
Por hacer del hombre esclavo de los bienes externos, los más
bajos entre todos los bienes, la avaricia es un vicio
repugnante. A diferencia de otros vicios, nunca, como lo ha
manifestado la literatura, se ha justificado su maldad y
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fealdad, pues «todas las literaturas y escuelas han condenado
la avaricia».
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Es ésta una llave que verdaderamente hace rico, feliz y
esperanzado. San Agustín, en el pasaje en que da veintitrés
consejos a la juventud, recomienda: «No actúes con
debilidad, ni tampoco con audacia».
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Los peligros del vicio
Además de este vicio por defecto de valor, hay otro vicio que
se da precisamente por exceso de éste y que se materializa
de dos formas: la indiferencia y la temeridad.
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La búsqueda de Dios
Se podría preguntar a san Agustín dónde encontrar a Dios
para que nos proporcione apoyo, seguridad y fortaleza de
cara a navegar y luchar contra este mar. Su respuesta es muy
sencilla y fácil: en el hombre mismo. En su famosa
autobiografía espiritual, Las Confesiones, nota que debe
seguirse el viejo imperativo de Sócrates: «Conócete a ti
mismo».
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Inmediatamente después de morir, cuando Dios juzgue la
sucesión de toda nuestra vida consciente y moral, y nos
muestre nuestro destino eterno, infierno, purgatorio o cielo,
nos daremos cuenta claramente de esta presencia constante
de Dios durante toda nuestra vida. Se nos manifestará
entonces que su presencia y realidad era más verdadera que
nuestro propio ser.
También se advertirá que, cuando se ha ofendido a Dios por
el pecado, se ha hecho ante él cara a cara y que siempre se
podía recurrir con confianza a este Dios amantísimo para
recibir su gracia.
La ira justa
Una de las manifestaciones del mal son los distintos grados
de la ira, pecado capital u origen de otros muchos. Desde el
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mal humor, el pesimismo y la amargura, hasta la sospecha de
la intención de los demás, los celos y el recordar las injurias
recibidas.
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tranquilo y con admirable equidad, ejecuta su justicia
vindicativa en la criatura que le está sujeta (...) Quito todo
movimiento turbulento, de suerte que sólo quede la justicia, y
de algún modo llego al atisbo de lo que se llama la ira de
Dios» (Sobre diversas cuestiones, 11, 2, 3).
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El odio es el mayor pecado contra el prójimo. « ¿No has oído
lo que se lee en la carta de san Juan?: "El que odia a su
hermano es homicida" (1 In 3,15)... ¿Dices que amas a
Cristo? Pues guarda su mandato de amor a tu hermano,
porque si no amas a tu hermano, ¿cómo podrás amar a aquel
cuyo mandato desprecias?» (Explicación de la Carta de san
Juan, 91.11).
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6. CONSEJO: LAS TENTACIONES, VIGILA TUS
SENTIMIENTOS
La lucha interior
Los ataques del enemigo son inevitables. El hombre está
muchas veces con el «corazón angustiado» (Com. Sal 61, 4),
porque: «Nuestra vida en este destierro no puede estar sin
tentación, ya que nuestro adelantamiento se lleva a cabo por
la tentación. Nadie se conoce a si mismo sino es tentado; ni
puede ser coronado si no vence, ni vencer si no pelea, ni
pelear si le faltan enemigo y tentaciones» (Com. Sal. 60, 3).
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intelectuales, imaginativas o sensibles, y de deseos de la
voluntad y del querer sensible.
Modos de vencer
La tentación no es lo mismo que el pecado, aunque puede
llevar él. Los deseos que se experimentan, e incluso la
complacencia indeliberada que pueden provocar, sin el libre
consentimiento de la voluntad no son pecados. Sólo se da el
pecado cuando se consuma la tentación con la libre
aceptación de la voluntad, que la admite, aprueba y retiene.
Sentir no es consentir.
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enemigo. ¿Cómo realiza el mal, aunque no en su plenitud?
Obra el mal, porque el mal deseo existe; pero no en su
plenitud, porque no me arrastra hacia él. En esta guerra se
cifra toda la vida de los santos» (Serm. 151, 6).
La vigilancia activa
El hombre debe luchar siempre contra las tentaciones, que
existen mientras vivimos en este mundo. No tienen fin
mientras existimos; pueden disminuir, pero no desaparecer.
En esta lucha han estado durante toda su vida los santos.
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Despierta, espabila, pues, adormilándote, caerás» (Com. Sal,
131, 8).
La última tentación
No obstante, aun en este caso, el que ha tenido la desventura
de ser vencido, debe continuar la lucha, porque queda la
posibilidad del arrepentimiento. Conserva su corazón y puede
ser su centinela; aprendiendo la lección para próximas
ocasiones. El endurecimiento del corazón durante el estado
de peregrinación por la tierra nunca es completo, como lo es
el de los condenados en el infierno.
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- Para corregirnos de nuestras imperfecciones,
debilidades, faltas y pecados es necesario el
conocimiento de nosotros mismos.
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y lamentar nuestros malos hábitos y a los pecados a los que
tendemos, inclinación que se incrementa con su actualización
al pecar.
Comentando los versículos Yo reconozco mi delito, y mi
pecado está de continuo ante mí; contra ti, contra ti solo
pequé, y he hecho lo que es malo a tus ojos del salmo 50 o
«Miserere”, dice san Agustín: «Sintamos disgusto de nosotros
mismos cuando pecamos, ya que el pecado disgusta a Dios. Y,
ya que no estamos libres de pecado, por lo menos
asemejémonos a Dios en nuestro disgusto por lo que a él le
disgusta. Así tu voluntad coincide en algo con la de Dios, en
cuanto que te disgusta lo mismo que odia tu Hacedor»
Juzgar mal
En segundo lugar, el conocimiento verdadero de nuestro yo,
de cómo somos delante de Dios, hace que no podamos juzgar
como malas las intenciones y la conducta de los demás. Con
el conocimiento de nuestras propias miserias, es más fácil no
hacer juicios negativos sobre los demás y comprender que la
mayoría de las veces hacemos juicios temerarios o basados
en indicios insuficientes.
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Perdón y gracia
En tercer lugar, la conciencia de lo que somos y hacemos
realmente lleva a pedir perdón a Dios. « ¿Quieres aplacar a
Dios? Conoce lo que has de hacer contigo mismo para que
Dios te sea propicio. Si te ofreciera un holocausto -dice el
salmo-, no te agradaría. Si no quieres, pues, holocaustos,
¿vas a quedar sin sacrificios? De ningún modo: El sacrificio
grato a Dios es un espíritu quebrantado; un corazón
quebrantado y humillado, tú no lo desprecias».
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8. CONSEJO: EL CASTIGO Y EL PERDÓN
El castigo en el amor
Para comprender la manera de utilizar el castigo y el perdón
aconsejada por san Agustín, es útil comenzar por el sentido
que les da en el ámbito de la educación. Considera al castigo
como un medio educativo, siempre que se emplee de una
manera ponderada, equilibrada y, en definitiva, justa.
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corrigieron por el amor; otros muchos, por el temor; y por el
pavor del temor llegaron al amor».
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El Señor añadió de corazón precisamente para que, si la
caridad obligase a castigar, no se vaya del corazón la
blandura. ¿Quién hay más piadoso que un médico armado
con el bisturí? Quien ha de ser operado llora; con todo, se le
opera. No es crueldad; a nadie se le ocurre llamar cruel al
médico. Es cruel con la herida para sanar al hombre; porque,
si a la herida se le guardan consideraciones, el hombre está
perdido» (Sermón 83, 8).
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hace referencia a la indulgencia; dad y se os dará, remite a la
beneficencia.
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adúltera, porque no se piense que la perdona con miras
sensuales, y en no castigarla y delatarla. ¡Maravilloso testigo
de la virginidad de su esposa!» Sermón 51, 9.
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La gracia y la libertad
El hombre está bajo el poder trágico del pecado. La gracia de
Dios lo hace bueno, de manera que los méritos de lo bueno
del hombre son, en realidad, méritos de Dios. La bondad de
Dios premia en nosotros sus propios dones.
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malo fuiste trocado en bueno, quiere Dios que lo sean otros
como lo fuiste tú» (Sermón 113 A, 12).
El falso esplendor del mal prohibido
No obstante, además de la caridad y de la paciencia con los
que hacen el mal, debe tenerse cierta precaución con ellos,
dado el peligro constante para uno mismo de cometer
también el mal, de oponerse a la gracia de Dios.
Para conocer como debe ser este trato, que mira al fin o bien
propio de la persona sobre la que se manda, es preciso
examinar la relación que vivió san Agustín con sus familiares
y que explicó después en sus obras.
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En este hermoso pasaje, se advierte lo que significaba su
madre para él. Incluso termina con esta, pregunta, que revela
la influencia discreta, sin que se impusiera jamás, de santa
Mónica: «Por ello, ¿no tengo acaso motivos para ser discípulo
de tu escuela?» (El orden, l. 11, 32).
40
A unas amigas, que «sabiendo lo feroz que era el marido que
tenía, de que jamás se hubiese oído ni traslucido por ningún
indicio que ni siquiera un día hubiesen estado desavenidos
con alguna discusión, y le pidiesen la razón de ello en el seno
de la familiaridad, enseñábales ella su modo de conducta»
(Confesiones IX, 9,19).
41
Sobre esta otra virtud materna, explica san Agustín que
«siempre que podía, entre almas discordes y disidentes,
cualesquiera que ellas fuesen, oyendo muchas cosas
durísimas de una y otra parte, cuales suelen vomitar una
hinchada e indigesta discordia, cuando la amiga presente
desahogaba la crudeza de sus odios en amarga conversación
sobre la enemiga ausente, ella no delataba nada a la una de
la otra, sino aquello que podía servir para reconciliarlas»
(Confesiones IX, 9, 21).
42
Dominio y servicio
Toda autoridad implica poder, dominio o tener a otros bajo la
propia voluntad. El poder que otorga la autoridad implica un
dominio jurídico o la capacidad de hacerse obedecer por
mandato.
Canibalismo espiritual
El escritor inglés del siglo XX, C. S. Lewis, denomina
«canibalismo espiritual» a la utilización del poder de mandar
que confiere la autoridad -incluso la meramente moral, como
la que se da en la amistad- para poseer a las personas de un
modo parecido a como se tienen las cosas o a los seres no
personales.
El servicio en la familia
Unos treinta años más tarde, en su famosa obra La Ciudad de
Dios, san Agustín sintetizó esta doctrina: «En casa del justo,
cuya vida es según la fe y que todavía es lejano peregrino de
aquella ciudad celeste, hasta los que mandan están al
servicio de quienes, según las apariencias, son mandados. Y
no les mandan por afán de dominio, sino por su obligación de
mirar por ellos; no por orgullo de sobresalir, sino por un
servicio lleno de bondad» (Ciudad de Dios XIX, 15).
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consuelo que su padre se hubiera convertido al cristianismo
antes de morir (Confesiones 11, 3,5; IX, 9, 19 Y 22).
Servir al mandar
También san Agustín educó a su hijo siguiendo este undécimo
consejo. Cuenta en los Diálogos de Casiciaco: «Asociamos
también con nosotros al niño Adeodato, nacido carnalmente
de mi pecado (...) Tenía unos quince años; mas por su ingenio
adelantaba a muchos graves y doctos varones» (Confesiones
IX, 6).
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también se desconoce el hombre, era una mujer digna de él,
porque por cariño hizo un gran sacrificio: regresó a Cartago.
Además, cuenta san Agustín que «vuelta a África, hizo voto
de no conocer a otro varón, dejando en mi compañía al hijo
natural que yo había tenido con ella» (Confesiones VI, 15,
25). Con su renuncia, le prestó un gran servicio, porque san
Agustín no sólo se convirtió y terminó su afanosa búsqueda
de la verdad y de la felicidad, sino que además se consagró
totalmente a Dios.
46
contenidos: El primero, que debe corregirse a los demás; se
matiza únicamente que no se haga repetidamente ni se
agobie al corregido para asegurar el resultado de la
corrección.
La corrección al prójimo
La corrección o advertencia que se hace al prójimo para
apartarle de una falta o pecado, o del peligro de caer en él,
es una obra de misericordia espiritual.
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de que fuéremos testigos» (Sermón 82,1).
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El juicio temerario
También hay que evitar los juicios temerarios o precipitados.
Se entienden por tales el juzgar mal al prójimo sin suficiente
fundamento. En la Sagrada Escritura se exhorta: «No
juzguéis para no ser juzgados. Porque con el juicio con que
juzguéis se os juzgará, y con la media con que midáis se os
medirá» (Mt 7,1-2).
Explica san Agustín que «el Señor nos amonesta aquí acerca
del juicio temerario e injusto, porque quiere que hagamos
todas las cosas con un corazón sencillo y atento a Dios solo, y
porque es desconocida la intención de muchas acciones de
las cuales es temerario juzgar. Y juzgan temerariamente de
las cosas dudosas y las reprenden principalmente aquellos
que aman más censurar y condenar que corregir y enmendar,
lo cual es vicio de orgullo o de envidia» (Sobre el Sermón de
la Montaña, II, 19,63).
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Aunque el juicio no sea temerario o poco fundamentado y
pueda ser calificado de razonable y prudente, siempre
debemos emplear la misericordia. Así, si nos equivocamos en
el juicio, el error redundará en beneficio nuestro, porque
Dios empleará entonces con nosotros el mismo
procedimiento.
Otras alternativas
A pesar de la corrección, puede que nuestro prójimo no haga
caso y persevere en su «malvivir», De una manera directa y
sencilla, san Agustín le dirige entonces estas palabras: «No
quieres llevar sandalias malas, ¿y quieres llevar mala vida?
¡Como si causaran más daño las sandalias malas que la mala
vida! Si tus malas sandalias te hacen daño porque te
aprietan, te sientas, te descalzas, las tiras, las reparas o las
cambias para no dañar el dedo, y luego vuelves a calzarte.
Pero no te preocupas de corregir tu mala vida, que te hace
perder el alma. Veo claramente dónde está el origen de tu
error: las sandalias que te hacen daño te producen dolor,
mientras la vida que te hace daño te causa placer. En un caso
hay dolor y en otro satisfacción; mas lo que de momento
produce satisfacción, después causa un dolor más intenso;
mientras que lo que de momento produce un dolor saludable,
luego causa alegría con placer infinito y gozo inagotable»
(Sermón 339, 4).
50
consecución de la vida eterna, deberían ser soportados y
amados por aquellos, ya que, mientras vivan, nunca se sabe
si cambiarán en su voluntad para hacerse mejores» (Ciudad
de Dios, I, 9, 3).
51
amistad, se comprende el consejo decimotercero que da a los
jóvenes: «Evita cuidadosamente las enemistades, sopórtalas
alegremente, termínalas inmediatamente».
52
mal y exigir la justicia por parte de la autoridad legítima para
que sean reparados los derechos infringidos, debería, por el
contrario, renunciarse a ello si se cae en la enemistad o el
odio.
53
sobrevenir, sino que:
La reconciliación
El amor a los enemigos, en cualquier caso, pasa por la
reconciliación y se debe dar de la forma más pronta posible.
La reconciliación interior debe ser inmediata. En cambio, la
exterior puede diferirse para buscar el momento más
oportuno, ya que a veces puede ser contraproducente,
porque empeoraría la situación de enemistad.
54
es cosa ligera; basta que no peque contra Dios" ¿Cómo no
pecas contra Dios cuando pecas contra el amor? "Dios es
amor" (1 Jn 4, 7) » (Comentario a la I carta de san Juan, 7, 8).
La ley interior
Considera esta célebre máxima como un «proverbio», porque
efectivamente expresa un pensamiento de la sabiduría
popular. Es igualmente cierto que, como la mayoría de
proverbios, este aviso es muy antiguo. Era ya conocido en la
antigüedad clásica y aparece expuesto en el Antiguo
Testamento. Por ejemplo, Tobit, al despedir a su joven hijo
Tobías, que va a emprender un largo viaje, le dice entre otras
exhortaciones: «Lo que no quieras para ti no lo hagas a
nadie» (Tob 4, 15).
55
Además de ser la regla de oro de la caridad, es, precisamente
por ello, un principio primario de la ley natural. Evidente en
sí mismo, este precepto queda contenido en el principio «Hay
que hacer el bien y evitar el mal», al que se reduce.
56
que pueda preguntar san Agustín: « ¿Quién te enseñó a no
querer que nadie te robe? ¿Quién te enseñó a no querer
padecer injurias y todo lo que en particular y aun en general
puede decirse de esto? Pues hay muchas cosas sobre las que,
preguntados los hombres por cada una en particular,
responden sin titubeos que no las quieren padecer».
La ley de Moisés
El que se haya puesto en duda la existencia de esta ley o se
haya ignorado su contenido obedece a que los hombres,
«apeteciendo las cosas externas, se apartaron de sí mismos»
(Ibíd.). Volver a sí mismo no sólo sirve al hombre para
conocerse y reconocerse como imagen de Dios, sino también
para conocer la ley natural, que prohíbe la injusticia con los
demás. Exclama san Agustín en otro lugar: «Tú que me eres
más interior que mis cosas más íntimas; tú dentro, en mi
corazón, grabaste con tu espíritu, como con tu dedo, la ley,
para que no la temiese como siervo, sin amor, sino que la
amase como hijo con el casto temor y la temiera con el casto
amor» (Enarraciones sobre los Salmos, 18, 22,6).
57
hombre exteriormente la voz de Dios, fue impelido a penetrar
en su interior» (Enarraciones sobre los Salmos, 57, 1).
58
Podría añadirse que la ley evangélica pide extender la
caridad a todos para llevarlos a Dios: «Abrazad con vuestro
amor no sólo a vuestras mujeres e hijos, porque un amor así
aun en las bestias y pájaros se halla (...) Ensanchad este
afecto, ampliad este amor (...) Que vuestra fe lo vea todo en
relación con Dios; amad a Dios sobre todo, elevaos hacia
Dios, y arrastrad hacia Dios a cuantos podáis. Si es un
forastero, llevadle hacia Dios. Al enemigo, llevadle hacia
Dios. Arrastradle, arrastradle hacia Dios; que si hacia Dios le
arrastras, ya no será enemigo tuyo» (Sermón 90, 10).
59
sino para que pueda cumplir con eficacia su misión, que
afecta al bien de todos los demás. Se le favorece no para su
bien personal, sino para el bien común.
El oficio de amor
Para san Agustín, el oficio de la autoridad es un oficio de
amor. En el capítulo VII de su Regla para los siervos de Dios,
que tuvo una importancia excepcional en la historia de la
vida religiosa occidental, se indica: «El que os preside no se
considere feliz por la potestad con que manda, sino por la
caridad con que sirve» (Regla, VII, 3).
60
vuestros pies con temor» (Regla, VII, 3).
61
ámbito de la autoridad y de la obediencia. Afirma, por ello,
san Agustín: «Un superior ejerce más fuerza rogando que
mandando» (Sermón 11, 11).
62
16. CONSEJO: CANTA Y CAMINA
Todos los consejos que da san Agustín a los jóvenes son muy
concretos y aptos para seguir en nuestra propia vida. Sin
embargo, quizá el más práctico de ellos sea el decimosexto,
que dice: «Procura progresar siempre, no importa la edad ni las
circunstancias en las que te encuentres». Reconoce así san
Agustín que el hombre es un ser que se encuentra en camino
y que debe avanzar siempre por él.
Las tentaciones
En el camino de la vida en el que nos hallamos todos podemos
quedamos quietos o avanzar. La primera actitud se considera
la más cómoda; incluso parece que en estamos quietos,
deteniéndonos en los bienes que se encuentran al borde del
camino, es donde está nuestra felicidad, que es el fin para el
que hemos sido creados.
63
concupiscencia de los ojos o la ambición del siglo, y no viene
del Padre, sino que viene del mundo» (1 Jn 2, 16).
64
es la conservación del individuo o de la especie. Es un afán
de conocer lo que no debería tener interés para uno mismo
sólo por vanidad o vanagloria.
El camino de la alegría
Del egoísmo procedente del pecado original, que sembró el
desorden en las inclinaciones humanas, brotan directamente
los tres grandes deseos y por ellos sufrimos siempre
tentaciones. Exclama san Agustín:
65
40).
66
siempre se puede progresar en todas las perfecciones. El
precepto primero y fundamental es el del amor, es el de
progresar en el amor. La santidad está en el cumplimiento
del mandamiento del amor. Pregunta, por ello, san Agustín:
«¿Y qué soy yo para ti para que me mandes que te amé y si
no lo hago te aíres contra mí y me amenaces con ingentes
miserias? ¿Acaso es ya pequeña miseria la de no amarte?»
(Confesiones, 1, 5).
La verdadera amistad
En la definición de amistad que da al principio de su Regla, y
que era la noción de amistad más lograda del pensamiento
pagano, san Agustín le añade el término «hacia Dios» (in
Deum). Quiere distinguir la «amistad verdadera», la que se
da entre los «amigos de verdad» -de los que habla en el
consecuencia de la amistad natural que él mismo había vivido
antes de su conversión, que no es falsa o mala, sino
incompleta.
68
esté en él. Éste es el verdadero amor» (Sermón 336, 2). Dios,
en quien se ama y que se ama en el amigo, une de un modo
más intenso que en la mera amistad humana, porque une
entre sí a los amigos y a éstos con él mismo.
La caridad
La amistad verdadera entre los amigos, afirma san Agustín,
está fundamentada en Dios, «porque nuestro amor mutuo no
sería verdadero sin el amor de Dios» (Comentario al evangelio
de san Juan, 87, 1). Este amor de Dios es la caridad, la cual,
según su definición de amistad en la que cita a san Pablo, se
nos da como don del Espíritu Santo: «La caridad de Dios se
ha dicho que fue derramada en nuestros corazones; no
aquella con la que Dios nos ama a nosotros, sino aquella por
la cual él nos hace amadores suyos». Nos hace que lea
memos «mediante su gracia», la cual «también nos la otorga
a través de los dones del Espíritu Santo» (Sobre el Espíritu y la
letra, c. 32).
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muestra que el hombre ama a Dios por sí mismo, pero
también para «gozar» o para su felicidad propia. El amor a
Dios hace que se le quiera por ser sumo bien en sí mismo y
además para el hombre. Dios no sólo es infinitamente
amable en sí mismo, sino que también se ha querido
proponer al hombre. Se ama a Dios con amor de donación y
con amor de deseo para mí. Puedo así decir verdaderamente:
«Dios mío». El hombre ama a Dios porque, por un lado, él ha
tomado la iniciativa y, de un modo absolutamente gratuito, ha
infundido en nosotros la correspondencia a su amor, aunque
respetando la libertad humana, para hacer posible este
mismo amor. Por otro lado, Dios es objeto del amor humano
no sólo por ser el bien infinito, sino porque siéndolo hace
feliz al hombre al hacer que su propio bien sea también el del
hombre.
La falsa amistad
El consejo de san Agustín es vivir la amistad, don
especialísimo de Dios, en todas sus formas, de amor a Dios y
también de amor a uno mismo y al prójimo, pero siempre por
Dios. Igualmente, deben evitarse las falsas amistades, porque
«mucho, valen los buenos amigos para lo bueno y los malos
para lo malo»
La peor amistad falsa o enemiga es la del mundo, o de todo lo
mundano en cuanto que apartado y opuesto a Dios. Hay que
aprender a “desligarse” de él. « ¿Qué significa desligarse de
él? No amarle interiormente». Aunque se viva en el mundo,
nos pide san Agustín: «Deslígate de sus hechizos ahora;
apercíbete para seguir la voluntad divina, vive colgado de
Dios. Arrímate a él, a quien no perderás sino queriendo». Al
mismo tiempo, añade: «Da de lado al amor del siglo, cuya
amistad es mala y engañosa y enemista con Dios. En un abrir
y cerrar de ojos una tentación logra que el hombre ofenda a
Dios y que lo haga su enemigo. O mejor dicho, no es entonces
cuando se hace enemigo suyo, sino que entonces aparece que
ya era su enemigo. Ya lo era cuando le alababa y creía,
aunque ni lo sabía él ni lo sabían los demás». El mundo en
este sentido es nuestro enemigo, porque «el mundo nunca da
lo que promete; es un embustero, un tramposo. ¿Es por
70
conseguir siempre uno lo que del mundo espera el motivo de
no cansarse los hombres de poner su confianza en el mundo?
Y aun cuando lo consiga todo, ¿no empieza el afortunado
conseguidor a cansarse de lo conseguido para dar cobijo a
otros deseos y esperar otras cosas? Y, en llegando que llegan
éstas, ¿no se las desestimas» El verdadero amigo es Dios:
«Arrímate, pues, a Dios; ése sí que no desmerece, porque no
hay nada más hermoso. Si las cosas de acá nos aburren, es
debido a su inestabilidad, pues no son ellas Dios. ¡Oh alma!
Ninguna cosa puede bastarte si no es quien te ha creado.
Dondequiera que pongas la mano, hallarás miseria; sólo
puede bastarte quien te hizo a su imagen» Sermón 125, 11.
El principio de la autoridad
El honor que se hace a una persona revestida de autoridad es
71
el reconocimiento del bien que posee y de que merece la
consideración de los demás. Con el honor se testimonia o
reconoce su excelencia. A esta misma cualidad de la persona
honrada con la admiración, respeto y estima de los demás se
le puede también denominar honor u honra. Debe rendirse
honor al que lo merece o es digno de ello, tal como indica en
su consejo san Agustín. La obligación deriva de la misma
relación de autoridad. La autoridad, y el poder coercitivo o
moral que supone, es querida por Dios.
72
La potestad de la autoridad no es, sin embargo, absoluta, Su
poder está limitado por la ley de Dios. Los cristianos
obedecen a la autoridad, en conciencia y con responsabilidad
ante Dios. Así, si el poder terreno contradice la ley de Dios,
argumenta el santo: «Pero ¿qué hacer si manda lo que no
debes hacer? Aquí no hay que dudado: Desprecia ese poder
por temor al Poder sumo. Examinad los grados de las
jerarquías humanas. Si algo mandase un pretor, ¿no se ha de
hacer? Pero si ordena contra el pro cónsul, cierto no es
despreciar su autoridad, sino preferir una obediencia a otra
mayor. Ni tiene aquí razón alguna para llevarlo a mal; el
mayor está delante» (Sermón 62,13). El cristiano no puede
faltar nunca a la ley de Aquel que dijo: «Dad al César lo que
es del César y a Dios lo que es de Dios» Mt 22,21
73
(Sermón 80, 7).
Como los otros bienes temporales, los honores deben
ordenarse a su verdadero fin, que es el bien del prójimo y la
gloria de Dios. «Quieres honores: cosa buena son, bajo
condición de usar bien de ellos. ¡Para cuántos fueron los
honores principio de ruina! ¡Para cuántos fueron ocasión de
buenas obras!» (Sermón 72, 4). Si se desean las cosas
temporales desordenadamente, se usan mal y llevan al mal.
De ahí que: «En mayor peligro nos ponen quienes nos honran
que quienes nos maldicen. La honra humana hace cosquillas
a nuestra soberbia, mientras que las maldiciones de los
hombres nos ejercitan en la paciencia» (Sermón 340 A, 8).
74
amados y temidos de los hombres, insiste el adversario de
nuestra verdadera felicidad en esparcir en todas partes como
lazos estas palabras:
Gravedad de la soberbia
75
Esta advertencia es comprensible por la gravedad del pecado
de soberbia. En primer lugar, porque, a diferencia de los
otros pecados, impide la petición de perdón y de ayuda. San
Agustín recuerda que, tentado por el diablo, el primer pecado
del hombre fue de soberbia, que llevó al otro pecado de hacer
lo que Dios le había prohibido: «De ahí que el diablo le
halagara con aquel "seréis como dioses" (Gén 3, 5). Y
hubieran podido ser mejores uniéndose por la obediencia al
supremo y soberano principio, no constituyéndose a sí
mismos en principio por soberbia».
Nota además san Agustín que, según el relato del Génesis del
pecado original de Adán y Eva, «aunque (éstos) no nieguen,
como Caín, lo que cometieron, todavía la soberbia trata de
cargar sobre el otro el mal que hizo; la soberbia de la mujer
sobre la serpiente, la soberbia del hombre sobre la mujer.
Pero cuando hay una transgresión clara del mandamiento
divino, la excusa es más bien una acusación. No dejaron de
cometer esa transgresión porque la cometiera la mujer
aconsejada por la serpiente, y el hombre por dárselo la
mujer; como si se pudiera anteponer algo a Dios, a quien se
debe creer y obedecer» (La Ciudad de Dios, XIV, 14).
76
porque todo pecado tiene su origen en ella, se accede a ella
desde otros pecados y es el fin de todos ellos: «y si la
soberbia es el principio del pecado, la soberbia es la puerta
de los infiernos. Considerad ya qué es lo que ha engendrado
todas las herejías; no hallaréis ninguna otra madre a no ser
la soberbia. Pues cuando los hombres presumen mucho de sí
mismos, llamándose santos y queriendo arrastrar a las masas
tras de sí, sólo por soberbia dieron origen a las herejías y a
los cismas, útiles ambos» (Sermón, 346 B, 3).
Generalidad de la soberbia
En este decimonoveno consejo, san Agustín pide al joven que
se esfuerce en no ser soberbio. Se necesita luchar para
librarse de la soberbia y del orgullo, una modalidad suya que
nos hace sentimos superiores a los demás y mostrarles
desprecio, alejándonos de su trato.
La soberbia y la envidia
En primer lugar, en este consejo san Agustín pide al joven
que se aparte de la gente soberbia. Se comprende porque,
además del peligro de caer en la soberbia, padecerá también
la amenaza de los soberbios, que por envidia le podrán quitar
77
los bienes que posee: «El soberbio no puede carecer de
envidia que es hija de la soberbia. Esta madre no conoce la
esterilidad, allí donde se halla, pare inmediatamente»
(Sermón 354,5).
Por dolerse y entristecerse de los bienes de los demás, el
envidioso los ve como males para sí mismo. Se debería
alegrar, ya los posea o carezca de ellos, de que los demás
tengan bienes y de que, por tanto, en el mundo haya más
bien. No es la alegría lo que le embarga, sino la tristeza, y
además la falsedad le acompaña siempre. El soberbio y
envidioso es siempre un peligro. No hay que olvidar que «la
soberbia fue el pecado del diablo, a la cual juntó después una
malvada envidia que le llevó a infundir en el hombre esta
misma soberbia, por la cual reconocía haber sido el
condenado» (Libre albedrío, III, 25, 76).
La humildad
Dada la situación humana de inclinación a la soberbia, al
deseo desordenado a la excelencia o hacia la grandeza de
una manera des proporcionada a la naturaleza humana o a la
propia naturaleza individual, «dificultoso por demás habría
de sernos seguir el camino medio, verdadero y derecho, como
si dijésemos entre la izquierda de la desesperación y la
derecha de la presunción, si Cristo no dijese "Yo soy el
camino, la verdad y la vida" (Un 14, 6). O en palabras
semejantes: "¿Por dónde quieres ir? Yo soy el camino. ¿A
dónde quieres ir? Yo soy la verdad. ¿Dónde quieres
detenerte? Yo soy la vida"» (Sermón 142, 1).
78
enfermedad fuese tal que, al menos, pudieras ir por tu propio
pie al médico, aún se podría decir que no era intolerable;
mas como tú no pudiste ir a él, vino él a ti, y vino
enseñándonos la humildad por la que volveremos a la vida,
porque la soberbia era obstáculo invencible para ello; como
que había sido ella la que había hecho apartarse de la vida el
corazón humano levantado contra Dios» (Sermón 142,2).
79
El orden universal
El universo ha sido creado por Dios con admirable sabiduría'
bondad y grandísimo poder. También lo ha provisto
amorosamente de un orden para que alcance el fin para el
que ha sido creado. La ordenación de la realidad es una
consecuencia de su finalidad o sentido. Igualmente lo es que
unos seres manden sobre otros para encaminarles a su fin y
así los pongan en orden. Concluye san Agustín: «En
consecuencia, la causa primera y suprema de todas las
formas y mociones corpóreas es siempre la voluntad de
Dios».
El orden en el Hombre
El orden universal debe realizarlo también el hombre. El
cuerpo debe estar gobernado por el alma; la vida no racional,
como las pasiones, deben estar regidas por la razón; y la
misma razón debe estar bajo la ley beneficiosa de su
Hacedor:
«El alma sometida a Dios es con pleno derecho dueña del
cuerpo; y en el alma misma, la razón sometida a Dios, el
Señor, es dueña con pleno derecho de la pasión y demás
80
vicios. Por lo tanto, cuando el hombre no se somete a Dios,
¿qué justicia queda en él? Si el alma no está sometida a Dios,
por ningún derecho puede ella dominar el cuerpo, ni la razón
los vicios» (La Ciudad de Dios, XIX, 21, 2).
81
decrépita» (Sermón 301, 9).
83
llene tu existencia y su amor colme tu corazón».
El ansia de Dios
Dios es el fin último, bien supremo o felicidad máxima del
hombre. Las facultades superiores de su espíritu, el
entendimiento y la voluntad, tienden a Dios por su misma
naturaleza. El entendimiento quiere conocer a Dios, la misma
Verdad, y su voluntad lo quiere como el supremo Bien. El ser
humano desea contemplar a Dios, conocerlo en su naturaleza
y quererlo en su individualidad o personalidad. Dirá también
san Agustín:
La ayuda de Dios
84
En el primer párrafo de las Confesiones, san Agustín,
dirigiéndose a Dios mismo, a modo de oración o de diálogo,
escribe «nos has hecho para ti», y, por ello, « muestro
corazón está inquieto»; además que nuestro yo en lo más
profundo de mí mismo está con intranquilidad y con
desasosiego «hasta que descanse en ti» (Confesiones, 1, 1, 1).
Para encontrar este reposo y tranquilidad que proporciona el
encuentro de Dios se necesita, sin embargo, su ayuda.
Las cosas de este mundo, desde los bienes sensibles hasta los
culturales e incluso espirituales, nos atraen y nos llaman,
aunque su posesión nunca es suficiente para nosotros.
Incluso cuanto más se poseen más se acrecienta nuestra
insatisfacción, porque su finitud no llena nuestra ansia de
85
verdad, de bien, de belleza. Advierte san Agustín que, por
una parte, «todas estas cosas causan deleite, son hermosas,
son buenas», siempre que no se busquen desordenadamente.
Por otra, señala que, por su insuficiencia, nos llevan a seguir
esta recomendación: «Busca quién las hizo: él es tu
esperanza». El encuentro de su autor no es completo, pero
confiamos en que el hallazgo ahora iniciado vaya
aumentando. «Él es ahora tu esperanza y él será luego tu
posesión. La esperanza es propia de quien cree; la posesión,
de quien ve. Dile: "Tú eres mi esperanza”: Con razón dices
ahora: "Tú eres mi esperanza": crees en él, aún no lo ves; se
te promete, pero aún no lo posees. Mientras estás en el
cuerpo, eres peregrino lejos del Señor; estás de camino, aún
no en la patria» (Sermón 313 F, 3).
86
hombre para sernos camino. Siguiendo el camino de su
humanidad, llegarás a la divinidad. Él te conduce a sí mismo.
No andes buscando por dónde ir a él fuera de él». Cristo, al
asumir la naturaleza humana, es el camino hacia Dios, que
hay que seguir imitándole; es la verdad porque manifiesta la
verdad divina; y es la vida porque, por su gracia, nos hace
partícipes de la vida divina, que tiene desde toda la
eternidad.
87
ignorancia para que te reconozca a ti. Dime adónde debo
dirigir la mirada para verte a ti, y espero hacer todo lo que
mandes. Recibe, te pido, a tu fugitivo, Señor, flamantísimo
Padre; basta ya con lo que he sufrido; basta con mis servicios
a tu enemigo, hoy puesto bajo tus pies; basta ya de ser
juguete de las apariencias falaces» (Soliloquios, 1, 5) .
88
El conocimiento de la verdad
San Agustín dio una gran importancia a la educación, la
formación integral, primero a la de sus alumnos y después a
la de sus fieles. Era especialmente necesaria en una época
como la suya en la que, de modo sorprendentemente
parecido a la actual, no se creía que el hombre fuese capaz
de la verdad y, sin ella, carecía de sentido transmitida y
enseñada a vivir por la educación. La enseñanza se limitaba a
un adiestramiento en el lenguaje puramente utilitarista, para
conseguir dinero y poder.
89
otra parte, si hay algo de verdadero, sólo puede enseñarlo
aquel que, cuando exteriormente hablaba, nos advirtió que
habita dentro de nosotros, a quien, con su ayuda, tanto más
ardientemente amaré cuanto más aprovecho en el estudio»
(El Maestro, XIV, 46).
90
que con los preceptos para unimos a ella. Así, por nuestra
boca y juicio nos condenamos a nosotros mismos, aprobando
una cosa con la razón y siguiendo otra con nuestra vanidad».
(La verdadera religión, 49, 94).
La difusión de la falsedad
El estudio de lo falso conlleva también al peligro de difundido
incluso siendo conscientes de su no verdad. Escribe san
Agustín:
91
en su mano las armas, pero, si no las usa, las armas son
inútiles. Así también la lengua es entre nuestros miembros el
armamento de nuestra alma. De ella se ha dicho que es un
"mal inquieto" (Sant 3, 8) » (Sermón 16 A 3).
92
acción, que es lo que se llama paz del alma racional ( ... ) Así,
cuando haya conocido algo conveniente, sabrá adaptar su
vida y su conducta a este conocimiento». No obstante, para
ello necesita la gracia de Dios:
Necesidad de la oración
Puede considerarse este consejo como la síntesis conclusiva
de todos los anteriores, porque, en primer lugar, comienza
invitando a la petición a Dios, a la oración, a la elevación de
la mente a Dios para conversar con él. «Tu oración es una
locución con Dios. Cuando lees las santas Escrituras, te habla
Dios; cuando oras, hablas tú a Dios» (Enarraciones sobre los
Salmos, 83, 7).
93
El consejo más importante que se puede dar es el de
orar
Siempre y también en la edad juvenil, muchas veces llena de
«tinieblas», es imprescindible la oración. «Por muchos
consuelos humanos que rodeen a la vida, por muchos
compañeros de camino que tenga, por mucha abundancia de
cosas que la llenen, cuán inciertas son todas estas realidades.
Y en comparación de aquella felicidad prometida, ¿qué
podrían ser aunque no fuesen inciertas?» En esta «vida
moribunda», por ello «debe el alma cristiana considerarse
desolada, para que no cese de orar» (Carta 130, 2,5).
94
Dios y por el malo nos precipitamos al abismo (...) Se
angustia nuestro corazón y clamamos. ¿Por qué se angustia
nuestro corazón? No por las cosas que también padecen aquí
los malos, es decir, porque padecen daños, puesto que, si
nace de aquí la angustia del corazón es nada. Pues, ¿qué hay
de extraordinario en que se angustie el corazón por haber
perdido, queriéndolo Dios, a alguno de sus seres queridos?
Por esto se angustian también los corazones de los infieles.
Esto lo padecen también quienes aún no creyeron en Cristo
(...) ¿Por qué se angustia el corazón cristiano? Porque
peregrina y anhela la patria. Si por esto se angustia tu
corazón, aun cuando seas feliz en cuanto al siglo, gimes. Y si
afluyen a ti todas las cosas prósperas y por todas partes te
sonríe el mundo, con todo gimes, porque te ves colocado en
la peregrinación; y si percibes que tienes la felicidad a los
ojos de los necios, mas no lo es según la promesa de Cristo,
buscándola gimes; y buscándola la deseas, y deseándola
subes» (Carta 122, 1-2).
El santo espíritu
En segundo lugar, este consejo dedicado a la oración es un
resumen de los veintidós anteriores por la precisión de los
dos objetos de la petición. Primero, debe pedirse para lograr
la «vida verdadera y dichosa» (Carta 130,8,15), la
purificación de la mente o espíritu. Todo hombre tiene un
conocimiento directo existencial de su espíritu -aunque puede
que no entienda que es inmaterial-, que le hace consciente de
su propio yo, de su interioridad, individual y cerrada a los
demás, si no se comunica. Una identidad que permanece a
través del tiempo y de todos los cambios de la persona, que
siempre la conoce, o tiene experiencia individual de su vida
interior y de sus actos, y que la ama en su ser y en su
conocimiento. Para la sanación o purificación del alma
espiritual del hombre es necesario vivir conforme a la
voluntad amorosa y beneficiosa de Dios:
95
hablar la verdad que procede de Dios, no la mentira, que
nace de su propia cosecha (..) y así, cuando el hombre vive
según la verdad, no vive según él mismo, sino según Dios,
pues es Dios quien dijo: "Yo soy la verdad" Un 14,6)».
La vida en paz
La segunda petición para todos es una consecuencia de la
anterior: la paz y la tranquilidad. La purificación de la mente
necesaria para encontrar la verdad, que «no se capta con los
ojos del cuerpo, sino con la mente purificada, y que toda alma
con su posesión se hace dichosa y perfecta; que a su
conocimiento nada se opone tanto como la corrupción de las
costumbres y las falsas imágenes corpóreas, que mediante
los sentidos externos se imprimen en nosotros, originadas del
mundo sensible, y engendran diversas opiniones y errores;
que, por lo mismo, ante todo se debe sanar el alma» (La
verdadera Religión, I1I, 3).
96
sosiego ni paz. Todas ellas deben pedirse a Dios, tal como
indica san Agustín al finalizar sus Confesiones: «A ti es a
quien se debe pedir, en ti es en quien se debe buscar, a ti es a
quien se debe llamar: así; así se recibirá, así se hallará y así
se abrirá» (Confesiones, XIII, 38, 53).
«"La paz os dejo, mi paz os doy" (Jn 14, 27). Esto mismo
leemos en el profeta: "Paz sobre la paz" (Is 9, 7). Nos deja la
paz cuando va a partir, y nos dará su paz cuando venga en el
fin del mundo. Nos deja la paz en este mundo, nos dará su
paz en el otro. Nos deja su paz para que, permaneciendo en
ella, podamos vencer al enemigo; nos dará su paz cuando
reinemos libres de enemigos. Nos deja su paz para que aquí
nos amemos unos a otros; nos dará su paz allí donde no
podamos tener diferencias. Nos deja su paz para que no nos
juzguemos unos a otros acerca de lo que nos es desconocido
mientras vivimos en este mundo; nos dará su paz cuando nos
manifieste los pensamientos del corazón, y cada cual recibirá
entonces de Dios la alabanza» (Comentario al evangelio de
san Juan, 77, 4).
97
II. UN MODELO DE CONVERSIÓN CRITIANA: SAN
AGUSTÍN
98
viva. Dios es la fuente de la vida; eliminarlo equivale a
separarse de esta fuente e, inevitablemente, privarse de la
plenitud y la alegría» (Mensaje para la JM! 2011, 1).
En la juventud, puede decirse que comienza verdaderamente
la búsqueda de la conversión. El joven, en su interior, no
quiere la mediocridad, sino la vida en su novedad, su
grandeza su belleza. Como en la época de san Agustín,
también hoy este anhelo puede ser sofocado por el
conformismo que impone la mundanidad, y las corrientes de
pensamiento de moda que la expresan al negar toda verdad,
toda referencia segura en el orden moral y, en definitiva, al
exigir la renuncia de la propia libertad.
El proceso de la conversión
Antes de su conversión, tal como cuenta en las Confesiones,
san Agustín había vivido en una tremenda confusión
intelectual. Buscando la verdad había pasado por varias
etapas filosóficas: racionalista, propia de los filósofos estoicos
y eclécticos, materialista y determinista, que siguió cuando
permaneció en una peligrosa secta, la de los maniqueos,
escéptica, propia de la Academia de entonces; y
espiritualista, que aprendió en el estudio de los filósofos
platónicos. Además, vivía en el desorden moral, que era la
causa profunda y última de su alejamiento de Dios. Así lo
declara, años más tarde, al dirigirse a Dios: «y todo, Dios mío
-a quien me confieso por haber tenido misericordia de mí
cuando aún no te confesaba-, todo por buscarte no con la
inteligencia, con la que quisiste que yo aventajase a los
brutos, sino con los sentidos de la carne» (Confesiones, VIII,
6, 11).
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de Dios conseguida por Cristo. «Ya había hallado yo
finalmente la perla preciosa que debía comprar con la venta
de todo lo que tenía. Pero vacilaba» (Confesiones, VIII, 1,2).
Era como si se hubiera convertido intelectualmente, pero no
era una conversión suficiente o auténtica. Le faltaba lo que
podría llamarse la conversión moral.
La gracia de la conversión
San Agustín presenta su conversión, y con ella lo que implica
toda conversión cristiana, como un encontrar a Dios, pero
que requiere también volverse a él, y para ello hay que dejar
lo que nos encadena el entendimiento y la voluntad.
Como se indica en la parábola de la perla, a la que alude san
Agustín, el buscador de perlas no vende todo lo que tiene y se
pone a buscar la perla de gran valor, sino que encuentra la
perla y por eso lo vende todo (cf. Mt 13, 45-46). Una vez se
ha encontrado a Dios y su reino de los cielos, hay que dejar lo
que comparado con ello ya no tiene valor.
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buena consiste en convertirse hacia aquel por quien fue
hecho, y sólo por esto se hace justo, piadoso, sabio, y
eternamente bienaventurado» (Comentario a la letra del
Génesis, 8,12,25).
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desenfrenos, no en contiendas y envidias, sino revestíos de
nuestro Señor Jesucristo y no hagáis caso de la carne con sus
deseos» (Rom 13, 13). Estas palabras, encontradas de modo
tan misterioso, y que se adaptaban perfectamente a su
situación fueron el instrumento final de la gracia: «No quise
leer más, ni era necesario tampoco, pues al punto que di fin a
la sentencia, como si se hubiera infiltrado en mi corazón una
luz de seguridad, se disiparon todas las tinieblas de mis
dudas» (Confesiones, VIII, 12,29).
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