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* Mg. en Investigación Educativa, Prof. en Educación Musical (UNC) y de Piano. Docente e investigadora
de la Universidad Nacional de Córdoba, se desempeña como profesora titular en la formación docente en
Música. Trabajó en todos los niveles del sistema educativo. Ha compilado recientemente el libro
¡Sonamos! Músicas y adolescencias en las escuelas (2017). Contacto: sarmiento.andrea.20@gmail.com
** Magister en Educación (UNICEN). Investiga la formación de educadores musicales. Es autora de
diferentes libros dedicados al análisis de la educación musical. Directora de la Revista Foro de Educación
Musical, Artes y Pedagogía. Contacto: silviacarabetta@yahoo.com.ar
DIÁLOGOS || Entrevista con Andrés SAMPER ARBELÁEZ
Presentación
Con el propósito de propiciar la reflexión, la pluralidad de miradas y el debate, en la
sección Diálogos, hemos incluido una entrevista con Andrés Samper Arbeláez, docente e
investigador colombiano1.
Desde una perspectiva latinoamericana, se despliegan pensamientos, conceptos y
utopías acerca de la enseñanza y el aprendizaje de la música en la escolaridad y su
potencial para la construcción de significados e identidad en las etapas juveniles. Con una
mirada aguda y sensible, Andrés Samper nos invita a pensar en la necesidad de incluir una
perspectiva multicultural tanto para el currículum escolar como para la formación de los
docentes del área.
La entrevista
Entrevistadores: De la lectura de sus publicaciones emergen con cierta recurrencia
reflexiones acerca de la construcción de significación, sentido e identidad en la
educación de las juventudes. ¿De qué manera la música como disciplina escolar puede
convertirse en espacio que promueva estos postulados?
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Andrés Samper Arbeláez es guitarrista, realizó estudios de guitarra clásica en la Universidad de Quebec
en Montreal. Es Mg. en Educación de la Pontificia Universidad Javeriana, profesor de planta de esta
institución. Ha sido director del Programa Infantil y Juvenil de Artes y del departamento de Música. Es
miembro asesor del capítulo colombiano del Foro Latinoamericano de Educación Musical – FLADEM -.
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Andrés Samper Arbeláez: Quiero empezar comentando brevemente dos cuestiones sobre
el asunto de la identidad. Por una parte, quiero entenderla como algo que da un sentido a
nuestras vidas; como una especie de ‘articulación’ o ‘sutura’ - al decir de Stuart Hall -
entre nuestra subjetividad y algo que nos afecta: un discurso, una narrativa, un tipo de
música. Por otra parte, quiero proponer una visión de la identidad como algo que se mueve,
que es dinámico toda vez que nuestras búsquedas de sentido, o preguntas existenciales,
también se mueven y se transforman. Por otra parte, son búsquedas que la mayor parte de
las veces están cargadas de incertidumbre. No creo que exista una identidad estática o fija.
Desde este punto de vista, siento que la música, o mejor ‘las músicas’, son cuerpos de
sonido con los cuales podemos articularnos para encontrar sentido para nuestras vidas.
Cuando viajo en mi coche y busco un cierto tipo de música para ese momento que le de
‘completud’ a la experiencia, estoy buscando un sentido cotidiano, quizás pasajero. Pero
también pasa que la música nos da sentidos más abrasadores y sostenidos en el tiempo.
Me sucedía cuando era adolescente: buscaba en la música de los artistas que admiraba una
respuesta para mis preguntas de vida. Pero no era solamente una inquietud intelectual, era
mucho más que eso: era un asunto existencial. El profesor e investigador español Imanol
Aguirre dice que si queremos conocer lo que hay en el mundo interior de un adolescente
(sus apetitos, sueños, anhelos) basta con que miremos cómo están decoradas las paredes
de su habitación. Recuerdo que en mis paredes había varias cosas; pero lo que dominaba
era un gigantesco afiche de John Lennon, en blanco y negro. Me fascinaba la música de
Lennon, pero sobre todo me fascinaba el personaje y los ideales que encarnaba. Yo no
solamente escuchaba la música de Lennon, sino que además me vestía como él, usaba los
mismos lentes, tenía los mismos valores. En otras palabras, la música es mucho más que
música. Los sonidos son el corazón de territorios existenciales que dan sentido a nuestras
vidas. La banda sonora de nuestras vidas es un acumulado de configuraciones de
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experiencia existencial: ‘En tal época escuchaba a Silvio Rodríguez, en tal otra a Soda
Estéreo, a Leo Brouwer, a Bach, etc.…’ Cada uno de estos recuerdos está asociado a un
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mundo complejo de relaciones que trasciende los sonidos: un aroma de café, una persona,
una ideología, un rostro, un lugar de la ciudad.
Desde este punto de vista, la música es una herramienta poderosa para generar tejidos
existenciales significativos con las personas. La adolescencia es un momento de la vida en
el que se está precisamente buscando una identidad existencial en torno a preguntas como:
¿Quién soy? ¿Cuál es mi proyecto de vida? ¿Cuáles son los ideales y valores que me
mueven el piso? Por otra parte, es una identidad que se re sateliza de la familia al círculo
de amigos. Es decir, es un momento en el que, en general, el ámbito de las relaciones
sociales con los pares ocupa un lugar central.
En este marco de ideas, la música permite potenciar experiencias colectivas que nutren
las vidas de los jóvenes dándoles sentido emocional, llenándolas de identidad. Es una
experiencia además de expresión, que exterioriza asuntos profundos y nudos que de otra
manera no se pueden expresar pues no son fácilmente verbalizables.
Ahora bien, dado que el núcleo de esta experiencia colectiva de la música es de
carácter afectivo, su enseñanza no puede reducirse a un ejercicio teórico ni al simple
desarrollo de habilidades. Traer los territorios sonoros de los jóvenes al aula para desde
allí, construir experiencias significativas mediadas por una reflexión crítica y, al mismo
tiempo, enriquecidas por nuevas estéticas y propuestas musicales, no puede ser un mero
ejercicio intelectual o técnico. El centro tiene que ser la experiencia práctica de hacer y
escuchar música con otros. Lo que está en juego en una obra musical, lo está cuando
hacemos música. Dice Christopher Small acuñando el concepto de `musicar´: la música
no es un objeto (por ejemplo, repertorio, técnica, habilidad), es una acción.
Andrés Samper Arbeláez: En línea con la respuesta anterior, considero que la música a
enseñar en la escuela es toda aquella que sea susceptible de generar experiencias
celebratorias en torno a la vivencia colectiva del sonido. Esto para decir, que antes de
preocuparnos por los repertorios per sé, es necesario preguntarnos por el nivel de
implicación emocional que estamos logrando con un grupo de sujetos en un contexto
situado.
Ahora bien, es claro que no podemos enseñar todas las músicas. En ese sentido,
considero que hay tres criterios al momento de seleccionar este ‘arbitrario musical’:
Primero, la configuración musical del estudiante. Si la base de la educación musical es la
experiencia sensible, desaprovechar el impulso afectivo que tiene la carga de las músicas
que el estudiante trae consigo a la escuela, es un desperdicio de ‘energía pedagógica en
potencia’. Las músicas que traen las personas, desde este punto de vista, son detonantes
de deseo que pueden irradiar de vitalidad y significación las experiencias de aprendizaje.
Este asunto tiene dos consecuencias: primero, la escuela debe bajarse del pedestal de
cualquier tipo de música o cultura que sea pensada como superior con relación a otras
músicas. Segundo, el maestro debe estar también abierto a entrar en diálogo con estéticas
que él mismo no entiende o comparte, pero además está llamado a estudiarlas y a
conocerlas. Esto implica humildad, tiempo y trabajo.
El segundo criterio es el bagaje musical del propio docente. Mucho hablamos de la
importancia de atender a los gustos de los estudiantes, de buscar en sus propuestas de
repertorios una fuente de motivación para sus aprendizajes. Pero ¿en dónde queda el
maestro? Él o ella es también un sujeto anhelante y con ganas de crecer, con sus deseos,
potencias y límites. En este sentido, la experiencia pedagógica debe ser también gozosa y
sanadora para el docente en la medida en que éste puede también proponer desde sus
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como para el profesor. Pensar desde acá, además, implica la posibilidad de generar
experiencias lideradas por colectivos de maestros que tienen diversas experticias y
fortalezas artísticas que se pueden complementar con gran potencia al interior, por
ejemplo, de una misma institución. De allí que cualquier tipo de estandarización de
repertorios (sean cuales sean) puede implicar actos de violencia simbólica y subjetiva no
solamente hacia los estudiantes sino también hacia los maestros. Por lo mismo, cualquier
tipo de programa o secuenciación de contenidos, en mi opinión, tiene que ser fruto de una
negociación entre los actores que harán parte de la experiencia pedagógica (maestros y
estudiantes) y no una imposición externa. Menos aun cuando esta imposición externa
implica cánones cuyo correlato son pensamientos civilizatorios o colonialistas que hacen
invisible o denigran la otredad musical.
El tercer componente o criterio para esta selección de repertorios y saberes, que por
ende se extiende al asunto de las formas en que se transmiten las músicas, es el contexto.
Por supuesto, este asunto se relaciona directamente con los dos componentes anteriores
(quién es el estudiante y quién es el profesor). Desde esta perspectiva, un programa de
música para una escuela municipal en América Latina tendría que interrogarse por las
músicas que suenan y que hacen parte de los rituales de circunstancia de este lugar. Pues
si la escuela es un lugar de encuentro de saberes y de territorios existenciales, no puede
quedar por fuera el territorio sonoro que es habitado por la comunidad de esa escuela en
su cotidianidad existencial.
Con relación a este último punto, me parece importante que en las negociaciones de
contenidos las instituciones inserten, sin imponer, una postura en beneficio de la inclusión
de las músicas tradicionales de nuestros países. He allí una responsabilidad que tenemos
en defensa de la diversidad cultural, resistiendo frente a la homogenización musical que
tiende a decretar el mercado que aprovecha astutamente la irradiación vertiginosa de los
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producen y circulan las músicas vivas de nuestros territorios como parte del tejido cultural
de las comunidades locales.
Andrés Samper Arbeláez: Pienso que las discusiones tienen que ver precisamente con los
ejes arriba planteados: ¿quiénes son y de dónde vienen nuestros estudiantes? ¿Qué tipo de
educación musical es aquella que, más allá de empoderarlos con habilidades técnicas y
dominio de repertorios, los ayuda a construir una relación emocional significativa con las
músicas? ¿Quiénes y de dónde vienen nuestros maestros? ¿Qué músicas son las que
circulan por nuestros ecosistemas musicales locales?
Ahora bien, ya que hablamos de currículo, quiero ampliar esta respuesta planteando
una tensión que percibo entre la educación musical basada en la experiencia y algunas
tendencias curriculares en América Latina. Tendencias que además signan modas y
corrientes pedagógicas de otras latitudes, normalmente norteamericanas o europeas (Pues,
que yo sepa, hasta ahora no hemos importado de manera generalizada en América Latina
modelos de educación musical que provengan de sociedades no occidentales como la
africana o producidas acá mismo en nuestra región ¿verdad?).
Existen en la actualidad una diversidad de enfoques curriculares en el mundo que van
desde los meramente instrumentales y prescriptivos hasta aquellos de orden más abierto,
flexibles y críticos. Mi preocupación es más con los primeros, porque además son los que
tienden a dominar el sector de lo público en muchos países dada su eficiencia operativa en
la educación masiva.
Es decir, veo una tensión grande entre la música y un pensamiento curricular basado
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clase que luego deben traducirse en formas de evaluar conductas y además de asignarles
escapan por las fisuras del sistema porque no caben en la cuadrícula que delimita los
contenidos curriculares. A partir de una postura como la que expreso desde el comienzo
de esta entrevista, que entiende la música primero que todo como una experiencia
existencial de orden sensible, esto es muy preocupante porque es precisamente la esencia
de la música lo que queda por fuera; relegado a lo que la buena intuición del profesor de
turno pueda aportar al respecto en medio de las exigencias operativas del currículo
prescriptivo. Pero hay más: no solamente se corre el riesgo de que la experiencia de esos
aspectos subjetivos y no tan fácilmente objetivables quede invisibilizada sino que, además,
puede ser maltratada. Esto ocurre cuando hacemos de los logros técnicos, por ejemplo, un
fin en sí mismos cuya perfección hay que alcanzar a cualquier precio y terminamos
generando en los estudiantes ansiedades, bloqueos y desencantos hacia la música.
Conozco historias de personas cuya relación con la música ha quedado herida de por vida
por la arbitrariedad de estos currículos y miradas instrumentales cuando se neurotizan con
los productos y los resultados, desconociendo los procesos subjetivos de la gente.
que nutren los proyectos creativos de los estudiantes. Pedagógicos, porque los dota de
herramientas, en el caso de las músicas populares y tradicionales locales, para ser
interlocutores fluidos con las poblaciones con las cuales van a interactuar en su ecosistema
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menos sistemáticas que aquellas que dominan el mundo formal pero que quizás son más
ricas en términos de propiciar espontáneamente espacios para el disfrute, o la exploración
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haber allí formas de ver el mundo y la transmisión que pueden enriquecer las formas en
que enseñamos y aprendemos la música clásica misma. Formas de aprender que a su vez
signan posibles visiones alternas de asuntos como el cosmos, el tiempo, la relación con el
territorio y la naturaleza, el cuerpo y la salud o el valor espiritual de la vida. Conocimientos
que pueden ofrecer respuestas valiosas para las preguntas que se plantea hoy el mundo
occidental en medio de sus crisis morales, humanas y ecológicas.
Y entonces, a propósito de las posibles tensiones que pueden presentarse al momento
de implementar un modelo intercultural de este tipo, dichos puntos de fricción se dan
precisamente allí, en el terreno de lo epistemológico. Pensemos por ejemplo en que
decidimos incluir un componente de estudio de algunas músicas tradicionales de América
Latina en la clase de Análisis de la música. Estas clases, en la mayor parte de las
universidades, tienen algunos centros de gravedad característicos de los cuales menciono
dos: el texto musical como soporte de la música (expresado en la partitura), y un énfasis
en el análisis de lo armónico/melódico. El estudio de varias de nuestras músicas
tradicionales se agotaría en una o dos sesiones dentro de este modelo pues son músicas no
escritas que además suelen permanecer en movimientos armónicos muy sencillos (I-V-I o
I-IV-V-I). A la luz del paradigma académico, estas músicas serían en este sentido músicas
poco complejas armónicamente. Lo que sucede es que la riqueza de varias de estas músicas
no está en el componente armónico o melódico como tal. La gran riqueza tiende a estar en
el componente rítmico y tímbrico y en las formas en que timbre y ritmo se integran para
generar gestos, patrones, variaciones y diferencias. Dado que son músicas transmitidas
oralmente, podríamos estudiarlas mejor desde los registros sonoros con ejercicios de
audición ricos y no sólo desde la partitura. Tendríamos que pasar de una literatura en
notación a una literatura oral, aprovechando el valor de los registros audiovisuales. Pero
hay más: el valor adicional de estas músicas está dado por la forma en que se insertan en
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aulas universitarias sino además visitándolas y viviéndolas desde el corazón mismo de los
contextos socio-culturales en los que son producidas.
En este sentido, no podríamos pensar en sencillamente ‘incluir otros repertorios’
insertándolos en las formas típicas de transmisión de la academia. Es necesario pensar el
estudio de la música no sólo desde sus dimensiones académicas tradicionales: armonía,
melodía, ritmo y timbre, sino también en términos de dimensiones más amplias como:
forma, arquitectura, componente afectivo y relación de la música con los contextos socio-
culturales.
Visto desde esta perspectiva, tendríamos que buscar romper paradigmas de
transmisión que están anclados en las epistemes típicas de occidente. Tendríamos que
admitir, en este sentido, currículos que se despliegan – presencialmente - hacia los
contextos que están más allá de los muros físicos de la institución (i.e., otra visión del
espacio), tiempos más abiertos y flexibles para el despliegue de los procesos individuales
que no necesariamente coinciden con los ciclos de los programas estipulados (i.e., otra
visión del tiempo). Tendríamos que admitir la oralidad como un componente igualmente
válido que la escritura en la transmisión y estudio de la música. Soñando un poco más:
¿qué pasaría si entendemos la música como un cuerpo vivo y dinámico y no como un
objeto susceptible de ser disecado para ser analizado y dominado? Estos son tan sólo
algunos ejemplos de las tensiones epistémicas que es necesario poner sobre la mesa para
tomar decisiones al momento de implementar un currículo verdaderamente intercultural.
Nuevamente acá, no se trata de negar los paradigmas de transmisión occidentales. Más
bien se trata de preguntarnos si existe tal cosa como una pedagogía mestiza de la música,
que refleje mejor la fragua compleja que somos como herederos de tradiciones culturales
diversas de las cuales la civilización blanca occidental es tan solo una. Esta pedagogía
mestiza de la música podría buscar un complemento entre la sistematicidad de occidente
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Andrés Samper Arbeláez: Esta es una pregunta compleja con varias respuestas posibles.
Algunas de ellas ya las he planteado arriba. En general, creo que hay una serie de
iniciativas muy valiosas que se están trabajando de una manera cada vez más honesta en
educación superior para formar pedagogos de la música críticos, capaces de leer con
sensibilidad los contextos locales, y con una diversidad de herramientas metodológicas
para generar procesos de musicalización integradores y significativos. Por otra parte, el
FLADEM (Foro Latinoamericano de Educación Musical) ha propiciado una valiosa red
que fortalece estas miradas más abiertas de lo pedagógico desde la formación de maestros,
la investigación, el intercambio de saberes y la agencia en políticas públicas.
Un reclamo de algunos surge, en algunos contextos, frente a asuntos como la escasa
inversión en las artes en las escuelas (en términos de tiempos y recursos), la poca
sensibilidad estatal frente al valor de las artes como parte de la formación, y las políticas
neoliberales cuando estas imponen implementaciones demasiado instrumentales de los
currículos que asfixian operativamente a los docentes.
Por otra parte, en cuanto a la preparación de maestros, me parece que los problemas
más grandes aparecen en el caso de los músicos que son formados en la academia con una
escasa o nula exposición a lo pedagógico y a los contextos culturales populares. Pienso
que es allí en donde se dan los choques más fuertes pues estos músicos profesionales no
están preparados para desencadenar procesos significativos que sepan leer las
particularidades de los contextos y no disponen de herramientas metodológicas ni los
códigos culturales necesarios para entrar en diálogo con dichos contextos situados.
Pensemos en los intérpretes clásicos, por ejemplo, que han dedicado 15 o 20 años de su
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vida a formarse de manera altamente sofisticada como instrumentistas y que se dan cuenta
un día que el mundo en el que van a vivir no es el que les habían pintado. Es decir, se
enfrentan con la cruda realidad de que no pueden vivir de dar conciertos como solistas ni
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de tocar en orquestas porque los espacios son absolutamente limitados. Se ven entonces
obligados, muchos de ellos, a asumir clases de música en academias o en escuelas. Por un
lado, emergen a consecuencia de esto, sentimientos de frustración profesional al no
encontrar los espacios para desempeñarse como músicos – al menos con el perfil para el
cual fueron formados -. Por otro, surgen ansiedades al no saber qué hacer una vez están
dentro de la cotidianidad del trabajo, por ejemplo, frente a un grupo de 30 o 40 niños en
un aula de música. Esto, por supuesto, no es culpa de estos músicos. La responsabilidad la
tiene un sistema educativo que está anquilosado en un paradigma de formación
instrumental decimonónico y que aún no encuentra la forma de hacerlo más flexible y
pertinente para nuestros contextos. Desde este punto de vista, pienso que la formación
pedagógica tendría que estar presente como componente obligatorio de los currículos de
música para todos los estudiantes en nuestras universidades. Esto, unido a un conocimiento
más profundo de los contextos culturales locales y de sus músicas, es decir, de los
ecosistemas culturales en los que los futuros profesionales van a trabajar como pedagogos
y artistas. Como dije antes, esto ya está pasando en muchas instituciones. Es necesario
detectar en dónde aún no sucede y cómo podemos hacer para potenciarlo. Un asunto clave
es generar redes universitarias que hagan visibles las experiencias que ya se están dando
como referentes.
Finalmente, percibo que hay un tema muy importante en el que debemos trabajar y es
en el de la conciencia de los maestros de sus propias dimensiones psico-afectivas. Veo aún
muchos temores y problemas de auto estima entre los músicos pedagogos. En muchos
casos, tienen que ver con las marcas que ha dejado el sistema de formación instrumental
canónico al cual me refería arriba. En otros, tiene que ver con las biografías propias de los
sujetos. En cualquier caso, me parece que nos falta ayudar a ventilar esa interioridad
propiciando procesos de introspección en los que los maestros podamos mirar de frente
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musical significativo del estudiante y su motivación, lo cual está muy bien; pero pienso
que hemos olvidado el lugar del maestro como sujeto que también está en desarrollo con
sus propias biografías, expectativas, talentos y límites. En este sentido, requiere también
de espacios de auto descubrimiento, crecimiento y exploración que tendrían que ser
impulsados por las instituciones, las redes docentes, los gremios de maestros y el sector
público, entre otros. Pero también pienso que este tipo de ejercicios de auto reflexión y
auto conciencia tendrían que ser suscitados a manera de entrenamiento para la sana
‘higiene de vida musical’ desde la formación profesional misma en las universidades.
la mera eficiencia pedagógica o instrumental desde una perspectiva que invisibiliza las
necesidades particulares y diversas de los sujetos. En este sentido, pienso que la
investigación – como la música – debe partir de nuestros impulsos existenciales. Las
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preguntas que investigamos tendrían que ser preguntas por las que vale la pena vivir, que
ponen en juego nuestra razón de vida. Por otra parte, considero que deben ser
investigaciones que tienen clara la pertinencia de sus hallazgos para un grupo de sujetos
‘con caras propias’, es decir que tendríamos que poder afirmar de qué manera lo que
producimos le va a servir a las personas que van a hacer uso de esos hallazgos y porqué.
Es entonces cuando introducimos plenamente a los sujetos en la investigación y ésta se
llena de sabor, porque está preñada de los anhelos, afectos y potencia experiencial tanto
del autor como de los participantes. Así, al final de una investigación, lo primero que
tendría que pasar es que el autor se encuentre a sí mismo transformado y enriquecido
integralmente como sujeto, y no solamente como ser intelectual.
Desde este punto de vista, personalmente me intereso cada vez más en la investigación
situada en los contextos. Enfoques como la investigación – acción, la sistematización
pedagógica o la auto etnografía ofrecen valiosas plataformas para adentrarnos como
investigadores reflexivos y críticos de nuestras propias prácticas. Es en nuestros contextos
como maestros del día a día en donde está el conocimiento más valioso. Esto es así, porque
es un saber situado, puesto a prueba por la experiencia. Creo con convicción en este tipo
de teoría, que emana de la práctica para dialogar con las teorías de otros maestros,
investigadores y pensadores del mundo.
En este sentido, creo que, si hay algún tipo de agenda, ésta tendría su punto de partida
en el reconocimiento reflexivo de la experiencia pedagógica que está viva en la diversidad
de contextos culturales en los que nos desempeñamos como maestros. Por otra parte, las
preguntas que mediarían críticamente estas investigaciones situadas serían: ¿Qué enseño
y cómo lo enseño? ¿Cómo puedo mejorar mi pedagogía? Pero hay una pregunta anterior
a éstas, que es a mi juicio aún más importante y profunda: ¿Para qué enseño música? ¿Qué
le aporta la experiencia musical que propicio a la existencia de mis estudiantes y a la mía
propia?
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como referentes que pueden complementar y enriquecer nuestra visión occidental del arte
y del mundo.
Andrés Samper Arbeláez: Es interesante jugar a pensar que no hay 'clases de música'. Más
bien, lo que queremos propiciar son espacios ricos de hacer música que están preñados de
experiencia estética. En este tipo de escenario, si no hay clase, tampoco hay 'profesor'. Lo
que hay es una comunidad de sujetos que se reúnen para celebrar colectivamente los
sonidos a partir de unos repertorios determinados. Cada cual aporta a la experiencia, desde
lo que es en ese instante preciso, técnica, musical y existencialmente. Al decir de
Cristopher Small, en ese sentido, no hay un ‘musicar’ más serio que otro: El ‘musicar’ es
una experiencia de exploración de una serie de relaciones (con el sonido, con los demás
músicos, con la audiencia, con el ambiente, con el cosmos), una afirmación de esas
afirmaciones (sentido de identidad) y una posible experiencia estética o celebratoria
consecuente. Cada cual pone lo que tiene, con el mayor cuidado y amor hacia la música,
sus materiales y hacia los demás participantes en el momento de hacer música. He allí la
visión del 'rigor' que me interesa explorar: una relación de profundidad con la música al
servicio de la experiencia afectiva compartida.
En este tipo de contexto, un maestro de música es un agente más de ese ‘musicar’, otro
músico que vive la música en tiempo real con los estudiantes. Su labor es propiciar
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condiciones que favorezcan este espacio de exploración de las relaciones cuidando la salud
del vínculo que él mismo y sus estudiantes tienen con la música. Desde su experiencia,
que con frecuencia es de más tiempo que la del resto del grupo (aunque no
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suelta. Asume el rol honesto de entrar al grupo para ajustar o aclarar cosas cuando es
necesario y de retirarse cuando el grupo tiene que seguir explorando solo. Como maestros
generamos una experiencia de la cual por momentos nos sustraemos para ilustrar un
concepto, analizar una sección, trabajar un pasaje por separado. Pero siempre desde y hacia
la experiencia. Quedarnos solo en el análisis de la música (sin vivirla) llega a parecerse a
una autopsia: el trabajo con un cuerpo muerto cuyas secciones y órganos reconocemos y
estudiamos pero que se encuentra ausente como entidad viva. O es como si compramos
una casa, estudiamos y entendemos sus espacios, estructura, materiales y niveles desde los
planos, pero nunca entramos en ella para habitarla.
Desde este punto de vista, no hay recetas ni instructivos cerrados para enseñar la
música, puesto que la pedagogía es un arte y no una ciencia. Requiere, sobre todo, de
mucho sentido común, sensibilidad, honestidad y cuidado. En este cuidado, el maestro
reconoce sus potencias y construye desde allí, pero también es capaz de detectar con
transparencia sus propias trabas, miedos y límites. Es necesario prepararse bien, crecer
explorando nuevos repertorios y materiales, especialmente pensando en la población con
la cual se trabaja y en busca de nuevos desafíos. No anquilosarse en la comodidad de las
recetas repetidas. No todo vale, la música seguirá siendo siempre una experiencia que
implica atención, silencio y cuidado; que requiere muchas veces de esfuerzos sostenidos
y de paciencia. El maestro está allí, también, para acompañar los momentos de sequía
afectiva y de esfuerzos focalizados en sus estudiantes. Pero siempre tiene abierta la
pregunta: ¿Para dónde vamos? ¿Al servicio de qué está lo que hacemos y lo que vivimos
en cada momento del proceso?
Una ‘pedagogía de la escucha’ implica dos dimensiones. Primero, una reivindicación
en todos los niveles de una escucha que no se centra solamente en la audición analítica de
los sonidos, sino que nos permite, a través del oído y del cuerpo, generar un vínculo
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afectivo con los sonidos. Mi colega colombiano Eliécer Arenas le pregunta en una
entrevista reciente al músico senegalés Mamour Ba: ‘¿Qué es escuchar?’ Y él responde:
‘Escuchar es dejar que la música entre en el corazón’. Siento que muchas veces nuestra
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de transmisión abierta'. Éstos acontecen en contextos tales como la familia, con amigos,
en reuniones sociales, festivales y en los procesos de aprendizaje auto dirigido. Se trata
sobre todo de prácticas orales y holísticas. Este tipo de transmisión es poco sistemático,
aleatorio y fuertemente situado en las prácticas culturales extra-musicales. En el segundo
paradigma, el aprendizaje ocurre predominantemente en ‘sistemas cerrados de
transmisión’. Estos suelen ser comunes en entornos institucionales, desde la universidad
hasta las clases privadas de instrumento. El aprendizaje del cuatro en este segundo tipo de
transmisión también implica una fuerte presencia de la imitación, pero a través de
ejercicios y piezas graduadas en secuencias que van de lo fácil a lo complejo. Este segundo
paradigma de transmisión es de un orden más sistemático y se basa en el aislamiento y la
fragmentación del conocimiento, así como en la linealidad de los procesos. Bebe de las
aguas del paradigma científico ilustrado del cual hablé más temprano. En el primer
paradigma, aquel de orden ‘abierto’, tanto el conocimiento explícito (e.g. Las habilidades
técnicas) como el conocimiento tácito (e.g. El sabor y la expresión) están
permanentemente integrados en el centro del aprendizaje. En el segundo paradigma, aquel
de orden más cerrado y sistemático, sin embargo, se tiende a privilegiar el conocimiento
explícito, ya que es más fácilmente aislado, objetivado y fragmentado.
Los hallazgos más relevantes del estudio son que, aunque hay una serie de elementos
contrastantes entre los dos paradigmas de transmisión, también hay muchas áreas de
similitud. Algunas áreas como por ejemplo el uso de la notación, resultan ser menos
contrastantes de lo que esperaba. Más importante aún, pude detectar una serie de 'procesos
de traducción' que ocurren entre un paradigma y otro. Movidos por el interés personal, los
músicos cuatristas aprenden a través de caminos musicales que incluyen, en diferentes
grados, ambos paradigmas de transmisión. Pude ver que los entornos abiertos suelen estar
integrados a contextos socioculturales que potencian la aparición de procesos intensos de
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etc. Con la excepción de las universidades y de la enseñanza en clases privadas, donde las
lecciones individuales están en el centro del aprendizaje, la mayoría de la transmisión se
lleva a cabo dentro de espacios colectivos en los que se hace música. En términos
generales, la transmisión del cuatro se basa en la imitación. La notación suele ser
subsidiaria y abierta, en cuanto los músicos usualmente inventan sus propios códigos.
Mientras que en los entornos abiertos de transmisión el aprendizaje es más bien holístico,
en los entornos cerrados la transmisión generalmente implica secuencias lineales y lógicas
de lo simple a lo complejo. En términos generales los músicos son muy versátiles en
cuanto a su capacidad para tocar diferentes instrumentos y su habilidad para acompañar el
baile. Finalmente, en todos los contextos hay cierto nivel de integración entre interpretar,
improvisar, arreglar y componer.
Sobre la base de estos hallazgos el proyecto presenta una propuesta para la enseñanza
del cuatro en las universidades locales que, en mi opinión, podría ser generalizable a otros
instrumentos tradicionales o incluso clásicos. En el marco de la propuesta, hago especial
hincapié en la idea de una pedagogía "mestiza" que yuxtapone los enfoques sistemáticos
modernos - que tienden a ser más del tipo cerrado mencionado anteriormente- y los
enfoques tradicionales de transmisión oral de la música, que son menos sistemáticos, de
naturaleza holística y que por lo tanto están más relacionados con los sistemas abiertos de
transmisión que pude explorar. La propuesta sitúa a las prácticas musicales colectivas
como eje metodológico de la transmisión dentro del ámbito universitario y busca potenciar
asuntos como el desarrollo de las voces artísticas individuales, el sabor, la celebración de
la música y el contacto vital con los contextos culturales que enmarcan la producción
musical.
Debo confesar que ha sido una experiencia de cinco años que ha transformado mi
visión de la música y de la pedagogía en la medida en que me ha permitido estar expuesto
Página
Andrés Samper Arbeláez: Mi pregunta hoy tiene que ver con la dimensión afectiva y
espiritual de la música en el marco de los procesos educativos. Tengo la percepción de que
en muchas situaciones, y en particular en el contexto académico formal a nivel superior,
la educación musical suele dejar 'por fuera del radar' el asunto de la relación afectiva de
los músicos en formación con la experiencia musical. El afán por desarrollar habilidades
técnicas y analíticas cada vez más especializadas y finas, por momentos nos hace olvidar
esta verdad tan sencilla: La gente en 'el mundo de la vida', allá afuera en las calles de las
ciudades, en sus habitaciones, en los pueblos, en los campos, escucha música y la celebra
porque hay algo en su alma que es alimentado por los sonidos. De alguna manera intuyo
que detrás de esta relación afectiva con la música hay una dimensión espiritual
profundamente humana que a veces se nos esconde en la pedagogía musical. Desde esta
inquietud me surge otra serie de preguntas: ¿Qué tipo de condiciones pedagógicas
favorecen esta experiencia afectiva o espiritual de la música?¿Qué tipo de condiciones la
inhiben o, incluso, la maltratan?¿De qué manera los paradigmas pedagógicos en los que
nos movemos atraviesan nuestras prácticas incidiendo – para bien o para mal - sobre la
potencia de esta experiencia?¿Cómo podemos poner nuestro hacer musical y nuestra
pedagogía al servicio de las gentes - desde un estudiante de violín clásico en el
conservatorio hasta un anciano en una casa municipal de cultura - que están en busca de
este alimento sensible que provee la experiencia musical?
La consecuencia lógica de esta pregunta es que su respuesta solamente puede estar
situada en los sujetos, pues cada persona tiene un vínculo íntimo y particular con la música
de acuerdo a su propia configuración social, histórica, familiar, cultural. En este sentido,
quiero adentrarme en procesos investigativos que indaguen no solamente sobre las
metodologías per sé, es decir sobre las actividades, secuencias didácticas, estrategias de
aula, etc.; sino, ante todo, por la manera en que estas apuestas metodológicas afectan la
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existencia de los sujetos en clave de su relación afectiva con las músicas. Me parece que
un buen punto de entrada a este universo, tanto en la investigación como en el aula, son
las narrativas de las personas expresadas en bitácoras, grupos de discusión, entrevistas en
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profundidad, entre otros medios e instrumentos. Es decir, aquello que nos cuentan las
personas sobre cómo viven, sienten y se relacionan con la música en las distintas facetas
de su vida.
Creo que en estas narrativas se encierran las claves para entender las condiciones que
generan relaciones cada vez más significativas y profundas desde el punto de vista afectivo
entre la música y las personas. Interpretar estas narrativas en clave de las pedagogías que
propiciamos como músicos dentro y fuera del aula puede ser una bella agenda de
investigación educativa con perspectiva humana. Una manera honesta de develar lo que
puede significar ‘musicar’ sanamente la existencia de la gente, incluida nuestra propia
vida.