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Rabelais, ¿Heredero intelectual de Erasmo?

Jean-Claude Margolin
[Trad. Agostina Cavasotto]

Mi tema no es nuevo. Muchos historiadores de la literatura, especialistas en la época y


civilización renacentistas, han escrito libros o artículos sobre las relaciones intelectuales, y, se
podría decir, espirituales, entre dos gigantes del humanismo europeo. Además, hoy en día la
influencia de Erasmo sobre Rabelais es corrientemente aceptada, sino demasiado conocida.
Algunos críticos han subrayado la convergencia de muchas reflexiones lingüísticas o
semióticas con temas sociopolíticos, socioculturales y socioreligiosos en los problemas de
educación, matrimonio, guerra, paz, etc. Michael Screech ha mostrado, en su libro Rabelais,
la cantidad e importancia de los elementos tomados por el novelista francés de Las
anotaciones al Nuevo Testamento de Erasmo, uno de los textos más relevantes del humanista
cristiano holandés para el conocimiento de su opinión religiosa sobre la mayoría de los
problemas teológicos, sociales y éticos de su tiempo y del nuestro.

Podemos recordar las primeras líneas de la famosa carta de Rabelais a Erasmo: “Te he
llamado ‘padre’, también te llamaría ‘madre’ si tu indulgencia me lo permitiese” (Frame,
746). Seguidamente, Rabelais trata de justificar su juicio y devoción, desarrollando un
paralelismo con mujeres que llevan niños en el vientre, los alimentan y protegen del miasma
desagradable y peligroso en el aire que los rodea. Erasmo era para Rabelais el primer maestro
de cultura, un famoso editor o traductor de muchos textos griegos y latinos, desde los autores
clásicos hasta los más célebres padres de la Iglesia. Rabelais trabajó sobre Hipócrates y
Galeno; Erasmo había traducido al menos tres de los tratados breves y filosóficos de Galeno
al latín. Concebían del mismo modo la libertad y la voluntad, así como la relación entre
naturaleza y razón, a pesar de algunas diferencias de énfasis. Para ambos, la razón humana
debe armonizar con la naturaleza, tanto con la individualidad de una persona como con la
naturaleza en general, ese mundo o naturaleza universal creada por Dios y la razón humana,
que Paracelso llamó “macrocosmos”.

La mayoría de los pensamientos de Rabelais sobre la educación concuerdan con los


de Erasmo. Sus enemigos son los mismos —gramáticos medievales y teólogos escolásticos,
perdidos en las nubes de una dialéctica puramente formal y aprisionados en los obscuros
arcanos de un dogmatismo vacío―. Atacan los mismos métodos y la misma formación
filosófica, como podemos ver en De pueris y Dialogus de recta pronuntiatione (Erasmo ASD
1-4 1973, 1- 103) y en la carta de Gargantúa a Pantagruel (Frame, 158-62). Ambos se burlan
de los antiguos y obsoletos libros de texto, y las maneras de enseñar y educar; ambos están
profundamente indignados por las diversas marcas de crueldad mental y física hacia los
jóvenes estudiantes, originadas en un auténtico sadismo. Ambos son propagandistas
convencidos de una educación altamente liberal, una verdadera preparación para la vida, para
una vida profesional, cívica y religiosa.

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Mi primer punto pondrá énfasis en Erasmo y Rabelais como elogiadores de la locura. Como
muestra Walter Kaiser en Praisers of Folly, son diferentes y cercanos al mismo tiempo. Creo
que la mayoría de sus ideas derivan de su acercamiento al hombre y a la locura, locura dentro
y fuera del hombre. Mi segundo punto tratará acerca de la concepción religiosa de los
autores, con la locura cristiana como nexo entre el primero y segundo punto. Y, dado que
Erasmo y Rabelais son grandes prosistas, Erasmo en latín y Rabelais en francés, mi tercer
punto consistirá en un breve análisis comparativo de dos estilos diferentes, dos maneras de
mantener un diálogo con los lectores, tanto de su propio tiempo como del futuro.

Sería ridículo mirar el Elogio de la locura como un microcosmos del trabajo y


pensamiento de Erasmo. Sabemos que, luego, Erasmo se retractó de algunos de sus trabajos,
lamentando haber causado algunos problemas en la mente de gente respetuosa o haber
ofendido a los representantes de instituciones sociales o religiosas. Pero en su defensa contra
los detractores, Erasmo afirma que, al escribir su Elogio de la locura, no tenía otro propósito
distinto que el que tuvo al escribir su muy cristiano Enchiridion militis christiani (CWE
1988, 66: 1-127). El Profesor Halkin está de acuerdo, como demostró en Tours con su ensayo
“A Religious Pamphlet of the Sixteenth Century: The Praise of Folly.”. Intentaré mostrar que
la jocoseria declamatio es la mejor expresión de los más profundos pensamientos de Erasmo,
de su ego afectivo e intelectual.

El sermón de la diosa Locura está lleno de conocimiento, citas y referencias; parece


una magnífica pieza de retórica clásica y renacentista; descubre la mayoría de los problemas
sociales, políticos o religiosos del momento; es una puerta al mundo como es y como debería
ser. Ya que la Locura, que es al mismo tiempo una mujer y una diosa, habla en primera
persona, Erasmo es más bien un observador, y, por ende, el autor y el lector experimentan al
máximo lo que llamo una irónica autoconciencia.

En la locura erasmiana encontramos, al mismo tiempo, la figura del bufón medieval y


el perfil irónico del humanista del Renacimiento. Así será en Rabelais. La Dama Locura y las
gigantescas, absurdas, pero tan humanas figuras de Gargantúa y Pantagruel sirven como
espejos reflexivos y distorsionadores para sus padres literarios y para la autoconciencia del
lector.

El loco puede reflejar lo que soy, lo que quiero ser o lo que aparento ser; en otros
momentos, el loco puede ser mi opuesto, mostrando lo que no quiero ser o parecer. El loco es
una figura ambivalente, de ahí su función, según la descifra Robert Klein (1963), como
instrumento de auto-comprensión.

Esta figura ambivalente no solo genera una serie de paradojas, además de argumentos
a favor y en contra del matrimonio, la guerra, y la locura, sino también un texto paradójico
que corresponde a la ambigua conciencia de humanidad. Como un escritor que mantiene
distancia frente a su portavoz, en vez de hablar por sí mismo y por nosotros, Erasmo
construyó una figura dividida en dos e, incluso, tres partes. Una locura mala y demente, una

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buena y creativa, una divina y sobrehumana. Rabelais también creó locos buenos y malos:
Picrochole y Panurgo, Pantagruel y Epistemón.

La esencia de la locura humanística es precisamente su ambivalencia, es decir, su


posibilidad de convertirse en su contrario, en otras palabras, en sabiduría. Desde luego, la
personalidad de Erasmo y Rabelais, y los aspectos especiales de sus trabajos implican un
sentido del humor y un gusto por la diversión que no se pueden separar del sermón de la
Locura o el discurso narrativo de Gargantúa y Pantagruel. Acá no discutimos tratados
filosóficos o una procesión de conceptos. Como lectores, parecemos ser espectadores
involucrados en un drama mientras Moria y sus compañeros, por un lado, y los gigantes
rabelesianos, con su escolta alegremente colorida, por el otro, representan sus papeles frente a
nosotros. Pero no somos espectadores fríos, porque la obra es nuestra obra, la tragicomedia
vital de la humanidad. Nos hacemos al mismo tiempo actores y espectadores. La locura es
autoconciencia irónica y la herramienta más efectiva para descubrirnos a nosotros mismos.

A veces, la figura del loco hace reír, porque nos muestra el estado y el inofensivo
patrón de una anti-humanidad exorcizada y adimensional. A veces, como el topos
iconográfico de un esqueleto, la apariencia del loco, desde la Edad Media hasta la Época
Barroca, nos invita a una especie de meditación socrática. No debemos olvidar que la vida es
una meditación sobre la muerte y el morir. Debemos recordar que Sócrates, para la mayoría
de la gente de su tiempo, y quizás para algunos aún hoy, era un loco. Por medio de una figura
doblemente reflejada, como hemos visto, podemos echar la mirada hacia nuestra verdadera
naturaleza, nuestro verdadero ego, privado de toda apariencia falsa o incorrecta. No
sorprende que la figura de Sócrates sea central tanto en la obra de Erasmo en general, como
en la novela de Rabelais. Nuevamente nos encontramos con los célebres Sileni Alcibiadis, es
decir, con el adagio de Erasmo y con el prólogo de Gargantúa (5-9) [3-5].

En Gargantúa, especialmente el prólogo, la influencia intelectual y religiosa de


Erasmo es obvia. Todos conocen el libro de Gérard Defaux, Pantagruel et les sophistes, y las
páginas de Raymond La Charité sobre el tema. El texto fundamental del prólogo, en el cual el
autor invita a sus lectores a ir más y más profundo en la materia de la novela, es el adagio de
Erasmo. El substantifique mouelle que cualquier lector avisado debe descubrir y absorber
para asimilarlo, y también para ser asimilado o mezclado es el verdadero ser interior de esas
figuras absurda y grotescas llamadas Sileni, con los que Alcibíades comparó a Sócrates en el
Banquete.

La representación concreta y colorida de la dialéctica filosófica de la apariencia y la


realidad ya se había usado antes de Erasmo y Rabelais. Pero en la historia de las ideas de la
civilización occidental, nunca se ha expresado de manera más vívida o convincente. Erasmo
lleva sus análisis hasta un punto muy alto, que Rabelais no trata de alcanzar. La figura más
importante del Silenus erasmiano es Cristo mismo, mientras que Rabelais no traspasa las
fronteras humanas. Dorothy Coleman (1971) ha notado también que, a pesar de la derivación
del prólogo del adagio de Erasmo, Rabelais hace algunos cambios muy significativos.
Primero, los Sileni de Erasmo y Platón, que eran estatuitas ornamentales, se han transformado
en cajas de apotecario llenas de drogas, especies y preservas. A pesar de algunos comentarios

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picantes, Erasmo nos dio una descripción puramente funcional porque tenía pensado usar esta
figura concreta rápidamente con una finalidad filosófica y ética, es decir, para demostrar la
relación dialéctica y abstracta entre apariencia y realidad. Al contrario, Rabelais se demora en
una descripción pintoresca, con alusiones familiares y populares, muchos recursos y efectos
retóricos, y palabras médicas. Por ejemplo:

(Erasmo) Abrid el Sileno al revés, y encontraréis un tirano, a veces el enemigo de su pueblo, un


odiador de la paz pública, un sembrador de la discordia, un opresor de los buenos, una maldición al
sistema judicial, un derrocador de ciudades, un saqueador de la iglesia, entregado al robo, sacrilegio,
incesto, el juego— en breve, una Ilíada de males, como dice el proverbio griego. Hay quienes, en
nombre y apariencia, se imponen como magistrados y guardianes del bien común, cuando en realidad
son lobos y predadores del estado. Hay quienes veneraríais como sacerdotes si solo miraseis su tonsura,
pero si miráis al Sileno, veréis que son más que laicos… Hay quienes… juzgando por sus barbas
largas, caras pálidas, capuchas, cabezas inclinadas, cinturones, y orgullosas expresiones truculentas,
podrían pasar por Serapio y San Pablo; pero lo abrís, y solamente encontráis meros bufones, glotones,
vagabundos, libertinos, más aún, ladrones y opresores, pero de otra manera, más venenosa porque es
más oculta— en efecto, el tesoro es un pedazo de carbón, como dicen (Mann Phillips 1964, 276-77).

(Rabelais) cajitas… decoradas por fuera con figuritas frívolas y alegres, tales como harpías, sátiros,
ocas embridadas, liebres con cuernos, perros enjaezados, machos cabríos alados, cerdos coronados de
rosas… pero dentro de dichas cajas se guardaban las drogas más finas como bálsamo, ámbar gris,
amomo, incienso, pedrerías finas y otras cosas preciosas.

Encontraremos de nuevo estas diferencias en estilo y finalidad cuando hablemos de


Erasmo y Rabelais como prosistas.

El lugar central ocupado por la Iglesia y sus representantes en el adagio de Erasmo


en el Elogio de la locura nos lleva a otra comparación entre los dos autores en cuanto a la
posición de la locura cristiana, según la Epístola de Pablo a los romanos y varios otros
textos tomados del apóstol. A través de un gran número de capítulos, Rabelais se
preocupa por todo tipo de locura, no solo el tipo alegre del tiempo de carnaval, según ha
escrito Bajtín (1972). Como la gente sabe, según las Escrituras, el número de necios es
infinito (Eccles. 1: 15). En Elogio de la locura, podemos contemplar la variedad de locos:
algunos simplemente están dementes; algunos son amantes de sí mismos (la philautia
[Erasmo 1979, 17, 34-35], que ya encontramos en las obras de San Bernardo); algunos
son glotones y ambiciosos mientras que otros son inocentones o inconscientes. A veces,
ancianos se enamoran de niñas lindas, mientras las ancianas arden en deseo por los
jóvenes; algunos mueren por un matrimonio que Erasmo llama matrimonio que es un no
matrimonio (ASD 1-3 1972, 591-600). Rabelais nos muestra algunos casos de posesión
diabólica, mientras que Erasmo, a través de la Dama Moria, denuncia muchos casos de
necedad irreligiosa y discusiones estúpidas e interminables sobre teología y filosofía. La
cuestión es que, para Erasmo, que sigue a San Pablo, surge una inversión completa de
valores. Hay una buena forma cristiana de la locura, una locura cristiana ordenada
divinamente que se opone a la sabiduría mundana. La locura cristiana es perfectamente
compatible con la verdadera sabiduría, que es un don del espíritu. Volvemos a encontrar
la ambigüedad de la locura, la autodivisión de la conciencia del hombre.

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Esta locura cristiana de Erasmo nos lleva al problema de las ideas religiosas y la religión
de Rabelais. Este tema no era nuevo cuando Lucien Febvre lo preguntó en Le problème
de l'incroyance au SVIe siècle o cuando Abel Lefranc compiló su edición crítica de las
obras de Rabelais (1912-55). Tampoco decimos que todos los rabelesianos estén de
acuerdo en cuanto al estado religioso de François Rabelais, al menos según sus obras.
Ciertamente, nadie mira a Rabelais hoy como lo hicieron los censores católicos que lo
condenaron como un escritor ateísta y obsceno. Sin embargo, el problema sigue abierto.

Les debemos mucho a algunos estudiosos de Rabelais por su mirada profunda en


este campo importante, especialmente Michael Screech, editor de Rabelais y autor de un
libro fundamental sobre Rabelais (Screech 1979b) y otro sobre Erasmo (1980). A pesar de
que Roland Crahay (1977) haya demostrado que la palabra “evangelismo” es ambigua,
demasiado general, e inadecuada para discutir a Erasmo, se ha usado con frecuencia,
desde Lucien Febvre, sobre Marot y Rabelais: Screech ha publicado dos ensayos, Marot
évangélique y L’évangélisme de Rabelais. Así que, mientras especifiquemos a qué nos
referimos con “evangelismo”, resulta un acercamiento útil a Erasmo y Rabelais.

Erasmo es, realmente, un autor bíblico, un exégeta, un profundo conocedor de los


cuatro Evangelios y de los comentarios de los Padres de la Iglesia sobre estos evangelios.
Es, además, un comentarista del Nuevo Testamento en sus Anotaciones y Paráfrasis, y un
comentarista de los antiguos comentarios bíblicos. Por estas razones, lo podemos llamar
un escritor evangélico. La Biblia y los Padres siempre están literal y espiritualmente
presentes en sus escritos, en los que no trata de religión o teología, así como en sus
tratados pedagógicos o en sus obras pacifistas. Además, algunas de estas están
construidas como comentarios a los Salmos, como su Consultatio de bello Turcis
inferendo (ASD V-3 1986, 1-82), un comentario al Salmo 28, que exalta las virtudes de la
paz.

El problema del evangelismo de Rabelais es un poco más complejo. No se lo


puede considerar siempre como un comentarista de la Biblia, y en su novela es difícil
separarlo de sus personajes, que reciben varias caracterizaciones, muchas de las cuales no
son propiamente evangélicas. Casi todas las imágenes de una vida y credos positivos
cristianos no se sostienen independientemente, sino por contraste con descripciones
satíricas o representaciones irónicas de imágenes ridículas, ásperas e incluso crueles de
los representantes de la institución católica romana, como Frère Jean des Entommeurs.
Por contraste, además de los patrones satíricos de Erasmo de lo que un cristiano no debe
ser, hay muchos ejemplos, especialmente en sus últimas obras, en las que los aspectos
bellos y sublimes de la verdadera religión de Cristo se muestran generosamente.

Enfatizadas o no, las referencias bíblicas aparecen por todas partes en Rabelais,
pero se tapan por olas de comedia y consecuentemente no son identificadas,
especialmente por un lector moderno. Sobre el extraordinario nacimiento de Gargantúa,
Screech escribe: “En el siglo dieciséis, cualquier lector de Rabelais más o menos educado
o no en la Biblia podía asociar el nacimiento de Gargantúa y las reflexiones que derivan
de él con la milagrosa concepción de Sara y la de la Santísima Virgen. Rabelais no

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menciona a ninguna; ambas están bajo su mirada” (Screech 1979a; 2, la traducción es
propia).

Nuestra lectura de Rabelais ha evolucionado, y ahora nos impresionamos más por


las descripciones cómicas y el discurso narrativo de los personajes de Rabelais que por las
alusiones bíblicas o clásicas dirigidas a otros estudiosos de su tiempo. Para nosotros,
Rabelais escribe, en muchos pasajes, una parodia de la Biblia, a pesar de que Screech diga
“Rabelais ne parodie point la Bible 1” (Screech 1979a, 12). Estoy de acuerdo con él
cuando dice que no debemos buscar una interpretación a Rabelais en el cinismo o
ateísmo. Pero una parodia no necesariamente significa burla cínica, corrosiva o
destructiva de la fe. Rabelais le guiña un ojo a su lector educado, pero su parodia contiene
bastante humor. Y el humor, creo yo, no se opone al sentimiento religioso, como ha
mostrado Etienne Gilson (1924). Cuando habla de los teólogos parisinos y su argumentar
sobre la fe, se parece a Erasmo, su padre religioso, como él sugiere, pero la dosis o
sobredosis de sátira e ironía es más grande y agresiva que la del humanista holandés. La
frontera entre el catolicismo romano y la Reforma luterana o calvinista casi se pasa.

En el mismo capítulo sobre el nacimiento de Gargantúa, Rabelais escribe:


“Pourquoy ne le croyriez vous? Pour ce (dictes vous) qu’il n’y a nulle apparence. Je vous
dictez que pour ceste seule cause vous le debvez croire en foy parfaicte. Car les
Sorbonistes disent que foy est argument des choses de nulle apparence” (I: 31-32) [¿Por
qué no deberíais creer lo que les digo? Porque, vosotros respondéis, no hay evidencia. Y
yo respondo que, por justamente esa misma razón, deberíais creer con fe perfecta. Porque
los doctores de la Sorbonne dicen que la fe es el argumento de la verdad no evidente. (Le
Clercq, 23)]. El texto deriva directamente de la Epístola a los hebreos (11: I).

La comedia de Rabelais es una comedia de circunstancias. Depende del


enunciador, de su finalidad, y de los efectos que la comedia produce en la mente del
lector, de su conocimiento o ignorancia de la Biblia y su exégesis, de su actitud hacia los
Doctores de Teología de la Facultad de París. En pocas palabras, para Rabelais, como
para Erasmo, escribir es una cuestión de decoro y polisemia: el buen orador, al igual que
el buen escritor, tiene que persuadir a sus oyentes o lectores de la bondad de su causa y de
su propia inteligencia. San Pablo y sus comentaristas saben que esta definición paradójica
de fe tiene un significado, pero el burlador de los sorbonistas finge no haberlo entendido.
Si nos quedamos en un nivel literal, hablamos pero no decimos nada, porque hablar de
nada es lo mismo que no hablar.

Lo que podemos decir sobre el serio problema de fe en Erasmo y en Rabelais es


que, para ambos, la fe es diferente de las prácticas cristianas tradicionales, las
peregrinaciones, el culto a los santos, incluso las oraciones y la confesión. Ya hemos
hecho notar que la burla erasmiana y rabelesiana de las instituciones eclesiásticas,
prácticas rituales e incluso de las Sagradas Escrituras no son, como creía Abel Lefranc,
señales de su Lucianismo, en el sentido de los teólogos y censores del siglo dieciséis. En

1
“Rabelais no parodia la Biblia.” (N.T.)

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Rabelais franciscain, Etienne Gilson justamente hace notar que la burla estaba totalmente
integrada a las tradiciones y filosofías medievales, y era una antigua institución clerical.

Los gigantes de Rabelais continuamente alaban a los Evangelios y están llenos de


entusiasmo cuando hablan de la bondad de Dios. Encontramos la misma verdadera
devoción en Erasmo, no solo al final del sermón de Moria, sino en todas sus obras. A
ninguno de los autores les gustaban las oraciones impuestas o interesadas (ver, por
ejemplo, el satírico y audaz coloquio Naufragio (ASD 1-3 1972, 325-32), que podemos
comparar con el capítulo sobre la terrible tempestad en el Quart livre). Erasmo compuso,
en efecto, oraciones a Cristo, la Santísima Virgen, Santa Genoveva, entre otros. Los
gigantes rabelesianos llaman a la gente a la simplicidad y humildad, al igual que Erasmo.
En este sentido podemos pensar en ambos autores como evangelistas, es decir, dos
cristianos convencidos del valor humano del mensaje eucarístico.

No tengo suficiente espacio para comentar las diferencias notables entre la fe de


Erasmo y la de Rabelais. Algunos han visto en este último a un luterano o cuasi-luterano,
por su alta alabanza de la fe por encima de las obras. Sabemos que Erasmo, en su tratado
controvertido en contra de Lutero, sobre el libre albedrío y la esclavitud de la voluntad,
no trató de mitigar o denigrar la fe comparada con las obras, sino más bien intentó asociar
buenas obras y verdadera fe en una cooperación entre el hombre y Dios para su salvación.
Rabelais no expresó sus ideas teológicas sobre este tema, más allá de algunas alusiones en
Gargantúa y Pantagruel, y en su “Pantagruelique pronostication.” Pero la referencia no
alcanza para determinar si pudo haber sido luterano o calvinista.

Después de haber analizado algunos temas o ideas en Erasmo y en Rabelais, ahora


deberíamos recordar que fueron y son dos de los más grandes escritores del siglo dieciséis
y quizás de todos los tiempos. Por eso, contemplemos el estilo de su escritura, primero lo
que los humanistas llaman la varietas o la copia verborum y, después, su opuesto, la
brevitas. Trataremos de ver cómo, a pesar de las diferencias entre sus personalidades y
sus obras, el lenguaje y estilo de escritura del humanista latino-holandés pueden haber
contribuido a formar el estilo e invención literaria de Rabelais.

Parece muy difícil establecer un parámetro común entre obras tan diferentes como
los libros de Erasmo y la novela de Rabelais. Erasmo escribió tratados pedagógicos,
ensayos teológicos, comentarios a los Salmos, anotaciones al Nuevo Testamento,
paráfrasis sobre los Evangelios, diálogos vívidos, oraciones, comentarios a proverbios
clásicos, apotegmas, apologías imitadas de los autores griegos y latinos, entre otros. La
obra más importante de Rabelais y, para muchos, su única obra, es su novela gigante. Ya
hemos notado una característica común a ambos escritores: el sentido y espíritu de humor,
y una manera paradójica de pensar y escribir. El humor y las paradojas, en mi opinión,
son características no solo del pensamiento y escritura, sino que rebalsan la entera
personalidad de una persona, expresan una manera de vivir, una manera de ser. Ambos
escritores son aficionados al lenguaje y las palabras; les hacen el amor, para tomar una
frase de Louis Aragon. Juegan con las palabras, incluso en los pasajes más serios, incluso
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en los títulos de sus libros o capítulos. En Les Langages de Rabelais, François Rigolot
demostró el valor de los juegos de palabra para persuadir y triunfar sobre los demás, sean
amigos o enemigos. A pesar de que Rabelais no desarrolló teorías sobre el lenguaje,
Erasmo lo hizo un poco en su importante, aunque bastante desconocido tratado Lingua
(ASD IV-1a 1979). Cuando Erasmo escribe su Enchiridion militis Christiani, juega
“jocoseriamente” con la palabra griega “enchiridion,” cuyo doble sentido es daga y libro,
o en francés “manuel” y “poignard,” la segunda de las cuales deriva de “poing,” con
“poignard” significando “une arme de poing.” Pero esta arma simbólica, un libro que uno
lleva cuidadosamente en la mano, no es agresivo ni dañino; es un arma de autodefensa en
contra de los asaltos de Satanás, la síntesis de todas las malas pasiones.

Otra característica erasmiana de esta forma seriocómica de pensar y actuar en su


diálogo con el lector honesto (y listo) está relacionada con los nombres que les da a las
figuras en sus coloquios, como Antronio, el abad estúpido y grosero cuyo nombre nos
recuerda una antigua tierra de burros; o Bonifacio y Beato, cuyas caras denuncian la
discrepancia, si no oposición, entre las palabras y cosas (vocabula y res), porque Beato no
está contento y Bonifacio todavía parece triste.

Pero las diferencias entre los dos escritores son grandes. Terence Cave, en The
Cornucopian Text (1979), ha escrito un excelente capítulo sobre el estilo y escritura de
Rabelais. Primero nota, correctamente, que el novelista francés ha seguido el patrón
clásico del texto visto como una cornucopia, una fuente universal llena de “doctrina,
ratio y natura” (Cave 1979, 177). En lo que se refiere a Erasmo y su copia verborum ac
rerum (Cave 1979, 178), encontramos reglas de teorización que Rabelais, con su genio
inventivo, puso en práctica más o menos inconscientemente. Sin embargo, no se puede
considerar a Erasmo ni como un filósofo del lenguaje ni como un teórico de recursos
retóricos o de la producción de un texto. Su mejor aproximación al tema consiste en
producir ejemplos, referencias clásicas, o sus propios recursos, a veces inventando o
recordando pequeñas historias y fábulas para sensibilizar al lector hacia la idea, evento o
dicho que quiere implantar en su cerebro. Erasmo tiene un approach original al enseñar,
en directa oposición a los largos, austeros y aburridos argumentos de los Escolásticos.
Quiere ilustrar su pensamiento con todas las técnicas usadas por los retóricos. Rabelais no
está enseñando, pero mientras cuenta su agradable historia, vierte en nuestra cabeza,
mente, corazón y cámaras más secretas de nuestra carne una mezcla de ideas, sueños,
fantasía y placer.

El francés de Rabelais, el placer que sentía al escribir, su poder genial de


imaginación, su creación de nuevas palabras y nuevos lenguajes, deben considerarse su
propia habilidad. Admiraba la facilidad de expresión del latín erasmiano y podía apreciar
el estilo de Cicerón. En el lenguaje, sin embargo, no se lo puede considerar, y él no se
consideraba, un discípulo o heredero de Erasmo. A pesar de que era humanista, fiel a las
reglas no escritas del humanismo, un amante de los autores clásicos griegos y latinos, él
descubrió por sí mismo el poder de la inspiración, en la vis mentis de los escritores
paganos y el spiritus o soplido de los profetas bíblicos. De ahí el estilo y manera de

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hablar, reír o llorar de sus gigantes, esas paradójicas imágenes de los profetas del Antiguo
Testamento.

Para volver al estilo latino de Erasmo y la escritura narrativa francesa de Rabelais,


podríamos decir primero que la varietas del primero es más significativa que el tono
unificado de la prosa de Rabelais. Erasmo usa varios registros según el género, las
circunstancias, los receptores o el destino de su obra escrita. Por contraste, a pesar de su
habilidad para hacer hablar o pensar a los personajes según su naturaleza, Rabelais
permanece como el gran señor del lenguaje. Aunque se mezcla con los personajes que ha
formado, el narrador mantiene su flujo verbal. Pero no nos debemos dejar confundir por
la varietas de Erasmo y la copia verborum de Rabelais. Después de leer las obras y cartas
de Erasmo, descubrimos su predilección por la brevedad, pureza, y brillantez del estilo.
Sin emargo, este tipo de aticismo, para hablar como los antiguos retóricos, o este gusto
por la brevitas no es para nada contrario a la copia verborum. Para Erasmo, como para
Rabelais, copia no es la abundancia en sí misma, sino la potencialidad intelectual de
elegir, entre la cornucopia de palabras, esas que son particularmente apropiadas a la
finalidad del orador o del escritor. A pesar de que algunos diálogos en los Coloquios de
Erasmo muchas veces parecen escenas de Gargantúa o Pantagruel, no nos debe
sorprender que Erasmo use más una brevitas, tomada de su lectura de Séneca y su
ingenium, y Rabelais un vocabulario exuberante, sacado de la tradición de los retóricos
franceses y su propio genio.

En conclusión, me parece imposible no asociar a estas dos grandes personalidades


y escritores del siglo dieciséis. Rabelais se separó de la vida eclesiástica y Erasmo cortó
todo vínculo de dependencia para vivir una vida laica. Erasmo era un estudioso y escritor
de fama universal, y Rabelais, un estudioso y médico, pero sobro todo un escritor de
genio. Ambos se rebelaron en contra de una sociedad corrupta, tanto civil como religiosa.
Ambos escribían de diferentes maneras, desde la sátira más graciosa al estilo más serio
impregnado con profundos sentimientos. Forjaron una literatura comprometida con
construcciones sorprendentes e imaginativas: la Locura por un lado, Gargantúa y
Pantagruel por el otro. Ambos fueron condenados por la Iglesia, ambos finalmente fueron
hostiles a la Reforma después de hacer su parte en la búsqueda por una reforma de la
sociedad y la Iglesia Romana.

Erasmo era mayor que Rabelais, y, en cierta manera, su maestro: “Mi Padre tan
humano” (Frame, 746). Rabelais, al reconocer su estatus moral de seguidor o discípulo de
Erasmo, no se comporta, en mi opinión, como un cortesano ofreciendo sus respetos a un
pensador y escritor mundialmente famoso. El tributo parece sincero y justificado.
Rabelais no es el heredero intelectual o religioso de Erasmo simplemente porque ambos
fueron condenados por los “theologastres” de la Sorbonne o porque los libros griegos de
Rabelais fueron confiscados por esa misma gente, asustada por los comentarios de
Erasmo sobre Lucas. Aun si no es el “último erasmiano francés”, como sugiere Raymond
Lebègue. Rabelais puede verse como alguien totalmente impregnado del espíritu

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erasmiano, tan difícil de definir como fácil de reconocer, porque no es ni un sistema
filosófico ni un concepto. Es una manera de ser, sentir, vivir, actuar y reaccionar, de
pelear en contra de cualquier tipo de dogmatismo. También es una manera de ejercer, en
un sentido indefinible, un sentido del humor y de festivitas, para usar la palabra latina.
Pero el Rabelais erasmiano sigue siendo primariamente Rabelais. A pesar de su gran
influencia, ni Erasmo ni Rabelais tiene discípulos ni herederos en el sentido pleno de las
palabras.

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