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«Biblioteca Cisterciense»

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SANTA GERTRUDIS DE HELFTA

EL MENSAJERO
DE LA TERNURA DIVINA
Experiencia de una mística del siglo XIII

Tomo I
Libros 1-3

Introducción, traducción y notas


Daniel Gutiérrez Vesga,
monje del Monasterio de La Oliva

Monte Carmelo
Portada:
Imagen de santa Gertrudis la Magna
En el monasterio de Santa María de La Oliva (Navarra)

© 2013 by Editorial Monte Carmelo


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contra la propiedad intelectual (arts. 270 y s. del Código Penal).
A la Comunidad Cisterciense del Monasterio
de Santa María de la Caridad, Tulebras,
que desde antes de un siglo (1147)
del nacimiento de Santa Gertrudis la Magna (1256)
hasta nuestros días, han mantenido sin interrupción
la alabanza, la intimidad divina y el amor fraterno
ÍNDICE

TOMO. I (Libros 1-3)

INTRODUCCIÓN ............................................................ 9

BIBLIOGRAFÍA .............................................................. 47

LIBRO PRIMERO . .......................................................... 63

LIBRO SEGUNDO........................................................... 133

LIBRO TERCERO ........................................................... 215


  INTRODUCCIÓN

Con esta publicación del Mensajero de la ternura


divina de santa Gertrudis la Magna, se culmina la publi-
cación en castellano y en la colección Biblioteca Cis-
terciense de las obras de las tres místicas escritoras del
siglo XIII, que vivieron varios años juntas en el monas-
terio de Helfta en Alemania1
Se da otra coincidencia cuando sale a la luz el Men-
sajero de santa Gertrudis. En la visita que hizo el Abad
General de la Orden Cisterciense al Capítulo General
de La Orden Cisterciense de la Estrecha Observancia,
reunido en Asís, Italia, en septiembre de 2011, propu-
so nombrar una comisión para hacer los estudios conve-
nientes y tramitar ante la Santa Sede la Solicitud para de-
clarar a Santa Gertrudis la Magna Doctora de la Iglesia2.
1 
biblioteca cisterciense: n. 12, Gertrudis de Helfta, Los Ejercicios, n. 17; Ma-
tilde de Magdeburgo, La Luz Divina que ilumina los corazones, n. 23; Matilde
de Hackeborn, Libro de la gracia especial, la morada del corazón. En las intro-
ducciones a estas obras se describen algunos aspectos del ambiente femenino en
la Iglesia y en la sociedad del tiempo que le tocó vivir a Gertrudis la Magna, al
que remito.
2 
Se ha formado un comité para promover esta Solicitud con miembros de las
tres órdenes: Cisterciense, Cisterciense de la Estrecha Observancia y Benedic-
tina. El comité tuvo su primera reunión en Roma el 15 de febrero de 2012 en la
Casa Generalicia de la Orden Cisterciense, estudió las personas o instituciones
que podrían colaborar en el proyecto, determinó algunos temas doctrinales para
su estudio y celebró otra reunión el 30 de de septiembre de 2012.
10 Santa Gertrudis de Helfta

La profundidad teológica de sus escritos y la labor


magisterial y pastoral que desarrolló con generosa dis-
ponibilidad en servicio de cuantos acudían a ella en su
vida, que ha quedado consignada en sus obras, la hacen
merecedora de ese título en la Iglesia.
El redescubrimiento de estos escritos, los estudios
sobre los mismos, el conocimiento de esta gran figura
femenina del siglo XIII crecen de día en día entre los
estudiosos y pueden ofrecer criterios valiosos dentro del
movimiento actual de la promoción de la mujer en el si-
glo XXI, en varios aspectos coincidente con las corrien-
tes que se movían en el siglo XIII.
Se ha querido ver a Santa Gertrudis la Magna como
puente, como personaje bisagra entre dos épocas. Por
una parte pertenece a la tradición patrística que termi-
na con san Bernardo; por otra, inaugura una nueva era
como enlace entre dos mundos:
– el de los Padres,
– el de los grandes místicos occidentales.3
Parece prefigurar a Catalina de Siena, Juan de la
Cruz, Teresa de Ávila. Margarita María, Teresa de Li-
sieux o Isabel de la Trinidad… En esta línea escribía el
P. Raymond, monje de Getsemaní en Estados Unidos:
“Siempre resulta divertido descubrir lo viejo que
es lo nuevo. En nuestro siglo todo el mundo reli-
gioso ha sido removido por doctrinas que parecían
y sonaban como nuevas. Teresa de Lisieux nos
proporcionó la “infancia espiritual”, Elisabeth de
la Trinidad el laudem gloriae o “alabanza de glo-

3
  Cf. Minguet, H., Théologie spirituelle de sainte Gertrude: le libre II du “Hé-
raut”. Coll. Cist. 51 (1989) 146-177, 252-280, 317-338.
El Mensajero de la ternura divina – Introducción 11

ria”, Benigna Consolata nos ha asombrado con la


“divina intimidad” y Don Lehodey nos ha conso-
lado y confortado con la doctrina del “santo aban-
dono”. Todas estas doctrinas, aparentemente nue-
vas, se encuentran no en semilla, fijaos bien; no
en un tierno brote, sino en una flor completamente
abierta, en las cistercienses del siglo XIII, Matilde
y Gertrudis la Grande. Y estos brotes se ve que son
flores típicamente benedictinas, pues brotan de la
vida litúrgica y están profundamente arraigadas en
los sacrificios gemelos del Oficio y de la Misa4”
Las intuiciones más originales de Gertrudis se en-
raízan en la línea tradicional: percepción del misterio en
la Escritura y en la liturgia. Novedad equilibrada por la
tradición, fuertemente atractiva, que da una fuerza irre-
sistible a su testimonio; resume, concentra, interioriza y
arranca con una novedad radical. Mirada atrás para se-
guir avanzando sin perder la continuidad. Gertrudis es
un eslabón importante en la espiritualidad de Occidente.
Su experiencia mística da al misterio un conocimiento
con valor teológico.
Las moradoras de Helfta conocen y viven los movi-
mientos culturales de su tiempo, de manera especial la
situación femenina nada fácil de la mujer medieval, cu-
yos condicionamientos afrontan con libertad y valentía,
conscientes de los riesgos a que se exponían5
Nobleza, pureza, libertad, fue el desafío que lanzó
Beatriz de Nazaret al degradado “amor cortés” de su
4 
Raimond, M., Estas mujeres anduvieron con Dios, Studium, 1958. p. 368.
5 
Cf. E. Moriones, “Trutta: libertad sin ira” (Gertrudis de Helfta) en rev. Cis-
tercium, n. 222 (2001) 523-570) . Dentro de este estudio se da cuenta de “ciertas
indicaciones de las ‘sospechas’ que despertaban en ciertos sectores las obras de
las monjas de Helfta y concretamente de nuestra autora”, p. 544.
12 Santa Gertrudis de Helfta

tiempo, como grito de emancipación de la mujer medie-


val enarbolado de varias formas por las místicas de ese
tiempo, que puede tener también valor hoy frente a una
proclamada emancipación femenina cargada sin duda
de importantes valores, pero con el riesgo real de rendir
tributo a un hedonismo inmisericorde.

1. Síntesis biográfica de Gertrudis la Magna

¿Quién es esta mujer medieval que llega a nosotros


con rasgos tan vigorosos? Me voy a fijar unos momentos
en la figura humana, antropológica, como se dice hoy,
de Gertrudis, su persona; y desde ahí aproximarnos a lo
que ella dejó como más valioso de sí misma y su dejar
hacer a Dios en ella, para trasmitirlo con la humildad y
solicitud de un amor ardiente, a quienes en su tiempo se
acercaban a ella en demanda de consejo e instrucción y a
los que hoy nos acercamos a sus escritos redactados por
ella misma o por hermanas de la misma comunidad, que
compartieron varios años la misma experiencia monás-
tica y numerosas vivencias de su ardor religioso, con la
frescura, la seducción, el hechizo humano, femenino y
místico de esta figura señera de la espiritualidad cristia-
na, actualizados para el hombre y la mujer del siglo XXI.
Es muy poco lo que sabemos de los primeros años y
de la familia de Gertrudis la Magna. Sus escritos ofre-
cen algunos datos bastante limitados e incompletos pero
valiosos. Un dato cierto, consignado por ella misma, es
la fecha de su nacimiento: [6 de enero de 1256], “fies-
ta de Epifanía”6. Nada sabemos de sus padres, familia,
6 
“Comenzaste a realizar estas cosas en el Adviento precedente a la fiesta de la
Epifanía en la que cumplía 25 años” El Mensajero de la ternura divina, II 23,5.
El Mensajero de la ternura divina – Introducción 13

linaje, pueblo o ciudad de nacimiento. A los 5 años de


edad entra en el monasterio de Helfta donde permanece-
rá probablemente sin salir nunca del mismo. Parece que
tampoco tuvo nunca cargos relevantes en la comunidad,
era ayudante de la cantora Matilde de Hackeborn. Muy
pronto la visitó la enfermedad como compañera insepa-
rable, que la separaba de participar con la comunidad en
el canto coral y los actos comunitarios que tanto amaba.
Ella misma dice en una ocasión que ya está enferma por
séptima vez7. Muere a los 45 años el 17 de noviembre
de 1301 o 13028.
Hace unos años se planteó la cuestión de si las mon-
jas de Helfta eran benedictinas o cistercienses. No voy a
entrar en el tema en esta introducción, sino dejar cons-
tancia del mismo y señalar la opinión que actualmente
parece más probable. Aunque se vierten algunos pare-
ceres distintos, prevalece entre los estudiosos la opinión
de que eran monjas benedictinas no admitidas en la Or-
den Cisterciense, debido a las restricciones impuestas
por un estatuto del Capítulo General de Císter de 12289.
7 
Lib. III,55,1.
8 
“Me elegiste desde la infancia, a saber, desde los cinco años, para reposar
contigo entre tus fervorosos amigos, en la mesa de la santa religión”. Mensajero,
II, 23,1. “Niña de cinco años –escriben sus biógrafas [Dios] la apartó del tumulto
mundano, la introdujo en el tálamo de la vida religiosa”. El Mensajero, I,1, 1-2,
cf. II, 20,8
9 
“En adelante ningún monasterio de monjas se funde o incorpore nominal o
jurídicamente a nuestra Orden. Pero si algún monasterio de monjas no incor-
porado a la Orden o incluso que se fundare más tarde quisiera imitar nuestras
instituciones, no se lo prohibimos; pero no nos encargaremos de su cura de
almas, ni le serviremos como visitadores”. Texto latino en J.M. Canivez, Statuta
Capitulorun Generalium Ordinis Cisterciensis, T. II, Cap. Gral. 1228, estatuto
16, p. 68. Sobre esta cuestión cf. G.M. Colombás, La Tradición Benedictina T.
V. Un monasterio singular: Helfta, pp. 191; E. Moriones, art. c., El monasterio
de Helfta, pp. 529-530; R.M. piquer pomés, Santa Matilde de Hackeborn, mujer
y mística. Actualidad de su mensaje, en rev. Studia Monástica 40 (1998)93-95.
14 Santa Gertrudis de Helfta

Pero se alimentaban de la espiritualidad de los primeros


cistercienses, cuyos escritos son citados con frecuencia
en los textos de las místicas de Helfta, especialmente
san Bernardo10.
¿Era Gertrudis ya huérfana al entrar en el monaste-
rio? Un texto de los Ejercicios ha dado pie a creerlo11 .
No sabemos si aquí se describe su situación real o es un
texto simbólico de su experiencia interior. Este silencio
de los documentos es también sorprendente si se tiene
en cuenta que en Helfta entraban hijas de la nobleza y
se conocen varios apellidos de las mismas. ¿Cuidaron
sus hermanas de guardar un respetuoso silencio sobre la
procedencia de nuestra mística? Parece que su biógrafa
quiere desviar nuestra legítima curiosidad en este senti-
do proyectándola hacia la experiencia espiritual de Ger-
trudis, como si Jesús la quisiera exclusivamente para sí
despojada de toda relación de parentesco humano12
Cuando Gertrudis entra en el monasterio de Helfta
en 1261 rigen los destinos de la comunidad Gertrudis de
Hackeborn como abadesa y su hermana Matilde como
maestra de junioras y encargada de la escuela de niñas
en la que fue admitida. Ambas hermanas habían recibi-
do de la familia no solo la nobleza de linaje sino tam-
bién una serie de cualidades naturales y espirituales que
pusieron incondicionalmente al servicio de la comuni-
dad, de los valores monásticos y de la formación en to-
10 
Cf. Moriones, E., art. c., p. 562.
11 
“Soy una huérfana sin madre, soy pobre e indigente. Fuera de Jesús no hallo
ningún consuelo”. Gertrudis de Helfta, Ejercicio III. Los Ejercicios. Biblioteca
Cisterciense, n. 12 p. 28.
12 
“La alejé como desterrada de sus familiares, para que nadie la amara por
su parentesco, y fuera yo solo la causa por la que es amada de sus amigos”. El
Mensajero, I 16, 5.
El Mensajero de la ternura divina – Introducción 15

dos los sentidos: humano, cultural y espiritual de niñas


y jóvenes atraídas por la irradiación de Helfta. Elegida
abadesa Gertrudis13 a los 19 años en 1251, rige la comu-
nidad durante 41 años hasta su muerte en 1292. Abre
para el monasterio un período de prosperidad en todos
los órdenes. La joven abadesa proyecta hacia las demás
lo que ella vive.
Desde su infancia sobresalió por su admirable sa-
biduría y discreción… Leía la Sagrada Escritura
cuanto le era posible con gran atención y admira-
ble gozo, exigía a sus súbditas amar las lecturas sa-
gradas y recitarlas de memoria. Compraba para la
comunidad cuantos libros buenos podía o los hacía
transcribir por las hermanas [en el “escritorio” del
monasterio]. Promovía con gran empeño el pro-
greso de las jovencitas por el estudio de las artes
liberales, pues decía: “Si se descuida el interés por
la ciencia, no comprenderán la divina Escritura y
caería por tierra la misma vida religiosa”. Por ello
obligaba insistentemente a las jóvenes menos ins-
truidas a dedicarse con más empeño al aprendizaje
y les proveía de maestras. Se dedicaba con asidui-
dad a la oración fervorosa e intensa14
El impulso juvenil de la nueva abadesa, mujer in-
trépida, inteligente, de vasta cultura y profunda vida es-
piritual, desarrolló en la comunidad una gran actividad
13 
Gertrudis de Hackeborn (algunas fechas son solo aproximadas) nace hacia
1232; ingresa en Rodersdorf hacia 1246/47 con 13 o 14 años; en 1248 se le junta
en el monasterio su hermana Matilde con 7 años (Gertrudis tiene 16/17); en 1251
es elegida abadesa a los 19 años; entre 1260/61 nombraría a su hermana Matilde
con 18 o 19 años, maestra de novicias, junioras y de la escuela de niñas. Ésta
recibiría en 1261 a Gertrudis, la futura escritora, con 5 años de edad. Gertrudis
abadesa muere en 1292 a los 60 años.
14 
Matilde de Hackeborn, Libro de la gracia especial. biblioteca cisterciense
n. 23, p. 513.
16 Santa Gertrudis de Helfta

artística, cultural, científica y espiritual, haciendo fun-


cionar de modo ejemplar la escuela de niñas y el Scrip-
torium monástico. Cuidaba con esmero la formación
de las alumnas jovencitas y de las monjas, llegándose
a considerar el monasterio de Helfta como una peque-
ña universidad monástico-femenina15, donde se llevaba
una intensa actividad científica y profunda vida de unión
con Dios. Adquiría para su biblioteca o hacía transcribir
en el scriptorium del monasterio, las obras de los Padres
de la Iglesia y las mejores obras de los autores de su
tiempo. Como fruto de este esfuerzo cultural se creó un
grupo de escritoras bien preparadas a las que, desde el
anonimato o bajo los nombres de las tres escritoras más
representativas que conocemos, debemos gran parte de
los escritos de Gertrudis la Magna y Matilde de Hacke-
born con Matilde de Magdeburgo16.
Conocedora la dinámica abadesa de las dotes natu-
rales y espirituales de su hermana Matilde, la preparó
para la tarea que más tarde le iba a confiar: maestra de
la escuela de niñas del monasterio y formadora del alma
humana, espiritual y monástica de las jóvenes novicias
y profesas de Helfta. ¡Bien sabía a quién confiaba tan
delicada tarea hacia 1260, con solo 19 años! Era la edad
que tenía ella cuando fue elegida abadesa.
15 
Cf. R. M. Piquer Pomés, Santa Matilde de Hackeborn, mujer y mística. Ac-
tualidad de su mensaje. Rev. Studia Monastica.40, (1998) pp. 94-95.
16 
La abadesa Gertrudis modificó en la práctica ya en el siglo XIII el tradicional
binomio Ora et labora, por el trinomio: Ora et labora et lege, que el papa Be-
nedicto XVI formuló en la Plaza de Casino el 24 de mayo de 2009, Solemnidad
de la Ascensión del Señor, interpretando el tercer elemento: lege, en el doble
sentido de “lectio divina” y estudio serio, transmitidos por la tradición monástica
(Cf. L’Osservatore Romano, edición española, 2009, n. 22, pp. 3-4.
El Mensajero de la ternura divina – Introducción 17

En 1261 recibe Matilde en Helfta a la que sería Ger-


trudis la Magna, ahora de 5 años de edad, y hacia 1270
se une a ellas en el monasterio Matilde de Magdeburgo
a los 67 años de edad y una madurez humana, teológica
y espiritual profunda, adquirida bajo la guía de los Pa-
dres dominicos, cuya Orden admira. Cuando ésta entra,
Matilde de Hackeborn que será su maestra en vida mo-
nástica, y su “discípula” en la maduración de las ideas,
tiene unos 30 años de edad y lleva 23 en el monasterio;
Gertrudis (la Magna) tiene unos 14 años y lleva 9 en
Helfta. Las tres escritoras conviven unos 10 ó 12 años
en el mismo monasterio e intercambian experiencias
culturales y espirituales.
En 1340, unos 40 después de la muerte de Gertru-
dis la Magna, fue destruido el monasterio. La comuni-
dad se trasladó a Eisleben en 1346 bajo el nombre de
Nuevo Helfta. Los luteranos saquean este monasterio
en 1525, extinguiéndose definitivamente la comunidad
en 154617. El 21 de noviembre de 1999 era restaurada la
vida monástica en los edificios reconstruidos y renova-
dos del monasterio de Helfta por un grupo de siete mon-
jas de la Orden Cisterciense18.

2. Gertrudis la Magna en el monasterio

¿Cómo veían sus hermanas de comunidad a Gertru-


dis? ¿Cómo se veía ella a sí misma después de la ilumi-
nación, del encuentro que Jesús resucitado quiso tener
17 
P. DOYÈRE, Gertrude d’Helfta. Oeuvres spirituelles, t. II, p. 13. SC n. 139.
18 
Cf. M. Matthei, Helfta: de su historia antigua y restauración reciente, Cua-
dernos Monásticos, n. 142/143 (2002) 305-320.
18 Santa Gertrudis de Helfta

con ella a sus 26 años recién cumplidos? Escuchémos-


las un momento:
“Niña de cinco años la introdujo (el Señor) en el
tálamo de la vida religiosa… Se mostraba encan-
tadora con el candor primaveral de todas las flores,
atraía hacia sí los ojos de todos y se hacía querer
por todos los corazones. Aunque de pocos años,
poseía una madurez de anciana, amable, industrio-
sa, elocuente, tan disponible que todos los que la
escuchaban quedaban admirados. En la escuela
reveló tan viva perspicacia y agudeza de ingenio
que superaba notablemente a las niñas de su edad
y a todas sus condiscípulas en sabiduría y cono-
cimientos… Transcurrieron los años de su niñez
y adolescencia con corazón limpio y gozoso afán
por el estudio y las artes liberales”19.
Presentan una Gertrudis adornada de grandes cuali-
dades humanas cultivadas con entusiasmo y entrega. No
se le resistía nada. Culta, bien preparada, conocedora de
la cultura de su tiempo y de modo especial de la litera-
tura llamada del “Amor Cortés”20, como lo rezuman sus
escritos en los que encontramos cuadros de verdadera
maestría literaria. Estas entusiastas admiradoras de Ger-
trudis no dejan de rendir también tributo a la literatura
edificante de su tiempo, y por ello habrá que leer su tes-
timonio con ponderado equilibrio.

19 
El Mensajero de la ternura divina, libro I 1, 1.
20 
Cf. E. Moriones, “Trutta: libertad sin ira” (Gertrudis de Helfta), Cistercium,
n. 222, pp.547-548.
El Mensajero de la ternura divina – Introducción 19

3. “Conversión”

Pero en plena juventud, a los 25 años, brota en el


fondo de su corazón un sentimiento agridulce, cierta in-
satisfacción.
No le falta nada, o mejor parece que en su engrana-
je interior falta una pieza que podría armonizarlo todo,
algo que no sabe aclarar, pero cuya ausencia se hace
cada vez más lacerante21.
Y apareció lo que faltaba. Gertrudis anota ella mis-
ma su edad, 26 años cumplidos hacía 21 días; la fecha,
27 de enero (de 1281); el momento, al retirarse al dor-
mitorio después de completas. Tiene una fuerte expe-
riencia interior de Jesucristo resucitado. El relato, es-
crito por ella misma es una pieza maestra de literatura
y de mística:
“¡El abismo de la Sabiduría increada llama al abis-
mo admirable de la Omnipotencia para exaltar la
Bondad maravillosa que desborda tu Misericordia
y bajar hasta el valle profundo de mi miseria!
Tenía 26 años cuando aquel lunes para mí felicísi-
mo, anterior a fiesta de la Purificación de María mi
Madre castísima, el lunes 27 de enero (de 1281),
hora entrañable después de Completas, al comen-
zar el crepúsculo, Tú, Verdad y Dios resplande-
ciente, superior a todas las luces, pero más oculto
que el secreto más íntimo, determinaste aligerar la
densidad de mis tinieblas y comenzaste a serenar
suave y tiernamente aquella turbación que un mes
antes habías levantado en mi alma. Con dicha tur-
bación intentabas, a mi parecer, destruir la torre de

21 
E. Moriones, La conversión, a. c., pp. 534-538.
20 Santa Gertrudis de Helfta

mi vanidad y curiosidad en la que había crecido mi


soberbia que, ¡oh dolor!, llevaba el nombre y há-
bito de la vida religiosa. Así encontraste el camino
para ofrecerme tu salvación.
Entonces, a la hora predicha, al levantar la cabeza
en medio del dormitorio, después de saludar a una
anciana según costumbre de la Orden, vi a un jo-
ven amable y delicado, como de unos diez y seis
años, con esa hermosura deseable a mi juventud
que atraía mis miradas. Con rostro atrayente y voz
dulce me dijo: Pronto vendrá tu salvación. ¿Por
qué te consumes de tristeza? ¿No tienes quien te
aconseje, que así se ha renovado tu dolor? Mien-
tras hablaba, aunque era consciente de encontrar-
me corporalmente en el lugar citado, me parecía
estar en el coro, donde acostumbro hacer mi tibia
oración. Allí oí las siguientes palabras: No temas.
Te salvaré, te libraré. Cuando oí esto, vi que su
tierna y delicada derecha sostenía la mía como
prometiendo ratificar estas palabras, y añadió:
“Lamiste la tierra con mis enemigos, gustaste miel
entre espinas, vuelve a mí y yo te embriagaré con
el torrente de mi divino regalo. Al decir esto miré y
vi entre él y yo, a saber, a su derecha y mi izquier-
da un vallado de largura infinita, ni delante ni de-
trás de mí se veía el final. Parecía estar cubierto en
lo más alto con un seto de densas espinas que de
ninguna manera me permitía acceso libre hacia el
citado joven. En esta situación sentía tal ansiedad
y tan ardiente deseo que casi desfallecía.
De repente me tomó él mismo y, sin dificultad, me
levantó y me colocó junto a sí. Reconocí en aque-
lla mano de la que había recibido tal promesa, las
joyas preciosas de aquellas llagas con las que anu-
ló todas las condenas.
El Mensajero de la ternura divina – Introducción 21

Alabo, adoro, bendigo y doy gracias como puedo


a tu sabia misericordia y a la misericordia de tu
sabiduría con la que tú, Creador y Redentor mío,
intentabas sujetar mi cerviz a tu yugo suave y pre-
parabas una medicina adecuada a mi debilidad. Pa-
cificada desde entonces con una alegría espiritual
enteramente nueva, me propuse seguir con fortale-
za y decisión tras el suave olor de tus perfumes y
comprender cuán dulce es tu yugo y ligera tu carga
que poco antes me parecía insoportable”.
Recalcamos la conclusión: “Me propuse seguir con
fortaleza y decisión tras el suave olor de tus perfumes y
comprender cuán dulce es tu yugo y ligera tu carga que
poco antes me parecía insoportable.”22
La cita ha sido un poco larga, pero lo requería el tex-
to. El joven que ha salido al encuentro de Gertrudis es
Jesucristo resucitado, que toma al ser humano como es
y en la situación en que se encuentra, para transformarlo
en lo que quiere hacer de él si le acoge, se deja hacer y
corresponde con generosidad.
Algo importante ha pasado a Gertrudis, lo anotan
cuidadosamente sus confidentes redactoras:
“Reconoció ella que había vivido lejos de Dios en
la región de la desemejanza. Mientras se entregaba
con desmedido afán a los estudios liberales, había
descuidado hasta ese momento aplicar la agudeza
de su ingenio a la luz del conocimiento espiritual.
Disfrutaba con verdadera avidez de los estudios
de la sabiduría humana y se privaba del suavísimo
gusto de la verdadera sabiduría”23.

22 
El Mensajero, lib. II, cp. 1.
23 
Ibid. lib. I, cp. 1, 2.
22 Santa Gertrudis de Helfta

Tras el encuentro con Jesús resucitado como un jo-


ven que le robó el corazón, “le parecieron viles todas
las cosas exteriores…, porque Dios la introdujo… en la
contemplación de sí mismo”. Se dio cuenta de la disper-
sión que llevaba dentro. Quizá subyace aquí el relato de
san Gregorio sobre san Benito: “Para el alma que con-
templa al Creador es pequeña toda criatura”24.
Todas las decisiones importantes de la vida: conver-
sión, seguimiento de Jesús, sentido comunitario de la fe,
compromiso, vocación, son decisiones personales, y su-
ceden a niveles muy profundos. Los grupos ayudan mu-
chísimo. Pero hay aspectos de la persona, que por muy
maduros que sean los grupos, incluso las comunidades,
no salen suficientemente en el grupo, en comunidad.
Hoy lo educativo –lo formativo– tiene mucho que
ver con la recomposición de lo profundo del mundo
afectivo, porque lo que educa es lo que llega a ese nú-
cleo profundo de la afectividad de la persona, donde so-
mos queridos y queremos, donde se deciden las cuestio-
nes importantes de la vida desde algo que nos alcanza,
que nos toca, que nos agarra, que nos seduce. Y esto
tiene que ver también mucho con la experiencia de ora-
ción, con la experiencia de la fe, con la experiencia vo-
cacional. La experiencia de Gertrudis parece ratificarlo.
Vuelve al corazón del que estaba ausente, ve qué pasa
por dentro: muchas cosas, pero las que realmente influ-
yen son muy pocas.
Para recomponer al ser humano, también monástico,
religioso, hay que trabajar lo profundo de la persona,
24 
san Gregorio Magno, Libro segundo de los “Diálogos”, cp. 35. BAC n. 116,
p. 253.
El Mensajero de la ternura divina – Introducción 23

“la urdimbre de la persona”. Trabajar desde la antropo-


logía teológica, desde la antropología cristiana. Por eso
he presentado en primer lugar una Gertrudis humana,
inmensamente afectiva. Ante esa multiplicidad disper-
sante, hoy se quiere reconstruir la unicidad del yo, la
unicidad del ser. Dar un salto cualitativo en la madu-
ración de la fe. Cuando se da ese salto cualitativo, la fe
deja de ser una parte más de la vida y pasa a ser centro
que unifica, que da sentido a la vida entera. Entonces las
personas se implican, están de corazón, se siente, ya no
se habla de mínimos, todo parece poco, se actúa desde
la coherencia en medio de limitaciones, de pecados, de
retrocesos que siguen existiendo, porque el ser humano
es así.
Pero hay algo que no se daba antes. Antes había que
negociarlo todo un poco, había que racionalizarlo, se
hablaba de mínimos, se está a ratos, se aparece y se des-
aparece, se está pero no se está, hay altibajos,… falta
como ese tono global. En cambio, cuando se da el salto
cualitativo de la fe, de la vocación, de…, la persona tie-
ne la impresión de que más que coger ella la fe, a Jesu-
cristo, al Evangelio, a la Iglesia, a la vida monástica, se
es cogido por Jesucristo, por la fe, por la Iglesia, por el
monasterio, por los hermanos, por…25
Cuando Gertrudis recibió como don y como rega-
lo especialísimo esa plenitud de Dios, del Cristo joven
resucitado, le pareció nada toda filosofía humana, ¡de
la que ella sabía bastante!, para fundirse y ser una con
Cristo, corazón a corazón.
25 
Cf. Sastre, Jesús, El acompañamiento espiritual de los jóvenes, Conferencia
recogida en cinta, e inédita. Seminario de Pamplona, 27 enero 1999.
24 Santa Gertrudis de Helfta

El fenómeno de una “conversión” en el proceso


espiritual de su vida se repite con relativa frecuencia
en escritoras místicas medievales. Gertrudis es una de
ellas. Después de un tiempo de vida espiritual vivida
con más o menos intensidad, con un compromiso que
no termina de definirse, de “comprometerse” en totali-
dad, hay una experiencia interior fuerte que determina
como un antes y un después en la vida de estas mujeres.
Reconocen que es don gratuito y libre de Dios, de Je-
sucristo, que respeta la libertad humana, pero enciende
en el interior de las agraciadas una atracción irresistible
por el Señor y las cosas de su Reino y una devaluación
fuerte de muchas cosas que hasta ese momento parecían
ocupar su vida y su dinamismo26.
En un texto próximo al presentado más arriba sobre
su “conversión” revela su estado ambivalente y la nece-
sidad de un cariño, una “ternura” incluso humana y cer-
cana con ansias de plenitud:
Tú actuabas en mí y movías mi espíritu aquel día
entre la Resurrección y la Ascensión, en el que
bajé al jardín antes de Prima y me senté junto al
estanque27. Contemplaba la frescura del lugar tan
deleitosa para mí, la transparencia del agua que
fluía, la frondosidad de los árboles que allí había,
el revolotear de las aves y de modo especial la des-
envoltura de las palomas; pero sobre todo el secre-
to descanso de un retiro solitario.

26 
Cf. de Pablo Maroto, Daniel, Mística femenina y experiencia de Dios en la
Edad Media. Rev. de Espiritualidad n. 241 (2001) 529-576. Especialmente, 3.2
Un Dios que elige y predestina. La conversión, pp. 546 ss.
27 
Aún existe hoy este estanque, alimentado por el arroyuelo que riega el valle
donde se emplaza el monasterio de Helfta.
El Mensajero de la ternura divina – Introducción 25

Comencé a pensar qué debía hacer para que la frui-


ción de estos momentos fuese total en mí. Me vino
este deseo: “¡Si viniera un amigo cercano, aman-
te, generoso y tierno que me consolara en mí sole-
dad!” – ¡Se le escapa a Gertrudis un estallido, su
corazón tan humano, femenino!– Y sigue: “Enton-
ces, tú, Dios mío, autor de los deleites más exqui-
sitos, fuiste con tu providencia origen y fin de esta
contemplación, me atrajiste a ti de esta manera y
me enseñaste que si te devolvía agradecida como
fluye el agua, el torrente de tus gracias; si creciera
en la práctica de las virtudes como crecen los árbo-
les y floreciera con el verdor de las buenas obras;
más aún, si despreciando las cosas de la tierra, me
lanzara en raudo vuelo por el deseo a las cosas ce-
lestiales como las palomas y, alejados como ellas
mis sentidos corporales del tumulto exterior, me
entregara totalmente a ti con el pensamiento, en-
tonces te presentaría mi corazón como amantísima
morada de tus delicias28.
Al bajar al jardín antes de Prima siente Gertrudis
una llamada a “volver al corazón” para conocer qué está
pasando por dentro, qué debería pasar por dentro para
gozar de esa “plenitud sedienta” que sacia y acrecienta
aún más la sed.

4. Escritos de Gertrudis

Santa Gertrudis escribió bastante, según las redac-


toras del libro primero de El Mensajero de la ternura
divina:
28 
El Mensajero, II, 3,2
26 Santa Gertrudis de Helfta

Resúmenes fáciles de la Escritura para ayudar a


otros menos dotados:
“Cuando encontraba en las sagradas Escrituras
algo de provecho, pero difícil de entender para
mentes menos dotadas, lo traducía del latín en un
estilo sencillo a fin de servir de utilidad a los lecto-
res. De este modo dedicaba todo su tiempo desde
la mañana hasta el atardecer a resumir los textos
más extensos y esclarecer los más difíciles con el
deseo de promover la gloria de Dios y la salvación
de los prójimos”29.
Resúmenes de escritos de los santos y otros para
aclarar textos bíblicos:
“Lo que espíritus menos dotados veían oscuro, ella
se lo explicaba con toda claridad y lucidez… Re-
copiló y escribió muchos libros llenos de suavi-
dad y sentencias de los santos para utilidad común
de todos los que deseen leerlos. También compu-
so muchas oraciones más dulces que el panal de
miel30 y otros muchos escritos edificantes sobre
ejercicios espirituales, en estilo correcto,… inter-
calados todos con dulces palabras de la Sagrada
Escritura”31.
Se preocupaba de atender a los que sufrían, de pala-
bra y por escrito. Parece que escribió bastantes cartas,
que hasta hoy no se han encontrado
“Brotaba en ella un afecto tan grande de caridad
compasiva, que cuando veía a alguien preocupado
por la tristeza u oía que alguna persona lejana su-

29 
Ibid. I 7,1
30 
Cf. Sal 18. 11b.
31 
El Mensajero, I 1, 2.
El Mensajero de la ternura divina – Introducción 27

fría, procuraba levantar su ánimo de palabra o por


escrito”32.
Fue copista en el scriptorium de Helfta de obras
exegéticas, teológicas, espirituales y otros apuntes, fru-
to de su interiorización, lecturas de la Biblia, los Padres
y escritos de los santos.
“Era constante en recoger y escribir todo lo que
creía que en algún momento pudiera ser útil a al-
guien. Lo hacía con recta intención para gloria de
Dios, sin esperar nunca reconocimiento de nadie,
solo deseaba la salvación de las almas. Por ello a
aquellos de los que esperaba mayor provecho les
entregaba con mayor gozo cuanto escribía, y a
quienes sabía que conocían menos la Sagrada Es-
critura les ofrecía con mayor generosidad cuanto
les pudiera ser útil, a fin de poder ganar a todos
para Cristo”33.
Casi todo esto se ha perdido. Han llegado hasta no-
sotros:
1. El Mensajero de la ternura divina en 5 libros. Ger-
trudis escribió personalmente sólo el libro segundo,
por ello suelen centrarse en él gran parte de las inves-
tigaciones sobre Gertrudis. Comparto sin embargo la
opinión de Enrique Moriones: “Matilde y Gertrudis
no pueden considerarse “autoras” en el sentido mo-
derno de la palabra; hay que considerarlas más bien
como fuente y origen de los escritos que se les atri-
buyen, por eso… no sería descabellado estudiar en
conjunto la “escuela de Helfta” más que individual-
mente cada una de sus componentes. Los escritos
32 
Ibid. I, 8,1.
33 
Ibid. I, 4,2.
28 Santa Gertrudis de Helfta

de estas mujeres, en realidad, transmiten las ideas y


las vivencias de una comunidad extraordinariamente
culta que vive a tope la tradición benedictina en su
modalidad cisterciense, cuando liturgia y espiritua-
lidad, reflexión teológica y experiencia mística, lec-
tura bíblica y lenguaje formaban todavía un todo sin
fisuras”34. Esta concepción de conjunto de las escri-
toras de Helfta no quita protagonismo a las que se
proponen como autoras de los escritos y amplía no-
tablemente el nivel de toda una comunidad, diligen-
temente afanosa por cultivar los valores monásticos.
También es oportuno anotar que en ciertos momen-
tos las redactoras rinden tributo a la forma de es-
cribir edificante medieval, tomando elementos de
clichés ya establecidos, que deberá discernir la in-
vestigación, sin rebajar el nivel cultural, doctrinal y
espiritual del conjunto de escritoras anónimas o con
nombres propios. Por ejemplo, la descripción que
hace de la personalidad de Gertrudis la redactora del
libro I de El Mensajero y la presentación que de sí
misma hace en el libro II35
El título de esta obra se ha traducido de formas diver-
sas al castellano: Embajador del amor divino; Em-
bajador de la divina piedad; Mensajero de la mise-
ricordia divina; Heraldo del amor divino; Insinua-
ción de la piedad divina…36. D. Olivier Quenardel ha
34 
E. Moriones, art. c., pp. 531.
35 
Cf. El Mensajero, I, 1,1-2 y II, 1,1-2.
36 
En el texto latino también existen variantes al señalar el título que según pa-
labras de Jesucristo a Gertrudis debía darse a su escrito: Memoriale abundantiae
divinae suavitatis, Pról. 2; Legatus divinae pietatis , ibd. 4; Legatus memorialis
abundantiae divinae pietatis, ibd. 5.
El Mensajero de la ternura divina – Introducción 29

encontrado en el texto latino del Legatus publicado


por Du Cerf en la colección SC, 242 veces el térmi-
no “pietas”. La publicación francesa ha traducido 96
veces el término por “tendresse”, 95 por “bonté”37 y
otros términos ya menos aplicados. Atendiendo a lo
que frecuentemente parece proponer el Señor a Ger-
trudis como instrumento comunicador de su amor di-
vino hacia ella y hacia los hombres, buscados con
el infinito cariño de pastor a la oveja extraviada, me
parece que expresa mejor esa inclinación divina ha-
cia la criatura humana débil, el título de Mensajero
de la ternura divina, como respuesta y desafío a la
creciente corriente actual hacia la dureza, la agresi-
vidad, la incomprensión ante el hermano caído. La
acogida que perdona es el camino más directo y efi-
caz hacia la paz personal, fraterna y colectiva. En
esto Gertrudis es un gran exponente. Ella se sintió
“incondicionalmente comprometida” por Jesucristo
desde la primera experiencia fuerte que tuvo de él
aquel 27 de enero de 1281, y en buena coherencia
aplicó la experiencia a la convivencia fraterna.
2. Los Ejercicios38. Según lo dicho en el párrafo ante-
rior, no habrían salido de la mano personal de Ger-
trudis sino de las recopiladoras anónimas de Helfta,
aunque dada la similitud de ideas y contenido con El
Mensajero, no falta hoy quien piensa en la autoría
de Gertrudis al menos en su conjunto39.
37 
O. Quenardel, La communion eucharistique dans Le Héraut de l’amour di-
vin de sainte Gertrude d’Helfta. Brepols –Abbaye de Bellefontaine, 1997, p. 38.
38 
Cf. biblioteca cisterciense n. 12.
39 
Cf. E. Moriones, Los Ejercicios. biblioteca cisterciense, n. 12, p. XXIV.
30 Santa Gertrudis de Helfta

3. Libro de la gracia especial, sobre Matilde de Hac-


keborn. Su redacción o al menos la organización fi-
nal del texto se atribuye a Gertrudis la Magna, con
la colaboración de alguna otra copista anónima40.
La obra de santa Gertrudis la Magna conserva un
mensaje de gran actualidad, en un ambiente cultural,
religioso de gran movilidad, con bastantes caracte-
rísticas similares a las de su época, salvando la dis-
tancia del tiempo.

5. Doctrina de El Mensajero de la ternura divina


El libro II es la pieza maestra, la más personal, la
más íntima de Gertrudis; corazón de toda su obra. En él
se revela Gertrudis de forma directa. El tema fundamen-
tal es la inhabitación de Dios en Gertrudis, la unión con
Dios y la condescendencia del amor infinito que quie-
re comunicarse en una relación esponsal: “Siempre he
sentido que estabas presente cada vez que volvía a mi
interior”41.
Este tema mayor que se presenta como un don de la
gracia, don gratuito, articula los demás temas: Misterio
de la Santísima Trinidad en sí misma y sobre todo en el
misterio de la Encarnación del Verbo y de la Redención,
experiencia incluso muy humana de Jesucristo en sus
misterios: Corazón divino, misión maternal de María
“mediadora del Mediador”42, centralidad de la eucaris-
tía y comunión eucarística como especiales momentos
40 
Cf. biblioteca cisterciense n. 17.
41 
Mensajero, II, 23,6
42 
Mediadora del Mediador, lib. II, 7,1. Cf. Minguet, H. art. c. La médiatrice du
Médiateur. Coll. Cist. 51 (1989) 269-270.
El Mensajero de la ternura divina – Introducción 31

de encuentro en la experiencia mística. Disponibilidad


hacia el hermano como exigencia práctica de la expe-
riencia de Jesús43, lugar de la comunidad en la experien-
cia religiosa, preocupación apostólica por la conversión
de los pecadores, liberación de las almas del purgatorio;
desproporción entre la voluntad, la intención humana
y las obras, para corresponder a la gracia: tentaciones,
guarda del corazón. “Suplencia44” de la acción y la gra-
cia de Jesucristo en las limitaciones y fragilidad huma-
na, física y moral…
No he hecho más que resumir la experiencia huma-
no-espiritual de Gertrudis y las fuentes45 en las que be-
bió. En los encuentros frecuentes46 de Gertrudis con Je-
sús-eucaristía sintió también una voz: ¿Dónde están tus
hermanos? Describe muchas veces su experiencia espi-
ritual tomando como trasfondo la unión íntima que se da
en la comunión eucarística. Unión total, directa, al des-
nudo; íntima sí, pero solidaria, comprometida. El fruto
del encuentro eucarístico con Jesús se verá en la calle,
en los claustros, en la vida.

43 
“Cuando tu santísima Madre se afanaba por envolverte en los pañales de la
niñez, le rogaba que me envolviera a mí juntamente contigo, para que no me
separara de ti ni siquiera la tenue finura del pañal, ya que tus abrazos y besos
superan en dulzura a la miel. Entonces parecías estar envuelto en la blanquísima
sábana de la inocencia y fijado con la correa blanda de la caridad. Así deseaba
ser envuelta y fajada contigo. Pero necesitaba ejercitarme más en la total pureza
de corazón y en obras de caridad”. El Mensajero, II, 16,5.
44 
Parece que este término supletio en el sentido que lo emplea Gertrudis podría
ser original de ella. Cf. Minguet, H., art. c. Coll. Cist. 51 (1989) 275-276, note
102.
45 
E. Moriones, Las Fuentes de Gertrudis, en Cistercium n.224 (2001) 562 ss.
46 
Por los testimonios de El Mensajero parece que la comunión eucarística sa-
cramental era bastante frecuente en Helfta.
32 Santa Gertrudis de Helfta

* Algunos núcleos de la teología de Gertrudis:


a) Misterio de la Santísima Trinidad. ¡Qué abismo
de generosidad de sabiduría y de conocimiento el de
Dios! ¡Qué insondables sus decisiones y que irrastrea-
bles sus caminos!47 Con este texto de san Pablo abre la
redactora el libro primero del Mensajero para sumergir
a Gertrudis en las profundidades del misterio de Dios
que llama de maneras tan sorprendentes, ocultas y va-
riadas… y dejó muy claro haber escogido por pura gra-
cia a esta su amada sierva como blanca azucena en el
jardín de la Iglesia entre macizos de balsameras48.
Pero será la misma Gertrudis quien comienza su re-
lato en actitud de adoración trinitaria, al narrar la prime-
ra visita que le hizo el Señor: “¡El abismo de la Sabidu-
ría increada llama al abismo admirable de la Omnipo-
tencia para exaltar la Bondad maravillosa que desborda
tu misericordia, y bajar hasta49 el valle profundo de mi
miseria!”50.
Esta centralidad de la Santísima Trinidad en la vida
y obra de Gertrudis parece haberla bebido en los escri-
tos de la beguina Matilde de Magdeburgo, que al entrar
en Helfta hacia los 67 años de edad cuando Gertrudis
47 
Rm 11,33
48 
El Mensajero, I, 1, 1.
49 
“Existía la indivisa unidad en esta Trinidad. En el Padre estaba la omnipoten-
cia, en el Hijo la sabiduría, en el Espíritu Santo la clemencia; estas cosas reciben
en los tres una misma adoración”. matilde de magdeburgo, La luz divina que
ilumina los corazones, Lib. I ,5 Biblioteca Cisterciense, n. 17, p. 56.
50 
II, 1,1. Varias veces a lo largo de los 5 libros del Mensajero aparecerán rela-
cionados estos atributos de la Sabiduría, Omnipotencia y Bondad con cada una
de las Personas de la Santísima Trinidad: el Hijo, el Padre y el Espíritu Santo
aunque sin nombrarlas a ellas –ver Trinidad en el índice de materias– y enfocan-
do su “actividad” divina hacia el misterio de la redención humana. Por ello he
querido escribirlos con mayúscula cada vez que aparecen.
El Mensajero de la ternura divina – Introducción 33

tiene 15, llevaba al monasterio ya escritos los seis pri-


meros libros de su obra: La luz divina que ilumina los
corazones. El primer libro lo dedica a la creación, ori-
gen del hombre y de las criaturas, misterios de la encar-
nación y redención, que sin duda leyó y meditó Gertru-
dis, iluminó su experiencia interior, e inspiró de alguna
manera la formulación teológica de sus escritos.
Nuestro Dios es fuego devorador que se alza de
modo indescriptible sobre toda criatura… Fuego
original que contiene en sí mismo la vida eterna y
hace brotar de sí todas las cosas… fuego que nos
inflama internamente en el amor divino para que
permanezcamos en Dios con la caridad que de él
recibimos, añadiendo sin cesar los leños de las vir-
tudes que avivan esa chispa de amor. El resplan-
dor de este fuego consiste en la límpida contem-
plación de la serenísima Trinidad, que iluminando
los cuerpos y las almas los hace capaces de aquella
bienaventuranza digna de ser amada y admirada…
que no podemos pensar ni describir en esta vida51.
Seguidamente describe Matilde “El consejo de las
Divinas Personas, para la creación de todas las cosas y
la conformidad de la Trinidad respecto al acuerdo toma-
do sobre la creación y la redención, con previsión inclu-
so del pecado, que “será el comienzo del amor”52.
b) En estrecha relación con la contemplación de la
Santísima Trinidad está la constatación de la infinita
distancia entre la grandeza y fidelidad de Dios y la ba-
jeza e indignidad de la criatura en la experiencia reli-
giosa, que está presente a lo largo de toda la obra escrita
51 
Matilde de Magdeburgo, o. c., I, c. 4, p. 55.
52 
Oc. I, cc. 5 y 6, pp. 56-64.
34 Santa Gertrudis de Helfta

de ambas místicas, y revela el mutuo influjo entre ellas.


Baste un ejemplo:
Matilde de Magdeburgo:
Tú concedes a mi pequeñez una partecita de tu
condescendencia, y yo te doy con incalculable per-
versidad la magnitud de mis miserias. Todos los
días presento ante los ojos de tu Majestad la mal-
dad que me inunda. Derrama benigno esa dulce
caridad que te desborda, para que iniciados en tu
alabanza, progresemos según tu voluntad y alcan-
cemos la gloria de tu eternidad53.
Gertrudis la Magna:
Tenía 26 años cuando aquel lunes para mí felicísi-
mo, anterior de la fiesta de la Purificación de Ma-
ría mi Madre castísima, el lunes 27 de enero (de
1281), hora entrañable después de Completas, al
comenzar el crepúsculo, Tú, Verdad y Dios res-
plandeciente, superior a todas las luces, pero más
oculto que el secreto más íntimo, determinaste ali-
gerar la densidad de mis tinieblas54.
Salve Salvador mío, luz de mis ojos55. Que te dé
gracias todo lo que existe en la inmensidad del cie-
lo, en la redondez de la tierra y lo profundo del
mar, por la gracia incomparable de haber introdu-
cido mi alma en el conocimiento y la considera-
ción de lo íntimo de mi corazón, que hasta enton-
ces había descuidado tanto como lo más bajo de
mis pies. Entonces caí en la cuenta de todo lo que
en mi corazón ofendió a la extrema delicadeza de

53 
Oc. I, 1, p. 51.
54 
Gertrudis la Magna, El Mensajero, II, 1, 1.
55 
Sal 26, 1.
El Mensajero de la ternura divina – Introducción 35

tu pureza: tanto desorden, tanta confusión, sin in-


tención de ofrecer una morada a tu deseo. Sin em-
bargo, ni esto, ni mi vileza te impidió, amantísimo
Jesús, que con frecuencia, los días que me acerca-
ba al alimento vivificante de tu cuerpo y de tu san-
gre te dignaras favorecerme con tu presencia visi-
ble, aunque no te percibía con mayor claridad que
la que se ven los objetos al amanecer. Esta benigna
condescendencia tuya no dejaba de atraer mi alma
hacia ti para una unión más íntima, una contempla-
ción más viva, y una fruición más gustosa56.
Se advierte en este texto la relación que hace Ger-
trudis de su experiencia espiritual interior con la litur-
gia, medio normal a través del cual tiene la mayor parte
de su experiencia religiosa, sobre todo en la comunión
eucarística. Se podrían multiplicar las citas. También es
importante el movimiento de la gracia hacia el conoci-
miento de sí misma para advertir lo que hay, lo que está
pasando por dentro, dónde está el corazón. “Entonces
caí en la cuenta”. La conversión, la iluminación interior
es obra de la gracia. Jesús expresa el deseo de hacer su
morada en el corazón de ella, en el que hay tanto desor-
den, tanta confusión. La urgencia se hace más viva los
días que recibía el alimento “vivificante” del cuerpo y la
sangre eucarísticos creando una presencia visible, pero
en penumbra como los objetos al amanecer. Es un bal-
buceo para expresar la experiencia de lo inexpresable.
c) Encarnación. La Iglesia desarrolla en las celebra-
ciones a través del año litúrgico la actualización sacra-
mental del Misterio de la Redención. Si Gertrudis tomó
como fuente principal de su experiencia religiosa la ce-
56 
El Mensajero, II, 2, 1.
36 Santa Gertrudis de Helfta

lebración litúrgica, es normal que describa el encuentro


con Jesucristo, Hijo de Dios encarnado y redentor del
hombre, a través de la misma. Así describe su experien-
cia en la noche de Navidad:
Aquella noche santísima…que a manera de un
rayo [de sol] dio a luz la Virgen a su hijo, verdade-
ro Dios y hombre. En un instante me pareció que
se me ofrecía en un lugar del corazón un cierto
niño como nacido en ese momento, en el que se
encontraba oculto el don de la mayor perfección
y la dadiva más preciosa57. Mientras lo tenía den-
tro de mi alma parecía haberse transformado toda
ella en el mismo color que él… Recibió mi alma
cierto conocimiento inefable de aquellas palabras
que destilaban dulzura: Dios lo será todo en todas
las cosas58.
La experiencia personal de Gertrudis en la celebra-
ción de Navidad desborda su propio pensamiento, para
sumergirse en la inmersión del Verbo de Dios por la en-
carnación en el corazón mismo de la humanidad para
transformarla. Así lo entiende ella en las líneas que si-
guen:
[Mi alma] experimentaba contener a su amado me-
tido en lo más profundo de su ser y gozaba con
dulcísima ternura, sin que se apartara de ella la
amorosísima presencia del esposo. Así sorbía la
melosa copa de aquellas palabras que divinamente
se le habían comunicado: “Como yo soy imagen
de la sustancia del Padre59 en la divinidad, tú serás
figura de mi sustancia en cuanto a la humanidad,

57 
St 1, 17.
58 
1Co 15, 28.
59 
Hb 1, 3.
El Mensajero de la ternura divina – Introducción 37

recibiendo en tu alma divinizada las emisiones de


mi divinidad como recibe el aire los rayos sola-
res. Penetrada hasta la médula por su fuerza uniti-
va quedarás preparada para una unión más íntima
conmigo60.
Subyace la acción primitiva del Creador: Hagamos
al hombre a nuestra imagen y semejanza61, pero infini-
tamente enriquecida con el misterio de la encarnación
del Hijo de Dios y la inhabitación divina en el alma del
justo. Este párrafo es uno más entre tantos en los que
Gertrudis describe de distintas maneras su unión ínti-
ma con Dios, abierta por la redención y la gracia a toda
criatura humana.

d) Redención. El amor ardiente y entregado de Jesu-


cristo a ella y a los hombres lo expresará de manera es-
pecial a través del Corazón divino y las sagradas llagas.
Entre todas estas gracias prefiero especialmente
dos: haber impreso en mi corazón las preclaras jo-
yas de tus saludables llagas, y para realizarlo, gra-
bar en él la herida de amor62… Añadiste además
la inestimable intimidad de tu amistad, me entre-
gaste de distintas maneras aquella nobilísima arca
de tu divinidad, es decir, tu Corazón deífico como
compendio de todas tus delicias: bien al entregar-
me gratuitamente el tuyo, bien para mayor signo
de mutua intimidad cambiándolo por el mío63
Que mi espíritu y lo más hondo de mi ser anhele
unirse a ti, verdadera dicha. Graba, misericordio-

60 
Mensajero II, 6, 2.
61 
Gn 1, 26.
62 
Mensajero II, 23,7.
63 
Ibid. II. 23, 8.
38 Santa Gertrudis de Helfta

sísimo Señor, tus llagas en mi corazón con tu pre-


ciosa sangre, para leer en ellas tu dolor y tu amor.
Permanezca en lo secreto de mi corazón su recuer-
do para excitar en mí el dolor de tu compasión y se
encienda el ardor de tu amor. Concédeme además
que toda criatura me resulte despreciable y seas
solo tú la dulzura de mi corazón”64.
Ya en el relato de su “conversión” veía Gertrudis
“las joyas preciosas de aquellas llagas con las que anuló
todas las condenas”65. Con las numerosas alusiones a las
llagas de la pasión del Señor a través de todo el relato
del Mensajero, se podría realizar un estudio valioso so-
bre la visión teológica del misterio de la redención que
revela Gertrudis en su obra que, naturalmente, desborda
el espacio de esta introducción66.

e) Corazón divino y Eucaristía. Lo he anotado más


arriba: una adecuada reflexión entre la experiencia de la
comunión eucarística y la experiencia del Corazón divi-
no, del Corazón de Jesús en la mística cristiana, puede
iluminar y clarificar muchos de los relatos de la vida
mística. En el fondo, independientemente del ropaje li-
terario con el que se describen, quieren expresar, balbu-
cear los efectos del encuentro misterioso con Jesucristo
en el sacramento. Lo confirma el que en bastantes oca-
siones se narran esos fenómenos a continuación o como
consecuencia de la comunión eucarística. El siguiente
relato vale por muchos comentarios:
64 
Ibid. II, 4. 1.
65 
Ibid. II, 1, 2.
66 
Ver en el índice de materias la expresión “Llagas, heridas de Cristo”.
El Mensajero de la ternura divina – Introducción 39

Siete años más tarde unos días antes de Advien-


to… había obligado a una persona que todos los
días en la oración que hacía ante un crucifijo aña-
diera por mí, las siguientes palabras: “Por tu Co-
razón traspasado traspasa, amantísimo Señor su
corazón tan profundamente con los dardos de tu
amor que no pueda contener nada terreno y solo
sea poseído por el poder de tu divinidad”
Provocado, como confío, por esta oración, el do-
mingo en que se canta Gaudete in Domino 67, den-
tro de la misa al acercarme a la comunión de tu
santísimo Cuerpo y Sangre… me infundiste un de-
seo que me obligó a prorrumpir en estas palabras:
“Confieso que no soy digna de recibir el más pe-
queño de tus dones. Sin embargo ruego a tu com-
pasión… que traspases mi corazón con el dardo de
tu amor”. Al instante comprendí que la fuerza de
estas palabras me había acercado a tu divino Co-
razón, tanto por la infusión de una gracia interior,
como por el testimonio de un signo externo en la
imagen del crucifijo.
Al retirarme al lugar de la oración tras recibir tan
vivificantes sacramentos, me parecía que el costa-
do derecho de un crucifijo pintado en una hoja, es
decir, de la herida del costado salía como un rayo
de sol en forma de dardo afilado que se dilataba
y se encogía; así durante un tiempo, y excitó tier-
namente mi afecto. Pero aún no quedó satisfecho
mi deseo hasta el miércoles siguiente, cuando des-
pués de la misa se recordaba a los fieles la con-
descendencia de tu adorable Encarnación y Anun-

67 
Canto de entrada del domingo tercero de Adviento.
40 Santa Gertrudis de Helfta

ciación68… He aquí que tú te presentaste como de


improviso y abriste una herida en mi corazón con
estas palabras: “que se concentre aquí el conjunto
de todas las afecciones de tu corazón, por ejemplo,
la suma del placer, de la esperanza, del gozo, del
dolor, del temor; que todos tus afectos se concen-
tren en mi amor”69
El texto presenta una síntesis de la doctrina sobre
la experiencia del Corazón de Jesucristo, de la unión
de corazones, de la transverberación, etc., en el marco
de la comunión eucarística que cruza las páginas de los
cinco libros del Mensajero70.Pero Gertrudis no se cen-
tra egoístamente en su experiencia personal, sino que la
abre a la universalidad del amor de Cristo:
Tocaste entonces con tu santa mano tu sacratísimo
pecho y me mostraste las regiones que con tu in-
conmensurable generosidad prometías. El más pe-
queño grano puede saciar de manera desbordan-
te el hambre de todos los elegidos en todo lo que
el corazón humano puede imaginar de deseable,
amable, deleitable, placentero y dulce71
Al amor entregado de Jesucristo quiere correspon-
der Gertrudis con un corazón también entregado.

68 
Se trata de la proclamación del evangelio de la Anunciación, Lc 1,26-38,
que entonces se hacía el miércoles de las Témporas de Adviento. En la liturgia
renovada después del Concilio Vaticano II se proclama el día 20 de diciembre.
69 
Mensajero, II, 5, 1-2.
70 
Cf. O. Quenardel, La comunion eucharistique dans le Héraut de l’Amour
divin de saint Gertrude d’ Helfta. Brepols, 1997. En el apéndice IV, pp. 171-
203 presenta el dossier eucarístico del Héraut señalando los lugares, frecuencia,
nombres dados al sacramento de la eucaristía, preparación para la misma y sus
efectos. Se aproximan a las 253 alusiones explícitas o implícitas a la eucaristía
en la obra de Gertrudis.
71 
Mensajero, II, 8, 1. 2.
El Mensajero de la ternura divina – Introducción 41

f) María Madre de Dios y de los hombres. En la obra


de las místicas de Helfta la figura de María, Madre de
Dios y de los hombres, es inseparable del misterio de la
encarnación y de la redención. La misma Gertrudis en-
cuadra su experiencia de “conversión” en el marco de
las fiestas de Navidad, Presentación y Anunciación en
las que la Virgen tiene gran relieve:
Tenía 26 años cuando aquel lunes para mí felicí-
simo, anterior a la fiesta de la Purificación de Ma-
ría santísima mi Madre amantísima, el lunes 27 de
enero (de 1281)… determinaste aligerar la densi-
dad de mis tinieblas”72.
Alababa –a la Reina del cielo– por haber sido di-
chosísimo tabernáculo en el que la inescrutable sabidu-
ría de Dios, que mora en el gozo de las alegrías del Pa-
dre y conoce a todas las criaturas, la escogió para morar
en ella. Varias veces llama a la Virgen mediadora del
Mediador73, mediadora agraciada74, nuestra permanente
mediadora75. Decidió saludar a la bendita Virgen o a su
imagen con estas palabras: “¡Salve cándida azucena de
la radiante y siempre serena Trinidad, rosa radiante de
celestial belleza, de la que quiso nacer y amamantarse
con su leche el Rey de los cielos!76.
La Santísima Trinidad preparó el alma de María se-
gún su beneplácito77. Porque “la siempre adorable Tri-
nidad pudo, supo y se dignó formar una virgen tan llena
72 
Mensajero, II, 1, 1.
73 
cf. Ibid. II, 7, 1
74 
Ibid. II, 16, 3.
75 
Ibid. II, 16, 6.
76 
III, 19, 3.
77 
Mensajero, IV, 51, 1.
42 Santa Gertrudis de Helfta

de gracia, para comunicarla con tanta plenitud la des-


bordante abundancia de su felicidad”78
Al cantarse el Gloria en la misa de media noche de
Navidad: Recapacitó ella que al Señor debería llamár-
sele más congruentemente unigénito que primogénito,
puesto que la Virgen sin mancha no engendró a ningún
otro mas que aquel único, que mereció concebir del Es-
píritu Santo. Entonces le respondió la bienaventurada
Virgen con tierna serenidad:
“De ninguna manera unigénito, sino que se le lla-
ma oportunísimamente mi dulcísimo primogénito
Jesús, porque fue el primero que procreé en mi
seno cerrado, y después de él y por él os engen-
dré a todos vosotros, acogiéndoos en mis entrañas
con maternal amor como hermanos para él, e hijos
para mí79.
En una primera lectura puede parecer el texto un
diálogo piadoso, pero considerado a la luz bíblica y teo-
lógica se trata del misterio de la Maternidad espiritual
de María proclamada por Jesús cuando consumaba la
obra de la redención en la cruz. Madre del Cristo total,
cabeza y miembros. En muchas afirmaciones de la mís-
tica de Helfta la reflexión atenta descubre el trasfondo
teológico de la fe de la Iglesia a través de expresiones y
diálogos sencillos.
h) Vida monástica. La vida monástica para Gertru-
dis que no conoció o conoció muy poco a su madre hu-
mana, fue como una segunda madre por la que se sintió
78 
Ibid. IV, 51, 3.En siglos posteriores se esgrimió este argumento en defensa
del dogma de la Inmaculada Concepción.
79 
Cf. IV, 3, 7-8.
El Mensajero de la ternura divina – Introducción 43

entrañablemente acogida. Con el crecer de los años au-


mentó también el amor a las hermanas de comunidad.
Las escuelas de niñas o de jóvenes eran para los monas-
terios que las tenían, semilleros de vocaciones y Helfta
era uno de ellos.
Según los testimonios de las redactoras del libro I y
de Gertrudis en el libro II, debió gozar de buena salud
durante su juventud hasta los 30 años aproximadamen-
te. Luego, como ya he anotado, la enfermedad fue com-
pañera de viaje. En esos momentos nos revela el gran
amor que sentía por la comunidad y las hermanas cuan-
do los achaques la impedían compartir con ellas la vida
litúrgica, laboral y comunitaria. “Sus palabras como sus
obras daban testimonio del celo por la salvación de las
almas y el fervor por la vida monástica que devoraban
su espíritu”, afirma su biógrafa80.
En cierta ocasión se le apareció el Señor Jesús, el
más hermoso entre los hijos de los hombres81. Es-
taba de pie y parecía sostener en sus reales y deli-
cados hombros un enorme palacio que, inclinado
hacia él, amenazaba ruina. Le dice el Señor: Mira
con cuánto trabajo sostengo mi amada casa, esto
es, la vida monástica, que amenaza ruina en casi
todo el mundo, porque son muy pocos en todo el
orbe los que quieren trabajar con fidelidad en su
defensa y promoción, o sufrir algo por ella. Mí-
rame, amada mía, y compadécete de mis fatigas”.
Añadió el Señor: “Todos los que con su palabra o
sus obras promueven la vida monástica son como

80 
Ibid. I, 7,1.
81 
Sal 44, 3.
44 Santa Gertrudis de Helfta

columnas ocultas que me ayudan a sostener su


peso y lo conllevan conmigo”.
Conmovida esta sierva hasta lo más hondo de su
ser con tales palabras, se enardeció más vivamen-
te compadecida del Señor Dios, su Amado, y co-
menzó a trabajar con todo empeño en promover la
vida monástica, entregándose a veces al rigor de
la Orden por encima de sus fuerzas, para dar buen
ejemplo. Permaneció fielmente en estos ejercicios
durante algún tiempo82.
A veces Dios permitió que los enemigos causaran
daños en el monasterio para que las hermanas recono-
cieran sus faltas y se convirtieran de sus negligencias83,
porque el Señor busca las disposiciones interiores84
Al disponerse a comulgar el lunes de Pascua pedía
al Señor que supliera con tan dignísimo Sacramento
todo lo que en su vida religiosa había descuidado en la
observancia de la Regla85. Después de su “conversión”
quiso vivir y que se viviera con tesón en su monasterio
una fidelidad amorosa, como respuesta al Amor que las
había escogido gratuitamente.

i) Gertrudis canal de la gracia. Hay otros elementos


importantes en la vida y obra de Gertrudis que revelan
su riqueza humana y profundidad espiritual, cuya expo-
sición aunque breve desbordaría los límites de una in-
troducción. Voy a terminar anotando otro tema que pa-
rece importante: haberla escogido el Señor como canal
82 
Mensajero, I, 7, 3.
83 
Ibid. III, 48,1; 67,1-2.
84 
Ibid. III, 68,1-4.
85 
Ibid. IV, 28, 1.
El Mensajero de la ternura divina – Introducción 45

de su gracia hacia los hombres. Según la redactora del


libro primero “Se consideraba a sí misma como canal
por el que fluía la gracia hacia los elegidos de Dios por
preordinación secreta del mismo Dios”86. En una oca-
sión Jesús le pide el corazón, ella se lo entrega gozosa
y “le parece como si el Señor lo aplicara a su Corazón
divino a semejanza de un canal que llegaba hasta la tie-
rra”. Por él derramaba las efusiones de su “incontenible
bondad” y añadió:
Mira, en adelante me gozaré usando siempre tu co-
razón como un canal por el que todos los que se
dispongan con generosidad a recibir esa efusión
de la gracia y te lo pidan con humildad y confian-
za, derramaré del torrente de mi melifluo Corazón
desbordantes efluvios de consuelo divino87.
Al recurrir la mística de Helfta a la imagen del ca-
nal pudo tener presente el sermón 18 de san Bernardo
sobre el Cantar de los Cantares, en el que pide ser con-
chas, no canales, porque la concha solo desborda cuan-
do se llena, los canales derraman todo lo que reciben y
se quedan secos de nuevo. Añade el abad de Claraval:
“Hoy abundan los canales en la Iglesia y hay poquísi-
mas conchas”88. Anótese el superlativo. Gertrudis cam-
bia el sentido que se quiere dar a la funcionalidad del
canal. Ella es, sí, canal no seco sino conectado a la ple-
nitud del Corazón divino para poder comunicar por él a
los hombres el caudal inagotable de la gracia.
Cultivó con dedicación las dotes de naturaleza y de
gracia que había recibido poniéndolas generosamente al
86 
I, 11, 1.
87 
Ibid. III, 67, 1.
88 
San Bernardo, SC, ser. 18, 3.
46 Santa Gertrudis de Helfta

servicio de cuantos acudían a ella. Respondía con sim-


plicidad, dilucidaba los errores con sabiduría, aclaraba
las dudas con lucidez. Recopiló y escribió libros y sen-
tencias de los santos para utilidad de todos. Compuso
oraciones y escritos sobre ejercicios espirituales. Hizo
brotar en su tiempo raudales de doctrina que le llega-
ban desde la fuente misma de la sabiduría divina, que
iluminaron su tiempo y llegan sin disminuir su luz hasta
el nuestro.
Que esta nueva presentación de la riqueza humana,
doctrinal y espiritual de la obra de Gertrudis y sus labo-
riosas hermanas del monasterio difundan en este siglo
XXI estímulo y ejemplo a tantos hambrientos que bus-
can saciar su sed como ellas, en el hontanar del Corazón
divino del Redentor, donde brotan las fuentes vivas de
la fe y el amor cristiano.
Agradezco a la Dirección de Cistercium su colabo-
ración para preparar las imágenes que aparecen en los
dos volúmenes de esta obra.

Monasterio de La Oliva
Mayo 2012
Fr. Daniel Gutiérrez Vesga
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APROBACIÓN DE LOS DOCTORES1

Este libro se comenzó el año del Señor de 1289 bajo


el desbordante flujo de la gracia divina. Posteriormente
fue examinado y aprobado por eminentes teólogos de la
Orden de Predicadores y Hermanos Menores, a petición
de las superioras del monasterio.
Ha sido leído y examinado en primer lugar por el
hermano Enrique Mulhousen, hombre sabio y lleno de
Espíritu Santo. También por el hermano Enrique We-
riungerode que residía en el convento de Halle. Lo exa-
minó cuidadosamente el hermano Burch que hacia 1300
estaba de lector en el convento de los Hermanos Meno-
res de Halberstadt, de gran renombre tanto por sus co-
nocimientos como por una gracia especial de espiritual
unción. Además lo analizó con más profundidad el her-
mano Nicolás, lector en Hildeshein, Prior de Halbers-
tadt, hacia el año del Señor de 1301. También el herma-
no Teodorico de Apola, que trató frecuentemente con
Gertrudis y dio su plena aprobación a sus palabras y
1 
Algunas ediciones [T. Ortega, Revelaciones de santa Gertrudis la Magna.
Monasterio de Santo Domingo de Silos, 1932. Otra edición del mismo autor,
Buenos Aires, 1947, El Heraldo del amor divino, por un Padre Benedictino,
1945], traen un prólogo y advierten en nota que debe ponerse porque contiene
la doctrina que aparece en toda la obra de Gertrudis o fue escrito por la misma
persona que escribió los libros I y III, aunque unos manuscritos traen este pró-
logo y otros no.
56 Santa Gertrudis de Helfta

estilo. Igualmente el Maestro Godofredo König, reco-


nocido Maestro, tan inflamado en el celo de la voluntad
divina por las palabras de Gertrudis, que en adelante vi-
vió felizmente toda su vida con admirable piedad y de-
seo de Dios. Lo mismo el hermano Herman de Loweia,
lector en Leipzig de la Orden de Predicadores, y otros
de la misma Orden, dignos de crédito, que al escuchar
las palabras de Gertrudis dieron también en conciencia
ante Dios claro testimonio de ella. Otro, después de leí-
do y examinado diligentemente el libro, escribió lo si-
guiente: “Confieso ante la verdad de la luz divina que
nadie realmente poseedor del Espíritu Santo de Dios se
atrevería a rechazar temerariamente estos escritos. Más
aún, confortado por el Espíritu veraz del único amador
del género humano, me obligo a defender contra cual-
quiera estos escritos hasta la muerte”.
PRÓLOGO

1. El Espíritu Paráclito distribuidor de todos los


bienes, que sopla donde quiere2, como quiere y cuando
quiere, muy oportunamente busca el secreto para comu-
nicarse y establece la manera más apropiada para expre-
sar sus comunicaciones en orden a la salvación de las
almas, como es evidente en esta sierva de Dios. Durante
mucho tiempo permaneció de modo ininterrumpido en
ella la superefusión de la ternura divina; sin embargo,
determinó períodos concretos para comunicarse. De ahí
que el presente libro se escribiera en momentos diver-
sos. Así, una parte se escribió pasado ya el año octavo
de haber recibido la gracia y la otra, unos veinte años
después.
2. El Señor declaró en cada momento que acep-
taba benignamente ambas partes. Ya escrita la primera
parte, la presentó ella misma con humilde devoción al
Señor y recibió la siguiente respuesta de su benignísi-
ma bondad: “Nadie podrá apartar de mí el memorial de
la sobreabundancia de mi divina suavidad”. Compren-
dió en tales palabras que el Señor quería dar ese nom-
bre al librito: a saber Memorial de la abundancia de la
divina dulzura. Añadió el Señor: “Si alguno desea leer
2 
Cf. Jn 3,8.
58 Santa Gertrudis de Helfta

este libro con devota intención y progreso espiritual, lo


atraeré hacia mí como si lo leyera entre mis manos, me
uniré yo mismo a él por esta acción, y como suele acon-
tecer cuando dos leen en la misma página, uno percibe
la respiración del otro, del mismo modo interiorizaré la
aspiración de sus deseos y mis entrañas de ternura se
conmoverán hacia él3. Soplaré hacia él el hálito de mi
divinidad y su interior quedará renovado por mi Espíri-
tu. El Señor añadió también: “Quien transmita lo escrito
en el libro con sus mismas intenciones, derramaré sobre
él con la dulzura de mi divino Corazón otros tantos dar-
dos de amor que suscitarán en su alma dulcísimos gozos
de divina dulzura”.
3. Mientras escribía la segunda parte que cautivaba
fuertemente su voluntad, se lamentaba una noche ante el
Señor sobre este asunto; él la arrebata con su acostum-
brada ternura y le dice entre otras cosas: Te he hecho luz
de las naciones para que seas mi salvación hasta los
confines de la tierra4. Al comprender ella que se refería
a este libro, apenas había comenzado a escribir, excla-
mó admirada: “¿Cómo, Dios mío, puede recibir alguien
la luz del conocimiento por este librito, cuando no tengo
ningún deseo de escribir demasiado, ni permitir que se
publique lo poco que ya he escrito?
Le responde el Señor: “Cuando escogí a Jeremías
como profeta, él creía que no sabía hablar5, ni tener el
debido discernimiento, pero con su palabra corregí a
pueblos y reinos. De igual manera, todo lo que determi-
3 
Cf. Gn 43, 30.
4 
Is 49, 6.
5 
Cf. Jr 1, 5.
El Mensajero de la ternura divina – Libro I 59

né iluminar con la luz del conocimiento y la verdad por


medio de ti, no fallará, ya que ningún hombre podrá im-
pedir mi determinación eterna, porque llamé a los que
había predestinado y justifiqué a los que había llamado6,
de la manera que a mí me complacía”.
4. En otra ocasión que intentaba obtener del Señor
durante la oración que le permitiera resistirse a escribir
este libro, ya que la obediencia de los superiores no la
obligaba a escribir con tanta fuerza como en otras oca-
siones, le respondió benignamente el Señor: “¿Ignoras
que todo aquel a quien obliga mi voluntad, está obliga-
do por encima de toda otra obediencia? Por lo tanto, si
conoces ser mi voluntad, que nadie puede resistir, que
escribas este libro ¿por qué te turbas? Soy yo el que in-
cito al escritor, le ayudaré fidelísimamente y conservaré
incontaminado lo que me pertenece”.
Con su voluntad totalmente conformada al beneplá-
cito divino dijo al Señor: “Amantísimo Señor, ¿qué títu-
lo quieres poner a este librito?”
Le responde el Señor: “Este mi libro se llamará
Mensajero de la ternura divina, porque en él se pregus-
tará de alguna manera el desbordamiento de mi ternu-
ra”. Muy sorprendida ella le dice: “Los que se llaman
mensajeros tienen mayor autoridad, ¿qué autoridad te
dignas conceder a este librito cuando le otorgas tal nom-
bre?”
Le responde el Señor: “Concedo por el poder de mi
divinidad, que quien lo leyere con recta intención y tra-
tare de dar buen ejemplo con él para mi gloria, alcanzará
el perdón de los pecados veniales, conseguirá la gracia
6 
Cf. Rm 8,30.
60 Santa Gertrudis de Helfta

del consuelo espiritual y se dispondrá para gracias ma-


yores”.
5. Luego reconoce ser del agrado del Señor que
ambas partes del libro se junten en una. Insta con fer-
vientes oraciones para que le indique cómo unirlas,
cuando él mismo se había dignado separarlas con térmi-
nos distintos.
Le responde el Señor: “Como la hermosura de un
precioso niño atrae frecuentemente las miradas de los
padres con redoblada ternura, he determinado formar
este libro con ambas partes para que de ambas brote esta
expresión, a saber: Mensajero del memorial del desbor-
damiento de la gracia divina, porque el mensaje de mi
divina bondad trae el recuerdo de mis elegidos”·
6. Como se verá en lo que sigue, la presencia de
la benignidad divina se derramó constantemente en esta
sierva; a veces dice “se apareció” o se “presentó” a ella
el Señor, debe entenderse que recibió con frecuencia
gracias especiales de forma imaginativa según el mo-
tivo o el tiempo más oportuno a la comprensión de sus
prójimos, a quienes se dirigía este mensaje. Sobre lo que
parece distinto en lo que sigue, se tendrá en cuenta que
Dios ama a todos, y cuando visita a uno desea que su
salvación llegue a todos, aunque de maneras distintas.
El benignísimo Señor derramaba continuamente su
gracia sobre esta su sierva tanto en días corrientes como
festivos, mediante imágenes sensibles o iluminaciones
más elevadas del conocimiento. Se han descrito en este
librito imágenes de realidades corpóreas para ayudar al
entendimiento humano según el discernimiento y capa-
cidad de los lectores, dividiéndolo en cinco libros.
El Mensajero de la ternura divina – Libro I 61

7. El primero contiene la presentación de su per-


sonalidad y los testimonios de su santidad. El segundo
lo que escribió ella misma por inspiración del Espíritu
de Dios y los dones que recibió, para dar gracias por los
mismos. El tercero expone algunos testimonios sobre
los beneficios que recibió o le fueron revelados. En el
cuarto se describen las visitas con las que fue consola-
da por la benignidad divina en algunas festividades. Fi-
nalmente, en el quinto se manifiesta lo que el Señor se
dignó revelarle sobre los méritos de algunas almas que
habían fallecido, añadiendo las consolaciones con las
que el Señor se dignó prevenir sus últimos momentos
8. Hugo dice: “tengo por sospechosa toda verdad
que no esté confirmada por la autoridad de la Escritura”.
Más abajo: “No puede tenerse por confirmada ninguna
revelación por muy probable que parezca si no está ates-
tiguada por Moisés y Elías, es decir, sin la autoridad de
las Escrituras”7. Por eso anoté al margen8 las cosas que
mi modesto ingenio y mi sentido poco ejercitado pudo
traer en un momento a la memoria, con la esperanza de
que si viniera alguien de agudo ingenio y más adiestra-
do, pudiera aducir testimonios más seguros y convin-
centes.

7 
Ricardo de San Víctor, Benjamin minor, cp. 81; PL 196, 57.
8 
Sobre estas “citas marginales” es importante el estudio D. Pierre Doyère.
Cf. SC 139 pp. 83-91.
LIBRO PRIMERO

PERSONALIDAD
Y TESTIMONIOS
SOBRE GERTRUDIS

CAPÍTULO I

Fama de Gertrudis

a) Infancia y adolescencia
1. ¡Qué abismo de generosidad, de sabiduría y de
conocimiento el de Dios! ¡Qué insondables sus decisio-
nes y qué irrastreables sus caminos! 9 Él, que llama de
maneras tan sorprendentes, ocultas y variadas a los que
había predestinado, y a los llamados los justifica gratui-
tamente, es más, los regala de manera tan justa que pa-
recería haberlos encontrado santos como para juzgarlos
dignos de compartir con él todas sus riquezas y delicias,
dejó muy claro haber escogido por pura gracia a ésta
su amada sierva como blanca azucena en el jardín de
9 
Rm 11, 33.
64 Santa Gertrudis de Helfta

la Iglesia entre macizos de balsameras10, entre la multi-


tud de los santos; pues niña de cinco años la apartó del
tumulto mundano, la introdujo en el tálamo de la vida
religiosa, la revistió de manera tan desbordante que se
mostraba encantadora como el candor primaveral de to-
das las flores, atraía hacia sí los ojos de todos, y se hacía
querer por todos los corazones11.
Aunque de pocos años y complexión delicada, po-
seía una madurez de anciana. Amable, industriosa y elo-
cuente; tan disponible que todos los que la escuchaban
quedaban admirados. Admitida en la escuela reveló tan
viva perspicacia y agudeza de ingenio, que superaba no-
tablemente a las niñas de su edad y a todas sus condiscí-
pulas, en sabiduría y conocimientos.
Transcurrieron los años de su niñez y adolescencia
con corazón limpio, y gozoso afán por el estudio de las
artes liberales. El Padre de las misericordias la guardó
de todas esas niñerías en las que suele incurrir esa edad.
Ríndansele por ello alabanzas y acciones de gracias.
2. Mas cuando tuvo a bien el que la escogió desde
el seno de su madre12 y apenas destetada la introdujo en
el banquete del Orden monástico, la llamó con su gracia
de las cosas exteriores a la vida interior, de los ejerci-
cios corporales a la contemplación de las cosas espiri-
tuales; perfeccionaba su obra con revelaciones especia-
les, como se verá claro en lo que sigue13.

10 
Ct 6, 1
11 
Cf. Ct 2, 15.
12 
Gl 1,15 1
13 
Cf. Lib. 2, c.1
El Mensajero de la ternura divina – Libro I 65

b) “Conversión”
Entonces reconoció ella que había vivido lejos de
Dios en una región de desemejanza14. Mientras se entre-
gaba con desmedido afán a los estudios liberales, había
descuidado hasta este momento aplicar la agudeza de su
ingenio a la luz del conocimiento espiritual. Disfrutaba
con verdadera avidez de los estudios de la sabiduría hu-
mana y se privaba del suavísimo gusto de la verdadera
sabiduría. En un instante le parecieron viles todas las
cosas exteriores. Con razón, porque Dios la introdujo
con gozo y alegría15 en el monte Sión, a saber, en la con-
templación de sí mismo, despojándola del hombre viejo
con sus obras16 y revistiéndola del hombre nuevo creado
según Dios en justicia y santidad verdadera.

c) Disponibilidad
Convertida de este modo de gramática en teóloga,
rumiaba infatigablemente todos los libros de las pági-
nas sagradas que tenía o podía encontrar. Llenaba con
gran ahínco y en cuanto le era posible hasta el máximo,
el canastillo de su corazón, con las palabras más úti-
les y deleitables de la Sagrada Escritura, de manera que
enseguida le venía oportuna la palabra divina, llena de
edificación. A todos los que acudían a ella les respon-
día de manera apropiada a sus necesidades, y dilucida-
ba cualquier error con argumentos del texto sagrado tan
convincentes, que nadie era capaz de refutarlos. En ese
14 
Cf. san agustín, Confesiones, lib. VII, 10, n. 16; ver también Enarr. Sal 99,5:
“Hecho desemejante te apartaste lejos de Dios; hecho semejante te aproximaste
a él”; también Enarr. Sal 94, 1.
15 
Cf. Sal 44, 1
16 
Cf. Col 3, 9-10.
66 Santa Gertrudis de Helfta

tiempo no se saciaba de la admirable dulzura y tiernísi-


mo deleite que encontraba en la contemplación divina y
en el estudió de la Sagrada Escritura, que experimenta-
ba como panal de miel en los labios, melodía armoniosa
en el oído y gozo espiritual en el corazón17.
Lo que espíritus menos dotados veían oscuro, ella
se lo explicaba con toda claridad y lucidez. Como las
palomas recogen los granos de trigo, ella recopiló y es-
cribió muchos libros llenos de suavidad y sentencias de
los santos para utilidad común de todos los que deseen
leerlos. También compuso muchas oraciones más dul-
ces que el panal de miel18 y otros muchos escritos edifi-
cantes sobre ejercicios espirituales, en estilo tan correc-
to, que a ningún literato se le ocurría censurarlos, antes
bien, se deleitaba en ellos por su gran oportunidad. In-
tercalados todos con dulces palabras de la Sagrada Es-
critura, ni a teólogos ni a doctores les resultaban áridos.
Debe observarse en todo esto, sin la menor duda, un don
de gracia espiritual. Ahora bien, algunas de las cosas se-
ñaladas pueden ser alabadas por los hombres como va-
lores puramente humanos. Como advierte la Escritura
en el libro de la Sabiduría: Engañosa es la gracia, falaz
la hermosura; la mujer que teme al Señor merece ala-
banza19, vamos a añadir aquellas cosas que realmente
merecen ser proclamadas.

17 
Cf. S. Bernardo, SC 15, 6: “Jesús es miel en la boca, melodía en el oído,
júbilo en el corazón”.
18 
Cf. Sal 18, 11b.
19 
Pv 31, 30.
El Mensajero de la ternura divina – Libro I 67

d) Acogedora y firme
3. Era fortísima columna de la vida monástica, de-
fensora incansable de la justicia y la verdad. Se puede
decir de ella lo que el libro de la Sabiduría dice del sumo
sacerdote Simón: En su vida restauró la casa del Señor,
es decir, la vida religiosa, y en sus días fortificó el Tem-
plo20 del fervor espiritual, porque con sus exhortaciones
y ejemplos movía a muchos a mayor celo por la devo-
ción espiritual. Puede decirse que en sus días Brotaron
fuentes de aguas, etc.21. Nadie como ella hizo brotar en
nuestros tiempos con mayor profusión verdaderos rau-
dales de saludable doctrina.
Era dulce y penetrante en el hablar, de palabra fácil
y persuasiva, eficaz y agradable; muchos que escucha-
ban sus palabras, confesaban abiertamente que el espíri-
tu de Dios hablaba por ella22 al experimentar la sorpren-
dente conmoción del corazón y la transformación de la
voluntad. Porque la palabra viva y eficaz, más penetran-
te que espada de doble filo, que alcanza hasta la división
del alma y del espíritu23 que moraba en ella, era la que
operaba todas estas cosas.
Unos, arrepentidos por sus palabras eran llevados a
la salvación; a otros iluminaba la luz del entendimiento
para conocer a Dios y sus propios pecados; a otros les
ofrecía el auxilio de la gracia de la consolación, e in-
cluso inflamaba los corazones de algunos en un amor
más intenso a Dios. Muchos extraños que la habían es-
20 
Si 50, 1.
21 
Si 50, 3.
22 
Cf. Hch 6, 10
23 
Cf. Hb 4, 12
68 Santa Gertrudis de Helfta

cuchado una sola vez, confesaban haber recibido con


ello gran consuelo. Aunque poseyó en abundancia estas
y otras muchas dotes que suelen complacer a los hom-
bres, no se ha de pensar que todo lo que sigue lo hubie-
ra imaginado ella para su propia complacencia, como
fruto de su perspicacia y lucidez mental; o lo hubiera
escrito por su facilidad de palabra o habilidad de recur-
sos literarios; de ninguna manera: hemos de creer con
firmeza y sin la menor vacilación, que todas estas cosas
le llegaron desde la fuente misma de la sabiduría divi-
na, como don gratuito infundido a ella por aquel mismo
Espíritu que sopla donde quiere24, cuando quiere, en los
que quiere y lo que quiere, según personas, lugares y
momentos más oportunos.
4. Como las realidades invisibles y espirituales no
pueden presentarse al entendimiento humano más que
a través de las cosas corporales y semejanzas de las co-
sas visibles, conviene representarlas mediante imágenes
humanas y corpóreas, como lo demuestra el Maestro
Hugo (de san Víctor) en su obra Del Maestro interior25:
“Para ayudar las divinas Escrituras a la contemplación
de las cosas de este mundo y condescender con la fragi-
lidad humanan, describen las realidades invisibles me-
diante imágenes de las cosas visibles, e imprimen en
nuestra mente el recuerdo de las mismas, con el encanto
de imágenes deseadas. A esto se debe que describan la
tierra fluyendo leche y miel, mencionen las flores, los
aromas, y designen la armonía de los gozos celestes por
el canto de los hombres y los trinos de las aves. Leed el
Apocalipsis de Juan y veréis a Jerusalén adornada con
24 
Jn 3, 8.
25 
Cp. 16
El Mensajero de la ternura divina – Libro I 69

oro, plata, perlas, y descrita de mil maneras con multi-


tud de piedras preciosas. Sabemos que allí donde nada
puede faltar, no existe ninguna de estas cosas, pues no
existen imágenes donde todo es por semejanza”.
CAPÍTULO II

Testimonios de la gracia:
Primer testigo, Dios

1. Cuanto contienen la inmensidad de los cielos26,


la redondez de la tierra y la profundidad de los abismos
dé gracias al Señor Dios dador de los verdaderos bie-
nes, que le cante una alabanza eterna, inmensa e incon-
movible, porque todo lo que ha brotado de su amor in-
creado, alcanza en sí mismo la plenitud, por la desbor-
dante abundancia de su piedad27, como la ha derramado
su amor apasionado en el valle de la fragilidad humana.
Entre tantos otros volvió su mirada también hacia ésta
[su sierva] en la que derramó sus propios dones. La Es-
critura enseña que toda palabra queda confirmada por
boca de dos o tres testigos28; como en nuestro caso se dan
muchos testigos no hay motivo para desconfiar, pues el
Señor la eligió como especial instrumento para comuni-
car por medio de ella los secretos de su benignidad.
2. El primer y principal testigo es el mismo Dios
que muchas veces realizó por medio de ella lo que había
predicho, dio a conocer cosas secretas, hizo sentir a mu-
26 
Cf. Est 13,10; canto de entrada del Dom. 21 después de Pentecostés antes
de la reforma litúrgica del Vaticano II, y Dom. 27 del TO de la liturgia actual.
27 
Colecta del Dom. 11 de Pentecostés, y actualmente Dom. 11 del TO.
28 
Cf. Dt 19, 15; Mt 18, 16
El Mensajero de la ternura divina – Libro I 71

chos los efectos de sus oraciones, incluso debido a sus


méritos escuchó lo que se le pedía y libró de las tenta-
ciones a quienes se lo suplicaban con corazón humilde
y devoto. Pondré por vía de ejemplo alguno de los mu-
chos testimonios que existen.
3. En cierta ocasión murió Rodolfo rey de los Ro-
manos y ésta con las demás monjas hicieron oración por
la elección del sucesor. El mismo día, y se cree que en
la mismo hora en que se hacía la elección en otra región,
Gertrudis comunicó a la abadesa del monasterio que ya
se había hecho la elección, y añadió que el mismo día de
la elección del rey éste sería asesinado por su sucesor.
Los hechos lo confirmaron.
4. Igualmente siendo amenazado nuestro monaste-
rio por un malhechor y en peligro inminente que parecía
inevitable, ella después de hacer oración avisó a la aba-
desa del monasterio que todo el peligro había desapare-
cido gracias a Dios. Vino entonces el Procurador de la
corte para comunicar que el malhechor había sido con-
denado por los jueces, como lo había conocido ésta se-
cretamente por divina revelación. La abadesa y cuantos
conocieron este beneficio, daban gracias al Señor llenos
de júbilo.
5. Una persona angustiada durante mucho tiempo
por las tentaciones es advertida en sueños que se enco-
miende a las oraciones de esta sierva. Habiéndolo hecho
con fervor, se llena inmediatamente de alegría al verse
libre por sus méritos y oraciones.
6. También merece narrarse otro hecho: cierta per-
sona se disponía a comulgar. Debido a una ocasión que
se le había presentado unos días antes, era atormentada
72 Santa Gertrudis de Helfta

con muchos pensamientos durante la misa, hasta llegar


ya casi a consentir al placer, por lo que se sentía muy
perturbada y no se atrevía a acercarse a la comunión con
esa turbación. Impulsada al parecer por divina inspira-
ción tomó a escondidas un despreciable trozo de tela que
había visto arrancar a esta sierva de Dios de un manto
que cubría sus pies, lo aplicó confiadamente a su cora-
zón, mientras pedía al Señor que, por aquel amor que
había purificado el corazón de su amada de todo apego
humano, se había dignado elegirla exclusivamente para
sí, haber hecho en ella su morada y derramar sus dones
espirituales, se dignara por sus méritos librarla miseri-
cordiosamente de la tentación. ¡Cosa admirable y digna
de aceptación y respeto!, apenas retuvo aquel trozo de
paño aplicado y adherido con todo fervor a su corazón,
se alejó por completo aquella tentación carnal y humana.
En adelante nunca fue tentada por algo semejante.
7. Que nadie tenga inconveniente en creer esto,
cuando el mismo Señor dice en el Evangelio: Quien
cree en mí hará las obras que yo hago, y aún mayores29.
El Señor que se dignó curar a aquella mujer hemorroisa
sólo con tocarle la fimbria de su vestido30, pudo tam-
bién, cuando así lo estimó su benignidad, librar del peli-
gro de la tentación, por los méritos de esta su elegida, a
aquella alma por cuyo amor se dignó morir. Basten estas
cosas como primer testimonio, aunque podrían añadirse
otras muchas.

29 
Jn 14,12.
30 
Cf. Lc 8,44.
CAPÍTULO III

Segundo testigo, los hombres

1. Sirve también como segundo testimonio de cer-


teza, la sobria y prudente narración de algunas perso-
nas que, siendo tan distintas, confesaban a una voz que
cuanto habían conocido de esta sierva por divina reve-
lación, al invocarla tanto para corregir las faltas, como
para crecer en el progreso espiritual, siempre se cum-
plía, como si hubiera gozado de una especial elección,
y haber sido privilegiada con gracias más elevadas. Así
por ejemplo, cuando ella, sólidamente fundamentada en
la humildad, se consideraba indignísima de los dones de
Dios, consultaba en ocasiones a otras personas que tenía
por mejores que ella, qué pensaba el Señor respecto a
ciertas gracias recibidas de él. Los así consultados, con
la garantía muchas veces de la divina piedad, afirmaban
que era verdad no sólo lo que habían recibido de ella,
sino que había sido colmada por el Señor con dones de
gracia mucho mayores.
2. Cierta persona bien experimentada en experien-
cias espirituales, atraída por la fragancia de la buena
fama, vino de lejanas tierras al monasterio, sin que na-
die la conociera en este lugar. Con grandes deseos anhe-
laba alcanzar del Señor en la oración poder encontrarse
con esa persona, para obtener de ella, por benevolencia
74 Santa Gertrudis de Helfta

de Dios, provecho para su alma. El Señor le respondió:


“Has de saber que la primera que se siente junto a ti en
este lugar es la más fiel de todas y verdaderamente mi
elegida”.
Tras estas palabras, sucedió de forma admirable que
fuera esta sierva la primera en sentarse allí, quería ocul-
tarse por humildad, y pasó casi totalmente desapercibi-
da. La visitante se creyó defraudada, y postrada en tie-
rra, con grandes gemidos expuso al Señor la situación.
Se le confirma con toda verdad ser ella la que el Señor
le había garantizado que le era la más fiel en todo. Esta
persona tuvo un encuentro con doña M.31, cantora del
monasterio, de feliz memoria; sus palabras le produje-
ron tanta dulzura que parecían como empapadas por la
miel del Espíritu Santo. Preguntó al Señor por qué exal-
taba a ésta sobre las demás y no lo hacía con la otra.
Le respondió el Señor: “Son grandes las cosas que
realizo en ésta, pero serán aún mayores las que realizaré
en aquella”.
3. Otra persona que oraba por Gertrudis y consi-
deraba con gran admiración la delicada ternura que el
Señor mostraba hacia ella, dijo sorprendida al Señor:
“¿Qué encuentras en ella, oh Dios de amor, para que
tanto la enaltezcas en ti mismo, y hacia la cual inclinas
tu corazón con tanta ternura?”32
Le responde el Señor: “Me obliga mi ternura total-
mente gratuita que, como don especial, injerta y mantie-
ne en su alma las cinco virtudes que más me complacen:
31 
Se refiere a Matilde de Hackeborn.
32 
Cf. Job 7,17.
El Mensajero de la ternura divina – Libro I 75

– verdadera pureza, como fruto del flujo continuo


de mi gracia hacia ella;
– verdadera humildad, ante la magnitud de mis do-
nes; cuanto más actúo en ella más se abaja al re-
conocer su propia debilidad, hasta lo más hondo
de su profundísima humildad;
– verdadera bondad, que desea la salvación de to-
dos los hombres para gloria de Dios;
– verdadera fidelidad, por la que ofrece todas sus
obras buenas con el más puro amor para mi gloria
y la salvación universal;
– y el verdadero amor, con el que me ama ardoro-
samente, con todo el corazón, con toda el alma y
con todas las fuerzas y al prójimo como a sí mis-
ma33 por mí”.
A continuación mostró el Señor en su pecho una
perla preciosa, artísticamente decorada. Formaba un
triángulo a modo de trébol, y dijo: “Llevaré siempre
esta joya en honor de mi esposa. A través de sus tres pé-
talos manifestaré las tres cosas siguientes ante la corte
celestial:
Por el primero reconocerá con todo esplendor que
es mi íntima34, pues no hay nadie en la tierra que por su
buena voluntad e intención recta, esté más unido a mí
como ella.
En el segundo aparecerá con toda nitidez no haber
alma alguna a la que me incline con tanta fruición como
a ella.
33 
Lc 10, 27.
34 
Cf. Ct cp. 5.
76 Santa Gertrudis de Helfta

En el tercero considera que no hay hombre en la tie-


rra tan fiel como ella, pues ordena con gran afecto todos
los dones que he derramado en ella a mi gloria y ala-
banza”.
El Señor añadió: “En ningún lugar de la tierra encon-
trarás que permanezco con tanto afecto como en el Sacra-
mento del Altar y consiguientemente en el corazón y el
alma de esta mi amada, hacia la que he inclinado de ma-
nera conmovedora todo el gozo de mi divino corazón”.
4. Otra persona a cuyos ruegos se había encomen-
dado devotamente ella, mientras la encomendaba reci-
bió esta respuesta: “Soy todo suyo, pues me he entrega-
do tiernamente a sus abrazos. El amor de la divinidad
me ha unido inseparablemente a ella, como el fuego que
fusiona el oro y la plata para formar un metal precioso”.
Ella: “Entonces, Dios amantísimo, ¿qué haces con
ella?”
Responde el Señor: “Las pulsaciones de su corazón
se funden permanentemente con las pulsaciones de mi
amor. En esto encuentro mi desbordante fruición. Sin
embargo, contengo en mí mismo la fuerza de mis pulsa-
ciones hasta la hora de su muerte. En ese momento sen-
tirá a través de ellas tres grandes afectos:
– la gloria, a la que la llama el Padre,
– el gozo, con el que la recibiré yo,
– el amor, con el que el Espíritu Santo la unirá a
mí35

35 
Encontramos aquí el anuncio de la acogida de Gertrudis por la Santísima Tri-
nidad en el cielo, parecido al que describe la acogida de Matilde de Hackeborn
y Matilde de Magdeburgo en el mismo trance, para significar la estrecha unión
doctrinal en las tres místicas helftenses. Cf. en esta misma obra, lib. 3, cps.51
El Mensajero de la ternura divina – Libro I 77

5. Oraba la misma persona por ella en otra ocasión


y recibió esta respuesta:
“Es mi paloma sin hiel, porque arroja como hiel
todo pecado del corazón.
Es azucena en la que me recreo tomándola en mis
manos, porque mi mayor placer es gozar con un alma
casta y pura.
Es mi rosa odorífera, es decir, paciente y agradecida
en las adversidades.
Es flor primaveral en la que encuentran amenidad
mis ojos, porque cultiva en sí el deseo y el ardor por las
virtudes y la perfección completa.
Es melodía que suena como clarín melodioso en mi
diadema de la que penden todos sus sufrimientos a ma-
nera de campanillas de oro que recrean a los moradores
del cielo.
6. Mientras leía en comunidad al principio del ayu-
no la lectura establecida, puso especial interés entre
36

otras cosas, en resaltar que hay que amar al Señor con


todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuer-
zas37. Una hermana se conmovió tanto que dijo al Señor:
“¡Ah Señor, Dios mío, cómo te ama ésta que con tanto
fuego en sus palabras enseña cómo debes ser amado!”
Le responde el Señor: “Desde su infancia la llevé y
la eduqué entre mis abrazos, la guardé inmaculada para
mí hasta el momento que se unió a mí con toda su vo-

y 52. Matilde de Magdeburgo, La luz divina que ilumina los corazones, lib. 4,
cp.6. Biblioteca cisterciense, vol. 17, pp 202; Matilde de Hackeborn Libro de
la gracia especial, lib. 5, cp. 32. Ibd. vol. 23, p. 509 ss
36 
Puede referirse a la lectura del capítulo 49 de la Regla de san Benito
37 
Lc 10, 27.
78 Santa Gertrudis de Helfta

luntad. Entonces me entregué incondicionalmente a ella


con todo mi divino poder para corresponder a sus abra-
zos. El ardiente amor de su corazón hacia mí derrite sin
cesar el fondo de mi ser hacia ella. Como el fuego licua
la grasa, la dulzura de mi divino Corazón se derrite al
calor del corazón de ella y destila permanentemente en
su alma”.
Añadió el Señor: “Mi alma se complace tanto en ella
que, ofendido muchas veces por los hombres, me recli-
no dulcemente hacia ella y descargo parte de mi dolor
en su corazón o en su cuerpo; ella se une a mi pasión, lo
recibe con tanto agradecimiento y lo soporta con tanta
paciencia y humildad que aplacado al instante, perdono
por su amor a un sin número de pecadores
7. Cuando en cierta ocasión una persona oraba, a
ruegos de [Gertrudis], para que le alcanzara la enmienda
de sus defectos, recibió la siguiente respuesta: “Los que a
mi elegida le parecen defectos son más bien progresos de
su alma, porque con la gracia con que actúo en ella ape-
nas podría la fragilidad humana preservarla del susurro
de la vanagloria, si no se presentase (mi gracia) bajo apa-
riencia de defecto. Así como el campo bien estercorado
produce frutos más abundantes, ella por el conocimiento
de sus defectos produce frutos de gracia más dulces”.
El Señor añadió: “Yo le concedí un don tan grande
por cada uno de sus defectos, que quedan totalmente en-
mendados a mis ojos, y con el correr del tiempo los voy
transformando en virtudes. Entonces brillará su alma
como luz radiante”.
Baste lo dicho sobre el segundo testimonio. En sus
lugares respectivos se añadirán muchas más cosas.
CAPÍTULO IV

Tercer testigo, su propia vida

1. En tercer lugar, el testigo más patente es su mis-


ma vida, en la que manifiesta con palabras y con hechos
que no busca su propia gloria sino la de Dios38. No sólo
buscaba sino que lo hacía con tal ardor que por ella es-
taba dispuesta a sacrificar su propio honor, la vida y su
misma alma. Tal testimonio merece todo crédito, como
dice el Señor en el evangelio de Juan: El que busca la
gloria de aquel que le envió es veraz y en él no hay in-
justicia39. ¡Oh alma verdaderamente dichosa, cuya vida
queda patente y es confirmada por tal y tan gran testi-
monio de la verdad evangélica! Puede decirse de ella
aquello del libro de la Sabiduría: El justo está seguro
como un león40. Por amor de la alabanza divina promo-
vía con tanta constancia la justicia y la verdad en todo,
que menospreciaba totalmente cuanto le sobreviniera de
contradicción en esto, con tal de conseguir únicamente
la gloria de su Señor.
2. Era constante en recoger y escribir todo lo que
creía que en algún momento pudiera ser útil a alguien.
Lo hacía con recta intención para gloria de Dios, sin es-
38 
Cf. RB, 2, 9.
39 
Jn 7,18.
40 
Pr 28, 1.
80 Santa Gertrudis de Helfta

perar nunca reconocimiento de nadie, sólo deseaba la


salvación de las almas. Por ello a aquellos de los que es-
peraba mayor provecho les entregaba con mayor gozo
cuanto escribía, y quienes sabía que conocían menos la
Sagrada Escritura les ofrecía con mayor generosidad
cuanto les pudiera ser útil, a fin de poder ganar a todos
para Cristo.
Interrumpir el descanso del sueño, distanciar las co-
midas, y suprimir cuanto concernía a la comodidad de
su cuerpo, lo consideraba más gozo que trabajo. Pero
no era suficiente esto: interrumpía muchas veces la dul-
zura de la contemplación cuando la necesidad le exigía
atender a alguien tentado, consolar al desolado o ayudar
caritativamente a cualquiera. Como el hierro arrojado
al fuego se convierte todo él en fuego, encendida del
mismo modo esta sierva en el amor de Dios, quedaba
toda ella convertida en amor y deseos de que todos se
salvaran.
3. No hemos conocido en nuestro tiempo a nadie
que tuviera coloquios de tal y tanta intimidad con el Se-
ñor de la majestad como ella. Sin embargo siempre se
sumergía en una profunda humildad. De ahí que acos-
tumbrara a decir que era indigna e ingrata a todo lo que
recibía gratuitamente de la desbordante bondad del Se-
ñor. Le parecía como oculto en la basura de su vileza
todo lo que guardaba y disfrutaba sola. Pero si lo comu-
nicaba a los demás, lo consideraba como perla preciosa
engastada en oro. De este modo estimaba a todos los
demás mejores que ella, pensaba que cada persona con
un solo pensamiento podía dar más gloria a Dios por su
inocencia y vida santa, que lo que pudiera ofrecer ella
misma con todas sus prácticas ascéticas, debido a sus
El Mensajero de la ternura divina – Libro I 81

negligencias y vida indigna. Solo por esto se sintió obli-


gada a comunicar a otros los dones que Dios le había
concedido, ya que se consideraba tan absolutamente in-
digna de todos los dones de Dios, que jamás pudo creer
que los dones recibidos fueran para ella sola, y no más
bien para la salvación de los demás.
CAPÍTULO V

Las virtudes ornato del cielo espiritual


[que es el alma]

1. Se ha dicho que por boca de dos o tres testi-


gos se fundamenta toda palabra. No debe rechazarse la
verdad cuando se fundamenta en testigos tan veraces y
dignos. El impugnador incrédulo debería avergonzarse,
porque si no mereció recibir él lo que ella ha recibi-
do, desprecia lo que la divina bondad ha realizado en
esta su sierva, escogida como amada, sin motivo para
desconfiar que sea una de las elegidas, más aún de las
bienaventuradas, de las que escribe san Bernardo en el
comentario al Cantar de los Cantares41:
“Pienso que el alma santa es celeste no solo por su
origen. Puede llamarse cielo por imitar la vida celeste,
ya que vive como ciudadano del cielo42… Por eso dice
la Sabiduría: El alma del justo es trono de la sabidu-
ría43. Y nuevamente: El cielo es mi trono44. Si se concibe
41 
SC 27, 8, 9, 10. En Obras completas, vol. V. BAC n. 491, pp. 397 – 401. El
texto latino del Mensajero difiere bastante de la edición crítica de las obras de
san Bernardo de J. Leclercq. Este texto de san Bernardo, como es frecuente en
otras místicas medievales, está tomado con gran libertad. No se atenían literal-
mente a los textos, los reelaboraban y enriquecían, según su peculiar carisma
espiritual.
42 
Cf. Flp 3, 20.
43 
Pr 12,23 según los LXX.
44 
Is 66, 1.
El Mensajero de la ternura divina – Libro I 83

a Dios como espíritu no se dudará en asignarle un trono


espiritual. Me confirma esta interpretación aquella pro-
mesa de la Verdad: A él, es decir, al hombre santo, ven-
dremos [mi Padre y yo] y haremos nuestra morada en él
45
. Pienso que el Profeta no se refería a otro cuando es-
cribía: Tú habitas en el santuario, esperanza de Israel46.
Y el Apóstol dice claramente que Cristo habita por la fe
en nuestros corazones”47.
Verdaderamente suspiro desde muy lejos por aque-
llos bienaventurados de los que se dice: Habitaré entre
ellos y caminaré en medio de ellos48. ¡Qué dilatada está
esa alma, qué prerrogativa la de sus méritos, qué digni-
dad acoger dentro de sí la presencia divina y ser capaz
de contenerla! ¿Y qué será el alma que cuenta con es-
paciosas galerías a disposición de su majestad? Crece
hasta formar un templo santo para el Señor49. La magni-
tud del alma se mide por la medida del amor que tiene.
Así pues el alma santa es un cielo en el que el sol es su
entendimiento, la luna su fe, las estrellas sus virtudes.
Dicho de otro modo: el sol es la justicia o el celo de un
amor ardiente, y la luna la continencia. No ha de mara-
villarnos si el Señor Jesús mora con tanto gusto en este
cielo, que como dijo, no lo creó simplemente como los
demás, sino que luchó para adquirirlo, se entregó a la
muerte para redimirlo. Por eso, después de tan intenso
45 
Jn 14, 23.
46 
Sal 21,4.
47 
Ef 3,17.
48 
2 Co 6,16.
49 
Cf. Ef 2,21.
84 Santa Gertrudis de Helfta

trabajo se comprometió con un voto: Esta es mi man-


sión por siempre; aquí viviré, etc. 50
2. Mostraré según mis posibilidades, que ésta,
como he dicho más arriba, es una de esas [almas] dicho-
sas que, según san Bernardo, escogió Dios como mora-
da suya con preferencia al cielo material, para su ala-
banza. Expondré lo que durante largos años pude des-
cubrir en ella, a través de una amistad espiritual. Dice
frecuentemente san Bernardo que el entendimiento es
un cielo, es decir, que el alma bienaventurada en la que
Dios se digna morar debe tener la belleza de las virtudes
como ornato del sol, la luna y las estrellas. Así pues, ma-
nifestaré brevemente según mi capacidad, la irradiación
de aquellas virtudes que esta alma proyectaba desde sí
misma, para que quede fuera de toda duda que el Señor
de las virtudes había puesto su morada en lo más pro-
fundo de su corazón, al haberla adornado exteriormente
de manera tan maravillosa con la belleza de astros tan
refulgentes.

50 
Sal 131, 14
CAPÍTULO VI

La justicia o celo de una caridad ardiente


brillaba en esta alma

1. La justicia o el celo de una caridad ardiente, que


san Bernardo parece designar en el texto anteriormen-
te citado con el nombre de sol, brillaba en esta alma de
forma tan desbordante que si se presentara la ocasión, se
hubiera arrojado espontáneamente en medio de un ejér-
cito bien armado para defenderla. A nadie, por muy que-
rido amigo que fuera, hubiera defendido ni con una sola
palabra, aunque fuera contra su enemigo mortal, si eso
iba contra la justicia. Más aún, hubiera admitido hacer
mal a su propia madre, si así lo exigía una causa razo-
nable, antes que admitir una injusticia contra su enemi-
go, por muy contrario que le resultara. Siempre que se
le presentaba ocasión para hacer alguna amonestación,
prescindía de todo rubor, virtud por lo demás sobresa-
liente en ella más que las demás virtudes. Deponía todo
respeto humano desordenado, y con la confianza puesta
en el que le había armado de fe y a cuyo servicio hubie-
ra deseado someter todo el mundo, teñía la pluma de su
lengua en la sangre del corazón, y hablaba con tan tier-
no afecto de piedad y gracia de sabiduría, que la mente
más empedernida y perversa que pudiera existir, si con-
servaba una chispa de piedad, no dejaría de conmoverse
por sus palabras hacia una voluntad y deseo de conver-
86 Santa Gertrudis de Helfta

sión. Por ello, si creía que alguien se había arrepentido


movido por sus exhortaciones, le envolvía con tal afec-
to de piadosa compasión y le acogía de tal manera en el
tierno regazo de la caridad, que intentaba comunicársele
totalmente con el corazón derretido, para consolarle no
tanto con efusión de sus palabras, lo confieso, cuanto
por la tierna efusión de sus oraciones y deseos hacia él.
Siempre cuidó no atraer con sus palabras la amistad de
alguien hacia sí, si debido a esa amistad le alejara lo más
mínimo de Dios.
Toda amistad humana que no tenía su fundamento
en Dios, la alejaba de sí como un veneno mortal. No po-
día escuchar de esos tales sin tierna conmoción del cora-
zón, una palabra de familiaridad que expresara algo de-
masiado humano, ni aceptar obsequio alguno por muy
necesario que le fuera. Prefería carecer de toda humana
consideración y prestigio a permitir apropiarse el cora-
zón de otro de manera desordenada.
CAPÍTULO VII

Celo por la salvación de las almas

1. Tanto sus palabras como sus obras daban testi-


monio del celo por la salvación de las almas y el fervor
por la vida monástica que devoraban su espíritu. Si en
ocasiones advertía alguna falta en su prójimo y desean-
do corregirla su deseo no producía efecto, sentía tan-
to este comportamiento, que no podía consolarse hasta
que, con plegarias y ruegos al Señor por sí misma o por
otras personas a las que podía mover para que lo hicie-
ran, conseguía alguna enmienda51.
Si alguna vez, como suele suceder entre los hom-
bres, alguien le decía para consolarla, que no se preocu-
para por quien no quería corregirse, ya que él mismo
habría de espiar su propio daño, le causaba tanto dolor
como clavarle una espada en lo más profundo de su ser;
decía preferir la muerte a consolarse por los defectos de
quien debería comenzar a sentir ya en esta vida lo que
tras la muerte sería un tormento eterno.
Cuando encontraba en las sagradas Escrituras algo
de provecho, pero difícil de entender para mentes me-
nos dotadas, lo traducía del latín en un estilo sencillo
a fin de servir de utilidad a los lectores. De este modo
51 
Cf. Regla de san Benito cap. 28.
88 Santa Gertrudis de Helfta

dedicaba todo su tiempo desde la mañana hasta el atar-


decer a resumir los textos más extensos y esclarecer
los más difíciles, con el deseo de promover la gloria de
Dios y la salvación de los prójimos.
2. Qué meritoria sea esta tarea lo describe bella-
mente Veda cuando dice: “¿Qué gracia más elevada,
qué vida más grata a Dios que dirigir diariamente a los
demás hacia la gracia de su Creador y acrecentar infa-
tigablemente el gozo de la patria celestial aumentando
el número de almas fieles?”52. Y san Bernardo: “Esto
es muy característico de la contemplación auténtica y
desinteresada: el espíritu inflamado ardientemente por
el fuego divino, se ve colmado a veces de tal fuego y
pasión por ganar para Dios a otros que le amen de esa
manera, que con mucho gusto interrumpe el ocio de la
contemplación por su interés en comunicarla. Pero una
vez satisfechos sus deseos vuelve otra vez a sí mismo
con mayor ardor, cuanto más fructuosamente sabe que
lo ha dejado”53. Si como enseña san Gregorio, ningún
sacrificio es tan agradable a Dios como el celo por la
salvación de las almas54, no debe sorprendernos que el
Señor Jesús se dignara morar gustosamente en este altar
vivo desde el que frecuentemente se elevaba hacia él el
suave aroma de ofrenda tan preciosa.
3. En cierta ocasión se le apareció el Señor Jesús,
el más hermoso entre los hijos de los hombres55. Estaba
de pie y parecía sostener en sus reales y delicados hom-
52 
Hom. En la Vig. de san Juan Bautista; PL 94, 208.
53 
Comentario al Cantar de los Cantares, Ser. 57, 9. Obras Completas. Vol. V.
BAC n. 491, p. 725.
54 
Cf. Homilía 12 sobre Ezequiel. (Madrid 1958) BAC 170 p. 389.
55 
Sal 44, 3.
El Mensajero de la ternura divina – Libro I 89

bros un enorme palacio que inclinado hacia él amena-


zaba ruina. Le dice el Señor: Mira con cuánto trabajo
sostengo mi amada casa, esto es, la vida monástica, que
amenaza ruina en casi todo el mundo, porque son muy
pocos en todo el orbe los que quieren trabajar con fide-
lidad en su defensa y promoción, o sufrir algo por ella.
Mírame, amada mía, y compadécete de mis fatigas”.
Añadió el Señor: “Todos los que con su palabra o sus
obras promueven la vida monástica son como columnas
ocultas que me ayudan a sostener su peso y lo conllevan
conmigo”.
Conmovida esta sierva hasta lo más hondo de su ser
con tales palabras, se enardeció más vivamente compa-
decida del Señor Dios, su Amado, y comenzó a trabajar
con todo empeño en promover la vida monástica, entre-
gándose a veces al rigor de la Orden por encima de sus
fuerzas, para dar buen ejemplo. Permaneció fielmente
en estos ejercicios durante algún tiempo.
El bondadoso Señor no podía sufrir por más tiem-
po los trabajos de su amada y queriendo introducirla en
la quietud de una contemplación más dulce, de la cual,
como se ha dicho, no fue privada por gracia de Dios du-
rante los trabajos, se valió el Señor de muchos de sus
amigos para comunicarle que dejara ya esas fatigas y
se entregara en adelante a él solo, su Amante, con todo
fervor. Ella las suavizó notablemente y se entregó por
completo con ardiente avidez al sosiego de la contem-
plación, dedicada exclusivamente en lo profundo de su
corazón a aquel que vuelto a ella, lo sentía en total po-
sesión por la efusión de su gracia.
4. Viene a propósito añadir aquí el escrito de una
persona devota de Dios que, como recibido por divina
90 Santa Gertrudis de Helfta

revelación dirigió a esta sierva con estas palabras: “¡Oh


amada esposa de Cristo, entra en el gozo de tu Señor!56
El Corazón divino se siente atraído hacia ti con inesti-
mable ternura por cuantos trabajos soportaste para de-
fender la verdad. Ahora desea que descanses a la som-
bra57 de su quietísima consolación, para así satisfacer
su mayor anhelo y el tuyo. Como árbol bien arraiga-
do, trasladado junto a la frescura de las aguas produce
exquisitos frutos, tú también ofreces a tu Amado, con
ayuda de la gracia, dulcísimos frutos con tus palabras y
obras. No te marchitará el fuego abrasador de la perse-
cución, te mantendrás firme, regada con los caudalosos
ríos de la gracia divina.
En todas tus acciones solo buscas la gloria de Dios
y no la tuya, ofreces a tu Amado los frutos sabrosos de
todo lo que quieres hacer por los otros o los fomentas
para bien de todos. Pero hay más: el mismo Señor nues-
tro Jesucristo suple58 en tu lugar ante Dios Padre todo
defecto que lamentas en ti o en los demás, y se dispo-
ne a premiarte por cada uno de ellos, como si lo hubie-
ras realizado totalmente tú. Toda la corte celestial recibe
gran alegría, se congratula contigo, canta himnos de ac-
ción de gracias y alaba al Señor en tu nombre”.

56 
Cf. Mt 25, 21.
57 
Cf. Ct 2,3.
58 
Se señala aquí el tema de la “suplencia”, uno de los temas importantes que las
místicas de Helfta desarrollan ampliamente en sus escritos.
CAPÍTULO VIII

Caridad compasiva

1. Junto al celo por la justicia brotaba en ella un


afecto tan grande de caridad compasiva, que cuando
veía a alguien preocupado por la tristeza u oía que al-
guna persona lejana sufría, procuraba levantar su ánimo
de palabra o por escrito. Lo hacía con tal afecto que,
como enfermo que siente el ardor de la fiebre, espera día
tras día ser librado o aliviado de ese ardor, ella rogaba a
Dios hora tras hora que diera su consuelo a aquellos que
sabía estaban sufriendo. El tierno afecto de su piedad no
solo se extendía a las personas, sino a todas las criatu-
ras. Si veía que los pajarillos u otros animales, hechura
de su Señor, experimentaban las molestias del hambre,
la sed o el frío, se enternecía desde lo más íntimo de su
corazón, y ofrecía al Señor como homenaje de alaban-
za, los sufrimientos de esos animales irracionales, con
esa dignidad sumamente perfecta y ennoblecida que en
Él encuentra toda criatura, para que el Señor, compade-
cido de sus criaturas, se dignara aliviarlas de sus sufri-
mientos.
CAPÍTULO IX

Admirable continencia de esta sierva

1. Brillaba también en ella una radiante continen-


cia que san Bernardo compara con la luna. Confesaba
constantemente que nunca en toda su vida se había fi-
jado de forma curiosa en el rostro de un hombre hasta
llegar a distinguir sus rasgos. Lo mismo podían decir
los que la conocían. Por muy santo y amigo que fuera el
hombre, por mucho tiempo que hubiera estado hablan-
do con él, se iba sin haberse fijado una sola vez en sus
ojos.
Y no solo puede decirse de sus miradas, lo mismo
es aplicable a su hablar, escuchar, y demás movimientos
corporales. Brillaba en ella tan admirable candor de pu-
reza, que solían decir de ella bromeando sus hermanas
de comunidad: por su pureza de corazón podría colo-
carse en los altares entre las reliquias. No debe sorpren-
dernos. De las personas que conozco no he encontrado
a nadie acostumbrado a disfrutar tanto de la lectura de
la sagrada Escritura, y por ello de Dios mismo, que es
el mejor custodio de la castidad. Dice san Gregorio: “El
que ha saboreado las cosas espirituales, desprecia todo
lo carnal”59 Y san Jerónimo: “Ama las Escrituras y no
59 
Libros Morales. Comentarios al libro de Job, 36. La cita de Job no es literal.
Las fuentes consultadas citan esta cifra 36. Si se refiere a algún capítulo de los
El Mensajero de la ternura divina – Libro I 93

amarás los vicios de la carne”60. Aunque faltaran otros


testimonios, su solicitud por la lectio divina brilló en
ella como evidentísimo testimonio de pureza virginal.
Si en alguna ocasión encontraba en la misma sagra-
da Escritura algo que, como suele suceder, despertara
el recuerdo de alguna imagen carnal, lo pasaba como a
ocultadillas, llevada por su virginal pudor. Si esto no le
era posible lo pasaba de corrida como si no se hubiera
enterado, aunque no podía ocultar en sus mejillas el car-
mín del rubor de su candorosa pureza. Si se daba el caso
que los menos dotados le pedían alguna explicación de
estas cosas, declinaba responder con tanta delicadeza,
que parecía que le sería más fácil soportar que una es-
pada lacerase su cuerpo que tener que escuchar tales co-
sas. Pero si la salvación de las almas requería tratarlas,
lo hacía con plena libertad como si no sintiera el más
mínimo reparo.
2. En cierta ocasión trató con un anciano de madu-
ra probidad cuestiones de su intimidad. Tras constatar
la pureza de su corazón, testimonió de ella que nunca
había conocido una persona en la que la conmoción car-
nal estaba tan ausente como en ésta. Para no hablar de
más cosas, todo esto lo contemplaba únicamente como
puro don de Dios en ella, y no se sorprendía, si Dios
le había revelado sus secretos con preferencia a los de-
más, conforme a las palabras del Evangelio: Dichosos
los limpios de corazón porque ellos verán a Dios61. San

35 Libros Morales de san Gregorio sobre Job, en ninguno de ellos he encontrado


el texto citado aquí en Gertrudis. ¿Pertenecerá a algún otro escrito del santo?
60 
Carta 125, 11. BAC n. 220, p. 608. Ama litteras, et carnis vitia non amabis.
La cita de Jerónimo no es literal en Gertrudis. El texto original dice en castella-
no: Ama la ciencia de las Escrituras, y no amarás los vicios de la carne.
61 
Mt 2,8.
94 Santa Gertrudis de Helfta

Agustín dice: “A Dios se le ve no con los ojos exterio-


res sino con los del corazón. Así como la luz del día no
puede verse más que con ojos limpios [sanos], tampoco
a Dios, si no es a través de la pureza de un corazón62 que
no acusa conciencia de pecado sino que testifica que el
templo de Dios es santo”.
3. Puedo aducir aquí como testimonio de la virtud
citada lo que oí a una persona digna de crédito. Deseaba
pedir al Señor le encomendara algún mensaje para esta
su elegida de la que se trata en el presente libro. El Se-
ñor le respondió: “Dile de mi parte: ‘Es hermosa y en-
cantadora’ ”. Como dicha persona no comprendía esas
palabras, y deseara por segunda y tercera vez que el Se-
ñor se lo explicara, recibió de nuevo la misma respuesta.
Entonces profundamente sorprendida exclamó: “Ensé-
ñame, Dios amantísimo, a comprender estas palabras”.
Le responde el Señor: “Comunícale que me complace la
belleza de su hermosura interior, porque el desbordan-
te fulgor de la pureza de mi divinidad inconmensurable
ilumina su alma”. Y también: “Me agrada el especial
atractivo de sus virtudes, porque el gozo primaveral de
mi deífica humanidad brilla con inagotable vivacidad en
todas sus obras”.

62 
Cf. Matilde de Magdeburgo, La luz divina que ilumina los corazones. biblio-
teca cisterciense, n. 12, p. 189.
CAÍTULO X

Resplandor de su confianza

1. Se podría demostrar con importantes testimo-


nios cuánto sobresalió en ella la virtud y el don de la
confianza. Poseía en todo momento tal seguridad de
conciencia que ni las tribulaciones, ni los agravios, ni
los obstáculos, ni sus propios defectos podían oscure-
cer su clarividencia. Gozaba siempre de confianza segu-
ra en la benignísima misericordia de Dios. No le hacía
perder la paz que el Señor le retirara su acostumbrada
gracia, tenía como indiferente gozar o verse privada de
ella. En algunas ocasiones las contrariedades robuste-
cían aún más su esperanza, pues conocía con plena cer-
teza que tanto las cosas exteriores como las interiores
cooperaban para su bien63. Por ello, como se aguarda al
mensajero que trae las buenas noticias esperadas, ella
esperaba con gozo una consolación divina más abun-
dante, que creía haberla preparado la adversidad prece-
dente. Nunca se la vio deprimida o abatida por sus de-
fectos, más bien elevada por la presencia de la gracia di-
vina, estaba preparadísima a todos los dones de Dios. Si
se sentía tenebrosa como tizón apagado, al punto, como
si recuperara la respiración con ayuda de la gracia, po-
nía todo su empeño en elevarse por la intención hacia
63 
Cf. Rm 8,28.
96 Santa Gertrudis de Helfta

Dios, y en la misma vuelta a su intimidad recibía en sí la


imagen de Dios. Como hombre que pisotea las tinieblas
y es iluminado por la luz del sol, ella también se sentía
iluminada por el resplandor de la presencia divina, y por
haber sido revestida con todo los adornos y embelle-
cimientos que corresponden a una reina adornada con
vestiduras de oro, engalanada con adornos variados64,
para presentarse ante el Rey inmortal de los siglos65, y
de este modo prepararse y hacerse digna de la íntima
unión divina.
2. Había tomado la determinación de acudir con
frecuencia a los pies de Jesús para que la lavara de las
manchas que sentía, inherentes a toda vida humana ex-
cepto, como se ha dicho, cuando experimentaba un flujo
más abundante de la divina clemencia. En estas ocasio-
nes aceptaba libremente el beneplácito divino en todo, y
se ofrecía como instrumento para hacer presente toda la
acción del amor en ella y con ella, hasta el punto de no
vacilar en una especie de juego de igual a igual con el
Señor Dios del universo.
3. Por esa confianza que tenía como se ha dicho,
había recibido tanta gracia para acercarse a la comunión
que a pesar de haber leído en la sagrada Escritura66 o
haber escuchado de los hombres el peligro que corren
los que comulgan indignamente, siempre comulgaba
gozosa y con firme confianza en la bondad del Señor.
Tenía por tan insignificantes y casi nulos sus esfuerzos,
que nunca dejó de comulgar por descuidar las oraciones
64 
Cf. Sal 44, 10.
65 
1Tm 1, 17.
66 
Cf. 1Co 11, 28.
El Mensajero de la ternura divina – Libro I 97

y prácticas semejantes con las que las personas suelen


prepararse, pues creía que lo que es una gotita de agua
al conjunto del océano, así es todo esfuerzo humano res-
pecto a ese don gratuito y desbordante. Aunque creía
que ningún medio sería digno de tal preparación, con-
fiada sin embargo en la inmutabilidad de la generosidad
divina, cuidaba más que toda otra preparación, recibir
el Sacramento con corazón puro y amor ferviente. Ade-
más, todo bien de gracia espiritual que recibía lo atri-
buía solo a la confianza, considerándolo tanto más gra-
tuito cuanto más reconocía haberlo recibido verdadera-
mente gratis y sin méritos propios del Dador de toda
gracia.
4. Esta esperanza tantas veces recordada, alentaba
en ella con frecuencia el deseo de la muerte, siempre en
unión con la divina voluntad. En cada momento le era
igual morir que vivir67, con la esperanza de alcanzar con
su muerte la bienaventuranza, y con su vida aumento de
la alabanza divina.
Sucedió que cierto día mientras caminaba tuvo una
importante caída. Experimentó al momento un inmenso
gozo en su alma y dijo al Señor: “¡Que alegría para mí,
mi amado Señor, si esta caída me hubiera proporciona-
do la oportunidad de llegar a ti!” Cuando un tanto sor-
prendidas, le preguntamos si no temía morir sin recibir
los sacramentos de la Iglesia, respondió: “Efectivamen-
te, deseo con todo el corazón ser confortada con tan sa-
ludables sacramentos, pero me parece que la voluntad
y la pre-ordenación de mi Señor es la mejor y más sa-
ludable preparación. Partiría gustosa hacia él, según su
67 
Cf. Responsorio 8º en la fiesta de san Martín de Tours
98 Santa Gertrudis de Helfta

beneplácito, por muerte repentina o previamente prepa-


rada, con la seguridad de que, sea cual fuere la muerte
con la que emigre, nunca me faltará la misericordia del
Señor, pues tengo plena conciencia que sin ella en abso-
luto podría salvarme, fuese muerte largamente prepara-
da o repentina.
5. Con este mismo temple saltaba de gozo en todo
acontecimiento con el espíritu permanentemente ancla-
do en Dios; en todo mostraba tal firmeza, que podría
aplicarse a ella aquel proverbio: “El que confía en el
Señor es fuerte como un león68”. El mismo Señor se dig-
nó ofrecer un testimonio de esa fortaleza: Cierto día una
persona pedía algo al Señor sin que recibiera respuesta.
Le sorprendía. Finalmente le respondió el Señor: “Me
he retrasado tanto en responderte sobre lo que deseabas,
porque no confías en lo que mi bondad gratuita se dig-
na obrar en ti, como hace esa mi sierva muy amada que,
cimentada en firme confianza, se fía de mi bondad com-
pletamente en todo. Por eso nunca le negaré nada de lo
que espera de mí”.

68 
Pr 28, 1.
CAPÍTULO XI

Humildad y otras virtudes

Humildad
1. Entre la claridad de tantas virtudes, radiantes
como estrellas refulgentes, con las que le había adorna-
do el Señor para hacerse en ella su morada, resplande-
ció especialmente la humildad, receptáculo de todas las
gracias y custodia (conservatorium) de todas las virtu-
des. Ella misma, guiada por la humildad, se consideraba
tan indigna de los dones de Dios que nunca consintió re-
cibir don alguno en provecho propio. Más bien se consi-
deraba a sí misma como canal por el que fluía la gracia
hacia los elegidos de Dios69 por preordenación secreta
del mismo Dios, ya que ella se consideraba totalmen-
te indigna y creía recibir indignísima e infructuosísima-
mente todos los dones de Dios fueran grandes o peque-
ños, con excepción de aquello que realizaba por escrito
o de palabra para utilidad de los prójimos.
Hacía esto por fidelidad a Dios y humildad respecto
a sí misma, ya que pensaba muchas veces dentro de sí:
“Aunque después de esto sufra yo las penas merecidas
del infierno, me alegraré si de este modo recibe el Señor
en otras almas los frutos de sus dones”. A nadie consi-
69 
Cf. San Bernardo, El Acueducto, 4. Sermón en el Nacimiento de santa María.
Obras Completas, vol. IV. BAC n. 473, p. 423.
100 Santa Gertrudis de Helfta

deraba tan despreciable que los dones de Dios no produ-


jeran en él más frutos que en ella misma. No rechazaba
a nadie, antes bien estaba dispuesta en todo momento
a ofrecer a todos los dones que Dios le hacía para pro-
vecho de los prójimos. Examinándose a sí misma ante
la verdad, se creía la última entre aquellos de los que
dice el profeta: Todas las naciones están en tu presencia
como si no existieran70. Y en otro lugar: Como polvo in-
significante71, etc. Como el polvo insignificante oculto
bajo una pluma no aparece a los rayos del sol, así des-
aparecía ella para evitar la honra que pudiera venirle de
tan excelentes dones de Dios. Refería estas gracias solo
a Aquel que con su inspiración previene a los que lla-
ma, y con su ayuda acompaña a los que justifica72. Sólo
guardaba para sí la culpabilidad de haber sido ingrata,
como se creía, a dones tan gratuitos, de los que se con-
sideraba indigna. Sin embargo no pudo callar, para glo-
ria del Señor, las bondades que Dios tuvo con ella. Se
mostró solícita en comunicar estas gracias a los demás
con la intención que repetía en su corazón: “No convie-
ne que otros sean privados de recibir mayores gracias
por esa benignidad que Dios tiene conmigo, que las que
puedan provenir de mí, vilísima y despreciable”.
2. Cierto día que iba de paseo dijo al Señor desde
el hondo desprecio que sentía de sí misma: “Tengo, Se-
ñor, como uno de tus mayores milagros que esta tierra
me soporte a mí tan indignísima pecadora”. Conmovido
por tales palabras el Señor, que enaltece a todo el que se
70 
Is 40, 17.
71 
Is 40, 15,
72 
Cf. Oración: Que nuestras acciones…
El Mensajero de la ternura divina – Libro I 101

humilla73, le responde con inmensa ternura: “La tierra


se ofrece gozosa a tus plantas, mientras toda la gran-
deza del cielo espera aquella hora felicísima en la que
merezca acogerte entre danzas de inmenso júbilo”. ¡Oh
admirable dulzura de la benignidad de Dios, que con
tanta mayor dignación eleva al alma, cuanto ella más
hondamente desciende en la estimación de su vileza!
3. Despreciaba tanto la vanagloria, que si mientras
estaba en la oración o en otra obra buena le venía algún
pensamiento al respecto lo aceptaba con esta intención:
“Que alguien al ver esta obra buena sea movido a imi-
tarla, así el Señor recibirá de ti este fruto de alabanza”.
En esta ocupación se consideraba a sí misma en la Igle-
sia como un espantapájaros en la casa del padre de fami-
lia, que no sirve para otra cosa que para ser colgado de
un árbol en tiempo de los frutos, para que sean espanta-
das las aves y de este modo se conserven los frutos.

Devoción
4. Cuánto brillaba en ella su dulce y fervorosa de-
voción ha dejado un clarísimo testimonio en sus nume-
rosos escritos que son de gran utilidad. El mismo Exa-
minador de los corazones74 se ha dignado dar testimonio
de ello. Cierta persona piadosa que había experimentado
gran devoción en la oración, comprendió que le decía el
Señor: “Has de saber que con esa devoción que ahora
gozas visito frecuentísimamente a esta mi elegida, esco-
gida gratuitamente para poner en ella mi morada”.
73 
Lc 18,14.
74 
Cf. Sal 7,10.
102 Santa Gertrudis de Helfta

5. Cuán admirablemente gozaba en el Señor, apa-


rece con toda claridad al constatar el increíble hastío
que le provocaban los gozos transitorios, porque, como
dice san Gregorio: “Gustadas las cosas espirituales todo
lo carnal resulta insípido75”. Y san Bernardo: “Para el
que ama a Dios todo lo demás le resulta árido, porque
le impide gozar de aquel a quien únicamente desea76”.
Por eso, hastiada en cierta ocasión de pensar en lo des-
preciable de los deleites humanos, dijo al Señor: “Nada
encuentro en la tierra que me deleite fuera de ti, Señor
mío dulcísimo”. El Señor le dice en correspondencia:
“Y tampoco yo encuentro nada en el cielo ni en la tierra
que me deleite sin ti, ya que siempre te asocio a todas
mis delicias por amor. De esta manera siempre me gozo
en ti con todas las cosas en las que encuentro mis deli-
cias, y cuanto más placenteras me resultan, mayores son
los frutos que producen en ti”77.

Oración constante.
6. Su frecuencia en la oración y las vigilias lo de-
muestra el que nunca faltara a la hora determinada, ex-
75 
Libros Morales sobre Job, 36. Sobre esta referencia a san Gregorio ver cap. IX.
76 
Carta 111. En ella cita y desarrolla el texto de san Gregorio. No se escribe
textualmente el texto de Bernardo, solo el sentido. Tal vez Gertrudis o las co-
pistas, lo recordaban de memoria. Fenómeno frecuente en autores espirituales
del Medievo que si no citan textualmente, revelan no obstante la familiaridad y
el conocimiento amplio y profundo que tenían de las fuentes que citan, por la
lectura asidua de los mismos. Fenómeno que se aprecia con frecuencia en las
místicas de Helfta.
77 
Algunas ediciones añaden en este lugar un texto de san Bernardo: “Es lo
que atestigua san Bernardo cuando dice: ‘Concedo que el honor del rey ame la
justicia, pero el amor de esposo y más el Esposo-amor busca la correspondencia
y la fidelidad del amor’ (Sobre el Cantar de los Cantares, sermón 83,5) Esta cita
de san Bernardo está ausente en manuscritos importantes del Heraldo. Alguno
la presenta como marginal
El Mensajero de la ternura divina – Libro I 103

cepto si estaba postrada en el lecho por la enfermedad u


ocupada en la salvación del prójimo para gloria de Dios.
El Señor la llenaba de gozo en sus oraciones de manera
constante, con el consuelo de su dulcísimo presencia.
Volvía [con insistencia] a las prácticas espirituales, de
las que sacaba más provecho que lo que pudieran ofre-
cerle las prácticas corporales.

Fidelidad en la observancia
Encontraba tanto gozo en el cumplimiento de las
normas de la Orden como son la asiduidad al coro, a los
ayunos, los trabajos comunes, que nunca las omitía sin
experimentar gran contrariedad. Como dice san Bernar-
do: “¡Si alguno es una vez embriagado por el gusto del
amor, gozará en todo trabajo y dolor!”78.

Libertad de espíritu
7. Brilló en ella tal libertad de espíritu, que jamás
pudo soportar por un momento lo que fuese contrario a
su conciencia. El Señor la encomendó también a un de-
voto que deseaba conocer durante la oración qué era lo
que más le agradaba de ésta su elegida. Le respondió:
“Su libertad de corazón”. Sorprendido por la respuesta
y estimando en poco esa cualidad exclamó: “Pensaba,
Señor, que con tu gracia ya había alcanzado ella un co-
nocimiento superior, e incluso un amor más grande”.
Le respondió el Señor: “Es verdad, le sucede lo que has
pensado; pero ha sido alcanzada por la gracia de la li-
bertad, don tan grande, que por él se llega directamente
78 
No parece texto literal de Bernardo, sino expresión de su doctrina al respecto.
En Helfta eran muy conocidos y leídos los escritos del abad de Claraval.
104 Santa Gertrudis de Helfta

a la perfección más alta. En todo momento la encuentro


preparada para recibir mis dones, porque jamás permite
que su corazón se pegue a algo que me impida venir a
ella.
8. Por esa exquisita libertad no soportó nunca re-
tener lo que no necesitara. Con el debido permiso lo re-
partía muchísimas veces a los demás, y cuidaba se dis-
tribuyera más generosamente a los pobres, sin preferen-
cia de los grandes amigos sobre sus mayores enemigos.
9. Lo que decidía hacer o decir lo realizaba siem-
pre. Nada le impedía lo más mínimo el servicio de Dios
y la solicitud por la contemplación. El mismo Señor ma-
nifestó que esto le complacía mucho.

Presencia de Dios
En cierta ocasión la hermana M. que era cantora del
monasterio79 contempló al Señor sentado en un trono
excelso80 y a [Gertrudis] que caminaba en torno a él. Mi-
raba su rostro con gran intensidad y aspiraba con gran
fervor los efluvios que brotaban del Corazón divino.
Muy sorprendida por ello, recibió del Señor esta res-
puesta: “Como ves, la vida de esta mi elegida es tal que
camina siempre en mi presencia, desea e intenta cono-
cer lo que a mi Corazón agrada. Cuando advierte mi vo-
luntad en alguna cosa, al instante se entrega para reali-
zarla con gran solicitud y con todo tesón. Así busca todo
lo que me agrada y lo realiza fielmente. De este modo
toda su vida revierte en mi gloria y honor.
79 
Se refiere a Matilde de Hackeborn.
80 
Is 6, 1.
El Mensajero de la ternura divina – Libro I 105

La [cantora]: “Señor mío, si su vida es así, ¿cómo se


explica que a veces juzga con rigor los excesos y defec-
tos de los demás?”
Responde el Señor con benignidad: “Como no pue-
de tolerar que la más mínima mancha se adhiera a su co-
razón, tampoco puede soportar ecuánimemente los de-
fectos de los demás.

Pobreza
10. En los vestidos y las cosas de uso buscaba más
la necesidad y utilidad que la curiosidad o la compla-
cencia. En tanto amaba las cosas de su pertenencia en
cuanto contribuían más al culto divino. Por ejemplo, el
libro que más frecuentemente leía, la tablilla en la que
más escribía, los libros que otros leían con más compla-
cencia, o decían que les producía más provecho, y otras
cosas parecidas, que le eran especialmente queridas, por
creer que así ofrecía al Señor un culto más agradable.
Hacía uso de todas las criaturas que el Señor le ha-
bía concedido, no para su propia utilidad sino para eter-
na alabanza del Señor. Gozaba admirablemente cuando
dedicaba alguna cosa para su uso como si lo presenta-
ra en el altar de Dios para su honor, o lo distribuyera
en limosnas; porque ya durmiera, o comiera, o recibiera
cualquier otra cosa que le produjera bienestar, disfruta-
ba al dedicarlo todo al Señor, y así recibir al Señor en
sí misma y él a ella, según el mandato que dice: Lo que
hicisteis a uno de estos mis humildes hermanos a mí me
lo hicisteis81. Por su indignidad se consideraba a sí mis-
ma la más vil e ínfima de todas las criaturas. Todo lo que
81 
Mt 25, 40.
106 Santa Gertrudis de Helfta

se le concedía, lo consideraba otorgado por el Señor al


más pequeño de los servidores de Dios. El mismo Señor
manifestó por divina revelación cuánto le agradaba esta
manera de actuar.
En una ocasión sentía fuerte dolor de cabeza debido
a cierto trabajo que había realizado. Intentaba aliviar-
lo manteniendo en la boca ciertas sustancias aromáti-
cas para gloria de Dios. El bondadoso Señor se incli-
na hacia ella dulce y tiernamente, como si se recreara
con el aroma de aquellos perfumes. Se levanta tras unos
momentos de suave aspiración y con rostro risueño le
dice como gozándose en presencia de todos los santos:
“Acabo de recibir un nuevo presente de mi esposa”. El
gozo para ella era infinitamente mayor cuando otorga-
ba a uno de sus prójimos beneficio semejante, como se
goza el avaro cuando por una monedita recibe cien mo-
nedas de oro.
11. De tal manera compartía con el Señor todo lo
suyo, que en ocasiones se le ofrecían muchas cosas para
su uso: alimentos, vestidos y cosas parecidas. Para reci-
birlas extendía las manos con los ojos cerrados, porque
si el Señor había preordenado algo para servicio de su
sierva, ésta lo recibiría como otorgado por él mismo.
Lo que tomaba lo recibía con gozo, como si el mismo
Señor se lo presentara con sus propias manos. Fuera lo
mejor o lo peor, le producía la más grata complacencia.
Todo lo hacía gozosamente con esa rectitud de inten-
ción. A veces recordaba compadecida la miseria de los
paganos y judíos por no poder elegir las cosas, ni tener
parte con Dios.
El Mensajero de la ternura divina – Libro I 107

Discreción
12. Brillaba en ella de modo especial la virtud de la
discreción. Un testimonio: aunque sobresalía en el co-
nocimiento del sentido y las palabras de las Escrituras
hasta el punto de venir muchos a buscar en ella consejo,
ella respondía al instante a las más diversas cuestiones
con tal prudencia que sus oyentes quedaban admirados.
Sin embargo, cuando se trataba de lo que ella debía ha-
cer, buscaba con humilde discreción el parecer de otros
mucho más inferiores, y prestaba en todo su asentimien-
to al parecer de ellos. Apenas atendía su propio parecer,
para seguir con gusto la opinión de los demás.

Otras virtudes
13. Sería superfluo describir aquí al detalle cómo
brillaban en ella con claro resplandor las demás virtu-
des: obediencia, abstinencia, pobreza voluntaria, pru-
dencia, fortaleza, templanza, misericordia, concordia,
constancia, gratitud, agradable compartir, desprecio del
mundo, y muchas otras, porque la discreción, madre de
todas las virtudes82, inundaba su alma.

Confianza
Sobre todas las anteriores la envolvía la virtud de
la confianza, fundamento de todas las virtudes, a la que
Dios no niega nada de lo que se desea, si se trata de las
virtudes. La dignísima humildad, guardiana noble y so-
lícita de todas ellas, como se ha escrito más arriba, había
echado profundas raíces en su mente. Sobre todas ellas,
aquella que es la reina de las virtudes reinas, la caridad
82 
Cf. RB, cap. 64, 19
108 Santa Gertrudis de Helfta

con Dios y con el prójimo, establecía sólidamente su


trono en su corazón y en su vida como aparece con cla-
ridad a lo largo del presente libro. Omito, por brevedad,
lo que creo se podría decir de cada una de sus virtudes.
Muchas cosas se podrían añadir que desbordan lo ya di-
cho, para edificación, sin cansar al amable lector. Baste
lo dicho para comprobar que esta sierva fue realmente
uno de los cielos, si no el único, en el que el Rey de re-
yes se dignó habitar como en un trono coronado de es-
trellas83.

83 
Antífona de la de la Asunción de la Virgen María.
CAPÍTULO XII

Fuerza y eficacia de sus palabras

1. En un texto de la liturgia que celebra la digni-


dad de los cielos espirituales, se dice de los Apóstoles:
“Estos son, ¡oh Cristo!, los cielos en los que tú habitas,
truenas en sus palabras, lanzas rayos con sus milagros,
derramas el rocío de tu gracia”84. Mostraré, según mis
posibilidades, que estas tres cualidades se encuentran
también en esta alma.
Ponía tal fuerza y eficacia en sus palabras que no
se podían escuchar de modo indiferente; siempre logra-
ban lo que pretendían, fueran quienes fuesen sus des-
tinatarios. Con razón podría aplicársele aquello de los
Proverbios: Las palabras del sabio son como aguijones,
como clavos fijados en lo profundo85. Pero la fragilidad
humana rehúsa escuchar a veces la verdad que brota del
fervor de un espíritu ardiente. En cierta ocasión repren-
dió a una hermana con palabras demasiado duras, y ésta,
movida por el afecto que le tenía intentaba alcanzar del
Señor que moderara el ardor de su celo. El Señor la ins-
truyó: “Cuando viví en la tierra sentí impulsos ardentí-
84 
De la antigua Secuencia Coeli enarrant en la fiesta de la Misión de los Após-
toles
85 
Qo 12,11.
110 Santa Gertrudis de Helfta

simos. Toda injusticia se me hacía insoportable, en este


sentido ella se parece a mí”.
Le responde la hermana: “Tú, Señor, te mostraste
duro en tus palabras contra los malvados, pero lo de ésta
es que a veces trata con palabras duras aún a aquellas
personas que parecen buenas”.
El Señor: “En aquel tiempo los judíos se creían los
mejores de todos los hombres y sin embargo fueron los
primeros en escandalizarse de mí”.
Dios se dignó concederle que sus palabras derrama-
ran el rocío de la gracia en sus elegidos. Muchos de-
claraban que en ocasiones fueron conmovidos con más
fuerza por una sola palabra de su boca, que por largos
sermones de eminentes predicadores. Lo mismo testi-
moniaban las lágrimas sinceras de quienes habiéndose
acercado a ella en actitud tan rebelde que parecía total-
mente imposible su conversión, escuchadas sin embar-
go solo algunas palabras suyas, se conmovían tanto que
prometían cumplir todas sus obligaciones.
2. Muchos experimentaron la misma gracia no
solo en sus palabras, sino también por sus oraciones.
Cuando se encomendaban a sus oraciones se veían li-
bres de grandes y pertinaces males de manera tan paten-
te que con gran admiración rogaban muchas veces a las
hermanas dieran gracias a Dios y a ella misma.
Tampoco debemos omitir que algunos fueron adver-
tidos en sueños para que manifestaran a ella sus tribu-
laciones. Al momento fueron aliviados. Esto, a mi en-
tender, no se diferencia mucho del esplendor de los mi-
lagros. Ya que no debe recibirse con menor gratitud la
liberación de las almas que la sanación de los cuerpos.
El Mensajero de la ternura divina – Libro I 111

Para probar con más claridad, como consta por muchos


testimonios, que moraba en ella el Dios todopoderoso,
añadiré algunos hechos en los que brilla con más luz su
resplandor.
CAPÍTULO XIII

Se proponen como ejemplo algunos milagros

1. Un mes de marzo fue tan extremo el rigor del


frío que amenazaba la vida de hombres y animales.
[Esta sierva] oyó comentar a algunos que no había espe-
ranza de cosecha ese año, porque según la posición de
la luna se iba a prolongar aún durante bastante tiempo el
rigor del frío. Un día durante la misa en la que iba a co-
mulgar oró con fervor al Señor por esta y otras muchas
causas.
Terminada la oración recibió esta respuesta del Se-
ñor: “Ten por seguro que has sido escuchada en todas
las causas por las que has orado”.
Ella: “Para saber esto con toda certeza, y sea justo
que te dé gracias, muéstrame cómo se atemperará la ex-
trema dureza de este frío”
Dicho esto, no volvió a pensar más en ello. Termi-
nada la Misa salió del coro y encontró el camino inun-
dado por el deshielo y desaparición de la nieve. Todos
advertían que sucedía contra las condiciones naturales
de la atmósfera y se sorprendían que tal hecho tuviera
lugar. Como desconocían que la sierva de Dios había
pedido esto, decían que, por desgracia, no duraría mu-
cho, pues no era normal este modo de acontecer las co-
El Mensajero de la ternura divina – Libro I 113

sas. Sin embargo esta bonanza se prolongó durante toda


la primavera.
2. Otra vez llovía más de lo conveniente durante
la recolección y se hacían rogativas por temor que se
perdieran las cosechas y demás frutos. Un día esta sier-
va unió sus oraciones a los demás con tal intensidad y
eficacia para aplacar al Señor, que obtuvo la promesa
formal que el Señor moderaría las condiciones atmos-
féricas, como efectivamente sucedió. Ese mismo día, a
pesar de numerosos nubarrones comenzó a brillar un sol
que iluminaba con sus rayos toda la tierra.
3. Pero al atardecer, mientras la comunidad fue a
la huerta después de cenar para terminar un trabajo, el
sol brillaba aún con todo esplendor y pendían en el cielo
nubarrones que amenazaban lluvia. Escuché a esta sier-
va que con profundo sentimiento del corazón se lamen-
taba ante el Señor: “Señor Dios del universo, no deseo
te sientas obligado a escuchar mi indignísima voluntad,
pero si tu desbordante bondad se digna contener por mi
mediación esta lluvia en los aires contra la gloria de tu
justicia, derrámese inmediatamente y que se cumpla tu
serenísima voluntad”.
¡Cosa admirable! No había terminado sus palabras
cuando comenzó a relampaguear y tronar, e irrumpieron
las gotas de lluvia con gran estrépito.
Ella sobrecogida dijo al Señor: “Manténgase sus-
pendida la lluvia si es tu beneplácito, benignísimo Dios,
hasta que concluyamos el trabajo que nos ha sido man-
dado por obediencia”. El benignísimo Señor mantuvo
en suspenso la tempestad a ruegos de esta su sierva, has-
ta que la comunidad terminó el trabajo que se le había
114 Santa Gertrudis de Helfta

encomendado. Una vez terminado y apenas franquea-


das las puertas por la comunidad, comenzó a caer tan
impetuosa lluvia acompañada de relámpagos y truenos,
que las que se quedaron en la huerta llegaron bastante
caladas.
4. En muchos asuntos alcanzaba la asistencia divi-
na de forma milagrosa, casi sin pedirla, como jugando
con el Señor en sus palabras. Por ejemplo, estaba alguna
vez sentada entre la paja y se le caía el punzón, la aguja
o algún objeto pequeño que era difícil encontrar entre
el montón de paja. Escuchado por todas decía al Señor:
“Señor, por mucho que me esfuerce en buscarlo no me
servirá de nada, haz tú que lo encuentre”, y sin mirar,
solo con extender la mano lo cogía entre la paja como si
lo hubiera visto en un suelo llano. Era frecuentísima su
forma de actuar en cosas como éstas y otras parecidas.
En todo lo que hacía, fuera grande o pequeño, llamaba
siempre en su ayuda al Amado de su alma y en todo en-
contraba en él un protector dignísimo y fidelísimo.
5. Digamos finalmente, después de lo anterior, que
en otra ocasión de vientos tempestuosos y gran sequía,
rogaba al Señor y recibió la siguiente respuesta: “La ra-
zón que a veces me inclina a escuchar las oraciones de
mis elegidos no es necesaria entre tú y yo, porque por
mi gracia tu voluntad está tan unida a la mía que sólo
puede querer lo que yo quiero. Así pues, con esta tem-
pestad quiero obligar a algunos rebeldes a que, al rogar
por esta situación busquen mi protección. No doy efica-
cia a tus oraciones por este contratiempo, no obstante,
recibirás una gracia espiritual en favor suyo”. Escucha-
da la respuesta, la recibió con gran alegría. En adelante
experimentaba gran gozo al no ser escuchada cuando
El Mensajero de la ternura divina – Libro I 115

rezaba por esas personas, si no estaba en conformidad


con el beneplácito divino. San Gregorio enseña que no
es señal de santidad en los elegidos que hagan milagros,
sino que amen al prójimo como a sí mismos, como se ha
probado suficientemente más arriba
Baste lo dicho para confirmar que Dios había esco-
gido a esta [sierva suya] para hacer en ella su morada;
no faltaron los resplandores de los milagros para con-
fundir la boca de los que hablan insolencias86 contra la
gratuita benevolencia de Dios, y reanimar la confianza
de los humildes que esperan sirva para su bien todo lo
bueno que, por regalo de Dios, contemplan en todos los
elegidos.

86 
Cf. Sal 62,12.
CAPÍTULO XIV

Especiales privilegios que le concedió el Señor

1. A lo relatado más arriba es conveniente añadir


aquí algunos datos más difíciles de encontrar que si hu-
bieran estado bajo una enorme piedra. Igualmente pon-
dré otros testimonios que recibí como ciertos de perso-
nas dignas de crédito.
2. Muchas personas le preguntaban con frecuencia
ciertas dudas, sobre todo si por unos u otros motivos de-
bían privarse de recibir la comunión. Con la confianza
puesta en la gracia y misericordia de Dios, daba a cada
una la respuesta más oportuna, las invitaba a acercarse
al sacramento del Señor y en ocasiones casi les obligaba
a hacerlo. En una ocasión comenzó a temer, como sue-
le acontecer a las almas delicadas, si en tales respuestas
hubiera sido demasiado atrevida. Acude entonces como
acostumbraba a la bondad que le manifestaba la divi-
na piedad, le descubre con confianza sus temores, y es
consolada con la siguiente respuesta: “No temas, con-
suélate, confórtate, estate segura, yo mismo, tu Dios, tu
Señor, tu amante, que te creé y te elegí con amor gratui-
to para morar y recrearme gozando en ti, doy una res-
puesta cierta y sin la menor vacilación a todos los que
piadosa y humildemente me preguntan por medio de ti.
Ten la total seguridad de mi promesa: jamás consenti-
ré que nadie a quien yo juzgue indigno del sacramento
El Mensajero de la ternura divina – Libro I 117

de mi vivífico cuerpo me pregunte a través de ti. Por lo


mismo, a todo el que cansado y fatigado enviare a ti, le
propondrás seguro acceso a mí; por amor y favor tuyo
no le cerraré nunca el acceso al regazo paterno, sino que
le abriré de par en par al abrazo de mi tiernísimo afecto
y no le negaré el dulce beso de la paz”.
3. Así, mientras oraba con más fervor por una per-
sona, y temía que ella pudiera esperar recibir por su me-
diación más de lo que pudiera conseguirle, el Señor le
respondió lleno de ternura: “Sea lo que fuere lo que se
pueda esperar por tu medio, otro tanto recibirá de mí sin
la menor vacilación. Más aún, todo lo que tú prometas
a alguien de mi parte, lo supliré87 con toda seguridad,
aunque tal vez él no experimente el efecto por impedír-
selo la fragilidad humana. Yo obraré en su alma el bien
deseado, según la promesa que tú le hiciste.
4. Pasados algunos días recuerda la antedicha pro-
mesa del Señor y sin olvidar su indignidad, pregunta al
Señor cómo es posible que se digne hacer obras tan ma-
ravillosas por medio de ella tan insignificante.
Le responde el Señor: “¿No confiesa universalmen-
te la fe de la Iglesia lo que en otro tiempo prometí solo
a Pedro: Todo lo que atares en la tierra será atado en
el cielo88, y lo mismo sigue creyendo hoy que se reali-
za por todos los ministros de la Iglesia? Entonces, ¿por
qué no crees también que yo puedo o quiero cualquier
cosa cuando, por la fuerza del amor, te lo prometo a ti
con mis palabras?”. Le toca la lengua diciendo: “Mira,
87 
Supliré. Se resalta en cursiva este término que expresa uno de los contenidos
doctrinales importantes de las místicas de Helfta.
88 
Mt 16, 19.
118 Santa Gertrudis de Helfta

pongo mis palabras en tu boca89 y confirmo con mi ver-


dad todas tus palabras que, por la acción de mi Espíritu,
digas a alguien en mi nombre; si por mi bondad prome-
tes alguna cosa a alguien en la tierra, será ciertamente
ratificada en el cielo”.
Le dice ella: “Señor, no me alegraría si a consecuen-
cia de ello alguien tuviera que sufrir algún daño, o si,
impulsada por tu Espíritu, tuviera que comunicar a al-
guien un pecado que no puede quedar impune, u otras
cosas semejantes”.
Le responde el Señor, “Siempre que comuniques
esas cosas movida por la justicia o el celo, envolveré
a esa persona en mi bondad para moverla al arrepenti-
miento y no sea castigada”.
Le replica ella: “Señor, si verdaderamente hablas
por mi boca, como se digna asegurarlo tu benignidad,
¿cómo es posible que a veces tienen tan poco efecto en
algunos mis palabras, pronunciadas en ocasiones con
tanto celo de tu gloria por la salvación de las almas?”
El Señor: “No te sorprendas de que a veces tus pa-
labras dichas con tesón no produzcan fruto. Yo mismo
prediqué muchas veces mientras vivía como hombre
con el ardor de mi Espíritu divino y sin embargo mis
palabras no sirvieron de ningún provecho a algunos,
porque según mi divina ordenación todas las cosas se
realizan a su debido tiempo”.
5. Después de esto, tras corregir a una persona por
una falta, se refugió en el Señor. Le pedía con fervor que
se dignara iluminar su entendimiento con la luz del di-
89 
Jer 1, 9.
El Mensajero de la ternura divina – Libro I 119

vino conocimiento, para que tratándose de sus intereses


solo comunicara a las personas lo que era del agrado de
su divina voluntad.
Le responde el Señor: “No temas, hija mía, ten con-
fianza, te concedo como privilegio especial que, si al-
guien, sea quien sea y por el motivo que fuere, acudiera
a ti con humildad y confianza, discernirás su problema
a la luz de mi divina verdad, de la misma manera que
yo la hubiera juzgado, según la naturaleza del asunto o
de la persona. Lo que yo juzgue ser de mayor gravedad,
tú responderás de mi parte con mayor rigor; y lo que yo
estime ser de menor importancia, haré que tú respondas
a ello con palabras más amables”.
Entonces esta [sierva de Dios] reconoce su indigni-
dad y con espíritu humilde90 dice al Señor: “¡Oh Señor
del cielo y de la tierra!, aparta ya para siempre la supere
fluencia de tu bondad, porque yo que soy polvo y ceni-
za91 soy indignísima de tal don”.
El Señor la acaricia con ternura y le responde: “¿Qué
tiene de importante que te conceda discernir las causas
de mi enemistad cuando te he concedido experimentar
tantas veces los secretos de mi amistad?” Y añadió el
Señor: “Todo el que en la prueba o la tristeza busca con
humildad y verdad sincera consuelo en tus palabras, no
quedará defraudado en su deseo, porque yo, el Dios que
moro en ti, obligado por la incoercible ternura de mi
amor, deseo hacer el bien a muchos por medio de ti; el
gozo que por ello experimenta tu corazón, brota del des-
bordamiento de mi Corazón divino”.
90 
Oración en la presentación de ofrendas de la Misa, según Dn 3,39.
91 
Gn 18, 27.
120 Santa Gertrudis de Helfta

6. En otra ocasión pedía por los que se le habían


encomendado. Recibió esta respuesta del Señor: “Así
como antiguamente el que se agarraba al saliente del
altar sentía el gozo de haber encontrado la paz; ahora,
desde que te escogí con tanta condescendencia para mo-
rar en ti, todo el que se encomienda confiadamente a tus
oraciones, se salvará por mi gracia”.
Esto queda bien confirmado por el testimonio de la
Hna. Cantora M.92, de dulce recuerdo, a la que mientras
oraba por [Gertrudis] se le mostró el corazón de ésta
como un puente solidísimo, protegido en un extremo
por la humanidad de Cristo y en el otro por su divinidad
a manera de muros. Escuchó al Señor que le decía: “Los
que se esfuerzan por venir a mí a través de este puente,
no podrán nunca caer ni desviarse”; esto es: el que reci-
ba las palabras de ésta y obedezca con humildad a sus
consejos no se desviará jamás.

92 
Alusión a Matilde de Hackeborn, cantora de Helfta, de la que Gertrudis era
ayudante.
CAPÍTULO XV

El Señor le obliga a escribir

1. Comprendió que era voluntad de Dios se escri-


bieran estas cosas para ser conocidas por otras personas.
Sorprendida, pensaba qué utilidad habría en ello, pues
había hecho el firme propósito de no comunicar esto a
nadie mientras viviera, y después de la muerte sólo po-
dría obtenerse que los fieles inteligentes se turbaran, al
no poder conseguir de sus escritos ninguna utilidad
El Señor respondió a estos pensamientos: “¿Te pare-
ce que podría obtenerse alguna utilidad de lo que se lee
que escribió santa Catalina cuando al visitarla yo en la
cárcel le dije: ‘Mantente fuerte, hija, yo estoy contigo’;
visité a mi muy querido Juan y le dije: ‘Ven a mí, amado
mío’, y muchas otras cosas de éstos y otros, a no ser que
por ello aumente la piedad de los hombres y se multipli-
que mi ternura hacia el género humano?” Añadió el Se-
ñor: “Por estos [escritos] puede encenderse el ánimo de
muchos para desear los favores que oyen haber recibido
tú, y mientras meditan estas cosas cuidan de enmendar
su vida”.
2. Deliberando sorprendida en otra ocasión, por
qué el Señor le impelía durante tanto tiempo en su in-
122 Santa Gertrudis de Helfta

terior que comunicara sus escritos93, consciente que al-


gunas personas de espíritu estrecho los iban a calumniar
y denigrar, más que edificarse por ellos, la instruyó el
Señor con estas palabras: “Yo he derramado mi gracia
en ti de tal manera, que exijo de ella frutos abundantes.
Quiero que los que han recibido dones semejantes y los
tienen en poca estima por negligencia, al aprender de ti,
reconozcan sus propios dones y aumente la gratitud, así
crecerá en ellos mi gracia. Si algunos con corazón per-
verso quieren denigrarlos, caiga sobre ellos su pecado,
tú quedarás libre. Por eso dijo el profeta en mi nombre:
“Les pondré un tropiezo94.
Comprendió por estas palabras que el Señor incita
muchas veces a sus elegidos a realizar acciones que en
ocasiones escandalizan a los demás, pero no deben omi-
tirlas para quedar en paz con los perversos, porque la
mejor paz consiste en vencer el mal con el bien. Cuan-
do alguien no deja de hacer lo que redunda en mayor
alabanza de Dios, vence y aplaca a los malvados con la
benevolencia y las acciones delicadas; de este modo se
gana al prójimo95. Si no consigue nada, no pierde por
ello su recompensa96. Hugo de San Victor escribe: “Los
fieles encontrarán siempre motivos para dudar, y los in-
fieles, si lo quieren, motivos para creer; por eso a los
fieles se les concede el premio por su fe, y a los infieles
el castigo por su infidelidad97.

93 
Algunos creen que se hace referencia aquí a los libros 2º, 3º, 4º y 5º. del
Heraldo, escritos antes de este primer libro que narra la vida de santa Gertrudis
94 
Ez 3,20.
95 
Cf. Mt 18,15
96 
Cf. Mc 9, 40.
97 
Hugo de San Víctor, De arca morali, 4, 3.
CAPÍTULO XVI

Testimonios más claros


con los que el Señor garantizó [sus escritos]
por revelaciones a otras personas

1. Al considerar su bajeza e indignidad [Gertrudis]


se juzgaba indigna de tantas gracias de Dios, que reco-
nocía haber recibido fielmente del Señor, y acudió a la
hermana M98., de feliz memora, conocida y respetada
entonces por las gracias de revelaciones que había reci-
bido de Dios, y le rogó con toda humildad que consul-
tara al Señor sobre los dones relatados más arriba, no
porque dudase y deseara asegurarse de dichas gracias,
sino para estimularse a un mayor agradecimiento por
haberlos recibido gratuitamente, y sentirse confirmada
con toda seguridad, cuando por la bajeza de su indig-
nidad se sintiese como obligada a ceder a la duda. La
Hermana M., tal como se lo .había suplicado [esta sier-
va] se entregó a la oración para consultar al Señor. Con-
templó al Señor Jesús como esposo lleno de atractivos
y gran delicadeza, más hermoso que miles de ángeles,
vestido con verdes vestiduras que por dentro parecían
de oro. Abrazaba a ésta, por la que rogaba, con su dere-
cha colmada de ternura, de manera que su lado izquier-
do, donde está el corazón, estaba acoplado a la apertura
98 
Matilde de Hackeborn, su confidente
124 Santa Gertrudis de Helfta

de la herida de su amante, a quien ella, a su vez, pare-


cía tenerle abrazado por detrás con su izquierda. Llena
de admiración, la bienaventurada M. deseaba saber qué
significaba esta visión.
Le dice el Señor: “El color verde de mis vestidos,
adornados por dentro como de oro, significa que toda
acción de mi divinidad germina y florece por el amor”.
Y añadió: “Esta operación crece y florece con vigor en
esta alma”. Ver su corazón acoplado a la herida de mi
costado, significa que acoplé su corazón a mí de manera
que en cada momento puede recibir el flujo de mi divi-
nidad”.
Ella insiste: “¿Es que concediste, Señor mío, a esta
tu escogida tales gracias para que con la certeza de tu
conocimiento pudiera responder con toda seguridad a
los que acudían a ella para suplicarle en cualesquiera
dificultades, y así, cuantos buscasen a través de ella el
verdadero camino de la salvación lo encuentren, como
te dignaste prometérselo en aquellas palabras que ella
me expuso con humildad, para clarificación suya?
Le responde el Señor con gran ternura: “Es cier-
to que la he concedido especiales privilegios, para que
todo el que crea que puede alcanzarlo todo por medio
de ella, lo consiga sin la menor duda, y a quien ella es-
time digno de recibir la comunión, nunca le considerará
indigno de mi misericordia. Es más, si ella estimula a
alguien a comulgar, yo lo miraré con más ternura. Ella
estimará y juzgará graves o leves las faltas de los que
la consultan, según mi divino discernimiento. Así como
hay tres que dan testimonio en el cielo: el Padre, el Ver-
El Mensajero de la ternura divina – Libro I 125

bo y el Espíritu Santo99, de tres maneras deberá compro-


bar ella su testimonio:
1ª. Cuando instruye a alguien, lo hará interiormente
bajo el impulso del Espíritu Santo.
2ª. Considerará si aquel con quien habla se arre-
piente o quiere arrepentirse de su falta.
3ª. Estimará si tiene buena voluntad.
Si reúne estas tres actitudes, contestará sin dudar,
según piense interiormente; yo ratificaré todo lo que ella
responda en nombre de mi bondad”.
Añadió el Señor: “Cuantas veces desee hablar con
alguien, atraiga primero hacia él con un profundo suspi-
ro, el aliento de mi divino Corazón y todo lo que enton-
ces dijere será ratificado con absoluta certeza, pues no
podrán errar ni ella ni quienes la escuchan; al contrario,
conocerán en sus palabras los secretos de mi divino Co-
razón”.
Insistió el Señor: “Que él conserve fielmente este
testimonio de tus palabras: si pasado largo tiempo expe-
rimenta que se le enfría un tanto la gracia recibida debi-
do a las ocupaciones, como suele acontecer, no descon-
fíe, yo mantendré firmes las gracias de los privilegios
predichos durante toda su vida”.
2. [La hermana Matilde] preguntó una vez más al
Señor si [Gertrudis] incurría en alguna falta o de dón-
de le venía que en todo momento estuviera afanosa por
realizar lo que se le ocurría, su preocupación era rezar,
escribir, leer, enseñar al prójimo, corregir o consolar.
99 
Cf. 1Jn 5, 7.
126 Santa Gertrudis de Helfta

Le respondió el Señor: “He unido mi Corazón tan


misericordiosa e inseparablemente a su alma, que hecha
un espíritu conmigo, concuerda en todo y sobre todas
las cosas con mi voluntad, como concuerdan los miem-
bros de su propio cuerpo con su corazón.
Cuando el hombre piensa en su corazón: haz esto,
inmediatamente la mano lo hace; cuando piensa: mira
aquello, inmediatamente lo mira; de la misma manera
está ella presente en mí, y actúo en ella para realizar en
cada momento lo que yo quiero realizar en ese instante.
La elegí para inhabitar en ella.
Su voluntad, la acción buena de su voluntad está
unida a mi Corazón, como la mano derecha con lo que
realiza, que es lo que yo quiero;
Su inteligencia es para mí como un ojo, cuando
piensa en lo que yo me complazco.
El ímpetu de su espíritu es para mí como una lengua
cuando impulsada por este espíritu dice lo que yo quie-
ro decir.
Su discreción es para mí como el olfato, porque in-
clino el oído de mi misericordia a aquellas personas ha-
cia las que ella se inclina por la bondad de su compa-
sión;
Su intención es para mí como unos pies cuando ella
se propone hacer aquello que conviene que yo le siga;
Por eso según el ímpetu de mi Espíritu debe apresu-
rarse siempre para que, concluida una obra, esté pronta
para la siguiente según mi inspiración. Si cometiere al-
guna negligencia por la humana flaqueza, no debe tur-
barle la conciencia, como en otras cosas, ha suplido mi
voluntad.
El Mensajero de la ternura divina – Libro I 127

3. Otra persona experimentada en el conocimiento


espiritual que oraba y daba gracias a Dios por los dones
que había concedido a esta sierva, recibió una revela-
ción semejante a las descritas más arriba sobre sus pri-
vilegios y su gracia de unión con Dios. Consta con toda
certeza que los había recibido de Dios, pues sus testimo-
nios son fieles y seguros100. Su susurro lo percibe el oído
de su inteligencia como susurro de una brisa suave101,
de manera que uno no percibe la comunicación del otro,
como poco pueden saber los romanos de lo que en ese
momento hacen los moradores de Jerusalén. Pero esta
persona ha dicho en el relato de su revelación, que se le
comunicó también que todas las gracias ya recibidas de
Dios eran muy pocas en comparación de las que el Se-
ñor había dispuesto infundir aún en su alma.
Y añadió: “Llegará a tal unión con Dios que sus ojos
solo podrán ver lo que Dios se digne ver a través de
ellos, ni su boca podrá decir otras palabras que las que
Dios se digne pronunciar por ella, y así de los demás
sentidos. Cuándo y cómo lo realizará el Señor, solo él
lo conoce y aquella a la que se le ha concedido la dicha
de experimentarlo. No se les ocultó sin embargo tampo-
co a quienes de forma más fina reconocieron el don de
Dios en ella.
4. En otra ocasión suplicaba a la hermana M. [Ma-
tilde] que rogara por ella y pidiera al Señor de mane-
ra especial conseguir la virtud de la mansedumbre y la
paciencia, de las que experimentaba más necesidad. Al
pedir lo que se le había encomendado, recibió del Señor
100 
Sal 92, 5.
101 
1R 19, 12
128 Santa Gertrudis de Helfta

la siguiente respuesta: “La mansedumbre que me agrada


encontrar en ella recibe su nombre [de la palabra latina]
commanendo (residir), porque desde que yo habito en
ella le conviene comportarse en todo momento como
esposa solícita que goza siempre de la presencia de su
esposo; si ha de salir, lo toma de la mano y le obliga a
salir con ella; así, cuantas veces cree conveniente que
debe salir del tierno descanso de su fruición íntima para
instruir a los demás, siempre haga primero la señal de la
cruz salvífica en su pecho, pronuncie mi nombre, y en-
tonces diga ya plenamente confiada en mi gracia, todo
lo que tenga que decir.
Del mismo modo, la paciencia que me agrada en-
contrar en ella recibe el nombre de paz y conocimiento:
por ello tendrá tal solicitud por la paciencia que no pier-
da la paz del corazón ante la adversidad, cuidando cono-
cer siempre la causa del sufrimiento, esto es, por amor,
como signo de verdadera fidelidad”.
5. Otra persona, que desconocía totalmente [a esta
sierva de Dios], pero se había encomendado a sus ora-
ciones, al pedir por ella, recibió la siguiente respuesta:
“De tal manera la escogí para morar en ella, que veo con
gran gozo todo lo que los demás aman en ella, porque es
obra mía. Quien no conoce las cosas interiores, esto es,
las espirituales, al menos ama en ella mis dones exterio-
res: su habilidad, su elocuencia y otras semejantes. Por
eso la alejé como desterrada de sus familiares, para que
nadie la amara por parentesco, y fuera yo sólo la causa
por la que es amada de sus amigos.
6. Una persona preguntó al Señor a petición de
ella, de dónde venía que viviera durante tantos años con
el sentimiento de la presencia de Dios, cuando le pare-
El Mensajero de la ternura divina – Libro I 129

cía haber llevado una vida bastante descuidada, aunque


no había cometido culpa alguna tan grave, que sintiera
al Señor ofendido por sus pecados.
Recibió la siguiente respuesta: “Si nunca me presen-
to a ella airado es porque ella considera buenas y justas
todas mis obras, sin inquietarse por alguna de ellas; aun-
que le resulte gravoso lo que sucede, suaviza siempre
su aspereza al pensar que ha sucedido según mi provi-
dencia; como dice san Bernardo: “El que se complace
en Dios no puede desagradar a Dios”102, yo siempre me
muestro propicio a ella.
Al comprender que el Señor había respondido de esa
manera por su gran bondad, estimulada por ello, como
solía decir, ofreció al mismo Señor devotas acciones de
gracias por tal dignación y añadió entre otras cosas lo
siguiente: “¿Cómo es posible amantísimo amador mío,
que tu ternura se digne disimular tanto mal como hay en
mí, cuando no puede desagradarme tu acción sumamen-
te perfecta, Dios mío? Esto no es mérito mío sino obra
de tu perfectísima santidad”. El Señor la instruyó con
esta comparación: “Cuando un lector ve la escritura de
un libro tan pequeña que le es muy difícil leerla, toma
una lupa a través de la cual la letra aparece más gruesa;
esto no se debe al libro sino a la lupa. Así suplo yo con
la abundancia de mi bondad cualquier defecto que ha-
llare en ti.

102 
SC, Sermón 24, 8
CAPÍTULO XVII

Creciente familiaridad con Dios

1. A veces no recibía visitas de Dios durante cier-


to tiempo sin que por ello sintiera pena alguna. Un día
aprovecha la ocasión para preguntar al Señor por qué
sucedía eso. Le responde el Señor: “Demasiada cerca-
nía impide a veces a los amigos verse con mayor cla-
ridad. Por ejemplo, cuando uno se une con otro, como
sucede al besarse o abrazarse, se obstaculiza el placer de
la mirada”. Con estas palabras comprendió que en oca-
siones la privación de la gracia aumenta mucho el méri-
to. Al verse privada de la gracia no se deja llevar por la
indolencia, aunque encuentre dificultades al obrar.
2. Se puso a pensar por qué la visitaba ahora con
su gracia de manera diferente a como lo había hecho
anteriormente. El Señor añadió: “Al comienzo te ins-
truí con respuestas para que pudieras comunicar a los
demás mi voluntad; ahora solo te hago sentir mi soplo
en espíritu cuando estás en oración, porque sería difícil
explicarla a tus sentidos; como si reuniera las riquezas
de mi gracia en mi tesoro para que cada uno halle en ti
lo que busca, a la manera que una esposa conoce todos
los secretos de su esposo. Después de haber convivido
largo tiempo con él ha aprendido a conocer sus deseos a
través de sus maneras de obrar, y no sería prudente des-
El Mensajero de la ternura divina – Libro I 131

cubrir los secretos del esposo, solo conocidos a través


de una recíproca intimidad.
3. Lo mismo había experimentado en cierta mane-
ra esta sierva en sí misma, al reconocer que cuando pe-
día con gran insistencia por alguna causa que se le había
encomendado, le era imposible conocer la respuesta del
Señor como lo hacía en otro tiempo; ahora era suficiente
sentir en sí la gracia al pedir por una causa, ya que ex-
perimentaba la seguridad de la inspiración divina, como
antes recibía la respuesta del Señor.
De la misma manera, si alguien buscaba en ella con-
sejo o consuelo, al instante experimentaba infundírse-
le la gracia de responder con tal seguridad, que estaría
dispuesta a aceptar la muerte por la certeza de las pala-
bras pronunciadas, siendo así que no experimentaba an-
tes algo parecido con relación a sus escritos, palabras o
pensamientos. Si pedía por alguna causa sobre la que el
Señor no le había comunicado nada, aceptaba con gran
gozo que la divina sabiduría sea tan inescrutable y tan
inseparablemente unida al dulce amor. Esto le confería
absoluta seguridad al encomendar a ella todas las cosas,
porque le agradaba más que si pudiera conocer todos los
arcanos de los secretos de Dios.
LIBRO SEGUNDO

ESCRITO POR LA MISMA GERTRUDIS

PRÓLOGO

1. El año noveno después de recibir aquella gracia,


entre febrero y abril, al retornar el día santo de la Cena
del Señor, mientras esperaba con la comunidad que se
llevara el Cuerpo del Señor a una enferma1, fue arre-
batada por un violento movimiento del Espíritu Santo,
tomó una tablilla que tenía a su lado y desbordante de
gratitud escribió de su mano lo que sentía en su corazón
en diálogo íntimo con su Amado, para su gloria, como
sigue:

1 
El Viático
CAPÍTULO I

Primera visita del Señor

1. ¡El abismo de la Sabiduría increada llama al


abismo2 admirable de la Omnipotencia para exaltar la
Bondad maravillosa que desborda tu misericordia y ba-
jar hasta el valle profundo de mi miseria!
Tenía 26 años cuando aquel lunes para mí felicísi-
mo, anterior a la fiesta de la Purificación de María mi
Madre castísima, el lunes 27 de enero (de 1281), hora
entrañable después de Completas, al comenzar el cre-
púsculo, Tú, Verdad y Dios resplandeciente, superior a
todas las luces, pero más oculto que el secreto más ínti-
mo3, determinaste aligerar la densidad de mis tinieblas y
comenzaste a serenar suave y tiernamente4 aquella tur-
bación que un mes antes habías levantado en mi alma.
Con dicha turbación intentabas, a mi parecer, destruir la
torre5 de mi vanidad y curiosidad en la que había creci-
do mi soberbia que, ¡oh dolor!, llevaba el nombre y há-
bito de la vida religiosa6. Así encontraste el camino para
ofrecerme tu salvación7
2 
Sal 41,8.
3 
San Agustín, Confesiones 9,1
4 
Cf. Gn 50, 21.
5 
Cf. Gn 11.
6 
Cf. San Bernardo SC Ser 55,2. Obras Completas, vol. V. BAC n. 491, p. 705 & 2º.
7 
Sal 49, 23.
El Mensajero de la ternura divina – Libro II 135

2. Entonces, a la hora predicha, al levantar la ca-


beza en medio del dormitorio, después de saludar a
una anciana según costumbre de la Orden8, vi a un jo-
ven9 amable y delicado, como de unos diez y seis años,
con esa hermosura deseable a mi juventud que atraía
mis miradas. Con rostro atrayente y voz dulce me dijo:
Pronto vendrá tu salvación. ¿Por qué te consumes de
tristeza? ¿No tienes quien te aconseje, que así se ha re-
novado tu dolor?10 Mientras hablaba, aunque era cons-
ciente de encontrarme corporalmente en el lugar citado,
me parecía estar en el coro, donde acostumbro hacer mi
tibia oración. Allí oí las siguientes palabras: No temas.
Te salvaré, te libraré11. Cuando oí esto, vi que su tierna
y delicada derecha sostenía la mía como prometiendo
ratificar estas palabras, y añadió: “Lamiste la tierra con
mis enemigos12, gustaste miel entre espinas, vuelve a
mí y te embriagaré con el torrente de placeres divinos13.
Al decir esto miré y vi entre él y yo, a saber, a su
derecha y mi izquierda un vallado de largura infinita, ni
delante ni detrás de mí se veía el final. Parecía estar cu-
8 
Hasta hace pocos años cuando al cruzarse las monjas o monjes se saludaban
mutuamente en silencio con una pequeña inclinación de cabeza y de hombros.
Libro de los Usos, n. 315. Edición de 1928.
9 
La figura de Jesucristo como un “joven” aparece con frecuencia en los escritos
de las místicas de Helfta: Gertrudis: Los ejercicios, V y VII. biblioteca cister-
ciense n. 12 pp. 100 y 208. Mensajero, II, 1, 2; III, 15, tres veces; IV, 9. Matilde
de Hackeborn, Libro de la gracia especial, I, 1; I, 4; I,6; 9; 30; II,6; II, 13; III,
1; IV, 44; IV,59a; V,17; VI,3; VI, dos veces. Matilde de Magdeburgo, La Luz
divina que alumbra los corazones, Pról. a); II, 5a; IV, 3; IV, 6, tres veces; VII,
35; VII, 37.
10 
Resp. I del dom. II de Adv. También recoge acentos del “Rorate coeli: Veniet
salus tua ¿quare moerore consumeris?
11 
Más expresiones del Rorate: Salvabo te, noli timere.
12 
Cf. Sal 71,9.
13 
Cf. Sal 35,9.
136 Santa Gertrudis de Helfta

bierto en lo más alto con un seto de densas espinas que


de ninguna manera me permitía acceso libre hacia el
citado joven. En esta situación sentía tal ansiedad y tan
ardiente deseo que casi desfallecía.
De repente él mismo me tomó y, sin dificultad, me
levantó y me colocó junto a sí y reconocí en aquella
mano de la que había recibido tal promesa, las joyas
preciosas de aquellas llagas con las que anuló todas las
condenas.
Alabo, adoro, bendigo y doy gracias como puedo a
tu sabia misericordia y la misericordia de tu sabiduría
con la que tú, Creador y Redentor mío, intentabas suje-
tar mi cerviz a tu yugo suave y preparabas una medicina
adecuada a mi debilidad. Pacificada desde entonces con
una alegría espiritual enteramente nueva, me propuse
seguir con fortaleza y decisión tras el suave olor de tus
perfumes14 y comprender cuán dulce es tu yugo y ligera
tu carga15 que poco antes me parecía insoportable.

14 
Ct 1, 3.
15 
Cf. Mt 11,30.
CAPÍTULO II

Iluminación del corazón

1. Salve Salvador mío, luz de mis ojos16. Que te


dé gracias todo lo que existe en la inmensidad del cielo,
en la redondez de la tierra y lo profundo del mar, por la
gracia incomparable de haber introducido mi alma en el
conocimiento y la consideración de lo íntimo de mi co-
razón, que hasta entonces había descuidado tanto como
lo más bajo de mis pies. Entonces caí en la cuenta de
todo lo que en mi corazón había ofendido a la extre-
ma delicadeza de tu pureza: tanto desorden, tanta confu-
sión, sin intención de ofrecer una morada a tu deseo. Sin
embargo, ni esto, ni mi vileza te impidió, amantísimo
Jesús, que con frecuencia, los días que me acercaba al
alimento vivificante de tu cuerpo y de tu sangre te dig-
naras favorecerme con tu presencia visible, aunque no
te percibía con mayor claridad que la que se ven los ob-
jetos al amanecer. Esta benigna condescendencia tuya
no dejaba de atraer mi alma hacia ti para una unión más
íntima, una contemplación más viva, y una fruición más
gustosa.
2. Tales eran las disposiciones de llevar mis es-
fuerzos en este sentido, en la fiesta de la Anunciación
del Señor a santa María, cuando desposaste contigo la
16 
Sal 26, 1.
138 Santa Gertrudis de Helfta

naturaleza humana en el seno virginal. Tú, que antes de


llamarte respondes: Aquí estoy17, te adelantaste a aquel
día llenándome a mí, indignísima, de dulces bendicio-
nes18, en la vigilia de esa fiesta en la que se tenía el ca-
pítulo después de maitines por ser domingo.
No sabré expresar por escrito cómo me visitaste, ¡oh
Luz que vienes de lo alto!19, con las entrañas de tu mise-
ricordia. Concédeme, dispensador de todo bien, inmolar
víctimas de alabanza en el altar de mi corazón, y alcan-
zar según mi ardiente deseo: que yo y todos tus elegidos
experimentemos la dulce unión y la fruición que une,
para mí tan desconocida antes de aquella hora.
Al reparar cómo era mi vida tanto antes como des-
pués (de esa experiencia), confieso con toda sinceridad
que fue una gracia totalmente gratuita e inmerecida.
Desde ese instante me regalabas una luz tan viva de tu
conocimiento, que el dulce amor de tu amistad me esti-
mulaba con más fuerza que el castigo merecido de tu se-
veridad para moverme a la enmienda. No recuerdo ha-
ber tenido tal fruición fuera de aquellos días en los que
me invitabas a las delicias de tu regia mesa. Tampoco
me consta con claridad si esto lo había ordenado tu sa-
bia providencia o lo provocó mi calculada negligencia.

17 
RB Prólogo, 18; cf. Is 58,8; 65,24.
18 
Sal 20,4.
19 
Cf. Lc 1,78.
CAPÍTULO III

Gozosa inhabitación del Señor

1. Tú actuabas en mí y movías mi espíritu aquel


día entre la Resurrección y la Ascensión en el que bajé
al jardín antes de Prima y me senté junto al estanque20.
Contemplaba la frescura del lugar, tan deleitosa para
mí; la transparencia del agua que fluía; la frondosidad
de los árboles que allí había; el revolotear de las aves y
de modo especial la desenvoltura de las palomas; pero
sobre todo el secreto descanso de un retiro solitario.
Comencé a pensar qué debía hacer para que la frui-
ción de estos momentos fuese total en mí. Me vino este
deseo: “¡Si viniera un amigo cercano, amante, generoso
y tierno que me consolara en mi soledad!” Entonces tú,
Dios mío, autor de los deleites más exquisitos, fuiste
con tu providencia origen y fin de esta contemplación,
me atrajiste hacia ti de esta manera, y me enseñaste que
si te devolvía agradecida como fluye el agua el torrente
de tus gracias; si creciera en la práctica de las virtudes
como crecen los árboles y floreciera con el verdor de las
buenas obras; más aún, si despreciando las cosas de la
tierra me lanzara en raudo vuelo por el deseo a las co-
sas celestiales como las palomas y, alejados como ellas
20 
Aún existe hoy este estanque, alimentado por el arroyuelo que riega el valle
donde estuvo el monasterio-
140 Santa Gertrudis de Helfta

mis sentidos corporales del tumulto exterior me entre-


gara totalmente a ti con mi pensamiento, entonces te
presentaría mi corazón como amenísima morada de tus
delicias.
2. Ocupada ese día en recordar todo esto, puesta
de rodillas al atardecer, me inclinaba para hacer oración
antes de acostarme. De repente me vino a la memoria
aquel lugar evangélico: El que me ama guardará mi pa-
labra, mi Padre le amará, vendremos a él y haremos
morada en él21. Al punto mi corazón de barro sintió tu
venida y tu presencia. ¡Ay! ¡Ojalá, mil veces ojalá pu-
diera pasar por mi cabeza todo un mar convertido en
sangre22, que inundara esta sentina de extrema vileza,
que tú, de inconmensurable dignidad, elegiste para mo-
rar en ella! ¡Que mi corazón arrancado de mi pecho sea
arrojado a pedazos en carbones encendidos para ser pu-
rificado y consumido en el crisol de su escoria23, pueda
ofrecerte una morada si no del todo digna, sí menos in-
digna! Porque desde aquel instante te entregaste a mí,
unas veces más benigno, otras más severo, según lo re-
quería la enmienda o negligencia de mi vida. He de con-
fesar con sinceridad que la diligentísima enmienda, a la
que alguna vez llegué aunque por un momento, aunque
se prolongase toda mi vida, jamás hubiera merecido una
manifestación tuya aunque severa, que nunca recibí por
los múltiples crímenes y, ¡oh dolor!, por tan graves pe-
cados. Tu gran ternura me lleva a pensar con frecuencia
que te muestras más turbado que airado por mis peca-
dos, y das paso a la virtud de tu paciencia, para soportar
21 
Jn 14, 23.
22 
Cf. Ex 7, 17.
23 
Cf. Is 1, 25.
El Mensajero de la ternura divina – Libro II 141

con más magnanimidad mis faltas, que la que tuviste en


tu vida mortal con el traidor Judas.
3. Aunque divagara en mis pensamiento y me de-
leitase en los peligrosos, cuando desgraciadamente des-
pués de horas, de días y lo que aún ¡oh dolor! temo, des-
pués de semanas volvía a mi corazón, siempre advertí
en él que ni por un instante te has apartado de mí has-
ta el presente desde aquella hora en que hace ya nueve
años, salvo una vez durante once días antes de la fiesta
de san Juan Bautista, que sucedió según mi parecer un
jueves por una conversación mundana, y se prolongó
hasta el lunes, que aquel año era la vigilia de san Juan
Bautista. Durante la misa: No temas Zacarías, etc., tu
dulce humildad y la admirable bondad de tu tierna ca-
ridad, me veía tan insensata que no advertía haber per-
dido tan gran tesoro. No recuerdo haberme arrepentido
por ello ni haber tenido el menor deseo de volver a en-
contrarte. Ahora me pregunto sorprendida qué extraña
locura había obcecado mi mente, al no haber permiti-
do tú que experimentase en mí misma lo que dice san
Bernardo: “Huimos nosotros y tú nos persigues; te da-
mos la espalda y tú te presentas de cara; suplicas tú, y
eres despreciado; ninguna confusión, ni desprecio pue-
de apartarte de nosotros, antes bien te muestras infati-
gable hasta llevarnos a aquel gozo que ni el ojo vio, ni
el oído oyó, ni pudo alcanzar el corazón del hombre”24.
Al principio me concediste la gracia que no merecía, y a
pesar de ser más grave recaer que caer por primera vez,
te dignaste concederme, sin mérito propio, la alegría de
tu saludable presencia, que permanece hasta el presente.
Te sea dada por ello la alabanza y acción de gracias que
24 
1Co 2, 9. Este texto de san Bernardo no ha sido identificado.
142 Santa Gertrudis de Helfta

fluye dulcemente del amor increado, y refluye hacia ti


mismo de manera inconcebible a criatura alguna.
4. Para conservar en mí don tan grande te ofrezco
aquella excelentísima oración que el extremo dolor de
tu agonía, atestiguado por el sudor de sangre, hizo tan
intensa, la inocencia y sencillez de tu vida tan devota,
y el amor ardiente de la divinidad tan eficaz. Y así el
poder de aquella perfectísima oración realice en mí la
perfecta unión contigo y me introduzca en tu intimidad,
para que cuando me ocupe en las cosas exteriores para
utilidad del prójimo, me entregue a ellas con medida,
y una vez realizadas lo mejor posible para tu alabanza,
vuelva a ti en lo más íntimo de mi ser, como las aguas
impetuosas se precipitan hacia lo profundo sin obstácu-
lo alguno.
Que en adelante me encuentres tan centrada en ti,
como tú te haces presente en mí y, de este modo, me
eleves a aquella santidad que tu justicia permite alguna
vez al alma que oprimida por el peso de la carne, ha re-
sistido siempre a tu misericordia. ¡Ojalá pueda exhalar
mi último suspiro en tu estrechísimo abrazo y tu pode-
roso beso, para que mi alma sin la más mínima demora
llegue allí donde vives y gozas en la gloria, sin ocupar
lugar y sin división posible en una eternidad florida con
el Padre y el Espíritu Santo, Dios verdadero e inmortal,
por los siglos de los siglos.
CAPÍTULO IV

Impresión de las santísimas llagas del Señor

1. En los primeros tiempos que recibí estas gra-


cias, creo que el primero o el segundo año durante el in-
vierno, encontré en un libro una breve oración con estas
palabras: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, concé-
deme aspirar a ti con todo el corazón, con pleno deseo,
con alma sedienta, y respirar en ti la suma dulzura y sua-
vidad. Que mi espíritu y lo más hondo de mi ser anhele
unirse a ti, verdadera dicha. Graba, misericordiosísimo
Señor, tus llagas en mi corazón con tu preciosa sangre,
para leer en ellas tu dolor y tu amor. Permanezca en lo
secreto de mi corazón su recuerdo para excitar en mí el
dolor de tu compasión y se encienda el ardor de tu amor.
Concédeme además que toda criatura me resulte despre-
ciable y seas solo tú la dulzura de mi corazón”.
2. Me gustó mucho esta breve oración y procura-
ba rezarla y frecuentarla cada vez con más fervor y tú,
que nunca rechazas los deseos de los humildes, te ha-
cías presente para concederme lo que en esa oracionci-
lla te pedía. Así, al poco tiempo, ese mismo invierno, al
ir después de Vísperas al refectorio para la colación, me
senté cerca de una persona a la que de alguna manera
había descubierto el secreto de tales favores. Añado de
pasada para bien de quien lea este escrito, que muchas
144 Santa Gertrudis de Helfta

veces sentí acrecentarse en mí el fervor de la devoción


al hacer tales confidencias, y no veo claro, Señor Dios
mío, si esto venía de tu Santo Espíritu o era solo un sim-
ple afecto humano. He oído decir a alguien experimen-
tado en las cosas espirituales, que revelar esos secretos
puede ser de gran utilidad, no solo a personas cuya fiel
amistad conocemos, sino también a quien consideramos
superior por la dignidad de su cargo.
Pero como desconozco el por qué de obrar así como
he dicho, me encomiendo a ti, mi fidelísimo dispensa-
dor, cuyo espíritu, que es más dulce que la miel25, da
consistencia a la solidez de los cielos26; si esto proviene
de afecto humano, es tanto más digno que me sumerja
en el abismo de la gratuidad, cuanto con más condes-
cendencia te has dignado unir al barro de mi insignifi-
cancia el oro de tu inestimable grandeza, para que las
perlas de tus gracias se engastaran en mí.
3. Me encontraba en la hora mencionada inmersa
en el recuerdo de estas cosas y sentí como si divinamen-
te se me concediera a mí, indignísima, lo que había pe-
dido en la oración citada. Es decir, advertí en espíritu,
como grabados en un lugar real de mi corazón, los estig-
mas dignos de devoción y adoración de tus santísimas
llagas. Con ellas curaste mi alma y me ofreciste la copa
de tu dulce amor.
Pero mi indignidad no había agotado todavía el abis-
mo de tu ternura, antes bien, recibí de la superafluencia
de tu generosidad inconmensurable aquel memorable
don por el que, cuantas veces recitara al día cinco ver-
25 
Si 24, 27.
26 
Cf. Sal 32, 6-9.
El Mensajero de la ternura divina – Libro II 145

sos del salmo Bendice alma mía [al Señor]27, contem-


plaba en espíritu cada una de las llagas [impresas en mi
corazón], y nunca me sentí defraudada de haber recibi-
do don tan especial.
4. Durante el primer verso: Bendice alma mía, re-
cibí el poder de poner en las llagas de tus sagrados pies
toda la herrumbre de los pecados y la vaciedad de los
placeres mundanos.
En el segundo verso: Bendice y no olvides, lava-
ba en esa fuente de amor donde brotó para mí sangre y
agua, toda mancha de placer carnal y pasajero.
En el tercer verso: Que se perdone, fui deprisa a la
llaga de la mano izquierda para sosegar el espíritu, como
paloma que pone su nido en el agujero de la roca28.
En el cuarto verso: Que libra la vida de la muerte,
me acerqué a la llaga de tu mano derecha, y de los teso-
ros allí encerrados me apropié con confianza todo lo que
me faltaba para la perfección de las virtudes.
Adornada con ellas, purificada de toda deshonra de
los pecados y suplida en mi toda carencia de méritos por
el quinto verso: Que te llena de bienes, merecía gozar
[por la llaga de tu costado], de tus castos abrazos en tu
ansiada y dulcísima presencia, de la que en mí soy in-
digna, pero en ti dignísima.
5. Reconozco que con estos versos se me conce-
dió todo lo que se pide en aquella oración, a saber: que
aprenda en ellos tu dolor y tu amor. Pero, ¡ay!, fue por
poco tiempo. No te acuso de habérmelos quitado tú; la-
27 
Sal 102.
28 
Cf. Ct 2, 14.
146 Santa Gertrudis de Helfta

mento que los perdí yo por mi propia ingratitud y negli-


gencia. Sin embargo, lo disimulaba tu inmensa miseri-
cordia y copiosa ternura, que conserva hasta el presen-
te en mí, sin méritos propios e inmerecidamente, aquel
primero y más grande regalo de la impresión [en mi co-
razón] de tus llagas. Por todo ello te sea dado honor e
imperio, alabanza y júbilo por siglos eternos.
CAPÍTULO V

La herida del amor29

1. Siete años más tarde unos días antes del Advien-


to, por disposición tuya, Autor de todo bien, había obli-
gado a una persona, que todos los días, en la oración
que hacía ante la imagen del crucifijo, añadiera por mí
las siguientes palabras: “Por tu Corazón traspasado tras-
pasa, amantísimo Señor, su corazón tan profundamente
con los dardos de tu amor, que no pueda contener nada
terreno y solo sea poseído por el poder de tu divinidad”.
Provocado, como confío, por esta oración, el domin-
go en que se canta Gaudete in Domino: -Alegraos en el
Señor-30 dentro de la misa, al acercarme a la comunión
de tu santísimo Cuerpo y Sangre, por permisión de tu
misericordia con la excesiva y copiosísima superafluen-
cia de tu generosidad, me infundiste un deseo que me
obligó a prorrumpir en estas palabras: “Confieso, Señor,
que por mis méritos no soy digna31 de recibir el más pe-
queño de tus dones. Sin embargo, ruego a tu compasión
por los méritos y deseos de todos los presentes, que tras-
pases mi corazón con el dardo de tu amor”. Al instante
sentí que la fuerza de estas palabras me había acercado
29 
Cf. El Mensajero V, 25
30 
Canto de entrada del domingo 3º de Adviento.
31 
Cf. Mt 8, 9.
148 Santa Gertrudis de Helfta

a tu divino Corazón, tanto por la infusión de una gracia


interior, como por el testimonio de un signo externo en
la imagen del crucificado.
2. Al retirarme al lugar de la oración tras recibir
tan vivificantes sacramentos, me parecía que del costa-
do derecho de un crucifijo pintado en una hoja, es decir,
de la herida del costado, salía como un rayo de sol en
forma de dardo afilado que se dilataba y se encogía; así
durante un tiempo, y excitó tiernamente mi afecto. Pero
aún no quedó satisfecho mi deseo hasta el miércoles si-
guiente, cuando después de la misa se recordaba a los
fieles la condescendencia de tu adorable Encarnación y
Anunciación32. Aunque no muy dignamente también yo
me uní a ellos. Y he aquí que tú te presentaste como de
improviso y abriste una herida en mi corazón con estas
palabras: “Que se concentre aquí el conjunto de todas
las afecciones de tu corazón, por ejemplo: la suma del
placer, de la esperanza, del gozo, del dolor, del temor;
que todos tus afectos se concentren en mi amor”.
3. En ese momento me viene a la memoria lo oído
en alguna ocasión: es necesario aplicar a las heridas
lociones, unciones, vendas33. Tú no me enseñaste en
aquel momento cómo debía realizar esto. Me lo mos-
traste más tarde con toda claridad por otra persona que
para alabanza tuya, como espero, tiene sus oídos espi-
rituales mucho más acostumbrados que los míos, por
desgracia, para percibir los finos silbidos de tus amoro-
32 
Se trata de la proclamación del Evangelio de la Anunciación, Lc 1, 26-38,
que entonces se hacía el miércoles de la Témporas de Adviento y en la liturgia
renovada después del Concilio Vaticano II se hace el 20 de diciembre.
33 
Cf. Is 1,6.
El Mensajero de la ternura divina – Libro II 149

sos susurros34. Ésta me aconsejó coger con tierna devo-


ción el amor de tu Corazón pendiente de la cruz. Que
de aquel agua de caridad que brotó del ardor de tan in-
efable amor, tomara el agua de la devoción para purifi-
cación de todos los pecados; de aquel licor de ternura
que produjo la dulzura de tan inestimable amor, tomara
la gratuidad de la unción contra todo mal; y finalmente,
de la eficacia de aquella caridad que produjo la fortaleza
de tan incomprensible amor, aplicara los ligamentos de
la justificación, y así con la firmeza de tu amor dirigir
hacia ti todos mis pensamientos, palabras y obras, para
adherirme indisolublemente a ti.
4. Cuanto corrompí con mi maldad y perversidad
en estas gracias [que tú me concediste] lo supla el poder
de aquel amor en el que habita toda la plenitud35, aquel
que sentado a tu derecha36 se hizo hueso de mis huesos
y carne de mi carne37. Por él, con el poder del Espíritu
Santo, nos has concedido actuar con nobles sentimien-
tos de compasión, humildad y reverencia. Por medio de
él te ofrezco [Dios mío] , la queja de mis infidelidades
tan numerosas, contra tu tan noble y divina bondad a la
que tanto y de tantas maneras ultrajé con pensamientos,
palabras y obras, y sobre todo, por haber usado de los
dones relatados, de manera tan infiel, negligente e irre-
verente. Si me hubieras concedido para recuerdo tuyo
tan solo un hilo de estopa, lo hubiera recogido con la
mayor reverencia.
34 
Se cree que esta persona es Matilde de Hackeborn, maestra de Gertrudis,
35 
Col 1,19.
36 
Col 3, 1.
37 
Gn 2,23
150 Santa Gertrudis de Helfta

5. Tú sabes, Dios mío, conocedor de los secretos


de mi corazón38, que esta fue la causa que me obligó a
escribir estas cosas, muy fuera de mi voluntad y contra
mi gusto. Pienso que esto no fue para mí de ninguna uti-
lidad, no puedo creer que esto se hiciera solo por mí, ya
que nadie puede engañar a tu eterna sabiduría. Por tan-
to, Dispensador de todos los dones39, que sin merecer-
las me concediste gratuitamente tantas gracias, concede
también a los que estas cosas leyeren, que el corazón
de tus amigos se compadezca de ti, que por tu celo por
las almas, mantuviste tanto tiempo tan regia perla en el
hediondo barro de mi corazón. Con las palabras de mi
corazón y mi boca alabo, suplico y enaltezco tu miseri-
cordia diciendo: “A ti, Dios Padre, de quien todo pro-
cede. A ti te alaban con justicia. A ti honor, bendición y
gloria”. Así, quedará suplida de alguna manera mi defi-
ciencia40 .
Aquí dejó de escribir hasta octubre41

38 
Cf. Dn 13, 42.
39 
Cf. Secuencia Ven Espíritu Santo.
40 
Estos textos son el comienzo de algunas antífonas del Oficio de la Santísima
Trinidad, cuya vivencia era muy honda en las místicas y en la comunidad de
Helfta.
41
  Esta anotación aparece solo en algunos manuscritos
CAPÍTULO VI

Especial visita del Señor el día de Navidad

1. ¡Oh insondable altura42 de admirable firmeza!


¡Oh profundidad del abismo de la Sabiduría inescruta-
ble! ¡Oh inmensa amplitud de la anhelada caridad! ¡Con
qué ímpetu crecieron los nectarinos torrentes de tu me-
liflua divinidad, para desbordarse sobre mí, gusano que
desliza la más extrema vileza en la arena de mis negli-
gencias y defectos! Que se me permita y pueda disfru-
tar al relatar ya en este destierro de mi peregrinación,
según mi limitada capacidad, los comienzos de aquellas
dulcísimas delicias y ternísimas suavidades por las que
el que se une a Dios se hace un espíritu con él43. Esa in-
conmensurable dicha, derramada de modo desbordante,
se me concedió a mí, minúsculo granito de polvo, y me
hizo atrevida para lamer al menos algunas gotitas de esa
felicidad.
2. En aquella noche santísima, en la que con el
dulce rocío de la divinidad los cielos destilaron miel por
todo el mundo44, el vellocino de mi alma humedecida
en la era45 de la comunidad, pretendió adentrarse por la
42 
Rm 11, 33
43 
1 Co 6,17.
44 
2º Responsorio del Oficio de Lectura (Vigilias) de Navidad.
45 
Cf. Jc 6, 39.
152 Santa Gertrudis de Helfta

meditación y prestar por la práctica de la devoción al-


gún servicio a aquel nacimiento más que celestial, que
a manera de un rayo [de sol] dio a luz la Virgen46 a su
hijo, verdadero Dios y hombre47. En un instante me pa-
reció se me ofrecía y recibía en un lugar del corazón un
cierto niño como nacido en ese momento, en el que se
encontraba oculto el don de la mayor perfección y la
dádiva más preciosa48. Mientras lo tenía dentro de mi
alma parecía haberse transformado toda ella en el mis-
mo color que él, si se puede llamar color lo que no se
puede comparar con imagen visible. Entonces recibió
mi alma cierto conocimiento inefable de aquellas pala-
bras que destilaban dulzura: Dios lo será todo en todas
las cosas49; pues experimentaba contener a su Amado
metido en lo más profundo de su ser y gozaba con dul-
císima ternura, sin que se apartara de ella la amorosísi-
ma presencia del esposo. Así sorbía la melosa copa de
aquellas palabras que divinamente se le habían comuni-
cado: “Como yo soy imagen de la sustancia del Padre50
en la divinidad, tú serás figura de mi sustancia en cuan-
to a la humanidad, recibiendo en tu alma divinizada las
emisiones de mi divinidad como recibe el aire los rayos
solares. Penetrada hasta la médula por su fuerza unitiva,
quedarás preparada para una unión más íntima conmi-
go.
46 
Secuencia Laetabundus.
47 
Misa de Santa María en Sábado en tiempo de Adviento y la Anunciación el
25 de marzo: Oración sobre las ofrendas, antes de la renovación litúrgica del
Concilio Vaticano II
48 
St 1, 17.
49 
1 Co 15, 28.
50 
Hb 1, 3.
El Mensajero de la ternura divina – Libro II 153

3. ¡Oh nobilísimo bálsamo de la divinidad, que de-


rramas por todas partes arroyuelos de caridad, que re-
verdeces y floreces en la eternidad, y al final de los tiem-
pos te expandirás en todas las direcciones! ¡Oh poder
verdadero e insuperable de la diestra del Altísimo por
el que un vaso tan frágil, y por mi propia culpa arroja-
do como ignominioso, ha contenido y conserva licor de
tanto valor! ¡Oh testimonio verdaderamente irrefutable
de la desbordante ternura divina, que no se apartó de mí
cuando andaba tan lejos, errante por las sendas de mis
vicios, antes bien, me manifestó a la medida de mi ca-
pacidad, la suavidad de su dichosísima unión!
CAPÍTULO VII

Noble unión del alma [de esta sierva] con Dios

1. Postrada en el lecho en la sacrosanta fiesta de la


Purificación por una grave enfermedad, entristecida en
mi corazón, me quejaba al amanecer por no poder reci-
bir la visita divina con la que solía ser frecuentemente
consolada en ese día. La mediadora del Mediador en-
tre Dios y los hombres51 me consoló con estas palabras:
“No recuerdas haber experimentado en el cuerpo por tus
enfermedades dolor tan acerbo como este; has de saber
que nunca recibiste de mi Hijo una gracia tan excelente
como la actual. La reciente enfermedad del cuerpo ro-
busteció tu espíritu para recibirla dignamente”. Alivia-
da con estas palabras y recibido el vivificante alimento,
cuando ya iba a comenzar la Procesión contemplaba a
Dios dentro de mí, vi a mi alma como cera52 dócilmen-
te reblandecida por el fuego, ofrecerse para que fuera
impresa a modo de sello en el pecho del Señor. Al ins-
tante parecía estar marcada mi alma en él, introducida
en aquel tesoro en el que habita corporalmente toda la
plenitud de la divinidad 53, con el sello de la resplande-
ciente y siempre serena Trinidad.
51 
Cf. 1Tm 2, 5. “Mediadora del Mediador”. Cf. San Bernardo, Asunción de la
Virgen, ser. II, 2; Infr. Oct. de la Asunción, 2.
52 
Sal 21, 15
53 
Col 2, 9.
El Mensajero de la ternura divina – Libro II 155

2. ¡Oh Dios mío, fuego devorador54, que contie-


nes, extraes e imprimes un vivo ardor; que te cebas de
forma inextinguible en el terreno humedal de mi alma
resbaladiza! Disecaste en ella el flujo de los deleites hu-
manos, para ablandar después el gélido rigor de mi pro-
pia voluntad, fuertemente endurecida con el paso del
tiempo. ¡Oh fuego, verdaderamente consumidor55, que
ejerces tu fuerza contra los vicios y muestras tu unción
suave en el alma! De ti, y absolutamente de ningún otro,
recibimos este poder56 para poder ser reformados según
la imagen y semejanza de nuestro origen57. ¡Oh horno
ardiente58 que iluminas la visión de la verdadera paz59,
y con tu poderosa acción transformas la escoria60 en oro
puro y escogido, como el alma, hastiada de las ilusio-
nes, busca por fin con todas sus energías lo que solo vie-
ne de ti Verdad verdadera!

54 
Sal 119, 4.
55 
Dt 4,24; Hb 12, 29
56 
Cf. Hch 3, 12
57 
Cf. Gn 1, 26.
58 
Cf. Dn 3.
59 
Himno de la Dedicación de una Iglesia.
60 
Cf. Is 1, 25.
CAPÍTULO VIII

Hacia una unión más íntima

1. El domingo [que se canta en la entrada] Sé para


mí…61 excitaste durante la misa mi espíritu y dilataste
mi deseo hacia aquellos dones más nobles que me ibas a
comunicar, especialmente por dos palabras, cuyos efec-
tos sentí con más fuerza en mi alma, en el verso del pri-
mer Responsorio: Bendiciéndote te bendeciré, etc.62, y
el verso del noveno Responsorio: A ti y a tu descenden-
cia daré estas regiones, etc.63. Tocaste entonces con tu
santa mano tu sacratísimo pecho y me mostraste cuáles
eran las regiones que tu inconmensurable generosidad
prometía.
2. ¡Oh dichosa y bienaventurada región, manantial
de felicidad, jardín de delicias64; el más pequeño grano
[de sus semillas] puede saciar de manera desbordante el
hambre de todos los elegidos en todo lo que el corazón
humano puede imaginar de deseable, amable, deleitable,
placentero y dulce! Al contemplar con atención las cosas
en las que debía fijarme, si no como debiera, al menos
61 
Sal 30, 2-3; Canto de entrada del antiguo domingo de Quicuagésima y del
domingo 6º del tiempo ordinario actual.
62 
Cf. Gn 12, 2-3.
63 
Gn 26, 3.
64 
Cf. Gn 2,15
El Mensajero de la ternura divina – Libro II 157

como podía, apareció la bondad de Dios nuestro Salva-


dor y su amor al hombre, no por las obras de justicia,
que yo era indigna de merecer, sino según su inefable mi-
sericordia65, que me conforta y rehabilita con una rege-
neración adoptiva, por encima de mi extrema e indigní-
sima bajeza, para que llegara a aquella más profunda, su-
perceleste e inestimable unión contigo, verdaderamente
maravillosa y temible, digna de reverencia y adoración.
3. ¿Con qué méritos, Dios mío, he merecido es-
tas gracias, qué razones te lo exigieron? Sin duda el
amor “que ignora su propia dignidad, y es rico en
benignidad”66. “Este amor, repito, tan apasionado, que
no se atiene a razones, ni lo equilibra la sensatez”67, te
obligó, Dios mío amantísimo, como si estuviera ebrio,
me atreveré a decirlo, a unir cosas tan desemejantes. Se
puede decir de manera más apropiada que la innata y
connatural ternura de tu bondad, alcanzada por la dul-
zura de la caridad por la que no solo eres amante, sino
el mismo Amor68, que orientaste su natural flujo para la
salvación del género humano! Ella te impulsó a sacarme
a mí ínfima criatura, desprovista de méritos naturales y
gratuitos, despreciable por sus costumbres, desde lo más
bajo de mi vileza, para asociarme a tu regia, más aún,
divina dignidad; para que en todos los que viven aquí
abajo se acreciente más la confianza. Así lo espero y lo
deseo a todo cristiano por respeto a mi Señor, para que
nadie sea inferior a mí en la degradación de los dones de
Dios y en el escándalo [o mal ejemplo] del prójimo.
65 
Tt 3, 5.
66 
S. Bernardo, SC serm. 64, 10. Obras Completas, vol. V. BAC n. 481, p. 807
67 
Id, SC serm 9, 2. Ibd. p. 151..
68 
Cf. 1Jn 4, 16.
158 Santa Gertrudis de Helfta

4. Pero como las cosas invisibles de Dios pueden


mostrarse a la inteligencia a través de las obras crea-
das69, como ya señalé más arriba, apareció el Señor en
aquel lugar de su sagrado pecho en el que había recibi-
do mi alma el día de la Purificación, en forma de cera
fuertemente reblandecida por el fuego, que brotaba con
fuerza a manera de gotas de sudor, como si la sustancia
de dicha cera se hubiera disuelto completamente por la
intensidad del calor que había dentro [del pecho]. Aquel
divino gazofilacio70 absorbía aquella especie de gotas
con fuerza admirable, inefable, diré más, incomprensi-
ble, para que quedase patente qué imponente poder con-
centró un amor imposible de contenerse, allí donde ma-
nifestaba su capacidad, su grandeza, y su impenetrable
profundidad.
5. ¡Oh eterno solsticio, morada segura, lugar de
todo deleite, paraíso de eternas delicias71, donde brotan
arroyuelos de incalculables placeres, que hace brotar la
florida primavera con toda variedad de aromas, que ha-
laga con finísima armonía, o mejor, recrea con suavidad
de dulces melodías de músicas celestiales, embelesa
con el odorífero perfume de intensos aromas, embriaga
con fuerte dulzura de gustos íntimos, e inmoviliza en
sublime ternura los abrazos más íntimos!
¡Oh tres veces feliz, cuatro dichoso, y si es licito ha-
blar así, cientos de veces santo, aquel que, movido por la
gracia, mereció acercarse a ese lugar con manos inocen-
69 
Rm 1, 20.
70 
Cepillo en el templo de Jerusalén donde se recogían las limosnas, símbolo del
Corazón divino en este texto.
71 
Cf. Gn 2, 15.
El Mensajero de la ternura divina – Libro II 159

tes, puro corazón72 y labios limpios! ¡Oh, cómo podrá


contar lo que ve, lo que oye, lo que respira, lo que gusta,
lo que siente! ¿Por qué se esfuerza mi lengua impotente
en balbucir estas cosas que, aunque fui admitida a estos
favores por la divina benevolencia, endurecida sin em-
bargo por los propios vicios y negligencias, y envuelta
por todas partes en densa piel de cuero, no soy capaz de
entender algo semejante? Más aún, toda la ciencia de
los ángeles y de los hombres junta73 no sería capaz de
pronunciar una sola palabra que pudiera alcanzar lo más
mínimo de la sublime grandeza [de esta unión].

72 
Sal 23, 4
73 
Cf. 1Co 13, 1.
CAPÍTULO IX

Inseparable unión del alma con Dios

1. Poco tiempo después, hacia mediados de junio,


postrada en el lecho por una grave enfermedad, cierta
mañana estaba acostada sola mientras las demás herma-
nas se dedicaban cada una en sus ocupaciones. Se pre-
sentó el Señor, que no abandona a los que carecen de
consuelos humanos para cumplir las palabras proféti-
cas: Con él estaré en la tribulación74. Mostró como flu-
yendo de su costado izquierdo, desde lo más profundo
de su santísimo Corazón un río de agua viva, brillante
y sólido como el cristal, que brotaba75 y cubría aquel
bendito pecho a manera de un collar dorado y purpúreo,
cuyos colores estaban entrelazados entre sí de forma va-
riada. Así las cosas, añadió el Señor: “La enfermedad
que ahora padeces ha santificado tu alma para que en
cualquier circunstancia que condesciendas con los de-
más por mi causa en pensamientos, palabras y obras, no
te alejes de mí más que lo que se te ha mostrado en este
río. Y como brilla este color dorado y purpúreo por su
transparencia cristalina, así la cooperación dorada de mi
divinidad y la paciencia purpurina de mi humanidad ha-
rán agradables a mis ojos todas tus acciones por la recta
intención.
74 
Sal 90, 15.
75 
Ap 22, 1.
El Mensajero de la ternura divina – Libro II 161

2. ¡Oh dignidad de este polvo insignificante que la


joya más noble de todas las noblezas celestiales esco-
gió del barro de la maleza para colocarla en sí misma!
¡Oh excelencia de esta humilde florecilla, a la que los
mismos rayos del sol atrajeron hacia sí desde lugares
pantanosos, para comunicarle su brillo! ¡Oh felicidad
de aquella dichosa y bendita alma a la que el Señor de
la majestad le concedió tanta dignidad que siendo todo-
poderoso al crearla y adornarla con su imagen y seme-
janza, dista sin embargo tanto de él como el creador de
la criatura! Por ello es mil veces dichosa por habérsele
concedido permanecer en ese estado, en el que yo ¡ay!,
temo no haber llegado ni siquiera un instante. Pero an-
helo vivamente que la divina clemencia me conceda el
don de una gracia especial por los méritos de aquellos a
quienes como espero, conservó durante tanto tiempo en
ese estado.
3. ¡Oh don sobre todo don76, poder saciarse con
tanta abundancia en aquella despensa de los perfumes
de la divinidad! ¡Embriagarse en aquella bodega llena
de deleitables placeres, donde el vino de la caridad brota
tan desbordante que no permite dar el más mínimo paso
hacia aquellos lugares donde se intuye pueda enfriarse
la intensidad de tanta fragancia! Es más, muchas veces
será necesario salir, bajo la guía de la caridad, para lle-
var consigo los eructos de tal embriaguez y poder distri-
buir los suaves perfumes de la desbordante dulzura de
la riqueza divina.
Tengo plena seguridad que tú, Señor Dios mío, pue-
des conceder este don a tus elegidos con el poder de tu
76 
Cf. Fil 2. 9.
162 Santa Gertrudis de Helfta

omnipotencia77, y no tengo la menor desconfianza que


me lo quieres conceder también a mí por tu amorosa
ternura. Pero, ¿cómo concedérmelo tú que conoces mi
indignidad? ¡No soy capaz de escudriñar tu insondable
sabiduría78! Glorifico y proclamo tu sabia y benevolente
Omnipotencia. Alabo y adoro tu omnipotente y benigna
Sabiduría. Bendigo y doy gracias, Dios mío, a tu pode-
rosa y sabia Bondad, porque todo lo que se me ha con-
cedido lo recibí siempre de tu generosidad desbordante
por encima de lo que merecía.

77 
Cf. Sb 3, 9.
78 
Cf. Si 1, 3.
CAPÍTULO X

Flujo divino. Obligada a escribir

1. Me parecía tan sin sentido publicar estos escri-


tos, que mi conciencia no me permitía aceptarlo, por
eso lo diferí hasta la fiesta de la Exaltación de la Santa
Cruz79. Ese mismo día decidí durante la misa dedicarme
a otras cosas. Pero tú, Señor, me hiciste cambiar de pa-
recer con estas palabras: “Has de saber que no saldrás
de la cárcel de tu cuerpo hasta que no pagues el último
céntimo que te queda”80.
Pensando que todos los dones anteriormente descri-
tos ya los había dedicado para provecho del prójimo, si
no por escrito al menos de palabra, el Señor me objetó
con las mismas palabras que había oído en la lectura
de Maitines: “Si el Señor hubiera dirigido su doctrina
solo a los de su tiempo, no habría más que palabras,
no escritos; pero se han escrito también para salvación
de muchos”. Y añadió: “Quiero tener en tus escritos un
testimonio incontestable de mi divina ternura para estos
tiempos. Me dispongo con ellos hacer bien a muchas
personas.
79 
El 14 de septiembre
80 
Cf. Mt 5, 26.
164 Santa Gertrudis de Helfta

2. Abrumada por tales palabras pensaba entre mí


qué difícil me iba a ser, por no decir imposible encontrar
la expresión y las palabras adecuadas para comunicar
lo que tantas veces había dicho, sin producir escándalo
al espíritu humano. Para vencer tal pusilanimidad me
pareció que el Señor derramaba copiosísima lluvia en
mi alma por la que yo, vil mujercilla, abrumada con su
impetuoso descenso, caí abatida como plantita reciente
y tierna, sin que pudiera servir de provecho alguno para
mi progreso, a excepción de algunas palabras muy im-
portantes que me fue imposible captar con mi natural
sentido.
Más abatida aún por ello, pregunté qué mensaje po-
drían comunicarme tales palabras. Con tu acostumbrada
y dulce ternura aliviaste, Dios mío, suavemente aquel
peso con las siguientes palabras que confortaron mi
alma: “Porque te parecía sin provecho tan desbordante
aguacero, te uniré a mi divino Corazón y me derramaré
tiernamente en ti, con suaves y dulces alternancias a la
medida de tu capacidad.
3. Confieso, Señor Dios mío81, que has cumplido
a la perfección tu certísima promesa. Cada día, en la
hora más conveniente de la mañana y durante cuatro
días seguidos me comunicaste aquellas palabras con
tal afluencia y suavidad, sin el más mínimo esfuerzo,
que incluso he podido escribir cosas desconocidas para
mí hasta entonces, como si las hubiera tenido graba-
das en la memoria desde hacía largo tiempo. Pero con
tal moderación, que una vez escrita la parte que corres-
pondía a cada día, aunque pusiera el esfuerzo de todos
81 
Cf. Oración Dios de los dones eternos, del Ritual de consagración de Vír-
genes
El Mensajero de la ternura divina – Libro II 165

mis sentidos, me era imposible añadir una sola palabra


de aquellas que al día siguiente afluían a mí con tan-
ta abundancia y sin la más mínima dificultad. De este
modo ordenabas y moderabas mi fogosidad como en-
seña la Escritura: No hay que entregarse de tal manera
a la acción que descuide aplicarse a la contemplación82.
De este modo te mostrabas en todo momento celoso de
mi salvación, para que pudiera dedicar tiempo a gozar
de los tiernos abrazos de Raquel sin verme privada de
la dichosa fecundidad de Lía.
Que tu amor lleno de sabiduría me conceda dedicar-
te ambas acciones para tu complacencia.

82 
Cf. Lc 10, 41.
CAPÍTULO XI

Osadía del tentador

1. ¡Cuántas veces en medio de estas cosas me hi-


ciste sentir de diversas maneras el gusto de tu saludable
presencia! ¡Con qué bendiciones de dulzura83 prevenías
de modo constante mi pequeñez en aquellos tres prime-
ros años, y mucho más especialmente al ser admitida a
participar en la recepción de tu bendito Cuerpo y San-
gre! Como en manera alguna puedo devolverte ni el uno
por mil84, me acojo a aquella eterna, inmensa e inmuta-
ble gratitud con la que tú, oh resplandeciente y siempre
serena Trinidad, de ti misma, por ti misma y en ti misma
queda suplida plenamente toda deuda, y adentrándome
ahora como sutil polvillo por medio de aquel que siendo
de mi naturaleza se sienta a tu derecha85, te ofrezco las
acciones de gracias que por él hiciste posibles en unión
con el Espíritu Santo por todos tus beneficios86, y espe-
cialmente porque mostraste mi necedad como evidente
ejemplo de cómo pervertía yo la pureza de tus dones.
2. En cierta ocasión mientras participaba en la
misa en la que iba a comulgar, por tu admirable con-
83 
Cf. Sal 20, 4.
84 
Cf. Job 9, 3.
85 
Communicantes de la I anáfora en la solemnidad de la Ascensión.
86 
Preces después de la comida.
El Mensajero de la ternura divina – Libro II 167

descendencia te sentía presente en mí, y empleaste la


siguiente semejanza para instruirme: como un sediento
me pediste te diera de beber87. No teniendo qué ofrecer-
te, me lamentaba de no haber podido extraer de ninguna
parte ni una gota de agua, a pesar de todos mis esfuer-
zos. Entonces me pareció que con tus propias manos me
ofrecías un cáliz de oro. Al tomarlo yo, se derritió al ins-
tante mi corazón en suave flujo, que estallaba con ímpe-
tu en un flujo de lágrimas en ebullición. Mientras tanto
se colocó junto a mi mano izquierda un ser despreciable
que ponía ocultamente en mi mano un objeto envene-
nado y amargo. Me incitaba ocultamente pero con gran
vehemencia a contaminar la bebida del cáliz con aquel
objeto. Luego se despertó en mí tal ímpetu de vanaglo-
ria, que manifestaba con luz meridiana con qué mentira
se ensañaba el antiguo enemigo para suscitar la envidia
de tus dones.
3. Gracias a tu fidelidad, gracias a tu protección,
Dios mío, verdadera y única divinidad, una y trina ver-
dad, trina y una deidad, que no permites seamos tenta-
dos por encima de nuestras fuerzas88; que a veces con-
cedes al enemigo poder tentarnos para ejercitar nuestro
progreso, y si ves que luchamos confiados en tu auxilio,
haces tuyo el combate que se ha levantado contra noso-
tros, para reservar para ti la lucha con tu desbordante ge-
nerosidad, y para nosotros la victoria, si nos adherimos
a ti con el asentimiento de nuestra voluntad. Tu gracia
nos conserva sobre todo cuando se trata de tus dones,
para crecimiento de los méritos; no permites al enemigo
87 
Cf. Jn 4, 7.
88 
Cf. 1Co 10,13.
168 Santa Gertrudis de Helfta

arrebatarnos el libre albedrío que tú no quieres quitar-


nos de ninguna manera.
4. En otra ocasión me enseñaste con otra semejan-
za que cuanto más fácilmente se consiente al enemigo,
más atrevido se muestra éste. La belleza de tu justicia
exige a veces ocultar de alguna manera el poder de tu
misericordia, cuando los peligros de nuestra negligen-
cia nos ponen en mayor riesgo de caer. Por eso, cuanto
más pronto resistimos al maligno, mayor es la ventaja,
el provecho y la felicidad.
CAPÍTULO XII

Dios soporta con benigna paciencia


nuestras faltas

1. Como ya he dicho, te doy también gracias por


otro ejemplo no menos útil y saludable con el que me
enseñaste tu amorosa paciencia en soportar nuestras fal-
tas para que, ya corregidos, hacernos felices.
2. Cierta tarde tuve un arrebato de ira. A la maña-
na siguiente antes de amanecer tuve un momento opor-
tuno para orar. Te presentaste ante mí en forma de un
pordiosero que por el aspecto pensaba que carecías de
fuerzas y de todo recurso humano. Entonces comenzó a
remorderme la conciencia por la falta del día anterior.
La lamentaba y pensaba dentro de mí lo indigno que era
turbarte a ti, autor de la suma pureza y de la paz, con los
incentivos de una viciosa conmoción. Juzgué entonces
y deliberé que lo mejor sería que te alejaras de mi alma
en lugar de estar presente: al menos en los momentos
que me mostraba perezosa en rechazar al enemigo cuan-
do me incitaba a cosas tan contrarias a ti.
Con relación a estas cosas recibí la siguiente res-
puesta tuya: “¿Cómo consolar al enfermo que mereció
ser llevado por otros para gozar de los benéficos rayos
del sol y se levanta repentina una tempestad, sino dán-
dole la esperanza de volver al anterior estado de sereni-
170 Santa Gertrudis de Helfta

dad? De igual modo yo al elegir mi morada en ti, ven-


cido por tu amor, entre todas las tormentas de los vicios
que te inundan, intento alcanzar la serenidad de tu en-
mienda y el puerto de la humildad.
3. Como no soy capaz de expresar con la lengua
aquel don tan desbordante que me otorgaste en esa ma-
nifestación mediante tu gracia permanente, te ruego lo
realice el afecto de mi corazón, y desde lo profundo de
la humildad a la que ahora me conduce la condescen-
dencia de tu amor, me enseñes a dirigir el efecto de gra-
titud hacia el afecto de tu ternura.
CAPÍTULO XIII

La guarda de los afectos

1. Confieso una vez más por tu ternura, Dios be-


nignísimo, que recurristeis a otro medio para sacudir mi
inercia. Comenzaste tomando como instrumento otra
persona y consumaste la obra por ti mismo con tanta
misericordia como benignidad. Al proponerme esta per-
sona que según el relato evangélico los primeros que te
encontraron recién nacido fueron los pastores, añadió
para mí estas palabras trasmitidas a ella por ti: “Si ver-
daderamente quería encontrarte debía vigilar con dili-
gencia sobre mis sentidos como los pastores sobre sus
rebaños”89. No acepté el consejo con agrado, lo consi-
deraba desacertado para mí, pues sabía que tú habías to-
cado mi espíritu con tu amor de manera bien distinta y
no que te sirviera como el pastor mercenario a su dueño.
Le daba vueltas a esto en mi interior desde la mañana
hasta el atardecer con el espíritu abatido. Al recogerme
después de Completas en el lugar de la oración alivias-
te mi tristeza con esta sugerencia. Si a veces la esposa
alimenta a los halcones de su esposo, no por ello pierde
sus caricias; de la misma manera tampoco yo sería in-
fiel a la ternura de tu gracia, si por tu amor trabajara con
denuedo hasta sudar en la vigilancia de mis deseos y de
89 
Cf. Lc 2, 18. 26.
172 Santa Gertrudis de Helfta

mis sentidos. Para demostrarlo me concediste el espíri-


tu de temor bajo la figura de una rama verde por la que,
sin apartarme un instante de los apretones de tus abra-
zos, pudiera caminar por regiones desiertas en las que
suelen desviarse las pasiones humanas. Y añadiste que
si se infiltrara en mi espíritu cualquier seducción que
intentara atraer alguno de mis afectos hacia la derecha,
como el gozo y la esperanza; o hacia la izquierda, como
el temor, el dolor o la ira, amenazase al instante aquella
seducción con la vara de tu temor, y trasformada por el
ejercicio de los sentidos en fuego del corazón, te la sir-
viera como cervatillo recién nacido en un banquete.
Pero cuantas veces por instigación maligna, al pre-
sentarse la ocasión tomaba de nuevo por ligereza o por
impulso pasional, en palabras u obras, aquello que antes
te había ofrecido, me parecía arrebatarlo de tus dientes
y entregarlo a tu enemigo. Tú, sin embargo, me mira-
bas con tan delicada serenidad, que parecías no haber-
te enterado de mi engaño, antes bien lo considerabas
como una muestra de mi ternura hacia ti. Obrando así
movías muchas veces mi espíritu con tanta dulzura y
tierna conmoción, que me parecía no habías conseguido
tanto amor cuando me aterrorizabas con amenazas para
que me corrigiera, y en adelante fuera más cautelosa.
CAPÍTULO XIV

Utilidad de la compasión

1. En cierta ocasión antes de cuaresma, el domin-


go que se canta de entrada Sé para mí,90 me diste a en-
tender con las palabras de este canto que pedías la mo-
rada de mi corazón para descansar en él tras haber sido
atormentado y perseguido por la multitud. Cada vez que
los tres días siguientes entraba en mi corazón, te veía re-
posar en mi pecho como enfermo agotado. Durante esos
tres días nada encontraba que pudiera ofrecerte mejor
alimento que entregarme por tu amor a la oración, al si-
lencio, a la mortificación por la conversión de las perso-
nas mundanas.

90 
Antiguo domingo de Quincuagésima y actual domingo 6º del tiempo ordi-
nario.
CAPÍTULO XV

Agradecimiento por los dones de Dios

1. Con la gracia de tu piedad que iluminaba mi


mente me revelaste muchas veces que el alma, mien-
tras permanece en el cuerpo de la fragilidad humana,
se encuentra oscurecida como en una habitación estre-
cha, en la que recibiera por todas partes: de arriba, de
abajo, de los lados, una neblina que emanaba de dicha
habitación como el vapor de una olla hirviendo. Y otra
vez: cuando el cuerpo sufre por algún dolor, el alma
recibe del miembro dolorido como una brisa inundada
del resplandor del sol por el que es maravillosamente
iluminada. Si el dolor se extiende o agrava, mayor luz
purificadora ofrecen al alma. La aflicción, el ejercicio
del corazón por la humildad, la paciencia y otras con-
trariedades acrecientan tanto más la pureza del alma
cuanto más cerca, eficaz y saludablemente la afectan.
Pero sobre todo, se hace mansa y radiante con las obras
de caridad.
2. ¡Gracias, Amigo de los hombres, porque algu-
nas veces me ejercitaste de este modo en la paciencia!
Pero, ¡ay, y mil veces ay, por lo poco y rara vez que fui
dócil a tu acción! Es más, nada; como en justicia debía
haber correspondido. Tú sabes, Dios mío, que quiero
suplir de alguna manera ante ti mis faltas con este dolor,
El Mensajero de la ternura divina – Libro II 175

confusión, abatimiento de espíritu y anhelo de mi cora-


zón91.
En otra ocasión que me preparaba para comulgar en
la misa, te derramaste más generosamente en mí. Yo in-
tentaba saber cómo podría corresponder, al menos en
parte, a tu reiterada condescendencia. Tú, maestro sa-
pientísimo, me propusiste lo del Apóstol: Deseaba ser
un réprobo por mis hermanos92. Como sabía hasta este
momento, instruida por ti, que el alma tiene su morada
en el corazón, me mostraste ahora que también mora en
el cerebro, como lo reconocí más tarde por testimonio
de la Escritura, aunque antes lo ignoraba. También me
enseñaste ser gran cosa que el alma dejara la dulzura de
la fruición del corazón por tu amor, para vigilar la guar-
da de los sentidos corporales y trabajar en obras de cari-
dad para salvación del prójimo.

91 
Cf. Sal 37, 10.
92 
Rm 9, 3.
CALÍTULO XVI

Maravillosas revelaciones
en la fiesta del Nacimiento del Señor y
Purificación de la bienaventurada Virgen María

1. El día santísimo de tu Nacimiento te tomé, tier-


no niño, del pesebre donde estabas envuelto en paña-
les93, impreso en lo más hondo de mi ser “para formar
con todas las limitaciones de tu infancia un hacecillo de
mirra para mí, llevarlo entre mis pechos”94 y ofrecerte
allí el racimo de la divina dulzura 95 estrujado en el fon-
do de mi corazón. Mientras pensaba que nunca podría
recibir gracia mayor, tú que con frecuencia, a un don
prometido haces suceder otro mayor, te dignaste variar
de este modo en mi favor la desbordante afluencia de tu
gracia saludable.
2. El año siguiente, el mismo día durante el canto
de la misa El Señor me dijo96, te tomé del regazo virgi-
nal de tu Madre bajo la imagen de un tierno y delicadí-
simo niñito. Al llevarte durante algún tiempo sobre el
pecho me pareció cooperar a esta gracia recibida, con
la compasión que tuve antes de esta fiesta al acompañar
93 
Lc 2, 8.
94 
Ct 1, 13. Cf. S. Bernardo SC, Ser. 43, 3.
95 
Ct 1, 14.
96 
Canto de entrada de la misa de medianoche el día de Navidad.
El Mensajero de la ternura divina – Libro II 177

con mis oraciones a una persona afligida. Confieso, sin


embargo, ¡oh dolor!, que al recibir este don no lo guardé
con la devoción que se merecía. Ignoro si esto fue de-
bido a una permisión de tu justicia o a mi negligencia.
No obstante, espero lo dispusiera así tu justicia con la
cooperación de tu misericordia, para que así apareciera
más clara a mis ojos la propia indignidad, o para temer
que hubiera cometido alguna negligencia en rechazar
con solicitud los pensamientos inútiles. Pero, ¿cuál fue
la causa de que esto sucediera? Responde tú por mí,97
Señor Dios mío.
Aunque concentré mis esfuerzos para acogerte con
amorosa ternura, fue muy poco lo que adelanté, has-
ta que me moví a orar para que fueran purificadas las
almas de los pecadores o cuantos estuvieran afligidos.
Pronto sentí el efecto de aquellas oraciones. Especial-
mente una tarde, al anteponer el recuerdo de las almas,
como antes anteponía el de mis familiares en la oración:
Oh Dios que nos mandaste honrar padre y madre, etc.
En adelante antepondría a tus amigos con la oración:
Dios omnipotente y eterno, que nunca dejas sin espe-
ranza, etc. Me pareció que esto era más de tu agrado.
Me parecía también que gozabas dulcemente cuan-
do al cantar ponía todas mis energías en cantar las notas
con la intención puesta en ti, como el que al cantar no
se siente seguro, y mira al libro con el máximo interés.
Pero, ¡cuántas veces era descuidada en estas y otras mu-
chas cosas que sabía eran de tu agrado! Te lo confie-
so, Padre lleno de bondad, por la amargura de la pasión
de tu inocentísimo Hijo Jesucristo, en el que habías de-
97 
Cf. Is 38, 14. Job 9, 15.
178 Santa Gertrudis de Helfta

terminado complacerte cuando dijiste: Este es mi Hijo


amado en quien me he complacido98. Por medio de él
expreso mi propósito de enmienda para que sean por él
suplidas todas mis negligencias.
3. Cuando el día de la santísima Purificación se ce-
lebraba aquella Procesión en la que tú, salvación y re-
dención nuestra, elegiste ser llevado al templo con las
ofrendas del sacrificio, durante la antífona: Cuando en-
traban, tu virginal Madre me pidió que le devolviera el
hijito amado de su seno, puso el rostro severo como si no
le hubiera gustado mi comportamiento contigo, que eres
el honor y la gloria de su inmaculada virginidad99. Yo re-
cordaba la gracia que me concediste para la reconcilia-
ción de los pecadores y esperanza de los desesperados, y
prorrumpí en estas palabras: “Oh Madre de la bondad, se
te ha concedido la fuente de la misericordia en tu Hijo, a
fin de que la alcances para todos los que la necesitan, y
tu caridad abundante cubra la multitud de nuestras faltas
y pecados”100. Mientras yo decía esto ofreció ella bon-
dadosa un rostro sereno y tranquilo, para probar que si
se me había mostrado severa por exigirlo así mis faltas,
estaba repleta al máximo de entrañas de caridad, y pene-
trada hasta la médula de la dulzura de la divina caridad.
Esto quedó patente cuando a unas pocas palabritas des-
apareció aquella severidad, y afloró con toda naturalidad
la dulce serenidad que le era congénita. Que esta abun-
dante ternura de tu Madre sea ante tu misericordia la me-
diadora101 agraciada por todas mis faltas.
98 
Mt 17, 5.
99 
Cf. Ritual de Consagración de Vírgenes, Prefacio.
100 
Cf. 1Pe 4, 8.
101 
Cf. San Bernardo, Ser. 2 Adv. 5.
El Mensajero de la ternura divina – Libro II 179

4. Finalmente quedó más evidente que la luz del


día, que no puedes contener la desbordante afluencia de
tu dulzura cuando, al año siguiente durante la misma
santísima fiesta [de tu nacimiento], me enriqueciste con
un don más precioso, aunque no diferente, como si lo
hubiera merecido de ti por la gran diligencia de mi de-
voción en el año anterior; pero lo que verdaderamente
merecí no era el don siguiente que me otorgaste, sino el
castigo por haber perdido el don precedente.
Mientras se leía el Evangelio: Dio a luz a su Hijo
primogénito, etc.102, tu Madre inmaculada con sus in-
maculadas manos me entregó a ti, niño virginal, infan-
tillo amable que intentabas con todo esfuerzo conseguir
mis abrazos. Yo, por desgracia indignísima, te acogí
tierno niño, que estrechabas mi cuello con tus bracitos.
Tu boca exhalaba el suave aliento de tu dulce Espíritu
que experimenté como alimento vivificante para mí. Por
ello, Señor Dios mío, con razón te bendice mi alma y
todo lo que hay en mí a tu santo nombre103.
5. Cuando tu santísima Madre se afanaba por en-
volverte en los pañales de la niñez, le rogaba que me en-
volviera a mí juntamente contigo, para que no me sepa-
rara de ti ni siquiera la tenue finura del pañal, ya que tus
abrazos y besos superan en dulzura a la miel104. Enton-
ces parecías estar envuelto en la blanquísima sábana de
la inocencia y fajado con la correa blanda de la caridad.
Así deseaba ser envuelta y fajada contigo. Pero necesi-
taba ejercitarme más en la total pureza de corazón y en
las obras de caridad.
102 
Lc 2, 7.
103 
Sal 102, 3.
104 
Himno el Oficio del Santo Nombre de Jesús.
180 Santa Gertrudis de Helfta

6. Gracias te sean dadas creador de los astros105,


que vistes de luz a las luminarias celestes, y de multi-
colores a las flores de la primavera, que aunque no ne-
cesitas mis bienes106, sin embargo, después de estas co-
sas, me pediste para instrucción mía el día santo de la
Purificación, que te vistiera a ti, niño, antes de ser in-
troducido en el templo, y del oculto tesoro de tu divina
inspiración me enseñaste cómo debía realizarlo. Debía
intentar con todas las fuerzas que soy capaz exaltar la
inocencia inmaculada de tu purísima humanidad con tan
total y fiel devoción, que si pudiera poseer en mi propia
persona toda la gloria, la entregaría gustosísimamente
y con todo reconocimiento a tu benignísima inocencia,
para hacerte más digno de alabanza por esa inocencia.
Por esta intención mía me pareció que tú, cuya omnipo-
tencia llama a lo que no existe como a lo que existe107
eras vestido con blanca vestidura como la de un recién
nacido.
Con la misma devoción reflexioné sobre el abismo
de tu humildad y me parecía verte vestido con túnica
verde como señal de que la flor de tu gracia siempre está
lozana y nunca se marchita en el valle de la humildad.
Mientras recordaba el incentivo que te movió a crear
todas las cosas, te vi de nuevo envuelto en la forma di-
cha, con un manto de púrpura, para demostrar que el
verdadero manto real es la caridad sin la cual nadie en-
tra en el reino de los cielos108. Al recordar estas mismas
virtudes según mi capacidad en tu gloriosa Madre, me
105 
Himno Creador de los astros, luz eterna, de las vísperas de Adviento
106 
Sal 15, 2.
107 
Rm 4, 17.
108 
Cf. Mt 22.
El Mensajero de la ternura divina – Libro II 181

pareció verla vestir esas mismas vestiduras. Como esta


bienaventurada Virgen, que florece como rosa sin espi-
nas109 y blanco lirio inmaculado, contiene y desborda las
flores de todo género de virtudes, que sea ella la que en-
riquezca nuestra pobreza, y le pedimos que sea nuestra
permanente mediadora.

109 
Cf. Secuencia: Ave María.
CAPÍTULO XVII

Condescendencia divina

1. Cierto día después de lavarme las manos para ir


en comunidad al refectorio, estaba allí de pie y observa-
ba la claridad del sol en todo su esplendor. Ansiosa pen-
saba para mis adentros: “Si el Señor que creó este sol,
del que se ha dicho que el sol y la luna admiran su be-
lleza110, que es fuego devorador111, estuviera realmente
en mí, como él se me manifiesta con frecuencia, ¿cómo
puede ser posible que viva yo entre los hombres con
el corazón tan frío y de manera tan inhumana e inclu-
so cruel?” He aquí que súbitamente tú, cuyo hablar es
siempre dulce112, te me mostraste tanto más dulce cuan-
to más te necesitaba la inestabilidad de mi corazón, y
me dijiste: “¿Cómo se enaltecería mi omnipotencia si
en cualquier lugar donde esté no me dominara para con-
tenerme a mí mismo, y sentir o mostrarme como opor-
tunísimamente conviene, según el lugar, el tiempo o la
persona? Desde el comienzo de la creación del cielo y
de la tierra, en toda la obra de la redención, he usado
más la sabiduría del amor que el poder de la majestad.
Esta benignidad de la sabiduría se muestra a plena luz
cuando aguanto a los pecadores hasta llevarlos, median-
te la libertad de la voluntad –el libre albedrío–, al cami-
no de la perfección”.
110 
Oficio de santa Inés
111 
Dt 4, 24.
112 
Ct 4, 3.
CAPÍTULO XVIII

Instrucción paternal

1. Al acercarme a la santa comunión cierto día de


fiesta, contemplé a muchas personas que se habían en-
comendado a mis oraciones. Yo, impedida por una en-
fermedad corporal, y lo que más temo, rechazada por
mi indignidad, recordaba, Dios mío, tus muchos bene-
ficios. Comencé a temer entonces que el susurro de la
vanagloria pudiera secar en mí los efluvios [que recibía]
de tu divina gracia, y deseaba que me infundieras algún
conocimiento para inmunizarme en el futuro.
Entonces fui de tal manera instruida por tu paternal
ternura, que tu afecto para conmigo me parecía el de un
padre de familia que se goza por la dicha de verse ro-
deado de muchos hijos, a los que también alaban la nu-
merosa multitud de criados y vecinos, entre los cuales
hay un jovencito que no ha llegado aún a la elegancia de
los otros. Compadecido de éste con paternal afecto, le
estrechaba con más frecuencia en su regazo y le mostra-
ba su ternura con preferencia a los demás con palabras
y caricias.
Añadiste además, que si por ello yo llegase a cierta
convicción de sentirme más imperfecta que los demás,
nunca dejaría de fluir en mi alma el torrente113 de tu me-
liflua divinidad.

113 
Cf. Sal 35, 9.
184 Santa Gertrudis de Helfta

2. Te doy gracias, mi amantísimo Dios, amigo de


los hombres114, por la mutua gratitud en la Trinidad, dig-
na siempre de veneración y adoración, por este y por
otros muchos testimonios con los que tú, el mejor de los
maestros, instruiste multitud de veces mi necedad. Te
presento mi dolor unido a la pasión de Jesucristo, y te
ofrezco sus sufrimientos y lágrimas por todas mis negli-
gencias con las que apagué en mí la efusión de tu santo
Espíritu115. Te pido en unión con la eficacísima oración
de tu mismo Hijo amado y con la fuerza del Espíritu
Santo, la enmienda de todos mis pecados y la suplen-
cia de todas mis faltas. Dígnate concedérmelo por aquel
amor que te contuvo, cuando el único116 amantísimo de
tu paternal amor era contado117 entre los malhechores.

114 
Secuencia Mittit ad Virginem.
115 
Sb 12, 1.
116 
Cf. Mt 3, 17,
117 
Is 53, 12; Resp. del Sábado Santo.
CAPÍTULO XIX

Alabanza a la divina condescendencia

1. Doy gracias, oh Dios amantísimo, a tu miseri-


cordiosa bondad y a tu benignidad misericordiosa por-
que me has manifestado el testimonio de tu condescen-
diente ternura, por haber fortalecido mi alma inestable
y vacilante cuando, según costumbre, te pedía con im-
portuno deseo verme libre de la cárcel de esta carne mi-
serable118, no para no sentir más mis miserias, sino para
que tu bondad se librara de la deuda que contrajo el ve-
hemente amor de tu propia divinidad de librarme para
la salvación de mi alma. No es que tú, omnipotencia di-
vina y sabiduría eterna, te vieras obligado a ella por al-
guna necesidad. Fue el desbordamiento de tu generosa
ternura el que te inclinó hacia mí, indignísima e ingrata.
Parecía como si tú, gozo y corona119 de la gloria del
cielo, descendieses hacia mí del imperial solio de tu ma-
jestad por un movimiento tiernísimo y lleno de manse-
dumbre. Derramabas ese abajamiento como el fluir de
un licor dulcísimo que se difundía por todo el cielo. Ha-
cia él se inclinaban alegres cada uno de los santos, be-
118 
Cf. Rm 7,24
119 
1Ts 2, 19.
186 Santa Gertrudis de Helfta

bían con gozosa fruición del néctar de aquel torrente120,


y prorrumpían en sonoras melodías de alabanza divina.
En medio de estas alabanzas escuché tu voz que me
decía: “Considera atentamente con cuánta dulzura llega
esta alabanza a los oídos de mi divina majestad y pene-
tra hasta tocar derritiéndolo, lo más íntimo de mi amo-
roso corazón para que en adelante no desees la disolu-
ción de esta carne en la que te concedo ahora el don de
mi ternura gratuita. Porque cuanto más indigno es aquel
hacia quien me inclino, mayor es el honor que justa-
mente me tributa toda criatura”.
2. Me concediste esta consolación cuando me
acercaba para recibir tus vivificantes sacramentos, hacia
los que como es natural dirigía mi atención. Añadiste
además la referida revelación para hacerme comprender
con qué preparación e intención hay que acercarse a la
sacratísima comunión de tu Cuerpo y de tu Sangre, has-
ta estar dispuesto por amor a ella a despreciar el amor
a tu gloria y recibir en este sacramento su mayor con-
dena121, para que así únicamente brillara más tu divina
ternura al no haber tenido por indigno darse en la comu-
nión a un ser tan indigno.
Cuando propuse mi excusa a esto en favor de quien
al creerse indigno de comulgar se abstenía, para no in-
ferir temerariamente irreverencia al sacramento, me res-
pondiste con estas palabras: “Nadie que se acerque a
comulgar con esa intención puede hacerlo de manera
irreverente”. Sea por todo ello a ti gloria y alabanza por
los infinitos siglos de los siglos.
120 
Sal 35, 9.
121 
1Co 11, 29.
CAPÍTULO XX

Especiales privilegios que Dios le concedió

1. Que mi corazón y mi alma con toda la sustancia


de mi carne, con todas mis fuerzas y con los sentidos
de mi cuerpo y de mi espíritu, con todas las criaturas
del universo te rindan alabanzas y acciones de gracias
a ti, dulcísimo Dios, amante fidelísimo de la salvación
humana,122 por tu generosa misericordia que en su ter-
nura no estimó suficiente disimular me acercara tantas
veces sin parecerme irreverente al excelentísimo ban-
quete de tu santísimo cuerpo y sangre. El abismal des-
bordamiento de tu generosidad hacia mí, el más vil e
inútil de todos tus instrumentos, se ha dignado añadir
brillo a tus dones al darme la certeza de tu gracia por
la que todo el que desea acercarse a tu sacramento, y
por temor se retrae con inseguridad, si guiado por la hu-
mildad busca ser animado por mí, que soy la última de
tus siervas, tu incontenible ternura le juzga por esta su
humildad, digno de tan gran sacramento, y lo recibirá
como fruto de su salvación eterna. Añadiste que, si se-
gún tu justicia no se le podría considerar digno de acer-
carse, nunca permitirías que se humillara para pedir mi
consejo.
122 
Cf. Oración Oh Dios, que concedes el perdón.
188 Santa Gertrudis de Helfta

¡Oh Dominador excelso que moras en las alturas y


miras las cosas pequeñas!123 ¿Cuál era el designio de
tu divina condescendencia al ver tantas veces acercar-
me a comulgar indignamente y merecer la condena que
tu justicia tenía en suspenso, porque querías que otros
fueran dignos con la virtud de la humildad, aunque lo
hubieras hecho mucho mejor sin mí? Pero tu bondad
tenía en cuenta mi pobreza, y quiso realizar esto por mi
mediación. De este modo podía comulgar yo, debido a
los méritos de aquellos que siguiendo mis consejos se
alimentaban con el fruto de la salvación.
2. ¡Ay, Dios de bondad! Como mi miseria tenía
necesidad de esto, tu compasión no se conformó con
un solo remedio. Por eso, primero me garantizaste a mí
indignísima, que si alguien con corazón arrepentido y
espíritu humilde124 me declaraba dolorido su falta, y yo
lo consideraba en mis consejos más o menos grave, tú,
Dios misericordioso, lo juzgarías culpable o inocente. Y
esa persona, por tu gracia tendría desde ese momento la
convicción de no verse nunca en grave peligro de caer
en el mismo defecto como lo había sentido antes. De
este modo, en segundo lugar te mostraste también solí-
cito por mi misérrima indigencia que ha sido tan negli-
gente durante toda mi vida y, por desgracia, nunca do-
miné el más mínimo defecto como debía hacerlo. Que
merezca al menos participar en la victoria de los demás.
Pero tú, mi buen Dios, te has dignado servirte de mí
como tu vilísimo instrumento, para comunicar a otros
123 
Cf. Sal 112, 5-6.
124 
Cf. Dn 3,39; oración secreta del sacerdote después de hacer la presentación
de ofrendas.
El Mensajero de la ternura divina – Libro II 189

amigos tuyos, más dignos que yo, por medio de mis pa-
labras, la gracia de la victoria.
3. En tercer lugar, la abundante generosidad de tu
gracia ha enriquecido la pobreza de mis méritos con tal
certeza, que a todo el que yo prometiere algún beneficio
o el perdón de algún pecado confiando en la divina pie-
dad, tu benigno amor se ha comprometido a mantenerlo
tan firme según mis palabras, como si verdaderamente
lo hubieras jurado con las benditas palabras de tu boca.
La certeza es tal que añadiste, si les parecía que gracia
tan saludable se retrasaba más de lo esperado, que de-
bían exponerte con insistencia que yo les había prome-
tido de tu parte la salvación. De este modo atenderías
también mi salvación según las palabras evangélicas:
Con la medida que midáis seréis medidos125. Pero como
por desgracia no ceso de caer muchas veces en pecados
aún mayores, tendrías ocasión para juzgar mis culpas
con mayor benignidad.
4. En cuarto lugar añadiste que yo debería hacer
el bien. Me diste la certeza de que cualquiera que con
humilde y devota intención se encomendase a mis ora-
ciones, alcanzaría todo el fruto que esperaba poder con-
seguir por la oración de alguien. También en esto tengo
en cuenta mi desidia, porque al fallar tantas veces en
mis oraciones tanto obligatorias como gratuitas por la
Iglesia, de cuyo fruto yo misma podría aprovecharme,
según aquello: “Tu oración volverá a tu interior126, y de
los frutos de tus elegidos a los que haces el bien a través
125 
Lc 6, 38.
126 
Sal 34, 13.
190 Santa Gertrudis de Helfta

de mis súplicas aunque indignísima, me harás participar


de alguna porción de tu suplencia.
5. Quinto, tampoco dejaste en segundo lugar el
crecimiento de la salvación que me concediste como
don especial, para que todo el que con buena voluntad,
recta intención y humilde confianza, fuera conmovido
por mis palabras para provecho de su alma, nunca se
apartará de mí sin haber experimentado edificación o
consolación espiritual. Esto mismo convenía también
muy oportunamente a mi indigencia, porque muchas
veces por desgracia, el talento de la facilidad de pala-
bra que tu generosidad ha concedido a mi indignidad, lo
he derramado en palabras inútiles como vagando por el
mundo. Que al menos pueda recoger de las reservas de
otros algún pequeño fruto para mi provecho espiritual
6. En sexto lugar, tu generosidad, Dios benigno,
me añadió un don del todo necesario al garantizarme
que quien con ferviente caridad rezase por mí, la criatu-
ra más vil de todas las criaturas de Dios, o se ejercitase
en obras buenas y ofreciera oraciones para enmienda de
los pecados e inadvertencias de mi juventud127, de mi
malicia y perversidad 128, será recompensado con el pre-
mio de no salir de este mundo antes que se le conceda
la gracia de una vida tan grata que puedas encontrar en
su alma especial fruición de tu intimidad. Todo esto por
tu paternal benignidad y mi gran necesidad, pues no ig-
noras cuánta y cuán grande necesidad tengo de enmien-
da por mis innumerables pecados y negligencias. Pero
como tu amante misericordia no puede permitir que yo
127 
Cf. Sal 24, 7.
128 
1Co 5, 8.
El Mensajero de la ternura divina – Libro II 191

perezca, ni el esplendor de tu justicia puede consentir


que me salve al haber sido tan descuidada, vuestra pro-
videncia quiso para mí que al participar en los dones de
muchos, estos revertieran en beneficio de cada uno.
7. Por tu desbordante generosidad, Dios benigno,
añadiste: si alguno después de mi muerte recuerda que
debido a mi pobreza, tu ternura se inclinó con tanta bon-
dad hacia mi vida, y debido a ello desea encomendarse a
mis oraciones aunque indignas, tú lo escucharás con la
misma bondad que escuchas las plegarias de todo el que
desea acudir a ti, si en reparación de sus negligencias te
da gracias con humilde devoción, de manera especial
por cinco beneficios:
8. 1º. Por el amor con que me preeligió tu gratuita
ternura desde toda la eternidad. Este, lo confieso since-
ramente, es en verdad, el don más gratuito de todos los
demás dones gratuitos, ya que no ignoras la serie de mi
perversa vida, en particular la malicia, necedad y el vi-
cio de mi ingratitud, hasta el punto de merecer con ra-
zón ser tratada como los paganos, y haberme negado la
belleza de ser criatura racional. Pero tu piedad que su-
pera infinitamente mi maldad, me eligió con preferencia
a los demás cristianos para marcarme con la vida consa-
grada [la vida monástica].
9. 2º. Por haberme atraído hacia ti para salvarme.
Confieso que esto se debe con toda verdad a tu natural
mansedumbre y benignidad, para atraer hacia ti con dul-
císima ternura mi indomable corazón, que había mere-
cido ser sujetado con cadenas de hierro. Así reposarás
en mí para hacerme consorte de tu mansedumbre, y uni-
do a mí, gozar de total fruición.
192 Santa Gertrudis de Helfta

10. 3º. Porque me uniste íntimamente a ti. Debo


atribuir esto justamente a la desbordante superfluencia
de tu generosidad. Como si no fuera suficiente el núme-
ro de todos los justos para recibir tu excesiva ternura, te
dignaste llamarme a mí, la última en merecimientos, no
para justificar tu habilidad al hacerme la más ingeniosa,
sino para que brillara más claramente en la que menos
habilidades tiene, el milagro de tu condescendencia.
11. 4º. Por tu gozosa fruición en mí. Y esto, por de-
cirlo de alguna manera, sólo puedo atribuirlo a la locura
de tu amor. No te has desdeñado afirmar con tus pala-
bras que tu gozosa fruición consiste en que tu omnipo-
tente sabiduría se goza de cómo es posible en ocasiones
juntar de modo tan increíble, lo que es tan desemejante
y absolutamente desproporcionado.
12. 5º. Porque te has dignado consumarme feliz-
mente en ti. Espero humilde y fielmente este beneficio
de la dulcísima ternura de tu benignísimo amor, que me
aceptará, aunque indignísima, según la fiel promesa de
tu verdad. Lo abrazo agradecida con segurísima cari-
dad, no por mis méritos que son nulos, sino por la sola
clemencia de tu misericordia. ¡Oh mi sumo, aún más,
único, todo, verdadero y eternal Bien!129
13. Como cada uno de estos beneficios proceden de
tan extraordinaria condescendencia, totalmente indebi-
dos a mi pequeñez, es imposible que sean suficientes las
acciones de gracias que yo te tribute. También en esto
viniste en ayuda de mi indigencia, cuando movías a los
demás con atractivas promesas a darte gracias. Sus mé-
ritos pueden cumplir y suplir mis carencias. Por todo
129 
Cf. San Agustín, Confesiones, 2, 6.
El Mensajero de la ternura divina – Libro II 193

ello sea condigna alabanza y acción de gracias a tu con-


descendencia, por todas las criaturas del cielo, de la tie-
rra y de los abismos130
14. A todo esto, Dios mío, la inabarcable virtud de tu
caridad añadió confirmar benignísimamente con un pac-
to los dones recordados antes. En efecto, al recordarlos
cierto día y comparar tu ternura con mi impiedad en la
que abundo demasiado, fui llevada a suponer que tú no
habías confirmado [el pacto], cogidos de la mano, como
hacen los que se prometen alguna cosa. Tu envolvente
ternura prometió satisfacer con bondad estas objeciones
cuando dijiste: “Déjate de reproches, acércate y recibe la
confirmación de mi pacto”. Al instante te contempló mi
pequeñez como si abrieras de par en par con las dos ma-
nos aquella arca de tu divina fidelidad e infalible verdad,
a saber, tu deífico Corazón, y mandarme a mí, deprava-
da, que como los judíos buscaba un signo131, metiera mi
derecha, y con ella ya dentro, cerraste la apertura y me
dijiste: “Mira, te prometo guardar íntegramente los do-
nes que te he concedido hasta tal punto que, si por algún
tiempo te privara de su efecto por designios de mi pro-
videncia, me obligo a devolvértelos después triplicados
en nombre de la Omnipotencia, la Sabiduría y la Benig-
nidad de la santa Trinidad en cuyo seno yo, verdadero
Dios, vivo y reino por siglos eternos”.
15. Al retirar mi mano después de estas palabras de
tu dulcísima ternura, aparecieron en ella siete círculos
de oro a manera de siete anillos, uno en cada dedo y tres
en el dedo anular, como fiel testimonio de quedar con-
130 
Cf. Flp 2, 10.
131 
Cf. Mt 12, 38.
194 Santa Gertrudis de Helfta

firmados los siete privilegios de los que se ha hablado


antes. A todo esto, el desbordamiento de tu ternura aña-
dió las siguientes palabras: “Cuantas veces al reconocer
tu indignidad, te confiesas inmerecedora de mis dones
y confías a pesar de ello en mi bondad, otras tantas me
ofreces el debido tributo por mis bienes.
16. ¡Oh, con qué delicadeza actúa tu paternal ternu-
ra para aliviar a tus hijos degenerados por su extrema
vileza132, cuando después de despilfarrar las riquezas de
la inocencia y, en consecuencia, perder el amor desinte-
resado hacia ti, te dignaste aceptar el cúmulo que no es
posible ocultar: el conocimiento de la indignidad de mis
méritos!
Concédeme, dador de los dones133, de quien procede
todo bien134, y sin quien nada puede considerarse como
consistente y bueno135, conocer lo que redunda en tu ala-
banza y mi salvación. Confiar plenamente en tu bondad
respecto a todos tus dones tanto interiores como exterio-
res, más aún, en todos los bienes en general.

132 
Cf. Lc 15, 11-32: el hijo pródigo.
133 
Cf. Secuencia: Ven, Espíritu Santo.
134 
Cf. Colecta del antiguo dom. 5º después de Pascua
135 
Cf. Colecta del antiguo dom. 3º después de Pentecostés.
CAPÍTULO XXI

Efecto de la visión divina

1. Al recordar los bienes gratuitos de tu amable


clemencia para conmigo tan indigna, juzgué que era to-
talmente injusto omitir con un ingrato olvido lo que en
una cuaresma recibí por admirable condescendencia de
tu amantísima ternura. El segundo domingo de cuares-
ma mientras se cantaba antes de la misa el responsorio:
Vi al Señor cara a cara, etc.136, mi alma fue iluminada
con un admirable e indescriptible resplandor137. En esta
luz de la revelación divina apareció ante mí un rostro
que parecía unirse a mi cara como dice san Bernardo:
“Su rostro no tiene forma determinada, pero se impri-
me en el alma; no deslumbra los ojos del cuerpo, pero
regocija el corazón; gratifica con el don del amor, no
con algo sensitivo”138. Tú solo sabes, suave dulzura mía,
hasta dónde penetraste no sólo mi alma sino también mi
corazón con todos sus miembros, en aquella meliflua
visión en la que tus ojos parecían estar como dos soles
frente a frente con los míos. Por eso te tributaré mien-
tras viva un servicio fervoroso.
136 
Cf. Gn 32, 31
137 
Cf. Ex 40,33
138 
SC Ser 31, 6.
196 Santa Gertrudis de Helfta

2. Aunque la rosa nos resulta más agradable en


primavera cuando florece en todo su esplendor y deleita
con su perfume, que en el invierno cuando permanece
seca, y se dice que en otro tiempo esparció suave aroma,
como si estimulara de este modo el placer al recordar el
gozo pasado, también yo deseo declarar con la compa-
ración que me sea posible, la dulzura desbordante que
sintió mi pequeñez en aquella visión, para alabanza de
tu amor; para que si alguno al leerlo experimenta [bie-
nes] parecidos o aún mayores, se sienta estimulado por
el recuerdo a dar gracias. Que al recordar muchas veces
yo misma los dones recibidos, disipe también la oscu-
ridad de mis negligencias con el agradecimiento a este
centelleante espejo solar.
3. Cuando aplicaste a mi rostro aquel rostro infini-
tamente deseable, imagen de toda dicha, sentí que des-
de tus divinos ojos entraba por los míos una luz incom-
parable y suave que penetraba hasta lo más hondo de
mi ser, y parecía ejercer una admirable fuerza en todos
mis miembros. Como si vaciara toda la médula de mis
huesos, y aniquilara después los mismos huesos con su
carne, hasta tal punto, que toda mi sustancia no parecía
ya otra cosa que ese esplendor divino. El cual, jugando
consigo mismo, mostró a mi alma un gozo de inefable
serenidad.
4. ¿Qué más puedo decir de esta dulcísima visión
si así puedo llamarla? Porque, con toda verdad, me pa-
rece que la elocuencia de todas las lenguas no sería su-
ficiente para describir durante toda mi vida, este modo
preclaro de contemplarte, incluso en la gloria celestial,
si tu condescendencia, Dios mío, única salvación de mi
alma, no me hubiera conducido hacia ella por medio de
El Mensajero de la ternura divina – Libro II 197

la experiencia. Me es también grato confesar que si ocu-


rre con las cosas divinas lo que acontece con las huma-
nas, a saber, que el poder de tu ojo excede tanto esta
visión como yo pienso, diré con verdad, que si no fuera
por el poder divino, no podría permanecer en el cuerpo
el alma a la que se le ha concedido gozar de favor seme-
jante, aunque solo sea por un instante.
No ignoro que tu inescrutable omnipotencia modera
con el flujo de tu ternura, como acostumbras a hacer-
lo, tanto la visión como el abrazo, el beso y las demás
expresiones de cariño, según lugar, tiempo y persona,
como lo he experimentado muchas veces. Por todo ello
te rindo acciones de gracias en unión con aquel amor
mutuo de la siempre adorable Trinidad.
Con frecuencia he experimentado la condescenden-
cia de tu suavísimo beso. Unas veces estando atenta a
ti en lo más íntimo de mi ser, y otras cuando cantaba
las horas canónicas durante las vigilias o en el oficio de
difuntos. Muchas veces durante el canto de un salmo
estampaste diez o más veces un dulcísimo beso en mi
boca. Beso que excede a todos los aromas y a toda copa
de miel. También he sorprendido muchas veces tu mi-
rada fija en mí, y experimentado tu estrechísimo abrazo
en mi alma.
Aunque todas estas cosas las hacías con maravillosa
suavidad, confieso sin embargo que nunca experimenté
tan fuerte efecto de tu fuerza como en esa sublime mi-
rada que he recordado. Por este don y por otros, cuyo
efecto tú solo conoces, se te ofrezca aquella suavidad
que en la supercelestial intimidad de la divinidad, des-
tila de Persona a Persona una fruición que supera todo
sentido.
CAPÍTULO XXII

Acción de gracias por el gran don


de la visita del Señor

1. Igual o incluso mayor acción de gracias te sean


dadas, si es posible, por cierta gracia sobre-excelentísi-
ma, solo de ti conocida. La grandeza de su dignidad no
me deja comunicarla con palabras, ni me permite dejar-
la intacta, para que la humana fragilidad, de alguna ma-
nera, aunque indebidamente, la arrebatara de mi memo-
ria, lo que Dios no permita. Podré al menos exponerla
en estos escritos para su recuerdo y gratitud.
Que tu benignísima bondad, Dios mío, aparte total-
mente de mí, la más indigna de tus criaturas, la perversa
insensatez de permitir voluntariamente ni por un instan-
te, dejar de agradecerte el gustosísimo don de tu visita,
que recibí de forma tan gratuita de tu inconmensurable
generosidad, y he guardado durante tantos años, sin mé-
rito mío alguno.
Porque aunque sea la más indigna de todas las cria-
turas, confieso sin embargo, que en este don recibí una
gracia mayor que la que jamás puede merecer hombre
alguno en esta vida. Espero de la dulzura de tu bon-
dad la misma condescendencia con la que me concedis-
te ese don totalmente gratuito y sin merecimiento mío,
para que lo conserves también para alabanza tuya, y por
El Mensajero de la ternura divina – Libro II 199

él produzcas tal fruto en mí, que soy el desecho de to-


dos139, que seas siempre alabado por toda la creación;
porque cuanto más claramente se manifiesta mi indigni-
dad, con más esplendor brilla la gloria de la condescen-
dencia de tu ternura.

139 
1Co 4, 13.
CAPÍTULO XXIII

Acción de gracias y plegarias


por todos los beneficios anteriores y posteriores
tal como pudo experimentarlos.

1. ¡Que te bendiga mi alma, Señor Dios, mi Crea-


dor; que te bendiga mi alma y desde las más íntimas
profundidades de mi ser proclame tus misericordias con
las que tu desbordante ternura me envolvió sin merecer-
lo, oh dulcísimo amador mío!140
Doy gracias en cuanto me es posible, a tu inmen-
sa misericordia. Con ella mi alabanza glorifica tu mag-
nánima paciencia. Por ella disimulaste los años de mi
infancia, adolescencia y juventud hasta casi el final del
año veinticinco de mi edad, que pasé con tan insensata
ceguera y actué sin remordimiento de conciencia en pen-
samientos, palabras y obras. Ahora me parece que todo
lo que me gustaba me era lícito, si tú no me hubieras
prevenido como naturalmente, bien por un instinto natu-
ral para detestar el mal y deleitarme en el bien, bien por
la exterior corrección de mis prójimos. Hubiera vivido
como pagana entre los paganos, sin comprender que tú,
Dios mío, premias el bien y castigas el mal. Sin embar-
go, me escogiste desde la infancia, a saber, desde los cin-
co años para reposar contigo entre tus fervorosos amigos
en la mesa de la santa religión [en la vida monástica].
140 
Cf. Sal 102.
El Mensajero de la ternura divina – Libro II 201

2. Aunque tu felicidad, Dios mío, no puede crecer


ni menguar, y no necesitas nuestros bienes141, se diría
que mi vida tan culpable y descuidada, discurrió en de-
trimento de tu alabanza que con razón debía tributar-
te sin interrupción y en todo momento todo mi ser en
unión con toda la creación. Sólo tú conoces lo que sobre
estas cosas siente o puede sentir mi corazón, conmovi-
do hasta sus mismos cimientos, desde que te inclinaste
hacia él con tu dignísima condescendencia.
3. Penetrada por esta emoción te ofrezco, Padre
amantísimo, para mi enmienda, la Pasión de tu aman-
tísimo Hijo, desde aquella hora en que recostado142 so-
bre la paja en el pesebre dio los primeros vagidos, más
tarde sufrió las limitaciones de la infancia, los defectos
de la niñez, las adversidades de la adolescencia y las
pasiones juveniles, hasta aquella hora en la que con la
cabeza inclinada en la cruz entregó su espíritu143 dando
un gran grito.
Te ofrezco además en suplencia de todos mis des-
cuidos, Padre amantísimo, toda aquella vida santísima
y perfectísima en todos sus pensamientos, palabras y
obras, desde la hora en que tu Unigénito, enviado desde
la altura del trono [de su majestad] entró por el oído de
una virgen en nuestro mundo144, hasta después de aque-
lla hora en que se presentó ante tus paternales miradas
con la gloria de su carne triunfadora145.
141 
Sal 15, 2; cf. Sal 102; 144; etc.
142 
Lc 2, 7.
143 
Mt 27, 50.
144 
Cf. Responsorio Descendit de Navidad.
145 
Cf. Antiguo himno Optatus, de la Ascensión.
202 Santa Gertrudis de Helfta

4. Como además es justo que sufra contigo el co-


razón de tu amigo en toda tribulación, te pido por medio
de tu Unigénito con la fuerza del Espíritu Santo, que
todo el que invitado por mí o movido de cualquier otro
modo inclinara su voluntad hacia lo que tú quieres para
tu alabanza y suplencia de mis faltas, aunque sea solo
un gemido, u otra cosa por mínima que sea, ya durante
mi vida o después de la muerte, recibas por medio de él
esta oblación de la pasión y la vida de tu amado Hijo,
para enmienda y suplencia de todos sus pecados y ne-
gligencias. Te ruego para conseguirlo que mi deseo per-
manezca incansable en ti hasta el final de este mundo,
incluso cuando ya por tu gracia reine contigo en el cielo.
5. Del mismo modo, para darte gracias me sumer-
jo en el profundísimo abismo de tu humildad. Alabo y
adoro en unión con la sublime excelencia de tu miseri-
cordia aquella dulcísima condescendencia con la que tú,
Padre de las misericordias146, tuviste para conmigo, tan
perdida en vida, designios de paz y no de aflicción147.
Me has exaltado con la multitud y magnificencia de tus
beneficios, por encima de todos los mortales como si
hubiera llevado en la tierra una vida angélica148.
Comenzaste a realizar estas cosas en el Adviento
precedente a la fiesta de la Epifanía en la que termina-
ba el año veinticinco, con una tribulación que conmo-
vió profundamente mi corazón, y comenzó a resultar-
me fastidiosa toda mi lasciva juventud. De esta manera
preparaste mi corazón para ti. Comenzado ya mi año
146 
2Co 1, 3.
147 
Jr 29, 11.
148 
Antífona Gloriosus del Oficio de san Benito.
El Mensajero de la ternura divina – Libro II 203

vigésimo sexto, un lunes antes de la fiesta de la Purifi-


cación, en el crepúsculo de aquel día, después de Com-
pletas, tú, luz verdadera que iluminas las tinieblas, diste
fin a aquella noche de la referida tribulación y también
al día de mis pueriles vanidades oscurecido con tinie-
blas de ignorancias espirituales. En efecto, te acercaste
a mí de forma maravillosa en aquella hora con clarísima
condescendencia, y desbordante dulzura sobre toda me-
dida. Me uniste a tu conocimiento y a tu amor con tier-
nísima reconciliación y me introdujiste en mi intimidad,
¡tan desconocida para mí antes de esa hora! Comenzaste
a trabajarme de maneras maravillosas y secretas, para
que pudieras tener en adelante tus delicias en mi co-
razón como las tiene el amigo con su amigo, diré más,
como el esposo con su esposa, en su propia casa, así tú
con mi alma.
6. Para esta comunicación de ternura me visitabas
a distintas horas149 y de modos diversos, pero de modo
especial y con más benignidad en la Vigilia de la san-
ta Anunciación. Finalmente, cierto día antes de la As-
censión esta presencia fue más afectuosa; comenzaste
por la mañana y la realizaste plenamente por la tarde
después de Completas. Me concediste este don mara-
villoso, digno de ser venerado por todas las criaturas,
a saber: que desde aquella hora hasta el momento pre-
sente nunca he sentido o experimentado que te sepa-
raras de mi corazón ni por un pestañear de ojos, antes
bien, siempre he sentido que estabas presente cada vez
que volvía a mi interior, excepto una vez por espacio de
once días.
149 
Cf. San Bernardo, SC Ser. 74, 5.
204 Santa Gertrudis de Helfta

Imposible explicar con palabras cuántos y cuán nu-


merosos bienes, dignos de todo encomio me has con-
cedido; entre ellos haber hecho aún más saludable tu
presencia en mí. Concédeme, dispensador de todos los
dones, ofrecerte por ello en humilde gratitud, un digno
sacrificio de alabanza. Sobre todo por haberte preparado
en mi corazón con tu beneplácito y el mío tan encanta-
dora morada. No he leído u oído que en el templo de Sa-
lomón, o en el palacio de Asuero hubiera algo preferible
a las delicias que por tu gracia conozco que preparaste
tú mismo para ti en lo más íntimo de mi ser. Con ellas
me concediste a mí, indignísima, una fruición contigo
como la tiene la reina con el rey.
7. Entre todas estas gracias prefiero especialmente
dos: haber impreso en mi corazón las preclaras joyas de
tus saludables llagas, y para realizarlo, grabar en él la
herida del amor con tal claridad y fuerza que si en ade-
lante no me concedieras ya ninguna consolación interna
y externa, era tanta la dicha que me otorgaste con estos
dos soles, que aunque viviera mil años, podría tener en
cada momento más consolación, conocimiento y grati-
tud que lo que se puede desear.
8. Añadiste además la inestimable intimidad de tu
amistad, me entregaste de distintas maneras aquella no-
bilísima arca de tu divinidad, es decir tu Corazón deífi-
co, como compendio de todas mis delicias: bien al en-
tregarme gratuitamente el tuyo, bien, para mayor signo
de mutua intimidad, cambiándolo por el mío. Con ese
Corazón me manifestaste lo oculto de tus secretos jui-
cios y de tus delicias, y derretiste tantas veces mi alma
con tan delicada ternura, que si ignorase la abismal y
desbordante afluencia de tu benignidad, me sorprende-
El Mensajero de la ternura divina – Libro II 205

ría al considerar que solo a tu Madre prodigaste por en-


cima de toda otra criatura, el afecto de la más sublime
ternura, a ella que reina contigo en el cielo
9. Con esta delicada ternura me llevaste algunas
veces al saludable reconocimiento de mis defectos. Pero
evitaste con tanta delicadeza mi rubor, que parecería no
hacer falta decirlo, ibas a perder la mitad de tu reino150,
si con ello conmovías, aunque fuera mínimo, mi sonrojo
pueril. Así me revelaste como con suspicaz rodeo, que
no te agradaban las faltas de algunas personas. Al mirar-
me a mí misma en esos defectos me sentí más culpable
que aquellos que me mostrabas, pero nunca me comuni-
caste ni con la más mínima señal, que hubieras encon-
trado algo de tales defectos en mí.
10. Además, con tan fieles promesas sugeriste a mi
alma cuántos dones querías concederme en la muerte y
después de mi muerte. Aunque no hubiera recibido nin-
gún otro don de ti, por este solo te daría mi corazón con
la más viva esperanza. Pero ni con esto se ha agotado el
océano de tu desbordante ternura para escucharme más
frecuentemente con increíbles beneficios, cuando te su-
plico por los pecadores, las almas del purgatorio o por
otras causas. Nunca encontré un amigo a quien comu-
nicar estas cosas como yo las veía, sin la menor vacila-
ción, dada la fragilidad del corazón humano.
11. Al cúmulo de beneficios añadiste haberme dado
a tu amantísima Madre, la bienaventurada Virgen Ma-
ría como abogada, y haberme confiado muchas veces
con delicadeza a su amor, como nunca el esposo más
150 
Mc, 6, 23.
206 Santa Gertrudis de Helfta

fiel pudo confiar con más solicitud su propia madre a su


amada esposa151.
12. Hay más: muchas veces destinaste para mi es-
pecial servicio a los nobilísimos príncipes de tu palacio,
no solo de los coros de los Ángeles y Arcángeles, sino
también de los más elevados, según tu bondad, benigní-
simo Dios, juzgaba me era más oportuno para excitarme
a ofrecerte la veneración que ellos estimaran más conve-
niente en mis prácticas espirituales. Cuando tú, procu-
rando mi mayor salvación, me retirabas parcialmente el
gusto de tu disfrute, yo indignísima, con mi degenerada
ingratitud me olvidaba al instante de tus dones como si
no tuvieran valor alguno. Si pasado un tiempo tu gracia
me invitaba a volver sobre mí para buscar en ti lo que
había perdido o alguna otra gracia, al punto me lo de-
volvías intacto, como si yo con diligentísima solicitud lo
hubiera puesto en tu regazo para que me lo guardaras.
13. Por encima de todos estos dones tengo que re-
cordar que el día de Navidad, el domingo: Sé para mí,
y otro domingo después de Pentecostés me introdujiste,
más aún, me arrebataste a tal unión contigo que me ma-
ravillo más que si fuera un milagro, cómo puedo vivir
después de aquellas horas como hombre entre los hom-
bres. Y lo más estupendo, o aún más horrendo en mí es,
que después, ¡oh dolor!, no me enmendara de mis defec-
tos como justamente debía haber hecho.
14. En todo esto no se ha secado la fuente de tu mi-
sericordia, oh Jesús, el más amante de todos los aman-
tes, más aún, el único que de verdad ama gratuitamente
a los indignos.
151 
Ver lib. 3º cap. 1.
El Mensajero de la ternura divina – Libro II 207

15. Cuando con el correr del tiempo comenzaron a


resultarme desabridas estas cosas a mí, vilísima, indig-
nísima y respecto a esto ingratísima, cuando con toda
razón las ensalzan sin interrupción en admirable danza
el cielo y la tierra, porque tú tan infinitamente eleva-
do, te has dignado inclinarte hasta lo más ínfimo; tú el
Dador, Renovador y Conservador de todo lo bueno, me
excitaste a mí que me enfriaba, a través de algunas per-
sonas que conocí eran más devotas y amigas tuyas; les
revelaste esto sobre tus dones en mí. Llegaron a conocer
con toda certeza lo que era imposible llegar a conocer a
través de hombre alguno. Sin embargo, de su boca escu-
ché palabras que yo había experimentado en lo secreto
de mi corazón.
16. Con estas palabras y otras que bullen en mi me-
moria, te devuelvo lo que es tuyo. Las hago resonar
mediante el órgano sonoro de tu divino Corazón con la
fuerza del Espíritu Paráclito y te alabo a ti, Señor Dios,
Padre digno de adoración152, con alabanzas y acciones
de gracias, en unión con todas las criaturas del cielo, de
la tierra y de los abismos153 y todas las que existieron,
existen y existirán en el futuro.
17. Como el oro es el que más brilla entre los dis-
tintos colores, y la diferencia del negro es mayor que la
de los restantes colores por su desemejanza con el oro,
añado de mi parte la negrura de mi ingratísima vida con-
tra el brillante esplendor divino de los innumerables be-
neficios para conmigo. Como no puedes conceder otros
dones que no sean dignos de ti, según tu generosidad in-
génita regia y divina, también yo según mi ingénita rus-
152 
Cf. Ofic. de santa Inés.
153 
Flp 2, 10.
208 Santa Gertrudis de Helfta

ticidad, no las recibí de otra manera que como es propio


de mi vilísima depravación. Esto mismo disimulaba tu
naturalmente regia mansedumbre. De modo que me pa-
recía que por ello no restringías hacerme el bien.
Cuando fuiste acogido con suavidad, como en ele-
vado palacio por la benignidad paterna, escogiste como
aposento de hospedaje el domicilio de mi pobreza. Pero
yo, hospedera degenerada y descuidadísima, fui negli-
gente en cuidar tu bienestar cuando, por natural huma-
nidad, debiera mirar con mayor solicitud a un leproso
que después de haberme proporcionado muchas y fre-
cuentes injurias y molestias, la necesidad le forzara a
pedirme acogida.
18. Yo, la más ingrata de todos, te inferí la ignomi-
nia del desprecio de tus bienes, a ti que vistes los astros
del cielo154, para buscar los placeres exteriores, y prefe-
rirlos muchas veces con gran falta de respeto a tu maná
celestial: como aquel beneficio que me concediste en la
amena disposición de mi intimidad para la impresión
de tus santísimas llagas, la revelación de tus secretos, la
manifestación de tus familiares y amantísimas caricias,
todos estos dones en los que me permitiste experimentar
dulzuras espirituales, más agradables que todas las que
creo pudiera encontrar en las cosas materiales dando la
vuelta al mundo de oriente a occidente.
Arrojé de mí, ¡oh Dios de la verdad!155, los efectos
de la esperanza en tus promesas como si fueras un hom-
bre mentiroso156 que nunca cumples lo prometido.
154 
Cf. Himno de Adviento: Creador de los astros
155 
Cf. San Agustín, Confesiones 8, 10.
156 
Cf. Sal 115, 11.
El Mensajero de la ternura divina – Libro II 209

19. Tú te inclinabas benévolo a mis indignas ora-


ciones, pero yo, ¡ay!, endurecí muchas veces mi cora-
zón contra tu voluntad hasta tal punto, (debería confe-
sarlo con lágrimas), que a veces fingía no entender tu
voluntad, para no verme obligada por la conciencia a
cumplirla.
20. Tú te dignaste ofrecerme la intercesión de tu
gloriosa Madre y de todos los Espíritus bienaventura-
dos; yo miserable, los obstaculizaba muchas veces, al
buscar los recursos de mis amigos de este mundo, cuan-
do debía dedicarme, como era debido, solo a ti.
Sería justo por tanto, que como tu delicadeza con-
serva los dones que me has otorgado en medio de mis
negligencias, yo me incentivara a mayor gratitud y ma-
yor cautela de mis negligencias; pero al contrario, de-
volviendo mal por bien157, por una tiránica y diabóli-
ca costumbre, prefiero más el atrevimiento de vivir sin
cautela alguna.
21. Mi mayor pecado por encima de los referidos
es que después de tan increíble unión contigo, solo por
ti conocida, no tuve escrúpulo en manchar de nuevo mi
alma con aquellos pecados que permitiste cometiera
para que, luchando los venciera con tu ayuda, y de este
modo tuviera una mayor gloria eternamente contigo en
el cielo. Pero ni aún en esto estuve exenta de pecado,
porque cuando para suscitar en mí el agradecimiento,
descubriste a tus amigos mis secretos, yo prescindía de
lo que tú pretendías, y gozaba aún más en ello humana-
mente, descuidé corresponderte con el agradecimiento
que merecías.
157 
Jr 18, 20.
210 Santa Gertrudis de Helfta

22. ¡Oh benignísimo conocedor de mi corazón!, as-


cienda hasta ti en estos momentos el gemido de este mi
corazón158, por estos y los demás pecados cuyo recuer-
do puede venir a mi mente, y recibe el gemido que te
ofrezco por mis miserias tan numerosas contra tu noble
bondad, con aquella noble compasión y reverencia que
nos diste a conocer por tu amantísimo Hijo con el Espí-
ritu Santo en unión con todas las criaturas del cielo, de
la tierra y del abismo159.
Como me siento totalmente incapaz para merecer
frutos dignos de enmienda, ruego a tu bondad, dulcísi-
mo amante mío, que inspires a aquellos corazones que
tú conoces viven unidos a ti con amorosa fidelidad, un
holocausto de enmienda que te sea agradable. Que con
sus gemidos, oraciones y otras obras buenas puedan sa-
tisfacer el vacío que hay en mí de responder a tus gra-
cias, para tributaros la alabanza debida solo a ti, Señor
Dios. Porque tú, que examinas mi corazón160, conoces
claramente que fue sólo el puro amor a la alabanza de
tu bondad el que me obligó a escribir estas cosas, para
que muchos de los que después de mi muerte lean es-
tos escritos se conmuevan por tu benignísima clemen-
cia. Nunca descendió tu amor a tan profunda bajeza,
para la salvación de los hombres, como al permitir que
tan grandes e innumerables dones fueran escarnecidos
como ¡oh dolor!, yo los desprecié en mí.
23. Doy gracias en lo que puedo a tu clemente mi-
sericordia, Señor Dios, creador y re-creador, porque me
has garantizado con toda certeza desde el abismo de tu
158 
Cf. Sal 37, 10.
159 
Cf. Flp 2, 10.
160 
Cf. Pr 24, 12.
El Mensajero de la ternura divina – Libro II 211

inagotable bondad que todo el que, aunque sea pecador,


se acuerde de mí en alabanza tuya, con la intención des-
crita más arriba de rezar por los pecadores, dar gracias
por los elegidos, o hacer cualquier obra buena con el
mayor fervor posible, no terminará la presente vida sin
que tú le recompenses con la gracia especial de una vida
que te sea grata y encuentres en su corazón una gozo-
sa amistad. Por todo ello se te tribute aquella alabanza
eterna que procediendo del Amor increado refluye pe-
rennemente a ti.
CAPÍTULO XXIV

Ofrenda de estos escritos

1. Este es, amantísimo Señor, el talento161 que tu


condescendiente amistad ha confiado a la extrema insig-
nificancia de mi indignidad por amor de tu amor162. Te
lo ofrezco para aumento de tu gloria tanto en lo ya es-
crito como en lo que seguirá. Espero y hasta me atrevo
a asegurar con tu gracia, que no me ha movido a escribir
o decir estas cosas más que la aceptación de tu volun-
tad, el deseo de tu alabanza y el celo de las almas. Así
pues, tú eres testigo que ha sido el verdadero deseo de
alabarte y darte gracias por no haber retraído tu desbor-
dante ternura a mi indignidad. Deseo alabarte también
para que los que lean algunas de estas cosas se regoci-
jen con la dulzura de tu amor, y atraídos hacia su inti-
midad por esta dulzura, experimenten gracias mayores,
como a veces los estudiantes llegan desde el alfabeto a
la filosofía. Que por la descripción de estas imágenes
sean conducidos a gustar el maná escondido dentro de
ellos mismos163, que no permite mezcla con ninguna de
las imágenes corporales, sino que solo el que lo come
161 
Mt 25,14-30.
162 
S. Agustín, Confesiones 2, 1.
163 
Cf. Ap 2, 17.
El Mensajero de la ternura divina – Libro II 213

sigue teniendo hambre164. Dios omnipotente, dador de to-


dos los bienes, dígnate alimentarnos hasta la saciedad
con este maná durante todo el camino de este destierro,
hasta que, contemplando a cara descubierta como en un
espejo la gloria del Señor, seamos transformados en la
misma imagen del Señor de claridad en claridad165, por
su suavísimo Espíritu.
2. Entre tanto, según tu fiel promesa y el humilde
deseo de mi intención concede a todos los que lean estos
escritos con humildad, la alegría de tu condescenden-
cia, compasión de mi indignidad, arrepentimiento para
su progreso espiritual. Que de los áureos incensarios de
oro de sus caritativos corazones ascienda hasta ti tan
suave perfume166, que supla abundantemente ante ti to-
das las faltas de mi ingratitud y negligencia.

164 
Si 24, 29.
165 
2Co 3, 18.
166 
Ap. 8, 3-4.
LIBRO TERCERO

TESTIMONIOS
DE BENEFICIOS RECIBIDOS

PRÓLOGO

1. Por la gracia de una gran humildad y la fuer-


za de la voluntad divina sentida como urgente impulso,
contó las cosas que siguen a otra persona, porque ella
se sentía a sí misma indigna de corresponder con sufi-
ciente gratitud a la grandeza de los dones recibidos de
Dios. De ahí que una vez manifestados a otra persona se
alegró mucho porque esto redundaría en gloria de Dios.
Así, creía ella [que estos escritos serían] como una perla
extraída del oscuro fango para engastarla con toda dig-
nidad en oro brillante. Obligada, pues, por mandato de
los superiores escribió lo que sigue.
CAPÍTULO I

Cuidados especiales de la Madre de Dios

1. Por una revelación especial conoció que pronto


sufriría una adversidad para aumentar sus méritos. Co-
menzó a preocuparse, consciente de su fragilidad huma-
na. Dios, bondadoso, condesciende con su debilidad y
le concede como benigna servidora su misericordiosa
Madre, ínclita Emperatriz de los cielos, para que cuando
experimente la fragilidad ante la prueba que superaba
sus fuerzas, tenga siempre un recurso seguro en la mis-
ma Madre de misericordia, y experimente el alivio de su
intercesión.
2. Poco tiempo después tuvo gran congoja porque
una persona consagrada a Dios le obligaba a manifes-
tar lo que Dios le había comunicado como don especial
en la fiesta precedente. Ella por varias razones estimaba
que era difícil hacerlo. Por otra parte, temía contrariar la
voluntad divina si se lo reservaba totalmente. Recurrió
entonces a la que es consuelo de los afligidos para que le
enseñara qué era lo más conveniente en este asunto. Re-
cibe de ella la siguiente respuesta: “Ofrece lo que tienes,
porque mi Hijo es bastante rico para devolverte todo lo
que por su gloria entregues”.
Ella, que había empleado todos los ardides posibles
para guardar su secreto, no veía fácil poder descubrirlo
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 217

y se arrojó a los pies del Señor suplicándole que mos-


trara lo que más fuera de su agrado y le concediera fuer-
za para realizarlo. Por esta actitud mereció recibir de la
divina benignidad esta respuesta: “Pon mi dinero en el
banco y cuando vuelva lo recogeré con sus intereses1.
Instruida de esta manera, comprendió que las motiva-
ciones que ella estimaba razonables e inspiradas por el
Espíritu, en realidad tenían su origen en motivos huma-
nos y en el juicio propio. Desde entonces comenzó a ser
más flexible en sus juicios, y con razón como dice Salo-
món: “Es gloria de los reyes ocultar su palabra, pero la
gloria de Dios consiste en investigar su sentido2.

1 
Lc 19, 23
2 
Pr 25, 2. El libro de los Proverbios dice lo contrario de este texto: Es gloria de
Dios encubrir su palabra, y es gloria de los reyes investigar su sentido. Ya en san
Bernardo, SC 65, 3, de donde pudo tomarlo la redactora de Gertrudis hay este
error. Existe otro texto bíblico que se aproxima más al texto de nuestra mística:
Tb 12, 7 Es bueno guardar el secreto del rey, es honroso revelar y proclamar
las obras de Dios,
CAPÍTULO II

Los anillos del desposorio espiritual

1. Mientras ofrecía al Señor en una breve oración to-


dos los sufrimientos que sentía tanto en el cuerpo como
en el alma, y todas las alegrías tanto espirituales como
corporales de que se veía privada, se le apareció el Se-
ñor. Llevaba las dos cosas que le había ofrecido, alegría
y sufrimiento, bajo la imagen de dos anillos engasta-
dos en piedras preciosas que adornaban ambas manos.
Cuando comprendió el significado de esta aparición, re-
citaba muchas veces dicha oración. Pasado algún tiem-
po, mientras la recitaba experimentó que el Señor Je-
sús frotaba su ojo izquierdo con el anillo de la mano iz-
quierda, que significaba el sufrimiento corporal. Desde
entonces experimentó vivo dolor en el ojo con el que
vio al Señor tocarla, y ya no recuperó nunca plenamen-
te la salud.
Con esto comprendió que así como el anillo es signo
de desposorios, la adversidad tanto corporal como espi-
ritual es certísima señal de elección divina y de despo-
sorio del alma con Dios. De la misma manera, el que su-
fre puede decir con verdad y seguridad aquello: “Mi Se-
ñor Jesucristo me ha dado como arras su propio anillo”3.
Si entre las contrariedades no cesa el alma de elevarse
3 
Oficio de santa Inés.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 219

agradecida a Dios con alabanza y acción de gracias, po-


drá seguir gozosa diciendo: “Y me ha adornado con una
corona como a esposa”. Ser agradecidos en las adversi-
dades es hermosísima corona de gloria, incomparable-
mente más preciosa que el oro y el topacio4.

4 
Sal 118, 127.
CAPÍTULO III

Dignidad del sufrimiento

1. En una ocasión se le mostró con toda claridad


lo que no había comprendido hasta ese momento: que
la contrariedad por la privación de alegría que se expe-
rimenta en el sufrimiento contribuye a aumentar la glo-
ria. Cierto día cercano a la fiesta de Pentecostés sintió
un dolor de costado tan insoportable que los presentes
creían iba a morir ese día sin recuperarse, si no supie-
ran que ya se había recuperado de dicho dolor muchas
veces. El benigno Amante y verdadero Consolador del
alma se le comunicó de esta manera: Cuando en oca-
siones yacía desamparada por negligencia de quienes la
atendían, venía a ella el mismo piadoso Señor y aliviaba
el dolor con su dulcísima presencia. En cambio, cuan-
do la solicitud de quienes la atendían era más diligente,
se aumentaba el dolor porque el Señor se retiraba. Con
esto le dio a entender que cuanto uno es más abandona-
do por los hombres, más es contemplado por la divina
misericordia.
Al caer el día, ya al atardecer, estaba afligida por la
violencia del dolor y se esforzaba por alcanzar del Señor
que le aliviara. Se le presenta el Señor, levanta sus bra-
zos y le muestra en su pecho a manera de adorno el su-
frimiento que ella había soportado durante el día. Al ver
aquel adorno perfecto, sin defecto alguno, esperaba go-
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 221

zosa que cesaría el dolor que sentía. Pero el Señor aña-


dió: “Lo que sufras en adelante aumentará el brillo de
este adorno”. El adorno estaba como guarnecido de per-
las preciosas, pero brillaba poco como oro oscurecido5.
El sufrimiento siguiente fue de peste, más dolorosa por
la privación de la alegría que por la acerbidad del dolor.

5 
Lm 4, 1.
CAPÍTUILO IV

Desprecio de las comodidades temporales

1. Cerca de la fiesta de san Bartolomé cayó en tan


grandes tinieblas debido a la impaciencia y profunda
tristeza, que le pareció haber perdido en gran parte la
alegría de la presencia divina, hasta que fue atenuada
por intervención de la virginal Madre de Dios cuando
se cantaba en su honor la antífona: María, estrella del
mar6. El domingo siguiente mientras se regocijaba de
saborear las delicias de Dios y recordaba su anterior im-
paciencia y demás faltas, comenzó a disgustarse mucho
consigo misma y pedir al Señor su enmienda con tal
abatimiento por la multitud de sus grandes miserias que
advertía en sí misma, que oró como desesperada: “Oh
misericordiosísimo Señor, pon fin a estos males que
yo no pongo medida ni fin. Líbrame, oh Dios, ponme
a tu lado, y pelee contra mí la mano de quien quiera7”.
Compadecido el bondadoso Señor de su desolación, le
mostró un pequeño y estrecho jardín, lleno de variadas
y frondosas flores, rodeado de espinas, por el que corría
un riachuelo de miel, y le dice: “¿Preferirías a mí este
placentero lugar con la belleza de estas flores?”
Responde ella: “De ninguna manera, Señor Dios mío”.
6 
Cf. San Bernardo, Super Missus est 2, 17.
7 
Jb 17, 3.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 223

Entonces le mostró un huertecillo fangoso, cubier-


to de raquítico verdor, con algunas florecillas sin valor,
de color lánguido, y le preguntó también: “¿Preferirías
este jardín a mí?” Volviose ella como indignada por ta-
les palabras y dijo: “¡Lejos de mi alma tal cosa!, elegir
lo falso, lo vil, lo malo, en lugar de ti el único verdadero,
sumo, firme, estable y bueno desde la eternidad”.
El Señor: “¿Por qué desconfías como si no tuvieses
la caridad, cuando está seguro de poseerla el que es rico
con tantos dones? ¿No confirma la Escritura que La ca-
ridad cubre multitud de pecados?”8. No prefieres tu
voluntad a la mía, con la que podrías vivir cómoda y
honestamente, sin contrariedad alguna, contando con el
favor de los hombres y el reconocimiento de santidad.
Te he mostrado esta vida como un huerto florido y el
placer de una vida carnal en la frondosidad de un lago
pantanoso”.
Ella: ¡Oh, ojalá, miles y miles de veces hubiera re-
nunciado yo por completo a mi propia voluntad en el
desprecio del jardincito florido que me mostraste! Temo
no haya sido la estrechez [del jardín] la que me inclinó
a rechazarlo con más facilidad”.
El Señor: “La desbordante delicadeza de mi ternura
suele estrechar con el remordimiento las comodidades
temporales de mis elegidos, para que así las estimen en
poco”.
Entonces rechaza ella con firmeza toda delectación
tanto celeste como terrena, se reclina sobre el pecho de
su Amado con gran fuerza, se pega a él tan firmemente
que le parecía no serían capaces de separarla, ni mover-
8 
1Pe 4, 8.
224 Santa Gertrudis de Helfta

la por un instante de aquel regazo las fuerzas de todas


las criaturas, donde gozaba del don que se le había con-
cedido: beber del costado del Señor un sabor vivifican-
te, más desbordante que la suavidad del bálsamo.
CAPÍTULO V

El Señor se inclinó hacia la abatida9

1. El día de san Mateo apóstol la previno Dios con


la dulzura de su bendición10. Mientras la elevación del
cáliz se lo ofreció al Señor en acción de gracias. Pero
luego comenzó a recapacitar en su corazón que le ser-
viría de muy poco la ofrenda de ese cáliz si ella no se
disponía a ofrecer sus sufrimientos por Cristo. Entonces
se arrancó con ímpetu del regazo del Señor donde le pa-
recía regocijarse, y se arrojó al suelo como vil cadáver
con estas palabras: “Me ofrezco, Señor, a soportar to-
dos los sufrimientos que puedan redundar en alabanza
tuya”.
El Señor se levanta al instante, se arroja al suelo, se
recuesta junto a ella y estrechándola contra sí le dice:
“Esto es mío”. Reanimada por la fuerza de su presencia
se levanta ella hacia el Señor y exclama: “Así es, Señor
mío, soy la obra de tus manos”. Le responde el Señor:
“Yo añado a tus palabras: Mi amor está tan penetrado
contigo que sin ti no podría vivir feliz”.
Maravillada ella por la infinita condescendencia de
estas palabras, responde al Señor: “¿Cómo hablas así,
9 
Intimidad eucarística
10 
Cf. Sal 20, 4.
226 Santa Gertrudis de Helfta

Señor mío, cuando después de haber querido gozar con


tus criaturas, tienes innumerables seres tanto en la tierra
como en el cielo con los que puedes vivir feliz, aunque
yo no hubiera sido nunca creada?”
Le responde el Señor: “El que ha carecido siempre
de algún miembro no sufre por él como aquel a quien
se le amputa siendo ya mayor. Eso me pasa a mí: desde
que puse mi amor en ti, nunca podré sufrir que nos se-
paremos”.
CAPÍTULO VI

Cooperación del alma con Dios

1. Durante la celebración de la misa el día de san


Mauricio, cuando se iba a consagrar en secreto la hos-
tia, dijo al Señor: “Oh Señor, esto que realizáis en este
momento merece una reverencia tan inestimable y ex-
celente que mi pequeñez no se atreve ni a levantar los
ojos para mirarlo. Por eso me levantaré y descenderé al
más profundo valle de la humildad que pueda encontrar,
y esperaré allí la parte que me corresponde, pues de esta
oblación llega la salvación a todos los elegidos”.
A esto le responde el Señor: “Cuando una madre ha-
bilidosa quiere hacer un trabajo en seda o alhajas pone a
veces a su hijito en un lugar elevado para que le sosten-
ga el hilo o las alhajas o le preste alguna otra ayuda. De
igual modo he decidido colocarte en puesto más eleva-
do para participar en esta misa. Ahora bien, si tú dilatas
tu voluntad para que esta oblación según su dignidad
derrame con gozo, aunque te resulte a veces costoso, su
plena eficacia sobre todos los cristianos vivos y difun-
tos, me habrás ayudado según tus posibilidades.
CAPÍTULO VII

Compasión del Señor por nosotros

1. Mientras el día de los Santos Inocentes se pre-


paraba para la comunión, quería impedírselo una mul-
titud de distracciones y pedía el auxilio divino. Recibió
de la condescendiente misericordia de Dios la siguiente
respuesta: Única es mi paloma, escogida entre mil, que
con una sola de sus miradas ha traspasado mi corazón
divino11. Si creyera no poder ayudarla, se produciría tal
desconsuelo en mi Corazón que no podrían consolarme
todas las alegrías del cielo, porque todos los elegidos en-
cuentran un protector en mi cuerpo unido a la divinidad12
y me obliga a compartir con ellos sus debilidades”.
“¡Ay Señor mío!, responde ella, ¿cómo es posible
que tu cuerpo inmaculado, en el que nunca experimen-
taste desorden alguno, pueda obligarte a compartir con
nosotros nuestros desalientos tan distintos?”
Le responde el Señor: “Fácilmente se convence el
que reflexiona sobre esto. El Apóstol dice de mí: De-
bía asemejarse en todo a sus hermanos para ser mise-
ricordioso13”. Y añade el Señor: “Una de las miradas
que traspasan mi Corazón es la confianza segura que
11 
Cf. Ct 6, 8; 4, 9; 5, 10.
12 
Cf. 1Jn 2, 1; Hb 4, 15.
13 
Hb 2, 17.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 229

pone en mí, que verdaderamente puedo, sé y quiero es-


tar fielmente presente a ella en todas sus necesidades.
Esta confianza hace tanta violencia a mi ternura, que no
puedo ausentarme de ella”.
Ella: “Si la confianza, Señor mío, es un bien tan se-
guro, que nadie puede poseerla si no es por don tuyo,
¿en qué puede desmerecer quien no la tiene?”
El Señor: “Todos pueden dominar su pusilanimidad
con los testimonios de las Escrituras. Si no con el cora-
zón, al menos con la boca pueden dirigirse a mí con las
palabras de Job: Aunque fuera arrojado a lo más pro-
fundo del infierno, me sacarás de allí14. Y estas otras:
Aunque me mates esperaré en ti15, y muchas otras pa-
recidas”.

14 
Jb 30, 23-24.
15 
Jb 13, 15.
CAPÍTULO VIII

Cinco partes de la misa

1. Cierto día no podía asistir a misa en la que debía


comulgar por encontrarse postrada por la enfermedad.
Dijo al Señor con el corazón afligido: “Aquí me tienes
mi amantísimo Señor, sólo por tu divina preordinación
puedo decir que hoy me siento impedida de asistir a la
misa. ¿Cómo prepararme para recibir tu santísimo cuer-
po y sangre, cuando me parece que mi mejor prepara-
ción suele ser la participación en la misa?”
Le responde el Señor: “Ya que me haces esta acu-
sación, escúchame: te voy a cantar un poema nupcial
dulce y amoroso.
Escúchame, redimida con mi sangre; considera que
los treinta y tres años que pasé con trabajos en este des-
tierro16 por ti, hice de legado para preparar mis desposo-
rios contigo. Que esto sea para ti como la primera parte
de la misa.
Escúchame, enriquecida con mi Espíritu; considera
que en aquella legación que te he dicho, trabajé con mi
cuerpo treinta y tres años, celebré en mi espíritu gozo-
sísimas y anhelantes nupcias para unirme contigo. Que
esto sea para ti como la segunda parte de la misa.
16 
Cf. San Bernardo, SC 11, 7.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 231

Escúchame, llena de mi divinidad; reconoce que mi


divinidad puede concederte entre los sufrimientos ex-
teriores del cuerpo, suaves y confortables delicias inte-
riores espirituales. Éstas serán para ti la tercera parte de
la misa.
Escúchame también, santificada por mi amor, re-
conoce que de ti misma no tienes nada, de mí lo tie-
nes todo, por eso puedes agradarme. Esto será para ti la
cuarta parte de la misa.
Escúchame finalmente, elevada a tu unión conmigo.
Reconoce que se me ha dado todo poder en el cielo y
en la tierra17, nada puede impedirme elevarte conmigo
según mi beneplácito; la que se une al rey en el tálamo
merece llamarse reina, y ser honrada como tal. Gózate
pues, meditando estas cosas y no te lamentes ya de verte
privada de la misa.

17 
Mt 28, 18.
CAPÍTULO IX

Concesión de la gracia divina

1. Dios reveló a una persona que se había dignado


perdonar las penas de gran número de almas por las ora-
ciones de la comunidad; para conseguir esto se habían
pedido a la comunidad oraciones especiales.
Ésta, de quien se ha escrito este libro, cumplió como
todas las demás la oración que se le había pedido un do-
mingo en que la citada multitud de almas sería liberada
de sus penas. Ella rogaba a Dios con el mayor fervor por
la salvación de esas almas.
Entonces se acercó más al Señor y le contempló en
su gloria como un rey que reparte premios. No llegaba
a percibir claramente qué era lo que, a su parecer, traía
al Señor tan ocupado, y le preguntó: “Dios benignísimo,
el año pasado en la fiesta de santa María Magdalena me
revelaste en intimidad a mí, indigna, que violentado por
tu propia ternura abajaste toda tu bondad hasta tus pies
en favor de numerosas personas que, a ejemplo de la
bendita pecadora, pero tu verdadera amante, ese día se
arrojasen con humildad a tus pies. Dígnate también re-
velarme benignamente lo que realizas en este momento,
porque está oculto a los ojos de mi espíritu”.
Le responde el Señor: “Distribuyo dones”. Com-
prendió por estas palabras que el Señor distribuía las
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 233

oraciones de la comunidad en sufragio de las almas,


pero le era imposible ver las almas aunque estaban allí
presentes.
Entonces añadió el Señor: “¿Quieres ofrecerme tú
el sufragio de tus méritos para que aumente yo estos
dones?” Dulcemente conmovida por tales palabras, sin
saber que toda la comunidad estaba haciendo lo mis-
mo, convencida por la antedicha persona, a la que se le
había prometido la liberación de las almas, aceptó muy
agradecida que el Señor se lo exigiera como algo parti-
cularmente especial, y respondió gozosa: “Sí, Señor. No
solo mis sufragios que son casi nulos, sino los bienes de
toda la comunidad que por tu gracia poseo en comunión
con ella, y hago plenamente míos, te los ofrezco unida
a tu perfección con libre voluntad e inmenso gozo”. El
Señor los aceptó con gran benignidad.
2. Entonces el Señor en plena tarea, extendió por
debajo como una nube, se inclinó hacia esta sierva y
elevándola con ternura hacia sí le dijo: “Entrégate solo
a mí y gózate con la dulzura de mi gracia”.
Le respondió ella: “¿Por qué, dulzura mía, Dios
mío, me privas del don de esa revelación sobre las al-
mas, que concediste a la mencionada persona con tanta
claridad, cuando te dignas manifestarme misericordio-
samente muchas cosas de tus secretos?”
El Señor: “Recuerda que con frecuencia te despre-
cias a ti misma por considerarte indigna del don de mi
gracia, y juzgas que se te concede como se paga al mer-
cenario el jornal por su servicio; así privada de ese don
no me guardarías fidelidad alguna; por ello prefieres
otros a ti, que sin haber recibido ninguno de tales dones,
234 Santa Gertrudis de Helfta

se muestran en todo fieles a mí, a los que te hice seme-


jante respecto a estos dones, y aunque no conoces más
que los demás sobre las almas, te entregas sin embargo
por ellas; además tampoco careces de aquella dignidad
que alabas en los demás”.
3. Como arrebatada, fuera de sí por estas palabras,
reconoció con qué maravillosa e inefable dignación con-
desciende la bondad divina con el hombre, infundién-
dole unas veces generosa y abundantemente su gracia,
otras negándole gracias menores para que se mantenga
en la humildad, fundamento y depósito de las gracias; y
cómo también el Señor con una y otra gracia hace coo-
perar al bien del alma amante.
Como fuera de sí, trasportada por tan desbordante
gratitud y admiración de la infinita bondad de Dios para
con ella, se arrojó al pecho del Señor con estas palabras:
“Señor mío, mi pobreza no puede soportar este peso”.
Entonces el Señor atenuó ante ella la grandeza de aque-
lla iluminación.
Recuperadas las fuerzas dijo al Señor: “Dios cle-
mentísimo, puesto que la inexplicable e incomprensible
sabiduría de tu providencia exige que yo carezca de este
don, en adelante no quiero ya desearlo más”.
4. Y añadió: “¿Acaso me escuchas, Señor, cuando
te ruego por algunos de mis amigos?” Se lo confirma el
Señor como jurándolo: “Lo hago efectivamente por mi
divino poder”.
Ella: “Por tanto, te pido ya desde ahora por esa per-
sona que muchas veces me ha sido encomendada”. Al
instante ve manar del pecho del Señor un arroyuelo
como de pureza cristalina y adentrarse en la intimidad
de aquella persona por la que oraba.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 235

Entonces pregunta al Señor: “Señor, ¿qué provecho


puede reportar esto a esa persona si ella no experimenta
su influjo?
Le responde el Señor: “Cuando el médico da a un
enfermo una bebida medicinal, no ven los que están pre-
sentes que el enfermo recupere la salud al instante de
tomar la bebida, ni el mismo enfermo se siente curado
al momento; sin embargo, el médico, que conoce la efi-
cacia medicinal de la bebida, sabe muy bien la eficacia
que tiene para el enfermo”.
Ella: “¿Por qué, Señor, no quitas a esa persona sus
malas inclinaciones y otros defectos por los que te he
suplicado muchas veces?”
El Señor: “Cuando yo era niño se dijo de mí: Pro-
gresaba en edad y sabiduría ante Dios y ante los hom-
bres18. De igual modo esa persona irá progresando de
hora en hora, y cambiará sus defectos en virtudes; yo le
perdonaré todo lo que procede de la debilidad humana,
para que después de esta vida reciba también todo lo
que preparé para el hombre que me propuse exaltarlo
por encima de los ángeles”.
5. Al acercarse la hora de recibir la comunión rogó
al Señor que ese día, liberadas ya de las penas, asociase
a los coros celestiales a todas las almas nombradas mu-
chas veces en las oraciones de la persona citada, y tam-
bién a todos los pecadores que habían de salvarse. Pero
no se atrevía a pedir que se dignara adelantar el tiempo
de su gracia a los que serían condenados
El Señor corrige su pusilanimidad y le dice: “¿No
merece acaso la dignidad de la presencia de mi inmacu-
18 
Lc 2, 52.
236 Santa Gertrudis de Helfta

lado cuerpo y de mi preciosa sangre que también los que


están en estado de ser condenados sean devueltos a un
estado de vida mejor?” Reflexionaba ella en la extensa
amplitud de estas palabras y dice: “Puesto que tu ines-
timable bondad se digna condescender tan abundante-
mente a mis súplicas, ruego a tu majestad, en unión con
el amor y el deseo de todas tus criaturas, que según el
número de almas que saquéis del purgatorio me conce-
das igual número de pecadores que viven en estado de
condenación vuelvan a tu gracia en cualquier tiempo o
lugar donde se encuentren, por los que tú te has dignado
ser rogado, sin elegir con preferencia amigos, consan-
guíneos o parientes”. El mismo Señor le garantizó que
aceptaba esto con benevolencia.
6. Ella dijo: “Quisiera saber, Señor, qué te gustaría
que yo añadiera a mis oraciones en favor de ellos”. Al
no recibir respuesta a esta cuestión dijo: “Pienso, Se-
ñor, que por mi infidelidad no merezco recibir respues-
ta a estas preguntas, porque tú que conoces todos los
corazones19, sabes que como soy tan negligente quizá
no hubiera cumplido lo encomendado”. Entonces le res-
ponde dulcemente el Señor con mirada serena: “Sólo la
confianza puede alcanzarlo todo fácilmente; pero si tu
fervor no desiste en añadir alguna cosa más, reza 365
veces Alabad al Señor todos los pueblos20 para suplir mi
alabanza divina descuidada por ellos.

19 
Cf. Est 13, 12; Dn 13, 42; Jn 21, 17
20 
Sal 116.
CAPÍTULO X

Tres ofrendas

1. Había decidido omitir la santa comunión en la


fiesta de san Matías, impedida por muchas razones. Du-
rante la primera misa se concentraba en Dios y en sí
misma y el Señor se le mostraba con tan tierno afecto
como nunca podrá expresar un amigo a su amigo. A ella
no le satisfacía porque, acostumbrada a recibir favores
mayores y de manera más noble, deseaba olvidarse de
sí misma, y transformarse en el Amado, llamado fuego
abrasador, para unirse a él en la más íntima comunión,
derretida por el ardor de su caridad. Como le era impo-
sible conseguirlo en este momento, renunció para gloria
de Dios, alabándole según costumbre.
Primero ensalza la inmensa bondad y condescen-
dencia de la adorable Trinidad por las gracias, que des-
de su abismal desbordamiento no dejaron nunca de fluir
en beneficio de todos los bienaventurados.
Segundo por todas las gracias concedidas a su dig-
nísima Madre.
Tercero por toda la gracia infusa de la santísima hu-
manidad de Jesucristo. Pide a todos los bienaventurados
en general y a cada uno en particular que ofrezcan un
sacrificio a la gloriosa y siempre serena Trinidad, para
suplir sus negligencias con la solicitud y la preparación
238 Santa Gertrudis de Helfta

que se presentaron perfectísimamente santificados el


día de ser llevados al cielo para contemplar la gloria
del Señor, y ser recompensados con premios eternos.
Lo cumplieron recitando tres veces: Alabad al Señor to-
das las naciones21, etc. La primera en honor de todos los
santos, la segunda para honrar a la gloriosa Virgen, la
tercera en honor del Hijo de Dios.
A esto le dijo el Señor: ¿Cómo vas a recompensar a
mis santos las súplicas que ofrecían por ti cuando te dis-
ponías a interrumpir aquella ofrenda de acción de gra-
cias que acostumbrabas a ofrecer por ellos? Ella calló.
2. En el momento de presentar la hostia deseaba
ardientemente22 encontrar una ofrenda que pudiera pre-
sentar dignamente al Padre en alabanza eterna.
Recibió esta respuesta del Señor: “Si te dispones
hoy a recibir el vivificante sacramento de mi cuerpo y
sangre, recibirás con toda seguridad el triple beneficio
que has deseado en esta misa, a saber, gozarás de mi
íntima dulzura, y derretida por el ardor de mi divinidad
te fundirás conmigo como el oro se funde con la plata.
Entonces tendrás ese precioso tesoro para ofrecerlo dig-
nísimamente a Dios Padre en alabanza eterna, y todos
los santos tendrán su recompensa totalmente cumplida”.
Convencida con esas palabras, se encendía en tal de-
seo de volar a recibir tan salvífico sacramento, que creía
no le sería difícil conseguirlo, aunque tuviera que pasar
entre espadas. Recibido el Cuerpo del Señor, mientras
daba devotas gracias a Dios, el mismo Amante de los
hombres dialogaba con ella de esta manera: “Tú has de-
21 
Sal 116.
22 
Cf. Lc 22, 15.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 239

cidido hoy por propia voluntad ofrecerme con los de-


más [simples obreros] paja, barro y ladrillos23, pero yo
te he colocado entre los que se sacian dichosos de mi
mesa real”.
Como ese mismo día otra persona se abstuviera de
la santa comunión sin motivo razonable, dijo esta sierva
al Señor: “¿Cómo permitiste, Dios misericordiosísimo,
que fuera ella tentada de esa manera?”
Le responde el Señor: “¿Soy yo la causa de que ella
apartara sus ojos tan lejos de lo que cubría su indignidad
para que no pudiera advertirlo la ternura de mi paternal
afecto?”

23 
Cf. Ex 1,14.
CAPÍTULO XI

Indulgencia y deseo de la voluntad divina

1. En una ocasión oyó que se predicaba una indul-


gencia de muchos años, como era costumbre, para re-
caudar ofrendas. Con piadoso corazón dijo al Señor: “Si
ahora, Señor, abundara en riquezas, ofrecería con toda
generosidad gran cantidad de oro y plata24, y con esta
indulgencia se me perdonarían los pecados para gloria y
alabanza de tu nombre”.
Le responde el Señor con benignidad: “Con la auto-
ridad de mi divinidad te concedo la remisión plena de
todos tus pecados y negligencias”. Al instante contem-
pló su alma resplandeciente con nívea blancura, libre
de toda mancha. Pocos días después, al entrar dentro de
sí misma y contemplar su alma resplandeciente aún de
blancura como la había contemplado antes, comenzó a
temer haber sido engañada en esa manifestación de la
inocencia de su alma y pensaba para sí que la pureza
mostrada era excesiva para ser verdadera, pues debería
aparecer con alguna mancha debido a las constantes caí-
das en negligencias y debilidades debidas a la fragilidad
humana.
24 
Cf. Esd 8, 30.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 241

El Señor la consoló de tal desolación con estas pala-


bras: “¿Es que no reservo para mí más poder que el que
otorgo a mis criaturas? Si a este sol material le concedí
tal fuerza que, si cae alguna mancha en un paño blanco,
borrada esa mancha al instante por la fuerza de su calor
y resplandor recupera la anterior e incluso mayor blan-
cura, ¿cuánto más yo, que soy el creador del sol, diri-
giré la mirada de mi misericordia al alma, y podré con-
servarla incontaminada de toda mancha de pecado o de
negligencias, consumiendo en ella con la fuerza de mi
ardiente amor todo lo que estuviere manchado?”
2. En otra ocasión al considerar su indignidad y
pusilanimidad se desanimó tanto que no podía ejerci-
tarse en la alabanza divina, o dedicarse a la fruición de
la contemplación como acostumbraba; fue finalmente
conmovida de tal manera por gratuita misericordia de
Dios al unirse a la vida santísima de Jesucristo, que le
parecía presentarse según su deseo ante el Rey de reyes,
de la misma manera que Ester se presentó ante el rey
Asuero, y le habla la amorosa gracia del Salvador con
estas palabras: “¿Qué mandas, mi reina y señora?”
Responde ella: “Pido y deseo con todo el corazón
que según tu mejor beneplácito se realice en mí tu vo-
luntad laudabilísima”.
El Señor llama por su nombre a cada una de todas
aquellas personas que se habían encomendado a sus
oraciones y le dice: “¿Qué pides para ésta, la otra y la de
más allá, que hoy se han encomendado de modo espe-
cial a tus oraciones?”
242 Santa Gertrudis de Helfta

Ella: “No me complace pediros otra cosa, Señor,


sino que se realice en todas ellas tu serenísima volun-
tad”.
Después de esto insiste el Señor: “¿Y qué quieres
que haga por ti?”
Ella: “Por encima de todas las alegrías deseo que se
realice en mí y en todas las criaturas tu serenísima y lau-
dabilísima voluntad. Para que esto se realice, que esté
totalmente dispuesta a ofrecer cada uno de mis miem-
bros a cualquier sufrimiento”.
A estas palabras la benignísima piedad de Dios que
se le había anticipado, le inspiraba estos deseos y la
acompañaba para realizarlos, le respondió con estas pa-
labras: “Por haber promovido con tanta devoción y di-
ligencia mi voluntad, mira, según mi habitual benevo-
lencia premio tus esfuerzos con el siguiente don: poder
presentarte ante mis ojos como si nunca o en lo más mí-
nimo hubieras pospuesto mi voluntad”.
CAPÍTULO XII

La transfiguración que realiza la gracia

1. Mientras se cantaba la antífona: Sobre mi lecho,


etc.25, en la que, entre otras cosas se repiten cuatro veces
en la misma antífona las palabras: Al que ama mi alma,
le pareció que se refería a cuatro maneras de buscar el
alma fiel a Dios:
Por la primera, es decir: En mi lecho busque por la
noche al que ama mi alma26, comprendió el primer ca-
mino por el que el alma busca a Dios en el lecho de la
contemplación mediante la exaltación de la alabanza.
Sigue la antífona: Lo busqué, pero no lo encontré; por-
que el alma, envuelta en la carne mortal no puede expla-
yarse plenamente en la alabanza a Dios.
Por la segunda se expresa en lo que sigue: “Me le-
vantaré, y recorreré la ciudad por calles y plazas bus-
cando al amor de mi alma; comprendió la solicitud en
dar gracias, por la que el alma recorre calles y plazas,
esto es, las distintas maneras que usa Dios para favore-
cer a su criatura. Pero aquí tampoco es posible rendir las
alabanzas de una manera digna, por eso se añade tam-
bién: Lo busqué pero no lo encontré.
Por la tercera que sigue: Me encontraron los centine-
las que guardan la ciudad, y comprendió que la justicia
25 
Ct 3, 1.
26 
Ct 3,1.
244 Santa Gertrudis de Helfta

y la misericordia de Dios invitan al alma a entrar dentro


de sí misma, considerar su indignidad con relación a los
beneficios de Dios, gemir y hacer penitencia por sus ma-
las acciones y buscar la misericordia de Dios diciendo:
¿Has encontrado al que ama tu alma? Desconfiada así
de sus propios méritos, vuelve con humilde confianza a
la bondad divina, y el alma fiel ha encontrado al que ama
por la oración fervorosa, o por inspiración de la gracia.
2. Terminada la antífona con la que la divina bon-
dad le permitió saborear estas gracias y otras que se-
ría imposible comunicar por escrito, sintió su corazón
conmovido con tal fuerza, que incluso cada uno de sus
miembros experimentó la conmoción hasta parecer que
habían perdido su vigor. Entonces dice al Señor: “Aho-
ra sí me parece que puedo decir con toda verdad: ¡Mira,
Amado mío! no solo mis entrañas sino todos mis miem-
bros se han conmocionado por tu presencia”27.
A esto le responde el Señor: “Siento y conozco per-
fectamente lo que de mí sale y a mí vuelve. Pero tú, en-
vuelta aún en la carne mortal, no podrás conocer nunca
cómo toda la dulzura de mi dignidad se ha conmocio-
nado por ti”. Y añadió: “Sábete, sin embargo, que por
la gracia de esta conmoción recibiste una glorificación
ante mí como la que recibió mi cuerpo en el monte Ta-
bor en presencia de tres de mis discípulos, para que yo,
conmovido por la dulzura del amor, pueda decir con
propiedad: Este es mi Hijo amado en el que me he com-
placido plenamente28. Porque conviene a tal gracia que
por ella sean iluminados de modo admirable con gloria
destellante, tanto el cuerpo como el alma.
27 
Cf. Gn 43, 30.
28 
Mt 17, 5.
CAPÍTULO XIII

Reparación digna

1. En una ocasión sucedió que mientras se dobla-


ban los ornamentos cayó una hostia y se dudaba si esta-
ba consagrada o no. Ésta consultó al Señor sobre ello e
instruida por él comprendió que dicha hostia no estaba
consagrada. Se alegró mucho por no haberse cometido
negligencia; sin embargo como ardía en celo por la ala-
banza divina, dijo al Señor: “Aunque tu inmensa bon-
dad ha cuidado que no se cometiera en este caso nin-
guna ofensa al Sacramento del altar, como tantas veces
recibes ultrajes parecidos29, no diré solo de tus enemi-
gos, paganos o judíos, sino ¡oh dolor!, de tus mejores
amigos, de los fieles redimidos con tu sangre y, lo digo
llorando30, en ocasiones también de sacerdotes y reli-
giosos; yo nunca manifestaré que esta hostia no estaba
consagrada, no sea que por mí os veáis privados de la
debida reparación”.
2. Y añadió: “Concédeme, Señor Dios, conocer
qué reparación te resulta más aceptable por cualquier
ofensa. La aceptaría encantadísima, aunque debiera en-
tregar todas mis fuerzas, para alabanza y gloria de tu
amor”.
29 
Mt 22, 6; Mc 12, 4.
30 
Cf. Flp 3, 18.
246 Santa Gertrudis de Helfta

Entendió que el Señor lo aceptaba si se recitaban


225 Padrenuestros en honor de sus santísimos miem-
bros y se hacían otras tantas obras de caridad al próji-
mo en reverencia del que dijo: Lo que hicisteis a uno
de estos mis humildes hermanos, a mí me lo hicisteis31,
en unión de aquel amor por el que Dios se hizo hombre
por nosotros. Que se ofrezcan también otras tantas re-
nuncias a goces vanos e inútiles, en honor de su gozo
divino.
¡Oh, qué grandes e inefables son la misericordia y
ternura del Señor que nos ama y acepta de nosotros e
incluso recompensa tales ofrendas con tanto agrado! Si
no se le ofrecieran, seguiría con todo derecho el castigo
merecido.

31 
Mt 25, 40.
CAPÍTULO XIV

Dos medios para purificar el alma

1. El Señor, celoso siempre de la salvación de sus


elegidos, suele a veces hacer trabajosas incluso las co-
sas pequeñas para aumentar el cúmulo de sus méritos.
Así, cierto día le resultó tan penoso confesarse a esta
sierva, que le pareció no poder hacerlo con sus propias
fuerzas y lo encomendaba al Señor en la oración con
todo el fervor que le era posible.
Recibió esta respuesta del Señor: “¿Quieres enco-
mendarme esta confesión con plena confianza, sin hacer
en adelante ningún esfuerzo para realizarla?”
Responde ella: “Confío plena, absolutamente en tu
omnipotente bondad, Señor mío. Pero me parece irres-
petuoso, después de haberte ofendido con mis pecados,
no trabajar con amargura de mi alma, para ofrecerte un
eficaz arrepentimiento”. Acepta gustoso el Señor. Ella
se sumerge totalmente en la consideración de sus pe-
cados. Le parece encontrarse ante sí misma con la piel
desgarrada, como si se hubiera revolcado entre espinas.
Presenta su estado miserable al Padre de las misericor-
dias para que la cure como experimentado y seguro mé-
dico. El Señor se inclina dulcemente hacia ella y le dice:
“Calentaré para ti con mi divino aliento el baño de la
confesión y una vez purificada según mi beneplácito, te
presentarás a mí sin mancha alguna”.
248 Santa Gertrudis de Helfta

Quiere ella despojarse de su ropa para sumergirse en


ese baño y dice al Señor: “De tal manera me despojo de
todo honor humano por amor a tu honra, Señor mío, que
estaría dispuesta, si fuera necesario, a manifestar todos
mis pecados al mundo entero”. Entonces el Señor, como
si la encontrara sin vestidos, la cubre con su túnica, la
arrulla en su regazo y le hace esperar hasta que se pre-
parase dicho baño.
2. Mientras se acercaba el momento de la confe-
sión es fuertemente atormentada por los pensamientos y
dice al Señor: “El tierno Corazón de tu paternal miseri-
cordia no ignora cuánto me cuesta hacer esta confesión,
¿por qué permites Dios bondadoso que sea atormentada
por estos pensamientos?
Le responde el Señor: “Las jóvenes bañistas suelen
ser ayudadas por quienes les dan masajes, del mismo
modo serás tú fortalecida por el quebranto de las tribu-
laciones”. Entonces contempla ella un baño preparado a
la izquierda del Señor del que salía un finísimo vapor,
le muestra también el Señor a su derecha un precioso
jardín de delicias con variedad de hermosas flores. Pero
aparecían sobre todo en ese jardín hermosísimas rosas
sin espinas, que con toda la fuerza de su lozanía exhala-
ban un perfume vivificante que atraía a los que se acer-
caban con una seducción maravillosa. Le insinuaba el
Señor que entrara en aquel atractivo jardín si lo prefería
al baño que le parecía insoportable.
Replica ella: “De ninguna manera, Señor, entraré sin
vacilar en el baño que me has preparado con tu divino
soplo”.
Y el Señor: “Sea este tu eterna salvación”.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 249

3. Comprendió que ese jardín significaba la suavi-


dad interior de la gracia divina que, llevada por el soplo
tenue y suave del amor32, derramaba en el alma fiel el
rocío perfumado de amorosas lágrimas. Al momento la
pone blanca como la nieve, con plena seguridad no solo
del perdón de los pecados, sino también de verse colma-
da de desbordantes méritos. Con ello toma conciencia
que eran muy gratas al Señor las penalidades que había
asumido por su amor, desechando las que eran más con-
fortables. Al retirarse después de la confesión al lugar
de la oración, sintió acercarse muy complacido al Señor
que había permitido le fuera tan penosa la confesión de
aquellas faltas que otras personas proclaman como va-
nagloriándose en público, sin sentir reparo de ello.
4. Conviene saber que el alma se purifica de todos
los pecados33 principalmente por dos medios: En pri-
mer lugar por la amargura de la penitencia y todo lo que
le acompaña, significado por el baño. En segundo lu-
gar por la lenta combustión del amor divino y cuanto le
acompaña, que es simbolizado en el encantador jardín.
Después de la confesión se detuvo en la contempla-
ción de la herida de la mano derecha del Señor, como
si descansara en la distendida transpiración del baño sa-
cramental, mientras cumplía la penitencia impuesta por
el sacerdote. Pero como ésta debía diferirse por algún
tiempo, le preocupaba mucho que no se le concediese la
visita íntima y generosa de su dulcísimo y amantísimo
Señor hasta que la cumpliera. Por eso durante la misa en
la que es inmolada por el sacerdote la hostia sacrosan-
32 
Cf. Ct 4, 16.
33 
Cf. 2Co 7, 1.
250 Santa Gertrudis de Helfta

ta, verdadera y eficacísima reconciliación de todos los


pecados de los hombres, ella ofreció la misma oblación
al Señor en acción de gracias por el beneficio del baño
purificador y la propiciación expiatoria de todas sus cul-
pas. Aceptada así la ofrenda, es acogida en el benignísi-
mo regazo del Padre, experimentando en sí misma que
era realmente visitada por [el Sol] que nace de lo alto
con las entrañas de su misericordia34 y su verdad.

34 
Cántico del Benedictus. Cf. Lc 1,78.
CAPÍTULO XV

El árbol del amor

1. Al día siguiente en el momento de la elevación


de la hostia durante la misa, estaba como somnolienta
con poca atención a la oración. Al sonido de la campani-
lla ve al Rey y Señor35 Jesús. Sostenía con ambas manos
un árbol que parecía cortado a ras de tierra, cubierto de
frutos exquisitos. Cada una de sus hojas emitía rayos de
luz como estrellas de maravillosa blancura. El Señor sa-
cudió el árbol en medio de la corte celestial que gustaba
de su fruto maravilloso.
Después el Señor plantó el árbol en el centro del
huertecillo del corazón de su sierva para que ella le hi-
ciera producir frutos más abundantes y pudiera descan-
sar bajo su sombra refrescante. Una vez acogido el árbol
y plantado en su corazón, para que crecieran sus frutos
comenzó a rezar por una persona que hacía muy poco le
había hecho sufrir. Pedía padecer de nuevo el gran su-
frimiento sentido, para que el Señor derramara gracias
más abundantes sobre esa persona. Mientras oraba de
esta manera advirtió en lo más alto del árbol una flor de
color maravilloso que se transformaba en fruto a medi-
da que ella ponía por obra su buena voluntad.
35 
Cf. Is 6, 5.
252 Santa Gertrudis de Helfta

Ese árbol significaba la caridad que no solo produce


frutos de buenas obras sino también flores de buenos de-
seos e incluso radiantes hojas de santos pensamientos.
Por eso los ciudadanos del cielo se alegran cuando al-
guien se compadece de otro e intenta aliviar las necesi-
dades de sus prójimos según sus posibilidades.
En ese mismo momento de la elevación de la hostia
recibió un maravilloso adorno de oro36, sobre la túnica
de color rosa que había vestido el día anterior mientras
reposaba en el pecho del Señor.
2. Ese mismo día se le apareció durante Nona el
Señor en figura de un elegante y delicado joven. Le pe-
día cogiera nueces de dicho árbol y se las ofreciera a él.
Con este fin la levantó y la sentó en una rama.
Le dice ella: “¡Oh amantísimo joven! ¿Cómo me pi-
des esto a mí que soy débil tanto en virtudes como por
el sexo? Sería más oportuno que fueras tú quien me las
ofrecieras a mí”. “No, -responde él-, la esposa que está
en su casa, en la casa de sus padres como en la suya
propia, puede actuar con más confianza que el pudoroso
esposo que acude alguna vez a visitarla. Pero si la espo-
sa trata entonces con delicadeza al esposo cuando la re-
cibe en su casa, éste la acogerá siempre a ella con todo
el cariño y ternura”. Así comprendió que es inexcusable
el argumento de los que dicen: Si Dios quisiera que yo
hiciera esto o aquello, me daría la gracia para realizar-
lo. Pues es justo que el hombre doblegue en esta vida su
juicio en todas las cosas por amor de Dios, sin consentir
gusto propio alguno a su propia voluntad. Esto en el fu-
turo le será gratificante.
36 
Cf. Sal 44, 10.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 253

Cuando ella quería ofrecerle las nueces, el joven su-


bió al árbol y sentándose junto a ella le pidió que las
pelara, descascarillara y preparara para comerlas. Con
esto quiso enseñar que no es suficiente al hombre do-
blegar su juicio para hacer bien al enemigo, si no busca
también la ocasión y la forma de realizarlo. Con este
ejemplo [de las nueces] quiso enseñarla que hiciera el
bien a sus perseguidores. El Señor mostró en el mismo
árbol las nueces que son amargas y de cáscara dura, y
las manzanas. Porque el amor de los enemigos debe in-
tercalarse con la dulzura del amor de Dios, por el que
uno debe estar incluso preparado a soportar la muerte
por Jesucristo.
CAPÍTULO XVI

Utilidad de la desolación
y la comunión espiritual

1. Mientras la comunidad cantaba la misa Salve,


santa Madre de Dios, para honrar a la Madre de Dios el
último día que se celebraban los oficios divinos37, dijo
al Señor durante la colecta: “¿Cómo nos vas a consolar,
Dios benignísimo, de la presente tribulación?”
Le responde el Señor: Aumentaré mis delicias con
vosotras. Como el esposo goza con más libertad de la
esposa en la cámara nupcial que en público, así serán
mi delicia vuestros suspiros y desconsuelos. Y en vo-
sotras crecerá el progreso en mi amor como se extiende
la fuerza del fuego en lugar cerrado. Aún más, para au-
mento de ambas cosas, como al crecer el agua se lanza
con ímpetu, de igual modo se lanzarán con ímpetu mis
delicias hacia vosotras y vuestro amor hacia mí”.
Pregunta ella: “¿Cuánto durará este entredicho?”
Le responde el Señor: “Mientras él dure durarán
también estas gracias”
37 
Este capítulo hace referencia al entredicho lanzado contra el monasterio por
los canónigos de Halberstadt durante la vacante episcopal por cuestiones econó-
micas hacia el año 1296. De este hecho se hacen eco las tres místicas escritoras
de Helfta: Matilde de Magdeburgo, La luz divina que ilumina los corazones,
VII, c. 53 en Biblioteca Cisterciense n. 17 p. 418-419. Matilde de Hackeborn,
Libro de la gracia especial, primera parte, c. 27. En Biblioteca Cisterciense, n.
23, p. 173 y notas 218 y 219. Y Gertrudis la Magna , en este lugar.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 255

Añade ella: “Parece vergonzoso a los grandes de la


tierra admitir en su intimidad a personas de la más vil y
baja condición. De igual modo sería indecoroso para ti,
Rey de reyes abrirme a mí, la más vil de todas las cria-
turas, los secretos de tus divinos designios. Aquí creo
encontrar la causa de no haber dado una respuesta clara
a mi pregunta, aunque ya antes de hacerla te es patente
el final de todas las cosas”.
“No es así, respondió el Señor, es mi gran solicitud
por tu salvación. Si alguna vez te elevo por la contem-
plación para admitirte en mis secretos, otras veces te
excluyo de ellos para guardar tu humildad. Cuando los
recibes te das cuenta qué eres por mí, y cuando careces
de ellos reconocerás qué eres por ti misma”38.
2. Mientras en el ofertorio de la misa: Acuérdate,
Virgen Madre, se cantaban las palabras: de pedir bienes
para nosotros, esta sierva se dirigía a la Madre de toda
gracia. Le dijo el Señor: “No es necesario que alguien
hable a tu favor, yo por mí mismo estoy completamente
a favor tuyo”.
Ella recordaba muchas faltas tanto suyas como de
otras hermanas, y dudaba que el Señor pudiera afirmar
que estaba totalmente favorable. Entonces oyó al Señor
que le decía tiernamente: “Mi natural bondad me inclina
a mirar lo mejor que hay en cada alma y la abrazo con
toda mi divinidad, llevando lo que es más imperfecto a
mayor perfección”.
Le dice ella: “¡Oh Dios espléndido! ¿Cómo has po-
dido concederme ahora, a mí tan indigna y sin prepara-
ción, tantos y tan consoladores dones de tu gracia?”
38 
Cf. Vida de san Benito en los Diálogos de san Gregorio, 21
256 Santa Gertrudis de Helfta

El Señor: “Me obligó el amor”


Ella: “¿Dónde están ahora aquellas manchas que
contraje hace poco con la impaciencia de mi corazón y
mostré incluso con palabras?”
El Señor: “Las consumió totalmente el fuego de mi
divinidad como consumo toda mancha deforme en toda
alma hacia la que me inclino gratuitamente con mi be-
nignidad”.
Ella: “¡Oh Dios clementísimo!, como tu gracia se
ha adelantado tantas veces a mi indignidad, quisiera sa-
ber si estas faltas, como la impaciencia mencionada y
otras semejantes las deberá purgar mi alma después de
la muerte”.
El Señor por su bondad parecía no haberse enterado.
Insistió ella: “Verdaderamente, Señor, si así lo exige
la honra de tu justicia, descenderé gozosa y espontánea-
mente incluso al infierno para ofrecerte una reparación
más digna. Pero si tu natural bondad y misericordia ala-
ban más tu gloria en que estas faltas sean todas con-
sumidas por el fuego de tu amor, exigiré con absoluta
libertad a tu amor que purifique todas las manchas de
mi alma más allá de lo que merezco”. El Señor aceptó
amablemente según la abundancia de su divina ternura.
3. Al día siguiente, mientras se celebraba la misa
para el pueblo, al acercarse el momento de la comunión
dijo al Señor: “¿No os compadeceréis de nosotras, Padre
clementísimo, que por los bienes [temporales] con que
debemos sustentarnos para servirte a ti, nos veamos pri-
vadas del don tan precioso de tu cuerpo y de tu sangre?”
Le respondió el Señor: “¿Cómo no podría compade-
cerme de mi esposa cuando la llevo al florido y atrayen-
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 257

te lugar del festín, si antes de introducirla la aparto a un


lugar más sobrio para arreglar con mi propia mano los
defectos que pueda descubrir en su túnica o en sus ador-
nos y así introducirla con más decoro?”
Ella: “¿Cómo pueden tener tu gracia, Señor mío, los
que nos han afligido con este daño?”
4. El Señor: Déjalos, esto lo trataré yo con ellos.
Próximo el momento de la ofrenda de la hostia sal-
vífica, ofreció la misma hostia al Señor en alabanza
eterna para salvación de toda la comunidad39. El Señor
recibe esa hostia en sí mismo y exhalando una vivifican-
te suavidad desde lo más profundo de su ser dijo: “Las
embriagaré con el alimento de esta divina aspiración”.
Entonces le dice al Señor: “¿Ahora, Señor mío, aho-
ra te vas a entregar en comunión a toda la comunidad?”
Le responde: “No, solo a las que lo desean y anhelan
tener ese deseo. No obstante como las demás pertenecen
también a la comunidad, recibirán como fruto tener un
fuerte deseo, a semejanza de quien tiene poco interés
por ese alimento, pero atraído por el suave perfume del
mismo durante mucho tiempo40, comienza a sentir el
placer de comerlo”.
5. El día de la Asunción durante la elevación de la
hostia oyó al Señor que decía: “Vengo a ofrecerme en sa-
crificio a Dios Padre por la salvación de mis miembros”.
Responde ella: “¿Acaso permites, Señor mío aman-
tísimo, que nosotras tus miembros seamos amputados
39 
Alusión al Orad, hermanos, …de la misa
40 
Cf. Ct 1, 3.
258 Santa Gertrudis de Helfta

de ti por el anatema con que nos amenazan los que in-


tentan arrebatarnos nuestros bienes?”
El Señor: “Quien fuera capaz de arrancarme la mé-
dula de mi más profunda intimidad por la que estáis pe-
gadas a mí, ese os separaría de mí”. Añadió el Señor:
“El anatema [excomunión] que se os ha impuesto por
esa causa no os hará más daño que le haría quien in-
tentara cortar un objeto con un cuchillo de madera: no
penetraría nada y solo dejaría una pequeña huella del
cuchillo”.
Entonces dijo ella al Señor: “¡Ay, Señor Dios! Si tú
que eres la verdad infalible, me has revelado en la inti-
midad a mí, indignísima, que habías dispuesto aumentar
en nosotras tus delicias y acrecentar nuestro amor a ti,
¿cómo se quejan ahora algunas de haberse enfriado en
tu amor?”
Responde el Señor: “Yo poseo en mí todos los bie-
nes y en el momento oportuno reparto a cada uno lo que
le conviene”.
CAPÍTULO XVII

Condescendencia del Señor


y comunicación de su gracia

1. El domingo que coincidía la celebración de la


fiestas de san Lorenzo y la dedicación de la Iglesia,
mientras oraba durante la primera misa por algunas per-
sonas que se habían encomendado piadosamente a sus
oraciones, vio descender desde el trono celeste hasta la
tierra una cepa verde; los salientes de las hojas [a modo
de peldaños] permitían ascender desde lo más profundo
a lo más elevado. Comprendió que esa escala ascenden-
te era la fe por la que los elegidos son elevados a las rea-
lidades celestiales. A la hora que debía comulgar la co-
munidad, si no lo impidiera el entredicho, reconoció en
el cielo a muchas hermanas de comunidad que estaban
a la izquierda del trono, y también vio al Hijo de Dios
de pie con gran reverencia en presencia del Padre ce-
lestial. Esta sierva tuvo gran deseo de que a ella como a
las demás presentes se les ofreciera espiritualmente por
divina clemencia, a la que ningún poder humano puede
resistir, el vivificante Sacramento.
Entonces vio al Señor Jesús como si mojara en el
corazón de Dios Padre la hostia que tenía en la mano.
Al extraerla estaba enrojecida, como teñida de sangre.
Conmovida por esta visión recapacitaba dentro de sí
260 Santa Gertrudis de Helfta

qué podría significar esto, puesto que el rojo significa


la pasión, y Dios Padre no había presentado nunca un
signo de la pasión. Concentrada en estos pensamientos
descuidó experimentar el efecto de su deseo anterior.
Solo más tarde comprendió que el Señor hizo su lugar
de sosegado reposo en los corazones y las almas de cada
una que antes había contemplado elevada [a la izquier-
da del trono]. Pero no pudo entender qué significaba ese
hecho.
2. En medio de estos pensamientos recordó a una
persona que antes de la misa se había encomendado con
humildad y devoción a sus oraciones, y rogó al Señor
por ella para que la hiciera también partícipe del mismo
favor.
Recibió la siguiente respuesta: “Nadie podía subir
hasta allí por la escala de la fe que se había mostrado, si
no era elevada por la virtud de la confianza, que aquella
persona por la que había rezado tenía muy poca”.
Responde ella: “Señor, me parece que tiene poca
confianza debido a su humildad, por la que tú acostum-
bras a derramar más abundantes gracias”.
El Señor: “Descenderé y comunicaré mis dones a
ella y a todos los que se encuentren en el valle [de la
humildad].
Entonces le pareció ver al Señor de las virtudes des-
cender por una escalinata pintada de rojo y poco des-
pués apareció en el centro del altar de la iglesia revesti-
do con ornamentos pontificales. Tenía en las manos un
copón parecido a aquellos en los que suele conservar-
se la hostia consagrada. Durante toda la misa hasta el
prefacio permaneció sentado frente al sacerdote. Había
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 261

tal multitud de ángeles a su servicio que se veía llena


toda la iglesia a la derecha del Señor, es decir, al sep-
tentrión. Mostraban una alegría especial por encontrarse
con gran afecto en aquellos lugares donde sus conciu-
dadanos, a saber la comunidad, habían ofrecido muchas
veces sus fervorosas oraciones.
A la izquierda del Señor, esto es, al mediodía, esta-
ba solo el coro de los Ángeles, a parte de ellos el coro
de los Apóstoles, luego el de los Mártires, aquí el de los
Confesores, detrás el de las Vírgenes. Ella contemplaba
todo esto y recordaba con admiración que la pureza se-
gún la Escritura acerca a Dios41. Contempló entre el Se-
ñor y las santas vírgenes una luz especial, radiante con
blancura de nieve y unió las vírgenes con el Señor con
preferencia a los demás santos, en dulcísima ternura,
alegría y maravillosa familiaridad. Contempló también
algunos rayos de extraordinario resplandor proyectados
hacia las hermanas de la comunidad como si no hubiera
impedimento alguno entre el Señor y ellas, aunque esta-
ban materialmente separadas por muchas paredes entre
ellas y la iglesia en la que tenía esta visión.
3. Maravillada con gran fruición esta sierva de
todo lo anterior, y preocupada también de las demás
hermanas de la comunidad, dijo al Señor: “Ahora que tu
desbordante ternura, Señor, me ha regalado una gracia
de tan increíble suavidad ¿qué concederás a éstas que,
tal vez entregadas a fatigosos trabajos exteriores, gozan
menos de gracias parecidas?”
Le responde el Señor: “Yo las unjo con bálsamo aun-
que estuvieran somnolientas”. Examinaba ella la fuerza
41 
Sb 6, 20
262 Santa Gertrudis de Helfta

del bálsamo y se admiraba mucho que pudieran obtener


frutos semejantes las que se ejercitaban en obras espiri-
tuales y las que no se ejercitaban. Puesto que el bálsamo
hace incorruptibles los cuerpos ungidos, hay poca dife-
rencia que sean ungidas con el mismo mientras duer-
men o mientras están despiertas”.
Recibió esta comparación de forma más inteligible
con el siguiente ejemplo: cuando el hombre come, todo
el cuerpo es fortalecido en cada uno de sus miembros,
pero solo la boca se deleita con el sabor de la comida.
De igual modo, cuando se concede una gracia especial
a los elegidos debido a la desbordante bondad de Dios,
crecen los méritos de todos los miembros, especialmen-
te si pertenecen a la misma comunidad, excepto los que
se lo impiden a sí mismos por envidia o mala voluntad.
4. Así las cosas, mientras se entonaba el Gloria a
Dios en el cielo, el Señor Jesús, Pontífice supremo, ex-
haló un suspiro a manera de ardiente llamarada hacia el
cielo para glorificar al Padre. Con las palabras: y en la
tierra paz a los hombres que ama el Señor derramó ese
mismo suspiro hacia las presentes en forma de níveo
resplandor. Después, a las palabras: Levantemos el co-
razón, se levantó el Hijo de Dios y con gran fuerza atra-
jo hacia sí los deseos de todos los presentes. Enseguida
vuelto hacia el oriente, rodeado por todas partes de in-
numerables ángeles que le servían, permaneció con las
manos elevadas y por medio de las palabras del prefacio
ofreció a Dios Padre los votos de los fieles.
Al comenzarse a cantar: Cordero de Dios, se derra-
mó con su inescrutable sabiduría en lo más íntimo de
cada uno de los presentes y elevándose a lo más alto
del cielo mientras se cantaba el tercer Cordero de Dios,
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 263

presentó por sí mismo a Dios Padre la ofrenda de los vo-


tos y deseos de todos. De este modo dio la paz a todos
los santos presentes con su bendita boca que desborda-
ba dulzura, pero concedía este privilegio al coro de las
vírgenes con preferencia a los demás, de manera que
después de besarles en la boca estampaba también un
dulcísimo beso en sus pechos. A continuación el Señor,
como si afluyera todo el amor melifluo de la divinidad,
se comunicó él mismo a la comunidad con estas pala-
bras: “Soy todo vuestro. Goce cada una de mí según sus
deseos”.
Entonces dijo ella al Señor: “Ahora, Señor, estoy sa-
ciada de increíble dulzura; sin embargo, aunque estás
en el altar, me parece verte distanciado de mí. Que en la
bendición de esta misa mi alma se sienta total e íntima-
mente unida a ti”. El Señor lo realizó con tal fuerza que
ella se sintió apretada a su pecho en divina unión por el
abrazo del Señor tan tierno como fuerte.
CAPÍTULO XVIII

Preparación para recibir el Cuerpo de Cristo

a) Ejercicio de preparación para la comunión.


1. Se acercaba un día para recibir el vivificante Sa-
cramento, y cuando en la antífona Goza y alégrate se
cantaban aquellas palabras Santo, Santo, Santo, arroja-
da al suelo con humildad de corazón suplicaba al Señor
que se dignara prepararla para poder participar digna-
mente en el banquete celestial para su alabanza y pro-
vecho de todo el mundo. Al instante el Hijo de Dios se
inclina hacia ella como tierno amante y le estampa un
suavísimo beso en su alma. Mientras se cantaba el se-
gundo Santo le dice a ella: “Mira, en este beso unido a
este Santo que se ofrece en honor de mi persona, te con-
cedo toda la santidad tanto de mi divinidad como de mi
humanidad para que puedas acercarte con ella [a la co-
munión] dignamente preparada”
2. Mientras al día siguiente, que era domingo,
daba gracias a Dios por la recepción de dicho don, se
presenta el Hijo de Dios, más hermoso42 que miles de
ángeles, la toma en sus brazos como gloriándose de ella
y la presenta gozoso a Dios Padre con la perfección de
su santidad, que él le había comunicado de su misma
42 
Cf. Sal 44, 3.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 265

persona. Entonces Dios Padre tuvo tal complacencia en


ella debido a su Unigénito que, como si no pudiera con-
tenerse, él mismo con el Espíritu Santo le concedió su
mismo Santo, para que alcanzara la plena bendición de
toda su santidad, de su Omnipotencia, y también de su
Sabiduría y Benignidad.

b) El Señor le asegura su permanente presencia.


3. Cuando en otra ocasión se disponía a comulgar
vio a muchas hermanas que por causas varias se les im-
pedía la comunión. Con espíritu gozoso y desde el más
profundo amor de su corazón43 dijo al Señor: “Te doy
gracias Dios mío, amantísimo amante, por haberme lle-
vado a tal estado en el que ni parientes, ni otras causas
podrán impedirme participar en tu dichosísimo convite”.
El Señor, según la acostumbrada dulzura de su be-
nignidad, respondió a esto de la siguiente manera: “Así
como tú confiesas que no hay nada que te lo pueda im-
pedir, has de saber que absolutamente nada, ni en el cie-
lo, ni en la tierra, más aún, ni prevalecerá juicio o con-
dena que me impida, según el supremo gozo de mi divi-
no Corazón, realizar el bien en ti”.
4. Al acercarse otra vez a comulgar deseaba ar-
dientemente que el Señor la preparara dignamente. El
Señor la acariciaba44 dulce y tiernamente con estas pa-
labras: “Mira, me revisto de ti para poder extender mi
mano sin herirla hacia los espinosos pecadores y hacer-
les el bien; y te revisto a ti de mí mismo, para que a to-
43 
Cf. RB 7, 51.
44 
Cf. Est 15, 11.
266 Santa Gertrudis de Helfta

dos los que en tu recuerdo traigas a mi presencia, más


aún, todos los que por naturaleza son semejantes a ti, los
eleves a tal dignidad que pueda yo hacerles bien según
mi real generosidad.

c) Favorable acogida de las tres divinas Personas


5. Otro día en que se disponía a participar en los
divinos misterios, recordaba los beneficios que Dios le
había hecho, y le vino a la mente aquel texto del libro
de los Reyes: “¿Quién soy yo y qué es la casa de mi
padre?45 Pero dejando de lado la expresión ¿Qué es la
casa de mi padre?, como si se tratara de hombres que en
su tiempo vivieron según la ordenación de Dios, se con-
sideraba a sí misma como planta pequeñita que recibía
los beneficios divinos por su cercanía al fuego inextin-
guible del Corazón divino y ardía como naturalmente
dentro de sí misma. Debido a su incuria se debilitaba
por momentos por los pecados de sus negligencias, has-
ta quedar ya reducida a la nada46, postrada como tizón
apagado. Entonces se vuelve hacia el benignísimo me-
diador Jesucristo, Hijo de Dios y le ruega se digne pre-
sentarla como sea, a Dios Padre, ya reconciliada.
Parecía que el mismo amantísimo Jesús la atraía ha-
cia sí con el aliento del amor de su Corazón traspasado
y la lavaba con el agua que de allí brotaba. Luego la ro-
ciaba con la sangre vivificante de su Corazón. Ella, ante
esto, se levanta desde aquel insignificante carboncillo y
se convierte en árbol frondoso, cuyas ramas se abren en
tres a modo de azucenas. El Hijo de Dios tomó ese árbol
45 
1Sam 18, 18 (en la Vulgata 1R)
46 
Cf. Job 30, 15; Sal 71, 22.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 267

y lo presentó con gratitud y gloria a la siempre adorable


Trinidad. Una vez presentado, toda la santa Trinidad se
inclina hacia él con tanta benevolencia, que Dios Padre
con su divina omnipotencia puso en las ramas más altas
todos los frutos que aquella alma habría producido si se
hubiera confiado debidamente a la omnipotencia divi-
na. Igualmente parecía que el Hijo de Dios y el Espíritu
Santo ponían en las otras dos ramas los frutos de la sa-
biduría y de la bondad.
6. Después de recibir el Cuerpo de Cristo y, como
se ha dicho, contemplar su alma semejante a un árbol
que tenía sus raíces sumergidas en la herida del costa-
do de Jesucristo, experimentó que de la misma herida
como por una raíz, subía una savia nueva maravillosa
hasta las ramas, las hojas y los frutos para comunicar a
todos la fuerza de la humanidad y de la divinidad. De
este modo, el fruto de toda la vida [del Señor] adquiría
en esta sierva nuevo resplandor como el oro a través
del cristal. Por eso no solo la santa Trinidad, sino tam-
bién todos los santos recibieron el gozo de una admira-
ble alegría. Todos se levantaron47 en señal de reverencia
a la santa Trinidad, doblaron las rodillas y ofrecieron
sus méritos en forma de coronas que colgaron de las ra-
mas del árbol citado, para alabanza y gloria de aquel que
brillando por medio de ella, se dignaba regocijarlos con
nueva alegría.
Luego oró esta sierva al Señor por todos los que es-
tán en el cielo, en la tierra y en el purgatorio que, sin
duda hubieran sacado aprovechamiento de sus trabajos
si ella no hubiera sido perezosa. Suplicaba que al menos
47 
Cf. RB 9, 7.
268 Santa Gertrudis de Helfta

ahora les concediera participar de los bienes recibidos


de la bondad divina. Entonces cada una de estas obras
representadas en los frutos del árbol, comenzó a desti-
lar un licor generoso. La parte que se derramaba sobre
los que estaban en el cielo los llenó de alegría; la que se
derramó en el purgatorio mitigó sus penas; la que se de-
rramó en la tierra aumentó en los justos la dulzura de la
gracia y en los pecadores el dolor de la penitencia.

d) Ventajas de la participación en la misa


7. En el momento de la elevación de la hostia en
la misa, mientras ofrecía a Dios Padre esa misma hostia
sacrosanta para la debida enmienda de todos sus peca-
dos y suplencia de todas sus negligencias, conoció que
su alma había sido presentada en la presencia de la di-
vina majestad con la misma complacencia que Jesucris-
to, esplendor e imagen48 de la gloria del Padre, Cordero
sin mancha, se ofreció él mismo en aquella hora a Dios
Padre por la salvación de todos en el altar. En efecto,
Dios Padre la contemplaba a través de la inocentísima
humanidad de Jesucristo, pura e inmaculada; a través de
su excelentísima divinidad, enriquecida y adornada con
todo el vigor que de la misma gloriosa divinidad flore-
ció a través de su santísima humanidad.
8. Mientras ofrecía acciones de gracias a su Señor,
según sus posibilidades, gozosa por tan admirable con-
descendencia de la divina bondad, recibió del mismo
Señor esta iluminación: cuantas veces participa alguien
en la misa uniéndose a Dios que se ofrece a sí mismo
en el Sacramento por la salvación de todos los hombres,
48 
Cf. Col 1, 15; Hb 1, 3.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 269

esté cierto que él mismo es acogido por Dios Padre con


la misma complacencia que acoge la hostia que se le ha
ofrecido, a semejanza de quien estando en la oscuridad
es alcanzado por un rayo de sol y queda de repente to-
talmente iluminado.
Entonces preguntó al Señor: “¿Es que, Señor mío, al
instante que uno cae en pecado pierde esta dicha, como
vuelve de la luz del sol a las tinieblas el que pierde la
agradable claridad de la luz?”
“No, le responde el Señor, aunque al pecar interpone
de alguna manera una sombra entre sí y la luz de la divi-
na misericordia, mi bondad sin embargo conserva siem-
pre en él un vestigio de la bienaventuranza del hombre
para la vida eterna, la cual se acumula y multiplica tan-
tas veces cuantas procura participar con devoción en los
santos misterios.

e) Los pecados de la lengua impiden la comunión.


9. Cierto día después de haber recibido la comu-
nión pensaba qué cuidado debe tenerse con la lengua,
porque es precisamente la lengua entre los demás miem-
bros, la que tiene el especial honor de recibir los precio-
sos misterios de Cristo. Entonces fue ilustrada con la si-
guiente comparación: quien no guarda su lengua de pala-
bras vanas, mentirosas, deshonestas, detractoras y otras
parecidas, y se acerca a la sagrada Comunión sin arre-
pentirse, recibe a Cristo, en cuanto de él depende, como
quien recibiera a un huésped cubriéndole de piedras a la
puerta de su casa o dándole un cerrojazo en la cabeza.
10. Quien esto lea, considere con lágrimas de com-
pasión con qué benignidad fue reprendida tanta cruel-
270 Santa Gertrudis de Helfta

dad y el que vino con tanta mansedumbre a salvar a los


hombres fue perseguido con tanta maldad por los mis-
mos que habían de ser salvados. Lo mismo puede sen-
tirse de cualesquiera otros pecados.

f) Preparación del alma para la comunión


Un día que iba a comulgar, no se creía suficiente-
mente preparada y el momento era inminente. Habla así
a su alma: “Mira que ya te llama tu Esposo, ¿cómo sal-
drás a su encuentro sin estar preparada con los adornos
de los méritos necesarios para recibirle?
Entonces ella recrimina aún más su indignidad, au-
menta la desconfianza en sí misma, y puesta su esperan-
za en la bondad de Dios dice para sus adentros: “¿Qué
esperas? Aunque estuviera mil años preparándome con
toda diligencia, no me prepararía como conviene, pues
de mi parte no puedo tener nada que tenga valor alguno
para tan sublime preparación”.
“Saldré a su encuentro con humildad y confianza y
cuando me vea de lejos, conmovido por su propio amor
y estimulado por su poder, enviará a mi encuentro los
bienes que puedan prepararme dignamente para presen-
tarme ante él”. Con tales sentimientos marchaba al en-
cuentro con Dios, fijos los ojos del corazón en su desor-
den y falta de decoro.
11. Apenas había dado unos pasos se presentó el
Señor mirándola con ojos de conmiseración e incluso
de ternura, y envió para prepararla convenientemente su
Inocencia para vestirse con ella como delicada y suave
túnica; su Humildad con la que se digna unirse a quienes
son tan indignos, para que se vistiera con ella a modo de
manto violeta; también su Esperanza con la que anhela
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 271

y se inflama en deseos de abrazar al alma para adornarla


con vistoso color verde; su Amor con el que envuelve
al alma y la reviste con vestido dorado; su Gozo con el
que se goza en el alma y la impone él mismo una corona
engastada de piedras preciosas; finalmente su Confianza
con la que se digna calzar el vil polvillo de la fragilidad
humana, él que puso sus delicias en convivir con los
hombres49, y de este modo prepararla dignamente para
recibirle en la comunión.

g) Amor con que se entrega el Señor en la eucaristía


12. Mientras se recogía en su intimidad una vez re-
cibida la comunión, se le mostró el Señor en figura de
un pelícano como suele pintársele perforando su Cora-
zón con el pico. Al preguntar ella sorprendida: “¿Qué
quieres enseñarme, Señor mío, con esta imagen?” Le
responde el Señor: “Que consideres cómo ofrezco este
inestimable don movido por grandes impulsos de amor;
hasta tal punto que si no fuera incorrecto hablar así, pre-
feriría permanecer muerto tras la entrega de este don,
antes que negárselo a un alma amante. Que consideres
además de qué excelente manera es vivificada tu alma
una vez recibido este don para una vida que durará eter-
namente, como es vivificado el pollito del pelícano con
la sangre del corazón de su padre”.

h) Desbordamiento de la bondad divina


en la Eucaristía
13. Cierto día que durante la predicación se había
hablado largamente sobre la justicia divina, prestó tal
49 
Cf. Prv 8, 31
272 Santa Gertrudis de Helfta

atención a lo que se decía que, asustada, temblaba de


acercarse a los divinos sacramentos. La anima enton-
ces la benignidad del Señor con estas palabras: “Si des-
precias contemplar con tus ojos interiores mi bondad
que tantas veces y de múltiples maneras te he mostrado,
mira al menos con tus ojos corporales cómo salgo a tu
encuentro encerrado en un copón tan pequeño, y ten por
seguro que el rigor de mi justicia está tan recluido en la
mansedumbre de mi misericordia, como la que benigna-
mente muestro hacia el género humano al ofrecerle este
sacramento”.
14. Otra vez, en parecidas circunstancias, y no con
menor estímulo, la alentó la bondad divina a saborear
la dulzura de su bondad con estas palabras: “Fíjate en
la pequeñez de la forma de esa sustancia en la que te
presento toda mi divinidad y humanidad, compara su
cantidad con el volumen del cuerpo humano, luego va-
lora la grandeza de mi condescendencia. Como el cuer-
po humano excede en volumen a mi cuerpo, a saber, a la
cantidad de la especie de pan bajo la cual está, con esa
misma magnitud me atrae mi amor y mi misericordia
hacia ese Sacramento para permitir al alma amante que
aparezca más poderosa que yo, como el cuerpo humano
es de mayor volumen que mi cuerpo [eucarístico]”.
15. Cuando otro día se le ofrecía la hostia de la sal-
vación, le manifestó nuevamente el Señor su desbor-
dante condescendencia con estas palabras: “¿Te has fi-
jado cómo el sacerdote que ofrece la hostia, viste unos
ornamentos que le cubren hasta los brazos por reveren-
cia al Sacramento y toca mi cuerpo con las manos des-
cubiertas? Comprende de esta manera que aunque mire
con bondad, como me es propio, todo lo que se hace por
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 273

mi gloria: oraciones, ayunos, vigilias y otras prácticas


semejantes, sin embargo (aunque no lo captan los me-
nos dotados), me hago presente a mis elegidos con amor
más compasivo cuando impulsados por las seducciones
de la fragilidad humana se refugian en mi misericordia.
Así ves [al recibir la comunión] que la mano de carne
del sacerdote está más cerca de mi cuerpo que los orna-
mentos.

i) La humildad agrada a Dios más que la devoción


16. Tocaba la campana en otra ocasión para la co-
munión y comenzaba ya el canto. Al sentirse esta sierva
menos preparada de lo debido dijo al Señor: “He aquí,
Señor mío, que vienes ya a mí. ¿Por qué no me has en-
viado con tu poder los ornamentos de la devoción para
que pudiera salir a tu encuentro más dignamente prepa-
rada?
Le responde el Señor: “A veces goza más el espo-
so al contemplar el cuello de la esposa sin adornos que
recubierto de collares; y goza más estrechando con sus
manos las manos desnudas de su esposa50 que admirar-
las demasiado adornadas con guantes. Lo mismo yo, me
deleito a veces más en la virtud de la humildad que en la
gracia de la devoción.
17. Un día no habían podido recibir la Comunión
bastantes hermanas de la comunidad, mientras que ella
ya la había recibido. Daba por ello gracias al Señor con
mayor devoción y le decía: “Invitada a tu convite, ven-
go a darte gracias”. El Señor añadió con palabras tier-
50 
Cf. Ct 5, 14.
274 Santa Gertrudis de Helfta

nísimas y más dulces que la miel y el panal:51 “Ten por


cierto que yo te deseaba con todo mi corazón”.
Y ella: “¿Qué gloria tan deleitable, Señor, puede ob-
tener tu divinidad en que yo triture con mis indignos
dientes tus inmaculados sacramentos?”
Le responde el Señor: “El amor que experimenta el
corazón hace dulces las palabras del amigo; así mi pro-
pio amor hace que me regocije en las palabras de mis
elegidos, aunque a veces ni ellos mismos se dan cuenta”.

j) Cómo se saborea a Dios en el Sacramento


18. Cierto día deseaba contemplar la hostia mien-
tras se distribuía el sacramento, pero se lo impedía la
multitud de los que se acercaban. Le pareció que el Se-
ñor la invitaba tiernamente y le decía: “El dulce secreto
que se realiza entre nosotros debe permanecer oculto a
quienes se apartan de mí; pero si tú quieres experimen-
tar la dicha de conocerlo, acércate y experimentarás no
viendo sino gustando a qué sabe ese maná escondido”52
19. Al ver a una hermana que se acercaba muy ner-
viosa a recibir los sacramentos de la vida, y apartarse
ella con cierta ansiedad e indignación, el Señor se lo
echó delicadamente en cara diciéndole: “¿Es que no tie-
nes en cuenta que a mí se me debe tanto el respeto del
honor como la ternura del amor? Ahora bien, como por
fragilidad humana no es posible realizar al mismo tiem-
po ambos sentimientos, puesto que sois a la vez unos
miembros de otros, es conveniente que lo que a uno le
51 
Cf. Sal 18, 11,
52 
Ap 2, 17.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 275

falta en sí mismo lo obtenga por medio de otros. Por


ejemplo: el que siente más conmoción por la dulzura del
amor presta menos atención al sentimiento de reveren-
cia, y se alegra que le supla otro que pone más atención
a la reverencia, y desea a su vez que este reciba también
el consuelo de la dulzura divina.

k) Dios debe ser servido a costa nuestra


20. En otra ocasión que veía a otra hermana
preocupada por el mismo motivo, rezaba por ella. Le
respondió el Señor: “Quisiera que mis elegidos no me
consideraran cruel, sino que creyeran y aceptaran que
tengo por bueno, e incluso excelente, todo servicio
que me ofrezcan por su cuenta. Por ejemplo, ofrece a
Dios un sacrificio por su cuenta, sin sentir el gusto de
la devoción, no reduce en nada su servicio a Dios en
las oraciones, ejercicios y cosas semejantes, y confía
que la benévola misericordia de Dios aceptará estas
cosas con gran complacencia.

l) Por qué falta la devoción en la comunión


21. Rezaba también por una hermana que se lamen-
taba de sentir menos la gracia de la devoción en los días
que debía comulgar que incluso en otros días comunes.
El Señor le respondió: “Esto no sucede por casualidad
sino por divina dispensación. Cuando en días ordinarios
e incluso en horas imprevistas infundo la gracia de la
devoción, intento con ello elevar el corazón del hombre
hacia mí, que tal vez en esos momentos permanece en
su letargo.
276 Santa Gertrudis de Helfta

Pero cuando retiro mi gracia en las fiestas o en los


momentos de comulgar, son más estimulados los cora-
zones de los elegidos por los impulsos de sus deseos o
por la humildad. Así, esa solicitud y esa humillación les
es a veces más provechosa para su salvación que la gra-
cia de la devoción.

m) Las faltas leves no impiden la comunión


22. Rogaba también por otra hermana que por causa
leve se abstenía de recibir los sacramentos del Cuerpo
del Señor, para que quienes la vieran no se escandaliza-
ran. Recibió una respuesta con esta comparación: “Así
como una persona que advierte una mancha en su mano,
al instante se lava las manos y después de habérselas la-
vado no solo desaparece la mancha manifiesta, sino que
todas las manos aparecen más limpias, lo mismo suce-
de cuando a veces permito que mis elegidos caigan en
alguna culpa leve, de este modo arrepintiéndose de ella
son más gratos ante mí por la humildad.
Pero hay algunos que por tal beneficio se vuelven
contra mí, descuidando la hermosura interior que yo
les concedo después del arrepentimiento. Se esfuerzan
en una limpieza exterior que depende del juicio de los
hombres. Por ejemplo, no les importa perder mi gracia
que pueden obtener con la recepción del sacramento de
la comunión, para no ser considerados inferiores ante
los hombres, por parecer que se preparan con menos di-
ligencia a la recepción del sacramento.

n) El Señor suple nuestra pobreza


23. Otro día que iba a comulgar, sentía en su inte-
rior la invitación del Señor como si se encontrara en
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 277

el palacio celestial a sentarse junto a Dios Padre en el


reino de su gloria, comer con él en su misma mesa. Le
pareció encontrarse tan poco preparada y desordenada
que se turbó e intentaba retraerse. Viene a su encuentro
el Hijo de Dios y la introduce en su intimidad para pre-
pararla. Primero parece que le lava las manos para per-
donar sus pecados, redimidos con el poder de su pasión.
Luego él se despoja de los adornos que vestía: collares,
brazaletes, anillos y se los pone a ella para que debida-
mente adornada, se acercara con gravedad y no como
una necia que no sabe adornarse ni acercarse debida-
mente preparada, ganándose merecido desprecio por su
estupidez, no honor por su respeto.
Por estas palabras comprendió que se comportan
como necios revestidos con los adornos del Señor quie-
nes, conscientes de sus defectos, suplican al Hijo de
Dios para que supla las faltas de ellos; pero después de
recibido ese beneficio permanecen tan tímidos como an-
tes porque no tienen plena confianza en la total suplen-
cia del Señor.

ñ) Gracias concedidas por una buena comunión


24. Otro día que iba a comulgar, mientras ofrecía
al Señor la hostia del cuerpo del Señor para sufragio
de todos los que estaban purgando en el purgatorio,
comprendió el gran alivio que sintieron las almas de
los fieles. Muy sorprendida dijo al Señor: “Ya que
tú, mi benignísimo Señor –hablo así por tu gracia–,
te dignas visitarme e incluso inhabitar en mí con tu
presencia aunque, ¡lo siento mucho!, soy indignísi-
ma, ¿cómo es que no siempre obras por medio de mí
278 Santa Gertrudis de Helfta

los efectos que experimento hoy después de recibir tu


sacratísimo cuerpo?”
Le responde el Señor: “Cuando un rey está en su
palacio no se concede a todos fácil acceso al mismo,
pero cuando vencido por amor a la reina que mora cerca
de él, se digna salir del palacio a la ciudad para visitar-
la, todos los habitantes y moradores de la ciudad gozan
y disfrutan más fácil y libremente, a causa de la reina,
de la generosidad y magnificencia real. Igualmente yo,
vencido por la benignidad y ternura de mi Corazón, me
inclino a través del vivificante Sacramento del altar ha-
cia todo fiel que está sin pecado mortal, y a todos los
moradores del cielo, la tierra y el purgatorio se les con-
cede aumento de tan inestimable beneficio.

o) La comunión alivia a las almas del purgatorio


25. Otro día que iba a comulgar le vino el deseo de
sumergirse en el profundo valle de la humildad y ocul-
tarse allí en reverencia a la inefable condescendencia
del Señor por la que el mismo Señor entrega a los elegi-
dos su precioso cuerpo y sangre. Entonces se le mostró
aquella profunda humillación por la que el Hijo de Dios
descendió al limbo para hacerlo desaparecer. Ella se une
a su descenso y le pareció descender a lo profundo del
purgatorio. Abajándose allí cuanto le fue posible oyó al
Señor que le decía: “Te introduzco tan profundamen-
te en mí cuando recibes la comunión, que introducirás
contigo a todos los que alcanza el maravilloso perfume
de los deseos que irradian tus vestidos
26. Después de recibir esta promesa y haber reci-
bido la comunión, deseaba que el Señor le concediera
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 279

sacar del purgatorio tantas almas cuantas partículas se


dividiría la hostia en su boca53. Ella intentaba dividirla
en numerosas partículas y le dijo el Señor: “Para que
comprendas que mis misericordias superan todas mis
obras54 y que no hay nada que pueda agotar el abismo
de mi bondad, estoy dispuesto a que recibas por el valor
de este sacramento de vida mucho más de lo que has di-
cho con tus palabras.

p) Maravillosa unión con Cristo por medio


de la Eucaristía.
27. Otro día que iba a comulgar, se humillaba ante
sí misma más de lo acostumbrado por su indignidad,
pedía al Señor que él recibiera personalmente en ella
la hostia sacrosanta y la incorporase a ella a sí mismo.
Luego, que aspirase sobre ella en todo momento la no-
ble aspiración de su dulcísimo soplo, cuanto le era con-
veniente a su flaqueza.
Entonces reposó unos instantes en el regazo del Se-
ñor como cobijada a la sombra de sus brazos, de manera
que parecía que su costado izquierdo estaba acoplado al
bendito costado derecho del Señor55. Tras unos momen-
tos se levantó y advirtió que al estar unida a la amorosa
herida del santísimo costado del Señor se había graba-
do en su costado izquierdo como una cicatriz roja. Al
acercarse después de esta [experiencia] para recibir el
cuerpo de Cristo, parecía que el mismo Señor recibía en
53 
Algunos creen que aún se conservaba en Helfta el uso de hostias grandes y de
cierto grosor que requerían ser masticadas en la comunión. Práctica que ya había
desaparecido en otras partes.
54 
Cf. Sal 144, 9.
55 
Cf. Ct 2, 6; San Bernardo. SC, 51,5
280 Santa Gertrudis de Helfta

su boca divina esa hostia sacrosanta, que penetraba en


su interior y salía por la herida del santísimo costado de
Cristo. Ella se acopló a aquella vivificante herida for-
mando como un emplasto
Por eso le dice el Señor: “Mira, esta hostia te une a
mí de tal modo que una de sus partes tocará tu cicatriz y
la otra mi herida; entre ambas se realiza nuestro emplas-
to. Lo cambiarás cada día como tocándolo mientras can-
tas devotamente el himno Jesús redención nuestra”56.
Después de estas cosas le agradó al Señor que para
acrecentar el deseo [de la comunión] aumentara su de-
voción cada día de la siguiente manera: un día rezaría
una vez el citado himno; al día siguiente, dos veces; el
tercero, tres; así hasta el día que recibiera de nuevo la
comunión.

56 
Himno del oficio de la Ascensión del Señor
CAPÍTULO XIX

Cómo orar y saludar a la Madre de Dios

1. Mientras se recogía a la hora de la oración y se


preguntaba qué sería lo más agradable al Señor en esos
momentos, le respondió el Señor: “Ponte junto a mi Ma-
dre que está sentada a mi lado y alábala fervorosamen-
te”. Saluda devotamente a la Reina del cielo con estas
palabras: “Paraíso de delicias, etc.; y la alababa por ha-
ber sido dichosísimo tabernáculo en el que la inescruta-
ble sabiduría de Dios, que mora en el gozo de las ale-
grías del Padre y conoce a todas las criaturas, la escogió
para morar en ella. Ruega [a la Reina del cielo] le con-
siga un corazón tan atractivo por la variedad de las vir-
tudes, que Dios encuentre también sus delicias en morar
en él.
Entonces le pareció contemplar a la Santísima Vir-
gen que se inclinaba hacia ella para plantar en el cora-
zón de esta orante variados ramos de flores de virtudes,
a saber: la rosa de la caridad, la azucena de la castidad,
la violeta de la humildad, el girasol de la obediencia y
otras parecidas. Con ello quiso darle a entender cuán
dispuesta está a escuchar las suplicas de quienes la in-
vocan.
2. Al saludarla de nuevo con el verso: “Alégra-
te, modelo de honestas costumbres”, etc., exalta en ella
282 Santa Gertrudis de Helfta

una diligencia superior a todos los hombres para orde-


nar el conjunto de sus afectos, costumbres, sentimientos
y todos sus movimientos. Así ofreció al Señor una dis-
ponibilidad purísima para que se dignara hospedarse en
ella, hasta tal punto que nunca cometió la más mínima
incorrección en pensamiento, palabra y obra. Pide [a la
Reina del cielo] le conceda eso mismo a ella. Le pareció
entonces que la virginal Madre le enviaba sus propios
sentimientos bajo la figura de delicadas doncellas, con el
encargo a cada una de que juntara sus afectos con los de
ella, para servir con ellos al Señor y suplir lo que hubiera
de defecto en ella. Con lo cual daba a entender que siem-
pre estaba a punto para ayudar a cuantos la invocaban.
Interrumpido este diálogo un momento, dice al Se-
ñor: “Hermano mío, te hiciste hombre para remediar to-
das las flaquezas humanas, dígnate ahora suplir en mí lo
que encuentres defectuoso en las alabanzas a tu santísi-
ma Madre”. A estas palabras se levanta con gran reve-
rencia el Hijo de Dios, se pone ante su Madre, dobla las
rodillas y la saluda con respeto y amor, con una incli-
nación de cabeza, homenaje que con razón debió serle
muy grato, ya que suplía tan copiosamente su imperfec-
ción por medio de su Hijo amantísimo.
3. Mientras oraba de la misma manera el día si-
guiente, apareció la misma Madre virginal, siempre en
presencia de la adorable Trinidad, bajo la imagen de
blanca azucena con tres pétalos como suele presentarse,
uno erguido y los otros inclinados. Comprendió enton-
ces por qué la bienaventurada Madre de Dios es llama-
da con razón blanca azucena de la Trinidad, por haber
recibido en sí de la adorable Trinidad plenísima y digní-
simamente más que ninguna otra criatura, unas virtudes
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 283

que nunca contaminó con el más mínimo polvillo del


pecado venial.
El pétalo recto designa la Omnipotencia de Dios
Padre; los dos inclinados, la Sabiduría y la Bondad del
Hijo y del Espíritu Santo, a los que ella tanto se parecía.
También le enseñó la dichosa Virgen que si alguien la
saluda devotamente diciendo: “Cándida azucena de la
Trinidad y rosa brillante de celestial candor”, le mostra-
ría de modo especial el poder que ha recibido de la om-
nipotencia del Padre; le enseñaría cuántos recursos ha
recibido de la sabiduría del Hijo para lograr la salvación
del género humano; con qué inestimable abundancia se
llenaron sus entrañas de misericordia por la bondad del
Espíritu Santo.
A todo esto añadió la Bienaventurada Virgen:
“Cuando el alma que así me saluda salga de este mun-
do, me mostraré a ella y le ofreceré la hermosura celes-
tial para su maravilloso consuelo”.
Por todo esto decidió saludar a la bendita Virgen o a
su imagen con estas palabras: “¡Salve, cándida azucena
de la radiante y siempre serena Trinidad, rosa brillante
de celestial belleza, de la que quiso nacer y amamantar-
se con su leche el Rey de los cielos! Alimenta nuestras
almas con flujos divinos.
CAPÍTULO XX

Especial amor de Gertrudis a Dios


y a la bienaventurada Virgen María

1. Tenía costumbre, como los enamorados, de re-


ferir a su Amado todo lo que deleita y es agradable. Por
eso, cuanto oía leer o cantar alabanzas y saludos a la
Santísima Virgen o a los demás santos, que despertaban
más tiernamente su afecto, lo refería siempre con mayor
devoción hacia el Rey de reyes, su Señor, preferido con
razón a todos los demás santos como su único amado y
elegido, incluso aquellos cuya fiesta o memoria se cele-
braba.
Sucedió que en la fiesta de la Anunciación del Señor
se elogiaba muchas veces a la Santísima Virgen en la
predicación, sin hacer mención alguna a la obra salvífi-
ca de la encarnación del Señor. Ella soportaba esto con
gran disgusto y al salir de la predicación pasó delante
del altar de la gloriosa Virgen. Al saludarla sintió que
no se conmovía con la plenitud de un amor tierno hacia
la Madre de toda gracia, sino que más bien al saludarla
y alabarla, su atención se dirigía con más afecto hacia
Jesús, fruto bendito de su vientre. Debido a ello comen-
zó a temer que se atrajera sobre sí la indignación de tan
poderosa Reina.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 285

Disipó su inquietud el dulce Consolador diciéndole


tiernamente: “No temas mi muy querida, porque tu sa-
ludo o alabanza de mi querida Madre, con los que me
prefieres más a mí, le resulta muy agradable a ella. Sin
embargo, puesto que tu conciencia te remuerde por esto,
cuida en delante de saludar con más fervor la imagen de
mi Madre inmaculada cuando pases ante su altar, sin sa-
ludar mi imagen”.
“¡Lejos esto de mí, replica ella, oh Señor, mi único,
más aún, todo mi bien! Mi corazón no puede consentir
que te abandone a ti, de quien depende toda mi salva-
ción, más aún, la vida de mi alma, para dirigir mi amor
a otro con el fin de saludarlo”.
Le responde el Señor con ternura: “¡Únete a mí,
amada mía! Cuantas veces saludes de esta manera a mi
Madre prescindiendo de mí, lo aceptaré también yo y
te lo recompensaré con aquella perfección que el alma
verdaderamente fiel, me deja de buen grado a mí que
soy el céntuplo de todos los céntuplos, para mi mayor
exaltación.
CAPÍTULO XXI

Reposo del Señor

1. El domingo primero después de la fiesta de la


Santísima Trinidad se le apareció el Señor en un fron-
doso y encantador jardín, como si sesteara al mediodía57
y sentado en trono real como vencido por el vino58 del
amor se durmió plácidamente. Se arroja ella a sus pies,
los besa muchas veces según su costumbre y acaricia de
muchas maneras a su amado. Sin embargo durante tres
días no pudo gozar de él como acostumbraba. Así las
cosas, al cuarto día, durante la misa, no pudiendo sopor-
tar por más tiempo que siguiera dormido, se levanta de
sus pies y se arroja con ardoroso ímpetu sobre su pecho,
con el ardor de su deseo59 e intenta interrumpir con su
violencia amorosa el sueño de su amado.
Entonces el Señor como despertado por sorpresa, la
abraza tiernamente con ambos brazos y estrechándola
fuertemente le dice: “Ya poseo lo que deseaba60. Como
el zorro que desea cazar a las aves se echa por tierra
boca arriba como si estuviera muerto y las aves revolo-
tean sobre él con libertad, y al comenzar éstas a desga-
rrarle son atrapadas por él, de igual modo yo, abrasado
en tu amor he tomado esta semejanza para que, cuando
te lanzas toda a mí yo te posea totalmente.
57 
Cf. Ct 1, 6.
58 
Sal 77, 65.
59 
Cf. San Gregorio, Hom. 25 sobre el Evangelio.
60 
Cf. Oficio de santa Inés.
CAPÍTULO XXII

Enfermedad e intimidad

1. En una ocasión en que, impedida por la enfer-


medad no podía guardar el rigor de la Orden, estaba
sentada para escuchar las Vísperas, y dijo al Señor con
el corazón dominado a la vez por el deseo y la tristeza:
“¿No te glorificaría más, Señor, si estuviera ahora en el
coro con la comunidad, me dedicara a la oración y me
ejercitara en los demás ejercicios regulares, que impedi-
da por esta enfermedad malgaste tanto tiempo?”
Le responde el Señor: “¿Te parece que el esposo
goza menos con la esposa cuando está con ella en la cá-
mara nupcial para disfrutar de su dulce reposo y de sus
abrazos61 tiernamente deseados, que cuando la ve salir
engalanada para espectáculo del mundo?” Comprendió
con esto que el alma sale como adornada ante el público
cuando se entrega a realizar obras buenas para gloria de
Dios, y descansa con el esposo en la alcoba cuando, im-
pedida por la enfermedad corporal, se ve libre de tales
desvelos. Porque, privada de esa manera de los atracti-
vos de sus sentidos, se entrega únicamente a la voluntad
de Dios. Por eso tanto más se complace Dios en el hom-
bre cuanto menos encuentra el hombre en qué poder go-
zarse o deleitarse vanamente en sí mismo.

61 
Cf. San Bernardo, SC serm. 14, 5
CAPÍTULO XXIII

Triple bendición

1. Cierto día participaba en la misa lo mejor que


podía. Al llegar al Señor, ten piedad, le pareció que el
ángel que Dios había dispuesto para su guarda la toma-
ba y levantaba en sus brazos como a un niño y la pre-
sentaba a Dios Padre para que la bendijera, diciendo:
“Bendice, Señor, Dios Padre a tu hijita”. Al demorar-
se Dios Padre en responder, como si considerase indig-
no que se le presentase tan insignificante criatura, entró
ella dentro de sí y comenzó a recriminarse ruborizada,
su bajeza e indignidad. Se levanta entonces el Hijo de
Dios y le entrega como suplencia [de su poca cosa] to-
dos los méritos de su vida santísima. Le parecía enton-
ces estar adornada con brillantes y hermosos vestidos,
creciendo así en la medida de la edad de la plenitud de
Cristo62. Entonces Dios Padre se inclina hacia ella con
misericordiosa bondad y le otorga una triple bendición
con el perdón de todos los pecados cometidos de pen-
samiento, palabra y obra contra su divina omnipotencia.
En acción de gracias a Dios Padre ofreció también toda
la vida santísima de su Hijo unigénito. Se agitan entre
sí cada una de las perlas que parecían adornar sus ves-
tidos resonando con finísima y agradabilísima melodía
62 
Ef 4, 13.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 289

en alabanza eterna a Dios Padre. Con ello se significa-


ba cuánto agrada a Dios Padre que alguien le ofrezca la
vida perfectísima de su Hijo.
Luego el mencionado ángel la presentó de manera
semejante al Hijo de Dios diciendo; “Bendice, Hijo del
Rey a tu hermana”. Recibe igualmente de él una triple
bendición para remisión de todos los pecados cometidos
contra la sabiduría de Dios.
Finalmente la presenta al Espíritu Santo diciendo:
“Bendice, amigo de los hombres a tu esposa”. Él la otor-
ga también una triple bendición para remisión de todos
los pecados cometidos contra la bondad de Dios.
Así, quien lo desee podrá meditar en estas nueve
bendiciones durante el canto: Señor ten piedad.
CAPÍTULO XXIV

Frutos de estar atentos en la salmodia

1. Mientras en la fiesta de un Santo ponía gran in-


terés en cantar con la mayor devoción las horas canóni-
cas en alabanza de Dios y del mismo santo, aparecieron
todas las palabras que cantaba en forma de aguda lanza
que partía de su corazón hacia el Corazón de Jesucristo
y penetrándole dulcemente, lo conmovían de manera in-
efable con suavísima delectación.
De la punta de la lanza parecían difundirse rayos
como de brillantísimas estrellas que al alcanzar a cada
uno de los santos los enriquecía de forma maravillosa
con nuevos destellos de gloria, pero el santo cuya fiesta
se celebraba ese día, aparecía revestido con un resplan-
dor aún más maravilloso. De la parte inferior de la lan-
za parecía descender una lluvia impetuosa que ofrecía
aumento de gracia a los habitantes de la tierra y alivio
refrigerante a las almas del purgatorio
CAPÍTULO XXV

Servicio del Corazón divino a los hombres

1. En otra ocasión que se esforzaba por pronunciar


con la mayor atención las palabras y notas [del Oficio
divino] y se lo dificultaba con frecuencia la fragilidad
humana, se dijo a sí misma con tristeza: “¿Qué prove-
cho puedo sacar de tal esfuerzo con tanta inconstancia?”
No pudiendo sufrir tanta tristeza se le presentó el Señor
con el Corazón divino en sus propias manos en forma
de una lámpara ardiente y le dijo: “Mira, pongo ante
los ojos de tu alma mi Corazón dulcísimo, órgano de la
siempre adorable Trinidad, para que le pidas con toda
confianza supla por ti misma todo lo que tú no puedes
realizar. De este modo todas [tus obras] aparecerán ante
mis ojos totalmente perfectas. Porque así como el siervo
fiel63 está siempre dispuesto a servir a su señor en todo
lo que pueda complacerle, de igual manera mi Corazón
se unirá a ti para suplir en adelante y en todo momento
todas tus negligencias”.
2. Tan inaudita condescendencia del Señor la llenó
de sobrecogimiento y admiración, al pensar que era to-
talmente desproporcionado que el Corazón de su Señor,
único tesoro santísimo de la divinidad, receptáculo de
todos los bienes, se dignara servirla a ella tan insignifi-
63 
Cf. Lc 12, 37.
292 Santa Gertrudis de Helfta

cante, como el siervo a su señor, para suplir todas sus


debilidades.
El Señor sale amablemente al paso de su timidez y
se digna animarla con esta misma comparación: “Si tú,
le dice, tuvieras una voz sonora y de gran modulación,
sintieras gran placer en cantar, y te encontrases ante al-
guien que canta mal, tiene voz ronca y desafinada y solo
con gran esfuerzo pudiera pronunciar algunas palabras,
seguro que te indignaría que no te confiaran a ti cantar
rápidamente y a la perfección lo que él entonaba con
tanta dificultad.
De igual modo mi divino Corazón, conocedor de la
fragilidad e inestabilidad humanas, desea y espera siem-
pre con anhelante deseo, que tú le encomiendes, si no
con palabras al menos con alguna señal que supla y rea-
lice en tu lugar lo que tú te sientes incapaz de realizar.
Como él puede realizarlo facilísimamente con su omni-
potente fuerza, y lo conoce perfectamente con su ines-
crutable sabiduría, desea ardientemente realizarlo con el
gozo que lleva como inscrito en la ternura de su bondad.
CAPÍTULO XXVI

Desbordamiento del Corazón de Dios


en el alma

1. Cierto día que recordaba en su interior con agra-


decimiento tan magnífico don, preguntó anhelante al
Señor hasta cuándo se iba a dignar conservárselo.
Le responde el Señor: “Mientras quieras conservar-
lo no tendrás que lamentar que yo te lo arrebate”.
Ella: “¿Cómo puede ser, oh Dios creador de tantas
maravillas, que contemple tu divino Corazón a modo de
lámpara suspendida en el centro del mío aunque tan in-
digno por desgracia, y sin embargo cuando por tu gracia
merezco acercarme a ti siento el gozo de encontrar mi
corazón en el tuyo, que me colma con la abundancia de
todas tus delicias?
Le responde el Señor: Cuando tú quieres coger algu-
na cosa extiendes tu mano, y una vez tomado lo que de-
seas, vuelves tu mano hacia ti. De la misma manera yo,
que te sigo desfallecido de amor64, cuando te entregas a
las cosas exteriores extiendo mi Corazón hacia ti para
atraerte a mí; e igualmente cuando decides recogerte en
tu interior para acogerme, nuevamente recojo mi Cora-
64 
Ct 5, 8.
294 Santa Gertrudis de Helfta

zón en mí mismo contigo y te ofrezco en él el gozo de


todas las virtudes”.
2. Sin salir de su asombro y agradecimiento, reco-
noce tan gratuita benignidad de Dios para con ella, con-
sidera la múltiple bajeza de sus defectos y se arroja con
gran desprecio de sí misma en el profundo valle de su
reconocida humildad, por considerarse indigna de toda
gracia. Después de haber permanecido oculta durante
algún tiempo, el Señor que aunque habita en lo más alto
de los cielos65, se goza en derramar su gracia en los hu-
mildes, parecía sacar de su Corazón como una cánula de
oro que, a semejanza de una lámpara parecía pendiente
sobre aquella alma que tanto se abajaba en el valle de
la humildad. A través de esa cánula derramó en ella de
modo admirable el desbordamiento de todas las gracias
que se pueden desear. Así, por ejemplo, si ella se humi-
llaba al recordar sus faltas, al instante el Señor compa-
decido hacía fluir hacia ella de su santísimo Corazón
una floración de sus virtudes divinas, que destruían to-
dos sus defectos y no permitía que apareciesen más ante
los ojos de su divina bondad. De igual modo, si deseaba
una paz serena o cuanto de agradable y deleitable puede
imaginar el corazón humano, al punto se le comunica-
ba todo lo deseado por medio de dicha cánula con gran
gozo y ternura.
3. Desde hacía algún tiempo gozaba dulcemente
de tales delicias, y con la gracia de Dios aparecía con-
venientemente adornada, perfecta con todas las virtu-
des, no suyas sino de su Señor; escuchó (con el oído
del corazón) una voz dulcísima como la de citarista que
65 
Cf. Sal 112, 5.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 295

hace sonar una suave armonía al tocar su cítara66, y las


siguientes palabras: “Ven a mí, tú que eres mía; tú que
eres mi bien, entra en mí; Tú que eres mí mismo, perma-
nece en mí”. Del mismo Señor recibió el sentido de tan
dulce cántico:
• Ven a mí, tú que eres mía, porque te amo como a
esposa amantísima y deseo que estés siempre uni-
da conmigo, por eso te llamo.
• Porque tengo mis delicias en ti, deseo que te intro-
duzcas dentro de mí como un joven desea encon-
trar en sí mismo la alegría perfecta de su corazón.
• Porque yo Dios-amor te elegí, deseo que perma-
nezcas conmigo en unión indisoluble, como el que
dejara de respirar no podría seguir más tiempo con
vida.
En medio de todos estos dones experimentó ella una
tiernísima dulzura, cuando de manera maravillosa e in-
efable se introdujo en el Corazón del Señor a través de
la ya varias veces mencionada cánula. Así se encontró
felizmente en la más profunda intimidad de su Espo-
so, su Señor y su Dios. ¿Qué sintió, qué vio, qué oyó,
qué gustó, o qué tocó allí? Sólo lo pudo conocer ella y
aquel que se dignó admitirla a tan desbordante y subli-
me unión consigo, Jesús, esposo del alma amante, que
es sobre todas las cosas, Dios bendito por los siglos67.

66 
Cf. Ap 14,2.
67 
Rm 9, 5.
CAPÍTULO XXVII

Entierro del Señor en el alma

1. Cuando el Viernes Santo se celebraba después


del Oficio el entierro del Señor y ésta rogaba al Señor
que se dignara ser enterrado él mismo en su alma para
inhabitar allí para siempre, el Señor condesciende be-
nignamente con ella y le dice: “Yo mismo que soy lla-
mado roca68, seré la piedra a la puerta de todos tus senti-
dos, y pondré soldados para guardarte, a saber, mis mis-
mos afectos, que guardarán en adelante tu corazón de
todos tus malos deseos y actuarán en ti según mi poder,
para mi gloria eterna.
2. Pasado un tiempo, había juzgado con dureza
cierta acción que había visto en una persona, al menos
ella así lo temía, y arrepentida de ello dijo al Señor: “Tú,
Señor, pusiste soldados a la entrada de mi corazón, pero,
lamentablemente, temo que ese lugar esté desguarneci-
do por ausencia de los mismos, ya que he juzgado tan
severamente esa acción de mi prójimo”.
Le responde el Señor: “¿Cómo puedes decir que el
lugar está sin protección por ausencia de ellos, pues en
tu mismo juicio has presentido su poder? Quien quiere
unirse a mí es justo que no sienta complacencia en lo
que a mí me disgusta.
68 
Cf. 1Co 10, 4
CAPÍTULO XXVIII

El claustro [el monasterio] del cuerpo del Señor

1. Mientras se cantaba en Vísperas: Vi el agua que


manaba del templo, le dijo el Señor: “Mira mi Corazón,
él será tu templo. Recorre además las demás partes de
mi cuerpo y escógelas como lugares regulares en los
que puedas vivir tu vida, porque en adelante mi cuerpo
te servirá de monasterio”.
Le responde ella: “Señor, no sé buscar ni elegir más
cosas, porque al haberte dignado llamarme “templo
mío”, he encontrado en tu dulcísimo Corazón abundan-
cia tan deleitable que fuera de él no puedo admitir ni
descanso, ni alimento, cosas necesarias en un monas-
terio”.
Le dice el Señor: “Si lo deseas, podrás encontrar
efectivamente estas dos cosas en mi Corazón. Has oído
de algunos que nunca se apartaban del templo, comían
e incluso dormían en él, como santo Domingo69. Elige
si te parece otras partes de mi cuerpo en las que puedas
vivir tu vida de retiro”. Ella sigue ese mandato y esco-
69 
Se cuenta de santo Domingo que a veces pasaba las noches enteras en la
iglesia. Si le venía el sueño dormía unos momentos sobre una piedra y enseguida
proseguía sus vigilias. La espiritualidad e historia de los dominicos era muy co-
nocida en Helfta. Los dominicos eran consejeros y directores espirituales de las
monjas como se refleja con frecuencia en los escritos de las místicas helftianas,
de manera especial en Matilde de Magdeburgo.
298 Santa Gertrudis de Helfta

ge, como lugar o claustro para pasear, los pies del Se-
ñor; como lugar de trabajo, sus divinas manos; como
locutorio o sala capitular, la boca del Señor; sus divi-
nos ojos como lugar de estudio y lectura; los oídos del
Señor para confesar en ellos sus faltas. La enseñó tam-
bién el Señor cómo debía subir a ese tribunal después de
cada falta como por cinco peldaños de humildad, signi-
ficados en estas cinco palabras: Soy vil, pecadora, po-
bre, mala e indigna; vengo a ti, hontanar desbordante de
bondad, para ser lavada de toda mancha y purificada de
todo pecado. Amén.
CAPÍOTULO XXIX

Unión y abrazo del Señor

1. En una ocasión recordaba varios actos de in-


constancia, y vuelta hacia el Señor le dice: “Es bueno
para mí unirme solo a ti70, Amado mío”.
El Señor se inclina y la abraza mientras le dice:
“Para mí es siempre dulce unirme a ti, amada mía”. Al
decir esto se pusieron en pie todos los santos, pusieron
todos sus méritos ante el trono en testimonio de reve-
rencia al Señor para que se los ofreciera a esta alma,
y de esta manera se preparara en ella una morada más
digna. Con ello comprendió con qué facilidad se inclina
el Señor hacia el alma y con qué alegría le sirve el coro
de los Santos, para suplir la indignidad del alma con los
méritos de ellos.
2. Por eso cuando exclamaba con el ardor de sus
deseos: “Te saludo yo vil mujercilla a ti, Dios amantísi-
mo”, recibió la siguiente respuesta de la dulcísima bon-
dad de Dios: “Te devuelvo el saludo, amantísima mía”.
Con estas palabras comprendió que cuantas veces al-
guien dice a Dios: “Amado mío, mi dulcísimo o aman-
tísimo”, y otras exclamaciones semejantes con verda-
dera devoción, recibe con frecuencia una respuesta que
70 
Cf. Sal 72, 28.
300 Santa Gertrudis de Helfta

le garantiza en el cielo una gloria especial, como tuvo


Juan evangelista una gloria especial en la tierra por ha-
ber sido llamado El discípulo a quien amaba Jesús71.

71 
Jn 21, 7.
CAPÍTULO XXX

Enseñanzas sobre varias virtudes

a) La buena voluntad
1. Durante la misa: Ven y muéstranos72, se le apa-
reció el Señor todo melifluo con la dulzura de la gracia
divina, exhalando de sí un aliento vivificante y divino.
Descendía del sublime solio de su gloria imperial, como
para derramar más sobreabundantemente en quien lo
desee el flujo de su gracia divina, en la fiesta de su dulce
Nacimiento.
Entonces ella rogó por los que se habían encomen-
dado a sus oraciones, para que el Señor concediera a
cada uno gracias más abundantes.
Recibió la siguiente respuesta del Señor: “He rega-
lado a cado uno una cánula de oro con el poder de ex-
traer con ella de mi Corazón divino todo lo que desee”.
En esa cánula entendió ella que estaba significada
la propia voluntad, con la que el hombre puede recla-
mar para sí todos los bienes espirituales tanto celestes
como terrestres. Por ejemplo: si un hombre encendido
por el deseo, quiere en la medida de sus posibilidades
rendir a Dios alabanzas, acciones de gracias, obediencia
y fidelidad como lo hizo cualquiera de los santos, la in-
72 
Canto de entrada del sábado de las antiguas Témporas de Adviento.
302 Santa Gertrudis de Helfta

mensa bondad de Dios acepta esta voluntad como obra


ya realizada. Dicha cánula es decorada en oro cuando el
hombre agradece a Dios haberle otorgado tan noble vo-
luntad, para obtener infinitamente más que lo que puede
realizar el mundo entero con sus solas fuerzas.
Con esta imagen comprendió que todas las herma-
nas de la comunidad rodeaban al Señor y cada una, pro-
vista con una cánula, atraía hacia sí la gracia divina a
la medida de sus posibilidades. Unas parecían extraerla
directamente desde el hontanar secreto del divino Co-
razón, otras lo recibían de la mano del Señor. Cuanto
más se alejaban del Corazón más difícil les era obtener
lo que deseaban y cuando se esforzaban por obtener lo
que deseaban más cerca del Corazón del Señor, con más
facilidad, dulzura y abundancia absorbían.
De esta manera, las que bebían directa y cerca del
Corazón del Señor designaban a las que se conforman
y someten de forma incondicional a la voluntad del Se-
ñor; desean que por encima de todo se cumpla plena-
mente en ellas la laudabilísima voluntad de Dios, tanto
en las cosas espirituales como en las corporales. Las ta-
les conmueven dulcemente y con tanta eficacia el Cora-
zón divino hacia ellas, que a la hora predeterminada por
el Señor reciben en sí el torrente de la divina bondad
con tanta mayor abundancia y dulzura, cuanto más ple-
namente se entregan a su voluntad.
Las que intentaban beber a través de otros miembros
del Señor, designaban a las hermanas que se esforzaban
por conseguir los dones de gracia y la práctica de las
virtudes según sus deseos personales y su propia volun-
tad. Estas obtenían con más dificultad lo que deseaban
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 303

porque cuanto más se apoyaban en su propia voluntad,


menos se confiaban a la Providencia divina.

b) La perfecta ofrenda del corazón a Dios


2. En cierta ocasión ofrecía ella su corazón al Se-
ñor con estas palabras: “Mira, Señor, te ofrezco mi co-
razón con toda mi voluntad, desasido de toda criatura; te
pido lo laves con el agua poderosa de tu santísimo cos-
tado, lo adornes dignísimamente con la preciosa sangre
de tu tiernísimo Corazón y lo acoples debidamente con
el perfumado aroma del aliento de tu amor divino”. En-
tonces se le apareció el Hijo de Dios ofreciendo el co-
razón de ella a Dios Padre, unido a su Corazón divino
bajo la figura de un cáliz. Sus dos partes estaban unidas
con cera.
Al contemplarlo, se dirige al Señor en devota ora-
ción: “Concédeme, Dios amantísimo, que mi corazón
esté siempre en tu presencia como las vasijas que se
ofrecen en los banquetes de los poderosos, para que
según tu beneplácito lo conserves limpio y puedas be-
ber de él siempre que lo desees y ofrecerlo a quienes te
complazca”.
El Hijo de Dios aceptó complacido y dijo al Padre:
“Padre Santo, que ese corazón derrame para tu eterna
alabanza la riqueza que mi Corazón contenía en su hu-
manidad para ser distribuida [entre los hombres].
Como después de [esta experiencia] ofreciera ella
muchas veces su corazón al Señor con las palabras cita-
das, le parecía que se le llenaba el corazón de tal manera
que, unas veces se derramaba en alabanzas y acciones
de gracias para aumento de alegría de los moradores del
304 Santa Gertrudis de Helfta

cielo. Otras, su efusión contribuía al progreso espiritual


de los que aún estaban en la tierra como se verá más
adelante.
Desde entonces comprendió que agradaba al Señor que
mandara escribir estas cosas para provecho de muchos.

c) Eficacia de la misericordia divina


3. En el Responsorio de Adviento: Mirad que vie-
ne el Señor nuestro protector, el Santo de Israel, com-
prendió que si uno decidiera con toda su voluntad de-
sear en su corazón que toda su vida se ordenara tanto
en la prosperidad como en la adversidad según la muy
laudable voluntad de Dios, ofrecería tanto honor al Se-
ñor con ese pensamiento, ayudado por la gracia divina,
cuanto honra al emperador quien impone en su cabeza
la corona del reino.
4. En las palabras de Isaías: Despierta, despierta,
levántate Jerusalén73, comprendió el provecho que re-
cibe la Iglesia militante con la santidad de los elegidos.
Porque cuando un alma enamorada se vuelve al Señor
con todo el corazón y voluntad sincera, hasta el punto
si fuera posible, de estar dispuesta a reparar con gozo
todas las ofensas que se hacen a la gloria de Dios; con-
mueve su ternura, abrasada en llamas de amor duran-
te la oración, y le aplaca hasta reconciliar y perdonar
a veces a todo el mundo. Esto significan las palabras:
Bebiste del cáliz hasta el fondo74, porque por este medio
la severidad de la justicia es plenamente transformada
en la mansedumbre de la misericordia. Bebiste hasta las
73 
Is 51, 17.
74 
Is 51, 17
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 305

heces75, da a entender que para los condenados que han


merecido la hez de la justicia, no es posible ninguna re-
dención.

d) Abstenerse de palabras inútiles


5. Por las palabras de Isaías: Serás glorificado si
no sigues tus caminos76, comprendió que quien elabo-
ra proyectos sobre obras o palabras, y advertido que no
serían de utilidad, renuncia al gusto que pudieran pro-
ducirle, consigue tres beneficios: primero, encontrará
mayor alegría en el Señor según el dicho: Te alegrarás
en el Señor77. Segundo, los malos pensamientos tendrán
menos fuerza contra él según lo escrito: Te elevaré so-
bre las alturas de la tierra78. Tercero, el Hijo de Dios
le comunicará con mayor plenitud en la vida eterna los
frutos de su vida santísima, y con ellos resistirá todas las
tentaciones y las dominará gloriosamente con digna vic-
toria, como está escrito: Y te alimentaré con la herencia
de tu padre Jacob79.
En las palabras de Isaías: Le acompañará su recom-
pensa80, comprendió que Dios es con su amor el premio
de los elegidos, comunicándose a ellos tan dulcemen-
te que el alma amante puede asegurar con toda certeza
sentirse plenamente recompensada por encima de todo
mérito. Su obra está delante de él81, porque se confía del
75 
Ibd.
76 
Is 58, 13.
77 
Is 58, 14.
78 
Ibd.
79 
Ibd.
80 
Is 40, 10.
81 
Ibd.
306 Santa Gertrudis de Helfta

todo a la divina Providencia, busca en todas sus obras la


voluntad de Dios, y desde ahora se presenta por la gra-
cia perfecta en la presencia de Dios.

e) El arrepentimiento limpia y renueva


6. Por las palabras: Santificaos, hijos de Israel82,
comprendió que si alguien se arrepiente con verdad de
todas sus acciones y omisiones y se inclina con pureza
de corazón al cumplimiento de los mandatos divinos,
será verdaderamente santificado ante Dios y dispuesto
como el leproso al que dijo el Señor: Quiero, queda lim-
pio83.
7. De igual modo en las palabras: Cantad al Señor
un cántico nuevo84, comprendió que el que canta a Dios
un cántico nuevo, canta con devota intención, porque al
recibir la gracia de Dios para obtener la recta intención,
ha sido ya renovado, y es grato a Dios.

f) Dios castiga a sus escogidos para curarlos.


La Divinidad es inagotable
8. En las palabras: El Espíritu del Señor está sobre
mí , y las siguientes: Para curar a los de corazón arre-
85

pentido, comprendió que al haber sido enviado el Hijo


de Dios por el Padre para sanar a los de corazón arre-
pentido, acostumbra a hacer sufrir a veces a sus escogi-
dos alguna prueba leve e incluso exterior, para ofrecer-
les la oportunidad de sanarlos. Cuando se acerca en esta
82 
Resp. De la Vig. De Navidad.
83 
Mt 8, 3.
84 
Is 42, 10; Sal 95, 1; 97, 1.
85 
Is 61, 1.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 307

situación al alma, no la cura de la prueba por la que el


corazón está contrito, porque no es perjudicial, sino que
sana cuanto encuentra de peligroso en el alma.
9. Por aquellas palabras: En los esplendores de los
santos86, comprendió ser tan inmensa e incomprensible
la luz de la divinidad, que si cada uno de los santos, des-
de Adán hasta el último hombre, tuviera de ella parti-
cular conocimiento tan claro, profundo y amplio como
nunca criatura alguna pudiera recibir mayor, ningún
otro podría compartir ese conocimiento. Y si el número
de los santos fuere miles de veces mayor, aún en este
caso permanecería infinitamente inagotable la divinidad
por encima de toda inteligencia. Por eso no se dice: Te
engendré en el esplendor, sino, en los esplendores de
los santos yo mismo te engendré en mi seno antes de la
aurora87.

g) Hay que llevar la cruz para a seguir a Jesucristo


10. Mientras se cantaba de un mártir: El que quiera
venir en pos de mí88, contempló al Señor que paseaba
por un camino verdaderamente delicioso por la frondo-
sidad y la hermosura de las flores, pero al mismo tiempo
angosto y erizado de espinas. Vio cómo al Señor le pre-
cedía una especie de cruz que apartaba las espinas a uno
y otro lado dejando el camino expedito. El Señor volvió
su rostro sereno hacia los suyos y los invitó a ir tras él
diciendo: Quien quiera venir en pos de mí, niéguese a
sí mismo, tome su cruz y me siga. Con estas palabras
86 
Sal 109, 3.
87 
Ibd.
88 
Mt 16, 24.
308 Santa Gertrudis de Helfta

comprendió que la cruz para cada uno es su propia ten-


tación. Así, por ejemplo: para algunos su cruz es que se
les impongan por obediencia cosas contra sus gustos;
otros, abrumados bajo el peso de las enfermedades, no
pueden hacer lo que les gustaría, y para otros, otras co-
sas. Cada uno, pues, debe tomar la cruz aceptando vo-
luntariamente y con gusto las contrariedades que deba
sufrir, sin despreciar en la medida de lo posible lo que
se sabe contribuye a la gloria de Dios.

h) La corrección severa atrae la misericordia


de Dios y aumenta los méritos.
11. Mientras cantaba el verso del salmo: Las pala-
bras de los malvados89, etc., comprendió que si alguien
comete una falta por fragilidad humana y es corregido
por ella con palabras demasiado duras, esa dureza pro-
voca la misericordia de Dios [hacia el hermano corregi-
do] y la dureza de la corrección se convierte en aumento
de méritos para el culpable.

i) Pruebas de Dios a los buenos


12. Cuando cantaba la Salve Regina, etc., en las pa-
labras Tus ojos misericordiosos sintió el deseo de que se
le concediera la salud del cuerpo; el Señor le dice son-
riendo con ternura: “¿No sabes que te veo con mi mira-
da misericordiosísima cómo sufres en el cuerpo o eres
turbada en el alma?”.
89 
Cf. Sal 64, 4.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 309

13. Igualmente cuando en la fiesta de algunos már-


tires se cantaba: Derramaron su sangre gloriosa90, etc.,
comprendió que aunque la sangre que de suyo es repug-
nante, es alabada en la Sagrada Escritura al ser derrama
por Cristo, de igual modo el descuido [de la observan-
cia] por los religiosos, cuando proviene de la obedien-
cia o del amor fraterno, agrada tanto a Dios que puede
llamarse con toda propiedad gloriosa.
14. En otra ocasión le pareció que Dios permite a
veces en sus ocultos designios que algún malvado tiente
fraudulentamente a los elegidos para conseguir de ellos
conocimiento de algún secreto; por ello a veces recibe
una respuesta que le obstina más en la perversidad de
su error y revierte en su propio mal y provecho de los
elegidos. Por eso dice el profeta Ezequiel: El que depo-
sita sus maldades en el propio corazón, pone ante sus
ojos el escándalo de su maldad; si acude al profeta para
preguntarle en mi nombre, yo, el Señor, le responderé
según la multitud de sus maldades para cogerlo en su
propio corazón91.

j) Confianza del pecador en Dios


15. Por las palabras que se cantan de san Juan: Este
bebió un veneno mortal92, comprendió que si la virtud
de la fe preservó a san Juan del veneno mortal, la cons-
tancia de la voluntad guarda al alma incontaminada, por
muy venenoso que sea lo que penetra en el corazón con-
tra ella.
90 
Del himno Los santos varones…
91 
Ez 14, 4-5.
92 
Se cantaban en un antiguo responsorio de su fiesta
310 Santa Gertrudis de Helfta

16. En el verso: Dígnate, Señor en este día93, com-


prendió que en cualquier circunstancia que el hombre se
encomiende a Dios pidiendo le libre del pecado, aunque
por secreto juicio de Dios le pareciere haber cometido
alguna falta grave, nunca caerá en tal gravedad si la gra-
cia de Dios le sirve de apoyo, y siempre le será más fácil
arrepentirse.

k) Cómo debemos bendecir a Dios


y corregir al hermano
17. Mientras se cantaba el responsorio: Bendicien-
do94, se presentó ante el Señor como en persona de Noé
pidiendo una bendición. Conseguida ésta, el Señor se
vuelve hacia ella y parece pedirle también una bendi-
ción. Con ello comprendió que el hombre bendice a
Dios cuando se arrepiente de haberle ofendido y pide su
ayuda para no volver a caer más. Entonces el Señor de
los cielos se inclina con agrado a recibir esa bendición y
manifiesta que le ha sido tan grata como si por ella hu-
biera realizado la total remisión de los pecados.
18. En las palabras: ¿Dónde está tu hermano Abel?95,
comprendió que el Señor pedirá cuenta a cada religio-
so de las faltas cometidas por cada hermano contra la
regularidad, que pudiera haber evitado si se le hubiera
advertido o se hubiera dado cuenta a los superiores. La
excusa a la que algunos se acogen: “A mí no se me ha
encomendado corregir a los demás”, o, “Yo mismo soy
93 
Versículo al final de Te Deum
94 
Antiguo responsorio de Sexagésima que recordaba la bendición de Dios a
Noé después del diluvio
95 
Gn 4, 9.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 311

peor que él”, tiene tan poco valor ante Dios como no
tuvo ante Caín el que dijera: ¿Acaso soy yo guardián
de mi hermano?96 Cada uno está obligado ante Dios
de apartar a su hermano del mal y estimularlo al bien.
Quien descuida en esto la voz de su conciencia, peca
contra Dios. No le sirve alegar que no se lo han enco-
mendado, porque en verdad, ha sido Dios quien se lo ha
encomendado como se lo demuestra su propia concien-
cia. Si descuida hacerlo Dios pedirá cuentas a su alma,
a veces más que al alma del Superior que no estaba pre-
sente, o si estaba presente no lo advertía. Esto dice la
Escritura cuando amenaza: ¡Ay del que hace el mal; ay,
ay del que lo consiente!97 El que consiente incurre en la
culpa que disimula cuando al declararla hubiera contri-
buido a la alabanza de Dios.

l) Defender la justicia es vestir a Dios


19. En el responsorio: El Señor me ha vestido 98 etc.,
comprendió que el que con palabras y obras se dedica
a promover la religión y propagar y defender legítima-
mente la justicia, como si cubriera al Señor con vesti-
do apropiado y ricamente adornado, le recompensará el
Señor en la vida eterna según la generosidad de su real
munificencia. Lo vestirá con el manto de la santidad y
lo adornará para aumento de sus méritos con corona de
gloria celestial. Más aún, de modo particular entendió
que quien sufre contrariedades por promover el bien y
la religión, es tanto más grato a Dios cuanto más gus-
96 
Gn Ibd.
97 
Rm 1, 32.
98 
Is 61, 10.
312 Santa Gertrudis de Helfta

ta al pobre un vestido que al mismo tiempo le cubre y


le calienta. Si el trabajar en defensa de la religión no le
produjera ningún provecho debido a quienes se oponen
a ello, no disminuirá sin embargo lo más mínimo su re-
compensa ante Dios.
20. Mientras se cantaba el responsorio: El Ángel
del Señor llamó99 etc., contempló cómo los ejércitos de
los ángeles, cuyos servicios son totalmente suficientes,
rodean a los elegidos para custodiarlos. Pero el Señor
con su paternal providencia suspende alguna vez esta
protección para permitir que los elegidos sufran la ten-
tación. De esta manera serán tanto más gloriosamente
premiados cuanto más triunfaron con su propio esfuerzo
al verse privados de la custodia y protección angélica.

ll) Bienes de la obediencia y las adversidades


21. Mientras el mismo día se cantaba: El Ángel del
Señor llamó a Abrahán100, comprendió que así como
Abrahán mereció, con el brazo ya levantado para cum-
plir la obediencia, ser llamado por el Ángel, de igual
modo si el elegido doblega su mente por amor a Dios
para cumplir alguna obra difícil, y se adhiere a ella con
plena voluntad, al momento experimentará la aproba-
ción del favor de la divina gracia y merecerá ser conso-
lado por el testimonio de su propia conciencia. Con este
donativo la incontenible generosidad de Dios adelanta
el premio eterno que cada uno recibirá por los méritos
que hubiere obtenido con sus obras101.
99 
Responsorio de en la antigua Quincuagésima; cf. Gn 22, 11.
100 
Idn.
101 
Cf. 1Co 3, 8.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 313

22. En una ocasión recapacitaba sobre las adversi-


dades que había soportado en el pasado y preguntó al Se-
ñor por qué había permitido que algunos la molestaran.
El Señor le respondió: “Cuando la mano del padre
quiere corregir al hijo, no puede resistírsele la vara. Por
eso quiero que mis elegidos no condenen nunca a aque-
llos por quienes son purificados, sino que contemplen
siempre mi paternal afecto, que jamás permitiría soplar
contra ellos la más mínima brisa, sino contemplar la sal-
vación eterna que recibirán en recompensa. Más bien
han de compadecerse de aquellos que al hacerles sufrir,
frecuentemente se manchan a sí mismos”.

m) La ofrenda más grata al Padre


23. En otra ocasión experimentaba especial dificul-
tad para realizar un trabajo y dijo a Dios Padre: “Señor,
te ofrezco este trabajo por medio de tu único Hijo en la
virtud del Espíritu Santo para tu alabanza eterna”. Com-
prendió el valor de esas palabras, a saber: todo lo que se
ofrece con tal intención, es elevado con especial digni-
dad sobre toda estimación humana, y se hace agradable
a Dios Padre. Así como parece verde lo que se mira a
través de un cristal verde, rojo lo que se mira a través
de un cristal rojo, y así otras cosas semejantes, de igual
modo es de sumo agrado y aceptación a Dios Padre todo
lo que se le ofrece por medio de su Unigénito.

n) La oración perseverante siempre produce fruto


24. Durante su oración preguntaba al Señor qué po-
dría aprovechar a sus amigos orar tantas veces por ellos,
cuando no percibía en ellos ningún provecho de la mis-
314 Santa Gertrudis de Helfta

ma. El Señor la instruyó con esta semejanza: “Cuando


un niño es despedido de la presencia del emperador en-
riquecido con la propiedad de inmensos feudos, ¿cuán-
tos de los que al presente ven la imagen de ese niño in-
tuyen el provecho de dicha donación, al ocultárseles la
grandeza y magnitud de las riquezas concedidas? Así,
no debes sorprenderte porque no ves de manera física
el fruto de tus oraciones, cuando yo las ordeno según
mi eterna sabiduría para un bien mayor. Cuanto más
frecuentemente se ruega por alguien, más se santifica,
porque ninguna oración devota quedará sin recompen-
sa, aunque quede oculto a los hombres el modo cómo se
realiza esto”.

ñ) Mérito y recompensa de los santos pensamientos


25. Deseaba saber cuál era el fruto que se obtiene
por dirigir los pensamientos a Dios. Fue instruida como
sigue: cuando el hombre dirige sus pensamientos a Dios
por la meditación o el deseo, presenta ante el trono de la
gloria de Dios una especie de espejo de maravilloso res-
plandor, en el que el Señor contempla con sumo agra-
do su misma imagen, porque es él quien envía y dirige
todos los bienes. Si el hombre, debido a los obstáculos,
realiza esas obras con más dificultad, cuanto mayor es
el esfuerzo más claro y deleitable aparece dicho espejo
en presencia de la adorable Trinidad y de todos los san-
tos. Y se mantendrá así eternamente para gloria de Dios
y perenne exaltación de su alma.
o) Obstáculos a la devoción en los días festivos.
26. En una fiesta le impedía cantar el dolor de ca-
beza y preguntó al Señor por qué permitía que le suce-
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 315

diera esto con frecuencia en los días festivos. Recibió la


siguiente respuesta: “Para que no suceda que, engreída
por el deleite de la melodía, estés menos preparada para
recibir mi gracia”
Replica ella: “Tu gracia, Señor, podría protegerme
de caer en este peligro”.
El Señor: “Es muy provechoso al hombre quitarle la
ocasión de caer mediante la humillación de la prueba;
con ello adquiere doble mérito: el de la paciencia y el
de la humildad”.

p) Importancia de la buena voluntad


27. Arrebatada cierto día por un fuerte impulso
afectivo dijo al Señor: “¡Ojalá, Señor, sintiera tal ardor
que pudiera derretir mi alma en líquido finísimo, y de-
rramarla toda ella tiernísimamente ante ti!
Le responde el Señor: “Tu voluntad es para ti ese
fuego”.
Comprendió en esas palabras que el hombre puede
realizar por medio de su voluntad todos los deseos que
se orientan a Dios.

q) Frutos de la tentación
28. Frecuentemente intentaba alcanzar del Señor
la extinción de los vicios, tanto en sí como en los de-
más, pero experimentaba también muchas veces que
no le sería posible obtenerlo de manera total, si la bon-
dad divina no atenuaba esa presión que ejerce una cos-
tumbre depravada. Con su ayuda sería fácil resistir a la
mala inclinación al impedir que creciera la resistencia
316 Santa Gertrudis de Helfta

debido a la costumbre que suele llamarse una segunda


naturaleza.
En esto reconoció también el admirable designio de
la bondad divina sobre la salvación humana; pues per-
mite que el hombre sea tentado fuertemente por muchos
vicios para aumentar en él la gloria eterna, y gozar más
plenamente de la victoria.

r) Asistencia de Dios en la última hora


29. Mientras escuchó en una predicación aquello de
que nadie se salva sin amor de Dios, del que debe tener
algo aunque sea mínimo, para que por amor de Dios se
arrepienta y se abstenga del pecado, reflexionaba ella
en su corazón cómo muchos partían de este mundo al
parecer con más muestras de arrepentirse por miedo al
infierno que por amor de Dios.
El Señor le responde: “cuando veo agonizar a quie-
nes se acordaron amorosamente de mí alguna vez, o rea-
lizaron alguna obra meritoria, me muestro a ellos en ese
mismo instante de la muerte amable y con tanta ternura,
que sienten en lo más profundo de su corazón haberme
ofendido alguna vez; por tal arrepentimiento son salva-
dos. Quisiera que mis elegidos me glorificaran por los be-
neficios generales, y me dieran también gracias por éste.

s) ¡Cuánto agrada a Dios el amor!


30. Un día durante la meditación comenzó a tomar
conciencia de su deformidad interior y a sentir por ello
tal desprecio de sí misma que, ansiosa y vacilante, pen-
saba cómo podía agradar alguna vez a Dios que veía en
ella tantas manchas. Donde ella advertía una, el ojo pe-
netrante de la divinidad veía infinitas.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 317

Fue divinamente consolada respecto a esto con la


siguiente respuesta: “El amor hace que un alma me sea
grata”. De lo cual sacó la siguiente lección: Si el amor
tiene tanta fuerza entre los hombres en este mundo que,
aunque tengan defectos, debido al amor se hacen agra-
dables en ocasiones a aquellos que les aman, y tanto
más agradables que los que les aman desean parecerse
por la fuerza del amor a aquellos que aman, ¿cómo se
puede desconfiar que Dios, que es amor, no pueda ha-
cer por la fuerza del amor que le sean gratos aquellos a
quienes él ama?

t) Premio de la santa conformidad


31. En otra ocasión deseaba ardientemente según el
Apóstol ser separada del cuerpo para estar con Cris-
to102. Debido a esto se quejaba al Señor desde lo más
hondo de su corazón con muchos gemidos. En una oca-
sión fue consolada con esta respuesta: “Cuantas veces
expresara con corazón sincero su deseo de verse libre de
la cárcel de esa muerte103 y su voluntad aceptara perma-
necer en el cuerpo104, el Hijo de Dios uniría otras tantas
veces su vida santísima a la vida de ella. Así su vida se
presentaría maravillosamente perfecta en presencia de
Dios Padre.

u) Exceso de la generosidad divina


32. Mientras otro día deliberaba en su interior so-
bre la variedad de las múltiples gracias que la amorosa
102 
Flp 1,23.
103 
Cf. Rm 7, 24.
104 
Cf. Flp 1, 24.
318 Santa Gertrudis de Helfta

generosidad de Dios le había infundido, se consideraba


miserable e indigna de todo bien por haber dilapidado
de manera descuidada tan innumerables dones recibidos
de Dios, hasta el extremo de parecerle no haber repor-
tado de ellos ningún provecho105, ni para sí misma por
la fruición y el agradecimiento, ni para los demás que si
los hubieran conocido serían objeto de edificación o au-
mento del conocimiento de Dios.
Fue consolada con la siguiente iluminación: El Se-
ñor no derrama a veces los dones de sus gracias sobre
los elegidos para obligar a cada uno a producir los fru-
tos que es incapaz la fragilidad humana. Pero no puede
contener la desbordante bondad y generosidad de Dios,
y aunque sabe que el hombre no puede corresponder a
cada uno de esos dones, sin embargo aumenta de modo
permanente el cúmulo de sus gracias para aplicarle la
sobreabundancia de su felicidad en el futuro.
Es lo que suele suceder en la tierra: a veces se con-
ceden a un niño cosas que no sabe qué utilidad podrá
seguirse de ellas cuando sea adulto y tenga bienes abun-
dantes. Del mismo modo concede el Señor a sus elegi-
dos la gracia en esta vida, para prepararlos y enriquecer-
los de aquellos bienes que gozarán con fruición eterna
en los cielos.

v) La buena voluntad suple la falta de buenos deseos


33. Cuando en cierta ocasión se lamentaba en su co-
razón no sentir suficientes deseos de alabar a Dios, fue
divinamente instruida cómo Dios se complace plena-
mente en el hombre que al no poder más, mantiene la vo-
105 
Cf. Lc 8, 14.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 319

luntad de tener grandes deseos; cuanto mayor sea lo que


quiere desear, mayor es lo que ya tiene en presencia de
Dios. Porque Dios encuentra más complacencia en habi-
tar en el corazón que tiene tal deseo, a saber, la voluntad
de tener ese deseo, que el que puede sentir un hombre de
morar en un ameno y florido jardín de primavera.
34. Otra vez se sentía indolente en su atención a
Dios debido a la enfermedad. Vuelve finalmente so-
bre sí y conscientemente arrepentida procura confesar
con devoción y humildad esta falta al Señor. Temía que
tuviera que trabajar largo tiempo antes de recuperar la
dulzura de la gracia divina. Súbitamente, en un momen-
to experimenta que la bondad de Dios se inclina y la
abraza tiernísimamente mientras la dice: “Hija, tu siem-
pre estás conmigo y todas mis cosas son tuyas”106.
Por estas palabras comprendió que aunque el hom-
bre por fragilidad humana descuide a veces dirigir su in-
tención a Dios, la piadosa misericordia de Dios no deja
de estimar todas nuestras obras como dignas de recom-
pensa eterna, siempre que la voluntad no se aparte de
Dios y el hombre se arrepienta con frecuencia de todo
lo que le remuerde la conciencia.
35. Sentía en una fiesta el peso de la enfermedad y
deseaba que el Señor la aliviara al menos hasta pasar la
fiesta para no verse privada de la celebración de la mis-
ma; sin embargo se sometió totalmente a la divina vo-
luntad.
Entonces recibió del Señor la siguiente respuesta:
“Ya que me pides esto pero lo encomiendas a mi vo-
luntad, es como si me llevaras a un jardín de delicias
106 
Lc 15, 31.
320 Santa Gertrudis de Helfta

entremezclado de setos de flores donde encuentro mis


complacencias. Pero has de saber que si te escucho para
que celebres la fiesta sin dificultades, dedicada a mi ser-
vicio, seré yo quien te siga a ti al jardín donde más te re-
gocijes. Si no te escucho y tu perseveras pacientemente
[en tus sufrimientos], serás tú entonces la que me segui-
rás a mí al jardín de mis mayores complacencias, por-
que encuentro más complacencia en ti cuando encien-
des tu deseo en el dolor que cuando disfrutas de gozosa
devoción”.

x) Los sentidos impiden el gozo espiritual


36. Una vez recapacitaba por qué algunos abundan
de tanta riqueza espiritual en el servicio de Dios y otros
están en la aridez. Recibió esta iluminación: “El cora-
zón ha sido creado por Dios para contener los gozos es-
pirituales como el vaso para contener el agua. Si el vaso
que contiene el agua la pierde por pequeñas grietas, el
vaso se vaciará hasta quedar seco. De igual modo el co-
razón humano que contiene los gozos espirituales, si los
pierde a través de los sentidos corporales, por ejemplo
mirando o escuchando o realizando por los demás senti-
dos corporales lo que le gusta, puede suceder que quede
el corazón vacío para gozar de Dios. Cada uno puede
experimentar esto en sí mismo. Si uno gusta mirar al-
guna cosa o decir algo y lo realiza siguiéndose el míni-
mo o ningún provecho espiritual, lo considera perdido,
porque se ha diluido como el agua. Al contrario, si trata
de dominarse por Dios crece tanto el gozo en el corazón
que apenas puede contenerlo. Así aprende el hombre a
dominarse en tales pruebas y se acostumbra a gozarse
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 321

en Dios; cuanto más duro sea el trabajo para conseguir-


lo, con más provecho comenzará a gozarse en Dios.
37. En otra ocasión experimentó una tristeza inso-
portable por una cosa de poca importancia. Ofrece tal
desolación a Dios en el momento de la elevación de la
hostia en alabanza eterna. Entonces le pareció que el Se-
ñor la atraía hacia sí a través de aquella hostia sacrosan-
ta como por una celosía y reclinaba dulcemente su pe-
cho en el pecho del Señor que la habló tiernamente con
estas palabras: “Mira, podrás reposar en este lugar de
descanso libre de toda pena; pero cuantas veces te apar-
tes de él te invadirá nuevamente esa profunda amargura
que te servirá como medicina saludable.

y) Cómo regala Dios al alma


38. Desfallecida en una ocasión y a falta de fuerzas
preguntó al Señor: “Señor mío, ¿qué será de mí o qué te
propones hacer conmigo?”
Le respondió el Señor: “Como una madre consuela
a sus hijos, así te consolaré yo”107. Y añadió el Señor:
“¿Has visto a alguna madre acariciando a su hijo?” Al
callarse ella, porque no lo recordaba, le dijo el Señor
que apenas hacía medio año había visto a una madre
acariciando a su niño y le recordó especialmente tres
cosas que no había advertido cuando la contemplaba:
Primera, que la madre pedía muchas veces al niño
que la besara; para ello el niño debido a lo tierno de sus
miembros intentaba levantarse, añadiendo el Señor que
107 
Cf. Is 66, 13.
322 Santa Gertrudis de Helfta

también ella debe elevarse con gran esfuerzo por la con-


templación a la fruición de su ternísimo amor.
Segunda, que la madre ponía a prueba la volun-
tad del niño diciéndole: “quieres esto, quieres aque-
llo”, pero no le concedió ni lo uno ni lo otro. Del mis-
mo modo Dios tienta a veces al hombre induciéndole a
grandes aflicciones que no llegan nunca. Sin embargo,
al aceptarlas el hombre voluntariamente, agrada total-
mente a Dios que le hace digno de recompensa eterna.
Tercera, nadie de los presentes, excepto la madre, en-
tiende los balbuceos del niño que todavía no puede for-
mular palabras. De igual modo solo Dios comprende la
intención del hombre que la juzga según es ella, muy dis-
tintamente de los hombres que solo ven las apariencias.
39. En una ocasión el recuerdo de sus pecados pa-
sados la dejó tan abatida y confusa que intentaba ocul-
tarse por todos los medios. El Señor se inclinó hacia ella
con tal condescendencia que toda la corte celestial llena
de admiración intentaba apartarle. A lo que respondió el
Señor: “No puedo contenerme de ninguna manera cuan-
do con tan fuertes cuerdas de humildad atrae mi Cora-
zón divino hacia sí”.

z) Valor de la paciencia
40. Un día preguntaba al Señor qué le gustaría que
ella prestara atención en ese momento.
Respondió el Señor: “Quiero que aprendas la pacien-
cia”. Es que en ese momento estaba bastante preocupa-
da por alguna razón.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 323

Le dice ella: “¿Cómo, de qué manera podré apren-


derla?”
El Señor la estrecha contra sí como un buen maestro
a su pequeño discípulo en su regazo y le propone como
tres letras, tres cosas que deberían animarla a tener pa-
ciencia.
En cuanto a la primera letra: “Fíjate con qué fami-
liaridad es llamado por el rey aquel que más se le parece
entre todos los demás; en consecuencia estima cuánto
crece mi amor hacia ti que por mi amor sufres humilla-
ciones parecidas a las que yo sufrí108”.
Respecto a la segunda le dijo: “Mira cómo todos los
de palacio honran al que es confidente del rey y el más
parecido a él en todo; valora con esto la gloria que se te
prepara en el cielo por tu paciencia”.
Respecto a la tercera le dijo: “Piensa cuánto consue-
lo puede ofrecer a un amigo la tierna compasión de su
amigo fidelísimo; de ahí valora con qué dulcísima ter-
nura te consolaré yo mismo en el cielo por los más mí-
nimos pensamientos que ahora te afligen.

108 
Cf. Hch 5, 41.
CAPÍTULO XXXI

Procesión con el Crucifijo

1. Al volver la comunidad al coro precedida del


crucifijo, mientras se hacía la procesión establecida para
evitar las tempestades, escuchó al Hijo de Dios que de-
cía desde esa imagen: “Mira, vengo, Dios Padre, a su-
plicarte con todos mis ejércitos, revestido con la natu-
raleza con que reconcilié a todo el género humano”. En
tales palabras comprendió ella que el Padre Celestial se
había aplacado con tan benignísima bondad, que pare-
cía como si todos los pecados de los hombres habían
sido reparados cien veces más de lo que se exigía. Le
parecía también que Dios Padre elevaba la imagen de
dicha cruz sobre las nubes con estas palabras: Esta será
la señal de la alianza entre mí y la tierra109.
2. En otra ocasión que el mal tiempo afligía mucho
a las gentes y ella con otras personas pedía con insis-
tencia la misericordia de Dios sin conseguir nada, dijo
finalmente al Señor: “¿Cómo puedes, amante benignísi-
mo, diferir por tanto tiempo los deseos de tantas perso-
nas, cuando yo, aunque indigna de tu bondad, tengo tal
confianza, que yo sola podría inclinar tu misericordia
aún para cosas mayores?”
109 
Gn 9, 13.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 325

Le respondió el Señor: “No hay que sorprenderse


que el pobre permita que su hijo le pida una moneda
si el padre está constantemente dispuesto a darle cien.
Tampoco tú debes sorprenderte que en este asunto di-
fiera escucharos, porque cuantas veces me invocáis por
ello, incluso con exceso de palabras y discursos, otras
tantas os recompenso con bienes eternos en mucho más
de cien monedas.
CAPITULO XXXII

Frecuentes deseos del bien


y tentaciones del enemigo en sueños.

1. Cuando se cantaba en la misa de difuntos el


Tracto: Como la cierva110, etc., y ella reflexionara en su
tibieza espiritual durante las palabras: Mi alma está se-
dienta, etc., dijo al Señor: “¡Ay Señor, qué fríos son mis
deseos hacia ti, bien mío! Por eso muy pocas veces pue-
do decirte con propiedad: mi alma está sedienta de ti”.
Le responde el Señor: “No me digas pocas veces,
sino que con frecuencia tu alma tiene sed de mí, porque
la ternura del amor que siento por la salvación de los
hombres me inclina a creer que me deseen en todos los
bienes que desean mis elegidos, ya que todo bien está
en mí y fluye de mí, Por ejemplo: si el hombre desea sa-
lud, seguridad, bienestar, sabiduría y cosas semejantes,
yo quiero acrecentar el mérito de su recompensa por-
que en todo eso me desea a mí. Salvo cuando se apartan
conscientemente de mí como, por ejemplo, cuando de-
sean tener sabiduría para engreírse, o salud para hacer
el mal”.
Añadió el Señor: “Acostumbro a afligir frecuente-
mente a mis elegidos con enfermedades corporales, de-
solación interior y cosas semejantes, para que cuando
110 
Sal 41, 2.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 327

deseen tener los bienes contrarios, el celo de amor de mi


Corazón los premie con más abundancia según el bene-
plácito de mi generosidad.
2. En otra ocasión parecida comprendió por divina
inspiración que el Señor, que tiene sus delicias en estar
con los hijos de los hombres111, no encuentra a veces
nada en el hombre que merezca atraerle hacia sí con
su benevolente dignación, le aflige con tribulaciones y
sufrimientos corporales y espirituales para darle opor-
tunidad de estar con él, como dice la Escritura que es
infalible: El Señor está cerca de los que tienen el cora-
zón atribulado112. Y también: Estoy con él en la tribula-
ción113. La consideración de estas cosas y otras semejan-
tes estimulaba el agradecimiento de la pequeñez huma-
na, que se sentía impulsada a exclamar con aquello del
Apóstol: ¡Qué abismo de generosidad, de sabiduría y de
conocimiento el de Dios! ¡Qué insondables sus decisio-
nes y qué irrastreables sus caminos114, que él estableció
para la salvación del género humano!
3. Una noche que estaba dormida la visitó tier-
namente el Señor durante el sueño con tanta emoción,
que por la intimidad de la presencia del Señor le parecía
saciarse en un banquete de delicadísimos manjares. Al
despertarse dio gracias al Señor diciendo: “Señor, ¿qué
he merecido, yo indignísima sobre los demás, que tantas
veces son atormentados con sueños hasta aterrorizar en
ocasiones a los demás con gritos?”
111 
Pr 8,31.
112 
Sal 34, 19.
113 
Sal 90, 15.
114 
Rm 11, 33.
328 Santa Gertrudis de Helfta

Le responde el Señor: “Cuando mi paternal provi-


dencia ha dispuesto santificarlos por medio de pruebas,
ellos procuran durante el día satisfacer su cuerpo con
placeres, así se privan de ocasiones para merecer; enton-
ces yo con divina compasión los envío pruebas durante
el sueño, para que puedan adquirir algunos méritos”.
Ella: “¿Podrá aprovecharles esto para merecer si su-
fren sin intención y como contra su voluntad?”
El Señor: “Esto lo realiza mi benignidad. Como en-
tre los seglares algunos se lucen con cristales de colo-
res y perlas de cobre y se admiran sus adornos, otros se
presentan adornados con oro y perlas preciosas y se les
considera como ricos. Lo mismo sucede con aquellas
personas.
4. Una vez que rezaba las horas canónicas con
poca atención, advirtió junto a sí al antiguo enemigo del
género humano que, mofándose, seguía el rezo del sal-
mo: Tus preceptos son admirables115, y confundía preci-
pitadamente las sílabas. Al terminar el versículo añadió:
“¡Qué bien te dotó tu Creador, tu Salvador y tu amante,
al concederte gran facilidad de palabra! ¡Con qué sol-
tura puedes pronunciar el discurso que quieras, disertar
sobre el tema que te guste! Hablas tan precipitadamente
que sólo en este salmo has omitido cantidad de letras, de
sílabas y de palabras”.
Comprendió que el astuto enemigo había contado
sutilmente y en secreto las letras y sílabas de aquel sal-
mo, para acusar después de la muerte a quienes se ha-
bían acostumbrado a rezar las horas del Oficio precipi-
tadamente y sin devoción.
115 
Sal 118, 129.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 329

Otra vez mientras hilaba, movía el huso con gran


agilidad y se desprendían pequeños mechones de lana.
Ella encomendaba esta tarea al Señor. Observó que el
demonio recogía aquellos mechones para poder acusar-
la de negligencia. Invocó al Señor sobre esto y el mismo
Señor arrojó al demonio, y le increpó por haberse entro-
metido en una tarea que ya le había encomendado ella
desde el comienzo.
CAPÍTULO XXXIII

El Señor no se deja ganar en generosidad

1. En una ocasión que ella sentía abrasarse en ma-


yor deseo de amor al Señor, le dijo: “¡Ay, Señor mío, si
pudiera rezaros en este momento!” El benignísimo Se-
ñor le responde con ternura: “Sí, mi reina y señora, claro
que puedes mandarme con todo derecho; obedeceré a
tu voluntad y tu derecho en todas las cosas, con mayor
prontitud que la que puede tener un servidor para con su
señora”.
“Dejando a salvo la palabra de tu condescendiente
bondad, benignísimo Señor, te dignas mostrarte en todo
momento dispuesto hacia mí indignísima. ¿Por qué, te
pregunto, mi oración carece tantas veces de efectos?”
Le responde el Señor: “Cuando la reina dice a su
servidor tráeme el hilo que cuelga detrás de mi hombro
izquierdo, creyendo que es así, porque no puede ver lo
que tiene detrás, y buscando el criado lo que se le man-
da, advierte que el hilo no pende detrás del hombro iz-
quierdo sino del derecho, lo toma de donde lo encuentra
y se lo presenta a su señora, por estimar que esto es más
apropiado que extraer un hilo de la parte izquierda de la
túnica para cumplir lo mandado. De la misma manera,
si yo, que soy sabiduría insondable, a veces no escucho
tus súplicas según tus deseos, dispongo siempre y sin
duda de ellas para concederte cosas más provechosas,
ya que tú, impedida por la fragilidad humana, no puedes
discernir qué es lo mejor”.
CAPÍTULO XXXIV

Utilidad de la ofrenda del Señor y los santos


a favor del hombre

1. Una vez que iba a recibir el cuerpo de Cristo,


se lamentaba no encontrarse suficientemente prepara-
da. Rogó a la Santísima Virgen y a todos los santos que
ofrecieran en su nombre al Señor toda la dignidad con la
que cada uno de ellos se hubiera preparado para recibir
alguna gracia. Incluso rogó a nuestro Señor Jesucristo
que él mismo se dignara ofrecer por ella aquella per-
fección que tenía en la hora de la Ascensión para pre-
sentarse a Dios Padre y recibir la glorificación. Cuando
pasado un poco de tiempo deliberaba sobre lo que ha-
bía conseguido con esta oración, le respondió el Señor:
“Has conseguido aparecer ya ante todos los moradores
del cielo adornada con lo que pediste”. Y añadió: “¿Por
qué desconfías que yo, Dios omnipotente y benignísi-
mo, pueda hacer lo que puede realizar cualquier hombre
en la tierra? Por ejemplo, el que tiene una túnica o vesti-
do precioso puede vestir con él o con otro parecido a su
amigo, y hacer que el amigo se presente ante los demás
con tanto decoro y ornato como él mismo”.
2. Más tarde recordaba haber prometido a algunas
personas que ese día recibiría la comunión por ellas.
Pedía al Señor que les concediera la misma gracia, y
recibió la siguiente respuesta: “Se lo concedo, pero dejo
a su voluntad el revestirse de esa gracia cuando ellas
quieran”. Insistió ella con qué solicitud debían anhelar
332 Santa Gertrudis de Helfta

tal gracia. El Señor respondió: “En cualquier momento


que desde ahora vuelvan a mí con corazón puro y vo-
luntad recta y me pidan esa gracia con el más mínimo
suspiro o una lágrima, se presentarán ante mí revestidas
con la belleza que pediste para ellas en tus oraciones.
CAPÍTULO XXXV

Frutos de la comunión del Cuerpo del Señor

1. Pedía también al Señor le concediera a la hora


de su muerte que la última comida fuera recibir en su
cuerpo el vivificante Sacramento del cuerpo de Cristo.
Recibió en espíritu como respuesta que lo pedido no era
lo más conveniente para su salvación. Porque ninguna
necesidad del cuerpo puede disminuir los efectos de ese
Sacramento, y mucho menos el alimento que en tan pe-
nosa situación recibe el enfermo contra su gusto, para
sostener su vida para gloria de Dios. Si todos los bienes
del hombre reciben mayor valor por la unión que el sa-
cramento de la Eucaristía crea entre él y Dios, mucho
más meritorios serán a la hora de la muerte los actos
que después de recibir la comunión se realicen con pura
intención: como la paciencia, comer, beber y otros se-
mejantes, que por la unión con el cuerpo de Cristo se
acrecientan en eterno cúmulo de méritos.
CAPÍTULO XXXVI

Ventajas de la comunión frecuente

1. En otra ocasión que iba a recibir la Sagrada co-


munión dijo al Señor: “¡Oh Señor!, ¿qué me vas a dar?
El Señor le respondió: “A mí mismo totalmente, con
todo mi divino poder, como me recibió mi virginal Madre”
Insiste ella: “¿Qué más recibiré yo respecto a los
que te recibieron ayer juntamente conmigo y hoy no te
reciben, puesto que siempre te entregas de modo total?”
El Señor: “Si era costumbre entre los antiguos que
quien recibía dos veces el cargo de Cónsul precedía en
honor a quien lo había recibido solo una, ¿cómo no re-
cibirá más gloria en la vida eterna quien me recibió mu-
chas veces en su vida terrena?”
Entonces exclama ella entre sollozos: “¡Oh! ¿Con
cuánta gloria me precederán los sacerdotes que por su
ministerio comulgan todos los días?
El Señor: “Brillarán ciertamente con gran gloria los
que se acercan dignamente a la comunión. Pero es más
profundo el amor de la experiencia que la gloria de la
apariencia. Por lo tanto, una será la recompensa de los
que se acercan a comulgar con gran deseo y amor; otra
la de los que se acercan con temor y reverencia; y otra
también la de los que se preparan para la comunión con
diligencia y el ejercicio de las virtudes. No recibirá nin-
guna de estas recompensas quien se limita a celebrar
por rutina.
CAPÍTULO XXXVII

Cómo corrige el Señor al alma

1. Después de recibir gracias y dones especiales en


una fiesta de la Santísima Virgen, entró dentro de sí, y
comenzó a recapacitar en su ingratitud y desidia con el
alma abatida. Le parecía haber mostrado poca venera-
ción a la Madre del Señor y a los demás santos de Dios,
a los que con razón debía haber ensalzado más ese día
por las gracias recibidas.
El Señor la acaricia con su acostumbrada ternura y
dice a su Madre santísima y a los demás santos: “¿No os
parece que yo mismo reparé suficientemente sus faltas
al comunicarme a ella con el fluir de la suave delecta-
ción de mi divinidad en vuestra presencia?
Respondieron ellos: “Así es. La satisfacción que he-
mos recibido desborda todo lo que era de condigno”.
Entonces el Señor se vuelve tiernamente hacia ella y
le dice: “¿Estás satisfecha con esa reparación?”
Ella: “Plenamente, Señor mío, si no me faltase una
cosa: cuando reparas mis pasadas negligencias, ense-
guida añado otras, consciente de mi inclinación a caer”.
El Señor: “Me daré a ti de tal manera que no solo
repararé tus negligencias pasadas, sino también las fu-
turas. Tú deberás cuidar después de recibir la Comunión
mantenerte limpia de toda mancha de pecado.
Replica ella: “¡Ay, Señor!, temo no realizarlo como
debiera. Te pido a ti, el más compasivo de los maestros,
que me enseñes a limpiar las manchas que contraiga”.
336 Santa Gertrudis de Helfta

Responde el Señor: “No permitas que esas manchas


duren tiempo alguno en ti, sino que apenas te sientas
manchada, recita con devoto corazón el verso Miseri-
cordia, Dios mío, o aquel: Oh Cristo Jesús, mi única
salvación, concédeme borrar todos mis pecados por tu
muerte salvadora.
Al acercarse y recibir el Cuerpo de Cristo contem-
pló su alma como un cristal más brillante que la nie-
ve, y recibida en sí misma la divinidad de Jesucristo,
brillaba milagrosamente como oro engastado en vidrio.
Todo ello realizaba en ella operaciones de maravillosas
delicias por encima de lo que se puede pensar. Ofrecía
siempre a la adorable Trinidad y a todos los santos tan
atractivos deleites que en ellos comprendió lo que dice
la Escritura: toda pérdida espiritual puede recuperarse
con la recepción digna del Cuerpo de Cristo. Aquella
operación de la divinidad parecía de un gozo tan ex-
traordinario que toda la corte celestial testimoniaba las
delicias que aspiraba aquella alma en la que se obraban
estas maravillas.
Lo que también se ha escrito más arriba: que el Se-
ñor había prometido reparar sus futuras negligencias,
hay que entenderlo en el sentido de que así como a tra-
vés del cristal se ve por una y otra parte lo que hay den-
tro, de igual modo a través de esta alma se ve la cita-
da operación divina que la estimula al ejercicio de las
buenas obras, o que por debilidad humana es negligente
hacia las mismas. Excepto cuando la oscurecen las nu-
becillas de los pecados, que son las únicas que impiden
realizarse en ella tan saludable y verdaderamente digní-
sima operación.
CAPÍTULO XXXVIII

Deseo de la comunión
y efectos de la mirada de Dios

1. Era frecuente en ella el fervor y el deseo de recibir


el Cuerpo de Cristo. En cierta ocasión se preparó con
más devoción que los días anteriores116 para la Comu-
nión, pero en la noche del domingo sintió tal desfalle-
cimiento de fuerzas que le pareció no podría comulgar.
Según su costumbre preguntó al Señor qué sería más
conveniente hacer.
El Señor le respondió amablemente: “Como el es-
poso saciado de platos variados en una buena comida
goza más descansando en la alcoba con la esposa que
sentado junto a ella a la mesa, así yo en esta ocasión me
deleito más si por prudencia omites la Comunión, que si
te acercas a ella.
Ella: “¿Y cómo puedes, Señor amantísimo, dignarte
afirmar que quedarías totalmente saciado de esta mane-
ra?” Le responde el Señor: “Te confieso que me siento
perfectamente saturado como si se tratara de los platos
más exquisitos y variados cada vez que te abstenías de
palabras y del ejercicio de todos tus sentidos, como tam-
bién de algunos deseos, oraciones y actos de tu voluntad
116 
Tenemos una vez más la constatación de que la Comunión eucarística era
muy frecuente en Helfta.
338 Santa Gertrudis de Helfta

con los que procurabas prepararte para recibir mi Sacra-


tísimo Cuerpo y Sangre”.
2. Cuando se dirigía muy débil a misa y anhelaba
la comunión espiritual, sucedió que regresaba de la vi-
lla el sacerdote que había llevado el Cuerpo de Cristo a
un enfermo. Al advertirlo ella por el toque de la cam-
pana, dijo al Señor inflamada en ardiente deseo: “Con
qué gozo te recibiría ahora al menos espiritualmente,
oh vida de mi alma, si tuviera un poco de tiempo para
prepararme”.
Le responde el Señor: “La mirada de mi divina ter-
nura te preparará de la manera más perfecta”. Dicho lo
cual, le parecía que el Señor dirigía hacia su alma su
mirada como unos rayos de sol y le decía: Fijaré en ti
mis ojos117. Por estas palabras comprendió el triple efec-
to que produce en el alma la mirada divina, a semejanza
del sol, y también la triple manera como debe preparar-
se el alma para recibirlo
La primera mirada de la bondad divina a semejanza
del sol, vuelve al alma blanca, la purifica de toda man-
cha y la hace más blanca que la nieve. Este efecto se
alcanza con el reconocimiento humilde de los propios
defectos.
La segunda mirada de la bondad divina ablanda el
alma y la prepara para recibir los dones espirituales, a la
manera que la cera se ablanda con el calor del sol dis-
puesta a recibir cualquier sello. Este efecto lo consigue
el alma con la recta intención.
117 
Sal 31, 8.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 339

La tercera mirada de la bondad divina fecunda el


alma con el florecimiento de las virtudes, como el sol
hace fecunda la tierra para que produzca frutos de las
más variadas especies. Este fruto se alcanza con el
abandono confiado del hombre que se entrega totalmen-
te a Dios, con plena seguridad en el desbordamiento de
la bondad divina que, en todas las cosas, prósperas o ad-
versas, contribuirá para su bien.
3. Mientras la comunidad comulgaba en las dos
misas118, se hizo presente el Señor con tanta ternura
que parecía que él mismo con su mano ofrecía a cada
hermana al acercarse, la adorable Hostia de salvación,
mientras el sacerdote marcaba con el signo de la cruz
cada una de las hostias. Parecía también que el Señor
Jesús en cada hostia que se comulgaba daba a cada co-
mulgante una generosa bendición.
Admirada [Gertrudis] de ello exclamó: “¿Es que ob-
tienen mayores frutos, Señor, las que te han recibido sa-
cramentalmente que yo, a quien has prevenido gratuita-
mente con tantas bendiciones divinas?”
Le responde el Señor: “¿Se tiene por más rico el
que está adornado con perlas y joyas preciosas, o el que
guarda escondida gran cantidad de oro fino?”. En estas
palabras daba a entender el Señor que aunque el que
comulga sacramentalmente recibe sin duda abundan-
tes frutos de salvación, tanto en el cuerpo como en el
alma según la fe de la Iglesia, sin embargo, el que por
118 
Hasta la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II, en las fiestas de rango
litúrgico superior se celebraban en los monasterios dos misas conventuales el
mismo día. Las normas litúrgicas denominaban “Días de dos Misas Mayores.
Parece que estos días en Helfta una parte de la comunidad comulgaba en la misa
primera y la otra en la segunda.
340 Santa Gertrudis de Helfta

obediencia y debido discernimiento se abstiene por pura


alabanza de Dios de recibir sacramentalmente el Cuerpo
de Cristo, e inflamado en deseo y amor de Dios comulga
espiritualmente, merece recibir una bendición de la divi-
na benignidad, como si hubiera recibido [la comunión]
en esos momentos, y alcanza más gracias ante Dios,
aunque esto queda oculto al entendimiento humano.
CAPÍTULO XXXIX

Provecho del recuerdo de la Pasión del Señor

1. Al contemplar un día su indignidad perdió la


confianza en el valor de sus méritos y comenzó a de-
tenerse en el camino espiritual que debía correr hacia
Dios. El Señor se inclinó hacia ella con amabilísima ter-
nura y le dijo: “Por ley matrimonial debe el rey acudir
enseguida a visitar a la reina al lugar que ella escoja
para descansar”. En estas palabras comprendió que el
Señor se siente como obligado por amor a acudir hacia
el alma que medita con frecuencia su Pasión con todo el
fervor que le es posible, como el rey se siente obligado
hacia la reina por la ley del matrimonio.
De esta manera conoció ella haber merecido tan
condescendiente visita del Señor, porque el viernes
anterior se aplicó con diligencia a meditar su Pasión.
Comprendió también que por mucho que se enfríe en
la devoción, es siempre contemplada con benevolencia
por el Señor mientras no omita celebrar el recuerdo de
la Pasión.
CAPÍTULO XL

El Hijo de Dios intercede ante Dios Padre.

1. En otra ocasión se esforzaba por escoger aque-


lla de entre las variadas gracias que se había dignado
concederle generosamente el Señor, para enseñarla a
los hombres como la más ventajosa para su provecho.
El Señor se inmiscuye en sus pensamientos y deseos y
le responde: “Lo más provechoso para los hombres es
comunicarles que lo más útil para su bien es recordar
siempre que yo, el Hijo de la Virgen, estoy en la presen-
cia de Dios Padre intercediendo por la salvación del gé-
nero humano, y cuantas veces pecan en su corazón por
fragilidad humana yo ofrezco mi Corazón inmaculado a
Dios Padre en su favor para obtener su perdón.
Si pecan con la boca, yo presento mi boca inocen-
tísima; si pecan con las manos, presento mis manos ta-
ladradas; de la misma manera en cualquier pecado que
cometieren, al punto mi inocencia aplaca a Dios Padre,
para que los que hacen penitencia obtengan el perdón.
Por eso quiero que mis elegidos, cuantas veces obten-
gan el perdón de los pecados que han cometido me den
siempre gracias por haber obtenido tan fácilmente lo
que pedí por ellos.
CAPÍTULO XLI

Contemplación del Crucificado

1. Un viernes ya al caer la tarde119 estaba contem-


plando la imagen del Crucifijo y conmovida dijo al Se-
ñor: “¡Ay, mi dulce Amante, cuántas cosas y qué acer-
bas fueron las que este día sufriste por mi salvación! Y
yo ¡oh dolor!, infidelísima las despreciaba pasando este
día dedicada a otras cosas hasta no recordar en cada mo-
mento del día lo que tú, mi eterna Salvación, padeciste
por mí; y tú, Vida que a todos das vida, fuiste muerto
por amor de mi amor.
El Señor le respondió desde la cruz diciendo: “Yo
suplí por ti lo que tú despreciaste. En cada momento re-
cogí en mi Corazón lo que tú debías haber recogido en
el tuyo. Por ello fue tal la plenitud de mi Corazón, que
esperaba con gran ansia esta hora en que me llegara esta
súplica tuya; quiero ofrecer con ella a Dios mi Padre
todo lo que en este día suplí por ti, ya que sin tu petición
no hubiera podido contribuir tanto para tu salvación”.
Puede advertirse en esto el fidelísimo amor de Dios
al hombre, que al haber sido para su daño lo que des-
preció, el Señor lo reparó ante Dios Padre, y suplió to-
dos sus defectos con una plenitud que no podemos com-
119 
Cf. Lc 24, 29.
344 Santa Gertrudis de Helfta

prender. Por eso es justo que todos los hombres alaben


a Dios.
2. Otra vez mientras estrechaba con devoción la
imagen de Jesucristo crucificado, comprendió que si al-
guien contempla la imagen de la cruz de Cristo con pia-
dosa intención, él es mirado por Dios con tan benigna
misericordia que su alma recibe, como brillante espejo
del fruto del amor divino, una imagen tan preciosa que
toda la curia celestial se complace en él. Esto redundará
para él, cuantas veces lo haga en la tierra, en gloria eter-
na para el futuro.
3. En otra ocasión se le enseñó que cuando una
persona contempla el Crucifijo, nuestro Señor Jesucris-
to habla con ternura a su corazón diciendo: “Mira, por
tu amor estuve colgado en la cruz, desnudo, desprecia-
do, con todo el cuerpo llagado y mis miembros desco-
yuntados. Desde entonces mi Corazón se inclina hacia
ti con tal efusión de amor que si fuera necesario para tu
salvación, sin otra posibilidad de salvarte, sufriría por ti
sola lo que no serías capaz de comprender que sufrí por
la salvación del mundo entero”.
Que esta meditación mueva el corazón de todos a
ser agradecidos, porque en realidad nunca puede uno
mirar al Crucifijo sin la gracia de Dios. Por eso, no está
exento de culpa el cristiano que desprecia con ingrati-
tud tan elevado precio de su salvación, como tampoco
queda sin recompensa quien con piadosa intención con-
templa el Crucifijo.
4. Cuando en otra ocasión ocupaba su espíritu en
la contemplación de la Pasión del Señor comprendió
que cuando una persona rumia las oraciones o lecturas
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 345

de la Pasión, adquiere un mérito de virtud infinitamente


mayor que con los demás ejercicios piadosos. Como es
imposible que uno que trabaja con harina no se manche
de polvo, así tampoco es posible meditar la Pasión del
Señor, aunque sea con poca devoción, sin recibir de ella
algún provecho. Más aún, aunque una persona se limite
a leer solo algo sobre la Pasión, con ello dispone ya su
alma a recibir alguna gracia. Cuanto más intensa es la
atención de quien recuerda con frecuencia la Pasión de
Cristo, obtendrá más fruto que quien la medita despreo-
cupado.
Cuidemos, por tanto, rumiar con más frecuencia
algo sobre la Pasión de Cristo para que ella sea para no-
sotros miel en el paladar, melodía en el oído y gozo en
el corazón120.

120 
Cf. S. Bernardo, SC serm. 15, 6.
XLII

El manojito de mirra

1. Mientras una noche tenía junto a su lecho la ima-


gen de Cristo crucificado, y esa imagen que parecía caer-
se, se inclinaba hacia ella, ésta la levantó y le habló con
ternura: “Oh dulcísimo Jesusito, ¿por qué te inclinas?
Responde él: “Es que el amor de mi divino Corazón
me atrae hacia ti”.
Toma ella la imagen, la pone sobre su corazón, la
estrecha con dulces abrazos y besándola con ternura le
dice: Bolsita de mirra es mi Amado para mí121 Al ins-
tante el Señor sin dejarla terminar responde: Que reposa
entre mis pechos. Con esto le dio a entender que cada
persona debe envolver diligentemente en su santísima
Pasión todas las contrariedades y sufrimientos tanto del
corazón como del cuerpo, como quien introduce una
vara en la bolsita. Por ejemplo, si alguien abrumado por
las adversidades es arrastrado a la impaciencia, recuer-
de la admirable paciencia del Hijo de Dios que, llevado
como mansísimo cordero para ser inmolado por nuestra
salvación, no abrió su boca122 ni con la más mínima pa-
labra de impaciencia.
121 
Ct 1, 12. Cf. San Bernardo, SC serm. 43.
122 
Cf. Is 53, 7
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 347

Si alguna vez sucede que el hombre puede vengar


con hechos o palabras el mal que se le ha hecho, pro-
cure recordar con cuánta dulzura de corazón su Amante
no devolvió nunca mal por mal, ni pronunció una sola
palabra de venganza, antes bien, todo lo que soportó lo
recompensó de manera sublime al redimir con su pasión
y muerte a los mismos por quienes había sido persegui-
do hasta hacerle morir123. Instruido así el hombre con el
ejemplo del Señor cuide siempre devolver bienes por
males.
Hay más, si uno siente encenderse el odio contra
quienes le han ofendido124, recuerde aquella desbordan-
te dulzura con la que el amantísimo Hijo de Dios, en-
tre los acerbísimos dolores de la Pasión y angustias de
muerte, oró por los que le crucificaban diciendo: Padre,
perdónalos125, etc., y unido a ese amor cuide orar por
sus enemigos.
2. Añadió el Señor: “Quien recoge sus adversi-
dades y sufrimientos, los introduce en la bolsita de mi
Pasión y se identifica con los ejemplos de la misma por
la imitación, ese reposa verdaderamente entre mis pe-
chos126, de manera que por mi especial afecto le daré
para aumento de sus méritos todo lo que prometí con mi
paciencia y mis demás virtudes.
Le dice ésta: “¿Cómo, Señor mío, acoges a quienes
con tanto amor se unen a la imagen de tu Cruz?
123 
Cf. Hch 22, 4.
124 
Cf. Sal 22, 5.
125 
Lc 23, 34.
126 
Ct 1, 12. Cf. San Bernardo, SC serm. 43, 1. 2-3; sentencias 3ª serie, 112.
348 Santa Gertrudis de Helfta

Responde el Señor: “Los acojo con inmensa alegría.


Pero a los que se unen a mi imagen y no siguen con la
imitación los ejemplos de mi Pasión, los comparo a una
madre que adorna a su hija con los vestidos de su propia
complacencia, sin ofrecerle aquellos que más gustarían
a la joven, negándoselos incluso a veces con aspereza.
Mientras la madre discrepe de los deseos de su hija, ésta
no aceptará lo demás que le ofrezca la madre, pues pien-
sa que la madre le impone vestidos distintos a los de su
gusto, por su propia gloria, no por amor a su hija.
De la misma manera todos los afectos, honores y re-
verencias tributados a la imagen de mi Cruz no pueden
agradarme plenamente mientras no se ponga interés en
imitar los ejemplos de mi Pasión.
CAPÍTULO XLIII

La imagen del Crucifijo

1. Una vez deseaba ardientemente conseguir una


imagen de la Santa Cruz para venerarla con más fre-
cuencia por amor de su Dios. Por otra parte, se retraía
en su conciencia por temor que tal ocupación le pudiera
impedir gozar de los dones interiores de Dios.
Respecto a esto recibió la siguiente respuesta del Se-
ñor: “No temas, carísima, de ninguna manera te impedi-
rá esto gozar de los bienes espirituales, porque solo yo
soy la causa de tu contemplación. Confieso además que
me es muy grata la solicitud de la devoción por la que
alguien se une a la imagen de mi crucifixión.
Acontece a veces que un rey tiene una esposa tier-
namente amada pero no puede convivir lo más frecuen-
temente posible con ella y la confía a alguno de sus pa-
rientes muy querido. Todos los gestos de ternura y amis-
tad que la esposa hace a este amigo el rey los considera
como hechos a sí mismo, consciente de que ella hace
esto no por cariño ilícito a ese extraño sino por celo
puro de amor a su esposo.
Así también yo me deleito en las muestras de vene-
ración a mi Cruz, que son causa de mi amor, a no ser
que el hombre se contente con poseer una cruz, y no
recuerde el amor y la fidelidad con los que por él acep-
té la amargura de la pasión, o busque más su propia sa-
tisfacción que venerar los ejemplos de mi pasión por la
imitación.
CAPÍTULO XLIV

Cómo atrae al alma la divina ternura

1. Ocupada una noche con mayor devoción en el


recuerdo de la Pasión del Señor y como arrastrada y sin
freno hacia el abismo de los deseos, sintió su corazón
fuertemente inflamado por el excesivo ardor de esos de-
seos y dijo al Señor: “Mi Amor dulcísimo, si los hom-
bres sintieran esto que ahora siento, dirían con razón que
debería abstenerme de tal fervor para recuperar la salud
del cuerpo. Pero a ti que conoces mis más recónditos
secretos127, te está plenamente patente que no sería capaz
de contener con todo el poder de mis fuerzas y mis sen-
tidos esta conmoción de tu amor que me traspasa”.
A esto le responde el Señor: “¿Quién, si no es el que
carece de sentido puede ignorar que la eficacia inabarca-
ble de la dulzura de mi divinidad supera de modo incom-
prensible todo deleite humano y carnal, pues al compa-
rar el deleite corpóreo con la dulzura divina es como una
chispita de rocío con la inmensidad del océano? Pero a
veces los hombres son arrastrados con tal fuerza por la
delectación humana que no pueden contenerse de hacer
ciertas cosas, conscientes de que pueden caer en peligro
eterno no solo del cuerpo sino también del alma. Mucho
menos puede contener la fuerza de mi amor el alma que
127 
Cf. Dn 13, 42
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 351

está penetrada de la dulzura de mi divinidad, consciente


además que llegará a la felicidad eterna”.
2. Ella: “Tal vez digan algunos que el haber profe-
sado en una Orden cenobítica debería moderar el fervor
de la devoción para poder observar el rigor de la obser-
vancia”.
El Señor se dignó instruirla con la siguiente seme-
janza: “Si se establecieran algunos camareros ante la
mesa del rey para servirle con diligente respeto, y algu-
na vez el rey ya anciano o con achaques llamase a uno
de los servidores para descansar apoyado en él por al-
gún tiempo, sería incorrecto que dicho camarero, esco-
gido por el rey para descansar en él, se levantara brusca-
mente y lo dejara caer bajo pretexto de haber sido nom-
brado para servir a la mesa.
De la misma manera, es mucho más incorrecto
aquel a quien por pura gracia atraigo para hacerle gozar
de la contemplación, si se abstiene de ella para seguir
el rigor de una Orden en la que ha profesado. Si yo soy
el creador y renovador de todo, gozo infinitamente más
con una alma amante que con todo el trabajo y ejercicio
corporal, que puede hacerse a veces sin amor ni recta
intención”.
Añadió el Señor: “Si alguno no es atraído con toda
certeza por mi Espíritu a la quietud de la contemplación,
y descuida la observancia de la Orden para conseguir-
la, se parece a quien sin ser llamado se sienta a la mesa
del rey, cuando su misión es estar ante él para servirle.
Por eso el servidor que se sienta a la mesa del rey sin
ser invitado, no recibe honor sino desprecio por su fal-
ta de respeto. De igual modo el que descuidando la ob-
352 Santa Gertrudis de Helfta

servancia regular se empeña por sí mismo en alcanzar


la fruición de la contemplación divina, que nadie pue-
de conseguir sin una gracia especial mía, se sigue más
daño que provecho, porque no progresa en aquella y se
enfría en sus obligaciones. Pues quien por comodidad
propia descuidare la observancia sin necesidad, en bus-
ca de placeres exteriores, se porta como el que llamado
para servir a la mesa del rey, se marcha a limpiar el esta-
blo de su caballo y se ensucia groseramente.
CAPÍTULO XLV

El Señor acepta la reverencia


que se hace al Crucifijo

1. Un viernes pasó toda la noche sin dormir en-


cendida en meditaciones y deseos. Por fin recordó con
cuánto afecto había arrancado los clavos de una ima-
gen del crucifijo que tenía siempre junto a sí y en su
lugar puso otros clavos aromatizados. Dijo al Señor:
“Oh amante dulcísimo, ¿cómo aceptas que arranque los
clavos de las dulces llagas de tus manos y pies y ponga
amorosamente clavos aromatizados que expanden per-
fume?”
Le contesta el Señor: “acepté aquel amor porque por
él derramé el bálsamo nobilísimo de mi divinidad en to-
das las heridas de tus pecados. Así gozarán eternamente
todos los santos de manera maravillosa, pues tus llagas
serán para ellos fuente de gozo por haber infundido tan
precioso ungüento”.
Ella: “Señor mío, ¿vas a obrar de la misma manera
con quienes realicen esa misma obra?
“No en todos, le responde el Señor. A los que lo ha-
gan con el mismo amor que tú, les corresponderé con el
mismo don. A los que estimulados por tu ejemplo hacen
lo mismo con toda la devoción de que son capaces, les
recompensaré también con generosa largueza”.
354 Santa Gertrudis de Helfta

2. Toma ella la imagen del crucifijo, la acaricia de


las más variadas formas con dulces besos y estrechos
abrazos.
Pasado largo tiempo sin dormir por la ternura de su
corazón, deja la Cruz y exclama: “Adiós, Amado mío,
que pases buena noche; déjame dormir para recuperar
las fuerzas que he perdido casi por completo en esta me-
ditación contigo”. Dicho esto, se separa de la cruz con el
deseo de dormir. Mientras así reposaba, el Señor extien-
de su derecha desde la cruz hacia su cuello como para
abrazarla y aplicando sus labios sonrosados al oído le
dice en un tierno susurro: “Escúchame, amada mía, voy
a cantarte melodías amorosas, pero no en formas mun-
danas”. Y entona con voz sonora siguiendo la melodía
del himno Rex Christe factor la siguiente estrofa:

Amor meus continuus, Mi continuo amor


Tibi languor asiduus, Es tu asiduo penar;
Amor tuus suavísimus, Tu suavísimo amor
Mihi sapor gratísimus Es mi gratísimo manjar128

Terminado el canto la dice: “Añade tú ahora, ama-


da mía, en lugar del Kirie eleison que se dice al final de
cada estrofa del himno Rex Christe, la petición que de-
sees y se te concederá129. Ella pidió devotamente por al-
gunas intenciones y fue benignamente escuchada.
3. A continuación cantó el Señor otra vez la misma
estrofa y, terminada, la invitó de nuevo a orar. Canta
128 
Cf. Lib. 4 cp. 25. Himno que se cantaba durante el Triduo de Semana San-
ta. Texto tomado de Revelaciones de Santa Gertrudis. Edt. Balmes. Barcelona
1945, p. 266.
129 
Cf. Est 5, 3.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 355

varias veces la misma estrofa sin permitirla conciliar el


sueño, hasta que casi agotada durmió un poco antes de
amanecer.
Entonces el Señor Jesús, que nunca se aparta, que
está siempre atento a los que le aman, se le aparece en
sueños, la estrecha con delicadeza en su regazo y pare-
ce prepararle una cena sabrosísima en la dulce herida
de su bendito costado, y con inefable ternura ponía con
su propia mano los bocados en la boca de ella para ali-
mentarla.
Recreada dulcemente durante el sueño despertó, y
sintiendo recuperadas sus fuerzas daba devotas gracias
al Señor.
CAPÍTULO XLVI

Las siete Horas del Oficio de la Virgen.

1. Una noche estaba en vela entregada a la medita-


ción amorosa de la Pasión del Señor. Cansada, no había
rezado aún Maitines, y sentía haber perdido casi todas
sus fuerzas. Dijo entonces al Señor: “Mira, Señor mío,
sabes que mi fragilidad humana no puede pasar sin un
momento de descanso, enséñame ahora cómo ofrecer a
tu santísima Madre el debido honor y servicio, pues no
puedo rezar las Horas que le son debidas”.
Le responde el Señor: “Alábame por la dulce armo-
nía de mi Corazón por la inocencia de la purísima vir-
ginidad con la que me concibió siendo virgen, me dio
a luz virgen, y permaneció virgen después del parto130.
Ella imitó mi inocencia con la que en las primeras horas
de la mañana fui apresado por la redención del género
humano, fui atado, abofeteado, azotado, y ofendido mi-
serablemente de muchas maneras sin compasión, con
oprobios y contumelias”. Mientras ella hacía esto le pa-
recía que el Señor ofrecía su Corazón divino como una
copa de oro a su virginal Madre para que bebiera. Una
vez que ella bebió aquel licor dulce como la miel hasta
quedar saciada, más aún, inebriada de manera desbor-
130 
Cf. Antífona del Magnificat de las I Vísp. De la Presentación.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 357

dante y penetrada hasta la misma médula, parecía gozar


llena de delicias.
2. Entonces ésta se puso a alabar también a la
Santísima Virgen: “Te alabo y saludo, Madre de todas
las delicias, Sagrario dignísimo del Espíritu Santo. Por
medio del dulcísimo Corazón de Jesucristo, Hijo aman-
tísimo de Dios Padre y tuyo, te pido que nos socorras
en todas nuestras necesidades y en la hora de nuestra
muerte. Amén”. También comprendió que cuando al-
guien como está mandado alaba a Dios, y alaba también
a la Bienaventurada Virgen añadiendo este verso: “Te
alabo y saludo Madre de toda dicha”, etc., será como si
otras tantas veces presentara a la misma Virgen Madre
el Corazón dulcísimo de Jesucristo su Hijo amantísimo,
para que beba de esa copa. Entonces la Virgen Reina
aceptará con sumo gusto y recompensará tiernamente a
cada uno según la generosidad de su maternal piedad.
3. Añadió además el Señor: “Alábame a la hora de
Prima por medio de la dulce armonía de mi Corazón,
con aquella serenísima humildad con que la Virgen sin
mancha se preparaba más y más para recibirme. Ella
imitó también la humildad con la que yo, juez de vi-
vos y muertos131, me digné estar humildemente ante un
pagano por la redención del género humano, para ser
juzgado a la hora de prima”.
4. “Alábame a la hora de Tercia con aquel arden-
tísimo deseo que me llevó a mí, Hijo de Dios, desde el
seno del Padre excelso a su seno virginal. Ella también
me imitó en aquel ardentísimo deseo con que deseé la
salvación humana, fui herido con crueles azotes, coro-
131 
Hch 10, 42.
358 Santa Gertrudis de Helfta

nado de espinas, y me digné llevar a la hora de Tercia


con tanta mansedumbre y paciencia una cruz ignomi-
niosísima sobre mis hombros agotados y torturados”.
5. Alábame a la hora de Sexta con aquella segu-
rísima esperanza con que la Virgen celestial aspiraba
siempre a mi alabanza con su buena voluntad y santa
intención. Ella me imitó también a mí que, colgado en
lo alto del árbol de la cruz, deseaba con todas mis fuer-
zas en medio de amargísimas acerbidades de muerte la
redención del género humano. Por ello gritaba: Tengo
sed de la salvación del alma humana hasta el punto que
si fuera necesario soportar suplicios aún más duros y
amargos, estaba dispuesto a ofrecerme gratuitamente a
todos ellos para redimir al hombre”.
6. Alábame a la hora de Nona por aquel mutuo y
ardentísimo amor del Corazón divino y de la Virgen in-
maculada, que unió tiernísimamente a la excelentísima
divinidad y convivió inseparablemente con la humani-
dad en el seno virginal. Ella me imitó a mí que soy la
vida de todos los que viven, en la hora nona cuando mo-
ría de amor en la cruz con la amargura de una muerte
amarguísima por la redención humana”.
7. Alábame en Vísperas por aquella fe inquebran-
table con la que la Santa Virgen permaneció sola e in-
conmovible en la verdadera fe en el momento de mi
muerte, alejados los Apóstoles y con desesperación de
todos. Ella me imitó en aquella fidelidad con que, ya
muerto y bajado de la cruz, seguí al hombre incluso has-
ta el limbo inferior, le arranqué de allí con la mano om-
nipotente de mi misericordia y lo trasladé a las alegrías
del paraíso”.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 359

8. Alábame en Completas con aquella admirable


perseverancia por la que mi Madre dulcísima perseve-
ró en todo bien y en todas las virtudes hasta el final132.
Ella me imitó con total solicitud para realizar la obra
de la redención humana, después de haber obtenido con
amarguísima muerte la verdadera liberación del hom-
bre. Ni siquiera omití que mi incorruptible cuerpo fuera
sepultado como acostumbran los hombres, para demos-
trar que no hay nada tan vil que lo rechazara por la sal-
vación del hombre”.

132 
Mt 10, 22.
CAPÍTULO XLVII

Manifestación de la amistad del Señor

1. Sentía muchas veces gran hastío de las relacio-


nes humanas, (porque para el que ama a Dios todo lo
que hay fuera de Dios parece que es fuente de un dolor
inconsolable). Por eso le sucedía con frecuencia levan-
tarse bruscamente impulsada por el fervor del espíritu y
retirarse al lugar de la oración exclamando: “Mira, Se-
ñor Dios mío, en estos momentos siento hastío de to-
das las criaturas, sólo encuentro gusto en hablar con-
tigo y gozar de tu amistad. Por eso lo dejo todo y me
vuelvo a ti, bien único y total, gozo de mi corazón y mi
alma”. Luego besaba cinco veces las cinco llagas rojas
del Señor y leía cinco veces este versículo: “Os saludo,
oh Jesús esposo florido con el encanto de tu divinidad,
te saludo y abrazo con el amor de todo el universo, y te
beso con la herida del amor”. Parecía que al recitar ese
versículo junto a las llagas del Señor se disipaba todo el
hastío y era recreada con las delicias de la devoción.
2. Muchas veces repetía este ejercicio. Un día pre-
guntó al Señor cómo lo aceptaba, porque a veces lo re-
petía durante poco tiempo.
Le respondió el Señor: “Cada vez que te vuelves a
mí con esa intención, te acepto como un amigo acep-
taría de su amigo ser acogido un día como huésped en
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 361

su casa. Toda la amistad que pudiera expresarle en pa-


labras, hechos, incluso ejemplos, sería acogida con go-
zosa benignidad y maravillosa ternura. Así, entre tales
manifestaciones de ternura vendría con frecuencia a la
mente del amigo cómo podría corresponder adecuada-
mente a su vez al amigo, si sucediera que deseaba hos-
pedarse en su casa. De la misma manera yo pienso tier-
namente y dispongo con toda diligencia y sin interrup-
ción en mi divino Corazón cómo te corresponderé en
la vida eterna, por cada una de las veces que me has
acariciado en la tierra, según la real generosidad de mi
Omnipotencia, Sabiduría y Benignidad, con mi ternura
y cariño mil veces centuplicados”.
CAPÍTULO XLVIII

Efectos de la compunción

1. En una ocasión temía la comunidad a los enemi-


gos que se decía venían ya cerca del monasterio fuerte-
mente armados133. En tal situación rezaban el Salterio en
comunidad separando cada salmo con el verso: Oh Luz
beatísima y la antífona: Ven, Espíritu Santo. [Gertrudis]
se entregaba fervorosamente a la oración con las demás
hermanas. Comprendió en espíritu que el Señor por esa
oración movió por medio del Espíritu Santo el corazón
de algunas hermanas, para que reconocieran sus propias
faltas e hicieran penitencia con la decidida voluntad de
enmendarse en adelante y poner más cuidado según sus
posibilidades.
Cuando se arrepentían de esta manera vio como si
fluyera del corazón de cada una, así arrepentida por la ac-
ción del Espíritu, un cierto vapor que inundaba el claus-
tro y los lugares próximos y arrojaba lejos de las herma-
nas a todos sus enemigos. En la medida que cada cora-
zón sentía un arrepentimiento más profundo e inclinado
hacia la buena voluntad, el vapor que fluía de él arrojaba
con mayor fuerza y más lejos a todo poder enemigo.
133 
Se trata al parecer del rey Adolfo de Nassau que en 1294 ocupó la región de
Eisleben mientras se dirigía contra los hijos de su competidor Alberto de Austria.
Ver también lib. I cp. 2º.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 363

Por ello comprendió que el Señor pretendía con


aquel temor y amenazas de los enemigos atraer hacia sí
los corazones de aquella comunidad elegida para que,
quebrantadas por las tribulaciones y purificadas de to-
das sus faltas, se refugiaran en su paternal protección y
encontraran allí el auxilio más eficaz de la consolación
divina.
2. Una vez comprendidas estas cosas dijo al Se-
ñor: “¿Por qué, amantísimo Señor, las cosas que por tu
gratuita bondad te dignas revelarme con mucha frecuen-
cia son tan diferentes de las revelaciones que haces a
otras personas? Sucede frecuentemente que son recono-
cidas por algunos, cuando yo deseo más ocultarlas que
manifestarlas”.
Respondió el Señor: “Si un maestro fuese pregun-
tado por muchas personas de distintas lenguas y res-
pondiera a todos con una sola lengua, ciertamente no
serviría de nada y no sería aceptado por nadie; pero si
respondiera a cada uno en su lengua, es decir en latín al
latino, en griego al griego, su sabiduría sería tanto más
reconocida cuanto mejor respondiera a cada uno en su
propia lengua.
De la misma manera, cuanto mayor es la variedad
con que comunico a alguien mis dones, con tanta mayor
claridad se manifiesta la insondable profundidad de mi
sabiduría con la que respondo a cada uno según la con-
veniencia de su capacidad, y revelo lo que quiero según
la capacidad de la inteligencia que yo les he concedido.
Por ejemplo, hablo a los sencillos por medio de compa-
raciones corpóreas y a los de mayor capacidad intelec-
tual les propongo imágenes más ocultas y misteriosas.
CAPÍTULO XLIX

La oración que agrada a Dios.

1. En otra ocasión debido a la misma necesidad,


la comunidad recitaba el Salmo Bendice alma mía al
Señor134, con oraciones apropiadas en cada uno de los
versículos. [Gertrudis] se unió a las demás con mayor
devoción. Se le apareció el Señor lleno de encanto y
belleza. A cada verso que rezaba la comunidad postrán-
dose en tierra para pedir perdón, le pareció que el Señor
venía a su encuentro y con el brazo izquierdo elevado le
ofrecía la dulcísima herida de su santísimo costado para
que la besara; como ella la besara repetidamente, el Se-
ñor le manifestó que aceptaba ese gesto muy complaci-
do.
Entonces dice al Señor: “Al experimentar de ti,
amantísimo Señor mío, con tanta ternura esta gratitud,
te ruego me enseñes alguna breve oración con la que tu
bondad acoja con la misma benignidad a cualquier per-
sona que la rece devotamente”.
Divinamente inspirada comprendió entonces que
todo el que recite cinco veces a Dios con devota inten-
ción en honor de las cinco llagas, los tres versos:
134 
Sal 102 ò 103.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 365

– “Jesús, Salvador del mundo para quien nada hay


imposible, sino el no poderte compadecer de los
miserables, escúchanos”.
– “Oh Cristo, que por tu cruz redimiste al mundo,
óyenos”.
– “Salve Jesús, dulce Esposo, te saludo abrazándote
con el gozo de tu divinidad, con el amor de toda la
creación, y te beso en la herida de tu amor”.
– “El Señor es mi fortaleza y mi alabanza, Él se
ha convertido en mi Salvación, etc.135. Bese con
devoción esas cinco llagas sonrosadas, añada las
preces u oraciones que desee y se encomiende
con ello al dulcísimo Corazón de Jesucristo, órga-
no de la Santísima Trinidad. El Señor se dignará
aceptarlo como la oración más perfecta cuidado-
samente preparada.
2. Mientras recitaba el mismo salmo en otra oca-
sión, se le apareció nuestro Señor Jesucristo. De las lla-
gas de un crucifijo que según costumbre se colocaba de-
lante de la comunidad, salían como ardientes llamas que
se elevaban a Dios Padre intercediendo por la comuni-
dad. Con ello demostraba el incontenible deseo y amor
ardentísimo de su Corazón, que se unía a Dios Padre por
la salvación de la Comunidad.

135 
Sal 117, 14; Is 12, 2.
CAPÍTULO L

Deleite que hallaba Dios en esta alma

1. Cierto día que se preparaba para comulgar ex-


perimentó gran debilidad, debido a una enfermedad que
le preocupaba y por ello tenía menos devoción. Dijo al
Señor: “Oh dulzura de mi alma, soy demasiado cons-
ciente, por desgracia, que soy indigna de recibir tu san-
tísimo Cuerpo y Sangre. Si pudiera encontrar en alguna
criatura fuera de ti el consuelo de alguna delectación,
omitiría esta vez la santa comunión. Pero como no pue-
do encontrar de Oriente a Occidente ni del Mediodía al
Septentrión absolutamente nada, en cuyo deleite sienta
algún alivio en el cuerpo o en el alma fuera de ti, vengo
a ti, fuente viva, ardorosa, anhelante, corriendo sedien-
ta de deseos”. El Señor se dignó aceptar este obsequio
según su benignidad, recompensó tan amorosa solicitud
y respondió: “Si tú afirmas con seguridad que no pue-
des encontrar deleite en ninguna criatura fuera de mí, te
confirmo con mi divino poder que no quiero gozarme en
ninguna criatura fuera de ti”.
2. Pero ella meditaba en su corazón: aunque el Se-
ñor por su benignidad se había dignado decir que no
quería deleitarse en ninguna otra criatura fuera de ella,
podría sin embargo cambiar alguna vez de parecer.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 367

El Señor se inmiscuye en sus pensamientos y le res-


ponde: “Mi querer es lo mismo que mi poder, y por lo
mismo solo puedo lo que quiero”.
Ella: “Pero, Amante benignísimo, ¿qué deleite pue-
des encontrar en mí que soy el desecho de todas las cria-
turas?”
Responde el Señor: “El ojo de mi divinidad se com-
place de manera inestimable en contemplarte a ti, que te
creé para mí más acogedora que ninguna otra cosa, con
tan variados y múltiples dones de gracias.
También mi oído divino se conmueve en todas las
palabras de tu boca como dulce música de finísimos ins-
trumentos, con los que me llenas de ternura cuando re-
zas por los pecadores y por las almas del purgatorio;
cuando corriges o enseñas o pronuncias alguna palabra
para mi alabanza.
Aunque de lo que tú haces no se siga ninguna utili-
dad para otras personas, tu buena voluntad y recta inten-
ción dirigida a mí, suena melodiosamente en mis oídos
y conmueve con inefable dulzura lo más profundo de mi
Corazón divino.
También tu esperanza, que efectivamente tiene an-
sias de mí, exhala en mi olfato un aroma de suavísimo
deleite.
Igualmente todos tus gemidos y deseos son más dul-
ces a mi paladar que todos los perfumes136. Tu amor me
ofrece el placer del más tierno abrazo”.
3. Entonces comenzó ella a desear que el Señor se
dignara restituirle cuanto antes su antigua salud, para
136 
Cf. Ct 4, 10.
368 Santa Gertrudis de Helfta

entregarse con más devoción a las austeridades de la


Orden.
El Señor le respondió con bondad: “¿Por qué quie-
res importunarme, esposa mía, contrariando mi volun-
tad?”
Responde ella: “¿Es que juzgas, Señor, que mi de-
seo te es contrario, cuando a mi entender sólo busco tu
alabanza?”
Le responde el Señor: “Este discurso que promue-
ves lo disimulo como algo pueril; pero si me insistes
importunamente, no lo aceptaré”.
En estas palabras del Señor comprendió que si uno
desea estar sano sólo para servir al Señor, ciertamente
obra bien, pero es mucho más perfecto que se confíe
totalmente a la voluntad divina, y crea firmemente que
todo lo que Dios disponga sobre él, próspero o adverso,
será lo más conveniente para su salvación.
CAPÍTULO LI

Los latidos del Corazón de Jesús

1. Veía cómo las demás hermanas se apresuraban


por acudir a un sermón y con amorosa queja dijo al Se-
ñor: “Sabes, amado mío, qué gustosamente escucharía
el sermón con todo mi corazón, si no me retuviera la en-
fermedad”
Le responde el Señor: “¿Quieres, carísima, que te
predique yo?”
Ella: “Con sumo gusto”. Entonces la reclina el Se-
ñor sobre su Corazón de manera que el corazón del alma
se acoplaba a su Corazón divino. El alma descansó allí
dulcemente durante un tiempo y sintió en el Corazón del
Señor dos latidos admirables y sumamente suaves.
Le dice el Señor: “Con cada uno de estos dos latidos
se realiza de manera triple la salvación del hombre: el
primer latido realiza la salvación de los pecadores y el
segundo la de los justos.
Por el primero hablo sin cesar a Dios Padre, le apla-
co, y le inclino a la misericordia con los pecadores.
En segundo lugar hablo a todos mis santos, excuso
ante ellos al pecador con la fidelidad de hermano y los
estimulo a orar por él.
370 Santa Gertrudis de Helfta

En tercer lugar hablo al mismo pecador, le atraigo


misericordiosamente al arrepentimiento y espero con
inefable deseo su conversión.
2. Con el segundo invito en primer lugar a Dios
Padre a regocijarse conmigo por haber pagado tan efi-
cazmente el precio de mi sangre para la redención de los
justos, y ahora me gozo de encontrar en sus corazones
tan variadas delicias.
En segundo lugar invito a toda la milicia celestial a
celebrar con alabanzas la encomiable vida de los justos,
que me muestren su gratitud por todos los beneficios
que les he concedido y los que en adelante les conce-
deré.
En tercer lugar invito a los mismos justos y los esti-
mulo de distintas maneras con gran ternura a progresar
día tras día, hora tras hora con perseverancia.
Así como el latir del corazón humano no se inte-
rrumpe por la mirada, el oído o cualquier trabajo huma-
no, y nada le impide seguir su ritmo, del mismo modo ni
el gobierno y ordenación del cielo, de la tierra, de todo
el universo podrá suspender, temperar o impedir por un
instante hasta el fin del mundo estos dos latidos en mi
Corazón divino.
CAPÍTULO LII

El Señor acepta las preocupaciones del amigo

1. Después de estas cosas pasó casi toda una no-


che sin conciliar el sueño, y se debilitó de tal manera
que perdió todas las fuerzas. Según su costumbre ofre-
ció este desfallecimiento al Señor para su alabanza eter-
na y la salvación de todo el universo.
2. Compadecido benignamente el Señor de ella, la
instruyó para que le invocara con estas palabras: “Te
ruego, Dios misericordiosísimo, que por la serenísima
dulzura con que descansasteis desde toda la eternidad
en el seno de Dios Padre, por el amenísimo descanso en
que permaneciste durante nueve meses en el seno virgi-
nal y materno, por el complaciente gozo que te dignas
tener a veces en las almas amantes, me concedas algún
descanso, no para mi comodidad sino para tu eterna ala-
banza, por el que los miembros cansados de mi cuerpo
recuperen su actividad”.
3. Mientras decía estas palabras le pareció que por
medio de ellas subía ciertos escalones y se acercaba al
Señor. Entonces le mostró el Señor un cómodo asiento a
su derecha y le dijo: “Ven, elegida mía, descansa en mi
Corazón y comprueba si mi amor ardiente te deja des-
cansar”. Mientras se reclinaba sobre el melifluo Cora-
zón del Señor y sentía con más fuerza sus dulcísimos la-
372 Santa Gertrudis de Helfta

tidos, dijo al Señor: “Oh, dulcísimo amante, “¿qué quie-


ren decirme ahora estos latidos?”
Le responde el Señor: “Cuando alguien en cualquier
circunstancia se encuentra fatigado y exhausto de fuer-
zas por estar en vela por mi amor, me ruegue con aque-
llas tres palabras que hace poco te inspiré debías decir
en mi alabanza, para que le conceda un reposo que re-
pare sus fuerzas. Si no le escuchare y él se abraza a la
paciencia y soporta con humildad ese quebranto, mi di-
vina mansedumbre y benignidad lo aceptará con mayor
ternura. Un amigo aceptaría con agrado que su amigo
más íntimo, muy inclinado al sueño, se impusiera el sa-
crificio de levantarse con gozosa diligencia con el único
propósito de disfrutar hablando con su amigo. Esto le
agradaría más que si otro de sus amigos que normal-
mente pasa la noche sin dormir se levantara más por
costumbre que por utilidad de su amigo. Así es infinita-
mente más acepto para mí quien después de agotar sus
fuerzas en la enfermedad por estar en vela, sufre ese
quebranto con humildad y paciencia y me lo ofrece, que
quien gozando de buena salud pasa toda la noche velan-
do en oración, porque puede hacer ese bien”.
CAPÍTULO LIII

Amorosa confianza en la voluntad divina

1. Retenida por la enfermedad, después de sudar,


unas veces le subía la fiebre otras le bajaba. Una noche
que el sudor la inundaba, comenzó a pensar preocupada
si debido a eso empeoraría o mejoraría de la enfermedad.
Se le apareció el Señor Jesús como hermosa flor,
traía en su mano derecha la salud y en la izquierda la
enfermedad. Le ofreció las dos manos para que eligie-
ra lo que más deseara. Ella rechaza las dos y se arroja
con espíritu ardoroso a los brazos del Señor, se acerca a
aquel Corazón dulcísimo en el que sabía que se esconde
la plenitud de todo bien, y busca en él su laudabilísima
voluntad. La acoge el Señor tiernamente, la arroba dul-
cemente y la reclina para que descanse en su Corazón.
Pero ella aparta bruscamente su rostro del Señor, retira
hacia atrás su cabeza, se reclina en el pecho del Señor y
le dice: “Mira, Señor, ahora retiro de ti mi rostro porque
deseo con todo mi corazón que no mires mi voluntad
sino la tuya, que en todo realices laudabilísimamente en
mí lo que más te complazca”.
2. Se puede observar en todo esto que esa alma fiel
se confiaba totalmente y con absoluta confianza, ella y
todas sus cosas, a las disposiciones divinas, hasta go-
zarse en desconocer lo que el Señor dispusiera sobre
374 Santa Gertrudis de Helfta

ella, para que cuanto más puro fuese el beneplácito de


la voluntad divina, fuera en ella más perfecto. Entonces
el Señor hizo brotar de los dos lados de su melifluo Co-
razón como dos riachuelos, que fluían de una copa rebo-
sante e inundaban su regazo mientras decía: “Desde que
renunciaste por completo a tu propia voluntad y de esta
manera me escondiste tu rostro137, yo me dirijo a ti y de-
rramo en ti toda la dulzura y complacencia de mi divino
Corazón”.
Le responde esta: “Quiero saber, dulcísimo Amor
mío, qué frutos debo producir por las veces que de mu-
chas maneras me entregaste tu Corazón divino, y que
ahora una vez más me lo entregas tan generosamente”.
Le responde el Señor: “¿No enseña la fe católica
que a quien comulga una sola vez yo mismo me entrego
para su salvación, con todos los bienes que se contienen
en los tesoros de mi divinidad y mi humanidad? Cuan-
tas más veces comulgue el hombre tanto más se multi-
plicará y aumentará el cúmulo de su bienaventuranza”.

137 
Cf. Sal 29, 9.
CAPÍTULO LIV

Complacencia sensible del alma en Dios

1. Muchas personas le aconsejaban que se abstu-


viera de la contemplación hasta que recuperara la sa-
lud anterior. Ella que según su costumbre creía más en
el parecer de los demás que en el suyo, accedió a estas
amonestaciones y las aceptó con la condición de admitir
la complacencia exterior que sentía al adornar las imá-
genes de la cruz de Cristo. Como si jugara en esa ocu-
pación se abstraía efectivamente del cuidado interior de
la contemplación, pero la representación exterior de la
imagen de Cristo le permitía el recuerdo continuo de
su único Amado. Así, mientras una noche se entretenía
pensando qué confortable sepulcro podía preparar a su
Crucificado para guardarle el viernes al atardecer con
recuerdo de la Pasión del Señor, el Señor benigno que
mira más la intención que la obra de su amante, se in-
miscuye en esa ocupación y le dice: “Alégrate en el Se-
ñor, carísima, y él te dará lo que pide tu corazón138.
Por estas palabras comprendió que cuando alguien
por amor a Dios busca alegrías que agradan al Señor, él
se regocija en el corazón de éste, como un padre de fa-
milia se alegra con las habilidades con que un humorista
deleita a sus comensales, y a él mismo en el juego. La
138 
Sal 36, 4.
376 Santa Gertrudis de Helfta

petición que Dios pone en el corazón del hombre, que


por la gloria de Dios se divierte inocentemente con las
cosas exteriores, es la que brota espontáneamente del
corazón humano cuando Dios encuentra su alegría en él.
Pregunta ella: “Dios amantísimo, ¿qué utilidad pue-
de reportarte la complacencia que sirve para fomentar
más la sensualidad que el espíritu?”
Le responde el Señor: “Como un avaro sentiría per-
der la oportunidad de ganar aunque fuera un solo dena-
rio, yo que he decidido tener mis delicias en ti, senti-
ría mucho más perder un solo pensamiento e incluso un
movimiento de tu dedo meñique, hecho para mi mayor
alabanza por tu salvación eterna”.
Ella: “Si tu inmensa bondad se digna disfrutar tanto
en estas cosas, ¡cuánto disfrutarás con aquel poema que
compuse en tu alabanza139 con escritos de los santos, en
el que recuerdo toda tu adorable Pasión!”
Le responde el Señor: “Si uno goza que su amigo lo
lleve entre tiernos abrazos a un jardín encantador, para
que aspire en él el aroma suavísimo de una tenue brisa,
se deleite de manera maravillosa con el atractivo perfu-
me de la frondosidad de las flores y se conmueva con
la tierna armonía de un canto dulcísimo, mucho más te
recompensaré a ti con todos estos gozos, y con ese poe-
ma frecuentemente repetido por la augusta calzada que
lleva hasta la vida eterna”140.

139 
Parece que Gertrudis compuso también algunas poesías que no han llegado
hasta nosotros, este texto da pie a ello. cf. cp. 66: el corazón de Gertrudis como
canal de gracias del Corazón de Jesús.
140 
Cf. Mt 7, 14.
CAPÍTULO LV

Desfallecimiento del amor

1. Poco tiempo después, cayó enferma por séptima


vez. Una noche mientras pensaba en el Señor, él se incli-
na hacia ella con delicadísima ternura y le dice: “Dime,
amiga mía, que estás enferma de amor141 por mí”.
Replica ella: “¿Cómo voy a presumir yo, que soy in-
digna, decir que estoy enferma de amor por ti?”
Le responde el Señor: “Todo el que voluntariamen-
te ofrece sufrir algo por mí, puede gloriarse de verdad y
decirme que languidece por mi amor mientras sufre con
paciencia y dirige hacia mí su intención.
Ella: “¿Qué provecho puede reportarte, amantísimo,
tal anuncio?”
El Señor: “Ese anuncio alegra mi divinidad, hon-
ra mi humanidad, deleita mis ojos y es melodía para
mis oídos” Añade el Señor: “El que me comunique ese
mensaje será copiosamente recompensado. Más aún, el
anuncio de mi amor me conmueve con tal violencia, que
me fuerza a sanar los de corazón quebrantado, que de-
sean la gracia y anhelan predicar a los cautivos, anun-
141 
Ct 5, 8.
378 Santa Gertrudis de Helfta

ciar la misericordia a los pecadores, librar a los prisio-


neros142, redimir a las almas del purgatorio”.
2. Entonces dice al Señor: “¿Acaso, Padre de las
misericordias, te vas a dignar restituirme por fin la anti-
gua salud después de esta séptima enfermedad?”
Responde el Señor: “Si en la primera enfermedad
te hubiera comunicado que caerías enferma siete veces,
espantada tal vez por la fragilidad humana, hubieras caí-
do en la impaciencia. Si de igual modo te prometo ahora
que esta será la última enfermedad, caminarías confiada
hacia ese final, y por lo mismo disminuiría tu mérito.
Por eso, la paternal providencia de mi sabiduría increa-
da dispone convenientemente que ignores ambas cosas,
para que te sientas siempre obligada a acogerte a mí con
todo tu corazón y me encomiendes con confianza todas
tus penas interiores y exteriores, a mí que te miro con
tanta ternura y me preocupo fielmente de ti para que no
seas probada por encima de tus fuerzas143, pues conozco
bien la fragilidad de tu delicada paciencia. Puedes com-
probar con luz meridiana que en la primera enfermedad
experimentaste mayor debilidad que ahora en esta sép-
tima. Aunque parezca imposible a la razón humana, por
encima de ella está mi omnipotencia divina”.

142 
Cf. Is 61, 1; Lc 4, 18-19.
143 
Cf. 1Co 10, 13.
CAPÍTULO LVI

Indiferencia para vivir o morir

1. Una noche que expresaba su ternura al Señor de


muchas maneras, le preguntó entre otras cosas por qué
aunque llevaba ya largo tiempo enferma, no le interesa-
ba saber en absoluto si su enfermedad debería terminar
con la muerte o con la curación. Más bien le era indife-
rente morir o vivir.
Le respondió el Señor: “Cuando el esposo lleva a la
esposa a un jardín de rosas para entretejer una guirnal-
da, goza tanto la esposa con el dulce coloquio del es-
poso que nunca le pregunta qué rosa quiere cortar, sino
que al llegar al jardín cualquier rosa que corte el esposo
y se la ofrezca para tejer la guirnalda, la toma con gozo-
sa prontitud sin pensar en nada.
De igual modo el alma fiel cuyo sumo gozo es mi
voluntad y se deleita en ella como en un jardín florido,
acepta con la misma conformidad que yo me complazca
en devolverle la salud o que ponga fin a la vida presen-
te, porque se entrega con total fidelidad a mi disposición
paternal”.
CAPÍTULO LVII

Cólera del demonio por unas uvas

1. Otra noche que la múltiple consolación de la


presencia del Señor y el intenso ejercicio de la medi-
tación espiritual la habían dejado muy debilitada, tomó
unas uvas y se regocijaba con la intención de que fuera
el mismo Señor quien se reconfortaba en ella. El Señor
lo aceptó encantado y le dijo: “Te confieso que ahora me
siento aliviado de aquella amargura que bebí de la es-
ponja en la cruz por tu amor, pues por ella sorbo ahora
de tu corazón una inefable dulzura. Cuanta más pureza
infundes a tu cuerpo para mi alabanza, más reconforta-
do me siento en mi alma”.
2. Como luego arrojara ella en medio de la habi-
tación los hollejos y pepitas de las uvas que tenía en la
mano, acudió Satanás144, enemigo de todo bien, e inten-
taba recoger lo que ella tiraba para acusar a la enferma
por haber comido antes de maitines contra la observan-
cia. Apenas tocó los hollejos con la punta de dos dedos,
abrasado por el ardor de un insoportable tormento, se
precipitó airado fuera del monasterio dando terribles au-
llidos, mientras ponía diligentísimo cuidado de no tocar
nada con el pie para no experimentar la tortura de tan
insoportable tormento.

144 
Cf. Job 1, 6.
CAPÍTULO LVIII

Utilidad de los propios defectos

1. Otra noche se examinaba interiormente y reco-


noció que tenía el defecto de decir con frecuencia: “¡Ya
lo sabe Dios!”, por rutina y sin necesidad. Se reprocha
este defecto a sí misma, desea que Dios lo corrija total-
mente en ella y le conceda la gracia de no pronunciar
nunca con ligereza su dulce Nombre.
El bondadoso Señor le responde con ternura: “¿Por
qué quieres que te prive del honor de un premio infini-
to que ganarías cuantas veces reconozcas ese defecto u
otro parecido y te propusieras corregirte en adelante?
Cuantas veces desea uno dominar sus defectos por mi
amor, me muestra tanto honor y fidelidad cuanto mos-
traría un soldado a su señor si, enfrentándose con valen-
tía a sus enemigos, los venciera y derribara a todos con
el valor y la fuerza de su brazo”.
2. Le parecía entonces reposar en el regazo del Se-
ñor, experimentar la profunda indignidad de su corazón,
y le dijo: “Mira, amantísimo Señor, te ofrezco mi pobre
corazón con todos sus afectos y deseos para que encuen-
tres en él tus delicias según tu beneplácito”.
Le responde el Señor: “Acepto con más alegría tu
débil corazón, ofrecido con tanto amor, que la que pu-
diera tener aceptando el corazón lleno de valentía de
otra persona; como se saborea más la carne de una fiera
abatida por el frenesí de una caza fatigosa, que la carne
de un animal doméstico; pues las carnes de aquella son
al paladar más tiernas y suaves”.
CAPÍTULO LIX

Servicio que pide el Señor

1. Reducida con frecuencia por la enfermedad no


podía acudir al coro, sin embargo acudía muchas veces
a escuchar el canto de las Horas para ejercitar su cuerpo
en el servicio de Dios. Pensando que Dios no atendía a
tan fatigosa devoción como ella deseaba, desanimada
se quejaba de esto con frecuencia al Señor y le decía:
“¿Qué honor puedes recibir, mi amantísimo Señor, de
que yo, descuidada e inútil, esté aquí sin apenas prestar
atención a una o dos palabras y a las notas de música?”
Finalmente le respondió el Señor en una ocasión:
“¿Y qué sentirías tú si un amigo tuyo te ofreciera una
o dos veces una bebida dulcísima, un aguamiel recién
preparado, con el que esperabas fortalecerte en gran ma-
nera? Pues has de saber que yo encuentro más placer en
cada una de las palabras y neumas musicales con los
que ahora te dedicas a mi alabanza”.
2. Durante la misa le fallaban las fuerzas y sen-
tía pereza para levantarse durante la proclamación del
evangelio, y debido a ello se reprendía a sí misma por
no saber qué utilidad podría seguirse de tal prudencia, si
se excusaba de este esfuerzo, ya que no esperaba recu-
perar la anterior salud. Según su costumbre preguntó al
Señor cuál sería lo mejor para su gloria.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 383

Le respondió el Señor: “Cuando para mi alabanza


realizas algo que supera tus fuerzas, lo acepto como
si lo necesitase para mi honor; pero cuando omitiendo
esos esfuerzos, admites alguna condescendencia con tu
cuerpo y diriges a mí tu intención, lo acepto como si yo
mismo estuviera enfermo y no pudiese prescindir de ese
alivio. Por ello te premiaré ambas cosas para gloria de
mi divina magnificencia.
CAPÍTULO LX

Renovación de los Sacramentos

1. Mientras un día hacía examen de conciencia ad-


virtió algunas faltas que gustosamente hubiera confesa-
do, pero como no podía disponer de confesor se refu-
gió en quien según su costumbre era su único consuelo,
nuestro Señor Jesucristo, a quien expone la angustia que
siente.
El Señor le responde: “¿Por qué te turbas, amada
mía?145 Cuantas veces desees algo de mí, yo, sumo Sa-
cerdote y verdadero Pontífice estaré a tu disposición y
renovaré cada vez en tu alma la gracia de los siete sacra-
mentos, de una manera mucho más eficaz que lo pudiera
hacer un sacerdote o pontífice siete veces, porque:
- yo te bautizaré con mi preciosa sangre;
- te confirmaré con la fuerza de mi victoria;
- te desposaré conmigo con la fidelidad de mi
amor146;
- te consagraré (ordenaré) con la perfección de mi
vida santísima;

145 
Cf. Lc 24, 38.
146 
Cf. Os 2, 20.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 385

- te absolveré de todo vínculo de pecado con la ter-


nura de mi misericordia;
- te alimentaré con mí mismo con el desbordamien-
to de mi amor y me saciaré gozando de ti
- Penetraré con la suavidad de mi Espíritu todo el
fondo de tu intimidad con una unción tan eficaz,
que destilaré a través de todos tus sentidos y tus
movimientos la enjundia de la devoción. De este
modo serás preparada y santificada sin cesar para
la vida eterna”.
CAPÍTULO LXI

Efectos de la caridad

1. En otra ocasión se levantaba para Maitines con


gran debilidad. Terminado el rezo de un nocturno vino
otra enferma y por caridad leyó de nuevo los Maitines
con gran fatiga. Mientras estaba más absorta en el Señor
durante la misa, contempló su alma adornada con gran
belleza y piedras preciosas que brillaban maravillosa-
mente. Por instrucción divina comprendió merecer esos
adornos por haber leído de nuevo con humildad hacia la
hermana más joven, la parte de Maitines ya leída antes,
y brillaba con tantos adornos cuantas letras había leído
de nuevo.
Entonces recordó algunas negligencias no confesa-
das por ausencia del confesor y expuso su pena al Señor.
Él le responde: “¿Por qué te afliges de tus negligencias
envuelta tan gloriosamente con el manto de la caridad
que cubre la multitud de los pecados?”147.
Ella: “¿Cómo puede consolarme que la caridad cu-
bra mis pecados cuando me reconozco manchada por
ellos?”
El Señor: “La caridad no solo cubre los pecados, a
semejanza del ardor del sol consume y destruye en sí to-
das las negligencias de los pecados veniales y colma el
alma de méritos.
147 
1Pe 4, 8.
CAPÍTULO LXII

Celo por la observancia regular

1. En una ocasión vio a una persona que actuaba


con descuido en algunas observancias regulares, temía
incurrir en alguna falta ante Dios si, sabiendo esto, era
negligente en corregirla. También temía por debilidad
humana que otras más condescendientes dijeran que se
preocupaba demasiado en corregir insignificancias.
Según su costumbre ofreció esto al Señor para su
eterna alabanza. Él se mostró muy complacido en acep-
tarlo y le dijo: “Cuantas veces soportes este reproche u
otros parecidos por mi amor, otras tantas te protegeré
con fuerza y te rodearé como a una fortaleza de todas las
preocupaciones que puedan impedirte venir a mí, como
se rodea una ciudad de fosos y murallas. Para colmo
añadiré a tus méritos todos los méritos que cualquiera
pueda ganar si obedece con humildad y diligente devo-
ción tus recomendaciones para mi gloria”.
CAPÍTULO LXIII

Fidelidad de Dios al alma

1. Suele suceder que se sienten más las injurias


que le inflige un amigo que las que le hace un enemigo,
según aquello: Si mi enemigo me injuriase148, etc. Com-
prendió [Gertrudis] que una persona a la que había de-
dicado una solicitud y fidelidad especial para salvación
de su alma, no le correspondía con igual fidelidad, in-
cluso intentaba con cierto desprecio obrar contra sus in-
dicaciones. Turbada por ello se refugió en el Señor. Éste
consolándola con ternura le dice: “No te entristezcas,
hija mía, he permitido estas cosas para tu salvación. Me
deleito en gran manera conversar y permanecer contigo
y quisiera gozar lo más posible de ello.
La madre que tiene un niño tiernísimamente amado,
desearía tenerle siempre consigo. Si el niño quiere se-
pararse para ir a jugar con sus compañeros, la madre le
pone cerca espantajos o algo espantoso para que el niño,
asustado, corra a su regazo. También yo deseo que nun-
ca te separes de mi lado, por eso permito que tus amigos
te hagan sufrir algo, para que no halles seguridad ple-
na en ninguna criatura y acudas con más ardor a mí en
quien sabes encontrarás la plenitud más estable de todos
los deleites y seguridades”.
148 
Sal 54, 13.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 389

2. Entonces la estrecha el Señor contra su regazo


como a un tierno niño, y la acaricia de mil maneras,
acerca sus divinos labios a su oído y la susurra tierna-
mente: “Como una madre cariñosa suele besar amoro-
samente a su tierno niño para endulzarle sus penas, yo
también deseo aliviar todos tus dolores y contrariedades
con el ternísimo susurro de palabras amorosas”. Así de-
leitada durante un tiempo y de muchas maneras en el
regazo del Señor con la infinita ternura de divinos con-
suelos, el Señor le ofreció su Corazón mientras la decía:
“Sondea, amada mía las ocultas profundidades de mi
Corazón y considera con diligencia con cuánta fidelidad
dispuse y ordené todo lo que hiciste para complacerme,
a fin de que fuera utilísimo e inmensamente saludable
para provecho de tu alma. Considera, finalmente, si pue-
des acusarme de haberte sido infiel aunque sea con una
sola palabra”.
Una vez hecho esto por ella, le parecía que el Señor
la adornaba con flores como de oro maravilloso y de ra-
diante brillo, en recompensa al sufrimiento del que se ha
hablado. Entonces recuerda a varias personas que cono-
cía estaban abrumadas por distintos sufrimientos y dijo
al Señor: “Oh, Padre misericordioso, ellas sí que mere-
cen ser recompensadas por tu bondad con premios más
nobles que los míos y hermoseadas con adornos mucho
más preciosos, porque al padecer tan fuertes sufrimien-
tos no fueron aliviadas por ninguna de estas o semejan-
tes consolaciones con las que soy aliviada yo, aunque,
¡qué confusión!, soy indigna y no soporto con la debida
paciencia todas las cosas que me vienen”.
Le responde el Señor: “En estas como en todas las
demás cosas manifiesto la delicada solicitud de mi tier-
390 Santa Gertrudis de Helfta

nísimo amor para contigo, como ama una madre a su


tierno niño. Con sumo gusto lo engalanaría con plata y
oro, pero como sabe que no podrá aguantar el peso de
esos adornos, lo embellece con tiernas flores que sin re-
sultar pesadas le hermosean. De igual modo suavizo yo
tus sufrimientos para que no sucumbas bajo su peso, sin
que por ello pierdas el mérito de la paciencia”.
3. Valora entonces ella la grandeza de la bondad
divina en la obra de su salvación y desbordada de agra-
decimiento prorrumpe en fervorosas alabanzas. Com-
prende que aquellos adornos que se le habían mostrado
a semejanza de flores tiernas y esplendorosas, se trans-
formaban en un ramillete mucho más apretado por el
agradecimiento que mostraba a Dios con el canto de ala-
banzas por sus sufrimientos.
También comprendió que la gracia que, por don de
Dios, pudo alabarle en sus enfermedades, compensaba
de manera más elevada el peso de sus dolores como es
más precioso un adorno de oro que uno de plata, aunque
solo se decore por fuera.
CAPÍTULO LXIV

Frutos de la buena voluntad

1. Llegó al monasterio la delegación de un Señor


para llevar algunas hermanas de nuestra comunidad y
establecer la vida monástica en otro monasterio. Cono-
ce la noticia [Gertrudis] quien llena de buena voluntad
y siempre dispuesta al beneplácito divino aunque des-
provista de fuerzas físicas, pero estimulada por el celo
de la gloria divina, ofreció fervorosamente ante un cru-
cifijo su corazón a Dios en alabanza eterna para realizar
en cuerpo y alma todo lo que él dispusiera. El Señor
se mostró tan tiernamente complacido con esa oblación
que pareció descender de la cruz con inmenso gozo y
cariñosísima ternura y acogerla entre tiernísimos abra-
zos, exultando de modo inefable como se alegra un
enfermo casi desahuciado al recibir la medicina largo
tiempo deseada y añorada, con la que espera recuperar
plenamente la antigua salud. La aplica con ternura a la
llaga de su santísimo costado y exclama: “¡Bienvenida,
mi muy amada! Tú eres el calmante suavísimo de mis
heridas y el alivio dulcísimo de todos mis dolores”.
Comprendió con esas palabras que cuando uno ofre-
ce toda su voluntad a lo que sea del agrado divino, aun-
que sepa que son inminentes algunas pruebas el Señor,
lo acepta como si esa persona hubiera aplicado en su
Pasión calmantes suavísimos a todas sus heridas.
392 Santa Gertrudis de Helfta

2. Insistía en la oración y organizaba en su corazón


muchas cosas que desearía promover y tener para glo-
ria de Dios y el aumento de la vida monástica según sus
posibilidades, si la enviaban a esa fundación. Mientras
estaba en estas cosas le vinieron varios pensamientos al
corazón. Pero al entrar dentro de sí se reprochaba haber
perdido el tiempo en imaginaciones de las que proba-
blemente no se seguiría ningún efecto, pues se sentía tan
débil que parecía acercarse más a la muerte que partir
(a la fundación). En el caso que tuviera que partir, aún
habría tiempo suficiente para hacer planes.
Entonces se le aparece nuestro Señor Jesucris-
to como si estuviera con gran gloria en el centro de su
alma, rodeado de hermosas flores, como flor de rosal
en primavera, como lirio junto a un manantial149, y la
dice: “Mira, las buenas disposiciones de tu voluntad me
glorifican como el resplandor de brillantes estrellas y
candelabros de oro, como se lee que vio Juan en el Apo-
calipsis: uno semejante al Hijo del Hombre en medio de
candelabros de oro, que tenía en su mano derecha sie-
te estrellas150. Acojo la diversidad de pensamientos que
afluyen a tu corazón como la dulzura y el placer de rosas
y lirios frescos”.
3. Responde ella: “Ay, Dios de mi corazón151, ¿por
qué llenas mi espíritu con deseos tan distintos que re-
sultarán estériles? Hace pocos días inclinaste mi men-
te y estimulaste mi deseo para que urgiera la recepción
del Sacramento de la Unción. Mientras me preparaba
de distintas formas para recibirlo me alegraste con mu-

149 
Si 50, 8.
150 
Ap 1, 13-16.
151 
Sal 72, 26.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 393

chas consolaciones. ¿Ahora por el contrario provocas


mis deseos para que funde un monasterio en otro lugar,
cuando me siento tan falta de fuerzas que apenas podría
hacer el camino hacia allí?”
Le responde el Señor: “La razón de esto es porque,
como ya te predije al comienzo de este libro152, decidí
proponerte como luz de las naciones153, a saber, ilumi-
nación de muchas personas. Por eso conviene que las
distintas personas encuentren en tu libro temas variados
para instrucción y consuelo según su situación. A veces
también los amigos encuentran gran placer en dialogar
entre sí sobre distintos temas, sin que se siga ningún
objetivo. Otras veces un amigo propone a otro amigo
cuestiones difíciles para probar su fidelidad y acepta
con gran aprecio la benevolencia que dicho amigo tiene
para con él.
Del mismo modo disfruto en proponer a mis elegi-
dos algunas pruebas que no sucederán nunca, para com-
probar el amor y la fidelidad que me tienen y recom-
pensarlos con dones infinitos que nunca podrán merecer
con sus obras, porque contemplo como cumplidos los
deseos de su buena voluntad.
Así, en un momento provoqué en tu espíritu el deseo
de la muerte y de ahí la celebración de la Unción. De ahí
la devota preparación que hiciste con tus pensamientos
y tus actos para una y otra, que la tengo guardada en
lo profundo de mi Corazón divino para tu eterna salva-

152 
Véase el prólogo al comienzo de las revelaciones. Por otra parte, este texto
confirma una vez más que el Señor se consideraba, o se le consideraba como el
primero y principal autor del libro.
153 
Is 42, 6; 49, 6.
394 Santa Gertrudis de Helfta

ción. De esta manera ha de entenderse el dicho: Aunque


el justo muera prematuramente hallará el descanso154.
Si sucediera por la causa que fuere que murieras re-
pentinamente o recibieras el sacramento de la Unción
inconsciente –como suele suceder con bastante frecuen-
cia a los elegidos-, no tendrás por ello detrimento. Por-
que todo lo que has hecho desde hace años para pre-
pararte a la muerte, florecerá en la primavera de mi in-
marcesible eternidad, estará frondosa con la fuerza de
mi divina cooperación y producirá para ti el fruto de la
salvación eterna”.

154 
Sb 4, 7.
CAPÍTULO LXV

Frutos que producen los dones de Dios

1. Una persona le había pedido que ofreciera al Se-


ñor todo lo que por su bondad se había dignado obrar
en ella gratuitamente para salvación de quien se lo ha-
bía pedido. Al momento apareció la persona por quien
oraba de pie ante el Señor quien, sentado en un trono de
gloria, tenía sobre sus rodillas una túnica maravillosa-
mente decorada, la extendió ante esa persona pero sin
vestirla con ella. Admirada por esta visión dijo al Señor:
“Hace pocos días mientras os presentaba una ofrenda
parecida, te llevaste sin dilación a los sublimes gozos
del cielo el alma de una persona sencilla por la que ora-
ba en aquellos momentos, ¿por qué ahora, benignísimo
Dios, por los dones que me has concedido a mí, indigní-
sima, no adornas a esta que lo desea ardientemente, con
aquella túnica que le mostraste?
Le responde el Señor: “Cuando se me ofrece algo
por caridad en beneficio de las almas de los fieles difun-
tos, yo, por mi congénita piedad que me mueve siempre
a compadecerme y perdonar, consciente de que ya no
pueden ayudarse a sí mismas, compadecido de su indi-
gencia, les concedo al instante lo que se hace por ellas
para absolución y alivio e incluso para que alcancen la
cumbre de la eterna bienaventuranza, según el estado
o mérito de cada uno. Cuando se me hacen las mismas
396 Santa Gertrudis de Helfta

ofrendas por los vivos, se las reservo para que obtengan


la salvación, pero como aún pueden acrecentar su salva-
ción con buenas obras, con el deseo y la buena voluntad,
es conveniente que lo que desean obtener por méritos de
otros procuren merecerlo con su propio trabajo”.
2. “Por eso, si la persona por la que ruegas desea
adornarse con la túnica de los dones que te he concedido
a ti, procure alcanzar espiritualmente tres cosas:
1ª. Que se incline con humildad y agradecimiento
para recibir esta túnica, esto es, confiese humil-
demente que necesita los méritos de los demás,
y me dé amorosamente gracias porque me digno
suplir su indigencia con la abundancia de otros.
2ª. Reciba esta túnica con esperanza y confianza,
esto es, con la seguridad de mi bondad confíe
alcanzar gran progreso ante mí para la salvación
de su alma.
3ª. Se vista de dicha túnica por la práctica de la ca-
ridad y las demás virtudes.
Haga lo mismo todo el que desee participar en los
beneficios y virtudes de los demás. Seguro que entonces
conseguirá progresar”.

– Himno final
3. Poco antes de comenzar la Cuaresma se hizo
una sangría y con frecuencia le venían a la mente estas
palabras: “¡Oh excelentísimo Rey de reyes, oh ilustrísi-
mo Príncipe!”, y otras parecidas. Una mañana se reco-
gió en el oratorio y dijo al Señor: “Oh amantísimo Se-
ñor, ¿qué quieres hacer con esas palabras que se clavan
en mi mente y en mis labios tan insistentemente?”
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 397

El Señor le mostró un collar de oro que tenía en sus


manos, formado de cuatro piezas. Mientras dudaba qué
se quería señalar con las cuatro partes o piezas, se le ins-
piró divinamente que la primera significaba la divinidad
de Jesucristo, la segunda el alma de Jesucristo, la ter-
cera el alma de todo fiel con la que se desposó el Señor
con su propia sangre, y la cuarta el inmaculado cuerpo
de Jesucristo.
Que el alma del fiel apareciera colocada en este co-
llar entre el alma y el cuerpo de Jesucristo, significaba
la indisoluble fundición de amor que el Señor concede
al alma fiel incluso con su divino cuerpo y alma. Ape-
nas terminado de contemplar dicho collar fue arrebatada
con vehemencia y se le infundieron estos versos:
Tú eres vida de mi alma,
A ti se une el afecto de mi corazón
Derretido por el ardor del amor.
Quede como sin vida el alma
Para todo lo que sin ti buscare.

Tú eres de los colores, belleza;


de los sabores, dulzura;
de los perfumes, fragancia;
de los sonidos, deleite;
de los abrazos tierna suavidad.

Tú haces el placer delicioso,


La efusión copiosa,
La atracción gozosa,
La comunicación amorosa,

Tú, hontanar desbordante de la divinidad,


Rey de reyes nobilísimo,
398 Santa Gertrudis de Helfta

Emperador excelentísimo,
Príncipe ilustrísimo,
Soberano mansísimo,
Protector firmísimo.

Tú, perla vivificante de humana nobleza,


Orfebre habilísimo,
Formador amabilísimo,
Consejero sapientísimo,
Colaborador benignísimo,
Amigo fidelísimo.

Tú, sabrosa unión de íntima dulzura,


Acariciador delicadísimo,
Atractivo finísimo,
Amante ardentísimo,
Esposo dulcísimo,
Custodio castísimo.

Tú, flor primaveral de natural belleza,


Oh hermano amabilísimo,
Joven hermosísimo,
Compañero encantador,
Huésped generosísimo,
Servidor atentísimo.

Te prefiero a toda criatura,


Por ti renuncio a todo placer,
Por ti afronto toda adversidad,
Solo tu alabanza busco en todo.
Te proclamo con corazón y labios
Promotor de todos los bienes.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 399

En virtud de tu fervor
Adjunto la intención de mi devoción
A la eficacia de tu oración,
Para que por la pureza de divina unión,
Extinguido todo movimiento de rebelión,
Llegue a la más alta cumbre de perfección.

4. Cada una de estas aspiraciones brillaba como


perla preciosa engastada en collar de oro.
Cuando el domingo siguiente participaba en la misa
en que iba a comulgar, recitaba dichas aspiraciones con
mayor fervor y le pareció ver cómo se gozaba en ellas el
Señor. Le dice entonces: “Oh, Dios amantísimo, desde
que experimento que te recreas tanto en estas palabras,
quiero aconsejar a cuantos pueda que te las ofrezcan en
sus oraciones como si fueran un collar”.
Le responde el Señor: “Nadie me da lo que es mío,
pero en todos los que reciten devotamente esas oracio-
nes aumentaré la gracia de mi conocimiento, y recibi-
rán el resplandor de mi divinidad que dirige hacia ellos
la eficacia de dichas palabras, como quien expone al
sol una lámina de oro y contempla reflejado en el lado
opuesto su resplandor”.
Ella siente al momento el efecto de estas palabras y
terminada la recitación de esa oración, apareció el ros-
tro de su alma iluminado por un rayo más brillante que
la luz y –según le pareció– recibió el gusto más sabroso
del conocimiento divino.
Es conveniente añadir aquí algunas de las cosas
más útiles que reveló Dios a esta alma cuando oraba
por otras personas.
CAPÍTULO LXVI

El Señor infundía la gracia por intercesión de


[Gertrudis] a manera de un canal

1. En una ocasión se le apareció el Señor Jesús y


le pidió su corazón: “Dame, amada, tu corazón”155. Ella
se lo ofrece con alegría y le parece como si el Señor lo
aplicara a su Corazón divino a semejanza de un canal156
que llegaba hasta la tierra. Por él derramaba generosa-
mente las efusiones de su incontenible bondad y le de-
cía: “Mira, en adelante me gozaré usando siempre tu
corazón como un canal, por el que a todos los que se
dispongan con generosidad a recibir esa infusión de la
gracia y te lo pidan con humildad y confianza, derra-
maré del torrente de mi melifluo Corazón desbordantes
efluvios de consuelo divino”.
Lo que sigue manifestará los admirables efectos de
estas palabras.

155 
Cf. Pr 23, 26.
156 
Véase san Bernardo SC, ser. 18, 3. Obras Completas, vol. V. BAC n. 491,
p. 261 ss. Cf. Muerte de Matilde de Hackeborn, en Libro de la gracia especial.
biblioteca cisterciense vol. 23, p. 550.
CAPÍTULO LXVII

Humillación bajo el castigo de Dios

1. Un día rogaba [Gertrudis] por unos que habían


causado daños al monasterio con sus robos y seguían
causando muchos males. Se le muestra entonces el Se-
ñor con bondad y misericordia, con un brazo dolorido y
torcido hacia atrás como si se le hubieran entumecido
los nervios.
Le dice el Señor: “Considera qué dolor me causaría
quien me diera puñetazos en este brazo. Pues piensa que
me producen el mismo dolor quienes no tienen compa-
sión del daño en que pueden incurrir las almas de los
que corrompen a mis amigos. Proclaman muchas veces
sus defectos y las injurias que han recibido de ellos, sin
tener en cuenta que también ellos son miembros míos.
Todos los que movidos por devota compasión imploran
mi clemencia para que los convierta con mi misericor-
dia de sus errores a una vida mejor, ungen mi brazo con
ciertos ungüentos suavísimos. Los que con sus consejos
y exhortaciones los inducen con bondad a la enmienda
y reconciliación, son como sabios médicos que tratando
mi brazo con suavidad lo devuelven a su debido lugar”.
2. Mientras admiraba ella la inefable benignidad
del Señor le dice: “¿Por qué razón, benignísimo Dios,
puede llamarse brazo tuyo gente tan indigna?”
402 Santa Gertrudis de Helfta

El Señor: “Porque pertenecen al cuerpo de la Iglesia


de la que yo me glorío ser la cabeza”.
Ella: “Señor mío, ¡si ya ¡oh dolor!, han sido separa-
dos por decreto del cuerpo de la Iglesia, pues han sido
excomulgados públicamente por las vejaciones que han
infringido a nuestro monasterio!”.
Le responde el Señor: “Sin embargo, aún pueden re-
conciliarse por la absolución de la Iglesia. Obligado por
mi propia compasión y solícito de su salvación, anhelo
con indescriptible deseo que se conviertan a mí por la
penitencia”.
Entonces rogó ella que el Señor se dignara guardar
a la comunidad con su paternal protección de las veja-
ciones de ellos.
El Señor: “Si os humilláis bajo mi mano podero-
sa157, y reconocéis en vuestros corazones ante mí, que
merecéis ser castigadas como reclaman vuestras negli-
gencias, os conservaré ilesas con mi paternal misericor-
dia de toda incursión de los enemigos. Pero si por sober-
bia os levantáis enfurecidas contra los que os dañan, con
deseos e imprecaciones de devolverles mal por mal, mi
justicia, por permisión de mi justo juicio, prevalecerá
en ellos contra vosotras, y os molestarán con mayores
daños”.

157 
1Pe 5, 6.
CAPÍTULO LXVIII

Aceptación de los trabajos

1. Un año que la comunidad estaba muy agobiada


por una deuda, ésta insistía con mayor fervor al Señor y
le rogaba moviera con su bondad a los proveedores del
monasterio para que devolvieran lo que debían. El Se-
ñor la acaricia mansamente y le dice: “¿Qué ganaría yo
con ayudarles en esto?”
Ella: “Que superado esto, se dediquen [las herma-
nas] con mayor empeño y devoción a las prácticas es-
pirituales”.
El Señor: “¿Qué frutos pueden seguirse para mí de
esto, si no necesito vuestros bienes?158 Lo mismo me da
que os dediquéis a los ejercicios espirituales o que tra-
bajéis duro en actividades exteriores, si vuestra volun-
tad se dirige a mí con libre intención. Si solo me deleita-
ra en vuestros ejercicios espirituales, hubiera reformado
de tal manera la naturaleza humana después de la caída,
que no tendría necesidad de la comida, el vestido y otras
cosas necesarias para la vida, que el hombre se esfuerza
en adquirir y realizar. Un poderoso emperador no solo
se alegra de tener en su palacio muchachas distinguidas
y elegantes, sino que se rodea también de príncipes, ge-
158 
Sal 15, 2.
404 Santa Gertrudis de Helfta

nerales, soldados y otros servidores diestros en diversas


actividades, y los tiene siempre disponibles en su pala-
cio para encomendarlos diversos asuntos. De la misma
manera yo no solo me deleito con las alegrías interio-
res de los contemplativos, sino también con las distin-
tas prácticas de útiles negocios que me ofrecen honra y
amor, y me estimulan a morar y convivir gozosamente
con los hijos de los hombres159, porque con ello se ejer-
citan más en la caridad, paciencia, humildad y demás
virtudes”.
2. Entonces vio al principal mayordomo del mo-
nasterio en presencia del Señor como recostado en su
brazo izquierdo. Con esfuerzo se levantaba muchas ve-
ces y ofrecía al Señor con la mano izquierda en la que
descansaba, una moneda de oro que llevaba engastada
una perla preciosa. Le dice el Señor a ella: “Mira, si ali-
viara la pena de ese por quien ruegas perdería esa perla
preciosa engastada en la moneda que tanto me gusta,
y él quedaría sin recompensa, porque me ofrecería con
su derecha solo la moneda sin la perla. Ofrecería solo
una simple moneda porque quiere cumplir en todas sus
obras la voluntad divina, pero sin contrariedades; pero
quien acepta la contrariedad en todas sus obras y no se
aparta de la voluntad divina, ofrece al Señor una mone-
da de oro como perla de gran valor”.
3. Como ella rogara al Señor con mayor insisten-
cia para que aliviara a los procuradores del monasterio
en dicha deuda, le respondió el Señor: “¿Por qué te pa-
rece duro que alguien sufra penalidades por mi causa,
cuando soy el único verdadero amigo en el que la fide-

159 
Cf. Pr 13,31.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 405

lidad nunca falla? Cuando el hombre desprovisto ya de


todo auxilio y consuelo humano se ve reducido a situa-
ción extrema y alguien recuerda haber recibido de él
algún signo de fidelidad, siente gran pena de no poder
ayudarle. Pero yo, que soy el verdadero amigo, vengo
al alma desolada por esa angustiosa necesidad con las
frondosas flores primaverales de todas las obras buenas,
que alguna vez practicó esa persona en pensamiento pa-
labra y obra en su vida. Todas estas obras florecen en
mis vestidos como rosas y lirios.
Con el vivo frescor de mi divina presencia renace el
alma a la esperanza de la vida eterna160, a la que recono-
ce sentirse invitada y recompensada por cada una de sus
obras. Con ese deleite recibe el alma soltura, y así libre
de la carne, pueda alcanzar también la felicidad eterna
y prorrumpir con verdadero gozo y alabanza en aquello
del Génesis: El aroma de mi amado es como el aroma de
un campo florido161. Como el cuerpo está formado por
distintos miembros, también el alma está formada por
los afectos que son: temor, dolor, gozo, amor, esperan-
za, odio y pudor. En la medida que el hombre se ejercita
en ellos para mi alabanza, encuentra en mí tan inesti-
mable placer e inefable gozo, y tanta seguridad, que se
siente preparado y apto para la bienaventuranza eterna.
4. Cuando en la resurrección futura este cuer-
po mortal se revista de inmortalidad162, cada uno de
los miembros humanos recibirá su propio premio por
los trabajos y obras que realizó en mi nombre y por mi

160 
Cf. Tt 1, 2.
161 
Gn 27, 27.
162 
1Co 15, 53.
406 Santa Gertrudis de Helfta

amor. Pero el alma recibirá una excelente nobleza in-


comparablemente mayor por cada uno de los ejercicios
y santos afectos en los que tantas veces se ejercitó, con-
movió e incluso colaboró su cuerpo”.
Conmovida otra vez por uno de los más fieles ma-
yordomos del monasterio, rogaba con insistencia al Se-
ñor para que le recompensara los trabajos y contrarie-
dades sufridos tantas veces en los asuntos de la comu-
nidad.
Le respondió el Señor: “El cuerpo que tantas veces
se fatigó en tales trabajos por mí, es para mí como un
cofre en el que deposito tantas dracmas de plata cuantas
veces mueve alguno de sus miembros para conseguir
lo que se le ha encomendado. Y su corazón es para mí
como un arca en la que disfruto guardando tantas drac-
mas de oro, cuantas veces se estimulaba a proveer con
solicitud por mi gloria las que se le habían confiado”.
Admirada ella dijo al Señor: “Señor, no me pare-
ce que esta persona sea tan perfecta que emprenda to-
das sus obras solo para tu alabanza; creo que hay otras
causas que le mueven, como el lucro temporal y, por lo
mismo, la comodidad corporal. Entonces, ¿cómo, Dios
mío, tú que eres la dulzura incontaminada, puedes te-
ner, como aseguras, tales delicias en su corazón y en su
cuerpo?”
El Señor condesciende benignamente y le respon-
de: “Porque su voluntad está tan unida a la mía que soy
siempre la máxima razón de todas sus obras. Por lo mis-
mo, consigue un fruto inapreciable en cada uno de sus
pensamientos palabras y acciones. Sin embargo, si pu-
siera más pura y devota intención en cada uno de sus
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 407

asuntos, ennoblecería tanto cada uno de sus negocios y


obras cuanto sobrepasa en valor el oro a la plata.
Si cuidara dirigir a mí sus pensamientos y preocupa-
ciones con la más pura y devota intención se ennoble-
cerían más, como el oro puro y refinado vale más que el
oro viejo y ennegrecido.
CAPÍTULO LXIX

El mérito de la paciencia

1. Sucedió en una ocasión que una persona se hirió


inesperadamente en un trabajo y sufría mucho. [Gertru-
dis] se compadece y pide al Señor que no corra peligro
el miembro herido en un trabajo obligatorio.
El Señor la respondió amablemente: “No correrá
ningún peligro, más bien recibirá un premio incompa-
rable por ese dolor. Todos los miembros movidos para
socorrerle, aliviar su dolor y curarlo recibirán una re-
compensa eterna. Cuando un paño se tiñe de azafrán y
algún objeto cae sobre él, toma el mismo color, de igual
modo que cuando un miembro sufre163 todos los demás
miembros que le alivian serán recompensados con él
con gloria eterna”.
2. Ella: “Señor mío, ¿cómo pueden merecer tanto
los miembros que mutuamente se ayudan, si no hacen
esto para que el miembro herido soporte el sufrimiento
con más ánimo y paciencia por tu amor, sino únicamen-
te para aliviar el dolor?”.
Le contesta el Señor con inestimable consuelo: “El
sufrimiento que el hombre soporta con paciencia por mi
amor sin poder aliviarlo a pesar de su solicitud, lo san-

163 
Cf.1Co 12, 26.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 409

tifiqué yo con aquellas palabras que dirigí al Padre en el


último momento de mi vida: Padre, si es posible, pase
de mí este cáliz164 . El hombre recibe por aquellas pala-
bras un mérito y premio incomparable”.
3. Ella: “¿No te agrada más, Dios mío, quien
ofrece con paciencia por tu amor cuanto le sobreviene,
que quien es paciente porque no puede evitar el sufri-
miento?”
El Señor: “Esto está oculto en el abismo de mis jui-
cios divinos y sobrepasa todo humano entendimiento;
pero en la medida que puede averiguarlo el juicio huma-
no, sucede entre esas dos cosas como entre dos hermo-
sos colores: se aprecia tanta belleza en ambos que difí-
cilmente se puede discernir cuál de ellos merece mayor
aprecio”.
Entonces ella expresó al Señor el deseo de que con-
solara a aquella persona con las palabras referidas ma-
nifestándoselas a ella.
A esto le responde el Señor: “Has de saber que callo
estas cosas por ocultos designios de mi sabiduría divi-
na, para que dicha persona sea más probada y recomen-
dada de modo especial en tres virtudes: paciencia, fe y
humildad.
- En la paciencia, porque si ella experimentase el
efecto de la consolación con esas palabras como tú
ya lo sientes, se aliviaría todo su sufrimiento y de
este modo disminuiría el mérito de la paciencia.

164 
Mt 26, 39.
410 Santa Gertrudis de Helfta

- En la fe, para que crea más en otro lo que ella no


siente, porque según san Gregorio Magno165 no
tiene mérito la fe que se demuestra por la razón.
- En la humildad, para que se crea aventajada por
otro que conoce por divina inspiración lo que ella
no merece conocer”.

  S. Gregorio, Homilía 26 sobre el Evangelio. BAC n. 170 pp. 660-668.


165
CAPÍTULO LXX

Proclamación de los beneficios de Dios

1. Mientras oraba por una persona, compadecida


de haberla oído decir palabras de impaciencia, por qué
Dios le enviaba unas pruebas que no se merecía, le dijo
el Señor: “Pregúntale qué pruebas cree que le convienen
y dile que no se puede ganar el reino de los cielos sin al-
gún sufrimiento, que elija ella misma el que estime más
apropiado, y si le viniera tal sufrimiento que sea capaz
de conservar la paciencia”.
Comprendió por estas palabras del Señor ser una
forma peligrosísima de impaciencia creer que sería pa-
ciente en unas situaciones, pero no poder soportar las
pruebas que Dios le envía, cuando al contrario, se debe
confiar que lo mejor es lo que Dios envía; si descuidara
la paciencia en esto, debería humillarse.
2. Con amorosa ternura añadió el Señor: “¿Y tú
qué piensas? ¿Crees que te envío pruebas inoportunas?”
Le responde ella: “De ninguna manera, Señor mío.
Confieso y confesaré mientras viva que me has trata-
do en el cuerpo y en el alma, en las cosas prósperas y
en las adversas, de la manera más oportuna. Ninguna
otra sabiduría hubiera sido capaz de realizarlo desde el
comienzo al fin del mundo, excepto tú, dulcísimo Dios
mío, única Sabiduría increada, que alcanzas con vigor
412 Santa Gertrudis de Helfta

de extremo a extremo y gobiernas todo con firmeza y


suavidad166.
3. Entonces la toma tiernamente el Hijo, la presen-
ta ante Dios Padre y le pide le rinda adoración: “Gracias
te doy, Padre santo –confiesa ella– según mis fuerzas,
por el que se sienta a tu derecha, por los dones tan mag-
níficos que he recibido de tu generosidad; reconozco
que nunca me hubiera sido posible sin tu divino poder,
que rige y da vigor con su fuerza a todo lo creado”.
Luego la presenta al Espíritu Santo para que alabe
también su bondad. Exclama ella: “Gracias te doy, San-
to Espíritu Paráclito, por aquel que con tu colaboración
se hizo hombre en el seno virginal; porque me previ-
niste tan suavemente en todo a mí tan indigna, con las
bendiciones de tu gratuita dulzura167, estoy segura que
nunca lo hubiera realizado benignidad alguna sin tu in-
efable dulzura en la que se oculta, de la que procede y
con la cual se recibe juntamente todo bien”.
4. Finalmente la abraza amorosísimamente el Hijo
de Dios y al besarla le dice: “Así pues, después de esta
tu confesión, te acojo bajo mi especial custodia por en-
cima de toda otra custodia, que debo tener por derecho
de creación, de redención y especial amor.
En esto comprendió que cuando alguno alaba así a
la bondad divina, confiando y encomendándose agrade-
cido a su providencia, el Señor le coge con especial pro-
videncia, como un Superior queda obligado a atender a
un súbdito después de la profesión.

166 
Sb 8, 1.
167 
Cf. Sal 20, 4.
CAPÍTULO LXXI

Efectos de la oración

1. Mientras oraba en otra ocasión por quienes se le


habían encomendado y recordaba con afecto especial a
una persona, dijo al Señor: “Escucha, benignísimo Se-
ñor, según la dulzura de tu paternal afecto, la oración
que te dirijo por ella”.
Le responde el Señor: “Yo te escucho con frecuen-
cia cuando me pides por ella”.
Ella: “Entonces, ¿por qué se dirige a mí tantas veces
con palabras dudosas como si nunca hubiera recibido
de ti ninguna consolación, recordando siempre su in-
dignidad?”.
El Señor: “Se trata de un delicadísimo gesto de mi
esposa con el que conmueve en gran manera mi afecto
hacia ella, y es un oportunísimo adorno muy grato para
mí que ella se sienta insatisfecha de su situación, y se
aumenta tanto más cuanto más ruegas por ella”.
2. Cuando en otra ocasión rogaba por ella y unía
en la oración a otra persona, le respondió el Señor: “Las
he atraído más cerca de mí, por eso es conveniente que
sean purificadas con pruebas mayores como niña deli-
cada que debido al mayor cariño hacia su madre desea
sentarse a su lado en su misma silla; necesariamente es-
tará sentada de manera más incómoda que las demás
414 Santa Gertrudis de Helfta

hijas, que toman para sí sillas propias junto a la madre.


Además la mirada de ternura de la madre no podrá diri-
girse tan directamente a ella como a las que están senta-
das frente a ella”.
CAPÍTULO LXXII

Provecho (eficacia) de la oración.

a) La falta de fe retarda el efecto de la oración


1. En una ocasión que debía pedir por muchas per-
sonas y encomendar causas diversas se arrojó devota-
mente a los pies de nuestro Señor Jesucristo y después
de imprimir los más ardientes besos, cuanto le permitía
su fervor en aquellas salvíficas llagas, encomendó al Se-
ñor las personas y las causas que se le habían confiado.
Una ver realizado esto, vio un arroyuelo que brotaba del
Corazón del mismo Hijo de Dios y lo inundaba todo al-
rededor168. Con ello comprendió que el Señor dio cum-
plimiento por aquel arroyuelo a todas las peticiones que
había depositado a sus pies. Dijo al Señor: “¿Qué les
aprovecha, Señor mío, a aquellos por quienes he pedido,
si ellos no experimentan el efecto de mis peticiones y
por lo mismo no creerán ni recibirán consuelo alguno?”
El Señor le contestó con esta comparación: “Cuando
un rey otorga la paz después de una prolongada guerra,
no pueden conocer este hecho los que están lejos hasta
que se les comunique en el momento oportuno; de igual
modo, los que están lejos de mí por desconfianza u otros
defectos, no pueden experimentar que se esté pidiendo
por ellos”.

168 
Cf. Jb 10, 8.
416 Santa Gertrudis de Helfta

Ella: “Hay algunos, Señor, entre los que ahora he


pedido que sé, y tú eres testigo, no están lejos de ti”.
Le responde el Señor: “Es verdad; pero cuando el
rey quiere comunicar sus decisiones no por mensajero
sino por sí mismo, se debe esperar hasta que él lo crea
oportuno. Del mismo modo, dispongo comunicarles por
mí mismo los efectos de tus oraciones en el momento
que sea para ellos más oportuno”.
3. Rogó entonces de un modo más especial por
cierta persona que en algún momento le había moles-
tado. Recibió esta respuesta: “Como es imposible que
alguien se hiera los pies sin que lo sienta el corazón, es
también totalmente imposible a mi paternal compasión
no mirar con los efectos de mi misericordia a aquel que,
cargado con el peso de sus propios extravíos, se recono-
ce necesitado de la medicina de la divina misericordia,
y movido por el afecto de la caridad no deja de pedir por
la salvación de sus prójimos”.

b) Qué debe pedirse para los enfermos


4. Es de humanidad pedir muchas veces por los
enfermos. En una ocasión que debía pedir por un enfer-
mo preguntó al Señor qué le gustaría más pedir por él.
Le respondió el Señor: “Pide por él con devoto co-
razón solo dos cosas: Primera, que le conserve la pa-
ciencia; segunda que en cada uno de los momentos por
los que ha de pasar le lleve a una mayor alabanza mía y
mayor provecho de su enfermedad, conforme lo preor-
denó mi caridad desde toda la eternidad en mi paternal
Corazón para su salvación”. Añadió el Señor: “Cuantas
veces repitas estas palabras, otras tantas aumentarán tus
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 417

méritos y los del enfermo, como cuando un pintor reto-


ca el cuadro se acrecienta el brillo de los colores.

c) Qué debe pedirse para los superiores


5. Mientras oraba por los dignatarios de la Igle-
sia comprendió que con frecuencia lo que más agrada
al Señor en los superiores es que teniendo autoridad
se comporten como si no la poseyeran169; es decir, que
usen la potestad de la prelatura como algo concedido
para un día o un momento, dispuestos en cada instante
a renunciar a ella, pero siendo constantemente solícitos
para acrecentar con sus obras la alabanza divina según
sus posibilidades, como si constantemente exclamaran
en su corazón: ¡Vamos, date prisa!, no seas negligente
en promover la gloria de Dios; así dejarás libremente el
peso del oficio cuando según tus posibilidades hubieras
realizado todo lo que creía era para gloria de Dios y pro-
vecho del prójimo.

d) efectos de la petición de oraciones


6. Mientras oraba por una persona que se había en-
comendado a sus oraciones tanto a través de otros como
por sí misma con gran humildad y fervor, contempló al
Señor que se inclinaba benignamente hacia ella y la en-
volvía totalmente con el resplandor de cierta luz celes-
tial. A través de ese resplandor le infundía gratuitamente
todo lo que esperaba alcanzar por los méritos de las ora-
ciones de [Gertrudis]. De este modo fue instruida por el
Señor que cuando alguien se encomienda a la oración de
otro con plena confianza de alcanzar la gracia divina por

169 
1Co 7, 39.
418 Santa Gertrudis de Helfta

los méritos de esa persona, el benignísimo Señor derra-


ma con toda seguridad sus beneficios sobre esa persona
conforme a su deseo y su fe, aunque aquel a quien se ha
encomendado descuide rezar devotamente por ella.
CAPÍTULO LXXIII

Diversos tipos de personas

a) Comparada con el águila


1. Mientras oraba por una persona que tenía gran-
des deseos, recibió la siguiente respuesta: “Dile de mi
parte que si desea unirse a mí con íntimo amor cuide,
a semejanza del águila, construirse un nido a mis pies
formado con las ramas de su propia vileza y los sar-
mientos de mi dignidad. Descanse permanentemente en
él con el recuerdo de su vileza, ya que el hombre mor-
tal está siempre inclinado por naturaleza al mal170 y es
perezoso para el bien si no le previene la gracia. Medite
con frecuencia en mi misericordia y recuerde que estoy
paternalmente dispuesto a acoger después de la caída al
que vuelve a mí por la penitencia. Cuando desee volar
del nido para buscar el alimento, venga a mi regazo y
recuerde con amoroso agradecimiento los distintos be-
neficios que le concedo gratuitamente por el desborda-
miento de mi ternura. Si desea elevarse más alto en su
vuelo y levantar las alas de sus deseos a cosas más ele-
vadas, elévese como veloz águila sobre sí mismo hacia
la contemplación de las cosas celestiales y marche de
frente lanzado sobre alas de serafines con el audaz im-

170 
Cf. Gn 8, 21.
420 Santa Gertrudis de Helfta

pulso del amor, para contemplar al Rey en su belleza171


con la mirada radiante del alma.
2. Pero como en la vida presente no se puede estar
largo tiempo en la cumbre de la contemplación que, se-
gún san Bernardo, apenas puede alcanzarse en esta vida
más que rara vez y por muy breve tiempo172, repliegue
nuevamente sus alas con el recuerdo de su vileza, vuel-
va constantemente a su nido y descanse en él hasta que
nuevamente experimente el gozo de volar, mediante la
acción de gracias, a los pastos amenos y así alcanzar
como resultado de la salida de sí misma la cumbre de
la contemplación divina. Así, con estas frecuentes alter-
nativas173, bien entrando dentro de sí por la considera-
ción de la propia fragilidad, ya saliendo de sí al recibir
mis beneficios, o elevándose por la contemplación de
las cosas celestiales, encontrará siempre los deleites de
los gozos del cielo.

b) Semejante a tres dedos del Señor


3. Se acordó también de una persona que se le ha-
bía encomendado con gran fervor. Consumida la flor de
su primera juventud, renunció al mundo y se consagró
al servicio del Señor bajo el hábito religioso. Vuelta al
Señor le presentó su propio corazón para que por él a
manera de canal174, como se lo había prometido, y cons-
ta en lo que antecede, derramara los beneficios de sus
divinas consolaciones en cuantos las buscaban con hu-

171 
Cf. Is 33, 17.
172 
Cf. San Bernardo, SC 23, 15; 74, 7.
173 
Id. SC 74, 6-7.
174 
Cf. Id. SC 18, 3 ss.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 421

mildad a través de ella, y que se dignara realizarlo tam-


bién ahora para su mayor alabanza, consuelo y prove-
cho de la dicha persona. Al punto contempló elevarse
su corazón a manera de un canal y aplicarse al melifluo
Corazón del amantísimo Jesús, Hijo de Dios, que se le
apareció sentado en su trono real.
4. Entonces vio a la persona por quien oraba acer-
carse y doblar reverentemente las rodillas ante el Señor.
El Señor extendió su mano derecha hacia ella y le dijo:
“Yo la recibiré en mi incomprensible omnipotencia, en
mi inescrutable sabiduría y dulcísima benignidad”. Con
estas tres palabras parecía que el Señor aplicaba a aque-
lla persona tres dedos de su mano derecha: el índice,
el central y el anular. Dicha persona se vuelve hacia el
Señor, superpone los tres mismos dedos de su mano iz-
quierda, esto es, acopla hermosamente su anular con el
anular del Señor; el medio con el medio y el índice con
el índice del Señor. Realizado esto, vuelve el Señor su
bendita mano de manera que los dedos de dicha perso-
na aparecían debajo y los de la mano del Señor encima.
Con ello se quiso dar a entender tres maneras como esa
persona debía ordenar su vida.
5. En primer lugar, cuando emprenda alguna obra,
la realizará adaptándose con humildad de corazón a la
divina omnipotencia, se declarará siervo inútil175 por ha-
ber consumido inútilmente el vigor de su juventud y ha-
ber puesto menor atención al mismo Señor y Dios crea-
dor y amante. Deseará y suplicará que por la omnipo-
tencia divina se le conceda fortaleza para hacer el bien.

175 
Cf. Lc 17, 10.
422 Santa Gertrudis de Helfta

En segundo lugar, se declarará ante la inescrutable


sabiduría de Dios indigna de recibir el flujo del conoci-
miento divino, por haber descuidado desde su niñez la
aplicación de sus sentidos a conocer las cosas divinas,
y haberlos usado muchas veces por vanidad humana o
por una gloria efímera. Al sumergirse de esta manera en
el profundísimo valle de la humildad, ponga la máxi-
ma solicitud en desentenderse de todo lo terreno y de-
dicarse a la contemplación divina. Cuide también según
tiempos y lugares, comunicar con caridad a los prójimos
cuanto recibió de los desbordantes efluvios de la super-
abundante generosidad divina.
En tercer lugar, acepte con las mayores acciones de
gracias haberle concedido el Señor gratuitamente una
buena voluntad para realizar las dos disposiciones pre-
cedentes.
6. Parecía también que el Señor llevaba en el dedo
anular de su mano izquierda un anillo hecho con mate-
rial deleznable, en el que estaba engastada una piedra
preciosa de gran valor como de un rojo de fuego. Por
ello comprendió que el anillo significaba la vida descui-
dada que dicha persona ofreció al Señor al abandonar
el mundo y consagrarse para servirle en la vida religio-
sa176.
Por la piedra preciosa se significaba la bondad de la
divina liberalidad, que inclinaba al Señor a infundir la
buena voluntad en esa persona por la gratuita bondad
de su generosidad divina; así realizaba a la perfección
en presencia de Dios todas sus obras. De esta manera la
intervención de dicha persona no debería ser otra que la

176 
Cf. RB, Prol. Madrid, BAC n. 406.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 423

alabanza y acción de gracias por tan dignísimo benefi-


cio de la generosidad divina.
También comprendió que cuantas veces dicha per-
sona realizase con la ayuda del Señor una buena obra, el
Señor la recibiría como un precioso anillo en su mano
derecha y lo mostraría a todo el ejército celestial para
gloriarse del regalo de su esposa, como si lo hubiera
recibido de dicha alma. Estimulados por ello todos los
ciudadanos del cielo experimentarían hacia dicha per-
sona un afecto mayor que el que nunca podrían experi-
mentar los príncipes hacia la esposa de su rey, y le pro-
meterían tanta fidelidad y amor cuanto deben mostrar
los príncipes a la elegida para ser esposa de su señor.
Además, todo lo que la Iglesia triunfante debe y pue-
de ofrecer en el cielo para ayudar a la Iglesia aún pere-
grina en la tierra, se lo prestaría también a esta perso-
na, cuantas veces fuera estimulada a ello por el mismo
Dios, como se ha dicho.

c) El Corazón de Jesús como nido del alma


7. Mientras oraba con mayor fervor por otra perso-
na, recibió una instrucción según la cual debería ordenar
toda su vida. Así podría establecer su nido en las caver-
nas de la roca177 del costado santísimo de nuestro Señor
Jesucristo, y descansar en lo más hondo de su cavidad
para extraer la miel de la roca178, es decir, la dulzura
de las aspiraciones del divino Corazón de Jesús. Medite
después con suma diligencia en las sagradas Escrituras

177 
Ct 2, 14. Cf. Robert Thomas, Lo que dicen nuestros Padres del costado
abierto del Corazón de Jesús. Cistercium 26 (1973) 207-217.
178 
Cf. Dt 32, 13.
424 Santa Gertrudis de Helfta

la vida de Jesucristo, ponga gran diligencia en imitar to-


dos sus ejemplos, de modo especial en tres cosas:
Primera, el Señor pasaba muchas veces las noches
en oración179; así ella deberá refugiarse siempre en la
fortaleza de la oración en todas sus tribulaciones y ad-
versidades.
Segunda, como el Señor recorría las ciudades y pue-
blos predicando180, procurará ella edificar al prójimo
con el buen ejemplo, no sólo de palabra, sino también
con todas sus obras, gestos, y cualquier movimiento de
su cuerpo.
Tercera, como nuestro Señor Jesucristo derramaba
sus beneficios en los necesitados, también ella hará el
bien como sigue: cuando se disponga a hablar o hacer
alguna obra la encomendará al Señor y la realizará con
la intención de unirse a sus obras infinitamente perfec-
tas, para que sea ordenada conforme a su adorable vo-
luntad por la salvación de todos los hombres. Una vez
realizada, la ofrezca al Hijo de Dios con la misma inten-
ción, para que él la perfeccione y la presente dignamen-
te a Dios Padre para su alabanza eterna”.
8. Comprendió también [Gertrudis] que cuando
dicha persona deseara salir de ese nido debería usar tres
apoyos: ascenderá por el primero, en el segundo apoya-
rá su derecha, y en el tercero su izquierda.
El primer apoyo será una caridad ardiente; con ella
se esforzará, según sus posibilidades, en llevar a todos
los hombres hacia Dios, y servirles para su gloria unida

179 
Cf. Lu 6, 12. Se leerá también con provecho la OGLH n. 4.
180 
Cf. Mt 9, 35.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 425

a aquel amor con el que el Señor realizó la salvación de


todo el género humano.
El segundo apoyo para sostener su derecha será la
humilde sujeción a todo hombre por amor de Dios181.
Pondrá gran cuidado para no escandalizar a nadie, supe-
rior o inferior, con sus palabras o acciones.
El tercer apoyo para su mano izquierda será una dili-
gente vigilancia sobre sí misma; así se conservará inmu-
ne de toda mancha en pensamientos, palabras y obras
que podría incurrir en algún defecto de ofensa a Dios.

d) Construir un trono ante Dios


9. Cuando rogaba por otra persona se le reveló su
vida de la siguiente manera: apareció ante el trono de
Dios. Edificaba para sí un magnífico trono con piedras
preciosas cuadradas; en lugar de cemento empleaba oro
fino. A veces se sentaba como para descansar sobre el
trono que construía; otras veces se levantaba e intentaba
edificar el trono a mayor altura. En todo ello compren-
dió [Gertrudis] que las piedras preciosas representaban
las diversas pruebas destinadas a conservar y ennoble-
cer el don de Dios en aquella alma. El Señor hace reco-
rrer a sus elegidos un camino difícil en esta vida, no su-
ceda que mientas disfrutan aquí olviden las alegrías de
la patria. Por el oro que unía las piedras preciosas se sig-
nificaba la gracia espiritual que poseía. Con ella debía
compaginar siempre todas las adversidades y sufrimien-
tos tanto interiores como exteriores, con plena y segura
confianza de progresar en el camino de la salvación.

181 
Cf. 1Pe 2, 13.
426 Santa Gertrudis de Helfta

Levantarse y construir de nuevo significaba el ejer-


cicio de las buenas obras constantemente repetido, con
él dicha persona progresa y se eleva cada día a la per-
fección.

e) La imagen de podar un árbol


10. Mientras pedía por otra persona se le reveló el
estado de su vida en la figura de un hermoso árbol que
estaba ante el trono de la gloria de la Majestad divina.
El tronco y las ramas eran robustos y sus hojas brillaban
como el oro. La persona por la que rogaba subía a dicho
árbol; con una podadera cortaba las ramitas que comen-
zaban a secarse. Una vez cortadas, aparecía otra rama
nueva tan bella como las más hermosas. Esta nueva
rama procedía del trono de Dios que brillaba con nuevo
verdor. Apenas injertada se hacía robusta y parecía pro-
ducir un fruto rojo, lo tomaba la persona, se lo ofrecía al
Señor, y experimentaba un maravilloso deleite.
11. El árbol significaba la vida religiosa que la per-
sona por la que rogaba había abrazado para servir a
Dios.
Las hojas de oro significaban las obras buenas que
realizaba en la vida religiosa. Por mérito de un pariente
suyo había sido llevado al monasterio y era encomen-
dado a Dios con sus deseos y piadosas oraciones, y sus
obras superaban en valor como el oro supera a los de-
más metales.
La podadera con la que cortaba las ramas que co-
menzaban a secarse, significaba la consideración de sus
defectos que, una vez reconocidos, los cortaba con dig-
na penitencia.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 427

La rama que se le ofrecía desde el trono de Dios para


sustituir a la cortada, significaba la perfección de la vida
santísima de nuestro Señor Jesucristo que, por los méri-
tos de dicho pariente, suple de manera suficiente todos
los defectos del mismo.
El fruto que cogía para ofrecérselo al Señor signifi-
caba la buena voluntad que siempre ponía para corregir
sus defectos, en la que el Señor se complacía en gran
manera, pues acepta mejor la buena voluntad de un co-
razón sincero que la obra más grande sin rectitud de in-
tención.

f) Como los tres apóstoles del Tabor


12. Cuando después de estas cosas pedía por dos
personas que piadosamente se le habían confiado, cuya
vida interior ignoraba, dijo al Señor: “Tu, Señor, que
conoces los corazones de todos182, dígnate revelarme,
aunque no lo merezco, algo de estas dos personas que
sea grato a tu voluntad y útil para su salvación”. Enton-
ces el Señor le manifestó con gran benignidad dos re-
velaciones que poco antes le había hecho de otras dos
personas por las que entonces pedía; una era instruida y
la otra ignorante, pero había renunciado al mundo como
la anterior. Le dice que las revelaciones que le hizo de
aquellas personas se las proponga también a estas para
su instrucción.
Añadió el Señor: “En las cinco revelaciones prece-
dentes y en estas dos consiguientes podrá encontrar toda
persona de cualquier estado o profesión que sea, algo
útil para su instrucción”.

182 
Cf. Hch 1, 24.
428 Santa Gertrudis de Helfta

13. He aquí la revelación de la vida interior de aque-


lla persona que no tenía instrucción. Mientras rogaba
por ella le dijo el Señor: “Yo la elevé con los Apóstoles
a la montaña de la nueva luz. Por eso deberá ordenar su
vida según la interpretación que se da a los nombres de
los Apóstoles que subieron a la montaña.
– Pedro significa el que conoce. Pondrá sumo inte-
rés en todo lo que lea para buscar diligentemente
el conocimiento de sí misma; por ejemplo: si lee
algo sobre los vicios o las virtudes, examínese di-
ligentemente y vea si encuentra en sí misma algo
de ellos; respecto a las virtudes que encuentre,
procure progresar en ellas.
– Con un mejor conocimiento de sí misma cuida-
rá, según la interpretación del nombre de Santiago
que significa suplantador, dominar todo vicio en sí
misma, luchando varonilmente, y esforzarse para
progresar con toda fidelidad en las virtudes que le
faltan.
– Juan significa el que tiene la gracia. Que ella se
esfuerce cada día al menos una hora de día y de
noche, por la mañana y por la tarde, o cuando le
parezca más oportuno, para recogerse dentro de sí
misma, desconectada de todo lo exterior, dedicar-
se a mí y conocer cuál es mi voluntad. Cuanto en-
tonces le inspire, sea para alabarme o darme gra-
cias por los beneficios concedidos a ella y a todo el
mundo, o bien para que ruegue por los pecadores y
las almas del purgatorio. Se ejercitará en todo esto
con gran fervor según sus posibilidades y el tiem-
po que haya determinado para ello”.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 429

g) La verdadera instrucción: hacerlo todo por amor,


gloria y alabanza de Dios
14. Revelación sobre la persona sin instrucción. Es-
taba preocupada porque le parecía que las atenciones
que debía prestar en el oficio encomendado eran obstá-
culo para la oración. Cuando [Gertrudis]rogaba por ella
recibió del Señor la siguiente respuesta: “No la escogí
para que me sirva solo una hora al día, sino que esté todo
el día y permanentemente en mi presencia, es decir, rea-
lice todas sus obras para mi alabanza con la intención
que gustaría dedicarse a la oración. Añada por devoción
desear que en todas las obras que realice por su oficio y
cuantos se aprovechen de sus trabajos, sean alimentados
no sólo en el cuerpo sino atraídos espiritualmente hacia
mi amor y confirmados en todo lo bueno. Cuantas veces
realice esto, sus acciones y trabajos serán para mí como
manjares preparados y condimentados con sabrosísima
salsa.
CAPÍTULO LXXIV

La Iglesia cuerpo de Cristo

1. Cuando en otra ocasión pedía por una perso-


na, se le apareció el Rey de la gloria, nuestro Señor Je-
sucristo, su cuerpo le mostraba el cuerpo místico de la
Iglesia, de la que él se digna ser y llamar esposo y cabe-
za183. El lado derecho de su cuerpo parecía estar ador-
nado de magníficos vestidos reales, mientras que el iz-
quierdo estaba desnudo y como cubierto de llagas184.
Comprendió ella que el lado derecho del Señor simbo-
lizaba la Iglesia con todos los santos, que por don de la
gracia y los méritos de las virtudes han sido prevenidos
por el Señor con las bendiciones de su dulzura185. Por el
lado izquierdo eran designados los imperfectos que aún
permanecen en sus defectos. Los ornamentos que ador-
naban el lado derecho del Señor significaban aquellos
dones y beneficios que algunos, por especial devoción,
ofrecen a quienes reconocen que sobresalen por espe-
cial privilegio de las virtudes o por una gracia especial
de intimidad divina. Porque cuantas veces uno hace el
bien a los elegidos de Dios con la gracia que les ha con-

183 
Cf. Ef 4, 15.
184 
Cf. Lc 16, 20.
185 
Cf. Sal 20, 4.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 431

cedido, otras tantas aparece el lado derecho del Señor


adornado con nuevo decoro.
Hay algunos que con gusto hacen el bien a los hom-
bres buenos por amor de Dios, pero reprimen con du-
reza los defectos de los malos o de los imperfectos; así
contribuyen más a herirlos con sus impaciencias que a
animarlos a la enmienda. Como si golpearan furiosa-
mente a puñetazos las heridas del Señor, y de ellas re-
botara repentinamente pus a la cara de aquellos que re-
prenden de esa manera, manchándola y desfigurándola.
Pero el Señor benigno, vencido186 por su propia ter-
nura y movido por el amor de sus amigos más íntimos,
a los que estas personas han hecho el bien, actúa como
si no viera nada. Mira únicamente los beneficios recibi-
dos por sus amigos que con los vestidos que adornan su
diestra, es decir, con los méritos de sus escogidos, lim-
pia las manchas de la cara de los otros.
2. Añadió el Señor: “¡Ojalá algunos para curar al
menos las llagas de sus amigos se dignaran aprender
cómo curar las heridas de mi cuerpo, que es la Iglesia,
es decir los defectos del prójimo! Primeramente tratar-
los con mansedumbre, esto es, procurando por caridad
y delicados consejos la enmienda de los defectos de su
prójimo. Si advierten que de este modo no se puede
conseguir nada, procurarán la sanación corrigiendo pro-
gresivamente con más firmeza.
Pero hay algunos que parecen no preocuparse de
mis llagas. Son los que conociendo los defectos del pró-
jimo, los escarnecen echándolos en cara, pero no dicen
ni una sola palabra para corregirlos y no crearse moles-

186 
Gn 4, 9.
432 Santa Gertrudis de Helfta

tias a sí mismos. Se aplican a sí mismos la estéril excu-


sa de Caín: ¿Soy yo acaso guardián de mi hermano?187
Como si pusieran un emplasto en mis heridas no para
curarlas sino para que se corrompan y se llenen de gusa-
nos. Entre tanto, dejan crecer con su silencio los defec-
tos del prójimo, que tal vez hubieran podido enmendar
con algunas palabras”.
3. “Algunos manifiestan los defectos del prójimo
para que se corrijan, pero si ven que no se corrigen o
arrepienten a su gusto, se irritan, e indignados deciden
en su corazón no decir nada en adelante, ni corregir a
nadie, porque les parece que sus observaciones no son
atendidas lo más mínimo; sin embargo, reprenden dura-
mente a su prójimo en su interior; otras veces se ofus-
can con detracciones, pero no dicen una palabra para
amonestar a que se enmienden. Parece que estos ponen
como un emplasto a mis heridas que cubre el tumor al
exterior, pero por dentro tortura mis llagas lacerándolas
dolorosamente como tridente de fuego”.
4. “Los que podrían corregir al prójimo pero se
abstienen más por negligencia que por malicia, son
como si me pisaran los pies. Los que hacen gustosamen-
te la voluntad propia, no se preocupan de escandalizar a
alguno de mis elegidos con tal de satisfacer sus gustos,
y taladran cruelmente mis manos con leznas de fuego”.
5. Hay también otros que aman con sincero afecto
a sus superiores buenos y religiosos188 y, como es justo,
les enaltecen y reverencian con palabras y obras; pero
desprecian a los superiores díscolos e imperfectos, deni-

187

188 
Cf. RB cp. 72.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 433

gran todas sus obras y los desprecian con corazón vio-


lento, juzgándolos severamente. Estos parece que ador-
nan dignamente el lado derecho de mi cabeza con perlas
y piedras preciosas, pero rechazan despiadadamente y
golpean a puñetazos el lado izquierdo y llagado de mi
cabeza, que yo deseaba posar sobre ellos para descansar.
Otros adulan las malas obras de los prelados y su-
periores para granjearse su amistad y conseguir mayor
libertad para servir a los caprichos de su voluntad. Estos
parecen volver dolorosamente mi cabeza hacia atrás, in-
sultar sarcásticamente mi dolor, y gozarse con los gusa-
nos que roen mi cabeza”.
6. Si por esta revelación nuestro Señor Jesucris-
to se identifica tanto con su Iglesia, que los buenos son
como el costado derecho de su cuerpo y los malos el
costado izquierdo, todo cristiano debe poner el máximo
empeño en ayudar al miembro sano y enfermo del cuer-
po de Cristo. Porque sería verdaderamente abominable
que un amigo golpeara a puñetazos, aplicara emplastos
envenenados, rechazara su cabeza reclinada sobre sí o la
retorciera violentamente hacia atrás.
Por lo mismo, cada uno debe rechazar en su interior
haber tratado con tanta crueldad a su Señor Dios, Crea-
dor y Redentor, en lugar de servirle. Cuidará de ordenar
de tal manera sus costumbres que desee más ser útil que
hacer daño189 a su fidelísimo Remunerador en todas sus
acciones, según la medida de sus fuerzas. Haga todo el
bien que pueda a los más perfectos para la mayor gloria
de Dios, invitándolos a obrar el bien. Ponga toda su so-
licitud en mover a los imperfectos a la enmienda.

189 
Cr. RB cp. 64.
434 Santa Gertrudis de Helfta

Más aún, sométase a sus superiores con amor since-


ro . Procure obedecer y ser obsequioso en todo bien y
190

soportar con benignidad los defectos, pero no adulará a


los culpables. Si no puede corregirlos de palabra191, tra-
te de mejorarlos según sus posibilidades, con constantes
deseos y oraciones ofrecidas a Dios desde lo íntimo de
su corazón.

190 
Cf. RB cp. 7.
191 
Cf. RB cp. 28.
CAPÍTULO LXXV

El aprovechamiento espiritual

1. Una persona se encomendó a [Gertrudis] con


especial fervor. Al llegar según su costumbre al oratorio
para comenzar su oración, deseaba alcanzar del Señor
que hiciera partícipe a esta persona de todo lo que el Se-
ñor quería realizar en ella aunque indigna, mediante sus
vigilias, ayunos, oraciones y demás actos de piedad.
Le respondió el Señor: “Yo, ciertamente, le comuni-
caré todos los beneficios que mi desbordante bondad te
concede y te concederá gratuitamente hasta el final de
tu vida.
Ella: “Toda tu Iglesia santa es partícipe de todos los
dones que por mí y, aunque indigna, a través de mí y de
otros elegidos te dignas obrar, ¿Qué de especial debe re-
cibir esa persona de tu bondad, cuando yo por especial
afecto deseo hacerla partícipe de todos los beneficios
que de ti he recibido?
Le responde el Señor con esta semejanza: “Una jo-
ven noble que es mañosa para decorar artísticamente di-
versos adornos con perlas y piedras preciosas, que se
adorna a sí misma y engalana a su hermana con ellas, es
objeto de gloria y honor para su padre, su madre y todos
sus familiares. Si se adorna ella y a su querida hermana
con collares y brazaletes preparados por sí misma, aun-
436 Santa Gertrudis de Helfta

que no tan exquisitos como los suyos, recibe alabanza y


aprecio de la gente con preferencia a sus demás herma-
nas que no se engalanan de esa manera.
De igual modo, aunque la Iglesia participa de los
beneficios otorgados a cada uno de los fieles, sin embar-
go, el que los recibe personalmente obtiene el máximo
provecho, y aquel a quien por especial afecto se desea
hacerle partícipe de dichos beneficios obtiene el máxi-
mo fruto y provecho”.
2. Entonces [Gertrudis] dijo al Señor que esta mis-
ma persona durante la enfermedad de la cantora Doña
M [Matilde de Hackeborn, recientemente fallecida] de
feliz recuerdo, la había ayudado frecuentemente a sus
expensas, pero se quejaba entristecida no haber sido co-
rrespondida con las mismas atenciones; aún más, estaba
también dolida por no haber tratado apenas con ella de la
salvación de su alma por temor a distraerla o fatigarla.
Le responde el Señor: “Por la buena voluntad con
que tantas veces hizo el bien a mi amada con alegre ge-
nerosidad, con el deseo de ayudarla y me sirve todos
los días a la mesa como un ilustre príncipe serviría a su
emperador, me complazco en todo lo que (Matilde) me
sirvió fervorosamente con las fuerzas que le dispensó la
ayuda de esa persona (¿Gertrudis?) en la comida, bebi-
da, y demás cosas y los pensamientos, palabras y obras
con que se aplicó a ayudar a esta mi elegida en todas sus
necesidades.
El defecto que lamentaba de haber hablado rara vez
con ella, lo supliré yo mismo como esposo enamorado
que, al ver a su esposa tiernamente delicada, a veces por
rubor no se atreve a pedirle lo que ardientemente de-
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 437

sea; en otras ocasiones condesciende con su reserva y le


otorga con sencillez doblemente lo que ella espera. Del
mismo modo yo supliré por mí mismo cuanto le falta”.
3. “Por la feliz congratulación con mi elegida por
todos los beneficios que le he concedido, su alma reci-
birá en el cielo de esa alma, esposa mía, incomparable
alegría por toda la eternidad, el resplandor de todos mis
beneficios y el fulgor inconmensurable que mi claridad
divina dirige hacia ella.
Como el sol que brilla en el agua reverbera su res-
plandor en la pared, así brillará el resplandor de mis be-
neficios en las almas de los que concedí dones especia-
les en la tierra con las bendiciones de mi divina dul-
zura192. Este resplandor se reflejará eternamente en las
almas de los que con especial alegría comparten el gozo
con ellos, como un espejo limpio refleja con mayor niti-
dez la imagen de lo que tiene delante.

192 
Cf. Sal 20,4.
CAPÍTULO LXXVI

Utilidad de la tentación

1. Mientras rogaba al Señor por una persona ten-


tada, recibió esta respuesta: “Le envío y permito esta
tentación para que reconozca y se arrepienta de un de-
fecto; al arrepentirse cuide dominarlo, si no lo consi-
gue, humíllese. Con esta humillación se borrarán casi
por completo ante mis ojos otras faltas que aún no ha
advertido. Suele suceder en algunos que al advertir una
mancha importante en sus manos, se lavan todas las
manos y de este modo limpian otras manchas que no
limpiarían si no hubieran sido impulsados por esa man-
cha más visible.
CAPÍTULO LXXVII

A Dios le gusta la comunión frecuente

1. Una persona, impulsada de celo por la justicia,


se irritaba contra otras que juzgaba menos preparadas y
devotas que, sin embargo, se acercaban muchas veces
a comulgar. A veces les reprendía públicamente, por lo
que las atemorizó con sus palabras y no se atrevían a co-
mulgar.
Mientras [Gertrudis] rogaba por ella preguntó al Se-
ñor cómo veía esto en esa persona. El Señor le respon-
dió: “Tengo mis delicias en estar con los hijos de los
hombres193 y dejé este Sacramento con tanto amor para
que fuera renovado en memoria mía y conmemorado
con gran solicitud, y por ello me obligué a permanecer
con los fieles hasta el fin del mundo194. Quien con pa-
labras o persuasiones, si no se trata de pecado mortal,
retrae de acercarse a él, impide o interrumpe que pueda
tener mis delicias con él, se parece a un severo precep-
tor que reprimiera duramente o impidiera al hijo del rey
la compañía y diversiones con otros compañeros de su
edad menos nobles o más pobres, con cuya compañía
había de gozar en gran manera el hijo del rey; porque
piensa que a su educando le conviene más disfrutar de

193 
Pr 8, 31.
194 
Mt 28, 20.
440 Santa Gertrudis de Helfta

su dignidad que divertirse en la plaza con niños y otros


compañeros”.
Ella: “Si ese hombre se propusiera guardarse de ha-
cer esto en lo sucesivo, ¿le perdonarías cuanto faltó has-
ta el presente en ese asunto?
El Señor: “No solo le perdonaría sino que lo acep-
taría, como el hijo del rey aceptaría de su preceptor que
con serena ternura le permitiera jugar con sus íntimos
amigos, que antes había rechazado con dura severidad.
CAPÍTULO LXXVIII

Cómo debe hacerse la corrección fraterna

1. Cuando rogaba por una persona preocupada te-


miendo de haber ofendido a Dios al molestarse debi-
do a las negligencias de algunos, por temer que con su
ejemplo disminuyera el progreso de la vida regular y la
observancia, fue instruida por el mejor de los maestros
con las siguientes palabras: “Quien desea que su celo
sea para mí un sacrificio de alabanza y de gran provecho
para su alma, debe poner gran cuidado en tres cosas:
Primera, mostrar siempre un rostro amable a la per-
sona cuyos defectos corrige, y según su necesidad em-
plee palabras y obras llenas de caridad.
Segunda, guárdese comentar esas negligencias don-
de no espera ninguna enmienda, de esa persona o de
otras personas que la escuchen.
Tercera, si cree en conciencia que debe corregir al-
guna cosa, no lo calle por respeto humano, sino busque
con sencillez la ocasión para gloria de Dios y salvación
de las almas, y exponga con caridad y utilidad el defecto
en cuestión. Así será recompensada según su trabajo, no
según el provecho obtenido. Si no se sigue ningún pro-
vecho, no será en daño suyo sino de aquellos que no lo
consintieron o lo contradijeron.
442 Santa Gertrudis de Helfta

2. En otra ocasión que pedía por dos personas que


discutían entre sí por parecer a una que defendía la justi-
cia, y a la otra que promovía la caridad para con el próji-
mo, le respondió el Señor: “Cuando un buen padre ve a
sus hijos pequeños que juegan y se entretienen en amis-
tosas peleas, a veces disimula y sonríe. Pero si advierte
que uno se levanta contra el otro con dureza, se levanta
inmediatamente el padre y corrige duramente al culpa-
ble. De igual modo yo, Padre de las misericordias, cuan-
do las veo porfiar pacíficamente y con buena intención,
disimulo, aunque me gustaría más que ambas gozaran
de la serenidad de corazón. Pero si una actúa duramente
contra la otra, no podrá evitar ser corregida con la vara
de la justicia paterna.
CAPÍTULO LXXIX

Provecho de la oración en el futuro

1. Una persona se quejaba con frecuencia de no sa-


car ningún provecho de las oraciones que se hacían por
ella. [Gertrudis] se lo plantea al Señor y le pregunta cuál
era la causa.
Le responde el Señor: “Pregúntale qué juzgaría más
provechoso para su primo o cualquier otro de sus pa-
rientes que desea se le concediera algún beneficio ecle-
siástico: ¿que se le conceda sólo el título del beneficio
eclesiástico o también las rentas (aunque fuera solo un
muchacho estudiante) y se le deje disponer a su gusto
de ese dinero?
La razón humana juzgará que es mucho más prove-
choso conceder al joven sólo el beneficio eclesiástico,
que le procurará grandes rentas cuando llegue a los años
del discernimiento. Si se le conceden ahora las rentas
podría dilapidarlas inútilmente por su puerilidad, y que-
daría después como antes, pobre y desgraciado.
Por tanto, se confiará a mi sabiduría y bondad divi-
nas. Yo que soy su padre, hermano, y amante, dispon-
go el progreso de su alma y cuerpo con mayor solicitud
y fidelidad, que lo podría hacer alguno de sus parien-
tes. Le guardaré con diligentísima fidelidad hasta el mo-
mento oportuno preestablecido, y el fruto de todas las
444 Santa Gertrudis de Helfta

oraciones y deseos ofrecidos a mí por su salvación, se


los entregaré íntegros cuando nadie pueda imprudente-
mente corromperlos o disminuirlos.
Esto le será de más provecho que si le concediera al-
gún consuelo inmediato después de haberse hecho ora-
ción por él, pues puede ofuscarle la vanagloria, disecar-
le la soberbia, o concederle alguna prosperidad terrena
que le sirva de ocasión para caer.
CAPÍTULO LXXX

Ventajas de la obediencia

1. Mientras una hebdomadaria leía de memoria la


capítula en maitines195, se le reveló a [Gertrudis] que lo
hacía por mandato de su Regla196 que manda recitarse
de memoria dicha lectura. Por ello adquirió tanto méri-
to como si estuvieran orando por ella en la presencia de
Dios tantas personas cuantas palabras había proclama-
do con ese trabajo. Con ello entendió las palabras que
según Bernardo harán decir a un hombre en los últimos
momentos de su vida las obras realizadas durante toda
ella: “Tú nos has hecho, somos obra tuya, no te dejare-
mos, estaremos siempre contigo y contigo nos presenta-
remos en el juicio”197. Entonces Dios permitirá que to-
dos los actos de obediencia aparezcan como otras tan-
tas personas ilustres que consolarán al que las realizó e
intercederán por él ante el Señor. Así, toda obra buena
realizada por obediencia y con recta intención alcanzará
al hombre el perdón de las negligencias, y esto será de
gran consuelo para el agonizante.

195 
La lectura breve, actualmente
196 
Cf. RB cp. 12, 4.
197 
Este texto tomado de Meditationes piissimae, 2, 5, se considera entre los
apócrifos atribuidos a san Bernardo cuyo autor sigue aún desconocido.
CAPÍTULO LXXXI

Ruega por la hebdomadaria que leía el Salterio

1. Otra hebdomadaria que debía leer los salmos


establecidos por la comunidad198, pidió a [Gertrudis]
que rogara por ella. Mientras lo hacía vio en espíritu al
Hijo de Dios que tomaba consigo a esa hebdomadaria
para presentarla ante el trono del Padre. Pedía a su Pa-
dre celestial aquella intención de fidelidad y aquel amor
con el que el mismo Hijo de Dios deseaba que la ala-
banza del Padre y la salvación del género humano se le
concediera a aquella persona, para que con su auxilio
alcanzara todos sus deseos. Mientras el Hijo del Padre
supremo hacía esta petición, parecía que la persona por
la que oraba estaba adornada con vestiduras semejantes
a las del Hijo.
Como el Hijo de Dios está ante el Padre intercedien-
do por la Iglesia, así [Gertrudis], como la reina Ester,
estaba ante el Señor Dios Padre con su Hijo para supli-
car por el pueblo, es decir, por su comunidad. Mientras
en tal estado leía lo establecido en su salterio, el Padre
celestial recibía de ella cada una de las palabras de dos
maneras: como un señor recibe de su fiador el pago de

198 
Parece que se trata de la recitación de salmos devocionales que se recitaban
antes o después de las horas canónicas. Cf. Revelaciones de santa Gertrudis,
edición Edt. Balmes 1945, p. 917, nota 87.
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 447

las deudas en lugar de sus deudores, y como un señor


agradece a su procurador que le entregue el dinero para
repartirlo entre sus amigos más queridos.
Le parecía también que el Señor otorgaba muchas
veces a la citada persona [Gertrudis] todo lo que ella
deseaba obtener en sus oraciones para la comunidad y
la colocaba en su presencia para conceder a las otras
hermanas cuanto desearan, si alguna le pedía que rogara
por ellas.
CAPÍTULO LXXXII

Provecho de la sumisión

1. Rogaba para que el mismo Señor corrigiera


cierto defecto de un superior suyo. Recibió la siguien-
te respuesta: “¿Es que no sabes que no sólo tal persona
sino todas las que gobiernan esta comunidad, para mí
tan querida, no carecen de algunos defectos? No es po-
sible haya hombre alguno en esta vida que carezca de
faltas. Lo permito por el desbordamiento de mi ternu-
ra, dulzura y amor con los que escogí a esta comunidad
para que aumenten de modo maravilloso los méritos de
la misma. Es mayor virtud someterse a quien son cono-
cidos sus defectos que a otro cuyas obras parecen acep-
tadas por todos”.
Como ella respondiera: “Aunque, Señor mío, me
alegro de los méritos de los súbditos, deseo que tam-
bién los superiores estén exentos de faltas, y temo que
a veces caigan en ellas por debilidad”. Le responde el
Señor: “Yo que conozco todos sus defectos permito que
a veces se manifiesten en la diversidad de sus preocu-
paciones, de otro modo quizá nunca llegarían a tanta
humildad. Por eso, así como los méritos de los súbditos
crecen tanto por los progresos como por los defectos
de los superiores, de igual modo crece el mérito de los
superiores tanto por los defectos como por el progreso
de los súbditos, a la manera que en un cuerpo los dis-
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 449

tintos miembros se estimulan a la perfección de todo el


cuerpo”.
Por estas palabras comprendió la desbordante bon-
dad de la sabiduría divina, que con tanta habilidad dis-
pone la salvación de los elegidos al permitir que haya
defectos para conducir a mayores progresos. Esto le pa-
recía tan claro que si la bondad de Dios se manifestase
solo en esto, no podrían alabarle dignamente todas las
criaturas.
CAPÍTULO LXXXIII

La verdadera purificación del hombre

1. Cuando oraba por una persona afligida recibió


esta respuesta: “No desconfíes, porque en modo alguno
permito que mis elegidos sean probados por encima de
sus fuerzas. Les acompaño siempre para tener en cuenta
sus posibilidades. Como una madre que quiere calentar
a su niño en el fuego pone siempre la mano entre el fue-
go y el niño, de igual modo yo reconozco que conviene
a mis elegidos ser purificados por la tribulación, y no lo
hago para destruirlos sino para probarlos y salvarlos”.
2. Oraba también por otra persona a quien había
visto faltar. En el ardor de sus deseos dijo al Señor: “Se-
ñor, yo, la más insignificante de las criaturas, pido sin
embargo para tu alabanza por esta persona, y tú que eres
tan poderoso y estás por encima de todo ¿por qué no me
escuchas?”
Le responde el Señor: Con mi omnipotencia estoy
por encima de todas las cosas, con mi inescrutable sa-
biduría lo discierno todo y no realizo nada que no sea
conveniente. Como un rey terreno que tiene fuerza y
voluntad y le gustaría tener limpio su establo, no lo rea-
liza él mismo con sus manos por no parecer convenien-
te, de igual modo yo no convierto a nadie del mal en el
que cae por su propia voluntad, si no se hace violencia
él mismo para cambiar de voluntad y presentarse a mí
disponible y decentemente”.
CAPÍTULO LXXXIV

El Señor suple por el hombre

1. Veía un día a una hermana que daba vueltas por


el coro durante Maitines para advertir a otras que obser-
varan ciertas ceremonias de cuyo olvido podía seguirse
alguna confusión en el oficio divino, y preguntó al Se-
ñor cómo aceptaba cada una tal diligencia.
Le respondió el Señor: “Yo mismo suplo cuanto
pueda descuidar en la debida devoción y atención, aque-
lla que con deseo de glorificarme es solícita para evitar
toda negligencia en el oficio divino y procura esto mis-
mo en los demás”.
CAPÍTULO LXXXV

Ofrecimiento de las adversidades

1. Oraba por una persona preocupada por la enfer-


medad de una familiar suya que temía perder en breve.
Es instruida por el Señor con estas palabras: “Cuando el
hombre teme perder o pierde a algún amigo querido del
que recibía no solo el consuelo de la amistad sino tam-
bién consejo para el progreso de su alma, y este hombre
me ofrece con recta voluntad la amargura que oprime su
corazón; si pudiendo retener buenamente a ese amigo
acepta voluntariamente carecer de él para alabanza mía,
y prefiere se realice mi voluntad en él con la pérdida del
amigo, no la suya que se cumpliría con la permanencia
del mismo, puede estar seguro que si conserva esa dis-
posición aunque no sea más que una hora, después de
esa hora mi divina voluntad guardará esa ofrenda con
aquella nobleza y perfección que mantuvo en su cora-
zón durante aquella hora. Y todo lo que sufriere en ade-
lante debido a la fragilidad humana contribuirá a su sal-
vación eterna. Todos los pensamientos que amarguen su
corazón: como pensar en tal o cual consuelo, qué ayuda,
qué alivio podrías tener ahora en aquel amigo, del que
te ves obligado a carecer, estos y otros pensamientos
semejantes que debido a la fragilidad humana afligen
al hombre, después de la antedicha oblación tendrán en
el alma el efecto de preparar lugar a la divina consola-
El Mensajero de la ternura divina – Libro III 453

ción. Porque quiero infundir con toda seguridad en su


alma tantas consolaciones cuantos pensamientos peno-
sos consintió en su corazón después de dicha oblación.
Casi por necesidad mi bondad natural me obliga a
obrar así, como el artífice se ve obligado a poner en la
obra de oro o plata que ha realizado tantas perlas precio-
sas cuantos engastes a manera de perlas había realizado
antes en ella. Mi consolación se compara con las per-
las preciosas porque se dice que algunas de ellas tienen
ciertas propiedades. De igual manera, toda consolación
divina que el hombre compra a precio de un sufrimiento
transitorio tiene tal fuerza que nunca hombre alguno po-
drá dejar algo de tanto precio, si mi consolación divina
no hubiera restituido el céntuplo199 en esta vida, multi-
plicado en la otra”.

199 
Cf. Mt 19, 29.
CAPÍTULO LXXXVI

Las manchas de la virginidad

1. Oraba en otra ocasión [Gertrudis] por una per-


sona que deseaba ardientemente tener ante el Señor el
mérito de la virginidad, pero temía haber caído en algu-
na mancha por fragilidad humana. Se le apareció dicha
persona entre los abrazos del Señor, vestida con túni-
ca blanca como la nieve pero con pliegues indecorosos.
Respecto a esto el Señor la instruyó con estas palabras:
“Cuando por fragilidad humana la virginidad contrae al-
guna mancha y por ello el hombre se arrepiente verda-
deramente, mi benignidad aplica esto como ornato del
alma; así esas manchas embellecen la virginidad como
los pliegues el vestido.
Pero, como no puede dejar de cumplirse la Escritura
que dice: La incorrupción hace estar cerca de Dios200,
estas mismas manchas pueden contraerse debido a pe-
cados tan graves que obstaculicen la dulzura del amor
divino, como el exceso de vestidos en la esposa dificul-
tan de algún modo los abrazos del esposo.

200 
Sb 6, 19.
CAPÍTULO LXXXVII

Obstáculos a la efusión de la gracia

1. Mientras oraba en otra ocasión por una perso-


na que deseaba alcanzar la gracia de la divina consola-
ción, recibió [Gertrudis] del Señor esta respuesta: “Ella
misma es para sí impedimento que la hace incapaz de
recibir la dulzura de mi gracia, porque cuando atraigo
hacia mí a mis elegidos con el aliento del gusto de la in-
timidad del amor, el que se obstina en su propio sentido
pone un impedimento a sí mismo, como el que se tapara
la nariz con su vestido para no percibir la fragancia de
los perfumes. Pero el que por mi amor renuncia a sus
propios gustos para seguir el parecer ajeno, acrecien-
ta sus méritos tanto más cuanto con más violencia ac-
túa contra sí mismo. En esto no solo hay humildad sino
también la fuerza de la victoria. Por eso dice el Apóstol:
No será coronado más que el que luche según el regla-
mento201.

201 
2Tm 2, 5.
CAPÍTULO LXXXVIII

La buena voluntad
es como una obra ya realizada

1. Oraba también por una persona que sufría mu-


cho por cierto trabajo que se le había impuesto. [Ger-
trudis] fue instruida por el Señor con la siguiente res-
puesta: “Si uno quiere acometer por mi amor algún tra-
bajo fatigoso que teme sea un obstáculo para la devo-
ción, pero pospone la dificultad de su propia alma a
que se realice mi voluntad, valoro tanto esa voluntad
que la recibo como si fuera una obra realizada que ya
ha comenzado, aunque no llegue nunca a efecto. Esto
es para mí un fruto tan grande como si se realizase todo
el trabajo sin cometer durante el mismo la más mínima
negligencia.
CAPÍTRULO LXXXIX

No se deben preferir las cosas exteriores


a las interiores

1. Rogaba por otra persona que se afligía con fre-


cuencia por ciertas actitudes dispuestas por ella misma.
[Gertrudis] recibió esta respuesta: “Con esa contradic-
ción la purifico de la negligencia en que cayó al condes-
cender demasiado humanamente con aquellas actitudes
y preferir de alguna manera el provecho de las cosas ex-
teriores al progreso de las cosas interiores”.
Replica ésta: “Puesto que no podemos vivir sin la
ayuda de los bienes exteriores ¿qué falta cometió aten-
diendo a ellos, pues se le habían encomendado especial-
mente?”
Responde el Señor: “Pertenece al honor y dignidad
de una joven noble llevar bajo el manto vestidos de ri-
cas pieles. Si las vuelve del revés, lo que antes realzaba
su dignidad y elegancia se convierte ahora en ignomi-
nia y confusión. Por lo que la madre que no puede su-
frir la irrisión de su hija, si no puede hacer otra cosa, al
menos la cubre con otro manto para que no la tengan
por loca. Así yo, que amo tiernamente a esta hija mía,
cubro ese defecto con diversas contrariedades que fre-
cuentemente permito le sucedan por la misma causa, sin
culpa suya. Además, la visto con especial decoro por la
458 Santa Gertrudis de Helfta

paciencia. Pues mandé en el Evangelio que se buscara


primeramente el reino de Dios y su justicia202 esto es,
el progreso de las cosas interiores. Respecto a las cosas
exteriores no dije ciertamente que se buscaran de mane-
ra secundaria, antes bien prometí que se añadirían a las
primeras”.
Considere con gran atención la importancia de estas
palabras todo religioso que desea ser amigo especial de
Dios.

202 
Cf. Lc 12, 31.
ÍNDICE GENERAL

Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47
Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57

LIBRO PRIMERO
PERSONALIDAD Y TESTIMONIOS DE SANTIDAD
DE GERTRUDIS

Capítulo I. Fama de Gertrudis . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63


Capítulo II. Testimonios de la gracia. Primer testigo, Dios . 70
Capítulo III. Segundo testigo, los hombres . . . . . . . . . . . . . 73
Capítulo IV. Tercer testigo, su propia vida . . . . . . . . . . . . . . 79
Capítulo V. Las virtudes ornato del cielo espiritual
[que es el alma] . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 82
Capítulo VI. La justicia o celo de una caridad ardiente
brillaba en esta alma . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 85
Capítulo VII. Celo por la salvación de las almas . . . . . . . . . 87
Capítulo VIII. Caridad compasiva . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91
Capítulo IX. Admirable continencia de esta sierva . . . . . . . 92
Capítulo X. Resplandor de su confianza . . . . . . . . . . . . . . . 95
Capítulo XI. Humildad y otras virtudes . . . . . . . . . . . . . . . . 99
Capítulo XII. Fuerza y eficacia de sus palabras . . . . . . . . . . 109
Capítulo XIII. Se proponen como ejemplo algunos milagros 112
Capítulo XIV. Especiales privilegios que le concedió el Señor 116
460 Santa Gertrudis de Helfta

Capítulo XV. El Señor le obliga a escribir . . . . . . . . . . . . . . 121


Capítulo XVI. Testimonios más claros con los que el Señor
garantizó [sus escritos] por revelaciones
a otras personas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 123
Capítulo XVII. Creciente familiaridad con Dios . . . . . . . . . 130

LIBRO SEGUNDO
ESCRITO POR LA MISMA GERTRUDIS

Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 133
Capítulo I. Primera visita del Señor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 134
Capítulo II. Iluminación del corazón . . . . . . . . . . . . . . . . . . 137
Capítulo III. Gozosa inhabitación del Señor . . . . . . . . . . . . 139
Capítulo IV. Impresión de las Santísimas Llagas del Señor 143
Capítulo V. La herida del amor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 147
Capítulo VI. Especial visita del Señor el día de Navidad . . 151
Capítulo VII. Noble unión del alma [de esta sierva]
con el Señor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 154
Capítulo VIII. Hacia una unión más íntima . . . . . . . . . . . . . 156
Capítulo IX. Inseparable unión del alma con Dios . . . . . . . 160
Capítulo X. Flujo divino. Obligada a escribir . . . . . . . . . . . 163
Capítulo XI. Osadía del tentador . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 166
Capítulo XII. Dios soporta con benigna paciencia
nuestras faltas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 169
Capítulo XIII. La guarda de los afectos . . . . . . . . . . . . . . . . 170
Capítulo XIV. Utilidad de la compasión . . . . . . . . . . . . . . . 173
Capítulo XV. Agradecimiento por los dones de Dios . . . . . 174
Capítulo XVI. Maravillosas revelaciones en la fiesta
del Nacimiento del Señor y Purificación
de la bienaventurada Virgen María . . . . . . . . . . . 176
Capítulo XVII. Condescendencia divina . . . . . . . . . . . . . . . 182
Capítulo XVIII. Instrucción paternal . . . . . . . . . . . . . . . . . . 183
El Mensajero de la ternura divina – Índice General 461

Capítulo XIX. Alabanza a la divina condescendencia . . . . . 185


Capítulo XX. Especiales privilegios que Dios le concedió . 187
Capítulo XXI. Efecto de la visión divina . . . . . . . . . . . . . . . 195
Capítulo XXII. Acción de gracias por el gran don
de la visita del Señor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 198
Capítulo XXIII. Acción de gracias y plegarias por todos los
beneficios anteriores y posteriores tal como pudo
experimentarlos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 200
Capítulo XXIV. Ofrenda de estos escritos . . . . . . . . . . . . . . 212

LIBRO TERCERO
TESTIMONIOS DE BENEFICIOS RECIBIDOS

Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 215
Capítulo I. Cuidados especiales de la Madre de Dios . . . . . 216
Capítulo II. Los anillos del desposorio espiritual . . . . . . . . 218
Capítulo III. Dignidad del sufrimiento . . . . . . . . . . . . . . . . . 220
Capítulo IV. Desprecio de las comodidades temporales . . . 222
Capítulo V. El Señor se inclinó hacia la abatida . . . . . . . . . 225
Capítulo VI. Cooperación del alma con Dios . . . . . . . . . . . 227
Capítulo VII. Compasión del Señor por nosotros . . . . . . . . 228
Capítulo VIII. Cinco partes de la misa . . . . . . . . . . . . . . . . . 230
Capítulo IX. Concesión de la gracia divina . . . . . . . . . . . . . 232
Capítulo X. Tres ofrendas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 237
Capítulo XI. Indulgencia y deseo de la voluntad divina . . . 240
Capítulo XII. La transfiguración que realiza la gracia . . . . . 243
Capítulo XIII. Reparación digna . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 245
Capítulo XIV. Dos medios para purificar el alma . . . . . . . . 247
Capítulo XV. El árbol del amor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 251
Capítulo XVI. Utilidad de la desolación
y la comunión espiritual . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 254
462 Santa Gertrudis de Helfta

Capítulo XVII. Condescendencia del Señor


y comunicación de su gracia . . . . . . . . . . . . . . . . 259
Capítulo XVIII. Preparación para recibir el Cuerpo de Cristo 264
Capítulo XIX. Cómo orar y saludar a la Madre de Dios . . . 281
Capítulo XX. Especial amor de Gertrudis a Dios
y a la Bienaventurada Virgen María . . . . . . . . . . 284
Capítulo XXI. Reposo del Señor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 286
Capítulo XXII Enfermedad e intimidad . . . . . . . . . . . . . . . . 287
Capítulo XXIII. Triple bendición . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 288
Capítulo XXIV. Frutos de estar atentos a la salmodia . . . . . 290
Capítulo XXV. Servicio del Corazón divino a los hombres 291
Capítulo XXVI. Desdoblamiento del corazón de Dios
en el alma . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 293
Capítulo XXVII. Entierro del Señor en el alma . . . . . . . . . . 296
Capítulo XXVIII. El claustro [el monasterio]
del cuerpo del Señor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 297
Capítulo XXIX. Unión y abrazo del Señor . . . . . . . . . . . . . 299
Capítulo XXX. Enseñanzas sobre varias virtudes . . . . . . . . 301
Capítulo XXXI. Procesión con el Crucifijo . . . . . . . . . . . . . 324
Capítulo XXXII. Frecuentes deseos de bien
y tentaciones del enemigo en sueños . . . . . . . . . 326
Capítulo XXXIII. El Señor no se deja ganar en generosidad 330
Capítulo XXXIV. Utilidad de la ofrenda del Señor
y los santos a favor del hombre . . . . . . . . . . . . . . 331
Capítulo XXXV. Frutos de la comunión del Cuerpo del Señor 333
Capítulo XXXVI. Ventajas de la comunión frecuente . . . . . 334
Capítulo XXXVII. Cómo corrige el Señor al alma . . . . . . . 335
Capítulo XXXVIII. Deseos de la Comunión
y efectos de la mirada de Dios . . . . . . . . . . . . . . 337
Capítulo XXXIX. Provecho del recuerdo de la Pasión
del Señor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 341
Capítulo XL. El Hijo de Dios intercede ante Dios Padre . . 342
Capítulo XLI. Contemplación del Crucifijo . . . . . . . . . . . . . 343
El Mensajero de la ternura divina – Índice General 463

Capítulo XLII. El manojito de mirra . . . . . . . . . . . . . . . . . . 346


Capítulo XLIII. La imagen del Crucifijo . . . . . . . . . . . . . . . 349
Capítulo XLIV. Cómo atrae al alma la divina Ternura . . . . 350
Capítulo XLV. El Señor acepta la reverencia que se hace
al Crucifijo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 353
Capítulo XLVI. Las siete Horas del Oficio de la Virgen . . . 356
Capítulo XLVII. Manifestación de la amistad del Señor . . . 360
Capítulo XLVIII. Efectos de la compunción . . . . . . . . . . . . 362
Capítulo XLIX. La oración que agrada a Dios . . . . . . . . . . 364
Capítulo L. Deleite que hallaba Dios en esta alma . . . . . . . 366
Capítulo LI. Los latidos del Corazón de Jesús . . . . . . . . . . . 369
Capítulo LII. El Señor acepta las preocupaciones del amigo 371
Capítulo LIII. Amorosa confianza en la voluntad divina . . . 373
Capítulo LIV. Complacencia sensible del alma en Dios . . . 375
Capítulo LV. Desfallecimiento del amor . . . . . . . . . . . . . . . 377
Capítulo LVI. Indiferencia para vivir o morir . . . . . . . . . . . 379
Capítulo LVII. Cólera del demonio por unas uvas . . . . . . . . 380
Capítulo LVIII. Utilidad de los propios defectos . . . . . . . . . 381
Capítulo LIX. Servicio que pide el Señor . . . . . . . . . . . . . . 382
Capítulo LX. Renovación de los Sacramentos . . . . . . . . . . 384
Capítulo LXI. Efectos de la caridad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 386
Capítulo LXII. Celo por la observancia regular . . . . . . . . . . 387
Capítulo LXIII. Fidelidad de Dios al alma . . . . . . . . . . . . . 388
Capítulo LXIV. Frutos de la buena voluntad . . . . . . . . . . . . 391
Capítulo LXV. Frutos que producen los dones de Dios . . . . 395
Capítulo LXVI. El Señor infundía la gracia por intercesión
de [Gertrudis] a manera de un canal . . . . . . . . . . 400
Capítulo LXVII. Humillación bajo el castigo de Dios . . . . 401
Capítulo LXVIII. Aceptación de los trabajos . . . . . . . . . . . 403
Capítulo LXIX. El mérito de la paciencia . . . . . . . . . . . . . . 408
Capítulo LXX. Proclamación de los beneficios de Dios . . . 411
Capítulo LXXI. Efectos de la oración . . . . . . . . . . . . . . . . . 413
Capítulo LXXII. Provecho (eficacia) de la oración . . . . . . . 415
464 Santa Gertrudis de Helfta

Capítulo LXXIII. Diversos tipos de personas . . . . . . . . . . . 419


Capítulo LXXIV. La Iglesia Cuerpo de Cristo . . . . . . . . . . . 430
Capítulo LXXV. El aprovechamiento espiritual . . . . . . . . . 435
Capítulo LXXVI. Utilidad de la tentación . . . . . . . . . . . . . . 438
Capítulo LXXVII. A Dios le gusta la comunión frecuente . 439
Capítulo LXXVIII. Cómo debe hacerse la corrección fraterna 441
Capítulo LXXIX. Provecho de la oración en el futuro . . . . 443
Capítulo LXXX. Ventajas de la obediencia . . . . . . . . . . . . . 445
Capítulo LXXXI. Ruega por la hebdomadaria
que leía el Salterio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 446
Capítulo LXXXII. Provecho de la sumisión . . . . . . . . . . . . 448
Capítulo LXXXIII. La verdadera purificación del hombre . 450
Capítulo LXXXIV. El Señor suple por el hombre . . . . . . . . 451
Capítulo LXXXV. Ofrecimiento de las adversidades . . . . . 452
Capítulo LXXXVI. Las manchas de la virginidad . . . . . . . . 454
Capítulo LXXXVII. Obstáculos a la efusión de la gracia . . 455
Capítulo LXXXVIII. La buena voluntad es como una
obra ya realizada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 456
Capítulo LXXXIX. No se deben preferir
las cosas exteriores a las interiores . . . . . . . . . . . 457
B I B L I O T E C A C IS T E R C IENSE

1. SOL EN LA NOCHE
Bernardo Olivera

2. EL ESPEJO DE LA CARIDAD
Elredo de Rieval

3. EN EL CAMINO DE LA PAZ
CH. Dumont

4. LA AMISTAD ESPIRITUAL
Elredo de Rieval

5. EL DESEO DE DIOS
Y LA CIENCIA DE LA CRUZ
Antonio Mª Martín Fdez.-Gallardo

6. EL SOPLO DEL DON


Diario del Hno. Christophe Lebreton

7-8-9-10. SERMONES SOBRE


EL CANTAR DE LOS CANTARES, I-II-III-IV
Juan de Forde

11. EL ABAD DE RANCÉ


Un reformador monástico
Anna María Caneva
12. LOS EJERCICIOS
Gertrudis de Helfta

13. CARTA DE ORO Y


ORACIONES MEDITADAS
Guillermo de Saint-Thierry

14-15. CAMINO DE LUZ


Sermones litúrgicos I-II
Guerrico de Igny

16. LA VIDA ESPIRITUAL


André Louf

17. LA LUZ DIVINA


Que ilumina los corazones
Matilde de Magdeburgo

18. EL CAMINO CISTERCIENSE


André Louf

19. LA SABIDURÍA ARDIENTE


En la escuela cisterciense del amor
Charles Dumont

20. LUZ PARA MIS PASOS


Bernardo Olivera

21. A LA SOMBRA DEL CíSTER


MariCruz Munoz

22. EL MONASTERIO DE LA OLIVA


Daniel Gutiérrez

23. LIBRO DE LA GRACIA ESPECIAL.


La morada del corazón
Matilde de Hackeborn
24-25. SERMONES LITÚRGICOS I-II
Primera colección de Craraval
Elredo de Rieval

26. LA VIDA MONÁSTICA.


TRANSFORMACIÓN EN CRISTO
Ambrosio Southey

27. AMOR - VERDAD - LIBERTAD


San Bernardo

28. CHARLES DUMONT


MONJE-POETA
Elizabeth Connor

29. TRAJE DE BODAS


Y LÁMPARAS ENCENDIADAS
Bernardo Olivera

30. NO ME AMÓ DE BROMA


Robert Thomas

31. MANÁ EN EL DESIERTO


Etienne Goutagni

32. DIÁLOGOS Y ESPEJOS


DE MONJES
Idung de Prüfening

33. SERMONES LITÚRGICOS III


Primera colección de Craraval
Elredo de Rieval

34. NATURALEZA DEL CUERPO


Y DEL ALMA
Guillermo de Saint-Thierry
35. EL TESORO ESCONDIDO
EN LA ESCRITURA
Pilar de Avellaneda

36. “VITA AELREDI” Y TRATADOS


Elredo de Rieval

37-38. UN MAESTRO DEL AMOR


Cartas de Adán de Perseigne

39. DESEO DE VER A DIOS Y AMOR


en Guillermo de Saint-Thieny
Monique Destieux

40. CONÓCETE A TI MISMO


Bernardo Olivera

41-42. EL MENSAJERO DE LA TERNURA DIVINA.


Experiencia de una mística del siglo XIII
Sta. Gertrudis de Helfta

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