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Cómo escribo

 
Italo Calvino
Escribo a mano y hago muchas, muchas correcciones. Diría que tacho más de lo que
escribo. Tengo que buscar cada palabra cuando hablo, y experimento la misma
dificultad cuando escribo. Después hago una cantidad de adiciones, interpolaciones, con
una caligrafía diminuta.

Me gustaría trabajar todos los días. Pero a la mañana invento todo tipo de excusas para
no trabajar: tengo que salir, hacer alguna compra, comprar los periódicos. Por lo
general, me las arreglo para desperdiciar la mañana, así que termino escribiendo de
tarde. Soy un escritor diurno, pero como desperdicio la mañana, me he convertido en un
escritor vespertino. Podría escribir de noche, pero cuando lo hago no duermo. Así que
trato de evitarlo.

Siempre tengo una cantidad de proyectos. Tengo una lista de alrededor de veinte libros
que me gustaría escribir, pero después llega el momento de decidir que voy a escribir
ese libro.

Cuando escribo un libro que es pura invención, siento un anhelo de escribir de un modo
que trate directamente la vida cotidiana, mis actividades e ideas. En ese momento, el
libro que me gustaría escribir no es el que estoy escribiendo. Por otra parte, cuando
estoy escribiendo algo muy autobiográfico, ligado a las particularidades de la vida
cotidiana, mi deseo va en dirección opuesta. El libro se convierte en uno de invención,
sin relación aparente conmigo mismo y, tal vez por esa misma razón, más sincero.

Cuentos fantásticos del XIX - Introducción*


 
Italo Calvino
El cuento fantástico es uno de los productos más característicos de la narrativa del siglo

  XIX y, para nosotros, uno de los más significativos, pues es el que más nos dice sobre la
interioridad del individuo y de la simbología colectiva. Para nuestra sensibilidad de hoy,
el elemento sobrenatural en el centro de estas historias aparece siempre cargado de
sentido, como la rebelión de lo inconsciente, de lo reprimido, de lo olvidado, de lo
alejado de nuestra atención racional. En esto se ve la modernidad de lo fantástico, la
razón de su triunfal retorno en nuestra época. Notamos que lo fantástico dice cosas que
nos tocan de cerca, aunque estemos menos dispuestos que los lectores del siglo pasado a
dejarnos sorprender por apariciones y fantasmagorías, o nos inclinemos a gustarlas de
otro modo, como elementos del colorido de la época.

El cuento fantástico nace entre los siglos XVIII y XIX sobre el mismo terreno que la
especulación filosófica: su tema es la relación entre la realidad del mundo que
habitamos y conocemos a través de la percepción, y la realidad del mundo del
pensamiento que habita en nosotros y nos dirige. El problema de la realidad de lo que se
ve: caras extraordinarias que tal vez son alucinaciones proyectadas por nuestra mente;
cosas corrientes que tal vez esconden bajo la apariencia más banal una segunda
naturaleza inquietante, misteriosa, terrible, es la esencia de la literatura fantástica, cuyos
mejores efectos residen en la oscilación de niveles de realidad inconciliables.

Tzvetan Todorov, en su Introduction à la littérature fantastique (1970), sostiene que lo


que distingue a lo «fantástico» narrativo es precisamente la perplejidad frente a un
hecho increíble, la indecisión entre una explicación racional y realista, y una aceptación
de lo sobrenatural. El personaje del incrédulo positivista que interviene a menudo en
este tipo de cuentos, visto con compasión y sarcasmo porque debe rendirse frente a lo
que no sabe explicar, no es, sin embargo, refutado por completo. El hecho increíble que
narra el cuento fantástico debe dejar siempre, según Todorov, una posibilidad de
explicación racional, a no ser que se trate de una alucinación o de un sueño (buena
tapadera para todos los pucheros). En cambio, lo «maravilloso», según Todorov se
distingue de lo «fantástico» por presuponer la aceptación de lo inverosímil y de lo
inexplicable, como en las fábulas o en Las mil y una noches (distinción que se adhiere a
la terminología literaria francesa, donde «fantastique» se refiere casi siempre a
elementos macabros, tales como apariciones de fantasmas de ultratumba. El uso
italiano, en cambio, asocia más libremente fantástico a fantasía; en efecto, nosotros
hablamos de lo fantástico ariostesco, mientras que según la terminología francesa se
debería decir «lo maravilloso ariostesco»).

El cuento fantástico nace a principios del siglo XIX con el romanticismo alemán, pero
repertorio de motivos, de ambientes y de efectos (sobre todo macabros, crueles y
pavorosos) que los escritores del Romanticismo emplearon profusamente. Y dado que
uno de los primeros nombres que destaca entre éstos (por el logro que supone su Peter
Schlemihl) pertenece a un autor alemán nacido francés, Chamisso, que aporta una
* Introducción a la antología Cuentos fantásticos del XIX.
ligereza propia del XVIII francés a su cristalina prosa alemana, vemos que también el
componente francés aparece como esencial desde el primer momento. La herencia que
el siglo XVIII francés deja al cuento fantástico del Romanticismo es de dos tipos: por
un lado, la pompa espectacular del «cuento maravilloso» (del féerique de la corte de
Luis XIV a las fantasmagorías orientales de Las mil y una noches descubiertas y
traducidas por Galland) y, por otro, el estilo lineal, directo y cortante del «cuento
filosófico» volteriano, donde nada es gratuito y todo tiende a un fin.

Si el «cuento filosófico» del siglo XVIII había sido la expresión paradójica de la Razón
iluminista, el «cuento fantástico» nace en Alemania como sueño con los ojos abiertos
del idealismo filosófico, con la declarada intención de representar la realidad del mundo
interior, subjetivo, de la mente, de la imaginación, dándole una dignidad igual o mayor
que a la del mundo de la objetividad y de los sentidos, Por tanto, ésta también se
presenta como cuento filosófico, y aquí un nombre se destaca por encima de todos:
Hoffmann.

Toda antología debe trazarse unos límites e imponerse unas reglas; la nuestra se ha
impuesto la regla de ofrecer un solo texto de cada autor: regla particularmente cruel
cuando se trata de elegir un solo cuento que represente todo Hoffmann. He elegido el
más conocido (porque es un texto, podríamos decir, «obligatorio», "El hombre de la
arena" (Der Sandmann), en el que los personajes y las imágenes de la tranquila vida
burguesa se transfiguran en apariciones grotescas, diabólicas, aterradoras, como en las
pesadillas. Pero también habría podido orientar mi elección hacia ciertas obras de
Hoffmann en las que falta casi por completo lo grotesco, como en "Las minas de
Falun", donde la poesía romántica de la naturaleza alcanza lo sublime a través de la
fascinación del mundo mineral. Las minas en las que el joven Ellis se abisma hasta el
punto de preferirlas a la luz del sol y al abrazo de su esposa constituyen uno de los
grandes símbolos de la interioridad ideal. Y aquí aparece otro punto esencial que todo
discurso sobre lo fantástico debe tener presente: los intentos de esclarecer el significado
de un símbolo (la sombra perdida de Peter Schlemihl en Chamisso, las minas en las que
se pierde el Ellis de Hoffmann, el callejón de los hebreos en Die Majoratsherren de
Arnim) no hacen otra cosa que empobrecer sus ricas sugerencias.

Dejando a un lado el caso de Hoffmann, las grandes obras del género fantástico en el
romanticismo alemán son demasiado largas para entrar en una antología que quiere
ofrecer el panorama más extenso posible. La medida de menos de cincuenta páginas es
otro límite que me he impuesto y que me ha obligado a renunciar a algunos de mis
textos favoritos, que tienen dimensiones de cuento largo o de novela corta: Chamisso,

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