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El Racismo en el Perú

Junio de 1990. Segunda vuelta. Decenas de vecinos de San Borja lanzan todo
tipo de insultos racistas a Alberto Fujimori cuando acude a votar al colegio
María Molinari. Veintiún años más tarde, después de la primera y la segunda
vuelta, centenares de limeños llenan el Facebook y el Twitter de violentas
expresiones racistas, dirigidas esta vez no contra un candidato, sino contra
sus compatriotas de rasgos andinos que votaron por Ollanta Humala.
En ambos casos el racismo salió a la luz debido al miedo irracional a
“perderlo todo”, que tan irresponsablemente habían promovido muchos
medios de comunicación. Lo curioso es que, en la última elección, la mayoría
de votantes de Keiko Fujimori fueron andinos y mestizos, pero los racistas
asumían que seguramente habían votado por Humala, al considerarlos unos
“cholos resentidos”.
En realidad, el tema racial estuvo presente desde la primera vuelta: pese a
que Toledo y Kuczinsky tenían planteamientos similares, el primero
arrastraba los estereotipos negativos que las clases altas y medias atribuyen
a los cholos: mentiroso, borracho, improvisado, mal padre de familia,
mientras Kuczynski (blanco, alto, de ascendencia y apellido europeos) parecía
eficiente, preparado y “decente”.
Sin embargo, en el Perú el racismo es aún un tema tabú, pese a que lo
vivimos todos los días, por lo que es comprensible que aparezca en los
procesos electorales. También los límites del voto por Kuczynski, como antes
las derrotas de Mario Vargas Llosa, Javier Pérez de Cuéllar o Lourdes Flores,
demuestran que cuando el candidato es “demasiado blanco”, muchos
peruanos sienten desconfianza y temor, y sobreviene el recuerdo de
innumerables ofensas racistas.
Estas ofensas no son necesariamente insultos: pueden ser una mirada
despectiva, tutear a quien le está hablando a uno de usted, aferrar la cartera
como si el otro fuera un posible delincuente, o no contestar el saludo (por
citar ejemplos que a mí me han sucedido).
Hasta ahora, la negación del racismo ha sido una de las razones por las que
éste ha subsistido. Lo niega la víctima, que prefiere pensar que lo maltratan
porque “no es importante” o “el otro es abusivo”, y lo niega el racista, que ha
naturalizado la discriminación, es decir, le parece simplemente que su
conducta es normal. En ambos casos, la negación es conveniente para no
tener que aceptar una realidad dolorosa y complicada en la que muchos
peruanos somos discriminados por unos y discriminamos a otros.
Sin embargo, los estallidos racistas poselectorales hacen ya imposible esta
negación. La Internet, además, permite que las expresiones racistas se
difundan más allá del círculo íntimo donde siempre se quedaban, sin contar
que ante un teclado existen menos inhibiciones que ante un interlocutor de
carne y hueso y por eso aparecen expresiones tan brutales.
En los mensajes racistas que he revisado he encontrado de manera
recurrente una fantasía de exterminio, es decir, soñar con un Perú “mejor”,
donde todos los indios y cholos hubieran desaparecido. Había quienes
declaraban que ya no apoyarían ninguna campaña de recolección de comida
y ropa para así lograr que los serranos/indios/puneños murieran de hambre y
de frío. Otros resaltaban las esterilizaciones masivas de campesinas durante
el régimen de Fujimori, y varios más insistían en que si veían indios cruzar la
pista los atropellarían.
Estas violentas expresiones me recordaron lo que alguna vez dijo el
psicoanalista Jorge Bruce, respecto de que para muchas personas de clase
alta las muertes que ocurrían en los años ochenta eran una noticia que les
causaba satisfacción, porque para ellos era preferible que “todos los cholos
se mataran entre ellos”. De hecho, esta fantasía de exterminio se manifestó
durante los primeros años del conflicto, cuando los militares asesinaron a
miles de campesinos en Ayacucho, Huancavelica y Apurímac simplemente
por sus rasgos físicos. Y, con menos violencia pero igual eficiencia, esta
fantasía de exterminio aparece en los anuncios publicitarios que
sucesivamente presentan una sociedad feliz sin cholos ni negros.
Aunque decimos que no somos una sociedad racista, todos hemos escuchado
insultos que aluden al color de la piel. Éstos aparecen de manera explícita
para humillar al adversario por algo que no puede solucionar y descalificarlo
como persona. Normalmente consiguen su objetivo, pues paralizan o
desarman a la víctima. Nunca se usa “blanco” como insulto, pues en el fondo
todos los peruanos hemos interiorizado una jerarquía étnica. Nadie llamaría
“blanco ignorante” a los miles de limeños que no saben dónde están Ayaviri,
Chupaca o Sullana, pero normalmente consideran ignorantes a sus
compatriotas. El término “blanquito” es, en todo caso, un insulto encubierto,
que no aparece en el peor conflicto, y “pituco” es una apreciación sobre un
comportamiento y no sobre los rasgos físicos de la persona.
Ahora bien: sería un grave error restringir el racismo a lo que algunas
personas dicen o escriben en su Facebook: las peores expresiones del
racismo son la pobreza, la desigualdad y la injusticia que enfrentan millones
de peruanos. El racismo, además, hace que éstas sean percibidas como
naturales, es decir, situaciones que siempre existirán o, peor aún, que sus
víctimas merecen.
En ningún país el racismo se ha corregido por sí mismo. Es más: en el Perú, la
mejora de la situación económica de algunas personas andinas o mestizas
solamente las hace más visibles, como ocurre con la publicidad, para la cual
solamente las familias blancas celebran la Navidad o el Día de la Madre.

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