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XIX Congreso Internacional del CLAD sobre la Reforma del Estado y de la Administración Pública, Quito, Ecuador, 11 – 14 nov.

2014

La corrupción en sus justas proporciones: un ensayo de teoría sobre la corrupción


administrativa

Germán Carvajal Ahumada

La corrupción es un fenómeno contemporáneo bastante conspicuo, y su notoriedad por


supuesto lo hace objeto de múltiples estudios e interpretaciones y, además, de cruzadas
políticas fervorosas que ven en el mismo un flagelo que imposibilita el tránsito óptimo de las
sociedades por las sendas del desarrollo y el crecimiento. En general se suele entender la
corrupción (por ejemplo, Fink & Boehm, 2011; Bejarano, 1996; Klitgaard, 1988) como aquella
situación en la que un comportamiento, en contextos normativos institucionales, se realiza en
contra de las normas prescritas para con ello sobreponer el interés particular sobre el interés
público. En este escrito llamaremos a esta definición como el concepto clásico de corrupción.

Esta manera de concebir la corrupción, aparentemente, conduce a buscar las causas por las
cuales hay una tendencia a obrar de esa manera. ¿Por qué los individuos, en un momento
dado, van contra las normas institucionales y buscan sobreponer su interés particular sobre el
interés público? Dos tipos de respuesta pueden ser, por ejemplo, las explicaciones
institucionalistas de acuerdo con las cuales este comportamiento es propiciado por el
debilitamiento de las instituciones, es decir, del poder coercitivo de la normatividad. La
explicación institucionalista presupone, pues, dos opuestos, a saber: el interés individual y la
normatividad, la última controla la primera y si su poder se reblandece, comienza a campear
la primera configurando así el fenómeno.

Pero el institucionalismo no nos introduce una explicación del debilitamiento institucional dentro
de la explicación de la corrupción; es decir, pese a la explicación institucionalista podemos
hacernos una pregunta: si la corrupción se produce por el debilitamiento institucional, ¿por qué
se debilitan las instituciones? La respuesta a esta pregunta es la auténtica explicación de la
corrupción, ya que si nos limitamos a la afirmación del debilitamiento institucional no estamos
produciendo una explicación auténtica, sólo estamos empleando la definición de corrupción
como explicación de la corrupción; pero una definición no es una explicación: la primera nos
delimita el objeto, la segunda nos lo pone consistentemente en relación con otro que lo
determina.

Lo mínimo que podemos pedirle a una explicación es su consistencia; en tanto explicar es


remitir el fenómeno a explicar a otro fenómeno que lo determina, la consistencia está en la
eficacia de esa determinación. Las teorías del vacío o debilitamiento institucional, así como
aquellas que apelan al cálculo costo-beneficio de parte del individuo, están siempre encerradas
en los límites del concepto pero no ponen el objeto que este concepto delimita en relación con
otro distinto que lo explique, o sea, no explican la corrupción sino que se limitan a describirla
acentuando uno de los componentes del fenómeno sobre los otros: la normatividad
institucional o el interés privado.

El concepto clásico de corrupción, como generalmente se lo entiende, implica un conflicto entre


el interés particular o privado contra el bien común o interés público. El concepto clásico de
corrupción implica, pues, la oposición público-privado; y entonces la corrupción queda descrita
como la situación o el comportamiento en el cual lo privado prima sobre lo público en un
contexto en el que debe primar lo público. En este orden de ideas, la corrupción se concibe
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como una anomalía de tipo procedimental, una anomalía administrativa, en suma una
anomalía de orden técnico, porque la administración pública es una técnica. En tanto se
concibe como una anomalía técnica, la corrupción se explica por las desviaciones del
comportamiento del individuo, sea que estas desviaciones estén malignamente calculadas por
el propio individuo, sea que se presenten como oportunidades por vacíos o ambigüedades
normativas, sea que den como una tendencia en el comportamiento de grupos de individuos
por el cambio o resquebrajamiento institucional. Concebir la corrupción como un fenómeno
administrativo, o sea, como una anomalía técnica, limita su comprensión a la moralidad porque
se resume todo en la desviación intencional de un principio de comportamiento.

Pero la corrupción dista mucho de ser un fenómeno que pueda comprenderse estrechamente
dentro de los límites del ámbito administrativo; esto se advierte cuando el fenómeno se hace
recurrente en forma impresionante desde el punto de vista tanto estadístico como en cuanto
tiene que ver con sus modalidades. La corrupción es un fenómeno social que por sus
características actuales puede tomarse como síntoma de crisis, y por tanto ha de explicarse
en términos de teoría social. Para proceder, pues, con un ensayo de tal explicación haremos
lo siguiente: hemos de definir la corrupción de un modo distinto al concepto clásico, para con
ello darle una configuración diferente al fenómeno; de allí proponer una explicación, es decir,
proponer su relación con otro objeto distinto.

I
Partamos de la definición clásica del concepto de corrupción como la actuación indebida en la
que un funcionario sobrepone su interés particular sobre el interés público, en un contexto en
el que no es legítimo hacerlo. Esta definición implica varias cosas, una inmediata: la oposición
público-privado; y otra mediata: el concepto clásico de corrupción presupone otro más general
que es el siguiente: el sobrepujamiento de un interés por otro en un contexto en el que no es
legítimo hacerlo. Esta última afirmación es la definición de corrupción que buscamos, y para
efectos de la teoría que queremos ensayar en este escrito, esta definición general de
corrupción nos posibilita la siguiente proposición: la corrupción es un fenómeno social que
tiene al menos tres modalidades de las cuales la más conocida con el nombre de corrupción
es la definida en el concepto clásico, pero hay otras dos que, aunque también conocidas no
se les da el nombre directo de corrupción, sino que se las relaciona indirectamente con ella,
estas otras dos formas son la exacerbación de los trámites burocráticos (“tramitología”) y la
aparición de organismos paralelos al dispositivo administrativo como mafias, ejércitos privados,
etc.

Asumimos aquí la corrupción como un tipo de fenómeno en principio propio de los dispositivos
de administración pública. La administración pública está ligada a la política en la medida en
que funge como el dispositivo técnico por medio del cual se implementan las decisiones
tomadas en el ámbito de ésta. La política decide, la administración ejecuta. La política, a su
vez, se organiza como el ejercicio del poder en el contexto de unas relaciones de producción,
y en este caso que nos ocupa, las relaciones de producción en el capitalismo. Tenemos así
tres términos en una serie: capitalismo, política, administración pública; la naturaleza de esa
serie es la que nos proveerá de la explicación del fenómeno que nos interesa, la corrupción
administrativa.

La definición clásica de corrupción –como ya lo anotamos atrás– se funda en un conflicto de


principio entre el interés privado contra el interés público; este conflicto es inherente a toda la
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armazón de la sociedad moderna erigida sobre las relaciones de producción del capitalismo,
porque el capitalismo, justamente, es un conjunto de relaciones de producción que se
desarrolla con base en un principio rector el cual es la valorización permanente del valor; esta
valorización del valor determina dos modos de comportamiento fundamentales en las
relaciones de producción capitalista, a saber: comprar para vender y vender para comprar.

En el contexto del ethos de estos dos principios es que brota el interés privado como su núcleo
real, como el polo a tierra de todas las relaciones sociales posibles; pero un conjunto de
relaciones sociales cuyo núcleo real es el interés privado es, por principio, un conjunto de
relaciones sociales críticas, o sea, inestables; pues los intereses privados necesariamente
entran en conflicto debido a la competencia obligada en ese medio económico basado en la
explotación del trabajo humano y la naturaleza al servicio de la valorización permanente del
valor de cambio. Pues bien, he aquí que por esta condición crítica, de tendencia a la
inestabilidad, es que el Estado y su dispositivo de administración surgen también como
respuesta a la crisis inherente a los intereses en conflicto; el Estado es la promesa de
estabilidad en el caos que genera el imperio del principio de individualidad. El bien común o
interés público son los nombres de esa promesa; lo público sólo se puede erigir sobre la
realidad de lo privado y su caos concomitante.

Lo que usualmente llamamos Estado es un conjunto de dispositivos, es decir, un mecanismo.


Estas palabras, dispositivo y mecanismo, tal vez tengan un sabor excesivamente tecnológico,
muy propio de aquellas cosas que se cuecen en los talleres de los técnicos y a partir de las
recetas de los ingenieros. Sin embargo es preciso hacer un pequeño excurso para aclarar que
estos dos términos, en su sentido más primigenio, están más allá de nuestra mentalidad
ingenieril. El mecanismo es, fundamentalmente, una relación entre dispositivos, y éstos a su
vez son entidades que se caracterizan por constituir su naturaleza y función unas a partir de
las otras en un orden de sentido previamente planificado.

Así, por ejemplo, la palabra griega, del griego clásico, mekhane, en los poemas homéricos,
Ilíada y Odisea, aparece para nombrar esos planes urdidos por los dioses y los héroes
consistentes en aprovechar los objetos y las personas, sin que éstas lo sepan necesariamente,
para lograr algún objetivo contra otro dios o algún héroe. De esta palabra griega mekhane
derivó nuestra palabra mecanismo. Pues bien, regresando ahora al Estado, podemos
caracterizarlo como una red de dispositivos, es decir, de entidades del orden físico tanto
abiótico como biótico y normativo cuyo sentido es ejercer un control territorial, para efectos de
establecer un cauce al maremágnum caótico e inestable de los intereses privados que brotan
en el lecho del desarrollo de la valorización del valor. En este orden de ideas, las instituciones
públicas ya llevan en su seno el principio de la crisis, en tanto su destino común es estabilizar
la colisión de intereses privados que bulle en el seno de la sociedad capitalista. Esta crisis
potencial tiene una forma, una estructura que es menester examinar.

Hemos afirmado que la economía capitalista, las relaciones de producción constituidas en la


práctica de producir bienes de consumo, para valorizar permanentemente el valor de cambio,
determina el núcleo real de la sociedad moderna, núcleo que tiene su expresión humana más
prístina en el interés privado. De otra parte, el Estado y sus dispositivos de administración
surgen como reacción a la tendencia crítica de inestabilidad; en tanto su existencia se justifica
en la minimización del caos suscitado por la colisión de intereses privados, en este sentido el
Estado es un enorme y complejo mecanismo de control. En tanto de lo que se trata es de
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controlar, entonces nos hallamos en el terreno de la técnica. El Estado es un aparato técnico


complejo que ejerce su función en el control de esa masa crítica de intereses y propósitos
privados de toda índole reunidos en un espacio, o sea, un territorio.

Este aparato técnico afianza su poder y eficacia en los dispositivos de administración que son
conformados, de un lado, por una red de equipos, locaciones, y personal; y por otro, de
sistemas formales de procedimiento constituidos por normas y reglas. Ahora bien, el complejo
aparato técnico, como todo artefacto funcional, no tiene su sentido en sí mismo, sino que el
control de esa masa crítica de intereses privados se da en función de un sentido más allá del
aparato mismo; y este sentido orientador es decidido por la clase dominante, es decir, aquella
clase que, detentando el poder del Estado, puede dar curso a la estabilidad. Este sentido es el
bien común, el interés público.

Este interés público, este bien común, es un producto imaginario; su carácter imaginario
consiste en que es el horizonte del desarrollo del Estado territorial, no existe como realidad en
la masa crítica de intereses privados que conforman las relaciones de producción, sino que es
la meta del aparato técnico, meta nunca plenamente realizada sino que ha de ser
constantemente impostada como trasfondo ideal contra el cual se mide la eficacia del aparato
técnico en estabilizar la masa crítica de intereses privados. El estado es un mediador entre
una masa real de intereses privados y una meta imaginaria llamada interés público, la cual es
la expresión de los ideales de la clase que detenta el poder en el aparato del Estado. Es por
eso que las filosofías políticas de la modernidad, por lo menos desde el siglo XVII (por ejemplo,
Hobbes) hasta el XIX (por ejemplo, Hegel), conceptualizaron el Estado o como una elaboración
ética surgida del pacto y la enajenación del derecho natural, o como un reino de la eticidad en
el cual el interés particular se concilia con el interés general.

Los tres términos de que partimos en un principio, capitalismo política y administración pública,
hemos de cambiarlos, ahora, por otros tres que son el interés particular, el aparato técnico de
la administración y el bien público. Estos tres elementos son de índole diferente unos de otros
en cuanto tiene que ver con su modo de existencia social. El interés particular es real, su
carácter real radica en que constantemente se reitera y forma el elemento básico de la
construcción de las relaciones de producción concretas sobre las que erige la sociedad
moderna; este interés nunca se retira sino que a cada instante es reproducido. Por su parte el
Estado y sus instituciones, en tanto aparato técnico formal, existen en un nivel simbólico, como
aparato de significantes normativos y reguladores que rigen y comandan la estabilidad de la
masa de intereses con miras a alcanzar el ideal del bien público.

Este aparato simbólico, a diferencia de los intereses anteriores, no tiene la insistencia de lo


real y puede volverse difuso y hasta retirarse plenamente de algún rincón del territorio. Es en
su retirada en lo que piensan las explicaciones institucionalistas y funcionalistas de la
corrupción. Y Finalmente, tenemos el ideal del bien público cuya existencia se manifiesta como
meta imaginaria que refleja los intereses dominantes: el bien público toma diversos contornos
imaginarios como la patria, el país, la nación, el progreso social, el crecimiento, etc. Estos tres
elementos son los tres componentes de la estructura de la sociedad moderna en cuyas
tensiones se gesta el fenómeno que queremos explicar, la corrupción1.

1
Real, imaginario y simbólico son términos que tomo del psicoanálisis lacaniano. Lacán usa estos términos para describir la
estructura de la personalidad, por ejemplo, en el Seminario 3, Las Psicosis (1955-1956); en Lacán se trata de tres registros
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Los tres elementos no pueden existir separados unos de otros: la masa crítica de intereses
particulares del capitalismo demanda un aparato estatal que lo regule; aunque muchas teorías
económicas de naturaleza radicalmente liberal consideran los procesos económicos como
autorregulables, no obstante la presencia de un aparato estatal se demanda en instancias de
procesos administrativos como la justicia y la defensa, etc. Ahora bien, siempre que está
presente el Estado, está presente el ideal del bien común como trasfondo orientador de sus
procesos. No obstante, pese a no poder existir por separado, estos tres componentes no
necesariamente mantienen una coexistencia armónica entre sí: se desfasan unos respecto de
los otros y he aquí que estos desfases constituyen las condiciones de posibilidad de la
corrupción.

La concepción clásica de la corrupción, como una imposición del interés privado sobre el
interés público en un contexto normativo en el que no es legítimo, es una idea de orden
netamente moral, es decir, es una idea liberal; pero si concebimos la corrupción como el
trastocamiento indebido de un tipo de interés en beneficio de otro, entonces una imposición
del interés público en desmedro del interés privado igualmente es corrupción; por tanto la
corrupción no puede comprenderse de forma consistente como acto ilícito de los individuos,
sino más bien en términos de anomalías de la estructura social.

II
Hemos dicho que las explicaciones liberales ponen la causa en el individuo y no remiten el
fenómeno a otro fenómeno distinto que lo funde, o sea, no son auténticas explicaciones. ¿Dado
todo lo anterior, cuál es el otro fenómeno o tipo de fenómeno que sostiene al de la corrupción?
La anterior descripción de la estructura social del campo de la administración la hicimos a partir
de tres términos iniciales: el capitalismo, la política y la administración. Esta última, realmente,
se erige con base en los otros dos, por tanto, el fenómeno de la corrupción se funda, a su vez,
en fenómenos de orden político y económico.

La serie de los términos en cuestión nos condujo luego a tres componentes de ese campo
social, a saber: los intereses particulares, el aparato técnico del Estado y el bien común, estos
tres componentes pueden desfasarse unos de otros y estos desfases tienen su origen o bien
en la economía o bien en la política. Así, por ejemplo, la dimensión del interés real puede
hipertrofiarse en relación con el interés público imaginario y la dimensión simbólica del proceso
técnico; o bien el aparato técnico simbólico puede igualmente desbordarse en relación con los
otros, o sea, el interés particular real y el interés público; y finalmente, el imaginario del bien
común puede inflamarse de manera apabullante en relación con la dimensión simbólica del
aparato técnico y el interés particular real. En cada caso aparecen sendas formas de
corrupción cuya descripción somera nos ha de ocupar ahora.

La primera es la corrupción en su sentido clásico, es un desbordamiento del elemento real, es


decir, del interés particular sobre las determinaciones normativas del dispositivo y sobre el
interés común; esta corrupción es aquella en la que se configuran los consabidos tipos de
desfalco, peculado, nepotismo, etc.; es la corrupción que indigna a los liberales, la que suscita
banderas de campaña electoral, etc. El nombre de corrupción, usado para nombrar este tipo
de anomalía administrativa, es cercano del nombre perversión; esta corrupción es un tipo de

que se anudan entre sí constituyendo la personalidad. El dispositivo de administración puede tratarse análogamente en tanto
hay, al menos tres aspectos constitutivos del mismo.
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perversión, en la que el individuo, consciente de la prohibición explícita o implícita en la


estructura normativa, sin embargo opta por la desviación para favorecer su interés particular.
En este orden de ideas, la corrupción tradicional desmiente permanentemente el poder
coercitivo del dispositivo en torno al bien común, es por eso que suele suscitar la
anatematización moral, sobre todo en la medida en que va involucrada la apropiación del erario
público por vía de la desmentida de la normativa establecida. Sin embargo, hasta aquí, no
hemos aún explicado por qué este sobrepujamiento de lo real sobre lo simbólico y lo
imaginario.

Es menester afirmar que este tipo de corrupción opone dos tipos de personas, a saber, el
individuo y el ciudadano; el primero es real, el segundo imaginario; el ciudadano se erige sobre
el individuo como una máscara que le permite interactuar en el plano del bien público; pero por
debajo de este disfraz político se agazapa el individuo real que habita los desfiladeros de la
valorización del valor, que ha de entendérselas con su destino en el laberinto monótono del
ethos único del comprar para vender y el vender para comprar. En esta dicotomía de la vida
del individuo real éste se convierte en sujeto que encarna el interés particular, porque esos dos
principios de la vida en el mercado comportan la acumulación constante de un valor
revalorizado permanentemente y cuyo proceso presupone un lecho de competencia. El
ciudadano como persona imaginaria es una abstracción que pide la renuncia al interés real, o
sea, al interés particular.

El ciudadano presupone una mística que por sí misma ya contradice al individuo real y su
pasión por el poder de apropiación de lo que le dispone el ethos del capital. Precisamente, uno
de los factores señalados, por los expertos en el tema (klitgaard, 1998), como facilitador de la
corrupción, es la discrecionalidad en la decisión, es decir, que el decididor se mueve en un
amplio margen de comportamiento y en un amplio margen de expresión subjetiva. El
monopolio, la discreción y la posibilidad de no ser vigilado conforman la ecuación de la
corrupción. De estos elementos constitutivos, todos tienen una característica común, a saber,
la primacía del elemento subjetivo.

El monopolio es la concentración en manos del sujeto de la potestad sobre el procedimiento;


la discreción se compadece con el monopolio, pues la discreción es la potestad completa del
fuero subjetivo sobre el procedimiento en términos de interpretación y decisión, es una forma
del monopolio. Finalmente, la no vigilancia también, de forma negativa, remite al fuero
subjetivo: el sujeto no está confrontado con otro como objeto de éste, el sujeto goza, entonces,
de plena intimidad y privacidad para el ejercicio de su deseo. Esa ecuación lo que hace es
desplegar tres formas correlativas de manifestación de la subjetividad entendida como interés
privado. Por tanto, las formas de corregir el problema son medidas que anulen la intromisión o
la hipertrofia de ese interés sobre los procesos; estas medidas siempre recaen sobre el
dispositivo reorganizando su estructura: normas para eliminar el monopolio sobre el proceso;
complejización de los procesos de toma de decisiones para que no quede a discreción de un
sujeto; y sistemas alternos de vigilancia y competencia entre los propios funcionarios.

Pero ninguna de las medidas tomadas ataca la raíz de la hipertrofia del interés privado: el ethos
mismo que se erige sobre la valorización del valor. Las medidas más cercanas a esto suelen
ser los ajustes de salarios de los funcionarios, para que la precariedad en los mismos no
despierte la tentación. Pero el fenómeno real de la corrupción ha probado que no es un asunto
de salarios cuando se descubren redes de corrupción en niveles cuya jerarquía demanda
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salarios altos. La valorización del valor no es asunto de salarios sino de un ethos que no conoce
límite burocrático alguno, un ethos que, como el del catolicismo, se hace universal
independiente del territorio. El capitalismo y su ethos no son territoriales, obedecen a una sola
ley que desconoce el imaginario del ciudadano y los colores de la patria. Por eso los ajustes,
por férreos y disuasivos que puedan ser, finalmente encuentran su caducidad en alguna forma
de evasión encontrada por la iniciativa del interés privado, el cual incluso llega a sofisticaciones
como renunciar a actuar en solitario para asociarse en complejas redes que violan todos los
filtros dispuestos por los vigilantes de la pureza de los manejos de los asuntos públicos.

La segunda forma es el desbordamiento del componente simbólico técnico, normativo, es


decir, el desbordamiento del dispositivo mismo y sus prescripciones a un punto en que la
obsesión por el procedimiento puede dificultar la ejecución del proceso. La institución se vuelve
paquidérmica, lenta, de tal manera que llevar a cabo un proceso por las vías normales se
vuelve oneroso y agobiante. Esta sobrecarga del elemento técnico puede suscitar una
exacerbación de la corrupción del primer tipo, justamente para aprovechar la necesidad de
saltarse los onerosos y agobiantes trámites normales: la avidez del lucro, atenta siempre a la
oportunidad, puede encontrar en ello un camino de satisfacción.

Es un tipo de anomalía que parece provenir del mecanismo mismo de la institución; y


examinando con detenimiento lo que ocurre, tenemos que se trata de una obsesión por poner
intermedios técnicos entre el inicio del proceso y su conclusión con la pretensión de asegurar
su transparencia y eficacia. Pero esta obsesión puede igualmente manifestar el deseo de
obstaculizar el proceso e, incluso, impedir su conclusión. El sistema queda corrupto, no
directamente por la desmentida perversa de los individuos, sino por su propia inercia operativa,
por la colisión entre sus dispositivos. La obsesión por el trámite formal parece no tener otra
causa que la estructura misma del dispositivo burocrático; pero esta función técnica realmente
descansa en un fundamento político, la necesidad del control en el ejercicio del poder, la
protección del poder mismo mediante una mediación técnica; y el poder se ejerce y se
resguarda porque es la garantía del control social en un estado de cosas cuyo
desenvolvimiento es el lecho natural de unas tradiciones y unas élites dominantes.

Ciertamente, el aparato técnico del Estado puede tener tamaños diversos de acuerdo a
concepciones políticas que, en últimas, son prescripciones económicas, pero en cualquier caso
su mole técnica pretende el control y por tanto la salvaguarda del poder de la clase que lo
regenta. Toda obsesión es obsesión con el poder, porque la obsesión se manifiesta como la
patología en la que se acata el poder y la ley, y entonces, a diferencia de la corrupción clásica,
no se pretende desmentir la ley, sino multiplicarla para garantizar su permanente entronización
y, por tanto, garantizar la permanencia del amo; si en la corrupción clásica se desmiente al
amo y su mandato de ciudadanía; en la obsesión burocrática, que multiplica los procesos en
forma agobiante, el mandato del amo es cumplido con el objeto de salvaguardar la pureza de
sus determinaciones hasta mostrar la realidad de lo que está en juego: sólo el amo puede
realizar sin obstáculo su deseo.

Pero entonces esto muestra nuevamente, la médula desnuda que recorre de un lado al otro
todo el drama y es que finalmente la competencia en el juego de valorización del valor tiene
ganadores y perdedores, y justamente quienes detentan el poder de la máquina estatal sólo lo
hacen en virtud de su éxito en la competencia. Es ya un lugar común enterarse de las quejas
en muchos lugares del mundo de los obstáculos que la mole de trámites impone a los procesos
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de creación de empresas, a los procesos de administración de justicia, a los procesos de


atención en salud, a los procesos de acceso a la educación, etc., quejas que no provienen
precisamente del seno de las élites sino de estratos medios e inferiores; por tanto, nuevamente
vemos remitida esta forma de corrupción administrativa a las determinaciones en el juego
económico y la posición social que éste determina.

La tercera forma de corrupción la describimos en general como el desbordamiento del


componente imaginario, o sea, el bien común o bien público sobre los otros dos componentes,
el real del interés privado y el simbólico del mecanismo del Estado. Hemos dicho que este
interés público es un efecto imaginario que expresa los ideales de la clase dominante, un plano
imaginario, un horizonte de sentido en el que la realización del interés privado, por los senderos
del lucro y la valorización del valor, se desenvuelve sin problema como el paraíso del
crecimiento en los flujos naturales del mercado.

El interés común en el que todos los individuos encuentran su identidad como ciudadanos a la
par que realizan sus objetivos de lucro en el circuito infinito y real del comprar para vender y el
vender para comprar, ese interés común se manifiesta en el semblante de la patria y la
identidad nacional. Pero también puede adquirir un obscuro y siniestro caris al servir de fin no
solamente para el desarrollo del mecanismo estatal y sus dispositivos, sino también a la
proliferación de mecanismos paralelos que, como en el delirio de un psicótico, constantemente
le advierten a éste de la pérdida de su identidad, de que el mundo le amenaza, de que debe
obrar para protegerse.

A nombre de las faltas del Estado territorial y su inoperancia para defender los altos intereses
del bien común brotan entonces organizaciones, mecanismos complejos que, al igual que el
propio Estado, movilizan dispositivos compuestos por funcionarios, recursos físicos y técnicos
para consumar su labor paralela de mantener en vigor los más altos intereses de la nación;
así, no dudan en desarrollar procesos monstruosos de persecución, desplazamiento forzoso
de comunidades enteras, violación del fuero privado mismo, expropiaciones ilegales, y también
la práctica de la masacre, el genocidio, la limpieza social, la eliminación del adversario político,
entre otras cosas.

Esta esquizofrenia del aparato público en la que, por alguna causa oculta, el interés común
encuentra salvaguardas paralelas al aparato estatal, suele surgir como respuesta a una
amenaza de inconsistencia de este aparato mismo. La inconsistencia del aparato es, a su vez,
el peligro para la clase que detenta el poder a partir del Estado; así, por ejemplo, el partido
nacional socialista con sus juventudes hitlerianas surgió para detener el avance de un
cataclismo social, una revolución inminente en la Alemania de comienzos de siglo XX; también
la práctica de tener ejércitos privados ha sido en Colombia una constante, periódica, en las
costumbres de las élites económicas desde el siglo XIX, para contrarrestar el empuje de
movimientos sociales campesinos, obreros, etc., que ante los vacíos del aparato legítimo
ponen en cuestión, con su presencia, la interpretación dominante del imaginario bien común.

Organizaciones paralelas al Estado para subsanar vacíos que éste deja en su deber de instituir
el bien común pueden surgir, no obstante, sin representar necesariamente una anomalía de la
exacerbación del bien común; por ejemplo, esto ocurre con las llamadas Organizaciones No
Gubernamentales.

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Éstas son una instancia del liberalismo en el que se asume que la propia comunidad, los
particulares, pueden hacerse cargo de sus problemas en cierta medida; la política pública de
los últimos decenios ha fomentado el desarrollo de este tipo de organizaciones como solución
al planteamiento liberal de contracción del Estado, pero igualmente, este tipo de organización
es una entidad, técnica, paralela al Estado que pretende el ejercicio de un programa en función
del bien común, y en este sentido no se distingue de un grupo paramilitar. La diferencia es de
grado y campo, pero la privatización del aparato bélico ya se da a ciertos niveles, aunque
aparentemente inocuos, como en las compañías privadas de seguridad. Saltar de allí a
experimentos más atrevidos como algunos que se llegaron a proponer en Colombia bajo el
nombre de “convivir” es decir, una variante de bien común, no es difícil, pues el Estado puede
perfectamente desdoblarse a nombre de los derroteros del bien común entendido como libre
curso, en el plano democrático, de la iniciativa privada.

Las tres anomalías que hemos descrito someramente, han de ser explicadas necesariamente
retrotrayéndolas a causas políticas y económicas, porque la administración de lo público
presupone la política y la economía como los pilares que lo sostienen. Ahora, estas anomalías
son formas de la corrupción, o sea, la intromisión ilegítima de un interés en el fuero de otro.

La corrupción tradicional sólo es una manifestación de las tres, una muy conocida y publicitada
por razones del componente moral que puede conllevar, pero las otras dos también se hallan
presentes en alguna medida en los territorios del Estado. Probablemente la tercera es tan
siniestra y patológica que no se pueda decir que se halle necesariamente en todas las
naciones, sin embargo aún en países con alto desarrollo económico se pueden encontrar
dispositivos paraestatales, burocratizados, que desarrollan negocios ilegítimos y permean las
instancias del propio Estado legítimo, por ejemplo las mafias que, pese a su carácter de
negocio criminal que acumula lucro en cantidades exorbitantes, puede, en un momento dado
asumir roles de labor social, como ocurrió en Colombia con el Cartel de Medellín.

Con esto hemos de concluir este ensayo de teoría de la corrupción administrativa, un intento
de producir lo que llamamos una explicación auténtica poniendo el fenómeno de la corrupción
en relación con otros que puedan explicarlo. Como conclusión tenemos que decir que esos
otros fenómenos sólo pueden ser de naturaleza económica y política, instancias que son las
instancias básicas que conforman la estructura del campo social de la administración pública.

BIBLIOGRAFÍA
Bejarano, J A. ESTRATEGIAS CONTRA LA CORRUPCIÓN. En: Descentralización y
Corrupción. Fescol. Milenio, 1996.
Fink, H. Boehm, F. CORRUPCIÓN EN LA POLICÍA DE TRÁNSITO. UNA PRIMERA
APROXIMACIÓN A TRAVÉS DE ENTREVISTAS CON TAXISTAS COLOMBIANOS. En:
Relaciones 126, Primavera 2011, vol XXXII.
Klitgaard, R. CONTROLING CORRUPTION. Berkeley, Los Angeles, University of
California Press, 1998.
Lacan, J. EL SEMINARIO. LIBRO 3, LAS PSICOSIS. Texto establecido por Jacques Alain
Miller, editorial Planeta Mexicana, 1984.

RESEÑA BIOGRÁFICA
Germán Carvajal Ahumada. Nací en Bogotá, Colombia, en 1966. Hice estudios de Filosofía en
la Universidad Nacional de Colombia; así como estudios de maestría en educación en la
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Universidad Pedagógica Nacional de Colombia. He sido profesor, durante veinte años, en


diversas universidades públicas en Colombia, como la Universidad Tecnológica del Chocó
(Quibdó, departamento del Chocó, Colombia); la Universidad Pedagógica Nacional (Bogotá,
Colombia); la Escuela Superior de Administración Pública (Bogotá, Colombia); y la Universidad
Nacional Abierta y a Distancia (Bogotá, Colombia). Mis campos de interés han sido la filosofía
de la educación, la filosofía de la tecnología, la historia de la filosofía, y la filosofía social. Tengo
publicaciones sobre Filosofía de la Educación, historia de la filosofía y filosofía de la tecnología;
actualmente formo parte de un grupo de Investigación Social sobre el problema agrario en
Colombia.

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