Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
CHRISTIAN JACQ
EL GRAN SECRETO
Ptah-Hotep, Máxima 5
Iker no había conocido a mujer alguna antes que Isis y nunca conocería a otra. Isis
no había conocido a hombre alguno antes que Iker, y nunca conocería a otro. Su
primera noche de amor sellaba un pacto eterno, más allá del deseo y de la pasión.
Una potencia superior transformaba su porvenir en destino. Indisolublemente
vinculados, unidos por el espíritu, el corazón y el cuerpo, comulgaban ahora en
una misma mirada.
¿Por qué tanta felicidad? Vivir con Isis, en Abydos... ¡Era un sueño que se
rompería muy pronto! De modo que Iker abrió los ojos, esperando sin duda una
cruel decepción. Pero allí estaba ella, a su lado. Sus ojos, de un verde mágico, lo
contemplaban. Se atrevió a acariciar su piel de divina dulzura, a besar su rostro
cuyos rasgos eran de inigualable finura.
—¿Eres tú... de verdad eres tú?
El beso que le ofreció no parecía irreal.
—¿Realmente estamos en tu casa, en Abydos?
—En nuestra casa —lo corrigió ella—. Vivimos juntos, ya estamos casados.
Iker se incorporó de pronto.
—¡No tengo derecho a casarme con la hija del faraón Sesostris!
—¿Quién te lo impide?
—La razón, las buenas formas, el...
La sonrisa de la muchacha le impidió encontrar otros argumentos.
—No soy nadie, yo...
—Basta de falsa modestia, Iker. Hijo real y Amigo único, tienes una misión que
cumplir.
El se levantó, recorrió la habitación, tocó la cama, los muros y los cofres para
guardar los enseres, luego la abrazó.
—Tanta felicidad... ¡Quisiera que este instante durase para siempre!
—Durará para siempre —prometió ella—. Pero nos aguardan imperiosas tareas.
—Sin ti, yo no tengo ninguna posibilidad de conseguirlo.
Isis lo cogió tiernamente de la mano.
—¿No soy acaso tu esposa? Cuando estábamos lejos el uno del otro, sentías mi
presencia y tú poblabas mis pensamientos. Hoy estamos unidos para siempre. Ni
siquiera el soplo del viento podría deslizarse entre nosotros. Nuestro amor nos
llevará más allá de los límites de nuestra existencia.
—¿Seré digno de ti, Isis?
—En las pruebas o en el gozo, somos uno, Iker. Ninguna clase de muerte podrá
separarnos.
Por el camino que llevaba al árbol de vida, Isis reveló a Iker que Sesostris le había
pedido que se fijara en cualquier comportamiento sospechoso, tanto de los
permanentes como de los temporales. Sus tareas rituales y su andadura iniciática
no le permitían observar demasiado a sus colegas, y la sacerdotisa no albergaba
sospecha alguna. Sin embargo, las inquietudes del faraón no podían tomarse a la
ligera. ¿Acaso no presentía, más allá de las apariencias, una traición en pleno
corazón de la cofradía más secreta de Egipto?
—¿Cómo puede un iniciado de Abydos convertirse en un hijo de las tinieblas?
—se extrañó Iker.
—Me he hecho cien veces esa misma pregunta —reconoció Isis—. El camino de
fuego abrasó mi ingenuidad. Algunos rituales magníficos no engendran, forzo-
samente, individuos irreprochables.
—¿Crees que algún ritualista es lo bastante hipócrita como para engañar?
—¿No implica tu misión esa hipótesis?
La pareja se detuvo a buena distancia de la acacia.
La sacerdotisa rogó a los cuatro jóvenes árboles y a los cuatro leones custodios
que les permitieran pasar.
Casi de inmediato, Iker sintió un extraño perfume, dulce y apaciguador, e Isis le
indicó por signos que avanzara.
Al pie del árbol de vida, con el tronco cubierto de oro, el Calvo derramaba agua.
—Llegas con retraso, Isis. Toma el cuenco de leche y cumple con tu oficio.
La muchacha así lo hizo.
—Sean cuales sean las peripecias de tu existencia —añadió el superior de los
permanentes con voz huraña—, el rito debe predominar.
—No soy una peripecia —intervino Iker—, sino el marido de Isis.
—Las historias de familia no me interesan.
—Tal vez mi función oficial os interese más. El faraón Sesostris me ha encargado
que disipe los trastornos que gangrenan la jerarquía de los sacerdotes y vele por la
creación de nuevos objetos sagrados, con vistas a la celebración de los misterios
de Osiris.
Un largo silencio siguió a esta declaración.
—Hijo real, Amigo único, enviado del faraón... ¡Impresionantes títulos! Yo vivo
aquí desde siempre, preservo la Casa de Vida y sus archivos sagrados, verifico
que se cumplan perfectamente las tareas confiadas a los permanentes y no acepto
excusa alguna en caso de desfallecimiento. Ningún reproche se me ha hecho, y el
rey sigue confiando en mí. Por lo que a los ritualistas se refiere, yo soy su garante.
—Su majestad no se muestra tan optimista. ¿No se habrá extinguido vuestra
atención?
—¡Joven, no te permito...!
—Mi edad no importa. ¿Aceptáis facilitar mi investigación, sí o no?
El Calvo se volvió hacia Isis.
—¿Qué piensa de ello la hija del rey?
—Enfrentarnos sería desastroso. Privado de vuestro apoyo, Iker no avanzará. Y el
árbol de vida sigue amenazado.
El Calvo se rebeló.
—¡Está resplandeciente de salud! ¿O acaso no hunde sus raíces en el océano
primordial para procurar a los justos el agua de regeneración?
—Osiris es el único en la acacia, en ella se unen vida y muerte —recordó Isis—.
Hoy siento cierta turbación. Tal vez anuncie el asalto de nuevas fuerzas de
destrucción.
—¿Es que las defensas emplazadas por el rey no son infranqueables? —se
preocupó Iker.
—No nos hagamos ilusiones.
—Razón de más para eliminar a posibles ovejas negras —insistió el hijo real.
Inquieto, el Calvo no siguió con un duelo inútil.
—¿Cómo deseas proceder?
—Interrogando a los permanentes, uno a uno, sin olvidar reunir a los artesanos y
dictarles las voluntades del rey. Todos deberán tener las manos limpias.
—¡Te preparas para un difícil futuro, Iker! Eres un extraño en Abydos, por lo que
provocarás reacciones de rechazo.
—Yo lo ayudaré —prometió Isis.
—¿Y por qué iba a tener éxito el hijo real donde nosotros fracasamos?
—preguntó el Calvo—. Ningún indicio nos orienta hacia la culpabilidad de un
permanente. ¡Y no olvidemos nuestra principal preocupación! La constelación de
Orión ha desaparecido desde hace setenta días. Si no reaparece esta misma noche,
el cosmos se derrumbará y la crecida tan esperada no se producirá.
—Interrogaré la paleta de oro —anunció Iker.
El Calvo quedó estupefacto.
—¿Te la ha confiado el rey?
—Tengo ese honor.
El anciano inclinó la cabeza.
—Manéjala con prudencia. Y no lo olvides: sólo las buenas preguntas obtienen
buenas respuestas. Ahora, encarguémonos de preparar las ofrendas para el genio
del Nilo.
El superior se alejó mascullando.
—Me detesta —señaló Iker.
—Todo cuerpo ajeno a Abydos le parece indeseable. Sin embargo, le has
impresionado mucho. Te toma en serio y no pondrá trabas a nuestras gestiones.
—¡Qué dulce es oír ese «nuestras»! Solo, iba directo al fracaso.
—Nunca más estarás solo, Iker.
Juntos, recorrieron la avenida procesional flanqueada, a uno y otro lado, por
trescientas sesenta y cinco pequeñas mesas de ofrenda, provistas de alimento
sólido y líquido. Evocando el año visible e invisible, sacralizaban cada una de las
jornadas. Se celebraba así un eterno banquete, ofrecido al ka de las potencias
Por fin, Menfis hacía estallar su júbilo. A pesar de un leve retraso, la crecida sería
abundante pero no destructora. Desde el más acomodado hasta el más humilde,
los egipcios cantaban las alabanzas del faraón, responsable del mantenimiento de
la armonía entre el cielo y la tierra. La celebración de los ritos había suscitado la
reaparición de la buena estrella, y el curso normal de las estaciones se
desarrollaba de acuerdo con el orden de Maat. Una vez más, las Dos Tierras
escapaban del caos.
Aquellas excelentes noticias no devolvían la sonrisa a Sobek, jefe de todas las
policías del reino. De impresionante poderío físico, autoritario, detestando a los
cortesanos, a los diplomáticos y a los melosos, veneraba a Sesostris desde el
comienzo de su reinado. Protegerlo seguía siendo su obsesión. Por desgracia, el
rey corría riesgos excesivos y no escuchaba demasiado sus consejos de
prudencia. De modo que el Protector seguía formando personalmente a los
especialistas encargados de la seguridad del soberano. En cuanto al palacio, a
pesar de que no se había convertido en una fortaleza, era un abrigo que los
terroristas, aunque fueran de primera magnitud, no conseguirían violar.
La llegada de las aguas fecundadoras liberaba a la capital de una capa de angustia.
Sobek no había dudado en ningún momento de la capacidad del rey para
mantener la prosperidad, pero le preocupaba la ceremonia del año nuevo, durante
la que los dignatarios y los gremios ofrecían regalos al faraón. Asegurar su sal-
vaguarda en semejantes circunstancias presentaba dificultades insuperables. Si
un asesino se mezclaba con la multitud e intentaba abalanzarse sobre Sesostris,
varios guardias le impedirían alcanzar su objetivo, pero si uno de los invitados de
alto rango pertenecía a la red del Anunciador, ¿cómo podrían interceptarlo?
Próximo al monarca durante la entrega de sus presentes, tendría tiempo de actuar
antes de que el Protector interviniera.
Registrar el cuerpo de la totalidad de los participantes hubiera sido una excelente
solución. Lamentablemente, el protocolo y las buenas maneras lo impedían. A
Sobek sólo le quedaba una extremada atención y un tiempo de reacción
comparable con el relámpago.
El primero en presentarse fue el visir Khnum-Hotep, anciano y corpulento. Nada
había que temer del primer ministro de Egipto, competente y respetado. Ni
tampoco del general en jefe, el viejo y abrupto Nesmontu, del ministro de
Economía Senankh, con físico de vividor y un carácter intransigente, ni del
superior de todas las obras del faraón, el elegante y refinado Sehotep.
A los pies de la pareja real, los altos personajes depositaron un ancho collar,
símbolo de las nueve potencias creadoras, una espada de electro, mezcla de oro y
plata, una capilla de oro en miniatura y una jarra de plata llena de la nueva agua,
provista de virtudes regeneradoras. Los sucedió Medes, el secretario de la Casa
del
Rey, llevando un cofre que contenía oro, plata, lapislázuli y turquesas.
A Sobek no le gustaba demasiado aquel hombre bajo y gordo, de quien, sin
embargo, la burocracia menfita hablaba muy bien. Medes era el encargado de
redactar los decretos y difundirlos por todo Egipto, Nubia y el protectorado
sirio-palestino, y llevaba a cabo su tarea con una diligencia ejemplar. Numerosos
dignatarios le auguraban una brillante carrera, pues se consagraba en cuerpo y
alma a la causa pública.
A Medes lo siguieron más de cincuenta cortesanos, que rivalizaron en
obsequiosidad.
A medida que se desarrollaba la ceremonia, los nervios de Sobek se tensaban. El
Protector observaba cada actitud e intentaba adivinar cada atención. ¿Sería un
terrorista lo bastante loco, o iría lo bastante drogado, como para agredir a
Sesostris, aquel gigante de rostro severo y mirada tan intensa que dejaba clavado
en el sitio a cualquier interlocutor? Sus pesados párpados soportaban el
sufrimiento y la mediocridad de la humanidad, sus grandes orejas percibían las
palabras de los dioses y las súplicas de su pueblo.
Sesostris había nacido faraón. Depositario de un poder sobrenatural, el ka,
transmitido de rey en rey, ridiculizaba, con su mera presencia, a ambiciosos y
rivales. ¿Acaso no hacía milagros, entre ellos el control de la crecida, la abolición
de los privilegios de los jefes de provincias, la reunificación de las Dos Tierras y
la pacificación de Canaán y de Nubia? La leyenda del soberano no dejaba de
enriquecerse, y su reinado se comparaba ya con el de Osiris.
Sesostris, no obstante, indiferente a las alabanzas y detestando los halagos, nunca
alardeaba de sus éxitos y sólo pensaba en las dificultades que debía resolver.
Gobernar el país, mantenerlo en el camino de Maat, alentar la solidaridad,
proteger al débil del fuerte y asegurar la presencia de las divinidades habrían
bastado para agotar a un coloso. Pero el rey no podía descansar y debía actuar de
modo que sus súbditos, en cambio, pudieran dormir tranquilos.
Y el faraón se enfrentaba con un temible adversario, el Anunciador, un hombre
Medes echaba sapos y culebras. ¿Por qué no lo habían avisado de aquel nuevo
intento de asesinato contra el faraón? Robusto cuarentón, gordo a causa de su
gula, con el rostro lunar y el pelo negro pegado a la cabeza, con las piernas cortas
y los pies rechonchos, alto funcionario y trabajador infatigable, Medes daba plena
satisfacción al rey y al visir. El era el encargado de dar forma a los decretos
promulgados por el faraón y de difundirlos con rapidez, dirigía un ejército de
escribas cualificados y organizaba los movimientos de una flotilla de
embarcaciones rápidas.
¿Quién iba a sospechar que servía al Anunciador? Como su testaferro, Gergu, y el
sacerdote permanente de Abydos, Bega, pertenecía ahora a la conspiración del
mal. En la palma de la mano de los conjurados, una minúscula cabeza de Set,
grabada en la carne, rojeaba, provocando intolerables sufrimientos ante la menor
veleidad de traición.
¿Por qué había derivado de aquel modo? No faltaban razones. Desde hacía
mucho tiempo, la Casa del Rey debería haber reclamado a un técnico de su
competencia. Evidentemente, estaba destinado al puesto de primer ministro,
simple etapa antes de la obtención de poder supremo: gobernar Egipto... Medes
se sentía capaz de hacerlo, pues tenía excepcionales cualidades como
administrador y conductor de hombres. Sin embargo, seguían negándole el
acceso al templo cubierto y a la parte secreta de los santuarios, especialmente al
de Abydos, donde Sesostris obtenía la parte esencial de su fuerza.
La única solución, por tanto, era eliminar al monarca.
Más allá de aquella legítima ambición, Medes debía reconocerlo: el mal lo
fascinaba. Único detentador de la eternidad, ¿no derribaba acaso a cualquier
adversario? Así pues, el encuentro con el Anunciador, a pesar de sus terroríficos
aspectos, colmaba sus esperanzas.
El extraño personaje estaba dotado de notables poderes y, sobre todo, no temía
ataque alguno de la adversidad. Siguiendo una implacable estrategia, calculaba
siempre con una jugada de adelanto, preveía el fracaso y lo integraba en los
futuros éxitos.
No lejos de su suntuosa casa en el centro de la ciudad, Medes se topó con un
personaje gordo, visiblemente ebrio.
—¿Sigue indemne Sesostris? —preguntó Gergu, inspector principal de los
graneros.
—Por desgracia, sí.
—Entonces, el rumor era falso. ¿Estabais informado del atentado?
—Por desgracia, no.
Los gruesos labios de Gergu palidecieron.
—¡El Anunciador nos abandona!
Borracho y dado a acostarse con prostitutas, Gergu debía su carrera a Medes y, a
pesar de ciertos desacuerdos, seguía sus directrices. Aterrorizado por el Anun-
ciador, lo obedecía al pie de la letra, pues temía sus represalias.
—Nada de conclusiones apresuradas. Tal vez se trate de una iniciativa del
libanés.
—¡Estamos apañados!
—Tú sigues en libertad, yo también. Si Sobek el Protector sospechara de
nosotros, estaríamos ya en la sala de interrogatorios.
El argumento tranquilizó a Gergu.
Sin embargo, la calma duró poco, ya que lo invadió una bocanada de angustia.
—¡El Anunciador ha muerto! Sus discípulos, aterrados, intentan lo imposible.
—No pierdas los nervios —le recomendó Medes—. Un jefe de su temple no
desaparece como un vulgar malhechor. Esta agresión nada tenía de improvisada.
Su valeroso autor ha estado a punto de conseguirlo. Sin la intervención de un asno
y un perro, las víboras hubieran mordido a la pareja real. La organización menfita
demuestra su capacidad de acción. ¡Imaginas la cara de Sobek el Protector: ha
sido ridiculizado y tachado de incompetente! Si el faraón lo destituye de sus
funciones, nos habremos librado de alguien muy molesto.
—¡No lo creo! Una garrapata se agarra menos que ese policía.
—Un parásito... ¡Buena comparación, querido Gergu! Aplastaremos a ese
Protector bajo nuestras sandalias. ¿Cuáles han sido sus éxitos? ¡Unos miserables
arrestos! ¿Acaso no sigue intacta nuestra organización?
Con la lengua seca, Gergu experimentó una intensa sensación de sed.
—¿No tendríais un poco de cerveza fuerte?
Medes sonrió.
—¡Que no la hubiera sería un crimen! Ven a refrescarte.
Una pesada puerta de dos batientes cerraba el acceso a la gran mansión del
secretario de la Casa del Rey. Junto a ella, la garita de un guardián que apartaba
con brutalidad a los importunos. Este hizo una gran reverencia ante su dueño.
Tras los altos muros, un jardín y un estanque rodeado de sicomoros al que daban
unas puertas-ventanas compuestas por celosías de madera. Medes y Gergu
acababan de sentarse, al abrigo de una pérgola, cuando un sirviente les sirvió
cerveza fresca.
Gergu bebió golosamente.
—Ignoramos la verdadera misión del hijo real Iker en Abydos —manifestó
Medes, preocupado.
—¡Vos redactasteis el decreto oficial! —se extrañó Gergu.
—No deja de ser sorprendente que disponga de plenos poderes, ¿pero para qué
van a servirle?
—¿No podríais saber más?
—Llamar la atención de los miembros de la Casa del Rey sería catastrófico. Y no
soporto la ambigüedad. Ve a Abydos, Gergu. Tu posición de sacerdote temporal
te permitirá obtener informaciones seguras.
Iker habló con El que velaba por la integridad del gran cuerpo de Osiris.
—¿Aceptáis mostrarme la puerta de su tumba?
—No.
—El rey me ha confiado una delicada misión, intento no ofender a nadie. Sin
embargo, debo asegurarme de la buena ejecución de los deberes sagrados. Los
vuestros forman parte de ellos.
—Me satisface oír eso.
—¿Aceptáis revisar vuestra posición?
—Sólo los iniciados en los misterios acceden a la tumba de Osiris. Dudar de mi
competencia, de mi seriedad y de mi probidad supondría injuriarme. Por
consiguiente, deberá bastar con mi palabra.
—Lo siento, pero exijo más. La verificación de los sellos no os ocupa toda la
jornada. ¿A qué dedicáis el resto de vuestro tiempo?
El ritualista se puso rígido.
—Estoy a disposición del Calvo, y la jornada tiene más tareas que horas. Si él lo
desea, os las revelaré. Precisamente ahora tengo que llevar a cabo una de ellas.
Iker—. Algo arisco, tal vez, pero eficaz y abnegado. Yo mismo controlo la
solidez mágica y material de los sellos, y no encuentro defectos en ellos. También
en ese caso, ¿imaginas el beneficio que el Anunciador habría obtenido de una
traición? Sólo te queda conocer a Bega, el responsable de la libación cotidiana en
las mesas de ofrendas.
Alto, con el rostro desagradable, frío y austero, el ritualista miró por encima del
hombro a su visitante.
—La jornada ha sido dura, me gustaría descansar.
—Nos veremos mañana, pues —aceptó Iker.
—¡No, es mejor acabar cuanto antes! Mis colegas y yo respetamos vuestra
dignidad y esperamos daros entera satisfacción. Sin embargo, vuestros
procedimientos nos ofuscan. Unos sacerdotes permanentes de Abydos
considerados sospechosos, ¡qué abominación!
—¿Y no os gustaría demostrar su inocencia?
—¡Nadie la pone en duda, hijo real!
—¿No indica lo contrario mi misión?
Bega pareció turbado.
—¿Acaso el faraón no está satisfecho con nuestra cofradía?
—Percibe cierta falta de armonía en ella.
—¿Y cuál es la causa?
—La presencia en el territorio de Osiris de un cómplice de nuestro enemigo
jurado, el Anunciador.
—¡Imposible! —protestó Bega con una voz ronca—. Si ese demonio existe,
Abydos sabrá rechazarlo. Nadie podría alterar la coherencia de los permanentes.
—Esa convicción me consuela.
—¿Acaso el hijo real había creído, por un solo instante, en la traición de uno de
los nuestros?
—Estaba obligado a tenerla en cuenta.
El esbozo de una sonrisa animó el firme rostro de Bega.
—¿No consiste la astucia del Anunciador en dividirnos al hacer correr semejantes
fábulas? Carecer de lucidez nos llevaría al desastre. ¡Qué razón ha tenido el fa-
raón al designaros! A pesar de vuestra juventud, manifestáis una madurez
impresionante. Abydos os lo agradecerá.
Aquella fase de la
Iker habló largo rato con el comandante de las fuerzas de seguridad, para saber
cómo funcionaba la organización de los temporales. Guardias, escultores,
pintores, dibujantes, fabricantes de jarros, panaderos, cerveceros, floristas,
portadores de ofrendas, músicos, cantoras y demás oficiantes estaban inscritos en
un cuadro de servicios, en función de sus competencias y de su disponibilidad, sin
tener en cuenta su edad ni su posición social. La duración del trabajo variaba de
algunos días a algunos meses. Los temporales animaban una verdadera ciudad y
los templos al servicio de Osiris, de modo que ningún detalle material mancillaba
la armonía del paraje.
Resultaba imposible convocarlos a todos y comprobar sus cualidades, pero el
comandante se mostraba muy firme: ninguna oveja descarriada accedía al domi-
nio divino. Naturalmente, algunos eran menos eficaces que otros; los jefes de
equipo intervenían con rapidez y no se andaban con miramientos ante los
mediocres. Cualquier queja que llegaba al Calvo se convertía, casi siempre, en
una exclusión definitiva.
Iker quiso conocer a los antiguos y a los asiduos, y esas entrevistas lo
tranquilizaron. De hecho, aquellos profesionales conscientes de sus deberes no
transgredían las fronteras impuestas.
Bina cruzó el umbral de la estancia donde el hijo real recogía las confidencias de
un viejo temporal que deseaba morir en la tarea.
Al ver a Iker de perfil lo reconoció en seguida y retrocedió, con el consiguiente
riesgo de que cayera el cesto que llevaba en la cabeza. Gracias a un rayo de sol
que penetraba oblicuo en la estancia, el anciano sólo divisaba una silueta.
—No nos molestes, pequeña. Deja los víveres fuera.
La sierva obedeció y desapareció.
¡De modo que el hijo real no se limitaba a interrogar a los permanentes! Un paso
más y la habría identificado.
Si deseaba ver a todos los temporales, ¿cómo podría escapar de él?
muriera.
A pesar de la agudeza de su mirada, el Anunciador no descubría herramienta
alguna que le permitiese atravesar las defensas mágicas.
Paciente, se empecinó.
El Anunciador se detuvo ante los colosos que representaban al faraón como
Osiris, con los brazos cruzados sobre el pecho y sujetando dos cetros
característicos, y sonrió.
¿Cómo no lo había pensado antes? Todo, allí, era de inspiración osiriaca, todo
partía del dios y regresaba a él.
Tras una noche poblada de pesadillas, Gergu quedó encantado al ver aparecer a la
sierva encargada de llevarle leche y pasteles.
No obstante, el rostro irritado de Bina disipó aquella bocanada de optimismo.
—Anoche cenaste en casa de Iker. ¿Qué quería de ti?
—Reanudar nuestros vínculos de amistad.
—¡Sin duda te acribilló a preguntas!
—No te preocupes, me las arreglé perfectamente. Iker no sospecha nada.
—¿Qué te preguntó y qué le respondiste tú?
Gergu resumió la entrevista atribuyéndose el mejor papel. De buena gana habría
estrangulado a aquella hembra suspicaz, pero el Anunciador no se lo perdonaría.
—Apresúrate a regresar a Menfis y no vuelvas sin una orden formal de nuestro
señor.
Iker había pasado la noche meditando ante la Morada del Oro, tan
resplandeciente como un sol. Aureolado por una claridad que alejaba las
tinieblas, no sentía fatiga alguna. Hora tras hora, se apartaba de su pasado, de los
acontecimientos, de las desgracias y de los gozos. Sólo subsistía Isis, inmutable y
radiante.
Al amanecer, el Calvo se sentó con las piernas cruzadas ante el hijo real.
—¿Qué debe conocerse, Iker? —preguntó.
—El fulgor de la luz divina.
—¿Y qué te enseña?
—Las fórmulas de transformación.
—¿Adonde te conducen?
—A las puertas del más allá y por los caminos que toma el Gran Dios.
—¿Qué lenguaje habla?
—El de las almas-pájaro.
—¿Quién oye sus palabras?
—La tripulación de la barca divina.
—¿Estás equipado?
—Desprovisto de todos los metales, manejo la paleta de oro.
El Calvo cubrió al joven con una piel blanca y lo obligó a tenderse en la narria, en
posición fetal. Se inició entonces un largo periplo.
Iker tuvo la sensación de convertirse en un material, conducido hacia la obra que
levantaría un templo. Piedra entre piedras, no se preocupaba de su emplaza-
miento, pues ya se sentía muy feliz tan sólo de pertenecer a la construcción.
El hijo real no tenía edad. De nuevo embrión al abrigo cié aquella piel protectora,
no sentía temor alguno. La narria se inmovilizó. El Calvo hizo que Iker se sentara
sobre sus talones.
Se desenrolló ante él un inmenso papiro cubierto de jeroglíficos dispuestos en
columnas. En el centro, una representación sorprendente: Osiris, de frente, tocado
con la corona de resurrección, llevando el cetro «Potencia» y la llave de vida.
Alrededor del Gran Dios, círculos de fuego.
—He aquí el atanor, el horno de las transmutaciones. Contiene la muerte y la
vida.
Iker se creyó víctima de una alucinación. Brotando del techo, se le apareció el
general Sepi.
—Descifra estas palabras y grábalas en tu nuevo corazón —recomendó a su
alumno—. Quien las conozca brillará en el cielo al modo de Ra, y la matriz
estelar lo reconocerá como un Osiris. Desciende al seno de los círculos de fuego,
alcanza la isla inflamada.
La silueta de Sepi se esfumó. Todo el ser de Iker, y no su memoria, preservó las
fórmulas. Se convirtió en jeroglífico.
El papiro volvió a enrollarse y fue sellado.
Aparecieron entonces tres artesanos de aspecto hostil, un escultor, un desbastador
y un pulidor.
—Que se deje actuar a quienes deben golpear al padre —ordenó el Calvo.
Incapaz de defenderse, Iker vio cómo se levantaban un cincel, un mazo y una
piedra redonda.
—Ahora vas a dormir —anunció el viejo ritualista—. Roguemos a los
antepasados que te saquen de tu sueño.
Tras haber cruzado barreras y controles, Bina se dirigió al anexo del templo,
donde recibió pan y leche fresca, que debía entregar cuanto antes a los sacerdotes
permanentes.
—¿Debo comenzar por el Calvo?
—No, no está en su casa —respondió el temporal encargado de distribuir las
tareas.
—¿Acaso ha abandonado Abydos?
—¿El? ¡Nunca! Al parecer se encarga de la iniciación del hijo real.
Bina adoptó un aire extrañado.
—¿Del hijo real...? ¿Pero no dispone ya de todos los poderes?
—¡Estamos en Abydos, pequeña! Aquí sólo cuenta la Regla de los misterios. Sea
cual sea el título, todo el mundo se somete a ella.
—Bueno, me encargaré de los demás permanentes, entonces. Espero que estén en
su casa.
—¡Tú verás! Y basta ya de cháchara, no pierdas el tiempo. A los viejos ritualistas
no les gusta esperar su desayuno.
Las manos del hijo real no temblaron, y el pectoral puso el pecho de Osiris al
abrigo del peligro.
—En tu calidad de superior de los secretos, equipa al dios con su corona.
Flanqueada por plumas de avestruz, cubierta con una hoja de oro, perfora el cielo
y se mezcla con las estrellas.
Iker coronó la estatua.
Luego colocó los dos cetros en sus manos, el flagelo del agricultor, símbolo del
triple nacimiento, y el cayado del pastor, que sirve para reunir a los animales.
—La primera parte de la misión del hijo real se culmina —señaló el Calvo—. La
nueva estatua de Osiris animará la próxima celebración de los misterios. Queda
despertar a la Dama de Abydos.
Tres lámparas iluminaron una capilla que albergaba la antigua barca del Gran
Dios.
—A causa del maleficio, ya no circula libremente. De modo que debe ser
restaurada y reanimada.
Utilizando oro, plata, lapislázuli, cedro, sándalo y madera de ébano, Iker
construyó una nao y la insertó en el centro de la barca portátil.
Las estrellas presentes en el techo de la Morada del Oro brillaron, no subsistió
zona de sombras alguna.
—Ra ha construido la barca de Osiris —reveló Sehotep—, el Verbo edifica la
resurrección. Ra ilumina el día; Osiris, la noche. Juntos, constituyen el alma
reunida. Osiris es el lugar de donde brota la luz, materia esencial de los misterios.
—Circula de nuevo —comprobó el Calvo—. El barquero restablece la unión
entre el más allá y el aquí. El espíritu de los iniciados puede cruzar las puertas del
cielo. La segunda parte de la misión del hijo real concluye. Así se convierte en
digno de dirigir el ritual de los misterios.
El Calvo abrazó al joven.
Por primera vez, Iker sintió la profunda emoción del viejo ritualista.
10
—Pareces agotado.
—Un viaje interminable, etapas demasiado largas, unas...
—Pero tenías para beber y soñabas con desaparecer. El signo de Set te llamaba al
orden, por lo que has proseguido tu camino hacia Menfis.
Gergu bajó los ojos.
—Olvidemos esas niñerías y preocupémonos de lo esencial: las verdaderas
intenciones de Iker. Según Bega, debe restaurar la barca de Osiris y crear una
nueva estatua del dios. Dada su iniciación en la Morada del Oro, el hijo real se
convertirá, probablemente, en sacerdote permanente, dirigirá el ritual de los
misterios y no saldrá ya de Abydos. Una suerte de exilio dorado y definitivo.
—¿Qué piensa de ello el Anunciador?
—Está seguro de su éxito final.
—De modo que acabará con Iker y destruirá las defensas de Abydos.
—Es probable.
—Careces singularmente de entusiasmo, Gergu. ¿Acaso has cometido algún error
grave?
—No, tranquilizaos.
—Entonces, el Anunciador te ha confiado una misión que te asusta.
—¿Acaso no hay que detenerse a tiempo? ¡Un paso de más y caeremos!
Medes llenó una copa de un vino blanco y afrutado, cuyo sabor permanecía largo
rato en la boca, y lo ofreció a su adjunto.
—Esta es la mejor medicina. Te devolverá a la realidad y te dará confianza.
Gergu bebió con gula.
—¡Estupendo! Diez años de ánfora, por lo menos.
—Doce.
—Una sola copa no le rinde homenaje.
—Volverás a beber cuando me hayas transmitido las directrices del Anunciador.
—Son del todo insensatas, creedme.
—Deja que yo lo juzgue.
Gergu sabía que no podría escapar de Medes, por lo que decidió hablar.
—El Anunciador quiere liquidar a Sobek.
—¿De qué modo?
—Me ha entregado un cofre que no debe abrirse bajo ningún concepto.
Medes le dirigió una mirada colérica.
—Espero que hayas dominado tu curiosidad.
—¡El objeto me aterroriza! ¿No contendrá mil y un maleficios?
—¿Dónde está?
—Lo he traído aquí, claro, envuelto en un paño de lino basto.
—¿Y las órdenes del Anunciador?
—Dejarlo en la habitación de Sobek.
—¿Nada más?
—¡Eso me parece imposible!
—No exageres, Gergu.
—Ese maldito sabueso goza de una constante protección. Se siente amenazado,
por lo que se rodea de algunos policías de élite capaces de interceptar a cualquier
agresor.
—Muéstrame esa arma inesperada.
Gergu fue a buscar el cofre, Medes apartó la tela.
—¡Una pequeña obra maestra! Acacia de primera calidad y la mano de un
excepcional carpintero.
—¡No lo toquéis, podría fulminarnos!
—El Anunciador no lo desea en absoluto; el blanco es Sobek.
—Si le entrego este objeto, desconfiará.
—No te pediré que corras ese riesgo, amigo mío. Nadie debe sospechar que
hemos eliminado al Protector. ¿Imaginas lo que sería estar libres por fin de ese
molesto sabueso? Ya hace demasiado tiempo que impide nuestro avance. Temo
incluso que esté acercándose a nosotros, puesto que me hace seguir y vigilar.
Gergu palideció.
—¿Teméis... un arresto?
—Probablemente Sobek lo ha pensado. He conseguido agrietar sus convicciones
y tranquilizarlo por lo que se refiere a mi absoluta lealtad. Sin embargo, seguirá
acosándome.
—Mientras tengamos tiempo aún —preconizó Gergu—, abandonemos Egipto
con el máximo de riquezas.
—¿Y por qué perder la sangre fría? Basta con obedecer al Anunciador
preparando correctamente nuestra intervención.
—Ni vos ni yo podemos llevarle este cofre a Sobek —insistió el inspector
principal de los graneros.
—Otro lo hará, entonces.
—¡No veo quién!
Medes reflexionó durante largo rato. Al cabo, la solución le pareció evidente.
—Disponemos de un aliado cuya opinión ni siquiera solicitaremos —indicó—,
pues voy a utilizar por segunda vez la única cualidad de mi querida esposa.
11
Durante toda una noche, Sekari observó las idas y venidas alrededor de la tienda
sospechosa. Al principio quedó decepcionado, pues sólo vio algunos ociosos,
gente que conversaba de manera más o menos animada, borrachos remolones,
perros en busca de compañeras en celo, gatos cazando... En resumen, la vida
habitual de un barrio popular.
Sin embargo, los ejercitados ojos del agente secreto advirtieron un detalle
insólito: había un centinela oculto en la esquina de una terraza, vigilando la plaza
y las calles adyacentes.
Sobek comía una costilla de buey asada, una ensalada y fruta fresca, y bebía una
copa de vino mientras estudiaba los informes de sus principales subordinados.
Propicia a la reflexión, la noche permitía adquirir cierta perspectiva y separar lo
esencial de lo secundario. Elemento nuevo, decisivo tal vez. Sekari creía tener
una pista seria. Prudente, efectuaba una última comprobación. En cuanto
regresara, el Protector adoptaría las medidas necesarias. Llamaron a su puerta.
—Adelante.
—Lamento molestaros, jefe —se excusó el centinela—. Os mandan un cofre y un
mensaje que dice «urgente».
Sobek rompió el sello y desenrolló un pequeño papiro de excelente calidad.
He aquí un objeto para que guardes tus archivos confidenciales, es obra de uno
de nuestros mejores artesanos. Apreciarás su robustez, como los demás
responsables a quienes su majestad ofrece este regalo. Hasta mañana, en el gran
consejo.
SEHOTEP
Fuera de peligro ya, Sekari cerró los ojos y respiró hondo. Esta vez había rozado
la catástrofe. Nunca se había enfrentado, aún, a una banda tan bien organizada
cuya capacidad de reacción demostraba coherencia. El agente secreto
comprendía por qué la policía no conseguía descubrir a los terroristas.
Profundamente implantados en aquel barrio, y probablemente también en otros
lugares, trabajaban, fundaban una familia, entablaban amistades y en nada se
distinguían de los egipcios de pura cepa. Nadie los trataba de extranjeros, nadie
sospechaba de ellos.
Inquietante conclusión: el Anunciador aplicaba un plan concebido mucho tiempo
atrás.
¿Cuántos años hacía que sus asesinos vivían ya en Menfis? ¿Diez, veinte, treinta
tal vez? Olvidados, anónimos, convertidos en buena gente apreciada por sus
vecinos, aguardaban las órdenes de su señor y sólo golpeaban con seguridad.
Ninguna investigación tendría éxito. ¿Acaso algunos informadores de la policía
no pertenecían, también, a las tropas del Anunciador? Mentían, tranquilizaban y
daban irrisorias informaciones que permitían detener a pequeños delincuentes,
pero nunca a un fanático.
Cada uno de sus barrios, rigurosamente organizados, era tan seguro como una
fortaleza. Al descubrir a un curioso, los centinelas avisaban de inmediato a la
organización.
Sekari se había condenado al cruzar ciertos límites. Viendo su comportamiento,
el enemigo no lo tomaba por un simple pasmarote y tenía que eliminarlo.
«¡Qué imbécil he sido! —pensó el agente secreto—. No alarman al vecindario y
se muestran discretos, pero no renuncian a suprimirme. No hay ninguna jauría
siguiéndome los pasos, sólo un verdugo, rápido y discreto.»
El asesino saltó del primer piso de una casita y derribó a Sekari al suelo.
Medio aturdido, el agente secreto reaccionó con retraso y no consiguió liberarse.
El terrorista le puso una gruesa cinta de cuero al cuello y apretó con todas sus
fuerzas.
El último respingo de su víctima lo divirtió. Con la laringe aplastada, el egipcio
moriría asfixiado.
La violencia del impacto obligó al asesino a soltar el lazo. No comprendió,
primero, lo que le ocurría; luego sintió que los colmillos de un mastín se clavaban
en su cabeza y la aplastaban.
Realizada su tarea, Sanguíneo lamió las manos de un Sekari que recuperaba, a
trancas y barrancas, el aliento.
—¡Tienes el sentido de la oportunidad, compañero!
Y acarició largo rato a su salvador, con los ojos brillantes de satisfacción.
«Debo avisar a Sobek.»
Titubeante aún, Sekari se recuperaba rápidamente. Pero en ese momento lo asaltó
una duda angustiosa: ¿el enemigo habría mandado a un solo asesino?
Apretó el paso, salió de la maraña de callejas y llegó a una explanada donde lo
aguardaba Viento del Norte, cargado con varios odres.
El agua fresca calmó el ardor de su garganta.
A buen ritmo, el trío se dirigió hacia palacio.
No lejos del despacho de Sobek, una insólita agitación: salía humo de él, y los
aguadores corrían hacia el interior del edificio.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Sekari a un policía de guardia.
—Un conato de incendio. Vuelve a casa, ya nos encargamos nosotros.
—¿Está sano y salvo el jefe Sobek?
—¿Y qué te importa a ti eso, amigo?
—Tengo que transmitirle un mensaje.
La urgencia de la situación obligaba a Sekari a violar su regla de absoluta
discreción.
El policía lo contempló de cerca.
—Tienes en el cuello una marca extraña... ¿Te han agredido?
—Nada grave.
—Me gustaría saber más detalles.
—Se los proporcionaré a Sobek.
—¡Sobre todo no te muevas, amigo mío!
Una vez lo hubo sabido todo sobre el templo de millones de años de Sesostris, el
Anunciador no consideró necesario destruir textos, mancillar objetos o embrujar
estatuas. El conjunto de aquel mecanismo ritual, en constante estado de marcha,
sólo servía para alimentar el ka del faraón y producir una energía reservada a
Abydos. Reducirla produciría mediocres resultados. Pero ahora era preciso
destrozar al adversario. Como de costumbre, el Anunciador llevó a cabo a la
perfección su servicio matutino y luego cedió su lugar a otros temporales
encargados del mantenimiento del santuario. Fingió dirigirse a su domicilio,
comprobó que no lo observaban y se acercó al árbol de vida.
Ni sacerdote ni centinela.
Realizado el ceremonial del alba, la acacia de Osiris permanecía sola, bañada por
el sol. El campo de fuerzas producido por los cuatro arbustos bastaba para
protegerla.
Del bolsillo de su túnica, el Anunciador sacó cuatro frascos de veneno. Durante
las noches pasadas en el templo, había penetrado en el laboratorio sin dejar
huellas y había elaborado una mixtura mortal, a medio plazo. Aunque pareciesen
en buen estado de salud, los vegetales irían desecándose en su interior y dejarían
de actuar. Cuando el Calvo lo descubriera, ya sería demasiado tarde.
En primer lugar, el oriente.
El Anunciador derramó al pie de la joven acacia el contenido del frasco, un
líquido incoloro e inodoro.
—Que la luz renaciente no te caldee ya y que te dañe, como el gélido viento del
invierno.
Luego, el occidente y el segundo frasco.
—Que los fulgores del poniente te abrumen con una mala muerte y te envuelvan
con tinieblas.
Luego el mediodía y el tercer frasco.
—Que los rayos del cenit te abrasen y aniquilen tu savia.
Finalmente, el norte y el cuarto frasco.
—He aquí el frío de la nada. Que te abrume y te corroa.
Al día siguiente, el Anunciador podría comprobar ya los efectos del veneno. Si
todo salía tal y como él esperaba, el campo de fuerzas protectoras desaparecería;
la emprendería entonces con los cuatro leones.
Iker revivía cada instante del ritual de iniciación a la Morada del Oro, cuya
magnitud seguía deslumbrándolo. ¿Cómo un simple individuo podía percibir
tantas dimensiones y captar los múltiples significados de los símbolos? Tal vez
no dividiendo, no intentando analizar, sino desarrollando una inteligencia del
corazón y penetrando, con vigor, en el centro del misterio.
El universo no se explicaba. Tenía sentido, sin embargo. Un sentido eterno, que
brotaba sin cesar de sí mismo y llevaba más allá de los límites de la especie
humana. Nacida de las estrellas, la vida que se había hecho consciente regresaba a
ella gracias a la iniciación. Y él, el aprendiz de escriba de Medamud, acababa de
cruzar una puerta que se abría a fabulosos paisajes.
Isis se había levantado muy pronto y celebraba ahora un ritual con las
sacerdotisas de Hator. Desde su salida de la Morada del Oro, donde la estatua y la
barca de Osiris se convertían en energía, guardaba silencio. Habiéndose
enfrentado a pruebas análogas a las de Iker, conocía la importancia del
recogimiento, tras momentos de semejante intensidad. En la iniciación se reunían
fuerzas dispersas, que presidían el nacimiento de una nueva mirada.
Iker regresaba progresivamente a la tierra y nada olvidaba de su viaje más allá del
tiempo y del espacio. Salió de la modesta casa blanca y contempló durante largo
rato el cielo, que ya nunca miraría del mismo modo. De aquella matriz procedían
obras amasadas con inmortalidad, hechas visibles por los artesanos.
Pero, por desgracia, también existían otras realidades mucho menos
entusiasmadoras, y el hijo real, el Amigo único y enviado del faraón, debía
enfrentarse con ellas.
—Leche infecta y pan mediocre —juzgo Bega—. Vigila más los productos que
llevas a los permanentes. Si uno de ellos se queja, serás despedida.
La hermosa Bina se encrespó.
—¿Sirve de criterio tu gusto?
—Aquí, nadie lo desdeña.
—¡Tal vez por eso Abydos se pudre!
—No te pases de los límites, pequeña, y haz correctamente tu trabajo.
Bega odiaba a las mujeres. Frívolas, insolentes, incitadoras, perversas, tenían mil
defectos incurables. En cuanto accediera al poder supremo, las expulsaría de
Abydos y les prohibiría participar en los ritos y los cultos. Ninguna sacerdotisa
mancillaría ya los templos de Egipto, reservados a los hombres. Sólo ellos eran
dignos de dirigirse a lo divino y de recoger sus favores. La doctrina del
Anunciador le parecía excelente: apartar a las mujeres de cualquier función
religiosa, excluirlas de las escuelas, cubrir por entero su cuerpo para que no
tentaran ya al sexo opuesto y confinarlas en la morada familiar, al servicio de su
marido. La civilización faraónica les concedía tantas libertades que se
comportaban como seres independientes, ¡e incluso podían reinar!
Bina miraba al ritualista con ironía.
—¿Beberás y comerás o debo llevarme esta leche y este pan?
—Por esta vez, pase. Mañana, exijo algo mejor y... Vete pronto, llega Iker.
La muchacha se esfumó rápidamente.
Encorvando la espalda, Bega se concentró en la comida.
—Perdonadme que os importune a una hora tan temprana.
—Todos estamos a disposición del hijo real. ¿Habéis desayunado ya?
—Todavía no.
—Hacedlo conmigo, pues.
—Gracias, no tengo hambre.
—No vayáis a caer enfermo.
—Tranquilizaos, las pruebas refuerzan mi salud.
—Felicitaciones por vuestra iniciación en la Morada del Oro. Pocas veces
concedido, semejante privilegio os confiere inmensas responsabilidades. Y
estaremos orgullosos de veros dirigir los ritos del mes de khoiak.
—La fecha me parece muy próxima, y yo, muy incompetente.
—El conjunto de los permanentes, comenzando por mí, os ayudará a preparar
este gran acontecimiento. No debéis preocuparos en absoluto, dominaréis la
situación. ¿Se desarrolla bien vuestra misión?
—La Morada del Oro da a luz una nueva estatua de Osiris y su nueva barca, y
espero que no subsista trastorno alguno en la jerarquía de los sacerdotes. Mi in-
vestigación os ha escandalizado, a vos y a vuestros colegas, pero era
indispensable.
—Incidentes olvidados —aseguró Bega—. Apreciamos vuestra discreción y
vuestro comportamiento desprovisto de arrogancia. Era preciso que
comprobarais el rigor de los permanentes y su profunda vinculación con los ritos
osiriacos. Abydos es el centro espiritual de Egipto, y no puede sufrir mancha
alguna. Es, pues, conveniente asegurarse de ello a intervalos regulares. Su
majestad demuestra su lucidez procediendo a este examen y eligiendo al hombre
capaz de llevarlo a cabo.
Bega permanecía gélido, su voz era ronca, pero su discurso reconfortaba a Iker.
El abrupto ritualista a menudo no concedía su benevolencia y se mostraba avaro
en cumplidos. Su juicio, eco del conjunto de los permanentes, manifestaba su
aprobación y disipaba las tensiones.
—Confiar la paleta de oro a un dignatario tan joven, que ignoraba nuestros ritos y
nuestros misterios, fue algo que nos sorprendió —reconoció Bega—, y pocas
veces había visto al Calvo tan descontento. Demasiado encerrados en nosotros
mismos, cometíamos el error de subestimar la amplitud de la visión real.
¡Despreciable vanidad, excusable falta! La edad y la experiencia nos adormecen.
Todos los días, la obra de Dios se consuma y nuestro deber consiste en
prolongarla humildemente, olvidando nuestras ridículas ambiciones. Vuestra
llegada, Iker, nos da una buena lección. No existía mejor medio para reanimar
nuestra atención y recordarnos firmemente las exigencias de nuestras funciones.
Si un faraón se aleja de Abydos, Egipto corre el riesgo de desaparecer. Si se
aproxima, la herencia de los antepasados dispensa innumerables beneficios y las
Dos Tierras conocen la prosperidad. Las decisiones de Sesostris son ejemplares,
su reputación y su popularidad merecidas. Vos y nosotros tenemos la suerte de
servir a un monarca excepcional cuyas decisiones iluminan nuestro camino.
Iker no esperaba semejantes confidencias por parte de aquel ritualista austero e
ingrato a la vista, y apreció su sinceridad, testimonio del irreversible compromiso
Shab el Retorcido encontró a su dueño junto a la escalera del Gran Dios, fuera de
la vista de los soldados que patrullaban por el desierto, por el exterior del paraje.
Terminados los rituales del ocaso, las lámparas se encendían en casa de los
permanentes y los temporales autorizados a dormir en Abydos. Después de la
cena, los especialistas en la observación del cielo subirían a lo alto del templo de
Sesostris, anotarían la posición de los astros e intentarían descifrar el mensaje de
la diosa Nut.
—¿Has conseguido acercarte a la tumba de Osiris?
—No hay protección aparente —respondió el Retorcido—. Un viejo ritualista
comprueba los sellos y pronuncia unas fórmulas.
—¿No hay centinela?
—Ni uno. De acuerdo con vuestro consejo, me mantuve a unos treinta pasos de la
puerta de la tumba. Sin duda existe un dispositivo de seguridad invisible. Es
imposible que un monumento de tanta importancia sea de fácil acceso.
—El carácter sagrado del lugar y el fulgor de Osiris bastan para disuadir a los
curiosos —estimó el Anunciador—. Temen la cólera de Dios.
—¿No han instalado los sacerdotes una barrera mágica?
—No me detendrá, mi buen amigo. Poco a poco, derribo las murallas de Abydos.
—¿Debo seguir oculto en esta capilla, señor?
—No por mucho tiempo.
13
Al finalizar los ritos del alba, Sesostris habló con el doctor Gua.
—Sobek se recuperará —predijo el terapeuta—. Mi medicación es adecuada para
un toro salvaje cuya constitución, afortunadamente, él posee. Sin embargo hay un
delicado problema: obligarlo a permanecer acostado hasta que cicatricen las
profundas heridas. Ningún órgano ha sido alcanzado gravemente, por lo que
recuperará todo su vigor.
—¿Y Khnum-Hotep?
El doctor no ocultó la verdad.
—No le quedan ya esperanzas, majestad. El corazón del visir está cansado, y
pronto dejará de latir. El único objetivo de mis últimas prescripciones es impedir
que sufra.
—Encárgate prioritariamente de él —exigió Sesostris.
El general Nesmontu hizo al rey un desengañado informe de sus investigaciones
nocturnas. La policía debía estudiar minuciosamente el pasado de cada habitante
del barrio incriminado y verificar sus declaraciones. Era una tarea larga, enojosa
y de resultado incierto. Los terroristas se habían mezclado tanto y tan bien con la
población que resultaban invisibles.
—El adjunto de Sobek exige el arresto de Sehotep —indicó el soberano.
—Ni Sekari ni yo creemos en su culpabilidad —protestó el general—. Un
miembro del «Círculo de oro» de Abydos no puede pensar en suprimir al jefe de
la policía.
—Hay documentos que lo acusan.
—¡Es una falsificación! Una vez más, se intenta desacreditar a la Casa del Rey.
—El gran consejo no se reunirá esta mañana —decidió el monarca—. Debo oír a
Sehotep.
—No quiere decir su nombre, general, pero afirma que es grave y urgente.
—Encárgate tú de él —dijo Nesmontu a su ayuda de campo.
—Sólo hablará con vos. Al parecer, está en juego la seguridad del faraón.
Si se trataba de un extravagante, comparecería ante un tribunal por insultos al
ejército y propagación de falsas noticias. Treintañero, alto, y con una cicatriz cru-
zando su antebrazo izquierdo, el hombre parecía ponderado e inquieto. Se
expresó con voz pausada.
—Por orden de Sobek —reveló— me infiltré en el servicio administrativo que
dirige Medes. Mi misión consiste en observar su actuación y la de su personal.
Nesmontu emitió una especie de gruñido.
—¡Realmente el Protector no confía en nadie! ¿Dispone de un observador en
cada administración?
—Lo ignoro, general. Al primer incidente notable, debía avisar de inmediato a mi
jefe. El caso acaba de producirse y, puesto que Sobek no puede recibirme, he
creído necesario exponeros a vos mi descubrimiento.
—Excelente iniciativa, te escucho.
—Ocupo un puesto de responsabilidad y puedo, pues, consultar la mayoría de los
documentos tratados por Medes y sus principales colaboradores. Obtener su
confianza y conservarla presenta serias dificultades. Se comporta como un
verdadero tirano, exige un trabajo considerable y no tolera el menor error.
—Por eso su servicio funciona a las mil maravillas —estimó Nesmontu—. Nunca
la Secretaría de la Casa del Rey fue tan eficaz.
—Medes da el ejemplo —añadió el policía—. Profesionalmente, no hay nada que
reprocharle. Hasta ayer, nada anormal o sospechoso. Yo me encargo de cerrar los
locales y examiné los expedientes que al parecer consultó Medes esa mañana.
Entre ellos, había una carta anónima. Este es su contenido: «Un traidor manipula
la Casa del Rey. Ha inventado la leyenda del Anunciador, un revoltoso sirio
muerto hace ya mucho tiempo. Ese monstruo frío y decidido dirige la
organización terrorista de Menfis, autora de abominables crímenes, y proyecta
matar al jefe de la policía. Luego, organizará un nuevo atentado contra el faraón.
Un asesino fuera de toda sospecha. Sehotep.»
—¿Te apoderaste del documento?
—No, pues la reacción de Medes resultará instructiva. ¿Hablará de ello o callará?
Este asunto ya no me concierne, puesto que he presentado la dimisión por razones
de salud. Prefiero regresar a mi unidad antes de ser identificado.
Nesmontu corrió a ver al monarca.
14
huella a nuestras espaldas. Con gran sorpresa por nuestra parte, fue el ejército el
que invadió las callejas y registró las casas.
—¿Resultado?
—Completo fracaso de los militares y fuertes protestas de los residentes,
incluidos los valientes que se quedaron allí. ¡El vendedor de sandalias ha
recibido, incluso, excusas oficiales! En Egipto no se bromea con la ley y no se
trata de un modo arbitrario a los súbditos del faraón. Esta debilidad provocará la
pérdida del régimen.
—¿Han arrestado a alguno de los nuestros?
—A ninguno. Los rumores que hablan de la muerte de Sobek parecen fundados,
puesto que el poder tuvo que utilizar el ejército y no la policía, completamente
desorganizada. ¡ Imagino el desamparo de las autoridades! Despliegue de
fuerzas, intento de infiltración, investigaciones exhaustivas, ¡nada ha tenido
éxito! Seguimos siendo inalcanzables. Debemos dar gracias a nuestro maestro
supremo, el Anunciador. Su protección nos hace invulnerables.
—Claro está, claro está —aprobó el libanés—, pero el aislamiento y la prudencia
siguen imponiéndose.
—¿Acaso no nos procura la eliminación de Sobek una ventaja decisiva?
—No desdeñemos al general Nesmontu.
—¡Ese vejestorio sólo sabe arengar a sus tropas! Serán incapaces de reprimir una
guerrilla urbana.
—¿Dónde pensáis esconderos, tú y tus comandos?
—Donde nadie piense en buscarnos: en el barrio que acaba de ser registrado de
punta a punta. Dado nuestro nuevo dispositivo, será imposible descubrirnos.
La reciente idea del libanés garantizaba, en efecto, una seguridad absoluta a los
terroristas encargados de llevar a cabo los primeros ataques.
—No nos obliguéis a languidecer. Este tipo de alojamiento es más bien
incómodo.
—Espero la orden del Anunciador.
La respuesta colmó al Rizos. A veces, dudaba del compromiso espiritual del
libanés, demasiado esclavizado por la buena carne, y se preguntaba si su posición
de jefe de la organización no estaría subiéndosele a la cabeza. Aquella actitud lo
tranquilizó.
—Llegado el momento, mis hombres y los de mis homólogos atacarán en nombre
del Anunciador y de la nueva doctrina. Exterminaremos a los infieles, sólo los
conversos salvarán su vida. La ley de Dios se impondrá, los tribunales religiosos
perseguirán a los impíos y a las hembras impúdicas.
—Tomar Menfis no resultará fácil —atemperó el libanés—. La coordinación de
nuestras diversas células todavía plantea serios problemas.
—¡Resuélvelo! Sea como sea, el Anunciador elegirá el momento justo. A los
egipcios les gusta tanto el gozo y los placeres de la existencia que quedarán
desarmados frente a nuestra oleada purificadora. Centenares de policías y de
soldados se arrodillarán y nos suplicarán que respetemos su vida. Cuando
exhibamos sus cabezas cortadas en la punta de nuestras lanzas, sus oficiales
huirán y abandonarán al faraón en su soledad. A Sesostris se lo ofreceremos vivo
al Anunciador.
Aun apreciando aquellas magníficas perspectivas, el libanés no subestimaba al
adversario y desconfiaba de sus propias tropas. En caso de victoria, y en cuanto se
lo nombrara jefe de la policía religiosa, haría ejecutar al Rizos y a sus semejantes
acusándolos de depravación. Muy útil durante las fases de conquista, aquel tipo
de hombre exaltado se transformaba luego en una criatura incontrolable y
perjudicial.
Dos píldoras por la mañana, una a mediodía y tres por la noche, así como varias
infusiones durante la jornada: la esposa de Medes seguía al pie de la letra la receta
del doctor Gua. En cuanto tomó los medicamentos preparados por el
farmacéutico Renseneb, se sintió ligera y relajada. Un sueño casi apacible, sin
crisis de histeria, unos largos períodos de calma. Su nueva peluquera y su nuevo
cocinero satisfacían sus menores caprichos. El último le preparaba platos de
extremado refinamiento y admirables postres con los que se atiborraba.
Provista de inesperada energía, se encargó de nuevo de su casa. Ya al amanecer,
convocó a un ejército de artesanos a quienes dio varias órdenes: volver a pintar
las paredes exteriores, limpiar el cuarto de baño, podar los árboles y comprobar
los conductos de evacuación de las aguas residuales. Aquella orgía energética la
hizo olvidar las graves faltas que la obsesionaban. Así pues, no tendría que
confesárselas al doctor Gua y romper el silencio que su marido le imponía.
—¡Qué resplandeciente salud! —advirtió él, asombrado.
—El doctor Gua es mi genio bueno. Supongo que estarás orgulloso de mí. Esta
casa necesitaba muchas mejoras, y por fin puedo ocuparme de ello.
—Felicidades, querida. Ejerce tu autoridad y, sobre todo, no permitas que te
pisoteen. Los obreros sólo piensan en robar.
Con la sonrisa en los labios, Medes se dirigió a casa del visir.
El falso escriba, agente de Sobek infiltrado en su administración, debía de haber
leído la carta anónima puesta entre sus expedientes confidenciales. Como era el
último en abandonar el lugar, el policía husmeaba un poco por todas partes. ¡Un
descubrimiento de aquella importancia recompensaba su paciencia!
Naturalmente, esperaba la reacción de Medes.
En caso de disimulo y de silencio, ¿no demostraría el secretario de la Casa del
Rey su complicidad con Sehotep y su participación en una conjura de excepcional
gravedad?
En los despachos del visirato reinaba una siniestra atmósfera.
—La salud de Khnum-Hotep nos preocupa —le reveló a Medes uno de sus más
cercanos colaboradores—.
Hemos creído perderlo tras un serio malestar. Por fortuna, el doctor Gua lo ha
reanimado.
—¿Descansa un poco el visir, por fin?
—Desgraciadamente, no. Entrad, os aguarda.
Como todas las mañanas, Medes iba a buscar las instrucciones del primer
ministro.
La degradación física del imponente personaje lo asombró. Estaba muy delgado,
demacrado, tenía la tez terrosa y respiraba mal.
—No tengo que daros consejo alguno —declaró Medes, afligido—, ¿pero no
sería más razonable que aliviarais un poco vuestras abrumadoras tareas?
—¿Olvidas que el trabajo se dice kat y nos ofrece ka, la energía indispensable
para la vida? Morir trabajando es el modo más hermoso de desaparecer.
—¡No habléis de desgracias!
—No maquillemos la realidad. El propio doctor Gua renuncia a curarme. Otro
fiel a Sesostris me sustituirá y servirá mejor a nuestro país.
El secretario de la Casa del Rey adoptó un aire turbado.
—Me han enviado un extraño documento. Evidentemente, es un tejido de
mentiras no firmado. Esa carta anónima ensucia a uno de los miembros de la Casa
del Rey. He dudado en destruirla, tanto me indignaba, pero he creído preferible
ponerla en vuestro conocimiento.
Medes entregó el texto al visir.
—En efecto, era mejor avisarme.
Sehotep había pasado una noche maravillosa en compañía de una joven experta
en los juegos del amor.
Divertida, aficionada a bromear, no existía para ella tabú alguno. Se oponía
ferozmente al matrimonio, y pensaba aprovechar al máximo su juventud antes de
suceder a su padre y administrar el dominio familiar.
De excelente humor, los dos amantes se habían separado tras un copioso
desayuno. Poniéndose en las precisas manos de su barbero, Sehotep pensó en su
intervención en el gran consejo. Hablaría allí del estado en que se encontraban las
distintas obras distribuidas por el conjunto del territorio.
En cuanto llegó a palacio, un oficial de seguridad lo acompañó al despacho de
Sesostris y no a la sala donde se reunían los miembros de la Casa del Rey.
En cada uno de sus encuentros, el elegante Sehotep sentía más admiración hacia
aquel gigante que desafiaba los límites de la fatiga y no retrocedía ante ningún
obstáculo. Con su alta talla, dominaba su época y a sus súbditos, viviendo
plenamente su función.
—¿No tienes nada que revelarme, Sehotep?
Al superior de todas las obras del faraón, aquello lo cogió desprevenido.
—¿Debo haceros mi informe en privado?
—¿No desapruebas el comportamiento de Sobek?
—Aunque antaño se equivocó con respecto a Iker, lo considero un excelente jefe
de la policía.
—¿No acabas de enviarle, en mi nombre, un cofre de acacia que contenía unas
estatuillas mágicas?
Pese a la vivacidad de su espíritu, Sehotep permaneció unos instantes
boquiabierto.
—¡De ningún modo, majestad! ¿Quién ha sido el autor de esa siniestra broma?
—Esas estatuillas, animadas por un perverso espíritu, intentaron matar a Sobek.
Sufrió numerosas heridas, y se desangró. Creemos que se encuentra fuera de
peligro, pero hay que identificar y castigar a su asesino. Pues bien, firmó su
crimen. Y esa firma es la tuya.
—¡Imposible, majestad!
—Mira ese papiro.
Sehotep, turbado, leyó el texto manchado de sangre que habían encontrado junto
al cuerpo de Sobek.
—Yo no he redactado esas líneas.
—¿Reconoces tu escritura?
—¡El parecido me deja asombrado! ¿Quién habrá podido fabricar una
falsificación tan perfecta?
—Otro documento te acusa —añadió el rey—. Según una carta anónima, tú eres
el jefe de una organización terrorista de Menfis que está decidida a suprimirme.
Para alejar de ti las sospechas, habrías inventado el espectro del Anunciador
inspirándote en un bandido que hoy ya está muerto.
Sehotep parecía atónito hasta el punto de no encontrar una sola réplica.
—El adjunto de Sobek y la jerarquía policial exigen tu arresto —reveló
Sesostris—. Ese papiro les basta para presentar una denuncia ante el visir.
—¿No os parece muy grosera esa ofensiva? Si yo fuera el monstruo incriminado,
no habría cometido la estupidez de firmar mi fechoría. Y una carta anónima no
tiene valor para nuestra justicia.
—Sin embargo, Khnum-Hotep se ve obligado a abrir un expediente, instruir la
denuncia que se refiere a ti y suspenderte de tus funciones.
—Majestad... ¿Dudáis de mí?
—¿Te hablaría yo de ese modo?
Una intensa alegría animó la mirada de Sehotep. Mientras gozara de la confianza
del rey, combatiría.
¿Pero cómo descubrir a los autores de la falsificación?
—Debido a tu acusación —prosiguió Sesostris—, debo renunciar a reunir a todos
los iniciados del «Círculo de oro». Tu asiento permanecerá vacío hasta que se
proclame tu inocencia.
—Mi peor enemigo será el rumor. ¡Las malas lenguas se desatarán! Y la
hostilidad de la policía no nos facilitará la tarea. El ataque ya no me parece tan
grosero... El visir, Senankh y Nesmontu son, forzosamente, los próximos
objetivos del Anunciador.
15
Envenenadas, las cuatro jóvenes acacias sólo emitían un débil campo de fuerzas,
incapaz de molestar al Anunciador. Sólo sentía como si estuvieran clavándole
alfileres en las piernas, y eso lo divirtió.
Solamente quedaba una última protección del árbol de vida: los cuatro leones
cuyos ojos no se cerraban nunca. Infatigables vigilantes, fulminaban a quien in-
tentaba herir a la acacia de Osiris. Un astil con un escondrijo en lo más alto,
Iker, portador de la paleta de oro, celebró el rito matutino ayudado por el Calvo.
En su compañía, comprobó el trabajo de los permanentes, luego los dos hombres
meditaron ante la tumba de Osiris.
—No has cometido ningún error —observó el viejo ritualista—, y realmente te
has convertido en el superior de nuestra cofradía.
—Sólo soy el enviado del rey. Vos dirigís la jerarquía.
—Ahora ya no, Iker. En un tiempo muy corto, has recorrido un inmenso camino,
has evitado mil y un escollos, has superado gran cantidad de obstáculos y
cumplido una delicada misión. La edad no importa. Los permanentes te
reconocen ahora como mi sucesor, y yo no podría soñar con nada mejor.
—¿No os parece prematura esa decisión?
—Algunos seres tienen tiempo para prepararse para sus futuras tareas, otros
aprenden a dominarlas practicándolas. Tu destino te obliga a crear, avanzando, tu
propio camino. Deseabas a Abydos, y Abydos te ha respondido.
—El «Círculo de oro»...
—Ya estás en su interior. Queda por cruzar una última puerta, durante la
celebración de los misterios. Su preparación debe ser, pues, rigurosa. Esta misma
noche procederemos al inventario de los objetos indispensables. Luego,
examinaremos las fases del ritual.
Cuando Iker regresó a la pequeña casa blanca, Isis lo recibió con una maravillosa
sonrisa, y ambos se abrazaron de inmediato.
—¿Estaré a la altura de mi tarea? —se preguntó él, inquieto.
—No debes plantearte eso. ¿Quién puede creerse digno de los grandes misterios?
El espíritu de Abydos nos llama, nuestro corazón se abre a su luz y cumplimos
con los ritos poniendo nuestros pasos en los pasos de los ancestros. Frente a ese
deber esencial, ¿qué importan nuestros estados de ánimo?
Subieron a la terraza, protegida del sol por una tela de lino fijada a cuatro
columnitas de madera.
La felicidad, la perfecta reunión de lo cotidiano y lo sacro, del ideal y de su
consumación.
Viviendo con la misma mirada y el mismo aliento, Isis e Iker agradecieron a las
divinidades que les concedieran semejante oportunidad.
—¿Mi hermana del «Círculo de oro» me acoge realmente sin reticencias?
—Lo he pensado mucho y he vacilado mucho —se divirtió ella—. Pero como
pareces ser el menos malo de los postulantes...
Adoraba la risa ligera de su voz y la dulzura de sus ojos. El amor nacido en su
primer encuentro no dejaba de crecer. Ambos sabían que el tiempo no lo alteraría,
sino más bien al contrario.
Solapadas inquietudes alcanzaron al hijo real.
—Bega ha elogiado a Gergu. Sin embargo, yo no le he ocultado mis sospechas, a
causa de tu perentorio juicio.
—Sorprendente reacción. Nunca elogia a nadie.
—Su frialdad no lo hace muy agradable, pero me parece sincero. Las entregas del
inspector principal de los graneros respetan las exigencias de Bega y le dan entera
satisfacción. Queda, sin embargo, una duda: ¿llegó Gergu por sí mismo a Abydos
o lo envió alguien?
—¿Qué opina Bega?
—Le importa un pimiento, puesto que Gergu cumple perfectamente con su
trabajo y pasa los controles sin ganarse la menor crítica.
—Es una actitud extraña viniendo de un hombre tan puntilloso.
—¿Llegarías a decir que es sospechoso?
—No, no tengo ningún reproche que hacerle, salvo la sequedad de su corazón.
—¿Apariencia o realidad?
—Bega no se relaciona con las sacerdotisas —precisó Isis—. Sin embargo,
intentó ganarse mi simpatía, aunque en balde.
—Dado tu rango, ¿no estará rumiando su rencor?
—Visto su malhumor crónico, es difícil de decir. El rigor personal y el respeto
por la Regla no deberían provocar semejante ausencia de alegría. Ni siquiera el
Calvo, a pesar de su carácter abrupto, carece de calidez y de buen humor.
—Bega me ha prometido su ayuda. Ha admitido que mi llegada y mi
investigación provocaron muchos remolinos, que hoy han cesado.
—Deseémoslo.
—¡Tu escepticismo me intriga!
—No conoces tu poder, Iker. Los experimentados ritualistas se inclinan ante ti
porque ese poder se impone a ellos. Se saben incapaces de hacerte frente, a pesar
de tu corta edad. Resignación en unos, frustración en otros. Y no olvidemos la
advertencia del rey. No debemos bajar la guardia ni un solo instante.
—Voy a pedirle a Sobek el Protector que lleve a cabo una minuciosa
investigación de las actuaciones y las relaciones del tal Gergu. Si está metido en
asuntos poco claros, lo sabremos. Por lo que a Bega se refiere, le dedicaré una
atención especial. A lo largo de la preparación del ritual de los misterios solicitaré
16
Fiel a sus costumbres, Nesmontu ofreció una cena de gala a los jóvenes reclutas.
Vino tinto, buey en adobo, puré de legumbres, queso de cabra y pastas regadas
con licor figuraban en el menú. El general contó algunos recuerdos de batallas y
alabó los méritos de la disciplina, fermento de las victorias. Asaltado a preguntas,
respondió de buena gana y prometió una exaltante carrera a quienes se entrenaran
con dureza y no refunfuñaran ante ningún ejercicio, por fatigoso que éste fuese.
Algunas canciones que no podían escuchar todos los oídos clausuraron aquel bien
regado banquete.
—Levantarse al amanecer y una ducha fría —anunció Nesmontu—. Luego,
carrera a pie y manejo de armas.
Un joven de anchos hombros se aproximó a él.
—Mi general, ¿me concederíais un inmenso favor?
—Te escucho.
—Mi esposa acaba de dar a luz. ¿Aceptaríais ser el padrino de mi muchacho?
—¿Un vejestorio como yo?
—Precisamente, mi mujer piensa que vuestra longevidad será una bendición para
el chiquillo. ¡Le gustaría tanto presentaros a nuestro hijo! Vivimos muy cerca del
cuartel, no perderéis demasiado tiempo.
—De acuerdo, hagámoslo en seguida.
Caminando a buen paso, el nuevo recluta precedió al general.
Una primera calleja, una segunda a la derecha, la tercera de través, muy estrecha.
De pronto, un siniestro crujido rompió el silencio y el joven soldado puso pies en
polvorosa.
—¡Cuidado! —aulló Sekari, que seguía a los dos hombres, temiendo un atentado
contra Nesmontu.
El general dudó unos instantes entre perseguir al terrorista o retroceder, y esa
vacilación le resultó fatal. Las vigas de un andamio desarticulado por los
cómplices del falso soldado cayeron sobre Nesmontu, que quedó enterrado bajo
aquel sudario de madera.
Sekari intentó liberarlo.
Nesmontu... ¿me oyes? ¡Soy yo, Sekari! ¡Responde!
Viga tras viga, el agente secreto multiplicaba sus esfuerzos.
Por fin, el cuerpo del general.
Nesmontu tenía los ojos abiertos.
—Estás perdiendo el olfato, muchacho —masculló—. Ese cerdo ha huido. Por mi
parte, tengo el brazo izquierdo roto, diversos hematomas y contusiones múltiples.
Puedo levantarme solo.
—Ha sido un atentado bien preparado —señaló Sekari—. Podrías haber muerto.
—Oficialmente, he muerto. Los terroristas querían matarme, así que démosles
esa satisfacción. La noticia de mi muerte los invitará a salir de su madriguera.
Al volver en sí, caminó hacia una ventana, se acodó en ella e intentó en vano
respirar a fondo.
Sintió entonces un dolor insoportable en mitad del pecho, que lo obligó a sentarse
de nuevo. Privado de aire e incapaz de pedir ayuda, supo que no se recuperaría de
aquel malestar. Los últimos pensamientos del visir volaron hacia Sesostris,
rogándole que no abandonara la lucha y agradeciéndole que le hubiera concedido
tanta felicidad.
Juntos, sus perros aullaron a la muerte.
17
Para el gran tesorero Senankh, director de la Doble Casa Blanca, sólo había un
motivo de satisfacción: la economía de Egipto marchaba a las mil maravillas.
Funcionarios remunerados según sus méritos, ninguna ventaja definitivamente
adquirida, hincapié en los deberes y no en los derechos, artesanía y agricultura
florecientes, solidaridad entre los oficios y las edades, voluntad de respetar la
Regla de Maat en los distintos escalones de la jerarquía y de sancionar a los
fraudulentos, los corruptores y los corruptos: el programa del faraón iba
aplicándose poco a poco y daba buenos resultados.
Pero Senankh no se contentaba con ello, pues aún subsistían numerosos
problemas. Martillo del relajamiento y de la pereza, el ministro despertaba las
energías adormecidas.
¿Cómo alegrarse de sus éxitos precisamente cuando se acusaba a su hermano y
amigo Sehotep de intento de asesinato con premeditación? Y su víctima, Sobek,
era ahora el visir encargado de presidir el tribunal. Estaba obligado a respetar la
ley, podría dirigir los debates y dictar la sentencia. Invocar un vicio de forma o
tacharlo de parcialidad exigiría una importante falta del nuevo visir.
Senankh no abandonaría a Sehotep a una suerte injusta. Pese a la evidencia de la
manipulación, la maquinaria judicial podía destrozar al superior de todos los
trabajos del rey.
Solamente había un recurso posible: Sekari.
Los dos hombres se encontraron en una casa de cerveza del barrio sur. Nadie les
prestó atención.
—Hay que sacar a Sehotep de esa trampa infernal. ¿Se te ocurre alguna idea,
Sekari?
—Por desgracia, no.
—¡Si tú renuncias, está perdido!
—No renuncio, pero me reclaman otras prioridades. Espero desmantelar dentro
de poco parte de la organización terrorista.
—¿Olvidando a Sehotep?
—La acusación no se sostendrá.
—Desengáñate, el visir Sobek se empecinará. Llevemos a cabo una investigación
paralela.
—Es difícil, sin la ayuda de la policía. Y ésta permanecerá unida tras el Protector.
—¡Pero no podemos quedarnos de brazos cruzados!
—Un paso en falso agravaría la situación. La partida del rey le deja el campo libre
a Sobek.
Medes no se tranquilizaba.
Dadas sus competencias y sus cualidades, le correspondía el puesto de visir. Una
vez más, no le reconocían sus méritos, Sesostris le infligía una insoportable hu-
millación. Con inmenso placer, pues, asistiría a su caída y al nacimiento de un
nuevo régimen cuyo centro ocuparía él.
La supresión del libanés no plantearía demasiados problemas. La del Anunciador,
en cambio, parecía delicada. A pesar de la magnitud de sus poderes, forzosa-
mente tenía debilidades; tal vez saliera disminuido del combate librado en
Abydos y de la lucha final contra Sesostris.
Medes se sabía hecho para un gran destino. Y nadie le impediría conquistar el
poder supremo.
Entretanto, llevaba a cabo su nueva misión: proporcionar más armas a los
terroristas. El anuncio de la muerte de Nesmontu le facilitaba la tarea, pues los
oficiales superiores, desmoralizados, ya comenzaban a dar órdenes
contradictorias. Numerosos soldados, que se encargaban de las misiones de
seguridad, acababan de ser llamados al cuartel central. Y uno de los talleres de
reparación de espadas y puñales, momentáneamente cerrado, permanecía sin
vigilancia.
Aprovechando la ocasión, Medes confió a Gergu la misión de pagar
generosamente a algunos descargadores poco escrupulosos para vaciar el local y
depositar el material en un almacén abandonado donde los terroristas lo
recuperarían. El secretario de la Casa del Rey demostraría así al libanés su
capacidad de acción, omitiendo decirle que conservaba parte de las existencias,
destinadas al equipamiento de su propia milicia. Aquella oportunidad evitaba a
Medes organizar la compleja operación que le había descrito al libanés. Decidida-
mente, la suerte estaba de su lado.
—El visir debe aplicar la ley de Maat dando primacía a la verdad, sean cuales
sean sus consecuencias.
18
Aniquilados los cuatro leones y las cuatro jóvenes acacias, quedaban dos
protecciones principales: el «fetiche» de Abydos y el oro que cubría el tronco del
árbol de vida. El valioso metal, procedente de Nubia y del país de Punt, perdería
su eficacia en cuanto el Anunciador hubiera quitado el velo que cubría lo más alto
del astil plantado en el centro del relicario.
Era imposible llevar a cabo aquella profanación antes de haber suprimido al
nuevo Osiris designado por los ritos, es decir, al hijo real y Amigo único Iker. El
joven aún lo ignoraba, pero el Anunciador, en cambio, estaba preparando aquel
momento desde hacía muchos años.
Al elegir a aquel solitario muchacho, apegado al estudio de la lengua sagrada,
indiferente a los honores y capaz de sufrir mil y una pruebas sin perder el rigor y
el entusiasmo, no se había equivocado. Sin embargo, no había tenido
miramientos con él, y lo había mandado varias veces a una muerte cierta con el
fin de verificar su capacidad. Nada ni nadie, ni siquiera un mar enloquecido, un
bruto desenfrenado, un falso policía, una conspiración o cualquier otra forma
destructiva, conseguía derribar a Iker. Transido de miedo, apaleado, humillado,
acusado en falso, se levantaba una y otra vez y proseguía su camino. Un camino
que lo llevaba a Abydos, el santuario de la vida eterna.
Para él, el antro de la muerte.
Aquella aniquilación exigía la intervención del Anunciador en persona y de los
confederados de Set. Poniendo fin al proceso de resurrección de Osiris y cortando
cualquier vínculo con el más allá, acabarían con el porvenir de Egipto y
destruirían su obra. A pesar de su valor, Sesostris quedaría impotente.
El monarca no se había equivocado, tampoco, al elegir a Iker como hijo
espiritual, nueva encarnación de Osiris y futuro señor de los grandes misterios de
Abydos. Poco importaba la edad, puesto que su corazón poseía la magnitud de la
función. Fortalecido por una larga experiencia, el Calvo admitía al muchacho y
facilitaba su ascenso.
Sesostris, consciente de los peligros, no podía imaginar la estrategia del
Anunciador: Iker, irreductible enemigo de los confederados de Set y, a la vez,
arma principal de la batalla decisiva contra el faraón, ¡contra todos los faraones!
Al edificar aquel ser al modo de un templo, el rey pensaba erigir una muralla
mágica capaz de contener los asaltos del mal. Si Iker desaparecía y Abydos
quedaba sin defensa, el Anunciador asestaría el golpe fatal.
Los dones de hilandera y tejedora de Neftis eran casi excepcionales. Las telas y
los vestidos utilizados durante los misterios del mes de khoiak serían de
deslumbradora calidad. El Calvo, poco dado a hacer cumplidos, reconocía los
dones de la joven sacerdotisa.
Isis y su hermana verificaban el inventario, buscando la perfección. Nada debía
faltar.
—¿Conoces bien a la mayoría de los temporales? —quiso saber Neftis.
—Más o menos, sobre todo a los antiguos y a los fieles.
—Pienso en un nuevo empleado del templo de millones de años de Sesostris. Un
hombre muy apuesto, alto, con un gran porte y mucha distinción, tiene mucho
encanto... En el exterior, hace los cuencos de piedra dura. Un oficio difícil que
domina de un modo notable. Aquí, se le confía la limpieza y el mantenimiento de
las copas y los recipientes rituales. A mi entender, merece algo mejor. Incluso
puede tener el temple de un permanente.
—¡Qué entusiasmo! ¿No estarás... enamorada?
—Es posible.
—¡Seguro!
—Cenamos juntos —reconoció Neftis—, y volveremos a vernos pronto. Es
inteligente, trabajador, atractivo, pero...
—¿Te molesta algún detalle?
—Su dulzura me parece excesiva, como si encubriera una violencia
cuidadosamente disimulada. Aunque probablemente me equivoque.
—Atiende a tu intuición antes de seguir adelante.
—¿Sentiste tú algo semejante con respecto a Iker?
—No, Neftis. Yo sólo sabía que su amor era profundo, absoluto, y que exigía un
compromiso total. Aquella potencia me asustaba, no lo veía claro en mí y no
quería mentirle. Sin embargo, pensaba a menudo en él, lo echaba en falta. Poco a
poco, aquel vínculo mágico fue transformándose en amor. Y un día comprendí
que sería el hombre de mi vida.
—¿Y nada trastorna esa certeza?
—Al contrario, se refuerza cada día más.
—Tienes mucha suerte, Isis. ¡Ignoro si mi apuesto temporal me dará tanta
felicidad!
—No olvides tu intuición.
Como una fiera perpetuamente al acecho, Shab el Retorcido sintió que alguien se
acercaba a su escondrijo.
Apartando una de las ramas bajas que ocultaban la entrada de la capilla, descubrió
la pesada silueta de Bega. Al Retorcido no le gustaba aquel tipo alto y feo, y se
preguntaba cómo su artera mirada podía engañar a los sacerdotes permanentes.
En su lugar, habría desconfiado de aquel rigorista de reprimidas ambiciones.
Bega imaginaba un brillante porvenir a la cabeza de un clero depurado, pero se
equivocaba completamente. Shab se encargaría de la depuración. Y aquel feo
larguirucho formaría parte de los primeros condenados. ¿O acaso no había que
borrar toda huella del pasado para construir un mundo que respondiese a los
deseos del Anunciador?
—¿Estás solo? —preguntó la voz desconfiada del Retorcido.
—Sí, puedes mostrarte.
Shab lo hizo, con el puñal en la mano y los nervios de punta.
—Se presenta una buena ocasión —indicó el permanente—. Prepárate para matar
a Iker.
1. Up-uaut.
chacales. Junto a ellos, Tot, con cabeza de ibis, poseía los textos mágicos
indispensables para apartar las fuerzas oscuras decididas a desmantelar la
procesión osiriaca.
En el centro, la barca de Osiris,2 que atravesaría parte del paraje, navegaría por el
lago sagrado y conectaría lo visible con lo invisible. «En verdad —proclamaba
Tot—, el señor de Abydos resucitará y aparecerá en gloria.»
Consolidadas sus coronas, el dios descansaba en el interior de la capilla instalada
en medio de la barca.
—Que el camino que lleva al bosque sagrado sea sacralizado —exigió Iker.
Acercaron una gran narria de madera en la que se depositaría la barca, para que
recorriera la vía terrestre, ensanchando así el corazón de los habitantes del
Oriente y el Occidente. Estos verían su belleza durante su regreso a la morada de
eternidad, purificada y regenerada. Durante «la noche de acostar al dios y
ofrecerle la plenitud», el trabajo de la Morada del Oro adquiría todo su sentido.
Quedaba por representar el enfrenta- miento entre los seguidores de Osiris y los
confederados de Set. Iker, armándose de un garrote de aguzada punta llamado
«grande en vigor», reunió a los primeros, ante la cohorte de sus adversarios.
1. Onuris.
2. La neshemet
Con una peluca rojiza, las cejas y el bigote teñidos de rojo, y ataviado con una
túnica de basto lino, Shab el Retorcido estaba irreconocible. Se había mezclado
con los temporales, iba provisto de un corto bastón y sólo tenía ojos para Iker.
Primero, golpearlo con violencia en la nuca; luego, fingiendo socorrerlo,
estrangularlo con un lazo de cuero. Tendría que actuar de prisa, muy de prisa.
Aprovechando el efecto sorpresa, Shab conseguiría huir.
—¡Derribemos a los enemigos de Osiris! —ordenó Iker—. ¡Que caigan boca
abajo y no vuelvan a levantarse!
En uno y otro bando, se tomaban en serio el papel, pero sin golpear con fuerza.
Los garrotes se levantaban y caían cadenciosamente, siguiendo el compás de una
especie de danza.
El Retorcido se vio obligado a imitar a sus acólitos.
Uno a uno, los partidarios de Set se derrumbaron. Furioso por haber caído en la
trampa de aquel ritual cuyo desarrollo concreto ignoraba, Shab tenía que cruzar
las filas de los partidarios de Osiris y destrozar el cráneo de Iker.
Pero, por desgracia, el hijo real disponía de un arma temible. Y el Retorcido
nunca se enfrentaba cara a cara con el adversario.
Obligado a renunciar, soltó su bastón y se tendió en el suelo.
Vencidos, los confederados de Set ya no se oponían a la procesión. Se dirigió
hacia la tumba de Osiris.
Los derrotados volvieron a levantarse, sacudiéndose.
—¡Has tardado mucho tiempo en caer! —se extrañó un ritualista—. No tardes
tanto en la verdadera ceremonia.
—¿No debemos combatir más? —preguntó Shab.
—¡Muchacho, se te ha subido a la cabeza el papel de sethiano! Sólo cuenta el
significado del acto ritual. Regresa a tu casa, toma una ducha fría y líbrate de toda
esa rojez. Por aquí no nos gusta demasiado ese color.
El Retorcido habría estrangulado de buena gana a aquel aleccionador, pero debía
mostrarse paciente.
Decepcionado, regresó a su escondrijo, esperando que el Anunciador le
perdonara aquel fracaso.
19
Una tormenta de arena cubría Abydos con un manto ocre. Se hacía difícil
desplazarse, y la visibilidad se reducía cada vez más. Sin embargo, Iker se dirigió
a casa de Bega, que lo había invitado a cenar para, según decía, transmitirle una
información decisiva para el porvenir de Abydos.
—Deberíais poneros al abrigo —le aconsejó el comandante de las fuerzas
especiales, que estaba dando una vuelta de inspección—. ¡Nunca había visto nada
semejante!
—Bega me aguarda.
—Apresuraos, entonces.
El oficial temía accidentes e infortunios. Sus patrullas, retenidas en el cuartel, no
podrían intervenir si sucedía algún incidente. Cuando desandaba lo andado,
divisó la silueta de una mujer.
Se aproximó a ella.
—¡Bina! No te quedes fuera, es peligroso.
—Deseaba veros.
El hombre, halagado, sonrió.
—¿Es urgente?
Ella se contoneó con sensualidad.
—Eso creo...
—Acompáñame. Te socorreré.
La hermosa morena se colgó del cuello del comandante y le pidió que le besara.
—¡Aquí no, con esta tormenta!
—Aquí y ahora.
El oficial, excitado, hizo resbalar los tirantes del vestido sobre los sedosos
hombros.
Cuando estaba besándole los pechos, la correa de cuero de Shab el Retorcido, que
lo atacó por detrás, le ciñó la garganta.
Su muerte fue dolorosa pero rápida.
LA BÚSQUEDA DE ISIS
20
1. Pedj-aha.
Isis ofreció a su padre una piel de animal que Anubis laceró antes de envolver con
ella el cuerpo de su hijo.
—Set está presente —declaró—. Tras haberte matado, te protege. En adelante, no
te infligirá herida alguna. Su fuego destructor te preserva de sí mismo y conserva
la calidez de la vida, que se apliquen los siete óleos santos.
Reunidos, volvían a formar el ojo de Horus, unidad que triunfaba sobre la
dispersión y el caos. Con el dedo meñique, Isis tocó los labios de Iker y le insufló
las energías de los óleos «perfume de fiesta», «júbilo», «castigo de Set», «unión»,
«soporte», «la mejor del pino» y «la mejor de Libia».
Anubis quitó la tapa del recipiente que le entregó el Calvo. Contenía la
quintaesencia de los minerales y los metales, resultante de los trabajos alquímicos
de la Morada del Oro.
—Te unjo con esta sustancia divina, dosificada para tu ka. Te conviertes así en
una piedra, lugar de las metamorfosis.
Utilizando una azuela de metal celeste, Anubis desatascó los canales del corazón,
las orejas y la boca de Iker. Sus sentidos despertaron de nuevo, doce canales, se
reunieron en el corazón, procuraron aliento y formaron una envoltura protectora.
Convertido en cuerpo osiriaco al abrigo de la corrupción, Iker permanecía, sin
embargo, lejos de la resurrección. Era preciso que aquel ser irradiara, animarlo
con una luz anterior a cualquier nacimiento. El faraón se quitó la máscara de
chacal y pronunció la primera fórmula de los «textos de las pirámides», que
iniciaban el proceso de resurrección del alma real:
—Ciertamente, no has partido en estado de muerte, has partido vivo. 1
—Has partido, pero regresarás —añadió Isis—. Duermes, pero despertarás.
Abordas en la ribera del más allá, pero vives.2
El Calvo dejó solos al padre y a la hija.
—La muerte ha nacido —declaró Sesostris—. Morirá, pues. Lo que fulgura más
allá del mundo aparente, más allá de lo que llamamos «vida» y «muerte», no sufre
la nada. Los seres de antes de la creación escapan al día de la muerte. 3 Sólo
resucita lo que no ha nacido. Así pues, la iniciación a los misterios de Osiris no se
presenta sólo como un nuevo nacimiento y el paso a través de una muerte. Los
humanos desaparecen porque no saben vincularse al inicio y no escuchan el
21
1. La khetemet.
—Robada y destruida.
—Henos aquí, incapaces de transferir la muerte de Iker a Osiris y de reanimarlo
utilizando el fluido divino.
Descompuesto, el Calvo acudió junto a ellos.
—Majestad, ¡el árbol de vida se marchita de nuevo!
Han privado de visión a los cuatro leones guardianes y han aniquilado el campo
de fuerzas protectoras nacido de las acacias. El oro salvador se apaga.
—¿Y el fetiche de Abydos?
—El astil ha sido arrancado; el escondrijo, destruido.
—¿Y la reliquia osiriaca?
—Horrendamente degradada.
El Anunciador no había vacilado en desfigurar al dios.
—¿No habría que formar el «Círculo de oro»? —sugirió el Calvo.
—Imposible —respondió Sesostris—. El nuevo visir, Sobek el Protector, teme
atentados en Menfis. Para lograr que los terroristas salgan de sus madrigueras,
hace correr la noticia de la muerte de Nesmontu, asesinado en un atentado. El
general debe permanecer allí e intervenir en el momento adecuado. Además,
Sehotep, acusado de haber intentado matar a Sobek, está bajo arresto domiciliario
y se arriesga a sufrir la pena capital.
—Estamos atados de pies y manos, ¿nos han vencido definitivamente?
—Todavía no —aseguró el rey—. Reforcemos de inmediato la protección de
Iker. Que el maestro carpintero y los artesanos iniciados depositen la barca de
Osi- ris en el interior de la Casa de Vida. Luego, los guardias la rodearán y no
dejarán que entre nadie, salvo vosotros dos y Neftis. Orden de matar sin previo
aviso a quien intente forzar el paso. Tú, el Calvo, trata de averiguar si algún
testigo ha presenciado los asesinatos de Iker y del comandante de las fuerzas
especiales.
—Tal vez los asesinos hayan salido de Abydos.
—En ese caso, impidámosles que escapen.
—Quizá no hayan alcanzado aún sus objetivos —supuso con voz siniestra el
viejo sacerdote.
El monarca y las dos hermanas colocaron la momia de Iker en la barca recién
acabada y destinada a la celebración de los misterios. Por sí sola simbolizaba, ya,
a Osiris reconstituido. Gracias al preciso ensamblaje de sus distintas partes, el
dueño de occidente reunía el conjunto de las divinidades.
—Que navegues y manejes los remos —le dijo el rey a Iker—, que camines por
donde tu corazón desea, que seas recibido en paz por los Grandes de Abydos, que
participes en los ritos y sigas a Osiris por caminos puros a través de la tierra
sagrada.
—Vive con las estrellas —deseó Isis—. Tu alma-pájaro pertenece a la comunidad
de los treinta y seis decanatos, te transformas en cada uno de ellos según tu deseo
y te alimentas de su luz.
Neftis regó un jardincillo cercano a la barca. El alma-pájaro iría a beber allí antes
de partir de nuevo hacia el sol.
1. Hacia el 20 de octubre.
22
El faraón y su hija mantuvieron una larga entrevista con el Calvo y con Neftis. En
nombre del rey, el viejo sacerdote asumiría la seguridad de Abydos, sin omitir la
celebración de los ritos en compañía de la hermana menor de Isis, asociada
también a la investigación. Elegido entre la guardia personal del monarca, el
nuevo comandante de las fuerzas especiales los ayudaría.
—Salvo vosotros dos, nadie entrará en la Casa de Vida —ordenó Sesostris—.
Nuestros mejores hombres la vigilarán día y noche. Propagad la noticia de la
muerte de Iker. Si sus asesinos se encuentran todavía por estos parajes, creerán en
su triunfo y tal vez cometan una imprudencia.
—¿No les intrigará una vigilancia tan estrecha? —se inquietó Neftis.
—Prueba de nuestra angustia, se aplicará al conjunto de los monumentos y de los
centros vitales de Abydos. Prioridad principal: la preservación de la momia de
Iker. Todos los días, formularéis las palabras de poder. Segunda prioridad:
impedir que nadie salga del territorio de Osiris ni entre en él.
—¿Pensáis regresar pronto, majestad? —preguntó el Calvo.
—O traigo la jarra sellada que contiene las linfas del Gran Dios o no regresaré.
Cuando el faraón se alejó, el Calvo pensó que estaba viviendo las últimas horas
de Abydos.
uno del otro, dos arqueros montaban guardia, que, a juzgar por su
comportamiento, pertenecían a un regimiento aguerrido.
El Retorcido se desplazó, agachado.
Tal vez sólo algunos lugares gozaran de aquel tratamiento de favor. Shab se
desencantó: había soldados por todas partes. Era imposible escapar de Abydos
por aquel lado. Tenso, regresó a su madriguera.
Alguien se acercaba. Shab apartó una rama baja.
—Entra, Bega.
El permanente dobló con dificultad su enorme cuerpo y penetró en la pequeña
capilla.
—El ejército vigila el desierto, no es posible huir.
—Hay soldados por todas partes —confirmó Bega—. Han recibido la orden de
disparar sin previo aviso.
—Dicho de otro modo, el faraón cree que los asesinos de Iker están todavía en
Abydos. El Anunciador nos sacará de esta encerrona.
—No te muevas de aquí, te traeré comida.
—¿Y si me mezclara con los temporales? ¡Iker ya no está aquí para
identificarme!
—La policía los interrogará uno a uno. Es difícil justificar tu presencia, te
arriesgas a que te arresten. Espera órdenes.
Bega estaba tan nervioso como Shab, pero la sensación de victoria los
tranquilizaba. ¿No era como para sonreír la reacción del rey? ¡Desplegar el
ejército no devolvería la vida a Iker!
Con cara de circunstancias, Bega se lamentó en compañía de los permanentes
convocados por el Calvo, del que esperaban unas explicaciones claras.
—¡Qué terrible injusticia! —deploró Bega—. Si el infeliz Iker ha fallecido, la
muerte se lo lleva precisamente cuando alcanzaba el punto culminante de su ful-
gurante carrera. Todos nosotros habíamos aprendido a apreciarlo, era tan
respetuoso con nuestras costumbres.
Sus colegas masculinos y femeninos lo aprobaron.
El vigilante de la tumba de Osiris apareció a su vez; se mostraba especialmente
afectado.
—Pareces agotado —advirtió Bega—. ¿No deberías consultar a un médico?
—¿Para qué?
—¿Qué quieres decir?
—Lo siento, estoy sometido al secreto.
—¡Entre nosotros, no!
—Incluso entre nosotros. Son órdenes del Calvo.
Bega sonrió interiormente. De modo que el viejo intentaba impedir la difusión de
catastróficas noticias que arruinaban las esperanzas de la Gran Tierra antes de
propagarse por todo Egipto.
—Se murmura que Iker ha sido asesinado —dijo el Servidor del ka.
—¡Estás divagando! —exclamó Bega—. No prestemos atención a rumores tan
insensatos.
—¿No ha sido estrangulado un oficial?
—Sin duda, como resultado de una riña.
—¿Y el despliegue del ejército, la multiplicación de las medidas de seguridad, el
refuerzo de la guardia de los edificios? ¡Es evidente que nos amenaza un terrible
peligro!
La entrada del Calvo puso fin a las discusiones.
Unas profundas arrugas estriaban su rostro, brutalmente envejecido. Una
lacerante tristeza se añadía a su austeridad natural. Los más optimistas
percibieron la gravedad de la situación.
—El hijo real Iker ha muerto —declaró—. Sin embargo, seguiremos preparando
la celebración de los misterios del mes de khoiak.
—¿Muerte natural o asesinato? —preguntó el Servidor del ka.
—Asesinato.
Se hizo un absoluto silencio.
Incluso Bega sintió una especie de impacto, como si todo el mundo acabara de
derrumbarse. Aquel crimen mancillaba el sagrado dominio de Osiris, ¡la peor
violencia en el corazón de la serenidad!
—¿Se ha detenido a los culpables?
—Todavía no.
—¿Se conoce su identidad?
—Por desgracia, no.
—¿Se tiene la seguridad de que han abandonado Abydos?
—En absoluto.
—¡Estamos en peligro, pues! —se preocupó el Servidor del ka.
—¿Y el comandante de las fuerzas especiales? —añadió el ritualista capaz de ver
los secretos—. ¡También él ha sido asesinado!
—Exacto.
—¿Otra pandilla de criminales?
—Lo ignoramos, la investigación está comenzando. Su majestad ha tomado las
medidas necesarias para asegurar vuestra protección. Respetemos nuestra Regla
y consagrémonos a nuestras tareas rituales. No hay mejor modo de rendir
homenaje a Iker.
—No veo a la infeliz Isis —intervino Bega—. ¿Acaso ha abandonado Abydos?
—La esposa de Iker está sumida en tal desolación que ni siquiera se siente capaz
de asumir los deberes de su cargo. Neftis dirigirá la comunidad de las sacerdotisas
permanentes.
Bega estaba rebosante de felicidad. ¡Iker muerto e Isis fuera! Mil soldados eran
menos peligrosos que aquellos dos. Hacía mucho tiempo ya que deseaba suprimir
a aquella mujer, demasiado bella, demasiado inteligente, demasiado
23
levantó un poderoso soplo y los dos navíos se pusieron en marcha hacia Edfú, la
capital de la segunda provincia del Alto Egipto, el Trono de Horus.
24
Incluso el mejor de los fisonomistas habría pasado junto a Sekari sin reconocerlo.
Mal afeitado, con el pelo y las cejas teñidos de gris, encorvado, parecía un viejo
cansado que intentaba, a trancas y barrancas, vender la mediocre alfarería que
llevaba su asno, lento y reticente, acompañado por un perro jadeante. Excelentes
actores, Viento del Norte y Sanguíneo jugaban a ser animales martirizados, casi
sin fuerzas.
Sekari se hacía un razonamiento sencillo: el Rizos y el Gruñón se escondían en su
barrio predilecto, donde nadie pensaría en buscarlos. ¿Imprudencia, estupidez?
De ningún modo. La organización terrorista había demostrado su eficacia y su
vigor. De modo que aquellos dos, y sus comparsas, disponían de un escondrijo
tan seguro que no temían redadas de policía ni registros, aunque fueran
inesperados.
Ningún chivato conseguía infiltrarse, ninguna traición, ningún rumor. El
aislamiento era casi perfecto. Sekari comenzaba a elaborar una hipótesis difícil de
verificar. Sin embargo, un brillo de esperanza: si no se equivocaba, uno de los
fieles del Anunciador saldría, antes o después, de su agujero, simplemente para
respirar y cambiar de aires. ¿Qué riesgo corría, en el fondo?
El barrio ya no sufría una estrecha vigilancia y los vigías avisaban a los
clandestinos del paso de cada patrulla.
Los residentes se acostumbraban a aquel personaje inofensivo que no hacía
pregunta alguna y malvivía de su magro comercio. Los viandantes le daban de
buena gana pan y legumbres, que él compartía con el asno y el perro.
Al caer la noche, Sekari dormitaba.
Aquel anochecer, la pata de Sanguíneo se posó en su cabeza.
—Déjame dormir un poco.
El perro insistió, y finalmente Sekari abrió los ojos.
A pocos pasos de allí, un hombre compraba dátiles a un vendedor ambulante y se
los comía golosamente.
El Rizos.
Esta vez, no lo dejaría escapar.
Sin dejar de masticar sus frutos, el Rizos se alejó. Sekari se levantó y lo siguió.
Disponía de una baza importante: el olfato del perro y del asno. Así podía seguir
al terrorista a gran distancia, sin ser descubierto.
El trayecto no fue largo.
El asno se detuvo ante una coqueta casa de dos pisos. Una furiosa ama de casa le
gritó a Sekari.
—¡Lárgate, saco de pulgas! Detesto a los remolones.
—¡Mis jarras no son caras! Te venderé dos por el precio de una.
Nesmontu daba vueltas como un león enjaulado. Sin embargo, no había mejor
escondrijo para un difunto cuyos discretos funerales acababan de celebrarse, para
no alarmar a la población. ¿Quién lo buscaría en casa de Sehotep, que se
encontraba bajo arresto domiciliario y a quien esperaba una severa condena?
Por lo menos, los dos hermanos del «Círculo de oro» podían hablar de Abydos y
de sus iniciaciones, olvidando los rigores del momento.
—La calidad de las comidas me supone un gran cambio con respecto a la del
cuartel —reconoció el general—, ¡pero esa comodidad me ablanda! Estoy impa-
ciente por volver sobre el terreno. ¡Ojala los terroristas se hayan informado bien
de mi muerte!
—Tranquilízate, su organización ya ha demostrado su eficacia.
Nesmontu contempló a Sehotep.
—¡Estás deprimiéndote! No tienes apetito, no tienes alegría... ¿Hasta ese punto
echas en falta a las mujeres?
—Voy a ser ejecutado.
—¡No digas tonterías!
—Mi causa parece perdida de antemano, Nesmontu. Ya conoces a Sobek el
Protector, aplicará la ley. Y no puedo reprochárselo.
—¡El rey no autorizaría tu condena!
—El rey no se encuentra por encima de Maat. Es su representante en la tierra, y el
visir su brazo para actuar. Si me reconocen culpable, seré justamente castigado.
—¡No estamos todavía ahí!
—La hora se aproxima, lo presiento. Morir no me asusta, pero esa decadencia,
esa infamia, mi nombre mancillado, borrado de los textos... Eso no lo soporto.
¿No valdría más desaparecer antes de que me arrastren por el lodo?
Nesmontu nunca había visto al brillante Sehotep presa de la desesperación.
El viejo militar lo tomó de los hombros.
—Limitémonos a un hecho importante: eres inocente. De acuerdo, demostrarlo
resultará arduo, ¿pero acaso no nos hemos enfrentado antes con otras dificultades
aparentemente insuperables? Se trata de un combate y estamos en una posición
débil. De modo que es preciso hacer que la fuerza del adversario se vuelva contra
él. Ignoro de qué modo, ¡pero debemos encontrarlo! Hay una certeza absoluta: el
tribunal del visir exige la verdad. Nosotros tenemos esa verdad. Estamos, pues,
provistos del arma decisiva, y venceremos.
Una pálida sonrisa animó el inquieto rostro de Se- hotep. Nesmontu habría
devuelto la confianza a un regimiento de lisiados, rodeados por todas partes.
—Eres casi convincente.
—¿Cómo que casi? ¡Detesto los insultos! Excúsate compartiendo esta ánfora de
vino tinto que exige una atenta degustación.
La excelencia del gran caldo devolvió los colores a Sehotep.
—Sin ti, Nesmontu...
—¡Vamos, vamos! No eres hombre que se desaliente.
El oficial de policía encargado de garantizar la seguridad de la lujosa morada
anunció la llegada del ministro de Economía.
Senankh había perdido su habitual bonhomía. Siniestro, miró a los dos hermanos
del «Círculo de oro» como si no los hubiera visto nunca antes.
—Sehotep, Nesmontu... —murmuró.
—Somos nosotros —le aseguró el general—. ¿Qué pasa?
—Acabo de ver al visir Sobek.
Sehotep se adelantó.
—¿Nuevas pruebas contra mí?
—No, se trata de Iker y de Abydos. Ha ocurrido una desgracia, una gran
desgracia...
—¡Explícate! —ordenó Nesmontu.
—Iker ha sido asesinado; Abydos, violado. El Anunciador triunfa.
25
—¿Y qué me dices de su estupidez? Pues es evidente que en ese terreno tú les
haces una fuerte competencia.
El maestro herrero agarró una pinza con el extremo enrojecido.
—Te gustaría golpearme —observó la sacerdotisa—, pero no tendrás valor para
hacerlo. Has caído muy bajo desde tu marcha de Abydos.
El hombre soltó la herramienta.
—¿Cómo... cómo lo sabéis?
—Forzosamente aprendiste tu modo de trabajar cuando eras temporal en el
templo de Osiris. Los alquimistas de Abydos te enseñaron todo lo que sabes. Al
manejar el metal fundido, hermano del sol, tocas la carne de los dioses, las formas
divinas y las potencias encarnadas por Sokaris. Parcelas de eternidad luminosa
nacen de las obras imperecederas en las que participan tus manos y las de tu
equipo. Hoy, olvidas la grandeza de tu oficio y te comportas como un vulgar e
insignificante tirano.
El artesano bajó los ojos.
—Una sacerdotisa rechazó mi proposición de matrimonio. Y, sin embargo, yo
tenía un brillante porvenir. Preferí abandonar Abydos y volver a mi casa. Aquí,
soy estimado. De modo que las mujeres...
—Si el mal destruye el dominio de Osiris, también tu forja será aniquilada.
—¿No exageráis el peligro?
—¿Te bastará mi palabra?
—Admitámoslo. Voy a entregaros esa reliquia. Luego, desapareceréis.
El hombre se dirigió hacia el fondo de la forja, una gruta de techo bajo, de cuyas
profundidades brotaba un humo acre.
—El lago de llamas —explicó—. Este caldero infernal fue descubierto hace
siglos. Unas veces sus mandíbulas se cierran, otras se abren. Gracias a él, nunca
carecemos de la energía necesaria.
Isis contempló el terrorífico espectáculo. Algunas burbujas estallaban en la
superficie, emitiendo gases agresivos.
—¿Qué mejor escondrijo para una reliquia? —dijo el herrero sonriendo—. Al
calcinarla, este infierno mutila definitivamente el cuerpo osiriaco.
—¿Por qué has cometido ese crimen?
—¡Porque soy un fiel discípulo del Anunciador!
Con los brazos extendidos, el artesano se abalanzó sobre la joven con intención
de empujarla al lago de llamas.
Pero a menos de un paso de Isis, el pie del asesino chocó violentamente con una
excrescencia de la roca. Perdió el equilibrio y cayó.
Cuando su cabeza rozó la hirviente superficie, se inflamó de inmediato. En pocos
segundos, todo su cuerpo se abrasó.
Un olor infecto invadió la gruta.
Isis apretó con más fuerza el pequeño cetro «Magia» de marfil contra su pecho.
Al evitar el asalto, acababa de salvarle la vida.
Sin embargo, ¿de qué servía aquello, puesto que la indispensable reliquia había
sido destruida?
La sacerdotisa, obstinada, quiso asegurarse de ello.
Inició un peligroso descenso. A pesar del calor, la pared rocosa estaba húmeda y
resbaladiza. La muchacha, concentrada, avanzaba lentamente. Y, pese a la
humareda que la cegaba, lo descubrió.
A orillas del lago, lamidos por las llamas, dos bloques parecidos a unas
mandíbulas preservaban la reliquia. Lamentablemente, era imposible bajar más
sin convertirse en su presa. Su rostro ya se inflamaba y su túnica comenzaba a
arder.
Despechada, se vio obligada a subir y percibió los ecos de una batalla.
Mientras recuperaba el aliento, Isis asistió a la derrota de los partidarios del
Anunciador, una decena de herreros que, tras haber agredido a sus colegas, se ha-
bían topado con los soldados de Sarenput, llegados para echar una mano.
—¡Son unos auténticos demonios! —advirtió él—. Incluso heridos de muerte,
siguen combatiendo.
—¡Cuidado! —aulló un arquero.
Armado con un puñal que acababa de salir de la forja y cuya hoja humeaba aún,
un joven artesano se disponía a herir a Isis por la espalda. Sarenput no le dio
tiempo de hacerlo.
Como un carnero, con la cabeza por delante, le golpeó en el vientre con tanta
cólera que el agresor fue proyectado hacia atrás más de diez pasos y se clavó en
unas puntas de espada.
—Registrad por todas partes —exigió, furioso—. Tal vez queden más basuras
como ésta.
—La reliquia parece intacta, aunque inaccesible —reveló Isis.
—Mostrádmela.
Cuando descubrió el lago de fuego, Sarenput hizo ademán de retroceder.
—Si utilizamos una cuerda, se encenderá. Y un bastón largo sufriría la misma
suerte.
Esta última proposición hizo que brillaran los ojos de la viuda.
—¡Todo depende del bastón!
—Ninguna madera resistirá en este horno —repuso Sarenput.
—Vayamos hasta el barco.
¿No se equivocaba la superiora de Abydos? Sarenput, que admiraba su tenacidad,
la siguió.
Al salir de la forja, descubrió a un fugitivo, que, con una antorcha en la mano,
corría hasta perder el aliento.
—¡Detenedlo! —ordenó.
Dos arqueros dispararon en vano. La distancia era excesiva.
El fugitivo se dirigía hacia el río.
—¡Ese loco quiere atacar mi barco!
Uaset,1 la capital de la cuarta provincia del Alto Egipto, el Cetro «Potencia», era
el florón de una amplia llanura fértil cuyo encanto y belleza sus habitantes
consideraban inigualables. ¿Acaso no se decía que la simiente brotada del Nun, el
océano de energía, se coagulaba allí por efectos de la llama del ojo solar? En el
suelo de vida se erguía el cerro primordial, rodeado de cuatro pilares que
sostenían la bóveda celeste.
Isis acudió al templo principal, Karnak, la «Heliópolis del Sur». Allí se
consumaba la fusión entre Atum, el Creador, Ra, la luz divina, y Amón, el oculto.
Cielo y tierra se unían allí, y las nueve potencias que estaban en el origen de todas
las cosas se revelaban en oriente.
La muchacha se recogió ante los dos colosos que representaban a Sesostris de pie,
tocado el primero con la doble corona, y el segundo con la blanca. El rey cami-
naba, sujetando con mano firme el testamento de los dioses que le legaban la
tierra de Egipto. Su rostro expresaba una serena determinación.
1. Tebas.
El sumo sacerdote de Karnak salió al encuentro de Isis, que iba acompañada por
Sarenput. Los arqueros se habían quedado en el exterior del santuario.
—Se recordarán los esplendores de este reinado —declaró el hombre de edad
madura—, Gracias a sus obras, un faraón no desaparece. Y la obra más brillante
es la eternidad, que él garantiza. Sed bienvenida, superiora de Abydos.
—¿Podéis llevarme a la capilla de Osiris?
—La gran plaza se abre para vos.
Como en Abydos, la sepultura del dios estaba rodeada de árboles. Reinaba allí un
profundo silencio, casi opresivo.
En el interior de la capilla, un naos cerrado por una puerta de dos batientes.
Isis pronunció las fórmulas del despertar en paz, y corrió el cerrojo, el dedo de
Set. Contempló una admirable estatuilla de oro de Amón-Ra, de un codo de al-
tura.
Pero el pequeño monumento no contenía el símbolo esperado.
Dominando su decepción y su inquietud, la sacerdotisa se ciñó a las exigencias
rituales, cerró la puerta del naos y salió reculando y borrando con la escoba de Tot
la huella de sus pasos.
El sumo sacerdote la aguardaba a la sombra de una columnata.
—¿Habéis sido víctimas de un robo? —preguntó Isis.
—¿Quién se hubiera atrevido a violar la paz de este santuario? ¡ Ni el peor de los
criminales pensaría en cometer semejante fechoría!
—¿Conocéis al conjunto de los sacerdotes temporales y respondéis por ellos?
—Sí... Bueno, casi. Mis ayudantes contratan a voluntarios competentes y dignos
27
distancia, Isis jamás se sentía sola. El faraón permanecía también en contacto con
el alma de Iker, unida a su momia, al abrigo de la segunda muerte, aunque muy
lejos todavía de la resurrección. Las fórmulas que todos los días pronunciaban el
Calvo y Neftis impedían el proceso de degradación y mantenían intacto el cuerpo
intermedio, soporte del renacimiento.
Al finalizar el mes de khoiak, si no se habían cumplido las condiciones rituales,
todos aquellos esfuerzos habrían sido vanos.
Así pues, era necesario que Isis consiguiera reconstituir Osiris, y el rey llevara a
Abydos una nueva jarra sellada que contuviera las linfas del dios.
Los niños corrían y gritaban, las amas de casa abandonaban escobas y vajillas, los
hombres dejaban los campos y los talleres para ver pasar el increíble cortejo,
formado por soldados y un gigante.
¿El faraón en Medamud? Brutalmente arrancado de su siesta, el alcalde se puso a
toda prisa su más hermosa túnica. Al salir de su casa, se topó con un oficial.
—¿Eres tú el jefe de la aldea?
—No fui avisado, de lo contrario...
—Su majestad quiere verte.
Temblando, el alcalde siguió al oficial hasta el pequeño templo.
El monarca estaba sentado en un trono, ante la puerta.
Incapaz de sostener su mirada, el edil se tiró de bruces al suelo.
—¿Conoces el nombre de este lugar?
—Majestad, no... no vengo aquí a menudo y...
—Se llama «la puerta donde se escuchan tanto las peticiones de los débiles como
las de los poderosos, y donde se imparte justicia según la regla de Maat». ¿Por
qué está tan mal cuidado este santuario?
—No hay sacerdotes desde hace mucho tiempo, por la cólera del toro. Yo no
tengo medios para encargarme de semejante edificio. Como comprenderéis, debo
ocuparme primero del bienestar de mis administrados.
—¿Qué acontecimiento provocó su furor?
—Lo ignoro, majestad. Ya nadie puede acercarse a él, su fiesta no se celebra y los
ritualistas han abandonado nuestra aldea.
—¿No serás tú el origen de ese desastre?
El alcalde se atragantó.
—¿Yo, majestad? ¡No, os juro que no!
—Cuatro toros protegen mágicamente esta región.
Residen en Tebas, en Hermontis, en Tod y en Medamud, y forman una fortaleza
contra las fuerzas del mal, así como un ojo completo en cuyo centro brilla una luz
indescriptible. Tú, con tus infames actos, has puesto en peligro el edificio y has
cegado el ojo.
—¡Sólo soy un pobre hombre, incapaz de cometer tal fechoría!
—¿Has olvidado tus crímenes? Vendiste a unos piratas al joven Iker, pobre y sin
familia, luego asesinaste y robaste a un viejo escriba, su maestro y su protector.
Tras el inesperado regreso de Iker, en vez de enmendarte e implorar su perdón, le
arrebataste su herencia, lo expulsaste de su casa y de la aldea y avisaste a un
asesino para que lo eliminara. La acumulación de esas fechorías provocó la cólera
del toro.
El alcalde, bañado en un fétido sudor, no se atrevió a negarlo.
—¿Por qué tantas infamias?
—Majestad, yo... Un momento de extravío, algunos...
—Al someterte al Anunciador, has traicionado a tu país y mancillado para
siempre tu alma —asestó Sesostris.
El acusado estalló en sollozos.
—No soy responsable, me manipulaba, lo maldigo, yo...
Huraño de pronto, sin aliento, el alcalde tuvo la impresión de que le arrancaban el
corazón. Se irguió, vomitó sangre y bilis y se derrumbó, fulminado.
—Quemad el cadáver —ordenó Sesostris.
El rey se dirigió al cercado del toro de Medamud; con su cabeza negra por delante
y blanca por detrás, vivía de su unión con el sol. Durante la fiesta celebrada en su
honor por algunos músicos y cantantes de ambos sexos, curaba numerosas
enfermedades, especialmente oftalmias.
La mirada del cuadrúpedo brillaba con tal furor que ni el monarca en persona
conseguiría apaciguarlo sin comprender las verdaderas exigencias del animal
sagrado.
—Las antiguas faltas acaban de ser borradas —le anunció—, y el culpable ha sido
castigado. La superiora de Abydos y yo mismo estamos haciendo todo lo posible
para arrancar a Iker de la nada. Si deben recorrerse otros caminos, revélalo.
El enorme macho dejó de pronto de echar espuma y arañar el suelo con los cascos
y miró al rey con sus ojos negros.
Entre el faraón y la encarnación animal de su ka se estableció el diálogo.
Una vez terminadas sus revelaciones, el toro se encolerizó de nuevo.
Sesostris, acompañado por el jefe de su guardia, exploró el templo.
—Que un mensajero vaya a Tebas y regrese con arquitectos, escultores,
dibujantes y pintores. Este edificio será restaurado y ampliado, se excavará un
lago sagrado, se edificarán moradas para los sacerdotes permanentes. Las obras
se empezarán mañana, al amanecer, y proseguirán de día y de noche. Montu y el
toro exigen un dominio digno de ellos. Que se establezca en torno a las obras un
cordón de seguridad.
El mensajero partió de inmediato.
En la alcaldía, Sesostris reunió a un enojado consejo municipal, compuesto por
criaturas venales, fieles al edil muerto. Cansándose muy pronto de sus protestas
de inocencia y sus súplicas, el soberano convocó a los ancianos, excluidos de las
deliberaciones.
—Necesitáis un nuevo alcalde. ¿A quién proponéis?
—Al propietario de las mejores tierras cultivables —respondió un gran anciano
28
mal. Ver a Isis apaciguó a muchos. ¿Acaso no era una mensajera de la diosa cuya
presencia anunciaba un final feliz?
La médica en jefe, una mujer robusta y ya de edad, trabajaba incansablemente y,
al mismo tiempo, no daba reposo alguno a sus ayudantes. Entre los casos graves y
las afecciones leves, los cuidadores no tenían tiempo que perder.
—Abridme una sala de incubación —pidió Isis.
—¡No queda un lugar libre!
—Como superiora de Abydos, voy a interrogar lo invisible e intentar saber cómo
curar a esta provincia.
El argumento convenció a la terapeuta.
—Esperad un instante, trasladaré a un convaleciente.
La espera fue breve.
La médica en jefe introdujo a Isis en una pequeña estancia de techo bajo. En los
muros, fórmulas mágicas. En el centro, una bañera de agua caliente.
—Desnudaos, apoyad la cabeza, cerrad los ojos e intentad dormir, el humo
odorífero llenará este local. Si la diosa lo considera oportuno, os hablará. Desde el
comienzo de esta crisis, permanece muda.
Isis siguió las instrucciones.
El baño le ofreció deliciosas sensaciones. Distendida, dejó que su espíritu vagara.
Las fragancias fueron sucediéndose unas a otras, y formaron un torbellino de
embriagadores perfumes.
Y, de pronto, la abeja, monstruosa, atacó.
Isis se agarró al borde de la bañera de piedra y permaneció inmóvil. Sabía que
algunos espejismos intentarían asustarla y obligarla a abandonar la experiencia.
Todo un enjambre cubrió cada parcela de su cuerpo. Manteniendo los ojos
cerrados, pensó en Iker, en la continuación de su viaje y en la indispensable
reconstitución del cuerpo osiriaco. Un olor a lis la liberó de toda crispación. Y se
le apareció el rostro de la diosa Hator. Con voz apacible, le dictó la conducta que
debía seguir.
Con el símbolo de la perfecta salud, salió del templo y se dirigió hacia el bosque
sagrado. Nubes de abejas la rodearon.
Pese al miedo que sentía, Isis mantuvo la sangre fría. El brillo del ojo mantenía
alejados a los enfebrecidos insectos.
El bosque sagrado era un zumbido infernal.
En el centro, un cerro en el que crecían acacias. Cuando la sacerdotisa depositó
allí el ojo, las reinas reorganizaron sus enjambres y cada comunidad recuperó su
coherencia. Las abejas regresaron a sus colmenas, en el lindero del desierto.
Al pie del árbol dominante, brotó un manantial.
La sacerdotisa restituyó la reliquia, las piernas de Osiris.
29
Durante mucho tiempo, Isis y Sekari fueron incapaces de pronunciar una sola
palabra. El agente secreto abrazó a la sacerdotisa con respeto, el asno y el perro
gimieron y sus ojos se humedecieron de lágrimas, y ella intentó consolarlos.
Aquel encuentro atenuó un poco su pesadumbre.
—No todo está perdido —afirmó Isis—. Debo recoger las reliquias osiríacas
importantes y reunir lo esparcido. Si lo consigo, si sabemos celebrar los ritos y
transmitir el misterio, tal vez Iker sane de su muerte.
Sekari no lo creía en absoluto, pero se guardó mucho de expresar su parecer.
¿Acaso Egipto, el país amado por los dioses, no había visto numerosos milagros?
—Proseguiremos el viaje juntos —anunció—, y te protegeré.
—Las criaturas del Anunciador están por todas partes —reveló la sacerdotisa.
El asno y el perro exigieron nuevas caricias. Sekari y Sarenput se dieron un
abrazo.
—Esta mujer es extraordinaria —murmuró el jefe de provincia—. Aunque no
tenga la menor oportunidad de alcanzar su objetivo, traza su camino como el
mejor de los guerreros e ignora el peligro. Ningún obstáculo la detendrá, preferirá
morir antes que renunciar. ¡Ya nos hemos librado de temibles trampas! Y el
enemigo no se debilitará.
—Tu navío de guerra es demasiado llamativo — consideró Sekari—. Yo
dispongo de una embarcación ligera y rápida, así que tomaré el relevo. Puedes
regresar a Elefantina.
—¿Necesitas a mis arqueros?
—Que se despojen de su atuendo militar y se comporten como simples marinos
que forman la tripulación de un barco mercante. Ocultarán sus armas y sólo las
utilizarán en caso de necesidad. Tú, Sarenput, permanece alerta. El porvenir
podría depararnos algunas sorpresas molestas.
—¿Temes un ataque de los nubios?
—Por ese lado, no hay problema. En cambio, Menfis sigue amenazada. Es
evidente que el Anunciador quiere destrozar el trono de los vivos. Cada jefe de
provincia tendrá que desempeñar un papel, manteniendo la cohesión de su
territorio.
—Elefantina permanecerá inquebrantable —prometió Sarenput—. Sobre todo,
vela por Isis.
Conmovido, el abrupto Sarenput se despidió de la superiora de Abydos. Deseaba
expresar las palabras adecuadas, que testimoniasen su admiración y su afecto,
pero farfulló unas fórmulas de cortesía horriblemente convencionales.
La mirada de Isis le hizo comprender que percibía sus verdaderos sentimientos.
—Es inútil que os recomiende prudencia —añadió—. Sin embargo, el
adversario...
—Lo venceremos, Sarenput.
Isis, Sekari, Viento del Norte y Sanguíneo se dirigieron hacia el dominio de
Osiris. En contacto con la muchacha, el asno y el perro recuperaban su vigor de
antaño.
—Mi padre corre un grave peligro. ¿No serías más útil a su lado?
—He recibido la orden de ayudarte y protegerte. El rey está rodeado por los
mejores hombres de su guardia personal, formada por Sobek; Sesostris está
seguro.
—Aunque inmóvil, su viaje puede resultar peligroso. Si no regresa del otro lado
de la vida y no celebra su regeneración utilizando el recipiente sellado, estamos
perdidos.
—Sesostris regresará.
—¿Un poco más de agua? —preguntó Bina al capitán de los soldados que
rodeaban la Casa de Vida de Abydos.
—Está bien.
—¿Cuándo debo traérosla?
El encanto y la sensualidad de la muchacha seducían al militar, que luchaba
valerosamente para no abandonar su puesto y llevarla hasta algún lugar discreto.
—En cuanto sea posible, en fin, quiero decir... a la hora reglamentaria.
Normalmente, no tenemos derecho a hablar.
—Tantos hombres, día y noche... ¡Custodiáis un fabuloso tesoro!
—Nosotros obedecemos órdenes.
—¿Realmente no sabes nada?
—Nada de nada.
Bina posó un furtivo beso en la mejilla del capitán.
—¡A mí no vas a mentirme! Sobre todo si nos encontramos esta noche, después
de cenar...
—Esta noche, relevo de la guardia. Abandono Abydos, me sustituye un colega.
Ahora, vete.
Aquel brutal cambio de actitud en el militar se debía a la llegada del Calvo y de
Neftis.
Temporal abnegada y discreta, Bina se esfumó.
Sus múltiples intentos, espaciados para no llamar la atención, topaban con un
muro impenetrable. Era imposible saber qué se tramaba en el interior de aquel
edificio misterioso donde el viejo ritualista y la maldita seductora penetraban
varias veces al día.
Y nadie, ni siquiera otro permanente, podía proporcionar la menor información a
la sierva del Anunciador.
¡Soldados armados en el interior del dominio de Osiris! Aquel desolador
espectáculo escandalizaba, ¿pero acaso no acababan de cometerse dos crímenes?
Por el lugar circulaba una sencilla explicación: había que proteger los archivos
sagrados y el Calvo utilizaba todos los medios.
Pero a Bina no la satisfacía. Tal vez el vejestorio y Neftis consultaban antiguos
grimorios y buscaban fórmulas mágicas capaces de proteger el paraje e impedir
nuevos crímenes. Tal vez redactaran papiros de conjuro. Pero, en ese caso, ¿por
qué semejante presencia militar?
Irritada, se dirigió a casa del Anunciador.
Por desgracia, no tendría nuevos elementos que procurarle.
30
Menfis dormía, pero no el general Nesmontu. Tras una suculenta cena, recorría la
terraza de la villa de Sehotep. El viejo general, indiferente a la soberbia vista de la
capital, no soportaba estar sin hacer nada. Se sentía inútil lejos de los cuarteles y
de los hombres de tropa.
El elegante Sehotep se reunió con él. Privado de las veladas mundanas durante las
que sondeaba el alma y las intenciones de los dignatarios, sin poder proseguir su
programa de renovación y construcción de templos, el escriba de vivaz mirada y
ágil inteligencia se marchitaba.
—Estoy engordando —deploró Nesmontu—. Tu cocinero prepara platos tan
suculentos que no puedo resistirme a ellos. ¡Como no hago ejercicio, la obesidad
me acecha!
—¿Deseas escuchar algunas Máximas de Ptah-Hotep acerca del autodominio?
—Me las sé de memoria y me duermo repitiéndolas. ¿Por qué nos impone Sobek
tan larga espera?
—Porque quiere asestar un golpe certero.
—¡Pero si Sekari ha descubierto un nido de terroristas! Los saco de allí, los
interrogo, me confiesan el nombre de sus jefes y decapitamos el ejército de las
tinieblas.
—No luchamos contra un enemigo cualquiera —recordó Sehotep—. Acuérdate
de Trece-Años y sus semejantes. El fanatismo multiplica su odio, no se rinden, no
hablan y prefieren morir. Sobek adopta la mejor estrategia: hacer creer a los
terroristas que tienen el campo libre.
—¡Pues no se manifiestan demasiado!
—Las informaciones deben circular y adquirir credibilidad, especialmente tu
muerte y la enfermedad incurable de Sobek. Se acabó el general en jefe, se acabó
el visir, querellas entre los pretendientes a funciones vitales: ¡qué soberbia
ocasión para lanzar una ofensiva! Pero los lugartenientes del Anunciador son
prudentes, no darán ese paso antes de estar seguros de vencer.
—¡De acuerdo, de acuerdo! ¡Que asomen la punta de la nariz, entonces!
—No tardarán en hacerlo —predijo Sehotep.
—Me gustaría compartir tu optimismo.
—Y, sin embargo, no es mi sentimiento predominante.
—¡Deja ya de atormentarte! Tu inocencia quedará demostrada.
—El tiempo juega en mi contra. Poco importa si el faraón salva las Dos Tierras y
preserva Abydos.
Con las manos a la espalda, Nesmontu comenzó a caminar de nuevo de un lado a
otro. Y Sehotep contempló la capital, presa ofrecida a temibles depredadores.
Furioso por haber sido destituido, el ex ayudante del alcalde de Medamud, sin
embargo, salía bien librado. Era espía del Anunciador en Medamud, y la llegada
de Sesostris le extrañaba.
¡El faraón no se había desplazado sólo para castigar al alcalde! Al hacer algunas
preguntas sobre el templo de Osiris, revelaba su verdadero objetivo: encontrar un
santuario olvidado, destruido probablemente desde hacía mucho tiempo.
El terrorista volvía a ser un simple aldeano, por lo que se afeitó el bigote, se puso
un taparrabos de campesino y merodeó alrededor de las obras donde trabajaban
los artesanos llegados de Tebas. Estaban perfectamente organizados, y se
distribuían en equipos día y noche. ¡También aquello era un comportamiento
insólito! ¿Por qué deseaba el monarca una reparación tan rápida? ¿Por qué
vigilaban el paraje unos guardias de élite?
Era evidente que el rey daba una gran importancia a Medamud.
Si el ex ayudante descubría las razones de aquel sorprendente comportamiento, el
Anunciador le concedería un ascenso. Abandonaría aquella mediocre aldea y se
trasladaría a vivir a Menfis, a una hermosa morada. Reducidos al estado de
criados, algunos altos dignatarios satisfarían sus menores deseos. Semejante
porvenir implicaba correr algunos riesgos. Con la cabeza baja, ofreció unas tortas
tibias al capitán de los guardias.
—Regalo del nuevo alcalde—dijo—. ¿Queréis más?
—No te diré que no.
—Esta noche os traeré puré de habas. El rey, en cambio, debe de preferir
manjares refinados. ¿Qué debo encargarle al cocinero del alcalde?
—No te metas en eso.
—¿Está enfermo su majestad?
—Ve a buscar el resto de las tortas.
El mutismo del capitán era muy elocuente. Sesostris estaba inmovilizado por
algún impedimento importante, a menos que estuviera llevando a cabo un rito
vinculado al santuario osiriaco de Medamud.
¿Cruzar el cordón de seguridad? Imposible.
El ex ayudante se deslizó hasta más allá del templo y, para su gran sorpresa,
advirtió que el bosque sagrado, inaccesible desde hacía varias generaciones,
estaba también bajo estrecha vigilancia.
¡El rey... el rey había cruzado la barrera vegetal! Sólo aquel gigante podía apartar
a los demonios que asfixiaban a los curiosos.
Durante la restauración y la ampliación del templo, Sesostris resistía en pleno
centro de aquel jardín prohibido. ¿Cómo acceder a él y descubrir sus intenciones?
De buen grado o por la fuerza, un hombre lo ayudaría: el octogenario que presidía
el consejo de ancianos.
El viejo, sentado en una silla de paja, contemplaba al ex ayudante con negra
mirada.
—El santuario de Osiris no existe. Es sólo una leyenda.
—¡Deja ya de mentir! Convenciste a toda la población para preservar un secreto,
y quiero conocerlo.
—¡Tonterías! Sal de mi casa.
—Incluso a tu edad se aprecia la vida, y más aún la de los propios hijos y los
propios nietos. Respóndeme o lamentarás tu obstinación.
—¿Te atreverías...?
—Tengo mucho que ganar, ¡no me importan los medios!
El octogenario no se tomó la advertencia a la ligera.
—El santuario existe, en efecto, aunque está en ruinas.
—¿Y no alberga criptas que escondan un tesoro? —Es posible.
—Cuidado, ¡estoy perdiendo la paciencia! —Es cierto, dos capillas subterráneas.
—¿Qué contienen? El anciano sonrió. —Están vacías. —¡Bromeas!
—Compruébalo, pues. —Hazme una descripción exacta del lugar. El viejo lo
hizo.
Acto seguido, convencido de la sinceridad de su informador, el discípulo del
Anunciador lo estranguló. Dada su avanzada edad, la familia pensaría que había
sido una muerte natural.
Quedaba por encontrar el medio de introducirse en el bosque sagrado, apoderarse
del fabuloso tesoro y descubrir los manejos del rey.
¡Con un poco de suerte, incluso podría acabar con él!
Imaginar la recompensa hizo perder la cabeza al asesino. Tras haber instalado a
su víctima en la cama, salió de su modesta morada y fue a comer.
Sekari admiró el pequeño cetro de marfil gracias al cual Isis provocaba que se
levantara un poderoso viento del sur, que permitía a la embarcación navegar a una
velocidad excepcional.
—Pertenecía al rey Escorpión, uno de los monarcas de los orígenes enterrado en
Abydos —indicó Isis—.
Mi padre me lo confió para modificar el destino. Este cetro y el cuchillo de Tot
son mis únicas armas.
—Olvidas tu amor por Iker, un amor único e indestructible. Lo que unisteis en
esta tierra perdurará.
Ipu, la capital de la novena provincia del Alto Egipto, estaba orgullosa de su
templo. Éste albergaba un extraordinario testimonio de su dios protector, que
había dado su nombre a la región: el Meteorito de Min. Caída del cielo a
comienzos de la primera dinastía, aquella piedra nacida de las estrellas
garantizaba la prosperidad y la fertilidad.
Pese a su vestidura ritual, un sudario blanco que recordaba el paso por la muerte,
el dios Min afirmaba el triunfo de la vida del modo más evidente: con el sexo
perpetuamente en erección, fecundaba el cosmos y la materia en todas sus
formas.
Isis acudió al templo. Un ritualista custodiaba la puerta de las purificaciones.
—Desearía ver a vuestro superior.
—¿Para qué?
—¿Acaso me impedirás el acceso al castillo de la Luna? Aquí se escucha al
universo y se transcribe su mensaje.
El guardián palideció. En unas pocas palabras, la muchacha demostraba su
calidad. ¿Acaso no conocía uno de los nombres secretos del templo y las virtudes
de la reliquia osiriaca?
Una vez efectuadas las purificaciones, el sacerdote invitó a la visitante a meditar
en el gran patio al aire libre, mientras él iba a buscar a su superior.
Este no tardó. Imponente cuarentón, no se andó con fórmulas de cortesía.
—¿Cuándo visteis vos el castillo de la Luna?
—Durante mi iniciación a los Dos Caminos.
—Pero entonces...
—Soy Isis, la superiora de Abydos, y deseo recoger la reliquia de este templo.
El sumo sacerdote no necesitó más explicaciones. Puesto que era preciso
reconstituir de nuevo el cuerpo osiriaco, una resurrección, semejante a la del
maestro de obras Imhotep, se estaba preparando.
Así pues, confió a la joven iniciada las orejas de Osiris.
1. Hermópolis.
31
1. Neni-nesut, Heracleópolis.
—Llévanos ante tus superiores.
—Los sacerdotes permanentes están enfermos.
—¿Una epidemia?
—No, una comida en mal estado hecha en común. La fiebre los hace delirar.
—¿Quién les preparó ese alimento en mal estado?
—El sustituto del cocinero habitual. La policía quiso interrogarlo, pero huyó.
¿Deseáis ver al responsable de los temporales?
Huraño, éste dispensó un distante recibimiento a Isis y a Sekari.
—Como los permanentes están ausentes, voy sobrecargado de trabajo y no tengo
tiempo que perder en chácharas. De modo que sed breves.
—Muéstranos la reliquia osiriaca —exigió Sekari.
El sacerdote se atragantó.
—¿Por quién os tomáis?
—¡Inclínate ante la superiora de Abydos y obedece!
Ante la prestancia de Isis, el responsable sintió que su interlocutor no exageraba.
—No estoy cualificado para...
—Tenemos prisa.
—Bueno... Seguidme.
El sacerdote los condujo hasta la capilla de la reliquia, una pequeña estancia
cuyos muros estaban cubiertos de textos referentes al nacimiento del «Grande en
forma de los siete rostros», el hijo de la luz divina aparecido bajo el loto
primordial.
—No estoy autorizado a entrar aquí, y menos aún a abrir el naos.
—Dejemos que actúe la superiora —decidió Sekari, llevando fuera a su anfitrión.
Isis leyó en voz alta el ritual grabado en la piedra.
Éste, convirtiéndose en palabra viva, apaciguó a los genios guardianes que
impedían el acceso al relicario y se abrió así paso.
32
Los recién casados paseaban por las orillas del Nilo. Disfrutaban de una tranquila
felicidad, y les gustaba tomar el fresco tras una jornada de trabajo, lejos de la agi-
tación de la ciudad.
De pronto, un hombre armado con un cuchillo les cerró el paso.
—Media vuelta —decidió el marido. Tras ellos, el Gruñón y tres comparsas
armados con garrotes.
—Dadme vuestras joyas y vuestra ropa. De lo contrario, os golpearemos hasta
que muráis. —Obedezcamos —aconsejó la esposa. —¡No dejaré que me roben!
—exclamó el marido. Un garrotazo le segó las piernas. El infeliz aulló de dolor.
Rápidamente, su mujer se quitó el collar, los brazaletes y los anillos.
—Tomadlo todo —imploró—, ¡ pero no nos matéis! —Tu túnica y la suya,
vuestras sandalias, ¡pronto! —exigió el Gruñón.
Desnudas, humilladas, desoladas, las víctimas intentaron consolarse, sin ni
siquiera mirar cómo se alejaban sus agresores.
El policía encargado de seguir a los terroristas apretó los dientes.
Con el pelo gris, la tez terrosa y ataviada con una pobre túnica, Isis se había
transformado en una anciana. Cuando subió a bordo de la barca del batelero, un
hombre sin edad y de gran talla, éste permaneció sentado y ni siquiera la miró.
—¿Podrías llevarme hasta el dominio de la llama?
—Lejos y caro. No creo que puedas permitírtelo.
—¿Cuánto pides?
—No me conformaré con un mendrugo de pan y un odre de agua fresca. ¿Tienes
un anillo de oro?
—Aquí está.
El batelero examinó largo rato el objeto.
—También quiero una tela de primera calidad, equivalente a ciento cincuenta
libras de espelta y un cuenco de bronce.
—Aquí está.
El la palpó y la dobló.
—¿Conoces los Números?
—El cielo es Uno; Dos expresa el fuego creador y el aire luminoso; Tres son
todos los dioses; Cuatro las direcciones del espacio; el Cinco abre el espíritu.
-—Puesto que sabes ensamblar la barcaza, ésta te llevará a tu objetivo. Evita la
estancia de tala; los partidarios de Set te aguardan allí.
El batelero abandonó la embarcación que, por sí sola, se dirigió hacia el gran
lago. Sorprendido, Sekari permaneció en el muelle.
33
La embarcación de Isis llegaba a otro mundo, el del Bajo Egipto. Tras haber
zigzagueado entre dos desiertos, el Nilo se acomodaba y formaba un vasto delta.
Del río nacían siete brazos que alimentaban un incalculable número de canales
que, a su vez, regaban una región verde y poblada de palmerales.
En el puerto secundario de Menfis, Sekari había procedido a realizar un cambio
de tripulación. Los arqueros de Sarenput, encantados de regresar a casa, no
olvidarían nunca el valor de la sacerdotisa. Uno tras otro, le agradecieron su
protección.
Los nuevos marinos pertenecían a las fuerzas especiales fundadas por Nesmontu.
El nuevo capitán, bravucón y mal hablado, conocía hasta el último rincón de
aquellos parajes inhóspitos, y sabía navegar tanto de día como de noche.
Originario de una aldea de las ciénagas costeras, no temía las serpientes ni los
insectos, y no utilizaba mapas.
—¡Una mujer! —exclamó al descubrir a la viuda—. ¿No pensará viajar en mi
barco?
—Es su barco —precisó Sekari—, y vas a obedecerla.
—¿Bromeas?
34
Una delegación de sacerdotes y soldados solicitó subir a bordo. Isis prefirió bajar
por la pasarela. Un cuarentón de hundidas mejillas le gritó:
—¡Marchaos de inmediato, este lugar está maldito!
—Debo ir al santuario.
—Es imposible, nadie podría cruzar el campo de los escorpiones. Unos
monstruos han despertado y han matado a la mayoría de mis colegas. Un enorme
cocodrilo habita ahora el lago sagrado, impidiendo cualquier purificación.
—Intentaré conjurar esta suerte.
El superviviente se enojó.
—¡Marchaos, os lo ordeno!
Isis avanzó.
Un soldado intentó agarrarla, pero el mastín dio un salto y lo arrojó al suelo. Ante
una señal de Sekari, los arqueros apuntaron al cortejo.
—Nadie trata así a la superiora de Abydos.
—Ignoraba que...
—¡Largaos, hatajo de cobardes! Lo que ocurra será responsabilidad nuestra.
Sekari, aunque dudaba del resultado, no quería que le faltara altivez.
Y cuando vio el número de escorpiones, negros y amarillos, que hormigueaban
por el jardín y el atrio del templo, dudó más aún.
Isis no retrocedió.
—Tot pronunció la gran palabra que da la plenitud a los dioses —recordó—.
Ensambla a Osiris para que viva. Vosotros, los hijos de Serket, diosa del estrecho
paso hacia la luz de la resurrección, regente de las alturas del cielo y de la
elevación de la tierra, ¡no os opongáis a la viuda! Instilad vuestro veneno en el
corazón de la impureza, abrasad lo perecedero, picad al enemigo. Que vuestra
llama inmovilice a mis adversarios y despeje mi camino.
Las peligrosas criaturas se detuvieron, y una a una, fueron metiéndose bajo las
piedras. Sekari creyó en la eficacia de las palabras mágicas, hasta que un
escorpión negro trepó por la túnica de Isis.
Ella tendió la mano.
El venenoso aguijón parecía dispuesto a herir.
—Indícame el emplazamiento de la reliquia.
El arácnido se calmó. Isis lo dejó en el suelo y lo siguió.
El animal la condujo al lago sagrado.
La sacerdotisa bajó los primeros peldaños de la escalera. Ascendiendo de las
profundidades, apareció un gigantesco cocodrilo.
En su lomo, los muslos de Osiris.
Tras haber atravesado, a su vez, el campo de los escorpiones, Sekari retuvo a su
hermana.
—¡Ten cuidado, te lo ruego! Ese monstruo no tiene un aspecto conciliador.
—Recuerda los misterios del mes de khoiak, hermano mío del «Círculo de oro».
¿No adopta Osiris la forma del animal de Sobek para atravesar el océano pri-
mordial?
Sekari recordó la exploración del Fayum durante la que Iker, condenado a
ahogarse, había sido salvado por el dueño de las aguas, un enorme cocodrilo.
El genio del lago se acercó a Isis, que se encontraba sumergida hasta el pecho.
Sus fauces se abrieron y dejaron ver unos amenazadores colmillos.
—Tú, el seductor de hermoso rostro, el raptor de mujeres, prosigues tu trabajo de
agrupador.
Una especie de ternura brotó de los minúsculos ojos del cocodrilo. Isis tendió las
manos y recogió las reliquias.
35
Bubastis, la capital de la decimoctava provincia del Bajo Egipto, el Niño Real, era
una ciudad animada, de evidente prosperidad. Allí se celebraba una gran fiesta en
honor a la diosa gata Bastet, durante la cual los participantes se olvidaban de
cualquier gazmoñería.
Varios soldados acompañaron a Isis.
—Es extraño —estimó Sekari—. ¿Por qué no se manifiestan las criaturas del
Anunciador? El no renuncia nunca, por lo que debe de haber previsto una em-
boscada mejor organizada que las anteriores. Aquí, tal vez. Sobre todo, no
bajemos la guardia.
Viento del Norte y Sanguíneo permanecían atentos. Al ver al mastín, gran
cantidad de gatos se dirigieron a posiciones más elevadas, fuera de su alcance.
Ante el templo principal, un coloso encarnaba el ka de Sesostris. El pequeño
grupo le rindió homenaje e Isis le rogó que le diera fuerzas para llegar hasta el
final de su búsqueda.
La hermosa superiora del colegio sacerdotal, de ojos rasgados, recibió a su
homologa de Abydos en un jardín donde crecían un centenar de especies de
plantas medicinales. Adeptos de la temible Sejmet, los médicos recogían allí los
dones de la dulce Bastet, necesarios para la preparación de los remedios.
Bajo el sitial de su señora, un enorme gato negro de sorprendente tamaño
contempló a Isis, luego se instaló cómodamente y ronroneó de satisfacción:
aceptaba a la inesperada visitante.
—¿Percibe este jardín la claridad de la ventana del cielo? —preguntó Isis.
—Acaba de cerrarse y el fulgor del más allá ya no ilumina el cofre misterioso
—deploró la gran sacerdotisa—. En adelante, permanecerá cerrado.
—Su contenido es indispensable para la celebración de los misterios —reveló
Isis—. ¿Has pronunciado las fórmulas del conjuro?
—En balde.
Sekari estaba en lo cierto: el Anunciador no renunciaba. Al ocultar la ventana de
Bubastis, cerraba un importante lugar de paso entre lo visible y lo invisible, e
impedía a la viuda recoger un tesoro necesario para la reconstitución del cuerpo
osiriaco.
36
El gran tesorero Senankh sentía un absoluto respeto por el orden y el método. Por
tanto, los despachos de la Doble Casa Blanca y el Ministerio de Economía eran
modelos de organización y de limpieza. Cada funcionario conocía su papel
concreto, y sus deberes prevalecían sobre sus derechos. Nada exasperaba más a
Senankh que los jefezuelos que abusaban de su posición en detrimento de los
demás y, especialmente, de los contribuyentes. Siempre acababa descubriendo a
éstos y ponía un brutal término a su carrera. Puesto que ningún cargo estaba
garantizado permanentemente, nadie holgazaneaba. Y el conjunto de la jerarquía
se sabía responsable de un aspecto esencial de la prosperidad de las Dos Tierras.
Cuando cinco hombres armados irrumpieron en una de las salas de archivos del
ministerio, el encargado no creyó lo que estaba viendo. Tras haber derribado a un
guardia y dos escribas, pegaron al infeliz a una pared, amenazándolo con un
cuchillo, desgarraron decenas de papiros contables, provocaron un incendio y hu-
yeron.
Sin pensar en su propia seguridad, el encargado se quitó la túnica, trató de apagar
el fuego y pidió ayuda.
Desesperado al ver cómo eran destruidos los valiosos documentos, se quemó las
manos y los brazos, y habría perecido sin la rápida intervención de los refuerzos.
1. Per-Usir-neb-djed, Busiris
1. La planta nebeh. Hay aquí un juego de sonidos con nub, «el oro».
—Ya nos hemos puesto en contacto con las tres cuartas partes de nuestras células.
Todas se alegran ante la idea de pasar a la acción.
—¿Se respetan escrupulosamente las consignas de seguridad?
—Nuestros hombres se muestran extremadamente prudentes.
—¿No hay ninguna señal alarmante?
—Ni la más mínima. Patrullas, registros, detenciones, algunos desfiles de
soldados... Las autoridades siguen dando palos de ciego.
—Que nuestros agentes de contacto no quieran quemar etapas. Un paso en falso
pondría en peligro el conjunto de la operación.
—Todos conocen vuestras exigencias y las respetarán. ¿Puedo hacer pasar a
vuestro visitante?
—¿Ha sido registrado?
—No lleva armas, la contraseña era correcta.
Joven, atlético y con la mirada vivaz, el compatriota del libanés trabajaba para él
desde hacía mucho tiempo.
—¿Buenas noticias?
—Desgraciadamente, no.
—¿Prosigue esa sacerdotisa su inverosímil viaje?
—Pronto llegará a la vista de Athribis, la capital de la décima provincia del Bajo
Egipto, y de Heliópolis, la vieja ciudad santa del divino sol. Allí obtendrá
temibles poderes.
—¡No tan temibles, no tan temibles, no exageremos! La tal Isis es sólo una mujer,
y su vagabundeo recuerda el recorrido de una loca que no se recupera de la
muerte de su marido.
—Según los rumores, su paso provoca entusiasmo entre el personal de los
templos —insistió el informador—. Parece capaz de romper los maleficios y
desbaratar las trampas. No sé nada más, pues la escoltan soldados de élite y no
puedo aproximarme a ella.
El detalle intrigó al libanés.
Así pues, Isis llevaba a cabo una misión concreta, bajo fuertes medidas de
protección. ¿Acaso intentaba levantar la moral de los sumos sacerdotes y las
grandes sacerdotisas? ¿Les transmitía un mensaje confidencial del rey? ¿Los
ponía en guardia contra eventuales ataques de los partidarios del Anunciador?
Suponiendo que no se hubiera sumido en la demencia, el campo de acción de la
viuda seguía siendo limitado. Perfeccionista, el libanés prefirió, sin embargo, no
correr riesgo alguno.
—Le reservaremos una pequeña sorpresa —decidió—. ¿Tenemos algún agente
en Heliópolis?
—El mejor del Bajo Egipto.
—Como a la sacerdotisa le gusta viajar, voy a proporcionarle la ocasión de hacer
un largo viaje... sin regreso.
Nesmontu ya no podía estarse quieto. Durante su larga carrera, nunca había
permanecido tanto tiempo alejado del terreno. Privado de su puesto de mando, del
cuartel, de los hombres de tropa, se sentía inútil. La comodidad de la mansión de
Sehotep estaba haciéndose insoportable. Su única distracción eran varias sesiones
diarias de gimnasia, que no habría soportado un soldado joven y de excelente
salud.
El ex Portador del sello real leía y releía los textos de los sabios. Uniendo a los
dos hermanos del «Círculo de oro» de Abydos, una franca amistad les permitía
soportar aquella penosa espera.
¡Por fin, la visita de Sobek!
—El jefe de la organización terrorista es un jugador de primera categoría
—declaró el visir—. Es astuto y desconfiado, y considera la situación demasiado
favorable.
—Nuestra ausencia de reacción le ha intrigado —advirtió Nesmontu—, y no cree
en la descomposición del Estado. Dicho de otro modo, nuestra estrategia está
fracasando.
—Al contrario —objetó el Protector, que relató los últimos acontecimientos.
—¡Tú también eres un jugador temible! —estimó Sehotep—. ¿Piensas ganar esta
partida?
—Lo ignoro. No creo haber cometido ningún error, pero quién sabe si nuestro
adversario morderá el anzuelo.
—¿Y los cortafuegos? —se preocupó Nesmontu.
—En su lugar —aseguró el visir—. He aquí el detalle.
La exposición duró más de una hora, y el general memorizó el dispositivo.
—Todavía quedan una decena de puntos débiles —analizó—. Ni un solo barrio
de Menfis debe escapar a nuestro peinado. Cuando los terroristas salgan de su
ratonera, o serán atrapados por la tenaza o se toparán con muros infranqueables.
Sobek anotó las mejoras a su plan.
—General, este forzoso retiro no ha alterado tu lucidez.
—¡Ya sólo faltaría eso! Si supieras hasta qué punto espero esa ofensiva
enemiga... Por fin vamos a vernos las caras con esos asesinos y combatir al
ejército de las tinieblas en campo abierto.
—El riesgo me parece muy alto —consideró el visir—. No conocemos el número
exacto de los partidarios del Anunciador ni sus objetivos concretos.
—¡El palacio real, los despachos del visir y el cuartel principal! —afirmó
Nesmontu—. Si se apoderaran de esos puntos estratégicos, provocarían una
desbandada. Por eso mis regimientos se ocultarán alrededor de esos edificios.
Sobre todo, no reforcemos la guardia visible.
Nesmontu ya dirigía la maniobra.
El visir se dirigió a Sehotep.
—El proceso avanza.
—Y va mal, supongo.
37
Cuando Isis salió del templo, el sol brillaba en el cenit. Mientras regresaban de los
arrabales y del campo, los habitantes de Athribis vieron a la superiora de Abydos
depositando la reliquia en los lomos del enorme toro negro. Aparentemente sano,
el animal guió hasta el puerto una improvisada procesión.
Al verla, la sangre del capitán se heló.
Un acceso de cólera y las astas del gigante podrían dañar gravemente su
embarcación.
No obstante, la calma de Isis lo tranquilizó, aunque no le desagradó soltar
amarras y poner rumbo hacia la ciudad del sol, Heliópolis, la ilustre capital de la
decimotercera provincia del Bajo Egipto, en el extremo sur del Delta, al norte de
Menfis.
Sekari contemplaba a Isis, conmovido y admirado.
—Todas las partes del cuerpo osiriaco están ya reunidas; has llegado al final de tu
búsqueda.
—Queda una etapa aún.
—¡Una simple formalidad, en principio!
—¿Crees que la reputación de Heliópolis impedirá que el Anunciador actúe?
—Probablemente, no... ¡Pero ha fracasado! A pesar de las numerosas trampas y
agresiones, no ha conseguido interrumpir tu viaje.
—Subestimarlo sería un error fatal.
Sekari registró el barco de punta a punta.
¿Alguno de los miembros de la tripulación habría jurado fidelidad al
Anunciador? Sekari los conocía a todos, es cierto. Pero tal vez uno de ellos
hubiera sucumbido a las promesas de un brillante porvenir o al atractivo de una
fortuna fácilmente ganada.
Ni el perro ni el asno manifestaban la menor suspicacia ante aquellos policías de
élite, alumnos de Sobek y formados con mano dura.
¿Qué tipo de peligro les reservaba Heliópolis?
Un brazo del río que brillaba bajo el sol, un verde paraje, vastos palmerales, una
ciudad-templo apacible y austera... Allí se levantaba el obelisco único, rayo de
luz petrificada. Allí reinaban Atum, el Creador, y Ra, la luz en acto. Allí habían
sido concebidos los «textos de las pirámides», conjunto de fórmulas que
permitían al alma del faraón vencer la muerte y llevar a cabo múltiples
transmutaciones en el otro mundo. Resultado de las percepciones espirituales de
los iniciados de Heliópolis, las grandes pirámides del Imperio Antiguo traducían,
de modo colosal, la eternidad osiriaca.
El centro de la ciudad se componía de santuarios independientes y
complementarios a la vez, donde trabajaban un número reducido de especialistas.
Ningún disturbio parecía haber alcanzado aquel territorio sagrado.
En el embarcadero, varios sacerdotes con la cabeza afeitada recibieron a Isis.
—Superiora de Abydos —dijo su portavoz—, nos alegramos de vuestra visita.
Los ecos de vuestro viaje se propagan, y os ofrecemos nuestra ayuda.
Semejantes declaraciones deberían haber reconfortado a Sekari, pero
curiosamente agravaron su inquietud. Demasiado sencillo, demasiado fácil,
demasiado evidente... ¿Qué ocultaba aquella untuosa actitud?
—Quisiera ver al sumo sacerdote —solicitó Isis.
—Por desgracia, eso es imposible. Acaba de sufrir un síncope y ha perdido el uso
de la palabra.
—¿Quién lo sustituye?
—Provisionalmente, uno de sus ayudantes. En caso de muerte, los permanentes
propondrán el nombre de un sucesor a su majestad.
—Deseo hablar con ese sustituto.
—Lo avisaremos inmediatamente de vuestra llegada. Entretanto, podéis saciar
vuestra hambre y descansar.
Un temporal acompañó a Isis, Sekari, Viento del Norte y Sanguíneo hasta el
palacio destinado a los huéspedes distinguidos. El asno y el perro degustaron una
copiosa comida y se durmieron ambos.
Nervioso, el agente secreto sólo bebió agua y examinó el conjunto de las
estancias decoradas con pinturas que representaban flores, animales y diversos
santuarios.
No descubrió nada anormal.
Cuando llegó el sustituto del sumo sacerdote, Sekari se ocultó tras una puerta y no
se perdió ni una sola palabra de la conversación.
—Vuestra presencia nos honra —dijo el dignatario.
—Esta provincia se llama el Maestro tiene Buena Salud —recordó Isis—. Aquí
custodiáis el cetro mágico de Osiris, que le permite mantener su coherencia
uniendo las partes de su cuerpo. ¿Aceptáis entregármelo?
—¿Os servirá para la celebración de los misterios del mes de khoiak?
—En efecto.
—Supongo que el sumo sacerdote habría aceptado.
—No me cabe duda.
—Permitidme que consulte con los principales permanentes.
Las deliberaciones fueron breves.
El sustituto llegó con el cetro, envuelto en un lienzo blanco, y lo entregó a la
joven. Su sombrío aspecto revelaba una profunda contrariedad.
—El éxito de vuestra búsqueda nos permite creer en la perennidad de Abydos.
39
Ataviado con la túnica blanca osiriaca, Sesostris unió cuatro veces el cielo y la
tierra, dirigiéndose a cada punto cardinal. Con el cuerpo protegido por un echarpe
de lino rojo, símbolo de la luz de Ra dispersando las tinieblas, consagró el nuevo
templo dedicado a Osiris. Seis depósitos de fundación contenían jarras, copas de
terracota, pulidores de gres, herramientas de bronce en miniatura, brazaletes de
cuentas de cornalinas, ladrillos de tierra cruda, maquillaje verde y negro, una
cabeza y un hombro de toro hechos de diorita. El suelo, revestido de plata,
purificaba por sí mismo los pasos de los ritualistas.
El soberano iluminó por primera vez el naos y lo incensó.
—Te doy toda fuerza y toda alegría, como el sol —dijo dirigiéndose a Montu, el
señor del santuario.
Su representante en la tierra, el toro salvaje, mantendría la vitalidad del ka del
edificio donde se desarrollaban las escenas de la fiesta de regeneración del
faraón. En el dintel de un porche monumental, Horus y Set le presentaban el tallo
de millones de años, el signo de la vida perpetuamente renovada y el de la
potencia. Unas estatuas representaban al rey anciano adosado al joven rey. En su
ser simbólico se asociaban el principio y el fin, el dinamismo y la serenidad. Un
patio se adornaba con pilares osiriacos, afirmando el triunfo de la resurrección.
Una calleja separaba el templo del barrio residencial reservado a los sacerdotes
permanentes que se purificaban con el agua del lago sagrado. Entre ellos había al-
gunos especialistas destinados al laboratorio. Allí se depositarían ungüentos,
aromas y el oro de Punt.
Al restablecer la tradición osiriaca en Medamud, Sesostris se concedía un arma
de primera magnitud contra el Anunciador. Pero había que hacerla eficaz.
El rey se dirigió hacia el recinto del toro. Al acercarse, el cuadrúpedo fue presa de
una violenta cólera.
—Apacíguate —ordenó el faraón—. Sufres ceguera por la ausencia del sol
femenino. La construcción del nuevo templo lo hará aparecer.
Durante toda la noche, cantos y danzas alegraron el corazón de la diosa de oro.
Alimentada con música, ésta aceptó reaparecer visitando la oscuridad.
El toro, apaciguado, dejó penetrar al faraón en el recinto. En el centro, una
pequeña capilla, a la sombra de una vieja acacia.
En su interior, el recipiente sellado que contenía las linfas de Osiris, fuente de
vida y misterio de la obra divina.
El cesto de los misterios contenía todas las partes del cuerpo de Osiris que ella
intentaría reconstruir en Abydos, sin la seguridad de lograrlo. Iker la aguardaba.
Y su amor por él no dejaba de crecer.
LOS MISTERIOS DEL MES DE KHOIAK1
Mes de khoiak,
Primer día (20 de octubre), Abydos
Tras el ritual del alba, el Calvo y Neftis acudieron a la Casa de Vida. Allí, el
sacerdote recitó las fórmulas de preservación de la momia. La sacerdotisa la
magnetizó. La ausencia de cualquier signo de descomposición demostraba que
Iker seguía viviendo en una existencia intermedia, entre la nada y el
renacimiento.
A partir de mediodía, se iniciaron nuevos interrogatorios.
Le llegó el turno a Asher.
—Según los informes de tus superiores —observó el Calvo—, sabes modelar
cuencos y fabricar recipientes rituales, y limpias, de modo ejemplar, los objetos
del culto.
—Es un juicio que me halaga. Intento ser útil.
—¿Cuáles son tus ambiciones, Asher?
—Fundar una familia y trabajar el mayor tiempo posible en Abydos.
—¿Desearías acceder a la dignidad de sacerdote permanente?
—¡Por supuesto, pero sólo es un sueño!
—¿Y si se convirtiera en realidad?
—¿No es Egipto el país de los milagros? No me atrevo a creerlo, pero
abandonaría de buena gana mis actividades profanas para servir a Osiris.
—¿No te asusta el rigor de nuestra Regla?
—Al contrario, afirma mis convicciones. ¿No sigue siendo Abydos el zócalo de
la espiritualidad egipcia?
—Respóndeme con claridad: ¿has observado hechos insólitos o comportamientos
dudosos?
El Anunciador reflexionó.
—Percibo una armonía que une el aquí y el más allá. Aquí, cada segundo de
nuestra existencia adquiere sentido. Temporales y permanentes llevan a cabo
tareas precisas, a su hora y de acuerdo con sus capacidades. El espíritu de Osiris
nos arrastra más allá de nosotros mismos.
El Anunciador no formuló acusación ni sospecha alguna. Según sus
declaraciones, Abydos parecía un paraíso.
Mes de khoiak,
Segundo día (21 de octubre), Abydos
Isis y Neftis colocaron alrededor de Iker los cuatro recipientes que formaban el
alma recompuesta. A occidente, el primero, con cabeza de halcón,1 contenía el
intestino, los vasos y los conductos de energía de Osiris. A oriente, el segundo,
con cabeza de chacal,1 el estómago y el bazo; a mediodía, el tercero, con cabeza
de hombre,2 el hígado; a septentrión, el cuarto, con cabeza de babuino,3 los
pulmones.
1. Kebeh-senuf, «el que da el agua fresca a su hermano».
1. Dua-mutef, «el que venera a su madre».
2. Imseti, «el fecundador (?)».
3. Hepy, «el rápido».
Mes de khoiak,
tercer día (22 de octubre), Abydos
Las siete sacerdotisas de la diosa Hator eligieron los más hermosos dátiles.
Depositaron una parte en una bandeja de plata y exprimieron los demás para
extraer su jugo, produciendo un licor que simbolizaba las linfas regeneradoras de
Osiris.
Concluido su trabajo, entregaron los frutos y el licor al faraón. Al terminar el
ritual del alba que se celebraba en su templo de millones de años, éste regresó a la
Casa de Vida y presentó la ofrenda a los tres Osiris.
—He aquí la encarnación del fuego benéfico. Que os ayude a renacer con el año
nuevo, en pleno corazón del misterio.
—Aquí se consuma el trabajo secreto guardado para siempre —añadió Isis—. En
tu cuerpo de luz, Osiris, se levantará el sol.
El primer alimento sólido y líquido de los tres Osiris estaba asegurado. El Calvo
tenía ahora que preparar la procesión de los bueyes cebados y su sacrificio,
previsto para el sexto día del mes de khoiak. Sólo Isis permaneció junto a Iker.
—-Uno de los sacerdotes temporales me intriga —le reveló Neftis al Calvo—.
Reconozco que me siento atraída por él, y acaba de pedirme en matrimonio. Es un
excelente técnico, apreciado por todos, y pensáis incluso en la posibilidad de
aceptarlo como permanente.
—¿De quién se trata?
—De Asher, ese temporal de gran talla, tan seductor. Con voz dulce, amable, casi
tierna, me ha soltado un espantoso discurso referente a las mujeres. Ninguna le
parece digna de ser sacerdotisa, y afirma la absoluta superioridad del hombre. Yo
he fingido estar de acuerdo con él.
—¿Bromeaba o hablaba en serio?
—No creo que bromease, pero procuraré confirmarlo.
—¡Sé prudente! Si se trata de un discípulo del Anunciador, estás en peligro.
—En ese caso, me llevará a su señor.
—¿Por qué iba a llevarte hasta él?
—Porque puedo revelarle los secretos de la Casa de Vida.
—Preveremos tu protección.
—¡Que sea discreta, sobre todo! De lo contrario, Asher desconfiará y fracasaré.
—¿Eres consciente de los riesgos que corres?
—Es necesario erradicar el mal que se ha implantado en Abydos. He aquí por fin,
tal vez, la ocasión de lograrlo.
—Existe un método menos peligroso —estimó el Calvo—: volver a examinar el
expediente de admisión del tal Asher. Espera mis conclusiones antes de sondear a
tu enamorado.
Neftis pensó en el sufrimiento y el valor de su hermana Isis. Aunque su vida
corriera peligro, contribuiría a apartar la amenaza de la morada de resurrección.
Mes de khoiak,
Cuarto día (23 de octubre), Menfis
Por el sombrío aspecto del visir Sobek, el general Nesmontu presintió una
catástrofe.
—¿Un ataque terrorista?
—No, el tribunal acaba de dictar sentencia.
—No me digas que...
—La máxima condena.
—¡Sehotep no mató a nadie!
—Según el tribunal, la intención vale por la acción. Además, existen
circunstancias agravantes: el culpable pertenecía a la Casa del Rey.
—Hay que apelar esa decisión.
—Es definitiva, Nesmontu. En estos tiempos turbulentos, la justicia debe
mostrarse ejemplar. Ni siquiera el faraón puede ya hacer nada por Sehotep.
—¡Un miembro del «Círculo de oro» de Abydos condenado a muerte a causa de
una prueba falsificada!
Desamparado, el viejo soldado creyó por unos instantes en el triunfo del
Anunciador. Pero su instinto de guerrero prevaleció y pensó en reunir a sus fieles,
atacar la prisión y liberar a su hermano.
—No cometas locuras —recomendó el visir—. ¿Adonde iba a llevarte un golpe
de fuerza? De un momento a otro, los terroristas iniciarán su ofensiva. Tendrás
que coordinar nuestra respuesta. La supervivencia de Menfis dependerá de tu
intervención.
El Protector hacía bien recordándole sus deberes.
—Sobre todo, permanece oculto aquí. Si aparecieras, el jefe de la organización
terrorista comprendería que estamos tendiéndole una trampa. Algunos soldados
custodiarán esta villa requisada tras la ejecución de su propietario.
La voz de Sobek temblaba. Ni el general ni él eran hombres que estuvieran
acostumbrados a expresar su desamparo.
Sobek dormía dos horas por noche, pues seguía examinando los informes de las
investigaciones policiales, por mínimos que fueran. Esperaba hallar en ellos un
indicio que pudiera diferir la ejecución de la sentencia.
Un dibujo que representaba a un sospechoso lo intrigó. Se parecía vagamente a
Gergu, el inspector principal de los graneros. Tal vez, según el informe del in-
vestigador, estuviera mezclado, de cerca o de lejos, en el caso Olivia. El discreto
registro de una casa perteneciente a un tal Bel-Tran había dado un curioso resulta-
do: se habían hallado numerosas mercancías de valor, robadas o no declaradas.
El Protector recordó que Iker le había pedido que investigara al tal Gergu, pero
las investigaciones habían resultado estériles.
Un segundo expediente se refería al mismo personaje.
Esta vez no eran simples sospechas, sino una denuncia en toda regla. El
Mes de khoiak,
Quinto día (24 de octubre), Menfis
Mes de khoiak,
Sexto día (25 de octubre), Abydos
Mes de khoiak,
Séptimo día (26 de octubre), Abydos
Mes de khoiak,
Octavo día (27 de octubre), Abydos
Llevando en sus garras dos anillas, símbolos de las dos eternidades, un ave con
cabeza humana se posó en la momia de Iker.
Regresando del cosmos, el alma animaba el cuerpo osiriaco.
Hasta el duodécimo día del mes de khoiak, la viuda tenía que respetar un absoluto
silencio.
Mes de khoiak,
Noveno día (28 de octubre), Menfis
Ebrio, Gergu se dirigió al taller del escultor que fabricaba las falsas estelas, que
luego eran vendidas a ricos clientes, convencidos de que compraban inestimables
obras procedentes de Abydos. ¿Acaso no incluían la fórmula osiriaca, garantía de
su autenticidad?
Inaccesible Medes por la preparación del asalto final, Gergu necesitaba dinero.
Quería procurarse una siria comprensiva, aunque cara, y por eso pensaba tomar
de inmediato su parte.
El artesano lo llevó hasta el fondo de su taller.
—¡Lingotes de cobre, amuletos y paños, en seguida! —exigió Gergu.
—¡ Tranquilizaos!
Furioso, el inspector general de los graneros golpeó con violencia a su cómplice,
lo tiró al suelo y lo pisoteó.
—¡Mi parte... dame mi parte!
Un poderoso puño agarró por el pelo al agresor y lo pegó a una pared.
—¡Visir Sobek! —exclamó Gergu, incrédulo—. ¡Vos... estabais moribundo!
—Ante la idea de interrogarte, mi salud mejora. La bailarina Olivia, la casa del
comerciante Bel-Tran, ¿te recuerda eso algo?
—¡No, no, nada!
—¿Y la denuncia del responsable de los graneros del Cerro florido?
—¡Un error... un error administrativo!
—¡Hablarás, amiguito!
—¡No puedo, me matarían!
—¡Yo hablaré! —decidió el artesano del rostro tumefacto, aterrorizado por
Sobek el Protector y la decena de policías que estaban registrando su taller.
Más valía confesar y pedir la indulgencia del visir arrojando la principal
responsabilidad sobre aquel peligroso alcohólico que había estado a punto de
matarlo.
Ante las revelaciones de su cómplice, Gergu cedió.
Confesó sus fechorías, imploró el perdón de las autoridades y derramó lágrimas
ardientes.
—El verdadero culpable es Medes.
—¿El secretario de la Casa del Rey? —se extrañó Sobek.
—Sí, me manipulaba y me obligaba a trabajar para él.
—¿Robo, tráfico y posesión de mercancías utilizando el nombre de Bel-Tran?
—Quería hacer fortuna.
—¿Está mezclado en el caso Olivia?
—¡ Naturalmente!
—¿Estáis, tu patrón y tú, vinculados a la organización terrorista?
Gergu vaciló.
—¡Tal vez él, yo en absoluto!
—¿No habrás vendido tu alma al Anunciador?
—¡No, oh, no! Como vos, lo detesto y...
La mano derecha de Gergu se inflamó y le arrancó un horrible grito de dolor.
Luego, su hombro y su cabeza ardieron también.
Estupefactos, Sobek y los policías no tuvieron tiempo de intervenir.
Gergu se inflamó de pies a cabeza y finalmente se derrumbó.
embarcaciones del Estado para transmitir consignas a los terroristas, que había
ordenado a un falso policía que matara a Iker... La lista de sus fechorías parecía
interminable.
Las últimas palabras escritas por su mano anunciaban, sin duda, lo peor: «El once
khoiak, operación final.»
Mes de khoiak,
undécimo día (30 de octubre), Menfis
Mes de khoiak,
duodécimo día (31 de octubre), Abydos
Aquel amanecer del duodécimo día del mes de khoiak, Isis tenía que superar una
etapa fundamental. En caso de fracaso, sería responsable de la segunda muerte de
Iker, irreversible esta vez. ¿Había hecho mal o bien al enfrentarse con el destino,
negar lo ineluctable y retrasar el curso habitual de la momificación para intentar
lo imposible? Iniciada en el camino de fuego, ¿podía comportarse como una
esposa ordinaria? La duda la invadía. Sin embargo, sólo el amor guiaba sus
pensamientos y sus gestos. Amor al conocimiento, amor a la vida más allá de la
muerte, amor a los misterios que trazaban su camino, amor a la obra divina, amor
a un ser excepcional a quien quería liberar de injustos tormentos.
Al abrir las puertas del cielo, transformando la Casa de Vida en Morada del Oro,
el faraón había vinculado el modo de existencia de los tres Osiris. Ahora había
que concretizar la presencia de las fuerzas transmuta- doras del cosmos
desprendiendo el aspecto eterno de la vida común a lo mineral, a lo metálico, a lo
vegetal, a lo animal y a lo humano.
Isis encendió una sola lámpara.
En la penumbra, distinguió la claridad que emanaba del hornillo de atanor cuyo
1. 65 centímetros.
2. 28 centímetros.
Isis utilizó los recipientes traídos del Ibis, decimoquinta provincia del Bajo
Egipto. El alabastro, cubierto de Oro fino, emitía unos rayos delgados y precisos.
A cada una de sus intervenciones, la sacerdotisa vertía una ínfima cantidad de
agua del Nun. Resistente a cualquier forma de contaminación, se regeneraría a sí
misma.
En el transcurso de la noche fluyeron las linfas de Osiris que contenían la
totalidad de las vibraciones de la materia, visible e invisible.
El Osiris vegetal se había vuelto negro, prueba de que se había logrado el
encadenamiento de las mutaciones.
La viuda levantó la cuba de granito, receptáculo del fluido.
Antes de humedecer con él la momia de Iker, vaciló.
Demasiado corrosiva, la obra en negro la destruiría. Demasiado débil, sólo le
daría una apariencia de existencia y provocaría la descomposición.
Era imposible volver atrás. Como la inundación, como el agua de las
purificaciones brotada del lago sagrado, el líquido osiriaco lavó de la muerte la
momia de Iker.
—Que la diosa Cielo te traiga al mundo —murmuró Isis—, que la cebada
mezclada con arena se convierta en tu cuerpo, que renazca el espíritu luminoso
recorriendo la bóveda celestial.
Había que fijar aquel espíritu volátil en lo mineral y lo vegetal, capaces de
absorber el tiempo del fallecimiento y de renacer tras su aparente desaparición.
Ni quemadura, ni mancha sospechosa, ni signo de alteración.
Intacta, la momia del hijo real se alimentaba del fluido regenerador.
Hasta el veintiuno de khoiak, todas las noches, la viuda realizaría sin cesar
aquella transferencia de energía.
Mes de khoiak,
decimotercer día (1 de noviembre),
Abydos
Deseo hablarte lejos de los oídos y de las miradas indiscretas —le dijo el
Anunciador a Neftis—. ¿No debemos tomar grandes decisiones?
¡Por fin había regresado, hermosa, elegante y sonriente! Utilizando su encanto y
su voz hechicera la convertiría en su esclava.
La pareja tomó la vía procesional que llevaba a la escalera del Gran Dios.
—Me gusta este lugar solitario y tranquilo —confesó el Anunciador—. Sin la
menor presencia humana, sólo tumbas, estelas, mesas de ofrenda y estatuas a la
gloria de Osiris. Aquí, el tiempo no existe. No hay diferencia entre los grandes y
los humildes, asociados a la eternidad del dios asesinado y resucitado. ¿Puede
reproducirse semejante milagro?
—Durante los misterios del mes de khoiak —indicó Neftis—, Osiris revive a la
vez esa tragedia y su renacimiento.
—Nosotros, los temporales, somos mantenidos al margen del verdadero secreto.
En cambio, tú, sacerdotisa permanente, lo conoces.
—La regla del silencio sella mi boca.
Mes de khoiak,
decimocuarto día (2 de noviembre),
Abydos
1. Hu, shepes, iri, uadj, nakht, akh, uas, djefa, shernes, heka, tje- hen, user,
pesedj, seped.
2. Maa, sedjem, sia.
Mes de khoiak,
decimoquinto día (3 de noviembre),
Abydos
Durante toda la noche, Isis había derramado el agua del Nun sobre la momia de
Iker, evitando así todo exceso del fuego regenerador, fuente del desarrollo de los
nuevos órganos del cuerpo osiriaco.
Sintiendo las dificultades que experimentaba el joven sol para salir de las
tinieblas, contempló el cielo.
La pata del toro1 brillaba de un modo anormal. La cólera de Set intentaba quebrar
los metales alquímicos que componían el cosmos y prevenir el crecimiento de los
minerales y las plantas.
1. La Osa Mayor.
Mes de khoiak,
decimosexto día (4 de noviembre),
Abydos
He visto al Anunciador —le reveló Neftis a Isis, en presencia del Calvo, que
acababa de llevar una estatua de la diosa Nut, cielo de los dioses, a la que la
superiora de Abydos tendría que asimilarse para proseguir la realización de la
Gran Obra.
—¿Te ha hablado de Iker?
—No, quería casarse conmigo y convertirme en una de sus esclavas. Su magia es
terrorífica, sus poderes temibles. No renunciará, la Morada del Oro sigue ame-
nazada.
En la capilla del lecho, de tres codos y medio de alto, dos de ancho y tres de
largo,1 construida con madera de ébano recubierta de oro, el Calvo depositó el
molde del dios Sokaris, donde vertió la materia alquímica que contenía un cuenco
de plata, resultado de los quince primeros días de labor. En el lecho de oro, de un
codo y dos palmos,2 se llevarían a cabo las mutaciones del señor de las
profundidades, paralelas a las de Osiris. Sokaris ofrecería al alma de los Justos la
posibilidad de conocer los caminos del otro mundo.
Mes de khoiak,
decimoséptimo día (5 de noviembre),
Abydos
Mes de khoiak,
decimonoveno día (7 de noviembre),
Menfis
Al llegar a Menfis, el faraón sabía que Isis, en la octava hora del día, había
colocado la estatuilla de Sokaris en un zócalo de oro antes de incensarla y
exponerla al sol.
La luz rechazaba poco a poco las tinieblas, e insuflaba una nueva energía a la
momia osiriaca.
El regreso del gigante no pasó desapercibido. Liberada de cualquier temor gracias
a la erradicación de las células terroristas, la ciudad conoció rápidamente el
1. El gebel el-Ahmar.
Todas las noches, todos los templos de Egipto participaban en su combate contra
las tinieblas. ¿Lograrían imponer su reinado o una nueva alborada se levantaría?
Sin los rituales y la transmisión de las palabras de luz, el mundo estaba
condenado a la decadencia. Y aquel mundo, según afirmaba la espiritualidad
faraónica, no necesitaba ser salvado por una creencia, sino gobernado y orientado
de acuerdo con la rectitud de Maat.
Esa era la idea principal que debía destruir, imponiendo una verdad absoluta a la
que nadie pudiera sustraerse.
Muy pronto, Menfis quedaría reducida a cenizas y lamentos. Llegando hasta lo
alto del cielo, una llama inmensa proclamaría el triunfo del Anunciador.
Mes de khoiak,
vigésimo día (8 de noviembre),
Abydos
En la octava hora del día, purificadas, lavadas de isefet, depiladas, con su nombre
inscrito en el hombro y la cabeza cubierta con una peluca ritual, Isis y Neftis tejie-
ron una gran pieza de tela destinada a cubrir el cuerpo osiriaco en su traslado a su
morada de eternidad.
En el exterior de la Morada del Oro, la vigilancia no se relajaba. El Calvo asistía a
los relevos de la guardia y acudía, varias veces al día, junto a la acacia, que no
manifestaba el menor signo de debilidad.
Sekari, por su parte, vigilaba al Servidor del ka.
Con su paso firme y regular, sin volverse nunca, el viejo ritualista cumplía
escrupulosamente con sus deberes. De santuario en santuario, rendía homenaje a
los antepasados, pronunciando las fórmulas de las primeras edades.
Con la cabeza alta y la vista al frente, apenas respondía a los saludos de los
temporales. A lo largo de todo su recorrido, no encontró a ningún cómplice
eventual y regresó a su morada oficial, donde le fue servido un frugal almuerzo.
Perplejo, Sekari debería haberse alejado. Pero su instinto lo incitaba a no
moverse.
Y entonces asistió a una sorprendente escena. Presa de una violenta cólera, el
Servidor del ka salió bruscamente de su casa, rompió una tablilla de madera y en-
terró los restos del objeto golpeándolos con el talón.
Sekari aguardó la marcha del ritualista, recuperó los fragmentos y reconstruyó la
tablilla.
Esta mostraba un signo finamente grabado y fácil de identificar: la cabeza del
animal de Set, con un largo hocico de okapi y las orejas erguidas.
El signo de los adeptos del Anunciador.
Mes de khoiak,
vigésimo primer día (9 de noviembre),
Abydos
Mes de khoiak,
mismo día, Menfis
Sin conciencia del terrible peligro que la amenazaba, Menfis había reanudado su
existencia habitual. En cuanto regresó de su misión el comando de élite, el ge-
neral Nesmontu se dirigió a la morada del rey.
—Ni rastro del Anunciador, majestad. La cantera de la montaña Roja está cerrada
y desierta. Mis muchachos se han mostrado extremadamente prudentes y no han
descubierto ni la menor presencia humana. De acuerdo con vuestras
instrucciones, el ejército ha cerrado el sector. Si se oculta allí, el Anunciador no
recibirá ayuda del exterior.
—Allí se oculta —afirmó Sesostris—, y nadie podrá descubrirlo antes de que se
manifieste.
—¿Acaso ese monstruo aguarda al veinticinco de khoiak?
—En efecto —asintió el monarca—. Gracias a su cómplice, sacerdote
permanente de Abydos, conoce el desarrollo de los misterios. El veintitrés, si Isis
consigue realizar la obra en rojo, todas las rocas del país quedarán recargadas de
energía y el caldero recuperará fuerza y vigor. El veinticuatro, Set intentará robar
uno de los elementos del ritual. Y el veinticinco lanzará a sus partidarios al asalto
de Osiris.
—¡El Calvo y Sekari conseguirán rechazarlo!
—Lo ignoro, Nesmontu, pues el Anunciador provocará el fuego destructor al
amanecer de ese día. Del resultado de nuestro duelo dependerá la suerte de
Abydos.
—¡Majestad, permitid que combata en lugar vuestro!
—Tu valor sería inútil. Sólo yo puedo desplegar el poder de la Doble Corona, sin
la seguridad de vencer a un enemigo de tanta envergadura. Llévate a los miem-
bros del «Círculo de oro» a Abydos, velad por la morada de resurrección y
solicitad la ayuda de los antepasados.
—Majestad...
—Ya lo sé, Nesmontu. Incluso en caso de victoria, no me quedará tiempo
suficiente para estar en Abydos el treinta de khoiak. En mi ausencia, Iker morirá.
Queda una esperanza, sin embargo: mañana, una nueva embarcación de
excepcional capacidad saldrá de los astilleros. Elige algunos marinos robustos,
capaces de navegar día y noche. El viento del norte y el río serán nuestros aliados.
—Venceréis, majestad. Y llegaréis en el momento preciso.
Mes de khoiak,
vigésimo segundo día (10 de noviembre),
Abydos
Mes de khoiak,
vigésimo tercer día (11 de noviembre),
Abydos
Anubis, dueño de la cripta de los fluidos divinos y escoltado por siete luces,
aportó a la momia osiriaca el corazón que atraería el pensamiento de los
inmortales, un escarabeo de obsidiana. Luego, envolvió el cuerpo con amuletos y
piedras preciosas, para vaciar la carne de su carácter perecedero.
En ese mismo instante, Isis sacó del molde la estatuilla del dios Sokaris, la puso
en un zócalo de granito cubierto con una estera de cañas, pintó los cabellos de
lapislázuli, el rostro de ocre amarillo, las mandíbulas de turquesa, dibujó unos
ojos completos y le entregó los dos cetros osiriacos antes de exponerla al sol.
El rostro de Iker adoptó un color idéntico.
Anubis le presentó cinco granos de incienso.
—Sal del sueño, despierta. La Morada del Oro te modela, como una piedra
recreada por un escultor.
Isis levantó las dos plumas de Maat que le había entregado el Andariego de la
ciudad de Djedu. De ellas brotaron unas ondas, vectores de la energía que
aseguraba la coherencia del universo.
—Abro tu rostro —dijo Anubis—, Tus ojos te guiarán por los parajes oscuros y
verás al señor de la luz cuando atraviese el firmamento.
Tomando la azuela de metal celeste, la Grande de magia posó su extremo en los
labios de Iker. La sangre lo regó de nuevo. La obra en rojo acababa de
consumarse.
Mes de khoiak,
vigésimo cuarto día (12 de noviembre),
Abydos
Mes de khoiak,
vigésimo quinto día (13 de noviembre),
Abydos
De la Morada del Oro, el Calvo, Isis y Neftis sacaron la barca de Osiris, donde
reposaba de nuevo la momia de Iker, cubierta por el paño tejido por las dos
hermanas. Obra del dios de la luz, lengua de Ra, el bajel se componía de piezas de
acacia que equivalían a las partes del cuerpo de Osiris reconstituido.
Sólo un justo de voz podía embarcar en ella y navegar en compañía de los
Venerables,1 vencedores de las tinieblas y capaces de manejar los remos tanto de
día como de noche.
—Dirijámonos a la morada de eternidad del Gran Dios —ordenó el Calvo—. Que
nos volvamos poderosos2 y luminosos3 como él.
Delante, dos ritualistas con cabeza de chacal, los Abridores de caminos, luego
Tot, Onuris, el manejador de lanza encargado de atraer a la lejana diosa y
apaciguar a la terrorífica leona, el halcón Horus, los lectores y lectoras de la Regla
y del ritual, el portador del codo de Maat, la portadora del cuenco para las
libaciones y las tañedoras.
1. Los imakhu.
2. User.
3. Akh.
El asalto de los setianos se produjo junto al lago sagrado. Al levantar sus garrotes,
se toparon con la irradiación de la barca, que los dejó inmóviles.
—Set y el mal de ojo han sido rechazados —declaró el Calvo—, su nombre ya no
existe.
—¡Barca de Osiris, tú los has dominado! Capturemos a los rebeldes con el cesto
de pesca, atémoslos con cabos, atravesémoslos con cuchillos y entreguémoslos al
tajo de la aniquilación.
Los setianos se derrumbaron. El Calvo llevó a cabo los gestos simbólicos:
cortarles la cabeza y arrancarles el corazón.
Terminada la primera parte de la ceremonia, el Servidor del ka se levantó,
mascullando. Desempeñar el papel de un agresor de Osiris le disgustaba, pero no
solía discutir las órdenes de su superior. Los demás setianos se alegraron de
abandonar la penosa función y se prepararon para la fiesta de las cebollas. Bega,
armado aún, desapareció.
Los miembros de la procesión se habían dispersado momentáneamente. ¡Era el
momento ideal para actuar! Ni Isis ni Neftis podrían resistírsele. Se reunirían con
Iker en la nada.
En el colmo de su acritud, no lamentaba nada. ¿Acaso vendiéndose al Anunciador
no saciaba su sed de poder y de venganza?
—De modo que eras tú —advirtió Sekari—, ¡el cobarde entre los cobardes, el
más infame de los pútridos!
Bega, tenso, se volvió.
—¡Me espías aún!
—Nunca creí en la culpabilidad del Servidor del ka. Cuestión de olfato y de
costumbre... El Anunciador nos lo arrojó como pasto, para dejarte libre el
camino. Pero tu camino se detiene aquí.
Desplegando su enorme osamenta, el sacerdote intentó derribar al agente secreto.
Sekari lo esquivó, pero no tuvo suficiente cuidado con el garrote del lago.
Siguiendo la inercia del golpe, el palo lo golpeó con violencia en el hombro.
Sekari rodó por los suelos, aturdido.
El faraón pronunció cada fase del ritual del alba como si lo celebrase por última
vez. Dentro de unas horas, los templos de Menfis tal vez hubieran desaparecido,
devorados por un torrente de fuego que, luego, caería sobre Abydos.
Tocado con la Doble Corona y ataviado con un taparrabo con la efigie del fénix,
el rey abandonó el santuario y se dirigió a la montaña Roja.
A buena distancia, ordenó a su escolta que no lo siguiera.
Isis había realizado la obra en rojo, Iker llegaba al lindero de la resurrección. Pero
las últimas etapas se anunciaban terribles.
pero brotó de ella el uraeus, una cobra hembra. La llama que emitió hizo estallar
el proyectil en mil pedazos.
El Anunciador veía mal a su enemigo y no encontraba en él ningún apoyo de
isefet que le permitiera romper sus defensas.
A pesar de aquel horno, Sesostris avanzaba.
La espiral que adornaba la corona roja se desprendió de ella y se enrolló al cuello
del Anunciador. Este consiguió librarse de aquel cepo, que le dejó una profunda
herida. Bañado en sangre, aulló su dolor hasta las entrañas de la tierra.
—¡Demonios del infierno, brotad de las profundidades, asolad este país!
Cuando varias ardientes humaredas brotaban del agrietado suelo, Sesostris
derramó el contenido del cuenco de oro.
Las lágrimas de la viuda apagaron el incendio.
El Anunciador intentó abrir el canal de la lava, pero el río de fuego se volvió
contra él y lo transformó en una antorcha viviente.
—¡Desaparezco, Sesostris, pero no muero! Dentro de cien años, de mil, de dos
mil, volveré y triunfaré.
El cuerpo se deshizo en plena imprecación, el calor se atenuó y a la cantera
regresó de nuevo el silencio.
Desde su nacimiento, Egipto había impedido que el Anunciador derramara su
veneno. Y la victoria de la Doble Corona demostraba la permanencia y el fulgor
de Maat.
Pero la armonía de las Dos Tierras y sus vínculos con lo invisible, inestimables
tesoros, seguían amenazados sin cesar. Ya al final de la edad de oro de las grandes
pirámides, el país había estado a punto de desaparecer. Sólo la institución
faraónica se había opuesto a una decadencia aparentemente ineluctable. Al
restaurarla, Sesostris fortalecía la obra de sus predecesores.
Algún día, los diques cederían, y el Anunciador utilizaría la brecha para lanzar un
asalto en masa. Y ya no habría un faraón frente a él.
Sesostris tenía que ir en seguida a Abydos para que Iker regresara a la vida.
Amarrada al muelle principal de Menfis, una embarcación nueva, dispuesta a
zarpar.
A bordo, una tripulación de aguerridos marinos.
—Navegaremos día y noche —anunció el monarca—. Con destino a Abydos.
Llegaremos el treinta de khoiak.
El capitán palideció.
—¡Eso es imposible, majestad! Ningún viento, por poderoso que sea, podrá...
—El treinta de khoiak.
—Bien, majestad. Una última cosa: ¿qué nombre debemos darle a este barco?
—Se llamará El Rápido.
Mes de khoiak,
Vigésimo sexto día (14 de noviembre),
Abydos
En pleno corazón de la Morada del Oro, Isis e Iker estaban solos ante la puerta del
paraje de luz,1 la misma que el faraón abría durante el ritual del alba para renovar
la creación.
Entrar en el séquito de Osiris y acceder a la resurrección implicaba convertirse en
un ser de luz.2 Bajo esta forma, el dios se unía con su imagen, sus símbolos y sus
cuerpos de piedra, preservando así el misterio de su naturaleza no creada.
Comunicar con Osiris exigía la práctica cotidiana de Maat. O Iker estaba en
rectitud, y la obra seguiría consumándose, o la intensidad de la irradiación de
aquella puerta lo aniquilaría.
Por otra parte, había otras condiciones que también eran necesarias: las sucesivas
iniciaciones, la coherencia de la andadura, el respeto al juramento y al silencio y
la veneración del principio creador. ¿Estaría a la altura de semejantes imperativos
el equipamiento de Iker, adquirido durante su viaje terrenal?
La viuda debía intentar llevar a cabo la reunión del ba, el alma-pájaro, y el ka, la
energía del más allá. De aquel encuentro, que excluía la confusión, dependía el
desarrollo del akh, el ser de luz. Si aquellos dos elementos se negaban a asociarse,
el tercero no aparecería.
1. Akhet.
2. Akh.
Mes de khoiak,
vigésimo séptimo día (15 de noviembre),
Abydos
1. El benben.
Isis desató los movimientos de la luz, permitiendo así al espíritu de Iker escalarla
y desplazarse por medio de sus rayos. Estos penetraron en cada parcela de su
cuerpo y renovaron sus carnes.
—En el seno del sol, tu lugar es espacioso y tu pensamiento una hoguera. Une el
Oriente y el Occidente.
Bajo la nuca de la momia se formó un círculo luminoso, que produjo una suave
Mes de khoiak,
vigésimo octavo día (16 de noviembre)
La continua violencia del viento del norte era una baza importante.
Agradablemente sorprendido por ese extraordinario fenómeno, el capitán sacaba
el máximo partido de él. La mitad de la tripulación permanecía seis horas
encargándose de las maniobras, la otra mitad descansaba.
Por su parte, Sesostris permanecía constantemente en la proa, y no dormía.
—Todavía tenemos una mínima posibilidad de conseguirlo, majestad —estimó el
capitán—. No creía que un barco pudiera ser tan rápido. ¡Siempre que ningún
incidente dificulte nuestro avance, claro está!
—Hator nos protege. No olvides alimentar constantemente el fuego de su altar.
Iker acababa de cruzar el umbral del paraje de luz, la llameante puerta no lo
rechazaba. El oro irrigaba sus venas, la vida permanecía en estado mineral,
metálico y vegetal. El treinta de khoiak, el faraón intentaría llevarla a su
expresión humana.
Mes de khoiak,
mismo día,
Abydos
Para que estuviera presente el espíritu luminoso de Osiris, los miembros del
«Círculo de oro» jalaron una narria que llevaba la piedra primordial, símbolo de
Ra. Su fulgor impregnó la Gran Tierra y provocó, en el interior de la Casa de
Vida, la mutación decisiva del Osiris vegetal. Los tallos de cebada brotaron del
cuerpo de la momia, anunciando la resurrección de los ciclos naturales, expresión
de lo sobrenatural. Aquel oro vegetal circulaba ahora por las venas de Iker.
La transferencia de muerte seguía efectuándose, la viuda no había cometido error
alguno. Pero el éxito final dependía del faraón, pues exigía la transmisión del
Mes de khoiak,
vigésimo noveno día (17 de noviembre),
Abydos
Al amanecer del penúltimo día del mes de khoiak, Isis adornó el pecho de Iker
con el ancho collar1 de nueve pétalos de loto. Emanación de Atum, el creador,
protegía y fijaba el ka. Ninguna de las parcelas de vida reunidas a lo largo del
proceso alquímico se dispersaría. Formado por cuatrocientos diecisiete elementos
de loza y piedras duras dispuestas en siete vueltas, aquella joya encarnaba la
Eneada, la cofradía de las potencias creadoras que engendraban el universo a
cada instante.
Llegaba la hora de proceder a una operación muy arriesgada: sacar a la luz el
hornillo de atanor, la vaca celestial enteramente transformada en oro, en cuyo
interior proseguía la última fase de la transmutación, al abrigo de las miradas
humanas. El brillo del sol le era indispensable, ¿pero sería lo bastante coherente y
sólida para soportarlo?
Si el metal se agrietaba, si el contacto con el mundo exterior lo degradaba, sería
un fracaso irreversible. El Osiris vegetal se marchitaría, e Iker se extinguiría.
A la cabeza de la procesión, Isis y Neftis llevaron la vaca de oro que contenía el
Osiris mineral y metálico.
1. El usekh.
Bajo el suave sol de otoño, debía dar siete veces la vuelta a la tumba del dios.
Sekari, Sehotep, Senankh y Nesmontu jalaban los cuatro misteriosos cofres. La
reina y el Calvo pronunciaban alternativamente fórmulas de protección. Nadie
conseguía dominar su ansiedad, y acechaban la siniestra aparición de la más
pequeña alteración, sinónimo de desastre. Sin embargo, las dos hermanas no
apresuraron el paso.
Sehotep tenía la garganta seca.
Un fragmento del lomo de la vaca había cambiado de color. El minúsculo defecto
no aumentó de volumen, sino que aleteó.
—Una gran mariposa dorada —murmuró Senankh—. El alma de Iker nos
acompaña.
Durante la ceremonia, no tuvo lugar ningún otro incidente.
—Mira bien —le recomendó uno de sus compañeros—. En la proa, diríase que...
—No importa. En cuanto se acerquen a la costa, atacamos.
A la altura de la cabina central, brotó una llama.
Caía la noche.
Silenciosa, la Gran Tierra de Abydos se disponía a vivir la penúltima noche del
mes de khoiak.
Y el faraón seguía sin llegar. Sin su presencia, los ritos no podrían celebrarse a
tiempo y la obra de Isis quedaría reducida a la nada.
La reina se retiró al palacio, cercano al templo de millones de años de Sesostris.
Como si ningún peligro amenazara Abydos, sacerdotes y sacerdotisas perma-
nentes cumplieron con sus habituales deberes.
Nesmontu estaba que trinaba.
—Una emboscada... ¡Los últimos partidarios del Anunciador han tendido una
emboscada al rey! Al alba, bajaré por el Nilo.
—Es inútil —estimó Sehotep.
—¡Tal vez me necesite!
—Nosotros somos quienes lo necesitamos. Sólo su presencia vencerá la muerte a
la que el Anunciador ha condenado a Osiris y a Iker.
Senankh no tuvo valor para manifestar un optimismo de pura fachada.
—A pesar de los riesgos, sin duda, Sesostris navega por la noche —dijo Sekari—.
No perdamos la esperanza.
christian_jacq_Mes de khoiak,
trigésimo día (18 de noviembre),
Abydos
El faraón entró en la Morada del Oro, abrazó ritual- mente a Isis y tocó la cabeza
del Osiris Iker con la corona de los justos de voz, una simple cinta adornada con
dibujos florales.
—El firmamento brilla con una nueva luz —declaró—, los dioses expulsan la
tempestad, tus enemigos han sido vencidos. Te conviertes en Horus, el heredero
de Osiris que ha sido reconocido apto para reinar, puesto que tu corazón está lleno
de Maat y tu acción se adecúa a su rectitud. Asciende al cielo con la luz, el humo
del incienso, los pájaros, las barcas del día y de la noche, pasa de la existencia a la
vida. El espíritu y la materia se unen, la sustancia primordial brotada de la llama
del Nun te moldea. Hace desaparecer las barreras levantadas entre los reinos
mineral, metálico, animal, vegetal y humano. Viaja a través de todos los mundos
y conoce el instante anterior al nacimiento de la muerte.
El faraón abrió el recipiente sellado que había traído de Medamud.
—Tú, la viuda, alimenta con el fluido osiriaco el cuerpo de resurrección.
¿Iba a disolverse la momia o la obra llegaría a su término?
Iker abrió los ojos, pero su mirada sólo contemplaba el más allá.
El rey e Isis se dirigieron al templo de Osiris.
Tendido en las losas de la capilla principal, el pilar estabilidad.1
La reina, que llevaba el cetro «Potencia», se colocó detrás de Sesostris y le
transmitió la fuerza necesaria para levantarlo con la ayuda de una cuerda.
—Lo que estaba inerte revive y se levanta fuera de la muerte —declaró el
faraón—. El pilar venerable, duradero en cualquier momento, se rejuvenece por
el paso de los años. La columna vertebral de Osiris es recorrida de nuevo por la
energía vital, el ka se apacigua.
La pareja real incensó el pilar.
Dentro del hornillo de atanor, la diosa Isis se acercó a su hermano Osiris en forma
de un milano hembra, alegrándose por su amor. Precisa2 como la estrella Sothis,3
se colocó sobre el falo del Osiris transmutado en oro, y la simiente de la Gran
Obra penetró en ella. Horus el aguzado4 nació de su madre, y «fue luminoso para
el resucitado en su nombre de ser luminoso5».
—Sin dejar de ser mujer, Isis ha desempeñado el papel de un hombre —declaró la
reina—. Asume las dos polaridades, conoce los secretos del cielo y de la tierra.
Venerable brotada de la luz, es la pupila del ojo creador. Horus nace de la unión
de una estrella y el fuego alquímico.
Isis y Neftis se pusieron una túnica provista de unas grandes alas abigarradas. En
compañía del rey, regresaron junto a Iker y las desplegaron cadenciosamente,
dando el aire vivificante a quien despertaba.
—Tus ojos te han sido traídos —dijo la hermana a su hermano—, las partes de tu
cuerpo se han unido. Tus ojos han vuelto a abrirse. Vive la vida, no mueras la
muerte. Esta te abandona y se aleja de ti. Estabas muerto, pero vuelves a vivir más
que la Eneada, sabes algo, para el señor de la unidad.1
Isis manejó el cetro traído del Muslo, la segunda provincia del Bajo Egipto. Las
tres correas de cuero, que simbolizaban las sucesivas pieles del triple nacimiento,
llevaron a la luz al Osiris Iker.
—La luz te anima —decretó el rey, tocando la nariz del hijo real con el extremo
de la llave de vida, el cetro del florecimiento y el pilar de la estabilidad.
Un ardiente sol bañó la momia con sus rayos.
—Las puertas del sarcófago se abren —anunció Isis—. Geb, el regente de los
dioses, devuelve la visión a tus ojos. Extiende tus piernas, que estaban dobladas.
Anubis da firmeza a tus rodillas, puedes ponerte en pie. La poderosa Sejmet te
levanta. Recuperas el conocimiento gracias a tu corazón, recuperas el uso de tus
brazos y tus piernas, cumples la voluntad de tu ka?
EL PASO
Mes de Tot,
primer día (20 de julio),
Menfis
Por encima de ellos estaba aquel gigante, capaz de reparar los errores de sus
ministros y distinguir el menor brillo en el seno de las tinieblas. Calmado ya, el
visir podía cumplir con su pesada tarea.
—¿Ha sido avisado el jefe del protocolo?
—Yo me he encargado de eso, tratará correctamente a los huéspedes de su
majestad.
Menfis hervía con mil rumores. ¿No se disponía Sesostris a nombrar a un nuevo
hijo real al que prepararía para que le sucediera? La gente apostaba, de buena
gana, por ese o aquel nombre, sin preferir a los herederos de las ricas familias de
la capital, pues al monarca no le preocupaba la apariencia, y sólo sentía interés
por las cualidades fundamentales.
El jefe del protocolo quería evitar el menor error. Inquieto, corrió hacia los
invitados del faraón, evitó hacerles demasiadas preguntas sobre su viaje y su
salud y se limitó a conducirlos hasta el despacho del monarca, cuya puerta había
permanecido entornada.
—Bueno, es aquí —farfulló antes de desaparecer.
La voz poderosa y grave de Sesostris se dirigió a sus dos visitantes:
—Entrad, Isis e Iker. Os estaba esperando.