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“De que el bien le viene al hombre de Dios, a quien abandona por el pecado.

No le viene de sí
mismo, pues si vive según él mismo, peca” pag.334

Hemos dicho que de ahí procedía la existencia de dos ciudades diversas y contrarias entre sí: unos
viven según la carne, y otros según el espíritu. Esto equivale a decir que viven unos según el
hombre y otros según Dios. PaG.334

Dos amores han dado origen a dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la
terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial. La primera se gloría en sí misma; la
segunda se gloría en el Señor. Aquélla solicita de los hombres la gloria; la mayor gloria de ésta se
cifra en tener a Dios como testigo de su conciencia. Aquélla se engríe en su gloria; ésta dice a su
Dios: Gloria mía, tú mantienes alta mi cabeza136. La primera está dominada por la ambición de
dominio en sus príncipes o en las naciones que somete; en la segunda se sirven mutuamente en la
caridad los superiores mandando y los súbditos obedeciendo. Aquélla ama su propia fuerza en los
potentados; ésta le dice a su Dios: Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza137. PAG.335

El primer fundador de la ciudad terrena fue un fratricida. Dominado por la envidia, dio muerte a su
hermano, ciudadano de la ciudad eterna y peregrino en esta tierra. No nos debe extrañar si
después de tanto tiempo este primer ejemplo, o, como dicen los griegos, arquetipo, encontró un
eco en la fundación de la célebre ciudad que había de ser cabeza de esta ciudad terrena y había de
dominar a muchos pueblos. También allí, según el crimen que nos cuenta uno de sus poetas, “los
primeros muros se humedecieron con la sangre fraterna”140. La fundación de Roma tuvo lugar
cuando nos dice la historia romana que Rómulo mató a su hermano Remo, con la diferencia de
que aquí los dos eran ciudadanos de la ciudad terrena. PAG 337

Ambos buscaban la gloria de ser los fundadores del Estado romano. Pero no la podían tener los
dos tan grande como uno sólo; quien quería esa gloria de dominio lo tendría más reducido si su
poder quedaba disminuido por la participación del hermano vivo. Para tener, pues, uno el dominio
entero fue preciso liquidar al otro; creció con el crimen en malicia lo que con la inocencia hubiera
sido un bien mejor, aunque más pequeño. Los hermanos Caín y Abel no tenían entre sí tal
apetencia de cosas terrenas; ni el fratricida tuvo envidia de su hermano porque su dominio se iba
a reducir si llegaban a dominar ambos (Abel no buscaba dominar en la ciudad que fundaba su
hermano); estaba más bien dominado por la envidia diabólica con que envidian los malos a los
buenos, sin otra causa que el ser buenos unos y malos los otros. PAG.337
Después de lo dicho podemos concluir que nuestros supremos bienes consisten en la paz, de igual
modo que lo habíamos afirmado de la vida eterna. En efecto, muy señaladamente en uno de los
sagrados salmos, y refiriéndose a esta misma ciudad de Dios —objeto de esta nuestra exposición
tan trabajosa—, se dice: Glorifica al Señor, Jerusalén; alaba a tu Dios, Sión; que ha reforzado los
cerrojos de puertas, y ha bendecido a tus hijos dentro de ti; ha puesto paz en tus fronteras184.
Cuando se hayan asegurado los cerrojos de sus puertas, ya nadie más entrará en ella, y nadie de
ella saldrá ya. Por sus fronteras debemos entender aquí esa paz suprema que ahora intentamos
explicar. PAG.356

Cualquiera que observe un poco las realidades humanas y nuestra común naturaleza reconocerá
conmigo que no existe quien no ame la alegría, así como tampoco quien se niegue a vivir en paz.
Incluso aquellos mismos que buscan la guerra no pretenden otra cosa que vencer. Por tanto, lo
que ansían es llegar a una paz cubierta de gloria. ¿Qué otra cosa es, en efecto, la victoria más que
la sumisión de fuerzas contrarias? Logrado esto, tiene lugar la paz. Con miras a la paz se
emprenden las guerras, incluso por aquellos que se dedican a la estrategia bélica, mediante las
órdenes y el combate. Está, pues, claro que la paz es el fin deseado de la guerra. PAG.357

Toda utilización de las realidades temporales es con vistas al logro de la paz terrena en la ciudad
terrena. En la celeste, en cambio, mira al logro de la paz eterna. Supongamos que fuésemos
animales irracionales; nada apeteceríamos fuera de una ordenada armonía de las partes del
cuerpo y la calma de las apetencias. Nada, pues, fuera de la tranquilidad de la carne y la
abundancia de placeres, de manera que la paz del cuerpo favoreciese a la paz del alma. Porque si
falta la paz del cuerpo se pone impedimento a la del alma, carente de razón, al no poder lograr la
calma de los apetitos. Ambos, principio vital y cuerpo, se favorecen mutuamente la paz que tienen
entre sí, es decir, la del orden de la vida y de la buena salud. Los animales demuestran amor a la
paz de su cuerpo cuando esquivan el dolor, y a la de su alma cuando buscan el placer de sus
apetitos para saciar su necesidad. Del mismo modo, huyendo de la muerte evidencian claramente
cuánto aman la paz que mantiene unidos alma y cuerpo PAG 363
Por el contrario, a los que no pertenecen a esta ciudad de Dios les aguarda una eterna desgracia,
también llamada muerte segunda210, porque allí ni se puede decir que el alma esté viva —
separada, como está, de la vida de Dios—, ni se puede decir que lo esté el cuerpo, atenazado por
eternos tormentos. He ahí por qué esta segunda muerte será más atroz que la primera, puesto
que no podrá terminar con la muerte. Ahora bien, lo mismo que la desgracia se opone a la
felicidad y la muerte a la vida, así parece oponerse la guerra a la paz. Por eso, lo mismo que hemos
hablado y ensalzado la paz como el bien supremo, podemos preguntarnos cuál será, cómo
habremos de entender que será la guerra como el mal supremo PAG 376

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