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CÓMO ES DIOS EN NUESTRO CONOCIMIENTO .

Las cuestiones 12 y 13 de la Prima pars estudian cómo es Dios en nuestro


conocimiento y cómo puede ser nombrado por nosotros.

EL DESEO NATURAL DE VER A DIOS.


Santo Tomás abre la temática de la cuestión 12 con un estudio sobre la
posibilidad para la criatura racional de ver a Dios en esencia. La orientación del
tratamiento de esta cuestión y la siguiente, así como también el de las que las han
antecedido, es teológica.
Sin embargo, de las dos razones que aporta el Aquinate respondiendo a la
pregunta por dicha posibilidad, una es filosófica (I S.Th. q. 12, art. 1). Se trata de una
argumentación que ha dado mucho que hablar a lo largo de los siglos sin que la
discusión haya llegado aún a su punto final. Nosotros la abordaremos desde la
perspectiva de nuestro tratado, es decir, conocer cómo es Dios en nuestra inteligencia
comenzando por el modo más perfecto, y adecuado a la naturaleza de su objeto, de su
conocimiento.
Ahora bien, el modo más perfecto del conocimiento humano de Dios es la
intuición directa de su esencia. Pero ¿Puede el hombre, cuyo intelecto está diseñado
para captar connaturalmente las esencias de las realidades materiales por medio de un
proceso de abstracción, ver directa e intuitivamente a Dios en su esencia? ¿No es esto
algo que supera totalmente las capacidades naturales del hombre y de cualquier criatura
intelectual? La respuesta de Santo Tomás es clara: la visión de la esencia de Dios para el
hombre no es imposible. Una de las razones que aduce es que afirmar lo contrario es
ajeno a la fe. Omitiremos, por la índole filosófica de este tratado, el análisis de esta
contestación.
El otro argumento considerado es que la afirmación de la imposibilidad de la
visión de la esencia divina se considera como algo contrario a la razón. Es decir, con la
sola razón se puede mostrar, al menos, la posibilidad de tal visión. Es sobre esta
argumentación que nos detendremos: “Además, aquella opinión [ningún intelecto
creado puede ver la esencia de Dios] también es ajena a la razón. En efecto, en el
hombre existe el deseo natural de conocer la causa una vez visto el efecto, de donde
surge la admiración en el hombre. Por lo tanto, si el intelecto de la criatura racional
no pudiera alcanzar la causa primera, el deseo natural sería vano. Por esta razón se
debe aceptar absolutamente que los bienaventurados ven la esencia de Dios” (I q. 12,
a. 1).

1
Santo Tomás ha tratado este mismo tema en I-II S.Th. q. 3, art. 81 y en C.T.
2
104 . En estos textos encontramos algunos desarrollos que complementan la
argumentación de I S.Th. q. 12, art. 1. Lo que en estos tres textos se desarrolla puede ser
resumido en dos afirmaciones fundamentales:
- Hay un deseo natural de ver a Dios. (1) Lo subrayado necesita explicación
- El deseo natural no puede ser vano. (2) Lo subrayado necesita explicación

Explicaciones

1
“La bienaventuranza última y perfecta sólo puede estar en la visión de la esencia divina. Para
comprenderlo claramente, hay que considerar dos cosas. La primera, que el hombre no es perfectamente
bienaventurado mientras le quede algo que desear y buscar. La segunda, que la perfección de cualquier
potencia se aprecia según la razón de su objeto. Pero el objeto del entendimiento es “lo-que-es” (quod
quid est), es decir, la esencia de la cosa, como se dice en III De Anima. Por eso, la perfección del
entendimiento es lograda en la medida que conoce la esencia de una cosa. Pero si el entendimiento
conoce la esencia de un efecto y, por ella, no puede conocer la esencia de la causa hasta el punto de saber
acerca de ésta “lo-que-es” (quod quid est), no se dice que el entendimiento capte la causa realmente;
aunque, mediante el efecto, pueda conocer acerca de ella “que es” (quia est). Y así, cuando el hombre
conoce un efecto y sabe que tiene una causa, naturalmente queda en él el deseo de saber también
qué es la causa. Y éste es un deseo de admiración, que causa investigación, como se dice en el principio
de Metaphys. Por ejemplo, si quien conoce el eclipse de sol piensa que es producido por una causa, se
admira de ella, porque no sabe qué es, y porque se admira, investiga; y esta investigación no cesa hasta
que llegue a conocer la esencia de la causa. Si, pues, el entendimiento humano, conocedor de la esencia
de algún efecto creado, sólo llega a conocer acerca de Dios que existe, su perfección aún no llega
realmente a la causa primera, sino que le queda todavía el deseo natural de conocer la causa. Por eso
todavía no puede ser perfectamente bienaventurado. Así, pues, se requiere, para una bienaventuranza
perfecta, que el entendimiento alcance la esencia misma de la causa primera. Y así tendrá su perfección
mediante la unión con Dios como con su objeto, que es en lo que consiste la bienaventuranza del hombre,
como ya se dijo (art.1 y 7; q.2 art.8)”.
2
“Las cosas están en potencia de dos modos: primero, naturalmente, respecto de las cosas que pueden ser
reducidas a acto por un agente natural; segundo, respecto de las cosas que no pueden ser reducidas a acto
por un agente natural, sino por otro agente que aparece en las cosas corporales. En efecto: en el hecho de
que el niño proceda del hombre o el animal del semen, hay potencia natural; pero en el hecho de que de
un pedazo de madera se haga un banco, o en el hecho de que de un hombre ciego se haga uno con vista,
no hay potencia natural. Esto mismo sucede con respecto a nuestro entendimiento. Efectivamente: nuestro
entendimiento está en potencia natural respecto de ciertas cosas inteligibles que pueden ser reducidas a
acto por el entendimiento agente, que es un principio innato en nosotros, y que nos hace inteligentes en
acto. Es, empero, imposible que nosotros lleguemos a nuestro último fin solamente porque nuestro
entendimiento sea reducido a acto de este modo, porque la virtud del entendimiento activo consiste en
hacer inteligibles en acto las imágenes inteligibles en potencia, según ya se ha demostrado: pero las
imágenes son transmitidas por los sentidos; luego nuestro entendimiento es reducido a acto por el
entendimiento agente respecto solamente de las cosas inteligibles cuyo conocimiento sólo podemos
adquirir por los sentidos. Es, pues, imposible que el fin último del hombre consista en semejante
conocimiento, porque una vez conseguido el fin último, el deseo natural queda satisfecho. Pero sean las
que fueren las conquistas intelectuales que se hicieren en esta clase de conocimiento que adquirimos por
los sentidos, siempre subsiste el deseo natural de conocer otras cosas. En efecto: hay muchas cosas fuera
del alcance de los sentidos y sobre las cuales no podemos tener, por medio de ellos, más que nociones
muy limitadas, como saber el hecho de su existencia y no la naturaleza de su ser; y esto es así porque el
modo y la naturaleza de ser de las cosas inmateriales son de otro género que las cosas sensibles, y las
exceden hasta tal punto que apenas puede ponerse límites a la proporción. Incluso entre las mismas cosas
sujetas al alcance de los sentidos hay muchas cuya naturaleza no podemos conocer de una manera cierta,
sino que unas no las conocemos de ningún modo y otras, débilmente, y de ahí se sigue que siempre existe
el deseo natural de conocerlas más perfectamente. Pero el deseo natural no puede ser vano; luego,
alcanzamos el último fin cuando nuestro entendimiento queda constituido en acto por un agente más
elevado que el agente que nos es connatural, el cual satisfaga el deseo natural que tenemos de saber. Este

2
(1) La expresión “deseo natural” debe ser correctamente entendida para evitar
la confusión a la que puede conducir el sentido que tiene el término “deseo” en el
lenguaje común o habitual. En efecto, cuando hablamos de “deseo”, comúnmente
entendemos el acto de la voluntad (o de la pasión) por el cual se tiende a un bien aún
ausente. Espontáneamente entendemos por “deseo”, por lo tanto, un apetito consciente
o elícito, pues nada hay explícitamente en la voluntad que no haya pasado por la
inteligencia3. Santo Tomás, sin embargo, no parece emplear aquí el término “deseo” en
este sentido. El problema ha sido, y sigue siendo, muy discutido entre los intérpretes y
comentadores de Santo Tomás.
Al parecer, aquí, “deseo” hace referencia más bien al “apetito innato o
natural”, es decir, a la inclinación espontánea y natural de una potencia hacia su objeto
o término4. Así, por ejemplo, podemos decir que la piedra “desea” el estado de reposo
porque su “apetito innato”, esto es, connatural, que brota de su propia naturaleza, la
inclina a tal estado. Es evidente que en la piedra no puede darse ningún deseo elícito o
consciente.
Pero si decimos que el apetito de ver a Dios en esencia no es elícito o
consciente, ¿cómo sabemos de su existencia? Lo deducimos del apetito, esta vez elícito,
de conocer la esencia de la causa una vez conocido (por eso elícito) su efecto y del
hecho de que no conocemos a Dios sino por sus efectos.
Que conocemos a Dios por sus efectos, ya ha quedado demostrado al probar su
existencia y en el estudio de sus atributos entitativos. Que hay un deseo elícito de
conocer la esencia de la causa una vez conocido su efecto, lo expresa Santo Tomás
cuando dice que el deseo es el asombro que nos mueve a la investigación (Cf. I-II S.Th.
q. 3, a. 8, c; C.G. III, 25).
Pero, si conocido un efecto, queremos conocer su causa, no sólo en cuanto a su
existencia (an sit), sino también en cuanto a su esencia (quid sit), es porque es
connatural a la inteligencia tender a tal fin. En otras palabras, la inteligencia lleva en su
naturaleza (apetito innato) la inclinación a conocer la esencia de la causa toda vez
que conoce un efecto suyo, porque toda potencia tiende naturalmente al acto que la
perfecciona. En efecto, la inteligencia no alcanzaría su perfección si, conocida la causa
de un efecto, no llegara a conocer su esencia, porque no puede decirse perfecto algo que
no ha agotado aún todas sus potencialidades. Por consiguiente, puede decirse que la
inteligencia humana ha sido hecha (naturaleza) para conocer a Dios por esencia. Tal
es su naturaleza, tal es el fin en el que alcanza su perfección última.

deseo es tal en nosotros que, cuando conocemos el efecto, deseamos conocer la causa, y cuando
conocemos los detalles de cada cosa, no estamos satisfechos hasta que conocemos su esencia. Por lo
tanto, el deseo natural que tenemos de saber no puede quedar satisfecho en nosotros hasta que
conozcamos la primera causa, no de una manera cualquiera, sino por su esencia. En efecto, Dios es la
primera causa. Por lo tanto, el fin último del hombre es ver a Dios por su esencia”.
3
A toda forma sigue una inclinación (I q. 80, a. 1, c). Se llama “apetito elícito” a la inclinación que sigue
a la forma de lo conocido en el cognoscente. En efecto, ya hemos visto que el conocimiento es la forma
de la cosa conocida existiendo intencionalmente en el sujeto que la conoce, y como toda forma tiene una
finalidad propia, también la forma intencional gozará de una finalidad. Puede decirse, pues, que el apetito
elícito es la finalidad intencional de un ser cognoscente.
4
El apetito natural no es otra cosa que la tendencia o inclinación de todo ente a su fin ( III Sent. d. 27, q.
1, art. 2). El apetito natural o innato, por lo tanto, se distingue del apetito elícito o animal porque sigue a
la forma natural, innata, del apetente y no a la forma intencional que el sujeto apetente puede tener en
virtud de su conocimiento sensitivo o intelectual. Así, pues, es apetito natural o innato el que inclina la
materia hacia la forma, la voluntad hacia el bien y el entendimiento hacia la verdad.

3
(2) Pero Santo Tomás no sólo afirma la existencia de un deseo natural de ver a
Dios en esencia, sino que, además, enseña que este deseo natural no puede ser en vano.
Con esto, Santo Tomás no quiere decir que tal deseo deba ser cumplido de hecho. No
debe entenderse de esta manera la frase “No puede ser en vano”, pues, si así fuera, la
gracia que hace posible la visión facial de Dios dejaría de ser gratuita para pasar a ser
debida por Dios al hombre.
El sentido de esta afirmación del Aquinate, al contrario, es que el agente capaz
de llevar al acto la potencia implicada en el deseo natural de ver a Dios debe
existir. En efecto, sería vano, esto es, carente de sentido, una tendencia ‘hacia nada’, y
tal sería el caso si una potencia no pudiera ser llevada al acto por ausencia de un agente
capaz de hacerlo, porque la potencia se define por su relación al acto (no hay potencia
real ni lógica hacia un acto imposible).
De aquí debe concluirse que el deseo natural de ver a Dios por esencia es un
apetito pasivo que puede ser actuado sólo por Dios, pero sin que Dios esté obligado a
hacerlo, es decir, a actualizar dicha potencia pasiva. Si lo hace, la llevará al culmen de
su perfección. Si no lo hace, la criatura conservará su sentido natural y permanecerá, de
algún modo imperfecta, pero no carecerá absolutamente de sentido.
En efecto, aunque el orden natural se perfeccione en el sobrenatural, tiene una
consistencia propia dotada de sentido propio (optimismo natural del realismo
filosófico). La gracia de la visión, por ende, será gracia, esto es, es gratuita y depende de
que Dios libremente quiera darla. Si la da, encuentra en la naturaleza la capacidad
natural de recibirla, pero no por ello deja de ser sobrenatural5.

EL MEDIO DE LA VISIÓN DE LA ESENCIA DE DIOS .


Lo que hasta aquí hemos desarrollado solamente nos deja en los umbrales del
problema que nos preocupa, esto es, saber cómo es Dios en nuestro conocimiento. En
efecto, sabemos que es posible para el hombre la visión intuitiva y directa de la esencia
de Dios, pero ¿Cómo se verifica tal conocimiento intuitivo? La respuesta a este
interrogante nos indicará cómo es Dios en nuestra inteligencia en el momento supremo
en que ella alcanza su plena perfección.
Pues bien, para la visión de algo se requieren dos cosas: Una facultad visiva, por
un lado; la unión de la cosa vista con tal facultad, por otro. Es evidente que la cosa vista
no se une con la facultad según su substancia, sino según una semejanza. En efecto, la
piedra vista no está en el ojo según su propio ser, sino según su semejanza.
Pero en el caso de la visión de Dios no es posible que la esencia divina se una a
la inteligencia que la ve por medio de una semejanza creada. Santo Tomás ofrece tres
razones sobre la imposibilidad de que la esencia divina sea representada por una
semejanza. La más interesante es la segunda, a saber: la esencia de Dios es su ser, se
identifica con él. Dios, en efecto, es el Ipsum esse per se subsistens. Pero ninguna forma
creada se identifica realmente con su acto de ser. Luego, ninguna forma intencional
puede representar suficientemente la esencia de Dios que se identifica perfectamente
con su ser.

5
Dado que el Señor ha querido elevar a todos los hombres al orden sobrenatural, sabemos que Dios
quiere dar a todos la gracia de la visión, si ellos no rehúsan aceptarla. Pero éste es un tema que deberá ser
estudiado en sede teológica.

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Pero si esto es así, sólo quedan dos posibilidades: 1) O que la esencia de Dios no
puede ser vista por el hombre; 2) O que Dios es visto por la criatura intelectual sin que
medie ningún tipo de semejanza o representación objetiva.
La primera opción es contraria a la fe y la razón, como se demostró en I S.Th. q.
12, art. 1. La segunda expectativa, por lo tanto, es la opción correcta y significa que, en
la visión beatífica, Dios se une directamente a la inteligencia creada poniéndola en
acto de conocer su esencia (Cf. I S.Th. q. 12, art. 2, ad 3um). De esta manera, Dios es -en
el conocimiento del bienaventurado- tal como es en sí mismo. Para ser visto no precisa
de una semejanza suya.
Ciertamente, esta unión entre Dios y la inteligencia humana no puede darse sin
la presencia de algunos requisitos, ya que a la inteligencia humana le es connatural
conocer las esencias de las realidades materiales, mientras que el conocimiento de Dios
en sí mismo supera este nivel. Es necesario, por lo tanto, como requisito que el
entendimiento humano sea elevado, es decir, reconfortado para recibir la unión con
Dios, por medio de una gracia sobrenatural que llamamos lumen gloriæ. No se trata, sin
embargo, de una mediación objetiva (como es conocer a Dios por medio de sus efectos)
sino de una potenciación subjetiva de la inteligencia del hombre (mediación subjetiva)
que la capacite para conocer un objeto que está fuera de sus capacidades activas
naturales. Esta potenciación es una perfección de la potencia intelectual, una
iluminación superior de la inteligencia que, en su plano natural, ya es una cierta luz, por
ser una participación de la luz divina que la ha creado, que llamamos lumen naturale.
Esta es la inteligencia humana.

¿CÓMO ES DIOS EN EL CONOCIMIENTO DEL HOMBRE VIADOR O PEREGRINO?


Lo que Santo Tomás desarrolla a lo largo de casi toda la I S.Th. q. 12, se refiere
al conocimiento de la esencia divina por parte del bienaventurado, del hombre que ha
llegado a la posesión de la Vida del Cielo. No abordaremos estos artículos porque
responden a un planteo más bien teológico de la problemática del conocimiento divino.
En cambio, estudiaremos la temática planteada en los últimos tres artículos de
dicha cuestión porque son susceptibles de un análisis filosófico. En ellos, en efecto, el
Aquinate analiza el conocimiento de Dios en esta vida. Estudiaremos estos artículos
junto con I S.Th. q. 13, consagrada al estudio de los nombres divinos, dado que el
conocimiento de Dios del hombre viador implicará necesariamente la mediación del
lenguaje.
Ahora bien, el hombre no puede conocer a Dios por esencia mientras su alma
esté unida al cuerpo porque en tal caso el conocimiento de las realidades inteligibles
dependerá de los sentidos: “…nuestro conocimiento natural se puede extender hasta
donde puede ser conducido por lo sensible. Ahora bien, a partir de lo sensible nuestro
intelecto no puede llegar a ver la divina esencia porque las criaturas sensibles son
efectos de Dios no proporcionados al poder de su causa” (I S.Th. q. 12, art. 12, in c.).
Pero esto no significa que el hombre no pueda conocer a Dios mientras esté en esta
vida. Lo puede conocer, ciertamente, pero no por esencia, sino a partir de sus efectos,
dado que Dios es la causa universal de todas las cosas. Así, pues, como ya hemos visto,
el hombre puede conocer la existencia de Dios, su diferencia de todo lo creado y que tal
diferencia no se debe a un defecto divino sino a su perfecta supereminencia:
“conocemos de Dios su relación a las criaturas, es decir, que es causa de todas ellas, y
su diferencia respecto de ellas, esto es, que no es algo de lo que causa, y que esto no se

5
niega de él por defecto sino porque lo sobrepasa” (I S.Th. q. 12, art. 12, in c). Esto
significa que el conocimiento de Dios en esta vida, tanto el natural como el sobrenatural
de la fe, será un conocimiento analógico alcanzado a través de la triple vía de la
causalidad (afirmación), remoción (negación) y excelencia (eminencia) (I S.Th. q. 13,
art. 1, in c).
Ahora bien, si llevamos esta afirmación sobre el conocimiento de Dios del
hombre viador al propósito de nuestro presente estudio, esto es, cómo es Dios en
nuestro conocimiento, ella nos dice que, a diferencia de lo que sucede en la visión
beatífica, Dios no es en el conocimiento del hombre viador tal como es en sí mismo (Cf.
I S.Th. q. 12, art. 11, ad 4 um). Los bienaventurados ven a Dios sin mediación objetiva
alguna; nosotros lo conocemos por medio de conceptos análogos elaborados por
abstracción a partir de los datos aportados por los sentidos que están en contacto con las
realidades sensibles. Por lo tanto, lo que conocemos de Dios en esta vida es verdadero,
pero no nos permite verlo por esencia: “Así, pues, puede ser nombrado por nosotros a
partir de las criaturas, pero no de tal manera que los nombres que lo signifiquen
expresen su esencia en sí…” (I S.Th. q. 13, art. 1, in c).

EL LENGUAJE SOBRE DIOS.


La última frase citada no pertenece al tratado del conocimiento humano de Dios,
sino al de los nombres divinos. La introducción de este texto en el lugar en que fue
citado muestra la estrecha vinculación entre la cuestión 12 y 13 de la Prima Pars, tal
como lo habíamos anunciado. El problema del conocimiento de Dios en esta vida, por lo
tanto, se prolonga naturalmente en el problema de cómo hablar de él. En efecto, según
la teoría de la significación de Aristóteles, la palabra, hablada o escrita, significa el
concepto que, a su vez, significa la cosa conocida: “…según el Filósofo, las voces son
signos de los conceptos y los conceptos son semejanzas de las cosas. Así, pues, las
voces se refieren a las cosas significadas mediante las concepciones del intelecto” (I
S.Th. q. 13, art. 1, in c).
En este triángulo semiótico6, la significación de la palabra no es inmediata, sino
que es mediada por la significación del concepto, es decir, del conocimiento: “algo
puede ser nombrado por nosotros según que pueda ser conocido por nuestra
inteligencia” (I S.Th. q. 13, art. 1, in c). En el caso del lenguaje teológico y, por ende,
también de la filosofía teológica, este conocimiento transcurre, como vimos, por el
triple camino de la causalidad, negación y eminencia. En otras palabras, el
conocimiento teológico es un conocimiento analógico. Por tanto, también el lenguaje
sobre Dios gozará de la misma característica de ser analógico.
Tipos de analogía
Ahora bien, distinguimos cuatro tipos de analogía: de atribución intrínseca y
extrínseca; de proporcionalidad propia y metafórica o impropia. ¿Cuál de estos cuatro
tipos de analogía satisface las exigencias, o es apta para, del lenguaje teológico?

6
Se conoce como semiótica a la teoría que tiene como objeto de interés a los signos.

6
Si dijéramos que es la analogía de proporcionalidad metafórica7, deberíamos
aceptar que el lenguaje sobre Dios no dice nunca nada intrínseco de él, es decir,
perteneciente a su naturaleza, sino algo conveniente con él según una razón de
semejanza con el modo de obrar o de ser de una criatura. Pero tal lenguaje requeriría de
un conocimiento de lo que Dios es, de lo contrario no sabríamos por qué, lo que se le
atribuye, le pertenece. Por eso la analogía de proporcionalidad impropia se utiliza para
referir más a las operaciones divinas ad extra, que pueden ser conocidas por nosotros en
la medida en que se manifiesten sensiblemente.
Si por el contrario, afirmáramos que la única analogía acorde al verdadero
lenguaje teológico es la de atribución extrínseca8, como lo pensaba Karl Barth,
pondríamos bien a seguro la trascendencia divina pero, al igual que en el caso anterior,
sin decir nada intrínseco de Dios. En este caso, se le atribuiría alguna propiedad
encontrada en las criaturas sobre la base de algún nexo causal pero sin decir que le
compete en razón de su naturaleza. Así sucedería, por ejemplo, si dijéramos que Dios es
bueno por causar la bondad de las criaturas pero sin querer afirmar con ello que la
bondad le corresponda en razón de su naturaleza intrínseca. Lo que Dios es en sí, por lo
tanto, permanecería siempre absolutamente inalcanzable.
Estos modos de concebir el conocimiento humano de Dios, se ubican por debajo
del nivel de conocimiento que afirmamos tener de él. Para superar este umbral, muchos
teólogos piensan que la analogía que satisface mejor las exigencias del lenguaje
teológico es la de proporcionalidad propia9. Pero esto, aunque es más que lo que
permitían las anteriores analogías, tampoco parece suficiente. En este caso
conoceríamos a Dios como en una extrapolación a partir de nuestros conocimientos más
connaturales pero sin llegar nunca a tocar lo que Dios es en sí. Sería lo mismo que
afirmar que Dios es como una proporción entre tal cosa y tal cosa que se da en nuestro
mundo. En definitiva, seguimos en los rodeos pero sin adentrarnos en la natura Dei.
Por esto, no faltan teólogos que atribuyen también un rol importante en el
lenguaje teológico a la analogía de atribución intrínseca, es decir, a términos que dicen
positiva y absolutamente lo que Dios es en sí. En efecto, si todos los nombres análogos
a Dios y a la criatura fueran relativos o negativos, no podríamos atribuir a Dios nada
que signifique intrínsecamente su propia naturaleza: “es evidente que los nombres
negativos y relativos no significan la misma substancia divina sino algo que negamos
de ella o que relacionamos con ella” (I S.Th. q. 13, art. 2, in c). Si todos los nombres de
Dios designaran su causalidad, entonces, por la misma razón que es viviente habría que
decir que es corporal, dado que creó tanto la vida como los cuerpos. Y si todos los
7
Hay analogía de proporcionalidad impropia o metafórica, por ejemplo, cuando se llama a Cristo “león
de Judá”. Cristo no realiza formalmente lo significado por el término “león”. Sin embargo, se le atribuye
este título por la semejanza que guarda con el león en razón de su fortaleza. La razón de “león” se da
formalmente en el animal que lleva ese nombre; en Cristo se da solo extrínsecamente, en razón de una
conveniencia de proporción, esto es, porque se descubre que la fortaleza de Cristo es semejante a la del
león, o que así como obra el león, así también obra Cristo.
8
El ejemplo típico es el del término “sano” dicho del animal y de la medicina. La salud se da formal e
intrínsecamente sólo en el animal. De la medicina, en cambio, se da según una relación causal
(extrínseca), esto es, en cuanto que produce la salud del animal.
9
La analogía de proporcionalidad propia se da cuando el concepto análogo significa una proporción
análoga entre términos diversos pero referidos entre sí según dicha proporción. Por ejemplo, el término
“principio” es análogo con analogía de proporcionalidad propia cuando designa la relación entre el punto
y la línea, por un lado, y la causa y el efecto, por el otro. Así, decimos que el punto es a la línea como la
causa al efecto. En ambas proporciones se realiza la realidad significada por el término “principio” de
manera que puede decirse con analogía de proporcionalidad propia que el punto es principio de la línea
como la causa lo es de su efecto.

7
nombres fueran negativos, al atribuir a Dios la vida solamente estaríamos diciendo que
no es inanimado.
Por lo tanto, debe haber algunos nombres análogos positivos y absolutos, como
bueno, sabio, etc., que designan positivamente, con analogía de atribución intrínseca, la
misma substancia divina, aunque deficientemente: “Vimos antes (q. 4, art. 2) que Dios
pre-contiene las perfecciones de todas las criaturas de modo simple y totalmente
perfecto. Luego, cualquier criatura… no lo representa ni se asemeja a él como algo de
la misma especie o género, sino como principio excelente cuya forma logran imitar sus
efectos, pero de modo deficiente… Luego, cuando se dice «Dios es bueno», su sentido
no es: «Dios es causa de la bondad», ni: «Dios no es malo», sino: «lo que llamamos
bueno en las criaturas preexiste en Dios» de un modo más elevado” (I S.Th. q. 13, art.
2, in c).
Queda por aclarar que en el lenguaje teológico también hay cabida para la
metáfora, aunque ella no cubra todas las exigencias de este lenguaje. Es más, habría que
decir que dada la eminencia divina, la metáfora, aunque no es suficiente, se revela como
necesaria para un adecuado modo de hablar sobre Dios. Es necesario saber, por lo tanto,
qué nombres pueden predicarse de Dios con analogía de proporcionalidad propia y
cuáles con analogía de proporcionalidad metafórica. La distinción entre ambas
analogías se fundamenta en la distinción entre perfecciones predicamentales y
trascendentales.
“En las criaturas hay aspectos por los cuales ellas se asemejan a Dios y que no
implican una imperfección en cuanto a la cosa significada, como ser, vivir, entender,
etc.; y éstos se dicen de Dios con propiedad; más aún, se dicen de Dios con mayor
razón… que de las criaturas.
Pero en las criaturas hay otros aspectos por los que se diferencian de Dios y
que se siguen de ellas en cuanto que provienen de la nada, como su potencialidad,
privación, movimiento, etc. Estos aspectos se predican falsamente de Dios. Todos los
nombres que impliquen estas condiciones en su intelección no pueden decirse de Dios
sino metafóricamente, como león, piedra…” (QDP q. 7, a. 5, ad 8. Cf. I q. 13, a. 3, c. y
ad 1).
Según este texto, de Dios sólo pueden predicarse con propiedad los nombres
que designan perfecciones trascendentales o absolutas. Ellos, en efecto, no designan
una esencia que delimita y diferencia un género de otro, por ejemplo, ángel, león,
piedra, sino que designan lo que aúna los distintos seres entre sí y con su causa primera
universal (Dios), razón por la cual estas perfecciones reciben el nombre de
“trascendentales”.
Pero estas perfecciones “trascendentales” no agrupan sólo los atributos
llamados “ónticos”, ser, verdad, bondad, unidad, etc., sino también aquellas
perfecciones que, sin ser tan universales, sin embargo, son correlatos de estos
trascendentales, como “entender”, “querer”, “vivir”, “persona”, y que también
pueden prescindir del modo imperfecto con que se realizan en nosotros. De esta manera,
cuando decimos “Dios es bueno”, lo decimos con propiedad y absolutamente, es
decir, sin tener que modificar en nuestro modo de entender el verbo “es”. Dios es
verdaderamente bueno, aunque el modo eminente de la perfección de su bondad se nos
escape. En cambio, cuando decimos “Dios es mi roca”, debemos entender el verbo
“es” en el sentido de “es como” y, por lo tanto, según una analogía de proporcionalidad
metafórica.

8
Esta predicación metafórica no viene a negar lo que ya quedó asentado: que Dios
es la causa de todas las perfecciones de las criaturas y, por lo tanto, también de la
piedra, del ángel y del hombre. En efecto, en él existen las perfecciones predicamentales
de las criaturas y no sólo las trascendentales, pero a aquéllas no las posee formalmente
sino virtualmente, esto es, no en cuanto que constituyen su ser, sino en cuanto que es
su causa. En cambio, sí posee formalmente las perfecciones que hemos llamado
trascendentales porque ellas constituyen su propio ser.
Dicho esto, convengamos también que ni siquiera los nombres de las
perfecciones trascendentales pueden predicarse de Dios sin antes someterlos a un
proceso de purificación, es decir, sin la corrección exigida de la via emminentiæ. En
efecto, incluso las perfecciones trascendentales son poseídas por las criaturas
limitadamente. Esta limitación es la que significamos con los nombres concretos
“viviente”, “ente”, etc. Con estos nombres se designa un sujeto que posee el ser, la
vida, etc., pero que no es el ser ni la vida. Luego, los nombres concretos de las
perfecciones trascendentales deben ser corregidos cuando se aplican a Dios. Es mejor,
pues, decir que Dios es ser, vida, etc. y no que es ente o viviente.
Pero los nombres abstractos tampoco se adecuan perfectamente a la designación
del ser divino, por dos razones. Primero, porque en cuanto tales significan formas
inexistentes por sí mismas. Si ellas son reales es por el sujeto que las recibe. Segundo,
porque en Dios toda forma es subsistente. Por consiguiente, más que decir que Dios es
ser, vida, etc., hay que decir que él es su mismo ser y vida subsistentes.

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