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La teta asustada: una teoria sobre la violencia de la memoria

Kimberly Theidon
Praxis: Un Instituto para la Justicia Social
Profesora Associada, Universidad de Harvard

© Praxis 2009

En 1995, las comunidades en las alturas de Huanta quedaron en ruinas, casas quemadas,

chakras abandonadas, y fosas comunes inumerables convirtiendo la tierra misma en un actor

más en la tragedia. El paisaje social fue igualmente volatil mientras que los y las campesinos

intentaron reconstruir sus comunidades bajo la sombra de un pasado recien marcado por la

violencia letal. Las memorias estaban frescas, dolorosas, onmipresentes; sedimentaron en los

cerrros donde tantos habían muerto, en los ríos que se habían teñido de sangre, y en los locales

que fueron testigos mudos de actos atroces. Pero fue al partir de conversaciones largas con las

mujeres quechuahablantes que emergieron otros “sitios históricos”: sus cuerpos mismos que

encarnaron estas memorias lacerantes.

Hay varias maneras de acercarse a las secuelas de un conflicto armado. El discurso del

trauma — y la diagnosis psquiátrica del estrés pos-traumático (PTSD) — han logrado jugar un

papel prominente en los conceptos médicos y humanitarios del sufrimiento. La diagnosis fue

incluida por primera vez en el catálogo official Norteamericano de los trastornos psquiátricos

en 1980 con referencia específica a los veteranos Americanos de la guerra en Viet Nam. A lo

largo de las últimas tres décadas el alcance de la aplicación de la diagnosis se ha extendido

dramáticamente, y el concepto de la memoria traumática se ha convertido en el marco principal

por acercarse a las secuelas sujetivas de la guerra. Hay un mercado enorme por el trauma, y

una industria de expertos desplegados a los paises pos-conflicto para detectar los síntomas del

estrés pos-traumático por medio de las encuestas “culturalmente sensibles.” Sin duda sea

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estratégico enmarcar el sufrimiento dentro de un idioma scientífico y con pretenciones

universales; de hecho, el discurso del trauma sirve como un Esperanto psicológico, autorizando

el sufrimiento y permitiendo a la investigadora y la población misma rendir “lisible” y legítimo

su sufrimiento para una audiencia internacional.

Empero, en el proceso de globalizar el discurso del trauma por medio de las

intervenciones humanitarias y de pos-conflicto, el concepto del trauma se ha puesto cada vez

más normativo, haciéndolo difícil pensar de otra manera sobre los eventos violentos y sus

legados. Desde los sobrevivientes del Holocausto a los veteranos Americanos de Viet Nam;

desde las mujeres maltratadas de América Latina a los niños soldados en el Congo; hasta las

sobrevivientes de la violencia sexual en los Balcanes, las teorias dominantes del trauma

deslumbran en su supuesta capacidad de abarcar experiencias enormemente divergentes y

cargadas con la complejidad etiológica y moral.

Parallelo con el crecimiento de la industria del trauma, empero, ha sido un debate

vocífero sobre la categoria de estrés pos-traumático y sus suposiciones. La literatura que pone

en duda la utilidad del PTSD en contextos no-clínicos — por ejemplo, contextos de pos-guerra

— es abundante y no quiero detenerme en una serie de debates gastados. Empero, hay un

intérvalo entre los debates académicos y la política pública. Lo que se podría considerar como

“pasado de modo” en circulos académicos puede todavía presentar una lucha en términos de

fondos, el diseño de servicios de salud, y su implementación. Cuando trabaje con la CVR en

Ayacucho, fue claro que muchas organizaciones estarían compitiendo por colocarse en mejor

posición por trabajar el tema de la salud mental. Solamente tres años despues, mucha gente con

quienes hable accusarían a estas mismas organizaciones de “traficar con la sangre y el dolor del

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pueblo” en sus esfuerzos por conseguir fondos durante el “Boom de Salud Mental.” Al traducir

los procesos pos-conflictos en el idioma de trauma, algo se pierde.

Tal vez vale una advertencia. Un paso antropológico convencional es hablar “nuestro

relativismo cultural” a “su universalismo psquiátrico” por medio de una letanía de ejemplos

que a veces suele parecer un compendio de lo exótico. Tal compendio no es mi objetivo. Más

bien, me interesa cuestionar una yuxtaposición perdurable: algunos individuos y grupos tienen

“Teoria” y otros tienen “creencias”; algunos individuos y grupos exportan categorias del

conocimiento mientras otros se consideran “culture bound,” viviendo bajo la influencia de sus

“creencias” eternas.

Las palabras “teoria” y “creencia” se inscriben en un desbalance de poder, y hemos

visto amplia evidencia de tal desbalance en los comentarios sobre “La Teta Asustada.” Muchos

refieren a “una creencia antigua” o “un mito Andino” cuando hablan tanto de la película como

el término mismo. Al categorizar la teta asustada en estos términos, se refuerza la dicotomía

entre los productores y consumidores del conocimiento, una dicotomía que deja poco espacio

por apreciar las teorias sofisticadas que los y las Quechuahablantes han elaborado sobre la

violencia y sus secuelas, sobre la vida social y su lucha por reconstruirla.

En este breve texto, quiero analizar la teta asustada como una teoria sobre la violencia

de la memoria y una realidad fenomenológica. Al considerar las causas de la teta asustada,

pasaré al tema de la violencia sexual masiva que caracterizó los años del conflicto armado

interno, insistiendo en la injusticia tanto de la vergüenza que se asigna a las mujeres violadas

como la injusticia de colocar la carga narrativa sobre ellas. Hay silencios que debemos

respetar. Empero, hay otros que valdría perturbar — como el silencio de los miles de hombres

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quienes participaron, incentivaron, observaron —y tal vez intentaron frenar — la violencia

sexual. Concluiré con algunas reflexiones sobre una aporia: ¿cómo reparar lo irreparable?

Biologías Locales

Mi hija nació al día siguiente de la matanza de


Lloqllepampa. Estaba escondida en una choza. Le tuve
que botar a mi esposo porque si venían los militares le
hubieran matado. Solita me atendí. Ese tiempo
escondiéndonos, ni siquiera tenía leche para darle a mi
bebé. ¿De dónde le iba a dar si no comía? Un día me
habían dicho: “Si le dejas a tu hija en el cerro, le puede
pachar y se puede morir”. Recordando eso le dejé en un
cerro para que se muera. ¿Cómo ya iba a vivir así? Yo le
había pasado todo mi sufrimiento con mi sangre, con mi
teta. La veía de lejos, pero como lloraba mucho tenía que
regresar a recogerla porque si los soldados escuchaban,
hubieran venido a matarme. Es por eso que digo que mi
hija está ahora traumatizada por todo que le he pasado
con mi leche, con mi sangre, con mis pensamientos.
Ahora ella no puede estudiar. Ya tiene 17 años y está en
quinto grado. No puede pasar, todos los años repite. Dice
que le duele la cabeza, le quema, qué será, susto. Desde
bebita era así. Le he hecho ver con un curandero, y ellos
le han cambiado la suerte. Un tiempo está bien y después
sigue igual. Le he llevado a la posta y me han dado una
pastilla [dicloxicilina] para que tome diario. ¿Qué será?
Ya no quiere tomar.
— Salomé Baldeón, Accomarca

Durante mis investigaciones en Ayacucho, varias mujeres me preguntaron: “¿Por qué

vamos a recordar todo lo que pasó? ¿Para martirizar nuestros cuerpos nomás?”. El idioma

corporal que usan las mujeres refleja una “división del trabajo emocional” según el género.

Hay una especialización de la memoria en estas comunidades y son las mujeres quienes llevan

—quienes incorporan— el dolor y el luto de sus comunidades. En la división del trabajo

emocional, son las mujeres quienes se especializan en el sufrimiento cotidiano de los años

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difíciles. Por consiguiente, es fenomenológico que expresan esta historia por medio de un

idioma corporal muy elaborado. Su historicidad es incorporada.

En Quechua “ñuñu” es tanto “teta” como “leche” según el contexto y el sufijo. Con el

término “la teta asustada,” yo busque una manera de captar este doble sentido: es decir, captar

como las fuertes emociones negativas alteran el cuerpo mismo y como por medio de la sangre

en útero o la leche una madre podria pasar este malestar a su bebe. Si recurrimos a la

antropología médica, podríamos ubicar esta teoria que manejan los y las quechuahablantes

dentro del concepto de “la biología local.” La literatura revela la vasta variedad de respuestas a

las experiencias traumáticas y los eventos estresantes. Esta variedad me permite insistir que no

se puede asumir una dialéctica entre una infinidad de culturas y una sola biología universal,

sino entre culturas y biologías locales y múltiples, los dos siendo sujeto a las transformaciones

evolucionarios, históricos, espaciales, y del ciclo vital, entre otras.

Cuando reflexiono sobre las mujeres y su deseo de no recordar y “martirizar sus

cuerpos” — cuando recuerdo las muchas mujeres que temían mamar a sus bebes y pasarles su

“leche de pena y preocupación” — me parece que nos ofrecen un ejemplo elocuente de como Kimberly Theidon 3/14/09 12:03 PM
Comment:

las memorias dolorosas acumulan en el cuerpo y como una puede literalmente sufrir de los

síntomas de la historia. Reitero que las memorias no solamente se sedimentan en los edificios,

en el paisaje o en otros símbolos diseñados para propiciar el recuerdo. Las memorias también

se sedimentan en nuestros cuerpos, convirtiéndolos en procesos y sitios históricos.

En un estudio realizado en Chile, un equipo de investigadores de la Universidad de

California-Berkeley y de Chapel Hill estudió el impacto de la violencia política sobre las

madres gestantes. Para armar la muestra, los investigadores prestaron atención a qué barrios

habían sufrido más por la violencia política o las desapariciones, en fin, qué barrios se habían

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convertido en zonas de guerra y terror durante la dictadura castrense. Seleccionaron una

muestra que iba desde un nivel bajo de violencia política hasta uno pronunciado. Siguieron los

embarazos y partos de una muestra de mujeres de cada barrio y, cuando controlaron a través de

“confounding variables”, determinaron que las mujeres que vivían en los barrios más violentos

sufrieron cinco veces más complicaciones durante el embarazo y el parto que las otras1.

Me parece muy sugerente tanto el estudio de los “expertos” como la teoría que manejan

en estas comunidades campesinas respecto de la influencia dañina de la violencia, el terror y las

memorias tóxicas sobre las madres y sus bebés. Estas mujeres y sus niños proveen un ejemplo

doloroso de la transmisión de la violencia de la memoria. Una fuente de tales memorias fue la

violencia sexual.

La Violencia Sexual

“A pesar de que las cifras recogidas no muestran la magnitud del problema, los relatos
permiten inferir que las violaciones fueron una práctica común y bastante utilizada durante
el conflicto. En innumerables relatos, luego de narrar los horrores de los arrasamientos y
ejecuciones extrajudiciales y torturas, se señalan, al pasar, las violaciones a mujeres. En la
medida que los testimoniantes no pueden dar los nombres de las mujeres afectadas, ellas no
son ‘contabilizados’ a pesar de que se cuenta con el conocimiento de los hechos. Por lo
dicho, la CVR destaca en este caso específico de violación sexual que, si bien no puede
demostrarse la amplitud de estos hechos, la información cualitativa y tangencial permitiría
afirmar que la violación sexual de mujeres fue una práctica generalizada durante el
conflicto armado interno” (CVR 2003, Vol. VIII: 89-90).

En múltiples textos he analizado las conversaciones que mi equipo de investigación y yo

tuvimos con las mujeres sobre el conflicto armado interno, ilustrando como las mujeres

narraron mucho más que su victimización2. Como me han comentado en cada pueblo con

cuyos habitantes he trabajado, las mujeres participaron en la defensa de sus comunidades, de

sus familias y de sí mismas. Lo que fue notable para mí fue la insistencia puesta en el contexto:

cuando las mujeres nos contaban sobre las violaciones ubicaban esas violaciones dentro de una

dinámica social más amplia. Daban detalles sobre las precondiciones que estructuraban su

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vulnerabilidad y enfatizaban sus esfuerzos por minimizar el daño hacia sí mismas y hacia la

gente de la que estaban a cargo. Con su insistencia en el contexto las mujeres situaban sus

experiencias de violencia sexual — episodios de victimización brutal — dentro de narrativas

femeninas de heroísmo. Cuando vuelvo a estas conversaciones, siempre me impactan de nuevo

y termino recordando una tarde larga que pasamos con una señora en Hualla. Su comunidad

había sido considerada una base simpatizante a Sendero, asi que cuando llegaron los soldados

llegaron “por castigar al pueblo.” Después de detallar las violaciones masivas que occurieron

en la base, respiró profundamente, sacudió su cabeza, y agregó en una voz llena de admiración:

“¡Tanto coraje! Estas mujeres se defendieron con tanto coraje.” No cabe duda.

Ahora me gustaría enfocar en los hombres, convencida que si queremos estudiar las

dimensiones de género de la guerra, hay que incluir un análisis de los hombres y las

masculinidades; con demasiado frecuencia, “género” se reduce al sinónimo por “mujeres,”

dejando a los hombres como la categoria no-marcada, no cuestionada. Quiero hablar de los

violadores, insistiendo que las investigaciones sensibles a género deben incluir las formas de

masculinidad forjadas durante un conflicto armado como un componente en la reconstrucción

de las vidas individuales y la existencia colectiva posterior a una guerra.

En su investigación sobre la violencia sexual durante el conflicto armado interno la

CVR determinó que, “Con relación a los perpetradores, se trató tanto de los agentes del Estado

como de los integrantes de Sendero Luminoso y del MRTA, aunque en diferentes magnitudes.

En este sentido, alrededor del 83% de los actos de violación sexual son imputables al Estado y

aproximadamente un 11% corresponden a los grupos subversivos (Sendero Luminoso y el

MRTA). Si bien estos datos marcan una tendencia importante de la mayor responsabilidad del

Estado en los actos de violencia sexual, es importante tener presente que los grupos subversivos

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fueron responsables de actos como aborto forzado, unión forzada, servidumbre sexual” (p.

374). De manera similar, en mi investigación quedó claro que todos los grupos armados

utlizaron formas de la violencia sexual, y que los patrones variaron según el grupo y tras el

tiempo. Empero, hay otro punto que quedó claro: el uso sistemático de la violencia sexual era

una práctica desplegada por las “fuerzas del orden”. Hay una ironía aquí: bajo la amenaza de

ataques Senderistas, las autoridades en muchas comunidades solicitaron la instalación de bases

militares por “seguridad.” Como he aprendido a lo largo de los años, tales comunidades

experimentaron un nivel asombroso de la violencia sexual. Los acuerdos comunales

implicaron ciertos acuerdos sexuales, y la seguridad “tiene género.” Los hombres en estas

comunidades construyeron las bases militares que se multiplicaron en el campo durante el

conflicto armado interno; las niñas y las mujeres “prestaron servicios” a las tropas. En algunas

comunidades con las cuales he trabajado, las mujeres comenzaron a cobrar por el sexo; mucho

más común, sin embargo, fue la violación. La “seguridad comunal” funcionó en formas

contradictorias y hay una certeza: donde había soldados había violaciones y un nivel de la

violencia sexual permanente.

También las violaciones grupales eran generalizables. Cuando las mujeres describían

sus experiencias con las violaciones, nunca se trataba de un soldado sino de varios. “Violaban a

las mujeres hasta dejarlas sin poder sostenerse de pie.” Los soldados estaban mutilando a las

mujeres con sus penes y las mujeres estaban ensangrentadas. Quisiera seguir reflexionando un

poco más sobre estos rituales de sangre.

Cuando se habla de violaciones grupales, deberíamos pensar por qué los hombres

violaban de esta manera. Una explicación instrumentalista indicaría que los soldados violaban

en grupo para dominar a una mujer, o para que un soldado pudiera vigilar mientras los otros

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violaban. Sin embargo, sería una lectura muy limitada atribuir esta práctica a la necesidad de

ejercer puramente la coacción o la vigilancia. Cuando un soldado apuntaba su arma al pecho de

una mujer, no necesitaba más fuerza. Cuando los soldados bajaban de sus bases en la noche

para violar, la “privacidad” no era su preocupación central. Operaban con impunidad.

Claramente, hay un aspecto ritualístico en la violación grupal. Mucha gente nos contó

que después de matar a alguien los soldados bebían la sangre de sus víctimas o se empapaban la

cara y el pecho con la sangre. Quiero reflexionar acerca de los lazos de sangre establecidos

entre soldados y las matrices ensangrentadas que dieron luz una fraternidad letal. Estos lazos de

sangre unían a los soldados, y los cuerpos de las mujeres violadas servían como medio para

forjar aquellos lazos. Las violaciones grupales no solamente quebraron los códigos morales que

generalmente ordenan la vida social: la práctica también servía para erradicar la vergüenza.

Cometer actos moralmente aberrantes enfrente de otros no sólo instituye lazos entre los

perpetradores, sino también forja sinvergüenzas capaces de una brutalidad tremenda. Al perder

el sentido de vergüenza — una “emoción regulatoria” ya que la vergüenza implica un otro en

frente del cual uno se siente avergonzado — crea hombres con una capacidad recalibrada para

la atrocidad.

Además las mujeres enfatizan en lo que los soldados les decían mientras las violaban:

“Terruca de mierda”, “ahora aguanta terruca”, “carajo”, “terruca de mierda” e “ india de

mierda”. Los soldados estaban marcando a las mujeres con insultos físicos y verbales. Por

ejemplo, había una base militar en Hualla y los soldados se llevaron mujeres de las

comunidades vecinas a la base para violarlas, devolviéndolas con el pelo cortado como un

signo de lo que había sucedido. En otras conversaciones en Cayara y Tiquihua, la gente nos

contó que las mujeres volvían a las comunidades “cicatrizadas” después de haber sido violadas

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en las bases. Los cuerpos de las mujeres estaban hechos para atestiguar sobre el poder y del

barbarismo de las “fuerzas del orden.” Tanto en mis investigaciones como en los testimonios

brindados a la CVR, los actos de la violencia sexual estaban casi siempre acompañados por los

insultos étnicos y raciales, impulsándome a considerar como las jerarquías militares, del

género, y de la raza convirgieron durante el conflicto armado interno.

“Racing Rape”

“…el privilegio sexual — y su carencia — está profundamente inscrito en la


historia de la raza en los Andes hasta tal punto que lo hace imposible pensar en
el uno sin pensar en el otro.”31

Comienzo esta sección citando brevemente a dos testimonios brindados a la CVR y uno

a mi equipo de investigación. En el primero, un ex-soldado narró una ocasión durante la cual

su peletón detuvó a dos mujeres: una odontóloga y una joven que vendía jugos en la calle. La

joven — una chola — se la regaló a la tropa por una pichanga (que significó que tuvo que pasar

por todo la tropa). Había cuarenta soldados. La odontóloga — una mestiza — fue reservada

para el capitán.4

En el segundo, un ex-teniente del ejército recordó su tiempo destacado en un control,

encargado con revisar los documentos de todos que viajaron por la carretera. El y sus hombres

detuvieron a muchas jóvenes viajando desde la costa, y las desafortunadas sin documentos

sabían de inmediato lo que tuvieron que hacer: “Queremos conocer al capitán. No queremos

estar con la tropa.” Como explicó el ex-teniente, “A veces había cuatro o cinca jóvenes. Ellas

estaban con nosotros (los oficiales) con la condición que no las íbamos a pasar a la tropa. Las

guardamos para nosotros, y las soltamos el día siguiente. Pero a veces eran cholitas — tuvimos

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que darlas a la tropa. Ellas tuvieron que pasar por todos los soldados porque ellos lo

reclamaron.”5

El tercer y último ejemplo. Una campesina quechuahablante describió su experiencia

de la violación grupal: la desnudez forzada, la cantidad de soldados, el dolor insoportable, y su

temor. Proporcionó detalles sobre la violación, pero negó repetir las palabras que los soldados

habían utilizado para insultarla. “Palabras soeces” fue todo que estaba dispuesta a decir. Ella

podia tolerar narrar la violencia sexual, pero no toleró repetir la descarga de insultos raciales

que había aguantado.

Oficiales y soldados, mestizas y cholas, costeñas e “Indias,” hombres y mujeres. Hay

numerosas identidades operando en estos testimonios, y cada una se ubica dentro de una

jerarquía de poder y privilegio. Siempre he argumentado que no hay una forma de hablar del

conflicto armado interno sin dirigirse a los temas de la discriminación étnica y el racismo. Es

dolorosamente cierto cuando intentamos entender los usos y las lógicas de la violación. En el

Informe Final de la CVR, los Comisionados constataron: “Muchas veces, las diferencias étnicas

y raciales — convertidas en criterios de naturalización de las desigualdades sociales — fueron

invocadas por los perpetradores para justificar las acciones cometidas contra quienes fueron sus

víctimas.” (TRC, Vol. 8: 123). Los ejemplos arriba demuestran este punto. Las mujeres más

“claras” estaban reservadas para los oficiales; las cholas y las “Indias” se las pasaron a la tropa.

En esos casos cuando ambos los oficiales y los soldados violaban las mismas mujeres, fue su

rango lo que determinó su lugar en la cola — y este rango en turno reflejó la estratificación

étnica y racial. Quien fue autorizado al infligir el dolor sobre el otro reflejó las jerarquías de

género y etnicidad; empero, me interesa el inverso — como el acto mismo de violar fue

utilizado para construir estas jerarquías. Así que considero “racing rape.”

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Al analizar el uso generalizable de los insultos étnicos y raciales durante los actos de la

violación, me ayudó el libro de Mary Weismantel titulado Cholas and Pishtacos: Stories of

Race and Sex in the Andes. En su análisis detallado sobre los actos de la violencia sexualizada

y como confieren la identidad racial, ofrece una manera de explorar como las identidades

raciales y sexuales están inscritas en el cuerpo durante los rituales de la dominación y la

sumisión.

Su análisis enfoca, en parte, en la figura del pishtaco. Esta figura atraviesa el tiempo y

el espacio, probándose un dramatis personae resistente en los cuentos Andinos sobre la

violencia racializada y de género. El pishtaco — una figura masculina que chupa la grasa de

sus víctimas Indios, degollando sus cuellos, y violando a las mujeres con su falo insaciable —

es siempre blanco. El pishtaco ha sido, en diferentes momentos históricos, un cura español, un

hacendado, un gringo antropólogo, un ingeniero Peruano de una ONG, o un miembro de la

comunidad cuya riqueza repentina provoca rumores que de alguna manera ha explotado a sus

vecinos: la constante es la fusión de la agresividad, la sexualidad y la blancura. Como

Wiesmantel constata de modo persuasivo, “Al conectar la propensión de un hombre al abuso

sexual con su raza, los cuentos sobre el pishtaco interroga una larga y muy a menudo olvidada

historia de la raza y la violación. ‘Violación,’ como ‘mujer’ o ‘blancura’ no tiene una sola

definición histórica específica, sino se la produce por medio de, y definido dentro de, los

contextos históricos específicos” (2001: 169). Dentro de estos contextos históricos específicos,

el pishtaco “se blanquea por su agresividad sexual, y se masculiniza en virtud de su blancura”

(xl). Así que la identidad étnica o racial es, hasta un cierto punto, lograda — una posición

estructural que un cuerpo puede asumir relativo al otro.

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Es precisamente lo que quiero captar con la idea “racing rape.” Dada la distribución

étnicamente o racialmente determinada de las mujeres por el propósito de la violación, la tropa

— compuestas del estrato social más “oscuro” por que la clase sí tiene color — estaban

violando a mujeres no tan diferentes de ellos mismos. La pichanga consistió en cholos

violando a cholas — con los cholos bombardeando a sus víctimas con los mismos insultos

étnicos que ellos habían aguantado tantas veces durante sus propias vidas. La violación,

combinada con los insultos étnicos, fue un medio por lo cual estos jóvenes soldados “se

blanquearon” y transfirieron la humillación étnica a sus víctimas. Como Judith Butler ha

argumentado con respeto al género, la identidad es performativa. En vez de ser “ya está”

esperando su expresión en el lenguaje, la identidad puede ser el producto de “los actos

significando de la vida linguística” (1990:144)6. Para prestar el título de un artículo influyente,

“Las mujeres son más indias” — y el acto de violarlas fue una manera de asegurarlo.7

Sin embargo se puede imaginar que había algunos hombres que no querían participar en

las violaciones. En nuestras conversaciones con ex soldados y ex miembros de la marina, ellos

insistían en que la participación en las violaciones era obligatoria. Es ciertamente posible que

esta ficción sea un bálsamo para su conciencia; sin embargo algunos hombres dieron detalles

acerca de lo que les sucedía a aquellos soldados y miembros de la marina que no querían tomar

parte de las violaciones. Permítanme citar sólo un ejemplo tomado de una conversación que

tuve con alguien que sirvió en La Marina en Ayacucho a comienzos de los 80’s.

“Entre los reclutas, algunos eran realmente jóvenes. Eran apenas adolescentes. No
querían participar (en las violaciones). Si uno rehusó, los demás lo llevarían aparte para
violarlo. Todos lo violarían, con ese pobre gritando. Dijeron que estaban cambiando su
voz: con tanto grito su voz bajaba. Ya no era mujer.”

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Violar era un medio a través del cual se establecían jerarquías de poder entre los grupos

armados y la población, aunque también dentro de las fuerzas armadas mismas. En las

comunidades era habitual que los soldados forzaran a los hombres a mirar cómo violaban a sus

mujeres, hijas y hermanas. Y, como mencioné, es notable que los soldados violaran por rango y

por turnos, comenzando por los oficiales y terminando con los reclutas.

Cuando hablamos de militarización necesitamos pensar más allá de la permanencia de

los soldados en las bases. La militarización también implica cambios en lo que significa ser un

hombre o una mujer: la hipermasculinidad del guerrero está basada en el borramiento de las

características consideradas como “femeninas.” Esta hipermasculinidad es construida a través

del desprecio de lo femenino, y un aspecto de este menosprecio es la feminización de otros

hombres al inflingirles violencia física y simbólica.

Narrando el heroísmo

Marcos me llamó la atención la primera vez que lo vi en una asamblea comunal. Era
una figura que se destacaba en caqui y negro, con su postura exageradamente erecta.
Llevaba corto su negro pelo y su pulóver negro alternaba con sus pantalones
camuflados, que finalmente cedían ante sus negras botas de cuero. En el cuarto que
compartía con su joven esposa había varias fotos suyas con su arma y cinturones de
municiones colgando de la pared. Me había contado acerca de esas fotos una noche.
“Yo estaba en el ejército cuando las papas quemaban (se refiere al fragor de la batalla),
en el ´95 o ’96. Una vez estábamos afuera patrullando cerca de Pucayacu donde
estábamos en conflicto con los terrucos y matamos a seis de ellos. Capturamos una
china (una chica joven). Éramos en total unos 28 soldados, y todos violaron a esa pobre
china. Yo no lo hice porque ella tenía 15 años y yo sólo 17, sentí que era como mi
hermana. Después la dejamos escapar porque nos lo rogó, decía que había sido forzada
a colaborar con Sendero en la selva. Me pregunto dónde habrá ido a parar esa pobre
chica. Los oficiales en el ejército permitían todo eso. Incluso nos decían “Esos malditos
terrucos violan a sus mujeres. ¿Eso está bien? Por eso nos dijeron ‘Los autorizamos (a
violar)’. También nos hicieron comer pólvora como desayuno. Nada nos asustaba.”
— Huaychao, febrero de 2003

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Ni un solo hombre de aquellos con los que hablé admitió haber participado en las

violaciones. Ha habido hombres que me contaron que mataron, pero en ninguna conversación

ningún hombre habló nunca sobre haber participado en violaciones. Los mismos hombres que

han descrito en detalle los últimos minutos y expresiones de las víctimas moribundas — la

lucha que da lugar a extremidades vencidas, al silencio, a ojos fijos y vidriosos — siempre han

insistido en que eran otros hombres los que violaban. Es difícil narrar el propio heroísmo

cuando un hombre era uno de los 28 soldados que esperaban en fila para violar a una jovencita.

No estoy acusando a Marcos, pero sí estoy haciendo notar que cada narrador selecciona los

hechos que presenta a su interlocutor, y la representación de si mismo es una continua

negociación entre qué ocultar y qué revelar. Pero al escuchar a Marcos escuchaba los ecos

roncos de aquellos reclutas.

En muchas oportunidades me he preguntado dónde están ahora estos ex soldados y

marinos. Aunque el gobierno de turno los celebran como Heroes de la Patria —y muchos sin

duda se comportaron heroícamente — hay otras versiones de la historia. ¿Cómo están estos

hombres después de lo que han hecho o presenciaron? Asumo que ellos tambien llevan las

huellas del conflicto armado y su participación en las atrocidades. Cuando acarician a sus

mujeres, cuando miran a sus pequeñas hijas a la cara, cuando se paran frente al espejo, ¿qué es

lo que ven reflejado? Veo esto como un legado de la guerra que no ha sido estudiado, y

obviamente como algo que metodológicamente sería desafiante. Sin embargo me motiva la

injusticia profunda de la violación y su carga narrativa. Por supuesto, son las mujeres quienes

están incitadas a hablar sobre la violencia sexual; el silencio de los violadores no se perturba.

Nunca he escuchado a nadie preguntarle a un hombre, ¿Estaba ensangrentado tu pene?

¿Estuviste primer en la cola, o décimo? ¿Penetraste su vagina o su ano? ¿Cuántas veces? ¿Te

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gusto? Entiendo que las preguntas parecen escandalosas; entiendo que aun leer esta preguntas

nos repugna. Empero las mujeres rutinariamente están obligadas a narrar sus experiencias en un

idioma de la vulnerabilidad sexual y la degradación. Parece que hay poco espacio discursivo

por hablar del heroismo feminino. ¿Qué significa sentirse obligada a narrar su vida en un

idioma que jamás le podría hacer justicia?

Conclusiones

Quisiera terminar pensando en algunas tareas pendientes pos-CVR, especialmente en

cuanto a la violencia sexual y las reparaciones. Para responder a los daños masivos productos

del conflicto armado interno, la CVR diseño el Programa Integral de Reparaciones (PIR) como

una forma de reafirmar la dignidad de las víctimas y promover la reconciliación nacional y la

paz sostenible. El PIR es uno de los programas de reparaciones más completos que cualquier

comisión de la verdad ha elaborado hasta la fecha, e incluye reparaciones símbolicas,

reparaciones en términos de los servicios de salud y educativos, la restitución de los derechos

ciudadanos, reparaciones económicas individualizadas y reparaciones comunales colectivas,

entre otras.

Como un paso en el proceso reparativo, el Consejo de Reparaciones está compilando el

Registro Unico de Víctimas. Hasta la fecha, el Consejo ha recibido solamente 2,021 solicitudes

de inscripción que presentan afectación de violación y/o violencia sexual. Sencillamente, a

pesar de tantas estrategias implementadas para asegurar “que hablen las mujeres,” de forma

contundente las mujeres quechuahablantes han preferido el silencio — aun que sulfura — al

hablar de actos aborrecibles. Vale recordar que la violación en ciertos casos fue utilizado para

forzar las mujeres al hablar. ¿Qué más se puede hacer por asegurar que el derecho a las

reparaciones no impone la obligación de hablar? Dado que, de forma abrumadora, las mujeres

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se negaron a hablar de sus violaciones en primera persona, entonces ¿qué podría constituir

reparaciones? ¿Cómo se intenta “reparar” lo no dicho? No formulo la pregunta retóricamente:

diseñar programas de reparaciones que atiendan a la cuestión de la violencia sexual contra las

mujeres es un desafío que confronta a muchos países en su etapa post-conflicto. No tengo la

respuesta, pero estoy muy segura acerca de cómo no hacerlo.

En su trabajo sobre una asesoría con mujeres sierraleonesas refugiadas en el norte de

Liberia, Mats Utas se sorprendía de que cada mujer que ellos habían entrevistado declarara sin

dificultad que había sido violada durante la guerra civil sierraleonesa. Enseguida se dio cuenta

de que el presentarse a sí mismas como víctimas era un medio a través del cual las mujeres se

establecían efectivamente como “receptoras legítimas” de la ayuda humanitaria (2005:408)8.

Los testimonios sobre violaciones eran un pasaje hacia la ayuda.

¿Qué sucede con la ética de este negocio? ¿Qué, con los elementos coercitivos del

”dime tu historia de victimización sexual y recibirás una frazada y latas de comida”? O, en el

contexto del programa de reparaciones de la posguerra, “dame un testimonio gráfico sobre “tu

violación” y quizás recibas un estipendio”? No puedo separar los métodos de la ética: en este

caso, ambos son repugnantes. Hay preguntas que no tenemos derecho a preguntar, y silencios

que deben ser respetados.

Cuando pienso en las conversaciones que tuvimos, las mujeres expresaban

constantemente un deseo de justicia redistributiva: becas para sus hijos, viviendas decentes,

agua potable, comida en sus casas y granos y ganado en sus campos. Esto era lo que las

mujeres demandaban una y otra vez — las que hablaron con nosotras sobre las violaciones y

cientos más que no lo hicieron. Trabajemos entonces con esta visión de justicia redistributiva y

ampliémosla para incluir a la vergüenza. Una cosa que puede ser redistribuida es la vergüenza

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que fue repartida injustificadamente en las mujeres de forma exclusiva: esta vergüenza deberían

sentirla los violadores, que hasta la fecha gozan de una impunidad absoluta. En Perú no hubo

discusiones en torno a los miles de soldados y marinos que sistemáticamente cometieron

violaciones durante el conflicto armado interno. Los sinvergüenzas avanzaron con ímpetu en

sangrientos actos de violación grupal que no son discutidos en los discursos públicos en Perú.

Este silencio es, de hecho, preocupante. Las reparaciones deberían incluir la redistribución de

bienes y servicios; también deberían incluir la redistribución de la vergüenza hacia aquellos que

se la ganaron.

Termino volviendo a la teta asustada, y los esfuerzos miópes del Presidente Alán García

y su gabinete por obstacularizar un Museo de la Memoria. Junto con su miopía comemorativa,

hay su insistencia ciega que las fuerzas armadas cometieron solamente “excesos y errores.”

¿Podrían realmente creer que al rechazar un edificio para alojar a la exposición Yuyanapaq

pueden desalojar — pueden desencarnar — las memorias y las contramemorias del conflicto

armado interno? En los nervios que arden, en los cuerpos martirizados, en la leche que

transmitió tanta pena — en estos “sitios históricos” hay una teoria sobre la tenacidad de la

memoria. Tambien hay un reclamo por la justicia.

1
Véase ZAPATA, B.C., A. REBOLLEDO, E. ATALAH, B. NEWMAN y M.C. KING (1992) “The Influence of
Social and Political Violence on the Risk of Pregnancy Complications”. American Journal of Public Health 82(5):
685-690.
2
Véase Entre Prójimos: El conflicto armado interno y la política de la reconciliación en el Perú (IEP 2004);
“Género en Transición: Sentido Común, Mujeres y Guerra,” Revista Memoria, Instituto de Democracia y
Derechos Humanos, Pontificia Universidad Católica del Perú, Número 1, 2007.
3
Véase Mary Weismantel 2001: xxxix.
4
CVR. Testimonio 100168, citado en Narda Henriquez, Cuestiones de Género y Poder en el conflict armado en el
Perú (CONCYTEC 2006), p. 69.
5
Henriquez 2006: 71.
6
“The signifying acts of linguistic life.”
7
Véase Marisol de la Cadena 1991. “Las mujeres son más indias.” Revista Andina.
8
Utas, Mats (2005) “Victimcy, Girlfriending, Soldiering: Tactic Agency in a Young Woman's Social Navigation
of the Liberian War Zone.” Anthropological Quarterly 78(2): 403-430.

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