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A pocos metros de la plaza de Callao, cruzando al otro lado de la

Gran Vía, entre las calles de San Roque y de la Madera, aparece casi
desapercibido el recogido y silencioso convento benedictino de San
Plácido (también conocido como el monasterio de la Encarnación
Bendita) entre cuyos muros se entremezclan leyendas, misterios y
oscuras intrigas. El halo de paz y sosiego que emite hoy día poco
tiene que ver con los diabólicos sucesos que se le adjudicaron en
época de Felipe IV.

La historia del convento se remonta a 1619 cuando D. Jerónimo de


Villanueva y Fernández de Heredia, marqués de Villalba,
protonotario de Aragón, noble e influyente asesor de la corte,
compró los terrenos en los que ya se ubicaba una pequeña iglesia a
modo de regalo para la dama Teresa Valle de la Cerda y Alvarado, de
la que estaba profundamente enamorado. Sin embargo, Teresa, de
fuertes convicciones religiosas, decidió rechazar la oferta de
matrimonio. A pesar del desengaño, D. Jerónimo financió los deseos
de su amada y en 1623 comenzaron las obras de edificación del
convento. Teresa llegaría a convertirse en priora del convento de las
Madres Benedictinas, al cual comenzaron a llegar las primeras
monjas en 1624, cuando el recinto estaba formado por varias casas
unidas. Finalizadas las obras, unas 30 monjas fueron a habitarlo
viviendo bajo la sumamente rígida y dura regla de San Benito que
incluía prolongados tiempos de ayuno y tediosos rezos continuados
durante horas, sin hablar con nadie ni beber, que hacían que muchas
de estas jóvenes religiosas cayeran en locura transitoria y en
peligrosas depresiones.

La vida discurría aparentemente tranquila entre los muros del


convento hasta que, en 1628, se empezaron a escuchar relatos
estremecedores sobre algunas hermanas que se comportaban de
modo demasiado extraño. Algunos testigos del barrio aseguraban
haber visto como las monjas se contorsionaban en el suelo,
profiriendo insultos y blasfemias, con los ojos vueltos entre  gritos
desgarradores. Poco a poco el rumor se extendió por los mentideros
de la Corte, pasándose a conocer a las infortunadas religiosas como
las “endemoniadas” de San Plácido (curiosamente, años después, en
1634, tendría lugar el más conocido caso de las “endemoniadas” de
la localidad francesa de Loudun que afectó a una congregación de
monjas ursulinas, supuestamente hechizadas por el padre Urbain
Grandier, quien fue acusado de brujería y condenado a morir en la
hoguera).
La voz de alarma la dio una joven novicia que había comenzado a
tener visiones mientras sufría convulsiones y desmayos entre
blasfemias y actos sacrílegos. Sus asustadas hermanas dieron aviso
al confesor, Fray Francisco García Calderón, único hombre que
podía entrar en el recinto al tratarse de un convento de clausura. El
confesor decidió que la joven monja estaba poseída y necesitaba ser
exorcizada de urgencia. Sin embargo el exorcismo no sirvió de nada
pues no sólo no curó a la posesa, sino que veinticinco hermanas más
quedaron “infectadas” (incluida la fundadora, Teresa Valle de la
Cerda, cuyos demonios profetizaban la reforma de la Iglesia) y
empezaron a sufrir síntomas demoniacos como visiones
apocalípticas, desmedida agresividad, continuas blasfemias, hablar
por boca del diablo, terribles autolesiones contra las paredes y,
especialmente, la realización de gestos obscenos absolutamente
impropios. En momentos de lucidez, narraban que el demonio se les
aparecía en sueños, acompañado por otros personajes de igual
catadura, y que las agredían de manera íntima. De las treinta monjas
del convento, veintiséis quedaron “endemoniadas”, quedando
casualmente las hermanas de más avanzada edad libres de maléficas
visitas.

Los rumores corrieron como la pólvora por las calles de Madrid y no


se hablaba de otra cosa, del triste destino de las “endemoniadas”,
que las malas lenguas achacaban a las continuas visitas de
conocidísimos personajes de la nobleza, como el propio Conde
Duque de Olivares, el mismo Rey Felipe IV y hasta el dueño de los
terrenos, el protonotario fundador del convento, D. Jerónimo de
Villanueva, que poseía una vivienda en la Calle de la Madera, cuyos
muros estaban pegados al convento (que según habladurías,
comunicaba directamente con el claustro del convento y las celdas
de las hermanas) y en la que celebraba reuniones y juergas con sus
ilustres “compinches” hasta altas horas de la madrugada.

Como no podía ser de otro modo, tan escandaloso asunto llegó a


oídos de la inquisición y  D. Diego de Arce, el inquisidor general,
decidió investigar el asunto sin dilación. Comenzaron los
interrogatorios, investigándose a toda persona que tuviera relación
con el convento, excepto, como de costumbre, a los nobles
personajes anteriormente nombrados, aunque es bien sabido que
Felipe IV, se llevó más de un tirón de orejas eclesiástico por sus líos
de faldas.

La investigación inquisitorial comenzó por observar el


comportamiento de las pobres hermanas poseídas, siguiendo por un
exhaustivo interrogatorio a Doña Teresa que comenzó a dar sus
frutos. Posteriormente llegó el interrogatorio a base de torturas a
fray Francisco, el confesor del convento, cuyas declaraciones cayeron
en continuas contradicciones durante los distintos procesos.
Finalmente se llegó a la conclusión de que los verdaderos causantes
de la desgracia y comportamiento de las hermanas no venían del
Averno sino que habían sido el mismo fray Francisco y la priora
Doña Teresa. Por lo que se dedujo del proceso, el religioso
pertenecía a la secta de los “Alumbrados”, también denominada
herejía iluminista, relacionada con el protestantismo, nacida en el
siglo XVI en tierras de Extremadura y Andalucía y cuyos miembros
afirmaban, entre otras creencias, que de la relación carnal entre un
religioso y una religiosa había de nacer necesariamente un santo.
Los seguidores de este movimiento aseguraban que mediante la
oración se podía llegar a un estado espiritual tan perfecto que no era
necesario practicar los sacramentos ni las buenas obras e incluso se
podían llevar a cabo las acciones más reprobables sin que el hecho
fuese considerado pecado. Los “Alumbrados” eran contrarios a la
oración, el ayuno, los gestos de adoración y veneración de imágenes,
el agua bendita, la sagrada forma, la santa cruz… Tenían además
costumbre de profanar lugares sagrados y obligar a las mujeres a
mantener relaciones sexuales como penitencia… Este conjunto de
creencias libertinas inculparon a fray Francisco de haber cometido
actos pecaminosos con las jóvenes monjas. Como confesor
convenció con su facilidad de palabra a las hermanas de la necesidad
de alcanzar la gloria de Dios a través de actos carnales hechos en
caridad, y por tanto sin ser pecaminosos. Confesó que los bebedizos
y las drogas preparados por él mismo hicieron el resto. Durante
meses, el confesor embaucó a las religiosas, convirtiendo el convento
en su propia mancebía (y en la de los personajes ilustres
mencionados más arriba), manteniendo relaciones sexuales con las
religiosas, incluida la priora. Tan solo las monjas más ancianas se
libraron del acoso y las malas artes del infame sacerdote.

Tras ser juzgados por el tribunal de la Inquisición de Toledo, el


Consejo de la Suprema dictó el 19 de marzo de 1630 sentencia
definitiva contra fray Francisco García por la que se le condenaba a
abjurar “de vehementi” (por serias sospechas de culpabilidad) y
reclusión perpetua, con privación del ejercicio del sacerdocio y
obligación de ayunar tres días a la semana, al considerarse probados
los delitos de herejía alumbradista. Teresa Valle, que se encontraba
recluida en el convento de Santo Domingo el Real de Toledo con las
restantes monjas, fue condenada a abjurar “de levi” (por ligera
sospecha de herejía) y a permanecer cuatro años reclusa en el
convento toledano, privada de voto activo y pasivo y sin posibilidad
de volver a la Corte, mientras que la comunidad, con el resto de las
monjas, fue repartida para evitar que los hechos, el escándalo y la
lujuria que rodearon el caso de las “endemoniadas” de San Plácido,
se reprodujeran en el futuro…

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