Está en la página 1de 3

LA DAMA DE LA ROSA BLANCA

En la calle de Alcalá, esquina con Gran Vía, se alza la conocidísima


iglesia barroca de San José, escenario de una de las más famosas
crónicas fantasmagóricas de la Villa y Corte, la tenebrosa y
romántica leyenda de la Dama de la Rosa Blanca.
Según se cuenta (aunque hay varias versiones al respecto), tan
terrorífico episodio tuvo lugar durante las fiestas de Carnaval de
1853 en la celebración de un concurrido baile de máscaras
organizado por una familia aristócrata en su propio domicilio y a la
que había sido invitado lo más granado de la sociedad madrileña.
Allí, en medio de tamaño jolgorio, se encontraba un joven y solitario
diplomático extranjero (británico, según algunas versiones, teutón,
según otras) que se había acercado al baile sin ir disfrazado. Vestido
de frac, el joven procuraba no llamar demasiado la atención por no ir
disfrazado, por no conocer a nadie en la fiesta y, sobre todo, por su
escaso castellano que le distanciaba un poco del resto de los
invitados. Así se quedó sentado en un rincón observando. De pronto,
el solitario muchacho cruzó su mirada con la de una bellísima dama
que cubría sus ojos con un antifaz y vestía un elegante traje de
terciopelo negro sobre el que llevaba prendida una magnífica rosa
blanca. Instintivamente apartó la vista cuando notó que ella le
miraba fijamente mientras se dirigía hacia él con paso lento. Cuando
quiso reaccionar se encontraba bailando con la misteriosa dama. El
flechazo fue instantáneo. El joven diplomático y la enigmática mujer,
que aseguraba ser condesa, bailaron y bebieron sin parar apurando
la noche.
Y entonces, en un determinado momento de la feliz y deliciosa
velada, la dama insistió al joven extranjero para que la acompañase a
un lugar que ella tenía especial interés en enseñarle. El sitio, como
era de esperar, era la citada iglesia de San José. Durante el trayecto,
el intrigado mozo preguntó a la joven si no le apetecía pasear en
carruaje en lugar de ir caminando. Ella respondió que no, que al día
siguiente tendría ocasión de viajar en el carruaje más bonito que se
ha visto nunca. Una vez llegados a su destino, la citada iglesia de la
calle de Alcalá, accedieron a su interior. Allí, el diplomático (al que
todo parecía ya bastante sospechoso, pues la broma no tenía gracia
alguna) pudo ver que cerca del altar se encontraba un catafalco
cerrado y rodeado por cuatro enormes cirios apagados. En ese
mismo momento, ante la extrañeza del joven, la dama enmascarada
declaró sin contemplaciones que en ese ataúd se encontraba su
propio cadáver y que su funeral tendría lugar al día siguiente. -No
puedo irme, contestó ella, porque mi sitio está en esta caja, donde
mañana van a enterrarme- y poniendo los ojos en blanco soltó una
risotada nerviosa que heló la sangre de su joven acompañante. Sin
dar tiempo de reacción, la joven de negro desapareció tras unas
columnas dejando en shock al aterrorizado muchacho que sólo podía
pensar que todo lo ocurrido había sido un mal sueño consecuencia
del alcohol. Solo en la inmensidad de la iglesia y sin encontrar
explicación alguna a lo sucedido, el diplomático decidió volver a su
casa. Impresionado por la belleza de tan misteriosa joven, no podía
de quitársela de la cabeza y sólo podía soñar con ella, su mirada, sus
misteriosos ojos, su forma de andar, la calidez de su voz, su seductor
aroma…
Así las cosas, decidió volver a San José a primera hora de la mañana
para cerciorarse de que lo ocurrido la noche anterior sólo había sido
fruto de su imaginación. Y entonces, al llegar a la altura de la iglesia,
vio frente a la puerta del templo un numeroso grupo de personas.
Intrigado se acercó para ver lo que ocurría e inmediatamente pudo
comprobar que se trataba de la celebración de una misa de difuntos.
Al ver el féretro sin cerrar no pudo resistir la tentación de mirar y en
ese mismo instante sintió cómo la sangre dejaba de circular por sus
venas. Dentro del ataúd, con el mismo vestido de terciopelo negro,
yacía la misma misteriosa y bella dama que no podía quitarse de la
cabeza, con las manos cruzadas sosteniendo una rosa blanca entre
ellas, marchitándose… Por fin la había encontrado. Preguntó a unos
y a otros quién era aquella hermosa mujer. Todos respondieron que
se trataba de una joven condesita que había fallecido
repentinamente el día anterior. El diplomático extranjero no podía
dar crédito. Estaba convencido de que la había conocido en el baile
de máscaras y habían estado bailando hasta el amanecer. Todos los
presentes le miraban como si hubiese perdido la razón, mientras le
aseguraban que era imposible, pues el fallecimiento de la bella
condesa se había producido el día anterior, antes de que la noche
cayera sobre la ciudad. El joven, ante tales revelaciones, perdió el
juicio y salió huyendo de la iglesia de San José como alma que lleva
el diablo, corriendo y gritando como un loco hasta perderse por las
calles de Madrid. Nunca más se supo de él ni se volvió a ver a la
dama de la rosa blanca, que resucitó para vivir su último baile en
Carnaval…
Triste y trágico final para una historia donde se mezclan el romance
imposible y el terror gótico. Sin embargo toda leyenda tiene algo de
verdad y la realidad es más prosaica y siempre supera a la ficción
con un delicioso toque de humor negro. Las malas lenguas cuentan
que al parecer la difunta condesa tenía una hermana gemela con
problemas mentales. Esta hermana, haciéndose pasar por la
fallecida, habría sido la misteriosa dama enmascarada que había
asistido al baile y, a la sazón, la que terminó gastando al joven
diplomático tan macabra broma. Para morirse de risa.

También podría gustarte