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Concierto a tres voces.

Las estrellas del firmamento, una a una, se habían ido extinguiendo cuando el cielo
oscuro comenzó a clarear desde el horizonte este. Apenas el lucero titilaba apagándose
en la inmensidad. Sobre las ramas de la higuera que le daba sombra al techo de un
gallinero un venteveo saltaba de rama en rama buscando su desayuno aun en la
penumbra que se disipaba. Sin saber que a escasos metros ocho gallinas dormidas sobre
una parrilla de madera entreabrían los ojos, mientras el único gallo del corral estiraba
desperezándose la pata y el ala derechas al mismo tiempo, ya dispuesto a salir del jaulón
para recibir el alba. 
La escena no era una novedad. Era una rutina. Todos los días el mismo venteveo veía
como el gallo cruzaba el patio con la mirada torva rumbo a lo que antes era un duraznero,
pero que el patrón cortó y dejó trunco, como si fuese un poste mediano clavado en medio
de la tierra pelada. Con un salto y asistido por sus pequeña alas cubiertas de plumas
iridiscéntemente tornasoladas, la pesada ave recién amanecida se convertía
momentáneamente en un pájaro y vencía la ley de gravedad apenas por un metro.
Distancia suficiente para ponerse en el cénit de esa columna de madera. Desde allí abría
el pecho inflando el rancho de huesos que albergaba sus pulmones y como si fuese el
último grito sobre la tierra se dejaba poseer por quién sabe qué espectro hasta arquear su
lomo y encorvar su cuello: ¡No te escucho!
En otro lugar, tan lejano como para que el follaje de la higuera no se viera pero lo
suficientemente cerca para despertar a otro gallo, un pinino de mediana edad corria
dormitando entre sus gallinas esquivando pollitos y picotazos de madres celosas mientras
se reprochaba a sí mismo su olgazanería. Se subió como un escalador sin sogas hasta el
techo de su gallinero. Y ahí intentando no graznar como un ganso dormido le respondió a
su interlocutor: ¡Estoy aquí! 
Desde un tercer sitio, en alguna parte; ambos machos recibían el cacareo de un tercero
que desde su trono ignorado gritaba a viva voz: ¡Yo también! 
El primero, con su pequeño cerebro de gallo tan grande como una avellana respondía a
los otros dos: ¡Yo también! Mientras el pinino hacía lo mismo desde el techo de su
gallinero: ¡Yo también!
Así continuaban contestándose siempre lo mismo mientras que despertaban con su grito
de madrugada a todo ser vivo que estuviese cerca de ese triángulo gallináceo, hasta a los
murciélagos y polillas que recién se habían ido a dormir a contramano del mundo, se
tapaban los oídos con la almohada para poder contraer el sueño.
Las gallinas se apoltronaban sobre las tablas de madera esperando que el grito de los
gallos cesara, o que el patrón entrara al gallinero a apagar el despertador.
El venteveo desde la higuera escuchaba a los tres gallos y se reía para adentro del
repertorio de cada mañana que cual disco rayado repetía invariablemente su entonación,
un concierto para tres voces de una sola línea y un bís que se repetía y se repetía.   
El patrón, el dueño del gallinero, ejerciendo el mecenazgo sobre un artista que actúa en
un teatro retribuía el canto monódico de su gallo con pepitas amarillas de maiz, con las
que conseguía conjurar nuevamente al silencio tapando con alimento la garganta de su
gallo que, de a uno se comía todos los granitos olvidando completamente la competencia
contra sus colegas que seguiría a dos voces hasta que sus respectivos dueños hicieran lo
propio. 
Solo ahí, cuando el silencio reaparece, el sol sale completamente para que florezca la
mañana, las  gallinas finalmente se levantan y los pollitos pululan como semillas de
panadero, como pompones amarillos rodando sobre la tierra. 
Mientras, embrujado sobre la higuera, el venteveo hace estallar su risa poniendo punto
final al concierto. 

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