SONIA.- ¡Qué se le va a hacer!... ¡Hay que vivir! (Pausa.) ¡Viviremos, tío Vania!... ¡Pasaremos por una hilera de largos, largos días..., de largos anocheceres..., soportando pacientemente las pruebas que el destino nos envíe!... ¡Trabajaremos para los demás -lo mismo ahora que en la vejez- sin saber de descanso!... ¡Cuando llegue nuestra hora, moriremos sumisos y allí, al otro lado de la tumba, diremos que hemos sufrido, que hemos llorado, que hemos padecido amargura!... ¡Dios se apiadará de nosotros y entonces, tío..., querido tío..., conoceremos una vida maravillosa..., clara..., fina!... ¡La alegría vendrá a nosotros y, con una sonrisa, volviendo con emoción la vista a nuestras desdichas presentes... descansaremos!... ¡Tengo fe, tío!... ¡Creo apasionadamente! ¡Ardientemente!...(Con voz cansada, arrodillándose ante él y apoyando la cabeza en sus manos.) ¡Descansaremos! ¡Descansaremos!... ¡Oiremos a los ángeles, contemplaremos un cielo cuajado de diamantes y veremos cómo, bajo él, toda la maldad terrestre, todos nuestros sufrimientos, se ahogan en una misericordia que llenará el Universo!... ¡Y nuestra vida será quieta, tierna, dulce como una caricia!... ¡Tengo fe!... ¡Tengo fe! ... (Secándole las lágrimas.) ¡Pobre! ... ¡Pobre tío Vania!... ¡Estás llorando! (Entre lágrimas.) ¡Tu vida no conoció la alegría..., pero espera, tío Vania, espera!... ¡Descansaremos! (Abrazándole.) ¡Descansaremos! ¡Descansaremos! ROSALINDA (COMO GUSTÉIS) ROSALINDA: Todo el mundo es un escenario, y todos los hombres y mujeres meros actores: tienen sus salidas y entradas; y un hombre en su vida interpreta muchos roles, siendo sus actos en siete edades. Al principio el infante, que llora en brazos de la nodriza. Luego el quejoso escolar con su cartera y su brillante cara matutina, arrastrándose de mala gana a la escuela, con paso de caracol. Después, el amante, suspirando como una fragua con una triste balada compuesta para la reja de su amada. Luego soldado, lleno de extrañas bravuconadas, bigotudo como el leopardo, celoso de su honor, súbito y pronto en la lucha, buscando la efímera reputación hasta en la boca del cañón. Más tarde, juez de redondo y prominente abdomen de mirada severa y barba cortada formal, lleno de sesudos dichos y modernas citas: y así desempeña su papel. En la sexta edad cambia al flaco y suelto Pantalón, calzado de chinelas, con anteojos en la nariz y el saco al costado, y con juveniles calcetines, bien conservados flotando en anchos pliegues sobre sus encogidas piernas; y su voz varonil vuelve otra vez al infantil agudo resopla y silba en su sonido. La última escena de todas, que termina esta extraña y nutrida historia, es la segunda infancia, el mero olvido sin dientes, sin ojos, sin palabras, sin nada. JULIETA (ROMEO Y JULIETA) JULIETA: Mi único enemigo es tu nombre. Tú eres tú, aunque seas un Montesco. ¿Qué es «Montesco»? Ni mano, ni pie, ni brazo, ni cara, ni parte del cuerpo. ¡Ah, ponte otro nombre! ¿Qué tiene un nombre? Lo que llamamos rosa sería tan fragante con cualquier otro nombre. Si Romeo no se llamase Romeo, conservaría su propia perfección sin ese nombre. Romeo, quítate el nombre y, a cambio de él, que es parte de ti, ¡tómame entera! ¿Quién eres tú, que te ocultas en la noche e irrumpes en mis pensamientos? Mis oídos apenas han sorbido cien palabras de tu boca y ya te conozco por la voz. ¿No eres Romeo, y además Montesco? Dime, ¿cómo has llegado hasta aquí y por qué? Las tapias de este huerto son muy altas y, siendo quien eres, el lugar será tu muerte si alguno de los míos te descubre. Si te ven, te matarán. Por nada del mundo quisiera que te viesen. ¿Quién te dijo dónde podías encontrarme? La noche me oculta con su velo; si no, el rubor teñiría mis mejillas por lo que antes me has oído decir. ¡Cuánto me gustaría seguir las reglas, negar lo dicho! Pero, ¡adiós al fingimiento! ¿Me quieres? Sé que dirás que sí y te creeré. Si jurases, podrías ser perjuro: dicen que Júpiter se ríe de los perjurios de amantes. ¡Ah, gentil Romeo! Si me quieres, dímelo de buena fe. O, si crees que soy tan fácil, me pondré áspera y rara, y diré «no» con tal que me enamores, y no más que por ti. Mas confía en mí: demostraré ser más fiel que las que saben fingirse distantes. Reconozco que habría sido más cauta si tú, a escondidas, no hubieras oído mi confesión de amor. Así que, perdóname y no juzgues liviandad esta entrega que la oscuridad de la noche ha descubierto. LADY MACBETH (MACBETH) LADY MACBETH: Está ronco el cuervo que anuncia con graznidos la fatal llegada de Duncan a mi castillo. ¡Espíritus, venid! iVenid a mí, puesto que presidís los pensamientos de una muerte! Arrancadme mi sexo y llenadme del todo, de pies a la cabeza, con la más espantosa crueldad! ¡Que se dense mi sangre, que se bloqueen todas las puertas al remordimiento! ¡Que no vengan a mí contritos sentimientos naturales a perturbar mi propósito cruel, o a poner tregua a su realizacion! ¡Venid hasta mis pechos de mujer y transformad mi leche en hiel, espíritus de muerte que por doquier estáis -esencias invisibles- al acecho de que Naturaleza se destruya!¡Ven, noche espesa, ven y ponte el humo lóbrego de los infiernos para que mi ávido cuchillo no vea sus heridas, ni por el manto de tinieblas pueda el cielo asomarse gritando «¡basta, basta!». ¡Nunca habrá de ver el sol ese mañana! Tu rostro, mi señor, es como un libro donde el hombre puede leer extrañas cosas. Para engañar al mundo, toma del mundo la apariencia; pon una bienvenida en tu mirada y en tus manos y lengua; procúrate el inocente aspecto de la flor, pero sé tú la víbora que oculta. Habremos de atender al que ha de venir y tendrás que dejar que sea yo quien se ocupe esta noche de nuestro gran proyecto que dará a nuestros días venideros y a todas nuestras noches absoluto dominio soberano, y el poder. ¿Cuál fue la bestia que te hizo proponerme empresa como esta? Eras un hombre cuando te atrevías y serías más hombre, mucho más, si fueses aún más de lo que eras. Ni tiempo ni lugar eran propicios; sin embargo, tú querías crearlos. Y, ahora que se presentan ellos mismos, su oportunidad abatido te deja. Mi leche yo la he dado y sé cuán tierno es amar al ser que se amamanta; pues bien, en ese instante en que te mira sonriendo, habría arrancado mi pezón de sus blandas encías y machacado su cabeza si lo hubiese jurado como juraste tú. Cada día, cada recuerdo se va borrando de mi cuerpo. Cada día pasas a ser parte del pasado. Deseo con toda mi alma, que cuando sean las doce, cada uno tenga lo que se merece. Quiero que te pudras física y emocionalmente. Quiero que te retuerzas por tus propias heces internas. Quiero que te sientas torpe. Sacas lo peor de mí. No tendré nada que festejar, no tendré ganas de sonreír, pero vos tampoco. La culpa nunca te va a dar paz, ni en épocas de Navidad. PUCK (EL SUEÑO DE UNA NOCHE DE VERANO) PUCK: Mi señora está enamorada de un monstruo. Mientras cerca de su retiro sagrado y solitario pasaba la hora de su lánguido sueño, ha llegado una compañía de cómicos imbéciles, de groseros artesanos que trabajan para ganarse la vida en las tiendas de Atenas. Venían a ensayar una pieza que debe representarse el día de las bodas del insigne Teseo. El más necio de la estúpida cuadrilla, encargado del papel de Píramo, ha salido de escena y ha entrado en un matorral. Yo he aprovechado el momento para encasquetarle una cabeza de asno. Al tocarle el turno de volver a escena para contestar a Tisbe, mi actor ha salido. Apenas le han visto los demás, cuando han huido, semejantes el ánade silvestre que ha encontrado el ojo del cazador en acecho o a una bandada de chovas rojizas al escuchar la detonación del mosquete, que ora bajan, ora alzan el vuelo, y de pronto se dispersan y hienden los campos del aire con precipitado aleteo. Al ruido de mis pasos, cae de vez en cuando uno por tierra, gritando que lo asesinan y pidiendo socorro a Atenas. En su turbación, sus insensatos terrores se forjaron un enemigo de cada objeto inanimado. Los abrojos y espinas desgarraban sus vestidos: a éste la manga; a aquel el sombrero, que se apresuraban a abandonar. Mientras los cazaba de este modo, había dejado en la escena al lindo Píramo en su metamorfosis, cuando Titania ha despertado y en seguida se ha enamorado de un jumento. MELIBEA (LA CELESTINA) MELIBEA.- De todos soy dejada. Bien se ha aderezado la manera de mi morir. Algún alivio siento en ver que tan presto seremos juntos yo y aquel mi querido amado Calisto. Quiero cerrar la puerta, porque ninguno suba a estorbar mi muerte. No me impidan la partida, no me atajen el camino, por el cual en breve tiempo podré visitar en este día al que me visitó la pasada noche. Todo se ha hecho a mi voluntad. Buen tiempo tendré para contar a Pleberio, mi señor, la causa de mi ya acordado fin. Gran sinrazón hago a sus canas, gran ofensa a su vejez. Gran fatiga le acarreo con mi falta. En gran soledad le dejo. Y caso que por mi morir a mis queridos padres sus días se disminuyesen, ¿quién duda que no haya habido otros más crueles contra sus padres? Bursia, rey de Bitinia, sin ninguna razón, no aquejándole pena como a mí, mató su propio padre. Tolomeo, rey de Egipto, a su padre y madre y hermanos y mujer, por gozar de una manceba. Orestes a su madre Clitemnestra. El cruel emperador Nero a su madre Agripina por sólo su placer hizo matar. Estos son dignos de culpa, estos son verdaderos parricidas, que no yo; que con mi pena, con mi muerte purgo la culpa que de su dolor se me puede poner. Otros muchos crueles hubo que mataron hijos y hermanos, debajo de cuyos yerros el mío no parecerá grande. Filipo, rey de Macedonia; Herodes, rey de Judea; Constantino, emperador de Roma; Laodice, reina de Capadocia, y Medea, la nigromantesa. Todos estos mataron hijos queridos y amados, sin ninguna razón, quedando sus personas a salvo. Finalmente, me ocurre aquella gran crueldad de Frates, rey de los Partos, que, porque no quedase sucesor después de él, mató a Orode, su viejo padre, y a su único hijo y treinta hermanos suyos. Estos fueron delitos dignos de culpable culpa, que, guardando sus personas de peligro, mataban sus mayores y descendientes y hermanos. Verdad es que, aunque todo esto así sea, no había de remedarlos en lo que mal hicieron; pero no es más en mi mano. Tú, Señor, que de mi habla eres testigo, ves mi poco poder, ves cuán cautiva tengo mi libertad, cuán presos mis sentidos de tan poderoso amor del muerto caballero, que priva al que tengo con los vivos padres. Padre mío, no pugnes ni trabajes por venir adonde yo estoy, que estorbarás la presente habla que te quiero hacer. Lastimado serás brevemente con la muerte de tu única hija. Mi fin es llegado, llegado es mi descanso y tu pasión, llegado es mi alivio y tu pena, llegada es mi acompañada hora y tu tiempo de soledad. No habrás, honrado padre, menester instrumentos para aplacar mi dolor, sino campanas para sepultar mi cuerpo. Si me escuchas sin lágrimas, oirás la causa desesperada de mi forzada y alegre partida. No la interrumpas con lloro ni palabras; si no, quedarás más quejoso en no saber por qué me mato que doloroso por verme muerta. Ninguna cosa me preguntes ni respondas, más de lo que de mi grado decirte quisiere. Porque, cuando el corazón está embargado de pasión, están cerrados los oídos al consejo y en tal tiempo las fructuosas palabras, en lugar de amansar, acrecientan la saña. Oye, padre mío, mis últimas palabras y, si como yo espero las recibes, no culparás mi yerro. Bien ves y oyes este triste y doloroso sentimiento, que toda la ciudad hace. Bien ves este clamor de campanas, este alarido de gentes, este aullido de canes, este grande estrépito de armas. De todo esto fui yo la causa. Yo cubrí de luto y jergas en este día casi la mayor parte de la ciudadana caballería; yo dejé hoy muchos sirvientes descubiertos de señor; yo quité muchas raciones y limosnas a pobres y vergonzantes; yo fui ocasión que los muertos tuviesen compañía del más acabado hombre que en gracia nació; yo quité a los vivos el dechado de gentileza, de invenciones galanas, de atavíos y bordaduras, de habla, de andar, de cortesía, de virtud; yo fui causa de que la tierra goce sin tiempo el más noble cuerpo y más fresca juventud que al mundo era en nuestra edad criada. Y porque estarás espantado con el son de mis no acostumbrados delitos, te quiero más aclarar el hecho. Muchos días son pasados, padre mío, que penaba por amor un caballero que se llamaba Calisto, el cual tú bien conociste. Conociste asimismo sus padres y claro linaje; sus virtudes y bondad a todos eran manifiestas. Era tanta su pena de amor y tan poco el lugar para hablarme que descubrió su pasión a una astuta y sagaz mujer que llamaban Celestina. La cual, de su parte venida a mí, sacó mi secreto amor de mi pecho. Descubría a ella lo que a mi querida madre encubría. Tuvo manera cómo ganó mi querer, ordenó cómo su deseo y el mío hubiesen efecto. Si él mucho me amaba, no vivía engañado. Concertó el triste concierto de la dulce y desdichada ejecución de su voluntad. Vencida de su amor, dile entrada en tu casa. Quebrantó con escalas las paredes de tu huerto, quebrantó mi propósito. Perdí mi virginidad. Del cual deleitoso yerro de amor gozamos casi un mes. Y como esta pasada noche viniese, según era acostumbrado, a la vuelta de su venida, como de la fortuna mudable estuviese dispuesto y ordenado, según su desordenada costumbre, como las paredes eran altas, la noche oscura, la escala delgada, los sirvientes que traía no diestros en aquel género de servicio y él bajaba presuroso a ver un ruido que con sus criados sonaba en la calle, con el gran ímpetu que llevaba, no vio bien los pasos, puso el pie en vacío y cayó. De la triste caída sus más escondidos sesos quedaron repartidos por las piedras y paredes. Cortaron las hadas sus hilos, cortáronle sin confesión su vida, cortaron mi esperanza, cortaron mi gloria, cortaron mi compañía. Pues ¿qué crueldad sería, padre mío, muriendo él despeñado, que viviese yo penada? Su muerte convida a la mía, convídame y fuerza que sea presto, sin dilación, muéstrame que ha de ser despeñada por seguirle en todo.