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Pero Tomás, uno de los doce, llamado Dídimo [o gemelo], no estaba con
ellos cuando Jesús vino. Le dijeron, pues, los otros discípulos: Al Señor
hemos visto.
Él les dijo: Si no viere en sus manos la señal de los clavos, y metiere mi
dedo en el lugar de los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré.
Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro, y con ellos
Tomás. Llegó Jesús, estando las puertas cerradas, y se puso en medio y les
dijo: Paz a vosotros. Luego dijo a Tomás: Pon aquí tu dedo, y mira mis
manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino
creyente.
Entonces Tomás respondió y le dijo: ¡Señor mío, y Dios mío!
Jesús le dijo: Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que
no vieron, y creyeron.
- Por ello, Tomás no tenía consigo la paz de Dios que proviene del
Espíritu Santo que sosiega y permite ver con claridad las cosas, la
paz espiritual que permite ser objetivo y analizar mejor los
problemas de la vida; la paz que permite emprender un nuevo
camino cargado de esperanza.
- Pasó una semana, y Jesús volvió; y esta vez Tomás estaba allí. Y
Jesús conocía el corazón de Tomás: le repitió sus propias palabras, y
le invitó a hacer la prueba que él mismo había sugerido.
- Hay una fe más auténtica en la persona que insiste en estar segura, que
en la que repite rutinariamente cosas que no ha pensado nunca por sí y que
es posible que no crea de veras. Esa es la duda que a menudo acaba en
certeza.
- Pero él no era uno de esos que airean sus dudas para practicar una
especie de acrobacia intelectual; dudó hasta llegar a la seguridad; y una
vez que llegó, se rindió totalmente a la certeza.
(III) Tomás tiene algo muy simpático: Era de lentas arrancadas y remates
veloces. Era un hombre que tenía que estar seguro; tenía que calcular el
precio; pero, una vez que estaba seguro, y una vez que había contado el
precio, llegaba hasta el límite de la fe y de la obediencia.