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ERÓTICA DE LAS DELICIAS

Nada comparado a Henry Miller

Por Rael Salvador

“La única obra de talla verdaderamente humana


de la que el siglo XX puede vanagloriarse”.
Lawrence Durrell.

La eternidad también comienza en los Trópicos (Cáncer y Capricornio): “No tengo


dinero, ni recursos, ni esperanzas. Soy el hombre más feliz del mundo. Hace un
año, hace seis meses, creía que era un artista. Ya no lo pienso, lo soy. Todo lo
que era literatura se ha desprendido de mí. Ya no hay más libros que escribir,
gracias a Dios”.

Lo que ha hecho Henry Miller (1891-1980) es dejar constancia de lo que


otros libros omiten. Las reflexiones pormenorizadas y las eróticas delicias que
aparecen en sus novelas, no se comparan con nada aparecido anteriormente en la
literatura universal. Su genio es semejante al de Satiricón (Petronio), al de
Rabelais, al de D. H. Lawrence, al de Louis-Ferdinand Céline, pero su legado de
obscena espiritualidad rebasa a toda esta célebre pandilla de ángeles proscritos.

“Entonces, ¿éste? Éste no es un libro. Es un libelo, una calumnia, una


difamación. No es un libro en el sentido ordinario de la palabra. No, es un insulto
prolongado, es un escupitajo a la cara del arte, una patada en el culo a Dios, al
Hombre, al Destino, al Tiempo, al Amor, a la Belleza”.

En los años 30, en lo álgido de la Gran Depresión, Henry Miller y su esposa


June Mansfield (la exótica Mara-Mona de sus escritos) abandonan América y
arriban al París de entreguerras, donde se encuentran con Anaïs Nin, el fotógrafo
Gilberte Brassaï, Blaise Cendrars, Hans Reichel, Alfred Perlés y Lawrence Durrell,
instalándose inmediatamente en el centro de la efervescencia artística que en ese
momento reúne a lo más connotado de las vanguardias mundiales.

Los cruciales acontecimientos del naciente siglo veinte ayudan al dulce


golfo de New York a mezclar la voluptuosidad con el surrealismo, lo ginecológico
con la felicidad, el lenguaje con la existencia. Trópico de Cáncer se vuelve un
testamento empapado de sangre y liviandad en el que se revelan estragos de la
lucha que el hombre libra en el seno de la muerte. “El fuerte olor a sexo que de él
se desprende –argumentará Miller en muchas ocasiones– es en realidad el aroma
de todo nacimiento”.

Los escritos de Henry Miller desencadenaron durante la mayor parte del


siglo XX desconcertantes bohemias, seguidas de amplias censuras (Trópico de
Cáncer, publicado en Europa en 1934, no logra circular legalmente en
Norteamérica sino hasta 1964). La gran polémica desatada por la importante obra
de este “americano en París” sirvió para que los temas sexuales se trataran en la
literatura con mayor animosidad y menor repulsa puritana.

La autobiografía es la novela más pura, la que más se asemeja a nuestros


sueños, a nuestras más alucinadas pulsaciones existenciales. Henry Miller posee
la cualidad trascendental de legar a su prosa una buena dosis de sabiduría
mezclada con disparates que la hacen inconcebible, única, impar, lujuriosa y
extraordinaria.

Los sorprendentes hechos en sus novelas son narrados desde el personaje


idealizado, el mismo Henry Miller, pero en un sentido negligente, odioso, lúdico,
abyecto, generosamente poético, divinamente repulsivo, diabólicamente
verdadero.

Extravagancia descriptiva y exhibicionismo místico, fanfarronerías de una


lucidez convincente, corpórea, obsesiva, muy cercanas a la quintaesencia de la
totalidad. En un párrafo de su Diario, Anaïs Nin anota: “Henry habla de San
Francisco de Asís, medita sobre la idea de santidad. Le pregunto por qué”. Miller
la mira a los ojos y contesta: “Porque me considero el último hombre sobre la
tierra”. Esa es la presencia de un escritor imponente, excesivo, desmesurado,
salvajemente cósmico, literariamente distinto.

Veamos la cuadra de escritores norteamericanos: Mark Twain suena


vernáculo, F. Scott Fitzgerald está al otro lado del paraíso, Ernest Hemingway
hace de la violencia una disciplina espuria, la furia de Faulkner es sólo sonido,
Saul Bellow derrumba su estilo en el proletariado… Más cercano a la
existencialista Generación Beat y sucedáneos, Henry Miller será un vigoroso y
fortalecido icono para Jack Kerouac, William Burroughs, Norman Mailer, Charles
Bukowski y muchos otros crapulosos estetas del orden divino de las letras.

Diríase que Henry Miller ejemplifica la impiedad lírica de los bajos fondos de
la vida, la desmesurada identidad biográfica del hombre y sus demonios. En
palabras del “duro” Norman Mailer: “Miller representa ese oculto misterio del
monstruo que se alberga en todo gran escritor”.
Su legado puede encontrarse en esta torva manada de palabras insumisas:
“Una de las razones por lo cual he subrayado tanto lo inmoral, lo malvado, lo
repulsivo, lo cruel a lo largo de mi obra es porque deseaba que otros supiesen los
valiosos que son. Son tan o más importantes que las cosas buenas... Estaba
sometiendo mi sistema a una desintoxicación. Y es curioso que ese veneno
tuviese un efecto tónico en otros. Era como si les hubiese proporcionado una
especie de inmunidad”.

Respecto a la censura, la clandestinidad y la persecución, podría


responderse de la manera más sencilla de la forma siguiente: el sexo y Henry
Miller constituyen el tema central en todas sus obras. Pero hay algo más, su
acercamiento al mundo griego, al budismo zen, al misterio tibetano y a toda
aquella orientalidad naciente que, más de una vez, salvó el menguante paso del
hombre por las postrimerías de lo que creíamos otrora “el siglo de las guerras”.

En el viaje al fin de la noche milleriana, quedan como señales en el sendero


interestelar de las libertades humanas un Petronio emplumado, el amante de Lady
Pantagruel, el oscuro tiempo de los heterodoxos y malditos: Erasmo, Lutero, Sade,
Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, Mallarmé…

Henry Miller, falleció el 7 de junio de 1980 en Pacific Palisades, California.


Tenía 89 y era una ruina lúcida. Y así le escribió a su amante en turno, la bella
Brenda Venus: “No lamentes nunca este romance a mitad de tu joven vida. Los
dos hemos sido bendecidos. No somos de este mundo. Somos las estrellas y el
universo de más allá”.

Sí, lo que encontremos en las deliciosas páginas de Henry Miller no es algo


cómodamente seco, como un racimo de rosas olvidadas, tinta despostillándose o
algo así, sino un manantial de pétalos desnudos, vitales, jugosos, calientitos,
vibrantes y sardónicos serán como la vida misma.

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