Cuando se identifica al cobarde todos los demás son valientes
Por Rael Salvador
“Se puede esconder el fuego, pero
¿qué se hace con el humo?”. Proverbio africano.
En las tragedias, participan los dioses disfrazando el destino con
sus caprichos.
Cuando lo humano se ufana, ellos actúan.
El engreimiento y la desenvoltura encuentran su rivalidad, todo
termina en derrota y humillación.
Los dioses se empeñan como los chicos se encaprichan, así la
gloria acaba en una mustia tristeza que, para sorpresa de los envanecidos, es sólo la mezcla del fracaso con la vergüenza.
Asombro dubitativo que no entiende lo terrestre, luego de haber
tocado el cielo con la punta dorada del alma.
Eso parece que le ha sucedido a Francesco Schettino, denostado
capitán del trasatlántico Costa Concordia.
Lo decía, en “Las palabras”, Jean-Paul Sartre: “No es héroe quien
desea ser héroe”.
Menos, si francamente no se desea.
Recuerdo el pasaje de “Almuerzo desnudo”, escrito por William
S. Burroughs como un maravilloso testimonio de muestra valentía humana, donde en el hundimiento de un navío, el capitán acobardado se disfraza de mujer y aborda, pisando cabezas de niños y ancianos, a una lancha de rescate para salvar su trasero. Pero la lección del capitán Schettino, en la inmediatez y la irregularidad ética de las redes sociales, posee otra interpretación: cuando se identifica al cobarde todos los demás son valientes.
Reflejos en el mar de los engaños: nada más equívoco, por no
decir estúpido.
Pasó lo mismo con la insolvencia memorística del imbécil de
Enrique Peña Nieto, al no lograr coincidir –en ese momento– libros con autores, cuando en la Feria del Libro de Guadalajara 2012 se le interrogó por la influencia que ejercieron en sus vida algunas ediciones.
Al errar el político torpe en lo literario, le ofreció al país lo que el
Programa Nacional de Lectura (PNL) no había logrado en diez años: que “todos” los mexicanos lograr ofrecer testimonio de tres libros o más, regalándose el carácter de incuestionables lectores funcionales y, de paso, ejercer de críticos.
Todas las tribunas, privadas y públicas –tanto usuarios de las
mentadas redes como profesionales de la imagen y la locución, la “Bic” insufrible y el teclado–, hicieron leña de sus taras y lapsus para crear una cortina de humo con el viento a su favor...
Muy común en la Condición Humana.
El capitán Francesco Schettino, marinero intachable, peludo
adonis del mediterráneo, que en una tarde de “farra” hundió sus sueños con el peso desafortunado de los ahogados, cuando el buque que él mismo exhibía –literalmente– chocó contra las rocas en aguas de la isla de Giglio.
Lamenta Schettino haber rivalizado irresponsablemente con los
dioses –esos que no perdonan nada, como dice Homero–, ya que ahora enfrentará, además de la acusación de homicidio y de abandonar el barco cuando aún quedaban muchas personas en peligro, la deshonra universal de la cobardía. Miles de holgazanes en el mundo, pocos de ellos pasajeros, piden su cabeza.
Navegantes ellos mismos (de Internet), ajustan la segura
virtualidad de sus navíos hacia el corazón de la Justicia italiana, deshoyen su versión ante el juez de “haber salvado miles de vidas”, y lo culpan como único responsable de la tragedia, la cual pagaría con un mínimo de 15 años de encierro en prisión.
Lo curioso, insisto, es que descubierto el “cobarde”,
automáticamente todas las demás criaturas en esta Tierra –no en este mar– se convierten en seres valerosos, osados, audaces, atrevidos e intrépidos, y vociferan muy orondos lo que hubieran hecho para no tener víctimas en el naufragio del Costa Concordia.
Nada dicen de la vanidad irresponsable que lleva a los capitanes
de los cruceros –impulsados por las ansias de distinguidos viajeros y tripulantes de rango– a realizar tales maniobras de riesgo, que son una práctica común en las costas de todo el mundo.
Nada dicen de su condición de humanos (ahí utilizan las
palabras como disfraz), propensos nos sólo al error y la torpeza, al miedo y la idiotez, sino también al castigo divino.