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Así se vende el miedo, a partir del discurso: se instalan los escenarios del
terror –mientras se abona a la publicidad, se grafican las estadísticas, pues
existe ya la plena confianza en la repetición y el hartazgo– y se crea la
necesidad artificial, esa que jala el gatillo...
El mundo jamás ha cancelado sus desastres, pero existe una diferencia entre
capitalizar el miedo y vender la tragedia, ya que no queda duda que el propio
Gabriel García Márquez hubiera sacrificado “La hojarasca” o “El coronel no
tiene quién le escriba” –no estoy seguro si “Cien años de soledad”– con tal de
sobrevivir para contarla…
La lecciones del miedo tienen sus escuelas. Son públicas, pero responden a
intereses privados. Si su lenguaje es claro –así destile engaño, mentira, farsa,
entretenimiento, espectáculo–, su intención no deja de ser perversa: envenena
rebaños, mueve montañas de mierda y hace de la literatura periodística un
coctel de pequeñas quinceañeras.
El miedo, convertido en mercancía, está en todos los aparadores de los
quincalleros y mercachifles: desde la pantalla del televisor, hasta el cristal del
celular, pasando por lo impreso –periódicos, semanarios, revistas y todo tipo
de papelería publicitaria–, primo hermano de lo virtual, extendiéndose por los
países a través de los espectaculares que el viento infernal inclina pero no
tumba.
De los cuatro puntos cardinales se les ve avasallar… ¿Quiénes son los jinetes
de esta peste? ¿No tienen piedad ante los niños, los ancianos y los jóvenes?
Los restantes, adultos con enfermedades degenerativas, son números en las
estadísticas que la controversial ventisca de la pandemia lleva y trae.