03 - Norman Sims - Prologo A Los Periodistas Literarios PDF

También podría gustarte

Está en la página 1de 21

Los periodistas literarios

Por Norman Sims

Originalmente publicado en 1984. Esta traducción de Nicolás Suescún fue publicada como prólogo a Los
periodistas literarios o el arte del reportaje personal (Aguilar, 2009).

Las cosas que son vulgares y chillonas en la


novela funcionan de maravilla en la no ficción
porque son verdaderas. Deben tener cuidado de
no abstraerlas, porque se trata del poder
fundamental que uno tiene en las manos. Hay
que saber disponerlo y presentarlo. En ello hay
mucho de habilidad artística. Pero no se debe
inventar. —John McPhee

Por muchos años los periodistas han practicado su oficio sentados cerca de los
centros de poder: el Pentágono, la Casa Blanca, Wall Street. Como perros bajo la mesa,
esperan que les caigan sobras de información de Washington, de Nueva York y de sus
visitas a los juzgados, las alcaldías y las estaciones de policía.

Hoy en día, las sobras de información no satisfacen el deseo de los lectores de saber
cómo la gente hace las cosas. En su vida diaria, los lectores manejan explicaciones
psicológicas de los hechos que suceden a su alrededor. Pueden vivir en mundos sociales
complejos, en medio de tecnologías avanzadas, donde "los hechos" apenas empiezan a
explicar lo que está sucediendo. Las historias cotidianas que nos permiten entrar en la
vida de nuestros vecinos solían encontrarse en el mundo de los novelistas, mientras que
los reporteros nos traían las noticias de lejanos centros de poder que a duras penas
afectaban nuestras vidas.

Los periodistas literarios reúnen las dos formas. Al informar sobre las vidas de las
personas en el trabajo en el amor o en las rutinas normales de la vida, confirman que los
momentos cruciales de la cotidianidad contienen gran dramatismo y sustancia. En lugar
de merodear en las afueras de poderosas instituciones los periodistas literarios tratan de
penetrar en las culturas que hacen posible que estas funcionen.

Los periodistas literarios siguen su propio conjunto de reglas. Al contrario del


periodismo normal, el literario exige sumergirse en complejos y difíciles temas. La voz
del escritor sale a la superficie para mostrar a los lectores que hay un autor trabajando.
La autoridad se hace manifiesta. Ya sea el tema un vaquero y su esposa en un recóndito
rancho de Texas o un equipo de diseñadores de computadores en una agresiva
compañía, sólo algunos reporteros persistentes, competentes y comprensivos podrán
revelar los detalles dramáticos. La voz le permite a los autores entrar en nuestro mundo.
Cuando Mark Kramer descubre los olores en una sala de operaciones y no puede dejar
de pensar “a mi pesar” en un pedazo de carne, su voz es tan fuerte como una bofetada.
Cuando John McPhee pide gorp1 y sus compañeros de viaje en Georgia discuten si le
deben dar un poco al "pequeño bastardo yanqui", su momento de humildad determina
nuestro ánimo.

Al contrario de los novelistas, los periodistas literarios deben ser exactos. A los
personajes del periodismo literario se les debe dar vida en el papel, exactamente como
en las novelas, pero sus sensaciones y momentos dramáticos tienen un poder especial
porque sabemos que sus historias son verdaderas. La calidad literaria de estas obras
proviene del choque de mundos, de una confrontación con los símbolos de otra cultura
real. Las fuerzas esenciales del periodismo literario residen en la inmersión, la voz, la
exactitud y el simbolismo.

La mayor parte de los lectores conoce bien una rama del periodismo literario, el
"nuevo periodismo", que empezó en los años sesenta y duró hasta mediados de los
setenta. Muchos de los nuevos periodistas, como Tom Wolfe y Joan Didion, han seguido
produciendo libros extraordinarios. Pero periodistas literarios como George Orwell,
Lillian Ross y Joseph Mitchell llevaban mucho tiempo trabajando antes de que
aparecieran los nuevos periodistas. Y ahora ha surgido una generación de escritores más
jóvenes que no necesariamente se consideran nuevos periodistas, pero para quienes la
inmersión, la voz, la exactitud y el simbolismo son características de su obra. Durante
años he coleccionado y admirado esta forma de escritura. Ocasionalmente, los lectores
de revistas la descubren en Esquire, The New Yorker, The Village Voice, New York,
algunas de las mejores publicaciones regionales como Texas Monthly, y hasta en The
New York Review of Books.

Esta forma de escribir ha sido llamada periodismo literario y a mí me parece un


término preferible a otras propuestas: periodismo personal, nuevo periodismo y
paraperiodismo. Algunos colegas –soy profesor de periodismo– sostienen que no es sino
un híbrido que combina las técnicas del novelista con los hechos que reúne el reportero.
Puede ser así. Pero las películas combinan la grabación de la voz con la fotografía, y sin
embargo este híbrido merece un nombre.

Al tratar de definir la novela, Ian Watt encontró que los primeros novelistas no eran
de mucha ayuda. No habían rotulado sus libros como "novelas" y no trabajaban dentro
de una tradición. El periodismo literario lleva justo el tiempo necesario para haber
adquirido un conjunto de reglas. Sus practicantes saben dónde están sus límites. Las

1Una mezcla de frutos secos, como semillas, soya, girasol, avena, trigo y uvas pasas. Se come con pretzels
y algas marinas (nota del traductor).
"reglas" de la armonía en la música se han derivado de lo que hicieron los compositores
de éxito. El mismo método puede ayudar a explicar lo que los escritores de éxito han
hecho al crear el género del periodismo literario. Interrogué a varios de ellos sobre su
oficio, y sus respuestas cubren la mayor parte de esta introducción. También la forma
tiene una historia respetable; no llegó hecha y derecha con los nuevos periodistas de los
sesenta. AJ. Liebling, James Agee, George Orwell, John Hersey, Joseph Mitchell y
Lillian Ross habían descubierto el poder que podían generar las técnicas del periodismo
literario mucho antes de que Tom Wolfe anunciara el "nuevo periodismo".

Los nuevos periodistas de los sesenta llamaron la atención hacia sus propias voces;
conscientemente le devolvieron al reportaje la caracterización, los motivos y la voz. Los
reporteros normales, y algunos novelistas, no tardaron en criticar el nuevo periodismo.
Sostenían que no siempre era exacto. Era ostentoso, vanidoso y violaba las reglas
periodísticas de la objetividad. Pero lo mejor ha perdurado. Los periodistas literarios de
hoy comprenden claramente la diferencia entre los hechos y la mentira, pero no admiten
las diferencias tradicionales entre la literatura y el periodismo. "Algunas personas tienen
una idea muy clínica del periodismo", me dijo Tracy Kidder en el estudio de su casa en
los montes Berkshire de Nueva Inglaterra. "Es una idea antiséptica, la idea de que no se
puede presentar una serie de hechos en una forma interesante sin viciarlos. Es una
completa tontería. Es la máxima tendencia maquinista". Kidder ganó tanto el premio
Pulitzer como el American Book Award en 1982 por El alma de una nueva máquina, un
libro que siguió a un equipo de diseño en la creación de un nuevo computador.
Construye en él la narración con una voz que permite la complejidad y la contradicción.
Sus medios literarios –una fuerte línea narrativa y una voz personal–, atraen al lector
hacia algo quizás más reconocible como un mundo real que la clase de reportaje basada
"sólo en los hechos".

Como lector, reacciono en forma diferente ante el periodismo literario que ante los
cuentos o al reportaje normal. Saber que esto sucedió realmente cambia mi actitud
mientras leo. Si descubriera que una obra de periodismo literario ha sido hecha como un
cuento, mi decepción arruinaría cualquier efecto que hubiera creado como literatura. Al
mismo tiempo, me siento a leer esperando que el periodismo literario cause emociones
que no producen los reportajes normales. Me ayude o no a vivir el periodismo literario
de manera diferente a otras formas literarias, lo leo como si así fuera.

Los periodistas literarios se meten en sus narraciones en mayor o menor grado, y


admiten tener debilidades y emociones humanas. A través de sus ojos observamos a
personas normales en contextos cruciales. Mark Kramer presenció muchas operaciones
de cáncer en las que peligraban las vidas de otras personas en un quirófano. Contextos
cruciales, sin duda, y más aún cuando Kramer un día se descubrió una mancha y temió
que significara que tenía cáncer. En El Salvador, Joan Didion abrió la cartera y oyó, en
respuesta, "el clic del metal sobre el metal que invadió toda la calle" cuando los soldados
cargaron sus armas. En tales momentos, involuntariamente, tomamos partido en
asuntos sociales y personales. Estos autores comprenden y transmiten sensaciones y
emociones, las dinámicas internas de las culturas. Como los antropólogos y los
sociólogos, los reporteros literarios consideran que comprender las culturas es un fin.
Pero al contrario de esos académicos, dejan libremente que la acción dramática hable
por sí misma. Bill Barich nos lleva a las carreras de caballos y da vida al deseo del
jugador de controlar las fuerzas aparentemente mágicas de la vida moderna; se propone
encontrar las esencias y las mitologías del hipódromo. En contraste, el reportaje normal
presupone causas y efectos menos sutiles, basados en los hechos referidos más que en
una comprensión de la vida diaria. Cualquiera que sea el nombre que le demos, esta
forma es ciertamente tanto literaria como periodística, y es más que la suma de sus
partes.

Dos generaciones activas de reporteros literarios trabajan hoy en día.

John McPhee, Tom Wolfe, Joan Didion, Richard Rhodes y Jane Kramer
encontraron sus voces durante la época del nuevo periodismo, de mediados de los
sesenta a mediados de los setenta. El nombre de Wolfe sugiere visiones de extravagante
experimentación con el lenguaje y la puntuación. Esta pirotecnia ha disminuido en sus
trabajos más recientes. Durante veinte años de constante producción, Wolfe ha
comprobado el poder de resistencia del enfoque literario del periodismo.

Escritores como Wolfe, McPhee, Didion, Rhodes y Jane Kramer han influido en una
nueva generación de periodistas literarios. Entrevisté a varios de estos escritores más
jóvenes. Me contaron que crecieron dentro del nuevo periodismo y que lo veían como
modelo de su oficio en desarrollo.

• Richard West, de 43 años, que ayudó a lanzar el Texas Monthly y que después
escribió para las revistas New York y Newsweek, recuerda haber descubierto los
escritos de Jimmy Breslin, Gay Talese y Tom Wolfe cuando era estudiante de
periodismo. "Esos tipos eran maravillosos escritores. Asombrosos. Era como oír
rock n' roll en lugar de Patti Paige. Le abrían a uno los ojos a nuevos panoramas si
uno quería ser escritor de literatura no novelesca", me dijo West.

• Mark Kramer, de 40 años, autor de Invasive Procedures, dijo que la obra de George
Orwell lo introdujo al periodismo literario, sobre todo Down and Out in Paris and
London, en la que Orwell escribe sobre sus peripecias de vagabundo antes de la
Segunda Guerra Mundial. Los nuevos periodistas fueron para Kramer un modelo
más inmediato. "Leí temprano a Tom Wolfe", dijo. "Soy un nuevo periodista de la
segunda generación. Leí a McPhee cuando estaba empezando a formarme. El libro
de Ed Sanders sobre Manson, La familia, tuvo una enorme influencia en mí. Él se
permitió hablar. Era la primera vez que sentía una voz confiable en la escena, en
lugar de una voz institucional".

• Sara Davidson, de 41 años, aprendió las rutinas del reportaje normal a finales de los
sesenta, en la Escuela de Periodismo de Columbia y en el Boston Globe. "Cuando
empecé a escribir en las revistas, Lillian Ross era mi modelo", dijo. "Yo iba a hacer
lo que Lillian Ross había hecho. Nunca usaba el “yo”, pero era obvio que había una
conciencia orientadora que lo guiaba a uno". Después, Davidson descubrió que sus
historias necesitaban la primera persona. Las fuertes voces narrativas de Joan
Didion, Tom Wolfe y, recientemente, la de Peter Matthiessen en The Snow Leopard,
han sido sus modelos.

• Tracy Kidder, de 38 años, admiraba a Orwell, Liebling, Capote, Mailer, Rhode,


Wolfe y muchos otros. Pero cuando le pregunté si había algún escritor que se
destacara en su desarrollo, dijo rápidamente: "McPhee ha sido mi modelo. Creo que
es el más elegante de todos los periodistas que están escribiendo hoy".

• Mark Singer, a los 33 años el más joven del grupo incluido aquí, resume el rumbo de
descubrimiento que siguieron los periodistas literarios más jóvenes. En Yale se
especializó en inglés y se limitó a leer. "Creo que mis modelos eran los periodistas.
En realidad, estudié a los periodistas. Era muy consciente de quiénes y qué
escribían. A principios de los setenta, los periodistas empezaban a volverse estrellas.
Sólo cuando entré a The New Yorker en 1974 tuve contacto con personas como
Liebling y John Bainbridge, que escribió The Super Americans, un libro brillante
sobre Texas. Pasó cinco años viviendo en Texas. Me puse a leer todo lo que
Bainbridge había escrito". Singer, que se crió en Oklahoma, también fue
influenciado por Norman Mailer y por escritores de The New Yorker como Lillian
Ross, Calvin Trillin y Joseph Mitchell. "Estas cosas las han escrito ciertos escritores
en todas las épocas", me dijo. "La gente habla sobre Defoe o Henry Adams o muchos
otros. Cuando Francis Parkman escribió The Oregon Trail estaba haciendo una
especie de periodismo como historia. Creo que todas las épocas han tenido
escritores así. Simplemente sucede que yo soy lo bastante miope como para
concentrarme sólo en mis contemporáneos".

Durante esos meses de visitas a los escritores, me hablaron sobre los placeres de su
oficio, sobre las dificultades que han encontrado, sobre los puntos esenciales del
periodismo literario (las "reglas del juego"), y sobre los límites de la forma. El
periodismo literario no fue definido por los críticos; los escritores mismos han
reconocido que su oficio requiere inmersión, estructura, voz y exactitud. Conjuntamente
con estos términos, caracterizan al periodismo literario contemporáneo con un sentido
de responsabilidad hacia los temas y una búsqueda del significado fundamental del acto
de escribir.

La inmersión

Vivo en el valle del río Connecticut al oeste de Massachussets, donde tienen su


hogar un sorprendente número de novelistas, periodistas independientes, artistas y
hombres de letras. Cuando le mencioné a algunos amigos que pronto iría a visitar a
John McPhee en Princeton, New Jersey, la reacción era siempre la misma: "Pregúntale
si leyó mis libros". Querían que le mencionara sus nombres. Los escritores, profesores
de inglés y lectores ávidos que conozco sienten por él un enorme respeto.

Al mismo tiempo, como profesor de historia del periodismo y reportaje en la


Universidad de Massachussets, sé que a algunos de la vieja guardia no les gusta McPhee.
Los periodistas literarios son los herejes de la profesión. Un anciano de la tribu de los
"viejos periodistas" me escribió una vez, usando una extraña metáfora mixta, para
informarme que "McPhee es un ilusionista del periodismo, eso es todo... La urdimbre
periodística del señor McPhee y su trama literaria son una tela demasiado delgada para
que cualquiera de nosotros en la profesión remendemos nuestras gastadas
trivialidades". Pero la media docena de periodistas literarios que vi antes de entrevistar
a McPhee mostraron todos respeto. En el tren a Princeton, pensé en la frase de Tracy
Kidder ("McPhee ha sido mi modelo") y me di cuenta de que había influenciado a
muchos otros escritores jóvenes.

McPhee es un hombre reservado, amigable pero cauteloso. Al entrar en su oficina en


la Universidad de Princeton, examiné los recuerdos que dan fe de su inmersión en temas
como la geología, las canoas de remo y los osos de New Jersey. En una pizarra tenía
pegado un letrero de advertencia:

PELIGRO
TRAMPA PARA OSOS
NO SE ACERQUE

Tomé a pecho el mensaje. En la pared opuesta tiene un mapa geológico de los


Estados Unidos del tamaño de una ventana. Del mapa cuelga un hilo de nailon verde,
pegado con alfileres, que va de costa a costa. El hilo atraviesa los Apalaches, pasa
derecho sobre las planicies y las Montañas Rocosas, y luego oscila en la región de la
Cuenca y la Sierra (las montañas y valles de Utah y Nevada) donde, dice McPhee, las
formaciones de roca de color en el mapa "parecen marcas elásticas". La línea verde
traspasa la Sierra Nevada y termina en el Océano Pacífico. El hilo de nailon sigue la
autopista Interestatal 80 de costa a costa; es la cinta narrativa que ata los dos recientes
libros de McPhee sobre la geología de Norteamérica. Estos empezaron como un único
artículo sobre los atajos en las carreteras en torno a la ciudad de Nueva York. Un
geólogo le dijo después que la mejor manera de representar la geología de Norteamérica
es con una línea de este a oeste, y McPhee se puso a pensar entonces en la Interestatal.
80. "Desarrollé una ambición saltona", me dijo. "¿Por qué no ir a California? ¿Por qué
no mirar todas las rocas?". Cuatro años y dos libros después, tomó un descanso del
tema, aunque dijo que le llevará dos libros más completar la jornada.

"Descubrí que uno tiene que comprender una gran cantidad de cosas aunque sólo
sea para escribir un pequeño fragmento. Una cosa lleva a otra. Hay que meterse dentro
del asunto para hacer que casen las piezas", dijo. Para muchos escritores esto tiene un
sentido intuitivo, pero los diecisiete libros de McPhee, escritos en diecinueve años,
demuestran una extraordinaria resistencia. Ha hecho casar las piezas para escribir sobre
las armas atómicas, la historia de la canoa de corteza, la tecnología de un avión
experimental, las guerras ambientales entre el director del Sierra Club —David Brower—
y los urbanizadores ávidos de tierra virgen, las complejidades del tenis y el básquetbol,
las culturas aisladas tanto de los bosques de pinos de New Jersey como de las tierras
centrales de Escocia, los conflictos entre los habitantes de Alaska y la geología de
Norteamérica. Ningún escritor de no ficción se acerca hoy a la diversidad de temas de
McPhee.

Para McPhee, y para la mayor parte de los demás periodistas literarios, la


comprensión empieza con un contacto emocional, que sin embargo pronto lleva a la
inmersión. En su forma más simple; la inmersión significa el tiempo dedicado al trabajo.
McPhee recorrió 1.100 millas de carreteras sureñas con una zoóloga de campo antes de
escribir Viajes por Georgia. Varias veces atravesó el país con geólogos por la Interestatal
80 para Basin and Range y In Suspect Terrain. Durante un período de dos años hizo
largos viajes por Alaska, de meses enteros y en todas las estaciones, haciendo notas para
Coming into the Country.

Los periodistas literarios apuestan con su tiempo. Su impulso de escribir los lleva a
la inmersión, a tratar de aprender todo lo que hay que saber sobre un tema. No todos los
escritores jóvenes pueden arriesgar años en un proyecto que puede o no ganarse la
lotería. Bill Barich ganó su apuesta. Con cinco novelas inéditas, se fue de la casa para
vivir en el hipódromo. Su relato de esas semanas, Laughing in the Hills, llamó la
atención de Robert Bingham y de William Shawn, el editor ejecutivo y el editor del New
Yorker respectivamente. La mayor parte de los periodistas literarios piensan que la
inmersión es un lujo que no podría existir sin el apoyo financiero y editorial de una
revista. Tracy Kidder pasó ocho meses en una compañía de computadores antes de
escribir The Soul of a New Machine. Aunque había escrito muchos artículos para The
Atlantic, como escritor independiente no podía contar con un cheque regular. Un
adelanto por el libro lo libró de la constante necesidad de producir artículos durante los
dos años que le llevó investigar y escribir.

Cuando lo visité por primera vez, la casa de Kidder estaba de fiesta. Tres días antes,
el comité del premio Pulitzer había anunciado los ganadores de 1982. Kidder había
recibido el premio general de no ficción. Su estrecha oficina, contigua a la sala, todavía
daba muestras de la lucha por abrirse paso. La decoración era escasa. Cañas de pescar,
una red y un desmechado sombrero de paja colgaban en un rincón cerca de una pequeña
estufa de leña. Una foto sobre el escritorio, tomada mientras estaba sumergido en un
trabajo sobre vagabundos, mostraba a Kidder viajando en una plataforma de ferrocarril
en alguna parte del noroeste del país. Pilas desordenadas de cuadernos rodeaban la
máquina de escribir. El cuarto parecía un bar de esos donde abundan las peleas.

Físicamente Kidder es imponente, con la contextura de un jugador de fútbol


americano. Tiene el aspecto de ser tan rudo como un editor local de los de antes. Pero no
perfora a la gente con preguntas incisivas. "No sé cómo metérmele a la gente a la
fuerza", dijo. "Nunca he llegado a ninguna parte con esa técnica. Una buena manera de
investigar es irse a vivir de verdad con la gente. Cuando ya siento que tengo la libertad
de hacer la pregunta desagradable, pues la hago. Pero no sirvo para importunar a la
gente. Calculo que si no me dicen lo que quiero ahora, me lo dirán después. Así que sigo
yendo".

Mark Kramer se jugó dos años de su vida escribiendo Three Farms: Making Milk,
Meat and Money from the American Soil. Durante esos dos años recibió apoyo literario
de Richard Todd, el editor jefe de The Atlantic, quien también le ayudó a Kidder hasta
terminar Soul of a New Machine, y sobrevivió con las limitadas entradas de un pequeño
adelanto y una subvención de una fundación. También a él le funcionó la apuesta. Las
ganancias de Three Farms y otra subvención le permitieron escribir Invasive
Procedures. Observó trabajar a los cirujanos durante casi dos años, hasta cuando se
sintió seguro de haber comprendido la rutina de la sala de operaciones, de distinguir
entre las buenas y las malas técnicas, y de poder "traducir las interrelaciones sociales en
la sala de operaciones".

"Hay que quedarse mucho tiempo antes de que la gente le deje a uno conocerla",
dijo Kramer. "Se muestran cautelosos la primera, y la segunda, y las diez primeras veces.
Entonces uno se vuelve aburridor, y la gente olvida que uno está ahí. O si no, lo
convierten a uno en algo de su propio mundo. Nos convierten en un cirujano residente o
en un peón de granja o en un miembro de la familia. Y uno deja que suceda".
Todos los escritores con los que hablé me contaron historias parecidas. Su trabajo
empieza con la inmersión en un mundo privado; esta forma de escribir puede muy bien
llamarse "periodismo de la vida diaria".

Durante un mes de investigación, Richard West alternó turnos de día y de noche


mientras escribía "El poder del ‘21’" para la revista New York. El horario de West
empezaba a las seis de la mañana en el famoso restaurante ‘21’ de Nueva York. Siguió la
actividad del restaurante de abajo arriba, del sótano y el personal preparatorio de la
mañana temprano hasta la cocina y los chefs, y luego, al almuerzo, hasta el comedor con
los bartenders y el jefe de camareros. Sus turnos nocturnos empezaban hacia las cuatro
de la tarde, cuando llegaba otro personal, y terminaban a la una de la madrugada.
Aspiró el aire de las cocinas, lleno de vapor y de aromas culinarios, y el de los
comedores, lleno de humo de cigarros y gente de categoría.

"Era un día largo, pero había que estar ahí y ellos no me impusieron ninguna regla,"
dijo West. "Lo que hay que hacer es convertirse en parte del decorado hasta que ellos
tomen confianza y hagan las cosas frente a uno. Uno puede captar los detalles
superficiales, pero no las emociones que uno busca (cómo funciona la gente) hasta que
uno desaparece. A veces nunca se logra esto y en ese momento la historia se desinfla. Me
llevó tiempo, pero llegué a que confiaran en mí y les cayera bien. Parece que mucho
depende de la personalidad. Si uno es una persona a la que le gusta la gente y que la
respeta, y que demuestra un interés verdadero, las cosas resultan fáciles. Uno no puede
ser arrogante. No puede ser áspero. Eso sencillamente no funciona".

Mark Singer sólo llevaba dos años de haberse graduado en Yale cuando entró al
New Yorker. Todavía no había descubierto su voz como escritor. "Empecé a recorrer la
ciudad y descubrí que no toda era Manhattan", me dijo. "Decidí que la gente sobre la
que quería escribir no era la gente famosa. Haber crecido lejos de Nueva York tal vez me
permitió ver y escribir sobre cosas que de otra manera habría podido pasar por alto. Me
afectan ironías que un neoyorquino podría no notar".

Hablé con Singer en las oficinas del New Yorker, en el opaco y ruidoso cubículo del
piso dieciocho que fue una vez el despacho de McPhee. La esposa de Singer es abogada.
Fue quien por primera vez le mencionó a los "entusiastas" del edificio de los tribunales
de Brooklyn, los espectadores cuya constante asistencia a los juicios los capacita para ser
críticos dramáticos de los juzgados. "Empecé a frecuentar los tribunales", contó Singer.
"Durante varios meses fui un par de días" a la semana. Escribía al mismo tiempo
columnas de la sección "Talk of the Town". Me llevó algo así como dieciséis meses,
simplemente yendo a pasar el tiempo con ellos".
Después de todos esos meses, cambió la tarea, como siempre ha de ser, del reportaje
a la escritura. "Tengo que explicárselo a la gente que sólo sabe lo que yo sabía cuando
empecé", dijo Singer.

La estructura

John McPhee alzó el brazo y sacó del estante un libro grande empastado que
contenía sus notas de 1976 sobre Alaska. "Este es uno gordo", dijo. Las páginas a
máquina representaban su paso del reportaje a la escritura, del campo a la máquina de
escribir. Escondida dentro de estas notas detalladas, como una estatua dentro de un
bloque de granito, hay una estructura que puede animar la historia para sus lectores.

"El escrito tiene una estructura interior", dijo. "Empieza, se encamina hacia alguna
parte, y termina de una manera pensada de antemano. Yo siempre sé la última línea de
una historia antes de que haya escrito la primera. Al examinar con cuidado todo esto,
uno crea la forma y el aspecto del asunto. También es un alivio para el escritor, ya
conociendo la estructura, poder concentrarse en una cosa cada día. Ya se sabe dónde
colocarla".

Según McPhee, la estructura, en un escrito largo de no ficción, implica más trabajo


que simplemente organizar. "La estructura es la yuxtaposición de las partes, la manera
en que dos partes de un escrito, por el simple hecho de ponerlas una junto a la otra,
pueden comentarse mutuamente sin que se diga una sola palabra. Es mucho lo que se
puede decir por la forma como está ensamblado el escrito, es algo que puede estar en su
estructura sin que el autor tenga que explicarlo".

McPhee registró por un momento un archivador y encontró un diagrama de la


estructura de "Viajes por Georgia". Parecía como una "e" minúscula de imprenta.

"Es una estructura sencilla, una cronología reensamblada", explicó McPhee. "Fui
allá para escribir sobre una mujer que, entre otras cosas, recoge animales muertos de las
carreteras y se los come. Hay un problema inmediato cuando uno empieza a pensar en
un material así. El editor del New Yorker es prácticamente un vegetariano. Yo sabía que
le tenía que presentar esta historia a William Shawn y que iba a ser muy difícil hacerlo.
Esto sirvió para un propósito, el de meditar sobre cuál sería la reacción del lector
común. Cuando la gente piensa en animales muertos en la carretera, de inmediato siente
pasar un soplo pútrido. La imagen es bastante automática: maloliente y repulsiva. Los
animales que recogíamos en la carretera no eran repulsivos. No los habían despedazado.
No estaban cubiertos de sangre. Acababan de matarlos. Así que tenía que poner en
marcha la historia sin ofender la sensibilidad del lector y del editor".
McPhee y sus amigos se comieron varios animales durante el viaje, tales como una
comadreja, una rata almizclera y, ya bastante avanzada la correría, una tortuga
mordedora. Pero el escrito empieza con la tortuga mordedora. Una sopa de tortuga
ofende menos que una comadreja asada. Después la historia se aparta del tema de las
muertes en la carretera con una visita a un proyecto de canalización de un arroyo. Este
pasaje llevó a una extensa divagación, en la que McPhee habló sobre Carol Ruckdeschel,
quien había limpiado la tortuga mordedora y tenía la casa llena de animales heridos y
golpeados que estaba cuidando para devolverles la salud.

"Después de pasar por todo esto todavía no nos hemos comido la comadreja", dijo
McPhee. "Ahora llevamos dos quintas partes del escrito". Y señaló la curva descendente
de la "e" en su diagrama.

"Si usted ha leído hasta este punto, podemos arriesgarnos con algunos de los demás
animales. Después de todo, esto ya se probó a sí mismo, o no, como una pieza literaria.
Retornamos entonces al principio del viaje (el viaje que quedó a la mitad en la primera
página) y hay una comadreja recién muerta que yace en mitad de la carretera. Y después
sigue la rata almizclera. Cuando llegamos a la tortuga mordedora y al proyecto de
canalización, simplemente los saltamos y continuamos con la forma que tuvo el viaje. El
viaje en sí se convirtió en la estructura, rota cronológicamente de esta manera".

La estructura cronológica domina la mayor parte del periodismo, tal como aprendió
McPhee cuando trabajó para la revista Time. Pero el reportaje cronológico no siempre le
conviene más al escritor. McPhee reestructuró el tiempo en "Viajes por Georgia" y en la
primera parte de Coming into the Country. A veces, la cronología puede ceder ante la
estructura temática. En A roomful of Hovings, un perfil de Thomas Hoving, antiguo
director del Museo Metropolitano de Arte, McPhee se enfrentó a un problema peculiar.
La vida de Hoving contenía una serie de temas: sus dispersas experiencias aprendiendo
a reconocer falsificaciones artísticas, su trabajo como comisionado de parques en Nueva
York, sus nada brillantes primeros años de estudiante, su relación de toda la vida con su
padre, y así sucesivamente. McPhee contó una historia a la vez, un relato tras otro, en
una estructura que compara a una "Y" mayúscula. Los palos descendentes se unen en el
momento de una epifanía durante la carrera universitaria de Hoving en Princeton, y
luego proceden a lo largo del tronco en línea recta. McPhee mantuvo la secuencia
temporal en cada episodio, pero dispuso los temas para determinar su yuxtaposición
dramática.

McPhee me pasó una fotocopia de una cita. "Lea esto", me dijo. El trozo era de
Albert Einstein sobre la música de Schubert: "Pero en sus obras más extensas me
molesta la falta de arquitectura". El término arquitectura refiere al diseño estructural
que imparte orden y unidad a una obra, el elemento de la forma que relaciona las partes
entre sí y con el todo.

Anteriormente le había oído el término arquitectura a Richard Rhodes, quien dijo:


"La clase de estructuras arquitectónicas que se deben construir, que nadie enseña o
menciona, son cruciales para la escritura y tienen poco que ver con la habilidad verbal.
Tienen que ver con la habilidad para el diseño y las habilidades administrativas, el don
de mando si usted quiere. Desafortunadamente, los escritores no hablan mucho sobre
éste". Tal vez no hablan mucho sobre él, pero a los buenos periodistas literarios
probablemente los obsesiona.

La exactitud

En una sociedad en la cual los estudiantes aprenden que hay dos clases de escritura,
la ficción y el periodismo, y que el periodismo es en general una prosa opaca, hacer
periodismo literario es un negocio difícil. Asumimos naturalmente que lo que se lee
como ficción debe ser ficción. Un editorialista local que se propuso felicitar a Tracy
Kidder cayó en un revelador gazapo al respecto: "Tracy Kidder, residente de
Williamsburg, ha ganado el premio Pulitzer por su novela, El alma de una nueva
máquina". Kidder leyó la frase e incrédulo, meneó la cabeza. Una novela, una narrativa
inventada. Para él, aquello era un poco irritante después de haber vivido ocho meses en
el sótano de la Data General Corporation y de haber gastado dos años y medio en el
libro. Se había esmerado en conseguir las citas exactas, y en captar todos los detalles con
precisión.

Hay una ley de exactitud que, según sus practicantes, rige en el periodismo literario.
McPhee, que se siente incómodo en el papel de tío dando consejos, tiene sin embargo el
derecho de hacerles unas pocas sugerencias a los que tienen su obra por modelo. "Nadie
está dictando reglas para cubrir a todo el mundo", dijo. "El escritor de no ficción se
comunica con el lector sobre gente real en lugares reales. De modo que si esa gente
habla, uno dice lo que dijo. Uno no dice lo que el escritor decide que dijeron. Yo me
irrito si alguien sugiere que hay diálogos en mis escritos que no obtuve de las fuentes.
Uno no inventa diálogos. Uno no hace personajes mixtos. Para mí los personajes mixtos
siempre han sido ficción. Así que cuando alguien hace un personaje de no ficción con
tres personas reales, se trata en mi opinión de un personaje de ficción. Y uno, no se mete
en sus cabezas y piensa en su lugar. Uno no puede entrevistar a los muertos. Se podría
hacer una lista de las cosas que uno no hace. Cuando los escritores omiten alguna, viajan
a dedo sobre la credibilidad de los escritores que no omiten ninguna.

"Y hacen borroso algo que debe ser nítido. Una cosa es decir que la no ficción ha ido
desarrollándose como arte. Si con esto quieren decir que la línea entre la ficción y la no
ficción se está borrando, entonces yo preferiría otra imagen. Lo que veo en esta imagen
es que no sabemos dónde se detiene la ficción y dónde empiezan los hechos. Eso viola
un contrato con el lector".

Parte de este mandato de exactitud es el buen orgullo tradicional del reportero.


Tanto Kramer como Rhodes mencionaron el hecho de haber leído reportajes faltos de
exactitud sobre asuntos que conocían personalmente en periódicos locales o en revistas
nacionales de noticias. Todos los reporteros tienen un compromiso de exactitud, pero si
se dan el tiempo y la inmersión, no es difícil superar lo mejor de la práctica noticiosa
común y corriente.

La exactitud también puede afianzar la autoridad de la voz del escritor. Kramer lo


explica así: "Yo trato constantemente de acumular autoridad en mis escritos, teniendo
en cuenta la experiencia y el juicio del lector. Quiero poder hacer una observación y que
tengan confianza en mí, así que tengo que mostrar que soy un buen observador, que
tengo cancha. Buena parte de esto lo puedo hacer con el lenguaje, con seguridad e
informalidad. Pero también se puede malgastar la autoridad muy rápidamente. Una de
las grandes motivaciones para lograr que todos los detalles sean correctos (por lo que
hice que los campesinos leyeran el manuscrito de mi libro sobre el campo, y de que los
cirujanos leyeran el manuscrito sobre la cirugía) es que no quiero perder autoridad. No
quiero tener un sólo detalle equivocado".

La voz

Los nuevos periodistas de los años sesenta y sus críticos nunca llegaron a ponerse
de acuerdo sobre el empleo de la primera persona en el periodismo. Los nuevos
periodistas a veces se destacaron ellos mismos al violar aparentemente todas las reglas
del reportaje objetivo.

Gran parte de la controversia sobre la primera persona en el periodismo ha sido


explicada por el profesor David Eason, cuyos estudios sobre el nuevo periodismo
definieron dos grupos. En el primero, los nuevos periodistas eran como etnógrafos que
relataban "lo que estaba sucediendo ahí". Tom Wolfe, Gay Talese y Truman Capote,
entre otros, no se incluían en sus escritos y se concentraban en las realidades de sus
personajes. El segundo grupo incluye a escritores como Joan Didion, Norman Mailer,
Hunter S. Thompson y John Gregory Dunne, que veían la vida a través de su propio
filtro, describiendo cómo se sentía vivir en un mundo donde se había debilitado la
comprensión pública compartida del "mundo real" y de la cultura y la moral. Sin un
marco externo de referencia, se concentraban aún más en su propia realidad. Los
autores en este segundo grupo a menudo eran una presencia dominante en sus obras.
De una u otra forma, los críticos se divirtieron. Herbert Gold fustigó el periodismo
de Norman Mailer y otros parecidos, al llamarlo "primer-personismo epidémico" en un
artículo de 1971. Al mismo tiempo, Tom Wolfe, quien le ofrecía al lector una voz
afectada, pero que nunca estaba —como la de Mailer— en el centro del escenario, pasó
por lo opuesto. Wilfrid Sheed dijo que la distorsión producida por las interpretaciones
de Wolfe era la razón de nuestro deleite. Debía dejar de aspirar a presentar un tema
"como en realidad es", dijo Sheed. Los nuevos periodistas, al parecer, tenían en sus
obras demasiado de sí mismos o demasiado poco.

Los periodistas literarios más jóvenes se han calmado. Al hablar con ellos, parecían
preocupados por encontrar la voz correcta para expresar su material. "Cada historia
tiene dentro de sí una, o tal vez dos formas de contarla", dijo Tracy Kidder. "El trabajo
de uno como periodista es descubrir eso". Richard Rhodes dijo que luchaba por
encontrar la voz correcta, pero que cuando lo lograba, la historia prácticamente se
contaba a sí misma. Los periodistas literarios ya no se preocupan por el "yo", pero sí les
conciernen las tácticas de una narración eficaz, que puede requerir la variable presencia
de un "yo" de un escrito a otro.

La introducción de la voz personal, según Mark Kramer, le permite al escritor


oponer un mundo a otro, jugar con la ironía. "El escritor puede asumir una postura,
decir cosas que no se propone decir, implicar cosas no dichas. Cuando encuentro la voz
apropiada de un escrito, ésta me permite jugar, y eso es un alivio, un antídoto contra el
hecho de que las propias palabras lo vapuleen a uno", dijo Kramer. "La voz que admite
el 'yo' puede ser un gran don para los lectores. Permite la calidez, la preocupación, la
compasión, la adulación, la imperfección compartida: todas las cosas reales que, al estar
ausentes, vuelven frágil y exagerada la escritura".

Kramer estudió inglés en Brandeis y sociología en Columbia. Durante varios años, a


fines de los sesenta, escribió para el Liberation News Service de Nueva York y para
varias publicaciones de Boston. Capta la ironía rápidamente, trueca la conversación de
un nivel a otro, pretendiendo a veces ignorancia, a veces estableciendo rápidamente su
autoridad. Observa la agresión o la debilidad de los demás.

"Me parece que creo una clase de arquitectura diferente de la de la mayor parte de
los periodistas", dijo Kramer. "Estructuro las cosas de manera que comento la
narración, al comentar el mundo del lector, y también el mío; además, indico que mi
estilo es consciente de sí mismo. Me siento como el anfitrión de una fiesta medio formal
con invitados inteligentes, invitados que me importan".

Es más frecuente que los reporteros de los diarios opaquen la voz en lugar de hacer
que llame la atención, creando lo que Kramer llama la voz "institucional". Como les digo
a los estudiantes de reportaje, cuando un periodista de un diario toma una posición, los
lectores asumen que es el periódico el que lo hace. Sin que el periódico los apoye, los
periodistas tienen que descubrir en qué forma pertenecen a su escrito como
personalidades subjetivas. La decisión de un escritor de usar una voz personal con
frecuencia surge de la sensación de que ya no se pueden dar por sentadas las costumbres
y la moral compartidas por el público.

"Cuando uno ya tiene una comunidad moral con un público", dijo Kramer, "si uno
quiere seguir hablando sobre lo que es interesante, entonces es útil introducir al
narrador. Aun en el caso de que haya muchos lectores diferentes, todos pueden decir:
'Ah, sí, yo sé qué clase de tipo es éste: un intelectual judío, neoyorquino, liberal de
izquierda'. Si el escritor dice quién es y lo que piensa sobre algo, entonces ya es mucho lo
que sabe el lector. Pero si se oculta, uno no cuenta con la ayuda de nadie. Hay que ver
otras pistas, el nivel de su idioma y así sucesivamente".

La voz personal puede desconcertar tanto al escritor como al lector, pero éste puede
ser precisamente el punto. La voz institucional de los periódicos puede sostener el
reportaje sólo hasta cierto límite. Más allá, el lector necesita un guía. Sara Davidson
cuenta que su transición del Boston Globe al periodismo literario no fue fácil. "Cualquier
persona que haya salido de un periódico siente mucha timidez de incluso escribir la
palabra 'yo'. No recuerdo cuándo la usé por primera vez, pero fue sólo en un pequeño
párrafo, un globo de ensayo. Entre más lo hice, más fácil resultó, y también descubrí que
usándola podía hacer más. Me permitía imponerle el narrador al material".

La responsabilidad

La voz del escritor surge de su experiencia. La voz de Sara Davidson en "Propiedad


raíz" se desarrolló mientras hacía un diario de su vida. Hay, sin embargo, riesgos al usar
la voz personal, algunos de los cuales me explicó. Davidson vive ahora en las colinas de
Los Ángeles. Al entrar en su oficina, me sorprendió ver un costoso procesador de
palabras IBM parqueado en medio del cuarto como si fuera un Cadillac. Las cartas que
me había enviado estaban escritas a mano. Ella escribe a mano y luego, para editar, pasa
sus páginas manuscritas, garrapateadas con líneas y círculos, al procesador. El pequeño
cuarto parece repleto con la impresora de alta velocidad, el computador y un
contestador automático. Davidson es una persona cálida, dedicada a los sentimientos de
las personas sobre las que escribe. Pero es una escritora ambiciosa, con la voluntad de
trabajar duro en sus escritos y de exponerse a las consecuencias.

Ese espíritu tiene la tendencia a meterla en problemas. Davidson supo qué era la
responsabilidad después de escribir Loose Change, la historia de las vidas de tres
mujeres durante los tumultuosos años sesenta, cuando los Estados Unidos pasaban por
una revolución social. Ella era una de las tres mujeres del libro. En la universidad, en
Berkeley, habían vivido en la misma casa. Después, cada cual siguió su camino:
Davidson a Nueva York y al periodismo, otra al ambiente político radical de Berkeley, la
tercera al afluente mundo artístico. A principios de los setenta, Davidson entrevistó a
sus antiguas compañeras y reconstruyó sus experiencias para Loose Change. Cuando lo
escribió a mediados de esa década, convergieron dos tendencias. En primer lugar, había
descubierto que la gente respondía mejor cuando su forma de escribir era personal, y
llenó el libro con detalles íntimos de su vida. En segundo lugar, en esa época llegó a su
tope la tendencia confesional en el movimiento feminista; muchas mujeres estaban
escribiendo en los términos más directos sobre sus temores profundos y sus relaciones
personales.

"Creo que Freud dijo una vez que uno se debe a sí mismo una cierta discreción", me
dijo Davidson. "Uno simplemente no revela al público todo sobre sí misma. Pero no era
ahí hacia donde se encaminaban las mujeres. No hacían uso de la discreción. Todo era
permitido y yo estaba llena de esas ideas. Escribí sobre mis padres y mi esposo y mis
antiguos amantes, mi carrera y mi hermana, mis relaciones y el aborto y el sexo: lo
escribí todo".

Les mostró los borradores de su libro a las otras dos mujeres involucradas y a su
esposo. Ellos participaron en la revisión. Pero cuando el libro fue publicado, la
responsabilidad por esos temas íntimos se convirtió en tema de discusión. Davidson
había cambiado los nombres de muchos personajes y de las dos mujeres pero los amigos
los reconocieron al instante. "De pronto, algo que estaba bien en el manuscrito no
estaba bien al ser muy leído y al reaccionar la gente", contó Davidson. "Había una
escena donde peleaba con mi marido y él me daba una bofetada. Pues bien, él empezó a
recibir llamadas amenazantes de gente que lo acusaba de ser violento con su esposa. Es
cierto, me abofeteó, pero ahora, de pronto, lo difamaban públicamente. A algunas de las
personas que lo leyeron les pareció que era un monstruo. A una de las mujeres al ir por
la calle alguien se le podía acercar para decirle: '¡Dios mío, yo no sabía que a ti te
hicieron un aborto en el consultorio de tu padre cuando tenías dieciséis años!' Los
parientes la llamaban horrorizados por haber revelado esa clase de cosas sobre ella y la
familia. El hombre que había vivido con ella siete años lo consideró una grave violación
de la intimidad y la confianza. Le dijo: ‘Yo no estaba viviendo contigo para que eso se
volviera un hecho público. No estábamos viviendo nuestra vida como un proyecto de
investigación’”. La otra mujer tenía un hijo de edad suficiente para que lo perturbaran
las revelaciones de Davidson sobre la vida sexual de su madre y el retrato de su padre.
La historia no se apagó, como en un artículo de revista. La Literary Guild la escogió,
tuvo una buena venta como libro de bolsillo y se convirtió en bestseller. Después hubo
un programa de televisión basado en el libro.
"Se volvieron contra mí", dijo Davidson. "Muy comprensiblemente. No podían
escapar. El asunto no se olvidó. Es difícil describir su dolor. Las persiguió dos años. Lo
que a mí me molestaba era haberles causado dolor a otras personas, a mi esposo, a las
mujeres que vivieron un infierno".

Después de la publicación de Loose Change, Davidson decidió no volver a escribir


de nuevo tan íntimamente sobre su vida. Si hubiera previsto el resultado, me dijo,
habría escrito en cambio una novela. "Hubiera escrito exactamente el mismo libro.
Habría dicho que era ficción. La gente dice que el hecho de saber que trataba sobre
gente real aumentaba su apreciación y exaltaba su modo de verlo. Preferían que fuera no
ficción. Pero yo sé con certeza que nunca jamás volveré a escribir de nuevo tan
íntimamente sobre mi vida, porque no puedo separarla de la gente que ha tomado parte
en ella".

Este conflicto parece inherente a esa forma de escribir en la cual los autores traban
amistad con sus personajes. Davidson tiene seguramente el derecho de usar su propio
diario (su propia vida) y de escribir con la intimidad que escoja sobre sus propias
experiencias. El efecto en otros es otro asunto.

"Una cosa es que usted me cuente sobre su matrimonio con la intención de


publicarlo", me dijo. "Otra es para su esposa. ¿Qué obligación tenemos con ella? ¿O con
sus padres? ¿O su hijo? ¿Qué le debe usted moralmente a alguien al decidir revelar cosas
suyas que por lo general no se revelan?"

Otros escritores me contaron que usan el papel de periodistas profesionales con


cierta ventaja, pero que nunca han escrito nada tan íntimo como Loose Change. McPhee
me dijo que asume la posición del reportero con un cuaderno de notas abierta. La gente
que entrevista sabe que está escribiendo para The New Yorker, y por la tanto es
responsable de sus revelaciones. Las reacciones a los escritos de McPhee son imposibles
de predecir, de modo que no trata de controlar o moldear la reacción. En los dos años
que trabajó en The Soul of a New Machine, Tracy Kidder trabó “amistad” con Tom
West, el director del equipo de diseño de computadores. Hacia el final, Kidder le mostró
el manuscrito. “West no me habló por un tiempo, pero estuvo bien", dijo Kidder. "No me
gusta hacer eso. Es doloroso. Si uno va a escribir un artículo largo, uno tiene que hacerse
amiga de sus personajes. Hay que tener mucha frialdad al respecto. Cuando una se
sienta ante la máquina, la distancia se produce, naturalmente". Muchos de los escritores
con los que hablé hacían que sus personajes firmen permisos al principio de sus
proyectos. Nadie quiere gastar tiempo con una persona que después se puede acobardar.
Pero la firma en un documento es un permiso legal, no moral.
"Es obvio que si uno se embarca en un proyecto, la presunción es que uno no les
debe nada", dijo Davidson. "Todo debe ser registrado. 'Todo lo que uno observa vale. Así
es como yo lo he practicado. Todas las mujeres de Loose Change firmaron permisos.
Legalizaron el hecho de darme este material. Emocional y moralmente, sin embargo, las
cosas no siempre son tan claras".

Las máscaras de los hombres

Richard Rhodes estaba tendido a la largo del sofá, mirando de arriba abajo una lista
de términos. Su cara es ovalada y tiene el pelo rojo. Al hablar, sus ojos se pegaban a los
míos. "Todas estas cosas son un enredo sin solución", me dijo. "Yo soy tan primitivo. No
pienso mucho en la escritura como escritura". Rhodes ha vivido en Kansas City,
Missouri, casi todos sus cuarenta y siete años. No había en su voz la lentitud nasal que
yo esperaba, sin embargo. Ha pasado los dos últimos años investigando la historia de las
armas atómicas para su libro Ultimate Powers. A todos los escritores les había pedido
responder a varios términos como descripción de su propio periodismo literario. Rhodes
ojeó de nuevo la lista:

alcance histórico
atención al lenguaje
participación e inmersión
realidades simbólicas
exactitud
sentido del tiempo y el lugar
observaciones fundadas
contexto
voz

"Las realidades simbólicas", dijo Rhodes. "Mis ojos aterrizan ahí cada vez que
recorro la página.

"Para mí eso ha sido de una importancia tremenda. La revelación de los asuntos


trascendentales del universo, el sentido de que detrás de la información hay estructuras
profundas, ha sido central en todo lo que he escrito. Ciertamente es algo central cuando
se escribe sobre las armas atómicas, y estoy empezando a desenterrar algunas de esas
estructuras profundas. No hablamos tanto sobre las armas nucleares como sobre el
hecho de que el siglo XX ha perfeccionado una máquina total de muerte. Producir
cadáveres es nuestra mayor tecnología.

“Eso es lo que quería decir en el prefacio de Looking for America cuando escribí que
buscaba algo distinto, ‘La bestia en la jungla, las máscaras de los hombres’. Quería decir
que todo se muestra, que se muestra para todo el mundo. Eso es lo que persigo. No es
hacer metáforas fáciles. No es sacar analogías para sostener un punto. Es mirar a través,
escudriñar la información con la esperanza de ver lo que hay detrás".

Más que cualquier otro escritor que haya conocido, Rhodes tiene razón en buscar
mediante la prosa las realidades simbólicas que hay más allá. Las “realidades
simbólicas” tienen dos lados: el significado interno que la escritura tiene para el escritor,
y las "estructuras profundas" mencionadas por Rhodes y que se encuentran tras el
contenido de un escrito.

Rhodes pasó sus años de escuela secundaria en un asilo de niños cerca de


Independence, Missouri. Su madre se había suicidado cuando era todavía un bebé y su
padre, aunque casado de nuevo, había demostrado ser incapaz de sostener una familia
de tres hijos. Rhodes fue a Vale con una beca y regresó a trabajar como escritor en
Hallmark Cards, en Kansas City. Vivió difícilmente diez años. Editó publicaciones
internas y luego diez libros cortos para Hallmark, y escribió esporádicas reseñas de
libros para The New York Times y Herald Tribune. Animado por sus amigos literarios,
firmó un contrato para un libro sobre el Medio Oeste, The Inland Ground. Después de
firmar, se enfrentó al horror de tener que escribir el libro. No se sentía preparado. La
inseguridad y la esterilidad literaria lo atormentaron. "Escribí dos capítulos, uno sobre
la cultura en Kansas City y otro sobre un poderoso ejecutivo de una fundación. No
tenían ni chispa ni unidad", dijo Rhodes.

Se inscribió en una cacería de coyotes. "La violencia de esa experiencia abrió todo.
Regresé, me emborraché y empecé a escribir ese capítulo. Lo logró, casi sin cambio,
ebriamente, en un período de cerca de una semana escribiendo de noche, y yendo al
trabajo todo el día". El capítulo se convirtió en "Muerte todo el día".

"Tuve un sentido de liberación, de descarga. Fue esa especie de cosa que les pasa a
todos en el psicoanálisis, cuando de pronto se dejan ir. Tengo un amigo que es
especialista en Kierkegaard. Lo visité hace poco, nos quedamos hablando hasta tarde,
me hizo una pregunta sobre mi vida y dijo: 'Ah, la historia'. Tiene razón. En algún
momento todo el mundo llega finalmente al punto donde cuenta su historia.

"Yo vivo repitiendo el mismo tema en todo lo que escribo (no conscientemente pero,
al parecer, inevitablemente) sobre gente buena, normal, que de pronto se ve enfrentada
a un mal diabólico o a un terrible desastre o tragedia y no sólo lo soporta sino que
también, en cierto sentido, lo civiliza, crea reglas en torno a él, lo incorpora en su vida.
No sé cómo funciona eso en mi caso, pero mi niñez fue bastante espeluznante".
Rhodes me contó una pesadilla recurrente que solía tener, en la que asesinaba a un
bebé y lo enterraba en alguna parte. Había gente cavando en el área, y podían
descubrirlo. Él era, me dijo, el bebé. En "Muerte todo el día", el escrito en el que
finalmente accedió a un material emocional, Rhodes menciona que los coyotes que
cazan son "del tamaño de unos niños chiquitos".

"De niño tuve que pasar una cantidad de tiempo sin hablar. De hecho, recuerdo
unas cuantas ocasiones en que mi madrastra se estaba preparando para educarnos a mí
y a mi hermano con algún objeto conveniente, un bate de softball o un mango de
trapeador, y yo me encontraba parado en un rincón tratando de volverme invisible.
Acumulé una vida entera de observaciones basadas en experiencias como esas. La
bomba atómica para mí es claramente un símbolo de esa rabia: el poder de destruir el
mundo, que de algún modo los niños piensan que es posible hacer". Escribir tiene aquí
una utilidad: no toma el lugar de una terapia, sino hace que la ira y la pasión tengan una
utilidad moral y social.

Otros escritores evitaron la frase "realidades simbólicas". Kidder la rechazó


completamente. Le sonó como una capa de pintura en un escrito, añadida después para
alcanzar respetabilidad académica. Kidder encontró otros términos para hablar sobre la
misma cosa. "Pienso en ello en términos de resonancia", dijo. "La concepción de Soul of
a New Machine era comunicar algo sobre la totalidad mirando una de sus partes,
permitir que ese equipo de diseñadores de computadores representara a otros equipos.
Usualmente las mejores obras literarias se adhieren de cerca a lo particular. Uno pulsa
la cuerda de una guitarra y otra vibra".

Como Kidder, John McPhee quiso evitar colocar su obra dentro de categorías. Sería
injusto, por supuesto, limitar la obra de cualquier escritor de esa manera. Richard
Rhodes no escribe solamente sobre gente buena enfrentada a desastres. Encontrar ese
simbolismo en un escrito de un periodista literario no caracteriza toda la obra. McPhee
sugirió que esa clase de caracterizaciones es tarea de los académicos (me miró de
soslayo al decirlo), pero luego reveló un secreto parecido sobre su propia escritura.

"En realidad, hay una cantidad de ideas que pasan frente a uno", dijo McPhee. "Una
gigantesca corriente de ideas. ¿Qué hace que alguien escoja una en lugar de otra? Si
hago una lista de todas las obras que he hecho en mi vida y pongo una marca frente a las
cosas relacionadas con intereses y actividades que tuve antes de los veinte, acabaría con
una marquita junto a más del noventa por ciento de las obras. No es un accidente.

"Paul Fussell dijo que escribió sobre la Primera Guerra Mundial como una manera
de expresarse sobre sus propias experiencias en la segunda. Esto tiene un completo
sentido. ¿Por qué escribí sobre tenistas? ¿Por qué escribí sobre un jugador de básquet?
¿Por qué someter a escrutinio esta persona y no aquella? Porque uno tiene algún interés
personal relacionado con la propia vida. Éste es un tema importante respecto a los
escritos de cualquiera".

Después de pasar varios meses entrevistando a escritores, cargando con mi lista de


características y preocupaciones del periodismo literario, las entradas parecían
mecánicas. Sólo sumérjase en un tema, encuentre una buena estructura, use tal vez
algunas de las técnicas de Tom Wolfe para documentar "la vida de status" y escribir
escenas, ¿y entonces qué? ¿Será eso el periodismo literario?

Llegué a dudar de que cualquier cosa fuera tan segura. En última instancia, todo el
mundo con el que hablé daba vueltas en torno a un asunto difícil. Los escritores hablan
con facilidad sobre las técnicas, pero como a todos nosotros, les parece difícil explicar
sus motivaciones. A veces nos acercábamos tanto que yo podía sentir al artista detrás de
la página. Sara Davidson estaba hablando sobre la creación de narraciones fuertes, en
las que el lector compra un tiquete en el primer párrafo y tiene que hacer el viaje. Se
detuvo para meditar por un momento y dijo: "Yo ni siquiera estoy segura de cómo se
hace esto. Hay ciertos trucos, pero yo no creo que sea cosa de trucos. Creo que tiene
mucho que ver con la sensibilidad. Una vez le pregunté a Philip Roth si él pensaba que
podía crear un mayor sentido de intimidad usando la primera persona. Él dijo que creía
que era la urgencia y la intensidad con la que se apropiaba y asía el material, pudiendo
así arrastrar al lector a su mundo. Creo que tiene algo que ver con la sensibilidad del
autor".

Un par de años antes, no mucho después de conocerlo, Mark Kramer también había
tratado de explicar el meollo de las diferencias entre el periodismo literario y las formas
normales de la no ficción. "Todavía me excita la forma del periodismo literario”, dijo.
"Es como un piano Steinway. Sirve para todo el arte que pueda uno meterle. Uno puede
poner a Glenn Gould en un Steinway y el Steinway sigue siendo mejor que Glenn Gould.
Es lo bastante bueno para dar cabida a todo el arte que yo pueda poner en él. Y algo
más".

###

También podría gustarte