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Edtiarda Mansilla de García

o la vida
en las pampas

Editorial
Eduarda M ansilla de García

o la vida
en las pam pas

Título original: Pablo ou la vie dans las pam pas


Traducción: Alicia M ercedes Chiesa
Diseño: M auricio Cálvelo
Corrección: A driana M uñoz

Ilustración de Tapa: C arlos Scaglione


(El canto del cielo, 1994 )
Gentileza de Galería Zurbarán

D erechos exclusivos de edición en castellano para todo el inundo


© Editorial
Confluencia
Prim era Edición: M arzo de 1999
Tirada: 2000 ejem plares
ISB N 987-9362-00-4

H echo el depósito que prevé la Ley 1J .723


Im preso en A rgentina / Printed in Argentina
Eduarda Mansilla de García
Sobre la autora

El Restaurador le pide que oficie de intérprete ante el


embajador de Francia, conde Waleski, en medio deí conflicto
suscitado entre nuestro país y las tropas invasoras francesas. El
aristócrata se sorprende de que la muchachita hable en su idioma
correctamente, siendo tan joven, además de mujer de un país
bárbaro. Bduarda está impertérrita, es la hija del general Mansilla,
quien dos años antes estuvo al mando de las fuerzas criollas que se
batieron contra la armada franco-británica en la Vuelta de Obligado,
y sobrina del poderoso brigadier rojo punzó. Deberá hablar con
precisión* se trata de una cuestión de Estado en la que se encuentra
gustosamente involucrada.
No.es una ficción, el hecho es bien cierto y data de 1847,
cuando Eduarda Mansilla y Ortiz de Rosas, años más tarde de
García, conectó a dos hombres en pugna en uno de los tantos
episodios que configuran la historia argentina y su lucha por la
soberanía.
Había nacido en Buenos Aires el 11 de diciembre 1834,
hija de Agustina Ortiz de Rosas y Lucio Norberto Mansilla, casado
éste en segundas nupcias. Su madre, mujer de belleza excepcional
y a quien llamaban “la Agustinita”, era una de los veinte hermanos
que tuvo el gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas,
hombre al que siempre le sobraron consideraciones para con las
mujeres de su familia, quizá por la poderosa influencia de su madre,
Agustina López de Gsornio, quien luego de muerto su padre
Clemente a manos de los ranqueles, llevó adelante con un coraje
encomiable la administración de los campos recibidos por éste dpi
Virreinato a cambio de que se los “limpiara de indios y alimañas”,
y que más tarde serían heredados por sus hijos.
Allí, en el Rincón de López, junto a la desembocadura del
Salado, se levantó la estancia donde Eduarda Mansilla y su hermano
mayor Lucio Victorio — otro personaje vinculado entrañablemente
a la historia y a las letras del país— pasaban los veranos cuando
niños en esa tierra que había sido un Campo de Marte cuando el
Señor era su abuelo y en el que las cabezas de los infieles se secaban
clavadas en una pica de cuatro metros de altura, “para que se vieran
de lejos”.
E sa d u reza ru ral, que se a ju sta b a a u n a re a lid a d
incontrastable, 110 impidió — como lo prueban los hechos— el
desarrollo espiritual de toda una prosapia enraizada en la cultura y
la política de nuestro país. Lucio V. Mansilla hizo un poco de todo
y siempre bien: militar, periodista, escritor, viajero y hasta duelista;
se lo reconoció por su agudeza, su valor y por sus trabajos literarios,
de entre los cuales Una excursión a los indios ranqueles ha sido el
más divulgado.
En ese ambiente se crió la niña, ávida de lecturas, dueña de
una gran sensibilidad musical y una sorprendente facilidad para
aprender idiomas, fundamentalmente el francés. Este libro, por
cierto, fue escrito en esa lengua y publicado en París en 1869.
Como no podía ser de otro modo, Eduarda se casó bien. El
consorte fue Manuel Rafael García, un intelectual refinado, agudo
y de carácter firm e, responsable de m isiones diplom áticas
gravitantes en la época.
En 1860 escribe sus dos primeras novelas, E l médico de
San Luis y Lucía Miranda. En la primera obra se hacen presentes
los “hijos de la tierra”, esos gauchos entrañables de los que se
ocupará nuevamente cuando escriba este trabajo, cuyo título
original es Pablo ou la vie dans las pam pas, que editó la Casa
Lachaud, y que se reedita con la traducción de Alicia Mercedes
Chiesa, aunque le corresponde a Lucio V. Mansilla el haber dado a
conocer en castellano, por primera vez, el trabajo de su hermana,
pero no como libro sino en entregas, lamentablemente dispersas
en vaya a saberse qué anaqueles.
Su marido es destinado embajador en Washington en 1861,
de donde se trasladan a Francia al año siguiente luego de los
cámbios acontecidos en la Argentina una vez caído el gobierno de
la Confederación. En París residirá hasta 1868, allí escribe esta
novela impresa casi a la par de un nuevo traslado de la escritora a
los Estados Unidos, donde permanecerá seis años.
En la capital francesa sus contactos son enriquecedores.
Es amiga de Gounod, Massenet, Alejandro Dumas y del propio
A lb erd i en su in te rm in a b le exilio. E d u ard a e x p an d e su
cosmovisión, es una mujer de mundo aunque bien alejada del
sustrato baladí que puede emerger de cualquier parnaso de la Tierra.
Su creación Pablo o la vida en las pampas es una novela
ágil y sencilla en la que las mujeres, seres oprimidos y condenados
a un ostracismo perpetuo, se constituyen en las pírricas heroínas
de \m medio social agreste, casi feroz, donde el aire es tan puro y
poderoso que tonifica solamente a los fuertes y destruye a los
débiles.
El personaje es un muchacho bello y solitario, hijo de madre
viuda de militar y único hermano sobreviviente de cuatro que
dejaron sus vidas en la tierra purpúrea, parafraseando a Hudson,
pues en la ficción mueren durante el sitio de Montevideo, conocido
como la Nueva Troya. Es pobre aunque con cierta prosapia, pero
la muerte de su padre lo lleva a constituirse en el soporte de una

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querencia a la que mantiene con la venta de lo que allí se produce.
El protagonista está enamorado de Dolores, huérfana de
madre e hija de un estanciero algo abstraído aunque amable con
su hija, a quien llaman el Federal por su filiación rosista. De vuelta
a su rancho, semidormido en una carreta tirada por bueyes, una
partida lo sorprende reclutándolo con prepotencia y se lo lleva
para pelear “por la Patria”, a pesar de tener en sus manos una
papeleta que lo exime de esa obligación por su condición civil,
alejándolo de su amada para defender una causa que desconoce y
que sólo le recuerda pérdidas.
De allí erj más todo es una peripecia en la que una sucesión
de personajes va enriqueciendo la obra en cada capítulo: Micaela,
la madre de Pablo, mujer abnegada y presa de su desesperación;
Rosa, la sirvienta de Dolores, todo un ejemplo de lealtad y gratitud;
la corajuda, aunque algo tránsfuga, doña Marcelina; Anacleto, el
Gaucho M alo, símbolo del espíritu fuerte y (Mitológicamente
anarquizado del hombre de campo disidente de los conchavos y el
orden establecido; el gallego de la pulpería, el gauchaje escéptico
y tam bién estoico; el noble coronel Vidal y el despiadado
comandante Moreyra, apodado el Duro, por los mismos duros.
La autora nos traslada a la pampa de mediados del siglo
XIX con habilidad y sobre ejes conceptuales claros que residen en
la descripción geográfica, los usos y costumbres de sus habitantes
y los valores comunes sobre los que construyen sus existencias.
Eduarda, al escribir en francés, se esfuerza para que los europeos
comprendan esencialmente de qué se trata la Argentina rural de
aquella época, ese territorio bárbaro al que defiende con altura y
dignidad, yuxtaponiendo ciertas formas de vida europeas, no muy
diferentes de las vividas en su Patria, aunque reconociendo los
aspectos que hacen a la evolución del Viejo Continente.
La obra se va haciendo imperdible progresivamente y la

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autora, aún con cierta inocencia argum ental, le da un ritmo
sostenido con un final in crescendo verdaderamente inesperado.
Eduarda Mansilla nos deja con Pablo o la-vida en las
pam pas, la prim era novela de una mujer argentina escrita en
francés, no habiendo muchas que la precedieran en castellano,
menos aún con trabajos trascendentes de la pluma femenina, salvo
contadas excepciones.
El valor de la obra reside no solamente en su excelente
planteamiento, nudo y desenlace, sino en la delicada profundización
que hace del país rural, lo que la enaltece como escritora y como
argentina hija de esa Patria Vieja donde todo estaba por hacerse.
De sus estadías en los Estados Unidos — donde por cierto
había concillado con los separatistas sureños, básicamente por la
afinidad de éstos con Hispanoamérica—-surgirá Recuerdos de viaje,
del que la imprenta porteña de Juan Alsina, en 1882, sólo publicó
un tomo, el que posteriorm ente fue reeditado en España por
Ediciones El Viso, Madrid, 1996.
Allí reflexiona sobre la vida norteamericana en tiempos de
la Guerra de Secesión, el presidente Lincoln y su tediosa mujer
“rechoncha, en extremo vulgar y antipática”, las costumbres
austeras, el paisaje del país y los despertares del Destino Manifiesto
que se sucederían abiertamente luego del triunfo yankee.
Excelente gourmet, no desperdicia su buen humor para
calificar las limitaciones de las artes culinarias en el país del Norte,
de las que se ríe — m ás bien se apiada— al referirse a la
alimentación en el acelerado way. o f life neoyorquino y sus fast-
foods, que tarde o temprano producen en sus consumidores “atroces
gastralgias o dispepsias” pues las degluten “pensando en cosas
ingratas y aun crueles”. Aguda observación y condena anticipada
para nuestro fin de siglo en todo el Planeta.
En síntesis, una crónica fresca y entretenida — la única

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escrita por una mujer argentina sobre los Estados Unidos del siglo
XIX— que refleja un estilo de vida que le llamó poderosamente la
atención y al que describe con su provebial chispa y la lucidez que
la caracterizó desde siempre.
En Francia, surgirán algunas complicaciones conyugales
que terminarán por alejarla de su marido, quien había retomado su
destino diplomático en Europa. Para entonces buena parte de sus
seis hijos estudiaba en París y nada indicaba un cambio en esos
planes.
En 1878, después de dieciocho años de ausencia, volvió sola
a Buenos Aires para iniciar un período fecundo donde descolló
p o r su p articip ació n activa en la prensa literaria porteña,
fundamentalmente en El Plata Ilustrado, en cuyas páginas, bajo
el seudónimo de Alvar, se regodeó con su refinada agudeza en la
crítica a ciertas costum bres y valoraciones m orales que le
resultarían algo más que pacatas a este personaje que tuvo la suerte
de escapar de muy joven, por obra de las circunstancias, de una
sociedad poco contemplativa para las reflexiones femeninas y
mucho menos para aceptar los juicios de valor del sexo débil, de
por sí un despropósito como definición de mujer. Cabe destacar
que Alvar no fue el único seudónimo adoptado por Eduarda. Ya en
1860, su opera prima El médico de San Luis la firmaría con el
nombre Daniel, hecho que se conoció públicamente recién en este
siglo a través de una investigación de Néstor Tomás Auza, quien
com enta en La literatura periodística porteña del siglo X IX
(Editorial Confluencia, Buenos Aires 1999) los seudónimos y los
aportes trascendentes a nuestra cultura dejados por la escritora que:
“ Si de E l Plata Ilustrado se quitaran los escritos de Alvar,
desaparecerían del mismo las páginas más ilustrativas de las
costumbres y los gustos de la sociedad porteña de su época”.
También colaboró con La Gaceta Musical, otra publicación
de la época en la que demostró su sensibilidad por este género
para el que compuso algunas piezas como la romanza “La larme”
(“La lágrima”), basada en estrofas del poeta Lamartine.
En 1880, la Imprenta de la República le publica Cuentos
infantiles, una selección de narraciones breves, delicadas e
im ag in ativ as, o rien tad a s al m undo m ágico de los niños.
Nuevamente le cabe el rol de innovadora, pues la obra es la primera
en su género publicada en nuestro país.
Inagotable, elegante, mundana, aristocrática y discreta, fue
una protagonista esencial en la tertulia de aquel tiempo en que se
perfilaba una nueva nación, colaborando con su gracia y precisión
expositiva en dar a conocer sus experiencias viajeras a los
argentinos y la Argentina a los extranjeros, en todos sus viajes.
Aprovechó bien su tiempo en la Tierra, prerrogativa asignada a
pocos mortales.
Creaciones (1883) será su último libro publicado. En el
mismo despliega su romanticismo exacerbado — fiel reflejo de la
estética de su tiempo— y aborda el tema de la locura femenina en
alguno de sus relatos. Locura por fatiga, por desamor, locura al fin y
siempre trágica de las mujeres de vidas estériles, que como cita María
Rosa Lojo en su nota Eduarda Mansilla, “Al rescate de las ‘Parias
del Pensamiento’ (revista Fundación, Año VI, Ñro.14, diciembre
1998) “parece ofrecerles la liberación de las almas prisioneras” .
Fiel a su estilo de no perpetuarse en ninguna parte y quizá
dando por finalizada otra etapa luego del reencuentro con su país,
el espíritu viajero le hizo arriar las velas trasladándose nuevamente
a Europa en 1884. Residió en París, Florencia y Viena. Allí
acompañó a Daniel, su hijo, — bautizado así bajo la inspiración de
ese nombre furtivo utilizado en su primera novela— quien tenía
un cargo en la diplomacia criolla con designación ante el imperio
austro-húngaro y de quien su madre no podría haber sido mejor
asesora.
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En 1887 muere Manuel García, y tres años más tarde la
escritora volverá a la Argentina para quedarse definitivamente en
Buenos Aires donde murió el 20 de diciembre de 1892 de una
afección al corazón.
Junto a su marido y sus hijos descansa en la bóveda de la
familia García en el Cementerio de la Recoleta. Apenas se lee su
riornbre sobre la lápida de mármol.
C artas, docum entos, escritos, p a rtitu ra s m u sicales y
originales de sus libros se perdieron en uno de los interminables
viajes familiares. Su legado no es completo, aunque sí tenemos la
posibilidad de reconstruir en nuestra imaginación a esa mujer
enormemente atractiva, transgresora distinguida, de estampa criolla
y mirada inteligente, para quien Víctor Hugo reservó un juicio
muy ajustado áobre este libro que nos enorgullece editar: “Usted
me ha m ostrado un m undo desconocido... H ay en su n ovela
un dram a y un paisaje. El paisaje es grandioso. El dram a
conmovedor”.

Jorge C arman

— W —

Nota de la traductora:
Las aclaraciones que figuran en pie de página
se han hecho respetando las que hiciera la propia autora en el
original, dirigidas, en su momento, al lector francés.
La papeleta1

Una amplia y abierta llanura se extiende en vasta sabana


hacia los cuatro puntos cardinales. La mirada abraza un inmenso
horizonte cuya línea azulada se confunde con el color de un cielo
diáfano, sin la menor, sombra de nubes en su bóveda gigantesca.
Es la hora del mediodía. Con su poderosa potencia, el sol
del hemisferio austral arroja sus rayos de fuego sobre la tierra. El
calor es agobiante, el silencio absoluto.
La pampa parece descansar; en el inmenso desierto reina el
silencio.
Una hierba corta y dura, reseca por el calor, cubre el suelo;
aquí y allá, enormes y áridos cardos alzan penosamente sus calvas
cabezas.
Ni un soplo de aire agita la masa de copos blancos y sedosos
que se desprenden de los cardos a medida que se van secando,
mientras que la más leve brisa los transporta a grandes distancias
donde se amontonan en capas, como ocurre con la nieve.
El terrible pampero, compañero del invierno, brilla por su
ausencia; el viento del sudoeste tiene aún un largo camino para
recorrer.
No hay un solo árbol bajo cuya sombra el fatigado viajero
pueda disfrutar de un momento de reposo; cada tanto, algún cactus,
con su coloración verde oliva, se eleva orgulloso hacia el cielo, al
que parece desafiar por la rigidez y la altura del tronco que remata
una flor dorada.

1Certificado de exoneración del servicio militar.


Los cactus acentúan la desnudez del paisaje y patentizan la
soledad. Emplazados en ese desierto, hacen las veces de mojones,
facilitándole al hombre apreciar la inmensidad que lo rodea. Esa
misma sensación percibimos en el mar, cuando vemos surgir en el
horizonte el mástil de algún navio.
Se vislumbran también resabios de los orígenes en esta
naturaleza gigantesca y severa, en esta tierra plana y sin declives,
en este suelo suave y desnudo en el que los grandes árboles no han
tenido tiempo para crecer, y donde las aguas indecisas en su
recorrido ya desbordan su cauce anegando regiones enteras, ya
disminuyen su caudal produciendo sequías.
En el tórrido mediodía ningún pájaro surca con su vuelo
rápido la pampa desierta y silenciosa, verdadero océano de luz. El
tero y el chajá se cobijan en la tupida hierba reseca. A falta de
grandes árboles, los pájaros anidan en pajonales, especies de selvas
en miniatura.
A tal hora, todo se acalla en la vasta soledad. La gacela
juguetona se acurruca perezosamente bajo las altas hierbas; el
carpincho reposa al sol a orillas de la laguna y la vaca atigrada,
con su andar discreto, marcha tranquila y desdeñosa junto al caballo
fogoso y coceador, con el que comparte el alimento.
Al mediodía, la pampa se entrega impávida al sol cuyos
abrazos prolongados e implacables resecan la tierra yerma.
En proporción a una llamira tan inmensa, cuyo horizonte
ilim itado se abarca1a duras penas, uno imagina m astodontes
giigántes y enormes megaterios, sin embargo en esta tierra no
abundan los animales y los que háy son pequeños, lo que produce
un sorprendente contraste. Y a su pesar, el hombre empequeñecido
e incluso anonadado ante esa inmensidad tiene la sensación de
que esa tierra necesita todavía varios siglos de reposo.
¿Quién safbe...? Tal vez esa gran llanura no esté aún en
condiciones de albergar a seres humanos.
Esa poderosa naturaleza obra de m anera extraña en la
organización humana. Su atmósfera excesivamente vivificante — a
la que llaman aire libre— aniquila a los débiles, en tanto que los
seres robustos y verdaderamente superiores, inmersos en ese aire
puro y tonificante que atraviesa la vasta soledad, se sienten
desbordados de vitalidad.
Se produce un paralelismo entre el mundo físico y el moral:
el débil sucumbe; la fuerza, triunfa.
En este mar inmóvil, como en aquél agitado por el oleaje,
los objetos pueden percibirse a gran distancia. No bien asoma algo
por el horizonte, la vista lo capta y, poco apoco, su forma se va
esbozando.
Dos bueyes de color rojizo avanzan lentamente tirando una
carreta. Por la altura, la forma cuadrada y el techo de paja se parece
a tina choza ambulante.
Los bueyes cam inan lentamente y a la buena de Dios,
deteniéndose aquí y allá con indolencia. No dan la sensación de
haber realizado un largo recorrido, porque, a pesar del calor
agobiante, el pelaje liso y satinado no tiene el más mínimo rastro
de sudor.
A pesar de parecer andar según su voluntad, deteniéndose
negligentemente a cada instante para pacer la hierba casi reseca, los
bueyes saben lo que se espera de ellos; seguir recorriendo el camino
que ha de llevarlos a buen puerto. No hay en su marcha la menor
vacilación; se detienen y luego retoman el paso lento y mesurado
como buenos camaradas, y, seguros de sí mismos, avanzan sin
precipitarse, mirando con sus grandes ojos velados al saurio que se
desliza acariciando la tierra y al tero que descansa acurrucado en la
hierba. A las aves de la pampa no las perturba la proximidad de los
bueyes ni los sonidos agudos y prolongados que producen al girar
las ruedas de la carreta. Como si no nada ocurriese, permanecen en
sus nidos o continúan impávidas su camino.
Lánguidam ente recostado de espaldas en el interior del
vehículo, parece dormir un hombre, que con el poncho hábilmente
adosado a un extremo de la carreta, se protege de la deslumbrante
claridad.

.19
Sus formas esbeltas y algo menudas y el gracioso abandono,
del reposo revelan que se trata de un joven.
Por indumentaria, usa una tela (chiripá) de rayas rojas y
azules, que perfila el talle fino y contorneado, camisa blanca de
tela tosca y pantalón bombacha adornado con una ancha faja. Sujeta
su vestimenta un cinturón de cuero decorado con piezas de plata.
Lleva en los pies, menudos y bien formados, que se calcinar! al
sol, calzado de cuero ceñido que destaca los tobillos finos y bien
moldeados.
Dulcemente acunado por el rítmico y cadencioso movimiento
de la carreta, el joven gaucho reposa imperturbable. Se encuentra
en ese estado de agradable sopor en el que la mente confunde
fantasía y realidad, stieño y aspiración.
La carreta continúa su camino...
¿Adonde va?
¿Quién es el joven que reposa en su interior?
¿Qué hace?
¿De dónde viene?
¿Por qué los bueyes parecen andar a la buena de Dios?
La explicación es sencilla: los animales conocen bien el
camino, y el pasajero, como buen gaucho, no tiene apuro. Si en
lugar de andar a paso cansino el joven quisiera apremiar a la
perezosa yunta, sólo tendría que azuzarla con el largo madero
ubicado en la parte anterior de la carreta. Al m ás m ínim o
movimiento, el extremo acerado de la flexible tacuara1 podría
acicatear alternativamente los flancos de los pacíficos colorados.
¿Adonde se dirigen?
A la querencia.
Lamentablemente, la palabra querencia no tiene equivalente
ni en francés ni en otro idioma. Literalmente significa el lugar
amado, es decir, la morada, el home de los ingleses, pero los
gauchos emplean este término sólo para referirse al hogar de los
animales, quizá porque la vida nómade los priva de tener querencia.
1 Cana larga.

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¿Quién es?
Es un muchacho vigoroso, radiante de vida y fortaleza, y
que, además, está enamorado.
Se llama Pablo. Es feliz porque viene de ver a la mujer de
sus sueños, la hermosa Dolores, a la que quiere como se quiere a
los dieciocho años al primer amor.
¿Va a la querencia? No, porque de tener querencia, sería la
casa de Dolores, el lugar de donde viene.
En sus ensueños recrea la singular belleza de la joven, su
mirada embriagadora, el eco de su voz en el corazón... A veces
duda de su amor porque si pudiera, la quebraría en un estrecho
abrazo...
“Y ella, ¿piensa en mí...? Es tan rica y yo tan pobre... Su tata
es el dueño de una estancia y de más de cuatro mil cabezas de
ganado... Soy un pobre loco... ¡Las cosas que me da por pensar!”
Su mente deja atrás esas dudas dolorosas para volver a la
hermosa Dolores. “Él día que 1&vi en la puerta de su casa, con sus
palomas. ¡Nunca había visto tan lindo el cielo...!
“Con qué fuerza me latía el corazón cuando se me acercó
para elegir las sandías, tocándolas con esas manos tan chiquitas. Y
cuando me dijo con esa voz de gurisa: ‘Buenos días, Pablo, ¿y
doña Micaela, tu m am á?’
“Yo le contesté que andaba bien, y me quedé callado. .. Quería
miraría, nada más... Un vientito, y ahí nomás me iba al suelo...
Morirse debe de ser así...”
El gaucho enamorado suspiró profundamente al recordar a su
amada.
Los bueyes continúan la marcha...
A lo lejos se oyen pasos de caballos. El joven gaucho se
sienta rápidamente y con un movimiento brusco desprende el
poncho que le ocultaba el día. Como la claridad lo enceguece, se
pone la mano en la frente a modo de visera, escrutando a lo lejos
con la mirada.
E l hom bre de la pam pa, com o el m arino, puede ver

21
con nitidez a la distancia.
Lo que divisa lo inquieta a tal punto que se endereza
completamente, como impulsado por un resorte, mientras agita
con violencia la cuerda de su aguijón.
La dócil yunta comprende y, al punto, parte al trote.
— Es una partida1 — se dice nervioso, revisando los bolsillos
del cinturón. No busca un arma: el cuchillo sigue tranquilo en la
vaina colocada de través en la cintura.
No tiene intención de hacerles frente, además tampoco podría
enfrentarse solo con seis hombres. También hay otra razón: el
gaucho 110 quiere ni entiende a la autoridad, pero, en un primer
momento, la deja hacer.
La carreta trota, gana terreno, mas todo es en vano.
La partida se aproxima; ya se puede oír la voz del jefe
gritando alto. Felizmente Pablo encontró lo que buscaba: un papel
plegado en cuatro. De pie, con un brazo apoyado en la carreta, se
queda quieto. Con los dedos largos y delgados aprieta nervioso el
papel que buscaba. El hallazgo no parece haberlo tranquilizado
pues el rostro refleja inquietud.
A pesar del susto, el joven gaucho tiene un muy buen aspecto.
Unas m echas de su pelo negro mate, largas y ligeram ente
onduladas, le cubren la frente pálida. Los ojos rasgados de color
marrón, que conservan el fluido encantador de su ensueño amoroso,
tienen una extraña expresión, mezcla indefinida de inquietud y
ternura. Se diría que esos ojos apenas distinguen lo que ven, apenas
perciben la realidad. A veces, cuando se anuncia tormenta, el aire
se espesa y las nubes sé amontonan en negros y espesos torbellinos,
pero un pedazo de cielo conserva su límpida claridad, como si la
luz cediese paso a la sombra a regañadientes.
Seis hombres a caballo rodean la carreta, deteniéndola con
tal brusquedad que Pablo trastabilla y cae. Su rostro masculino
delata terror.
La pintoresca indumentaria de esos hombres es el producto
1 Patrulla de reclutadores.

22
de una rara com binación del uniform e m ilitar europeo y la
vestimenta gaucha. Llevan chiripá y bombachas americanas, pero,
además, el quepis del soldado francés y unos chaqués medió
rotosos. Una franja dorada por allí, unos adornos por allá, parecen
indicar la jerarquía militar; pero no hay que fiarse demasiado, ya
que esta gente se viste como puede, no como quiere. Están armados
con una espada corta y oxidada, que llevan de lado; algunos tienen
también una carabina en bandolera. Los escuálidos caballos se ven
sucios y descuidados como sus propios dueños. Sin embargo, si es
necesario, los pobres animales harán en un solo día decenas de
leguas sin comer ni beber. La vida del caballo es tan dura como la
de su jinete.
Al verlos arrojarse de imprevisto sobre Pablo, con actitud
amenazadora y soberbia, desatando los bueyes y forzando a su
dueño a que descienda, se los habría tomado por una banda de
forajidos. Al ver su aspecto harapiento y heterogéneo, un europeo
se hubiera creído ante los bravi de las pampas, pero nosotros, los
argentinos, sabemos a qué atenernos. Bajo ese desagradable
aspecto, agravado por el abandono y la pobreza, reconocemos sin
dificultad al habitante de nuestras zonas rurales transformado en
representante oficial de la autoridad.
En nuestras ciudades, en cambio, la autoridad significa
civilización, superioridad, refinamiento y cultura. A su amparo
surgen y se desarrollan teorías políticas que expresan el ideal del
hombre civilizado en materia de gobierno.
Partidos y revoluciones pueden, durante un tiempo, hacer
draconianas las leyes del país para provecho de unos y en
detrimento de otros, pero nunca, ni siquiera durante nuestras más
grandes tempestades sociales, la idea republicana dejó de latir al
unísono en todos los corazones, pues la llevamos arraigada por
tradición, experiencia y, sobre todo, por amor a la igualdad.
Si visitan nuestras ciudades, y después recorren el campo,
donde la única ley es la fuerza, podrán apreciar el sorprendente
contraste entre estas dos realidades.
23
Y, sin embargo, a pesar de lo que dicen, el gaucho no es
malo por naturaleza, sino agreste e indolente.
— ¡A cerqúese! — le dijo a Pablo con un v o z a rró n
aguardentoso el tipo al que le decían el comandante, y que bien
podría serlo, porque llevaba poncho y sombrero de paja, todo un
lujo para nuestro campo.
Sin decir una palabra, Pablo se acercó al comandante, y le
extendió la papeleta.
El oficial la tomó sin decir ni una palabra; fingió leerla
durante unos minutos, y luego la rompió, diciendo tranquilamente:
. — Está muy bien.,, pero el gobierno los necesita a todos,
¡qué diablos!... ¡Vamos, suba!
Pablo no se atrevió a protestar ni a hacer el menor gesto. De
haberlo intentado, no hubiera tenido tiempo, pues uno de los
hombres lo agarró del brazo y lo hizo montar en las ancas de su
caballo.
— iAndando! — le dijo el comandante a su gente— . Tenemos
un nuevo recluta.
Con una mirada Pablo se despidió de la carreta y los b ueyes,.
pensó en su madre y en Dolores, y desapareció en un remolino de
polvo.
Se lo llevan...
¿Adonde?
A pelear...
¿Contra quién?
No lo sabe... ¡Le da igual!
¿Volverá?
Tal vez nunca.
Perdido en la inmensa pampa, el joven acaba de perder.las
esperanzas, ilusiones y penas, el amor y la juventud...
Los bueyes volverán a su querencia, ¿pero y él...?
El sol del crepúsculo incendiaba con sus rayos de fuego
la vasta llanura, la brisa comenzaba a soplar, y los colorados,
libres de la yunta, parecían reflexionar m ientras rum beaban

2.4
lentamente hacia el noreste.
Solos llegarían a la querencia.
Desde que tiene uso de razón, el francés sabe que en
determinado momento se debe a la Patria. En nuestro país 110 ocurre
lo mismo. Apesar de que nuestros legisladores se oponen al servicio
militar obligatorio, no bien “lo requiere” el gobierno, la autoridad
realiza razzias entre los pobres gauchos, apresándolos en nombre
de la ley. Deben ir a combatir en pro de una libertad que para ellos
se termina en el preciso momento en que marchan a defenderla.
Esto explica la idea fija de los gauchos, según la cual la gente de
“la ciudad” tiene dos leyes, una para ellos y otra para los del campo.

25
Capítulo II

El fo g ó n

Es de noche, una de esas noches suaves y perfumadas de las


pampas. El cielo luce como un enorme broche de diamantes por el
intenso brillo de innumerables estrellas. Las estrellas errantes,
frecuentes en nuestras noches estivales, se suceden con maravillosa
rapidez, dejando a su paso un surco luminoso. La Cruz del Sur
brilla en todo su esplendor en lo alto del firmamento, indicando
que la noche aún no está en su apogeo.
Cada tanto, el chajá deja oír su plañido melancólico. En
abierto contraste con el día, agobiante y monótono, las noches de
las pampas son hermosas y agradables. El cielo, que a la luz del
sol nos pesa como una cúpula de bronce, a la noche nos envía
apropiados consuelos: luz tenue y humedad beneficiosa; amor y
fecundidad. En el silencio nocturno, se oyen vagos y misteriosos
sonidos que no producen temor alguno y que disipan toda sensación
de abandono. El hombre siente la vida a su alrededor; todo parece
renacer en el vasto desierto. No hay siniestros aullidos de animales
feroces, ni malignos reptiles de colores brillantes, propios de las
selvas tropicales. La sobria desnudez de nuestras llanuras no alberga
esas especies que crecen en regiones más tórridas. La naturaleza
nos ha ahorrado las desagradables criaturas que suele engendrar
en sus esfuerzos de belleza.
A la noche el viajero puede dormir tranquilo bajo la bóveda
estrellada recostado en la hierba, pues no corre ningún peligro. Tal

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vez se acerque un grupo de víboras moteadas a acurrucarse
perezosamente bajo la carona1 con el único afán de encontrar calor.
Sin causar la más mínima molestia a sus caballos, los perros
cimarrones, con su aspecto de comadres, se visitan en sus cuevas,
protegidos por los búhos como fíeles centinelas; el sombrío tatú,
tan temeroso, huye ni bien lo percibe, y el avestruz salvaje puede
pasar cerca de su lecho sin notar su presencia, a pesar de sus grandes
ojos alelados.
En un territorio donde la más ligera ondulación llama la
atención se eleva un conjunto de árboles tupidos, contornos
redondeados y follaje oscuro y reluciente. A poca distancia una
casa b aja y cu adrada se d estaca en la o sc u rid ad po r su
resplandeciente blancura. Un poco más lejos, en campo raso, se
llega a ver a un grupo de hombres sentados o recostados en el
suelo alrededor de una hoguera chisporroteante.
Nada puede resultar más pintoresco que este extraño grupo
digno de Rembrandt, ya iluminados en toda su dimensión por los
reflejos encendidos del fogón, ya ocultos y sumergidos en la sombra
por las bocanadas de humo espeso que levanta el viento fen
caprichosas ráfagas.
El fogón del gaucho es la chimenea del campesino europeo,
chimenea ambulante que, como todo lo que lo rodea, participa de
las características de su vida nómade. Unas ramas de chañar2, un
puñado de cardos resecos, unas chispas del pedernal, y, en cualquier
parte, mientras sea a cielo abierto, estará como en su casa.
Precisamente alrededor de un fogón hemos de encontrar al
enamorado Pablo, el nuevo recluta. ¡Cosa extraña!, por una de
esas fatalidades felices que produce eí amor, la partida ha elegido
pasar la noche en la estancia del Federal, el hogar de su amada...
Durante algún tiempo el cautivo permaneció en ese estado
de soñolencia en el que lo sorprendieron cuando le dieron la orden
de seguir la partida.
1Pieza de cuero de la m ontura.
2 Chañar, arbusto espinoso.
Recom o adormecido una parte del camino, salvándolo de
una caída certera su destreza de jinete. Anduvo un largo trecho
detrás de su compañero de montura con la mente en blanco, en un
estado de letargo moral no exento de cierta dulzura.
La aparición de un rayo de luz o una vaga sombra de dicha
fugaz habrían de sacarlo de este estado vaporoso para sumergirlo
en una noche densa y oscura.
La partida acuerda el lugar donde habrá de pasar la no che 3y
el nombre del Federal produce en Pablo el efecto de una descarga
eléctrica. Se despabila sobresaltado, recuperando la conciencié; el
doloroso despertar hace vibrar una a una las fibras de su alma. Al
recordar la horrible pena que lo encadena, percibe su infortunio
con más intensidad.
El olvido momentáneo, que durante un tiempo nos libra de
las desdichas, ¡nos hunde después con más fuerza en ese mar sin
fin llamado fatalidad!
Al rasgarse bruscamente el velo que cubría el alma de Pablo,
su infortunio se le presenta desde otra perspectiva y tom a
proporciones gigantescas: lo asechan todos los males que le reserva
el porvenir y, junto a los escalofríos de la fiebre, escucha la.palabra
soldado como el zumbido de un enjambre de insectos dañinos.
¡Ay!, para el gaucho cuya libertad de acción es su mayor orgullo,
soldado significa prisionero de por vida.
Pablo quisiera poder volar con su mente pero el nuevo yugo
lá domina totalmente. “Y yo que hace un rato me quejaba de mi
pobreza..., cuando el peor de los males es la ausencia porque nos
deja sin alma”, se dice. Va a perder para siempre la dulce dicha de
ver a la mujer que ama, las ocasiones de acercársele en silencio
con el corazón embargado de miedo y amor, como el verdadero
creyente ante el altar. ¿Cómo habrá de hacer para vivir lejos de
ella? Estas crueles reflexiones le aceleran el ritmo cardíaco
produciéndole una sensación de ahogo. ¡Siente que va a morirse
de tanto pensar!
Así como del caos surge la luz, de la desesperación la
esperanza. Del mismo modo, de la muerte nace ia vida, del odio,
el amor...
¡Oh! refinamiento del dolor, ¿de dónde sacas tus dardos?
Ahora Pablo se pregunta si ella habría podido amarlo... Y, en un
instante, la duda lo trastorna. Su amor ya no es esa aspiración tierna
y poética hacia el objeto amado, ese ensueño a la vez dulce y
melancólico que, semejante a la luz plateada de la luna, embellece
todo lo que toca.
Como azuzado por el látigo de un demonio, el joven gaucho
siente vibrar en su alma unas cuerdas que yacían adormecidas en
lo más profundo de su ser. Al paso del huracán espiritual, su mente
se retuerce, se desfigura; en su cerebro enfermo se entrechocan
espectros de muerte y voluptuosidad; sus ojos, rehusando la suave
claridad del crepúsculo, buscan la sombra e, involuntariamente,
se clavan ávidos y extraviados en el cuchillo de su compañero de
ruta.
Se dice que volverá a ver a la mujer que ama; ¡oh!, volverá
a verla ¡aunque deba atravesar un mar de fuego para llegar a su
lado! En ese momento, a medida que penetra en su ser el espíritu
maligno, nada lo amedrenta; se siente capaz de cualquier osadía y
con un coraje a toda prueba. Se han esfumado de su alma las ideas
de lo bello, lo justo, lo sano. El joven ingrato no tiene ni un solo
pensamiento para su madre abandonada; a pesar de que él es lo
único que ella tiene en este mundo. El egoísmo en su aspecto más
monstruoso, en su manifestación más terrible, se apodera de su
ser...
La partida entra en la estancia de don Juan Correa, al que le
dicen el Federal, sin pedir permiso a nadie y, sin averiguar siquiera
si el patrón está en casa, toma posesión del lugar.
Al Ilegal" aúna de esas estancias, famosas por su hospitalidad,
si no hay algún peón que le ofrezca sus servicios el viajero se
ocupa primero de desensillar el caballo para que pueda pacer
libremente, y después pregunta por el patrón, esperando que el
dueño de casa le ofrezca un lugar más o menos resguardado donde

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pueda tirarse en su montura y dormir como en el mejor lecho.
Pero la partida no obró de ese modo, pues la estancia del
Federal era una especie de plaza conquistada o, mejor dicho, de
propiedad usurpada al dueño de la casa.
Seria largo e incluso difícil explicar al lector europeo ciertos
rasgos de nuestras costumbres rurales; por ello, le habrá de bastar
con saber, para una mejor interpretación de este relato, que desde
el momento de la caída del partido al que pertenecía el Federal,
sus adversarios unitarios, integrantes de la partida, al usar y abusar
de sus bienes, creían cometer un acto de patriotismo y hasta de
justicia a título de represalia. Se podría decir — y no en un sentido
figurado— que durante varios años en nuestras zonas rurales ios
federales usufructuaron los bienes de los unitarios y viceversa.
Los que desvíen la mirada de este relato desagradados ante
las costumbres bárbaras del campo argentino de hace algunos años
traten de reflexionar un momento: al horror primitivo, sucederá,
así lo espero, el sentimiento de justicia que tanto necesitamos en
el momento histórico que vivimos.
Vemos a cada instante ejemplos mucho más terribles en los
anales del viejo mundo. El gaucho, el salvaje habitante de nuestras
llanuras, dista mucho de los bárbaros que asolaron Europa en el
siglo V, de las hordas de francos, godos y hunos, pueblos de
costumbres salvajes, cuya única ley era la fuerza, su único derecho,
la violencia...
En América del Sur esas causas produjeron los mismos
efectos. Sería muy injusto y poco generoso medir la civilización
actual de nuestras zonas rurales, tan vastas y apenas pobladas, con
la misma vara con la que hoy se mide el grado de civilización y de
progreso que disfrutan los campesinos de las naciones con siglos
de existencia política.
Habituados a ver en las costumbres de nuestras ciudades el
más exquisito refinamiento, en nuestro comercio la grandiosa
actividad que nos equipara con las naciones de primer orden, y,
sobre todo, la generalización del bienestar moral e intelectual a

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todas las clases de la sociedad americana, causa y fruto de nuestras
instituciones democráticas, los europeos se preguntan: ¿cómo hay
que juzgar a estos pueblos? ¿Por el grado de civilización alcanzado
0 por el que les falta alcanzar?
E sta duda es fruto de la injusticia y, sobre todo, del
desconocim iento de las causas que producen los grandes
movimientos políticos y sociales del otro lado del océano.
Por más que un niño sea precoz no se libra del cortejo de
enfermedades propias de la infancia, que constituyen un obstáculo
en el presente, pero también una garantía de fortaleza en el porvenir.
Felizmente para los americanos las cosas van mejorando:
poco a poco, la civilización se va imponiendo en nuestro campo
casi desierto. Quiera el Cielo que, muy pronto, podamos ver
desaparecer de nuestras queridas pampas esos tristes vestigios del
pasado, gracias a la laboriosa actividad de los europeos que vienen
a nuestro suelo para escapar de las adversidades propias de sus
países, inexistentes en nuestra tierra.
Los caballos de la partida pacen en libertad, mejor dicho, en
libertad restringida, ya que están atados al suelo con largas sogas
que solamente les permiten moverse en un radio de algunos metros.
Cumplida esta tarea, que no desdeña ni el mismo jefe, se da la
orden de carnear. Como el ganado no está disperso, el trabajo se
hace rápidamente. Además, desenrollar el lazo, enlazar un novillo
y matarlo de un cuchillazo preciso en la yugular es un juego de
niños para quien se precie de gaucho. Dos o tres compañeros ayudan
con sus hábiles cuchillos, y, muy pronto, estará lista para el asador
la más rica carne del mundo con su cuero.
Instalada la partida alrededor del fogón, y cociéndose a fuego
lento el asado con cuero1, es el momento propicio de hacer circular
el mate2, para entretener el hambre hasta que llegue algo más sólido.
En el fogón, el comandante Llerena, que a fin de cuentas 110 es
malo, se distiende deseando alegrarse un poco.
1 Carne asada con su cuero.
2 Té de los gauchos.

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— ¿Quién de ustedes sabe tocar la guitarra, caballeros? iQué
diablos! Vamos, alégrense, aunque más no sea para hacer rabiar al
mandril del Federal... — le dice a sus compañeros, mientras lía
hábilmente un cigarrillo.
Se oye un “yo no sé” generalizado. Sólo Pablo murmura
groseramente, estimulado por la audacia de la desesperación:
—-Yo sé, pero no quiero tocar.
— ¡Una guitarra, una guitarra! —-gritan al unísono. Dos
gauchos se levantan de inmediato para ir a la maldita casa a pedir
el instrumento.
Sin apartar la mirada de las ventanas ni por un momento,
Pablo protesta débilmente. De haber podido, se habría atrevido a
entrar en la casa, pero su compañero de ruta no lo deja solo ni un
instante. La gente de la estancia lo conoce y lo aprecia. Prueba de
ello es que apenas lo reconocieron, exclamaron en voz baja:
— ¡Pobre muchacho!
Sin embargo, la partida no había encontrado con quien hablar
en la estancia, porque tan pronto como los peones1reconocieron el
tipo de huéspedes que llegaba se desvanecieron como sombras,
ocultándose en algún lugar seguro, hasta que el enemigo se alejara.
Ellos fueron testigos de la suerte de Pablo.
Generalmente en esos casos, cuando los hombres huyen del
peligro, las mujeres ocupan su lugar, sobre todo cuando es preciso
dar señales de vida, que era lo que ocurría en ese momento.
— ¡Una guitarra, una guitarra! Ave María — pedía uno de
los hombres, dirigiéndose a la ventana que. estaba iluminada y
acompañando eí pedido con insistentes golpes.
— Sin pecado concebida— respondió una voz de mujer desde
del interior. Al cabo de un rato, se abrió la ventana y apareció el
instrumento.
Los gauchos llevaron el tesoro a sus compañeros.
Era una magnífica guitarra de caoba con incrustaciones de
nácar, una pieza muy coqueta de los famosos artesanos de Cádiz.
1 Trabajadores del campo,

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No le faltaba ni una sola cuerda; en la parte superior, a modo
de mango, tenía hábilmente colocada una gruesa cinta roja con
volados en los extremos.
— La conseguimos, comandante — dijeron los gauchos
mientras se la alcanzaban a Pablo. El muchacho ya iba a rechazarla
pero al reconocer la guitarra de Dolores la tomó con calidez, la
abrazó contra su pecho y ejecutó unos sonidos de tal audacia, que
el comandante, que estaba cortando con un cuchillo bien afilado
el trozo más suculento, exclamó alegremente:
— ¡Prometedora la cosa! Comamos, caballeros, él comerá
después. Vamos, música, señores.
Los gauchos empuñaron los cuchillos y se pusieron a la obra
de buena gana, cortando aquí y allá unas porciones del inmenso
asado. Mientras saboreaban tranquilamente la carne sin pan ni
tenedor, Pablo preludió con la querida guitarra un triste de una
extraña melancolía. Al contemplar el instrumento que tantas veces
había visto en los brazos de su am ada, se d isip aro n sus
pensamientos tormentosos. En contacto con esa guitarra se sentía
otro. Sus ojos se inundaron de lágrimas y sus sentimientos fluían
libremente. En un momento logró expulsar las tinieblas de su alma;
la guitarra de Dolores le había devuelto lo mejor de su ser: su
amor, ¡su verdadero amor!
Pablo im provisó unas coplas que expresaban am or y
melancolía con una voz de barítono ricamente modulada. Tan
patético y emotivo era su canto que sus compañeros de fogón lo
escucharon en el más absoluto recogimiento.
El gaucho se apasiona con la música, especialmente con los
versos improvisados. Al payador1lo consideran un ser superior
merecedor de todas las consideraciones. Y, Pablo, justamente ese
día, se reveló como un payador de gran talento, don que ni el mismo
muchacho conocía.
Luego de la primera media hora, el comandante interrumpió
la música con estas palabras afectuosas:
1 Im provisador.

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— Comé, Pablito, comé, m 'hijo, sos todo un payador. Vas a
llegar lejos, yo sé lo que te digo...
—No tengo hambre — respondió Pablo suspirando y, con unos
acordes, retomó su lastimera canción enamorada.
La música gaucha se caracteriza por esos ritmos lánguidos y
monótonos, heredados de las melodías españolas. A la luz de la
inspiración, sus letras expresan el sufrimiento del alma y los anhelos
del corazón. De este modo transcurrieron unas horas sin que nada
perturbara la majestad de esos sones lastimeros, No se oían voces
en el fogón porque los gauchos, poco conversadores por naturaleza,
prefieren la música a las palabras. El mate ya no circulaba. El
fuego se apagaba lentamente, y poco a poco el payador se iba
quedando sin público. En silencio, los gauchos dejaban el fogón
para entregarse al sueño, sabiendo que no bien despuntara el alba
los aguardaba una larga marcha.
Capítulo III

Dolores

En la única habitación iluminada de La Blanqueada había


dos mujeres.
A través de la ventana entreabierta la brisa de la noche llevaba
a sus oídos las coplas de Pablo, con tal claridad y precisión, que
era como estar a su lado.
La que provocaba esa extraña inspiración no se perdía ni
una sola palabra ni dejaba de conmoverse ante cada acento. Se
diría que la soñadora y m elancólica m uchacha percibía sin
esfuerzos las palabras de amor, los suspiros y hasta las miradas,
mientras sus grandes ojos vagaban a la buena de Dios echando,
cada tanto, un vistazo a sus labores, como quien desea concentrarse
en algo sin conseguirlo.
La otra mujer, en completa, quietud, sentada frente a ella en
una silla baja, los brazos cruzados sobre el pecho robusto, parecía
escuchar la música con recogimiento. Era negra y su pelo crespo
casi blanco, señal de vejez en su raza, resaltaba el negro lustroso
de su tez de ébano. Cada tanto sus pequeños ojos se fijaban en la
joven con una indecible expresión de ternura: es la mirada de un
perro fiel que revela una devoción a toda prueba.
La vasta habitación oscura, de techo alto y apenas amueblada
con unas sillas adosadas a la pared, tiene aspecto lúgubre por la

37
luz indecisa y vacilante de dos candelas. Sobre una mesa de roble
pintada de rojo se halla una de las velas, que dejaba ver unas piezas
de vajilla de porcelana, algunos cubiertos de mango negro y un
viejo baúl de madera negra colocado en un rincón. La otra ilumina
las labores.
Un piso de ladrillos acrecienta la sensación de vacuidad. Dos
enormes pilares de madera blanqueados a la cal, como las paredes,
sostienen un techo triangular cubierto de paja. Las paredes desnudas
de color blanco mate, que a la luz brillante del sol de las pampas
dan una sensación de limpieza y alegría, al resplandor amarillento
y vacilante de las velas adquieren una escalofriante apariencia de
tumba.
Los pies de la muchacha reposan en una estera de junco corta
y estrecha, único objeto que revela cierto confort en la inmensa
sala.
La vela ubicada sobre las labores ilumina con todo su fulgor
el rostro serio de la joven que, de tanto en tanto, hace un punto al
azar a su bordado, distraídamente.
En esta enorme habitación perdida en el desierto, sombría y
sin el menor encanto, que sirve a la vez de salón y comedor de la
estancia, la joven no ha de poder bordar esos ramilletes de colores
v ario p in to s y b rillan tes que las m ujeres euro p eas hacen
primorosamente con sus feéricas agujas, en sus saloncitos coquetos
y perfumados. En armonía con el entorno, el bordado de Dolores
es pálido y descolorido.
Se trata de una larga cin^a blanca de tela rústica, amarillenta
por el roce, en la que borda con algodón una especie de guarda
griega calada; trabajo largo e ingrato que requiere gran paciencia
y buena vista. Lo llaman cribo.
La negra fue la primera en romper el silencio. Con voz
temblorosa y aguda, dijo, como hablándose a sí misma:
— No hago más que pensar en Micaela...
Sin duda la frase tenía relación con alguna otra que había
dicho antes, porque la joven, sin decir una palabra, le hizo un gesto
de entendimiento con la cabeza y guardó silencio.
Parecía que una vez que se decidía a hablar, la negra se
despachaba porque, interrumpiéndose por momentos para observar
el efecto de sus palabras en su silenciosa compañera, prosiguió:
— ¡Pobre el mocito...! Tan joven... y pensar... Pero, claro...
ahí tienen lo que se ganaron con su libertad... Y pensar — dijo con
ligera ironía— que es uno de ellos, si hasta lo disfruto. Atrapado...
y por los suyos... — En este punto una risita nerviosa y vibrante
interrumpió sxis palabras, mostrando unos dientes blancos y bien
alineados, como perlas en un estuche de tafilete rojo.
La joven sólo prestaba atención a la música lastimera, que
parecía ir apagándose.
Pero como su acompañante no tenía necesidad de que le
respondan, de la mejor manera que pudo insistió tristemente:
— Así y todo, me da lástima; si estaba el patrón, hum... no se
habrían animado... yo sé lo que te digo...
D urante algunos segundos, los ojos de la m uchacha
parecieron interrogar a su compañera, pero sus labios no se
movieron.
— Y, sí — continuó la negra— ; yo soy capaz de hacerles una
jugarreta a esos malditos salvajes que les puede costar caro. A fe
mía, sí... pero no estando el patrón, no hay caso, no me animo.
En este punto se interrumpió, interrogando con la mirada a
su joven patrona, que la evitó y guardó silencio. La negra agregó:
— ¡Eh!, la cosa no es tan difícil como parece... Estoy segura...
Y continuó con malicia:
— ¡Como si fuera el primero...! En tiempos de la amita ¡ah!,
¡ah!, pero... a la negra Rosa le cuesta contar secretos... — Las
últimas palabras las balbuceó entre dientes, meneando varias veces
la cabeza como una burda figura china de porcelana.
Hacía unos minutos que la música se había interrumpido.
Dolores suspiró profundamente... Como si ese suspiro hubiera
tenido el poder de cambiar la conversación de la vieja negra,
exclamó:
— ¡Pobrecito!, ni poncho tiene...
De los ojos de Dolores se escaparon unas lágrimas que
recorrieron lentamente las pálidas mejillas.
— ¡Caramba! — exclamó animada la vieja— ; no veo por qué
no tenemos el coraje de otros tiempos... Le haríamos una gauchada
ai buenazo del mocito, y una linda jugada a esos desgraciados del
gobierno. Pero vos, mocita, no servís para estas cosas. No sos como
la pobre amita..; no te vas a animar.
— ¿Qué...? esconderlo... ayudarlo a escapar... darle un
consejo, ¡qué diablos!; tratar de que deje plantada a esa partida del
demonio.
La joven pareció reflexionar un momento.
— Y eso que el mocito tenía su papeleta... Hace ocho días
que se la dio el comandante Vidal... Pero, ¿pa'qué sirve en los
tiempos que corren...?
En este punto, un arrebato de cólera interrumpió el hilo de
su discurso.
— Negra, negra... — exclamó Dolores como hablándose a sí
misma, al cabo de unos instantes, con la voz que uno emplea al
dirigirse a un niño— , ¿qué sabés de las nuevas leyes.,.?
— M a m ita 1— insistió D olores lentam ente— , decís de
esconder a Pablo..., ¿dónde...?, ¿cómo...?
— Sí, lo decía... — respondió dudando la negra— ; pero... me
vino una idea a esta cabeza blanca de negra.
— ¿Cuál? —replicó Dolores animada.
— ¡Eh! ¡eh.! ninguna...
—Vamos, mama Rosa..., ¿cuál? —requirió la joven con cierta
impaciencia.
— Lo que pasa es que si el mocito se les escapa, esos salvajes
se la han de agarrar con el patrón, y ya no estamos en los tiempos
del viejo patrón... sabés... — agregó la ama de leche en voz baja.
— ¿Pensás — preguntó Dolores— que se animarían a meterse
con mi tata? Si no estaba cuando llegaron, ¿cómo lo pueden culpar?
— ¡Oh...! Lolita, Lolita, m'hija, no sabés... son capaces de
1 D im inutivo de madre.

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cargarse hasta la última vaca y también la caballada1... y hasta de
quemar la casa... ¡Virgen Santa!, se ve que no los conocés a esos
desgraciados...
Mientras la negra hablaba, Dolores de pie, apoyada en su labor,
la m iraba sorprendida. De repente, disim ulando el terror
restregándose las manos, observó:
— ¡Oh!, negra, negra..., ¡se lo llevarán, entonces...!, se lo
llevarán...
Y aquí el llanto ahogó su voz.
Luego de unos instantes de silencio, la negra Agregó rascándose
la cabeza:
—Eso no es todo, Dolores..., si lo vuelven a agarrar... sabés...
¡le han de ajustar cuentas!
La joven escuchaba con avidez el discurso entrecortado de la
negra.
— Sí — prosiguió™, estoy segura. Como que me llamo Rosa
que lo han de fusilar sin andarse con cumplidos... Creéme... porqub
vos sabés... es decir, no sabés, ¡pobre mocita...! tienen otra ley para
los desertores... una ley muy dura, que hicieron para estos casos....
¡ya lo creo!
— ¡Ah!, los malditos... le tienen miedo al que viene... al que
llega de lejos como un torbellino incendiando los corazones de los
buenos patriotas.
Y en este punto la negra entusiasta se rio a carcajadas. Dolores
parecía la imagen de la desesperación: pálida, inmóvil, callada, los
rasgos contraídos, los ojos ahogados en lágrimas.
— Que se vaya, entonces, Rosa, que se vaya... — murmuró lá
joven desconsolada— , pero...
— Pero que no sea tan zonzq que, cuando llegue el momento...
se pase al bando de los valientes... Y entonces, m'hija, entonces ¡les
vamos a dar guerra a esos unitarios!
Y loca de alegría con la idea del triunfo del partido de sus patrones,
se puso a brincar con toda la fuerza que sus piernas le permitían.
1M anada de caballos.

41
Una de las velas se había apagado; la otra tocaba a su fin. La
habitación se iba oscureciendo y por la ventana entreabierta se
filtraban débiles rayos de luna.
La joven se acercó y le habló un instante en voz baja.
Rosa le respondió rápidamente:
— No tengás miedo, Lolita de mi alma... enseguida te lo
traigo... Es cosa mía...
Y se marchó con un andar ligero y seguro, pese a la oscuridad.
La última candela se había consumido íntegramente.
Lina vez sola, Dolores abrió la ventana. La luna, con su luz
melancólica y plateada, bañó la habitación que, al resplandor pálido
e incierto, parecía ¡mucho más blanca.
La muchacha aspiró profundamente el aire puro y perfumado
de la pampa y ofreció su frente ardiente a las benévolas caricias de
la brisa.
Aprovechemos la oportunidad para observar la belleza de
Dolores en su apogeo... A partir de esa noche, se va a ir debilitando
y cayendo, como la flor que al alcanzar su perfecta madurez va
perdiendo sus pétalos de a poco, a merced del viento y la lluvia.
Esa noche la joven estaba hermosa, muy hermosa. No trato
de decir que poseía esas formas perfectas, esos conjuntos armónicos
que constituyen la belleza femenina...
En ese momento supremo de su existencia, su cuerpo, al
ceder a la vibración del alma, estaba en la plenitud de la verdadera
belleza, producto de la juventud y el amor...
Con sólo dieciséis años, el amor se le acababa de revelar;
ese poder supremo que vive de la nada, que se alimenta de ilusiones
y muere de realidad, la rodeaba con su aureola mágica... Esta mujer
nunca podrá estar más bella pues está esperando al hombre que
ama, al que njirará con ojos de amante por primera vez... para
perderlo enseguida, es cierto, pero lo verá, por fin, a la luz del
amor, el gran revelador... Amor que nos llena de coraje y que nos
causa tantas desilusiones...
Dolores era menuda, de formas bonitas y contornos elegantes

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que conferían a sus movimientos ágiles unos rasgos infantiles que
algunas mujeres conservan hasta una edad avanzada de su segunda
juventud. Toda en ella era armónico y excitante, desde los pliegues
de su sencillo vestido, hasta el nudo del chal de muselina blanca,
que velaba un busto demasiado desarrollado.
' En la fisonomía de Dolores convivían las particularidades
de las dos razas de las que provenía: la española y la indígena. Su
padre se había casado con una joven cuyos ancestros se remontaban
a los naturales de las pampas, indígenas autóctonos que aún en
nuestros días se consideran dueños exclusivos de la tierra que lleva
su terrible y temerario nombre.
De allí el contraste entre su cuerpo blanco, rollizo,
redondeado, de movimientos vivos y penetrantes, y la hermosa
cabeza melancólica, serena y hasta clásica, si se me permite la
expresión. El pelo negro abundante con intensos reflejos azulados,
caía casi a ras del suelo en dos gruesas trenzas pesadas y macizas.
El rostro perfectamente ovalado tenía esa palidez mate uniforme
que realza los semblantes regulares y que es típica de los antiguos
camafeos y de las mujeres apasionadas. Pese a que su frente era
baja, la cabecita redondeada no perdía regularidad.
No habría podido inventarse peinado más decoroso para esa
cabeza bien modelada a la que dos trenzas lacias le dividían el
pelo desde el centro de la frente a la nuca. La boca era pequeña y
los labios algo gruesos y ricamente coloreados recordaban la
exuberancia del busto.
¿Alguna vez han notado que, luego de haber analizado los
rasgos de una persona y de haber estudiado con detenimiento su
fisonomía, un rasgo hasta entonces desapercibido desbarata sus
apreciaciones, mostrándose bajo otro aspecto? Esto habría de
ocurrirle a quien pasara junto a Dolores sin observarle sus enormes
ojos negros, sombreados por largas y aterciopeladas pestañas, cejas
finas y casi rectas. En ellos se hallaba el secreto de su fisonomía.
Eran una revelación y, a su vez, reflejaban un contraste.. Uno se
preguntaba qué podían tener en común la granada de su boca con
esos negros ojos sombríos, casi lúgubres. Y, ¡vaya rareza!, el resto
de su fisonomía delataba una naturaleza rica, inteligente, vivaz,
susceptible de reflejar todas las sensaciones cotidianas de la
existencia: desde la sonrisa graciosa y alegre, hasta el enojo tenaz
y revoltoso.
Pero esos ojos m elancólicos eran dem asiado m aduros
comparados con el resto de su rostro, como si su dueña hubiera
sufrido mucho. Dolores a los diez años había perdido a su madre,
terrible golpe que gracias a su juventud había podido sobrellevar.
A pesar de todo, su vida en la estancia había transcurrido tranquila
y sin preocupaciones, sin penas ni alegrías, junto a su padre y al
ama de leche. El Federal, ligeramente ingenuo, sin formación pero
refinado por naturaleza, era el típico estanciero. De hábitos
madrugadores, el hombre salía a caballo al despuntar el sol a
cumplir con sus tareas cotidianas. Su gran preocupación era la
hacienda. Como quería apasionadamente a sus animales, cada vez
que los vendía lo hacía a disgusto. Veía a su hija una vez al día,
durante la cena; hablaba poco con ella aunque siempre con dulzura.
Nunca la retaba y siempre trataba de satisfacer sus sencillos deseos:
darle todas las gallinas que la muchacha deseaba y los más
líennosos corderos, que ella adoptaba como mascotas. Dolores tenía
además cuatro caballos de montar, dóciles y bien cuidados. El
Federal no era ni avaro ni derrochador, y si no gastaba era por falta
de ocasión, La caridad en las pampas se llama hospitalidad, y no
se considera una virtud. Querido por sus peones, compartía con
ellos los esfuerzos deí día y la placidez del fogón al atardecer. Y
era tan buen patrón con ellos como con la negra Rosa, su casera y,
al mismo tiempo, la mujer de confianza que le administraba los
modestos gastos de la casa. El patrón jam ás los controlaba,
contentándose con preguntar los precios del azúcar, de la yerba1
para el mate, tabaco, harina y arroz. En lo relativo a los gastos, tía
Rosa tenía carta blanca en la estancia; su voluntad era ley.
El Federal no se jactaba de su riqueza: vivía modestamente
1 Especie de té indígena.
y con sobriedad, por gusto y costumbre, como si su hacienda fuese
diez veces más pequeña.
A pesar de que La Blanqueada dista sólo doce leguas de
Rojas, el hombre estaba años sin tomarse la molestia de recorrer
esa distancia, insignificante para quien se pasa la vida a caballo
haciendo diariamente casi la mitad del trayecto en una u otra
dirección. Es que al habitante de las pampas lo horrorizan los
poblados, aventurándose únicamente por absoluta necesidad. Con
frecuencia sólo se decide a emprender tales viajes para evitarse
una carga mucho más dura: escribir una carta.
Por otro lado, en esos pueblos del interior de la provincia de
Buenos Aires no existen ni siquiera las modestas ventas de España
de los tiempos del ingenioso hidalgo; hay que tener algún conocido
en la ciudad que ofrezca hospitalidad.
El gaucho, tan dichoso en plena pampa con sus noches
estrelladas, no sabe qué hacer en el medio de una calle, entre una
hilera de casas. En esas circunstancias se siente desgraciado,
em pequeñecido, hum illado, y, así como pide naturalm ente
hospitalidad en las estancias, no está dispuesto a hacer lo mismo
en la ciudad.
En cuanto a las necesidades materiales, el padre de Dolores
se contentaba con la carne de sus vacas y ovejas como el más
pobre de sus peones, y si le agregaba un trozo de pan casero, unos
huevos y una porción de sandía del campo de Pablo, no era por
epicureismo, pues cuando le faltaba ni siquiera lo notaba. La
sobriedad del gaucho es asombrosa. Se diría que se alimenta del
aire vivificante de las pampas.
Acabamos de entrar en la mejor pieza de la casa, que hace
las veces de salón y comedor. Si vieran en las habitaciones habrían
de comparar el duro lecho donde duermen, cubierto con algo que
aparenta ser un colchón, con el de un trapense.
Desde el punto de vista moral, el Federal era bastante
limitado: sabía leer y escribir mal; era fetichista el culto que le
rendía al general Rosas, el jefe de su partido, al que nunca conoció.

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Durante el gobierno de éste, el Federal no se benefició con ninguna
prebenda, pero su hacienda estaba segura, porque Rosas mantuvo
en jaque a los indios en las fronteras. De allí su culto, su idolatría
por este general, en cuya política nunca se mezcló y ni siquiera la
entendió.
El Federal no leía; en la estancia no se habría de encontrar
más publicaciones que algunos viejos números de la Gazeta que
había traído de Rojas en alguno de sus viajes, y un volumen del
Boletín de las leyes, olvidado sin duda por alguno que estuvo de
paso. Por toda obra de arte, en la habitación del patrón había una
mala litografía coloreada del general en magno uniforme que, a
pesar de no asemejarse al original, se la tenía en gran estima.
En la habitación de la joven, verdadera célula de religiosa
por su desnudez, se destacaba un gran crucifijo de plata que había
heredado de su abuela.
Las compañías de Dolores se reducían ai padre y la negra, a
la que quería como a una segunda madre. Sin embargo, a pesar del
afecto sincero y el pie de igualdad con el que la trataba, la muchacha
no tenía demasiada afinidad con la vieja mujer. Su carácter
naturalmente reservado contrastaba con la franqueza parlanchína
de tía Rosa.
En muy raras ocasiones Dolores veía gente extraña, porque
los pocos que pasaban por la estancia preferían la hospitalidad del
fogón a cielo abierto que el patrón solía frecuentar.
Dolores no sabía leer ni escribir pues nadie se había ocupado
de su educación. Pero, ¿quién le habría enseñado...? Al padre no
se le habría ocurrido trasmitirle escasos conocimientos, y, además,
no habría tenido tiempo de enseñarle durante el día, y menos aún
de noche que, para los gauchos, estaba hecha para dormir. En cuanto
a la madre, a quien perdió siendo pequeña, no es seguro que hubiera
podido enseñarle lo que, quizá, ella tampoco sabía.
La joven huérfana conocía algunas plegarias y hasta recitaba
sus letanías en latín. Tía Rosa, que en otros tiempos había sido
esclava de una familia de la ciudad de Buenos Aires, le había

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enseñado también algunos fragmentos del catecismo, que la negra
retenía desde su más tierna edad.
Sin embargo, Dolores iba a la ciudad vecina a visitar a una
tia y a sus primas, pero no lo hacía muy a menudo pues no estaba
a gusto en sus compañías. La joven sentía que sus primas la
despreciaban por estanciera, mal educada y mal vestida. Y, a pesar
de todo, Dolores era diez veces más rica que ellas, cosa que la
joven ignoraba, pero que sus parientas sabían.
La muchacha del campo, la hija de la naturaleza, al estar en
contacto casi cotidianamente con el joven y atractivo Pablo, debía
amarlo necesariamente. Se tenían que atraer el uno al otro, como
la belleza llama a la belleza, la juventud, a la juventud.
Generalmente estaban solos bajo la sombra del gran ombú'.
Allí Pablo dejaba su carreta cargada de sandías, que Rosa compraba
por algunos pesos, una vez por semana. Y, sin embargo, nunca
habían hablado de amor... sólo habían intercambiado palabras
indiferentes durante esas breves conversaciones, que eran la dicha
de Pablo, y que Dolores habría de añorar.
Si se hablaron en el lenguaje instintivo y mudo de la mirada,
que el amor capta naturalmente, lo hicieron sin proponérselo y
con el más absoluto desconocimiento, así como aprende el pájaro
a volar al salir solo del nido por vez primera.

1Arbol de las pam pas.


Capítulo IV

Amor

—Entra, Pablito... no tengas miedo... — le decía la negra en


voz baja al joven gaucho, que la seguía tím idam ente a poca
distancia.
Resulta difícil relatar las mañas de las que se valió la vieja
nodriza para andar bajo la luz vacilante de la luna velada, entre los
hombres acostados en el suelo y los bultos en desorden, sin tropezar
a cada paso y sin hacer ningún ruido, hasta llegar al enamorado
payador. Nos basta con saber que el éxito había coronado su
temeraria empresa. Y digo temeraria porque si la descubrían, corría
el riesgo de que un hombre de la partida, gente de sueño liviano
sobre todo en territorio enemigo, la mate de un cuchillazo. Pero la
música de Pablo tuvo el efecto de un bálsamo en esos organismos
-rústicos e impresionables...
Los armoniosos acentos del inspirado payador parecían haber
acallado los impulsos hostiles y la odiosa desconfianza en los viriles
corazones, para despertar en su lugar, generosidad, confianza y
fraternidad, ese vínculo poderoso y sutil al mismo tiempo que los
gauchos aún no conocen.
Prueba de ello es que al dejar el fogón, el sargento encargado
de vigilar a Pablo le dijo, con afecto:
-—Compañero, me muero de sueño; lo dejo un rato más a
ver si cantando se amainan sus penas. Sé que me puedo fiar de
usted... Voy a acostarme... Hasta mañana.
Dicho esto, dejó solo a Pablo sentado junto al fogón. Allí lo

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encontró la negra, abrazando la guitarra de Dolores.
En un primer momento Pablo no entendió lo que se proponía,
pero cuando ésta pronunció el nombre de la muchacha se puso de
pie enseguida y siguió en silencio a la fiel casera.
Los latidos retumbaban en su corazón creyendo intuir una
loca y dulce esperanza... Mientras avanzaba, se preguntaba ¿para
qué lo llamaría?
Cuando Pablo entró en la sala, la muchacha seguía en la
ventana de espaldas a la puerta. .
— Acá lo tenés, m 'hija— le dijo la negra al entrar; y tomando
a Pablo de la mano lo condujo junto a la hermosa Dolores,
considerando su acción como la cosa más natural del mundo.
— Estos mozos se quieren— se dijo ■ — ya me lo sospechaba...
Si se quieren se lo tienen que decir...— Y sin dar más vueltas al
tema, la buena Rosa dejó frente a frente a los enamorados y se fue
a sentar tranquilamente, en el umbral de la puerta. Una vez allí,
sacó una pipa del bolsillo, esa compañera inseparable de una vieja
negra... Y mientras golpeaba el pedernal, murmuraba a media voz:
— ¡Pobres mocitos..!
En tanto, Dolores giró hacia Pablo sin decir una palabra...
En silencio y profundamente conmovido, él la miró de tal modo
que ella se sintió dichosa.
La luna bañaba la habitación con su luz plateada.
La muchacha suspiró profundamente y le declaró con voz
apagada:
— ¡Yo también te quiero, Pablo...!
Y repitió:
— ¡Yo también!
Pablo se sintió morir de tanta felicidad... y, por toda respuesta
estrechó apasionadamente entre sus brazos el bonito talle de
Dolores, cubriendo su cabeza de ardientes besos.
Ella respondió a sus caricias, mirándolo con infinita ternura,
y, como hablándose a sí misma, agregó:
— ¡Me lo dijiste todo con tus canciones!

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Dueño, al fin, de sus palabras, Pablo exclamó entre dos besos:
— Dolores... mi Dolores...
Y abatido de emoción, el joven ardiente cayó al suelo
desfallecido, arrastrando en su caída el cuerpo flexible de la joven.
Ella lo creyó herido... moribundo... El miedo, el amor, la
juventud y la piedad conspiraron en su contra... La enamorada
aceptó las caricias del fogoso gaucho, prodigándole los nombres
más dulces que el amor pueda inspirar...
Pablo tenía dieciocho aiios. Los abrazos de la joven le
despertaron impulsos desconocidos. Ardiente de deseos, estrechó
entre sus brazos el hermoso cuerpo de la niña enamorada, hiriendo
sus tesoros con el fulgor apasionado de los sentidos, y Dolores se
le entregó sin resistirse y con total inconsciencia...
¡Momentáneo resplandor! ¡Desconocida embriaguez...!
jFugitiva luz que desvanece la oscuridad! Los hijos de la naturaleza
traspasaron, sin saberlo, el límite permitido...
Para ciertas existencias, las crisis supremas son tan rápidas
y abruptas que parecen sustraerse a las leyes que regulan el tiempo.
Al perder a su madre de niña, Dolores no tuvo una formación
moral, por eso se entregó sin comprender ni lo que daba ni lo que
habría podido rechazar. La voz del pudor ofendido le advirtió
demasiado tarde que acababa de cometer una falta... de infringir
una ley... ¿Pero cuál...? La muchacha la ignoraba...
Pálida y temblorosa, con los ojos llenos de lágrimas y el
rostro alterado por un dolor desconocido, se ofreció a los ojos de
Pablo bajo la macilenta luz de la luna en su ocaso.
En el ardor de la pasión, con la fogosidad propia de la edad,
movido por la desesperación, Pablo osó tomar lo que el amor
únicamente consiente a la majestad de una promesa o al sacrificio
de una virtud... aunque, quizá lo ignorara.
Ella, pobre paloma blanca de alas rotas, aceptó perder, sin
saberlo y casi sin desearlo, lo que la mujer posee como el don más
preciado a los ojos del hombre.
Y, sin embargo, en el momento supremo, el ángel de la

51
castidad, velando el rostro con su ala cándida, se remontó a las
regiones celestes para asegurarle a El, quien conoce de las virtudes
del alma de la muchacha, que pecaba por exceso de inocencia...
Sentados en el suelo uno junto al otro, unidos fraternalmente
de las manos, sumergidos en una atmósfera de tierna melancolía,
los amantes permanecieron un largo rato en silencio, olvidando
ese instante de perdición.
De repente, las miradas se encontraron, pero no se atrevieron,
ni siquiera en voz baja, a hablar de amor.
Cuando llegó la hora de las tiernas confesiones, el amante
sombrío le habló de sus dudas y temores, acordándose de suk
padecimientos, aun en ese momento.
En su afán por tranquilizarlo, Dolores no omitió ni el más
ingenuo detalle que el amor atesora, y que las mujeres amantes
justam ente escatiman... Ella todo lo recordó, lo explicó, lo
comentó... con esa misteriosa clarividencia típicamente femenina
a la que el hombre no puede aspirar. Las horas se les fueron
escapando, rápidas y dulces, a los enamorados.
Parecían olvidados de la inexorable separación. ¡Eran tan
felices!
Dolores rompió el silencio, diciendo:
— ¿Vas a acordarte de mí cuando estés lejos?
Por toda respuesta, el amante silencioso y soñador le estrechó
dulcemente la mano.
Pero la joven, insistente, le pidió con su más tierna vozi
— Contéstame, mi amor, contéstame, decime que siempre
me vas a querer...
Al escuchar decir “siempre”, Pablo volvió a sumergirse en
sus amargos recuerdos...
— ¡Ay!, tener que irme, Dolores — exclamó, como quien
acaba de despertarse— ¡Vaya a saber cuándo nos vamos a volver
a ver...! ¿Por qué me hiciste acordar...?
— Yo voy a pensar siempre en vos — respondió dulcemente
la muchacha— , siempre...

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— Pero yo no te voy a ver más, no voy a poder estrecharte en
mis brazos, mi hermosa Dolores... — agregó el gaucho enamorado
abrazando a su amante— Ahora soy un soldado; estoy muerto para
siempre — terminó diciendo sombrío.
— Pero, ¿vas a pensar en mí, Pablo,..? ¿Me vas a querer a la
distancia como me querés ahora...?
— ¡Qué desgracia..,! — exclamó el gaucho incorporándose
con violencia— ...No los voy a seguir; me voy a quedar... me voy
a esconder, aunque digan que soy un c o b a rd e .P o r vos, mi Lola
—agregó volviendo su mirada enamorada hacia la muchacha—
...por vos, ¡mi vida...!
— ¡Oh, no, mi amor! — dijo Dolores aterrorizada— . No.
Tengo miedo; te van a matar. No... no... Pablo... andate, andate... y
volvé... ¡Voy a ser tan feliz el día que te vuelva a ver...! — y se
interrumpió ahogada en llanto.
Pero el joven gaucho, con los ojos fuera de las órbitas, el
ceño fruncido, los cabellos en desorden y odio en su corazón, hizo
oídos sordos a los consejos de su amante...
— Ya va a amanecer — dijo, dirigiéndose hacia la puerta—
me vas a volver a ver; ahora tengo que irme...
— ¡Qué desgracia...! — exclamó la joven, reteniéndolo por
el chiripá que flotaba en desorden— Pablo ...escúchame...
—No... — le contestó malhumorado— está amaneciendo...
adiós...
Iba a franquear la puerta, dejando a su amante presa de la
desesperación, cuando la negra, que acababa de despertarse, le
cortó el paso:
— Se están despertando, Pablito — le advirtió— , todavía
tenés un ratito para tomarte unos mates... el agua está lista.
— ¡Cómo..! ¿Ya se despertaron...? — murmuró Pablo entre
dientes— Entonces no tengo tiempo... ¡Estoy perdido!— Y se dejó
caer en una silla, descorazonado...
— ¡Qué suerte! — exclamó Dolores aproximándose a tía
Rosa— ; se iba a escapar...
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— ¡Cómo! ¡Escapar!—replicó la negra— ¿Estás loco...? ¡Ay!
¡los mocitos! Esperá, Pablitó, esperá, cuando estés un poco más
lejos... por allá... ¡Eh! Ya sabés... —y la vieja, con complicidad, le
señaló el norte — , si rumbeas pa' donde te digo te vas a poder juntar
con los nuestros, y, con ellos, estás salvado.
— Usted está loca— objetó el gaucho— ; no pienso mezclarme
con esa gente.
— Pero si son buena gente, de veras — le insistió tía Rosa— .
Estos unitarios no tienen arreglo... Despreciás a los nuestros y los
tuyos te tratan como au n forajido... Te lo merecés, entonces...
—Rosa, madre — observó Dolores dulcemente— . ¡Está tan
triste...! déjalo... ¿por qué...?
— ¡Sí...!, soy un desgraciado — exclamó Pablo tristemente,
siempre dispuesto a pasar de un estado de ánimo a otro— , ¡soy un
maldito desgraciado!
Dolores se le acercó y lo rodeó con los brazos como
protegiéndolo. En contraste con el cuerpo menudo de la muchacha
se destacaban las formas robustas de su amante.
— ¡Mal nacidos...! —murmuró la negra entre dientes echando
una mirada hacia la puerta. ;
No bien dijo estas palabras, escucharon un vozarrón que venía
del exterior:
— Sargento Benito... el pájaro voló.
— Están hablando de vos — le dijo Rosa— ; me da lástima,
pero no podemos esconderte.
— ¿No...? —preguntó Dolores mirándola con lágrimas en los
ojos.
— No, m'hija; nos lo harán pagar muy caro.
— ¿Qué me importa? —respondió con valentía la muchacha
aferrándose a Pablo.
— Al patrón sí que le importa...
Y pronunciando estas palabras, la negra se acercó a la puerta
y dijo con brusquedad:
— ¡Eh! ¡Eh!, sargento, ¡qué tanto espamento! El mozo está
acá, vino a despedirse.
54
— Bueno... bueno... —respondió el sargento™; los caballos
están listos; que el muchacho se apronte. Tenemos que estar en Rojas
antes del mediodía.
— ¡Banda de forajidos! ¿A mí qué me cuentan? — musitó la
negra saliendo de la sala para ir a prepararle el mate a Pablo.
Despuntaba el día; hacia Oriente el horizonte empezaba a
revestirse con ese tinte encendido que, en esas regiones, precede al
amanecer. El aire era fresco y penetrante; el rocío de la víspera había
humedecido la hierba.
Los caballos de la partida relin ch ab an aguda y
prolongadamente mientras los prepáraban para el viaje. Los pobres
animales habían pasado la noche al aire libre, recibiendo la humedad
en su escuálida carcasa. Apenas habían podido alimentarse pues los
pastos estaban resecos por el ardor del verano y, además, porque la
posibilidad de llegar a los mejores pastos, dependía del largo de la
soga.
Los gauchos, que parecían comprender lo que significaban
los relinchos de la famélica caballada, les hablaban y los palmeaban.
——Panaché, en cuanto hayamos llegado, te voy a dar una buena
ración, te lo prometo — le decía el comandante a su caballo, mientras
le palmeaba las ancas. El caballo parecía responderle relinchando
con fuerza y enfilando hacia la querencia. Aveces uno de los animales
se resistía a que lo ensillen, entablándose una lucha tenaz entre caballo
y jinete. Entonces, los otros gauchos, dejaban su trabajo para
presenciar la pelea, apostando al ganador.
— Apuesto a que le va a jugar una mala pasada— gritaba uno.
— Buen caballo — agregaba otro.
— Valiente, el mozo —respondía un tercero.
Mientras algunos gauchos se jugaban por el animal y otros,
por el hombre, el jinete, en silencio, luchaba pacientemente por
dominar al caballo con una destreza digna de un buen espectáculo.
Una vez que el hombre conseguía ponerle las caronas y la cincha,
lo montaba a horcajadas y, a rebencazos, lo obligaba a dar una
vuelta alrededor del p a le n q u e'. Los com pañeros festejaban
1Poste al que se atan los caballos.
ruidosamente la victoria del jinete.
Cuando ia vieja mujer le ofreció a Pablo un mate amargo, el
más adecuado para un largo viaje, Dolores le rogó con tanta ternura
que lo aceptara, que el joven no pudo resistirse.
—Me lo tomo por vos, paloma mía — le dijo con afecto a la
muchacha.
— Llevate también este poncho, m 'hijo — le aconsejó la
negra— , y pensá lo que te dije...
— jAndando! — gritó el comandante. Y Pablo tuvo el terrible
coraje de desprenderse de los brazos cariñosos que querían retenerlo
en un último abrazo.
Sin pronunciar una palabra, el joven gaucho abandonó la sala,
dejando a la muchacha abatida de desesperación. La tía Rosa, que
lo seguía a cierta distancia, le puso en las manos un viejo sombrero
de paja y unos pesos.
Esta vez Pablo no tuvo que compartir el caballo: la partida se
había llevado un animal de la estancia.
Ya el sol se dejaba ver en el horizonte. Las cuerdas de la guitarra
de Dolores, que Pablo había dejado la noche anterior cerca de los
restos del fogón, brillaban con los primeros rayos.
Los ojos del gaucho se clavaron en la guitarra de su amada y
se nublaron al recordar la embriagadora y dolorosa noche de amor.
Sintió una especie de vértigo, pero no cayó del caballo gracias
a su destreza.
A la voz del jefe la partida se alejó al galope envuelta en lina
nube de polvo.
Cuando creyeron que estaba suficientemente lejos, los peones
volvieron para apreciar las pérdidas.
La partida había matado un novillo y se había llevado el
caballo gris tordo del patrón.

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Capítulo V

La viuda

El rancho de los Guevara, situado a tres leguas de La


Blanqueada, la carreta y los fieles colorados, era todo lo que Pablo
y su madre poseían en este mundo. La tierra en la que producían
alfalfa y sandías, que Pablo ofrecía en las estancias vecinas una
vez por semana en época de cosecha, no les pertenecía.
Las planicies de la República Argentina, actualmente muy
poco pobladas, hace doce años estaban prácticamente desiertas.
En nuestras zonas rurales, la propiedad no tiene el mismo
valor que en Francia, por varias razones. Primero, porque aquí la
tierra es cara y en nuestro país recién empieza a tener algún valor.
Además, porque no es fácil encontrar compradores interesados en
esas magníficas propiedades de diez y doce leguas cuadradas. En
consecuencia, el valor de nuestra tierra es a futuro, si se me permite
la expresión.
En la época en la que transcurre esta historia, la tierra valía
menos aún. Los ricos estancieros, dueños de diez mil cabezas de
ganado, tenían entre veinte y treinta leguas de tierra. En sus vastaá
y principescas propiedades — la mayor paite de los pequeños
principados alemanes cuenta apenas con un tercio de ellas— , se
levantaban varios ranchos rústicos, pertenecientes a los peones de
la gran propiedad o a otros gauchos.
Era una especie de feudalismo europeo, casi con prestaciones
personales y cánones o, mejor dicho, de un comunismo muy
primitivo, porque los arrendatarios de las pampas podían explotar

57
la tierra sin rendir cuentas a nadie. Lo malo es que los gauchos,
poco propensos a los trabajos agrícolas, no se dedicaban de lleno a
trabajar la tierra, prefiriendo comer sin pan a cuidar de unas espigas
de trigo.
No resulta aventurado hablar de comunismo porque, por un
lado, el rico estanciero, famoso por su hospitalidad, es generoso
con su tierra y con sus vacas, y, por el otro, porque habiendo ganado
en la estancia, jamás le ha de faltar alimento al pobre, como ellos
se llaman a sí mismos.
Antes de 1830, en las zonas rurales argentinas no existía la
noción de propiedad, tal como la entiende la civilización de nuestros
días.
Ahora bien, a pesar de ese abandono fraternalmente primitivo,
el gaucho salvaje, astuto como todos los campesinos del mundo,
ya había encontrado la manera de respetar, al menos en apariencia,
la propiedad de su rico patrón, valiéndose de una distinción jesuítica
que, por su sutileza, habría provocado la desesperación del
entusiasta Jean Jacques, tan apasionado por el estado primitivo.
Los estancieros marcan con hierro candente, una vez al año,
las reses recién nacidas, teniendo cada propietario su marca
particular. Ahora bien, el gaucho mata preferentemente a los
animales que no tienen marca (orejanos) y, a falta de éstos, los que
tienen marcas desconocidas. Los dejo pensando si el gaucho
encuentra la ocasión de llevar a cabo esa astuta apropiación, en
esas enormes propiedades y con tantas cabezas de ganado.
Actualmente, nuestro campo está cambiando. Al aumentar la
población, las propiedades se dividieron y la tierra cuadruplicó su
valor. Pero, adéntrense en la pampa, acérquense a las fronteras: 110
habrán de encontrar un solo gaucho en aprietos en procura de su
asado.
Las mencionadas costumbres sociales del campo argentino
explican que los Guevara tengan la vivienda y los bienes en las
tierras de un^ gran estancia.
Micaela, o doña Micaela, como todos la llamaban, quedó
viuda muy joven. A los dieciocho años se casó con un oficial de la
ciudad. Los gauchos se refieren a Buenos Aires de esta manera,
designando siempre con sus respectivos nombres a las poblaciones
más o menos vecinas. Para ellos, Buenos Aires es la ciudad por
excelencia.
Pablo Guevara, padre de nuestro héroe, era un entusiasta
que, al igual que otros, siguió al general Lavalle hasta su muerte.
No es el momento de entrar en detalles políticos que poco pueden
interesarles a los lectores europeos.
Además, la autora de estas páginas se propone exponer más
adelante los por qué y los porque de este prolongado malentendido
histórico, que amenaza transmitirse a las futuras generaciones sin
que nadie tenga el coraje de arrojar el guante.
Por ahora nos basta con decir que para los partidarios del
general Lavalle, adversario del presidente Rosas, su causa era la
civilización, y, que al sacrificarse por ella, los unitarios creían de
buena fe ser doblemente merecedores de la Patria.
Guevara siguió a su ídolo a pesar de las lágrimas de su joven
mujer, a la que abandonaba con cuatro pequeños. Cuando tuvo
que partir, no del modesto rancho en el que ahora vive su viuda,
sino de una confortable casa de Rojas, sus últimas palabras fueron:
“Hasta que seamos libres. Educa a nuestros hijos como buenos
patriotas”.
Jamás tuvo la mujer una palabra del amado ausente que la
consolara en su abandono y la ayudara a soportar las privaciones
de todo tipo que pesaron tan duramente en la familia del emigrado.
Jamás una noticia, ni siquiera indirecta. Al réprobo Guevara lo
mataron los suyos el día que franqueó el umbral de su casa.
Mucho tiempo después de la trágica muerte del general
Lavalle en Jujuy, Micaela seguía esperando alguna noticia, buena
o mala, de ese marido tan amado cuya suerte estaba rodeada del
más completo misterio.
A veces, se decía, en su desesperación: “Más valdría saberlo
muerto que soportar esta cruel incertidumbre”.
Los años pasaron; los chicos se hicieron hombres y, fiel a la
voluntad de su marido, les inculcó el credo unitario.
Al estilo de la madre de los Gracos, los hizo partir uno a uno
a M ontevideo, evitando amedrentarles el coraje con lágrimas
inoportunas. Sólo las madres pueden comprender lo que le costaba
a la pobre viuda la nueva víctima que ofrecía cada año al partido
del ausente, al que esperaba siempre.
“Busca a tu padre... m 'hijo”, les decía al despedir a sus hijos.
Para apreciar acabadamente el sacrificio de Micaela, hay que
tener en cuenta las dificultades que debía sortear cuando llegaba
el momento de la separación. Sin amigos — los emigrados rara
vez dejan amigos— , debía evitar las sospechas de los vecinos,
ardua tarea en un pueblo; conseguir los medios de transporte para
embarcar al fugitivo, obligado a recorrer más de ochenta leguas a
caballo antes de llegar al mar. Y debía hacer frente sola al asunto
más difícil: despistar a la autoridad, que castigaba con la cárcel o
la muerte toda tentativa de emigración clandestina.
De sacriñcio en sacrificio, la viuda fue perdiendo los medios
de subsistencia. El partido unitario por el que ella y los suyos habían
renunciado a todo, ya vencido y abatido en la República, no le
ofreció siquiera los medios para pasar con Pablo, el último de sus
hijos, a la ciudad de Montevideo, donde se habían refugiado los
unitarios. El sitio que soportó esta ciudad durante diez años está
considerado uno de los más largos de la historia, juntamente con
el de Troya, el de Tiro y el de Veyes.
Micaela se vio obligada a abandonar Rojas, donde, además
de las animosidades suscitadas por su conducta, digna de antiguos
tiempos, su pobreza ya no le permitía subsistir. Una vieja parienta
le ofreció instalarse en el rancho conocido como La Fuente, que es
donde la encontramos ahora.
“Vos no me vas a dejar nunca, mi Pablo”, le decía a su hijo.
“Vas a ser mi apoyo y mi consuelo. Y el día que vuelva tu tata (en
esta desdichada familia siempre hablaban del regreso del padre),
lo vamos a consolar juntos por la muerte de tus pobres hermanos.”
Detrás de los muros de la ciudad asediada, los tres hijos de la viuda
cayeron al grito de: “ ¡Libertad o muerte!5’, fíeles a la bandera de
su padre.
Pablo, que acababa de heredar el modesto rancho a raíz de
la muerte de la vieja parienta, le decía siempre a su madre;
“Mientras corra agua en la fuente, yo no te dejaré...”
Lejos estaba la joven y linda muj er que dejó Guevara rodeada
de sus cuatro hijos, de esta viuda surcada de amagas y encorvada,
más por las penas que por la edad, que vivía esperando al que
nunca llegaba. El cabello, prematuramente encanecido, de lar^o y
abundante se volvió corto y diseminado.
No hay nada que menoscabe tanto la belleza, la frescura de
un rostro de mujer, que ese aire libre de las pampas. Por ello, a los
veinte años, los gauchos tienen el rostro y las manos amarillentas
y arrugadas como pergaminos.
A lo dicho, agreguemos que doña Micaela no contaba con
los recursos necesarios para cuidar de su persona, reparando ios
estragos del tiem po y borrando de las m ejillas las huellas
implacables que producen las penas; y hay que tener en cuenta
que, apasionada por la limpieza, según su propia expresión, tenía
a su exclusivo cargo las tareas de la casa.
Algunas veces, quitándose la pañoleta a cuadros colorados
que la protegía de los ardores del sol, y mirándose en el único
pequeño espejo que conservaba de sus tiempos confortables,
pensaba en Guevara y se lamentaba al verse tan cambiada.
Lo cierto es que cada vez se ocupaba menos de su persona, y
ya no protestaba cuando la llamaban viuda, cosa que antes jamás
dejaba pasar.
Poco a poco iba perdiendo la esperanza, concentrando su
amor en Pablo, en ese benjamín al que no tuvo la fortaleza de
sacrificar por las creencias de su esposo. Lo que sorprende y que
da a su sacrificio un doble carácter sagrado es que Micaela no
tenía credo político‘alguno, sobre todo en un país donde las mujeres
tienen posiciones políticas tajantes y hasta excesivas.
Criada por su madre, oriunda de Chile, por ende ajena a las
discusiones de los partidos, no conoció a su padre, del que
conservaba una miniatura como única reliquia. La madre, que tenía
ciertas pretensiones de nobleza, hablaba poco de su marido y, en
su lecho de muerte, al entregarle a su única hija el retrato de su
padre, le dijo con un hilo de voz: “Era un hidalgo”, demostrando
vanidad hasta su último aliento.
Cuando Micaela se casó con Guevara, después de la muerte
de su madre, vivía en la casa de un tío materno, sacerdote chileno
que tenía en gran estima la nobleza, como su hermana.
A pesar de que Guevara no era rico cuando pidió la mano de
la joven, guapo y valiente como era, no tuvo que hacer grandes
esfuerzos para ganar el corazón de Micaela. Para el noble chileno,
en tanto, el apellido Guevara resultó suficiente garantía.
“No sé” le respondió Guevara al buen sacerdote, cuando éste
le preguntó si era pariente de los ilustres Guevara de España.
“Dejemos a mi padre y al pasado... Mis Guevara serán nobles de
corazón, como yo...” Tal respuesta habría podido embrollar el
asunto del' enamorado, pero el buen sacerdote, que era un santo a
pesar de su debilidad aristocrática, dio su consentimiento de buena
gana, y a su muerte heredaron su fortuna. Así y todo, de tanto en
tanto, hablaba con sus sobrinos sobre el horror de la igualdad que
los franceses espantosos echaron a rodar por el mundo.
Es oportuno decir que a pesar de que en la República
Argentina, a diferencia de otras ex colonias españolas, la
supremacía de castas no tuviera la menor importancia, la gente
consideraba a Pablito, el vendedor de sandías, un joven de familia,
es decir, de buena familia.
El día que a Pablo se lo llevó la partida, ai regreso de La
Blanqueada, el ánimo de Micaela contrastaba con su infortunio,
semejante a un arco iris entre nubes oscuras.
Justamente ese día, Micaela estaba contenta... Su espíritu
a to rm en ta d o , re c ib ió el dulce c o n su elo de los b u en o s
pensamientos. La víspera se había encontrado con una vieja
conocida de Rojas que, al regresar de la ciudad, le había
comentado detenidamente tos grandes cambios que se habían
producido con la caída de Rosas.
— Mi querida — le decía la comadre, casada con el más
im portante com erciante de novedades de R ojas— , ¡es una
maravilla...!, estoy encantada. La gente de nuestro partido, los
unitarios, saben hacer bien las cosas.
Las palabras libertad y unitarios, con las que la nueva
patriota salpicaba profusamente su relato, evocaron en Micaela
m ágicas im ágenes. A bsorta en sus recuerdos, no llegó a
sorprenderse por eí discurso de doña Marcelina, que en otras
épocas, presumía de federal, luciendo las divisas más vistosas y
vestidos rojo punzó.
— Yo se lo digo, mi querida — agregaba la com adre—
Pablito tendrá todo lo que quiera... Hay que verlos... ¡es la
felicidad...!, esos pobres emigrados tienen todo lo que desean:
empleos, cargos, .honores, ¿qué sé yo? Y es justo... es justo...
después de lo que han sufrido, de las privaciones... es lo mínimo.
Micaela se enjugó las lágrimas y asintió con la cabeza. Doña
Marcelina continuó:
— Vaya... vaya, lleve a Pablito, vaya a ver al gobernador y
preséntese como la mujer de un emigrado.; ya verá... Y además,
sus hijos caídos en Montevideo, mi querida, usted...
A l v er a M icaela cu b rién d o sé el ro stro y llo ran d o
convulsivamente, doña Marcelina se llevó el pañuelo a los ojos,
exclamando, más aplacada y entre suspiros:
— Es terrible para una madre, la comprendo, pero...
Y pensando en todo el provecho que se podía sacar de
semejante desgracia, agregó, como hablándose a sí misma:
— Conozco varias que querrían tener un muertito en los
tiempos que corren.
— ¡Qué desgraciadas...! — exclamó M icaela con la voz
entrecortada.
— Y si viera lo linda que están dejando la ciudad... gracias al
progreso..., como se dice ahora — agregó la com adre— , ¡es
sorprendente...! Hacía más de diez años que no la pisaba... ¡Y
bien...! No la reconocí.
— ¿Y usted cree que efectivamente podré obtener una
pensión, algo para mi hijo? — dijo la viuda, dominando la emoción.
— ¿Unapensión..,? Vamos, pues, ¡mucho más...! Un empleo,
un buen empleo, mi querida, eso es lo que hace falta... Se lo van a
dar.,. Vaya para allá, no pierda tiempo, vaya, preséntese... Usted
es bastante conocida; el gobernador la va a recibir... En lo que a mí
respecta, quiero ser la primera en felicitarla..,
Y diciendo estas palabras, doña Marcelina se despidió d
Micaela.
El comentario la impresionó. Por más remota que fuera la
posibilidad de un empleo, aunque la entusiasta com adre lo
considerara tan fácil, Micaela quedó esperanzada de conseguir
mejorar la posición de su hijo.
Ya empezaba a sentir las ventajas del cambio político que se
había operado desde hacía dos años: en su modesta esfera, los
escasos transeúntes parecían más considerados con ella, como el
capitán Vidal que, días atrás, se había echado a descansar debajo
del ombú, y la había tratado con gran consideración.
Conversando con Micaela, el joven oficial, comandante del
nuevo fortín1, se había referido al mayor de los hijos de la viuda,
al que conoció en Montevideo. Y, además, le había dado la papeleta
que exceptuaba a Pablo del servicio militar, por ser hijo de viuda y
de buen patriota; la misma que había roto el comandante de la
1 D estacam ento de tropas que refuerza las fronteras.
partida, sin haberla leído, por razones fáciles de entender...
Por su ilustre apellido, Micaela también consiguió que el
oficial, hombre educado y de buen corazón, no autorizara llevarse
más de la mitad de los peones de La Blanqueada, teniendo en cuenta
que era época de yerra2. A pesar de odiar a los federales, a los que
había combatido valerosamente en Montevideo, Vidal aceptó el
pedido de Micaela, a fuerza de cumplir con su deber y de ser justo
y humano a la vez, difícil propósito, por cierto.
La viuda visitaba La Blanqueada en muy contadas ocasiones,
pero, por intermedio de su hijo, siempre les mandaba mensajes
afectuosos a tía Rosa y especialmente a Dolores, a la que conocía
de pequeña.
Las malas lenguas decían que el viejo federal había estado
enamorado de la viuda durante m ucho tiem po, sin lograr
conquistarla. Y hasta aseguraban que le había propuesto
matrimonio. Sea lo que fuere, lo cierto es que don Juan trataba a
Pablo con frialdad, y, cada vez que se hablaba del muchacho, lo
tildaba de orgulloso y haragán.
Hasta entonces, Micaela no había osado hablar con su hijo
de los difusos proyectos que tenía en la cabeza... temiendo encontrar
resistencia en el joven.
Es que Pablo, gaucho de pura sangre, se creía en el deber de
despreciar a la gente de la ciudad, considerándola afeminada y
cobarde. De este modo, expresaba el odio irreflexivo y funesto
que el gaucho siente por los quuee andan traj.eados de negro. Esta
cuestión era motivo de discusión permanente entí'e la viuda y el
hijo, de modo que, en su afán de evitarla, la madre no había vuelto
a tocarla. Si bien es cierto que la buena mujer había recibido vina
pobre educación, conocía las ventajas de la cultura y de una buena
instrucción, de ahí que deseara cierta formación para su hijo, por
más pobre que fuera. Apenas había conseguido, después de mucho
luchar, enseñarle a leer. Era prácticamente indomable la resistencia.
2Cuando se m arca el ganado.

65
que el muchacho oponía con su carácter rebelde y violento. Es que
Pablo era irascible e indolente a la vez.
— Más vale pelear con tus broncas que con tu vagancia — le
decía a menudo la madre.
— Fijate — le respondía Pablo— los colorados no saben ni a
ni b..., pero igual me entienden, ¿ o no...? Y el alazán... no tiene
libros, así y todo conoce el camino en las noches de tormenta, en
las que hasta yo mismo me pierdo ¿o no...? Vamos a cantar, mamá,
el canto es m ejor que la lectura... Yo sé leer, leo las estrellas
— agregaba el poético payador— y el corazón, mi vieja (expresión
de ternura en la boca de un joven gaucho). ¿Para qué necesito más...?
Con argumentos tan dulces, ¿cómo luchar con semejante
obstinación...? Por otro lado, ¿acaso nos puede sorprender que el
pobre se resista al estudio, cuando, en realidad, sólo le representa
otra carga que se agrega a la de todos los días? Pónganse en el
lugar del hombre que se debate en medio de la pobreza: hostigado,
obsesionado, sometido a todo tipo de privaciones, y obligado a
trabajar duramente en un desesperado intento por sobrevivir.
Consideren lo dura que debía ser la vida de la pobre mujer en esas
pampas desiertas, quien habiendo conocido cierta comodidad y
hasta un relativo lujo se veía amenazada por la miseria.
Micaela ignoraba la forma de rebatir los argumentos del hijo
arisco, que, permanentemente, objetaba sus dulces advertencias.
Por otro lado, a pesar de su indolencia congénita, natural en
los oriundos de la pampa, Pablo, desde chico, trataba de evitarle
los trabajos itiás rudos a la madre. En efecto, Pablo se ocupaba de
arar y labrar el campo, pese a que odiaba torturar la tierra,
argumentando que da sus frutos de buena gana, sin requerir tanto
esfuerzo. Además recogía las sandías y segaba la alfalfa, verde y
tierna, que llevaba a las estancias en la carreta.
Poco antes de la caída del sol, el día que a Pablo se lo llevó
la partida, Micaela se decía, esperando a su hijo: “No ha de tardar
en volver”. Estaba impaciente, porque esa misma mañana había
66
decidido ponerlo al corriente de sus proyectos, apenas regresara.
“A mi pobre hijo se le murió de viejo el alazán que tanto
quería. Pero ahora va a tener otro. ¿Qué contento va a estar cuando
vaya de aquí para allá con su caballo nuevo! Yo, entonces, me voy
a quedar a cargo de los bueyes...” pensaba Micaela.
Y como un eco de sus pensamientos, vio venir lentamente a
los animales, juntos como buenos compañeros, pese a que estaban
sueltos. A un mismo paso, los colorados se detuvieron donde lo
hacían habitualmente, esperando que los desataran y los dejaran
en libertad. Esa tarde, como de costumbre, llegaron, se detuvieron
y esperaron. Desde la puerta del rancho, Micaela los veía hacer,
sin sospechar lo que ocurría. Pese a lo extraño del caso, la mujer
podía explicárselo. Mientras se acercaba a acariciar a los animales,
se decía: “Los debe haber desatado al ir llegando”.
Pero al ver cortados los tientos que trabajosamente había
hecho su hijo, se empezó a inquietar. “Y el patrón, colorados...?”
preguntó a los bueyes. Por toda respuesta, los animales la miraron
con sus grandes ojos melancólicos. “Voy a ver. Ha de venir trayendo
la carreta por detrás de la lomada” se dijo en voz alta.
Caminando rápidamente, Micaela atravesó la lomada y buscó
a lo lejos con la mirada.
“Pero, ¿qué estará haciendo?”, se preguntó en voz alta, con
el rostro crispado por la angustia, mientras devoraba con los ojos
el camino desierto, en su afán por ver aparecer la carreta.
El sol se hundió en un horizonte encendido como una
hoguera. Las nubes de fuego cedieron el paso a otras de color oro,
cubiertas de polvo que luego se tomaron violáceas y, poco a poco,
se impregnaron de tintes grisáceos cada vez más oscuros, hasta
que se hizo de noche. A menudo, el sol crepuscular de la pampa
parece furioso por su intenso color rojo y sus reflejos postreros
parecen deberse a que frunce el ceño con verdadero enojo.
La pobre madre siguió esperando, inmóvil como una estatua.
Al mediodía, cuando el sol está en su apogeo, la pampa se
presenta desolada y hostil, mientras que a la caída del sol, deviene
animada y amistosa. Es el momento en que los perros cimarrones
salen de sus guaridas a merodear en yunta, entretanto los búhos,
fieles compañeros, se agitan y revolotean a su alrededor, pegando
chillos. A esa hora se dan cita el temeroso tatú, de caparazón de
plomo, avanzando lentamente y desapareciendo rápido, al menor
ruido; el zorrino1, habituado a vagabundear, el guanaco2, con su
cuello largo, marchando desdeñoso junto al avestruz de ojos
desorbitados. Es la llora de la vida, es la hora de la animación.
Mientras el cielo se va cubriendo de estrellas, en la tierra pululan
animales vistosos que parecen surgir de sus mismas entrañas.
Llegan chillidos suaves y lastim eros de las lagunas,
murmullos misteriosos de los cañaverales, pasos fugitivos de los
oscuridad... Cisnes de alas macizas surcan el cielo en bandadas
pegando chillos acerados que se entremezclan con los gritos
lastimeros del chajá.
La madre desconsolada no advierte toda esta puesta en escena,
abstraída por su obsesión: ver llegar al hijo...
A m edida que la oscuridad va desplazando la luz, la
desesperanza va minando su alma. Su corazón presiente algo
funesto... Ya bien entrada la noche comprendió que su hijo no
volvería y que debía salir a buscarlo.
Saliendo por fin de su letargo tomó el camino que tenía
delante de sus ojos y se puso a andar, impulsada por su instinto
materno.
¿Adonde se dirigía? No se lo preguntaba... Dominada por el
terror, no podía razonar.
Como única brújula en el inmensidad, la madre tenía su
corazón.
Y Y

’Mofeta, vib erra m ep h ü is.


2 C am elhts g u a n a cu s.
Capítulo VI

Soldado

Cuando la partida en la que iba Pablo llegó a Rojas se encontró


con un gran revuelo. Las autoridades acababan de recibir la orden
de movilizar su contingente de inmediato, ya que el gobierno estaba
ál tanto de una invasión por el norte, que iba a efectuarse en
connivencia con los indios.
Los habitantes de Rojas estaban al borde de la desesperación.
De acuerdo con las órdenes de Buenos Aires, las tropas de frontera
debían unirse al cuerpo de ejército acampado en San Nicolás. De
este modo, Rojas quedaba indefensa, expuesta a los ataques de los
indios salvajes. El batallón de línea había partido esa misma tarde,
y trescientos guardias nacionales ya se encontraban acantonados
en la plaza.
— Avance, teniente Llerena — dijo un joven oficial que
montaba un hermoso bayo magníficamente enjaezado, dirigiéndose
al comandante de la partida, 110 bien lo vio llegar por )mo de los
extremos de la plaza— . Avancen, muchachos, hay que partir
inmediatamente.
Llerena le respondió lacónicamente, acercándose al oficial:
—Los caballos necesitan descansar.
—Está bien — respondió el capitán Vidal, el mismo que le
había extendido la papeleta a Pablo unos días antes— . Veo que los
animales están agotados... así que les vamos a hacer un recambio,
aunque lo que puedo ofrecerles no vale gran cosa. Lleven éstos a
la remonta... pero ya mismo, muchachos, porque tenemos sólo una
hora para despedimos de los amigos de Rojas.

69
Y dirigiéndose a los guardias nacionales» alineados en fila
detrás de él, exclamó:
“ Coraje, amigos, coraje... Valientes como son en la pelea,
que no les amaine el valor al dejar a la familia. En media hora los
espero aquí con los caballos — agregó m irando su reloj—
Andando...
La guardia nacional de Rojas, integrada por jóvenes del campo
del tipo de nuestro héroe, se dispersó a lo largo y ancho. El capitán
Vidal, dos de sus ordenanzas y la partida en la que estaba-Pablo
permanecieron acantonados en la plaza.
— Teniente — llamó el capitán, apartándolo del grupo— , ¿sus
hombres están de bufen ánimo?
— ¡Eh! ¡Eh! capitán — respondió Llerena con ironía— , el
gaucho está harto de combatir... y yo creo..., lo que pienso es que...
— y meneó la cabeza.
— Está bien — agregó severamente el oficial— , en todas
partes lo mismo... Y al ver a Pablo:
— ¿Quién es este mozo? — le preguntó, aunque en realidad
se dirigía a Pablo. Acercate — agregó, haciéndole un gesto con la
mano— , ¿quién sos?
— Soy Pablo Guevara —respondió el joven con orgullo—
Ayer me enrolaron estos señores, pese a que usted mismo me
exceptuó del servicio por hijo de viuda...
— E stá bien — contestó Vidal, interrum piéndolo— , lo
recuerdo... pero, ahora te necesitamos...
Y con un ligero tono de tristeza, continuó:
— Hay muchos en tu misma situación... Pero, cuando la Patria
necesita de sus hijos no elige, muchacho..., y no es ingrata después...
Andá... que te den un caballo lozano y un quepis... Teniente, le
recomiendo a e^te joven...
—Vamo¿i, amigos..., hay que apurarse... Adelante... jMarchen!
Y luego de haber apelado a la disciplina, se dirigió hacia el
depósito donde tenía aún asuntos pendientes, seguido por la partida.
Entre otras cuestiones, debía confirmar si habían llegado los

70
caballos que con tanta seguridad les había prometido a las nuevas
tropas. Una vez abastecido el grueso del ejército, las caballerizas
del gobierno se agotaron, de forma tal que los estancieros de Rojas
debían proporcionar la mitad de los caballos necesarios como
contribución de guerra.
Antes de hablar con Vidal, Pablo tenía la vaga esperanza de
escapar a su destino. Lejos de eso, sus expectativas se esfumaron
como por encanto. Hasta ese momento, el recuerdo de la bella
Dolores había acaparado todo su ser, lo cierto es que ahora
descubría que dejaba a su madre completamente abandonada.
Temblando y tratando en vano de reprimir las lágrimas, Pablo
le respondió al sargento con negativas. En ese momento, el valiente
Benítez, que había escogido un caballo para él y otro para su
discípulo, como empezaba a llamar al joven soldado, le aconsejó
que comiera algo antes de partir.
— Comé, amigo— le dijo— ; comiendo no se van las penas...
pero..., barriga llena, corazón contento.
Aunque seguía negándose a todo, a fuerza de insistir, el joven
taciturno terminó comiendo un trozo de asado.
Reunida toda la tropa, el valeroso y lúcido capitán pronunció
un discurso afectuoso, comprometiéndose a no escatimar esfuerzos
en pro de conseguir que el general en jefe envíe inmediatamente
una guarnición para proteger a la ciudad del ataque de los indios.
La población, que había acudido masivamente a la plaza, lo
escuchó atentamente, acogiendo su promesa con un murmuro que
expresaba aprobación y que devino en el grito unánime de: “ ¡Viva
el capitán Vidal!”
La pequeña columna se puso en marcha en silencio, dejando
a su paso penas y lágrimas. Rojas parecía más silenciosa y desierta
que de costumbre.
D urante todo el trayecto a San N icolás, Pablo estuvo
encerrado en un obstinado mutismo, como queriendo evitar todo
tipo de contacto con sus compañei-os. Pasaba por extrañas
transiciones: lo dom inaba un odio salvaje, terrible, difuso,

71
puramente instintivo. Detestaba todo lo que lo rodeaba, empezando
por su propia persona. jAy de aquel que se hubiera atrevido a
provocarlo en sem ejante m om ento...! Y, sin em bargo, no
demostraba la tempestad que se abatía en su alma.
Dócil y atento a las órdenes de su jefe como el mejor soldado,
el joven gaucho parecía limitarse a expresar su repudio con una
absoluta reserva.
— Decí algo, Pablo — le pidió el sargento una tarde, sentados
al píe de la carpa que compartían desde la llegada al cuartel
general— ; contame tus penas, m 'hijo, que el silencio no le hace
ningún bien al hombre.
A la luz del fogón, Pablo, sombrío y silencioso, el ceño
fruncido, los labios apretados, parecía la personificación del odio
mudo.
— Soy viejo, m'hijo; conozco el dolor — agregó el paciente
Benítez— ; sé que la vida es dura para el gaucho... ¿Te creés que
sos el único hombre que sufre, Pablito?
Por toda respuesta, el joven tuvo un gesto de impaciencia.
— Vivís perdiendo la paciencia... ¿De qué te sirve...? Hac eme
caso — prosiguió el viejo gaucho— , empezá por el final que vas a
ganar tiem po... ¡Qué diablos!, al final, mi amigo, te habrás
consolado, como les pasa a todos...
—Nunca... — dijo Pablo con voz sombría.
—Nunca es mucho tiempo, m'hijo — respondió el sargento.
Pablo, sin escucharlo, exclamó fogoso:
— N unca me voy a olvidar de sus injusticias... de sus
cobardías... de sus falsas promesas... Me hablan de la Patria. ¿Qué
tengo que ver con la Patria de ellos, con la libertad de ellos...? Yo
también quiero la libertad... mi libertad... ¿Entonces, por qué me
la quitan...? ¿Por qué me arrancan del pago, de mi madre, de la
mujer que quiero...? ¡No!, no les creo nada. Unitarios y federales
son todos iguales. Los odio, como ellos nos odian a nosotros, pobres
gauchos...
—No se trata de eso, m 'hijo — respondió tímidamente el

72
sargento— ; hacés mal en enojarte... A tu edad yo también quería a
mi pago, y, sin embargo, nunca volví... Lo que pasa es que para
nosotros, los gauchos, la libertad es algo muy difícil de entender.
Pablo hizo un gesto de desprecio.
— Te confieso que yo mismo no tengo demasiado en claro a
qué se refieren ellos con su libertad —prosiguió el sargento— . A
mí me gusta terriblemente la mía, la nuestra, eso de ir y venir a
mis anchas en un buen parejero1, sobre todo cuando tengo unos
pesos para gastarme con un amigo.
El viejo gaucho suspiró y miró las estrellas en silencio.
—No importa — agregó después— , dicen que la Patria nos
necesita y que tenemos que defenderla...; y que está acá, está allá...
está un poco en todos lados...
— Sargento Benítez, ¡y usted les cree...! — replicó Pablo,
despreciativo— ¿Por qué tengo que defender algo que no
conozco,..? Y ellos, ¿qué hacen por mí...? ¿Harán algo por mí algún
día...? Y yo por ellos, a los que no conozco y que no me conocen...
dejo lo que más quiero en la vida... y a los que me quieren... Ya ve,
sargento — agregó con énfasis— , un buen gaucho no tiene por
qué aguantárselas.
— Hay algo de verdad en los que decís, m 'hijo — continuó
el sargento— Así y todo se te podría responder, pero yo no sé
cómo, te lo confieso... Es igual, Pablito, un militar debe obedecer
a sus superiores, y creo.,.
— Pero yo no soy militar, sargento... ¿Qué está diciendo?
— dijo Pablo, interrum piéndolo— . ¿Se cree que porque me
pusieron esta chaqueta y este quepis ridículos me hicieron
soldado...? ¡No, sargento, n o ...! Acaso no les bastó con que mis
hermanos, obedeciendo al tata, hayan dado la vida lejos de
nosotros, como unos pobres desgraciados... Yo, yo... — y, con
otro to n o , m u rm uró estas p a la b ra s , casi al oído de su
compañero— me voy a ir uno de estos días sin hacer ruido,
como llegué.
1 Caballo rápido.

73
— ¡Infeliz! — exclamó el sargento— ¡Un desertor...! ¿Y
pensás...?
— ¿Si lo pienso? Es lo único que hago desde que llegamos...
Es que acá, acá es más fácil — agregó, mirando.para todos lados,
hay tanta gente, tanto barullo, tanto ir y venir... Vea, sargento...,
tengo una idea: tirarme de cabeza en esa agüita clara que se ve por
allá.
—Ni se te ocurra, m'hijo. El Paraná es pirofundo; no vas a
tardar en hundirte... — y cambiando el tono— . El soldado que
deserta la víspera del combate es un cobarde, Pablo, ¿no será que
le tenés miedo a la muerte? — agregó.
— A lo m ejor...— respondió el joven gaucho pensativo.
— ¿Y te vas a jugar a que te arresten por desertor?
— Pero si no me van a agarrar — respondió el joven muy
seguro.
— ]Eh!, ¿y cómo vas a hacer para que no te agarren?
—La pampa es grande... y esta vez no me voy a fiar de sus
papeles; me les voy a escapar siempre...
— ¡Mocito zonzo! — exclamó Benitez— , no sabes lo que
decís...; conozco la vida errante... Desgraciadamente la conozco...y
es triste... muy triste.
El sargento cayó en un ensueño que Pablo no interrumpió. Se
quedaron así, sin hablar durante un largo rato.
La voz del clarín llamando a silencio1 les advirtió que había
que apagar el fuego y entrar a la tienda a dormir...
Tres noches después, un oficial de servicig informaba a sus
superiores que la ronda había capturado a un soldado que,
aparentemente, quería fugarse.
El tránsfuga no era otro que Pablo.
Lo reprendieron severamente y lo castigaron a un mes de
arresto.
El culpable no confesó su intención de huir; por toda respuesta
a las preguntas que le hicieron, decía, lacónico y huraño: “Paseaba...”
1 Reposo.

74
Gracias a que lo descubrieron a plena luz del día le creyeron
fácilmente, de suerte que sólo lo castigaron por infracción a la
disciplina.
Ese mismo día la tropa se puso en marcha.
La estricta disciplina militar que se observa en los ejércitos
europeos no tiene cabida en los nuestros, puesto -que, en su mayor
paite, los integran elementos dispares y heterogéneos.
En la época en la que transcurre nuestra historia, la falta de
homogeneidad era aún más notoria.
Qué diferencia entre esas masas informes, indisciplinadas,
compuestas por hombres de toda condición, edades, tamaños,
colores (porque en nuestros ejércitos abundan los negros y mulatos,
que muchos jefes los prefieren a los blancos), y los ejércitos
europeos... Sin embargo, cuántas veces esos hombres de variada
condición, sin la más mínima formación militar, se enfrentaron
con tropas enem igas, desconociendo los más elem entales
movimientos estratégicos que cualquier recluta francés realiza con
precisión. Es cierto que, muy a menudo, las tropas enemigas
también están muy fragmentadas por la indisciplina.
D esgraciadam ente, las guerras civiles no fueron más
indulgentes con nosotros que con aquellas pequeñas repúblicas
italianas del medioevo. Como ellas, tuvimos nuestros condottieri,
los caudillos, y su cortejo de males inevitables. Como ellas, tuvimos
soldados improvisados que se avergonzaban de sus ridículos atavíos
al enfrentarse con tropas regulares; como ellas, vimos poblaciones
oprimidas inclinándose y temblando ante el liberador esperado y,
en ocasiones, añorando al día siguiente la opresión de la víspera...
Tanto en el viejo como en el nuevo mundo, la fuerza-siempre
fue la fuerza, y las ilusiones siempre las mismas...
Capítulo VII

La estancia

¿Qué había sido de Dolores entretanto...? Su vida transcurría


como de costumbre; nada había cambiado: la misma calma, la
misma monotonía, las mismas largas jornadas inactivas, todas muy
parecidas.
Se levantaba tarde. Durante el resto de la mañana le daba de
comer a sus palomas y gallinas, y cuando su padre estaba en casa
le cebaba unos mates, si tenía la suerte de verlo antes de que saliera
al campo.
Mientras llegaba la hora de la siesta, hacía unos puntos en su
eterno cribo; iba y venía como un alma en pena rondando por la
vasta casa, buscando en qué ocuparse, tratando de interesarse en
algo sin conseguirlo.
Después de la siesta, tía Rosa se acercaba a su cama con un
trozo de sandía del campo de Pablo o una taza de leche cuajada
con azúcar, en tanto que la perezosa seguía recostada prestando
oídos distraídos al insípido parloteo de la vieja negra.
Don Juan regresaba a la hora de la cena, que es cuando tenía
lugar la comida formal de la casa. De mañana, el Federal tomaba
sólo unos mates y, generalmente, la hija hacía Jo mismo.
La cena, preparada por tía Rosa, extensa y compuesta casi
siempre por los mismos platos, resumía las costumbres de la gente
de la estancia. Entre plato y plato, la negra se ubicaba detrás de la
silla del patrón, con el que conversaba familiarmerjte durante toda
la comida, preguntándole sobre los trabajos de la jomada.
77
Los días tristes del estanciero eran aquellos en que se separaba
de una parte de su ganado para venderlo. En esas circunstancias,
el rostro de don Juan denotaba preocupación, hablaba más
entrecortado que de costumbre y a cada instante se lo oía repetir:
“Tan hermosos animales... Me equivoqué... Y por nada...”.
La negra le hacía coro al patrón, y Dolores, acostumbrada a
la cantinela, guardaba silencio.
Cada vez que vendía parte de su hacienda el estanciero se
quedaba con la sensación de haber sido embaucado p o r los
compradores de la ciudad y de haber salido perdiendo. Entre los
animales y el dinero prefería a los primeros, puesto que el dinero
tenía poco valor para él. Se trata de una manía propia de los
estancieros, que los lleva a postergar siempre toda transacción
definitiva.
Una vez terminada la cena, don Juan vdlvía a montar a caballo
e iba a echar un último vistazo a los animales. Algunas veces
Dolores lo acompañaba en su ronda nocturna. Por lo general, la
muchacha usaba su atuendo habitual y se cubría la cabeza con un
pañuelo de muselina blanca anudado al mentón. En la palidez mate
de su rostro, la tela blanca realzaba el brillo de sus ojos
aterciopelados. Montada en el caballo, la pollera apenas alcanzaba
a cubrirle la punta de supiecíto, y, a menudo, en la agitación de la
carrera y con la rjiás leve brisa, se levantaba indiscreta, dejando al
descubierto una pierna maravillosamente moldeada. Esto daba
lugar a una lucha incesante entre la gentil amazona y la caprichosa
pollera, que el viento levantaba y ella retenía hábilmente con la
mano izquierda. Rozando las ancas del caballo colgaban sus largas
trenzas.
En muchas ocasiones, Pablo se encontró con la joven durante
esas excursiones nocturnas. ¡Qué hermosa le había parecido
Dolores a la luz del crepúsculo! Pero, también, ¡con qué amargura
sintió la distancia que separaba a un pobre desgraciado como él,
sin bienes ni fortuna, de la hija del rico estanciero!
78
Mientras Dolores y su padre recorrían cada noche la vasta
pampa a todo galope, él, asediado por la indigencia, ni siquiera
tenía caballo. Hundido en la pesada carreta, en una humillante
inmovilidad, el hijo agreste de la llanura regresaba lentamente a
su hogar, al paso lánguido y monótono de la perezosa yunta.
¡Cuántas lágrimas impotentes se habrá tragado en silencio...!
¡Cuántas veces Micaela lo habrá visto llegar sombrío y pensativo
de esas excursiones semanales, sin que la infortunada madre haya
podido arrancarle el secreto de la tristeza que velaba su rostro! Y
era otro motivo de pena para su quebrantado corazón de madre.
En las hermosas noches de claro de luna, a Dolores le gustaba
quedarse afuera un rato más, contemplando el astro nocturno al
que llamaba su compañera.
—No me canso de mirarla — le decía a la negra— , y me
parece que ella también me mira. Al sol no lo quiero porque llega
para echarla del cielo. Apenas aparece la luna me siento distinta.
A la muchacha le gustaba tocar la guitarra bajo su pálida
claridad. Pese a que nadie le había enseñado, tocaba con un extraño
talento. Durante el día no lo hacía porque decía que la luz del sol
le quitaba inspiración. Sin embargo, la música hubiera sido un
recurso en esas largas horas de ociosas jomadas en las que la mente
parecía deambular sobre ardientes y estériles arenas.
Imagínense lo que ha de ser la existencia en la pampa, tan
anodina, chata y pasiva como su entorno; traten de ponerse en el
lugar de esa joven sumida en la soledad, sin más compañía que su
ama de leche, a la que ve poco ya que tiene ocupaciones, y un
padre reservado cuya escueta y monótona conversación no puede
interesar a la muchacha y que, además, no acostumbraba hablar a
solas con ella porque el gaucho, instintivamente, desconfía del
discernimiento femenino.
En condiciones tan primitivas, la mujer carece de los
recursos con que cuenta el otro sexo. Si es pobre, el hombre se
dedica a luchar por sobrevivir; si tiene una mejor situación, o si es
rico Como el Federal, ocupa el tiempo explotando sus bienes y
dirigiendo el trabajo de los peones. Solamente recorriendo cada
día sus vastas tierras, atendiendo a los animales y comprobando
el estado de las aguadas (la principal ocupación de los estancieros),
tiene suficiente actividad como para no aburrirse. Aparte de las
tareas cotidianas, cada año hay que marcar la hacienda, actividad
que apasiona a los gauchos. Es la época de los grandes trabajos en
la estancia, comparable a la vendimia y al henificado del campo
europeo, pues conlleva animación y mayor actividad.
Cuando las mujeres son madres, al tener hijos que cuidar y
educar, mal que bien tienen en qué ocuparse. Cualquiera sea su
condición social y el medio donde se encuentre, una mujer con
hijos siempre tendrá ocupación. Los hijos no son únicamente “la
alegría del hogar”, como dice el poeta, sino también los quehaceres,
la luz, la vida.
Pero las jóvenes solteras, sobre todo las ricas como Dolores
que no tienen a su cargo las tareas de la casa, ni libros para instruirse
o entretenerse, ni revistas de moda, ni vecinas para visitar, ni pobres
para ayudar, ni amigas confidentes para contarse secretos, viven
privadas de los grandes escapes que ayudan a expandir el alma,
esa potencia que tiende a expandirse, como ocurre con todas las
fuerzas naturales... ¿Cómo harán para conseguir la motivación que
toda alma necesita para cumplir su humana misión?
Al estar sumergidas en un estado de perpetuo sonambulismo,
como la ostra en la concha, y sin fuerzas para luchar contra el
entorpecimiento que las encadena, ¿hay que creer que esas almas
están destinadas a reprimir su vuelo? Ignoramos la respuesta, así y
todo, seamos más piadosos con esos pobres seres prisioneros que
con las otras, con esas parias del conocimiento, excluidas de los
goces intelectuales, que, a pesar de esas carencias, no se libran de
las luchas desgarradoras de las pasiones humanas en este valle de
lágrimas. Verdaderas desheredadas, soportan todas las cargas sin
tener ningún consuelo... Y, ¿quién s a b e . t a l vez lleguen a lo que
todos buscamos por caminos distintos y hasta opuestos a los
nuestros. ¡Bienaventurados los pobres de espíritu...!
—Mama Rosa, ¿por qué las noches son tan cortas y los días
tan largos...? — solía preguntarle Dolores.
Y ella le contestaba con su propia astronomía:
— Porque el sol es más pesado, m 'hija, le cuesta andar.
Lá negra tenía que apurarla e incluso retarla para que la joven
se decidiera a acostarse en esas hermosas noches plateadas de las
pampas.
— ¿Dormir, Mamita? — le preguntaba Dolores disgustada— ,
¿con esta luna...?
Como diciendo: “Tenés la osadía de privarte de semejante
encanto...”.
Cuántas veces a la mañana, cuando la atenta mujer iba a
sacarla de la cama, la perezosa niña, entreabriendo los bellos ojos,
exclamaba: “¡Cómo quisiera que el día no llegara nunca...! ¡¡¡No
termina más!!!’*.
Y, sin embargo, Dolores veía a Pablo a plena luz del día, pero
era durante la noche cuando pensaba en él. Bajo los rayos
melancólicos de la luna, Dolores le entregaba su alma y se
confesaba lo mucho que le gustaba...
Cuántas veces se decía en sus largos ensueños:
— ¡Oh! ¡Qué feliz,sería si pudiera verlo a la luz de la luna...!
¡Me.animaría a mirarlo a los ojos...! Le hablaría... Le diría que
vivo pensando en él..., y hasta sería capaz de preguntarle si piensa
en mí...
¡La enamorada Dolores no sabía hasta qué punto colmaría
sus deseos!
En esa época, la casta niña ni siquiera sospechaba que habría
de ceder a los ardores del amor bajo la tenue luz del astro amado.
¡Más tarde habría de comparar los largos días con esa breve
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noche de amor y su séquito de lágrimas...!
Niña desdichada, tan bruscamente iniciada a lo más terrible
que la vida revela al alma humana: el amor y la ausencia...
Desde aquella noche, Dolores, consumida por la fiebre,
abrigaba la muerte en su seno. Extrañas transiciones se disputaban
el dominio de su cuerpo: repentinos desvanecimientos daban paso
a una indefinible exaltación nerviosa.
Lejos del ser amado, arrancada de la noche a la mañana de
un mundo apenas soñado, debatiéndose entre aquel recuerdo
embriagador y una angustia cada vez más intensa, Dolores se iba
consumiendo. Atormentada por la amenaza de no volver a ver a su
amante, y por el temor a los peligros que quizás enfrentara para
verla, exagerados por la negra con la mejor intención, el alma de
la joven se iba destrozando.
Un ambiente ameno, con novedades y distracciones, consigue
alejar nuestras penas, pero un entorno como el de Dolores,
desolado, m onótono y aburrido, contribuye a aum entar el
sufrimiento. La inquietud la devoraba, el amor la carcomía y el
aburrimiento la mataba.
— ¿Dónde estará? — le preguntaba continuamente a tía Rosa.
Y la buena mujer, cuyas suposiciones siempre complicaban
las cosas, le respondía:
— Seguro que ya plantó a esos bandidos y se fue a juntar con
los nuestros.
Pero la joven no compartía esa opinión.
— A cada instante me parece que lo veo llegar — le dijo un
día a su fiel confidente—
i . Esta noche creí oír su voz.
— Soñabas, Lolita, soñabas —le contestó tía Rosa—-sya debe
de estar lejos..., pero lo raro es que no se sepa nada de doña Micaela.
El otro día, ño Gómez me decía que el rancho de los Guevara
parece abandonado.
D olores, que escuchaba en silencio, suspiró por toda
respuesta...
— ¿Qué tenés, Lolita? —preguntó de repente el ama de
leche— ; de pronto estás pálida como un papel y enseguida te pones
roja como una sandía... Hablá, abrí los ojos... No te vayas a quedar
así, sin moverte, quién sabe por cuánto tiempo... Vamos, m 'hija, si
tenés sueño, hacé la siesta, pero que no pase como ayer y anteayer.
No vaya a ser cosa que cuando el patrón te llame no quieras ir.
Vamos, m'hija... oíme, mocita — agregó tía Rosa con su más dulce
voz, tocando la frente pálida y húmeda de Dolores con los dedos
de ébano.
La muchacha abrió los ojos y los volvió a cerrar enseguida,
sin responder.
“Na más abre y cierra los ojos, ¡qué raro!; si no supiera que
esta inocente nunca en su vida tomó una gota de ginebra habría de
creer que se pasa el día borracha”, pensó la casera.
Sin saberlo, ¡cuánta razón tenía la negra fiel!
Desde la partida de su amante, Dolores vivía en un estado de
ausencia permanente.
—Esto pasa por estar siempre triste y sola —-agregó tía Rosa— .
¡Señor mío!, es joven, necesita quemar energías... Ahora mismito
voy a hablar con el patrón... — Y se fue a la cocina meneando la
cabeza.
Estaba entrando cuando vio a uno de los peones que bajaba
del caballo cerca del cerco.
— ¿Qué pasa, Miguel? ¿Qué te trae por acá a estas horas?
— Tía Rosa..., tía Rosa — le contestó Miguel en voz baja— .
Hay novedades...
— ¿Cómo?
— Sí, vengo de hablar con el Vicente. Dice haber visto un
destacamento de Costa esta misma noche.
— ¡Mi Dios, qué decís..,! — exclamó encantada la negra— .
Y el patrón, ¿dónde está...?
— Eso mismo quiero saber yo. En la estanzuela1 no estaba,
1Pequeña estancia,
por eso me vine a ver si había vuelto a las casas. ¡El hombre no es
tonto, algo andará sospechando...!— agregó Miguel.
Y el gaucho le guiñó el ojo con malicia...
Tía Rosa se quedó muy pensativa.
— ¿Por dónde iba el Vicente? — preguntó.
— Iba al Juncalito con las yeguas.
— Ta bien — contestó la negra— . Todavía están lejos...
Y agregó, como hablándose a sí misma.
— jAy si las cosas se dieran vuelta...!
Miguel se subió al caballo y tía Rosa fue a sacar la espuma
del puchero, con la cabeza llena de ilusiones.
El Federal volvió para la cena, como de costumbre. Había
hablado con Miguel, y cuando tía Rosa se le acercó la abordó muy
risueño.
— Sí, tía Rosa —le dijo como respondiendo una pregunta— ,
ya están listos...
—Alabada sea la Virgencita.
— Tengo ham bre— agregó el Federal— , vamos a comer.
— ¡Qué alegría, patrón, qué alegría!
AI entrar al comedor, éí mismo llamó a la hija al notar su
ausencia.
— Acá estoy, tatita — respondió la muchacha a su padre y le
besó la mano.
En ese momento llegaba tía Rosa trayendo la sopera. El padre
y la hija se sentaron a la mesa.
El Federal tenía hambre, en cambio la joven no comía nada.
La negra, que no le sacaba los ojos de encima, le preguntó:
— ¿Por qué no comes, Lolita?, si te hice garbanzos que te
gustan tanto, m'hija.
—No tengo hambre, mamita — respondió Dolores dejando
la cuchara en el plato y apoyándose en ei respaldo de la silla.
— Pero si 110 comiste nada desde esta mañana... — agregó la
casera— . Desde que no hay sandías, nada te viene bien al
mediodía.
— ¿Se terminaron esas sandías? — preguntó el Federal, y
luego, como recordando, continuó— . Es cierto, rne dijeron que
el mozo no viene más por... — dejando la frase sin terminar como
lo hacía a menudo.
— ¡Qué lástima! — agregó— ¡A Lolita le encantaban...!
La negra fue a buscar el asado y volvió al cabo de un rato
con un gran plato ovalado que parecía pesarle.
El Federal le sirvió una porción a su hija, que la joven ni
siquiera tocó. El se sirvió dos y se las comió con ganas.
Tía Rosa, viendo que Dolores no comía, le dijo a su patrón:
— Patrón, pa mí que la niña está enferma. No come. Mire el
plato.
“—Tiene razón— respondió don Juan sin dejar de comer— .
Pero, ¿qué tiene? — preguntó unos instantes después.
— Nada, tata— contestó la muchacha— , son cosas de Rosa.
Estoy un poco mareada, nada más.
El Federal la observó en silencio, detenidamente y, al cabo
de unos instantes, prosiguió:
— Hay que ver al doctor, Lolita, no tenés buena cara... Lo
malo es que hay que ir a Rojas, y esos viajes del demonio...
— No vayamos, tata..., te lo ruego, no; vayamos — exclamó
la joven con una evidente expresión de disgusto.
— Bueno, pero entonces comé y no te enfermes. Sobre todo
ahora que... — y sin terminar la frase, como de costumbre, el
Federal intercambió con la sirvienta una mirada cómplice.
La jornada llegó a su fin sin novedades. Como tía Rosa
pensaba en todo momento que había llegado la horá señalada, se
pasó toda la noche en vela. Cada vez que ladraban los perros
creía que anunciaban a los compañeros. En vano estuvo a punto
el agua toda la noche, pues mateada no hubo, con gran pesar de

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la negra. Más de una vez confundió el silbido del agua hirviendo
con el ruido de pasos marchando a lo lejos.
Esa noche reinó la más absoluta calma en la vasta pampa.
Los federales no llegaron.
Capítulo VIH

S o le d a d

A fuerza de caminar, Micaela, a quien habíamos dejamos


desesperada al anochecer en medio de la pampa, terminó cayendo
agotada, casi sin aliento.
— ¡Dios mío...! — exclamó, cuando se vio impedida de
continuar andando sin detenerse a descansar unos minutos— . ¿Será
posible que haya llegado tan lejos...? ¡Si hasta me parece que lo
ando buscando desde hace mucho tiempo..!
La madre había caminado toda la noche sin permitirse un
momento de reposo. Sólo la pampa desierta la acompañó en todo
el trayecto. No halló ni el rancho más humilde donde pedir un
poco de agua, ni un árbol donde cobijarse, ni un arroyito donde
refrescarse los pies magullados.
— ¡Es el fm! — pensó la madre desesperada— . Voy a morirme
acá de cansancio y de sed. A lo mejor mi hijo volvió al rancho por
otro camino y me espera impaciente. ¿Cómo pude dejarme llevar
por la desesperación...? ¿Qué hacer...? ¿Cómo volver...? ¿Dónde
estaré?
Cegada por el resplandor, miraba en vano en todas las
direcciones, tratando de orientarse... Estaba mareada; el calor
parecía brotar por debajo de sus pies, y una aureola de fuego le
oprimía la garganta reseca.
Ya no veía, ni entendía nada... Su mente y su corazón
estaban paralizados por la sed. Poco a poco, fue recuperando su
energía natural, consumida por la angustia del alma. Aun en las
87
naturalezas más débiles, cuando prevalece la materia nada puede
resistirse a su potencia.
Abatida, sofocada, dilatadas las pupilas y a punto de caer en
un delirio, la pobre mujer, guiada por su instinto, se puso a buscar
una picada polvorienta que a la ida había evitado, optando por
caminar sobre el pasto.
De repente, el sonido seco de un galope distante bastó para
reanimar sus fuerzas exhaustas.
— ¡Un caballo! — se dijo conocedora de los sonidos de la
pampa, como todo lugareño— . Estoy salvada...
Fortalecida por la esperanza, logró ponerse de pie para
explorar el espacio con la mirada.
Un hombre a caballo venia en su dirección.
Por mucho que deseara gritar pidiendo auxilio, la garganta
reseca no le respondía...
Así y todo el jinete la vio y fue derecho a su encuentro.
— ¡Eh! ]Eh! — gritó cuando estuvo a unos m etros de
Micaela— . Doña, ¿qué hace acá, sola, al rayo de sol?
Por toda respuesta, la viuda agitó convulsivamente los brazos,
haciéndole señas para que se acerque.
El recién llegado era un chico de unos diez años, montado a
pelo en un escuálido caballo de gran altor. Desmontó enseguida y
se acercó a Micaela.
Dando gracias a Dios con los ojos llenos de lágrimas, la madre
recuperó la voz gracias a la emoción.
— Dejame subir, m 'hijo — le dijo— , me muero de sed.
—Tome, doña, reciencito nomás llené los chifles en la laguna,
— respondió el chico alegremente ofreciéndole a la pobre mujer
un gran cuerno de vaca repleto de agua fresca.
Micaela bebió con avidez durante un largo rato. Saciada la
sed, le preguntó a su salvador de dónde era.

— Soy de Rojas y me llamo Andrés Pino, para servirla
— contestó el chico.
— ¿Estamos lejos de Rojas? — le preguntó Micaela.
—No tanto... —respondió Andrés-— , cerquita nomás. Si
quiere, la llevo. Monte al anca, doña — agregó con cortesía— , ya
mismo la llevo.
Gracias a su habilidad, Micaela, extenuada, pudo subir sin
dificultad a las ancas del caballo, teniendo como único apoyo el
hombro del niño cuya estatura apenas sobrepasaba la del animal.
El agua del chifle le había devuelto la vida y con ella el recuerdo
de sus penas.
A su tumo, colgándose del cuello del animal, Andrés subió
como un mono al lomo del caballo, y partieron al galope.
Al cabo de un cuarto de hora de marcha, llegaron a las afueras
de Rojas.
— ¿Dónde la dejo, señora? — le preguntó el chico.
—No sé —respondió la viuda distraída.
Su ciudad natal, que no veía desde hacía mucho tiempo, le
despertó un cúmulo de recuerdos perdidos en lo más profundo de
su corazón, Como confusos torbellinos, el pasado y el presente se
mezclaban en su mente quebrantada...
Distintas imágenes aparecían y desaparecían: se veía recién
casada del brazo de su marido o besándolo el día de la fatal,
despedida, veía a su madre o a su tío, el buen sacerdote chileno, al
m om ento de m orir. Su im aginación,, com o un inm enso
caleidoscopio, rescataba de su corazón temas que componía y
descomponía caprichosamente, sin método, ni continuidad.
En vista de que Micaela 110 le contestaba, el joven Andrés
tomó sin titubear el camino que llevaba a su casa.
Andrés y la mujer atravesaron rápidamente la plaza, ya casi
desierta, pues las tropas del capitán Vidal acababan de partir. En
pocos minutos llegaron a un rancho que, a modo de puerta, lucía
unos cactus altos y frondosos. Allí vivía Andrés, su madre y varios
hermanos.
— Ya estamos — le dijo el chico desmontando con rapidez
89
y ofreciéndole amablemente el brazo para ayudarla a bajar del
caballo. Micaela quiso dar un salto, según su costumbre, pero,
aturdida, cayó pesadamente de cara al piso. El chico no tuvo la
fuerza su ficien te para levantarla pues la m ujer se había
desvanecido.
— Mamá, mamá... — gritó, corriendo hacia la casa— , misia
está muerta...
— ¿Qué misia? — se oyó desde el interior.
— Esta — le respondió Andrés señalando a Micaela.
La m adre venía del fondo con dos niños en brazos.
Creyéndola muerta, no se atrevió a acercarse pues la gente del
campo le tiene terror* a los muertos. Pero el chico, reteniéndola
del vestido, insistió;
— ¿Quién sabe?, se cayó del caballo, a lo mejor no está
muerta, vení a ver.
Y en pocas palabras le contó el encuentro con M icaela y lo
que había sucedido después.
La madre de Andrés se animó a arrimarse, aunque con cierto
resquemor. De repente, salió de la casa un perrito blanco de pelo
largo, se acercó a Micaela y se puso a lamerle las manos y la
cara. “Si la perra la lame, no puede estar múerta”, pensó la buena
mujer.
— Hacete cargo de los mellizos, Andrés, voy a tratar de
levantarla. Así se puede ahogar.
Y entregándole los pequeños, levantó la cabeza de Micaela
y la apoyó en sus rodillas. Le había perdido*temor al notar que la
cabeza ardía y que una sangre negra y espesa manaba de la nariz.
Entretanto la perrita seguía lamiendo las manos de la enferma.
— Muerta no está, Andrés, pero se la ve muy mal — dijo— .
Andá a buscar a la vecina, m 'hijo, pa'que nos diga lo que hay
que hacer.
Andrés salió inmediatamente con los hermanos a cuestas.
— Margarita — llamó la madre— , saca el. caballo de acá
90
que se está comiendo el peral.
Desde que llegaron, en efecto, el caballo se había estado
deleitando con las hojas amarillentas del árbol y, cada tanto, atacaba
la corteza.
Al llamado de la madre, apareció una nena de cuatro años,
medio desnuda, se trepó con esfuerzo al peral, llegó a la altura del
cuello del caballo, tomó las riendas y ío llevó donde pudiera comer
sin dañar el huerto.
En la nueva posición era evidente que Micaela respiraba,
pese a que los ojos seguían cerrados sin dar señales de vida.
—"¡Válgame Dios! — exclamó con un vozarrón la vecina que
llegaba precedida por Andrés.
— ¿Qué es lo que me cuenta el chico...?
“Iba a levantarme, porque hoy nadie está de humor para hacer
la siesta”, estaba por decir, pero al ver a la mujer en el piso guardó
silencio y se arrodilló al lado de su vecina para ver de cerca et
rostro de la enferma.
— Es ella— exclamó— , ¡es ella, pobrecita...! No puede ser...
No lo entiendo... Pero dejemos las explicaciones para otro momento
—agregó con seriedad— . Hay que atenderla primero.
A doña Marcelina la conocimos en la puerta del rancho de
Micaela, cuando regresaba de Buenos Aires. Pese a que era
charlatana y que cambiaba sus opiniones políticas según soplaran
los vientos, era piadosa con los enfermos y habilidosa para curarlos.
Presumía, y no sin razón, de saber hacerlo mejor que el viejo doctor
Folgueras, a quien echaba en cara estar siempre en Salto, cuando
su deber lo llamaba en Rojas.
En casos de enfermedad, la robusta matrona estaba en su
propia salsa.
—-Hay que acostarla, ponerle cataplasm as y d ejarla
tranquila... — dijo con aire doctoral.
Y señalando la sangre que había perdido por la nariz, agregó:
— La naturaleza ya hizo su parte; tenemos que hacer la
91
nuestra... Y la vamos a hacer — continuó la comadre muy seria,
mientras se cerraba con brusquedad la camisa empeñada en abrirse
a la altura de los pechos— , Hay que llevarla a la cama — repitió.
Andrés le dejó ios mellizos a su hermana Margarita y ayudó
a las dos mujeres a cargar a Micaela para llevarla a la casa.
A pesar de la pobreza de la vivienda la ofrecieron de todo
corazón, cosa que suelen hacer los pobres mucho más a menudo
que los ricos, sin duda porque al pobre le cuesta menos. Muchas
veces he observado que los más necesitados se ayudan entre sí
pues están unidos por sólidos lazos de fraternidad que los ricos
desconocen.
Por esta razón, a pesar de vivir en la indigencia, Benita, la
madre de Andrés, le ofreció gustosa su cama a la enferma. Como
aún no había anochecido, la señora no se preguntó dónde iba a
acostar a los mellizos. Los chiquitos dormían en la cama con su
madre, en tanto que Margarita y su hermana muda se acostaban
juntas en la cuna de cuero, a pesar de que les resultaba estrecha.
Andrés, por su parte, se tendía en la montura que cada día le era
más exigua, ya que sus piezas se habían ido vendiendo a cambio
de comida.
Al morir el padre, la familia quedó al borde de la miseria. La
madre cosía muy bien y bordaba ñores de altar, pero la iglesia de
Salto ya tenía suficientes con los cuatro ramilletes que el cura le
había comprado, y la de Rojas estaba cerrada al morir el párroco
en el último ataque del malón.
Sin la ayuda de doña Marcelina, que le encargaba las camisas
del marido y se las rebuscaba para darle algún trabajito, la familia
se hubiera visto obligada a mendigar.
Gracias al tratamiento de .la infatigable vecina, Micaela
recuperó los sentidos. No bien pudo hablar les dijo a esas buenas
almas que estaba deseando comer alguna cosita.
Activa y más presumida que nunca por el éxito obtenido,
doña Marcelina voló a su casa a buscar una taza de caldo para la
92
enferma, que, según su propia expresión, habia tenido la suerte de
caer en buenas manos. Con estas mismas palabras puso a su marido
al tanto del caso, El hombre le aconsejó, dudando in petto de la
ciencia médica de su mujer, que no le hiciera ni un solo comentario
sobre la suerte de Pablo para no malograr el maravilloso efecto de
las cataplasmas con palabras indiscretas.
El hombre lo había visto partir esa mañana con la guardia
nacional.
— ¿Por quién me tomás? —respondió indignada la esposa a
los prudentes consejos del marido— , van a pensar que no sé ni
una palabra de enfermedades...
Arrogante y demostrando su enfado, la matrona corrió con
la taza de caldo, cuidando de no volcarlo.
Teniendo en cuenta que a doña Marcelina no le gustaba dejar
las cosas a medias, apenas se repuso, se empeñó en llevar a la
enferma a su casa, argumentando que iba a estar más tranquila sin
el griterío de los niños.
Micaela aceptó en el acto, gustosa de ahorrarle una carga a
esa madre con cinco hijos.
¿Quién sabe? El corazón humano es tan complicado...
Quizás, al ofrecerle la casa a la viuda unitaria, la perspicaz matrona
apuntase a un doble objetivo. Pero nos basta con saber que se la
brindó generosamente y con gran consideración, agregando un
último toque a su feliz tratamiento con curas solícitas y apropiadas.
Por desgracia, si hasta el mejor discípulo de Hipócrates puede ser
víctima de las debilidades, con mayor razón la hábil comadre, de
corazón compasivo y verba fácil.
No habían pasado dos días, cuando una indiscreción más
que excusable de doña Marcelina ponía la vida de la madre de
Pablo en peligro de muerte.
¿Cómo resistirse a la tentación de consolar a alguien de una
pena sin aumentar su dolor, para tantearla y curarla después con
más eficacia...?
¿Cómo Resistirse más de cuarenta y ocho horas al deseo de
revelar la suerte misteriosa del hijo a una madre desesperada...?
¿Acaso no es la incertidumbre el más terrible de los males?
¿Y cómo hacer para evitar un tema recurrente del que uno
tiene tanta información?
La caritativa matrona carecía de la resistencia necesaria para
seguir ocultando la verdad a la afligida madre.
Al otro día, la sagaz comadre le contó la llegada de Pablo,
su partida transformado en soldado, su aspecto triste y abatido,
haciendo gala de no haberse perdido ni el más mínimo detalle.
Mientras la madre la escuchaba muda de terror, en su mente
se iba forjando una terrible convicción: “Mi hijo fue a combatir,
como los otros tres... Se va a morir y no lo voy a volver a ver...1*.
— Hijo de viuda, jes indignante...! — terminó diciendo doña
Marcelina furiosa.
La madre ya sabía demasiado; los demás comentarios no los
escuchaba. Estaba inmóvil, como paralizada, las pupilas dilatadas,
las mejillas lívidas, los miembros tiesos. Cuando la mujer comprobó
el desenlace de su imprudencia era demasiado tarde... Micaela
contrajo una grave fiebre cerebral. Su estado era tan delicado que
doña Marcelina no se atrevió a asumir semejante responsabilidad,
de manera que llamó inmediatamente al doctor Folgueras, pese a
sus reparos y a su desconfianza en la ciencia del médico.
La enfermedad se prolongó algo más de un mes. Durante
el primer período, Micaela presentaba síntomas tan claros de
demencia que el médico aseguró que si la enferma salía con vida’
no se libraría de la locura. Y poco a poco, a medida que su débil
organismo recuperaba energías, la razón logró rasgar el opacó
envoltorio que le cerraba el paso. El corazón de la madre pudo
más que la menté destrozada, de suerte que, en un esfuerzo
sobrehumano de amor maternal, de su corazón amante brotó la luz
que restableció la cordura de su mente.
— Debo ir a Buenos Aires — fueron las primeras palabras
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que le dirigió a su excelente anfitriona, que por décima vez se
acercaba a la cama para velar su sueño.
A modo de elogio de esa alma buena, hay que decir que doña
Marcelina se ocupó de la enferma como si se tratara de su propia
madre; además, durante toda la enfermedad sostuvo con firmeza
que si Micaela escapaba de la muerte, lo haría con la razón intacta.
La buena mujer confiaba ciegamente en el poder curativo
de la naturaleza, aunque tal vez no supiera que su fírme convicción
provenía de una fuerza instintiva.
—No se va a volver loca — le decía a su marido al oírla
divagar desde la habitación contigua.
— Nunca habla de su hijo. Sólo recuerda al marido — le
comentaba.
—No lo dudes... si sale de su gravedad, lo hará con la cabeza
en orden... — le aseguraba.
Gracias a su convicción, cuando Micaela le dijo: “Debo ir a
Buenos Aires”, doña Marcelina no se sorprendió respondiéndole
con toda naturalidad:
— Sí, querida, en cuanto pueda levantarse...
Desde que recobró la razón, Micaela no volvió a perder la
lucidez. Además, poco a poco fue recuperando la movilidad de
sus miembros, paralizados por el agotamiento.
— Dentro de una semana podrá hacer el viaje, doña Micaela
—dijo alegremente la anfitriona a la convaleciente, un día que la
encontró tratando de caminar sola de una punta a la otra de la
habitación— . Está por salir una tropa y el capataz1es pariente de
mi marido... Me dijo que la va a llevar con mucho gusto...
— ¡Alabado sea Dios! — exclamó Micaela— . Al fin podré
saber algo de mi pobre hijo.
Marcelina guardó silencio. Aleccionada por el efecto de su
última indiscreción, la buena mujer no había vuelto a hablar de
Pablo sin tomar los debidos recaudos.
1Jefe de la caravana, denom inada tropa.
— Mi adorado hijo no está muerto — dijo la madre con
ternura— . Este me dice que está vivo y que sufre... — agregó
señalándose el corazón y derramando copiosas lágrimas.
— No llore, querida — le aconsejó doña Marcelina— , se va
a cansar y debe juntar fuerzas para el viaje.
— Las lágrimas me alivian — respondió Micaela— , Si las
madres no pudiéramos llorar, ¡cómo haríamos para vivir! Pero no
tema, en ocho días voy a estar lista. — continuó— . Dios 110 me va
a quitar las fuerzas cuando más las necesito. Si alguien pudiera
decirme dónde encontrar a Pablo, lo iría a buscar inmediatamente,
sea donde fuera.
—No sé nada —respondió doña Marcelina dudando— . Dicen
que el ejército salió de San Nicolás rumbo a Santa Fe. Pero,
¿sabemos si Pablo sigue con ellos?, ¿sabemos si lo llevaron a Santa
Fe y lo que hicieron con él?
Temiendo hablar demasiado, Marcelina hábilmente cambió
de conversación.
— Venga, querida, tengo algo para usted— le dijo— . Joaquín
me encargó que le ofreciera esta chalina para que vaya bien
arreglada a ver al gobernador.
Al encontrar un buen tema para desplegar su elocuencia, la
comadre se despachó a gusto.
Micaela aceptó la chalina muy agradecida y hasta un par de
zapatos de su anfitriona que, pese a que le quedaban holgados,
reemplazarían a los suyos que estaban a la miseria.
Con tantos preparativos, las mujeres se olvidaron de lo
principal: el alojamiento de Micaela en la ciudad, pues en esa París
de la República Argentina, como en todas las ciudades civilizadas
del mundo, sin dinero ni conocidos no es posible encontrar un
techo donde cobijarse.
La cuestión la resolvió Benita, la madre de Andrés, cuando
ya recuperada Micaela fue a su casa de visita.

96
Capítulo IX

La pulpería

Es de noche. Varios hombres se han dado cita en la pulpería


de ño Paco, la única del lugar, Unos cuantos caballos están atados
al palenque. Se los ve temblorosos y agitados pues intuyen que se
viene tormenta. La anuncian intermitentes relámpagos cuyo largo
resplandor se expande en el horizonte. Excitados, los animales
mordisquean los frenos produciendo ese sonido metálico tan
familiar al gaucho. ,
De lejos llega el estruendo de un rayo acompañado de gruesas
gotas de lluvia. El viento se despide con un lamento postrero que
llega del pajonal1.
Desde la puerta de la pulpería se ven unos cuantos gauchos
bebiendo y hablando animadamente, envueltos en la espesa
humareda de los cigarros, bajo la titilante luz de una vela.
Algunos están sentados en el suelo, otros, parados, se apoyan
en el mostrador repleto de vasos.
— ¡Es una vergüenza! — le dijo un gaucho joven, alzando la
voz, a otz*o de su misma edad. El primero parecía lúcido por el
brillo de la mirada y el ancho de la frente. El otro, por la forma
huidiza de mirar, revela un salvajismo que lo hacía sospechoso— .
Lo digo y lo repito, ¡es un acto de cobardía! —prosiguió el gaucho
casi gritando.
El pulpero, que estaba sentado en un taburete detrás
del .mostrador, les suplicó:
1Hierbas gigantescas.

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— Señores, no hablen de política, se los ruego, no toquemos
ese tema.
— Otra botella de ginebra, ño Paco, y deje a la gente
tranquila...4 ¡caramba! —dijo un tercer gaucho.
El pulpero le alcanzó la bebida y volvió disgustado a su
puesto.
— ¡Al que se meta con el gobierno le hundo el cuchillo en la
panza! — gritó un gaucho que estaba sentado en el suelo.
— Contreras está borracho — dijo riendo el primer orador,
cuyo nombre era Mariano— . Señores, no le hagan caso a Contreras,
cuando toma es más opa que de costumbre.
Se oyó el bram ido furioso de un trueno. L lovía
torrencialmente.
-—Mal tiempo pa'los que están afuera. Los caballos no deben
estar muy divertidos que digamos, ¡qué diablos! — dijo el gaucho
de la mirada huidiza.
— Me parten el alma los pobres animales. ¿Y si los dejamos
entrar? ¿Por qué no? — dijo riendo.
— ¿Estás loco, pedazo de bestia? ¿Sabés lo que te merecés?,
que te maten como hicimos recién con esos canallas — balbuceó
Contreras con voz de borracho.
— Calíate o te hago cerrar la boca de un cuchillazo — lo
amenazó Mariano furioso— . Por más brutos que seamos, somos
culpables de todas nuestras desgracias — dijo retom ando la
conversaciói;.
— ¿Qué estás queriendo decir? — objetó un viejo gaucho que
todavía 110 había abierto la boca— . Por culpa nuestra, siempre por
culpa nuestra, ¿por qué? Hoy le toca el turno a uno, mañana al
otro. Unos hablan de Patria por aquí, los otros hablan de Patria por
allá. ¿Qué querés? A lo mejor, unos y otros tienen razón, A mi
edad les puedo dar un buen consejo: síganlos si les parece, m'hijos,
pero no les crean del todo. ¿Para qué..,? Ahora que me despaché,
amigos, me voy. ¿Quién viene conmigo? — y acercándose a la
puerta, agregó— . ¡Vaya noche!, ¡de las que le gustan al Anacleto!
Apenas pronunció ese nombre, tronó la voz varonil de un
hombre de gran estatura que apareció repentinamente en la puerta.
— ¡Presente!
Al verlo, todo el gauchaje se puso de pie, con excepción del
borracho que, desde su puesto en el suelo, exclamó: ¡Cristo padre!
Al pulpero se lo notó muy contrariado.
El hombre que era capaz de provocar semejante reacción
entre la clientela de la pulpería era Anacleto, el Gaucho Malo, un
típico paria de las pampas que vivía escabullándose de la autoridad,
al que todos temían y del que todos huían.
A mi entender, el Gaucho Malo es uno de los productos más
significativos de esa naturaleza grandiosa y salvaje de las pampas.
Es la expresión del combate incesante y progresivo que libra una
joven sociedad moderna, dispersa en un territorio inmenso, con el
desierto y sus leyes terribles. Es el choque, la lucha cuerpo a cuerpo
entre el hom bre y la tierra; es el enfrentam iento entre lo
infinitamente pequeño y lo infinitamente grande; es la fuerza contra
la fuerza.
Por su aspecto, Anacleto no pasaba desapercibido. El cabello
enmarañado le caía sobre el cuello robusto, entremezclándose con
una barba grisácea, agreste y desprolija. Los grandes ojos oscuros
tenían un brillo metálico similar al del jaguar. Ligeram ente
achatada, la frente era baja. Cada rasgo de su rostro denotaba
salvajismo, salvo la boca por obra y gracia de un fino bigote negro.
De elevada estatura, a fuerza de caminar encorvado parecía más
bajo de lo que era.
Como sus pares, su indumentaria se reducía a bombacha,
chiripá y poncho, pero, a diferencia de ellos, Anacleto la llevaba
sucia, arrugada y llena de agujeros.
Toda su persona revelaba una absoluta pobreza. Había rastros
en su semblante que evidenciaban algún hecho terrible. En abierto
contraste con la astucia de su mirada, sus modos mesurados
permitían entrever un dejo de timidez.
Habituados al caballo, los gauchos suelen ser muy torpes al
caminar. En cambio Anacleto, de paso furtivo, mostraba destreza
al andar ya que, al vivir siempre escondido como buen paria, no
siempre contaba con un caballo y cuando lo tenía, con frecuencia
se veía obligado a sacrificarlo para preservar su vida. Su sobriedad
era prodigiosa; la fortaleza de su cuerpo, a prueba de inclemencias.
Empapado de la cabeza a los pies, y con un deformado
sombrero de alas anchas hundido hasta los ojos, así se presentó
Anacleto ante los otros gauchos.
— Con su perm iso, señores — dijo con cierta ironía
dirigiéndose parsimonioso al mostrador, donde se tomó un vaso
que le sirvió el pulpero.
Sin palabras de por medio, éste se lo volvió a llenar y el
gaucho lo vació de un trago.
— Tenía sed... Gracias Paco — dijo pausadamente.
En medio de un absoluto mutismo, Anacleto se dirigió con
educación a los gauchos, como haciendo honor a la casa:
— Tomen asiento, señores, y conversemos... Calculo que
llevo un mes escondido, imagínense las ganas que tengo de hablar...
¡que se sienten, dije...! ¿No oyen que está lloviendo a cántaros?
En efecto, llovía torrencialmente en medio de los relámpagos.
— Paco es demasiado atento como para ponemos de patitas
en la calle con este tiempo de perros, sobre todo habiendo tantas
botellas llenas en su despensa, ¿no? — agregó Anacleto.
El pulpero quiso decir algo, pero al darse cuenta de que nadie
tenía intenciones de marcharse guardó un prudente silencio y volvió
a acomodarse en su puesto.
Estar al frente de una pulpería en la pampa no es tarea fácil.
100
Los gauchos son exigentes y, a menudo, piden fiado. De tanto en
tanto, algunos se acuerdan de pagar sus deudas, otros no pagan
jamás. ¿Puede acaso un hombre solo negarse a las exigencias de
cinco o seis atrevidos bien pertrechados, a menudo con unos
cuantos tragos de más?
Sin embargo, los gauchos acostumbran a pagar la ronda por
anticipado, incitando a la concurrencia a aceptar la invitación con
este tipo de expresiones:
—Esta es mía, señores, ya les llegará su turno.
En un país donde el trabajo manual se suele pagar muy bien,
cuesta entender las ventajas del oficio de pulpero. Rara vez se
encuentra un gaucho al frente de una pulpería. Los que suelen
ganarse la vida con esta ocupación riesgosa son generalmente
españoles con unos años de radicación en algún pueblo de la
provincia de Buenos Aires, o algún mercader de provincia.
Evidentemente, hay gente para todo.
—Los escuché discutir, señores — dijo Anacleto entre dos
bocanadas de humo (uno de los presentes le acababa de ofrecer lo
que le faltaba para aunarse un cigarrillo) — , y, a fe mía, ustedes la
andan pifiando.
— ¿Por? — preguntó Mariano con sorna.
— Porque el gaucho no tiene dueño. A nosotros, hombres de
la pampa, ¿qué nos importan ios asuntos, las leyes y las opiniones
de esos señores? Al. gaucho, caballeros, lo único que debe
importarle es tener un buen caballo para andar por donde quiera
—dijo mientras dejaba caer la ceniza con un diestro golpecito del
meñique— . Desgraciadamente, el gaucho es tonto — agregó— ;
sí, señores, es tonto, porque hoy lo sigue a Pedro y mañana, a
Pablo. Yo sé lo que les digo, m'hijos, esos señores se tomaron la
costumbre de usarnos y...
— ¿Y qué? —preguntó Contreras curioso.
—Y nos manejan como muñecos, nos disfrazan de soldados
y nos mandan a la guerra, a sus guerras... Si tenemos toda la tierra
que queremos, ¿por qué mezclamos en sus contiendas?
— Porque la libertad no es todo —replicó Mariano.
— Pero, ¿es que acaso el gaucho con su lazo y su cuchillo no
consigue lo que necesita? Dios hizo la Tierra para todos y a los
animales para satisfacer las necesidades del hombre. Vamos, son
ellos los que echaron todo a perder con sus leyes y sus arreglos
•—exclamó con orgullo Anacleto.
“—Sí, pero... — dijo Mariano pensativo.
—Yo los tengo bien calados a esos tipos — agregó Anacleto
con amargura— . A mí me dicen el Malo, y ustedes, señores, ustedes
también me temen y se escapan de mi lado como de la peste. ¿Por
qué...? ¿Porque no tengo la papeleta...? ¿Acaso ustedes la tienen?
¿Acaso porque maté...? Pero, vamos, ¿alguno de ustedes está libre
de ese pecado? ¿Acaso es culpa nuestra que el hombre sea peor
que la bestia?
Los gauchos se miraron unos a otros.
— Sí, es cierto, yo maté a la Rosario y al Perico — agregó
vehemente— , y juro que si pudiera, los volvería a matar— exclamó
furioso.
Se hizo un profundo silencio en tomo del Gaucho Malo.
— ¿Acaso por haber matado a una ingrata y a un miserable
tenía que dejarmé agarrar como un chorlito por los que fabrican
las ley es...? ¡No...! El hombre nació para luchar, Dios le dio esa
misión... ¿Qué inventaron esos señores para arrancamos del alma
el recuerdo de una mujer infiel...? — agregó con amargura— . ¿Qué
pretenden de nosotros? ¿Qué es lo que quieren del gaucho?
Sacrificios sin ninguna recompensa. ¡Ta bueno...! ¡Y tienen la
pretensión de enseñarnos a ser soldados...! ¡Los muy cobardes...!
La emoción le ahogaba la voz.
—No — agregó furioso— Jam ás van a contar conmigo; sólo
muerto me podrán tener. Los odio tanto como me odian ellos, y
ustedes, pobres imbéciles, me dan lástima... —y una sonrisa
sarcástica acompañó estas últimas palabras.
— Sí, me escondo — agregó para sí— ; vivo entre los
animales. Ellos me enseñaron muchas cosas... Si no fuera por el
peso de las penas, Anacleto sería feliz en medio de la soledad.
Ya no llovía. Los gauchos, que escuchaban el discurso de
Anacleto en absoluto silencio, seguían sin decir una palabra.
De pronto, se oyó un estampido cercano, seguido por otros
dos.
Como impulsado por un resorte, Anacleto se levantó. Los
otros gauchos se precipitaron hacia la puerta.
— Salgamos — dijo Contreras— 3 no me gustan los tiros de
noche.
Y se encaminó al palenque a desatar el caballo. Los demás
lo siguieron y se alejaron en grupo.
Sólo a fuerza de costumbre podían dar con el camino en ese
mar de lodo cubierto de una espesa oscuridad.
Anacleto siguió escuchando atento. En el silencio de la noche
sólo se oía el chapoteo de los caballos que se alejaban lentamente.
El pulpero prestó oídos desde ia puerta.
— Se acerca alguien a pie — dijo Anacleto— . No hay señales
de caballos —y siguió atento a los ruidos.
— Caballero, es tarde, yo quisiera... — sugirió el pulpero,
evidenciando su intención de cerrar la puerta.
-—-Cerrar, ¿no? Está bien, ño Paco, está en todo su derecho.
Un trago más y me voy.
Don Paco se disponía a servirle, cuando se oyeron de cerca
unos gemidos.
De un salto, Anacleto salió de la pulpería.
Más rápido todavía, el pulpero intentó cerrar la puerta sin
conseguirlo, porque Anacleto logró trabarla con una mano.
— jCobarde! — exclamó el Gaucho Malo, golpeando furioso
la puerta cerrada a medias— . Abrí o ío vas a pagar muy caro.
— Es tarde... —respondió el pulpero.
1—Abrí, canalla — gritó Anacleto— , si no abrís, ese pobre
desgraciado se va a morir como un perro.
El pulpero abrió a regañadientes y reculó horrorizado al ver,
al resplandor de la vela mortecina, al Gaucho Malo cargando un
cuerpo en los brazos.
—-No está muerto — dijo Anacleto, apoyando con cuidado
su carga en el suelo— , pero se está muriendo.
— ¿Quién es? —preguntó el pulpero, acercando la vela.
— Un chico casi — respondió Anacleto, buscando la herida.
Al tocarle el brazo izquierdo, el herido se movió quejándose
débilmente.
— Es el brazo, Paco, no es nada — dijo Anacleto— . Está
pálido porque perdió mucha sangre. Dame un poco de ginebra que
lo va a reanimar.
En efecto, no bien lograron hacerle tragar unas gotas, el
herido abrió los ojos entre suspiros.
— ¡Enhorabuena! — exclamó el Gaucho Malo— . Recuperó
los sentidos, mi amigo,..
— Me duele mucho acá — dijo el herido, señalando con los
ojos su brazo izquierdo que intentaba levantar sin conseguirlo— .
Pese a la oscuridad, ese miserable dio en el blanco — agregó
gimiendo.
— ¿Quién? —preguntó Anacleto, mostrando viva curiosidad.
Mirando con inquietud hacia todos lados, el herido respondió
frí ámente:
— Mi enemigo.
Anacleto lo observó atentamente durante algunos instantes.
Al advertir la palidez mortal de su rostro, remarcando cada palabra,
le dijo:
— Levantate, muchacho, y tratá de caminar como puedas...
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En un rato habrá llegado la partida que te persigue... Apúrate, yo
sé lo que te digo... Vení, apóyate en mí.
Con un movimiento brusco del brazo, el poncho de Anacleto
rozó la candela, derribándola y dejándolos completamente a
oscuras.
— La maldita vela nos habría delatado — agregó en voz baja.
Apoyado en el hombro de Anacleto, Pablo logró incorporarse
con gran esfuerzo. Al tratar de caminar, gimió de dolor.
— ¡Coraje, m'hijo! — le dijo con rudeza el viejo gaucho.
El vocativo produjo un efecto mágico en Pablo.
Apelando a todas sus fuerzas, el joven se sobrepuso al
horrible dolor que le causaba la rotura del brazo y, apoyado en su
compañero logró dar unos pasos hacia la puerta.
En un acto de piedad, el pulpero se acercó a Anacleto y le
preguntó al oído:
— ¿Adonde lo va a llevar en ese estado?
— Conmigo — le respondió el gaucho con orgullo, quitándole
de las manos la botella de ginebra y saliendo con Pablo de la
pulpería. Mientras se alejaban, Anacleto agregó:
— Con usted no puede quedarse; es un desertor.
Los pulperos le tenían pánico a ese tipo de cuestiones por
sobrados motivos, así que ño Paco cerró la puerta y ya no la volvió
a abrir.
Los dos hombres caminaron lenta y peiiosamente entre
tinieblas.
Pablo sufría como un condenado y, más de una vez, estuvo a
punto de desvanecerse en los brazos de su salvaclor, pero, gracias
a la ginebra, las fuerzas 110 lo abandonaron del todo. Hay que decir
que en todo el trayecto Anacleto ni siquiera se acercó la botella a
los labios.
En varias ocasiones, el gaucho se detuvo para que el herido
descansara, pero, tan pronto como lo veía respirar mejor, lo obligaba
105
a continuar la marcha, diciéndole:
— Caminemos; sigamos caminando que todavía estamos en
tierra enemiga.
Pablo, acallando con gran esfuerzo los ayes que le causaba
el dolor, cam inaba lenta y m ecánicam ente, siguiendo las
indicaciones de su compañero como un niño obediente. Se había
entregado a ese desconocido que lo dominaba con un poderoso
magnetismo y le inspiraba una confianza ciega. Y hasta le parecía
que la energía del viejo gaucho se transmitía a su sangre y circulaba
en sus venas.
En silencio siguieron andando durante largo tiempo, aunque
sin avanzar demasiado.
El suelo se había transformado, en un inmenso lodazal que*
en algunos tramos, los obligó a caminar con agua hasta las rodillas.
Felizmente había dejado de lloVer y el cielo se iba cubriendo de
estrellas. La caminata continuó hasta que llegaron a un terreno
más fírme, apenas humedecido.
Mirando hacia todos lados, el Gaucho Malo se detuvo.
— Sentate un rato. Quiero saber dónde estamos — le dijo.
Habiendo dejado a su compañero recostado en el suelo, arrancó
un puñado de hierbas y las husmeó un buen rato.
— ¡Ajá! — dijo para sí, reconociendo el terreno—^ Estamos
cerca; si el muchacho no me afloja, llegaremos a lugar seguro pintes
del amanecer.
Luego se puso a mirar el cielo, sacando conjeturas de la
posición de las estrellas.
— Todavía estás ahí, hermanita — dijo mirando a la Cruz del
Sur, que estaba a punto de hundirse en el horizonte— , te conozco
tanto, crucecita mía; vos sí que no me engañás — agregó suspirando.
Luego, al ver que su compañero se había dormido sobre la
hierba húmeda, vencido por el cansancio y la fiebre, se dijo:
—La humedad no le va a hacer ningún bien, pero me da no
106
sé qué despertarlo. Como estamos bien de tiempo, lo voy a dejar
dormir, y yo también me voy a echar un ratito.
Como un perro fiel, Anacleto se sentó al lado del desconocido
para velar su sueño, sabiendo que no había nada que temer en.
aquel lugar.
Del suelo húmedo se desprendían aromas balsámicos. A
modo de espejos, los innumerables charcos reñejaban la luz de las
estrellas transformándose en minúsculos cielos. La naturaleza, a
través de sus miles de voces, elevaba a las alturas su canto de
alegría.

107
Capítulo X

La partida

En plena convalecencia, Micaela fue a visitar a Benita. Ai


llegar se encontró con toda la familia en la puerta del rancho: la
madre trabajaba mientras los niños jugaban a su alrededor.
Esa viuda con hijos tan pequeños le reflejó con nitidez su
pasado provocándole una profunda pena.
— Venga, señora — le dijo Benita ofreciéndole la pequeña
silla de cuero en donde estaba sentada— .' Siéntese acá.
Micaela besó a los mellizos que dormían en brazos de su
madre, saludó a Margarita y a Andrés y se sentó en las rodillas a la
mudita, que jugaba en el suelo.
— Se los ve a todos muy bien — le dijo a la madre— ¡Qué
alegría!
— Sí, señora, es lo único que recibo de Dios... —respondió
Benita sentándose junto a Micaela sobre un cráneo de vaca que le
cedió Andrés.
— Y es toda una bendición — afirmó Micaela— , ¡es tan
do loro so ten er 1o s hij o s enfermo s...!
—Es cierto —contestó Benita— ; pero Dios que tiene tanto,
bien podría acordarse un poco más de los pobres...
Andrés, que estaba cerca de Margarita, le comentó a su
hermana:
—La mamá, como de costumbre, hablando mal del buen Dios.
Escúchala...

109
—Y vos siempre el mismo tonto — le contestó la niña y se
fue a jugar a un rincón.
— El buen Dios es muy generoso, querida señora, pero 110
nos conformamos con todo lo que nos da — insistió Micaela.
— Sí, nos da esto y esto — dijo Benita con amargura señalando
a sus cinco hijos— . ¡Vaya regalo...!
— ¿Acaso no los considera un regalo...? —preguntó Micaela.
— Sinceramente, no —respondió la madre.
— ¡Qué equivocada está! ¿Qué haría, mujer, si El se los
quitara...?
— Llorar desconsoladamente... aunque no pueda solucionar
nada. Usted lo lloró inucho a su hijo, señora, y sin embargo...
Micaela no dijo nada, y Benita se levantó para ir a acostar a
los mellizos.
La mudita volvió a jugar en el suelo, en tanto que Andrés
acercándose a Micaela le preguntó:
— Dicen que usted se va con la tropa, ¿es cierto?
— Sí, hijo mío —respondió ella.
— ¡Dichosa de usted! — dijo Andrés tan apenado que Micaela
se sorprendió.
—No, hijito, estás equivocado, soy muy desdichada.
— ¡Ah! — exclamó Andrés— ¿Todos con la misma cantinela?,
¿es qüe no saben decir otra cosa? La mamá la repite todo el día y
M argarita ya está empezando con lo mismo. ¡Me aburren,
caramba...! — dijo golpeando el pie desnudo contra el piso.
—Pero a mí no me lo van a oír —agregó con valentía— ;
nunca, nunca lo voy a decir, pase lo que pase, no me voy a pasar la
vida quejándome... Mire, ahí tiene, él otro día el caballo se cayó y
me tiró al suelo... ¡Y bueno...!, aunque me dolía todo, el pecho, la
cabeza, todo, me levanté y renqueando, sin decir esta boca es mía,
me tiré en la laguna para curarme, porque sé que el agua todo lo
cura... El agua estaba tan fría que apenas podía respirar y, sin
110
embargo, me la pasé diciendo: ¡Gracias por todo, Dios mío! Que
alguien intente hacerme decir lo contrario... ¡No soy tan tonto!
Su expresivo semblante parecía iluminado por una luz interior.
En ese momento se oyó un alarido desgarrador proveniente
de un rincón de la casa que a Micaela, ya bastante alterada, le
produjo escalofríos. De una mirada consultó al niño, y al ver que
no había mudado su expresión optimista, consiguió serenarse. Pese
a que los gritos continuaban, Andrés seguía sin inmutarse.
—No es nada, señora —le dijo— , venga a ver... Es Paulita
que llora por su jardín...
Micaela siguió a Andrés hasta el huerto. Bajo la luz indecisa
del crepúsculo, distinguió a la muda revolcándose en el suelo, presa
de horribles convulsiones y pegando unos chillos desarticulados
que resultaban terribles.
A poca distancia, en una pequeña parcela, había unas ramas
de árboles clavadas a ras del suelo. Las ramas sin vida se inclinaban
mustias, como ocurre con las plantas improvisadas que los chicos
ponen en la tierra jugando a hacer jardincitos. Había ramas de
peral, de sauce y de duraznero colocadas en bandas paralelas,
cuidadosamente alineadas. Las ramas moribundas contrastaban con
una mata de buenas noches rebosante de frescura y de vida. La
planta lucía orgullosa sus campanillas multicolores, exhalando un
delicado perfume. Su brillo era un irónico desafio a esos despojos
mustios.
— Siempre pasa lo mismo — le comentó Andrés a Micaela
levantando con maternal delicadeza a la mudita del suelo, que se
acurrucó enseguida en el pecho de su hermano— . Quiere que sus
plantas crezcan como ésas — agregó señalando la mata de flores— ;
mañana se hará otro jardín y a la tarde chillará al verlo muerto, No
pierde las esperanzas; no hay forma de convencerla... A la mañana
se entretiene y a la tarde se desespera-—-agregó— . Traté de hacerle

111
entender que sus plantas no crecen porque no tienen raíces, pero
no me hace caso, Claro que al no oír bien no es fácil explicarle lo
que no quiere entender. Así son las cosas...
Entretanto la mudita se había quedado tranquilam ente
dormida en los brazos de su hermano.
—Dentro de un rato voy a sacar las ramas muertas... Mañana,
apenas se levante, Paulita va a volver a armar su jardín. Es su
manera de divertirse... —y diciendo estas palabras Andrés entró
en la casa a acostar a la niña,
—Estaba pensando en que usted me podría hacer un gran
favor —le dijo Benita a Micaela, una vez que hubo dejado a los
mellizos en la cama— . En la ciudad vive una parienta de mí pobre
Pascual. Es una buena mujer que, si puede, me mandará gustosa
alguna ayuda por su intermedio. Se llama Gabina Márquez y vive
en el barrio del Alto. No le va a ser difícil encontrarla porque es
famosa por sus tortas de maíz. Yo sólo la conozco por comentarios
del Pascual — agregó Benita con melancolía'— De haber vivido,
mi esposo le hubiera pedido que sea la madrina de los mellizos...
Pero... no pudo ser..., así que todavía son judíos1.
— Voy a hacerle el favor — respondió Micaela— ; puede
confiar en mí. Y a su vez usted me hace un gran favor, como si
Dios la hubiera iluminado, porque no tenía ningún conocido en la
ciudad. Se lo agradezco de todo corazón. Antes de partir, vendré a
despedirme.
— La espero — respondió Benita.
Micaela volvió a lo de Marcelina menos angustiada que al
salir.
Como todas las mujeres de la pampa, Micaela practicaba la
religión a su manera. En esas vastas soledades, no tienen
demasiadas oportunidades de respetar los cánones oficiales de la

1Así se les dice en las pam pas a los niños que están sin bautizar.

112
religión. Algunas jamás han tenido la ocasión de ver a un sacerdote.
En la mayoría de los casos, los gauchos viven juntos, como dicen,
pensando en que algún día van a poder bendecir su unión, aunque
sin darle demasiada importancia al asunto.
Para poder comprender acabadamente esa situación, propia
del nuevo mundo y, por ende, tan diferente de lo que ocurre en
Europa, hay que tener en cuenta una serie de circunstancias.
En la desembocadura del gran Río de la Plata, cuyas aguas se
confunden con las del océano Atlántico, se levanta la hermosa
ciudad de Buenos Aires.
El europeo encuentra en esa inmensa orbe todos los atractivos
que ofrecen al extranjero las capitales del mundo civilizado, ya se
trate de fuentes de trabajo, como de comodidades materiales.
Gracias a esa vía de comunicación al nuevo mundo que otrora
Dios abrió al espíritu hum ano, arriban incesantem ente
embarcaciones del viejo mundo con el excedente de población
europea.
En eí nuevo continente, las leyes que lo ordenan realizan el
milagro de los tiempos modernos: el derecho se impone a la fuerza.
Allí, la chispa de la vida conserva todavía su brillo original,
su pureza primigenia, pese a los obstáculos materiales con los que
el hombre debe luchar, esos esfuerzos humanos que son, a la vez,
la causa de este milagro.
Allí, la persona<recupera el libre albedrío. El ser humano
aprende a vivir por sí mismo, a ser el dueño absoluto de sus actos
y de sus pensamientos.
A llí, si bien es cierto que el individualism o acarrea
inconvenientes, así y todo, la criatura humana puede concretar el
don más preciado de esta vida: el derecho a sobrevivir a pesar de
las adversidades.
Lo malo es que en el nuevo mundo el hombre debe enfrentarse
a un enemigo terrible y poderoso: la inmensidad, la enorme
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extensión del territorio, la infinita soledad que parece absorberlo y
reducirlo a la nada.
Al sentirse solo y aislado, el ser racional está en cierto modo
más cerca de Dios, razón por la cual el hombre de la pampa tiene
una relación más profunda con la Divinidad. Su forma de hablar
con Dios demuestra hasta qué punto percibe su poder y su grandeza .
En cambio desconoce o considera insignificante el culto y el dogma.
El gaucho confía ciegamente en la bondad de Dios, pecando, a
menudo, de un exceso de confianza. “Dios es bueno, siempre
perdona a sus hijos”, se dice.
¿Quién sabe? Tal vez su forma de ver a la Providencia no
esté reñida con el espíritu del Evangelio.
La religión del gaucho se reduce a una confianza ciega en la
bondad de Dios, sin más disquisiciones y sin necesidad de prácticas
dogmáticas, y de este modo se va trasmitiendo de generación en
generación.
En la República Argentina la religión no tuvo el fanatismo
que caracterizó en su momento los sentimientos religiosos de
peruanos y chilenos. Siempre quise entender la razón de esa
diferencia, que resulta inexplicable si nos atenemos al hecho de
que los colonizadores de Chile y Perú y los del resto de la América
española tenían el misino origen.
¿Acaso porque a nuestro país, tierra sin riqueza en su
superficie y sin oro en sus entrañas, al no resultar atractivo para
los nobles sin fortuna de la corte de Carlos y de Felipe, se
encaminaron pobres diablos indiferentes a todo, salvo a los
sufrimientos que producen la intolerancia y la soberbia de los
señores? ¿Acaso el fluido contacto con los herejes ingleses, que el
amor al contrabando acercaba a nuestras costas, los haya habituado
a la tolerancia religiosa? ¿O acaso porque en una tierra nueva las
mismas semillas no dan los mismos frutos?
Sea por lo que fuere, lo cierto es que el espíritu del siglo
114
XVIII penetró en la joven república del sur con las teorías de
Rousseau y los enciclopedistas, sin encontrar oposición alguna. Y
lo que resulta aún más sorprendente es que fueron los sacerdotes
los que encabezaron la reforma social, con la convicción de un
apostolado.
El catolicismo se mantuvo, pero conservando hasta nuestros
días esas mismas características de tolerancia y de paz.
Desde su nacimiento, la nación, que surgió al mundo inspirada
en los ideales de la revolución francesa, contó con un clero
esclarecido que supo conciliar sus deberes con el amor a la libertad,
apoyándola desde el pulpito y demostrando así que religión y
libertad no son irreconciliables.
En la época de la colonia, Europa en general y España en
particular fueron los referentes. La llegada de un barco con noticias
de la península era un gran acontecimiento. Cuando las expectativas
se pusieron en Francia, el deseo de novedades debió de ser todavía
más intenso. Las sublimes verdades, las grandes aspiraciones de
la Francia del '89 influyeron en nuestra tierra, salvo sus sangrientos
errores. Gracias a eso, los hombres de la joven república, fieles a
la revolución francesa, se ahorraron Le 9 Thermidor.
La ciudad núcleo a la mayoría de los pobladores acentuando
la diferencia entre sus habitantes y los del interior.
Allí se fue imponiendo la civilización con sus exquisitos
refinamientos, exigencias y aspiraciones, mientras que en. el resto
del país el desierto implacable oponía a la corriente civilizadora
su poderosa carga de inercia.
De este modo, un país en el que no deberían existir diferencias
sociales, pues se abolieron desde el primer día todos los privilegios
gracias aun profundo sentimiento democrático, se encontró desde
sus albores y durante mucho tiempo dividido en dos bandos: el
hombre de la ciudad y el del campo, el hombre civilizado y el
gaucho. ¡Cuántas luchas entre esos dos elementos tan poco afines
y justamente por eso tan necesarios nos deparaba el futuro...! El
hombre de la ciudad, lector, estudioso, deseoso de progreso, quiso
alcanzar de inmediato el ideal político y social al que aspiraba
desde que latía en su corazón el ansia de libertad.
La joven república adoptó el sistema representativo, con sus
pro y sus contra, probando por primera vez el fruto agridulce de la
libertad. Los patriotas del Plata pensaron en todo: abolieron la
esclavitud, declararon la libertad de cultos y votaron por
unanimidad leyes liberales. Convencidos de la nobleza de sus
aspiraciones y siguiendo el ejemplo de sus maestros del viejo
continente, creyeron que con unos cuantos hombres de buena
voluntad podrían convertir el caos en luz. Los revolucionarios
franceses no contaron con la herencia de los siglos; los patriotas
americanos, con el elemento bárbaro.
El hombre nuevo cometió dos errores. El primero: despreciar
a ese elemento salvaje que, dedicado a la cría de ganado, le
procuraba el alimento, razón más que suficiente para haberlo
considerado indispensable; el segundo es más grave aún: querer
implantar de forma inmediata lo que sólo se consigue con el paso
del tiempo. A menudo impusieron la libertad a sablazos y caí?i
siempre el ideal de justicia justificó la opresión,
Se entabló una lucha terrible entre los dos elementos
antagónicos que da lugar a que en Europa, cuando hablamos de
nuestros países, lo primero que nos preguntan es: ¿todavía se pelean
en su país?
Desgraciadamente, los europeos suelen juzgamos con mucha
severidad. Para ellos siempre seremos salvajes. Ya es hora de que
aprendan a vernos de otra manera.
En nuestro país nos peleamos, es cierto, pero en Europa
también. Nadie se libra de la incesante pelea de las dos corrientes
que mueven el mundo: la luz y la sombra...
Con un nombre en la América inculta y con otro en la Europa
civilizada, el progreso y el estancamiento siempre se han de
enfrentar, ya estén representados por el habitante de la ciudad y el
del interior en la pampa, o por el pasado y el futuro en Europa.
En un territorio tan poco poblado se podría pensar que los
sacerdotes estarían en estrecho contacto con sus habitantes. Lo
cierto es que no había muchos religiosos en nuestras ciudades y
menos aún en el campo, ya que siempre escasearon las vocaciones
eclesiásticas y, además, no era una ocupación económicamente
redituable, más aún considerando que cualquier otra profesión
aseguraba una posición mucho más cómoda. En la evangelizáción
de los indígenas del Paraguay trabajaron los misioneros; en nuestro
país, creo que a nadie se le ocurrió convertir a los indios con más
armas que la espada o la carabina.
En resumidas cuentas, nuestros gauchos adaptaban su fe a su
propia idiosincrasia. Agreguemos que para estar presente en cada
ceremonia religiosa los gauchos hubieran debido hacer sesenta y
hasta ochenta leguas a caballo. Y para bendecir su unión o bautizar
a sus hijos, estaban obligados a ir a algún poblado, cosa que el
gaucho detestaba y que le significaba gastar un dinero que no solía
disponer. Asimismo, como ya lo he mencionado, el gaucho qUe
disfruta viviendo en la pampa a la intemperie, se siente perdido en
la ciudad.
Cada vez que su mujer da a luzbel se dice: “uno de estos
días”. Lo malo es que el tiempo pasa volando en esas existencias
signadas por la monotonía, y al fin les llega la hora de morir sin
haber tenido ocasión de cumplir con los deberes religiosos.
¿Acaso esta negligencia hará disgustar a Dios como para
apartarse de ellos en el momento supremo...? Sin perjuicio de ello,
la familia del difunto eleva sus plegarias a El que ve y comprende
todo, diciéndole: Padre nuestro que estás en los cielos...
Así, la oración por excelencia se va trasm itiendo de
generación en generación..,
Las ciudades crecen a expensas del desierto; las iglesias y
las escuelas se multiplican, ¿las prácticas religiosas ganan
adeptos...? Lo dudo...
Esa noche Micaela rezó con fervor elevando su corazón de
madre al Padre de los cielos y, por primera vez desde la ausencia
de Pablo, creyó vislumbrar un rayo de esperanza. Mientras se
acercaba el día de la partir, le parecía que las dificultades no eran
tan serias y los peligros imaginarios.
— En cuanto llegue a la ciudad — se decía— , iré a ver al
gobernador. El me lo quitó, él me lo devolverá; será un acto de
justicia— . ¡La. madre estaba convencida y se regocijaba por
anticipado!
La tropa es la caravana de las pampas. Recorriendo a veces
más de doscientas leguas, transporta a Buenos Aires los productos
del interior de la República.
Tal vez recuerde el lector que una de esas tropas debía
conducir a la madre de Pablo a Buenos Aires.
Pocos días después de la visita de Micaela a la viuda de Rojas,
doña Marcelina, muy contenta, le anunció a su amiga la noticia
que esperaba con tanta impaciencia.
— ¿Está lista, buena señora? — le preguntó de un tirón—
...llegó el momento tan esperado. Vamos, ponga manos a la obra;
Peralta quiere partir al atardecer para que los animales aprovechen
el fresco de la noche.
— Estoy lista mi buena doña Marcelina, y sólo lamento
despedirme de usted —respondió Micaela atravesando la puerta
del almacén que comunicaba con el salón de su anfítriona.
— Le creo, buena señora, le creo... Está bien... está bien...
Vamos, no se olvide el paquete... Es liviano, pero usted sabe...
Micaela, conmovida, la interrumpió diciendo:
— Sin su ayuda, cuánto más duras serían mis penas... Usted
me ha dado todo, Dios la ha de recompensar.
—No es por eso, vamos —contestó la corpulenta comadre— , ■
lo que me fastidia terriblemente es no poder acompañarla hasta la
tropa. Pero a este demonio de hombre se le ocurre tener ciática
justo ahora... y que yo no pueda perderlo de vista ni un minuto...
Parece a propósito...
—No se preocupe, querida señora —-le dijo Micaela a modo
de consejo—, me arreglaré perfectamente sola... Y ahora, adiós.
Micaela se acercó al mostrador donde estaba doña Marcelina
y estrechó la mano de su anñtriona que, deshecha en llanto por la
emoción, no podía decir dos palabras inteligibles.
—Adiós, adiós, buena suerte —repetía con voz ahogada,
cuando el pequeño Andrés apareció en la puerta del almacén.
— Vengo a buscarla, señora — dijo— , de parte de Peralta,
quiere partir temprano... todo está listo.
Micaela estrechó nuevamente la mano de doña Marcelina y,
sin decir ni una palabra, salió del almacén precedida por el niño.
Con él había llegado a Rojas, con él iba a abandonarla. Como
el pequeño caminaba rápido a Micaela le costaba seguirle el paso.
Así fueron atravesando el pueblo de un extremo al otro, y, al cabo
de un cuarto de hora llegaron al lugar donde estaba la caravana.
Todo estaba listo para la partida y ya la tropa se ponía en
movimiento pesadamente, cuando Micaela y su compañero se
acercaron al capataz que estaba recogiendo unas cuerdas y
ajustando el cargamento de una de las últimas carretas, ayudado
por los peones.
— Buenas tardes — saludó a M icaela— ¿Va a subir
enseguida?
—No — respondió por ella su joven acompañante-— La
señora quiere seguir caminando un ratito conmigo, ¿no es cierto?
— agregó volviéndose hacia Micaela.
En ese preciso momento parecía muy emocionada pues
acababa de reconocer el lugar donde, en otros tiem pos, se
encontraba la casa de su tío. Sólo quedaba un resto de pared cubierto
de ortigas. El espectáculo de esas ruinas de lo que había sido su

120
hogar donde fue tan feliz produjo en su corazón el efecto de un
hierro candente en una herida abierta.
— jDios mío! ¡Qué desdichada soy! —murmuró, mientras
se apuraba en secarse las lágrimas que le surcaban el rostro. Le
costaba apartar la mirada de esa pared hecha pedazos que le
recordaba tantas cosas.
— No llore, no llore, señora— le dijo Andrés con su dulce
voz infantil— , Vaya, se está alejando la última carreta.
En efecto, la larga hilera se ponía en movimiento torpemente,
dejando oír un chirrido lastimero en cada vuelta de rueda.
— ¡Eal ¡ea! — gritaban los peones acicateando los flancos
de los bueyes para obligarlos a caminar derecho.
Pudo más el alboroto para apartar a Micáela de su ensueño
que los consejos de su joven acompañante.
— ¡Vamos! — dijo ella ahogando un suspiro. Y se puso a
caminar al lado de la caravana.
—Démelo —dijo Andrés tomando el paquete— , yo se lo
llevaré hasta que quiera subir.
Micaela le entregó el paquete y siguió caminando en silencio,
sin notar la amable atención del jovencito. Es que a veceíj el
sufrimiento nos hace indiferentes.
Poco a poco las cosas se fueron ordenando: el griterío se fue
acallando y los puntazos con las aguijadas más esporádicos. Los
bueyes llevaban un paso más lento, pero más regular, y la tropa
avanzaba en línea recta con todas sus carretas perfectamente
alineadas. Las enormes ruedas iban dejando una profunda huella
en la picada polvorienta.
— Hasta aquí, mi amigo — le señaló el capataz al niño— , tü
madre me ha recomendado que te hiciera volver a tiempo, y el
momento ha llegado. La señora va a subir y vos vas a pegar la
vuelta. Ya ves, cae la tarde.

121
Y, volviendo la cabeza, señaló el sol color de fuego, tonalidad
con que casi siempre se despide de la pampa.
Andrés pareció reflexionar, pero el gaucho astuto, dándole
una palmadita en la cabeza, le dijo:
—Estoy al tanto: usted se quiere escapar.
Andrés fijó sus grandes ojos melancólicos en el capataz y,
con una voz en la que se mezclaban pena y asombro, murmuró:
— ¿Yo?
— Tu madre me lo dijo. Dame eso — agregó agarrando
bruscamente el paquete de Micaela*—; y ahora, ¡en marcha!
Diciendo esto, puso al chico de espaldas a la dirección hacia
la que ellos marchaban. Andrés no opuso resistencia.
—¿Cómo? ¿Quería huir? —le preguntó Micaela al capataz.
—Parece —respondió Peralta— ; el ladino quería ver la
ciudad, pero su madre ha sido más hábil... lo adivinó.
Entonces Andrés, se volvió con brusquedad, llorando como
un niño que tiene una gran pena.
—Vamos, vamos — le dijo el capataz— otra vez será, mocito.
Ya perdimos bastante tiempo. Me detuve acá para montar y quiero
verte partir. En marcha.
—No quería huir — se confesó a Micaela dominando su
dolor— , sólo que... es verdad... tenía ganas...
—Ya lo ve — insistió el gaucho 'con enfado.
— ¿Y tu madre? — inquirió Micaela con un tono de suave
reproche.
—Por eso dudaba—respondió Andrés. Y dicho esto, se largó
hacia Rojas corriendo a toda velocidad.
— Pobre chico — exclamó Micaela siguiéndolo con la
mirada— se arrepiente de todo corazón y escapa a la tentación.
—Es igual —reflexionó el capataz— ; tarde o temprano va a
abandonar a su madre; es astuto.

122
Dichas estas palabras, silbó aguda y prolongadamente; la
tropa, que se había distanciado, se detuvo.
— Puede subir ahora —le dijo Peralta a Micaela-—, tenemos
que aprovechar el fresco.
La ayudó a trepar a la última carreta y le recomendó que se
sentase sobre la carga y que no se molestara por él. Luego, silbó
nuevamente, soltó un largo jea! y la tropa se puso en movimiento.
El capataz caminó aún durante un rato cerca de su caballo, que
estaba atado a una de las carretas y, luego, fue a ubicarse al lado de
Micaela.
La carreta tropera1 es la casa ambulante de los paisanos del
interior de la República, quienes generalmente se dedican al oficio
de trapero. A los gauchos de la provincia de Buenos Aires no les
atrae ese tipo de trabajo. Prefieren conchabarse en al guna estancia
0 disfrutar del ja r niente pampeano.
Por lo común esas tropas pertenecen a algún rico hacendado
de Córdoba o de San Luis. El patrón contrata al capataz y a los
peones, como hace el armador con el capitán y la tripulación de su
nave. Semejante al barco mercante que surca el mar con su carga,
la tropa atraviesa inmensas distancias librada a su propia suerte.
Recorre la República de un extremo al otro, desde Jujuy hasta
Buenos Aires. Si bien en la pampa no tiene que luchar con la
inconstancia de las olas y con otras dificultades propias de la
navegación, afronta peligros no menos temibles: el tornado, casi
tan devastador en la tierra como en el mar, la soledad absoluta del
desierto, el hambre, la sed y hasta algún encontronazo con los
indios. Cuando el sol se oscurece y el cíelo va tomando una
coloración rojiza que al irradiarse a las nubes de polvareda les da
un tinte color ladrillo, el tropero2 se estremece, y con un rápido
vistazo abarca la inmensidad que lo rodea. Al desencadenarse el
1 Carreta que forma parte de la caravana.
2 Jefe de la caravana.

123
tomado, la polvareda oscurece el cielo hasta el punto de ocultar la
luz del día, sin embargo, contra lo que pudiera creerse, esa desnudez
es una garantía para no correr peligro de ser aplastado contra un
árbol o una vivienda.
Hombres y animales, tendidos en el suelo inmóviles como
los árabes del desierto, intentarán aferrarse a la tierra.
¡Momento terrible...! En tales casos, la madre naturaleza nos
trata como madrastra.
Este mar de tierra es tan implacable como el océano. Una
vez que pasó el tomado, el tropero contará peones y animales. Se
habrá de sentir dichoso si no le falta ninguno. En cuanto a las
carretas, la furia de las pampas las habrá dispersado aquí y allá a
grandes distancias, pero el hombre del campo es paciente; habrá
que buscarlas y lo hará.
Este viaje a través del desierto produce diversas emociones.
Durante varias semanas, la tropa corre el riesgo de ser atacada por
algún malón. Si esto ocurre, los indios le arrebatan las yuntas,
desvalijan las carretas y, a veces, de un certero lanzazo, dejan
algunos hombres de menos.
La caravana va provista de todo lo necesario para alimentar
a su gente y a los animales. Al pasar cerca de un río o arroyo, llena
los chifles, asegurándose la provisión de agua. Por esa razón, el
itinerario depende, en gran parte, de los abrevaderos.
Familias enteras pasan su vida en las tropas. Durante los
altos, alrededor de las carretas, se ve agitarse y hormiguear a una
multitud de niños y mujeres andrajosos. Son los gitanos de las
pampas, que por sus rasgos parecen ser de otra raza. Tienen la tez
más morena que la de los otros gauchos; el pelo más negro, los
ojos más sombríos. Si usted les presta oídos, la ilusión es completa:
en lugar de hablar el castellano, la lengua de la República, ellos
usan el quichua, la lengua de los incas del Perú, cuya influencia
llegó hasta la provincia argentina de Santiago.
El capataz Peralta vivía solo en su carreta; era un hombre
melancólico y silencioso que, entre los suyos, tenía fama de ser
reacio al bello sexo. ¿Quién sabe por qué motivos? El hecho es
que si admitió a ía madre de Pablo en la tropa sin hacerse rogar
demasiado fue porque doña Marcelina le aseguró que Micaela era
una anciana. No le gustaba llevar mujeres, lo que provocaba la
queja de los peones, argumentando que se les hacía más duro el
servicio.
Sin embargo, viajaban con ellos cuatrQ compañeras de
antiguos peones, que viajaban con el tropero desde hacía mucho.
Una vez que Peralta se acomodó en la carreta, se dirigió a Micaela:
— Tendremos buen tiempo— dijo con el tono de alguien que
quiere entablar una conversación. Y aunque la viuda, poco
conversadora por naturaleza, hubiese preferido guardar silencio
para pensar en su muy amado hijo, le respondió de manera
prometedora, lo que motivó al capataz a entretenerla, justamente,
sobre el asunto que le era tan caro.
— Conozco su preocupación — agregó— y, a fe mía, hizo
muy bien en venir. Como la parienta me puso al tanto de su
problema, me decidí a llevarla, porque sabe el diablo que 110 me
gusta cargar con mujeres en la tropa —^agregó de mal humor.
— Y yo le estoy doblemente agradecida—respondió Micaela.
— No tiene que agradecer. Me gusta prestar ayuda.
Y guardó silencio durante algunos minutos.
—No la puse con los otros — agregó un rato después— ,
porque pensé que preferiría la soledad al bullicio de la gente. El
griterío y el constante movimiento de las mujeres y los chicos
resultan cansadores, sobre todo cuando uno tiene penas en el
corazón.
— ¡Oh!, donde me hubiera ubicado estaría a gusto. Usted

125
me ha hecho un inmenso favor.
— Bueno, bueno, conmigo escomo si estuviera sola porque
camino la mayor parte del tiempo. Como tropero no valgo dos
pesos, pues no puedo estarme quieto.
Dichas estas palabras, el capataz descendió de la carreta y se
puso a caminar junto a la tropa con un andar más rápido que el de
los bueyes.
Micaela tuvo la oportunidad de verlo nuevamente a la caída
del sol. A esa hora Peralta ocupó su lugar en la carreta, a poca
distancia de ella. El capataz guardó silencio y Micaela acabó por
dormirse, acunada por el movimiento lento y cadencioso del
carruaje.
La noche era cálida, ni una brisa refrescaba el aire. Las
estrellas parecían soles en la inmensa bóveda del cíelo. La tropa
anduvo hasta que el sol apareció en el horizonte. Había llegado el
momento de hacer la primera parada. Ya no había peligro de
encontronazos con los indios; durante la noche, habían franqueado
la zona peligrosa.
Tan pronto como la caravana se detuvo, Micaela descendió
de la carreta y se acercó a las mujeres para ofrecerles su
colaboración. Sin formalidades le pidieron que se ocupara del agua
para el mate. Uno de los hombres acababa de encender el fogón
con su pedernal, como por encanto. Algunos cardos y uh poco de
bisnaga1, recogidos aquí y allá, constituían el combustible.
El agua no se hizo esperar y, una vez a punto, el mate circuló
de mano en mano.
La gente estaba muy animada.
Los hombres, después de haber desuncido los bueyes para
dejarlos pastar libres y tranquilos, recogían los tientos,
inspeccionaban las mercaderías y daban la última mano a la faena,
1Pequeño arbusto.

126
antes de sentarse a la sombra de las carretas para matear y hacer la
siesta. Mientras tanto, las mujeres, ayudadas por sus hijos,
descargaban los cacharros de cocina, por cierto bastante escasos.
Unos cráneos de vaca a modo de asientos, el asador1 para la
carne, algunos chifles para el agua, una marmita de hierro, unas
pieles de cordero y la pava, imprescindible para el mate, sin contar
el mate mismo, y una sola bombilla2, usada por toda la tropa. Con
unas cuantas, por cierto, sería más cómodo y hasta más limpio.
Pero la higiene es un imperativo propio de la extrema civilización,
no para la gente del interior de la República. En cuanto a la
comodidad, les resultaría más ventajoso tener varios mates porque
podrían tomarlo todos a la vez sin estar obligados a esperar que les
llegue el tumo, pero la ceremonia perdería el mayor de sus encantos:
pasarse el mate de mano en mano. Otra particularidad consiste en
que el que lo prepara no toma jamás si no ha terminado la ronda;
en ese momento, junto a la pava, disfruta de su tumo en la mateada.
El mate es la perfecta expresión del gaucho y de esta soledad
en la que está destinado a vivir. Es alimento y bebida.
Al bajar el sol, la tropa se puso en marcha, deteniéndose
periódicamente cuando éste arreciaba. En quince días recorrió las
ochenta leguas que separan Rojas de Buenos Aires.
Durante el viaje Micaela pudo conocer profundamente al
capataz Peralta. Más de una vez le- agradeció a la Providencia el
compañero de viaje que le había deparado.
—No se deje abatir, madre —le decía cuando la veía triste y
silenciosa— . En unos días va a reunirse con su hijo y ¿quién sabe?,
tal vez regrese usted al pago antes que nosotros.
Pero a medida que se acercaban a la ciudad, Micaela iba
perdiendo las ilusiones, el coraje y la fe.
No podía dormir ni disfrutar siquiera de un momento de
1 Utensilio en forma de cruz que sirve para asar.
2 Canuto de metal para tomar el mate.
reposo. Pasaba las noches debatiéndose en el lecho que el mismo
capataz le había improvisado con unas mantas y que era realmente
confortable. Pero para un alma que se debate en las tinieblas de la
incertidumbre, ¿no son igualmente duros todos los lechos? La
pluma y el plumón ¿pueden mitigar las penas?
No podía comprender las razones de esa súbita inquietud.
Era un temor vago, indefinible, indeciso. Los presentimientos
rondaban su corazón de madre imprimiéndole su impronta terrible.
En una de esas noches de agitación cruel, de lucha incesante con
la naturaleza rebelde, Micaela tuvo ocasión de conocer el corazón
de su compañero.
— Usted no duerme y yo tampoco — le dijo— , ¡pues bien!,
conversemos.
La desdichada, víctima de la angustia, sólo quería olvidar.
—Hablemos. Obligarse al sueño no sirve de nada.
— Sí, hablemos — respondió Micaela con voz agitada— ,
porque me parece que mi pobre cabeza va a estallar a fuerza de
pensar. — Sentándose en su lecho trató de penetrar'con sus ojos
cansados la oscuridad que la rodeaba.
Sacudiendo el pedernal Peralta prendió un cigarrillo.
Ese punto luminoso fue un alivio para la mujer, pues fijando
en él su mirada perdida pudo irse adaptando a la oscuridad.
—Le digo de hablar —dijo Peralta— porque veo que no
puede dormir y no hay nada que sea tan dañino al alma.
Micaela le respondió entre suspiros:
— Es verdad.
— Conozco ese calvario — dijo Peralta lentamente— , lo he
sufrido, vamos...
Después de algunos instantes de silencio, agregó:
— Hay penas y penas, es verdad, y el hombre es hombre y la
mujer es mujer; pero creo que...
Se detuvo dudando, para luego agregar:
—Le he de demostrar que el corazón de algunas mujeres es
más duro que el de los hombres. Mire, señora, hombre como soy,
no he podido olvidar a mi mujer. Pienso en ella noche y día, ¡palabra
de honor! —y se propinó un puñetazo en el pecho.
— Si viviera, a ella le habría pasado lo mismo— agregó
Micaela. .
— Si viviera... —retomó Peralta— , ¿y qué hace ahora...?
—y no pudo seguir hablando al no dominar la voz.
Como desconocía la causa de la aflicción de su amigo,
Micaela lamentó haber hecho ese breve comentario.
— Vea —pudo decirle el capataz con acento nervioso— , era
de noche, hacía poco que habíamos dejado atrás el río Quinto1 y
ya empezábamos a tranquilizarnos cuando, de repente, los
ranqueles2 se nos vinieron encima. ¿Cuántos...? Tantos como
manga de langostas. En un abrir y cerrar de ojos nos robaron los
bueyes. Nosotros no teníamos más que mi caballo, ellos, en cambio,
iban montados. Sería largo de contar el terror de las mujeres, los
alaridos de las criaturas, los gritos de los que trataban de defender
a los suyos. Fue un desorden general. Los salvajes saquearon las
carretas, degollaron a los chicos y no tuvieron piedad ni con los
que 110 se habían, resistido. Ella estaba allí, justo donde está usted,
virgen María; la luna le iluminaba el rostro, como cuando se refleja
en la laguna. No tenía más que una camisa y llevaba el pelo
destrenzado sobre los hombros. Así me recibía cada noche. Nos
gustaba a los dos.
El capataz pronunció las últimas palabras con otro tono de
voz. Hasta ese momento nunca se había expresado coa tanta ternura.
Micaela no pudo evitar decir:

1Nombre de un río.
2Tribu de indios.

129
— ¡La desdichada!
Más calmado, Peralta siguió:
—Dos indios entraron en la carreta. A uno de ellos, que se
paró justo en este lugar, le hundí el cuchillo en el vientre. El otro...
el otro — agregó unos instantes después—, me rajó la cabeza de
un lanzazo y... ya no pude ver nada más. Oí gritos horribles y una
voz que repetía: “Melchor... Melchor...”, cada vez más distante.
Fue todo. Mucho tiempo después me pusieron al tanto de los
detalles del resto de la acción, pero no voy ,a contárselos porque
no nos interesan ni a usted ni a mí — agregó con brusquedad.
Dicho esto, Peraltá salió de la carreta y dejó a Micaela sola
por el resto de la jomada.
A los dos días, el capataz pareció acordarse de la conversación
interrumpida. En pocas palabras le contó a su compañera de ruta
que estuvo muy grave a raíz del lanzazo, que en la ciudad de San
Luis lo atendieron y que poco a poco fue recuperándose. En cuanto
pudo montar se marchó de Sari Luis para tratar de obtener alguna
información sobre el ataque eti el que había perdido a su mujer.
— Con Velázquez y Gómez nos fuimos para los toldos1
— agregó Peralta— . No nos fue fácil, se lo aseguro; pasamos
hambre y sed. Pero como unos indios amigos nos habían asegurado
que nuestras mujeres estaban sanas y salvas en manos de los
ranqueles, soportamos con buen ánimo los padecimientos. Si
pagábamos el rescate, las recuperábamos. A Dios gracias,
llevábamos una buena cantidad de pesos fuertes. Es inútil que le
diga que la mayor parte del dinero lo habíamos pedido prestado y
que... después de mucho trabajar ellos pudieron devolvérselo al
patrón, peso por peso. Se lo ganaron con el sudor de la frente y sus
mujeres se lo retribuyeron con amor.
Peralta guardó silencio diirante algún tiempo, y de repente,
1 Campamento de indios.

130
como alguien que se despierta de un sueño, continuó:
—Yo fui el único que no pagué el rescate. Ella no lo aceptó...
La razón; lo quería más al indio que a mí. ¿Qué podía hacer?
Peralta se lo preguntaba con tanto dolor y tanta amargura,
que Micaela no pudo contener las lágrimas.
—Parecía amarme... antes —dijo tristemente—, aún hoy sigo
sin comprender qué podía reprocharme, palabra de Melchor. Los
otros me dijeron que tendría que haberla obligado a seguirme. ¡Qué
sé yo...! Gómez piensa que debería haberla matado de un cuchillazo.
Pero yo, yo, señora, le aseguro que al verla con sus trenzas y el
rosario, que le regalaron unas monjas en Córdoba, colgado en el
cuello, y al escucharla decirme: “Guardá el dinero, Melchor, lo
quiero más al indio que a vos”, creí que estaba soñando. Me quedé
allí, callado, sin poder moverme y con la mente en blanco. Después,
cuántas y cuántas veces pensé lo que habría debido decirle para
que se viniera conmigo. Pero en aquel momento, me quedé
paralizado — exclamó Peralta enjugándose unas lágrimas de sus
mejillas tostadas.
Micaela, entre sollozos, no pudo dejar de decir:
—Pero habría debido hablarle a su mujer, insistirle y hasta
rogarle que pensara bien lo que iba a hacer.
—Es verdad —replicó el capataz con voz temblorosa— , pero
no lo hice. Pensé que los compañeros estarían deseando partir con
sus mujeres, así que me subí al caballo y, sin decir una palabra, me
fui de la toldería con los pesos en la cintura. En el camino, me
hicieron todo tipo de reproches, me insultaron y hasta se burlaron
de mí. Me dijeron que era un cobarde porque no fui capaz de
matarlos a los dos. Pero yo no reaccionaba ni con los reproches, ni
con el esfuerzo del viaje, ni con nada/ Que me dijera con su propia
boca y mirándome a los ojos: “quiero más al indio que a vos”, era
para perder la cabeza. En cuanto volví a ver la tropa recuperé el
sentido. Al hallarme solo en la carreta donde viajábamos juntos, el
corazón me inspiró lo que en aquel momento no fui capaz de decirle.
Pero, ¿para qué?, era demasiado tarde, ¡demasiado tarde...!
Peralta se tapó la cara con las manos llorando desconsolado.
Al ver a ese hombre fuerte y robusto llorar como un niño,
Micaela susurró conmovida:
— ¡Cuántas penas, Señor! ¡Cuántos seres desdichados!
— ¡Sí! — consintió Peralta descubriendo su rostro varonil
bañado en lágrimas—Desdichado aquel que se repite a toda hora
noche y día: “tendría que haberle hablado”, pero, ¡demasiado tarde!,
¡demasiado tarde! Y sin embargo — agregó más tranquilo— , no
me va a creer si le digo que, muchas veces, en estos seis largos
años, pensé en volver a buscarla. Tuve que luchar mucho para 110
hacerlo, y si no lo hice, si a pesar de los reproches que mis
compañeros me hubieran hecho, no fui otra vez a buscarla, fue
porque...
Y aquí nuevamente la voz se le ahogó en la garganta.
— Poco después del regreso de los toldos, los compañeros,
pensando que estaba dormido, se pusieron a conversar. Así pues,
pude escuchar un comentario que la Petrona le hizo a su marido:
“a mí no me sorprende, la conocía muy bien a la Mercedes”.
Hablaban de mi mujer. Cuando siento unas ganas terribles de volver
a buscarla, me acuerdo del comentario de la Petrona y me quedo...
Y creo que hago bien. Quién sabe algún día... — insistió entre
suspiros— me decida y vaya. Ya veremos...
Dos días después de esa conversación, entraban en la ciudad.
La plaza Once de Septiembre, donde las tropas cargan y descargan
las mercaderías, era el final del viaje.

132
Capítulo XII

La ciudad

AI llegar a destino, Micaela recuperó la alegría y la confianza.


Por esa lógica implacable del corazón que no se desvía de su
objetivo, apenas la madre puso los pies en Buenos Aires, se dijo:
“Vengo a ver al gobernador para pedirle por el hijo que me ha
llevado; debo ir a verlo inmediatamente...”.
Y sin pensar en ninguna otra cosa, sin dudas ni miedos, se
despidió de sus compañeros de ruta y buscó a Peralta para saludarlo.
No resultaba fácil encontrar al capataz en medio del alboroto
que reinaba en la plaza. Pese a que hubiera querido saludarlo,
Micaela ya se estaba yendo sin despedirse, cuando Peralta la
encontró:
— Me acaban de decir que quiere partir enseguida... Lo
siento... Me es imposible acompañarla en semejante momento...
Vea, me llaman a cada rato.
En efecto, se oían varias voces que reclamaban al capataz.
Había una disputa entre dos peones de la tropa de Peralta y dos
hombres de otra que estaba por partir.
En el gran mercado había tropas que llegaban y otras que
salían. A pesar de la enorme superficie de la plaza, reinaba la
confusión.
— ¡Ea! ¡ea.J apártese —gritaban unos.
—Nos interrumpe el paso, caramba —se quejaban otros.
—Por acá, ¡ea...! Por allá, ¡ea...! Tenga cuidado.
El ir y venir era incesante. Largas e interminables hileras de bueyes,
que pasaban y volvían a pasar, dificultaban aún más la circulación.
133
Unos ataban las yuntas, otros las desataban. Los recién
llegados tenían que ceder el paso a los que iban a partir. Mientras
una tropa cargaba bultos, otra descargaba lanas y cueros.
Además, al gran mercado se apersonaban, corredores y
armadores (si me permiten la expresión) para controlar la salida
de alguna tropa o para esperar la llegada de otra. Se oían varias
lenguas a la vez. Extranjeros de cualquier rincón del mundo
insultaban en sus respectivos idiomas.
Junto a los gauchos, había hombres de la ciudad cuya
indumentaria blanca u oscura, pero de un solo tono, contrastaba
con los colores brillantes y abigarrados de ponchos y chirípás.
El sol de los últimos días del verano iluminaba la animada
escena. Vendedores de sandías, parados en el pescante de sus
carretas sin ruedas, vociferaban su mercadería; a sus pies, trozos
frescos y apetitosos de sandías rojas o amarillas tentaban a los
transeúntes. Las negras mazamorreras1 les hacían la competencia,
en un castellano salpicado con voces de su lengua materna.
A una de esas negras se dirigió Micaela para pedirle que le
indicara el camino.
Apenas había tenido tiempo de decirle a Peralta que pasara a
buscarla, no bien pudiera, por casa de Gavina Márquez, laparienta
de Benita, que vivía en el barrio del Alto.
— ¿Cóm o, señora? — le respondió la m azam orrera
sorprendida— . ¿Su merced quiere ir sin pérdida de tiempo a ver al
gobernador?
Esas negras acostumbran a tratar respetuosamente a los que
van bien vestidos. Y, por cierto, la recién llegada tenía muy buen
aspecto pues, apenas se enteró de que se acercaban a la ciudad, se
había vestido con lo mejor que tenía en su modesto guardarropa:
una bufanda inglesa a cuadros, un vestido de lana de un solo color
y un amplio pañuelo amarillo sobre la cabeza.
— Sí, quisiera ir enseguida —insistió Micaela— . ¿Es lejos?
1 Vendedora de mazamorra. Un preparado de maíz cocido en agua.

134
— ¡Jesús, María! — exclamó la africana con énfasis— , ¡Ya
lo creo! Su Señoría haría bien en irse a su casa primero y dejar
para mañana o cualquier otro día la visita al gobernador.
Y meneando la cabeza, agregó:
—Hoy hay algo, algo...
— Si es lejos, no importa, tardaré un poco más — le contestó
Micaela haciendo caso omiso a las misteriosas palabras de la
negra— . ¿Por dónde hay que ir, por favor?
—-¡Ah! ¡Ah...! —mu sitó 1a mazamorr era muy intri gada— .
Si es así... Siga siempre derecho hasta la segunda iglesia, patrona,
y después pregunte; todo el mundo sabe... — le dijo señalando una
de las calles que desembocan en el gran mercado.
Micaela le agradeció y se alejó caminando rápido en la
dirección indicada, mientras la negra, que había dejado el cajón de
mazamorras en el suelo, se quedó mirándola silencio. Al cabo de
unos segundos, acomodándose nuevamente el bote de hojalata en
la cabeza, la africana comentó: “Estos blancos siempre están
apurados”.
Siguiendo la indicación de la negra, Micaela caminó durante
más de una hora, lo que no resulta extraño en Buenos Aires ya que
sus calles se cortan de forma perpendicular. La vía por la que
caminaba desemboca en el gran mercado, aunque no es de las más
bonitas, es una de las más animadas. El estrépito de los vehículos
sobre el empedrado le producía una gran angustia a la desdichada
campesina.
— ¡Dios mío! — se decía a cada instante— . ¡Qué ruido!, ¡qué
mido terrible! ¡Es ensordecedor!
A lo largo de esa calle, llamada Ancha, una de las más largas
de la ciudad, hay tiendas que ofrecen artículos de todo tipo,
Las elegantes porteñas1 — siempre a.1 tanto de las últimas
novedades de la m e de la Paix— no suelen frecuentar estos
comercios, porque ofrecen generalmente artículos más apropiados
1Así se designa a las mujeres de Buenos Aires.
135
a las necesidades del campo. Pero a la ingenua campesina le
parecían deslumbrantes. La admiración de Micaela aumentaba a
medida que dejaba atrás lo que se podría llamar la City, para entrar
en barrios más aristocráticos.
El permanente estado de tensión espiritual en el que vivía
Micaela, el calor de marzo y el ruido ensordecedor de coches y
peatones irritaban profundamente su ánimo.
La larga caminata por el duro y punzante empedrado le
lastimaba los pies, habituados a caminar en la hierba o sobre la
tierra suave e inestable de la pampa.
— ¡Qué lejos es! —se decía a cada cuadra1.
En dos oportunidades había preguntado por dónde debía
seguir; en una, un hombre que iba muy apurado y que estuvo a
punto de hacerla caer le contestó con palabras ininteligibles: era
un inglés. Avanzando a lo largo de esa calle interminable, sintió
una opresión en la garganta.
Con la cabeza descubierta para respirar mejor, y sin siquiera
tratar de ganar los sitios menos castigados por el sol, siguió
caminando sin descanso. Por nada del mundo se hubiera atrevido
a atravesar la calle para ganar la sombra, ya que el ir y venir de los
coches le causaba verdadero terror. Micaela se sentía como
empujada por una fuerza ajena a su voluntad; le parecía que esa
carrera febril y solitaria, en esa gran ciudad desconocida, tenía
más de una analogía con la que había hecho en la pampa el día de
la desaparición de su hijo.
Siempre la soledad: allá, la soledad del desierto, el silencio,
el abandono; acá, un mundo de gente que se agitaba, iba y venía a
su alrededor y, lejos de verse acompañada, la hacía sentir más sola
y más perdida que en las pampas.
—Dos cuadras a la derecha —le indicó una señora mayor
que salía de la segunda iglesia que la negra le había dado como
referencia.
1 Longitud de una manzana de casas

136
El dato la reanimó decidiéndola a aminorar el paso.
—Estoy demasiado cansada — se dijo— , apenas si puedo
respirar. Andaré sin tanta prisa.
En cuanto dejó atrás la primera cuadra, ^1 sentirse un poco
mejor, volvió a apurar el paso. De repente, vio a un g r u p o de
personas de ambos sexos caminando por el medio de la calle.
Luego, observó que un coche, precedido por un hombre a caballo,
doblaba en la calle que, según las indicaciones, llevaba a la casa
del gobernador. Micaela se detuvo sin saber por qué: algo le decía
que el pasajero del vehículo tenía relación con el asunto que la
afligía.
Hombres y mujeres, que hablaban y gesticulaban co:jno
agitados por un sentimiento violento, la rodearon como un
torbellino. El coche pasó al galope por entre la multitud, sin que
Micaela pudiese ver otra cosa que a un hombre de sombrero negro
que iba inmóvil en su interior.
Se quedó como clavada en el lugar, sin poder avanzar ni
preguntar qué pasaba, qué era ese carruaje precedido por dos
hombres armados y seguido por una gran escolta.
Quien pueda habrá de explicarse ciertos fenómenos. Micaela,
que jamás en su vida había visto semejante escena, comprendió de
inmediato que el que acababa de pasar al galope, en un coche tirado
por dos corceles blancos, era el gobernador, a quien venía a ver de
tan lejos, y que, según la ingenuidad de su corazón de madre, iba
devolverle al hijo que le habían arrebatado.
Después de algunos minutos de automática espera, la madre
de Pablo se puso nuevamente en marcha, a paso cansino y desigual,
siguiendo la dirección indicada. A fuerza de caminar había vuelto
a cansarse.
Al ver un edificio custodiado por un centinela, Micaela 110
tuvo la menor duda de que se trataba de la casa de Gobierno.
Dirigiéndose al custodio, le dijo con convicción:
—Aquél era el gobernador, ¿no es cierto...? — indicando con
137
un gesto la dirección que tomó la comitiva.
El centinela le respondió con negligencia:
— Si lo sabe, ¿para qué pregunta?
—Estaba segura — se dijo Micaela y, como, sentía que se le
doblaban las piernas, se, dejó caer en la vereda a algunos pasos del
centinela, que la miraba con desconfianza.
Acercándose a ella, el soldado le dijo:
-—¡Eh, señora! Acá no se puede hacer la siesta; si está cansada,
vaya a descansar enfrente.
Micaela le preguntó levantando la cabeza:
— ¿Cuándo vuelve?
— ¿Quién?
—El gobernador — agregó la pobre mujer con un hilo de voz.
—Mañana. Se acabó por hoy.
— ¡Mañana! — repitió Micaela con espanto ¡y, fijando en el
soldado una mirada perdida, agregó:
— ¿Y mi hijo...?
— Su hijo —dijo el centinela con aire burlón— , ¿su hijo...?
—-murmurando para sí— ¿Qué me cuenta ésta?
—El hijo que me sacaron, mi Pablo. Vengo de muy lejos a
pedir por él.
— ¡Ah!, si es así, vuelva mañana, buena mujer.
—Mañana... — dijo lastimosamente— . Estoy deseando ver a
mi Pablo, ¡a mi amado hijo!, no puedo esperar hasta mañana.
Miembro de la guardia nacional de la ciudad, el centinela,
que tendría unos veinte años, sintió compasión por la pobre madre.
— ¿Cuándo se lo llevaron? ¿Fue la gente de...? —preguntó
pronunciando un nombre en voz baja— . Mal asunto entonces
— murmuró pensativo— , mal asunto.
— Se lo llevaron a pesar de que tenía su papeleta en regla
— explicó Micaela— . Desde entonces, no lo he vuelto a ver.
Con la voz entrecortada por el dolor, repitió:
—No lo he vuelto a ver.
— Mal asunto..., buena mujer, en este momento es casi
imposible que se lo devuelvan— . Y plantándose con orgullo agregó:
-—La Patria nos necesita a todos.
—Pero yo estoy sola en el mundo —replicó la madre con un
acento desgarrador—, me los llevaron a todos, uno después de
otro, desde mi marido hasta el hijo de mi corazón.
— ¿Cómo? — exclamó el joven militar muy serio— . ¡Una
viuda! ¡Una mujer sola! ¡Ah! esos del campo, siempre los mismos.
¡Es una vergüenza!
—Pero quédese tranquila— agregó piadoso— ; tengo amigos,
un diario, influencias...; se hará justicia y pronto, buena mujer, no
lo dude...
Micaela, creyendo soñar, miraba al joven guardia nacional
con una expresión de gratitud indescriptible.
—Entonces, ¿puedo tener la esperanza de que el gobernador
querrá escucharme y me lo devolverá? —le preguntó temblando.
—El gobernador no tiene nada que ver—respondió el joven
con desdén— . El que tiene que ver es ei ministro de Guerra y
nosotros, nosotros, los hombres de principios que deseamos la
libertad para todos y la plena vigencia de las leyes.
— ¡Oh! Gracias — le dijo Micaela, agradecida— 5 gracias,
señor, usted me devuelve la vida, pero ¿no hay que...?
—Nada — agregó interrumpiéndola el intrépido guardia
nacional— . Voy a ocuparme yo mismo del asunto. Esta noche
contaré su caso. Siempre ocurre lo mismo... abusos... siempre
abusos. Cuente conmigo; voy a mover todas mis influencias. Ya
veremos si, esta vez, el ministro de Guerra podrá seguir en su
puesto. ¡Qué bomba! — agregó risueño.
Pese a que se le escapaba el verdadero sentido del discurso
del joven, al verlo tan conmovido, Micaela estaba más que
satisfecha.
—Vienen a relevarme — le dijo el centinela— , sea discreta,
no diga nada. Vaya tranquila, buena mujer, que su asunto tiene
arreglo; ya lo verá. Aquí tengo el artículo— y, como inspirado, se
llevó la mano a la frente.
El guardia nacional dejó su puesto.
Cuando el joven centinela se alejó, empezaba a oscurecer.
Otra vez sola en la inmensa ciudad, Micaela pensó que la soledad
en la noche debía de ser terrible. Asustada, sintió que un collar de
hierro le apretaba la garganta.
—Ya es de noche —se dijo en voz alta— . ¿Qué hacer?
Un negro, con una larga antorcha en la mano, se le acercó
pidiéndole:
—Déjeme pasar. Tengo que prender los faroles.
Pensando en que debía averiguar cómo dar con la casa de
Gavina Márquez para alojarse, por una feliz coincidencia, se lo
preguntó al negro encendedor1.
— Cómo no la voy a conocer —le contestó— , si es mi patrona.
Una vez que termine mi recorrida, si quiere, podemos ir juntos.
Micaela aceptó dichosa.
El negro partió como un rayo a encender luces aquí y allá,
evocando el fuego fatuo.
Sentada en la vereda donde había conversado con el guardia
nacional, la pobre madre no le quitaba los ojos de encima. A cada
chorro de gas que veía brillar a lo lejos, se decía maquinalmente:
“uno más y termina”, pero los puntos luminosos se multiplicaban
sin cesar.
Entretanto, el joven patriota se dirigió al club sin pérdida de
tiempo, componiendo en su mente un artículo intitulado “Fruto de
la observación profunda de las causas que producen las
revoluciones en nuestro país” que, según él, iba a causar sensación
al día siguiente de su publicación.
Loco de alegría, el joven periodista entró mi do sámente en el
salón donde tenían lugar las reuniones nocturnas, especie de
santuario en el cual sólo los íntimos eran admitidos.
1Persona encargada de encender el alum brado público.
— Señores — exclamó— , al ministro no le queda mucho...
Escuchen y juzguen. — Rápidamente contó la histqria de Micaela,
embargado de fervor.— ¿No creen que es demasiado grave?
— agregó con aire triunfal.
— Y, ¿cómo se llama esa mujer? — le preguntó un joven
llamado Florencio, que estaba escribiendo mientras el recién
llegado hablaba.
—-¡Pucha! —exclamó el muchacho entusiasta— . No se lo
pregunté.
Florencio se levantó y acercándose a los otros que hablaban
y fumaban, comentó:
— Como ven, señores, siempre pasa lo mismo, ¿estaba
equivocado? El artículo de mañana va a estar incompleto porque
este necio se olvidó precisamente de lo más importante: apellidos,
nombres, fechas...
— Soy un bruto — consintió el joven golpeándose la cabeza
con el puño— , pero voy corriendo, tal vez la mujer...
Un coro de risas acogió su proposición.
— Más vale tarde que nunca — dijo uno riendo.
El se dejó caer en una silla descorazonado.
— ¡Al diablo con los burlones! —protestó en voz baja— , pero
pienso que habría podido encontrarla, si sólo...
En efecto, Micaela se quedó hasta muy tarde sentada en la
misma vereda esperando al negro encéndedor...
Al día siguiente, La Tribuna, uno de los diarios más populares
de la ciudad de Buenos Aires, publicó un artículo impresionante
sobre los abusos de la autoridad militar en el campo. Al primero le
siguieron otros produciendo una inmediata reacción de los lectores
que, al cabo de unos días, abrieron suscripciones para ayudar a la
desdichada viuda privada de su hijo. Pese a ignorar su nombre,
todos colaboraron gustosos.
El caso de Micaela, pintado con los más vivos colores,
despertó la simpatía de las madres.
Así y todo* el ministro de Guerra no perdió su puesto, pero,
enfurecido por el ataque de los periódicos, cayó enfermo por el
disgusto. El momento era sumamente crítico: el gobierno acababa
de reprimir un levantamiento en la provincia. La paz había sido
alcanzada a precio de sangre.
A partir de ese suceso, la sociedad se dividió en dos bandos:
los que creían en Micaela y los que consideraban que su caso era
una calumnia.
Entretanto la pobre madre iba diariamente a la casa del
gobernador y, como el ministro estaba enfermo -—la mujer ignoraba
que era por su culpa— su reemplazante, al encontrar en el relato
de Micaela una gran semejanza con el del artículo que había
causado tanto revuelo, le decía a la pobre madre:
—Va a tener que esperar, señora, el ministro está enfermo.
Tenga paciencia. Los últimos acontecimientos complican su caso,
pero le buscaremos la solución. Hágame caso, espere.
Y Micaela esperaba... Los días y las semanas pasaban sin
que las cosas se modificaran.
¿Qué había ocurrido con el guardia nacional?
Enemistado con sus amigos de La Tribuna porque, según él,
lo habían excluido del asunto,7 se había cambiado de bando. í
“Toda esta historia de la madre viuda no es más que un
humbug de los señores La Tribuna, que exageraron los hechos en
su propio beneficio”, escribía en uña crónica.
Para ser justos debemos decir que el centinela no actuaba de
mala fe. De tanto oír hablar de una historia tan imprecisa, el joven
patriota había terminado por considerarla una patraña. ¿Acaso este
tipo de cosas no ocurren frecuentemente en el mundo?

— 4 ^ —

1.42
— Andamos con suerte, Pablo — le decía una mañana
Anacleto a su joven amigo— . Ya se te curó la herida así que podés
andar cuanto quieras. No fue nada fácil. Le viste la cara a la muerte;
ahora te confieso que más de una vez perdí las esperanzas.
Pablo estaba recostado perezosamente sobre unas altas
hierbas resecas, convertidas en lecho suave y seguro. De un primer
vistazo era difícil verlo por la espesura del pajonal. El joven gaucho
no respondió y volvió a cerrar los ojos.
Anacleto, que estaba cortando un cuero en redondo con el
cuchillo para hacer unos tientos, le echó una mirada y le dijo:
—Vamos, Pablo, no te hagás el dormido, ¡caramba! Tengo
buenas noticias; levantáte de una vez.
— Decí —respondió Pablo displicente.
— ¡Decí!, pero vení, arrímate. Vamos, no tengás miedo,
m ’hijo, cuando el Gaucho Malo te dice que todo está bien, sabe lo
que dice.
Y Anacleto, guiñando un ojo, sonrió con malicia.
—Decí, nomás — insistió Pablo impaciente-—, puedo oírte
desde acá.
—Aquí tenés mi cuero terminado. Vení a ver, Pablito, míralo
—pidió Anacleto mostrándole los estrechos correones igualmente
perfectos cortados a cuchillo— ; agarrá, m ’hijo.
El viejo gaucho agitó los cueros sobre su cabeza, imitando
el gesto que hacen sus pares para enlazar animales.
-—Están buenos —consistió Pablo alegremente, y, de un salto,
se paró junto a Anacleto— . Ya entiendo.
— ¿Entendés? —preguntó el viejo gaucho sacándole de las
manos los tientos que el joven estaba examinando— . Sí, sí, fíjate,
tocá, son fuertes, y, cuando los haya trenzado y engrasado van a
poder resistir hasta la fuerza de un toro.
—Ya lo creo aerespondió Pablo pensativo.
—El hombre tiene que aprender a observar lo que lo rodea
para poder comprender. Dios siempre nos habla, m'hijo, pero hay
que saber escuchar. ¿Te acordás? No, qué te vas a acordar. La noche
aquella estabas demasiado enfermo, volabas de fiebre. ¡Ybien!, te
obligué a caminar pese a tu sufrimiento. Había que llegar al pajonal
para escondernos de los que te perseguían. ¿Me oís? Tuvimos que
caminar de noche y acostamos de día, pero no para dormir, el
hombre que sufre no duerme, sino para estarnos quietos, para no
dar señales de vida.
— Te debo la vida, Anacleto — le confesó Pablo efusivo y,
poniendo la mano en el hombro de su salvador, lo miró con
ternura— . ¿Cómo pagártelo?
— ¿Pagarme? ¿Acaso se pagan estas cosas? —le contestó
melancólico el Gaucho Malo.
Y, cambiando la conversación:
— ¿Te acordás lo contento que estaba cuando di con esta
carcaza, con este pobre caballo consumido, a punto de ser atacado
por los buitres? —agregó— Me acuerdo que lo despreciaste, Pablito.
Estabas harto de los huevos de martineta y de la carne de tatú. Nú
tenías en cuenta que Dios los puso en la tierra para que se alimente
el gaucho que anda sin lazo, porque los tatúes son como las gallinas
fáciles de agarrar. Mirá, ahí anda uno.— Y Anacleto fue en pos de
una de esas bestias desdentadas que, esta vez, 110 pudo atrapar
porque salió disparando para el pajonal donde, sin duda, se metió
en alguna cueva.
—No importa -—balbuceó Anacleto al volver de la fallida
cacería— . Esta misma tarde va a estar listo el lazo y el lazo, m'hijo,
es la libertad, la vida del gaucho.
—Usted siempre me sorprende —le respondió Pablo— ; cada
día viene con algo nuevo. Si no fuera por mi madre, mi guitarra...
— dijo sin nombrar a Dolores en quien pensaba— , seguiría viviendo
siempre como ahora, lo confieso de corazón.
—-Te comprendo, m ’hijo — consistió el viejo gaucho, que
seguía ocupado con los tientos, separándolos en tres y reteniendo
los extremos con los dedos del pie— , te comprendo. Apenitas
conocías la vida del gaucho o, mejor dicho, no lá conocías. Según
lo que me contaste, tu pobre mujer tuvo una vida muy desgraciada.
Por eso te cuidaba demasiado, te protegía..., ¿comprendes,
m'hijo...? Las desgracias nos ayudan a conocemos mejor; si no
sufrimos, no somos hombres del todo. La soledad, m ’hijo, es la
mejor escuela, porque es cuando Dios habla con el hombre. Si
estamos siempre con otros, la única voz que escuchamos es la del
deseo y la de nuestra voluntad, y yo creo que por eso la vida del
hombre es tan desgraciada — dijo Anacleto emocionado.
En ese momento, los dos gauchos vieron Venir un caballo
salvaje. Andaba cou las crines al viento, las narices dilatadas, la
cabeza erguida, ostentando con orgullo su libertad.
Se dieron vuelta al unísono. Pablo intbntó acercársele pero
el animal se alejó al galope.
— Paciencia, Pablo — le aconsejó Anacleto— , pronto va a
estar listo el lazo y con él vamos a atrapar a esa yegua orgullosa,
no tengas miedo. A falta de caballos, nos servirá por el momento1.

1Los gauchos jamás m ontan yeguas.

145
Pablo siguió a la yegua durante algún tiempo, y cuando se
convenció de que estaba fuera de su alcance, se puso a caminar
tristemente, al azar, en la misma dirección.
Anacleto lo llamó con dos silbidos pero recién al tercero el
joven pareció comprender la señal de su compañero. Al volver
sobre suspasos, el viejo gaucho venía a su encuentro.
—Nunca vayas en esa dirección, te lo he dicho muchas veces.
Camina siempre hacia el sol, m ’hijo, es lo más seguro. Sé de las
mañas del diablo... pero 110 las entiendo del todo. Prestá atención
al peligro y evitalo; y además, Pablo, si tengo, que hablarte como
amigo, debo decirte que no tenés lo que se necesita para ser un
buen gaucho. Pasás al lado de los nidos y no se te ocurr.e llevarte
los huevos... ¿Sabés que no comimos esta mañana? ¿Y las bolas1
que te hice con mi chiripá para cazar perdices? Sí, ya sé, están ahí,
en tu cinturón, pero tendrías que tenerlas a mano. Dame, m ’hijo,
dame. ¡Pucha!, la perdiz disparó y nosotroá sin comer.
Conversando, los dos gauchos llegaron a una vasta laguna
de aguas transparentes. Una bandada de patos salvajes y gaviotas
blancas se bañaba al sol.
Al ver el agua fresca y cristalina, Pablo tuvo una sola idea.
El joven gaucho se desató hábilmente los tiradores y se zambulló
en la laguna. Los patos y las gaviotas huyeron despavoridos por el
estrépito del chapuzón. Anacleto arrojó las bolas al azar sobre los
fugitivos.
Disfrutando del chapuzón, Pablo no se dio cuenta de nada.
— Atrapala, atrapala — le ordenó Anacleto con energía.
Pablo vio entonces una gaviota que se debatía con todas sus
fuerzas intentando liberarse de las ligaduras enredadas varias veces
en sus largos zancos. El joven se acercó a la prisionera y la agarró
con la mano. La gaviota, furiosa, le dio un terrible picotazo.

1 1nstrum ento de caza.

146
Anacleto, que disfrutaba sonriendo del espectáculo, murmuró:
—Bien hecho, bonita, bien hecho.
Pablo metió la mano en el agua, enrojeciendo la superficie
con la sangre que manaba de la herida. Viendo en el rostro de su
compañero una expresión de descontento, el viejo gaucho cambió
de conversación:
—Voy a arrojarle una m anta— dijo— , es la manera...,
Gracias a su experiencia, logró dom inar a la picuda
prisionera.
Como un joven dios de la mitología clásica, Pablo salió
empapado de la laguna para secarse al sol. La gaviota yacía en la
hierba con el plumaje blanco satinado manchado de sangre.
Anacleto comentó que la había liberado para siempre.
— Esa es la manera sedij o Anacleto-, no me gusta elogiarme,
pero fue un golpe certero.
— Entonces ¿la mató?
— ¡Esas tenemos! ¿Te da lástima, m ’hijo? Parecería...
—No — le contestó Pablo lentamenteas, pero estaba presa, y...
—Pero si se defendió muy bien; mirá cómo te quedó la mano.
— Sí, pero no me gusta matar pájaros... Más me gustaría matar
otra cosa.
Mirando fijamente al joven, Anacleto contestó con ironía:
— ¡A un hombre, por ejemplo!
— Sí — consintió Pablo pausadamente— , a un hombre, o a
un toro... Algo fuerte, resistente... Matar pájaros es como matar
mujeres.
Indignado por el comentario, Anacleto lo miró furioso.
— Cuídate vos — le aconsejó bruscamente.
El Gaucho Malo recogió la gaviota y la arrojó en la laguna.
La corriente la arrastró lentamente hasta la otra orilla. Anacleto le
dio la espalda a Pablo y se alejó caminando.
— Pero ¿qué le pasa? — se preguntó el joven gaucho— . Se
enfureció. Bueno, ya se le pasará —siguió diciendo en voz alta.
Mientras se vestía, el estado de su ropa le llamó la atención.
El chiripá estaba desgastado y descolorido, la camisa y el sombrero
echados a perder. Lo único que no se había deteriorado era el
cinturón, que conservaba todavía algunas piezas de su adorno.
— ¿Para qué me sirve todo esto en medio de la soledad?
— pensó— . ¿Para qué sirve el dinero?
Sin saber bien por qué, a Pablo se le ocurrió mirarse en la
laguna. Aquella melena prolija, que su madre le peinaba con las
manos, se había convertido en unas crenchas desordenadas que le
tapaban el cuello. Dejando caer la cabeza desgreñada sobre el
pecho, el joven comentó con desagrado:
— ¡Qué fiero estoy!
\Quién pudiera sondear los abismos del corazón humano que
provocan en los seres esos cambios incesantes y repentinos, sin
saber cómo ni por qué!
Pese a que en su alma llevaba siempre la imagen de Dolores,
Pablo tenía el corazón como entumecido por la enfermedad y la
larga existencia de miseria y privaciones. El espectáculo de su
imagen reflejada en la laguna revolucionó su ser provocándole un
cambio profundo, que iba a marcar su destino.
¿Por qué? ¿Cómo? No se lo preguntaba, lo vivía.
En el término de unos pocos instantes, su ser se convulsiona.
Una voz interior le ordena imperiosamente ir en pos de Dolores.
La fuerza del amor desencadena una tempestad en su corazón. La
cabeza le arde, sus ojos lanzan destellos, y del corazón se escapan
ahogados suspiros.
— ¡Dolores! Dolores...—balbucea quedamente, desplomándose
en la hierba abatido de emoción.
Pablo se queda por un buen rato con la cara apoyada en el
suelo y los ojos entreabiertos, como si estuviera muerto. Poco a
poco, se va calmando hasta que consigue superar la crisis. Con el
ánimo sereno, recobra su identidad, vuelve a ser él mismo. ¡El
mismo! ¿Puede el hombre ser en algún momento verdaderamente
él mismo?
El nuevo Pablo no guarda ninguna similitud con el Pabló de
antes. Es un ser completamente distinto. ¡ Todo cambió para él!
La inmensa pampa desierta, qüe antes no se animaba a
recorrer sin la compañía de su viejo amigo, se ha convertido en un
camino fácil y conocido que lo llevará fácilmente a su objetivo:
¡Dolores! Pasarse la vida escapando, con el corazón lleno de odio,
ya es parte de su pasado.
“¿Por qué no me decidí antes a ir a su encuentro? ¿Acaso no
soy libre?” Por esos misterios que tiene la vida, Pablo descuenta el
peligro y se pone de pie decidido a dirigirse a La Blanqueada,, con
la certeza de conocer el camino, como cuando iba a la estancia en
su carreta desde el rancho de su madre.
La fatalidad — iba a decir el azar sin reparar en que no existe
y que lo que denominamos de tal modo 110 es más que el resultado
de una ley que el hombre aún desconoce— le procuró los medios
para satisfacer de inmediato los deseos de su corazón. U11 hombre
a caballo venía al galope a su encuentro. Era Anacleto montado en
la yegua baya.
El Gaucho Mfdo no había logrado dominar completamente
a la arisca yegua, que corcoveando con energía trataba de
desembarazarse del intrépido jinete.
— Esperá — le ordenó Anacleto, al ver que Pablo se le
acercaba— . Voy a cansarla un poco.
Golpeándola con fuerza detrás de las orejas con los extremos
del lazo dispuestos hábilmente a manera de cabestro, la obligaba a
correr a todo galope.

149
Como buen gaucho, a Pablo la escena le resultaba tan
atractiva que no le quitaba los ojos de encima. El joven sabía
apreciar las dificultades con las que luchaba su hábil compañero
tratando de dominar al animal que se resistía.
Más de una vez Pablo pensó que Anacleto iría a parar al
suelo, cosa que no ocurrió para satisfacción de ambos. También
en esta ocasión el Gaucho Malo demostró estar a la altura de su
merecida fama. Se lo consideraba el domador1 más diestro de la
provincia.
Con la mirada perdida, las narices dilatadas, el lomo
empapado de sudor y la boca ensangrentada, la yegua parecía ceder
a una fuerza magnética. Manejándola del cabestro, Anacleto la
llevó al galope juntp a Pablo.
— ¡Tené cuidado! —le advirtió el viejo gaucho, mientras
miraba atentamente a la yegua.— No vayas a acercarte que todavía
está un poco aturdida, y si te le acercás, podés recibir una buena
patada. No te fíés. Si hubiera tenido espuelas —reflexionó Anacleto
apenado— , no me habría hecho sudar tanto. Tenémela, Pablito,
jcon cuidado!, porque lo único que quiere es disparar.
Pablo sujetó el cabestro con firmeza mirando atentamente al
animal, entretanto su compañero parecía estar buscando algo que
guardaba en el pecho.
— ¡Pucha! —protestó molesto el Gaucho Malo-—. Se me
perdió la punta del tiento que había guardado. Voy a tener que
cortar el lazo para hacer una traba.
A Pablo se le estaba poniendo difícil sujetarla: la yegua
empezaba a impacientarse. Anacleto desenvainó el cuchillo, se lo
puso entre los dientes y se acercó al animal. El joven, incapaz de
adivinar lo que su compañero iba a hacer, le dijo con inquietud:
~¿La vas a degollar? ;

1Amansador de caballos.

150
Sin responder, el viejo gaucho se aferró a las crines de la
yegua y, con gran habilidad, la montó a horcajadas. Tomando el
lazo de las manos de Pablo, el domador apretó vigorosamente los
flancos del animal con las piernas, consiguiendo, al fin, dominarla.
Resignada a tener que vérselas con un nuevo amo, la yegua
se quedó tranquila.
Con el cuchillo en una mano y los tientos en la otra, el viejo
gaucho cortó con destreza un extremo del lazo.
— Hacé una traba — le pidió a Pablo alcanzándole el trozo
de cuero trenzado y el cuchillo.
De repente, como enloquecida, la yegua pegó una tremenda
espantada, se puso a patear con violencia y se alejó a todo galope
en la misma dirección. Enfurecida, se paraba sobre las patas traseras
o pegaba saltos de una altura prodigiosa, como si estuviera
franqueando barreras invisibles. Por momentos relinchaba furiosa,
tratando de morder las piernas del jinete; luego, se detenía un
momento, pegaba enérgicas patadas, y, finalmente, reanudaba su
carrera desenfrenada. Anacleto, erguido e inmóvil, apretaba cada
tanto las piernas para hacerle sentir quién era el amo. Más bien
parecía hacerle el juego a los caprichos del animal que intentar
contrariarlo.
Así anduvieron por la pampa un buen rato. Como el Centauro
de la fábula, cabalgadura y jinete parecían tener un solo cuerpo e
idéntica voluntad: correr.
Cuando Anacleto lo consideró oportuno, apretando con
firm eza las piernas en los flancos de la yegua, la obligó
magistral mente a detenerse a su antojo. Poco después, Pablo vio
venir al domador a paso portante, al mejor estilo gaucho.
—Ahí la tenes; casi, casi mansita — le dijo Anacleto al
desmontar', mientras le daba unas palmaditas en las ancas lustrosas.
Pablo la agarró sin mayor dificultad.
— ¡Lástima que no sea un potro! •— se quejó— . Aunque la
yegua no está mal...
Luego de examinar la traba, que de tan bien hecha mereció
su elogio, el Gaucho Malo enrolló el lazo, que tantos servicios le
había prestado, y dejó líbre a la yegua para que disfrutara de la
hierba que abundaba en el lugar.
Haciendo al mal tiempo buena cara, la yegua se afanó por
hacer honor al trébol verde y perfumado a pesar de la traba que la
mantenía prisionera.
—Pronto vamos a conseguirnos un caballo y, con suerte,
dos. Bueno, eso espero... —dijo Anacleto— . Estoy seguro de que
la yegua no andaba sola. Y vamos a tener que hacernos unas botfis
para montar esta yegua arisca.
Como Pablo 110 encontraba las palabras para poner al tanto a
Anacleto de la decisión que había tomado, iba rumiando la manera
de encarar el tema.
Nuestro héroe no conocía toda la historia del viejo gaucho,
sino un par de anécdotas que Anacleto le había contado, relativas
al común infortunio que los obligaba a vivir aislados de los otros
gauchos.
Ese día, cuando terminaron de comer un tatú que atraparon
con el lazo, sin pan y sin sal, el mismo Anacleto le dio pie a su
compañero para ponerlo al tanto de su firme decisión.
—-Pasaremos la noche acá. Espero que en uno o dos días,
esta buena pieza esté en condiciones de llevarnos donde
queramos— le dijo señalando a la yegua.
—-¡Dónde queramos! —repitió Pablo como un eco.
Estaban sentados en un campo de tréboles, una hierba
aromática que abunda en la región.
Los gauchos disfrutaban de la atmósfera perfumada del
atardecer.

152
—Pero... — se atrevió a decir Pablo manipulando el cuchillo
para disimular su turbación— , a lo mejor, yo quisiera ir pa'un lado
y usted pa' otro, Anacleto, y si es así, no tendremos más remedio
que separarnos — term inó diciendo el joven, que se iba
envalentonando mientras se despachaba.
—Es verdad — consistió Anacleto sin inmutarse.
¡Oh, naturaleza humana! La respuesta del viejo gaucho lo dejó
perplejo y dolido. “No valía la pena andar con tantas vueltas. El
pensaba lo mismo y me lo dijo de un tirón”, pensó Pablo.
Se quedaron un rato en silencio* Retomando la conversación,
Anacleto le dijo:
— Sé muy bien pa'donde pensás rumbear. Después de haberlo
pensado mucho, te aconsejo que enfiles pa'otro lado.
El consejo de Anacleto lo volvió a sorprender.
— Sí, m’hijo, lo mejor es enfilar donde no haya conocidos
que nos puedan traicionar.
El viejo gaucho dejó su sitio en la hierba para ir a controlar la
firmeza de la traba. Desconfiado, ató con el lazo las tres patas libres
del animal.
Luego volvió a sentarse en silencio.
— Voy a ir al pago1 —insistió Pablo alterado—, a más tardar
mañana o esta misma noche si es posible...
—Vas a hacer una macana — le respondió tranquilamente su
compañero.
— ¿Por qué? — objetó Pablo malhumorado— . En el pago nos
conocen, nos quieren... —murmuró.
— Tu madre puede esperarte, Pablo; las madres tienen
paciencia.
—¿Qué tiene que ver mi madre? —repuso enojado el joven— .
Quiero ir a ver a Dolores, a mi querida Dolores, que me está
esperando.
1 Lugar donde se vive.
— ¡Qué te va a esperar! —exclamó burlón Anacleto sonriendo
con ironía.
— Sí, Anacleto, Dolores me está esperando porque me quiere.
¡Y yo! ¡yo..!, prefíero hundirme el puñal en el pecho que vivir un
día más sin ella... La necesito; tengo que verla a cualquier precio
— le confesó el gaucho entre sollozos, en un hilo de voz.
— La querés demasiado, m’hijo, demasiado...
— ¿Demasiado...?—-objetó Pablo— . Si, tiene razón, la adoro
con todo mi corazón. Me pasaría la vida abrazado a ella,
besándola... Alejado de Dolores, prefiero morirme.
—No hay nada que hacer, siempre nos pasa lo mismo: las
mujeres son nuestra perdición. Mañana a más tardar nos vamos
pa'allá.
— ¿Nos vamos? —preguntó Pablo confundido— . Es que
usted, Anacleto, ¿usted me va a acompañar...?
—Voy a llevarte al pagoj m ’hijo, y uña vez allí ya veremos.
Pablo estaba enternecido.
— ¡Y yo que pensaba que me iba a abandonar! — le confesó
el joven sonriéndole afectuosamente.
— ¡Yo! —preguntó Anacleto sorprendido— ¿Adonde querés
que vaya? El Gaucho Malo como me dicen, no tiene pago. ¡Bah!,
sí que tiene, es la pampa... — agregó con melancolía.
Una vez que acordaron rumbear juntos al pago, el viejo
gaucho se dedicó a planificar el viaje. Según sus cálculos no estaban
muy lejos de Rojas. En tal caso, si la yegua se dejaba montar por
ambos, en dos o tres días estarían en La Blanqueada. Pablo recibió
la buena nueva loco de alegría.
El alma del joven gaucho se estremeció de emoción por
partida doble: camino de La Blanqueada, pasaría muy cerca del
rancho de su madre. Tiernos eñuvios de amor filial se mezclaban
con la imagen de la embriagadora Dolores. Si la pobre madre
hubiera podido sentir la ternura de su bienamado hijo se sabría
más que recompensada por todos sus sacrificios.
Pablo, el hijo solitario, quería mucho a su madre. Antes de
conocer a Dolores, ella era su único amor. Cuando se enamoró, un
sentimiento extraño y desconocido debió de eclipsar su devoción
filial.
De todas maneras, el corazón humano tiene lugar de sobra
para cobijar muchos afectos.
— Lo que me aflige es que va a exponerse por mí a quién
sabe cuántos riesgos... — dijo Pablo.
— Olvídate de los riesgos —le respondió el Gaucho Malo
con un gesto de desdén—, y andá a dormir tranquilo. Hasta mañana,
m ’hijo. ¡El hombre no puede escapar a su destino! —murmuró
para sí.
Capítulo XIV

Los indios

Acababa de sonar el ángelus en la iglesia de Rojas. Sentada


en la puerta del almacén Doña Marcelina, nuestra vieja conocida,
tomaba mate mirando distraídamente a los escasos paseantes. Cerca
de ella, jugaba la pequeña Margarita, la hija de Benita, que
Marcelina había llevado a vivir a su casa para que le haga compañía.
Hacía quince días que la comadre había tenido la desgracia de
perder a su marido. El pobre hombre, naturalmente poco corajudo,
se murió de miedo la noche en que un malón irrumpió en la ciudad.
No era para menos. Los salvajes saquearon los almacenes, mataron
a unos cuantos cristianos y, una vez satisfechos sus feroces apetitos^
secuestraron o asesinaron a las mujeres. Un fulminante ataque de
apoplejía salvó al excelente almacenero de la crueldad de los
atacantes pues al verlos cayó muerto .de inmediato. En cuanto a
Doña Marcelina, mujer de agallas, ante la imposibilidad de resistir
sola la infernal avalancha, tomó el partido más sabio, el único
posible en esa circunstancia; quedarse tranquila en un rincón y
dejar hacer. Los indios saquearon el almacén de cabo a rabo,
arrearon con todo, y no dejaron ni las mantas de la cama. Por su
edad, Marcelina se salvó del secuestro, pues los indios acostumbran
a llevarse sólo a las jóvenes.
Los lectores recordarán que la guardia nacional de Rojas, a
las órdenes del capitán Vidal, partió a disgusto de la ciudad. Esos

157
infelices soldados maltrechos sospechaban lo que iba a suceder en
sus hogares no bien se alejaran. Los indios están siempre al corriente
de lo que pasa entre los cristianos por los desertores que se refugian
en sus tolderías. Apenas se enteran de que una ciudad queda librada
a su suerte deciden atacarla, sobre todo cuando pueden franquear
impunemente las fronteras, protegidos por algún jefe poderoso, a
raíz de algún cambio político. Desgraciadamente esto ocurre muy
a menudo, producto de los interminables enfrentamientos que
asuelan la República. La alianza con los bárbaros es un arma de
doble filo: si la ocasión es propicia, el indio arroja su lanza tanto al
amigo como al enemigo. ¡Desdichados los derrotados! Cuando
sale victorioso de un enfrentamiento, el indio invariablemente se
ensaña con sus víctimas.
Al día siguiente del ataque, el aspecto de Rojas era desolador.
Las calles estaban desiertas y, a cada paso, se veían cadáveres
desnudos de hombres mayores y niños. Muchos pequeños se habían
quedado sin madre ya que se habían llevado a la mayoría de las
mujeres jóvenes. Gran parte de la ciudad había sido arrasada por
el fuego, porque esos demonios, después de saquear, disfrutan
incendiando todo.
Donde otrora se veían coquetas casitas blanqueadas, el malón
dejó'montañas de escombros ennegrecidos por el humo. Junto a
las ruinas, niños huérfanos y sin comer jugaban al sol, con esa
despreocupación envidiable propia de la infancia.
Felizmente, la caridad entre los pobres nunca falta: las pocas
m adres que quedan en la ciudad se ocuparán de los niños
desprotegidos antes de caer la noche.
No satisfechos con saquear Rojas, los indios asaltaron sin
piedad las estancias de los alrededores. Enarbolando el estandarte
federal, llevaron el espanto y la desolación por donde pasaron. Ni
amigos ni enemigos se libraron de pagar tributo a esos horribles

158
vándalos, verdaderos demonios, ávidos de sangre.
Indios y gauchos llevan ei mismo tipo de vida nómade y
aventurera; la gran diferencia reside en que el indio es ladrón por
naturaleza.
El gaucho es desinteresado y generoso, aun a expensas de su
propio interés; el indio, por el contrario, es naturalmente ávido y
rapaz. El instinto de robo es lo único que los impulsa a cometer las
terribles razzias que quedan grabadas en la memoria de sus
víctimas. Siempre que pueden evitan los enfrentamientos pues
carecen de vocación de combate y, una vez obtenido el botín, huyen
despavoridos sin preocuparse siquiera por defender lo que robaron
exponiendo sus vidas.
De ahí el profundo desprecio de los gauchos por sus vecinos
de las pampas, a los que califica de ladrones. El gaucho 110 considera
robo lo que toma de la pampa para vivir, sin luchar ni vacilar: la
tierra, el aire, el caballo que monta, la vaca que lo alimenta. Para
él, son productos naturales de los que se sirve cumpliendo con un
deber hacia sí mismo y hacia El que los ha puesto en ese lugar del
mundo. En realidad, se equivoca, pero al justificar su accionar con
una teoría tan ingenuamente primitiva, ¿quién se atrevería a
condenarlo?
Ni una sola estancia se salvó del malón; la del Federal era la
más tentadora ya que sabían que la peonada 110 estaba pues se
había alineado detrás del estandarte federal enarbolado por el
desdichado Costa a su paso por La Blanqueada. Como a Costa lo
fusilaron, no había quien defendiera los bienes de sus partidarios.
El indio no hace diferencia entre cristianos.
¡A ellos, entonces, al saqueo! Esa es su lógica infernal.
Imaginen lo que debe ser la llegada de semejantes bandoleros
a una casa donde hay mujeres, niños y ancianos librados a su propia
suerte.

159
Mejor dejemos hablar a las mujeres, ellas nos sabrán contar
lo ocurrido.
Vemos venir a Benita con su hija muda de la mano. Ya no
lleva a los gemelos en los brazos: murieron la noche del horror.
Los ranchos de paja arden con facilidad y los niños de pecho se
ahogan con la más leve humareda. Muchas casas fueron destruidas
y otras muchas quedaron abandonadas pues los sobrevivientes
huyeron buscando refugio en otras poblaciones,
— El doctor está de vuelta — comentó Benita al acercarse a
doña Marcelina-—. Las cosas no andan bien...
— ¡Pobre niña! — exclamó la comadre— , es horrible... ¿Y el
padre?
—El padre... en el mismo estado... como un niño.
—Y el doctor, ¿qué dice?
—Nada, nada preciso..., lo de siempre... Vino cansado por el
viaje y se acostó.
— Siempre el mismo — se quejó doña M arcelina con
desprecio.
— Allá estaba el Pancho — agregó Benita— , contó cosas
horribles... Vino a la farmacia a buscar un preparado que el doctor
le recetó a la niña pero, usted sabe, el negocio está cerrado, el
farmacéutico lo abandonó.
— ¿Qué contó? —preguntó doña Marcelina.
—Parece que todos dormían porque estaba amaneciendo
cuando llegaron. El padre abrió, creyendo que era el otro que
regresaba, usted sabe... — dijo Benita haciendo un gesto que su
compañera pareció entender— . Entonces, cuando les abrió la
puerta, se le abalanzaron y entraron.
— ¿Y después?
— La Rosa consiguió trabar la puerta de la habitación de
Dolores, pero los salvajes la derribaron a cuchilladas, entraron y

i6o
sacaron a la niña de su cama para llevársela... Pese a hallarse
prácticamente sola—los únicos que estaban en la estancia pran el
padre y ño Gregorio, enfermo como de costumbre—, la Rosa agarró
un hacha de cocina, atacó al cacique por la espalda y a hachazos
limpios lo dejó sin brazos. Según el Pancho, el cacique había
visto a la niña al pasar y le había gustado, así que había vuelto
expresamente para buscarla, mientras tanto los otros arreaban el
ganado.
— ¿Y después?
—Mortalmente herido, el cacique se abalanzó furioso sobre
la Rosa, mordiéndola y pisoteándola como una bestia salvaje. La
negra en lugar de defenderse, no paraba de gritar: “Salvate Lolíta,
salvate, hija m ía...” . Pero el miedo, el miedo, usted sabe...
Paralizada de horror, la niña miraba como hipnotizada al horrible
cacique sin brazos, ensangrentado.
— ¿Y después? — insistió doña Marcelina conmovida.
— Corridos por el padre y ño Gregorio, llegaron los indios
que estaban robando afuera. Al ver a su jefe malherido, se lo
llevaron en andas pegando gritos horribles en señal de duelo, sin
hacer caso a los alaridos del cacique que, en su lengua, sin duda
les ordenaba que cargaran a la niña.
— ¿Y el padre...? ¿Y ño Gregorio?
— Ante la tremenda escena y con una herida en la pierna, el
padre, medio boleado, se dejó caer en la cama de la hija y desde
allí miraba lo que ocurría sin moverse. Ño Gregorio, solo, viejo y
enfermo como estaba, trataba de detener al cacique que, mientras
los indios lo sacaban de la habitación para llevárselo, tuvo la
horrible idea de aferrar con los dientes una trenza de la niña para
llevársela con él. Y fue entonces cuando ño Gregorio, tratando de
cortar la trenza, recibió el lanzazo que lo dejó tie^o.
— ¿Y la niña Dolores?
— M ientras los indios se lo llevaban, el cacique fue
arrastrando a la niña de los pelos de habitación en habitación. La
pobrecita pegaba unos gritos que partían el alma, y la Rosa,
desesperada, no lograba cortar las trenzas pese a los hachazos que
les propinaba. Son tan duras esas trenzas gruesas...
Doña Marcelina, pálida, escuchaba temblando.
— ¿Y cómo pudo salvarla?—-preguntó después.
—Viendo que no podía recuperar a su niña —porque, como
usted sabe, la Rosa la amamantó—, prefirió matarla antes que
dejársela a los indios, y, sin--dudarlo, le asestó ,un hachazo en la
nuca que casi le separa la cabeza del tronco.
— ¡Qué horror! —exclamó doña Marcelina cubriéndose los
ojos.
— Tal vez porque la creyó muerta o porque ya no le quedaban
fuerzas para apretar los dientes, el cacique soltó la presa. De todos
modos, los otros se la habrían llevado —contó Benita temblando.—
Esto es tan horqble escucharlo como verlo — agregó con voz
lúgubre unos instantes después— ¿no es cierto?
— ¡Horrible! ¡Horrible! —repetía su compañera.
—Imagínese a esa pequeña en camisón —prosiguió Benita—,
arrastrada de pieza en pieza hasta el palenque y luego degollada
por la mujer que la había alimentado con su propia leche. ¡Qué
coraje hay que tener para hacer eso! ¡Qué coraje!
— Yo no lo hubiera tenido — aseguró doña Marcelina
conmovida.
—Ni yo —respondió Benita— . No me sorprende que el
doctor no tenga mejores noticias.
—Después—retomó Benita—, la Rosa le contó al Pancho
que, al verse sola, cargó a su niña en brazos, y viendo que aún
estaba con vida, trató de mil maneras de hacer reaccionar al padre
para que fuera a buscar al doctor, pero no lo consiguió. El padre
todavía sigue como boleado.
162
—“Levanté el cuerpo del Gregorio, traté de ponerlo de pie...
¡Oh!, si le hubiera quedado una sola gota de sangre habría salido
al galope a buscar ayuda, pero cayó como un tronco en el charco
de sangre de donde lo había levantado”, le dijo la Rosa al Pancho
— siguió Benita—. Pone los pelos de punta— agregó.
— ¿Y cuándo llegó el auxilio? ¿Cuántos días estuvo
agonizando? —quiso saber doña Marcelina.
— Dos, querida, dos. La negra se pasó los dos días
sosteniéndole la herida con las manos, tratando de parar la sangre.
El doctor dijo que había hecho un milagro, pero los milagros duran
poco. El Pancho, que los quería tanto, apenas se enteró, se llegó
hasta la casa, y al ver rastros de sangre...
—¿Y el doctor piensa volver? —preguntó doña Marcelina.
—No creo. Dice que es lejos y que ya no hay esperanzas...
—Muy bien. Entonces, yo me voy para allá. Aunque sólo
los conozco de vista de cuando venían a visitar a sus parientes, iré
a ver a la niña Dolores para ayudar en lo que pueda a la valiente tía
Rosa—declaró doña Marcelina.
—Vaya con el Pancho.
—Tiene razón — asintió la buena mujer— , ahora que mi
pobre Avelina ya no está en este mundo, puedo ir y venir; aquí
nadie me necesita. ¡Pobre mi querido hombre!
Y doña Marcelina se marchó a su casa. Como los preparativos
del viaje no duraron mucho, no tardó en volver a salir.
— Cuide a la Margarita durante mi ausencia — le pidió a
Benita— . Adiós, hasta la vuelta. El corazón me dice que tal vez
podamos salvar a la pobrecita.
—Vaya, querida, vaya, jánimo!, pero mi corazón me dice
otra cosa. Vaya a saber cuál de los dos está en lo cierto — dijo
Benita despidiéndose de su amiga.

— «5—

163
Capítulo XV

La noche es cálida y oscura; no se ven estrellas en la negra


bóveda del cielo. Macizas nubes cargadas de electricidad parecen
esforzarse para quedar suspendidas en el aire. Se diría que la
inmensa cúpula va a desprenderse de repente aplastando la tierra
árida y desnuda con su enorme peso.
Un vaho agobiante se desprende del suelo, haciendo aún más
espesa la atmósfera... Un silencio terrible reina en la vasta pampa.
De tanto en tanto, se oye el grito quejumbroso del chajá y luego
todo vuelve a caer en un silencio triste y abrumador.
La noche es cerrada como boca de lobo. Todo se ha
transformado; sólo el caos mantiene su reinado en esa pampa
desierta. El aire está cargado de electricidad. ¿Cómo puede el ojo
humano adaptarse a esa negra oscuridad? ¿Qué viajero osaría
aventurarse solo en semejante abismo?
Sin embargo, se oye el galope de un caballo. De repente, el
ruido cesa; el caballo se detiene.
—¿Qué hay? —pregunta una voz que denota agitación.
—Espera—responde otra masculina y sonora—, voy a bajar
un momento; quedate ahí...
Uno de los hombres salta del caballo, se echa al suelo boca
abajo y se queda así un rato.

165
—¿Y bien? —pregunta el que sigue montado.
— ¡Qué desgracia! No sé dónde estamos —exclama el que
está en el suelo y, levantándose bruscamente, gira la cabeza hacia
todos lados buscando atravesar la espesura de la noche con su
mirada poderosa.
- —¡Perdidos! —dice entonces el otro con desesperación.
— ¡Perdidos! ¿Qué hacer? ¿Qué hacer?
En ese momento el cielo se abre y un relámpago, semejante a
una serpiente de fuego, ilumina la vasta pampa. El caballo deja oír
un relincho agudo; los dos hombres se miran con desesperación.
Todo vuelve a caer en la oscuridad; con su estruendo, el trueno
añade horror a la lúgubre noche.
--C o n otro relámpago, Pablo -—dice el Gaucho Malo— , tal
vez pueda ver el color de la tierra. No hay en este lugar ni una
brizna de hierba. No entiendo cómo pude equivocarme tanto.
El relámpago esperado no tardó en llegar, seguido por otros
cada vez más frecuentes, y su secuela de truenos.
Pablo, sombrío y desolado como la terrible noche, permanecía
inmóvil sobre la yegua. Desde que los dejamos en la pampa
decididos a alcanzar La Blanqueada, el animal recomo más de
doce leguas con los dos gauchos a cuestas.
Después de husmear la tierra nuevamente y de abarcar de
una mirada rápida el amplio horizonte iluminado por los
relámpagos, Anacleto volvió a montar y le dijo a su compañero:
—Tomemos por otro lado, soy un zonzo, pero estamos en el
camino. ¡Qué diablos!, es una noche infernal
Pablo, por toda respuesta, suspiró profundamente.
— Sí, m ’hijo, suspiré... — consintió el gaucho— ; nos
equivocamos de camino; ya te voy a decir dónde estamos.
Anacleto volvió a bajar del caballo y, recogiendo del suelo
un puñado de hierbas pequeñas y tupidas, lo husmeó varias veces.

166
— Es gramilla1 — agregó de buen humor— ; muchacho,
estamos entrando en los campos del Federal. Pronto habremos
llegado...
— Subí entonces —le pidió Pablo con ansiedad; y como
Anacleto no se hizo rogar, la yegua partió al galope a pesar de la
doble carga que soportaba desde hacía dos días.
El pobre animal estaba exhausto, así y todo, cada vez que
intentaba aminorar la marcha, los dos gauchos le presionaban los
raquíticos flancos con las piernas nerviosas» y el animal obedecía
andando tan rápido como podía. Su velocidad tendría que ser
diez veces más rápida para estar al unísono con el deseo de Pablo.
Pero qué puede correr tan velozmente como para contentar al
hombre que va en pos de su amada. Y si ese hombre supiera que su
amada se está muriendo, ¿existe alguna forma de llegar volando?
Sí, Pablo sabe que Dolores se está muriendo, y para él un
instante es un siglo.
¡Ay! pareciera que es el corazón el que le otorga valor al
tiempo.
En la pulpería, Pablo se enteró de los detalles horribles que
Benita le contó a doña Marcelina que dejaron heladas a las mujeres.
Imaginen lo que ha debido de sentir el joven enamorado al
enterarse del calvario de su amante, por boca de hombres
indiferentes y casi tan salvajes como los indios.
La pulpería es el punto de encuentro de la pampa, la posada
de las caravanas; un remanso en esas soledades. La víspera, los
dos gauchos se habían detenido en una de esas pulperías, para
calmar la sed y enterarse de las novedades.
Antes de llegar al pago, Anacleto, hombre experimentado,
quiso palpar el estado de cosas. A los gauchos la política les interesa
más de lo que uno se imagina; a menudo, el cambio de autoridades
en un departamento es un asunto de vida o muerte para ellos.

1 R ay grass.

167
Cualquier gaucho que antes no se atrevía a aparecer a diez
leguas de su escondite llega de pronto como conquistador, la cabeza
altiva, seguro de su impunidad.
Anacleto no teme por su vida, sino por la de Pablo. Los
hombres como el Gaucho Malo inspiran respeto: sus pares no se
meten con ellos; la autoridad, rara vez.
El sentimiento social del gaucho está tan poco desarrollado
que, mientras no lo ataquen directamente, 110 se meterá a justiciero
para colaborar con la ley. Todo lo contrario,
Al respecto, los hombres de las dos Américas, la inglesa y la
española, actúan de forma opuesta. Un yanqui no bien se entera de
que anda suelto un criminal se siente en la obligación de hacer
justicia con sus manos. Conocedor de sus derechos y obligaciones,
sabe que debe detener al acusado como un acto de servicio a la
comunidad.
En la Argentina la lynch-law no es aplicable pues es contraria
a nuestra idiosincrasia. Por más que copiemos textualmente las
leyes americanas, las costumbres y nuestro modo de ser serán un
obstáculo para su aplicación por mucho tiempo todavía y, quizás,
para siempre, si es que esta palabra puede ser pronunciada por
labios humanos.
Su forma de accionar, como ven, es justamente la opuesta a
la del justiciero.
Por su parte, las autoridades del campo no van detrás de los
que escapan de la justicia por temor a enfrentarse con individuos
que suelen ser más aguerridos que ellos.
Sé que para un francés o un europeo puede resultar difícil
comprenderlo, pero traten de imaginarse a esos hombres
diseminados, perdidos en una enorme extensión de tierra y calculen
con cuántas más ventajas cuenta el fugitivo que el perseguidor. En
Europa hay telégrafos, trenes, ciudades, relaciones internacionales,

168
¡y tantas cosas más! para colaborar con los poderes públicos. Si
un individuo roba el banco de Francia, así esté en Rusia, la justicia
sabe que en cuatro días lo atrapará. Las autoridades europeas tienen
recursos, ¡pero las del desierto...!
Y si a esto le agregamos los cambios políticos que convierten
al hombre deshonrado y vapuleado de la víspera en el poderoso
caudillo de hoy, se puede tener toda la dimensión de la impunidad
que, en el campo argentino, gozan los hombres como Anacíeto.
En Europa, mi Anacleto no sería más que un vulgar asesino,
al que, cuanto mucho, el jurado podría encontrarle circunstancias
atenuantes. En nuestro país los ganchos le tómen y lo respetan
pues es propio de los gauchos respetar la fuerza. Su homicidio lo
consideran justificado; a nadie se le ocurriría denunciarlo.
De esas pulperías miserables surge a menudo la chispa que
incendiará la República y que, tiempo después, habrá de repercutir
en los dorados gabinetes de los soberanos europeos.
En tal ambiente, las opiniones se discuten libremente entre
todos con excepción del pulpero1que nunca se entromete.
Ante su presencia se llega al degüello en defensa de la
federación o de la unidad, porque en las pulperías los oradores
suelen resolver las cuestiones a cuchilladas y no con argumentos
convincentes.
A una de esas entraron Anacleto y Pablo la víspera de aquella
noche en que andaban perdidos. Con los sombreros hundidos hasta
los ojos para mantener el incógnito —cosa que al gaucho le gusta
bastante— los dos compañeros se ubicaron en silencio en el rincón
más oscuro.
Por dos gauchos que comentaban con el pulpero las novedades
del día, se enteró Pablo de la catástrofe ocurrida en la estancia.
El enamorado escuchó los comentarios sin decir una sola

1 Dueño de ia pulpería.

169
palabra ni hacer gesto alguno que pudiera traicionar su emoción.
—De seguro morirá—dijo uno de los gauchos al terminar su
relato, mientras vaciaba de un trago su vaso.
Entonces Pablo, sin decir nada a su amigo, se levantó, dejó
el pago en el mostrador y salió de la pulpería. Anacleto lo siguió y,
sin el menor comentario, montaron la yegua.
No precisaban palabras para entenderse. Por eso, el viejo
gaucho ni siquiera intentó consolarlo. Puso la yegua al. galope y
partieron precipitadamente.
Cuando los dos compañeros salieron, el pulpero agarró la
moneda, la hizo saltar al aire y¿ acto seguido, se puso a mirarla con
atención.
— ¡Cómo! —exclamó uno de los gauchos llamado Miguel— .
Parece que el Anacleto encontró un Perú. ¿Qué le andará pasando?
—Nada bueno —respondió el pulpero— . Lo reconocí
enseguida pero me hice el disimulado. Ese demonio de hombre da
miedo. Me alegra que se haya ido.
—Y el otro —preguntó Miguel—, ¿quién es?
—Es el más chico de doña Micaela —respondió Perico— ;
uno de estos días, si no anda con cuidado, va a darle trabajo a la
autoridad.
Su compañero hizo un gesto de desprecio y gualdo silencio.
—Vos sos siempre el mismo, Miguel, te burlás de todo
seprotestó el que había reconocido a Pablo.
—Motivos tienen de sobra... —respondió Miguel— . Resulta
que ahora, cuando todo el ruido pasó, mandan a los veteranos; los
indios están lejos y nuestras vacas también, señores del gobierno
—agregó cantando y acompañándose con la guitarra.
—A pesar de todo, está bien que vigilen otra vez las fronteras
y que los fortines no queden abandonados —prosiguió el pulpero.
—Sobre todo si las tropas están a las órdenes del comandante

170
Vidal. El tipo es diestro pa'enlazar novillos y pa'escribir cartas.
Así me gustan a mí. El habría podido con los indios. ¡Me gusta ese
tipo! —agregó Perico.
— ¡Qué bestia sos! —replicó uno que ahora tocaba ia
guitarra— . A vos, con cuatro palabras, te venden gato por liebre.
—Me gusta la gente que no nos desprecia —objetó Perico—.
Ese, a más de ser un señor, sabe lo que nos hace falta; ya vas a ver
que con él las cosas van a cambiar mucho.
— ¡Pucha digo! —observó Perico rascándose la cabeza— ,
Vidal es el segundo, el que manda es el Duro y es malo como el
demonio. ¡Virgen santa!
—Fue a Rojas y a Salto —dijo el pulperos a dar el ejemplo,
como bien dice. Ya veremos —agregó mientras ordenaba una pila
de vasos.
—No sé si sabés que el comandante se apersonó en La
Blanqueada para poner a disposición del Federal a alguno de sus
hombres, pese a que no son del mismo partido. ¿Qué me decís?
seagregó Perico con aire triunfador mirando de arriba abajo a su
compañero.
—Que sos una bestia y que no me gustan ni los favores ni los
rigores de ese tipo de gente. Además, don Juan está medio muerto
y su hija muerta del todo. Al Vidal ese le interesará la estancia.
Dejame tranquilo —respondió Miguel.
El optimista soltó un insulto y salió furioso de la pulpería.
Ya era noche cerrada cuando Pablo y Anacleto llegaron a La
Blanqueada. El tiempo había cambiado completamente. La lluvia
torrencial había refrescado el aire, aliviando la atmósfera de esa
pesadez opresiva que precede a las tormentas. El cielo, diáfano,
lucía un azul límpido y transparente. La claridad de las estrellas
iluminaba la vastedad como una noche de luna.
Los dos gauchos se acercaron a la casa en silencio. Envuelto

171
en la sombra, el blanco edificio se destacaba como un inmenso
espectro.
Al llegar, Anacleto, temblando, se santiguó involuntariamente
pues habia sentido que algo frío lo rozaba. Un vaho blanquecino
ganaba el cielo, justo frente al palenque. Tal vez por primera vez
en su vida, el Gaucho Malo tuvo miedo.
—Está muerta —se dijo—. Su alma anda errando por acá
porque en este lugar recibió el hachazo.
Pablo sin percibir la misteriosa aparición, miraba fijamente
la ventana de la sala que estaba iluminada. Allí había tenido lugar
el único encuentro con la muchacha.
—Voy a entrar —le dijo a Anacleto— . ¡Espéreme acá!
El enamorado quiso entrar solo,.. Y lo hizo.
Anacleto se quedó afuera esperándolo. Aunque hubiera
preferido atar la yegua al palenque, la tenía sujeta por el cabestro,
pero ¿cómo acercarse...? El, el Gaucho Malo,-tenía miedo, y la
yegua también. Ese vaho m isterioso estaba siem pre ahí,
arremolinándose, espesándose, aligerándose, inquieto, sin descanso
y sin intención de marcharse. Aguzando el oído, la yegua temblaba
y se resistía a acercarse. Anacleto estaba paralizado de horror.
El más profundo silencio reinaba en los alrededores de la
casa. Pablo franqueó la puerta y entró en la sala. Como estaba
muy iluminada, la súbita claridad lo cegó momentáneamente,
produciéndole un fuerte dolor en la frente que lo obligó a apoyarse
contra la pared para no caerse.
Permaneció con los ojos cerrados durante algunos segundos,
y cuando los abrió, vio la siguiente escena. En la amplia mesa,
donde el Federal y su hija solían cenar, se destacaba algo blanco
sobre una manta oscura, rodeada de candelas.
Se trataba de unas sábanas que, la luz amarillenta de las velas
resaltaba su color blanquecino. Ningún detalle escapó a los ojos

172
de Pablo; pese a la elocuencia de la escena, no comprendió la
realidad enseguida. El corazón lucha a ultranza contra las
evidencias. Ve, comprende, adivina, pero se engaña.
Pero los engaños son pasajeros... Pablo se acercó a la mesa y
vio, al resplandor de las velas, a Dolores, a su Dolores,
profundamente dormida...
El corazón le seguía mintiendo; acercándose más, miró con
avidez los ojos cerrados de su amada, el tinte amoratado, los labios
descoloridos.
Ya no podía seguir engañándose: con sus brazos, estrechó
convulsivamente el cráneo frío y sin vida de la mujer que amaba.
¡Horror! Aquella cabeza helada como el mármol de una tumba
parecía agitarse en sus brazos para devolverle el beso apasionado.
En su impulso amoroso, el enamorado estuvo a punto de
separar completamente la pobre cabeza medio cercenada del
hermoso cuerpo que había sido suyo.
Un grito de horror escapó del pecho del joven gaucho y cayó
tieso en el suelo. Parecía sin vida como el cuerpo de su Dolores...
¡Su Dolores...! Ese cueipo frío... inerte... mutilado.., ¡en qué
ha de parecerse al de aquella Dolores que había amado tanto... que
había deseado tanto!
Anacleto oyó el grito de Pablo y, desenvainando
instintivamente el cuchillo, corrió en su auxilio.
La yegua, al verse libre, se puso a galopar recobrando Su
libertad.
El vaho blanquecino del palenque se esfumó con los primeros
fulgores del alba.

173
El D uro

El comandante Vidal no era el superior: el fortín de los


Difuntos, que estaba bajo sus órdenes, dependía directamente del
coronel Moreyra, al que llamaban el Duro.
El apodo que le habían puesto los gauchos estaba más que
justificado. Hombre excesivamente severo, déspota e incluso brutal,
Moreyra era uno de esos seres sombríos que afortunadamente no
abundan en el mundo.
El contraste entre el comandante y su jefe era chocante. Vidal
era un hombre de corazón, bien educado, descendiente de una
familia distinguida de Buenos Aires, dueño de nobles aspiraciones
y santas utopías. Creía de buena fe que dedicándose a la carrera de
las armas le aportaría al ejército de la República el elemento
civilizador que tanto se necesitaba. Desgraciadamente, era una mera
ilusión. t
Por su parte Moreyra, verdadero condottiere que vivía a
expensas de la guerra y de sus consecuencias, concebía su oficio
como un arma de destrucción en tiempos de guerra, o un elemento
de poder absoluto en tiempos de paz.
El choque entre dos hombres tan distintos era inevitable. Al
haber estudiado en los libros la teoría militar, su jefe consideraba a
Vidal como un teórico ridículo, un soldado criado en agua de rosas,
un aficionado peligroso, uno de esos que en la lucha en pro de una
causa cometen más errores que aciertos. Y, al respecto, Moreyra

175
tenía razón. Bravo hasta la temeridad, llevando la audacia hasta la
locura, el Duro sabía cómo había llegado al grado de coronel, por
qué serie de acciones heroicas y salvajes se había convertido en lo
que era. Lamentablemente esto suele suceder en nuestras frecuentes
guerras civiles.
El Duro era consciente de su fuerza pues sabía con qué tipo
de elementos contaba, y, quién sabe si tal vez, en su ignorancia
brutal, no era más realista que el entusiasta Vidal.
Hacía continuamente alarde de sus defectos, como si fueran
cualidades, y pretendía, a la manera de los caballeros de antaño,
que la pluma era demasiado liviana para el brazo habituado a la
lanza. Así, Moreyra fingía no saber siquiera firmar, lo que no era
cierto; sabía escribir su nombre y jamás dejaba de hacerlo cuando
le convenía. Para infortunio del país, los militares como el Duro
son mayoría en el ejército y por eso, la situación de los oficiales
con alguna preparación resulta de lo más penosa.
Para terminar de esbozar el perfil del coronel Moreyra,
debemos decir que, habiendo pasado doce años de su vida en el
exilio, abrigaba en su corazón un odio infernal contra todos los
que tenían relaciones con el partido federal y, por ende, solía
tratarlos con rigor.
El importante puesto que ocupaba en la frontera se lo había
ganado por su fama de valiente y por su fidelidad a la causa unitaria
pero, además, porque era medio pariente de un alto funcionario
que gozaba de consideración.
Quince días después de la terrible escena con la que concluye
el capítulo anterior, el coronel Moreyra mandó a llamar al
comandante Vidal.
Cuando el comandante franqueó el umbral de la puerta, el
Duro, sentado en el suelo, hacía distraídamente unas marcas con
el cuchillo.

176
I

—¿Usted me mandó a llamar, coronel? —le preguntó Vidal


al entrar.
Sin levantar la cabeza, el Duro le respondió:
— Sí...
Agregando:
— Siéntese.
—Perdón, coronel —objetó Vidal— , pero preferiría no
sentarme. Le ruego que me dé sus órdenes enseguida, porque el
chasque1 va a partir y aún no terminé los informes.
—Al diablo con los informes, comandante, no es eso lo que
vamos a tratar.
—Pero... —insistió Vidal dando un paso atrás.
— ¡Caray! —exclamó el Duro con ironía—, estos oficiales
de la guardia nacional están siempre más apurados por escribir
que por obedecer.
— Coronel —prosiguió secamente Vidal— , al enviar el
informe obedezco al gobierno que me lo encargó y yo soy, como
usted, oficial de línea.
—Así que está disgustado, comandante —replicó el Duro,
zalamero—, se equivoca.
— ¿Me puedo retirar?
— ¡Esto es demasiado! —objetó el Duro ofuscado— . Lo
llamo para ver si puede justificarse y, a toda costa, se quiere ir.
— ¿Justificarm e?— preguntó Vidal altanero— , ¿yo,
justificarme?
— Sí —respondió el Duro— , va a tener que aclarar un par
de cosas. ¡Qué diablos! Según dicen, usted fue a la estancia del
Federal a ofrecerle protección, usted...
— Sí, le ofrecí protección — asintió Vidal interrumpiéndolo
con altura—, tal era mi intención.
1 Correo.

\11
—Bueno —respondió el Duro lentamente—, para empezar,
hay que ver si el gobierno lo manda aquí para proteger a nuestros
amigos o a nuestros enemigos.
Vidal hizo un gesto de impaciencia y respondió tratando de
contener la rabia.
—Los amigos como los enemigos son compatriotas, coronel.
—Eso corre por su cuenta —dijo el Duro con desprecio— .
Pienso que lo que hizo le reportará algún beneficio personal..., por
eso le menciono el tema... A otra cosa...
—¿Beneficio? No lo entiendo.
-—Está bien, está bien... Felizmente, lo otro ya lo solucioné.
El desertor al que tan generosamente le permitió tomarse las de
Villadiego, con el pretexto de que... ¿Qué pretexto, comandante?
-—preguntó el Duro irónicamente.
—Es suficiente, coronel —dijo Vidal decidido—, usted no
me entiende... Suá hombres lo detuvieron, lo encarcelaron y hasta
lo torturaron, según tengo entendido. Por esta vez, usted ganó la
partida.
Una sonrisa infernal se dibujó en los labios del Duro, y al ver
que el joven se aprestaba a partir, se le acercó diciéndole con voz
ronca:
— Gané esta partida y no ha de ser la última, créame
comandante Vidal. Le ordeno que se quede donde está y que me
escuche...
Vidal se inclinó y guardó silencio.
El Duro se volvió a sentar en el suelo, cruzó las piernas y fijó
su escrutadora mirada sobre Vidal continuando de este modo:
—Usted ha escrito por él y por el otro...
Una viva contrariedad se dibujó en el rostro del comandante,
pero guardó silencio.

178
—Mal hecho — agregó el Duro en tono dulzón— ... mal
hecho... Anacleto, que es una buena pieza, y el otro... el joven...
había desertado dos veces... dos veces, ¿escuchó, comandante
Vidal?
—Lo sé -—asintió Vidal—, pero como su falta no es sino el
resultado de una injusticia, aún confío poder entregar ese
desdichado a su pobre madre. Pedí su gracia y voy a conseguirla
con toda seguridad.
— ¿En serio? —preguntó el Duro dubitativo, y se quedó
callado por un rato.
Entonces, sacando un papel doblado en cuatro de entre su
poncho, inquirió con ingenuidad:
—¿Usted sabe leer, camarada? Hágame el favor de leerme
esto...
Vidal estaba por agarrar el papel cuando el Duro, sin duda
cambiando de idea, lo detuvo:
—Espéreme un instante... vuelvo enseguida —y salió de la
tienda...
Su ausencia duró poco. Al volver a sentarse en el suelo,
parecía haberse olvidado del papel. El comandante, que creía ver
en la fisonomía del Duro una expresión evidente de satisfacción,
le dijo, dudando al principio, pero con firmeza mientras hablaba:
—Estoy seguro, coronel, que si usted quiere creer en mis
buenas intenciones, podremos entendemos.
El Duro se armaba tranquilamente un cigarrillo y lo dejaba
hablar.
—Créame —agregó Vidal—, los gauchos no funcionan con
rigor. En este momento, sobre todo, tenemos que tratar de
ganárnoslos. Usted, tal vez, los conoce mejor que yo, y sabe qué
fuertes son sus prejuicios contra las leyes. Aunemos nuestros
esfuerzos, coronel, para que sean mejores aliviando sus desdichas.
Como el Duro seguía callado, Vidal creyó que sus palabras
eran bien acogidas, así que, ubicándose al lado del coronel, continuó
fogoso:
—Créame, coronel, debemos terminar con los fusilamientos
arbitrarios, con los rigores inútiles y, sobre todo, tratar, en lo que
dependa de nosotros, de que los tribunales del país juzguen a los
criminales como ordena la ley. Que esa horrible costumbre de
erigirnos en verdugos, nosotros los militares, desaparezca cuanto
antes de nuestras zonas rurales. Ahora que entramos en una senda
de progreso y libertad, nosotros debemos dar el ejemplo.
El Duro fumaba en silencio y no parecía de ninguna manera
mal dispuesto, lo que infundía valor a Vidal.
—Fíjese en ese pobre Pablo, hijo de viuda, llevado con su
papeleta en regla. ¿No cree que el gobierno, al perdonarlo, está
haciendo un acto de justicia? En cuanto al otro, un hombre al que
todo el mundo parece temer y respetar, ¿hay que desterrarlo de la
sociedad sin tratar de descubrir cuál es su crimen, si es que cometió
alguno? Gaucho Malo, decimos. ¡Y bien! En seis meses lo será, si
no tratamos de modificar este sistema el terror, opresión y
arbitrariedad, Créame, coronel, en este punto, los federales son
más hábiles que nosotros, Los gauchos lo saben, y es por eso que
no nos quieren.
Vidal se calló esperando una respuesta.
—Pero ¿en qué piensa, coronel? —se aventuró a decir luego
de algunos segundos de un silencio embarazoso.
—Pienso en que se demoran mucho —contestó el Duro con
brusquedad.
Vidal, sin entender, lo miró sorprendido.
En ese momento sonó una descarga.
Vidal se puso de pie rápidamente y el Duro exclamó con
satisfacción:

180
— ¡Ya está!
—¿Qué fue? —preguntó Vidal con cierta inquietud.
Entonces el Duro, sacando de entre su poncho el papel que
antes le había mostrado, dijo lentamente y acentuando las palabras:
—El comunicado del gobierno que antes le iba a mostrar.
Tenga, quieren que demos el ejemplo, me recom iendan
especialmente a los desertores.
Vidal tomó maquinalmente el papel que el Duro le tendía y
sin pensar en mirarlo, objetó:
—Pero no es posible, no los ha...
Una segunda descarga le cortó la palabra; lívido, miró
angustiado al coronel.
—Cumplo con mi deber —agregó el Duro de manera
hipócrita— Lea.,, usted mismo lo verá— ordenó, señalando el papel
que aún tenía en la mano, sin desplegar.
Vidal estaba aterrado pues empezaba a comprender. El horror
y el disgusto lo habían paralizado.
Con cierto refinamiento cruel, el Duro agregó:
—Usted se interesaba por ellos, lo siento, pero acaban de
partir al otro mundo.
Ante estas palabras, Vidal enderezó la cabeza con orgullo y,
mirando de arriba abajo al ser hipócrita y odioso que tenía ante sus
ojos, pronunció con voz entrecortada:
—Usted es un miserable, un cobarde... Usted asesinó a esos
hombres.
—Baje el tono, comandante, está ante un superior.
—Usted ya no es nada para mí —agregó Vidal— ; yo 110 estoy
al servicio de los que asesinan. Abandono el fortín, regreso a la
vida privada, no quiero pertenecer a un ejército que tiene por jefes
a verdugos como usted.
Dichas estas palabras, Vidal salió precipitadamente. Al

181
divisar a un grupo de soldados que marchaban con el amia en la
mano, se estremeció, apartando la vista para 110 verlos.
Al llegar a su tienda, Vidal le dijo a su fiel ayudante:
—Pedro, prepará los caballos, nos vamos ahora mismo.
— ¡Nos vanaos! — exclamó el ayudante— ¿Adonde,
comandante?
Pedro, que trabajaba con Vidal desde hacía cuatro años, se
había acostumbrado a ser tratado casi como un amigo, de allí su
sorpresa al escuchar la voz de trueno del joven, ordenándole:
— ¡Al infierno! Apúrate, me juego la vida.
Sin más preguiitas, Pedro corrió a preparar los caballos y,
unos minutos después, Vidal y su fiel ayudante abandonaban el
fortín de los Difuntos. Justo a tiempo; el Duro acababa de dar la
orden de encarcelar al insolente subalterno.
En el mismo momento en que Vidal y su ayudante se alejaban
al galope del fortín, una mujer mayor, que parecía abatida, pedía
hablar con el coronel Moreyra.
La mujer acababa de llegar en una carreta tirada por bueyes.
Un hombre la acompañaba.
Cuando Micaela —pues de ella se trata— se presentó ante el
Duro, éste estaba en uno de sus buenos momentos: terminaba de
dar la orden de detener al insolente comandante y este tipo de
cosas lo ponían siempre de muy buen humor. Por eso no fue
demasiado duro con la recién llegada que, sin perder tiempo con
palabras inútiles, procurando finalizar rápidamente, presentó un
papel al coronel diciéndcle:
—Su pariente se lo explica todo en esta carta y me recomienda
a usted.
Moreyra tomó la carta de mal humor, agregando bruscamente:
—Está bien, ni una palabra más.

182
En ese momento, un sargento vino a avisar que el comandante
debía de haber partido porque no se lo podía ubicar en ninguna
parte, ni a él ni a su ayudante.
El Duro empalideció de rabia.
—Que lo busquen, que lo persigan —exclamó entrecortado
de rabia— . Que lo fusilen, que lo maten como a un perro,
¡miserable!
Micaela, como clavada en el lugar donde estaba, no se atrevía
a decir ni una palabra ni a hacer un solo movimiento,
Era horrible presenciar la cólera de ese hombre,
—Y usted —dijo mirando severamente a la aterrada
mujer—, ¿qué es lo que quiere?
—Yo le traje una carta —respondió Micaela temblando.
— ¡Una carta! — exclamó Moreyra dando una carcajada
sardónica— . Yo no sé leer. Vaya, llévesela al comandante Vidal, él
la va a leer —agregó arrugando con sus manos la carta que la
pobre mujer miraba desconsolada.
— Sí, señor —respondió Micaela sollozando— , irán a
buscarlo, se lo traerán, leerá la carta y Su Señoría verá que el
gobernador en persona dijo que deben devolverme a mi hijo, a mi
Pablo.
—¿Qué Pablo? —preguntó el Duro.
—Pablo Guevara —respondió tímidamente Micaela.
—Llega a tiempo —exclamó el Duro irónico—, lo acaban
de fusilar. —Y se alejó atropelladamente.
La madre se quedó como petrificada.
— ¡Salga! —dijo el Duro empujándola con violencia fuera
de la tienda.
Obedeciendo al empujón como un cuerpo inerte, la
desdichada fue a caer a cierta distancia.
Desde el lugar donde la estaba esperando, el hombre que la

183
había acompañado vio la escena y corrió rápidamente en su auxilio.
Al acercarse, lo sobresaltó la extraña expresión del rostro de
su compañera. Micaela, sentada en el suelo, tenía entre las manos
una carta que parecía leer atentamente.
—¿Qué hace ahí, doña Micaela? —le preguntó el capataz,
pues de él se trataba.
Clavando en Peralta una mirada que lo hizo estremecer, la
madre respondió con esa voz breve y estridente que, a menudo, le
oímos a los alienados, ■
—Ya lo ve. Leo la carta del gobernador.
Entonces el sargento, que había asistido a la entrevista de
Micaela con el Duro, se acercó al capataz y en pocas palabras lo
puso al corriente de lo que había pasado.
Al comprender que la conmoción había trastornado la razón
de la pobre madre, a Peralta se le ocurrió una manera terrible para
tratar de sacar a la desdichada del estado de ausencia en que se
encontraba.
—¿Dónde están? —preguntó en voz baja.
—Allá —respondió el sargento señalando un pequeño
montículo.
El capataz dijo algunas palabras y el sargento respondió:
—No todavía.
Tomando del brazo a Micaela, que se dejaba hacer sin
resistencia, Peralta la llevó hacia el lugar que el sargento acababa
de indicarle.
Fue en vano. El cuerpo ensangrentado y sin vida de Pablo no
significó nada para la que había perdido la razón. El alma de la
madre parecía haberse echado a volar para siempre hacia un mundo
mejor junto a la.de su hijo.
Con la ayuda de su facón, el capataz cavó una fosa y, ante la
mirada seca y fija de la madre, dio piadosa sepultura a Pablo y al
Gaucho Malo.
La renuncia del comandante Vidal 110 fue admitida. Ünos
meses después sus amigos consiguieron que aceptara el nuevo
grado que el gobernador le había ofrecido.
—Vale la pena hacer todo lo posible para evitar que nos dejen
hombres valiosos como usted “ dijo el ministro de Guerra al
teniente coronel, el día en que éste fue a agradecerle el importante
puesto que acababan de confiarle en el ejército de Buenos Aires.
La tropa de Peralta sigue haciendo sus habituales viajes por
la pampa, y cada vez que llega a la plaza del gran mercado, no
falta un curioso que diga: “Vamos a pedirle a la loca que nos lea la
carta del gobernador.”

185
Indice

— -M*—--

Sobre la a u to ra ............................................................................................. 7

C apítulo I
La p a p e le ta ....................................................................................... 17

C apítulo II
El fo g ó n ............................................................................................. 27

C apítulo III
D o lores.............................................................................................. 37

C apítulo IV
A m o r............................................ ..................................................... 49

C apítulo V
La v iu d a ............................................................................................ 57

C ap ítulo VI
S o ld a d o ............................................................................................. 69

C ap ítu lo VII
La estancia.................................... .............................................. 77

C ap ítu lo VIII
S o le d ad ............................................................................................ 87

C apítu lo IX
La p u lp ería................................................ ....................................... 97

C apítulo X
La p a rtid a ............................... ..........................*............................. 109

C apítulo XI
La tro p a .............................................................................................. H9

C ap ítu lo XII
La c iu d a d ............................................................ ............................. 133
C apítulo XIII
La p a m p a ......................................................................................... 143

C apítulo XIV
Los in d io s......................................................................................... 157

C apítulo XV
D esesp eració n ................................................................................ 165

C apítulo XVI
El D u ro ............................................................................................. 175

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