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III.

Parte sistemática
1. La presencia real

1.1. La crítica reformada

a. Lutero

LUTERO, La cautividad babilónica

Comenzaré por negar la existencia de siete sacramentos, y, por el momento,


propondré sólo tres: el bautismo, la penitencia y la eucaristía. Todos ellos se han
reducido por obra y gracia de la curia romana a una mísera cautividad, y la iglesia ha
sido totalmente despojada de su libertad. Aquilatando mis palabras al uso de la
Escritura, en realidad tendría que decir que no admito más que un sacramento y tres
signos sacramentales. De ello hablaré a su debido tiempo.
Trataré del sacramento del pan eucarístico, el primero de todos. En
consecuencia, diré lo que, a base de meditar en torno al misterio de este sacramento,
he logrado deducir. Porque cuando edité mi Tratado sobre la eucaristía me atuve al
común sentir, sin preocuparme para nada del papa, ya fuese con razón o por afrenta;
pero actualmente, después que se me ha provocado y tengo más experiencia, al verme
arrebatado por la fuerza de esta palestra, diré con toda libertad lo que pienso, ríanse o
lloren los papistas y todos los demás con ellos. […]
La segunda cautividad del mismo sacramento del altar es más soportable por lo
que a la conciencia se refiere, pero más arriesgada a la hora de tratarla y de
condenarla. Se me tachará de wicleflita y de hereje con seiscientos calificativos.

TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae III, q. 77, art. 1

Los accidentes de pan y vino, cuya permanencia después de la consagración


atestiguan los sentidos, no tienen por sujeto la sustancia del pan y del vino, que
no permanece, como queda dicho (q.75 art.2). Tampoco la forma sustancial,
que desaparece (ibíd., a.6); y, aunque permaneciese, no podría ser sujeto, como
demuestra Boecio en su libro De Trin. Es obvio que tampoco tienen por sujeto
la sustancia del cuerpo y de la sangre de Cristo, porque la sustancia del cuerpo
humano no puede, en modo alguno, ser determinada por estos accidentes; ni
tampoco es posible que el cuerpo de Cristo, glorioso e impasible como es su
estado actual, sea alterado para recibir estos accidentes.

[...]

Por consiguiente, hay que concluir que los accidentes en este sacramento
permanecen sin sujeto. Lo cual puede realizarse por virtud divina. Pues, como
el efecto depende más de la causa primera que de la causa segunda, Dios, que
es la causa primera de la sustancia y del accidente, puede, por su infinita virtud,
conservar el ser del accidente cuando desaparece la sustancia, que es la que le
conservaba como causa propia, de la misma manera que puede producir otros
efectos de causas naturales sin esas mismas causas, como formó el cuerpo
humano en el seno de la Virgen “sin semen viril”.

Concilio de Constanza, Decreto de 4 de Mayo de 1415

Errores de John Wyclif

1. La sustancia del pan material e igualmente la sustancia del vino material


permanecen en el sacramento del altar.
2. Los accidentes del pan no permanecen sin sujeto en el mismo sacramento.

LUTERO, La cautividad babilónica

¿Qué importa? Una vez que el obispo de Roma dejó de ser obispo para tornarse
en tirano me he hecho invulnerable a todos sus decretos; estoy convencido de que ni
él, ni siquiera un concilio general, tiene la potestad de establecer nuevos dogmas.
La ocasión para esta reflexión me la prestó el cardenal de Cambrai en una
circunstancia en que yo andaba ocupado en el estudio de la teología escolástica. Al
comentar con gran agudeza el libro de las Sentencias, sostiene ser mucho más
probable, y exigir menos milagros superfluos, la afirmación de que en el sacramento
del altar persisten el pan y el vino verdaderos y no sólo sus especies, a no ser que la
iglesia determinase lo contrario. Después de que me di cuenta de que la iglesia que en
realidad había determinado eso había sido la tomista (es decir, la aristotélica), mi
audacia tomó aliento, y, viéndome entre Scila y Caribdis, mi conciencia se afirmó en
la primera sentencia: que subsistían el pan y el vino verdaderos, sin que por ello
disminuyesen ni se alterasen la carne y la sangre más que en esos accidentes que ellos
aducen. E hice esto por la sencilla razón de que advertí que las opiniones de los
tomistas, aunque estuviesen aprobadas por el papa o por concilios, no pasaban de
opiniones que nunca podrían convertirse en artículos de fe, aunque otra cosa
determinase un ángel que viniese del cielo. Lo que se afirma sin contar con la
Escritura o con la revelación es materia opinable, nunca algo que haya que creer
necesariamente. Y esta opinión de Tomás está tan desprovista de Escritura y de razón,
que me parece que hasta ignora su filosofía y su dialéctica. Aristóteles habla de los
accidentes y del sujeto de forma muy distinta a como lo hace santo Tomás, de tal
manera que me da pena que un varón tan eximio no sólo extraiga sus opiniones en
materia de fe de Aristóteles, sino que hasta se atreva a fundamentarlas sobre alguien
al que no acaba de entender. ¡Desafortunado edificio sobre cimientos sin
consistencia!
Admito que se puede mantener cualquiera de las dos opiniones. Lo que quiero
es desvanecer escrúpulos de conciencia, para que si alguien creyese que en el
sacramento del altar existen el pan y el vino verdaderos, no tema que por ello está
cayendo en herejía. Que se sepa que se puede pensar, opinar y creer una u otra cosa
sin por ello arriesgar en nada la salvación, ya que es algo que no afecta a la fe. Por mi
parte, seguiré manteniendo mi opinión. En primer lugar, no haré ningún caso a
quienes se empeñan en gritar que esto es wiclefita, husita, herético, y que se enfrenta
con las decisiones de la iglesia; estas invectivas sólo las lanzan quienes de mil
maneras han sido convictos de herejía en lo que se refiere al asunto de las
indulgencias, del libre albedrío, de la gracia divina, de las buenas obras, de los
pecados, etc., de forma que si Wyclef fue hereje una vez, ellos son diez veces herejes.
Resulta bonito verse inculpado y recriminado por herejes y «sofistas» perversos; el
tratar de darles gusto sería la mayor de las impiedades.
En segundo lugar, no pueden probar su sentencia ni reprobar la contraria con
otro argumento que el recurso a «esto es wiclefita, husita, herético». Poca fuerza tiene
esta falacia. Y si les urges pruebas escriturísticas, no te sabrán decir más que
«nosotros estamos convencidos de ello, y la iglesia (es decir, nosotros mismos) así lo
ha decidido». He ahí cómo hombres réprobos e increíbles se atreven a proponernos
sus fantasmagorías como artículos de fe, sin más fuerza que la autoridad de la iglesia.
Mi opinión, sin embargo, se halla asistida de fuertes razones. Comenzaré por
decir que las palabras divinas jamás podrán forzarse por hombres ni ángeles, sino
que, dentro de lo posible, tienen que aceptarse y conservarse en su significación más
sencilla; si una circunstancia evidente no lo requiere, no se tiene que interpretar
violentando las exigencias de la gramática y de su propiedad, para que el adversario
no se encuentre con una ocasión envidiable para esquivar la Escritura entera. En
virtud de este principio, con toda justicia fue repudiado Orígenes en otros tiempos,
cuando, a despecho de la gramática, se empeñó en convertir en alegorías todo lo
escrito acerca de los árboles y del paraíso, ya que pudiera deducirse que los árboles
no fueron creados por Dios. Lo mismo sucede en nuestro caso: los evangelistas
escriben con toda nitidez que Cristo tomó y bendijo el pan. Pan le llaman después el
libro de los Hechos y el apóstol Pablo; luego hay que entender que es pan verdadero,
y vino de verdad, lo mismo que el cáliz es de verdad, puesto que nunca dicen que el
cáliz fuese transubstanciado. Por consiguiente, al resultar innecesario el recurso a una
transubstanciación hecha por Dios, y, como veremos, al no estar respaldada por la
Escritura ni por la razón, hay que tenerla como una ficción de humanas invenciones.

1Co 11,26-27

Pues cada vez que comáis este pan y bebáis de este cáliz, anunciáis la muerte
del Señor hasta que venga. Por tanto, quien coma el pan o beba el cáliz del
Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor

LUTERO, La cautividad babilónica

Resulta absurda esta fuerza novedosa que se hace a las palabras al tomar el pan
por la especie o los accidentes del pan, y al vino por la especie del vino o por sus
accidentes. ¿Por qué no se reduce todo lo demás a las especies o accidentes? Aunque
todo lo restante subsistiese, no sería lícito rebajar hasta tal extremo las palabras de
Dios y vaciarlas de su significado.
Por más de mil doscientos años ha mantenido la iglesia su fe verdadera y
nunca, ni en ningún sitio, se acordaron los santos padres de esa transubstanciación
-¡sueño y vocablo portentoso!-, hasta que la engañosa filosofía de Aristóteles invadió
a la iglesia en estos últimos trescientos años, período en el cual se han ido fijando
también otras falsedades, como esa de que la esencia divina no puede ser engendrada
ni engendrar, que el alma es la forma sustancial del cuerpo y otras cosas por el estilo,
desprovistas de causa y razón, como confiesa el propio cardenal de Cambrai.
Se argumentará quizá que el peligro de incurrir en idolatría está urgiendo que
no existan verdaderamente el pan ni el vino.

TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae III, q.75, art.2

Algunos dijeron que está la sustancia del pan y del vino en el sacramento
después de la consagración. Mas esto no puede sostenerse. En tercer lugar,
porque [esta posición] es contraria a la veneración del sacramento, ya que, de
haber allí alguna sustancia creada, no se podría adorar con adoración de latría.

LUTERO, La cautividad babilónica

Pero esto es el colmo de la ridiculez, ya que nunca podrían comprender los laicos
-aunque se les enseñase- esa sutil filosofía en torno a la sustancia y a los accidentes.
Por otra parte, existe el mismo peligro en los accidentes visibles que en la sustancia
que no ven. Y puesto que no les da por adorar a los accidentes, sino a Cristo en ellos
contenido, ¿por qué motivo iban a adorar [la sustancia] del pan que no ven? ¿por qué
no podría hacer Cristo que su cuerpo se contenga dentro de la sustancia del pan, al
igual que en los accidentes? El fuego y el hierro se mezclan de tal forma cuando están
en combustión, que cualquiera de sus partes es hierro y es fuego; mucho mejor podrá
estar presente el cuerpo glorioso de Cristo en cualquiera de las partes de la sustancia
del pan.
[...] Yo me alegro de que al menos entre el pueblo se haya conservado la fe
sencilla en este sacramento; al no entender estas cosas, se evitan andar discutiendo
sobre si los accidentes están sin la sustancia; creen, sin más, que el cuerpo y la sangre
de Cristo están realmente presentes y dejan para los ociosos el ocuparse en disputas
en torno al continente.
[...]..Dejémonos de tanta filosofía. ¿O es que Cristo no intentó salir al paso de
esta curiosidad, cuando a propósito del vino dijo «ésta es mi sangre» y no «esto es mi
sangre»? Lo clarifica todo mucho más al añadir la mención del cáliz: «Este es el cáliz
de la nueva alianza en mi sangre». ¿No nos vamos a dar a cuenta de que lo que
deliberadamente quería es que nos mantuviésemos en una fe sencilla, limitándonos a
creer que su sangre estaba en el cáliz? Por mi parte, si no puedo comprender del todo
la forma en que el pan es el cuerpo de Cristo, haré de mi inteligencia una cautiva al
servicio de Cristo, me atendré con sencillez a sus palabras y creeré firmemente no
sólo que el cuerpo de Cristo está presente en el pan, sino también que el pan es el
cuerpo de Cristo. Me lo garantizan las palabras: «Tomó el pan, dando gracias lo
partió y dijo: tomad, comed, esto -es decir, el pan que había tomado y partido- es mi
cuerpo» ; y las de Pablo: «Y el pan que partimos, ¿no es la participación del cuerpo
de Cristo?». En cuenta que no dice «está en el pan», sino «el propio pan es la
participación del cuerpo de Cristo». Qué importa que la filosofía no alcance a
entender estas cosas; más importante que Aristóteles es el Espíritu Santo. ¿Es que la
misma filosofía es capaz de comprender la transubstanciación de quienes confiesan
que en este particular falla toda filosofía? En griego y latín el pronombre «esto» se
refiere al cuerpo, por la semejanza de los géneros; pero en hebreo, carente el género
neutro, se refiere al pan, de manera que es lícito decir: «éste es mi cuerpo». El mismo
lenguaje usual y el sentido común confirman que el sujeto es el demostrativo del pan
y no del cuerpo al decir «esto es mi cuerpo» (das ist mein Leib) , sea, este pan es mi
cuerpo.
Sucede con el sacramento del altar lo mismo que con Cristo: la inhabitación
corporal de la divinidad no exige la transubstanciación de la naturaleza humana para
que la divinidad se contenga bajo los accidentes de esta naturaleza humana; las dos
naturalezas se declaran íntegras y verdaderas: «este hombre es Dios, este Dios es
hombre». Si no lo comprende la filosofía, lo entiende la fe; que es más importante la
autoridad de la palabra de Dios que todas las capacidades de nuestro ingenio. De
igual forma este sacramento no requiere que el vino y el pan sean sujetos de esta
transubstanciación, que Cristo esté contenido bajo los accidentes, para salvar la
presencia del verdadero cuerpo y de la sangre verdadera. Ambos, pan y vino,
permanecen, y por eso es verdad la afirmación «este pan es mi cuerpo, este vino es
mi sangre» y viceversa.
Esta es mi convicción, éste el honor que rindo a las santas palabras de Dios;
palabras que no permitiré sean violentadas por humanas racioncillas ni desviadas
hacia interpretaciones no auténticas. Permito que los demás sigan la opinión distinta,
tal como se establece en el decretal Firmiter, pero a condición de que no nos exijan
que aceptemos sus criterios como dogmas de fe .

Concilio IV de Letrán, Decreto Firmiter de noviembre de 1215

Y una sola es la Iglesia universal de los fieles, fuera de la cual nadie


absolutamente se salva, y en ella el mismo sacerdote es sacrificio, Jesucristo,
cuyo cuerpo y sangre se contiene verdaderamente en el sacramento del altar
bajo las especies de pan y vino, después de transustanciados, por virtud divina,
el pan en el cuerpo y el vino en la sangre, a fin de que, para acabar el misterio
de la unidad, recibamos nosotros de lo suyo lo que Él recibió de lo nuestro.

b. Zwinglio

ZWINGLIO, Comentario sobre la verdadera y la falsa religión 18, VI

Por tanto, cuando leen así, cuando en los tres evangelistas y en el apóstol Pablo
[leen]: “Jesús tomó el pan y cuando hubo dado gracias, lo partió y dijo: ¡Tomad,
comed! Esto es mi cuerpo”; sostienen que aquí cambia la referencia, de modo que el
pronombre “esto” no se refiere al pan que había tomado, partido y ofrecido, sino al
mismo cuerpo sensible de Cristo. Su pensamiento es sin duda que Cristo quiso
mostrar que este cuerpo suyo era aquel cuerpo acerca del cual los profetas habían
anunciado muchas cosas, a saber, que iba a ser maltratado de múltiples formas. Esta
opinión la confirmaría lo que había anunciado Cristo en Jn 6,51: “Yo daré un pan,
que es mi carne, que será entregado por la vida del mundo”. Pues podría también aquí
decirse: “¡He aquí que este es mi cuerpo, el cual hace poco he predicho que tiene que
ser inmolado por la vida del mundo! En seguida será llevado al altar; ¡pero fuera el
miedo y la vacilación! Aquí estoy, me entrego a mí mismo. Y para que no podáis
incurrir en error alguno, a saber, que porque soy el hijo de Dios, creáis que no voy a
ofrecer este cuerpo a la inmolación, sino que voy a producir enseguida otro [cuerpo],
lo cual se ha visto hacer a los ángeles frecuentemente-no vaya a ser, digo, con la
audacia propia de la inventiva humana, que penséis que voy a entregar otro cuerpo en
sustitución de este, os digo a vosotros abierta y claramente, que yo, voy a entregar
por la redención del mundo este cuerpo que veis delante de vosotros.
Con el amable permiso de estos, diré lo que pienso, y lo que veremos clarísimamente
que es la verdad del asunto. Pues si de esta manera retorcemos esa palabra “Esto” y la
referimos a Cristo, queda sin vida todo el discurso; el cual sin embargo ha sido
dispuesto tan minuciosamente por todos [los hagiógrafos], que es impío pensar que
en vano ha sido tan diligentemente expuesto. “Jesús tomó el pan, lo bendijo, dio
gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos dicendo: Tomad y comed; esto es mi
cuerpo, que se entregará por vosotros”. ¿Qué necesidad había de tanto preparativo,
que los evangelistas describieron de tal manera que hasta el día de hoy, cada vez que
oímos estas palabras, pensamos ver a Cristo mismo hacer y decir todas estas cosas?
¿Qué necesidad, digo, tuvo Cristo de tanto preparativo, si no quería decir otra cosa
sino que este cuerpo suyo estaba ya, como suele decirse, entre la espada y la pared?
¿Acaso les invita a que coman como acostumbran los huéspedes, a pesar de que ya
habían cenado, como si fuera el sentido: ¡Ánimo y comed con alegría! ¿Qué razón de
ser tiene esto de: Lo bendijo, dio gracias, lo partió y lo dio? ¿Acaso no comían a
menos que Jesús les repartiese y les diese [la comida]? Estamos obligados aquí a
perder todas las acciones y palabras de Jesús, lo cual es impiísimo, o bien confesamos
llanamente que este cuerpo suyo que Cristo daba con tanta diligencia y majestad era
simbólico. [...]
Por tanto, toda la dificultad se sitúa no en el pronombre “Esto”, sino en una palabra
que no es mayor por lo que concierne al número de letras, a saber, en el verbo “es”.
Pues en las sagradas escrituras en más de un lugar se emplea en vez de “significa”.
Oigo, por decir esto en primer lugar, que en otro tiempo Wyclef y hoy en día los
valdenses también son de esta opinión de que “es” aquí está puesto como equivalente
de “significa”, aunque no vi sus fundamentos escriturísticos: pues puede suceder que
algunos juzguen rectamente, pero que no defiendan rectamente lo que juzgan
rectamente. Probablemente esta fue la causa de que su postura fuera condenada como
impía. Pues nosotros, que por la gracia de Dios hemos combatido con muchos
adversarios en numerosas discusiones acerca del sentido de las escrituras, con
frecuencia hemos conocido a algunos que aunque estaban en lo correcto, han
abandonado su causa y se han visto obligados a rendirse a los otros porque no
probaron como es debido lo que juzgaban rectamente. Por tanto, sin miedo a estas
palabras de “Es un wyclefiano, es un valdense, es un hereje”, aduciremos pasajes de
la escritura en los cuales no se puede negar que esta palabra “es” está puesta sin duda
en vez de “significa”. Lo cual quedará claro con los siguientes testimonios. En Gn
41,26 dice José, el intérprete del sueño del Faraón: “Las siete vacas buenas y las siete
espigas llenas son siete años de abundancia, pues los dos sueños tienen el mismo
sentido”. Pregunto: ¿qué?, ¿acaso las siete vacas gordas son siete años? En modo
alguno, pero las que él había visto pronosticaban siete años fértiles: que este es el
sentido de las palabras no puede ser negado por nadie a menos que sea un estúpido.
Por tanto, “son” está puesto sin duda alguna en vez de “significan”. Poco después
sigue así: “Y las siete vacas macilentas y malas que subían después de aquellas, e
igualmente las siete espigas flacas y asolanadas, son siete años de hambre que están
por venir”. Aquí de nuevo “son” está puesto en vez de “significan”. Pasemos al
Nuevo Testamento, Lc 8,11: cuando Cristo significó mediante la parábola de la
semilla que cae en tierra la diversidad de los que reciben la Palabra de Dios y los
discípulos no entendieron esto y preguntaron qué quería decir mediante esta parábola,
[Jesús] disertó así: La semilla -acerca de la cual ciertamente ya habían oído muchas
cosas- es la Palabra de Dios. Pero ninguna semilla es la Palabra de Dios, sino que
mediante este término se significaba la Palabra de Dios. Por tanto, también aquí “es”
se pone en vez de “significa”. Poco después: lo que cayó entre espinas, estos son etc.
Es decir, lo que he dicho que cayó entre espinas, simboliza a estos etc. Y poco
después: En cambio, lo que cayó en tierra buena, estos son etc. Es decir, esta semilla
que he dicho que cayó en tierra buena, simboliza a estos etc. Así también en Mt 13,
[...], cuando explica la parábola de la cizaña, dice así: “El campo es el mundo”. Pero
el campo no es el mundo, sino que en esta parábola simboliza el mundo. Ibidem: La
semilla buena son los hijos del reino; es decir, la semilla buena significa, profetiza a
los hijos del reino. Ibidem: La cizaña son los hijos del maligno, es decir, es un
símbolo de los impíos o malos. Ibidem: El enemigo que la sembró es el diablo, es
decir, simboliza al demonio malo. Ibidem: La siega es la consumación del mundo; los
segadores son los ángles. Donde en ambos casos tanto el “es” como el “son” están
puestos en vez de “significa” y “significan”. Pienso que ya han sido presentados
suficientes testimonios para probar que “es” y sus términos derivados están puestos
en vez de “significa”. [...]
Ahora hay que ver cómo cuadra todo si de este modo ponemos “es” en vez de
“significa”. Y dado que cuadrará perfectamente, quedará probado al mismo tiempo
que también en este lugar “es” hay que entenderlo como “significa”, lo cual nos
habíamos propuesto demostrar en segundo lugar. Así sucede en Lucas, con quien nos
bastará de entre los Evangelistas (Lc 22,19s): “Y habiendo tomado el pan, dio
gracias, lo partió y se lo dio diciendo: Esto significa mi cuerpo, que se entrega por
vosotros. Haced esto en memoria mía”. Mira, oh alma fiel pero encadenada por
doctrinas absurdas, cómo así cuadra todo, de forma que nada se quita ni añade
violentamente, sino que te cuadra, hasta tal punto de que te sorprendes de no haber
tenido siempre esta manera de ver las cosas; y mucho más te soprendes de que el
cuerpo tan bellamente dispuesto de estas palabras haya sido descuartizado tan
desvergonzadamente por algunos. Tomó el pan, dio gracias, lo partió, y se lo dio
diciendo. ¡Fíjate en que aquí ya no hay nada inconexo! Esto que ofrezco para que lo
comáis, es un símbolo de mi cuerpo entregado por vosotros.
[...]

Ahora citaremos a aquellos de los antiguos que, tal y como veremos claramente a
partir de sus palabras, no entendieron que en este sacramento o pan simbólico hubiera
una carne corpórea. [...] De donde constará que en estos [autores] había un uso de la
Eucaristía muy distinto del que nos han transmitido los pontífices romanos.
Tertuliano dice así en el libro primero Contra Marción1: “Él (a saber, Dios) tampoco
reprobó el pan, mediante el cuál representa su mismo cuerpo”. Ve cuán abiertamente
dice que el cuerpo de Cristo es representado mediante el pan, pero un pan simbólico,
que empleaban para anunciar la muerte del Señor. Por lo cual también nosotros lo
llamamos simbólico, porque al mismo tiempo significa y sella.
Agustín, aunque en otros lugares habla de forma distinta de este asunto, sin embargo
en dos lugares parece expresar con claridad qué entiende por cuerpo. El primero2
suscribe esta doctrina de Tertuliano. Es en el prefacio del salmo tercero, donde Cristo
dice así acerca de Cristo y Judas: “Y en la historia del Nuevo Testamento la paciencia
de nuestro Señor era tan grande y admirable que soportó largo tiempo a Judas como
si fuera bueno, aunque no ignoraba sus pensamientos cuando lo invitó al banquete en
el cual encomendó y entregó a sus discípulos la figura de su cuerpo y de su sangre
[corporis et sanguinis sui figuram]”. ¡Qué claro es esto que que dice aquí Agustín!:
dice que entregó a los discípulos la figura de su cuerpo y sangre: ¿pero de qué modo
[les entregó] una figura? Ciertamente [entregándoles] el uso de este pan simbólico,
por el cual se figuraba en una conmemoración, por un signo sensible y una
celebración, la muerte del Señor. O así como el maná en el Antiguo Testamento
pronosticaba y figuraba que Cristo iba a ser el pan del alma, así también este pan
evocará que por nosotros el cuerpo de Cristo ha sido inmolado y su sangre ha sido
derramada.

c. Calvino

CALVINO, Institución de la religión cristiana IV, 17

12. No hay que ligar la realidad a los signos. La transustanciación

Es necesario hablar ahora de las hiperbólicas mezclas, quiero decir, de los


grandes excesos, que la superstición ha introducido. Porque Satanás ha empleado
aquí gran astucia y engaño para apartar del cielo el entendimiento de los hombres y
retenerlos aquí abajo, haciéndoles creer que Jesucristo está encerrado y adherido al
elemento del pan.
En primer lugar, guardémonos de imaginarnos una presencia de Cristo en el
sacramento cual la forjada por los sofistas del Papa; como si el cuerpo de Cristo
descendiese a la mesa y estuviese en ella con una presencia local, de modo que las
manos pudiesen tocarlo, los dientes masticarlo, y la garganta tragarlo. [...] Pensamos
que es cosa del todo absurda y fuera de razón poner [el cuerpo de Cristo] bajo unos

1 Contra Marción I,14.


2 Enarrationes in psalmos 3,1.
elementos corruptibles o imaginar que su cuerpo esté presente en todo lugar. Desde
luego, ésto no es necesario para gozar de su participación, ya que el Señor nos hace
mediante su Espíritu [per Spiritum] el beneficio de que en cuerpo, espíritu y alma
seamos una misma cosa con Él. Así que el vínculo de esta unión es el Espíritu de
Cristo, mediante el cual somos unidos; y es como un canal por donde todo cuanto
Cristo es y tiene fluye hacía nosotros. Porque si vemos con los ojos que el sol, al
alumbrar toda la tierra envía con sus rayos en cierta manera su sustancia para
engendrar, mantener y hacer crecer los frutos de la tierra, ¿por qué el resplandor e
irradiación del Espíritu de Cristo va a tener menos eficacia para traernos la comunión
de su carne y de su sangre? Por eso la Escritura, cuando habla de la participación que
tenemos con Cristo, refiere toda la virtud de la misma al Espíritu. Entre muchos
textos, baste aducir uno de san Pablo en la Carta a los Romanos, en el cual declara
que Cristo no habita en nosotros sino por su Espíritu (Rom. 8,9, ss). Con ello, sin
embargo, no suprime esta comunión de la carne y la sangre de que ahora tratamos;
sino que enseña que el Espíritu es el medio por el cual poseemos a Cristo
enteramente, y lo tenemos residiendo y habitando en nosotros.

13. La concepción de los escolásticos

Los teólogos escolásticos, sintiendo horror de tan bárbara impiedad, hablan algo más
sobriamente, o con palabras más veladas; lo cual hacen simplemente para escabullirse
sutilmente.
Conceden que Jesucristo no está encerrado en el pan y en el vino localmente, ni de
manera corporal; pero inventan otra nueva, que ni ellos mismos entienden, ni la
pueden hacer comprender a los demás. En resumen, todo se reduce a que hay que
buscar a Cristo bajo la especie — como ellos la llaman — del pan.
Mas al decir que la sustancia del pan se convierte en Cristo, ¿no la vinculan a su
blancura, que ellos afirman permanece? Según ellos, Cristo de tal manera se contiene
en el pan, que a la vez está en el cielo, y llaman a esto presencia de habitud. Pero
cualesquiera que sean las palabras que se imaginen para encubrir su mentira y darle
visos de veracidad, siempre vienen a parar a que lo que era pan se convierte, por la
consagración, en Cristo; de tal forma, que bajo el color del pan está Cristo oculto. Y
no se avergüenzan de decirlo así públicamente; pues he aquí las palabras mismas del
Maestro de las Sentencias: “El cuerpo de Cristo, que en sí es invisible, se oculta
después de la consagración bajo la especie o apariencia de pan”.Así que la figura de
aquel pan no es otra cosa sino una máscara que quita la vista del cuerpo.
No hay para qué andar con conjeturas, a fin de comprender cómo han querido
engañar al mundo con sus palabras, pues los hechos mismos lo muestran. Bien clara
está la superstición en que desde hace no poco tiempo viven no solamente el vulgo y
la gente corriente, sino aun los grandes doctores; como hoy mismo puede verse en las
iglesias del papado. Porque haciendo poco caso de la verdadera fe mediante la cual
únicamente llegamos a la unión con Cristo, con tal de gozar de su presencia carnal,
como ellos se la han imaginado, creen que lo tienen lo bastante presente. Vemos,
pues, que todo lo que han conseguido con esta su tibieza es que se tenga al pan por el
mismo Dios.
14. La transustanciación se opone a la enseñanza de la Escritura y de los Padres de
la iglesia

De ahí ha salido su fantástica concepción de la transustanciación, por la cual los


papistas combaten actualmente con mayor encarnizamiento que por todos los demás
artículos de su fe.
Los primeros inventores de esta opinión no podían resolver de qué manera el cuerpo
de Jesucristo podía estar mezclado con la sustancia del pan, sin que afloraran a su
mente numerosos absurdos. Y así la necesidad misma los ha forzado a acogerse al
miserable refugio de que el pan se convierte en el cuerpo de Cristo; no que
propiamente hablando, el pan se haga cuerpo de Cristo, sino en cuanto Cristo, para
ocultarse bajo la especie de pan, destruye y aniquila la sustancia del pan. Es
asombroso cómo han podido caer en tal ignorancia, o mejor dicho, en tal estupidez,
que no sólo se han atrevido a contradecir a la Escritura, sino incluso a lo que siempre
se ha recibido en la Iglesia desde la antigüedad por común consentimiento; y todo
para defender semejante monstruosidad.
Admito, desde luego, que algunos autores antiguos emplearon el término de
conversión, no para aniquilar la sustancia de los signos externos, sino para enseñar
que el pan dedicado a este misterio es diferente del pan común, y muy distinto del
que antes allí había. Pero todos ellos afirman claramente que la Santa Cena consiste
en dos cosas: una terrena y otra celestial.

IRENEO DE LYON, Adversus Haereses V,2,2-3

2. Totalmente vanos los que desestiman la economía cabal de Dios, niegan la


salud de la carne y menosprecian su regeneración. La carne, dicen, es incapaz
de incorrupción. Pues si no se salva, ni el Señor nos redimió con su sangre (cf.
Eph 1, 7), ni el cáliz de la eucaristía es comunicación de su sangre, ni el pan
que rompemos, comunicación de su cuerpo (cf. 1 Cor 10, 16). La sangre
procede únicamente de las venas y carnes y demás sustancia del hombre, la
cual vino a hacerse con verdad el Verbo de Dios y nos redimió con su sangre.
Lo dice también su Apóstol (Eph 1, 7): En quien tenemos la redención por
medio de su sangre; la remisión de los pecados. Y ya que somos miembros de
él (cf. Eph 5, 30; 1 Cor 6, 15) y nos nutrimos mediante la creación -él nos la
otorga, levantando su sol y lloviendo según su beneplácito (cf. Mt 5, 45)- al
cáliz tomado de la creación lo proclamó sangre suya, de que riega nuestra
sangre; y al pan venido de la creación lo ratificó cuerpo suyo, de que medran
los nuestros.

3. Así, pues, cuando el cáliz mezclado y el pan hecho dan cabida al Verbo de
Dios y se tornan eucaristía, sangre y cuerpo de Cristo –de que medra y se
consolida la sustancia de nuestra carne–, ¿cómo osan decir que la carne es
incapaz del don de Dios, a saber, de la vida eterna? ¿Una carne alimentada con
la sangre y cuerpo de Cristo, miembro, además, suyo? Así también lo enseña el
bienaventurado Apóstol en carta a los Efesios (5, 30): Miembros somos de su
cuerpo, venidos de su carne y de sus huesos. Esto no lo dice de hombre alguno
espiritual e invisible, ya que el espíritu no tiene huesos ni carnes (Lc 24, 39),
sino de la disposición del verdadero hombre, compuesta de carnes y nervios y
huesos, que además se nutre del cáliz o sangre de él y medra del pan o cuerpo
de él.

CALVINO, Institución de la religión cristiana

Y no tienen inconveniente en afirmar que el pan y el vino son el elemento terreno.


Ciertamente, digan lo que quieran, es evidente que en lo que respecta a esta materia,
son bien contrarios a los Padres antiguos, a los cuales, sin embargo, muchas veces se
atreven a oponer incluso a la misma autoridad de la Palabra de Dios. Porque esta
imaginación no hace mucho tiempo que fue inventada; y es del todo cierto, que no
solamente no se conoció cuando florecía la pura doctrina, sino ni siquiera cuando ya
comenzaba a ir en decadencia.

JUSTINO, I Apología 66.

Este alimento se llama entre nosotros eucaristía; de la que a nadie es lícito


participar, sino al que cree que nuestra doctrina es verdadera, y que ha sido
purificado con el baño que da el perdón de los pecados y la regeneración, y
que vive como Cristo enseñó. Porque estas cosas no las tomamos como pan
común ni bebida ordinaria, sino que así como Jesucristo, nuestro Salvador,
hecho carne por virtud del Verbo de Dios, tuvo carne y sangre por nuestra
salvación; así se nos ha enseñado que, por virtud de la oración al Verbo que de
Dios procede, el alimento sobre el que fue dicha la acción de gracias -alimento
de que, por transformación, se nutren nuestra sangre y nuestra carne- es la
carne y la sangre de aquel mismo Jesús encarnado. Pues los apóstoles, en los
Recuerdos por ellos compuestos llamados Evangelios, nos transmitieron que
así les había sido mandado, cuando Jesús, habiendo tomado el pan y dado
gracias, dijo: «Haced esto en memoria de mí; éste es mi cuerpo» (Lc 22,19;
1Cor 11,24), y que, habiendo tomado del mismo modo el cáliz y dado gracias,
dijo: «Ésta es mi sangre» (Mt 26,27); y que sólo a ellos les dio parte»

FAUSTO DE RIEZ, Homilía

1. Y porque el cuerpo ascendido [de Cristo] iba a ser apartado de nuestros ojos
y llevado a las estrellas, era necesario, si había de ser adorado constantemente,
que nos consagrase en este día el sacramento de su cuerpo y sangre, y que con
razón hiciera esto valiéndose del misterio por el que una ver era ofrecido como
precio; para que, ya que la redención corría cada día y sin cesar por la
salvación de los hombres, fuera perpetua también la oblación de la redención y
aquella víctima perenne estuviera siempre viva en el recuerdo y siempre
presente como gracia. La única verdadera y perfecta víctima ha de ser juzgada
por la fe, no por la apariencia (non specie); ni se la ha de estimar por la vista
del hombre exterior, sino por el afecto del hombre interior. Por lo cual con
razón lo confirma la celestial autoridad: “Mi carne es verdaderamente comida
y mi sangre es verdaderamente bebida” (Jn 6,56).
2. Fuera, pues, toda vacilación de incredulidad, cuando el que es autor del
regalo, Él mismo es también testigo de la verdad. Pues como sacerdote visible,
con su palabra convierte a criaturas visibles en la sustancia de su cuerpo y
sangre con secreto poder (visibiles creaturas in substantiam corporis et
sanguinis sui, verbo suo secreta potestate convertit), diciendo así: “Tomad y
comed, este es mi cuerpo” (Mt 26,26). Y recibiendo la santificación, dice:
“Tomad y bebed, esta es mi sangre” (Mt 26,27). Del mismo modo, pues, que a
la señal de Dios, que mandaba, aparecieron de repente, de la nada, la altura de
los cielos, la profundidad de las olas y la anchura de las tierras, así también la
potencia otorga poder semejante a las palabras en los sacramentos espirituales
y el efecto sirve a la realidad. Cuán grandes, pues, sean las cosas que produce
la fuerza de la bendición divina, y cuań dignas sean de ser ensalzadas, y cómo
no debe parecerte nuevo e imposible el que cosas mortales y terrenas se
cambien en la sustancia de Cristo(in Christi substantiam terrena et mortalia
commutantur), pregúntatelo a ti mismo, que ya has sido regenerado en Cristo.
[...]
12. Cuando esas criaturas [=el pan y el vino] son colocadas sobre los santos
altares para ser bendecidas con las palabras celestiales, antes de que sean
consagradas con la invocación de su nombre, está allí la sustancia del pan y el
vino (substantia illic est panis et vini); después de las palabras está el cuerpo y
la sangre de Cristo. ¿Qué tiene, pues, de maravillar el que pueda convertir con
la palabra las cosas creadas, cuando con la palabra las creó? Más aún: menor
milagro parece que lo que manifiestamente ha creado de la nada, una vez
creado, pueda transformarlo en mejor.

CALVINO, Institución de la religión cristiana

No hay uno solo entre los Padres, que no confiese expresa y claramente que el pan y
el vino son los signos sagrados del cuerpo y la sangre de Cristo; aunque, según hemos
indicado, a veces, para enaltecer la dignidad del misterio, les dan diversos títulos.
Pues cuando dicen que en la consagración se verifica una secreta conversión, de tal
manera que ya hay otra cosa que pan y vino, con esto no quieren decir que el pan y el
vino se desvanezcan, sino que los debemos tener en una estima mayor que a los
alimentos comunes, que solamente sirven para alimento del estómago; ya que en este
pan y en este vino se nos da un alimento y una bebida espirituales. Esto tampoco
nosotros lo negamos.
Pero si hay conversión, replican nuestros adversarios, necesariamente una cosa tiene
que hacerse otra. Si quieren decir que se hace algo que antes no era, lo admito. Pero
si lo quieren aplicar a sus fantasías y desvaríos, que me respondan qué mutación les
parece que se verifica en el Bautismo. Porque también dicen los Padres que hay en él
una admirable conversión, afirmando que del elemento corruptible se realiza una
purificación espiritual de las almas; y sin embargo, ninguno negará que el agua
permanece en su sustancia.
Contestan que sobre el Bautismo no hay un testimonio semejante al de la Cena: esto
es mi cuerpo. Pero no se trata ahora de estas palabras, sino del término conversión,
que no tiene más extensión en un lugar que en el otro. Que nos dejen, pues, en paz y
no nos vengan con enredos de palabras, mediante los cuales sólo logran demostrar su
necedad.
Realmente su significado no podría subsistir, si la verdad figurada no tuviese su viva
imagen en el signo exterior. Jesucristo quiso demostrar visiblemente que su carne es
alimento. Si no hubiera propuesto más que una apariencia de pan sin sustancia
alguna, ¿dónde estaría la semejanza, que debe llevarnos de las cosas visibles al bien
invisible por ellas representado? Porque de creerlos a ellos, no podemos concluir sino
que somos alimentados con una vana apariencia de la carne de Cristo. Como si en el
Bautismo no hubiese más que una figura de agua que engañase nuestros ojos, esto no
nos serviría de testimonio y prenda de nuestra purificación: y lo que es peor. con tan
vano espectáculo se nos daría gran ocasión de vacilar. En resumen, la naturaleza de
los sacramentos se confundiría, si el signo terreno no correspondiese a la realidad
celestial para significar debidamente lo que se debe entender. Así la verdad de este
misterio quedaría destruida, sin que hubiese verdadero pan que representase el
verdadero cuerpo de Cristo.
Repito, pues, que como la Cena no es más que una manifiesta confirmación de la
promesa hecha en el capítulo sexto de san Juan: que Cristo es el pan de vida que
descendió del cielo, es necesario que haya pan material y visible para figurar y
representar el pan espiritual, a no ser que pretendamos que el medio que Dios nos ha
dado para soportar nuestra flaqueza, se pierde sin que nos aprovechemos de él.
Asimismo, ¿cómo san Pablo podría concluir que nosotros, que participamos todos de
un pan, somos hechos un pan y un cuerpo (1Cor 10,17), si no hubiese más que una
apariencia de pan, y no la propia sustancia y verdad del mismo?

15. Los errores de la consagración eucarística romana

En verdad, jamás hubiesen sido tan torpemente engañados con las artes y astucia de
Satanás, de no haberse dejado embaucar por el error de que el cuerpo de Cristo oculto
bajo el pan se toma con la boca para pasarlo al estómago. La causa de esta crasa
fantasía ha sido la palabra consagración, que les ha servido a modo de encantamiento
o conjuro mágico. No han comprendido el principio de que el pan no es sacramento,
sino respecto a los hombres, a los cuales se dirige la Palabra. El agua del Bautismo no
cambia en si misma; mas cuando se la aplica a la promesa comienza a ser lo que antes
no era.
Esto quedará más claro con el ejemplo de otro sacramento semejante. El agua que
fluía de la roca en el desierto servia a los judíos de señal y marca de la misma cosa
que a nosotros hoy nos figura el vino en la Cena. Porque san Pablo enseña que ellos
“bebieron la misma bebida espiritual” (1Cor 10,4). Y sin embargo, la misma agua
servía para abrevar el ganado. De donde fácilmente se deduce que cuando los
elementos terrenos se aplican a un uso espiritual de la fe, no se hace en ellos
conversión alguna, sino solamente respecto a los hombres, en cuanto que les sirven
de sello de las promesas de Dios.
Asimismo, que cómo el propósito de Dios es elevarnos hasta El por los medios que
Él sabe convenientes, atentan contra el intento de Dios los que al llamarnos a Cristo
quieren que lo busquemos estando invisiblemente encerrado en el pan. Para ellos no
se trata de subir a Cristo, por estar separado de nosotros por una tan infinita distancia.
Por eso han procurado enmendar con un remedio mucho más pernicioso lo que la
naturaleza les había negado; a saber, que permaneciendo nosotros en la tierra no
tengamos necesidad alguna de acercarnos celestialmente a Cristo. He aquí la
necesidad que los forzó a transfigurar el cuerpo de Cristo. En tiempo de san Bernardo
es cierto que se empleaba un lenguaje más tosco y duro; pero sin embargo, nunca se
oyó el nombre de transustanciación. Y antes de él, el lenguaje común que todos
empleaban era que el cuerpo y sangre de Cristo están unidos en la Cena con el pan y
con el vino.
Les parece que tienen buenos subterfugios para rehuir el texto citado de la Escritura
en el que expresamente las dos partes del sacramento se llaman pan y vino. Porque
replican que la vara de Moisés, ya convertida en serpiente (Éx 4,3; 7,10), aunque
tenía el nombre de serpiente, sin embargo retenía su primer nombre, y se le llama
vara. De donde concluyen que no hay inconveniente alguno en que el pan, aunque
esté cambiado en otra sustancia, en virtud de que a los ojos sigue pareciendo pan,
retenga su nombre y así se le llame. Mas, ¿qué ven de semejante entre el milagro de
Moisés, del todo claro, y su diabólica ilusión, que no hay ojo humano capaz de
atestiguarla? Los magos hacían sus encantamientos para engañar a los egipcios y
convencerlos de que ellos poseían virtud divina para transformar las criaturas. Se
enfrenta a ellos Moisés, que poniendo de manifiesto sus engaños demuestra que la
invencible potencia de Dios está de parte de él, y no de la de ellos; y así solamente su
vara se traga todas las varas de los otros (Éx 7,12). Mas como la conversión de la
vara se hizo en presencia de todos, no tiene nada que ver con ésta de que hablamos. Y
así, la vara poco después volvió a ser lo que antes era (Ex 7,15). Además no se sabe si
tal conversión fue de la sustancia realmente. Hay que notar también que Moisés
opuso su vara a la de los magos; y por esta causa le dejó su nombre natural, para que
no pareciese que admitía la conversión de aquellos embaucadores, que era nula,
puesto que habían hecho que una cosa pareciera otra, engañando así con sus
encantamientos los ojos de quienes los contemplaban.
Ahora bien, ¿qué tiene que ver con esto las sentencias que dicen que el pan que
partimos es la comunión del cuerpo de Cristo (1Cor 10,16); y: todas las veces que
comiereis esta pan, la muerte del Señor anunciáis (1Cor 11,26); y: perseveraban en el
partimiento del pan (Hch 2,42); y otras semejantes? Es del todo cierto que los magos
con sus encantamientos no hacían sino engañar a los ojos. En cuanto a Moisés, hay
mucha mayor duda, pues a Dios no le fue más difícil hacer por su mano una varo
serpiente, o viceversa, una serpiente vara, que vestir a los ángeles con cuerpos de
carne y luego privarles de ellos. Si el misterio de la Cena tuviera algo que ver con
esto, o se le pareciera en algo, esta gente tendría algún pretexto para justificar su
solución. Mas como no lo hay, estemos seguros de que no habría razón ni
fundamento alguno para figurarnos en la Cena que la carne de Jesucristo nos es
verdaderamente alimento, si la verdadera sustancia del signo entero no
correspondiese a ello.
[...]

16. La consustanciación luterana

Los otros [los luteranos], al ver que no se puede destruir la relación que existe entre el
signo o figura y lo figurado sin que caiga por tierra la verdad del misterio, confiesan
que es Verdad que el pan de la Cena es verdaderamente sustancia del elemento
terreno y corruptible, y que no sufre cambio alguno; pero dicen que el cuerpo de
Cristo está encerrado en él.

17. Refutación de la ubicuidad del cuerpo de Cristo

Y para mantener obstinadamente el error que han concebido no dudan algunos de


ellos en afirmar que el cuerpo de Cristo jamás ha tenido más dimensión o medida que
la extensión del cielo y de la tierra en su totalidad. En cuanto a que ha nacido del seno
de su madre como un niño pequeño, que ha crecido, que fue crucificado y colocado
en el sepulcro, dicen que todo esto tuvo lugar por una especie de privilegio, para
cumplir en apariencia lo que se le exigía para nuestra salvación. Respecto a sus
manifestaciones después de la resurrección, a su ascensión al cielo, y a que después
de la ascensión fue visto por Esteban y Pablo (Hch 1,3.9; 7,55; 9,3-5), dicen que ello
se verificó en virtud del mismo privilegio para mostrar de una manera evidente a los
hombres que era el supremo rey del cielo. Pero, ¿qué significa esto, sino levantar a
Marción del infierno? Pues nadie dudará de que el cuerpo de Jesucristo no es una
especie de fantasma, si fuera tal como éstos se lo figuran.
Otros se escapan con algo más de sutileza. Dicen que el cuerpo que se da en el
sacramento es glorioso e inmortal; y por tanto no hay inconveniente alguno en que
esté en diversos lugares, o en ninguno, y que no tenga forma alguna en e1
sacramento. Pero pregunto: ¿qué cuerpo dio Jesucristo a sus discípulos la noche antes
de padecer? Las mismas palabras que Él pronunció ¿no declaran que era el mismo
que poco después iba a ser entregado? Replican que ya había hecho ver su gloria a
tres de los discípulos en el monte (Mt 17,2). Es cierto; sin embargo, afirmo que ello
no fue más que para darles un cierto gusto de su inmortalidad, y por un breve espacio
de tiempo. Pero por ello no pueden ver allí un doble cuerpo, sino uno solo; aquel que
adornado con nueva gloria tenía Cristo, y que en seguida volvió a su continente
acostumbrado. Mas cuando distribuyó su Cuerpo en la última Cena, se acercaba la
hora en que había de ser herido y humillado por Dios para ser desfigurado como un
leproso, privado de todo atractivo y hermosura (Is. 53,2). ¡Tan lejos estaba de querer
mostrar por entonces la gloria de su resurrección!
Además, ¿qué puerta no abrirían a la herejía de Marción, si el cuerpo de Jesucristo
fuese visto en un lugar, mortal y sujeto a padecimientos; y en otro, inmortal y
glorioso? Si se admite la opinión de éstos, así sucede cada día. Porque se ven
forzados a confesar que el cuerpo de Jesucristo, que afirman encontrarse
invisiblemente encerrado bajo la especie de pan, es sin embargo visible en sí mismo.
Y no obstante, los que profieren tan monstruosos disparates, no sólo no sienten rubor
de su desvergüenza, sino que nos injurian terriblemente porque no somos de su
opinión.

18. La consustanciación conduce a contradicciones insolubles

Además, si alguien quiere unir el cuerpo y la sangre de Cristo con el pan y el vino,
será necesario que el cuerpo, estando unido con el pan, sea separado de la sangre
contenida en el cáliz; y que el pan y el vino estén separados cada uno en su lugar; por
más que sutilicen no pueden evitar que la sangre esté separada del cuerpo. Y lo que
suelen responder, que la sangre está por concomitancia,
LUTERO, Artículos de Esmalcalda

También sostenemos que no se le debe dar únicamente bajo una especie; y no


tenemos necesidad de una alta ciencia que nos enseñen que bajo una especie
hay tanto como bajo ambas, como afirman los sofistas y el concilio de
Constanza.

CALVINO, Institución de la religión cristiana

Y lo que suelen responder, que la sangre está por concomitancia, según dicen, en el
cuerpo, y el cuerpo en la sangre, es bien fútil; ya que los signos y señales en que están
encerrados los ha distinguido el Señor.
Por lo demás, si elevamos nuestros ojos y nuestro entendimiento al cielo, y somos
transportados allá para buscar a Cristo en la gloria de su reino, así como los signos
nos conducen a Él todo entero, igualmente bajo el signo del pan seremos
distintamente alimentados con su cuerpo, y bajo el del vino, con su sangre, teniendo
así plena participación en Él. Porque aunque Él nos ha privado de la presencia de su
carne y ha subido al cielo con el cuerpo, sin embargo esta sentado a la diestra del
Padre; lo que quiere decir, que reina con el poder, majestad y gloria del Padre. Este
reino no está limitado por espacios ni lugares de ninguna clase, ni tiene término ni
medida alguna; Jesucristo muestra su virtud [virtutem] donde le place, en el cielo y en
la tierra; está presente en todo lugar con su potencia y virtud [potentia et virtute];
siempre está con los suyos, inspirándoles vida; vive en ellos, los sostiene y confirma;
les da fuerza y vigor, ni más ni menos como si estuviese corporalmente presente con
ellos; en suma, los apacienta con su cuerpo, haciendo que de Él fluya hasta ellos la
participación del mismo por la virtud de su Espíritu [Spiritus sui virtute]. Tal es el
modo como se recibe en el sacramento el cuerpo y la sangre de Cristo.
[...]

20. Las palabras de la institución de la Cena se oponen a la transustanciación y a la


consustanciación

Antes de pasar más adelante es necesario considerar la institución de Cristo, y


principalmente porque nuestros adversarios tienen siempre en la boca la objeción de
que no estamos de acuerdo con las palabras de Cristo. Para descargarnos, pues, de
esta acusación que nos hacen aunque falsamente — será conveniente comenzar por la
interpretación de las tales palabras.
Refieren tres evangelistas, y san Pablo, que Jesucristo, habiendo tomado el pan, lo
partió y, después de dar gracias, lo ofreció a sus discípulos diciendo: “Tomad, comed;
esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado”. Respecto al cáliz, san Mateo y san
Marcos dicen como sigue: “Esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es
derramada para remisión de los pecados” (Mt. 26, 28; Mc. 14,24). San Pablo y san
Lucas cambian algo las palabras, diciendo: “Esta copa es el nuevo pacto en mi
sangre” (Lc. 22,17.20; 1 Cor. 11, 24-25).
Los defensores de la transustanciación piensan que el término demostrativo “esto”, se
refiere a la especie del pan, porque la consagración no se hace sino por todo el
conjunto de la fórmula; y no hay, según ellos, sustancia alguna visible, que se pueda
mostrar. Pero si la reverencia de las palabras los detiene hasta ese punto, como quiera
que Jesucristo afirma que lo que daba con sus manos a sus discípulos era su cuerpo,
evidentemente se apartan mucho de ello, al exponer que lo que era pan es ahora el
cuerpo de Jesucristo. Sostengo además que Jesucristo afirma que lo que El había
tomado entre sus manos para darlo a sus discípulos es su cuerpo. Ahora bien, Él había
tomado el pan. ¿Quién, pues, no ve que es el mismo pan que Él mostraba? Por eso no
hay cosa más fuera de razón que aplicar a una vana apariencia y a un fantasma lo que
expresamente se dice del pan.
Los que interpretan “ser” como transustanciar, como si dijera: Esto se convierte en mi
cuerpo, se sirven de una sutileza aún más forzada.
Por tanto, ni unos ni otros tienen pretexto alguno para decir que se atienen a las
palabras de Cristo, y que sobre ellas se fundan. Pues nunca se ha oído en idioma
ninguno, que el verbo sustantivo “ser” se tome por ser convertido en otra cosa.
En cuanto a los que confiesan que el pan permanece, mas con todo entienden que es
el cuerpo de Cristo, evidentemente se contradicen a sí mismos.
Los que hablan más modestamente, aunque insisten excesivamente en la letra,
diciendo que conforme a las palabras de Jesucristo: “Esto es mi cuerpo”, se debe
tener al pan por su cuerpo, sin embargo, luego ceden de su rigor y explican las
palabras como si quisieran decir que el cuerpo de Jesucristo está con el pan, en el pan
y bajo el pan. [...]

21. La denominación sacramental de los signos

Queda, pues, que por la afinidad que existe entre la figura y lo figurado confesamos
que el nombre de cuerpo se atribuye al pan, no simplemente como suenan las
palabras, sino por una semejanza muy apropiada. No introduciré nuevas figuras ni
parábolas, para que no me reprochen que busco subterfugios y modos de escaparme,
apartándome del texto.
Sostengo que esta manera de hablar es muy usada en la Escritura, cuando se trata de
sacramentos. Porque no se puede entender de otra manera que la circuncisión es
pacto de Dios (Gn 17,13); que el cordero es la salida de Egipto (Ex 12,11) ; los
sacrificios de la Ley, las satisfacciones por los pecados (Lv 17,11; Hb 9,22); y, en fin,
que la roca de la que brotó agua en el destierro era Jesucristo, sino en sentido
figurado. Y no sólo se da a la cosa inferior el nombre de otra más excelente, sino
también al revés, el de la cosa visible se atribuye a la cosa significada; como cuando
se dice que Dios apareció a Moisés en la zarza (6.3, 2), que el arca de la alianza se
llama Dios, y rostro de Dios (Sal 84,7; 42,2) y a la paloma se la llama Espíritu Santo
(Mt 3,16). Porque aunque la señal difiere sustancialmente de la verdad figurada, en
cuanto es corporal, visible y terrena, y lo figurado, espiritual e invisible; sin embargo,
como no sólo figura la cosa a que está dedicada, como si fuese una simple y mera
representación, sino que verdadera y realmente la representa, ¿cómo no le va a
convenir el nombre? Porque si los signos inventados por los hombres, que más son
imágenes de cosas ausentes que señales de las presentes, y en las que muchas veces
no hay más que una vasta representación, sin embargo toman el nombre de las cosas
que significan; con mayor razón las que Dios ha instituido podrán tomar los nombres
de las cosas que significan sin engaño alguno, y cuya verdad llevan consigo mismas
para comunicárnosla.
En resumen: es tanta la semejanza y afinidad entre lo uno y lo otro, que no debe
parecer extraño esta acomodación. Dejen, pues, nuestros adversarios de llamarnos
neciamente “tropistas”, ya que exponemos las cosas de acuerdo con el uso de la
Escritura cuando se refiere a los sacramentos. Porque como los sacramentos guardan
entre sí gran semejanza, se parecen especialmente en la aplicación de los nombres.
Por ello, así como el Apóstol enseña que la roca de la que brotó la bebida espiritual
para los israelitas era Cristo (1 Cor. 10,4), en cuanto que era una señal bajo la cual
verdaderamente, aunque no a simple vista, estaba aquella bebida espiritual;
igualmente en el día de hoy se llama al pan cuerpo de Cristo, en cuanto es símbolo y
señal bajo el cual nuestro Señor nos presenta la verdadera comida de su cuerpo. Y
para que ninguno tenga por una novedad mis afirmaciones, y por ello lo condene, vea
que san Agustín no lo ha entendido, ni hablado de otra manera. “Si los sacramentos”,
dice, “no tuviesen una cierta semejanza con las cosas de que son sacramentos,
ciertamente no serían sacramentos. En virtud de esta semejanza muchas veces toman
los nombres de las cosas que figuran. Por eso, como el sacramento del cuerpo de
Cristo es en cierta manera el cuerpo de Cristo, y el sacramento de la sangre de Cristo
es la sangre de Cristo, así también el sacramento de la fe es llamado fe.” Muchas
otras sentencias hay en sus obras a este propósito; reunirlas y exponerlas aquí sería
superfluo; baste, pues, el lugar alegado. Solamente advertiré a los lectores que este
santo doctor repite lo mismo en la Carta a Evodio.

[...]

22. Sentido escriturario de “Esto es mi cuerpo”

Sin embargo, si algún obstinado, cerrando los ojos a todo, persiste solamente en las
palabras “esto es mi cuerpo”, como si el verbo sustantivo “es” separase la Cena de los
demás sacramentos, la solución es bien fácil.
Dicen que el verbo sustantivo [=es] tiene tanta fuerza, que no admite tropo ni figura
de ninguna clase. [...] Ahora bien, este verbo sustantivo casi siempre que se habla de
los sacramentos se emplea en la Escritura. Así cuando se dice: Esto os será pacto
conmigo (Gn 17,13); este cordero os será pascua o salida (Éx 12,11). Para abreviar,
cuando san Pablo dice que la piedra era Cristo (1Cor 10,4), ¿por qué el verbo
sustantivo ha de tener aquí menos valor y fuerza que en las palabras de la Cena? [...]
Lo que he dicho me parece que es suficiente para que los hombres conscientes y
desapasionados tengan horror de las calumnias de nuestros adversarios, cuando dicen
que desmentimos a Jesucristo, no dando crédito alguno a sus palabras; las cuales
tenemos en mucha mayor veneración y reverencia que ellos, y las consideramos con
mucha mayor atención. La misma despreocupación suya muestra muy bien lo poco
que les preocupa lo que Cristo ha querido dar a entender, con tal que les sirva de
escudo para encubrir su propia obstinación; y por el contrario, la diligencia que
nosotros ponemos en investigar el verdadero sentido demuestra en cuánto estimamos
la autoridad de nuestro maestro Cristo.
[...]

26. La Escritura enseña que la naturaleza humana de Cristo es verdaderamente


humana

Mas como no puede haber cosa más apta para confirmar la fe de los hijos de Dios,
que demostrarles que la doctrina que hemos expuesto está plenamente sacada de la
Escritura, y se funda en su autoridad, trataré brevemente esta materia.
No es Aristóteles, sino el Espíritu Santo, el que enseña que el cuerpo de Jesucristo,
después de haber resucitado de entre los muertos, permanece con su extensión y
medida, y es recibido en el cielo donde permanecerá hasta que venga a juzgar a los
vivos y a los muertos. No ignoro que nuestros adversarios se burlan de todos los
pasajes que nosotros alegamos en confirmación de esto. Siempre que Jesucristo dice
que partirá de este mundo (Jn. 14,3.28; 16,7.28), replican que este su irse no es otra
cosa que un cambio de su estado mortal. Mas si esto se hubiera de entender como
ellos dicen, Jesucristo no enviaría al Espíritu Santo, para suplir la falta de su ausencia,
puesto que no le sucede. Como tampoco Jesucristo descendió otra vez de su gloria
celestial para tomar una condición terrena y mortal. Ciertamente la venida del
Espíritu Santo a este mundo y la ascensión de Jesucristo son cosas diversas; por tanto
es imposible que El habite en nosotros, según la carne, del modo como envía su
Espíritu.
Además, claramente dice que no estará siempre con sus discípulos en este mundo
(Mt. 26. 11). Les parece que se escapan de este texto diciendo que Jesucristo ha
entendido simplemente, que no será siempre pobre y miserable, ni ha de tener
necesidad de ser socorrido en esta vida. Pero se opone a ello la circunstancia del
lugar; porque no se trata allí de pobreza, de necesidad, ni de otras miserias de esta
vida temporal, sino de honrarlo. La unción con la que la mujer lo había ungido, no
agradó a los discípulos; la razón era que aquel dispendio les parecía superfluo e inútil,
e incluso una pompa excesiva y censurable. Mas Jesucristo dice que no siempre
estará presente para recibir tal servicio. No de otra manera comenta el pasaje san
Agustín, cuyas palabras no dejan lugar a duda: “Cuando Jesucristo decía: no me
tendréis siempre con vosotros, hablaba de la presencia de su cuerpo. Porque según su
majestad, según su providencia, según su gracia invisible se cumplió lo que en otra
parte había prometido: Yo estaré con vosotros hasta la consumación del mundo: mas
según la carne que había tomado, según que nació de la Virgen, según que fue
apresado por los judíos, según que fue crucificado, bajado de la cruz, amortajado,
colocado en el sepulcro y resucitado, se cumplió esta sentencia: no siempre me
tendréis con vosotros. ¿Por qué esto? Porque según el cuerpo vivió cuarenta días con
sus discípulos y siguiéndolo ellos con la vista, pero sin ir en su seguimiento, subió al
cielo. No está aquí, porque está sentado allí a la diestra del Padre. Y, sin embargo,
está aquí en cuanto no se ha retirado de nosotros según la presencia de su majestad;
según la presencia de su carne dijo: no siempre me tendréis. Porque la Iglesia lo tuvo
presente por unos pocos días según el cuerpo; ahora lo tiene por la fe, mas no lo ve
con los ojos.” (Tratados sobre san Juan, L, 13). Según san Agustín, Jesús sigue
estando con nosotros según la eficacia de su gracia, pero a partir de la Ascensión ya
no está con su cuerpo.
Vemos cómo este santo doctor hace consistir la presencia de Jesucristo con nosotros
en tres cosas: en su majestad, en su providencia y en su gracia inefable; y bajo esta
gracia comprendo yo esta admirable comunión de su cuerpo y de su sangre; con tal
que entendamos que se verifica por virtud del Espíritu Santo, y no por aquella
imaginaria inclusión del cuerpo debajo del elemento o signo. Porque el mismo Señor
certificó de sí mismo que tenía carne y huesos, que podían ser tocados, palpados y
vistos (Jn. 20,27). E irse y subir no significan aparentar irse o subir, sino que
verdaderamente se fue y subió, como lo indican las mismas palabras.
Quizás pregunte alguno si hay que asignar alguna parte del cielo a Cristo. A esto
respondo con san Agustín, que esta cuestión es demasiado superflua y curiosa;
creamos que está en él, y es suficiente (Sobre la fe y el Símbolo, VI, 13).

27. ... Y que su ascensión también es real

¿Y qué significa la palabra ascensión, tantas Veces repetida, sino que Jesucristo se
trasladó de un lugar a otro? Ellos lo niegan, porque en su opinión la altura no
significa otra cosa que la majestad de su imperio. Pero de nuevo les pregunto, ¿cómo
subió? ¿No se elevó hacia lo alto a la vista de sus discípulos? ¿No refieren claramente
los evangelistas que entró en el cielo? Pero esta gente obstinada, para demostrar la
agudeza de su sofistería, dice que una nube se interpuso entre ellos y no lo pudieron
ver (Hch. 1,9.11; Mc. 16, 19; Lc. 24,51). ¡Como si no debiera desaparecer en un
momento, si quería hacernos creer en su presencia invisible, o la nube no debiera
cubrirlo, antes de que Él hubiera elevado un pie! Mas al ser elevado por el aire y al
interponerse después entre Él y los discípulos la nube, demuestra que no lo debemos
ya buscar en la tierra; de lo cual concluimos que ciertamente tiene su morada en el
cielo. Así lo afirma también san Pablo, y nos manda que lo esperemos hasta que
vuelva de allí (Flp. 3,20). Por esto advierten los ángeles a los discípulos que en vano
siguen mirando a lo alto, porque aquel Jesucristo que ha sido llevado al cielo, habrá
de volver del mismo modo que lo han visto subir (Hch. 1, 11).
También, queriendo nuestros enemigos evadirse, recurren a la tergiversación de decir
que entonces volverá visible, porque no se ha ido de este mundo de tal manera que no
permanezca invisible con los suyos. Como si los ángeles hablasen en este lugar de
una doble presencia de Jesucristo y no fuese su intención quitar toda duda respecto a
la ascensión de Cristo, de la que los discípulos eran testigos. Es como si dijeran:
Cristo, según lo habéis visto con vuestros propios ojos, al penetrar en el cielo ha
tomado posesión del reino celestial; sólo queda que le esperéis pacientemente hasta
que vuelva de nuevo al mundo a juzgarlo; porque no ha entrado ahora en el cielo para
ocuparlo El solo, sino para reuniros con Él a vosotros y a todos los demás fieles.

d. El coloquio de Marburgo

1.2. Doctrina de la tradición sobre estas cuestiones

a. Tradición patrística
b. Entre san Ambrosio y san Agustín
c. La controversia carolingia y la disputa en torno a Berengario de Tours
d. Santo Tomás de Aquino

1.3. El concilio de Trento

1.4. Controversias contemporáneas sobre la transustanciación

a. La problemática científica
b. La problemática fenomenológica

2. El sacrificio

2.1. Crítica reformada

LUTERO, La cautividad babilónica

La tercera cautividad de este sacramento consiste en el más impío de los


abusos, y por ello el más generalmente admitido, el más persuasivo: la misa como
«buena obra» y como sacrificio. De éste se han derivado tantos abusos, que han
conseguido ocultar totalmente la fe en el sacramento y convertirlo en pura feria, en
una tienda, en un contrato comercial. Ahí tienes la explicación de las participaciones,
dividendos, de las cofradías, de los sufragios, de los méritos, de los aniversarios, de
las memorias; todos esos negocios que se venden, se compran, se ajustan, se
componen en la iglesia, y de los que depende por entero la subsistencia, la
manutención de los curas y los frailes.
Soy consciente de que acometo un objetivo arduo y de que lucho contra algo
quizá imposible de desarraigar. Las costumbres seculares, el consenso universal lo
han afirmado y aprobado hasta tal extremo, ha penetrado tan profundamente, que se
haría imprescindible destruir y cambiar todos los libros que hoy enseñorean y hasta la
misma cara de la iglesia. Habría que introducir ceremonias del todo nuevas, o al
menos restituirlas (a su sentido prístino). Pero vive mi Cristo, y es preciso hacer más
caso a la palabra de Dios que a las inteligencias humanas y angélicas. Por mi parte,
me empeñaré en alumbrar esta cuestión y en comunicar la verdad gratuitamente, que
es como la recibí, sin dejarme arrastrar por la envidia. Por lo demás, que cada uno
cuide de su salvación. Yo me esforzaré lealmente para que nadie pueda echarme en
cara su incredulidad ni recriminarme ante Cristo juez su ignorancia de la verdad.
Lo primero que se impone para retornar de veras y con acierto al verdadero y
libre conocimiento de este sacramento, es volver nuestros ojos y nuestra alma a la
sola, pura y prístina institución de Cristo, despojándola de todas las adherencias que
le han ido añadiendo las aficiones y fervores humanos, como son las vestiduras,
ornamentos, cánticos, preces, órganos, velas y todas esas pompas visibles restantes.
Sólo debemos estar atentos a la palabra de Cristo, en virtud de la cual instituyó,
perfeccionó y nos confió el sacramento, puesto que en esta palabra, y en nada más,
radica la fuerza, la naturaleza y la sustancia entera de la misa. Todo lo demás no pasa
de ser excrescencia humana, accesorios que se han ido poniendo a la palabra de Dios
y sin los cuales muy bien puede existir y perdurar la misa.
He aquí las palabras por las que Cristo instituyó este sacramento: «Cuando
estaban cenando tomó Jesús el pan, lo bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos
diciendo: tomad y comed, éste es mi cuerpo que será entregado por vosotros. Tomó
luego el cáliz, dio gracias y se lo entregó diciendo: bebed todos de él; éste es el cáliz
de la nueva alianza en mi sangre, que será derramada por vosotros y por muchos en
remisión de los pecados. Haced esto en conmemoración mía».
El apóstol trasmite estas palabras y las explica con más detenimiento en el
capítulo 11 de su primera carta a los Corintios (1 Cor 11). En ellas tenemos que
apoyarnos; ellas tienen que ser los cimientos firmes de roca, si no queremos que nos
sacuda cualquier viento de cualquier doctrina, como hasta ahora nos han arrastrado
las enseñanzas impías de los enemigos de la verdad. No omitiremos nada de cuanto
se refiere a la integridad, al uso y al fruto de este sacramento, pero sin añadir tampoco
nada superfluo e innecesario. Quien piense o enseñe sobre la misa prescindiendo de
estas palabras, sólo podrá trasmitir monstruos de impiedad, como han hecho quienes
la han convertido en un opus operatum y en sacrificio.
Establezcamos como previa e infalible la afirmación de que la misa o el
sacramento del altar es un testamento que, para ser distribuido entre sus fieles, legó
Cristo cuando iba a morir. Tal es el sentido de las palabras «este cáliz es el nuevo
testamento en mi sangre». Quede esta verdad como fundamento inconmovible sobre
el que edificaremos cuanto digamos a continuación. Verás cómo echaremos por tierra
todas las impiedades que los humanos han arrojado contra este dulcísimo sacramento.
Cristo, que no engaña, nos dice de verdad que esto es el testamento en su sangre,
derramado por nosotros. No en vano insisto en ello; no se trata de algo de poco
momento [importancia]; nos tenemos que empapar de ello.
Veamos, por tanto, en qué consiste un testamento, y con ello lograremos darnos
cuenta al mismo tiempo de lo que es la misa, su uso, su fruto y también sus abusos.
Indudablemente el testamento es una promesa de alguien que está para morir, en
virtud de la cual designa su herencia e instituye a sus herederos. Supone el testamento
la muerte del testador en primer lugar, y después la promesa de la herencia, así como
el nombramiento del heredero. Este es el sentido que al testamento da Pablo en
muchos lugares: Rom 4, Ga 3 y 4, Hb 9.

Ga 3, 15-18

[15]Hermanos, voy a explicarme al modo humano: aun entre los hombres,


nadie anula ni añade nada a un testamento hecho en regla. [16]Pues bien, las
promesas fueron dirigidas a Abraham y a su descendencia. No dice: «y a los
descendientes», como si fueran muchos, sino a uno solo, a tu descendencia, es
decir, a Cristo. [17]Y digo yo: Un testamento ya hecho por Dios en debida
forma, no puede ser anulado por la ley, que llega 430 años más tarde, de tal
modo que la promesa quede anulada. [18]Pues si la herencia dependiera de la
ley, ya no procedería de la promesa, y sin embargo, Dios otorgó a Abraham su
favor en forma de promesa.]

Ga 4,22-28:

[22]Pues dice la Escritura que Abraham tuvo dos hijos: uno de la esclava y otro
de la libre. [23]Pero el de la esclava nació según la naturaleza; el de la libre, en
virtud de la Promesa. [24]Hay en ello una alegoría: estas mujeres representan
dos tesamentos; el primero, el del monte Sinaí, madre de los esclavos, es Agar,
[25](pues el monte Sinaí está en Arabia) y corresponde a la Jerusalén actual,
que es esclava, y lo mismo sus hijos. [26]Pero la Jerusalén de arriba es libre;
ésa es nuestra madre, [27]pues dice la Escritura: Regocíjate estéril, la que no
das hijos; rompe en gritos de júbilo, la que no conoces los dolores de parto,
que más son los hijos de la abandonada que los de la casada. [28]Y vosotros,
hermanos, a la manera de Isaac, sois hijos de la Promesa.

Hb 9,15-20:

[15]Por eso es mediador de un nuevo Testamento; para que, interviniendo su


muerte para remisión de las transgresiones del primer Testamento, los que han
sido llamados reciban la herencia eterna prometida. [16]Pues donde hay
testamento se requiere que conste la muerte del testador, [17]ya que el
testamento es válido en caso de defunción, no teniendo valor en vida del
testador. [18]Así tampoco el primero se inauguró sin sangre. [19]Pues Moisés,
después de haber leído a todo el pueblo todos los preceptos según la Ley, tomó
la sangre de los novillos y machos cabríos con agua, lana escarlata e hisopo, y
roció el libro mismo y a todo el pueblo [20]diciendo: Esta es la sangre del
Testamento que Dios ha ordenado para vosotros.

LUTERO, La cautividad babilónica

Y es lo que podemos ver con toda claridad en las palabras de Cristo. Atestigua
su muerte al decir «esto es mi cuerpo que será entregado; esta es mi sangre que será
derramada». Establece y designa la herencia cuando dice «en remisión de los
pecados». Instituye los herederos con las palabras «por vosotros y por muchos», a
saber, por aquellos que acepten y crean la promesa del testador. Como veremos, es la
fe la que nos hace herederos.
Advierte, por tanto, que lo que llamamos misa es la promesa que Dios nos hace
de la remisión de los pecados; pero una promesa de tal magnitud, que ha sido sellada
con la muerte del Hijo. Porque la promesa y el testamento no difieren más que en la
muerte del que promete, incluida ésta en el segundo. El testador es una persona que
promete cuando va a morir, el promisor es un testador que seguirá viviendo. El
presente testamento de Cristo está prefigurado en cuantas promesas hizo Dios desde
el comienzo del mundo; más aún: todas las promesas antiguas, si algún valor
entrañaron, fue en virtud de esta otra hecha en Cristo y de la cual dependían. De ahí
que se usen con tanta prodigalidad en las Escrituras palabras como pacto, alianza,
testamento del Señor: con ellas se estaba significando al Dios que tenía que morir. Y
es que, como se dice en Heb 9, se necesita que medie la muerte del testador para que
exista testamento. Dios testó, luego fue necesaria su muerte. Ahora bien, era
imposible que muriese si no se hacía hombre; por eso, en la misma expresión de
testamento está comprendida la encarnación y la muerte de Cristo.
De esta premisa se deriva espontáneamente en qué consiste el uso y el abuso de
la misa, cuándo una preparación es digna o indigna. Si, como queda dicho, se trata de
una promesa, no se puede acceder a ella con obras, con fuerzas, con mérito de
ninguna clase, sino con la fe sola. Donde medie la palabra de Dios que promete se
hace necesaria la fe del hombre que acepta, para que quede claro que el comienzo de
nuestra salvación es la fe; una fe que está pendiente de la palabra del Dios que
promete. El nos previene sin necesidad de nuestra cooperación, en virtud de su
misericordia, inmerecida por nuestra parte, y nos ofrece la palabra de su promesa.
Envió su palabra y por ella los curó. No tuvo que aceptar nuestras obras para
salvarnos. Lo primero de todo es la palabra; la sigue la fe, y a la fe la caridad.
Después, la caridad es la que realiza todas las obras buenas, porque no obra el mal,
porque es la plenitud de la ley. El hombre es incapaz de conectar con Dios y de actuar
si no es por la única vía de la fe. Lo que equivale a decir que no es el hombre, por
más obras que haga, sino Dios, por su promesa, el autor de la salvación, de manera
que todo depende de su palabra poderosa, todo es dirigido y conservado por ella. Por
ella nos engendró para que fuésemos como la primicia de sus criaturas.
De esta suerte, después de la caída, para alentar a Adán le confió la siguiente
promesa, contenida en las palabras dirigidas a la serpiente: «Pondré enemistad entre ti
y la mujer, entre tu descendencia y la suya; ella te aplastará la cabeza y tú le
acecharás el calcañal». Por estas palabras Adán ha sido trasportado al seno de Dios y
conservado en la fe de la promesa, esperando con longanimidad a la mujer que habría
de quebrantar la cabeza de la serpiente, en conformidad con lo que Dios le
prometiera. En esta fe y en esta esperanza murió, ignorante del tiempo y de la persona
que lo llevaría a cabo, pero confiado en que habría de suceder. Y es que una promesa
de este estilo, que es verdad divina, salvaguarda -aunque sea en el infierno- a los que
la creen y la esperan. Después de ésta, y hasta los tiempos de Abrahán, sucedió la otra
promesa confiada a Noé, cuando extendió al arco iris como signo de la alianza [Gn
9]; gracias a la fe que en ella depositaron hallaron propicio a Dios hacia él y sus
descendientes. Posteriormente prometió a Abrahán la bendición de todas las gentes de
su linaje; éste es el seno de Abrahán en el que fueron acogidos todos sus
descendientes. Y así, sucesivamente, brindó la promesa de Cristo con enorme
claridad a Moisés y a los hijos de Israel, principalmente a David, revelando por fin en
qué consistía la promesa hecha a los antepasados.
Se llegó de esta forma a la promesa del nuevo testamento, la más perfecta de
todas, y en virtud de la cual se promete abiertamente -y se otorga a los que creen en la
promesa- la vida y la salvación. Al decir nuevo testamento tenemos la nota principal
que le distingue del antiguo. El antiguo testamento, entregado por medio de Moisés,
no prometía la remisión de los pecados o realidades eternas, sino sólo cosas
temporales, como la tierra de Canaán; por esta promesa ninguno se renovaba el
espíritu en orden a la consecución de la heredad celeste. Este es el motivo de la
conveniencia de inmolar un animal irracional -figura de Cristo-, cuya sangre venía a
ser la confirmación del mismo testamento, de manera que a tal sangre tal testamento,
a tal hostia tal promesa. Sin embargo, aquí se dice «mi testamento en mi propia
sangre» (no en la de otro), en virtud de la cual se promete la gracia espiritual de la
remisión de los pecados en orden a la consecución de la heredad.
Sustancialmente, por tanto, la misa en su acepción propia no es otra cosa que
las antedichas palabras de Cristo: «Tomad y comed», etc. Ello equivale a decir: «He
aquí, hombre pecador y condenado, que con estas palabras te prometo la remisión de
todos tus pecados y la vida eterna, sin que intervengan para nada tu mérito y tu voto
previo, sólo por el amor del todo gracioso que te profeso y por la voluntad del padre
de las misericordias. Y para que no te quepa duda alguna sobre la irrevocabilidad de
tal promesa, entregaré mi cuerpo, derramaré mi sangre, la confirmaré con mi muerte
y te dejaré ambas cosas (cuerpo y sangre) como señal y memorial de esta promesa.
Cuando acudas a ello, te acordarás de mí, predicarás, ensalzarás y agradecerás esta
caridad y largueza mías».
Ves que para celebrar dignamente la misa lo único que se requiere es fe; una fe
que se apoye en esta promesa, que conceda veracidad a las palabras de Cristo, que no
dude de que le han sido otorgados estos bienes inconmensurables. De esa fe brotará
con toda espontaneidad el afecto dulcísimo del corazón que dilata y agranda el
espíritu del hombre (no otra cosa es la caridad, don del Espíritu santo en la fe en
Cristo) hasta tal extremo, que será arrebatado hacia Cristo, testador tan generoso y
bueno, y surgirá un hombre del todo distinto y nuevo. ¿Quién no se deshará en
lágrimas, quién no desfallecerá de gozo en Cristo si con fe firmísima cree que esta
promesa inestimable del mismo Cristo le pertenece? ¿Cómo no amará a tan gran
benefactor, que, adelantándose a la indignidad del hombre merecedor, de cosas muy
distintas, le ofrece, le promete y le regala esta heredad eterna?
Sólo a nuestra miseria, como puedes ver, hay que achacar que, celebrándose
tantas misas en el mundo, nadie o casi nadie reconozca, considere y aprehenda estas
promesas y riquezas que se nos ofrecen. El mayor, el único sentido de la misa
consiste en mirar y remirar, en meditar y rumiar estas palabras, esas promesas de
Cristo que son las que en realidad la constituyen; de esta forma en la celebración
cotidiana estaríamos ejercitando, nutriendo, aumentando y fortaleciendo nuestra fe en
las palabras y en las promesas. Eso es lo que preceptuó al decir: «haced esto en
conmemoración mía», y eso es lo que tendría que hacer el evangelizador: inculcar
fielmente al pueblo la promesa y recomendarla para provocar la fe en ella. ¿Cuántos
son hoy día los que saben que la misa es una promesa de Cristo? (prescindo,
naturalmente, de los impíos fabuladores, empeñados en trasmitir tantas tradiciones
humanas en lugar de promesa tan grandiosa); aunque enseñen estas palabras de Cristo
no lo hacen, sin embargo, en cuanto promesa y testamento ni en orden a obtener la fe.
Lo que deploramos, en fuerza de esta cautividad, es que en nuestro tiempo se
esté velando con tanto ardor por que las palabras de Cristo no lleguen a oídos de
ningún laico, como si se tratase de algo tan sagrado, que no lo puedan escuchar los
seglares. Nosotros, los sacerdotes, cometemos la locura de reservarnos las palabras de
lo que llaman consagración, y las decimos en secreto, de forma que no para provecho
nuestro sirven; no las tomamos en calidad de promesa, de testamento, de alimento de
nuestra fe, sino que, no sé por qué artificio supersticioso, por qué impía creencia, les
prestamos más veneración que fe. Bien se sirve Satanás de nuestra miseria para no
dejar ni reliquia de la misa en la iglesia y para, mientras tanto, ir llenando todos los
rincones de misas, es decir, de abusos, de verdaderas burlas del testamento divino y
para cargar al mundo con pecados cada vez más graves de idolatría y agrandar su
condenación. ¿Qué idolatría más gigantesca puede darse que la de abusar
perversamente de las promesas divinas y hacer olvidar y apagar la fe en ellas?
Porque -y lo he dicho ya- Dios se relacionó y se sigue relacionando con el
hombre sólo a base de la palabra de su promesa. Por el contrario, nosotros no
tenemos más posibilidad de actuar sobre él que la que confiere la fe en la palabra de
sus promesas. Para nada se preocupa él de las obras ni las necesita; sólo cuentan para
nuestras actitudes hacia los hombres, hacia nosotros mismos. Lo que requiere es que
creamos en la verdad de sus promesas, que no nos cansemos de confesarle veraz, que
es la mejor forma de rendirle culto en fe, esperanza y caridad.
Así se glorifica en nosotros, puesto que la recepción y la propiedad de todos los
bienes no se debe a nuestro concurso, sino a su misericordia, a su promesa, a su
largueza. Este es el verdadero culto, esa la auténtica latría que tenemos que rendirle
en la misa. Pero ¿cómo va a actuar la fe, si no se trasmiten las palabras de la
promesa? ¿quién puede esperar, amar, si carece de fe? ¿qué adoración podrá existir si
no hay fe, esperanza ni caridad? No hay la menor duda: todos los sacerdotes de hoy
día, todos los monjes con los obispos y superiores son idólatras, se encuentran en una
situación peligrosísima a causa de la ignorancia, del abuso, de la irrisión a que
exponen la misa o el sacramento, es decir, la promesa divina.
Todos podrán advertir con la mayor facilidad que ambas cosas, la promesa y la
fe, son imprescindibles y simultáneas; sin la fe resulta del todo inútil la promesa, ya
que es por la fe por la que se instituye y se cumple. Fácilmente podrá comprenderse
también que, al no ser la misa más que la promesa, es con esta fe sola con la que hay
que acudir a ella y celebrarla; si no hay fe, todas las oracioncillas, preparaciones,
obras, signos y actitudes servirán más para avivar la impiedad que para mostrar la
piedad. Sucederá que los que acudan con esas preparaciones se creerán dignos de
acercarse al altar, cuando en realidad nunca serán más indignos, a causa de la
infidelidad que arrastran consigo. Con frecuencia podrás observar que muchos
sacerdotes se sienten reos de un crimen tremendo por la sencilla razón de no haberse
revestido dignamente, de no haberse lavado las manos, de haber titubeado algo en las
preces o de cualquier equivocación de ninguna monta; sin embargo, ni se les pasa por
las mientes reprocharse su inadvertencia, su incredulidad en relación con la misa en
sí, es decir, con la promesa de Dios. ¡Oh religión indigna la de estos tiempos, los más
impíos e ingratos de todos!
La preparación digna, la celebración legítima, no consiste más que en la fe por
la que se cree en la misa: en la promesa de Dios. Que cuide, por tanto, de no
presentarse desarmado ante su Señor el que se acerca al altar o acude a recibir el
sacramento. Se encontrará sin nada quien no crea en la misa o en este testamento
nuevo. Ninguna impiedad tan grave podrá cometerse como esta incredulidad, por la
que se está acusando a la eterna verdad de mentirosa y de prometer en vano. Lo más
seguro sería acudir a la misa con la misma disposición con la que se acercaría uno a
escuchar otra promesa cualquiera de Dios. Para esta preparación no se requiere hacer
ni ofrecer muchas cosas, sino creer y aceptar lo que ahí se te está prometiendo: las
promesas que se expresan por el ministerio sacerdotal. Si no acudes con esta
disposición, mejor es que no te acerques, puesto que, a no dudarlo, es a tu
condenación a la que acudirás.
He dicho con razón que toda la virtualidad de la misa se cifra en las palabras de
Cristo, por medio de las cuales se certifica la remisión de los pecados a quienes creen
que por ellos se entrega su cuerpo y se derrama su sangre. Por eso, lo que más urge a
los que oyen misa es la meditación atenta y rebosante de fe de estas palabras; si no lo
hacen para nada les servirá todo lo demás. Es cierto que Dios ha unido casi siempre
alguna señal a cada promesa, como garantía de su observancia y como recuerdo
eficaz. Así, cuando prometió a Noé que no volvería a destruir la tierra por otro
diluvio, puso su arco iris y dijo que le estaría recordando su alianza. Cuando prometió
a Abrahán la heredad en su descendencia, le dio la circuncisión como señal de la
justicia de la fe. A Gedeón, para rubricar su promesa de que derrotaría a los
madianitas, le dio el vellocino seco y rociado. Por medio de Isaías, y para afianzar su
fe en la promesa, ofreció a Ajaz una señal de la victoria sobre el rey de Asiria y de
Samaría. Y otras muchas señales de las promesas divinas que leemos en las
Escrituras.
Lo mismo en la misa, la más importante de las promesas: como señal y
recuerdo de tamaña promesa puso su propio cuerpo y su propia sangre cuando dijo
«haced esto en conmemoración mía». También en el bautismo añadió a las palabras
de la promesa el signo de la inmersión en el agua. De lo antedicho se deduce que en
toda promesa divina se proponen dos realidades: la palabra y el signo; la palabra es el
testamento, el signo el sacramento En la misa, por ejemplo, la palabra de Cristo es el
testamento, y el pan y el vino son el sacramento. Como quiera que tiene más fuerza la
palabra que el signo, también la tendrá mayor el testamento que el sacramento. De
hecho al hombre le es posible tener y usar la palabra o testamento sin el signo o
sacramento. «Cree, dice san Agustín, y ya has comido». ¿Qué es lo que se cree sino la
palabra del que promete? De esta forma puedo disfrutar de la misa todos los días, a
cualquier hora incluso, ya que siempre está a mi alcance proponerme las palabras de
Cristo y alimentar y fortalecer mi alma con ellas. Y en esto consiste la verdadera
manducación y bebida espiritual.
Por el contrario, fíjate hasta qué extremos han llegado los esfuerzos de los
teólogos «sentenciarios». Digamos para empezar que ninguno de ellos se enfrenta
con la cuestión capital del testamento y de la palabra de la promesa, gracias a lo cual
han conseguido que nos olvidemos de la fe y de todo el valor de la misa. Sólo se
preocupan, en segundo lugar, del otro elemento: el signo o sacramento; pero con la
peculiaridad de que no trasmiten doctrina alguna en torno a la fe, sino que se limitan
a enseñar sus preparaciones, las «opera operata», las participaciones, la misa;
hundiéndose en profundidades, se divierten con sus especulaciones sobre la
transubstanciación y otras infinitas bagatelas metafísicas. Se despreocupan de lo que
vale la pena, olvidan el uso verdadero del testamento y del sacramento, nada
absolutamente dicen de la fe, y han logrado, a tenor del profeta, que «el pueblo de
Cristo se haya olvidado de Dios por días incontables».
Por tu parte, deja que otros recuenten los frutos variados de la misa que se oye,
y aplica tu espíritu de forma que puedas decir y creer con el profeta que Dios te ha
preparado un festín para alimento y fortalecimiento de tu fe contra los que te
atribulan. Ahora bien, es con la palabra de la promesa con la que se alimenta tu fe,
puesto que «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que procede de la
boca de Dios». Luego, en consecuencia, lo que más importa en la misa es que
escuches con toda atención la palabra de la promesa, que en realidad es la más
opulenta de las metas, el pasto variado, la refección santa. Esto es lo que ante todo
tienes que valorar, en lo que tienes que confiar sobremanera, a lo que tienes que
agarrarte con la mayor firmeza incluso en la muerte y a pesar de todos tus pecados. Si
actúas así, no sólo conseguirás esas gotitas, esas migajas de los frutos de la misa,
establecidas por la superstición de unos pocos, sino que obtendrás la misma fuente
principal de la vida, es decir, la fe en la palabra, de la que fluye todo bien, como
afirma Juan (cap. 4): «Fluirán aguas vivas del vientre de quien en mí crea». Y en otro
lugar: «Brotará una fuente de agua viva, que salta hasta la vida eterna, en quien beba
del agua que yo daré».
Hay dos tentaciones que suelen acometernos para impedir la percepción de este
fruto. Primera: que somos pecadores e indignos, por esta enorme vileza, de bienes tan
encumbrados. Y segunda: que, aunque fuésemos dignos, es tan inconmensurable la
magnitud de estos bienes, que un natural pusilánime no se atreverá a pedirnos ni a
esperarlos. Se trata de la remisión de los pecados y de la vida eterna; más asombro
que deseo provoca la meditación honrada de la grandeza de los bienes que de ellas se
derivan, a saber: el tener a Dios por padre, el tornarse en hijo suyo, en heredero de
todos los bienes divinos. Para salir al paso de este doble temor es conveniente que
asimiles bien la palabra de Cristo, que te aferres más a él que a tu debilidad, «porque
grandes son las obras del Señor, exquisita la voluntad de quien puede dar mucho más
de lo que pedimos y de lo que nos imaginamos». No serían divinas tales palabras si
no superexcediesen nuestra dignidad, nuestra capacidad y todos nuestros sentidos. El
propio Cristo nos anima cuando dice: «No temas, pequeña grey; le plugo a nuestro
padre regalarte el reino». Esta exuberancia incomprensible de Dios, derramada en
nosotros por medio de Cristo, es la que hace que le queramos con amor ardiente y
sobre todas las cosas, que depositemos en él nuestra confianza incondicionada, que
menospreciemos todo lo demás, que estemos pronto a padecer lo que sea por él. Ved
con cuánta razón recibe este sacramento el nombre de «fuente de amor».
Piensa, a este respecto, en el ejemplo de los humanos. Si un señor riquísimo
legase mil piezas de oro a un mendigo o a un servidor indigno y malo, éste las pediría
y las recibiría a no dudarlo con confianza, sin que le pasase por las mientes su
indignidad ni la grandeza de su testamento. Si alguien se opusiera y le echara en cara
su indignidad y la magnitud del testamento, puedes imaginarte su respuesta: «¿A ti
qué te importa? No recibo lo que tomo por mérito mío ni porque tenga derecho a ello;
soy muy consciente de mi indignidad y de que recibo mucho más de lo que merezco;
es más, si de algo me he hecho merecedor, ha sido de lo contrario; pero si pido esto,
es sólo en virtud del testamento y de la bondad de otro. Si no supuso para él ninguna
indignidad legar tanto caudal a un ser indigno, ¿por qué voy a rehusar aceptarlo en
virtud de mi indignidad? Precisamente el ser yo más indigno de ella me hace acoger
con más fuerza esta gracia inmerecida y ajena». Con este pensamiento tiene que
armarse la conciencia para combatir todos los escrúpulos, todos los remordimientos y
para obtener esta promesa de Cristo con fe vigorosa. Hay que andar con mucho
cuidado para no acercarse apoyados en la confianza que pueda conferir la confesión,
la oración, la preparación; es mucho mejor desesperar de todas estas cosas y confiar
soberbiamente en Cristo, que es el que promete. Porque, como queda sobradamente
claro, lo que aquí tiene que prevalecer es sólo la palabra de la promesa, aceptada en
pura fe y única preparación que puede resultar eficiente.
Podemos darnos cuenta ahora de la enorme cólera con que Dios ha soportado
que los doctores impíos nos hayan celado las palabras de este testamento y que hayan
hecho todo lo posible para extinguir la fe. Las consecuencias inevitables de la
extinción de la fe son evidentes: esas impuestas supersticiones de las obras. Cuando
sucumbe la fe y se acalla la palabra de la fe surgen en su lugar las obras y esas
enseñanzas de las obras que nos sacan de nuestro país como en una cautividad
babilónica, después de habernos arrebatado todos nuestros tesoros. Es lo que sucede
con la misa: por la enseñanza de hombres impíos se ha trocado en «obra buena»
(ellos la dicen opus operatum), por la que creen poder conseguir todo de Dios.
Apoyados en eso han llegado al colmo de la locura y han concluido que, puesto que
la misa tiene valor por sí misma (ex vi operis operati), puede servir de utilidad a los
demás, incluso aunque sea nociva para el propio celebrante impío. En esta frágil
arena han cimentado sus aplicaciones, sus participaciones, las cofradías, aniversarios
y todo ese cúmulo infinito de negocios lucrativos.
Difícilmente podrás salir airoso contra estas fantasmagorías tan poderosas y
universalizadas si no te fijas con cuidado en la esencia de la misa y si no te empeñas
en recordar sin desmayos lo que queda apuntado. Ya sabes que la misa no es más que
la promesa de Dios o testamento de Cristo, otorgados en el sacramento del cuerpo y
de la sangre . Dado que esto es cierto, puedes deducir que no se trata de obra alguna,
que nada se puede operar en él, que el único medio de tratarle es el de la fe. Ahora
bien, la fe no es obra, sino maestra y vida de las obras. ¿Quién será el insensato que
se atreva a decir que hace una obra buena a su testador al aceptar la promesa o el
testamento que ha sido instituido en beneficio suyo? ¿Qué heredero piensa en
beneficiar a su padre, al testador, cuando acepta los instrumentos testamentarios
juntamente con la herencia testada? ¿Qué impía temeridad no sería la nuestra si nos
decidiésemos a aceptar el testamento divino con la intención de cumplir una buena
obra para con Dios? Nunca se lamentará lo suficiente esta ignorancia y este cautiverio
de un sacramento tan sublime. En lugar de ver la obligación de agradecer lo que
recibimos nos convertimos en soberbios donantes de lo que recibimos. Por nuestra
infinita perversidad nos estamos mofando de la misericordia del donador, ya que
osamos aparecer como dadores de una obra que recibimos como un don, de forma
que el testador no se manifieste como dador longánimo de sus dones sino como
receptor de los nuestros. ¡Oh, qué impiedad tan tremenda!
¿Pudo existir alguien tan demente que pensara que el bautismo era una buena
obra cumplida por él? ¿Qué candidato al bautismo creería que estaba haciendo una
obra buena que pudiera ofrecer a Dios por sí mismo y comunicarla a los demás? Por
tanto, si en un sacramento y en un testamento no hay obra buena comunicable a los
demás, tampoco la habrá en la misa, ya que se trata, ni más ni menos, de un
testamento y de un sacramento. De ahí nace ese error evidente e impío de ofrecer y
aplicar la misa por los pecados, por las satisfacciones, por los difuntos o por cualquier
necesidad propia o ajena. Podrás apreciar esta verdad con mayor claridad si no te
olvidas de que la misa es una promesa divina que no puede aprovechar a nadie, ni
aplicarse a nadie, socorrer a nadie, comunicarse a nadie, sino sólo al creyente y en
virtud de su propia fe. ¿Quién podría aceptar en nombre de otro, o aplicar a otro, una
promesa divina que exige la fe personal de cada uno? ¿Es que puedo yo confiar la
promesa divina a un tercero, aunque no sea creyente? ¿Puedo yo creer en lugar de
otro o hacer que otro crea? Bien, pues todo esto se haría posible si se diese la opción
de aplicar y comunicar la misa a otros, al no consistir la misa más que en los dos
elementos de la promesa divina y de la fe humana que recibe lo que aquélla promete.
Si admitiésemos que eso es posible, también lo sería escuchar el evangelio y creerle
en nombre de los demás, podría bautizarme por otro, recibir la absolución de los
pecados en lugar de otro, recibir la comunión por otro, podría -para no olvidar el resto
de los sacramentos- casarme en lugar de otro, ordenarme sacerdote, confirmarme,
recibir la unción por otro.
Para no alargarnos: ¿por qué no valió la fe de Abrahán para todos los judíos?
¿por qué se exige a todos y a cada uno de ellos la fe en la misma promesa de
Abrahán? La verdad irrebatible está en que, cuando media la promesa divina, cada
uno se presenta en nombre propio, a cada uno se le exige su fe personal, cada uno
tiene que responder por sí mismo y que portar su propio fardo, como dice Marcos en
el último capítulo: «El que creyere y se bautizare se salvará, el que no creyere se
condenará». Lo mismo sucede también con la misa: sólo puede utilizarse para uno
mismo, en fuerza de la fe personal, y no es posible aplicarla a nadie más, exactamente
igual a como el sacerdote no puede administrar el sacramento a uno en lugar de otro,
sino que debe hacerlo con cada uno por separado. Los sacerdotes, en su función de
consagrar y administrar, son nuestros ministros; por su mediación no estamos
ofreciendo una obra buena ni la comunicamos de forma activa; lo que hacemos por
medio suyo es recibir las promesas y el signo como sujetos pasivos de esta comunión;
esto sucede también con los laicos: no se puede decir que efectúen una cosa buena,
sino que la reciben. Pero los sacerdotes, en esa escalada de impiedades, han trocado
el sacramento y el testamento divinos en una obra buena que ofrecer y comunicar por
los demás, cuando en realidad no cabe hablar más que de un bien recibido.
«Pero entonces -podrás objetar- estás echando por tierra el sentido y el modo
secular de actuar de todas las iglesias, de todos los monasterios, cuya base está
constituida por las misas, aniversarios, sufragios, aplicaciones, comunicaciones y
tantas otras cosas de las que extraen esas rentas tan enormes». Mi respuesta es que
precisamente ahí está el motivo que me impulsó a escribir sobre este cautiverio de la
iglesia. Las opiniones, los hábitos de hombres perversos han hecho que se prescinda
de la palabra de Dios y nos la han suplantado por ficciones de su corazón, han
seducido al mundo entero y, de esta manera, han reducido este venerable testamento
de Dios a la servidumbre del lucro material más impío. ¿Qué me importa la multitud
y la magnitud de los equivocados? Mucho más poderosa es la verdad. Si eres capaz
de refutar a Cristo, que enseña que la misa es testamento y sacramento, estoy
dispuesto a justificarlos. También estoy dispuesto a retractarme gustosamente, si
tienes argumentos para afirmar que hace una obra buena quien recibe el beneficio del
testamento o quien usa el sacramento de la promesa en este mismo sentido. Ahora
bien, como ninguna de estas cosas lograrás hacer, ¿qué te detiene para decidirte a dar
gloria a Dios, para confesar su verdad sin hacer el menor caso a esa turbamulta que se
precipita hacia el mal, es decir, de todos los sacerdotes de intenciones malignas que
se empeñan en considerar a la misa como una obra con la que socorrer sus
necesidades propias y las de los demás, sean vivos o muertos? Ya sé que estoy
diciendo cosas inauditas y desconcertantes; pero si te fijas en la esencia de la misa, te
darás cuenta perfecta de que lo que afirmo es la pura verdad. Por eso puedes palpar
las consecuencias de la seguridad excesiva que nos ha impedido percibir cómo Dios
ha ido acumulando progresivamente su cólera contra nosotros.

[...]

Que nadie ose cometer la locura de afirmar que hace una obra buena el que se
presenta como pobre e indigente a recibir un beneficio de la mano del que es rico,
porque, como he dicho, la misa es ese beneficio de la promesa divina que se ofrece a
todos los hombres por la mano de los sacerdotes. Quede como incontestable que la
misa no es una obra buena comunicable a los demás; es -como se dice
corrientemente- el objeto que tiene que alimentar y confortar la fe propia de cada uno.
Mucho mayor, mucho más especioso, es otro escándalo que hay que eliminar:
la general creencia de que la misa es un sacrificio ofrecido a Dios. Al parecer esta
opinión está respaldada por las palabras del canon, cuando dice «estos dones, estas
ofrendas, estos santos sacrificios», y poco después «esta oblación». Se pide además
con toda claridad que «se acepte propiciamente el sacrificio, como fue aceptado el de
Abel», etc. Por eso a Cristo se le llama «hostia del altar». A lo apuntado hay que
añadir tantas sentencias de los santos padres, tantos ejemplos, la costumbre tan
extendida y constantemente observada en todo el mundo.
Todo esto, por cuanto se ha connaturalizado tan hondamente, tiene que ser
contrastado con las palabras y el ejemplo de Cristo, porque si no llegamos a la
conclusión de que la misa es la promesa o el testamento de Cristo, como aparece con
toda, evidencia en las palabras de la Escritura, estamos perdiendo el evangelio entero
y todo nuestro consuelo. No permitamos que estas palabras sean vencidas por nada,
incluso aunque un ángel del cielo nos enseñe lo contrario. Bien, pues en estas
palabras no se contiene ninguna referencia a obra o a sacrificio. Por otra parte, nos
asiste el ejemplo de Cristo. En su última cena, cuando instituyó este sacramento y
fundó el testamento, no se lo ofreció a Dios padre; no cumplió ninguna obra buena en
beneficio de otros, sino que, sentado a la mesa, propuso el mismo testamento a cada
uno en particular y exhibió la señal. No olvidemos que tanto más cristiana será la
misa cuanto más cercana y parecida a la primera que Cristo celebró en la cena. Pues
bien, la misa de Cristo fue de lo más sencillo, sin ropaje peculiar, sin gestos
especiales, sin cantos, sin la pompa de otras ceremonias. No la hubiera instituido en
toda su plenitud si hubiese tenido que ofrecerla en calidad de sacrificio.
No entra en mi designio calumniar a la iglesia universal por el hecho de haber
adornado y ampliado la misa con otros muchos ritos y ceremonias; lo que intento es
que no se pierda de vista la sencillez de la misa por la apariencia engañosa de las
ceremonias ni por el impedimento de tantas pompas. Quiero evitar el apego a una
especie de transubstanciación, cual sería la de quedarse en los múltiples accidentes
externos y echar por la borda la sustancia sencilla de la misa. Todo lo que se ha
adherido a la palabra y al ejemplo de Cristo es un puro accidente de la misa; no hay
que concederle más importancia que la que concedemos a lo que llaman copones y
corporales, dentro de los que se contiene la misma hostia. Lo mismo que es imposible
que se reparta el testamento y se reciba la promesa y, al mismo tiempo, sacrificar el
sacrificio, repugna también el concebir la misa como sacrificio. Es así que no es
posible recibir y ofrecer una misma cosa al mismo tiempo; luego tampoco puede
darse y recibirse simultáneamente por el mismo sujeto, de forma parecida a como no
pueden identificarse la oración y lo impetrado, ni es lo mismo impetrar y recibir lo
que se ha pedido.

[...]
.
Para poner fin a este apartado (ya habrá ocasión de decir lo que resta cuando
surja alguien que lo impugne) concluyamos de todo ello advirtiendo quiénes son
precisamente aquellos para quienes se prepara la misa y que comulgan dignamente:
son sólo los que tienen sus conciencias tristes, afligidas, conturbadas, confusas y
erróneas. Porque al consistir la palabra de promesa de este sacramento en la
proclamación de la remisión de los pecados, es indudable que se realizará en los que
están sacudidos por el remordimiento o el aguijón de sus pecados. Este testamento de
Cristo es la única medicina contra los pecados pretéritos, presentes y futuros. La
única condición requerida es la de asirse a él y creer que se te concede graciosamente
lo que expresan las palabras del testamento. Si no lo crees, nunca ni en ningún lugar
podrás aplacar tu conciencia por más obras que hagas y trabajos que te tomes. La
única paz de la conciencia es la fe, la incredulidad su único tormento.

2.2. Doctrinas y cánones sobre el sacrificio de la misa de 17 de septiembre de


1562

2.3. Teorías sobre el sacrificios


a. Teorías inmolacionistas
b. Teorías oblacionistas
c. Sacrificio en cuanto que memorial
d. Propuesta

3. La eucaristía como sacramento

4. La comunión eucarística

4.1. Noción de comunión

4.2. Cómo contribuye la eucaristía a la comunión

4.3. La comunión bajo dos especies

a. La protesta de Lutero

Comenzaré por negar la existencia de siete sacramentos, y, por el momento,


propondré sólo tres: el bautismo, la penitencia y la eucaristía. Todos ellos se han
reducido por obra y gracia de la curia romana a una mísera cautividad, y la iglesia ha
sido totalmente despojada de su libertad. Aquilatando mis palabras al uso de la
Escritura, en realidad tendría que decir que no admito más que un sacramento y tres
signos sacramentales. De ello hablaré a su debido tiempo.
Trataré del sacramento del pan eucarístico, el primero de todos. En
consecuencia, diré lo que, a base de meditar en torno al misterio de este sacramento,
he logrado deducir. Porque cuando edité mi Tratado sobre la eucaristía me atuve al
común sentir, sin preocuparme para nada del papa, ya fuese con razón o por afrenta;
pero actualmente, después que se me ha provocado y tengo más experiencia, al verme
arrebatado por la fuerza de esta palestra, diré con toda libertad lo que pienso, ríanse o
lloren los papistas y todos los demás con ellos.
.. En principio, hay que dejar totalmente de lado el capítulo sexto de Juan, ya que
ni una sola sílaba de él se refiere al sacramento; y no sólo porque a la sazón aún no
habría sido instituido, sino, lo que es mucho más importante, porque la propia
secuencia del discurso y del texto demuestra palmariamente, como he dicho ya, que a
lo que Cristo se refiere es a la fe en el Verbo encarnado. Dice, en efecto, «mis
palabras son espíritu y vida», mostrando que hablaba de una manducación espiritual,
de la cual quien comiere, viviría, mientras que los judíos creyeron que estaba
hablando de una comida carnal y por ello se pusieron a discutir. Ahora bien, ninguna
manducación, si no es la de la fe, vivifica; ésta es la comida verdaderamente
espiritual y viva, como dice san Agustín: «¿Por qué preparar el estómago y los
dientes? Cree y ya has comido». La comida sacramental no vivifica, ya que hay
muchos que la ingieren de manera indigna; por tanto, es imposible que en este lugar
se hable del sacramento.
Hay quien ha abusado de las antecedentes palabras, al aplicarlas al sacramento
tal como hacen la decretal Dudum y otros muchos. Pero una cosa es entender la
escritura abusivamente y otra muy distinta entenderla de forma correcta; de otra
manera, cuando dice: «Si no comiereis mi carne, si no bebiereis mi sangre, no
tendréis vida», y si en estas palabras se preceptuase la manducación sacramental,
todos los niños, los enfermos, todos los ausentes y de algún modo impedidos se
verían apartados de esta comida sacramental, cualquiera que fuere la presencia de su
fe., y aduciendo a Inocencio, prueba san Agustín (libro segundo contra Juliano), que
hasta los niños, fuera del sacramento, comen la carne y beben la sangre de Cristo; es
decir, que comulgan por la fe en la iglesia. Quede en pie, por tanto, la afirmación de
que el capítulo sexto de Juan para nada se refiere a este particular, y que los
«bohemios» -como ya he escrito en otro sitio- no pueden apoyarse en este pasaje para
defender la comunión bajo las dos especies.
Dos son los lugares que tratan el problema con toda claridad: el evangelio, al
narrar la cena del Señor, y Pablo en el capítulo undécimo de su 1 carta a los
Corintios.

1Cor 11,23-27

[23]Porque yo recibí del Señor lo que os he transmitido: que el Señor Jesús, la


noche en que fue entregado, tomó pan, [24]y después de dar gracias, lo partió y
dijo: «Este es mi cuerpo que se da por vosotros; haced esto en recuerdo mío.»
[25]Asimismo también la copa después de cenar diciendo: «Esta copa es la
Nueva Alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en recuerdo
mío.» [26]Pues cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la
muerte del Señor, hasta que venga. [27]Por tanto, quien coma el pan o beba la
copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor.

LUTERO, La cautividad babilónica

Examinémoslos. Concuerdan entre sí Mateo, Marcos y Lucas, al decir que Cristo dio
a todos sus discípulos el sacramento entero; y tan cierto es que enseña que se dieron
las dos especies, que nadie ha sido tan desvergonzado que le haya contradicho. Añade
a lo anterior que Mateo dice que no se refirió Cristo al pan diciendo «comed todos de
él», sino al cáliz, al decir: «bebed todos de él»; ni dice Marcos «todos comieron»,
sino «bebieron todos de él». Ambos aplican la nota de universalidad no al pan, sino al
cáliz, como si el Espíritu estuviese previendo este cisma del porvenir por el que se
habría de prohibir a algunos esta comunión del cáliz que Cristo quiso fuese para
todos. Imagínate la furia que desencadenarían contra nosotros si se encontrasen con
que la palabra «todos» se aplicara al pan y no al cáliz; no tendríamos escapatoria,
gritarían, nos declararían herejes y nos condenarían como cismáticos. Pero como la
razón está de nuestra parte y contra ellos, huyen de cualquier silogismo estos
hombres del libre albedrío y se dedican a mover, remover y confundir todas estas
cosas que dependen de Dios.
Figúrate que argumento ad hominem y pregunto a mis señores los papistas: el
sacramento entero (o sea, las dos especies) ¿se entregó en la cena del Señor
solamente a los presbíteros o también a los laicos? Si se dio sólo a los presbíteros
(que es lo que pretenden ellos), no estará permitido dar ninguna de las especies a los
laicos, pues no se va a incurrir en la temeridad de dar lo que Cristo no dio en la
institución original; por otra parte, si permitimos que se altere una sola institución de
Cristo, invalidamos con ello todas sus leyes y cualquiera podría decir que se halla
desligado de todas sus leyes y de todas sus instituciones (porque en las Escrituras, un
caso particular afecta al universal). Ahora bien, si también se dio a los laicos, se sigue
inevitablemente que no se les puede negar la comunión bajo ambas especies. Y si se
niega a quienes lo solicitan, se está obrando impíamente y en contra del hecho, del
ejemplo y de la institución de Cristo.
Por mi parte, confieso que una vez que vi este razonamiento, no he leído, oído
ni hallado nada que se le pueda oponer, ya que la palabra y el ejemplo de Cristo son
irrefutables en este punto. No se trata de una permisión, sino de un precepto, cuando
ordena «bebed todos de él». Si, por tanto, todos tienen que beber, y no puede
reservarse sólo a los presbíteros, resultaría impío -aunque lo hiciera un ángel del
cielo- negar el cáliz a los laicos que lo soliciten. El decir que se dejó a la libre
voluntad de la iglesia la distribución de ambas especies carece de razón, de autoridad,
y puede despreciarse con la misma autoridad con la que se afirma. Nada podremos
hacer contra un adversario que se apoya en la palabra y en los hechos de Cristo para
oponerse a nosotros; con la palabra de Dios hay que rebatirle, pero aquí no contamos
con ella.
Si a los laicos se les puede negar una de las dos especies, por la misma libertad
de la iglesia se les podrá arrebatar una parte del bautismo y de la penitencia, pues que
a ambos casos les asiste la misma razón y la misma libertad. Por lo mismo, lo mismo
que hay que conceder a los laicos que lo solicitan el bautismo y la absolución
íntegros, habrá que darles el sacramento del pan. Me maravilla que afirmen que los
presbíteros, bajo pecado mortal, no pueden comulgar sólo bajo una especie en la
misa, por la única razón de que, como sostienen todos con unanimidad, las dos
especies constituyen el único pleno sacramento, que no es lícito dividir. Díganme el
motivo en que se apoyan para que se pueda dividir para los laicos y para que sean los
únicos a los que no esté permitido otorgárselo íntegro. ¿No están confesando por su
propio testimonio que, o existe la obligación de dar ambas especies a los laicos o, al
hacerlo con una sola, no es el legítimo sacramento el que se les administra? ¿Cómo
explicar que una sola especie no constituya el pleno sacramento para los presbíteros y
lo constituya, al contrario, para los laicos? ¿Por qué en esta cuestión se me echa en
cara el libre albedrío de la iglesia y la potestad papal? No es ésta la forma de anular
las palabras de Dios y los testimonios de la verdad.
Siendo consecuentes, si la iglesia puede privar a los laicos de la especie del
vino, también podrá hacerlo con la del pan; luego puede retirarles el sacramento del
altar íntegro y dejarles reducida a la nada la institución de Cristo. Pero, por favor, ¿en
virtud de qué autoridad? Si no puede privar del pan ni de ambas especies, tampoco
podrá privar del vino. No hay lugar a réplica: hay que admitir la misma potestad con
relación con ambas especies y con una de ellas, y si tal poder no existe para las dos,
tampoco existirá para una. Me gustaría oír lo que los aduladores romanos estarían
dispuestos a reponer en torno a este asunto.
Lo único convincente, lo que no me deja lugar a dudas, son las propias palabras
de Cristo: «Esta es mi sangre que será derramada por vosotros y por muchos en
remisión de los pecados». Ahí tienes, con claridad meridiana, que la sangre se entregó
a todos aquellos por cuyos pecados fue derramada. ¿Quién se atreverá a decir que no
se derramó por los laicos? ¿Es que no te das cuenta de quiénes son a los que se dirige
cuando pasa el cáliz? ¿No se lo da a todos? «Por vosotros», dice; admitamos que se
refiera aquí a los sacerdotes, pero en él «y por muchos» no puede reducirse sólo a
ellos. Y, sin embargo, dice: «Bebed todos de él». Me gustaría recurrir a sutilezas
frívolas y burlar las palabras de Cristo, como hace mi ligero adversario. Mas hay que
redargüir a base de Sagrada Escritura a aquellos que en ella se apoyan contra
nosotros. Este fue el motivo por el que me abstuve de condenar a los hermanos
bohemios: buenos o malos, es indudable que tienen a su favor la palabra y la actitud
de Cristo.Por lo que a nosotros se refiere, no contamos ni con lo uno ni con lo otro,
sino sólo con este vacío invento humano de «así lo ha ordenado la iglesia», cuando,
en realidad, no fue ella quien tales cosas mandó, sino los tiranos de las iglesias y sin
el consenso eclesial, es decir, del pueblo de Dios.
Por favor, ¿qué necesidad hay, qué motivo religioso, qué utilidad para negar a
los laicos las dos especies -signo visible del sacramento-, cuando todos les conceden
la realidad sacramental sin el signo? Si les dan la realidad, que es más importante, ¿a
qué viene negarles el signo, que es de menor entidad? Porque en todo sacramento el
signo, en cuanto tal, es incomparablemente menor que la propia realidad. ¿Qué
impedimento, entonces, para facilitar lo menos cuando se da lo más? A no ser -y esta
es mi opinión- que Dios, airado, haya permitido esto como ocasión para un cisma en
la iglesia y para darnos a entender que, una vez que hemos perdido largo tiempo ha la
realidad del sacramento, hemos trabado singular batalla en pro del signo, que es lo
que menos interesa, y en contra de lo único que tiene una verdadera y máxima
importancia; exactamente igual que algunos, empeñados en una batalla contra la
caridad por defender las ceremonias. Es más, esta monstruosidad parece que ha
comenzado en un tiempo en el que, a causa de las riquezas de este mundo,
empezamos a disparatar contra la caridad cristiana, como si Dios quisiera denunciar
con esta terrible señal que nos importan más los signos que las realidades. ¿No sería
cosa perversa que, reconociendo que en el bautismo se concede la fe, te negases a
otorgar el signo del mismo, es decir, el agua?
Por último, ahí está san Pablo, que, invencible, tapa a todos la boca (1 Cor 11):
«He recibido del Señor lo que os he trasmitido». No dice, contra lo que el fraile ese se
saca de la mollera, «os he permitido», ni es cierto que permitió las dos especies por
apaciguar las discordias de los de Corinto. En primer lugar, y en conformidad con el
texto, no trataban las contiendas sobre las dos especies, sino que se ocasionaron por
el desprecio y la envidia que había entre ricos y menesterosos. El texto es clarísimo:
«Uno está hambriento, el otro ebrio; estáis llenando de confusión a quienes no tienen
nada». En segundo lugar, no se refiere a una transmisión por primera vez, puesto que
no dice «recibo del Señor y os entrego», sino «recibí y os trasmití», es decir, en el
comienzo de la predicación, mucho antes de estas diferencias, queriendo significar
que les había trasmitido las dos especies (haber trasmitido equivale a haber
preceptuado, sentido que da en otras ocasiones a este verbo). No tiene consistencia
alguna, por tanto, todo lo que esa humareda frailuna acumula a este propósito de la
permisión, puesto que lo afirman sin respaldo en la Escritura, en la razón y es algo
inmotivado. A los adversarios les tienen muy sin cuidado sus ensoñaciones; lo que de
verdad les preocupa es el juicio que sobre estas cosas emite la Escritura, de la que ni
un ápice podrá aducir en apoyo de sus sueños, mientras que ellos están lanzando
tantos rayos para defender su fe.
Levantaos todos los aduladores del papa a una, aprestaos, defendeos de la
impiedad, de esa tiranía, de esa lesa majestad del evangelio, de la injuria que supone
tal oprobio frailuno, vosotros, que fulmináis como herejes a quienes no opinan a tenor
de la ensoñación de vuestro cerebro, a pesar de tantas y tan poderosas razones de la
Escritura. Si alguien ha de ser calificado de cismático, no lo sean los bohemIos, no
los griegos, puesto que parten de la sagrada Escritura; vosotros, los romanos, que no
escucháis más que vuestras ficciones contra la evidencia de la palabra de Dios,
vosotros sois los herejes y cismáticos impíos. ¡Purificaos de esto, hombres!
¿Qué cosa más ridícula y más en consonancia con el cerebro ese frailuno que
decir que el apóstol escribió lo antedicho y que lo permitió sólo a una iglesia
particular, la de los corintios, pero no a la iglesia universal? ¿De dónde saca pruebas
para afirmarlo? De la despensa consabida, es decir, de su propia e impía mollera. Si la
iglesia universal acepta como suya esta carta, la lee, la sigue en todo, ¿por qué no ha
de hacerlo en lo que a nuestro propósito se refiere? Porque si admitimos que una de
las cartas paulinas, una sola de sus perícopas, no se refiere a la iglesia universal, se
está aniquilando la autoridad entera de Pablo. Dirían los corintios que a ellos no tenía
por qué atañerles lo que sobre la fe enseña en la carta a los Romanos. ¿Puede
inventarse locura más blasfema y descabellada? Lejos, lejos de nosotros sospechar
que en todo Pablo haya una tilde que no deba seguirse y observarse en toda la iglesia
universal. No tuvieron este sentimiento los padres que precedieron a estos tiempos
peligrosos, refiriéndose a los cuales predijo Pablo que se darían blasfemos, ciegos e
insensatos; uno de ellos, o el primero, es ese fraile.
Concedamos por un momento esta intolerable insania; según tu propio
testimonio, y si Pablo permitió esto a una iglesia particular, los griegos y los
bohemios están en lo cierto, al ser las suyas iglesias particulares. Les basta con la
convicción de no oponerse a lo que por lo menos Pablo permitió. Por otra parte,
nunca pudo permitir Pablo nada que se opusiera a lo instituido por Cristo. A ti, Roma,
y a todos tus aduladores, echo en cara estas palabras de Cristo y de Pablo en defensa
de los griegos y de los bohemios. Jamás ni por nada podrás demostrar que te ha sido
conferida la potestad de mudar estos y mucho menos la de condenar como herejes por
el hecho de oponerse a tu presunción. Sólo tú eres digna de ser acusada del crimen de
impiedad y de tiranía.
A este respecto leemos en Cipriano (y él solo es más que suficiente para rebatir
a todos los romanistas), en el libro quinto de su Tratado sobre los lapsi, que en
aquella iglesia existía la costumbre de dar a muchos laicos e incluso a niños la
comunión bajo las dos especies, llegando hasta a dársela en la mano, conforme lo
prueba con muchos ejemplos. Entre otras cosas, apostrofa a algunos del pueblo
«porque se irritan sacrílegamente contra los sacerdotes, ya que éstos no se avienen a
darles sin más el cuerpo en sus manos impuras y a beber la sangre en sus bocas
contaminadas». Ahí puedes ver que se refiere a seglares sacrílegos, empeñados en
que los sacerdotes les diesen el cuerpo y la sangre. ¿Qué refunfuñas ahora, miserable
adulador? Anda, sal con que este santo mártir, único doctor de la iglesia con espíritu
apostólico, era un hereje y que se trata de otra concesión a una iglesia particular.
Allí mismo narra un hecho del que fue testigo presencial: dice con toda
claridad cómo un diácono ofreció el cáliz a una niña y cómo, a pesar de resistirse la
criatura, le hizo beber la sangre.

CIPRIANO DE CARTAGO, De Lapsis XXV

Oíd lo que sucedió estando yo mismo presente como testigo. Unos padres
huyendo locamente, mientras por la premura se preocupan menos de lo que
deben, dejan una hija pequeña bajo el cuidado de la nodriza. La nodriza llevó a
los magistrados la niña abandonada. Allí junto al ídolo a donde el pueblo
confluía, porque todavía no podía comer carne por la edad, le dieron pan
mezclado con vino, que, por cierto, había sobrado de la inmolación de las
víctimas. Después la madre recibió a su hija. Pero tan imposible le fue a la niña
manifestar o insinuar el crimen cometido como le había sido antes el
entenderlo o el evitarlo. Quedó, pues, del todo ignorado, de modo que la madre
pudo traer consigo a la niña cuando estábamos en el sacrificio. Pero la niña
entre los demás fieles, impaciente por nuestras preces y oraciones, unas veces
se agitaba llorando, otras perturbada se estremecía con mente febril, como
obligada por un verdugo su alma inculta confesaba su remordimiento aun en
aquellos tiernos años con las manifestaciones que podía. Pero una vez
celebradas las solemnidades, cuando el diácono comenzó a ofrecer el cáliz a
los presentes y después de los demás le llegó el turno a ella, la niña apartó su
rostro por un instinto de la divina Majestad, cerró la boca apretando los labios
y rechazó el cáliz. Insistió, sin embargo, el diácono, y, a pesar de que la niña lo
rehusaba, le infundió del sacramento del cáliz. Entonces empezaron a
sobrevenirle nauseas y vómitos. No pudo permanecer la Eucaristía en el cuerpo
y boca violados, y la bebida santificada en la sangre de Señor salió de sus
entrañas profanadas. Tan grande es el poder del Señor, tanta su Majestad: los
secretos de las tinieblas fueron descubierto bajo su luz, y ni los crímenes
ocultos engañaron al sacerdote de Dios.

LUTERO, La cautividad babilónica

Algo parecido se cuenta a propósito de san Donato, a quien se le rompió el


cáliz. Adulador miserable, ¡con qué escasa convicción eludes las cosas al decir «leo
que se rompió el cáliz, pero no veo que se diese la sangre»! No me extraña; muy bien
puede leer en la historia lo que mejor le venga quien en las Escrituras lee lo que le da
la gana. ¿Esta es la manera de afirmar el arbitrio de la iglesia y de confutar a los
herejes?
Baste con lo dicho sobre este asunto.
En realidad, si emprendí esta tarea, no lo hice por contestar a quien ni digno es
de contestación, sino para alumbrar la verdad. Concluyo diciendo que el negar las dos
especies a los laicos es impío, tiránico, y que no depende de un ángel, ni del papa ni
de concilio de ninguna clase. No me arredra lo establecido en el concilio de
Constanza, porque si su autoridad es válida, ¿por qué razón no lo va a ser la del de
Basilea, que determina, por el contrario, la licitud de que los bohemios comulguen
bajo las dos especies, empeño que se logró a base de tantas discusiones en el aula
conciliar, como lo comprueban los anales y las cartas existentes del concilio? Lo
curioso es que ese adulador aduce para probar sus ensoñaciones algo que ignora, que
esta es la sabiduría con que trata todo.
La primera cautividad, por tanto, de este sacramento, estriba en que la tiranía
romana nos ha robado algo que afecta a su sustancia o a su integridad. No quiero
decir que pequen contra Cristo los que comulgan con una especie -Cristo no
preceptuó se comulgase bajo ninguna, puesto que lo dejó a la decisión personal, al
decir: «Cuantas veces hiciereis esto, lo haréis en conmemoración mía»-, sino que
quienes pecan en realidad son los que, so pretexto de usar de esta opción, prohiben la
comunión bajo las dos especies. La culpa no es de los laicos, es de los sacerdotes. No
es el sacramento algo privativo de los sacerdotes; pertenece a todos. Ni son los
sacerdotes sus señores, sino ministros obligados a dar ambas especies a quienes las
soliciten y siempre que lo pidan. Si arrebatasen este derecho a los laicos y se lo
negasen violentamente, se convierten en tiranos y quedan los laicos libres de toda
culpa, carezcan de una o de ambas especies, puesto que su fe y el deseo del
sacramento íntegro les salvaguardarán mientras tanto. Sucede en esto exactamente lo
mismo que con el bautismo y la absolución: los ministros, en calidad de tales, deben
administrarlos a quienes los soliciten, puesto que a ello tienen derecho; si no se los
conceden, los solicitantes tienen todo el mérito de su fe y aquéllos serán acusados
ante Cristo como servidores inicuos. Se repite algo parecido al caso de aquellos
santos padres eremitas que estuvieron largos años en el desierto sin comulgar bajo
ninguna especie sacramental.
No quiero decir con esto que se lancen con violencia sobre las dos especies,
como si fuese una obligación forzosa comulgar con ellas; estoy instruyendo la
conciencia, para que todos sepan sufrir esa tiranía romana, con la convicción de que
se les ha robado violentamente su derecho a este sacramento a causa de sus pecados.
Lo único que intento es que no se justifique tal tiranía de Roma, haciendo ver que
obra con justicia cuando priva a los laicos de una especie; que la detestemos, pero
que la aguantemos como si fuésemos cautivos de los turcos, bajo cuyo dominio no se
puede comulgar ninguna de las especies. Este es el significado de lo que dije, al
afirmar que sería estupendo que en fuerza de la decisión de un concilio general nos
viésemos libres de este cautiverio, y se nos restituyese, sustrayéndola a la tiranía de
Roma, esa libertad cristiana, y que se dejase al arbitrio de cada uno solicitarlo o
disfrutarlo, como se deja en el bautismo y en la penitencia. Pero ahora, año tras año,
en virtud de la misma tiranía, se nos obliga a comulgar bajo una sola especie a causa
de nuestra ingratitud impía. Hasta estos extremos se ha extinguido la libertad que
Cristo nos otorgó.
b. Doctrina de la tradición

b.1. En la antigüedad

TERTULIANO, Ad uxorem II, 5

Pero algunos [maridos paganos] toleran nuestras cosas y no molestan”. Pues ya


en esto hay delito, en que los gentiles conozcan lo nuestro, en que estemos bajo
el conocimiento de los injustos, en que si hacemos algo, es un beneficio de
ellos.
No puede ignorar el que tolera: o si se le oculta porque no tolera, es que se le
teme. Y como manda la Escritura una y otra cosa, que obremos para el Señor
sin conocimiento de otros y sin angustia propia, no hay diferencia en cuál de
las dos cosas yerres, si por el conocimiento del marido si él lo tolera, o por la
lucha tuya mientras evitando al que no tolera. No arrojéis, dijo, vuestras perlas
a los puercos, no sea que las pisoteen y volviéndose os echen por tierra
también a vosotros (Mt 7,6). Vuestras perlas son también las acciones
brillantes de vuestra conducta diaria. Cuanto más procuras ocultarlas, tanto
más sospechosas las harás y más excitarás la curiosidad gentil a que quiera
verlas. ¿Quedarás oculta tú cuando signas el lecho, cuando signas tu cuerpo,
cuanto apartas con un soplo algo inmundo, cuando aun de noche te levantas a
orar y no parecerá que obras algo de magia? ¿No sabrá el marido qué es lo que
gustas en secreto antes de cualquier otro manjar?, y si supiere que es pan, ¿no
creerá que es aquel pan del que se habla?, y si ignora esto, ¿soportará
sencillamente el no conocer la razón, sin un gemido, sin una sospecha de si es
pan o quizá veneno?

NOVACIANO, De spectaculis

Si hubiera podido, se hubiera atrevido a llevar consigo lo santo a un burdel,


este que habiendo sido despedido de la Eucaristía y llevando todavía consigo,
como es costumbre, la Eucaristía, se apresuró al espectáculo y llevó este infiel
el santo cuerpo de Cristo por entre los cuerpos obscenos de la meretrices, más
merecedor del castigo por este camino que por el placer del espectáculo.

BASILIO, Epistola 93

En Alejandría y en Egipto cada seglar la [la Eucaristía] tiene por lo general


consigo en su cosa y la toma cuantas veces quiera.

b.2. Inconvenientes de la comunión bajo dos especies. La intinción

JULIO I

Algunos dan al pueblo la Eucaristía mojada con el vino [intinctam tradunt


eucharistiam] a modo de complemento, pero esto no está atestiguado por el
Evangelio, en el cual Cristo entregó su cuerpo y su sangre a los apóstoles. Pues
se hace memoria separadamente de la entrega del cuerpo y separadamente de la
[entrega] de la sangre. Pues no leemos que Cristo les ofreciera el cuerpo por
intinción, excepto tan sólo a aquel discípulo a quien el bocado mojado mostró
como traidor.

BERNOLDO DE CONSTANZA, Micrologus

No es auténtico [auténtico=conforme a los orígenes] el que algunos mojen el


cuerpo del Señor y que distribuyan el cuerpo mojado al pueblo [...] El papa
Julio, trigésimo sexto en la sucesión, escribiendo a los obispos de Egipto,
prohíbe radicalmente la intinción y enseña que, según la institución del Señor,
deben consumirse separadamente el pan y separadamente el vino.

HUGO DE SAN VÍCTOR (1096-1141), Summa sententiarum VI, 9

Que la Eucaristía no debe darse por intinción se sigue de los decretos del papa
Julio ; porque, como dice, sólo a Judas dio Cristo el pan mojado [intinctum].

Concilio de Clermont de 1095

Que nadie comulgue del altar si no consume el cuerpo separadamente y de la


sangre de la misma manera, a no ser en caso de necesidad y por cautela.

Carta del papa Pascual II al abad de Cluny

Sabemos que el pan fue entregado por sí [per se= separadamente] y el vino fue
entregado por sí por parte del Señor: enseñamos y preceptuamos que esta
costumbre sea conservada siempre así en la santa Iglesia, excepto en los
párvulos y en los totalmente enfermos que no pueden absorber el pan.

ARNULFO DE ROCHESTER

“¿Por qué la Eucaristía es administrada actualmente de una manera distinta y


casi contraria a la manera que fue observada por Jesucristo? Pues es costumbre
distribuir una hostia mojada en vino a los que comulgan, mientras que
Jesucristo dio su cuerpo y su sangre separadamente”. Esta es una de esas cosas
que pueden ser alteradas, y por eso, aunque antiguamente las dos especies de
pan y vino se daban por separado, en cambio ahora se dan juntas, para que no
suceda ningún desafortunado accidente en la distribución del vino solo, y para
que no se pegue [el vino] a los pelos de la barba o del bigote, o sea derramado
por el ministro.
b.3. La comunión bajo una sola especie

RODOLFO DE SAN TROUD

Aquí y allá téngase la cautela, no dé el presbítero a los laicos,


enfermos o sanos, la sangre de Cristo,
pues fácilmente puede derramarse; simple quien piense
que no está Cristo entero bajo ambas especies.

TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae III, q. 80, art. 12

De quienes reciben [la comunión] se requiere suma reverencia y cautela, no


acaezca cosa que ceda en injuria de misterio tan grande. Esto podría suceder en
la comunión de la sangre, que, al tomarse sin precaución, se derramaría con
facilidad. Y porque, al crecer el número del pueblo cristiano, compuesto de
ancianos, jóvenes y párvulos, de entre quienes algunos no tienen discreción
para poner el debido cuidad al usar el sacramento, ciertas iglesias no dan la
sangre al pueblo, sumiéndola sólo el sacerdote.

Summa Theologiae III, q. 76, art. 1 y 2.

Artículo 1. Si en el sacramento está todo Cristo.

Objeciones por las que parece que Cristo no está contenido por entero en este
sacramento.
1. Cristo comienza a estar en este sacramento por la conversión del pan y del
vino. Pero es claro que el pan y el vino no se pueden convertir ni en la
divinidad de Cristo ni en su alma. Ahora bien, como se ha dicho ya (q.2 a.5; q.5
a.1-3), Cristo se compone de estas tres sustancias: la divinidad, el alma y el
cuerpo. Luego parece que Cristo no está por entero en este sacramento.
2. Cristo está en este sacramento para alimento de los fieles, un alimento que
consta de comida y bebida, como queda dicho (q.74 a.l). Pero dice el Señor en
Jn 6,56: Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida.
Luego en este sacramento se contiene sólo la carne y la sangre. Pero el cuerpo
de Cristo se compone también de otras partes, como los nervios, los huesos,
etc. Luego en este sacramento no está contenido Cristo por entero.
3. Un cuerpo de grandes dimensiones no puede ser contenido, todo entero, en
otro de dimensiones menores. Pero las dimensiones del pan y del vino
consagrados son mucho menores que las dimensiones propias del cuerpo de
Cristo. No es posible, por tanto, que Cristo esté por entero en este sacramento.

Contra esto: dice San Ambrosio en su libro De Oficiis: Cristo está en este
sacramento.

Respondo: Es necesario confesar según la fe católica que Cristo está por


entero en este sacramento. Ha de tenerse en cuenta, sin embargo, que cada una
de las partes de Cristo se encuentra en este sacramento de dos maneras: una,
por la propia virtud del sacramento (ex vi sacramenti); otra, por la natural
concomitancia (ex naturali concomitantia; concomitantia procede de
concomitor, que significa acompañar, de modo que concomitantia significa
compañía, acompañamiento.). En virtud del sacramento, está bajo las especies
de este sacramento aquello en lo que se convierte la preexistente sustancia del
pan y del vino, tal y como queda significado en las palabras de la forma, que
aquí, como en los otros sacramentos, son eficaces, como cuando se dice: Esto
es mi cuerpo, Esta es mi sangre. Por natural concomitancia, sin embargo, está
en este sacramento aquello que realmente está unido a lo que es punto de
llegada en la conversión. Porque cuando dos cosas están realmente unidas,
donde está una realmente, ha de estar la otra también. Solamente el
pensamiento puede separar las cosas que realmente están unidas.

A las objeciones:
1. Puesto que la conversión del pan y del vino no tienen como punto de llegada
la divinidad ni el alma de Cristo, es lógico que la divinidad y el alma de Cristo
no se encuentren en este sacramento en virtud del sacramento, sino por real
concomitancia. Puesto que la divinidad nunca abandonó el cuerpo asumido,
donde quiera que está el cuerpo de Cristo es necesario que esté también su
divinidad. Por eso se lee en el Concilio de Efeso : Nos hacemos partícipes del
cuerpo y de la sangre de Cristo no por ingerir una carne común ni la de un
varón santificado y unido al Verbo a título de honor, sino por ingerir una carne
verdaderamente vivificadora, que se ha hecho la carne propia del mismo
Verbo.
El alma, sin embargo, fue realmente separada del Verbo, como ya se dijo (q.50
a.5). Y, por eso, si se hubiese celebrado este sacramento en el triduo de la
muerte, el alma no hubiese estado allí ni en virtud del sacramento ni por la real
concomitancia. Pero, como Cristo resucitado de entre los muertos ya no
muere., como se dice en Rom 6,9, su alma siempre está realmente unida a su
cuerpo. Por lo que en este sacramento el cuerpo se hace presente en virtud del
sacramento, mientras que el alma está presente por real concomitancia.
2.. En virtud del sacramento, en este sacramento se contiene, en lo que se
refiere a los alimentos del pan, no solamente la carne, sino todo el cuerpo de
Cristo, o sea, los huesos, los nervios, etc. Y esto se deduce por la forma de este
sacramento, en la que no se dice ésta es mi carne, sino esto es mi cuerpo. Y, por
eso, cuando dice el Señor en Jn 6,56: Mi carne es verdadera comida, la palabra
carne se toma allí por todo el cuerpo, ya que, hablando de comer, parece que la
palabra carne se acomoda mejor al uso humano. De hecho, los hombres comen
de ordinario carne de animales, no huesos ni partes semejantes.
3. Como se ha dicho ya (q.75 a.5), después de la conversión del pan en el
cuerpo de Cristo, y del vino en su sangre, los accidentes de ambos permanecen.
De donde se deduce que las dimensiones del pan y del vino no se convierten en
las dimensiones del cuerpo de Cristo, sino que la conversión se hace de
sustancia a sustancia. Y así, la sustancia del cuerpo de Cristo o de su sangre
está en este sacramento en virtud del sacramento, pero no las dimensiones del
cuerpo y de la sangre de Cristo. Por consiguiente, el cuerpo de Cristo está en el
sacramento a modo de sustancia y no a modo de cantidad. Ahora bien, la
totalidad propia de la sustancia se contiene indiferentemente en una cantidad
grande o pequeña, como toda la naturaleza del aire se contiene en un volumen
grande o pequeño de aire, y como toda la naturaleza humana se contiene en un
hombre grande o pequeño. Luego también toda la sustancia del cuerpo de
Cristo y de su sangre se contiene en este sacramento después de la
consagración, de la misma manera que antes de la consagración se contenía a la
sustancia del pan y del vino.

Artículo 2. Si en cada una de las especies del sacramento se contiene todo


Cristo.

Objeciones por las que parece que Cristo no está contenido por entero bajo
cada una de las especies.
1. Este sacramento está destinado a la salvación de los fieles, no por virtud de
las especies, sino en virtud de quien está contenido en las especies, porque las
especies ya existían antes de la consagración, a partir de la cual tiene poder este
sacramento. Luego si una especie no contiene nada que no contenga otra, y
Cristo por entero está contenido en la una y en la otra, parece que cada una de
las dos es superflua.
2. Acabamos de decir (a.l ad 2) que con el nombre de carne se sobreentienden
también las otras partes del cuerpo humano, como dice Aristóteles en el libro
Animalium. Luego si la sangre de Cristo se contiene en la especie de pan, como
se contiene en ella las otras partes del cuerpo, no debería consagrarse la sangre
por separado, como tampoco se consagran separadamente las otras partes del
cuerpo.
3. Lo que ya está hecho no puede hacerse de nuevo. Pero el cuerpo de Cristo ya
comenzó a estar en este sacramento por la consagración del pan. Luego no
puede comenzar a estar de nuevo por la consagración del vino. Por lo que en la
especie del vino no estará contenido el cuerpo de Cristo ni, en consecuencia,
Cristo por entero. Luego Cristo no está contenido por entero en cada una de las
especies.

Contra esto: dice la Glosa3, comentando las palabras cáliz etc., de 1 Cor 11,25,
que bajo una y otra especie, o sea, del pan y del vino, se recibe lo mismo. Por
consiguiente, parece que Cristo está por entero bajo una y otra especie.

Respondo: Por lo que se ha dicho antes (a.l), ha de afirmarse con toda


seguridad que Cristo está por entero bajo cada una de las especies del

3 La más conocida la Glossa Ordinaria, escuela de Laón, norte de Francia, cerca de


Reims, en el siglo XI.
sacramento, aunque de diverso modo. Porque bajo los elementos del pan está el
cuerpo de Cristo en virtud del sacramento [ex vi sacramenti], mientras que la
sangre está por real concomitancia [ex reali concomitantia], como se ha dicho
antes respecto del alma y de la divinidad de Cristo. Y bajo las especies del vino
está la sangre de Cristo en virtud del sacramento, mientras que el cuerpo está
por real concomitancia, como el alma y la divinidad, ya que ahora la sangre de
Cristo no está separada de su cuerpo como lo estuvo en el tiempo de la pasión y
de la muerte. Por lo que si entonces se hubiese celebrado este sacramento,
hubiese estado bajo las especies de pan el cuerpo sin la sangre, y bajo las
especies de vino la sangre sin el cuerpo, porque así es como estaba en la
realidad.

A las objeciones:
1. Cristo está por entero bajo cada una de las especies, y no sin razón. Porque,
en primer lugar, esto sirve para representar la pasión de Cristo, en la que la
sangre fue separada de su cuerpo, por lo que en la forma de la consagración de
la sangre se menciona su derramamiento. En segundo lugar, esto es congruente
con el uso del sacramento, de tal manera que separadamente se ofrezca a los
fieles el cuerpo de Cristo como comida, y la sangre, como bebida. En tercer
lugar, por lo que se refiere al efecto. Ya hemos visto anteriormente (q.74 a.l)
que el cuerpo se nos da para la salud del cuerpo, y la sangre para la salud del
alma.
2. En la pasión de Cristo, de la que este sacramento es memorial, las otras
partes del cuerpo no fueron separadas las unas de las otras, como la sangre,
sino que el cuerpo permaneció íntegro, en conformidad con las palabras del Ex
12,46: No le quebraréis ningún hueso. Por eso, en este sacramento se consagra
la sangre separadamente del cuerpo, pero no una parte separadamente de la
otra.
3. Como se acaba de decir (c.), el cuerpo de Cristo no está bajo la especie del
vino en virtud del sacramento, sino por real concomitancia. Y, por eso, por la
consagración del vino no se hace allí presente el cuerpo de Cristo directamente,
sino por concomitancia.

BERTOLDO DE RATISBONA

El sacerdote que comulga se nutre a sí mismo en el alma y a la vez a todos


nosotros, pues todos los asistentes a misa forman un cuerpo, siendo él la boca.

LUDOLFO DE SAJONIA, Vita Domini Nostri Iesu Christi

La Eucaristía se llama el pan nuestro de cada día porque cada día lo


consumimos mediante los ministros de la Iglesia, los cuales reciben este
sacramento por ellos y por la comunidad entera.

Concilio de Constanza, Decreto “Cum in nonullis” de 15 de junio de 1415


Como quiera que en algunas partes del mundo hay quienes temerariamente
osan afirmar que el pueblo cristiano debe recibir el sacramento de la Eucaristía
bajo las dos especies de pan v de vino, y comulgan corrientemente al pueblo
laico no sólo bajo la especie de pan, sino también bajo la especie de vino, aun
después de la cena o en otros casos que no se está en ayunas, y como
pertinazmente pretenden que ha de comulgarse contra la laudable costumbre de
la Iglesia, racionalmente aprobada, que se empeñan en reprobar como
sacrílega;
de ahí es que este presente Concilio declara, decreta y define que, si bien
Cristo instituyó después de la cena y administró a sus discípulos bajo las dos
especies de pan y vino este venerable sacramento; sin embargo, no obstante
esto, la laudable autoridad de los sagrados cánones y la costumbre aprobada de
la Iglesia observó y observa que este sacramento no debe consagrarse después
de la cena ni recibirse por los fieles sin estar en ayunas, a no ser en caso de
enfermedad o de otra necesidad, concedido o admitido por el derecho o por la
Iglesia.
Y como se introdujo razonablemente, para evitar algunos peligros y
escándalos, la costumbre de que, si bien en la primitiva Iglesia este sacramento
era recibido por los fieles bajo las dos especies, sin embargo, luego se recibió
sólo por los consagrantes bajo las dos especies y por los laicos sólo bajo la
especie de pan, como quiera que ha de creerse firmísimamente y en modo
alguno ha de dudarse que lo mismo bajo la especie de pan que bajo la especie
de vino se contiene verdaderamente el cuerpo entero y la sangre de Cristo...
Por tanto, decir que guardar esta costumbre o ley es sacrílego o ilícito, debe
tenerse por erróneo, y los que pertinazmente afirmen lo contrario de lo
antedicho, han de ser rechazados como herejes y gravemente castigados por
medio de los diocesanos u ordinarios de los lugares o por sus oficiales o por los
inquisidores de la herética maldad.

c. Concilio de Trento

c.1. Doctrinas y cánones sobre la comunión bajo dos especies y la comunión de


los niños pequeños de 16 de julio de 1562

Can. 1. Si alguno dijere que, por mandato de Dios o por necesidad de la


salvación, todos y cada uno de los fieles de Cristo deben recibir ambas especies
del santísimo sacramento de la Eucaristía, sea anatema.
Can. 2. Si alguno dijere que la santa Iglesia Católica no fué movida por justas
causas y razones para comulgar bajo la sola especie del pan a los laicos y a los
clérigos que no celebran, o que en eso ha errado, sea anatema.
Can. 3. Si alguno negare que bajo la sola especie de pan se recibe a todo e
íntegro Cristo, fuente y autor de todas las gracias, porque, como falsamente
afirman algunos, no se recibe bajo las dos especies, conforme a la institución
del mismo Cristo, sea anatema.
Can. 4. Si alguno dijere que la comunión de la Eucaristía es necesaria a los
párvulos antes de que lleguen a los años de la discreción, sea anatema.

Proemio

El sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento, legítimamente


reunido en el Espíritu Santo, presidiendo en él los mismos Legados de la Sede
Apostólica; como quiera que en diversos lugares corran por arte del demonio
perversísimos monstruos de errores acerca del tremendo y santísimo
sacramento de la Eucaristía, por los que en algunas provincias muchos parecen
haberse apartado de la fe y obediencia de la Iglesia Católica; creyó que debía
ser expuesto en este lugar lo que atañe a la comunión bajo las dos especies y a
la de los párvulos. Por ello prohibe a todos los fieles de Cristo que no sean en
adelante osados a creer, enseñar o predicar de modo distinto a como por estos
decretos queda explicado y definido.

Cap. 1. Que los laicos y los clérigos que no


celebran, no están obligados por derecho divino a la comunión bajo las dos
especies

Así, pues, el mismo santo Concilio, enseñado por el Espíritu Santo que es
Espíritu de sabiduría y de entendimiento, Espíritu de consejo y de piedad (cf.
Is. 11, 2), y siguiendo el juicio y costumbre de la misma Iglesia, declara y
enseña que por ningún precepto divino están obligados los laicos y los clérigos
que no celebran a recibir el sacramento de la Eucaristía bajo las dos especies, y
en manera alguna puede dudarse, salva la fe, que no les baste para la salvación
la comunión bajo una de las dos especies.
Porque, si bien es cierto que Cristo Señor instituyó en la última cena este
venerable sacramento y se lo dió a los Apóstoles bajo las especies de pan y de
vino (cf. Mt. 26, 26 ss; Mc. 14, 22 ss; Lc. 22, 19 s; 1 Cor. 11, 24 s); sin
embargo, aquella institución y don no significa que todos los fieles de Cristo,
por estatuto del Señor, estén obligados a recibir ambas especies (Can. 1 y 2).
Mas ni tampoco por el discurso del capítulo sexto de Juan se colige rectamente
que la comunión bajo las dos especies fuera mandada por el Señor, como
quiera que se entienda, según las varias interpretaciones de los santos Padres y
Doctores. Porque el que dijo: Si no comiereis la carne del Hijo del hombre y
no bebierais su sangre, no tendréis vida en vosotros (Jn 6, 54) dijo también: Si
alguno comiere de este pan, vivirá eternamente (Jn 6, 52). Y el que dijo: El
que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna (Jn 6, 55), dijo
también: El Pan que yo daré, es mi carne por la vida del mundo (Jn 6, 52); y,
finalmente, el que dijo: El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en
mí y yo en él (Jn 6, 57), no menos dijo: El que come este pan, vivirá para
siempre (Jn 6, 58).

Cap. 2. De la potestad de la Iglesia acerca de la


administración del sacramento de la Eucaristía

Declara además el santo Concilio que perpetuamente tuvo la Iglesia poder


para estatuir o mudar en la administración de los sacramentos, salva la
sustancia de ellos, aquello que según la variedad de las circunstancias, tiempos
y lugares, juzgara que convenía más a la utilidad de los que los reciben o a la
veneración de los mismos sacramentos. Y eso es lo que no oscuramente parece
haber insinuado el Apóstol cuando dijo: Así nos considere el hombre, como
ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios (1 Cor. 4, 1); y
que él mismo hizo uso de esa potestad, bastantemente consta, ora en otros
muchos casos, ora en este mismo sacramento, cuando, ordenados algunos
puntos acerca de su uso: Lo demás -dice- lo dispondré cuando viniere (1 Cor.
11, 34).
Por eso, reconociendo la santa Madre Iglesia esta autoridad suya en la
administración de los sacramentos, si bien desde el principio de la religión
cristiana no fue infrecuente el uso de las dos especies; mas amplísimamente
cambiada aquella costumbre con el progreso del tiempo, llevada de graves y
justas causas, aprobó esta otra de comulgar bajo una sola de las especies y
decretó fuera tenida por ley, que no es lícito rechazar o a su arbitrio cambiar,
sin la autoridad de la misma Iglesia (can. 2).

Cap. 3. Bajo cualquiera de las especies se recibe a


Cristo, todo e íntegro, y el verdadero sacramento

Además declara que, si bien, como antes fué dicho, nuestro Redentor, en la
Última Cena, instituyó y dió a sus Apóstoles este sacramento en las dos
especies; debe, sin embargo, confesarse que también bajo una sola de las dos
se recibe a Cristo, todo y entero, y el verdadero sacramento y que, por tanto,
en lo que a su fruto atañe, de ninguna gracia necesaria para la salvación
quedan defraudados aquellos que reciben una sola especie (Can. 3).
Cap. 4. Los párvulos no están obligados a la
comunión sacramental

Finalmente, el mismo santo Concilio enseña que los niños que carecen del uso
de la razón por ninguna necesidad están obligados a la comunión sacramental
de la Eucaristía (Can. 4), como quiera que regenerados por el lavatorio del
bautismo (Tit. 3, 5) e incorporados a Cristo, no pueden en aquella edad perder
la gracia ya recibida de hijos de Dios. Pero no debe por esto ser condenada la
antigüedad, si alguna vez en algunos lugares guardó aquella costumbre.
Porque, así como aquellos santísimos Padres tuvieron causa aprobable de su
hecho según razón de aquel tiempo; así ciertamente hay que creer sin
controversia que no lo hicieron por necesidad alguna de la salvación.

c.2. Decreto sobre la petición de la concesión del cáliz de 17 de septiembre de


1562

El mismo sacrosanto Concilio en la precedente sesión se había reservado


examinar y definir, en otro momento, cuando se presentara la ocasión, dos
artículos, propuestos en otra circunstancia y todavía no discutidos, a saber:
Si las razones que han llevado a la santa Iglesia católica a dar la comunión a
los laicos y también a los sacerdotes no celebrantes bajo la sola especie del
pan deben ser mantenidas de tal modo que el uso del cáliz no sea permitido a
nadie por motivo alguno; -y;
Si el uso del cáliz, por razones justas y conformes a la caridad cristiana, debe
ser concedido a un país o reino, ello debe ser concedido bajo ciertas
condiciones y cuáles deben ser.
Ahora, queriendo proveer del mejor modo posible a la salvación de aquéllos
para quienes se ha hecho la petición, el Concilio ha decretado que todo el
asunto sea remitido, tal como hace con el presente decreto, a nuestro santísimo
señor el Papa. Él, con su singular prudencia, haga lo que crea útil a la
cristiandad y saludable para los que piden el uso del cáliz.

FERNANDO, carta a Felipe II

Viena, 12 de agosto de 1563

Serenísimo muy alto y muy poderoso Rey, mi muy caro y muy amado sobrino:

[...] Ya muchos años antes, y después acá, habiendo yo comunicado y tratado el


mesmo artículo con los mas Príncipes del Imperio, y discutídolo con toda
consideración, hemos venido en opinión por muy muchas y muy eficaces
razones que se representaron, que la concesión del cáliz en estas partes tan
afligidas, es de tal momento y necesidad que mediante esto y el favor de Dios,
muchos de los desviados de su iglesia se podrían reducir á ella, y que los
muchos ó casi todos que al presente están vacilando en solo este negocio del
cáliz, se confirmarían en ella, y de otra manera se pasarán luego á los sectarios.
Y así, lo que Dios no quiera, lo poco que ya queda de la religión católica por
estas partes, se perderá totalmente sin se le dar remedio.

d. Disciplina vigente

Comunión bajo las dos especies

282. Procuren los sagrados pastores recordar a los fieles que participan en el
rito o intervienen en él, y del modo mejor posible, la doctrina católica sobre
esta forma de la sagrada Comunión, según el Concilio Ecuménico de Trento.
Adviertan, en primer lugar, a los fieles cómo la fe católica enseña que, aun
bajo una cualquiera de las dos especies, está Cristo entero, y que se recibe un
verdadero Sacramento, y que, por consiguiente, en lo que respecta a los frutos
de la Comunión, no se priva de ninguna de las gracias necesarias para la
salvación al que sólo recibe una especie.'"
Enseñen, además, que la Iglesia tiene poder, en lo que corresponde a la
administración de los Sacramentos, de determinar o cambiar, dejando siempre
intacta su sustancia, lo que considera más oportuno para ayudar a los fieles en
su veneración y en la utilidad de quien los recibe, según la variedad de
circunstancias, tiempos y lugares. Y adviértaseles al mismo tiempo que se
interesen en participar con el mayor empeño en el sagrado rito, en la forma en
que más plenamente brilla el signo del banquete eucarístico.
283. Se permite la Comunión bajo las dos especies, además de los casos
expuestos en los libros rituales:
A los sacerdotes que no pueden celebrar o concelebrar la Eucaristía;
Al diácono y a los demás que cumplen algún oficio en la Misa;
A los miembros de las comunidades en la Misa conventual o en aquella que se
llama "de comunidad", a los alumnos de los seminarios, a todos los que se
hallan realizando ejercicios espirituales o participan en alguna reunión
espiritual o pastoral.
El Obispo diocesano puede establecer normas para su diócesis sobre la
Comunión bajo las dos especies, que habrán de observarse también en las
iglesias de religiosos y en las pequeñas comunidades. Se concede al mismo
Obispo la facultad de permitir la Comunión bajo las dos especies cada vez que
al sacerdote, a quien se le ha confiado una comunidad como su pastor propio,
le parezca oportuno, siempre que los fieles hayan sido bien instruidos y se
excluya todo peligro de profanación del Sacramento, o de que el rito resulte
más complejo debido al número elevado de los participantes u otra causa.
Las Conferencias de los Obispos pueden dictar normas, con el reconocimiento
de la Sede Apostólica, sobre el modo de distribuir la Comunión a los fieles
bajo las dos especies y sobre la extensión de la facultad.
284. Cuando se distribuye la Comunión bajo las dos especies:
El diácono ayuda, de ordinario, con el cáliz, o, en caso de no haber un diácono,
ayuda un presbítero; también puede ayudar el acólito instituido u otro ministro
extraordinario de la sagrada Comunión; o un fiel a quien, en caso de necesidad,
se le encomienda ese oficio para esa determinada ocasión.
Lo que pueda quedar de la Sangre de Cristo lo sume el sacerdote en el altar, o
el diácono, o el acólito instituido que ha asistido con el cáliz, y luego purifica
los vasos sagrados, los seca y los recoja como de costumbre. A los fieles que
tal vez desean comulgar sólo con la especie de pan, se les administra la sagrada
Comunión de esa forma.
285. Para distribuir la Comunión bajo las dos especies, prepárese:
Si la Comunión del cáliz se va a hacer bebiendo directamente del cáliz, o bien
uno de tamaño suficiente, o varios, previendo siempre que no quede una
excesiva cantidad de Sangre de Cristo que haya de tomarse al final de la
celebración.
Si se hace por intinción, téngase cuidado de que las hostias no sean ni
demasiado delgadas ni demasiado pequeñas, sino un poco más gruesas de lo
acostumbrado, para que se puedan distribuir fácilmente cuando se han mojado
parcialmente en la Sangre del Señor.
286. Si la Comunión del Sanguis se hace bebiendo del cáliz, el que comulga,
después de recibir el Cuerpo de Cristo, se sitúa de pie frente al ministro del
cáliz. El ministro dice: La Sangre de Cristo y el que va a comulgar responde:
Amén. El ministro le da el cáliz y el que va a comulgar lo lleva con sus manos
a los labios, sume un poco del cáliz, se lo devuelve al ministro, y se retira: el
ministro limpia con el purificador el borde del cáliz.
287. Si la Comunión del cáliz se hace por intinción, el que va a comulgar,
sujetando la bandeja debajo de la barbilla, accede al sacerdote que sostiene el
copón o patena con las sagradas partículas y a cuyo lado permanece un
ministro que sostiene el cáliz. El sacerdote toma la sagrada hostia, la moja
parcialmente en el cáliz y mostrándola dice: El Cuerpo y la Sangre de Cristo;
el que va a comulgar responde: Amén, recibe en la boca el Sacramento de
manos del sacerdote y después se retira.

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