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Capítulo séptimo

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LA ILUSTRACIÓN

EL NACIMIENTO DE LA ILUSTRACIÓN EN FRANCIA

1. Autonomía y finitud de la razón

La Ilustración es un estado en que se encuentra el espíritu humano en el siglo XVIII o Siglo de las Luces; un
estado determinado por una profunda transformación en el ámbito del pensamiento y de la cultura occidental.
Heredera de la razón cartesiana, pero entendida desde el espíritu de Locke, atraída por la cultura inglesa,
particularmente decidida a hacer operativo en filosofía el método de la física de Newton, la Ilustración
proclama resueltamente la mayoría de edad del hombre, que, por eso, reivindica el poder de la razón para
fijar sus posibilidades y sus límites con independencia de toda verdad recibida, a través de la revelación
religiosa o, connaturalmente, a través del innatismo cognoscitivo. La Ilustración reniega, pues, de todo
criterio de verdad que no establezca la razón misma y de cualquier ley a que la razón deba plegarse en base a
un principio ajeno a ella. La razón tiene el poder de legitimarse a sí misma; no necesita de la garantía externa
que le proporcionaba el teologismo de Descartes, Leibniz, Locke, en los que Dios era garante de la
correspondencia entre las ideas y la realidad.

Por eso mismo, la razón ilustrada se presenta como una razón rigurosa y conscientemente finita, pero que
hace gala de su finitud; en efecto, cuanto más limitada se sabe, tanto más se afirma en el campo que reconoce
como suyo propio. Este campo es el de la experiencia, en el sentido amplio de conjunto de hechos físicos,
históricos y sociales. Con la conciencia de la propia limitación, nace así la exaltante sensación de poder
dominar la naturaleza en todas sus dimensiones para ponerla al servicio del hombre, conforme al sueño de
Bacon.

Esta concepción del hombre y de su razón colmaba y universalizaba la distancia de la tradición que Galileo
había realizado en la ciencia y Descartes en la filosofía. Con la distancia, el sentido de independencia y de
autonomía de la razón que se hace crítica. El siglo de la filosofía, como lo define d'Alembert, se caracteriza
por el análisis, la discusión y el debate.

"Desde la Tierra hasta Saturno, desde la historia de los cielos a la de los insectos, la ciencia natural ha
cambiado. Y, con ella, todas las demás ciencias han asumido una forma nueva. El fermento espiritual que
ha supuesto la ciencia natural no se ha limitado a sus confines; como torrente que rompe los diques e
inunda los campos. Desde los principios de las ciencias profanas hasta los fundamentos de la revelación,
desde la metafísica hasta los problemas fundamentales del gusto, desde la música hasta la moral, desde
las controversias escolásticas de los teólogos hasta las cuestiones económicas, desde el derecho natural al
derecho positivo; en una palabra, desde los problemas que nos tocan más de cerca hasta los que sólo
indirectamente nos atañen, todo se discute, se analiza y se debate. El resultado consecuente de esta
general agitación de los espíritus ha sido el de recabar nueva luz acerca de algunas cuestiones y nueva
oscuridad sobre otras, lo mismo que el efecto de una marea es el de acostar en la playa algunas cosas y
arrastrar otras consigo" (D'Alembert, Elementos de filos. I).

Kant, en su breve Opúsculo La respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?, que viene a ser el
manifiesto de la Ilustración, considera el debate y la discusión crítica como el signo del tiempo nuevo,
marcado por la osadía de pensar (sapere aude) y por el ejercicio público de la razón.

"La Ilustración es la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad. La minoría de edad
significa la incapacidad de servirse de su propio entendimiento sin la guía de otro. Uno mismo es
culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no reside en la carencia de entendimiento, sino
en la falta de decisión y valor para servirse por sí mismo de él sin la guía de otro. Sapere aude! Ten
valor para servirte de tu propio entendimiento! , he aquí el lema de la Ilustración.

La pereza y la cobardía son las causas de que una gran parte de los hombres permanezca, gustosamente,
en minoría de edad a lo largo de la vida, a pesar de que hace ya tiempo la naturaleza los liberó de
dirección ajena (naturaliter maiorennes) y por eso es tan fácil para otros el erigirse en sus tutores. ¡Es tan

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cómodo ser menor de edad! Si tengo un libro que piensa por mí, un director espiritual que reemplaza mi
conciencia moral, un médico que me prescribe la dieta, etc., entonces no necesito esforzarme. Si puedo
pagar, no tengo necesidad de pensar; otros asumirán por mí tan fastidiosa tarea. Aquellos tutores que tan
bondadosamente han tomado sobre sí la tarea de supervisión se encargan ya de que el paso hacia la
mayoría de edad, además de ser difícil, sea considerado peligroso para la gran mayoría de los hombres (y
entre ellos todo el bello sexo). Después de haber entontecido a sus animales domésticos..., les muestran
el peligro que les amenaza si intentan caminar solos... Por eso, son pocos los que, por esfuerzo del propio
espíritu, han conseguido salir de esa minoría de edad y proseguir, sin embargo, con paso seguro.

... Para esta Ilustración únicamente se requiere libertad..., la libertad de hacer siempre y en todo lugar uso
público de la propia razón. Mas escucho clamar por doquier: ¡No razonéis! El oficial dice: ¡No razones,
adiéstrate! El funcionario de hacienda: ¡No razones, paga! El sacerdote: ¡No razones, ten fe! (Sólo un
único señor en el mundo, dice razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced). Por
todas partes encontramos limitaciones de la libertad. Pero, ¿qué limitación impide la Ilustración? Y, por
el contrario, ¿cuál la fomenta? Mi respuesta es la siguiente: el uso público de la razón debe ser siempre
libre; sólo este uso puede traer Ilustración entre los hombres... Entiendo por uso público de la propia
razón aquel que alguien hace de ella en cuanto docto ante el gran público del mundo de los lectores.
Llamo uso privado de la misma a la utilización que le es permitido hacer en un determinado puesto civil
o función pública." (Kant, op. cit. p. 17-20).

Kant reclama el uso público de la razón porque es el primero que en la modernidad ha pasado de la
singularidad del yo a la universalidad del hombre, dotado de estructuras comunes de pensamiento, de
valoración y de acción. La garantía de la verdad subjetiva es, entonces, la intersubjetividad. La filosofía deja
de ser filosofía de la conciencia para ser filosofía de la intersubjetividad, de la comunicación y del diálogo.
Por eso, el uso público de la razón compromete también la responsabilidad del intelectual en relación con su
circunstancia histórica. Los ilustrados, en efecto, alientan su ejercicio con la convicción de estar llevando a
cabo una labor pedagógica de liberación -de la abstracción evasiva de la metafísica, de la superstición
religiosa y de la tiranía del poder absoluto-. El optimismo, ingenuo tal vez, que caracteriza a los escritos
ilustrados nace, también él, de este nuevo concepto de razón que no es ya -como en la filosofía clásica y aún
en la revolucionaria razón cartesiana- prevalente contemplación de esencias, sino reflexión sobre la
posibilidad efectiva de ordenar y explicar los "hechos" desde estructuras propias y leyes inmanentes a la
razón misma. Esta funcionalidad y operatividad de la razón -razón instrumental- es un rasgo típico de la
Ilustración y otro motivo profundo de ruptura con la tradición; rasgo característico y activo también en la
cultura contemporánea. El dominio de la naturaleza, la reconquista del "mundo del hombre" suponen la
reivindicación de una razón que garantiza su capacidad de verdad mostrando su potencial de eficacia.

La libertad de pensamiento y de expresión, peculiar conquista de la Ilustración, al dirigirse a todos los


hombres en cuanto dotados de razón, comporta la afirmación de la igualdad, de la tolerancia y un renovado
análisis de la naturaleza y de la historia. Al referirnos a los diversos sectores en que el espíritu ilustrado ha
ejercido su influjo (la Enciclopedia, la política, la historia, la religión), veremos cómo está presente en cada
uno de ellos esta dimensión funcional y operativa de la razón.

No podemos olvidar que la confianza en la razón, así entendida, se sustenta en una convicción: la de la
naturalidad de la razón misma. Las reivindicaciones de igualdad, de tolerancia, de una religión reducida a
moralidad y purificada de la superstición que, a su juicio, entrañan las religiones positivas, el optimismo que
genera el ideal de un progreso indefinido de la humanidad, nacen del convencimiento de que existe una
naturaleza humana universal y eterna, idéntica en sus determinaciones fundamentales. El constante reclamo
a una tal naturaleza permite presuponer una común capacidad de comprensión por parte de todos los
hombres, hace posible el compromiso de "ilustrarlos" y construir un Estado cuyas leyes, respetuosas de los
derechos naturales, no sean tiránicas.

Razón, naturaleza, espontaneidad son en la Ilustración términos equivalentes: la razón es común por
naturaleza a todos los hombres, su correcto uso emerge espontáneamente de su naturaleza cuando ésta se ha
purificado de las corrupciones de la superstición y de la ignorancia. No es casual que el mito del buen
salvaje (bueno porque su naturaleza se ofrece en estado puro y espontáneo) sea un lugar común al que todos
los ilustrados se remiten.

La aceptación acrítica y ahistórica de este concepto de naturaleza, o del hombre "natural", es una de las
raíces más vigorosas del intelectualismo y de la abstracción que muchas veces se achaca a la Ilustración.
Esto explica por qué la Ilustración, que nutrió con su crítica los presupuestos teóricos de la Revolución

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francesa, no pudo controlar las fuerzas que con su talante polémico había contribuido a liberar. De hecho, en
la medida en que la crítica ilustrada no somete a juicio el concepto mismo de "naturalidad", deja de estar en
condiciones de comprender y desplegar las fuerzas políticas, económicas y sociales que concurren tanto a la
constitución como a la transformación de la "naturaleza" humana.

El nacimiento de la Ilustración está ligado históricamente a la consolidación de la burguesía, que comprende


también elementos de la nobleza media. Esto es particularmente evidente en Francia, donde la estabilidad
política y el prolongado período de paz y de grandeza que el absolutismo de Luis XIV había asegurado al
país, se fundaban en el compromiso de reconocer un preciso dualismo entre el hombre privado y el hombre
público: la libertad de pensamiento nunca debía entrar en conflicto con la autoridad del soberano. La vieja
clase nobiliaria y los más altos exponentes del calvinismo francés (hugonotes), obligados al silencio,
mantendrán una crítica soterrada. A la nobleza puesta de parte del poder político se unirán pronto los nuevos
financieros, acreedores del Estado, pero privados también ellos del poder político, y todos encuentran en los
salones literarios, en los manuscritos clandestinos o en sociedades secretas como la Masonería, el modo de
expresar su descontento. Este se hará ostensible y se difundirá con una virulencia inversamente proporcional
a la represión de que había sido objeto; esto explica en parte su ardor polémico, ausente en los pensadores
ingleses (cuya "ilustración" ya se había iniciado con el empirismo lockiano y los escritos sobre el deísmo) y
en los alemanes (cuyo disenso, dado el menor impulso de la burguesía, se desahogaba en la sociedad secreta
de la Masonería). Y precisamente porque el acento crítico se expresa con más vigor en la Ilustración
francesa, ha venido a tomarse ésta como símbolo y paradigma de la Ilustración en general.

2. El papel de la cultura y la figura del filósofo

El siglo XVIII conoce en Francia un tipo de pensador interesado en el hombre en sociedad y en la literatura
de costumbres; aunque conocidos como filósofos, vienen a ser lo que hoy llamamos intelectuales. Su
función en la sociedad es la de ilustrar e instruir al pueblo con el fin de asegurarle su felicidad: "Filósofos de
todas las naciones, tened el valor de ilustrar a vuestros hermanos. Los hombres deseosos de la felicidad,
cuyo camino podéis mostrarles vosotros, os escucharán con avidez", clamaba Diderot. Una obra, la
Enciclopedia, y una figura, la de Voltaire, dominan emblemáticamente el Siglo de las Luces.

La grandiosa obra de la Enciclopedia (35 volúmenes que ven la luz desde 1751 a 1780) difunde en toda
Europa, a través de las versiones que de ella se hicieron, el espíritu del tiempo nuevo. El título y la estructura
de la obra ya se mostraban revolucionarios respecto a los viejos diccionarios enciclopédicos; se trataba, en
efecto, de presentar un cuadro general de los esfuerzos del espíritu humano en todas las facetas y en todos
los tiempos. La dirección de la obra se confió a Denis Diderot y a Jean d'Alambert (1717-1783), pero éste
último abandonará la empresa en 1759, a raíz del veto a la publicación por parte del Consejo de Estado; sólo
la voluntad incansable de Diderot permitirá la preparación clandestina de los restantes volúmenes, que
volverán a poder ser publicados a partir de 1765. Las condenas emanadas de la aristocracia intelectual
próxima a la corte (la cultura oficial de la Sorbona) y de la Iglesia católica, las dificultades que encontró el
editor, las censuras impuestas a algunos artículos concretos, son el testimonio del carácter subversivo que la
obra presentaba a los ojos de los mismos contemporáneos. El discurso preliminar, redactado por d'Alambert,
pone en evidencia los criterios y los fines con que había sido pensada: el orden enciclopédico de nuestros
conocimientos:

"consiste en reunirlos en el menor espacio posible, situando al filósofo por encima de este vasto
laberinto, en una perspectiva tan elevada que pueda considerar el conjunto de las ciencias y de las artes
principales y ver con un solo golpe de vista los objetos de sus especulaciones y las actividades que con
ellos puede llevar a cabo; que pueda distinguir los sectores principales del conocimiento humano, los
puntos que los separan y aquellos que los unen, y entrever en cualquier caso los caminos secretos que los
relacionan" (Enciclopedia, Discurso preliminar).

Dos aspectos resaltan en este programa: la afirmación del método analítico en filosofía, mediado por el
empirismo lockiano y por el discurso metodológico de la física newtoniana, y la conexión sistemática del
saber, mediada por el proyecto baconiano, del que d'Alembert toma la articulación de memoria, razón e
imaginación y a los que hace corresponder la historia, la filosofía y el arte (cfr. cap. II, 5).

Los artículos de la Enciclopedia, redactados por Diderot (más de mil), d'Alembert, d'Holbach, Jacourt,
Voltaire, Quesnay, Turgot, Montesquieu (sólo para la voz gusto), Rousseau (para las voces referidas a la
música) están escritos en un tono que varía del acento más revolucionario y comprometido al,
aparentemente, más ingenuo e inocuo (¿qué censor podía sospechar que la voz "agnus scythicus" ocultaba

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una denuncia de la superstición y los milagros?); se habla de tolerancia y de superstición, de guerra e
industria, de progreso y privilegios, pero también del águila, del arte, de los etíopes y los chinos, de los
sarracenos, del grano y las calcetas. Emergen en ellos las nuevas ideas sobre la economía, desde la exaltación
de la máquina y de la industria a las teorías fisiocráticas de Turgot y de Quesnay; se declara la confianza de
trabajar en la construcción de un mundo más feliz mediante el ejercicio de la razón, libre de la superstición;
pero también la incertidumbre de la política, que si critica con severidad la tiranía, se proclama favorable a
una monarquía ilustrada -despotismo ilustrado- antes que a una república desordenada.

El concepto de participación en la cultura, como medio de civilización y de progreso, y la conciencia de que


al filósofo corresponde el ministerio de iluminar a la razón en beneficio de todos los hombres, constituyen el
tema dominante y más típicamente "ilustrado" de esta obra:

"La finalidad de una Enciclopedia es unificar los conocimientos dispersos por la faz de la tierra;
exponerlos sistemáticamente y transmitirlos a las generaciones sucesivas; a fin de que las obras de los
siglos pasados no hayan resultado inútiles a los siglos venideros, para que nuestros descendientes, más
instruidos, puedan ser al mismo tiempo más virtuosos y más felices, y a fin de que no desaparezcamos
nosotros sin haber sido dignos del género humano... Nos hemos dado cuenta de que la Enciclopedia sólo
podía intentarse en un siglo filosófico y de que este siglo había llegado" (Enciclopedia, voz
Enciclopedia).

Ciudadano eminente de este siglo filosófico, cuyo espíritu expresa de modo inigualable, es FRANÇOIS-
MARIE AROUET, llamado VOLTAIRE. Nacido en París el 21 de noviembre de 1694, donde murió el 30
de mayo de 1778. Vivió en Inglaterra, Suiza, Prusia; escritor brillante, agudo, irónico y ácido, supo difundir
mejor que nadie los temas fundamentales debatidos en su tiempo. Recordemos, entre sus obras principales,
Cartas filosóficas (1734); Elementos de la filosofía de Newton (1738); Diccionario filosófico (1764);
Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones (1740).

Voltaire se proclama pregonero de la nueva filosofía y de sus temas más significativos: la concepción de la
razón como finita y limitada, el deísmo, la crítica de toda forma de superstición religiosa, la tolerancia. Su
empeño pedagógico en difundir las nuevas ideas encuentra un aliado potente en el estilo cáustico y sutil, que
prefiere la brega de cada día al rigor del pensamiento sistemático. Por su medio se hizo efectiva y operante la
libertad de pluma: "Forma parte del derecho natural servirse, asumiendo el propio riesgo, de la pluma y de
la lengua. Conozco muchos libros fastidiosos; pero no sé que ninguno de ellos haya producido males". Su
crítica descarada, que no respeta a filósofos, a clérigos ni a soberanos, no le impide hacerse consejero de
Federico II de Prusia, un signo, entre tantos, de la alternancia y las contradicciones de su pensamiento y de
su vida.

Está convencido del progreso de la historia guiada por la nueva razón operativa: "llegará un día en que todo
esté mejor, ésta es nuestra esperanza; todo va bien, ésta es nuestra ilusión"; critica el pesimismo que
envilece al hombre y lo somete al miedo y a la superstición, pero se mofa del optimismo leibniziano del
"mejor de los mundos posibles" (Cfr. Cándido, o el optimismo, 1759).

Rechaza la antropología pascaliana que define al hombre como "monstruo incomprensible" y, contra ella,
reivindica la absoluta naturalidad del hombre que, para comprenderse, no remite a otro que a sí mismo:

"Logro entender muy bien, sin misterio alguno, qué es el hombre... El hombre no es un enigma, como se
ha imaginado para tener el placer de adivinarlo... El hombre es como todo lo que vemos, una mezcla de
bien y mal, de gozo y dolor. Está provisto de pasiones para actuar y de razón para gobernar las propias
acciones" (Apuntes sobre los Pensamientos de Pascal, III).

"El hombre es un animal negro con lana en la cabeza, que anda sobre dos piernas y se mantiene erguido
casi como un mono; menos fuerte que los otros animales de su tamaño, con unas pocas más ideas que
ellos y mayor facilidad para expresarlas; sujeto, por lo demás, a las mismas necesidades, nace, vive y
muere, igual que aquéllos".

"Sin los sastres, la especie humana jamás se hubiera atrevido a mostrarse a las demás... Este animal, sin
civilización, abandonado a sí mismo, hubiera sido el más sucio y el más pobre de todos los animales".

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"Nacemos completamente desnudos. Nos entierran con una sábana ordinaria que no vale cuatro ochavos.
¿Qué mejor cosa podemos hacer que regocijarnos de nuestras obras durante los dos momentos en que
gateamos sobre este globo o glóbulo?".

Voltaire pretende, en suma, afirmar a través de sus obras una franca aceptación del mundo tal y como es, un
mundo del que el hombre se ha adueñado, con la seguridad y las incertidumbres que esto conlleva, al margen
de todo intento de vana infinitud imaginaria o de temerosa, mezquina angustia. Nuestro mundo no es ni el
mejor ni el peor de los mundos posibles: es simplemente el mundo del hombre, y lo mejor es "dejarlo ir
como va, porque, no todo está bien, pero todo es soportable".

3. El problema del conocimiento

El rechazo de un fundamento de la actividad cognoscitiva que no se apoye en un examen de las posibilidades


intrínsecas de la razón, restringida al ámbito de lo finito y limitado, aproxima a los ilustrados al empirismo
inglés, a Locke particularmente, a su crítica del innatismo cartesiano y al consiguiente reconocimiento de los
límites de la razón. La autoridad de Locke en todas las cuestiones de psicología y teoría del conocimiento en
la primera mitad del siglo XVIII es poco menos que indiscutible. Voltaire lo sitúa por encima de Platón y
d'Alambert declara en su introducción a la Enciclopedia que es el creador de la filosofía científica, como
Newton lo ha sido de la física científica. A los análisis lockianos se añade el intento de equipar a la razón de
un método objetivo que encuentra su paradigma en el análisis matemático; pero, a diferencia de Descartes, el
modelo es la aritmética y no la geometría. Esta puede llevarnos peligrosamente a construir un sistema
metafísico a priori; no así la aritmética; en cuanto instrumento de medida y de cálculo, la aritmética debe
constantemente referirse a la experiencia que la nutre de contenidos concretos y verificables, de los que la
geometría puede en absoluto prescindir. La aritmética nos consiente, pues, encontrar entre los hechos dados
un principio y una ley. Es la radicalización del método racionalista cartesiano de reducir todo lo complejo a
elementos simples, que poseerán la evidencia de lo experimental. Así, el análisis, el cálculo nos llevan al
conocimiento de los hechos naturales y, si se aplican al examen de las sensaciones, de las pasiones, de la
utilidad y el agrado, etc., nos permiten conocer también los hechos sociales, éticos y psicológicos:

"La investigación nos conduce muy pronto a la aritmética, es decir, a la ciencia de los números, que no es
sino el arte de encontrar, de forma abreviada, la expresión de una relación única que resulta de la
comparación de otros varios". (d'Alambert, Enciclopedia, Discurso preliminar).

La Ilustración prosigue, como se ve, el proceso que se inició con Galileo y se ha cumplido más
recientemente con Newton; además, extiende el método analítico a toda la realidad del hombre. El análisis se
define así:

"Analizar no es sino observar sucesivamente la cualidad de un objeto con el fin de disponerlo en el


espíritu según el orden simultáneo en que existen... Ningún otro método puede sustituir al análisis ni
puede verter su misma luz: esto lo comprobaremos cada vez que queramos estudiar un objeto un poco
complicado. No lo hemos inventado nosotros: simplemente lo hemos encontrado y no tenemos miedo a
que nos engañe" ( Condillac, Lógica, I).

El filósofo ilustrado rehuye el sistema, como pretensión racional de agotar de una vez por todas el
conocimiento de la realidad, pero acepta el espíritu sistemático: es el espíritu de la investigación, que quiere
dar cuenta de los hechos tras haberlos analizado -rehusa, pues, una deducción apriorística-, para formular
leyes generales sólo progresivamente, a partir del examen de los hechos mismos: el sistema de Descartes
partía de principios, el espíritu sistemático de la nueva filosofía parte de los hechos.

La actitud de DENIS DIDEROT (1713-1784), que en curso de su vida pasó de un deísmo naturalista a un
declarado ateísmo amoral ("el primer paso hacia la filosofía es la incredulidad"), y de una valoración
positiva del despotismo ilustrado a una concepción contractualista del Estado, para concluir anunciando la
necesidad de la revolución, (que sobreviene inevitablemente "cuando la infelicidad toca fondo" y que
estallará, efectivamente, pocos años después de su muerte) es modélica a este respecto. Diderot se mantiene
fiel a una interpretación inmanentista de la naturaleza, concebida como proceso evolutivo -materia, vida,
sensibilidad, pensamiento-; afirma el movimiento incesante de la materia, a la que considera dotada, como
todo ser, de sensibilidad. Si esquiva, no obstante, el materialismo es porque lo ve ligado a una interpretación
de cuño metafísico. Su materialismo es más bien un naturalismo vitalista. Dirá Comte que el materialismo
explica lo superior por lo inferior. Diderot, en cambio procede a la inversa: lo superior, que es la vida,
explica lo inferior, la materia inerte. Esa naturaleza infinitamente viva, inagotablemente inventiva,

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autosuficiente, previsora, (que recibe todos los atributos divinos que la crítica de la revelación había
arrebatado al Dios de la religión) tiene en la materia el sustrato último incognoscible del universo. En todo
caso, Diderot mantiene su fidelidad al método analítico:

"Un momento, doctor, recapitulemos: según vuestros principios, me parece que, por una serie de
operaciones puramente mecánicas, reduciría el primer genio de la tierra a una masa de carne
desorganizada, a la que no se dejaría más que la sensibilidad del momento, y podría volver a llevar esa
masa informe del estado de estupidez más profundo que pueda imaginarse a la condición de hombre de
genio. Uno de esos dos fenómenos es mutilar la madeja primitiva de un cierto número de sus briznas y
enrevesar bien las restantes; y el fenómeno inverso, en restituir a la madeja las briznas que se le
hubiesen desprendido y abandonar el todo a un feliz desarrollo. Ejemplo: quito a Newton las dos briznas
auditivas y se le acabaron las sensaciones de sonidos; le quito las briznas olfativas y se le acabaron las
sensaciones de olores; las briznas gustativas y se le acabaron las sensaciones de sabores; suprimo o
enreveso las otras y adiós a la organización del cerebro, la memoria, el juicio, los deseos, las aversiones,
las pasiones, la voluntad, la conciencia de sí, y tenemos una masa informe que no ha conservado más que
la vida y la sensibilidad.

- Dos cualidades casi idénticas; la vida es el agregado; la sensibilidad es el elemento. Tomo esa masa de
nuevo y le restituyo las briznas olfativas, con lo que huele: las briznas auditivas, y oye; las briznas
ópticas, y ve... Desenredando el resto de la madeja permito desarrollarse a las otras briznas, y veo renacer
la memoria, las comparaciones, el juicio, la razón, los deseos, las aversiones, las pasiones, la aptitud
natural, el talento, y encuentro de nuevo a mi hombre de genio, y esto sin la introducción de ningún
agente heterogéneo e ininteligible...

- ...Pero, ¿y las abstracciones?

- ... No las hay; no hay más que reticencias habituales, elipsis que hacen más generales las proposiciones
y el lenguaje más rápido y más cómodo. Son los signos del lenguaje los que han dado nacimiento a las
ciencias abstractas. Una cualidad común a varias acciones ha engendrado las palabras vicio y virtud; una
cualidad común a varios seres ha engendrado las palabras fealdad y belleza. Se dice un hombre, un
caballo, dos animales; después se dice uno, dos, tres, y toda la ciencia de los números acaba de nacer. No
hay idea alguna de una palabra abstracta: Se han advertido en todos los cuerpos tres dimensiones, y de
ahí provienen todas las ciencias matemáticas. Toda abstracción no es más que un signo vacío de idea. Se
ha excluido la idea, separando al signo del objeto físico y sólo volviendo a unir el signo al objeto físico
la ciencia retorna a ser ciencia de las ideas; de aquí la necesidad, tan frecuente en la conversación, en las
obras, de poner ejemplos. Cuando, tras una larga combinación de signos, pedís un ejemplo, no exigís otra
cosa de quien habla sino que dé cuerpo, forma, realidad, idea, al ruido excesivo de sus acentos,
aplicándole sensaciones experimentadas" (Diderot, Sueño de d'Alembert, op. cit. p. 97 ss).

En esta visión, se excluye todo finalismo: el mundo es una máquina ordenada conforme a leyes constantes:

"El hombre de ciencia, cuya profesión es la de instruir, y no ya construir, dejará de lado el porqué
mirando únicamente al cómo. El "cómo" se extrae de los seres, el "porqué", de nuestro entendimiento:
esto dice relación a nuestros sistemas, y depende del progreso de nuestros conocimientos. ¡Cuántas ideas
absurdas, cuántas falsas suposiciones, cuántas nociones quiméricas se encuentran en los himnos que
algunos temerarios cantores de las causas finales han osado componer en honor del Creador!" (Diderot,
Sobre la interpretación de la naturaleza).

Desarrollos precisos en línea empirista se encuentran, luego, tanto en el sensismo como en el materialismo.
ÉTIENNE BONNOT, Abate de CONDILLAC (1714-1780) retorna al problema lockiano de explicar los
mecanismos de nuestro conocimiento: "Nuestro objetivo principal es el estudio del espíritu humano, con el
fin, no ya de descubrir su naturaleza, sino de conocer sus operaciones". No obstante, transforma el
empirismo en sensismo cuando pretende eliminar el dualismo, que aún subsistía en Locke, de sensaciones y
reflexión. Ambas deben reducirse, según Condillac, a la raíz común de la sensación, que es el fundamento
empírico de toda actividad intelectual y apetitiva. A través de la sensación percibimos el mundo externo; la
sensación produce placer o dolor, a cuya diversa intensidad prestamos mayor o menor atención; de la
atención nace la memoria, de ella el juicio comparativo y, sucesivamente, las demás formas de juicio.

"Dado que toda sensación es necesariamente agradable o desagradable, nos interesamos en gozar de las
primeras y de sustraernos a las segundas. Este interés es suficiente para explicar el origen de las

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operaciones del entendimiento y de la voluntad. El juicio, la reflexión, los deseos, las pasiones, etc., no
son otra cosa que la misma sensación que se transforma en modos diversos" (Condillac, Tratado de las
sensaciones).

Es célebre la imagen de la estatua de mármol, de la que se sirve Condillac para describir la formación del
proceso cognoscitivo a partir de la sensación. Se imagina, en efecto, la estatua dotada inicialmente del
sentido del olfato para explicar cómo, a través de los demás sentidos, llega a adquirir la conciencia de sí
misma y del mundo exterior.

Pero, al analizar las operaciones intelectuales y descubrir su fundamento, Condillac no pretendía hacer de la
materia la causa de la actividad cognoscitiva misma. Afirmar que nuestro conocimiento procede de la
sensación no es lo mismo que afirmar que la materia es por sí sola causa de movimiento y de sensación; ni
puede obtenerse la conclusión de que el hombre es un ser puramente material, mecánica y necesariamente
determinado. Para Condillac, espiritualismo y sensismo coexisten: el hombre está dotado de un alma
incorpórea e inmortal. Fue notable el influjo del abate Condillac, que penetró incluso en los seminarios
constituyendo uno de los elementos de la formación filosófica del clero hasta la renovación de la Escolástica,
iniciada por Balmes, Kleutgen y Tongiorgi.

Al ala izquierda del grupo de los filósofos, pertenecen los materialistas-mecanicistas JULIEN OFFRAY DE
LA METTRIE (1709-1751), CLAUDE-ADRIEN HELVÉTIUS (1715-1771) y PAUL-HENRY
DIETRICH D'HOLBACH (1723-1789).

La vida desordenada de La Mettrie (1709-1751) es expresión de una época objetivamente difícil; el proceso
sinuoso de su itinerario intelectual refleja la inestabilidad del saber en el siglo XVIII. En la Historia natural
del alma se muestra decepcionado de la doctrina cartesiana de la res extensa y del dualismo alma-cuerpo. La
Mettrie propone, entonces, hipótesis y doctrinas de origen escolástico: todo cuerpo viviente es resultado de
una composición de materia que recibe sus propias características y cualidades de una forma determinada,
vegetativa, sensitiva o racional. Pero ya en esta primera obra especulativa revela más o menos directamente
su proximidad a las escuelas de Bacon y de Locke. Las esencias son incognoscibles: sólo un conocimiento de
tipo empírico-experimental goza de adecuados títulos de validez; sólo los sentidos nos aportan datos
cognoscitivos fidedignos.

Pero el punto que, sobre todo, hay que esclarecer es otro: es que, a pesar de hablar mucho del alma (o de
almas) La Mettrie se guarda mucho de restaurar un principio metafísico sui generis y distinto de la materia.
Al contrario, subraya del modo más explícito que el alma tiene una existencia física, que está íntimamente
ligada a la materia; incluso, que es de naturaleza material. "Un conjunto de observaciones y de experiencias
ciertas" prueban que el alma es el cerebro: vivo, sano, bien organizado, este órgano contiene en la raíz del
sistema nervioso u principio activo difundido en la sustancia medular; yo veo que este principio que siente y
piensa se incomoda, sufre y se apaga con el cuerpo". Las consecuencias son evidentes:

"si todo se explica con lo que la anatomía y la fisiología me han permitido descubrir en la médula, ¿qué
necesidad tengo de dar forma a un ser ideal? Si identifico el alma con los órganos corpóreos, lo hago
porque todas las observaciones me mueven a hacerlo y porque Dios no ha dado a mi alma ninguna idea
de sí misma; a lo sumo, un suficiente discernimiento y buena fe para reconocerse en cualquier espejo y
no avergonzarse de haber nacido en el barro" (La Mettrie, Historia natural del alma, op. cit. pp. 88-89).

La Mettrie no estaba demasiado satisfecho de este exordio filosófico. ¿Cómo poder hablar en pleno siglo
XVIII de formas y de esencias, de almas vegetativas y racionales? Lo mismo que otros pensadores recurrían
a estos principios sólo para superar las dificultades del mecanicismo, La Mettrie desea explicar las fuerzas
activas del organismo viviente evitando el uso de hipótesis desacreditadas por el cartesianismo y por el
empirismo. En el Hombre máquina se realiza en parte este deseo. Esencias y principios de ascendencia
escolástica quedan sustancialmente abolidos. Las fuerzas activas en un cuerpo vivo tienen un origen y una
explicación real, no metafísica. Es al médico, no al filósofo, a quien La Mettrie asigna el honor y el trabajo
de estudiar los secretos resortes materiales que permiten al hombre ejercer las funciones vitales, aún las más
complejas (Hombre máquina, op. cit. p. 178).

La polémica antimetafísica es, ciertamente, uno de los temas centrales del Hombre máquina. Con un tono
que no deja lugar a dudas, La Mettrie proclama la absoluta inutilidad de cualquier ente o principio espiritual.
Particularmente significativo es su rechazo de la tesis de Leibniz acerca de la fuerza viva o energía cinética
como constituyente de la materia: "ha espiritualizado la materia en lugar de materializar el alma" (Ib. 175).

268
Partidario, en parte al menos, del empirismo moderno, La Mettrie se propone, en cambio, justificar
empíricamente su propia tesis de que el alma no es necesaria. Ahora bien, para eliminar el alma se requiere
una previa explicación del cuerpo. Sólo un cuerpo que no se reduce a la res extensa cartesiana, dotado, en
cambio, de fuerzas y funciones propias, permite prescindir del alma. Estos son los presupuestos de una de las
partes más significativas del Hombre máquina: la que se refiere a la composición de la material corporal. La
Mettrie afirma que todo organismo viviente está hecho de fibras dotadas de una fuerza inmanente la
irritabilidad (Ib. pp. 216-7).

Da la impresión de que La Mettrie ha emprendido un camino dinámico-vitalista que supera el mecanicismo


cartesiano. Pero la realidad no es tan simple. Más bien parece reacio al abandono completo del mecanicismo
en el que se había formado. Mientras que en algunas páginas del Hombre máquina habla exclusivamente de
fibras y de fuerzas, perfilando una imagen energética del ser vivo, en otras páginas su discurso es otro: el
hombre es, real y no metafóricamente, un aparato mecánico, compuesto de un conjunto de engranajes
idénticos entre sí, cuyas propiedades (este punto es muy importante) sólo están determinadas "por su sede...,
no por su naturaleza" (Ib. 222). Como todas las máquinas, el hombre-máquina es capaz, en teoría, de
mantener un movimiento perpetuo, con tal de que sea regularmente alimentada (Ib. 182).

Esta máquina no coincide ya con aquel organismo de fibras dotadas de una fuerza autónoma inmanente de
que antes nos había hablado La Mettrie. El problema de la vida depende exclusivamente "del modo como
nuestra máquina está montada" (183) y de un correcto funcionamiento de sus resortes físico-mecánicos. Es
significativo lo que a continuación asevera: "Entre dos médicos, el mejor, o sea, el que merece más
confianza, es siempre el más versado en la física o en la mecánica del cuerpo humano" (Ib. 228).

El Hombre máquina no representa, a pesar de sus contradicciones, un retorno a Descartes. Ninguna metáfora
mecanicista puede cancelar el hecho de que una fuerza orgánica circula por el interior del ser vivo descrito
por La Mettrie: todas las partes del cuerpo poseen ahora propiedades sensitivas; hasta los instintos quedan
expresamente rehabilitados ( Ib. 201-2). Y, rebajado el hombre a nivel orgánico, La Mettrie subraya el
íntimo parentesco entre el hombre y los animales, capaces también éstos de conocer, de hablar, de sentir
bondad, de arrepentirse y de sacrificarse. Excluida el alma, uno y otros quedan reducidos a fenómenos
vivientes dotados de un diverso grado de organización: "la transición de los animales al hombre no es
violenta", quizá la única diferencia entre ellos es la mayor complejidad de la morfología del cerebro humano.
La Mettrie preludia, así, la discusión que se planteará en el siglo XIX acerca de la diferencia entre la
morfología del cerebro humano y la de los antropoides superiores; la resuelve como Huxley, aunque sin el
rigor científico de éste.

Lo dicho hasta aquí no significa que el hombre sea todo y sólo esto que su físico le hace ser. La Mettrie ha
destacado las matrices materiales de las funciones más espirituales del hombre. Pero, si su primer "mérito"
es la organización y su grado de complejidad, La Mettrie reconoce otro "mérito": la instrucción y la
actividad cultural, en general, que permite al hombre modificar de manera subjetiva e imprevisible sus
propias capacidades y facultades. Esta prerrogativa se debe a la imaginación, por la que el hombre combina
imágenes y se forma ideas de orden cognoscitivo y moral de las cosas; de la imaginación nacen las artes y
las ciencias (Ib. 196-9). La imaginación le faculta al hombre para formar sus propios signos y símbolos y
elaborar -dice sugestivamente La Mettrie- un tipo de conocimiento eminentemente simbólico (192). Y,
gracias a los signos y símbolos, puede crearse el universo socio-cultural que le permite superar la propia
inferioridad natural respecto a los animales y de instaurar la civilización del bonheur, del hombre satisfecho
que frecuenta los salones de la "buena" sociedad francesa prerrevolucionaria.

Una brevísima referencia al resto de filósofos materialistas: Helvétius desarrolla en sentido


materialista la gnoseología de Condillac: si el conocimiento, dice, se origina en la sensación, se identifica
con la cualidad sensible de la materia de que procede. En el campo moral, sostiene el origen utilitarista de
toda acción. Esta teoría, contenida en la obra El espíritu (1758), fue condenada oficialmente y, de rechazo,
motivó la suspensión de la publicación de la Enciclopedia. Para d'Holbach, finalmente, la aceptación del
materialismo está ligada a un expreso ateísmo y a una abierta negación de la libertad humana.

El materialismo fue generalmente rechazado por los ilustrados (Voltaire afirma irónicamente en las
Cartas inglesas, LVI: "no conocemos ni el espíritu ni el cuerpo; no tenemos ninguna idea del primero, y sólo
ideas muy imperfectas del segundo. O sea, que no podemos saber cuáles son sus límites"), porque, a sus
ojos, se presentaba como un revestimiento falaz de la vieja pretensión metafísica de dar una explicación
omnicomprensiva y total del universo. Sin olvidar que el materialismo se afirma, más que por razones

269
gnoseológicas, por motivos políticos y morales: como la más subversiva forma de protesta contra las
imposiciones políticas y religiosas del momento.

4. Historia y política

La historia es uno de los grandes temas que abordan los ilustrados y que consideran, incluso, un
descubrimiento suyo original. El hombre que había alcanzado la mayoría de edad siente la necesidad de
conocer los entresijos de la vida social para encontrar, más allá de las diferencias, la continuidad de la obra
de la razón y para denunciar los abusos a que tradicionalmente ha sido sometido el hombre en las diversas
civilizaciones. El estudio de la historia venía así a convalidar y confirmar el espíritu crítico de la razón. El
ilustrado busca, ante todo, los errores y las mistificaciones; lucha contra una tradición que utiliza los hechos
con desenvoltura y construye "fábulas" con el fin de mantener el estado de ignorancia y de superstición que
hace a los hombres sumisos. Es significativo que PIERRE BAYLE (1647-1706), el primero que se plantea
el problema de la historia, concibiera su principal obra, Diccionario histórico y crítico (1697) como un
"cúmulo de errores y falsedades", "una colección de crímenes y desgracias del género humano" antes aún
que de verdades. Bayle es un investigador incansable de "hechos", recabados a base de cribar fuentes y
testimonios, haciendo acopio de todas las noticias posibles y de contrastarlas entre sí. En medio de un siglo
rigurosamente racionalista aún, que no consideraba los hechos históricos como objeto de ciencia demostrable
porque no pueden reducirse a axiomas evidentes y a certeza, Bayle es el primer positivista convencido y
consecuente: analiza los datos con finura para dar con el hecho mismo y conocerlo con independencia de la
versión que de él nos ha legado la tradición. Por eso afirma Cassirer que Boyle es el creador de la acribia
histórica, es decir, de la investigación minuciosa y precisa. Deber del historiador es, para Bayle, recoger los
hechos dejando de lado las opiniones personales y los propios prejuicios; el historiador

fe concreta, que debe reconocimiento a esto o aquello, que tiene unos padres y unos amigos. Un
historiador, en cuanto tal, es como Melchisedec, sin padre, sin madre, sin genealogía. Si se le pregunta de
dónde procede, debe responder: no soy francés, ni alemán, ni inglés, ni español; soy habitante del
mundo; no estoy al servicio del emperador, ni al servicio del rey de Francia: sólo sirvo a la verdad. Ella
es mi única reina y sólo a ella he prestado juramento de obediencia" (Bayle, Diccionario histórico y
crítico).

De Bayle aprenden los ilustrados a investigar los hechos. El criterio que les guía es el de descubrir donde sea
posible la victoria de la razón sobre la ignorancia y la superstición. Apasionados por la razón, condenan en
bloque toda la Edad Media como época de oscurantismo y fanatismo religioso; en el Humanismo y en el
Renacimiento encuentran, en cambio, las raíces de su propia actitud.

Los románticos acusaron al pensamiento ilustrado sobre la historia de abstracción y de falta de sentido
histórico. Tienen razón sólo en parte: los ilustrados no elaboraron una filosofía de la historia, ni era ésta su
intención; su crítica es muchas veces ingenua, parcial por su talante polémico. Pero sí se plantearon el
problema y valoraron su importancia. El método que introdujo Bayle debía revelarse fecundo porque sentaba
las bases de la historiografía. Con todo, no se halla en el pensamiento ilustrado ni una crítica profunda, ni
una visión unitaria y concreta de la historia. La mayor limitación se la imponía su concepción ahistórica de
la razón, que ellos identificaban con la pura y simple naturalidad. Para que pueda hablarse de una filosofía
de la historia, se requiere un supuesto: que la historia transcurre según una ley, capaz de ordenar su aparente
caos, y que es posible dar razón de ella.

El primero que nos señala el camino hacia esa filosofía es Gian Battista VICO (1668-1744) en su obra
Principios de una ciencia nueva en torno a la común naturaleza de las naciones. En el contexto de la
misma Ilustración, el primero que intenta fundamentar una filosofía de la historia es Charles de
SÉCONDAT, barón de MONTESQUIEU (1689-1757). Su Espíritu de las leyes señala una época nueva.
Pero al autor le interesa es el espíritu de las leyes, no de los hechos. Hay, sin embargo, otro pensador
ilustrado que trata de descubrir el sentido de la historia. Éste es VOLTAIRE en su Ensayo sobre las
costumbres y el espíritu de las naciones (1740). En esta obra se propone levantar la historia por encima de
las coyunturas accidentales; hacer patente el espíritu de las épocas y el espíritu de las naciones por encima
de lo puramente individual; la marcha de la cultura y la íntima conexión de sus momentos diversos por
encima de la mera sucesión de los acontecimientos. La historia no es mera crónica. Encontramos, pues, los
dos presupuestos requeridos para que pueda hablarse de verdadera filosofía de la historia: la convicción de
que hay una ley por la que transcurre la historia y que se puede dar razón de ella.

270
"En lugar de acumular una enorme serie de hechos cada uno de los cuales destruye al otro, habría que
escoger los más importantes y seguros para proporcionar al lector un hilo y ponerle en situación de que
pueda formarse un juicio sobre la extinción, renacimiento y progresos del espíritu humano y de que
aprenda a conocer el carácter de los pueblos y sus costumbres" (Remarques pour servir de supplément a
l'Essai sur les moeurs, Oeuvres, XVIII, p. 429 ss).

Esta ley, oculta en la multitud cambiante de los hechos, no hay que pensarla como un plan divino o
Providencia que desde la eternidad abre el cauce por el que transcurrirán las personas, sus circunstancias y
sus hechos. De este tipo era la teología de la historia de San Agustín en La Ciudad de Dios; la visión de Vico
en los Principios de una ciencia nueva; la construcción teológica de Bossuet en su Discurso sobre la historia
universal. Todos ellos entienden la historia como el lugar de encuentro entre Dios planificador providente y
el hombre ejecutor del plan divino. Voltaire, en cambio, renuncia a toda teleología: lo mismo que la nueva
ciencia de base matemática se ha emancipado de la teología excluyendo las causas finales del conocimiento
de la naturaleza, para atenerse únicamente a las causas mecánicas, la historiografía crítica debe atenerse sólo
a causas reales empíricas: el proceso histórico se debe únicamente al progreso del género humano, dotado de
una naturaleza común. Cambian las costumbres, los lugares, el clima; pero, en el fondo de estas diferencias,
que no influyen de manera determinante, es posible captar en la historia un desarrollo constante.

"Todo lo que procede de la naturaleza humana se asemeja en todas las partes del universo; por el
contrario, es diferente todo lo que puede depender de la costumbre... La naturaleza propaga la unidad
estableciendo por doquier un pequeño número de principios invariables: así, el fundamento es el mismo
en todas partes, mientras que la cultura produce frutos diversos" (Ensayo sobre las costumbres).

¿Cuál es el hilo conductor que ilumina el sentido de la historia, según Voltaire?

Ya hemos mencionado su talante burlesco y despiadadamente irónico. En el fondo, su ironía es reflejo de una
profunda amargura debida a la experiencia de "las locuras del espíritu humano", de la "estupidez humana":
la maldad de los hombres, en definitiva; la crueldad, el egoísmo, el fanatismo, la superstición, la injusticia;
males todos que se comprimen en uno: la ignorancia.

La maldad del hombre, su crueldad y locura se deben a su permanencia en la naturaleza. Voltaire confía, sin
embargo, en la posibilidad de que el ser humano vaya puliéndose gradualmente por el paso de la pasión a la
razón, de la ignorancia al saber, de la oscuridad a la luz, de la locura al buen sentido. La naturaleza
humana no puede transformarse porque es inmutable, pero sí aderezarse, aliñarse, adornarse: civilizarse o
"ilustrarse". Esta es la tarea de la razón.

En el Elogio histórico de la razón, Voltaire describe el proceso de Europa desde la invasión de los bárbaros,
pasando por la Edad Media, hasta las sangrientas luchas religiosas de la edad moderna. Son momentos de
fanatismo, furor e ignorancia porque el hombre se conducía según los dictados de su naturaleza. Mientras
tanto, la razón -y su hija, la verdad- permanecía escondida, y sólo en cierto momento, informada de lo que
ocurría, se decidió a salir, con miedo, movida por la piedad, aunque "la razón no suele ser precisamente muy
tierna", añade Voltaire. Este mito de la razón oculta expresa la debilidad del espíritu frente a la fuerza
aplastante de la naturaleza, que pesa mucho más aunque vale mucho menos. Pues bien, Voltaire busca la
verdad de la historia, es decir, el espíritu escondido debajo de la apariencia de los hechos resonantes, de los
héroes influyentes, del fragor de las guerras, de la astucia de los tratados políticos, los usos y costumbres, los
prejuicios.

La humanidad no puede rebasar los límites de su naturaleza. Pero, al ser una naturaleza racional, cuenta
desde el principio con la razón como fuerza fundamental del hombre; la razón que es una y la misma
siempre y para todos. ¿Cómo hacer que aflore al exterior? Es necesario que intervenga un poder amante de la
razón que la rescate, le dé alojamiento y le ayude a vencer las resistencias: el poderoso o déspota ilustrado
que proteja las artes y las ciencias; que barra las supersticiones y los fanatismos para que toda la humanidad,
y no unos pocos elegidos, participe de la razón. El resultado de la vida racional será la bondad, término y
objetivo final de toda filosofía. La filosofía de Voltaire y su visión de la historia no son tanto una doctrina,
cuanto una forma y norma de vida orientada a construir el reino de la bondad y de la virtud. Un reino que no
se encuentra en la pura y simple naturaleza (Rousseau), ni tampoco en el progreso de la historia (como en los
demás ilustrados) sino en ambos: en una naturaleza y en una historia purificadas de la ignorancia. Esta es la
tarea la filosofía como ciencia de salvación, en último término, por vía racional.

271
Una idea generalizada en las reflexiones de los ilustrados sobre la historia es la del progreso; una idea ligada
a la confianza en la victoria de la razón sobre la ignorancia, pues la razón, por su carga crítica, es por sí sola
capaz de realizar un mundo mejor. No es un optimismo superficial; los ilustrados no minusvaloraban los
obstáculos que, procedentes de costumbres y tradiciones diversas, pueden retardar, y tal vez impedir, el libre
ejercicio de la razón; pero, de igual modo, estaban firmemente convencidos de que el uso crítico de la razón
contribuiría a una cualificación y mejora gradual y constante de la suerte de la humanidad.

Voltaire, y los ilustrados en general, proponen una visión dinámica de la historia, pero sólo en el contexto de
la oposición razón-ignorancia, olvidando algunos componentes esenciales del devenir histórico. De este
modo, no prestan mucha atención a los medios que permitan la victoria de la razón (una confirmación de esto
es su apoyo al despotismo ilustrado) y se asienta el peligroso presupuesto de que, una vez liberado el hombre
de la ignorancia, la razón ha cumplido su función y queda ya exonerada de un compromiso crítico ulterior.

Los temas principales que emergen de la consideración de la historia son la tolerancia, igualdad y libertad:
derechos del hombre socialmente ejercidos y políticamente administrados. Lo cual nos lleva de la mano a la
consideración del derecho y de la política.

La Ilustración pretende una nueva estructuración de la existencia, pero esto mismo la lleva a volver
siempre a los problemas filosóficos radicales; uno de ellos es el del fundamento del derecho.

Para sustraer el derecho a la utilización de los fuertes y al relativismo de los sofistas, Platón estudió la
naturaleza o eidos de "lo justo" en sí, que emana de la pura idea del bien, que precede a todas las demás por
su fuerza y por su edad. Esta concepción está en la raíz de la cultura occidental, integrada en el concepto
judeo-cristiano de Creación. Santo Tomás ve en ella la disposición de un orden racional, universal y
objetivo, que es la ley eterna, ley divina que, conocida por el hombre, ordena sus derechos y deberes, lo que
constituye la ley natural, fundamento de una moralidad natural y de un conocimiento natural del derecho que
la razón ha conservado aun después de su caída original. Tras el voluntarismo ockamista, el concepto de ley
pasa a depender de la voluntad, divina y humana. Para evitar la contingencia y arbitrariedad que esto
introduce en el campo de la moral y del derecho, Suárez fundamenta próximamente la ley en la naturaleza
racional del hombre; últimamente, en Dios, no Legislador, sino Creador de la misma naturaleza racional.
(Cfr. I, 30, pp. 71-74). En el siglo XVII, el modelo de racionalidad es el orden lógico que construye la razón
pura. Hugo Grocio enlaza el problema del derecho con el de la matemática, porque lo que ésta nos enseña
sobre la naturaleza de los números y sus relaciones, implica una verdad universal y necesaria, que trasciende
el mundo de lo empírico. De igual manera, Grocio traslada el derecho, del terreno de lo fáctico al mundo
ideal de las definiciones y de las demostraciones rigurosamente lógicas. Así pretende garantizar la
radicalidad e independencia del derecho, tanto de la voluntad divina -irracional, arbitraria e inaccesible
(Calvino y su dogma fundamental de la predestinación)- como de la voluntad humana de quien detenta el
poder estatal (Machiavelli y Hobbes). El iusnaturalismo moderno hace frente a la omnipotencia de Dios y a
la omnipotencia del estado, el dios mortal o Leviatán. Y en esto se apoya Grocio para afirmar que los
principios del derecho natural conservarían su validez aun en la hipótesis de que Dios no existiera o no se
ocupara de los asuntos humanos (De iure belli ac pacis, Prolegomena, sec. XI).

El siglo XVIII, la naturaleza es también el fundamento del orden físico y del orden jurídico-moral.
MONTESQUIEU comienza El espíritu de las leyes definiendo el concepto de ley en la más amplia
acepción del término:

"El conjunto de relaciones necesarias que se derivan de la naturaleza de las cosas. En este sentido,
todos los seres tienen sus leyes: los tiene la divinidad, el mundo material, las inteligencias superiores al
hombre, los animales y el hombre mismo" (El espíritu de las leyes, I parte, Libro I, c. 1).

La dificultad de la definición recae en el significado de la palabra naturaleza. Y nuestro autor entiende por
naturaleza las condiciones inherentes a algo sin las cuales este algo perdería su entidad. Esta idea genérica de
naturaleza es muy antigua y coincide con lo que suele significar la vieja expresión latina natura rerum. Los
cuerpos tienen leyes que corresponden a su naturaleza. Los seres animados, además de las leyes que les
corresponden como cuerpos, las propias de la vida en sus distintos niveles y según sus características
específicas. Los seres humanos, en cuanto vivientes dotados de inteligencia, poseen sus propias leyes. Son
éstas propiamente las que llamamos leyes naturales, según Montesquieu y, para percibirlas con mayor
claridad es conveniente considerar al ser humano antes de constituirse en sociedad, es decir, en estado
natural. Montesquieu recurre a los inevitables antecesores: Hobbes, Grocio, Pufendorf, Locke, Gravina, etc.
aparecen tácita o explícitamente. Pero Montesquieu introduce en la brevísima síntesis que hace al comienzo

272
del Espíritu de las leyes, algunas leyes propias de la naturaleza humana que le dejan expedito el camino para
su intento de una antropología social que fundamente y explique las leyes que regulan las sociedades
humanas y sus diferencias: "el placer que un animal siente al estar en contacto con un animal de su
especie", "la invocación natural que todos los hombres hacen cada día los unos a los otros", "el deseo de
saber cada vez más", "el deseo de vivir en sociedad" (Ib. c. II).

Estas leyes, y el derecho en general, tienen una estructura objetiva, son inmutables y universales, como las
matemáticas tienen las suyas, y ningún arbitrio puede cambiarlas. Por eso, tendríamos que amar la justicia
aún en el caso de que Dios no existiera, afirma Montesquieu, coincidiendo en esto con Grocio.

"Los seres particulares inteligentes pueden tener leyes hechas por ellos mismos, pero tienen también
otras que no hicieron. Antes de que hubiera seres inteligentes, éstos eran ya posibles; así pues, tenían
relaciones posibles y, por consiguiente, leyes posibles. Antes de que se hubieran dado leyes había
relaciones de justicia posibles. Decir que sólo lo que ordenan o prohiben las leyes positivas es justo o
injusto, es tanto como decir que antes de que se trazara círculo alguno no eran iguales todos sus radios.
Hay que reconocer, por tanto, la existencia de relaciones de equidad anteriores a la ley positiva que
las establece" (Ib. c. 1).

En este apriorismo del derecho, en la exigencia de que existe una naturaleza dotada de leyes y normas
objetivas, universales y necesarias, se mantiene en sus comienzos la filosofía ilustrada firmemente. Pero, al
mismo tiempo, se tiene en cuenta el valor de la experiencia. Y la experiencia dice que el hombre
continuamente quebranta la legalidad natural -rompe con Dios, consigo mismo y con los demás- y requiere,
por eso, que la ley positiva - religiosa, moral, política - lo encauce en la senda de sus deberes para con Dios,
para consigo mismo y para con los otros:

"El mundo inteligente no está tan bien gobernado como el mundo físico, pues aunque aquél tiene
igualmente leyes que por naturaleza son invariables, , no las observa siempre, como el mundo físico
guarda las suyas... El hombre, en cuanto ser físico, está gobernado por leyes invariables, como los demás
cuerpos. En cuanto ser inteligente, quebranta sin cesar las leyes fijadas por Dios y cambia las que él
mismo establece... Como todas las inteligencias finitas, está sujeto a la ignorancia y al error, pudiendo
llegar incluso a perder sus débiles conocimientos; como criatura sensible, está sujeto a mil pasiones. Un
ser semejante podría olvidarse a cada instante de su Creador, pero Dios le llama a Sí por medio de las
leyes de la religión; de igual forma podría a cada instante olvidarse de sí mismo, pero los filósofos se lo
impiden por medio de las leyes de la moral; nacido para vivir en sociedad, podría olvidarse de los
demás, pero los legisladores le hacen volver a la senda de sus deberes por medio de las leyes políticas y
civiles" (El espíritu de las leyes, Libro I, cap. I).

Las leyes positivas son las que adaptan las leyes naturales o más generales a los usos, costumbres y
circunstancias. De aquí que sea necesario un análisis minucioso de éstas para poder elegir la mejores leyes y
regular de manera más conforme con la naturaleza y las necesidades de los hombres las leyes a las que
obedecen. Para cumplir con este análisis minucioso es necesaria una gran experiencia y un cúmulo inmenso
de lecturas, que se refieran a hechos de distintas clases que no han podido ser observados por el autor. Sobre
estos supuestos se puede construir un gran edificio cuyo fundamento, como en cualquier antropología, serían
las costumbres. Montesquieu dice o sugiere con frecuencia, pero de un modo explícito en el capítulo 2 del
Libro XIX, que las leyes deben responder a las costumbres y a los usos, a las circunstancias, climas,
idiosincrasia de los pueblos...:

"Sólo algunas instituciones singulares confunden cosas naturalmente separadas, como son las leyes, las
costumbres y los usos; pero, aunque estén separadas, no dejan de guardar entre sí grandes relaciones.
Preguntaron a Solón si las leyes que había dado a los atenienses eran las mejores, a lo que respondió: 'Yo
les he dado las mejores que podían soportar'. Hermosas palabras que deberían oír todos los legisladores.
Cuando la sabiduría divina dijo al pueblo judío: 'Os he dado preceptos que no son buenos', quería decir
que sólo eran buenos relativamente, lo cual es la esponja que borra todas las dificultades que se puedan
poner a propósito de las leyes de Moisés" (El espíritu de las leyes, L. XIX, cap. 21). "... Es necesario no
separar las leyes de las circunstancias en que se hicieron" (Ib. L. XXIX, c. 14).

Montesquieu, "que no pretende ser teólogo, sino escritor político", atiende, sobre todo, a los diversos
ámbitos del derecho; y distingue tres: derecho de gentes -"que rige las relaciones de los diversos pueblos
entre sí"-, el derecho político -"que rige las relaciones entre los gobernantes y los gobernados" en la
sociedad, y el derecho civil -"que regula las relaciones existentes entre todos los ciudadanos" (L. I, cap. 3).

273
¿Quién es el administrador del derecho y de la ley? En la Edad Media existía un pluralismo de poderes:
la monarquía naciente, los señores feudales, los gremios y corporaciones, la Iglesia, el Imperio; todos
producían normas, administraban justicia y compartían las prerrogativas del poder. En la modernidad, por el
contrario, se impone un poder -las monarquías emergentes- e intentan extender su monopolio político al
monopolio jurídico. ¿Cómo? Identificando la ley con el derecho, atribuyendo al poder real la capacidad
legislativa. Juan Bodino, a finales del siglo XVI introduce el concepto de soberanía, definida en Seis libros
de la República (1576) como "poder supremo sobre los ciudadanos y los súbditos, por encima de las leyes".
Es la idea de la supremacía del poder, no sometido al derecho en la teoría del Estado Absoluto. Y entre las
funciones del soberano aparecerá, en primer lugar, la de producir las leyes. Se identifica así el derecho con la
ley: es el Rey quien hace la ley. Poco a poco, esa visión de la ley como expresión del soberano absoluto se
irá erosionando por los iusnaturalistas racionalistas, que desmitifican el carácter divino del poder soberano y
que luego lo hacen depender del consentimiento de los súbditos. Hasta que, en la Ilustración, de manera
abierta, como consecuencia del contractualismo, se vincula el poder con la idea de consentimiento y de
representación, y se pueda empezar a hablar de que es la Ley la que hace al Rey, lo que supone el paso del
Estado Absoluto al Estado Liberal. En este contexto se sitúa El espíritu de las leyes de Montesquieu, una
teoría política que entiende la ley (positiva) como instrumento racional del que se sirve el Estado, (o como
Montesquieu suele decir, el Gobierno), para garantizar la libertad de todos los miembros del cuerpo social.
La ley es, efectivamente, el único camino de la libertad:

"La libertad consiste en hacer lo que las leyes permiten porque si se pudiera hacer lo que prohiben, todos
tendrían ese poder y ya no habría libertad" (Ib. L. XI, c. 3).

Pero la libertad es resultado de organizar bien el Estado. Antes de Montesquieu, la libertad era un principio.
Considerar la libertad como consecuencia de las leyes es la gran innovación de Montesquieu.

Tras asentar estos principios generales, Montesquieu pasa a trazar el cuadro de las formas de gobierno que
de hecho están establecidas, examinándolas en su génesis y comparándolas entre sí; describe, además, las
causas concomitantes que favorecen más la formación de un gobierno que de otro, y las encuentra en el
clima, en la situación geográfica, en la religión. En el Libro II perfila los tres tipos fundamentales de
gobierno (el republicano, asentado en la virtud de los ciudadanos, que poseen la soberanía y la capacidad de
legislar -todos, democracia, o una parte, la nobleza, aristocracia-; el monárquico, apoyado en el honor de
uno solo que gobierna con arreglo a leyes fijas y establecidas; y el tiránico, sustentado en el temor al único
que gobierno sin ley y sin norma, y lleva todo según su voluntad y capricho). Montesquieu decanta su
simpatía por la monarquía constitucional, pues le parece garantiza mejor el orden y la paz que favorecen el
mantenimiento de la igualdad:

"La democracia y la aristocracia no son Estados libres por su naturaleza. La libertad política no se
encuentra más que en los estados moderados; ahora bien, no siempre aparece en ello, sino sólo cuando
no se abusa del poder. Per es una experiencia eterna, que todo hombre que tiene poder siente la
inclinación de abusar de él, yendo hasta donde encuentre límites. ¡Quién lo diría! La misma virtud
necesita límites" (Ib. L. XI c. 4).

¿Cómo impedir el abuso del poder? En el período histórico en que Montesquieu vivió predominaba la idea
de que las fuerzas contrarias se neutralizan. Intenta, entonces, mantener el equilibro como fuerza de
autoconservación. El equilibrio evita el exceso, el exceso equivale a corrupción. La idea de la moderación
debe ser la que presida la mente del legislador. Y el modelo de equilibrio político es la división de los
poderes principales del Estado -legislativo, ejecutivo y judicial- tomando como ejemplo el funcionamiento
del Gobierno en Inglaterra.

"Para que no se pueda abusar del poder es preciso que se dispongan las cosas de manera que el poder
frene al poder"( Ib. XI, 4).

"Hay en cada Estado tres clases de poderes: el poder legislativo, el poder ejecutivo de los asuntos que
dependen del derecho de gentes y el poder ejecutivo de los que dependen del derecho civil. Por el poder
legislativo, el príncipe, o el magistrado, promulga leyes... Por el segundo poder, dispone de la guerra y
de la paz, envía o recibe embajadores, establece la seguridad, previene las invasiones. Por el tercero,
castiga los delitos y juzga las diferencias entre particulares. Llamaremos a este poder judicial, y al otro,
simplemente poder ejecutivo del Estado" (Ib. L. XI, 6).

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No está garantizada la libertad en un Estado, dice Montesquieu, en el que el poder legislativo y el ejecutivo
se concentran en la misma persona, como sucede en el absolutismo de los Estuardo en Inglaterra y en el de
Luis XIV en Francia. Por su parte, el poder judicial, cuya función es la de hacer respetar las leyes que otros
han establecido, debe ser atentamente regulado para evitar la intromisión del poder judicial en el ejecutivo, y
viceversa.

La teoría política de la división de poderes es una conquista definitiva e irrenunciable en la historia de la


libertad humana. Pero el propio Montesquieu no desconoce la vocación expansiva de cualquier tipo de
poder; de aquí su intención de definir el poder judicial en sus verdaderos términos. Para Montesquieu, el
poder judicial, como salvaguardia y garantía de la libertad, es el más significativo e importante de todos los
poderes del Estado. No en vano terminaría convirtiéndolo en la clave de bóveda del majestuoso edificio de
la democracia constitucional moderna. Sin embargo, reconoce su debilidad estructural frente al poder
legislativo y al poder ejecutivo, hasta el punto de definirlo como un poder "en cierta medida nulo" (L. XI, c.
6).

Ante la imposibilidad manifiesta de establecer un adecuado y recíproco control de unos poderes por otros, en
el que el poder judicial entraría en juego debilitado, inerme y en clara desventaja,, y en contraposición a la
solución ofrecida por Locke (que en su particular sistema de check and balences eliminó a la judicatura
como poder del Estado, colocando en su lugar un exótico poder federativo) acometió Montesquieu la
encomiable y meritoria empresa de buscar un soporte real para la Magistratura que, ennobleciendo su
función, y liberándola de su condición marginal de poder "en cierta medida nulo", permitiera incluirla con
pleno fundamento como pieza medular de la división de poderes.

Con la penetrante mirada del genio, y desde el realismo que le otorgaba su conocimiento de la historia,
comenzaría distinguiendo entre la facultad de instituir, que es la propia del poder legislativo y la del
ejecutivo, y la facultad de impedir, que es la que corresponde al poder judicial, y en la que éste tiene que
basar su fortaleza. Consciente, no obstante, de que, en las posibles confrontaciones entre poderes, el poder
judicial resultaría siempre más endeble y vulnerable, apeló entonces a la vieja distinción romana entre la
potestas y la auctoritas, , para acabar concluyendo que, sólo garantizando su auctoritas, la judicatura sería
capaz de ejercer su potestas y de contraponer con eficacia su facultad de impedir a las agresiones y
asechanzas derivadas de los otros poderes del Estado.

De lo que se trataba, por lo tanto, para Montesquieu, era de descubrir y propiciar los mecanismos que,
engrandeciendo la auctoritas, sin la que el poder judicial no puede subsistir con eficacia y dignidad,
eliminaran al propio tiempo los inconvenientes y dificultades que pudieran deteriorarla. ¿Cómo salvar la
auctoritas de la judicatura? Proclamando la doble definición del juez: como "la simple boca de la ley", y
como titular de un poder que "debe hacerse invisible". Cuando el juez, rechazando cualquier tipo de
protagonismo, se condena a sí mismo a la discreción y al silencio, transmutándose en un poder oculto, es
cuando, según Montesquieu, se empiezan a establecer las condiciones para que se genere el prodigio de que
"se tema y se respete a la Justicia, y no se sienta miedo ni desprecio hacia los magistrados" (ib.). (No puede
uno dejar de advertir lo lejos que quedan del modelo de juez invisible pergeñado por Montesquieu las
conductas protagonizadas por muchos magistrados en las democracias del presente. Apoyados en las viejas
tesis de la Escuela Libre del Derecho, de la Jurisprudencia de intereses, del realismo sociológico, o de ese
último y singular adefesio doctrinal que se llamó el uso alternativo del derecho, no son pocos los jueces
que, haciendo suyo impropiamente el aforismo del derecho sajón -the judge made law-, invierten la
fórmula clásica de Montesquieu: ya no es el juez la boca de la ley, sino que es la ley la que sale de la boca de
los jueces. Si a esto añadimos el activismo, protagonismo y exhibicionismo mediático de ciertos jueces, y la
sustitución disparatada de la argumentación jurídica por la argumentación política, no es extraño que
continuamente tengamos que experimentar la verdad de aquella sentencia memorable de Guizot cuando, en
momentos difíciles para la Justicia en Francia, advirtió hace ya más de un siglo "cuando se politiza la
justicia y se judicializa la política, la política no tiene nada que ganar mientras que la justicia tiene todo
que perder").

VOLTAIRE y DIDEROT piensan como Grocio y Montesquieu acerca de la universalidad de la ley y sobre
la igualdad ante ella. Pero sus posiciones gnoseológicas les plantean una dificultad: ¿cómo concordar la
universalidad y necesidad de las leyes naturales con la afirmación de que todas las ideas proceden de los
sentidos? ¿Pueden tener más amplitud que las particulares experiencias sensibles en que se apoyan? Voltaire
advierte la contradicción, pero, en definitiva, prevalece el racionalista ético, el entusiasta del derecho natural
y de una moral universal. El hombre encuentra esos básicos principios en una determinada etapa de
desarrollo, pero el contenido ya anidaba en su conciencia.

275
"No hay más que una moral, señor La Beau, como no hay más que una geometría. Pero se me dirá: la
mayor parte de los hombres ignora la geometría. Sí, pero, por poco interés que se ponga, todo el mundo
llega a un acuerdo. Los campesinos, los obreros, los artesanos, no han seguido cursos de moral..., pero
apenas se ponen a reflexionar, se convierten sin saberlo en discípulos de Cicerón: el tintorero indio, el
pastor tártaro y el marinero de Inglaterra conocen lo justo y lo injusto. Confucio no inventó un sistema
de moral, como se inventa un sistema de física. Lo descubrió en el corazón de todos los hombres...
La moral no está en la superstición, no está en las ceremonias, no tiene nada que ver con los dogmas.
Nunca nos cansaremos de repetir que todos los dogmas son distintos, y que la moral es la misma en
todos los hombres que hacen uso de su razón. La moral procede, pues, de Dios, como la luz" (Voltaire,
Diccionario filosófico, voz 'Moral').

"Meditando todas estas cosas, yo me complacía en pensar que existe una ley natural, independiente de
todos los convenios humanos: el fruto de mi trabajo debe ser para mí, debo honrar a mi padre y a mi
madre; no tengo ningún derecho sobre la vida de mi prójimo, como mi prójimo no tiene ningún derecho
sobre la mía, etc. ... A mi entender, la mayoría de los hombres ha recibido de la naturaleza el sentido
común suficiente para dictar leyes, pero no todo el mundo tiene la suficiente justicia como para dictar
buenas leyes.

Reunid a todos los sencillos y pacíficos agricultores de un extremo a otro de la tierra: todos se pondrán
fácilmente de acuerdo en que debe permitirse vender a sus vecinos el excedente de su trigo, y que la ley
contraria es inhumana y absurda; que las monedas que sustituyen a los productos naturales no deben ser
cambiadas, como no se cambian los frutos de la tierra; que un padre de familia debe ser dueño y señor en
su casa; que la religión debe juntar a los hombres para reunirlos, y no para hacer de ellos fanáticos y
perseguidores; que los que trabajan no deben privarse del fruto de su trabajo a favor de la superstición y
de la holganza: en una hora dictarán treinta leyes de esta especie, todas útiles al género humano" (Ib.,
voz Ley).

En este último texto de Voltaire ya se advierte un cambio de significado en el concepto de naturaleza que es
constante en Diderot: el centro de gravedad se desplaza del apriorismo al empirismo, de la razón a la
pura experiencia. La ley de la razón que une y rige a los hombres no es un principio abstracto, sino una
realidad tan concreta como la uniformidad de sus inclinaciones, de sus impulsos, de sus necesidades e
intereses sensibles. La moral que de aquí salga no rebasará los espacios del utilitarismo y del pragmatismo.

Sobre este fundamento que hemos visto asentarse a lo largo de la Ilustración se levantó la doctrina de los
derechos del hombre y del ciudadano tal como se desarrolla en el siglo XVIII. La filosofía francesa no ha
inventado la idea de derechos naturales inalienables; pero los ha introducido en la vida pública dotados del
vigor explosivo que reveló en los días de la Revolución al reclamar para los hombres el libre ejercicio de sus
derechos fundamentales en perfecta igualdad y con la máxima amplitud.

Pero hay que poner de relieve que, en el fuero estrictamente político, la igualdad y la tolerancia que los
ilustrados demandaban no comportan igualdad social o política. El soberano es objeto de crítica como
hombre, no en cuanto soberano; con tal de que respete los principios del derecho natural, no importa si
ejerce el poder como monarca absoluto, pero "ilustrado". Voltaire fue consejero de Federico II, Diderot, de
Catalina de Rusia; la Ilustración en general contribuyó a la difusión del despotismo ilustrado, sostuvo
determinadamente la monarquía como forma de gobierno. Todo hombre es igual a otro, pero su igualdad
natural no comporta paridad entre los ciudadanos:

"Como la naturaleza es la misma en todos los hombres, es claro que, según el derecho natural, cada uno
debe estimar y tratar a los otros como a seres que la naturaleza ha hecho iguales, es decir, hombres
exactamente como él... Pero no se me malinterprete suponiendo que por espíritu fanático yo apruebe para
un estado la quimera de una absoluta igualdad, que ni en una república ideal podría realizarse; yo hablo
aquí sólo de igualdad natural entre los hombres; conozco demasiado bien la necesidad de que existan
diferentes condiciones de grados, de honores, de distinciones, de prerrogativas, de subordinaciones que
deben reinar en todas las formas sociales, y añado, además, que no existe incompatibilidad entre estas
diferencias y la igualdad natural o moral" (Enciclopedia, art. Igualdad natural).

Sólo Rousseau, entre los ilustrados, someterá a crítica este concepto de igualdad, que resulta puramente
formal, y sabrá vincular, en la descripción del mundo social, al hombre y al ciudadano.

276
El mismo concepto de tolerancia acusa sus límites históricos y políticos cuando se asocia a la idea de
emulación y a la de libertad de intercambio y de libre concurrencia. Es significativo que Voltaire, para
elogiar la tolerancia religiosa existente en el Estado inglés, se sirva, entre otros, de un ejemplo traído del
ejercicio económico:

"Entrad en la Bolsa de Londres, este lugar mucho más respetable que tantas cortes; encontraréis allí
reunidos a representantes de todas las naciones que buscan la utilidad de los hombres. El hebreo, el
mahometano y el cristiano se tratarán como si pertenecieran a la misma religión, y sólo califican de
infieles a los que hacen bancarrota. El presbiteriano se fía del anabaptista, y el anglicano acepta la
promesa del cuáquero" (Cartas filosóficas).

En realidad, la libertad e la igualdad únicamente se le reconocen a los que saben usar bien de la razón; si "por
naturaleza" algunos hombres son ineptos, es justo que en la vida civil estén sometidos a otros. El "pueblo" (el
conjunto de los que no son propietarios) es incapaz de gobernarse a sí mismo: se le respeta como hombre,
pero se le manda:

"El género humano, tal como es, no puede subsistir a menos que haya una infinidad de hombres útiles
que no posean absolutamente nada; pues, ciertamente, un hombre que viva con desahogo, no abandonará
su tierra para ir a labrar la vuestra, y, si necesitáis un par de zapatos, no será un 'maître de requêtes' (un
relator en los tribunales superiores) quien os los haga. La igualdad es, pues, la cosa más natural y, al
mismo tiempo, la más quimérica... Cada hombre, en el fondo de su corazón, tiene derecho a creerse
exactamente igual a los demás hombres; de esto no puede deducirse que el cocinero de un cardenal deba
ordenar a su amo que le prepare la comida; pero el cocinero puede decir: Soy hombre como mi amo;
nací, como él, llorando; morirá como yo, con las mismas angustias y las mismas ceremonias. Ambos
hacemos las mismas funciones animales..." (Voltaire, Dic. Fil. voz Igualdad).

"El espíritu de la democracia se corrompe, no sólo cuando se pierde el sentido de la igualdad, sino
también cuando se adquiere el sentido de igualdad extremada, y cuando cada uno quiere ser igual que
aquéllos a quienes escogió para gobernar. A partir del momento en que esto ocurre,... el pueblo querrá
hacerlo todo por sí mismo, ... no se tienen consideraciones para con los senadores ni para con los
ancianos, ... tampoco se respetará a los padres,, no se tendrá deferencia para con los maridos, ni sumisión
para con los amos... El peso del mando fatigará, como el de la obediencia, Las mujeres, los niños, los
esclavos no tendrán sumisión ante nadie.

... El verdadero espíritu de igualdad está tan lejos del espíritu de igualdad extrema, como el cielo lo está
de la tierra. El primero no consiste en disponer las cosas de modo que todos manden, o que nadie sea
mandado, sino en obedecer y mandar a sus iguales. No se trata de no tener un dueño, sino de tener por
dueños sólo a los iguales... La diferencia entre la democracia sometida a normas y la que no lo está, es
que, en la primera, todos son iguales en cuanto ciudadanos, y en la otra lo son también en cuanto
magistrados, senadores, jueces, padres, maridos o amos" (Montesquieu, Espíritu de las leyes, I, L. VIII,
cc. 2 y 3).

Al pueblo se le considera incapaz de tomar decisiones ejecutivas; su interés por la comunidad civil sólo se ve
en términos de saqueo y de perturbación: "se interesa por el dinero, no por los asuntos públicos" (Ib. I, L. II,
c. 2).. La razón, en suma, nos hace a todos libres, "pero a algunos más que a otros": "es la propiedad la que
hace al ciudadano".

Aparte, no obstante, los límites que muestran estas reflexiones sobre la política, no se puede olvidar que
ideas como igualdad, tolerancia y libertad llegaron a ser patrimonio común de una cultura y de un país, por
mérito, precisamente, de los ilustrados. El salto cualitativo que esas ideas promovieron en la conciencia civil
de los franceses -por la percepción de los propios derechos como hombre y como ciudadano- hizo posible la
transformación del Antiguo Régimen y el nacimiento de la modernidad socio-política basada en la defensa y
promoción de la libertad humana. Esa conciencia cristalizó en un texto que es una piedra miliar en el
desarrollo del hombre moderno:

"Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano

decretada por la Asamblea Nacional en las sesiones de los días 20, 21, 22, 23, 24 y 26 de agosto de
1789. Firmada por el Rey, el 5 de octubre de 1789.

277
Preámbulo

Los representantes del Pueblo Francés, constituidos en Asamblea Nacional, considerando que la
ignorancia, el olvido o el desprecio de los Derechos del Hombre son las únicas causas de las
desgracias públicas y de la corrupción de los gobiernos, han resuelto exponer en una declaración
solemne los derechos naturales, inalienables y sagrados del hombre, a fin de que esta
Declaración, presente constantemente a todos los miembros del cuerpo social, les recuerde sin cesar
sus derechos y sus deberes; a fin de que los actos del Poder Legislativo y los del Poder Ejecutivo,
pudiendo ser en cada instante comparados con la finalidad de toda institución política, sean más
respetados; a fin de que las reclamaciones de los ciudadanos, fundadas en adelante en principios
simples e indiscutibles, contribuyan siempre al mantenimiento de la Constitución y a la felicidad de
todos.

En consecuencia, la Asamblea Nacional reconoce y declara, en presencia y bajo los auspicios del Ser
Supremo, los siguientes Derechos del Hombre y del Ciudadano:

Art. 1º.- Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos; las distinciones sociales
no pueden basarse más que en la utilidad común.

2º.- La finalidad de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e


imprescriptibles del hombre; estos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la
resistencia a la opresión.

3º.- El principio de toda soberanía reside esencialmente en la nación; ningún cuerpo, ningún
individuo pueden ejercer una autoridad que no emane de ella expresamente.

(Sesión del jueves 20 de agosto de 1789)

4º.- La libertad consiste en poder hacer todo lo que no perjudica a otro ... no tiene otro límite que los
que garantizan a los demás miembros de la sociedad el goce de esos mismos derechos; estos límites
sólo pueden ser determinados por la ley.

5º.- La ley no tiene derecho a prohibir sino las acciones perjudiciales para la sociedad. No puede
impedirse nada que no esté prohibido por la ley, y nadie puede ser obligado a hacer lo que la ley no
ordena.

6º.- La ley es la expresión de la voluntad general; todos los ciudadanos tienen derecho a contribuir
personalmente o a través de sus representantes a su formación; la ley debe ser la misma para todos,
así cuando protege como cuando castiga. Todos los ciudadanos, siendo iguales a sus ojos, son
igualmente admisibles a todas las dignidades, puestos y empleos públicos, según su capacidad y sin
otras distinciones que las de sus virtudes y sus talentos.

Sesión del viernes 21 de agosto)

7º.- Ningún hombre puede ser acusado, encarcelado ni detenido, sino en los casos determinados por
la ley y según las formas por ella prescritas. Los que solicitan, dictan, ejecutan o hacen ejecutar
órdenes arbitrarias, deben ser castigados; pero todo ciudadano llamado o detenido en virtud de la ley
debe obedecer al instante; la resistencia le hace culpable.

8º.- La ley no debe establecer sino penas estricta y evidentemente necesarias, y nadie puede ser
castigado sino en virtud de una ley establecida y promulgada anteriormente al delito y legalmente
aplicada.

9º.- Todo hombre se presume inocente mientras no haya sido declarado culpable: por ello, si se
juzga indispensable detenerlo, todo rigor que no fuera necesario para custodiar su persona debe ser
severamente reprimido por la ley.

(Sesión del sábado 22 de agosto)

278
10º.- Nadie debe ser inquietado por sus opiniones, ni siquiera religiosas, siempre que su
manifestación no altere el orden público establecido por la ley

(Sesión del domingo 23 de agosto)

11º.- La libre comunicación de los pensamientos y de las opiniones es uno de los derechos más
preciosos del hombre. Todo ciudadano puede, pues, hablar, escribir, imprimir libremente, a reserva
de responder del abuso de esta libertad, en los casos determinados por la ley.

12º.- La garantía de los derechos del hombre y del ciudadano hace necesaria una fuerza pública:
esta fuerza se instituye, pues, en beneficio de todos, y no para la utilidad particular de aquellos a
quienes les es confiada.

13º.- Para el mantenimiento de la fuerza pública y para los gastos de la administración, es


indispensable una contribución común: ésta debe ser repartida por igual entre todos los ciudadanos,
en atención a sus facultades.

(Sesión del lunes 24 de agosto)

14º.- Los ciudadanos tienen derecho a comprobar por sí mismos o por sus representantes la
necesidad de la contribución pública, a consentir en ella libremente, a seguir su empleo y a
determinar su cuota, su base, su recaudación y su duración.

15º.- La Sociedad tiene el deber de pedir cuentas a todo funcionario público de su administración.

16º.- Toda Sociedad en la que no está asegurada la garantía de los derechos ni determinada la
separación de los poderes no tiene constitución.

17º.- Siendo la propiedad un derecho inviolable y sagrado, nadie puede ser privado de él, salvo
cuando lo exija, evidentemente, la necesidad pública, legalmente comprobada, a la condición de una
indemnización justa y previa.

(Sesión del miércoles 26 de agosto)

5. La religión y la moral

Uno de los campos en los que la crítica de la razón ilustrada se hizo valer de modo particular es el rechazo de
las religiones positivas, y del cristianismo concretamente, por considerarlas origen de los errores y de la
superstición, causa de la ignorancia con que el poder religioso ha querido embridar el desarrollo de una razón
libre. Esta crítica envuelve dos aspectos: la asunción del deísmo, como reivindicación de una religión
natural y la consiguiente identificación de la religión con la moral.

Fuera de los materialistas, o el último Diderot, que se profesan ateos, el deísmo es compartido por la mayor
parte de los ilustrados. Consiste, como ya apuntamos en el capítulo precedente, en la afirmación de la
existencia de un Dios al que se tiene acceso mediante una argumentación puramente científico-racional, y
cuya función se reduce a una explicación física del origen y de la estructura del universo. El mundo es una
máquina regulada según leyes necesarias e inteligentes: debe, pues, haber tenido comienzo en el impulso de
un "geómetra eterno", causa eficiente, pero, según algunos, no final. Reaparece aquí, en disfraz newtoniano,
el Dios de Descartes, garante de las verdades geométricas, al que se niega, en cambio, toda posible relación
personal con los humanos.

"Cuando advierto el orden, la prodigiosa habilidad, de las leyes mecánicas y geométricas que gobiernan
el universo, de la innumerable cadena de medios-fines, resulto presa de la admiración y del respeto... Por
eso admito esta inteligencia suprema, y no temo que puedan hacerme cambiar de opinión... ¿Cómo ha
podido Platón tener la genialidad tan elevada y un instinto tan seguro de llamar a Dios el eterno
geómetra, y para afirmar la existencia de una inteligencia ordenadora? ...Pero, ¿dónde está el eterno
geómetra? ¿En un lugar o en todas partes, sin ocupar un espacio? De esto no sé nada." (Voltaire,
Cuestiones sobre la Enciclopedia, art. Ateo).

279
"El ateísmo es un monstruo muy pernicioso en los que gobiernan; lo es también en las personas de
gabinete, a pesar de que su vida sea inocente, puesto que desde su gabinete pueden escalar los puestos
más encumbrados; si no es tan funesto como el fanatismo, casi siempre es fatal para la virtud. Añadamos
sobre todo que hoy hay menos ateos que nunca, desde que los filósofos han reconocido que no hay
ningún ser vegetante sin germen, ni ningún germen sin un fin, etc. y que el trigo no procede de la
podredumbre.

Ha habido geómetras no filósofos que han rechazado las causas finales, pero los verdaderos filósofos las
admiten; y, como ha dicho un autor conocido, un catecismo anuncia a Dios a los niños, y Newton lo
demuestra a los sabios" (Voltaire, Diccionario filosófico, voz Ateo, Ateísmo).

Este Dios es compatible con la absoluta autonomía del hombre y con su capacidad de progreso indefinido,
pues no interviene en la historia, no juzga ni condena, no revela al hombre ningún Pecado Original, sino que,
tras haber impulsado en la creación el movimiento del cosmos, lo deja ir como va, confiado a sí mismo y a
sus propias fuerzas, "dejado de la mano de Dios".

La religión revelada debe, entonces, pasar por el cedazo de la razón científica; los textos sagrados, leídos y
estudiados con atención y rigor críticos; así se esclarecerá cuanto en ellos hay que sea compatible con una
explicación científico-racional. La religión revelada, por el componente de misterio y de trascendencia que
le son inherentes, sufría, así, la descalificación de algunos ilustrados como contraria a la razón.

En síntesis, el deísmo es un resumen práctico, para las elites ilustradas, de los elementos más esenciales de la
filosofía del siglo XVII: la ciencia, el mecanicismo y el racionalismo. El Cosmos es un sistema racional
cerrado en el que el hombre encuentra su autonomía; las cosas son lo que son y el humanismo deísta consiste
en esa autointegración racionalista en el curso autónomo de la realidad. El deísmo es una manera de no negar
a Dios, pero manteniéndolo alejado de un ámbito de realidad

que pertenece al conocimiento y dominio del hombre; éste, para ser tal, tiene que ser racionalmente él
mismo y realizar su experiencia de autonomía mundana. Por consiguiente, en el fondo, el deísmo no es sino
otro ensayo, modelado por las circunstancias filosóficas propias de los siglos XVII y XVIII, de la
espiritualidad renacentista de síntesis entre lo natural y lo religioso.

El Renacimiento, en efecto, buscó una religión afirmativa del mundo y del hombre. Encontraban a Dios en
la totalidad de sus manifestaciones; y, la más expresiva, es el hombre. Desde Nicolás de Cusa hasta Marsilio
Ficino, desde Erasmo y Tomás Moro se va afirmando este espíritu religioso humanista. Este humanismo
encontró en la Reforma protestante un enemigo irreconciliable: la idea del Pecado Original; Lutero y
Calvino hacen de él la médula de su sistema teológico y de su visión pesimista de la naturaleza humana. La
Ilustración del siglo XVIII vuelve a plantear las viejas cuestiones sobre la autarquía de la razón y la
autonomía de la voluntad moral; pero ahora se quieren libres de toda autoridad externa, de la Biblia y de la
Iglesia. La idea del Pecado Original es el enemigo común a combatir, y es el pensamiento francés el que
declara una guerra más virulenta. En el siglo anterior, Pascal había resaltado los límites de la razón, incapaz
de llegar por sí misma a cualquier certeza existencial, y necesitada, por tanto, de someterse a la fe. La
condición paradójica del hombre -situado entre dos infinitos, capaz de lo más sublime y de lo más abyecto,
grande y miserable- se resolvía en el misterio de la Caída. Voltaire quiere ahora defender la causa de la
humanidad contra el sublime misántropo. Pero consciente de la malicia humana, tiene que situar el
fundamento y origen del mal en otro lugar: en la ignorancia; y la esperanza de su regeneración, en el
pulimento que progresivamente vaya dándole la razón ilustrada. Rousseau coincidirá con Pascal en el
diagnóstico del hombre dañado. Pero discrepa de él en la etiología de la enfermedad: amor propio, egoísmo,
vanidad, afán de dominio, etc. no son lacras del hombre natural, sino del hombre artificial, del que la
sociedad ha ido poco a poco pervirtiendo. Si la culpa no es un pecado "de origen", sino un pecado social, la
liberación habrá que buscarla en este terreno. Ningún Dios la va a traer; el hombre tiene que salvarse a sí
mismo transformando la sociedad. La solución no es, pues, religiosa, sino política.

El deísmo ilustrado se traduce, así, en una religiosidad laica: La moral inferida de una "teología natural", a
la sola luz de la razón, de un pelagianismo integral, se contiene en estas básicas afirmaciones: existe un Ser
Supremo; le debemos reverencia; la mejor reverencia es la virtud, no el culto ritual; el hombre debe
arrepentirse de sus pecados; de la bondad y justicia de Dios deben esperarse la recompensa y castigo en esta
y en la otra vida. Como se ve, una filosofía precrítica trata de procurar un sucedáneo de la auténtica actitud
religiosa con el fin de que, en el orden práctico, las cosas puedan seguir más o menos lo mismo. La religión
se transforma en una moral natural cuyos principios basilares, reconocidos como iguales para todos los

280
hombres, no son sino los conceptos tradicionales del cristianismo, pero en versión secular (el amor recíproco,
la justicia, el respeto, la tolerancia, etc.).

"Por religión natural deben entenderse los principios morales comunes a todo el género humano"
(Voltaire).

¿Qué es virtud? Hacer el bien al prójimo... Yo soy indigente, tú eres generoso; estoy en peligro, tú me
socorres; me engañan, tú me dices la verdad; me olvidan, tú me consuelas; soy ignorante, tú me
instruyes. Así, no tendré inconveniente en llamarte virtuoso. Pero, ¿qué será de las virtudes cardinales
y teologales? Algunas subsistirán en las escuelas.

¿Qué me importa que seas temperante? Este es un precepto de salud que observas; te encontrarás mejor,
y te felicito por ello. Tienes fe y esperanza, te felicito aún más: te procurarán la vida eterna. Tus virtudes
teologales son dones celestiales; tus cardinales son excelentes cualidades que sirven para guiarte en tu
proceder; pero no son virtudes en relación con el prójimo. El prudente se hace bien a sí mismo, el
virtuoso lo hace a los hombres. San Pablo tuvo razón al decirte que la caridad es más importante que la fe
y que la esperanza.

Pero, vamos a ver, ¿sólo admitiremos las virtudes que son útiles al prójimo? Pues, ¿cómo admitir
otras? Vivimos en sociedad, es decir, que para nosotros lo único verdaderamente bueno es lo que hace
bien a la sociedad... La virtud entre los hombres es un comercio de beneficios..." (Voltaire, Dic. fil.,
virtud).

"Los deberes que a todos nos obligan en relación con nuestros semejantes pertenecen esencial y
únicamente al dominio de la razón y, por tanto, son idénticos para todos los pueblos" (d'Alembert).

Estos "deberes naturales" son, como decimos, los principio éticos enucleados del cristianismo; se les
reconoce validez por su expresa racionalidad. El mayor peligro de la convivencia racional lo encuentran los
ilustrados en la intolerancia y en sus máximos exponentes: la superstición y el fanatismo. Lo mismo que el
obstáculo mayor para el saber no es la duda, sino el dogma, que impone una verdad y condena todas las
demás, la dificultad de la fe no radica en la incredulidad, sino en la superstición.

"Casi todo lo que va más allá de la adoración a un Ser Supremo y de la sumisión del corazón a sus
órdenes eternas, es superstición. Una muy peligrosa es el perdón de los crímenes vinculado a
determinadas ceremonias... Pensáis que Dios olvidará vuestro homicidio si os bañáis en un río, si
inmoláis una oveja negra, y si pronuncian sobre vosotros unas palabras... ¡Qué idea más infame imaginar
que un sacerdote de Isis y de Cibeles, tocando címbalos u castañuelas, os reconciliará con la Divinidad!...
No seáis tan imbéciles que creáis que granizará sobre vuestro huerto si habéis dejado de bailar la 'pírrica'
o la 'cordace'... Observad que los tiempos más supersticiosos siempre fueron los de los crímenes más
horribles.

... La superstición, nacida en el paganismo, adoptada por el judaísmo, inficiona a la Iglesia cristiana
desde los primeros tiempos... ¿Puede existir un pueblo libre de todo prejuicio supersticioso? Ello
equivale a preguntar: ¿Puede existir un pueblo de filósofos?

El fanatismo es a la superstición lo que el delirio es a la fiebre, lo que la rabia es a la cólera. El que tiene
éxtasis, visiones, el que toma sus ensueños por realidades, y sus fantasías por profecías, es un 'entusiasta';
el que sostiene su locura con el asesinato, es un fanático... El ejemplo de fanatismo más detestable es el
de los burgueses de París, que se precipitaron a asesinar, degollar, arrojar por las ventanas, descuartizar,
en la noche de san Bartolomé, a sus conciudadanos que no iban a misa... Una vez el fanatismo ha
gangrenado un cerebro, la enfermedad es casi incurable.... Para esta enfermedad epidémica no hay más
remedio que el espíritu filosófico, que, cada vez más difundido, suaviza por fin las costumbres de los
hombres y evita los accesos del mal... Las leyes y la religión no bastan contra la peste de las almas; la
religión, en vez de ser para ellas un alimento saludable, se convierte en veneno en los cerebros
inficionados.... Sólo ha habido una religión en el mundo que no haya sido profanada por el fanatismo, la
de los letrados de China. Las sectas de los filósofos no sólo estaban exentas de esta peste, sino que eran
su remedio: pues la filosofía tiene como efecto tranquilizar el alma, y el fanatismo es incompatible con la
tranquilidad. Si nuestra santa religión se ha visto corrompida tan a menudo por este furor infernal,
debemos hacer responsable de ello a la locura de los hombres" (Voltaire, Diccionario filosófico, voces
superstición, fanatismo).

281
Los ilustrados interpretaban las guerras de religión del siglo precedente como efectos del páthos religioso;
ahora, en lugar de que el hombre sea poseído y dominado por lo religioso como por una fuerza extraña, tiene
que regirse por el éthos moral o espíritu filosófico, que permitirá vivir hermanados a los hombres de diversa
religión. Dejemos obrar a la razón y nos librará de fanáticos y sectarios.

"La tolerancia es el patrimonio de la razón. Todos estamos llenos de flaquezas y de errores;


perdonémonos recíprocamente nuestras necedades, ésta es la primera ley de la naturaleza. En la bolsa de
Amsterdam, de Londres, de Surate, de Basora, el guebro, el baniano, el judío, el mahometano, el deícola
chino, el brahmín, el cristiano griego, el cristiano romano, el cristiano protestante, el cristiano cuáquero,
comercian juntos; no van a levantar el puñal unos sobre otros para ganar almas para su religión. ¿Por
qué, pues, nos estamos degollando, casi sin interrupción, desde el primer concilio de Nicea?... Insensatos,
que nunca habéis podido tributar un culto puro al Dios que os hizo, ... si tenéis dos religiones en vuestro
país, se degollarán una a la otra; si tenéis treinta, vivirán en paz.

Entre todas las religiones, la cristiana es, sin duda, la que debe inspirar más tolerancia, a pesar de que
hasta ahora los cristianos hayan sido los más intolerantes de todos los hombres... Cuando por fin algunos
cristianos abrazaron los dogmas de Platón y mezclaron un poco de filosofía a su religión, que separaron
de la judía, se hicieron insensiblemente más considerables, pero sin dejar de estar divididos en varias
sectas, sin que llegara a haber una sola época en que la Iglesia cristiana estuviera unida... Hoy, ¿qué
actitud tomar ante las sectas?... Toda secta es un título de error; no hay sectas de geómetras, de
algebristas, de aritméticos, porque todas las proposiciones de la geometría, del álgebra y de la aritmética
son verdaderas. En todas las demás ciencias podemos equivocarnos. ¿Qué teólogo tomista o escotista se
atrevería a decir seriamente que está seguro de lo que dice?" (Ib. tolerancia).

En el mismo concepto de tolerancia, tan nuevo y revolucionario, comparecen motivos recibidos de la moral
jesuítica, tan eficazmente ridiculizada por la pluma de Voltaire: a la tolerancia, en efecto, se asocia a menudo
el concepto de emulación:

"Si cada uno practicara la tolerancia que aquí sostengo, en un Estado dividido entre diez credos
religiosos habría la misma concordia que subsiste en una ciudad en la que varias categorías de artesanos
se soportan recíprocamente. El resultado sería el de una honesta emulación por destacar en la piedad, en
las buenas costumbres, en la conciencia" (Bayle, Comentario filosófico).

En el texto citado de Bayle, resaltan, primero, la íntima relación entre tolerancia y vida económica (la
categoría de los artesanos); luego, la valoración de la religión por su eficiencia práctica, en coherencia con
el concepto típicamente ilustrado de la razón eficaz, operativa o instrumental. Es el criterio fundamental que
ahora se sigue para fijar el valor de una religión. En este perspectiva, el cristianismo resulta "perdedor";
cuando los ilustrados comparan entre sí las diversas formas positivas de religión, anteponen al injusto poder
conquistado por el Catolicismo en Francia, la seriedad de la religión islámica o de la china. Y, desde luego,
la religión natural ofrece a su cálculo más ventajas que las religiones positivas.

"...No dudo de que vuestro intendente os robe un poco menos en víspera de Pascua que pasadas las
fiestas; y que de vez en cuando la religión impida numerosos pequeños males y produzca pequeños
bienes... Pero ¿creéis que los terribles estragos que ha causado en tiempos pasados, y que causará en los
futuros, se vean suficientemente compensados por esos jirones de ventajas? Pensad que ha creado y que
perpetúa la más violenta antipatía entre las naciones. No hay un musulmán que no imagine hacer una
acción agradable para Dios y el santo Profeta exterminando a todos los cristianos, que, por su parte, no
son mucho más tolerantes. Pensad que ha creado y perpetúa en un mismo país divisiones que raramente
se acaban sin efusión de sangre... Pensad que ha creado y que perpetúa en la sociedad entre los
ciudadanos, y en la familia entre los parientes, los odios más fuertes y constantes. Cristo dijo que venía a
separar al esposo de la mujer, a la madre de sus hijos, al hermano de la hermana, al amigo del amigo; y
su predicción se ha cumplido con sobrada fidelidad.

... Si le diese a veinte mil habitantes de París por conformar estrictamente su conducta al Sermón de la
Montaña... habría tantos locos que el teniente de policía no sabría qué hacer con ellos, pues nuestros
manicomios no bastarían. Hay en todos los libros inspirados dos morales: una general y común a todas
las naciones, a todos los cultos, y que es más o menos seguida; otra, propia de cada nación y de cada
culto, en la que se cree, que se predica en los templos, que se preconiza en las casas y que no se sigue ni
poco ni mucho... Y es que es imposible doblegar a un pueblo a una regla que no conviene más que a unos

282
cuantos hombres melancólicos, que la han calcado en su carácter... Son locuras que nada pueden contra
el impulso constante de la naturaleza..." (Diderot, Escritos filosóficos, op. cit. 121, ss).

La idea de tolerancia, sin embargo, debía permitir a los ilustrados aceptar también la profesión de fe en una
religión revelada, aunque privada de poder público. Se profundiza así aquel dualismo que iniciara la Reforma
entre moral pública y privada. La moral pública es la propia de la religión natural, apoyada en principios
demostrables racionalmente; la moral privada depende de la fe y es asunto personal.

"Reprimid con severidad a quienes, con el pretexto de la religión, tratan de turbar la sociedad formando
sediciones y sacudiéndose el yugo de las leyes; no somos sus apologetas; pero no confundáis con estos
culpables a aquellos que sólo os piden la libertad de pensar, de profesar el credo que juzgan mejor y que,
por lo demás, viven como fieles ciudadanos del Estado... Predicamos la tolerancia práctica, no la teórica,
y se comprende suficientemente la diferencia que existe entre tolerar una religión y aprobarla"
(Enciclopedia, art. Tolerancia).

La tolerancia se configura esencialmente como indiferencia a los contenidos de la religión cuando no incide
en la vida pública y no toca demasiado sensiblemente el orden -político, social, religioso, económico-
vigente y no lo cuestiona radicalmente.

La opinión de Montesquieu es otra: en el Libro XXIV examina "las religiones del mundo, no como teólogo,
sino como escritor político: con relación al bien que proporcionan al estado civil".

Por lo que respecta a la religión verdadera, bastará un poco de equidad para darse cuenta de que nunca
pretendí hacer ceder sus intereses ante los intereses políticos, sino unirlos; pero para unirlos hay que
conocerlos. La religión cristiana, que ordena a los hombres que se amen, quiere sin duda que cada
pueblo tenga las mejores leyes políticas y las mejores leyes civiles, porque, después de la propia religión,
son el mayor bien que los hombres pueden dar y recibir.

Bayle pretendió probar que es mejor ser ateo que idólatra; dicho en otros términos, que es menos
peligroso no tener religión que tener una que sea mala.... Reunir en una obra una larga enumeración de
los males que ha causado la religión es razonar mal contra ella si no se hace lo mismo con los bienes que
ha originado. Si yo quisiera contar todos los males ocasionados por las leyes civiles, la Monarquía y el
Gobierno republicano, diría cosas espantosas...

Aun cuando fuese inútil que los súbditos tuviesen una religión, no lo sería que los príncipes la tuviesen y
que llenaran de espuma el único freno que podrían tener quienes no temen las leyes humanas.

Un príncipe que ame la religión y que la tema es un león que cede a la mano que le acaricia o la voz que
le aplaca.; el que teme la religión y la odia, es como las fieras que muerden la cadena que les impide
lanzarse contra los que pasan; el que no tiene religión es como un animal terrible que sólo siente su
libertad cuando desgarra y devora.

... La religión cristiana está lejos del puro despotismo por la mansedumbre que tanto se recomienda en el
Evangelio, se opone a la cólera despótica con la que el príncipe haría justicia y ejercería sus crueldades.
Esta religión prohibe la pluralidad de las mujeres; así los príncipes están menos encerrados, menos
separados de sus súbditos, siendo, por consiguiente, más humanos..., son más capaces de sentir que no lo
pueden todo. Mientras que los príncipes mahometanos dan y reciben la muerte sin cesar, la religión, entre
los cristianos, hace a los príncipes menos tímidos y, por consiguiente, menos crueles. ¡Cosa admirable!
La religión cristiana, que no parece tener más objeto que la felicidad de la otra vida, causa dicha en ésta...
Por el carácter de la religión cristiana y el de la mahometana se debe abrazar una y rechazar la otra sin
más examen, pues el hecho de que una religión deba dulcificar las costumbres de los hombres es tan
evidente como que sea verdadera. Que la religión sea impuesta por un conquistador es una desgracia para
la naturaleza humana. La religión mahometana no habla más que de espada y actúa sobre los hombres
con el espíritu destructor que la ha fundado...

En un país donde por desgracia haya una religión no dada por Dios, es siempre necesario que esté de
acuerdo con la moral; porque la religión, aun siendo falsa, es la mejor garantía que pueden tener los
hombres de la probidad de sus semejantes" (El espíritu de las leyes, XXIV, 1-8).

283
Rechazada toda la dogmática, el deísmo sólo conserva del cristianismo su moral: Jesús fue simplemente un
gran maestro de moral, un hombre que enseñó a sus hermanos a ser justos y benéficos. Bayle comenzó
admitiendo la posibilidad de coexistencia entre ateísmo y moralidad ("también un ateo puede ser honesto").
La afirmación es particularmente importante si se piensa en la posición de Locke, que había prestado a la
Ilustración la idea de tolerancia. Locke excluía aún de la tolerancia a los ateos por juzgarlos incapaces de
honestidad moral. La afirmación de Bayle abre, además, las puertas a la posibilidad de separar totalmente la
moral de la religión, en una línea de pensamiento totalmente nueva respecto de la tradición. Antes, la
conciencia religiosa urgía al hombre a justificarse ante Dios. El católico entenderá que esta justificación es
de naturaleza religioso-moral, que se cumple en la obra redentora de Cristo y la gracia, pero con la necesaria
cooperación del hombre. El pelagiano podría afirmar que el hombre se justifica a sí mismo ordenando
moralmente su vida, para lo que no requiere la ayuda de la gracia. El luterano juzgará que la justificación es
pura gracia extrínseca y que ésta sólo pide la cooperación de la fe. Pero, en sus diversas posiciones, la
tradición del cristianismo primitivo y medieval tenía un denominador común: Dios es Juez de los hombres.
Ahora, en cambio, se ha pasado a la justificación del hombre ante sí mismo. El hombre moderno se exige ser
justo y ordenado; volcado a la realidad intramundana, sentirá la exigencia de ordenar también el mundo en
que vive y en ello cifra el ideal humanista de la libertad y de la dignidad humana.

De la religión reducida a pura moral puede pasarse al extremo de disolver la moralidad en un absoluto
inmoralismo. Este paso es el que da La Mettrie. Son varios los libros que dedicó a una reflexión de tipo
moral, desde la Voluptuosidad, al Arte de gozar y la segunda parte del Sistema de Epicuro; pero ningún
escrito es más llamativo que el Antiséneca o Discurso sobre la felicidad; obra apasionada, violentamente
desacralizadora y soez, representa, a pesar de su brevedad, uno de los textos más notables de la literatura
ilustrada francesa.

Hemos hablado de reflexión de tipo moral; pero es discutible. Uno de los aspectos más característicos del
opúsculo lamettriano es, precisamente, la radical contestación del discurso moral tal como se entiende
tradicionalmente. La Mettrie no intenta prescribir reglas, leyes, modelos de comportamiento inspirados en
normas unívoca y universalmente predeterminadas. Rechaza, más bien, y con gran energía, la legitimidad y
la utilidad de este género de discurso. Su propósito es otro: reconducir la moral del plano deontológico-
formal al plano psico-antropológico. El papel del filósofo consiste, a su juicio, en esclarecer analíticamente,
en virtud de investigaciones psico-físicas y antropológicas, cuáles son los deseos y las exigencias reales del
hombre y cuáles son los medios y modos con los cuales puede satisfacer unos y otras. "Yo no moralizo, no
predico, no declamo: yo explico" (Antiséneca, op. cit., p. 358).

Esta parte constructiva no podía sino ir precedida de otra parte severamente crítica de las doctrinas morales
divergentes de la preconizada por La Mettrie. En este contexto se incluye la acerba polémica contra Séneca.
Al filósofo hispano-romano, y a los estoicos en general, les reprocha La Mettrie el haber elaborado una
moral árida y abstracta, haber olvidado la realidad concreta, material y corpórea, del ser humano, y, en
consecuencia, el no haber tenido en cuenta la naturaleza de la felicidad, excluyendo de ella placeres
importantes y proponiendo otros que más llevan a la acidia y a la soledad que al verdadero bonheur.

"¡Qué anti-estoicos nos sentimos! Estos filósofos son severos, tristes, duros; nosotros seremos dulces,
alegres, complacientes. Todo alma, prescinden de su cuerpo; todo cuerpo, nosotros prescindiremos de
nuestra alma. Ellos se muestran inaccesibles al placer y al dolor; nosotros nos gloriaremos de sentir uno y
otro. Tendiendo con sumo esfuerzo a lo sublime, ellos se elevan sobre todos los avatares, y se creen
hombres de verdad sólo en la medida en que dejan de serlo. Nosotros, en cambio, no dispondremos de lo
que nos gobierna ni mandaremos nunca en nuestras sensaciones. Admitiendo su poder y nuestra
esclavitud, trataremos de hacerlas agradables, convencidos de que ahí está la felicidad de la vida. En
suma: seremos más felices cuanto más hombres, o más dignos de serlo, y cuanto más sintamos la
naturaleza, la humanidad y todas las virtudes sociales. No admitiremos otras virtudes ni otra vida que
ésta" (In. P. 302).

La moral alternativa de La Mettrie, que ya se trasluce en esta vivaz contraposición, se inspira, aunque con
mucha libertad, en la doctrina epicúrea. El primer principio de esta moral es que el único fin del hombre es la
felicidad, entendida como un sentimiento de bienestar existencial -de orden orgánico-material- sobre todo.
Además, el hombre debe buscar esta felicidad aquí y ahora, escuchando a sus propios impulsos y sin
preocuparse de reglas y principios "morales" preestablecidos, pues no existen virtudes o vicios dotados de
universalidad ni consistencia ontológica, sino que son elaboraciones del mismo hombre. Los principios
morales son resultado arbitrario, (aunque necesario desde el punto de vista social) de concepciones humanas;
la única voz "moral" realmente atendible y digna de seguirse es la de la naturaleza.

284
Esta sugerencia no era nueva, pero sí el modo como la interpreta La Mettrie. Seguir a la naturaleza significa
para el hombre, concretamente, escuchar sin vergüenza los reclamos de la propia naturaleza orgánica y
sensitiva; sólo el individuo, en su particular organismo psico-físico, es la medida (relativa medida) de su
satisfacción. Si el hombre es sensibilidad, su felicidad sólo podrá ser sensible: "La primera condición de la
felicidad es sentir" (Ib. 315). La segunda, procurar el propio placer corpóreo y material sin las trabas de la
opinión ajena y de los remordimientos, porque no hay vetos ni prohibiciones transcendentes. En la historia
de la reflexión moral, no es fácil encontrar alguien que haya teorizado con más imperturbable decisión que
La Mettrie el derecho-deber del ser humano de ceder gozosamente a los propios impulsos sensuales, aún los
más inconfesables:

"Aprovecha las buenas ocasiones cuando y donde se presenten: goza el presente, olvida el pasado, que ya
no existe, y no temas al futuro. Piensa ... que todo lo que naturaleza recrea es placentero, y que sólo el
dolor es contrario a la naturaleza. Que la polución y el goce se sucedan continuamente y te hagan noche
y día deleitables; si es posible, que tu alma se vuelva tan viscosa y lasciva como tu cuerpo. En fin, ya que
no tienes otros recursos, disfrútalos: bebe, come, duerme, ronca, sueña; y si alguna vez piensas, hazlo
entre dos tragos, y pensando siempre en el placer presente o en el deseo que te reserva la hora siguiente"
(Ib. 357).

Reducido al hombre a corporeidad sensible, La Mettrie manifiesta no pocas objeciones al ejercicio racional.
La felicidad, único objetivo del ser humano, puede encontrar un obstáculo en el raciocinio y en la reflexión,
motivo frecuente de remordimientos. El instinto es un guía más seguro y, con él, la imaginación, el sueño y
la droga, a la que La Mettrie dedica un elogio inquietante:

"... aludo a los estados dulces y relajados que procura el opio, en los cuales quisiera uno permanecer
para siempre, verdaderos paraísos del alma si fuesen permanentes, estados muy felices que, sin
embargo, nacen sólo de la pacífica regularidad de la circulación y de una dulce distensión
semiparalizada de las fibras sólidas. Qué maravillas hace un solo grano de jugo narcótico que se
añade a la sangre y circula con ella! ¿Por qué magia procura eso más felicidad que todos los tratados
filosóficos? Y qué suerte tendría el hombre que estuviera organizado de por vida como lo está
mientras dura el efecto del divino remedio! Qué feliz sería" (Ib. 309).

La moral de La Mettrie no se agota en el ámbito de la sensualidad individual. Aunque admite que el


individuo asocial puede ser feliz, subraya muchas veces la íntima socialidad del hombre. Y, aunque
encuentra en la sociedad (antes que Rousseau y en contra de la opinión de la mayoría de los filósofos) el
origen de múltiples represiones e infelicidades, destaca el altruismo y la generosidad como fuentes del placer
de ser útiles a la sociedad.

6. La Ilustración: literatura crítica

ENCYCLOPÉDIE, ou Dicctionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers, Paris 1751-80.

P. BAYLE, Dictionnaire historique et critique, Compagnie des Libraires, Amsterdam 17345 5 vol.

CONDILLAC, Oeuvres philosophiques de Condillac, Paris 1947-51, 3 vol.

CONDORCET, Oeuvres de Condorcet, Paris 1882, 12 vol.

D'ALEMBERT, Oeuvres et corréspondance inédites, Paris 1887

DIDEROT, Oeuvres philosophiques, Oeuvres esthétiques, P. Vernière, Paris 1954-60, y Oeuvres


politiques, P. Vernière, Paris 1963. Escritos filosóficos, Edición preparada por F. Savater, Editora Nacional,
Madrid 1975.

J.O. de LA METTRIE, Oeuvres philosophiques, Berlin 1774, reprod. Hildesheim-New York 1970. Una
buena antología: Opere filosofiche, ed. preparada por Sergio Moravia, Laterza 1978.

MONTESQUIEU, Oeuvres complètes, A. Masson, Paris 1950-55, 3 vol. Del espíritu de las leyes, Trad. de
M Blázquez y P. de Vega, Ed. Tecnos 1972, Ed. Orbis 1984, 2 vol.

285
VOLTAIRE, Oeuvres, Ed, de A. Beuchot. Paris, Lefèvre, 1829-1840, 72 vol., Ed. de L. Moland. Paris
Garnier 1883, 52 vol. Lettres philosophiques, ed. crítica de G. Lanson. Paris Hachette, 1915-17 2, 2 vol. Trad.
OBRAS, Editorial Vergara, Barcelona 1969.

El más importante repertorio historiográfico sobre la Ilustración, aunque incompleto, es el de P. GAY, The
Enlightenment: an Interpretation, Weidenfeld-Nicolson, Londres 1970. ¿Qué es Ilustración? Antología de
textos preparada por A. Maestre, Tecnos, Madrid 1989 2.

El siglo XIX conoció tres intérpretes de la Ilustración que han servido de inspiración para todas las demás:
Hegel, Marx y el Tradicionalismo. Todos ellos vieron en la Ilustración una fuerza reflexiva que había
revolucionado profundamente la visión del mundo; Hegel y Marx advirtieron la importancia determinante de
este movimiento cultural y, sin dejar de ser críticos con él, consideraron irrenunciables sus conquistas.

Hegel, haciendo suya una tesis típica del romanticismo, afirma que la Ilustración no ha podido captar el
sentido verdadero de la historia porque adoptó la perspectiva del entendimiento abstracto, en lugar del
espíritu absoluto. Reconoce, sin embargo, validez al momento intelectual, en el campo cognoscitivo, como
capaz de realizar un análisis preciso del concepto.

Marx, aunque subraya el valor de la crítica ilustrada a la tradición religiosa y a las estructuras feudales que
todavía tenían vigencia, señala sus límites en la visión de la historia, si bien desde una perspectiva diferente
de la hegeliana. Ligada como está al nacimiento de la burguesía, la Ilustración participa de sus méritos y de
sus limitaciones; la fundamental, el no haber sabido examinar los fundamentos reales y concretos
-económicos- del devenir histórico.

Severamente crítico con la Ilustración se muestra el Tradicionalismo, corriente de pensamiento que se


difundió en Francia en la época de la Restauración. De Bonald, De Maistre, etc., niegan que la Ilustración
haya conocido la verdadera esencia del hombre, que sólo es definible a través de un conocimiento de cuño
religioso; la razón crítica e individualista, que pretende explicar la realidad a la luz de principios inmanentes,
no es sino un signo de la presunción humana, destinada al fracaso: baste recordar la célebre explicación que
aduce De Maistre del Terror como el justo castigo divino contra la arrogancia de la razón crítica.

Junto a estas líneas interpretativas fundamentales, presentes aún en la mayor parte de la literatura crítica del
siglo XIX, persiste una influencia de la Ilustración, como "cosmovisión", difusa y constante en la cultura
contemporánea y, particularmente, en el interior de problemáticas filosóficas más precisas y determinadas.
Entre las obras de conjunto más significativas, que recogen de algún modo los apuntes hermenéuticos del
siglo XIX, recordamos: B. CROCE, Teoria e storia della storiografia, la parte titulada La storiografia
dell'illuminismo, Laterza, Bari 1916, que recoge la tesis hegeliana en clima neo-idealista. Una valoración
atenta al problema de la historia en la Ilustración nace en el ámbito del historicismo alemán con W.
DILTHEY, Das achtzehnte Jahrhundert und die geschichtliche Welt, en: Gesammelte Schriften, t. III,
1927 (hay versión italiana, Il secolo XVIII e il mondo storico, Comunità, Milano 1967); M.
HORKHEIMER - TH. ADORNO, Dialektik der Aufklärung, Fischer Verlag, Frankfurt am Main 1971
(versión castellana, Dialéctica de la Ilustración, de H. A. Murena, Sur, Buenos Aires 1971). Los autores,
pertenecientes a la Escuela de Frankfurt, resaltan cómo es espíritu crítico y revolucionario de la Ilustración
tiende a perderse y transformarse en su contrario. Este libro, escrito en 1946, revive la situación histórica
determinada por la II Guerra Mundial. Los autores, en ésta y en otras obras, como Eclipse de la razón, cap. I,
Medios y fines, subrayan que la razón instrumental, por la que el hombre ha aprendido a dominar el mundo,
progresivamente ha tendido a dominar al mismo hombre y su conciencia, y que la razón, al realizarse como
razón subjetiva únicamente, ha llegado a ser indiferente ante los contenidos y, como resultado, a no
plantearse el problema de los fines hacia los que orientar su acción y atenerse a los medios más aptos para
conseguir los fines que la sociedad en su conjunto le ha elegido. En la misma línea de interpretación
marxista, L. GOLDMANN, L'illuminismo e la società moderna, tr. it., Einaudi, Torino 1967; el autor, aun
reconociendo los límites de la interpretación de la historia por parte de los ilustrados, afirma que sus logros
en el campo de la teoría crítica son irrenunciables y que, a ella hay que volver para hacer valer de nuevo la
fuerza de su crítica revolucionaria en la sociedad contemporánea.

Entre las obras de carácter general, E. CASSIRER, Filosofía de la Ilustración, tr. de Eugenio Imaz, FCE,
México 1950 (original de 1932). El autor, perteneciente a la escuela kantiana de Marburgo, resalta los
aspectos de la teoría del conocimiento, afirmando que la Ilustración, pese a su deuda con el siglo precedente,
ha creado una forma original de pensamiento, al descubrir la función de la razón como instrumento crítico
que construye, en el sentido kantiano, la experiencia con sus solas fuerzas. Después de una idea general

286
sobre la forma del pensamiento de la Ilustración, se estudian: la naturaleza y su conocimiento, religión,
historia, derecho y sociedad, estética. O. EWALD, Die französische Aufklärungsphilosophie, Reinhardt,
München 1924. Se trata de una buena exposición histórica, desde Montaigne a Rousseau. Se interpreta la
Ilustración como una Weltanschauung de abajo arriba, es decir, de base sensualista y materialista, en la cual
no tienen raíces sus propias tendencias espiritualistas y de exaltación de la personalidad. P. HAZARD, La
Crise de la conscience européenne (1680-1715), Boivin, Paris 1935, 3 vol. Es un estudio profundo sobre las
corrientes del pensamiento europeo, abierto ya al racionalismo y al espíritu laico en el "segundo
renacimiento", que comprende los años 1680-1715. De orientación católica, analiza con penetración las
diversas manifestaciones, en dos partes: la obra disolvente de la razón, destructora de las creencias
tradicionales y del dogma; el esfuerzo constructivo de un derecho natural que contrapone al divino. Es una
exposición condensada, pero clara, de la aportación de los principales pensadores (Bayle, Spinoza, Toland,
Fontenelle, etc.). Notas y referencias en el tercer vol. Del mismo autor, El pensamiento europeo en el siglo
XVIII (de Montesquieu a Lessing), tr. de J. Marías, Guadarrama, Madrid 1958 2, (original francés de 1943),
518 p. Es una obra capital para la historia del racionalismo europeo del s. XVIII en su corriente intelectual.
Analiza la obra de los filósofos racionales en tres partes: el proceso del cristianismo (ataque frontal contra el
dogma y la moral cristianos); la ciudad de los hombres (construcción de la religión natural, derecho natural y
moral social); disgregaciones (fracaso y desconfianza en la razón). En síntesis cortas y claras, pasa revista a
los exponentes de la nueva ideología: Locke, Montesquieu, Voltaire, Pope, los enciclopedistas, Lessing.
Destaca también los puntos contradictorios que la Ilustración dejará en herencia a la posteridad (los
conceptos de naturaleza, de felicidad, de progreso, etc.). R. KOSELLECK, Critica illuministica e crisi
della società borghese, Il Mulino, Bologna 1972: el autor examina el origen de la Ilustración a partir de un
fino análisis de la situación política de los mayores países europeos, y presta una particular atención al
fenómeno de la Masonería. S. MORAVIA, La scienza dell'uomo nel Settecento, Laterza, Bari 1970 y Il
tramonto dell'illuminismo, Laterza, Bari 1968. Más interesante la segunda obra por la tesis que presenta: la
continuidad de la crítica de la razón ilustrada, activa aún en la Restauración. Desde el aspecto histórico, F.
VENTURI, Utopia e riforma nell'illuminismo, Einaudi, Torino 1970; una panorámica de conjunto ofrece
también la obra de P. CASINI, Introduzione all'illuminismo. Da Newton a Rousseau, Laterza, Bari 1973.
M. GHIO, L'idea di progresso nell'illuminismo francese e tedesco, Edizioni di Filosofia, Torino 1962; E.
GARIN, La storia "critica" della filosofia del Settecento, Nistri-Lischi, Pisa 1970; F. VALJAVEC, Storia
dell'illuminismo, Il Mulino, Bologna 1973. A. HELLER, Crítica de la Ilustración, tr. de G. Muñoz y J.L.
López Soria, Península, Barcelona 1984; R. KOSELLECK, Kritik und Krise, Karl Alber, Freiburg-
München 1959, versión castellana de R. de la Vega, Rialp, Madrid 1965; H. MÖLLER, Vernunft und
Kritik, Suhrkamp, Frankfurt am Main, 1986.

Sobre Bayle, cfr. W.E. REX, Essays on P. Bayle and Religious Controversy, Nijhoff, La Haya 1965. Una
buena introducción a la obra de D'Alembert: T.L. HANKINS, J. D'Alembert: Science ant the
Enlightenment, Oxford 1970. Sobre Montesquieu, cfr. È. DURKHEIM, Montesquieu et Rousseau
précurseurs de la sociologie, Paris 1953 (ed. original Paris 1892). S. COTTA, Montesquieu e la scienza
della società, Ramella, Torino 1953; L. ALTHUSSER, Montesquieu, la politique et l'histoire, Paris 1959;
J. ERHARD, Politique de Montesquieu, Paris 1965.

ROUSSEAU:

LA RECUPERACIÓN DE UNA NUEVA NATURALIDAD

7. Rousseau - Personalidad y obras

La figura de Rousseau ocupa un puesto propio en la cultura ilustrada francesa. Su filosofía, en efecto, aunque
ha madurado a través de los contactos y las adhesiones al programa de los filósofos parisinos, se sitúa
muchas veces en abierta polémica con él, reivindicando una valoración diversa del mundo de las pasiones y
de los sentimientos humanos, repensando críticamente el valor del progreso y proponiendo un modelo
alternativo de sociedad civil, revolucionario con respecto a las concepciones ilustradas.

Lo que Rousseau tiene en común con su tiempo es la convicción de que no puede renunciarse al uso de la
razón si se quiere transformar la espontaneidad del estado de naturaleza en conquista consciente, y el ideal
pedagógico, que encuentra en él -con el Emilio- su más lograda expresión. Pero, aún en estas propuestas, se
advierte su intención de ir más lejos de las posiciones ilustradas, porque Rousseau repara en que la función
crítica de la razón puede explicarse positivamente sólo si se conocen a fondo el valor y la dimensión del
hombre en su globalidad.

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JEAN-JACQUES ROUSSEAU nace en Ginebra el 28 de junio de 1712 en el seno de una familia de
pequeños artesanos, de religión calvinista. Muerta su madre como consecuencia del parto, Jean-Jacques fue
criado y educado por su padre, que muy pronto, obligado a huir de Ginebra a causa de una reyerta, lo confió
a la tutela de unos tíos, quienes, a su vez, le envían a casa del pastor Lambercier, en Bossey, cerca de
Ginebra. No soporta la ciudad ni el estilo de vida que se ve obligado a llevar, de manera que huye a Saboya.
Se hospeda en casa de Madame de Warens, católica ferviente, que lo envía al Instituto de catecúmenos de
Turín. En 10 días se profesa católico. Tras intentar ejercer diversas profesiones en Turín, la de criado entre
ellas, el joven Rousseau regresa a Saboya, donde permanece once años (1729-1740) ligado sentimentalmente
con M. de Warens. En 1740 le encontramos en Lyon ejerciendo de preceptor y, luego, en París, ganándose la
vida como maestro, secretario privado, copista de música; entra en contacto con la cultura ilustrada,
estrechando relaciones de amistad con algunos filósofos, Diderot y Condillac particularmente, a los que
presta su colaboración en la Enciclopedia. Inicia una relación con una pobre muchacha campesina, Teresa
Lavasseur, de la cual tendrá hijos que, uno tras otro, abandonará al hospicio de los niños expósitos. Con
Teresa se casará en 1768.

Su amistad con los círculos filosóficos ilustrados se quiebra a partir del Discurso sobre las ciencias
y las artes (1750), con el que gana un concurso organizado por la Academia de Dijon y, sobre todo, con la
publicación del Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres (1755),
especialmente criticado por Voltaire.

En 1756 regresa a Ginebra, que le acoge con grandes festejos, por abjurar del catolicismo y
reintegrarse en el calvinismo. La verdadera y propia ruptura con los ambientes ilustrados sucede poco
después: en 1757 Rousseau interrumpe la colaboración con la Enciclopedia; al año siguiente, se distancia de
D'Alembert, publicando la Carta a D'Alembert sobre los espectáculos. Se refugia en la soledad del campo,
huésped de Madam d'Epinay en Montmorency, primero y, después de romper con los amigos, abandona
L'Ermitage y se instala en una dependencia del castillo del mariscal de Luxemburgo, señor de Montmorency.
En estos años (1758-1762) Rousseau entrega a la prensa sus principales obras: La Nueva Eloísa (1760),
Emilio (1762), El Contrato social (1762). Estas dos últimas publicaciones le acarrean la condena de los
ambientes filosóficos parisinos, por un lado, y de las iglesias católica y calvinista, por otro. Huyendo de una
orden de arresto que se dicta en París, Rousseau busca refugio en Suiza, pero Ginebra, su patria, y Berna
siguen el ejemplo de París.

Tras haber vagado por Europa, acepta la hospitalidad que David Hume le brinda en Inglaterra
(1766). Aquejado de manía persecutoria, huye a los pocos meses. Calmada la polémica, regresa en 1767 a
Francia y, en 1770 se instala de nuevo en París donde lleva a término sus dos últimas obras. En 1778 se retira
a Ermenonville, huésped del marqués de Girardin, donde muere de apoplejía el 2 de julio de 1778. Las
Divagaciones de un paseante solitario y las Confesiones ven la luz después de su muerte, en 1781 y 1788
respectivamente.

8. Rousseau - El valor del progreso y el estado de naturaleza

Un día del verano de 1749, Rousseau tuvo una inspiración que decidió su vida y su futuro:

"Iba a visitar a Diderot, prisionero entonces en Vincennes; tenía en el bolsillo un ejemplar del "Mercure
de France" y en el camino me puse a hojearlo. Se fijan mis ojos en una pregunta de la Academia de Dijon
que ha dado origen a mi primer escrito. Si hay algo que se asemeje a una repentina inspiración, eso fue la
inquietud que se despertó en mí con aquella lectura; de golpe, siento la mente deslumbrada por mil luces;
mil ideas vivas se me amontonan juntas con una fuerza y una confusión que me dejaron en un
desconcierto indescriptible; me sentí preso de un vértigo como de borrachera... Oh, Señor, si hubiera
podido escribir la cuarta parte de lo que he visto y sentido bajo aquel árbol, con qué claridad hubiera
iluminado las contradicciones del sistema social, con qué fuerza habría expuesto todos los abusos de
nuestras instituciones, con qué sencillez habría mostrado que el hombre es naturalmente bueno y que
sólo a causa de estas instituciones los hombres se tornan malvados" (Carta a M. de Malesherbes, II).

El primer fruto de esta "iluminación" fue la publicación del Discurso sobre las ciencias y las artes, con el
que Rousseau participó y ganó el concurso de la Academia de Dijon. En el escrito adopta un tono polémico
frente al optimismo compartido por los ilustrados a propósito del valor del progreso. En efecto, responde a la
pregunta de la Academia que las ciencias y las artes no han sido ni son fuente de progreso; más aún, que a
ellas se debe toda degeneración y corrupción de la sociedad "los males originados por la vana curiosidad
son viejos como el mundo". Rousseau ilustra este enunciado con una serie de ejemplos para concluir

288
afirmando que, puesto que las ciencias y las artes siempre se originan en los vicios humanos, su influjo
en la sociedad no podrá ser sino corruptor.

En esta obra, sin embargo, se encuentran ya indicios, aunque esporádicos, de su superación. El problema que
surge, y que Rousseau intuye, es si resulta correcto atribuir a las ciencias y las artes la causa de la
degradación social, de la desigualdad socio-política de los hombres, o si, más bien, ellas no pasan de ser
elementos secundarios, "derivados" por así decirlo, de una situación cuyas causas son más complejas y
sustanciales. En otras palabras, nuestro autor se pregunta si las artes y las ciencias, en lugar de ser germen de
la corrupción de las costumbres, no son expresión de un poder corrompido que se sirve de ellas para mejor
imponer la tiranía:

"El espíritu tiene sus exigencias, como las tiene el cuerpo. Estas últimas constituyen la base de la
sociedad, las primeras son su ornamento. Mientras el gobierno y las leyes proveen a la seguridad y al
bienestar de los hombres reunidos en sociedad, las ciencias, las letras y las artes, con menos despotismo
y acaso con mayor autoridad, extienden guirnaldas de flores sobre las férreas cadenas que atenazan a los
hombres, sofocando en ellos el sentimiento de aquella libertad originaria para la cual parecían haber
nacido, les hacen amar la esclavitud a que están sometidos, formando lo que se llaman pueblos
civilizados... Antes de que el arte educase nuestras formas y enseñase a nuestras pasiones a mostrarse en
un lenguaje elaborado, nuestras costumbres eran rústicas, pero naturales... Pueblos, sabed, pues, de una
vez para siempre que la naturaleza ha querido preservaros de la ciencia, del mismo modo que una
madre arranca de las manos de su hijo un arma peligrosa" (Discurso sobre las ciencias...).

Se introduce aquí el tema, central en Rousseau, de la contraposición entre el estado de naturaleza y el estado
civil: inculto, pero libre y espontáneo el primero; culto y refinado, pero corruptor de las costumbres y de la
libertad el segundo. Es el problema que afronta explícitamente en el Discurso sobre el origen de la
desigualdad entre los hombres.

El estado de naturaleza de que habla Rousseau tiene un significado distinto del mito de la "naturalidad
ilustrada"; ese estado no representa una época histórica originaria en la que el hombre haya vivido realmente
feliz, ni se configura como una "utopía del pasado", en el sentido de los mitos renacentistas, y luego también
ilustrados, del "retorno a los orígenes" y del "buen salvaje". Es decir, Rousseau es consciente, a diferencia de
los ilustrados franceses y en consonancia, en cambio, con la crítica humiana, de que el concepto de
naturaleza, tomado en sí mismo, es una abstracción. Sólo se utiliza como hipótesis metodológica, como
recurso teórico para reconstruir una imagen abstracta del hombre aún privado de todos los caracteres
adquiridos en la vida social, de cara a poder analizar mejor su progresiva decadencia a medida que se ve
envuelto en la dinámica de la vida en sociedad.

"El más útil y menos adelantado de todos los conocimientos humanos me parece que es el del hombre, y
me atrevo a decir que la inscripción del templo de Delfos contiene en sí sola un precepto más difícil que
todos los gruesos libros de los moralistas... Porque, ¿cómo conocer el origen de la desigualdad entre
los hombres si se comienza por no conocerlos a ellos mismos? ¿Cómo llegará el hombre, al fin, a verse
tal cual le formó la naturaleza, a través de todos los cambios que la sucesión de los tiempos y las cosas
ha debido de producir en la constitución original, y a separar lo que tiene de su propio fondo de lo que las
circunstancias y sus progresos han añadido o cambiado a su estado primitivo? Semejante a la estatua de
Glauco, que el tiempo, el mar y las tempestades habían desfigurado de tal modo que se parecía menos a
un dios que a una fiera salvaje, el alma humana, alterada en el seno de la sociedad por mil causas...ha
cambiado de apariencia hasta ser casi desconocida, y en ella, en lugar de un ser que obra siempre por
principios ciertos e invariables, en lugar de esa celeste y majestuosa sencillez de que su Autor la había
provisto, sólo hallamos el deforme contraste de la pasión que cree razonar y del entendimiento que se
halla en pleno delirio.

... Pero no es ligera empresa el separar lo que hay de originario y artificial en la naturaleza actual
del hombre y conocer bien un estado que ya no existe, que probablemente no existirá jamás, y del cual,
sin embargo, es necesario tener nociones justas para juzgar bien de nuestro estado presente" (Discurso
sobre el origen de la desigualdad, Prefacio).

El estado de naturaleza se caracteriza por un equilibrio perfecto entre las necesidades del hombre, sus
deseos y los recursos de que dispone.

289
"Despojando al hombre de todos los dones sobrenaturales que ha podido recibir y de todas las facultades
artificiales que sólo por lentos progresos ha podido adquirir; considerándolo, en una palabra, tal como ha
debido salir de las manos de la naturaleza, veo un animal menos fuerte que los unos, menos ágil que
los otros; pero, sin duda, el mejor organizado de todos. Le veo saciándose bajo una encina, apagando
su sed en el primer arroyo y hallando su lecho al pie del mismo árbol que le ha suministrado el alimento:
he ahí sus necesidades satisfechas.

La tierra, abandonada a su espontánea fertilidad y cubierta con inmensos bosques que el hacha no mutiló
jamás, ofrece a cada paso almacenes y retiro a los animales de toda especie. Los hombres, dispersados
entre ellos, observan, imitan su industria y se levantan así hasta el instinto de los brutos.

Acostumbrados desde la infancia a las inclemencias del aire y al rigor de las estaciones, ejercitados en la
fatiga y obligados a defender, desnudos y sin armas, su propia vida contra los brutos feroces, ... van
formándose un temperamento robusto y casi inalterable... La naturaleza emplea con ellos lo que la
ley de Esparta con los hijos de los ciudadanos: hace fuertes y robustos a los que están bien
constituidos y obliga a los demás a perecer.

El hombre salvaje conoce como único instrumento el cuerpo... Nuestra industria nos quita la fuerza y la
agilidad que la necesidad obliga a poseer. Si hubiese tenido hacha, ¿habría roto su mano tan fuertes
ramas?, ¿lanzaría a brazo piedras con tanta fuerza? Si hubiese tenido escalera, ¿treparía con tanta ligereza
por un árbol? Si hubiera tenido caballo, ¿sería tan rápido en la carrera?...

... Otros enemigos más temibles, de los cuales no tiene el hombre los mismos medios de defenderse, son
las enfermedades naturales, la infancia, la vejez y los padecimientos de todas clases; tristes signos de
nuestra debilidad, los dos primeros de los cuales son comunes a todos los animales, mientras el último
pertenece principalmente al hombre que vive en sociedad... Nosotros nos proporcionamos enfermedades
más considerables que remedios puede suministrarnos la medicina..., el exceso de ociosidad en unos, el
exceso de trabajo en otros, ... los alimentos muy refinados de los ricos..., la mala alimentación de los
pobres..., las fatigas y desalientos del espíritu, las tristezas y penas sin número que se experimentan en
todos los estados y de que las almas se ven atormentadas constantemente: he ahí las causas funestas y
probadoras de que la mayor parte de nuestros males son obra nuestra, y de que los habríamos
evitado en su mayor parte de haber conservado la manera de vivir sencilla, uniforme y solitaria
que nos estaba prescrita por la naturaleza. Si ésta nos había destinado para estar sanos, casi me atrevo
a asegurar que el estado de reflexión es un estado contra la naturaleza, y que el hombre que medita es un
animal estragado. Cuando se examina la buena constitución de los salvajes, al menos de aquellos que no
hemos perdido con nuestros licores fuertes; cuando se sabe que casi no conocen otras enfermedades que
las heridas y la vejez, casi nos inclinamos a creer cuán fácilmente se haría la historia de las
enfermedades humanas sólo con seguir las de las sociedades civilizadas.

... La naturaleza trata a todos los animales abandonados a sus cuidados con una predilección que parece
demostrar cuán celosa es de este derecho. El caballo, el gato, el loro, el asno mismo tienen más elevada
talla, mayor vigor, valor y fuerza en los bosques que en nuestras casas... Al convertirse en sociables y
esclavo, hácese débil, temeroso, rastrero, pierde fuerza y valor.

No he estudiado hasta aquí más que al hombre físico. Tratemos de mirarlo ahora por el lado metafísico o
moral.

En todo animal no veo otra cosa que una ingeniosa máquina... Las mismas cosas percibo en la máquina
humana, con esta diferencia: ... que el animal escoge o rechaza por instinto y el hombre por un acto de
albedrío... Así es como los hombres disolutos se entregan a excesos que les producen las fiebres y la
muerte, porque el espíritu estraga los sentidos y porque la voluntad habla, aun cuando la naturaleza calle.

Todo animal tiene ideas, puesto que tiene sentidos, y combina incluso sus ideas...El hombre no se
diferencia del bruto en este aspecto más que del más al menos... La naturaleza ordena a todo animal y el
bruto obedece. El hombre experimenta la misma impresión, pero se reconoce libre de acceder o resistir.
En la conciencia de esta libertad es donde principalmente se descubre la espiritualidad de su alma,
porque la física explica en cierto modo el mecanismo de los sentidos y la formación de las ideas; pero en
la facultad de escoger... no se encuentras más que actos puramente espirituales, de los que nada se nos
explica por las leyes de la mecánica.

290
... Hay otra cualidad muy específica que los distingue... y es la facultad de perfeccionarse... ¿Por qué
sólo el hombre es susceptible de convertirse en imbécil?... Esta facultad distintiva y casi ilimitada es la
fuente de todas las desgracias del hombre, que ella es la que le saca, a fuerza de tiempo, de esta
condición originaria, en la cual pasaría los días de su vida tranquilos e inocentes; que es igualmente esa
facultad la que, haciendo brillar con los siglos sus luces y sus errores, sus vicios y sus virtudes, le hace al
cabo tirano de sí mismo y de la naturaleza.

... Opinen lo que quieran los moralistas, el entendimiento humano debe mucho a las pasiones, que
recíprocamente le deben también mucho, y la causa principal del perfeccionamiento de nuestra razón se
halla en la actividad de aquéllas. Tratamos de conocer sólo porque deseamos gozar; ... quien no
tuviera deseos ni temores, no se tomaría el trabajo de razonar. El hombre salvaje, privado de toda clase
de luces, ... no experimenta más que necesidades físicas. Los únicos bienes que conoce en el universo
son la alimentación, la hembra, el reposo; los únicos males que teme, el dolor y el hambre. Digo el dolor
y no la muerte, porque el animal no sabrá nunca lo que es morir, siendo el conocimiento de la muerte y
sus terrores una de las primeras adquisiciones que el hombre ha realizado al separarse de su condición de
animal" (Discurso sobre el origen de la desigualdad, I Parte).

El estado de naturaleza, dado el equilibrio que proporciona al hombre entre necesidades, deseos y recursos,
le garantiza la felicidad aun en la limitación:

"Deseando únicamente las cosas que conoce y conociendo sólo aquéllas cuya posesión está al alcance de
su mano, ... nada debe estar más en paz que su alma y nada tan limitado como su espíritu" (Ib.).

En una tal situación, las relaciones interhumanas no se caracterizan por un estado de continua guerra, como
suponía Hobbes; en primer lugar, porque, estando cada hombre plenamente satisfecho en sus necesidades y
deseos, no hallaría motivos de agresión a sus semejantes y, en segundo término, porque Rousseau reconoce
al hombre un sentimiento de piedad y de compasión para con los demás; un sentimiento, además, que debe
suponerse mucho más acentuado en el estado natural que en el estado de ejercicio racional.

"No vamos a decir con Hobbes que, por no tener el hombre (en el estado natural) ninguna idea del bien,
fue naturalmente malo; que fue vicioso porque no conocía la virtud; que negó siempre a sus semejantes
los servicios que no creía deberles, y que en virtud del derecho que con razón se atribuía a las cosas que
necesitaba, vanamente se consideraba como dueño único de todo el universo. Hobbes ha comprendido
perfectamente el vacío que dejan todas las modernas definiciones del derecho natural; pero las
consecuencias que deduce de la suya demuestran que la toma en un sentido que no es menos falso... Los
salvajes no son malos precisamente porque no saben lo que es ser bueno; ya que no es el progreso de la
ilustración ni el freno de la ley, sino la calma de las pasiones y la ignorancia del vicio lo que les
impide hacer mal: "tanto plus in illis proficit vitiorum ignoratio, quam in his cognitio virtutis".

Hay, además, otro principio que Hobbes no ha visto: que habiendo sido dada al hombre, para suavizar
sus determinadas circunstancias, la fiereza de su amor propio, o el deseo de conservarse, antes del
nacimiento de ese amor, (conviene no confundir el amor propio con el amor de sí mismo, dos pasiones
muy distintas por su naturaleza y por sus efectos...) templa el ardor que tiene hacia su bienestar por
medio de la repugnancia innata a ver sufrir a su semejante... Creo no debo temer contradicción
alguna si concedo al hombre la única virtud natural..., la piedad, ...que precede en él al empleo de toda
reflexión... Mandeville ha comprendido perfectamente que, con toda su moral, los hombres no hubieran
sido nunca más que monstruos si la naturaleza no les hubiera dado la piedad en apoyo de la razón; pero
no ha visto que de esta única condición derivan todas las virtudes sociales... la generosidad, la
clemencia, la humanidad..., la benevolencia y la misma amistad..., la conmiseración que nos coloca en el
lugar del que sufre, sentimiento oscuro y vivo en el hombre salvaje, patente pero más débil en el hombre
civilizado...

La razón engendra el amor propio, y la reflexión lo fortifica. La razón concentra al hombre en sí mismo,
le separa de todo lo que le fatiga y le aflige. La filosofía le aísla; gracia a ella puede decir en secreto ante
un hombre que sufre: "Perece si quiere; yo estoy en lugar seguro"... El hombre salvaje no tiene ese
admirable talento; y, falto de sabiduría y de razón, siempre se le ve entregarse aturdidamente al
sentimiento primero de humanidad. En los motines, en las contiendas de las calles, el pueblo se reúne, el
hombre prudente se aparta... La piedad es un sentimiento natural que, moderando en cada individuo la
actividad del amor propio, concurre a la conservación mutua de toda la especie. La piedad nos lleva sin
reflexión al socorro de aquellos a quienes vemos sufrir, y, en el estado de naturaleza, sirve de ley, de

291
costumbre y virtud. La piedad inspira a todos los hombres, en lugar de esta máxima sublime de justicia
razonada: "haz a los demás lo que tú quisieras para ti", esta otra máxima de bondad natural, mucho
menos perfecta, pero quizá más útil que la anterior: "Haz tu bien con el menor daño que te sea posible
para otro" (Ib. I Parte)

Que el hombre sienta natural simpatía y piedad, no significa que la naturaleza le lleve a unirse a sus
semejantes con lazos durables y permanentes: a formar con ellos una verdadera y propia sociedad, ni siquiera
familiar.

"Entre las pasiones que agitan el corazón del hombre, hay una ardiente, impetuosa, que hace necesario un
sexo al otro; pasión terrible que desafía todos los peligros, vence todos los obstáculos, y en sus furores
parece más propia para la destrucción que para la conservación del género humano a que está destinada.

...Empecemos por distinguir lo moral de lo físico en el sentimiento del amor. Lo físico es ese deseo
natural que lleva a un sexo a la unión con el otro. Lo moral es lo que determina ese deseo y lo fija
exclusivamente sobre un objeto... Ahora bien: resulta fácil ver cómo la moral del amor es un sentimiento
ficticio nacido del uso de la sociedad, y elogiado por las mujeres con mucha habilidad y deseo de
establecer su imperio y convertir en dominante el sexo que debía obedecer. Estando fundado este
sentimiento en ciertas nociones del mérito y de la belleza, que un salvaje no se halla en situación de
tener, así como en comparaciones que no puede efectuar, debe de ser para él casi nulo...: únicamente
escucha al temperamento recibido de la naturaleza, y no teniendo aficiones que no ha podido adquirir,
cualquier mujer le parece buena.

... Por consiguiente, es cosa fuera de duda que el mismo amor, como las demás pasiones, sólo en la
sociedad ha adquirido ese impetuoso ardor que tan frecuentemente le hace funesto a los hombres... por
los celos de los amantes y la venganza de los esposos, ocasiones diarias de desafíos, muertes y cosas
peores..., porque el deber de eterna fidelidad no sirve más que para originar adulterios y las leyes de
continencia y del honor extienden necesariamente la perversión y multiplican los abortos" (Ib.).

Así debemos, pues, representarnos al hombre natural: en estado de inocencia, sin necesidades intelectuales ni
morales, con la arriesgada posibilidad de elegir su perfección o de empeorar.

Concluyamos que, errante en las selvas, sin industria, sin lenguaje, sin domicilio, sin guerra y sin
vínculos, sin necesidad alguna de sus semejantes, también sin deseo alguno de perjudicarlos, quizá sin
conocer a ninguno individualmente..., sujeto a pocas pasiones y bastándose a sí mismo" (Ib.).

¿Cómo tiene ocasión, entonces, el paso de la inocencia propia del estado natural a la corrupción de la
vida social? No es por causa del progreso de las ciencias y las artes, porque esta forma de progreso se
reconoce aquí, más explícitamente aún que en el primer Discurso, como fenómeno secundario de una
corrupción social que proviene de otras causas. Estas son de índole política y económica.

"El primero a quien, después de cercar un terreno, se le ocurrió decir: "Esto es mío", y halló personas
bastante sencillas para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil. Cuántos crímenes, guerras,
muertes, miserias y horrores habría ahorrado al género humano el que, arrancando las estacas o allanando
el foso, hubiera gritado a sus semejantes: ¡Guardáos de escuchar a ese impostor; estáis perdidos si
olvidáis que los frutos son para todos y que la tierra no es de nadie!" (Ib. II Parte).

Así comenzó la sociedad civil; y a este primer paso siguieron todos los demás: se establecieron nuevas
relaciones entre los hombres, que modificaron su ser; se desarrollaron rápidamente facultades como la
memoria y la fantasía; con ellas, el lenguaje; la razón se hizo más activa; el amor de sí como sentimiento
absoluto, expresión no egoísta de la propia individualidad, se transformó en amor propio, es decir, en deseo
egoísta de obtener siempre el interés de uno mismo a toda costa y por cualquier medio; nacieron el fasto, el
lujo, la avaricia y todos los demás vicios que pronto subyugaron al hombre. Nacieron entonces el estado y
las leyes, que no resultaron sino instrumentos para perpetuar aquella desigualdad entre los hombres que el
derecho de propiedad había establecido. Del estado nacieron otros estados y, de éstos, las contiendas
bélicas.

"El primer sentimiento del hombre fue el de su existencia; su primer cuidado, el de su conservación; ...
entre las diversas maneras de existir, tuvo una que le invitó a propagar la especie... Satisfecho el deseo,
los dos sexos no se conocían más, y el mismo hijo nada era para la madre tan pronto como podía

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prescindir de ella. Tal fue la condición del hombre originario; tal fue la vida de un animal, limitado,
desde luego, a simples sensaciones...

Mas pronto se presentaron dificultades..., aprendió a dominar los obstáculos de la naturaleza... A medida
que iba extendiéndose el género humano, los trabajos se multiplicaron..., adquirió nuevas industrias...,
nació en el espíritu del hombre la percepción de ciertas relaciones... que expresamos con las palabras
grande, pequeño, fuerte, débil... Las nuevas luces que resultaron de este desarrollo aumentaron su
superioridad sobre los demás animales...

Instruido por la experiencia del que el amor del bienestar es el único móvil de las acciones humanas..., se
unía con los demás en agrupación desordenada... que a nada obligaba; cada uno trataba de obtener su
beneficio a viva fuerza..., o por habilidad y astucia si se consideraba menos fuerte. He aquí cómo los
hombres pudieron adquirir insensiblemente alguna sumaria idea de los compromisos mutuos y de la
ventaja de cumplirlos...

La costumbre de vivir reunidos hizo nacer los sentimientos más agradables que existen en los hombres.
el amor conyugal y el amor paternal... En este nuevo estado... los hombres gozaron de prolongados
ocios, que emplearon en adquirir nuevas formas de comodidad... Este fue el primer día de sujeción y el
primer origen de los males que prepararon para sus descendientes... debilitando el cuerpo y el espíritu...

El uso de la palabra se estableció y perfeccionó insensiblemente en el seno de cada familia... Todo


empieza a cambiar de aspecto. Los hombres, hasta aquí errantes en los bosques, ...se reúnen en diversos
grupos y forman por fin en cada región una nación particular, unida por costumbres y caracteres, no por
reglamentos y leyes, sino por el mismo género de vida y alimentos y por la común influencia del clima...
A fuerza de verse, no pueden ya prescindir de seguir viéndose..., los celos se despiertan con el amor, la
discordia triunfa y la más dulce de las pasiones recibe sacrificios de sangre humana... El canto y la
danza, verdaderos hijos del amor y de la ociosidad, llegan a ser la diversión, o mejor, la ocupación de los
hombres y las mujeres ociosos y agrupados... La estimación pública se consideró un premio... Y éste fue
el primer paso hacia la desigualdad y, al mismo tiempo, hacia el vicio. De estas primeras preferencias
nacieron... la vanidad y el desprecio..., la vergüenza y la envidia...

Comenzada la vida social y establecidas las relaciones entre los hombres..., empezó a introducirse la
moralidad en las acciones humanas...: era necesario que los castigos fuesen más severos... y que el
miedo a las venganzas reemplazara a veces el freno de las leyes...

Este período de desarrollo de las facultades humanas, que mantenía un justo medio entre la indolencia
del estado primitivo y la presuntuosa actividad de nuestro amor propio, debió de determinar la época más
feliz y duradera... El género humano estaba hecho para permanecer en aquella condición para siempre...;
todos los progresos ulteriores han sido en apariencia otros tantos pasos hacia la perfección del individuo,
siéndolo, en efecto, pero hacia la decadencia de la especie.

... Pero, desde el momento en que un hombre necesitó de otro..., la igualdad desapareció, se introdujo la
propiedad, fue indispensable el trabajo y las extensas selvas se trocaron sonrientes campiñas que
hubieron de regarse con el sudor del hombre, y en las cuales se vieron muy pronto germinar y crecer,
junto con las semillas, la esclavitud y la miseria... El hierro y el trigo trajeron, al mismo tiempo que la
civilización, la perdición del género humano... Del cultivo de las tierras sobrevino irremediablemente su
partición; y de la propiedad, ... las primeras reglas de justicia, porque, para dar a cada uno lo suyo,
preciso es que cada uno pueda tener algo... Pero el más fuerte realizó la obra, el más hábil sacó mejor
partido de la suya, el más ingenioso halló medios de abreviar el trabajo... Trabajando lo mismo, el uno
ganaba mucho, mientras que el otro no tenía para vivir...

He aquí, pues, todas nuestras facultades desarrolladas, la memoria y la imaginación en juego, el amor
propio interesado, la razón en actividad y el espíritu casi al término de la perfección de que es capaz, ... la
belleza, la fuerza, la destreza, el mérito o el talento; ... fue necesario tenerlas o fingirlas; fue necesario
parecer distinto del que en verdad se era. Ser y parecer... generaron el imponente orgullo, la engañadora
astucia y todos los vicios que forman su séquito.

El hombre, de libre e independiente que antes era, se ha convertido es siervo de multitud de necesidades,
sometido a toda la naturaleza y principalmente a sus semejantes, de quienes llega a ser esclavo... Por fin,
la voraz ambición..., no tanto por necesidad como por sobresalir, inspiró a los hombres la idea de

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perjudicarse mutuamente... competencia y rivalidad..., oposición de intereses, y siempre el oculto deseo
de obtener beneficios a expensas de los otros. Todos estos males son el primer efecto de la prosperidad y
el inseparable séquito de la naciente desigualdad".

El proceso de la desigualdad pasó por tres etapas fundamentales: la primera fue el establecimiento del
derecho de propiedad que divide a los hombres en ricos y pobres; la segunda fue la institución de la
magistratura, que supuso la distinción de poderosos y débiles; la tercera etapa, en fin, fue el cambio el
poder legítimo en poder arbitrario, con la consiguiente división de los hombres en amos y esclavos.

"Desprovisto de razones valederas para justificarse y de fuerzas suficientes para defenderse, aplastando
fácilmente a un particular, pero destruido él mismo por cuadrillas de salteadores, sólo contra todos, y no
pudiendo unirse con sus iguales -por sus recíprocos celos- contra enemigos unidos por la común
esperanza del robo, el rico concibió por fin el proyecto más reflexivo que jamás ha entrado en el
espíritu humano; y fue emplear en su provecho las mismas fuerzas que le atacaban, tomar a sus
adversarios por defensores suyos, inspirarles otras máximas y darles otras instituciones que fuesen para
ellos tan favorables como adverso les era el derecho natural. ¡Unámonos, les dijo, para proteger a los
débiles contra la opresión, contener a los ambiciosos y asegurar a cada uno su propiedad. Establezcamos
leyes de justicia y de paz a cuya conformidad se obliguen todos... sometiendo por igual al poderoso y al
débil al cumplimiento de recíprocos deberes. En una palabra, en lugar de volver nuestras fuerzas contra
nosotros mismos, reunámoslas en un poder supremo que nos gobierne según sabias leyes... y nos
mantenga en constante armonía!.

... Tal fue o debió ser el origen de la sociedad y de las leyes que dieron nuevas trabas al débil y nuevas
fuerzas al rico; destruyeron la libertad natural sin esperanza de recuperarla, fijaron para siempre la ley de
propiedad y de desigualdad; hicieron de una torcida usurpación irrevocable derecho y, por beneficio de
algunos ambiciosos, sujetaron a todo el género humano para lo sucesivo al trabajo, a la servidumbre y a
la miseria.

... Dedúcese de lo expuesto que, siendo la desigualdad casi nula en el estado de naturaleza, saca su
fuerza y acrecentamiento del desarrollo de nuestras facultades y del progreso del espíritu humano,
llegando a hacerse permanente y legítima por la constitución de la propiedad y de las leyes.

... Si seguimos el proceso de desigualdad en estas diferentes evoluciones, hallamos que su primera causa
fue la constitución de la ley y del derecho de propiedad; la institución de la magistratura, la segunda;
y la tercera y última, el cambio de poder legítimo en poder arbitrario. De manera que la condición de
rico o pobre fue autorizada en la primera época; la de poderoso o débil, en la segunda; y, en la tercera,
la de señor y esclavo, que es el último grado de desigualdad y término a que llegan los demás, hasta que
nuevas revoluciones disuelvan de repente el gobierno o le aproximen a la institución legítima" (Ib.III).

La conclusión de este Discurso - pesimista como el primero- parece contrastar con la fe ilustrada en el valor
del progreso y en la sustancial capacidad humana de construir racionalmente una sociedad justa y libre. En
realidad, Rousseau no quiere tanto condenar la sociedad civil en cuanto tal, ni, por lo mismo, afirmar que la
corrupción del hombre es consecuencia del progreso, cuanto sentar las bases para una crítica a aquellas
instituciones que han corrompido la sociedad. Lo confirma el hecho de que Rousseau no desconoce la
importancia esencial de la sociedad para el mismo desarrollo de las capacidades positivas del ser humano; es
en ella, y no en el estado natural, donde surge la moralidad y donde se planta el problema del recto uso de la
razón.

"Si el hombre viviese aislado, aventajaría en poco a los otros animales. Sólo en el recíproco contacto se
desarrollan las más sublimes facultades y se muestra la excelencia de su naturaleza" (Emilio).

Dado el carácter irreversible y definitivo de la salida del estado de naturaleza, el problema de su plena
realización se juega en las opciones que el hombre toma para organizar su nueva situación social. En este
punto, el discurso de Rousseau se hace preciso y cualificado, y donde la genérica acusación contra la
sociedad se torna fino análisis crítico de las instituciones: "Todos estos vicios no pertenecen tan al hombre,
cuando al hombre mal gobernado". La reflexión sobre las instituciones -presente ya en la "iluminación" de
Vincennes- sitúa, pues, a Rousseau en el contexto ilustrado. Lo que él aporta de original es la tensión, no
entre un estado de naturaleza y la sociedad, sino entre espontaneidad y reconquista consciente de tal
espontaneidad. En el estado natural, el hombre es libre, pero inconsciente; feliz, pero carente de moralidad;
la sociedad le otorga la conciencia de su libertad y de su dignidad moral.

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"Nacido en el interior de un bosque, el hombre habría vivido más libre y más feliz; pero, al no tener
necesidad de luchar para seguir sus propias inclinaciones, habría sido bueno sin mérito, no llegaría a ser
virtuoso, mientras que ahora sabe que lo es a despecho de sus pasiones. Aprende a luchar contra sí
mismo, a vencer y sacrificar su interés por el interés común. No es cierto que no recabe ventaja alguna de
las leyes: ellas le dan el coraje de ser justo, aun entre malos. No es cierto que las leyes le hayan restado
libertad: le han enseñado, en cambio, a reinar sobre sí mismo" (Emilio).

Se trata ahora de ver qué modelo de sociedad está en condiciones de salvaguardar estos bienes con que la
vida social enriquece al hombre.

9. Rousseau - El contrato social

De las siete obras políticas de Rousseau, la que hay que tomar en consideración es la que lleva precisamente
este título. El la entendía como un fragmento de una obra de mucha más envergadura que, con el título de
Institutions politiques, planeaba desde hacía mucho tiempo y que, sin embargo, no se encontró con fuerzas
ni ganas de concluir, según relata en las Confesiones. En la VI de sus Cartas de la montaña, el propio
Rousseau nos ha legado una inmejorable sinopsis de la doctrina de El Contrato social. He aquí una
selección:

"¿Qué es lo que hace que un Estado sea uno? La unión de sus miembros. Y, ¿de dónde nace la unión de
sus miembros? De la obligación que lo une. Hasta aquí todos están de acuerdo. Pero, ¿cuál es el
fundamento de esta obligación? Aquí es donde los autores se dividen. Según unos, es la fuerza; según
otros, la autoridad paterna; según otros, la voluntad de Dios. Yo... he puesto como fundamento del
cuerpo político, la convención de sus miembros.

... El establecimiento del contrato social es un pacto de una especie particular, porque, siendo absoluto,
sin reserva, sin embargo, no puede ser injusto ni susceptible de abusos, puesto que no es posible que el
cuerpo quiera perjudicarse a sí mismo, en tanto en cuanto el todo no quiere sino para todos... La
voluntad de todos (Rousseau emplea aquí la expresión "voluntad de todos" en lugar de, pero con el
sentido de "voluntad general". La distinción del autor entre ambos conceptos es esencial, como se verá)
es, pues, el orden, la regla suprema, y esta regla general y personificada es lo que yo llamo el soberano.
Se sigue de aquí que la soberanía es indivisible, inalienable, y que reside esencialmente en todos los
miembros del cuerpo.

Pero, ¿cómo obra este ser abstracto y colectivo? Obra por leyes... Y, ¿qué es una ley? Es una
declaración pública y solemne de la voluntad general sobre un objeto de interés común... Pero la
aplicación de la ley recae sobre objetos particulares e individuales. El poder legislativo, que es el
soberano, tiene, pues, necesidad de otro poder que ejecute, es decir, que aplique la ley a casos
particulares... Aquí viene la institución del gobierno. Es un cuerpo intermedio entre los súbditos y el
soberano para su mutua correspondencia, encargado de la ejecución de las leyes y del mantenimiento de
la libertad, tanto civil como política. El gobierno, como parte integrante del cuerpo político, participa de
la voluntad general que lo constituye; como cuerpo en sí mismo, tiene su voluntad propia. Estas dos
voluntades a veces están de acuerdo y a veces combaten. Del efecto combinado de este concurso y de
este conflicto resulta el juego de toda la máquina.

El principio que constituye las principales formas de gobierno consiste en el número de miembros que
lo componen... Se reducen a tres principios... Doy la preferencia a la que es intermedia entre las dos
extremas, y que lleva el nombre de aristocracia... En fin, en el último libro examino por vía de
comparación con el mejor gobierno que ha existido, es decir, el de Roma, la organización más favorable
a la buena constitución del Estado. Después, termino este libro y toda la obra con unas investigaciones
sobre la manera como la religión puede y debe entrar a formar parte constitutiva en la composición del
cuerpo político.

¿Qué pensáis, señor, leyendo este análisis corto y fiel de mi libro? Lo adivino. Os decía: He aquí la
historia del gobierno de Ginebra... He tomado, pues, vuestra Constitución, que encontraba hermosa,
como modelo de las instituciones políticas; y, proponiéndoos como ejemplo a Europa, lejos de tratar de
destruiros, exponía los medios de conservaros..." (Cartas de la montaña, VI).

Aquí están, en efecto, extractados los temas capitales del Contrato, que en el Libro se distribuyen así:

295
Origen del Estado: el pacto social (Lib. I, cc. 5 y 6)
El soberano: la voluntad general (I, 7; II, 3; IV, 1). La soberanía (II, 1-7).
La ley (II, 6, 11 y 12). El legislador (II, 7).
El gobierno y sus formas (III).
La religión civil (IV, 8).
Al hilo de este temario, fácil de seguir en la obra, se puede obtener una visión completa de la filosofía
política de Rousseau. El pilar sobre el que se asienta esta filosofía política es la noción de pacto social. Una
idea que no es original del pensador ginebrino. El origen contractual de la comunidad política, a partir de un
estado natural del hombre había sido sostenida por los principales pensadores políticos del XVII: Hobbes,
Spinoza, Locke. Sí es original que Rousseau reflexiones sobre la idea desde sus supuestos, que la hiciera
brotar espontáneamente y la articulara dentro de su propia concepción de la realidad.

Los fundamentos filosóficos de esta idea hay que buscarlos en el naturalismo que domina la época. Por
mucho que Rousseau fuera crítico con su tiempo, no podía dejar de ser hijo suyo. Todo hombre está
implantado en un tiempo histórico determinado y se identifica con una serie de vigencias primarias que
constituyen la sustancia espiritual de esa época. Una de estas vigencias es la idea de naturaleza, elaborada
por la filosofía y por la física modernas, y elevada a principio explicativo fundamental del mundo y del
hombre de los siglos XVII y XVIII. Así se habla de derecho natural, de moral natural, de religión natural.
En este contexto, la idea de pacto social se opone, por un lado, a la concepción aristotélica del hombre como
animal político que se ordena a la sociedad política por inclinación natural originaria y, por otro, al
pensamiento cristiano, que postula el derecho divino del Estado. Todos los teorizantes del pacto social
suponen un estado natural apolítico del hombre y, a partir de él, una constitución de la sociedad
políticamente organizada por convención libremente establecida y orientada a la consecución de ciertos
fines. Pero, a partir de aquí, las doctrinas de los filósofos contractualistas difieren.

Hobbes parte de una concepción pesimista del hombre, malo por naturaleza, animal ambicioso, egoísta y
desconfiado: homo homini lupus. El estado de naturaleza no puede abocar sino a la guerra de todos contra
todos. Para evitarlo, surge el pacto social que da origen a la sociedad y al artificio de su organización política
en el Estado. El pacto supone la renuncia al derecho natural sobre todas las cosas a favor de un tercero, el
soberano, que no es parte contratante y no queda, por tanto, obligado hacia los súbditos. El Estado, se
configure monárquica, aristocrática o democráticamente, goza de un poder absoluto concentrado, del que es
símbolo la figura de Leviatán.

Locke piensa en el estado natural de una manera mucho más optimista: en él los hombres gozan en paz de
sus derechos naturales y hacen buen uso de la libertad porque son razonables y se conducen por instintos
benévolos y sociales. El pacto social surge del deseo de asegurar mediante la ley esos derechos naturales que
ya tenía vigencia espontánea en el estado prepolítico. Entre esos derechos naturales se cuentan la libertad y
la propiedad privada que la hace posible. El ciudadano no renuncia a ellos, simplemente otorga su
administración a unos representantes suyos. El Estado que nace del pacto es, al contrario del Estado
hobbesiano, liberal y representativo o parlamentario, dividido en sus poderes -legislativo, ejecutivo y
judicial- como garantía de la libertad de todos.

Las doctrinas de Hobbes y Locke, con ser tan diversas, tienen un común denominador: ambos entienden la
sociedad política como ámbito de enriquecimiento y perfección del hombre. Pues bien, contra esa estimación
común a toda la época moderna, se levanta Rousseau. El pesimismo de Hobbes se traslada, de la naturaleza
al estado civil. Por naturaleza, el hombre es bueno, pacífico y virtuoso. Se corrompe por la acción maléfica
que sobre su alma ejerce la vida social excitando sus pasiones y apetitos. No obstante, el hombre no puede
vivir siempre en estado de naturaleza:

"Supongo a los hombres llegados a un punto en que los obstáculos que se oponen a su conservación en el
estado natural vencen con su resistencia a las fuerzas que cada individuo puede emplear para mantenerse
en ese estado. Entonces, ese estado primitivo no puede ya subsistir, y el género humano perecería si no
cambiase su manera de ser" (El Contrato social, I, 6).

Los obstáculos a que aquí se refiere Rousseau son, sobre todo, los fenómenos naturales adversos: diluvios,
erupciones volcánicas, terremotos, variaciones climáticas bruscas, etc. Pero, siguiendo la evolución descrita
por el mismo Rousseau en el Discurso sobre la desigualdad de los hombres, hay otros obstáculos que
amenazan su existencia: la libertad espontánea y natural le ha sido arrebatada al hombre cuando alguien lo ha

296
subyugado por la fuerza. El más fuerte muy pronto ha intentado transformar su fuerza en derecho y la
obediencia en deber, de modo que quedara establemente asegurado aquel poder que su fuerza no habría
podido garantizarle por largo tiempo. Pero la fuerza nunca puede transformarse en derecho; por eso, cada
hombre puede y debe, si tiene posibilidades para llevarlo a cabo, sacudirse las cadenas arbitrarias.

Ahora bien, como para la convivencia humana es necesario un ordenamiento social, como, por otra parte,
no existe un ordenamiento social natural que deba seguirse, no queda sino buscar un orden civil que,
establecido por convención, y fundado con realismo sobre la situación existente, permita constituir una
sociedad basada en el respeto más amplio posible de los derechos naturales del hombre, o sea, que, ante todo,
salvaguarde la libertad del individuo y que, además, consienta asociar siempre aquello que el derecho
permite con lo que el interés prescribe. El problema es, pues, el de:

"encontrar una forma de sociedad que defienda y proteja con toda la fuerza común la persona y los
bienes de cada asociado, y por la cual, uniéndose cada uno a todos, no obedezca, sin embargo, más
que a sí mismo, y permanezca tan libre como antes" (Ib.).

El problema puede resolverse con un contrato social que permite la asociación o suma de fuerzas para la
defensa común. La cláusula fundamental de ese contrato es:

"La enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la comunidad. Pues, en primer
lugar, dándose cada uno todo entero, la condición es igual para todos, y siendo igual para todos, ninguno
tiene interés en hacerla onerosa para los demás" (Ib. I, 6).

La figura del Estado que de aquí resulta es muy distinta de las propuestas por Hobbes y Locke. En Hobbes,
la enajenación de los derechos naturales -por tanto, de la libertad- es total y a favor de un tercero -el
soberano- ajeno porque queda al margen de las partes contratantes. En Locke, el pacto tiene por fin asegurar
esos sagrados derechos, no hay, pues, enajenación, sino mera legalización; no hay cesión, sino delegación
representativa en una mayoría de contratantes. En Rousseau, como en Hobbes, hay enajenación total de
derechos, pero no a un tercero, sino a la comunidad, según reza la cláusula del pacto, pues

"dándose cada uno a todos, no se da a nadie, y como no hay un solo asociado sobre el cual no se adquiera
el mismo derecho que a él se le cede sobre uno mismo, se gana el equivalente de todo lo que se pierde
y más fuerza para conservar lo que se tiene" (Ib.).

Se ve, pues, que lo que Rousseau comienza por llamar enajenación en rigor no lo es. Sin embargo, tampoco
se trata, como en Locke, de una simple prolongación del estado natural bajo la garantía de la ley del
gobierno representativo, que, en definitiva, son aquí dispositivos puramente externos, aunque necesarios. El
paso del estado natural al estado civil representa en Rousseau un cambio sustantivo, una transformación
profunda que afecta a la esencia misma de la vida del hombre y de las relaciones humanas. En Hobbes se
pierden los derechos naturales; en Locke se conservan; en Rousseau se transforman. La novedad de su
doctrina radica en que, en el estado civil vuelve el hombre a encontrar la libertad y la igualdad del estado
natural, pero transformadas porque se crea una nueva naturaleza en el hombre.

"Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la
voluntad general; y recibimos en cuerpo a cada miembro como parte indivisible del todo. En el mismo
instante, en lugar de la persona particular de cada contratante, ese acto de asociación produce un
cuerpo moral y colectivo compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea, el cual recibe de
este mismo acto su unidad, su Yo común, su vida y su voluntad" (Ib.).

El soberano es, pues, el cuerpo político, el cuerpo del pueblo, un ser colectivo cuyo aglutinante es la
voluntad general. Este último concepto es, quizá, el primordial en la teoría de Rousseau. Para entenderlo,
hay que advertir que él mismo lo relaciona con la expresión cuerpo moral. Rousseau introduce este
ingrediente de la moralidad en la esencia misma de la comunidad política. La transformación que opera el
pacto social consiste en una moralización.

"Este paso del estado de naturaleza al estado civil produce en el hombre un cambio muy importante,
sustituyendo en su conducta el instinto por la justicia y dando a sus acciones la moralidad que les
faltaba antes" (Ib. I, 8).

297
El hombre entra, pues, en el reino de la moralidad cuando deja de convertirse en hombre a secas -que es lo
que era en el estado natural- para convertirse en ciudadano. Y lo que hace de él un ciudadano es su
pertenencia a ese todo colectivo constituido por la voluntad general.

La voluntad general no ha de entenderse en sentido cuantitativo -como voluntad de todos o suma de las
voluntades individuales, ni siquiera como voluntad de la mayoría-. La expresión tiene sentido cualitativo:
significa el interés común, mientras que la voluntad de todos es el interés privado. La voluntad es general
por una cualificación interna -moral- del bien que persigue: porque quiere el bien común y a él pospone el
interés particular; es particular cuando su interés es particular y a él supedita el bien de la comunidad. En eso
consiste también la moralidad del estado civil frente al egoísmo instintivo del estado natural. En el límite,
la voluntad de un solo individuo puede ser general si quiere el bien común por encima del suyo propio; y la
voluntad de todos puede ser particular si todos coinciden en buscar cada uno su propio interés y no el bien
común. Una mayoría, aunque sea absoluta, puede ser justamente la antítesis, la anulación misma de la
voluntad general: cuando constituye un partido, bando o secta, que forman una asociación particular dentro
del Estado. Y nada más lejos del Estado de Rousseau que un régimen de mayorías entendido como régimen
de partidos.

"Hay frecuentemente gran diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad general; ésta se refiere
sólo al interés común; la otra, al interés privado y no es más que una suma de voluntades particulares:
pero quitad de esas mismas voluntades el más y el menos que se destruyen entre sí, y que da como suma
de las diferencias la voluntad general... Cuando se forman facciones, asociaciones parciales a expensas
de la grande, la voluntad de cada una de esas asociaciones resulta general en relación a sus miembros, y
particular en relación al Estado. Entonces puede decirse que no hay tantos votantes como hombres, sino
solamente tantos como asociaciones... Cuando una de estas asociaciones es tan grande que domina a
todas las demás, ya no hay una voluntad general, y la opinión que prevalece no es más que una opinión
particular. De modo que, para tener el verdadero enunciado de la voluntad general, importa que no
haya sociedad particular dentro del Estado, y que cada ciudadano opine por sí mismo" (Ib. II, 3).

Ahora bien, cuando la voluntad individual de cada uno abdica a favor de la voluntad general, mira al interés
común; pero esto no significa renuncia de la propia libertad, sino pasar de la independencia natural del
salvaje a la libertad moral, del egoísmo a la justicia, de la apropiación por la fuerza a la propiedad jurídica.

"Lo que el hombre pierde por el contrato social es su libertad natural y un derecho ilimitado a todo lo
que le tienta y está a su alcance; lo que gana es la libertad civil y la propiedad de todo lo que posee. Para
no engañarse en estas compensaciones, hay que distinguir bien la libertad natural, que no tiene otros
límites que las fuerzas del individuo, de la libertad civil, que está limitada por la voluntad general, y la
posesión, que no es más que el efecto de la fuerza o el derecho del primer ocupante, de la propiedad,
que sólo puede fundarse en un título positivo. Podría agregarse a las adquisiciones del estado civil la
libertad moral, única que hace al hombre verdaderamente dueño de sí, pues el impulso del simple
apetito es esclavitud, y la obediencia a la ley que uno se ha prescrito es libertad" (Ib. I, 8).

Pero, entonces, el estado civil mejora al hombre. Rousseau parece, en efecto, que está haciendo una apología
del Estado frente al estado natural. Y, ¿no viene esto a contradecir el punto de partida de Rousseau y su idea
madre de que el estado civil representaba, frente al natural, la corrupción del hombre, la exacerbación de sus
pasiones y apetitos, la sumersión, real o potencial, en el verdadero "estado de guerra"? ¿No mostraba
añoranza por la "vuelta al estado de naturaleza"?

La contradicción es sólo aparente. Las ventajas a que Rousseau alude en la cita anterior son las que el
hombre hallaría en un estado civil perfecto, ideal; las formas reales, históricas del Estado son, sin embargo,
en la mente de nuestro autor, expresiones degeneradas y a ellas se refiere en sus críticas a la sociedad civil.
El Estado ideal de Rousseau no llega a constituir una utopía política, pero se le aproxima mucho; desde
luego, está más cerca de la utopía que las ideas realistas de Machiavelli, Hobbes y Locke. Si no llega a ser
utopía es porque Rousseau tiene delante modelos históricos: la constitución de Ginebra; admiraba a Esparta y
la Roma de los primeros tiempos: Estados exiguos todos ellos. Pero, en todo caso, un Estado cuyas
instituciones sean justas no es corruptor, sino ámbito de moralidad porque en él conviven la libertad y el
ejercicio de la razón.

El Estado tiene una doble dimensión: es pasivo en cuanto cuerpo político constituido por la voluntad
general; pero es también activo y, entonces, se llama cuerpo soberano; pero ambas denominaciones indican
dos aspectos y funciones diversas de un mismo sujeto -el pueblo-, integrado por todos cuantos toman parte

298
en el contrato, que así adquieren la condición de ciudadanos -que detentan por igual la autoridad y
soberanía- y, al mismo tiempo, súbditos sometidos igualmente a las leyes del Estado, leyes que ellos mismos
han establecido mediante el poder soberano de la voluntad general. Legislador y súbdito al mismo tiempo,
el hombre mantiene su libertad, porque obedecer a la ley que uno mismo se impone es libertad.

La soberanía de la voluntad general o Estado es inalienable (Libro II, 1) e indivisible (II, 1), es decir, no
puede ejercitarse por representación ni dividirse en poderes distintos; es infalible (II, 3) y absoluta (II, 4).
Son, como se ve, los mismos atributos que definían el Estado de Hobbes, pero ahora tienen un valor opuesto,
toda vez que quien los posee no es un individuo; tampoco es un grupo que "representa" legalmente la
voluntad de la mayoría (Locke); ahora la libertad individual se enajena a favor de la comunidad social; como
yo también formo parte de ella, lo que entrego a la colectividad lo recupero enriquecido con la aportación de
los demás miembros de la misma.

Como soberano, el pueblo detenta el poder legislativo, o sea, el de emanar leyes de interés general; el poder
ejecutivo, en cambio, se limita a aplicar las leyes generales a casos particulares. Este poder ejecutivo será
administrado por el príncipe, término que no designa necesariamente a una sola persona, sino que puede
tener alcance colectivo; y el ejercicio de su poder se llamará gobierno. El gobierno no es más que un
encargo, un mandato, una encomienda que el cuerpo soberano (el pueblo) confía a unos funcionarios para
que se realice lo que él ha establecido. Una vez precisados los límites puramente ejecutivos del gobierno,
Rousseau no encuentra diferencias sustanciales entre una forma u otra de gobierno; la elección entre
monarquía, aristocracia y democracia debe hacerse atendiendo únicamente a motivos contingentes como la
extensión del territorio, el número de habitantes, etc. (III, 4, 5 y 6). Sin embargo, se requiere un legislador,
porque, se pregunta, Rousseau,

"¿cómo una multitud ciega que a menudo no sabe lo que quiere porque no suele saber lo que es bueno
para ella, ejecutaría por sí misma una empresa tan grande, tal difícil, como es un sistema de legislación?
El pueblo, por sí mismo quiere siempre el bien, pero no siempre lo ve por sí mismo. La voluntad general
es siempre recta, pero el juicio que la guía no siempre es claro. De aquí nace la necesidad de un
legislador" (II, 8).

Rousseau otorga al legislador un carácter casi sagrado: es la suya una función particular y superior que no
tiene nada de común con el imperio humano" (II, 7). Y piensa en Moisés, fundador del pueblo judío, y en
Numa, fundador de la República romana; en Licurgo, creador de la constitución de Esparta, y en Calvino.
¿Cuál es la misión esencial del legislador?

"Lo esencial en la misión del legislador no consiste tanto en redactar leyes buenas en sí mismas, cuanto
en examinar antes si el pueblo al que las destina es apto para soportarlas" (II, 8). ..."¿Qué pueblo es apto
para la legislación? El que encontrándose ya unido por algún vínculo de origen, de interés o de convenio,
no ha llevado aún el verdadero yugo de las leyes; el que no tiene ni costumbres ni supersticiones muy
arraigadas, el que no teme ser dominado por una invasión súbita, y, sin entrar en querella con sus
vecinos, puede resistir solo a cada uno de ellos o ayudarse de uno para rechazar a otro; aquel en que cada
miembro puede ser conocido de todos y en que no es necesario cargar a un hombre con un fardo más
pesado que el que un hombre puede llevar; el que puede pasar sin los otros pueblos y sin el que pueden
pasar todos los demás pueblos; el que no es ni rico ni pobre y puede bastarse a sí mismo; en fin, el que
reúne la consistencia de un pueblo antiguo con la docilidad de un pueblo nuevo. Lo que hace penosa la
obra del legislador no es tanto lo que hay que crear como lo que hay que destruir... Ciertamente, todas
estas condiciones se encuentran difícilmente reunidas. Por eso se ven tan pocos Estados bien
constituidos. Todavía existe en Europa un país capaz de legislación: la isla de Córcega" (II, 10).

A esto queda reducido el campo de aplicación práctica del proyecto político de Rousseau: a pueblos
pequeños, dotados de la plasticidad de los cuerpos sociales jóvenes y en formación, donde las costumbres no
han cristalizado aún y se han hecho inveteradas, donde el crecimiento de las necesidades, las pasiones y los
vicios no han iniciado su escala ascendente, donde los intereses particulares están todavía asociados al
interés común.

"La mayor parte de los pueblos, como de los hombres, sólo son dóciles en su juventud; al envejecer se
tornan incorregibles. Una vez establecidas las costumbres y los prejuicios arraigados, es empresa
peligrosa y vana querer reformarlos" (II, 8). "El cuerpo político, lo mismo que el cuerpo del hombre,
comienza a morir desde el nacimiento y lleva en sí las causas de su destrucción" (II, 11).

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Esta convicción pesimista hace de Rousseau un conservador; lo cual no deja de ser paradójico en un
doctrinario de la absoluta soberanía del pueblo, en un predicador de la libertad y la igualdad, de un
inspirador, a su pesar, de los principios de la Revolución Francesa. De hecho, cuando ha pretendido realismo,
termina en autoritarismo; en el Contrato desconfía de la viabilidad de gobiernos democráticos:

"Tomando el término en su rigurosa acepción, no ha existido nunca verdadera democracia, ni existirá


jamás. Va contra el orden natural que el gran número gobierne y el pequeño sea gobernado... ¡Cuántas
cosas difíciles de reunir no supone ese gobierno! ... un Estado muy pequeño en el que el pueblo sea fácil
de reunir y en el que cada ciudadano pueda fácilmente conocer a todos los demás; en segundo lugar, una
gran sencillez de costumbres que evite la multiplicidad de asuntos y las discusiones espinosas; luego,
mucha igualdad en los rangos y en las fortunas, sin lo cual la igualdad no podría subsistir mucho tiempo
en los derechos y en la autoridad por último, poco o ningún lujo, pues o el lujo es efecto de las riquezas,
o las hace necesarias; corrompe a la vez al rico y al pobre, al uno por la posesión, al otro por la codicia;
vende la patria a la molicie, a la vanidad; quita al Estado todos sus ciudadanos para someterlos los unos a
los otros, y todos a la opinión... Añadamos que no hay gobierno tan expuesto a las guerras civiles y a las
agitaciones intestinas como el democrático o popular, porque no hay ningún otro que tienda tan fuerte y
continuamente a cambiar de forma, ni que exija más vigilancia y más valor para ser mantenido en la
suya. Si hubiera un pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente. Un gobierno tan perfecto no
conviene a los hombres" (III, 4).

En una carta a Mirabeau, al plantear el problema de la política -encontrar una forma de gobierno que ponga a
la ley por encima del hombre- añade:

"Si puede hallarse esta forma, busquémosla y tratemos de establecerla; si, desgraciadamente, no puede
hallarse esta forma, y confieso ingenuamente que creo que no lo es, mi opinión es que hay que pasar al
otro extremo y poner de una vez al hombre tan por encima de la ley como pueda estarlo; por
consiguiente, establecer el despotismo arbitrario, y el más arbitrario que sea posible: yo quisiera que el
déspota pudiera ser Dios. En una palabra, no veo término medio soportable entre la más austera
democracia y el hobbismo más perfecto, pues el conflicto de los hombres y de las leyes, que pone al
Estado en una guerra intestina continua, es el peor de todos los estados políticos" (Carta a Mirabeau,
1767. Cit. por J.J, Chevallier).

¿Hay algo en la gran sociedad corrompida que pueda salvarse? El individuo. Y Rousseau escribe el Emilio.

10. Rousseau - El Emilio

Si el Contrato social proyecta un sistema de instituciones civiles que no corrompan la naturaleza humana, el
Emilio se propone un fin más modesto, pero más urgente: dado el actual estado de cosas, o sea, en un
sistema social degenerado, como el presente, hay que intentar salvar siquiera al individuo, si es que ya no
resulta posible salvar la sociedad entera. Si el Contrato social miraba al hombre como ciudadano y perseguía
el objetivo de reconciliar al hombre con su estado natural recreando las instituciones, el Emilio se propone,
en cambio, reconciliar al hombre con su estado natural a pesar de las instituciones. Emilio es un niño
educado, no según el modelo tradicional, que destruye la naturaleza primitiva imponiéndole una
superestructura artificial, sino en condiciones de conservar y reforzar tal naturaleza.

"Cuando, en lugar de educar al hombre para sí mismo, se le quiere educar para los demás, entonces el
acuerdo resulta imposible. Debiendo combatir la naturaleza o las instituciones sociales, es necesario
optar por hacer un hombre o un ciudadano: pues no pueden hacerse ambas cosas a la vez" (Emilio).

Entre el Contrato social y el Emilio discurre aquella distinción entre hombre público y privado que es
característica de toda la Ilustración. En la intención de Rousseau, el Contrato social debía constituir, por sí
solo, la solución satisfactoria y definitiva de la relación hombre-ciudadano; sabemos, en efecto, que,
publicadas ambas obras en el mismo año, temía -y resultó que justificadamente- que a los ojos de sus
coetáneos pareciera menos importante el Contrato social, a fin de cuentas, más difícil y más distante de la
mentalidad ilustrada, que el Emilio, y que se olvidara precisamente aquella solución que afrontaba el
problema en términos más globales.

El escrito pedagógico de Rousseau, en coherencia con el resto de las obras, asume el estado de naturaleza
como hipótesis metodológica sobre la que intenta la descripción de una real obra educativa. Es imposible
actuar sobre el hombre una vez corrompido por la sociedad; hay que postular, pues, una óptima condición

300
hipotética -la ausencia de sociedad- para poder esclarecer los factores educativos fundamentales. La
naturaleza misma completará su obra. La condición previa será, pues, educarle en el campo.

Tres son los agentes educadores que intervienen en el desarrollo del individuo: la naturaleza, los hombres y
las cosas. La armonía entre estos diferentes factores educativos es condición de toda buena educación.

"El desarrollo interno de nuestras facultades y de nuestros órganos es la educación de la naturaleza; el


uso que se nos enseña a hacer de ellos es la educación de los hombres; la adquisición de una
experiencia propia de los objetos que nos rodean es la educación de las cosas. Cada uno de nosotros
está, pues, formado por tres especies de maestros. El discípulo en el que se contradicen sus lecciones,
está mal educado, y nunca estará de acuerdo consigo mismo; aquél en quien están plenamente de acuerdo
y tienden a los mismos fines, es el único que se orienta a su fin y vive con coherencia. Es el único bien
educado" (Ib.).

De los tres agentes educacionales, hay que descartar el de los hombres, según Rousseau, porque es el único
del que no somos verdaderamente dueños, sometido como está al influjo corruptor de la sociedad. Si el
hombre es por naturaleza bueno, seguirá siendo así siempre que nada ajeno a él le altere; y si los hombres
son malos, su maldad proviene de alguna causa exterior a él. Cerrad la entrada al vicio, y el corazón
humano siempre será bueno. Rousseau propone, por lo mismo, una educación negativa (hasta los doce
años), destinada a evitar que el ser primitivo se contamine por su contacto con un entorno corrupto.

"Llamo positiva aquella educación que mira a formar el espíritu..., negativa es aquella educación que
trata de desarrollar los órganos, los instrumentos de nuestro conocimiento, antes de darnos esos
conocimientos y que preparan a la razón mediante el ejercicio de los sentidos. La educación negativa no
es inactiva, sino todo lo contrario: no inculca ninguna virtud, pero previene el vicio; no enseña la verdad,
pero preserva del error; prepara al niño a todo cuanto puede conducirle a la verdad cuando sea capaz de
comprenderlo, y al bien, cuando sea capaz de amarlo".

La educación negativa respeta la sucesión de las disposiciones naturales, como las llama Rousseau -sentidos,
utilidad, razón- sin imponer nada. El preceptor actúa indirectamente, disponiendo el ambiente que rodea a
Emilio, de modo que él mismo aprenda a partir de experiencias personales. Primero ejercitará los sentidos
para aprender a percibir; luego, la razón transformará los datos sensibles en conocimientos intelectuales; el
criterio que le orientará en la elección de conocimientos que debe adquirir es la utilidad. De esta forma,
Emilio aprende por sí mismo a respetar la propiedad -la tierra pertenece al primer hombre que la ha
trabajado- cuando se arrancan las plantas cultivadas por él en un macizo cuidado por el jardinero; aprende a
leer movido por el deseo de entender los billetes para una invitación que se le hace y que el preceptor se
niega a leerle; aprende a no dejarse llevar del capricho, porque, cuando ha roto por despecho los cristales,
se le deja pasar frío en la habitación; no se le imponen normas arbitrarias, pero experimenta, al mismo
tiempo, que su libertad natural tiene sus restricciones y es compatible con el duro yugo de la necesidad de
las leyes de la naturaleza, etc.

El resultado de esta educación indirecta y negativa es, a escala individual, equivalente al que se producía en
el Contrato social a escala colectiva: el equilibrio entre espontaneidad y moralidad, independencia y
libertad, sentimiento y razón. En este equilibrio, y en la educación de un individuo educado para sí mismo,
y no en función de una determinada sociedad, media la distancia que separa la pedagogía de Rousseau de la
de Locke. Este tenía presente, como modelo educativo, el gentleman inglés, el hombre de mundo, culto,
refinado, destinado al triunfo y capaz de formular juicios acordes con las expectativas de su ambiente.
Rousseau atiende, en cambio, a la formación de un hombre libre, espontáneo, capaz de sustraerse al juego de
las reglas sociales. Para ello, debe desarrollar sus propias facultades innatas siguiendo el impulso de la
naturaleza, en lugar de los dictados de la sociedad y de la opinión.

"Formar al hombre según la naturaleza no quiere decir hacer de él un salvaje que se ha de abandonar en
medio del bosque, sino una criatura que, viviendo en medio del tráfago de la sociedad, no se deja
arrastrar por las pasiones ni por las opiniones de los hombres; que ve con sus ojos y siente con su
corazón, y que no reconoce otra autoridad fuera de su propia razón" (Ib. 4).

El motivo de esta confianza en las disposiciones naturales del hombre ya estaba presente en el Discurso
sobre el origen de la desigualdad entre los hombres y queda reafirmada en el Emilio: es la existencia de la
única pasión natural del hombre, el amor a sí mismo (amour de soi), una pasión primordial y absoluta que
en sí misma es indiferente al bien y al mal, ya que existe por naturaleza y precede a cualquier forma de

301
experiencia moral; se convierte en buena o mala según las circunstancias en que se desarrolla. Constituye la
única fuerza motriz que subyace a la existencia de cada individuo y hace de él lo que es: Jamás le abandona
mientras vive, y es el sentimiento fundamental del que los demás no son sino modificaciones.

El amor de sí no es bueno ni malo, porque pertenece, en primera instancia, a la propia existencia del
individuo, y no a sus relaciones con los demás. En su forma más rudimentaria, es poco más que el impulso
que empuja al animal hacia la autoconservación. Sin embargo, tan pronto comienza a desarrollarse,
manifiesta su capacidad expansiva: El primer sentimiento de un niño es amarse a sí mismo; y el segundo,
que es consecuencia del primero, es amar a aquellos que están próximos a él.

En su forma más desarrollada, el amor de sí es bueno y siempre está en conformidad con el orden. Se
convierte, pues, en un principio moral genuino a partir de un sentimiento muy rudimentario. De él nacen las
nociones morales en una etapa relativamente tardía, según Rousseau: cuando, tras estar concentrado en sí
mismo y dominado por sus propios deseos, se le despiertan los sentimientos hacia la gente en lugar de hacia
los objetos. Ahora se inicia su experiencia moral. Es su propia debilidad y la insatisfacción que le procura su
propio ser la que le mueve a buscar a otras personas y a ser sociable. La que despierta también el amor
propio (amour propre) u orgullo: un sentimiento artificial, originado en la sociedad y que empuja a cada
individuo a interesarse más por sí mismo que por los demás; le lleva asimismo a perjudicar a sus semejantes,
ya que proviene de la falsa reflexión y del hábito de compararse con los otros; se origina en la primera
mirada que el individuo lanza a sus iguales. El amor propio es, pues, un elemento de discordia en el seno de
la relaciones sociales.

Cuando en el ser humano el impulso expansivo del amor de sí está guiado por la razón y modelado por la
compasión -que nos identifica con la criatura que sufre- puede determinar su actitud hacia sus semejantes y
conducir a la virtud o fuerza de voluntad para combatir los instintos inmediatos a favor de algún principio
más elevado. La sola bondad natural no basta para ordenar moralmente la vida: sólo Dios es verdaderamente
bueno y no necesita ser "virtuoso". Pero a Emilio le dice Rousseau: Te he creado bueno más que virtuoso;
por eso debe fortalecer su bondad natural con el ejercicio de su voluntad hasta hacerse libre y señor de sí
mismo. La virtud "desnaturaliza" a Emilio al permitirle sacrificar sus intereses inmediatos en beneficio de un
bien más elevado, sus ventajas personales por el bien de los demás. La virtud, pues, no es sinónimo de
felicidad inmediata (como oiremos después decir también a Kant). No hay felicidad sin valor, ni virtud sin
lucha: la palabra virtud deriva de la palabra fuerza: la fuerza es la base de toda virtud (5). En el Emilio,
Rousseau relaciona la virtud con el desarrollo del individuo y de la sociedad civil: cuando a Emilio se le
prepara para el matrimonio, su preceptor le hace ver que sus sentimientos hacia Sofía no garantizan una
relación feliz y estable si no ha aprendido a protegerse de sus deseos y a cobrar distancia de las cosas y las
personas: se le impone un largo viaje que le aparta de Sofía durante dos años:

"Hasta ahora has sido libre sólo aparentemente, sólo has disfrutado de la precaria libertad de un esclavo
al que nada se le ha mandado. Ahora es tiempo de que seas realmente libre; pero has de saber ser dueño
de ti mismo, has de saber mandar a tu propio corazón: sólo con este pacto se conquista la virtud" (Ib. 5).

La razón enseña al hombre a distinguir el bien del mal; la voluntad le lleva a elegir el bien, aún a costa de
sacrificio; pero ambos dependen de un sentimiento más profundo: la conciencia, voz interior o luz interna,
un instinto divino que manifiesta la naturaleza humana más original. Como instinto, es un sentimiento
espontáneo; como divino, pertenece a la dimensión espiritual del hombre. Lo mismo que el instinto es la voz
del cuerpo, la conciencia es la voz del alma que de forma infalible habla el lenguaje más dulce, puro y
enérgico de la virtud, protegiendo al hombre de su propio egoísmo, de los errores de la razón y de la
influencia insidiosa de las máximas mundanas.

Rousseau habla de la conciencia cuando hace la profesión formal de su fe religiosa en el Libro IV del
Emilio: Profesión de fe del Vicario Saboyano. ¿Cuál es el significado de la religión en la formación del
individuo?

La educación religiosa de Emilio comienza a los quince años y tiende a seguir la espontaneidad del
desarrollo del muchacho. Rousseau afronta, pues, el tema religioso bajo el punto de vista de la más completa
libertad y naturalidad: como religión natural que responde al sentimiento de piedad y compasión arraigado
en la naturaleza humana y capaz de transformarse en amor a los demás. En esta obra se recoge, pues, el tema
ilustrado de la religión como moralidad, aunque ésta se funda aquí, más en un sentimiento natural de
apertura y amor hacia los otros que en reglas determinadas por la razón y obtenidas del cristianismo
tradicional en versión secularizada.

302
Los principios constitutivos de la religión natural se reducen a la fe en la existencia de Dios -que se afirma
por la necesidad de admitir una causa del movimiento de la materia y de explicar el orden y la finalidad del
universo- en la libertad del hombre y en la inmortalidad del alma.

"Aunque no tuviese otra prueba de la inmaterialidad del alma que el triunfo del malo y la opresión del
justo en este mundo, sólo ésta me bastaría para no dudar. Una contradicción tan manifiesta, una
disonancia tan estridente en la armonía del universo, me impulsaría a pensar que no todo acaba para
nosotros en la vida, sino que con la muerte todo vuelve a entrar en el orden".

Las especulaciones metafísicas no ocupan un lugar destacado en la reflexión roussoniana y no son éstas las
que avalan sus ideas religiosas. Estas creencias proceden de una necesidad natural y de un deseo espontáneo
de explicar la existencia del hombre, su libertad y su dolor. Y, en todo caso, son verdades absolutamente
coherentes con su concepción del orden de la naturaleza. Si el individuo sólo puede hallar la verdadera
libertad aceptando principios grabados en lo más profundo del corazón humano por la conciencia y la
razón, es porque el significado de su existencia depende de las leyes eternas de la naturaleza y del orden
creado por Dios, origen único de todos los valores.

Pocos y sencillos son los conceptos religiosos de Rousseau; en su opinión, son las únicas verdades de una
religión natural. Y la religión es "natural" porque se basa principalmente en la evidencia de las facultades
naturales: El buen uso de sus facultades..., especialmente los ojos, la conciencia y el raciocinio muestra al
hombre que Dios se manifiesta a través de sus obras y de sus corazones. Mirad el espectáculo de la
naturaleza, escuchad la voz interior.

La defensa de la naturaleza por parte de Rousseau, como base de la verdad religiosa, le enfrentó con los
filósofos -la religión como experiencia personal significaba poco para pensadores como Voltaire- y con los
teólogos, porque supone que el hombre puede encontrar a Dios por su propio esfuerzo, sin necesidad de la
revelación ni del clero intermediario, símbolo del despotismo y causa de disensión. ¡Cuántos hombres se
interponen entre Dios y yo!, se lamentaba el Vicario.

Junto a la religión del hombre, en la que es educado Emilio, y la religión natural, expuesta en la Profesión de
fe, Rousseau propone en el Contrato social otra forma de religión, entendida en su función de cohesión
social; esta religión civil tiene el papel de asegurar la fidelidad a los sentimientos de socialidad, sin los
cuales es imposible ser buen ciudadano y fiel súbdito. Esta religión no impone los dogmas tradicionales; se
limita simplemente a tutelar y "sacralizar" ante los ciudadanos los compromisos hacia la comunidad.

"Hay, pues, una profesión de fe puramente civil cuyos artículos corresponde al soberano fijar, no
precisamente como dogmas religiosos, sino como sentimientos de sociabilidad, sin los cuales es
imposible ser buen ciudadano y súbdito fiel. Sin poder obligar a nadie a creerlo, puede desterrar del
Estado a todo el que no los crea ... no como impío, sino como insociable, como incapaz de amar
sinceramente las leyes, la justicia, y de inmolar, llegado el caso, su vida a su deber...

Las verdades de la religión civil deben ser sencillas, pocas, enunciadas con precisión, sin explicaciones
ni comentarios. La existencia de la divinidad poderosa, inteligente, benéfica, previsora y providente, la
vida futura, la felicidad de los justos, el castigo de los malos, la santidad del contrato social y de las
leyes: he aquí los dogmas positivos. En cuanto a los negativos, los reduzco a uno solo: la intolerancia ...
civil y teológica" (Contr. social, IV.8).

11. Rousseau - Significado de Rousseau en el contexto de la Ilustración

Ya tenemos los elementos para hacer una valoración de Rousseau en el contexto del pensamiento ilustrado.
Como paradoja viva, lo define A. R. Huéscar (op. cit.), porque, sin dejar de ser hijo de su tiempo, ha vivido
en pugna con él. Hay que remitirse al páthos de su actitud insumisa ante el orden de los valores vigentes en
su época. Esto hace de él un hombre desarraigado, decepcionado de la vida y de los hombres, sobre todo, los
enciclopedistas de quienes fue aliado. Voltaire no fue ajeno a la condena de Rousseau por el Consejo de
Ginebra y a la implacable persecución que fue a buscarle en sus diversos refugios. Diderot lo denunció
cuando vivía en París en 1770 bajo nombre supuesto, con la tolerancia de las autoridades, y les obligó a
encarcelarle: paradoja del gran abogado de la libertad que hace meter en la prisión a su antiguo compañero,
que veintiún años antes fuera a visitarle cuando él estaba confinado en Vincennes. Con D'Alembert y con
Hume encuentra motivos de querella... Es que la áspera independencia de su pensamiento rechaza todo
compromiso. Y su vida transcurre en perpetuo conflicto con los hombres, con la sociedad, consigo

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mismo. Su misma biografía explica, pues, las dos actitudes que adopta Rousseau: sus palmarias
contradicciones y su refugio en la soledad. Es comprensible, en efecto, que el predicador de la vuelta al
estado de naturaleza se muestre individualista en el Emilio y colectivista en el Contrato social; el
partidario del pacto social, el hombre que defiende la libertad y la igualdad originarias junto con la
soberanía absoluta del pueblo, encontrase enemiga a la autoridad de los hombres del poder constituido y,
sin embargo, abogue, aunque sólo sea como mal necesario, por un gobierno autoritario. Se explica que el
teórico de la religión civil, el calvinista renegado que retorna al calvinismo después de permanecer veintiséis
años en la Iglesia católica, el deísta, atrajese las censuras de la autoridad eclesiástica y la oposición de los
creyentes. De ahí su amor a la soledad, a la naturaleza virgen, sin mácula de humanidad.

El centro de su reflexión es la libertad del individuo humano que, desde la reserva latente del sentimiento
-las pascalianas razones del corazón que el mecanicismo materialista de los ilustrados franceses habían
perdido- desarrolla las energías del espíritu lejos de la alienación masificante. El naturalismo mecanicista
veía en la tradición y en la autoridad obstáculos a la libertad de la diosa Razón, creadora de ciencias, artes e
instituciones. Suprimidos, entonces, ambos obstáculos, el hombre se embarcaría en un progreso indefinido.
Rousseau va más allá y encuentra en la tradición, la autoridad, las ciencias, las técnicas y las instituciones
formas de violencia a la naturaleza, a la que hay que liberar y dejar en su espontaneidad.

Contrapone, así, de un modo rígido lo "natural" (lo biológico) y lo "cultural" (lo intelectual), como si la
naturaleza humana fuera una realidad acabada y estática que no necesita del "artificio" de la cultura. Pero la
"naturaleza" humana es ya "cultura" y viceversa: la misma biología humana se halla culturizada, porque es
una naturaleza abierta, creadora, plástica, capaz de proponerse fines siempre nuevos y de adaptar medios y
recursos para su realización.

Un error mayor supone la distinción entre "naturaleza" e "historia", que lleva a Rousseau a considerar la
historia civilizada como degradación de la historia original, que sería puramente "natural". Por eso, en su
actitud frente a la concepción progresiva de la historia, puede parecer reaccionario, mientras que la primacía
que otorga al sentimiento, al corazón, la fantasía, -frente al exceso racionalista- es una aportación apreciable
que le hace precursor del Romanticismo.

Frente al racionalismo, Rousseau muestra los límites de la razón en el campo de los valores religiosos y
morales. Hay, en efecto, una religión natural, que no necesita de la revelación, pero no es la razón la que
determina sus contenidos, sino la conciencia. Lo mismo acontece en el orden moral: es la conciencia o
sentimiento moral -una especie de instinto espiritual, semejante al instinto de la naturaleza física, y tan
infalible como él- el que descubre los valores que trascienden lo material y lo temporal.

La sobrevaloración de la conciencia potencia el yoísmo individualista que está en la raíz de la visión del otro
como obstáculo a mi realización personal y en la justificación de los propios errores sin reclamo a la
culpabilidad. Por eso, otro efecto de esa misma exaltación de la conciencia propia será la sinceridad, que
ahora empieza a ser el supremo ideal moral, en las formas de autenticidad, espontaneidad o fidelidad a uno
mismo como ser irrepetible que necesita, por una parte, justificarse ante los demás y, por otra, recuperar en la
memoria la felicidad del pasado, cuando había sido verdaderamente él mismo porque había vivido según los
designios de la naturaleza. Este es el espíritu que anima a Rousseau al escribir la historia secreta de su alma:
las Confesiones:

"Quiero mostrar a mis semejantes un hombre con toda la verdad de la naturaleza, y este hombre seré yo.
Yo solamente. Conozco a los hombres y siento lo que hay dentro de mí mismo. No estoy hecho como
ninguno de cuantos he visto, y aun me atrevo a creer que no soy como ninguno de cuantos existen. Si no
valgo más que los demás, por lo menos soy distinto de ellos. Si la naturaleza ha obrado bien o mal
rompiendo el molde en que me ha vaciado, sólo podrá juzgarse después de haberme leído. Cuando quiera
que suene la trompeta del juicio final, yo, con este libro, me presentaré ante el Juez Supremo y le diré
resueltamente: He aquí lo que hice, lo que pensé y lo que fui. Con igual franqueza diré lo bueno y lo
malo... Me he mostrado cual fui, despreciable y vil, o bueno, generoso y sublime cuando lo he
sido"(Confesiones, I, 1).

En el fondo, la filosofía de Rousseau es optimista, como el pensamiento ilustrado. Pues, aunque la


humanidad padece el drama del error, no sufre la tragedia de la culpabilidad: Rousseau rechaza la idea de
pecado y, especialmente, la idea teológica del Pecado Original: Todo es bueno al salir de las manos del
Autor de las cosas; todo degenera en las manos del hombre. La corrupción del hombre proviene, en efecto,
del proceso histórico y social, no de la naturaleza originaria, que no está pervertida irremediablemente; y la

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naturaleza le ha dotado de recursos para reconquistar la felicidad por sus propias facultades, sin tener que
confiar en la intervención de la gracia sobrenatural. No echemos a perder al hombre, pues siempre será
bueno sin esfuerzo (Emilio, IV).

Contrasta esta visión con la de su compatriota Calvino, para quien la verdadera condición humana es la
maldad: el hombre está actualmente despojado de libre albedrío y sujeto miserablemente a todo mal. No hay
en él parte alguna exenta de pecado..., no puede producir sino perversidad. Sólo podrá salvarle la fe, la
aplicación de los méritos de Cristo y la gracia.

El paseante de Ginebra que se aproxima a la Universidad, se encuentra equidistante del Muro de la Reforma,
en que la figura de Calvino descuella dos palmos sobre los demás heresiarcas, y del museo dedicado a
Rousseau. Apenas cincuenta metros separan a los dos hombres que Ginebra hoy venera. Si mira un poco
hacia arriba y contempla la Catedral de San Pedro, en que subsisten las formas de culto y el sistema fijados
por Calvino; y luego se dirige al foco nervioso de Ginebra, donde el lago Leman vuelve a ser el Ródano que
formó su hondura y hace sitio a su estatua en la Isla Rousseau, puede pensar que Ginebra es símbolo y
síntesis de Calvino y de Rousseau. No es fácil la síntesis de tantos contrarios. Pero entre uno y otro se abre
paso la solución de Trento: ni el hombre es fundamentalmente malo, ni fundamentalmente bueno; inclinado
al pecado, puede justificarse por acción de la gracia y el compromiso de su voluntad, por la fe y las buenas
obras. Ha de combatir sus peores tendencias y recurrir a sus mejores energías.

¿Cómo interpretar toda esta serie de paradojas, antinomias y contradicciones que concita la personalidad de
Rousseau? En muchos sentidos fue este hombre la conciencia de su época. Quizá pueda entenderse,
entonces, desde la categoría histórica orteguiana de crisis:

"No hay creación sin ensimismamiento. Pues bien, el hombre demasiado cultivado y socializado, que
vive de una cultura ya falsa, necesita absolutamente de otra cultura, es decir, de una cultura auténtica.
Pero ésta no puede iniciarse sino desde el fondo sincerísimo y desnudo del propio yo personal. Tiene,
pues, que volver a tomar contacto consigo mismo... Mas su yo "culto", la cultura recibida, anquilosada...
se lo impide. No tiene, pues, más remedio que arremeter contra esa cultura, sacudírsela, desnudarse de
ella, retirarse de ella, para ponerse de nuevo ante el universo en carne viva y volver a vivir de verdad. De
ahí esos períodos de vuelta a la naturaleza, es decir, de lo autóctono en el hombre, frente y contra lo
cultivado o culto en él. Por ejemplo, el Renacimiento; por ejemplo, Rousseau y el romanticismo y... toda
nuestra época" (Ortega y Gasset, En torno a Galileo, Lec. VI: Cambio y crisis, Obras Completas, 1983,
V, p. 79.

12. Rousseau - Literatura crítica

La primera edición de las OBRAS de Rousseau es la Collection complète des Oeuvres de J.-J. Rousseau,
Ginebra 1780-81, 15 vol. preparados por P.-A. de Peyrou. La edición más reciente y más cualificada por el
rigor filológico, la riqueza y validez del aparato crítico y bibliográfico, es: Oeuvres complètes, dirigida por
B. Gagnebin y M. Raymond, Gallimard, Paris 1959 ss.

Entre las numerosas traducciones al castellano de las principales obras de Rousseau, podemos mencionar:
Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, Trad. de J. López y
López, Aguilar, 1973; otra trad. de M. Bustamante, Ed. Península, Barcelona 1973. El Contrato social, Trad.
de C. Berges, buena Intr. de A. Rodríguez Huéscar, de la que nos hemos beneficiado en la exposición,
Aguilar 1969, Ed. Orbis 1984. Otra versión de Fernando de los Ríos, Prólogo de M- Tuñón de Lara, Espasa-
Calpe, Madrid 1975. Emilio o la educación, Trad. de F. L. Cardona Castro, Ed. Bruguera, Barcelona 1975.
Confesiones, Trad. de Rafael Urbano, Ed. Giner, Madrid 1978. Escritos religiosos, Intr., tr. y notas de A.
Pintor Ramos, Ed. Paulinas, 1979. Surtido de bibliografía.

Para la BIOGRAFÍA de Rousseau, cfr.: F.C. GREEN, Jean-Jacques Rousseau, Cambridge 1955. J.
GUÉHENNO, Jean-Jacques, Histoire d'une conscience, Paris 1962.

Las obras críticas más significativas acerca del pensamiento de Rousseau nacen a partir del siglo XX.
Anteriormente, se había desarrollado una historiografía fuertemente polémica, tendente a valorar la obra
rousseauniana desde presupuestos más ideológicos que científicos. En 1904, B. BOUVIER y A.
FRANÇOIS fundaron en Ginebra la Société J.-J. Rousseau, cuyos Anales constituyeron desde entonces
hasta hoy un importante estímulo al estudio del autor, y una aún más importante fuente de recogida de
ensayos críticos y estudios analíticos sobre el filósofo ginebrino. La función positiva ejercitada por la Société

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no tardó en dejarse sentir, porque en los años inmediatamente posteriores a su fundación se emprendió una
viva investigación filológica e histórica, que dio lugar a importantes ediciones de obras, epistolarios y
cronologías de Rousseau, y un estudio crítico de su filosofía, entre cuyos resultados recordamos, sobre todo:
G. LANSON, L'unité de la pensée de J.-J. Rousseau, en Annales J.-J- Rousseau, 8, 1912, pp. 1-32. En este
ensayo, Lanson, con notable anticipación a la crítica más moderna, subraya la oportunidad de tener en
consideración la filosofía y la vida de Rousseau de modo global y unitario. Por los mismos alos aparece la
obra en tres vol. de P. M. MASSON, La religion de J.-J. Rousseau, Paris 1916, Ginebra 19702, que, por la
riquísima documentación que aduce, no ha sido aún superada. Por el camino que abrieron Lanson y Masson,
se pusieron a andar años más tarde A. SCHINZ, La pensée de J.-J- Rousseau. Essai d'interpretation
nouvelle, Alcan, Paris 1929; E. CASSIRER, Das Problem Jean-Jacques Rousseau (Archiv fuer
Geschichte der Philosophie, ed. por Arthur Stein, t. XLI (1932): C. V. HENDEL, Rousseau Moralist,
Bobbs, New York 1934, ibi 19642, 2 vol.

En años posteriores aparecieron diversos ensayos que abordaban el aspecto político del pensamiento de
Rousseau y que proyectaron nueva luz sobre este problema: A. CORBAN, Rousseau and the Modern
State,Archon, Londres 1934, 19703; P. LEON, Études critiques, "Archives de philosophie du Droit et de
Sociologie politique", 3-4, 1934; 3-4, 1935; 3-4, 1936; 3-4, 1937; 1-2, 1938; B. GROETHUYSEN, J.-J.
Rousseau, Gallimard, Paris 1949 (del mismo autor y con idéntica temática, puede encontrarse un ensayo en
Filosofia della rivoluzione francese, trad. it., Milano 1967).

Algunos años después se adoptaba un nuevo método de interpretación existencial y psicoanalítica de


Rousseau: en esta dirección se mueven las obras de: P. BURGELIN, La philosophie de l'existence de J.-J.
Rousseau, PUF, Paris 1952, el mejor estudio de conjunto e imprescindible para cualquier tema; J.
STAROBINSKI, J.-J. Rousseau, la transparence et l'obstacle, Gallimard, Paris 1958, 19712; R.
GRIMSLEY, J.-J. Rousseau. A Study in Self-Awareness, Dufour, Cardiff 1961.

Por lo que respecta al pensamiento político de la filosofía de Rousseau, un hito en la investigación de


este capítulo la obra de: R. DERATHÉ: J.-J. Rousseau et la science politique de son temps, PUF, Paris
1950, 19702. Esta obra aclara las relaciones profundas de Rousseau con el debate político de su tiempo, los
puntos de contacto y las novedades del discurso político rousseauniano en relación con el iusnaturalismo. En
este sentido aportó una válida contribución asimismo el aparato crítico de la edición de las Oeuvres
complètes dirigida por B. GAGNEBIN y M. RAYMOND, Gallimard, Paris 1959 y ss., con la colaboración
de muchos estudiosos de Rousseau, como J. Starobinski, R. Derathé, J.S. Spink, H. Gouhier, J. Fabre y otros.
No obstante, prosiguió el debate en torno al "totalitarismo" o "liberalismo" del pensador, y en este sentido,
recordamos: J. L. TALMON, Le origini della democrazia totalitaria, trad. it., Il Mulino, Bologna 1967 del
original, Londres 1952; J. W. CHAPMAN, Rousseau, Totalitarian or Liberal?, Columbia, New York
1956; J. PLAMENATZ, Rousseau, en Man and Society, New York 1963; L. G. CROCKER, Il Contratto
sociales di Rousseau: un saggio interpretativo, tr. it., SEI, Torino 1971 (original, Cleveland 1968); R. D.
MASTERS, The Political Philosophy of Rousseau, Princeton U.P., 1968. Todos estos autores tienden a
considerar a Rousseau como promotor de una "democracia totalitaria" y conservadora.

Por otra parte, se subraya, en cambio, la polémica de Rousseau con la sociedad liberal burguesa, y se
entreven en las teorías de aquél motivos de índole socialista: I. FETSCHER, La filosofia politica di
Rousseau, tr. it., Feltrinelli, Milano 1972 (original, Neuwied 1960); B. BACZKO, Rousseau: Einsamkeit
und Gemeinschaft, Viena - Frankfurt - Zürich 1970 (original, Varsovia 1964).

En esta línea hermenéutica se inserta una serie de trabajos elaborados en Italia a partir de que
Galvano DELLA VOLPE escribiera Rousseau e Marx, Editori Reuniti, Roma 1964, obra que presta
particular atención a la confrontación entre las teorías políticas de Rousseau y el socialismo posterior,
especialmente el de Marx. Interesante el libro de R. MONDOLFO, Rousseau e la coscienza moderna, La
Nuova Italia, Firenze 1954. Una excelente presentación de las grandes líneas del pensamiento de Rousseau,
en R. GRIMSLEY, La filosofía de Rousseau, Tr. de J. Rubio, Alianza Univ. 1988. Y una lectura crítica de
Rousseau, que muestra sus valores y su profundas deficiencias, por el materialismo y el exagerado
optimismo naturalista, que destruyen la misma base de sus valores, J. MARITAIN, Trois réformateurs:
Luther, Descartes, Rousseau, Les Petits-fils de Plon et Nourrit, Paris 1925.

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