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Los de arriba y los de abajo

-Me gusta su carita, señor canónigo Sorel- repuso la mujer gruesa, bajando con Julián a la
cocina-. Voy a mandarle servir una comida excelente, que le costará un franco, en vez de los
dos cincuenta que todo el mundo paga en esta casa, pues, si no me engaño, le conviene
administrar bien su bolsita. -Tengo diez luises- replicó Julián con cierto dejo de orgullo. -¡Por
Dios, señor curita, no hable usted tan alto!- exclamó la posadera, alarmada-. En Besançon
abundan mucho las malas personas. Si no quiere usted que le dejen limpio con limpieza
maravillosa de manos, no entre usted en los cafés, que son lugares de cita de las gentes amigas
de lo ajeno. -¡Será posible!- dijo Julián. -Venga usted siempre a mi casa: yo le daré café cuando
desee tomarlo. No olvide que en ella encontrará una buena amiga y una comida excelente por
un franco; me parece que esto es hablar como Dios manda. Siéntese a la mesa, que voy a
servirle yo misma. -Me sería imposible pasar bocado- contestó Julián-. Estoy muy conmovido, y
con razón, pues al salir de su casa, entraré en el seminario. La buena posadera no le dejó
marchar sin antes llenarle los bolsillos de provisiones de boca. Julián, muerto de miedo, se
dirigió al lugar terrible, siguiendo el camino que la posadera le indicaba desde la puerta. EL
SEMINARIO

Trescientas treinta y seis comidas a 85 céntimos una, trescientas treinta y seis cenas a 38
céntimos una, y chocolate a los que tengan derecho; ¿qué ganancia puede dejar la contrata?

EL VALENOD de Besançon.

Desde lejos vio Julián la cruz de hierro dorado que se elevaba sobre la puerta. Su paso se hizo
tardo, sus piernas temblaban, se negaban a sostenerle. Como quien se encuentra en la entrada
del infierno, cuyas puertas, una vez rebasadas, no le serán franqueadas nunca más, se decidió
a llamar. Resonó la campana, y al cabo de unos diez minutos, abrió la puerta un hombre
pálido, vestido de negro. Julián le miró, pero inmediatamente bajó los ojos. La fisonomía del
portero era de las que llaman la atención. Sus pupilas, salientes y verdes, eran redondas como
las de los gatos; sus párpados, de contornos inmóviles, anunciaban la ausencia, más que
ausencia, la imposibilidad de sentir simpatías, y sus labios delgados se desarrollaban en
semicírculo sobre sus salientes dientes. Aquella cara, con ser tan repulsiva, no presentaba la
repulsión del crimen, sino esa insensibilidad absoluta que tanto terror produce a los jóvenes.
Un sentimiento adivinó Julián en aquella cara larga de devoto, uno solo: el sentimiento de
desprecio profundo hacia todo aquello que no se refiriera al Cielo. Con esfuerzo alzó Julián los
ojos y dijo, con voz que los latidos violentos de su corazón hacían temblorosa, que deseaba ver
al señor Pirard, rector del seminario. Sin despegar los labios, el hombre negrohizo a Julián una
seña para que le siguiese. Subieron dos pisos por una escalera de madera de rampa rápida,
cuyos peldaños amenazaban venirse abajo. El portero abrió con dificultad una puerta pequeña,
sobre la cual se alzaba una cruz de madera de pino, pintada de negro, y mandó entrar a Julián
en una sala sombría y muy baja de techo, en cuyos muros, blanqueados con cal, se veían dos
grandes cuadros ennegrecidos por la mano de los siglos. Allí dejó solo a Julián: latía su corazón
con violencia, se sentía aterrado y hubiese deseado atreverse a llorar. En toda la casa reinaba
un silencio de tumba. Al cabo de un cuarto de hora largo, que a Julián un siglo le pareció, se
presentó de nuevo en el umbral de una puerta, abierta en el extremo opuesto, de la sala, el
hombre de facha siniestra, y, sin dignarse hablarle, le indicó, por medio de un gesto, que
avanzase. Obedeció nuestro estudiante, encontrándose una vez franqueada la puerta en otra
sala mucho mayor que la primera y muy mal iluminada. También estaban blanqueados con cal
los muros, pero allí no había muebles, mejor dicho, su único mobiliario consistía en una cama
de madera de pino, dos sillas con asientos de paja y una poltrona de madera y mullido en el
asiento. Hacia el extremo opuesto de la sala junto a una ventana, vio a un hombre sentado
delante de una mesa, que vestía una sotana verdosa y remendada. Parecía estar de mal
talante: con expresión de cólera en los ojos se ocupaba en colocar sobre la mesa una infinidad
de cuadritos de papel, después de escribir en ellos algunas palabras. Ni echó de ver siquiera la
presencia de Julián. Este estaba inmóvil, de pie en el centro de la sala, donde le dejara el
portero, que había salido cerrando la puerta. Diez minutos eternos pasaron de esta suerte. El
de la sotana verdosa y raída continuaba escribiendo y ordenando los cuadritos. Tan grandes
eran el terror y la emoción de Julián, que estaba a punto de caer desplomado. Un filósofo
habría dicho, acaso engañándose: “Es la impresión violenta producida por lo feo en un alma
creada para admirar lo bello.” El hombre de la mesa levantó la cabeza, movimiento que Julián
no vio en el primer momento, aunque es lo cierto que, después de advertirlo, continuó tan
inmóvil como antes, cual si la mirada terrible de que le hicieron objeto le hubiese herido de
muerte. Los ojos conturbados de Julián distinguían con dificultad una cara larga y cubierta de
manchas encarnadas, excepto en la frente, que estaba mortalmente pálida. Entre las
rubicundeces de las mejillas y la blancura amarillenta de la frente brillaban dos ojillos negros,
capaces de hacer temblar al hombre más bravo. Una masa de cabellos espesos, ásperos y
lacios, de tono negro sucio, encuadraban la frente. -¿Quieres acercarte, sí o no?- gritó al fin
aquel hombre con impaciencia. Julián avanzó con paso inseguro, pálido y desfallecido,
deteniéndose a unos tres pasos de la mesa. -¡Más cerca! Dio Julián dos pasos más, tendiendo
la mano cual si intentase apoyarse sobre algo. -¿Cómo te llamas? -Julián Sorel. -¡Bastante te
has hecho esperar!- exclamó, lanzando al pobre estudiante una mirada terrible. No pudo
resistir Julián aquella mirada. Extendió los brazos, los agitó un momento en el aire, y cayó cuan
largo era sobre el suelo. El de la sotana raída hizo sonar una campanilla; Julián, que no había
perdido el uso de sus sentidos, aunque sí la facultad de moverse, oyó pasos que se acercaban.
Le levantaron y colocaron sentado en la poltrona de asiento de madera. -Parece epiléptico; es
lo único que nos faltaba- dijo el hombre terrible. Cuando Julián pudo abrir los ojos, el de las
manchas rojas en la cara continuaba escribiendo; el portero había desaparecido.

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